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SOBRE COMO VIVIR BIEN
O EL SECRETO DE
LA NO-INFELICIDAD
SOBRE COMO VIVIR
BIEN
O EL SECRETO DE
LA NO-INFELICIDAD
Alberto Zamuner
© 2007, Alberto Zamuner Todos los derechos reservados
A Alicia, Diego y Martín, porque son mis mayores incitaciones a vivir bien.
Indice
Indice ............................................................................................. 9
El dinero y la felicidad ......................................................... 11
Economía y salud ................................................................... 24
Pensar de más .......................................................................... 35
El futuro presunto ................................................................. 45
Lo deseado y su precio ........................................................ 52
Tensión ideológica y tensión metafísica ..................... 60
Vivir esperando o vivir sin esperar ............................... 66
Cómo llegar a “no esperar” ............................................... 71
¿Qué hacer con los defectos ajenos? ............................ 87
¿Con qué llenamos nuestra vida? .................................. 95
La aspiración a vivir mejor.............................................. 125
Aspiración, imaginación, tensión y actividad ........ 130
El impulso hacia la máxima satisfacción ................. 135
La suerte ................................................................................... 143
Cualidades que determinan finalidades ................... 153
La personificación de las circunstancias .................. 159
Lo que queda sin hacer ..................................................... 167
El mito de la rutina ............................................................. 172
Las ideas-refugio .................................................................. 179
El amor exigente................................................................... 183
Qué somos y qué podemos ser ...................................... 191
Pasar al otro lado ................................................................. 199
El momento de actuar ....................................................... 203
La decisión es la base de todo ........................................ 207
Qué se puede y qué no ....................................................... 210
Alimentarse de lo que no es alimento ....................... 215
El desafío de vivir bien ...................................................... 221
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El dinero y la felicidad
En el viejo debate sobre si el dinero hace o no la felicidad
se tiende a creer que estamos forzados a contestar que sí o
que no, e incluso a formar dos bandos enfrentados con el
mayor de los odios posibles.
Son por demás conocidos los argumentos de uno y el otro
bando, y quien se tome el trabajo de prestar atención a la vi-
da verá que ni unos ni otros son demasiado consistentes: ni
demuestran ser verdaderos ni demuestran que el contrario se
equivoque.
Tal vez el problema, y su respectiva solución, no sea tan
simple como responder sí o no. Tal vez haya que pasar a tra-
vés de esas apariencias de respuestas y buscar causas más
profundas.
En tal camino no está de más recordar algunas respues-
tas “intermedias”, que se dan en tono de broma pero pueden
contener mayor seriedad que el sí o el no: “el dinero no hace
la felicidad; pero calma los nervios”; o “el dinero no hace la
felicidad; pero es más cómodo llorar en un palacio”.
Esto no responde la gran pregunta; pero genera cierta
idea de que no está bien formulada, y no encontramos mu-
cho sentido a buscar una respuesta seria a una pregunta mal
hecha.
Y tal vez no haya una respuesta clara porque en el fondo
no tenemos claro qué es la felicidad.
A primera vista, cuando se lo ha pensado poco o nada y
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se padece un determinado problema, se concibe la felicidad
como el estado de cosas en que no exista ese problema. Pero
basta recordar que antes de padecerlo tampoco solíamos de-
cir que “éramos felices”. También es posible superar el pro-
blema y sentir que sigue faltándonos “algo”, o simplemente
observar cuántos miles de personas no lo sufren y son tan
infelices como cualquier otra.
A fuerza de estos y otros ejemplos, concluimos en que la
felicidad debe ser un estado, más interior que exterior, en
que sea imposible aspirar a “algo más”, en que sea imposible
toda sensación de carencia (porque en tales casos no sería “la
felicidad”).
Así entendida, la felicidad no puede ser una entidad, una
cosa existente que podría agregarse o incorporarse a noso-
tros, sino todo lo contrario: una ausencia de insatisfacciones
o sufrimientos, un estado donde no pueda haber eso que
llamamos infelicidad.
O sea que no es que exista la felicidad y necesitemos ob-
tenerla: existe la infelicidad y necesitamos disolverla.
Pusimos el nombre de felicidad a “eso” que aparecería
cuando eliminemos todo sufrimiento, y, yendo más allá, toda
idea, sensación o temor de que podamos volver a sufrir.
Esto aparece prácticamente como la meta suprema de la
vida, y como tan difícil que nos daríamos por satisfechos si
sólo lográramos acercarnos, si sólo lográramos disminuir el
estado de insatisfacción que padezcamos.
Si entendemos la felicidad como estado de no-
insatisfacción, comprendemos por qué se la relaciona tan
habitualmente con el dinero: es evidente que toda criatura
con necesidades biológicas experimentará agudas señales de
sufrimiento cuando esas necesidades no sean satisfechas, o
cuando aparezcan amenazas a su supervivencia.
Esto aparece más en el hombre que en el animal, porque
además de sufrir puede prever la posibilidad de sufrimientos
futuros, y en el hombre de una sociedad compleja más que en
el de una sociedad sencilla, porque está acostumbrado a más
variedad de bienes deseables y, como si fuera poco, no sabe si
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podrá proveérselos permanentemente.
¿Qué es el “dinero” sino el poder del hombre sociabiliza-
do para proveerse de bienes del mundo circundante?
No podemos concebir la felicidad, la no-insatisfacción,
cuando el instinto nos envía pavorosas señales de hambre o
de peligro.
De ahí proviene el concepto de “necesidades básicas”; es
decir, de lo que constituye la base para que nuestra vida se
mantenga.
Si nos imaginamos sin ningún producto de la cultura
humana, podemos reducir nuestras necesidades básicas a
alimento y morada, de las cuales parece que ningún animal
puede prescindir, entendiendo el término morada como un
sitio donde descansar a resguardo de los fenómenos y seres
peligrosos.
Como alimento y morada están en el mundo externo,
material, se requiere la acción sobre este mundo para obte-
nerlos, para no recibir las señales de insatisfacción que pro-
voca su ausencia.
Esto nos lleva a descubrir que la dificultad con la pregun-
ta del comienzo se debía a que no estaba bien formulada.
Ahora podemos rehacérnosla con más precisión: ¿el di-
nero deshace la infelicidad?
Y nos encontramos con una respuesta sorprendente-
mente fácil y casi indiscutible: Sí, hasta cierto punto.
Y ese cierto punto está determinado por el límite entre la
infelicidad física, nacida de las amenazas que padezca nues-
tro ser biológico, que al vivir en sociedad solemos solucionar
con dinero, y otros tipos o niveles de infelicidad que por di-
versas causas están presentes en nosotros, para complicarnos
la existencia y forzarnos a preguntas difíciles.
Podríamos hablar de infelicidad metafísica, y generar
con esto discusiones sobre qué es el hombre y por qué no es
feliz.
Distintas ideologías o concepciones del mundo definirán
cada una a su modo a qué llamar infelicidad metafísica, y al-
gunas de ellas dirán que no existe. Detrás de toda esa diver-
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sidad, campea cierta coincidencia en que el hombre necesita
algo más que alimentarse y que descansar en lugar seguro.
Aunque no cuente con una aprobación unánime, cual-
quier esbozo de idea de que en nuestra existencia hay un ob-
jetivo nos lleva forzosamente a deducir que mientras éste no
se cumpla habrá un estado de necesidad insatisfecha, o sea
eso que venimos llamando infelicidad.
Como el cuerpo posee instintos que se encargan de acu-
ciarnos en su afán de ser satisfechos, también los tiene la
mente, la psique o “el alma”, que se molesta y angustia de
diversos modos si no satisface de su necesidad.
De ahí que el hombre, recordando la experiencia de ha-
ber obtenido alimento y haber dejado así de sufrir, imagina
que poseyendo o disfrutando algún otro elemento del mundo
circundante calmará esa otra extraña sed que siempre le exi-
ge vivir y sentir algo más.
Así, una vez interrelacionados para intercambiar unos
con otros los bienes que satisfacen sus necesidades básicas,
los hombres prosiguen indefinidamente el proceso de elabo-
rar nuevos bienes en busca de esa satisfacción total que de
algún modo conciben, generando una contagiosa cadena en
que cada uno inventa algo para ganar dinero y comprarse lo
que a su vez inventó otro, que intenta convencerlo de que su
producto es indispensable para la felicidad, porque él mismo
intenta alcanzar la felicidad comprando lo que a su vez le
ofrece un tercero con idéntico propósito.
Esto genera una sociedad donde todos incitan a todos a
ser felices y a no aguantar vivir sin serlo, y donde cada uno
propone como vía a la felicidad adquirir el objeto que él ofre-
ce.
El resultado de todo esto es, paradójicamente, un nuevo
tipo de infelicidad: la infelicidad social.
Porque, se gane en esa carrera poco o mucho dinero, tar-
de o temprano aparece un límite, más allá del cual queda al-
go que no se puede comprar.
De ahí que en las sociedades más complejas haya un ma-
yor grado de infelicidad que en las más primitivas; lo que pa-
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reciera un resultado diametral y absurdamente opuesto a lo
que los hombres buscan al trabajar e interrelacionarse.
Si la infelicidad física entra por el cuerpo y la infelicidad
metafísica se siente en lo más profundo e indefinible de
nuestro ser, la infelicidad social entra por -y reside en- la
mente; de ahí repercute en el sentimiento y casi inevitable-
mente en el cuerpo, que se desordena y enferma, abriendo
nuevas áreas de infelicidad física.
Tal como se enferma el cuerpo puede enfermarse el sen-
timiento. Si la mente pulsó día tras día los botones que gene-
rarían angustia, miedo, desesperación, pesimismo, odio, en-
vidia y todo el infierno que siente quien se vuelve víctima de
la infelicidad social, esos sentimientos tenderán a mantener-
se y perpetuarse, como la constitución del cuerpo deriva de
los alimentos ingeridos y el eco deriva del sonido que le dio
origen.
Este ejemplo sugiere de inmediato una pregunta: si el
eco de un sonido acaba apagándose ¿no pueden apagarse
también los sentimientos negativos?
Ahí empieza a perfilarse la fórmula de la no-infelicidad:
hay una infinidad de sentimientos negativos (si no la totali-
dad al menos un alto porcentaje) que fueron generados por
nuestros pensamientos negativos; y, si dejamos de emitir és-
tos, los sentimientos negativos acabarán disolviéndose.
Nuestros sentimientos serían como sonidos grabados;
nuestra atención el micrófono y nuestros pensamientos las
palabras que se grabarán. Nuestra constitución biológica
aporta a este equipo una energía imposible de interrumpir, y
así vivimos permanentemente escuchando cintas y al mismo
tiempo grabando otras que escucharemos posteriormente.
Más precisamente podría decirse que nuestro pensamiento
emite ideas y nuestra psique-grabador las convierte en acor-
des-sentimientos, más armónicos o inarmónicos de acuerdo
a lo que hayamos pensado. Y luego, sin la opción de apagar ni
bajar el volumen, estos buenos o malos acordes se repiten en
nosotros hasta ser reemplazados por futuras grabaciones,
cuyas características dependerán de lo que hoy pensemos.
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Así, el sentirse mal nace del pensar mal.
¿Y qué significa mal en el terreno del pensamiento?
Simplemente pensar lo que no es cierto; trazar con ideas
y palabras un cuadro de la realidad que no coincida con la
realidad real.
El proceso del pensar mal nace, entre otras cosas, del de-
seo insatisfecho.
El deseo insatisfecho no es una catástrofe, sino un fenó-
meno que naturalmente se presenta reiteradas veces, ya sea
en la vida del hombre civilizado como en la del salvaje o en la
del animal. No es mayormente dañino cuando se da en rela-
ción con deseos naturales, porque generalmente es transito-
rio.
Lo realmente grave, destructivo, sucede cuando quedan
insatisfechos los deseos fabricados o potenciados por el pen-
samiento.
Podemos tener deseos, incluso los inducidos o generados
por la sociedad consumista, sin sufrir a niveles tormentosos
ni enfermantes, siempre y cuando cada chispazo de insatis-
facción no ponga en funcionamiento el mecanismo del pen-
sar mal.
Por ejemplo, vemos la publicidad de un artículo que no
podemos comprar. Allí podemos conectar el pensamiento
incorrecto, irreal, destructivo: “necesito tenerlo; no puedo
vivir sin tenerlo; debo tenerlo; es injusto, está mal que no lo
tenga”. Y de ahí pasar a la alternativa activa: luchar desespe-
radamente, violentándonos y violentando a otros para obte-
nerlo, sufrir en la lucha por ese objeto y, luego la alegría fu-
gaz de obtenerlo, sufrir por las alteraciones que esa lucha
sembró en nuestro interior. O bien podemos transitar la al-
ternativa pasiva: resignarnos con infinito dolor a no tenerlo
y multiplicar los pensamientos destructivos: “esto está mal,
no puede ser, no hay justicia, Dios no se apiada de mí, no se
puede vivir así”, y de inmediato buscar culpables, dispararles
andanadas de insultos y convencernos de que estamos ro-
deados de seres malignos que intentan arruinarnos la vida y
lo consiguen.
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También podemos, ante el mismo hecho de ver algo y no
poder comprarlo, conectar el pensamiento constructivo y sin
fantasía: “deseo esto. No lo necesito: simplemente tengo ga-
nas de tenerlo; pero es una de las muchas cosas que no están
a mi alcance y la vida no empeora por eso. La suposición de
que este objeto podría mejorar mi vida no significa forzosa-
mente que mi vida empeore por su ausencia: puede perfecta
y fácilmente continuar igual. En lugar de no tenerlo y sufrir,
prefiero no tenerlo y no sufrir. Si lo tuviera podría sufrir por
otro objeto, de modo que prefiero acabar ya mismo con todo
eso y no atormentarme por ninguna de las cosas que no pue-
do. Viviré lo mejor que pueda con las cosas que sí puedo te-
ner, sabiendo que aunque pudiera más siempre encontraría
un límite, y no puedo permitirme vivir mal por algo tan natu-
ral”.
Generalmente una persona constructiva no se pone a
pensar textualmente todo esto; pero parece saberlo en lo
más íntimo, y simplemente no emite pensamientos destruc-
tivos.
Y en el camino positivo también cabe la opción activa:
trabajar por el objeto deseado sin maltratar a nadie ni mal-
tratarse a sí mismo con la desesperación, el apuro, el esfuer-
zo desgarrador ni la angustia; sin dejar por ese objeto de des-
cansar, de experimentar vivencias buenas ni de adquirir
otros bienes provechosos para la vida.
Y si consideramos que la imposibilidad de adquirirlo se
debe a algún tipo de injusticia, a alguna falla de los demás o
de la sociedad, podemos hacer nuestro aporte constructivo
(no nuestro reproche ni nuestra lamentación estéril) para
mejorar la sociedad en la medida que sea posible a una per-
sona.
Cuando nuestros problemas individuales nos llevan a
considerar la vida social y política, podemos una vez más, y
en este terreno con más dramatismo que en otros, tomar el
camino del pensamiento positivo o del negativo.
El pensamiento positivo se reconoce fácilmente porque:
1) siempre desemboca en plantearse cómo se soluciona el
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problema pensado, 2) pasa a considerar qué puede hacer uno
mismo por una sociedad mejor, 3) lo hace y 4) nunca deja de
intentarlo por el hecho de ver que la parte que uno puede
hacer es pequeña, porque otros no lo hagan ni porque la so-
ciedad mejore a menor ritmo que el deseado.
El pensamiento negativo es aquél que se concentra obse-
sivamente en lo malo, e incluso imagina más males que los
que ve. Y en vez de discurrir sobre causas y soluciones se ad-
hiere al tema de las injusticias, corrupciones, culpables y vi-
das deshonestas. Se queja y hasta se burla de la imperfección
humana, y cuando alguien mejora alguna cosa rezonga por-
que “es muy poco”.
Esto incrementa hasta límites desastrosos la infelicidad
social, ya agudizada porque siempre hay un límite para la
capacidad de adquirir objetos, y porque quien dilapida su
energía en estos pensamientos debilita su propia capacidad
para ganar dinero.
Esto no significa que si dominamos el pensamiento bo-
rraremos por completo la infelicidad social. Si por costumbre
o por decisión vivimos en sociedad, estamos expuestos a pre-
senciar desórdenes generados por los seres poco conscientes
o poco respetuosos. Incluso es más noble molestarse por la
injusticia que no darle importancia, y ese malestar será el
precio de vivir en sociedad.
Pero no hay que confundir el malestar que nace de pre-
senciar la injusticia con el otro, mucho más grave y destruc-
tivo, que nace cuando es uno mismo el que no responde del
modo correcto ante la injusticia o ante los demás problemas.
Si estamos actuando correctamente, respetando a la so-
ciedad e incluso cumpliendo con el ideal de contribuir a me-
jorarla, el grado de “males” que igualmente existirá puede
molestarnos pero de ningún modo desequilibrarnos. El des-
equilibrio sólo proviene del desorden interior, como el de
quienes rumian pensamientos negativos o el de quienes
aprovechan los bienes de la vida en sociedad pero se lavan las
manos ante los males.
El desagrado ante los males que no podamos solucionar,
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o que se solucionen a muy largo plazo, no debe superar el
nivel de desagrado que nos produzcan el frío o el calor, que
no llegan a desequilibrarnos porque no somos culpables de
que existan.
Si la mala acción de otras personas nos perturba, gene-
ralmente es porque hay un desorden en nosotros al respecto;
ya sea porque no actuamos bien en la relación con ellas o
porque no tomamos las precauciones necesarias para defen-
dernos.
Pensar en positivo no excluye ni debe excluir prestar
atención a lo malo para saber enfrentarlo.
En uno u otro terreno nos encontraremos siempre con
que pasan cosas que no deseamos y no pasan cosas que
deseamos.
En algún momento de la existencia debemos parar a pre-
guntarnos si por esto, que parece lo más habitual en todos los
ámbitos, tiene sentido pensar lisa y llanamente que vivimos
mal.
Ni el más ingenuo de los humanos creería que se puede
llegar (excepto en los paraísos post-mortem de creencias no
poco ingenuas) a una forma de vida en que ocurra absoluta-
mente todo lo que desea y no ocurra jamás lo que no desea.
Lo más que aspiramos (instintivamente y no reflexiva-
mente) es a eliminar el problema más visible que por el mo-
mento nos aqueje, presintiendo que de ahí en adelante nos
sentiremos mejor. Pero nunca pasamos de ese sentimiento a
la convicción de que jamás volveremos a tener un problema.
No siendo imaginable la desaparición de la infelicidad
por las modificaciones que el hombre establezca sobre el
mundo, cabe preguntarse si es alzanzable por la modificación
del hombre en sí.
La filosofía, la mística y la religión tomadas en su sentido
más serio nos dicen que la perfección del hombre consiste en
emerger conscientemente del mundo del deseo y el miedo
ante los fenómenos externos, alcanzando la felicidad al dejar
de ser afectado por los vaivenes de los fenómenos.
Ante ese tipo de propuestas, nos preguntamos inmedia-
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tamente cómo se llega a tal estado, pero casi en el mismo ac-
to nos damos cuenta de que no estamos del todo interesados
en llegar; porque en el fondo, por alguna ignorancia metafísi-
ca que no se remueve simplemente pensando, aspiramos a
disfrutar de no pocos fenómenos y circunstancias del mundo
externo.
¿Qué cabe hacer entonces? ¿Habitar el mundo de los ab-
solutamente infelices porque no tenemos conciencia para
acceder a la felicidad absoluta?
Una mirada al mundo nos dirá que no.
Tal vez no hayamos visto a nadie absolutamente cons-
ciente ni absolutamente feliz; pero vemos que la gente sufre
en mayor o menor medida a causa de las circunstancias y/o
de su propia incapacidad.
Si nos ocupamos precisamente de sufrir cada vez en me-
nor medida, no sólo dispondremos de un ideal alcanzable,
sino que estaremos acercándonos de algún modo a la no-
infelicidad.
Si nos parece alcanzable y sensato el ideal de sufrir cada
vez en menor medida, si comprendemos que el sufrimiento
no puede eliminarse por completo con la modificación del
mundo y sí con la modificación del hombre, podemos esbo-
zarnos una fórmula precisa (no para la felicidad absoluta pe-
ro tampoco contradictoria con ella, lo que ya es mucho pedir)
para ir eliminando la infelicidad: modificar circunstancias en
la medida en que sean demasiado perturbadoras, sin esperar
demasiada felicidad de esos logros, y al mismo tiempo modi-
ficarnos interiormente, con la convicción de que por ese ca-
mino vamos, sin prisa pero sin pausa, hacia la felicidad en el
verdadero sentido.
Esto es comparable con caminar hacia la claridad. Ca-
minar hacia no significa que no dispongamos de algo de cla-
ridad, ni que la claridad esté por completo en otro lugar: a
medida que nos acercamos ya hay más claridad que cuando
estábamos más lejos.
Si el camino es la modificación interior, todo lo que
usualmente llamamos ser bueno, moral, inteligente, equili-
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brado, etc., consiste en dar prioridad a la modificación inte-
rior sobre la exterior, mientras que ser malo o inmoral viene
a ser matemáticamente lo contrario.
Así pasamos a descubrir, y esto es muy importante para
quien aspire seriamente a vivir mejor, que además de ser ma-
lo con los demás (lo que ante una mirada superficial parecie-
ra el único modo de ser malo) se lo puede ser consigo mismo;
porque cada vez que se desecha la modificación interior en
aras de la exterior el hombre empeora y sufre, y la posible
felicidad se le esfuma entre las manos.
Todo ser humano, desde cualquier situación en que esté,
puede empezar ya mismo a trabajar por auto-desarrollarse, y
al mismo tiempo (porque nada lo obliga a interrumpir una
cosa para empezar la otra) modificar las circunstancias ad-
versas y procurar las deseables.
Y cuando las circunstancias no le obedezcan, vivir el con-
siguiente disgusto emocional sin permitirse poner en mar-
cha un solo pensamiento negativo.
Esto es indudablemente difícil; pero, como en el caso de
la perfección absoluta, podemos empezar a intentarlo, y ma-
ñana estaremos más cerca que hoy.
Si aunque no lo logremos inmediatamente mantenemos
la intención, cada vez que se presente la alternativa de res-
ponder bien o mal ante las circunstancias tendremos un poco
más de experiencia, de recuerdos que nos dirán con mayor
contundencia qué conviene y qué no conviene hacer.
Todo esto es posible si observamos la vida y extraemos
de ella una certeza: la falta de dinero puede forzarnos a múl-
tiples situaciones indeseables; pero hay algo a lo que si no
queremos jamás podrá forzarnos: a emitir pensamientos ne-
gativos.
Si ante alguna situación emitimos pensamientos negati-
vos, siempre será una respuesta no inevitable, una elección
nuestra. Una cosa que hacemos cuando podríamos hacer
otra.
Y precisamente eso a que ninguna adversidad tiene el
poder real de forzarnos es el motor, el núcleo, el corazón de
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la infelicidad.
La meta aparentemente inalcanzable de una vida sin
pensamientos ni sentimientos negativos puede empezar a
plasmarse hoy mismo, como una prodigiosa estatua comien-
za a plasmarse con el primer golpe a una piedra, si sabemos
por dónde empezar.
Nos parece extremadamente difícil eliminar todo pensa-
miento y más aún todo sentimiento destructivo; pero esta
apariencia de dificultad se debe a que vemos que la distancia
a recorrer es mucha: no a que ignoremos en qué dirección
caminar.
De lo que un individuo sienta dependerá lo que piense, y
de lo que piense dependerá lo que diga.
Identificamos a una persona negativa principalmente
por lo que dice. Por su expresión deducimos que ha de tener
pensamientos negativos, y de esto pasamos a convencernos
de que sus sentimientos negativos han de ser el motor de to-
do lo que vemos en ella.
Y si nos preguntamos por el origen de esos sentimientos,
deduciremos que son el fruto de la acumulación de malas
respuestas ante las circunstancias. Malas respuestas que fue-
ron provocando hábitos e impulsos que con el tiempo con-
formaron un torrente que por inercia sigue en la misma di-
rección, y seguirá fluyendo con cada vez más peso y fuerza,
hasta que el sujeto sufra tanto que empiece a intentar seria-
mente un cambio.
Y alguna vez comenzará a esbozarse la solución: senci-
llamente cortar la corriente; cerrar el grifo de las causas.
Pase lo que pase con nuestros pensamientos y sentimien-
tos, podemos comenzar por dominar nuestras respuestas
ante cada circunstancia. Es decir, controlar nuestras palabras
y acciones. Esto también será largo y difícil; pero a fuerza de
no tener expresiones negativas llegaremos a no tener pensa-
mientos negativos y, por la simple desaparición de las causas,
a no tener sentimientos negativos, tal como al cerrar una
pérdida de agua se pone fin a una inundación, aunque por un
tiempo siga la circulación residual del agua ya caída. Lo im-
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portante será persistir en mantener cerrado el grifo de las
malas expresiones, sin que ningún efecto del torrente resi-
dual nos haga dudar del valor de lo que hacemos.
Y en cualquier momento, casi sorpresivamente, empeza-
remos a notar que ya vivimos mejor.
De ahí a la perfección absoluta, a la no-infelicidad, puede
haber mucha distancia; pero lo que ya no nos faltará será la
idea de cómo alcanzarla.
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Economía y salud
Es habitual en la actualidad escuchar que hay alteracio-
nes de la salud vinculadas a las vicisitudes económicas que
vive cada individuo.
Llegamos a hablar de enfermedades profesionales, o
propias del ajetreo de la vida moderna, como dando por sen-
tado que vivir en esta época o desarrollar una actividad eco-
nómica produce natural e invariablemente esos resultados.
Si así fuera, tendríamos que concluir en que vivimos en
una civilización antinatural.
En esto hay algo verdad si tenemos en cuenta la comen-
tada ideología del consumo y la resultante infelicidad social.
Pero si eliminamos todo lo que puede derivar del modo
de encarar la vida, de lo que concretamente llamamos res-
puestas internas, no podemos ver mayores males en que el
hombre haya inventado recursos de los que no disponen los
animales, ni en que se haya agrupado en sociedades, algo que
también se da en la vida animal.
Lo que sí parece un efecto inevitable de la vida socializa-
da y tecnificada, y un efecto muy importante en el terreno
biológico, es lo que podría llamarse elongación de las situa-
ciones de peligro.
Nuestro organismo y nuestra psique están preparados
para los peligros de la vida animal, como la lucha o la huída
ante otro animal que procure cazarnos. En tal situación el
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corazón se acelera y bombea más sangre para que el cuerpo
responda con la mayor intensidad posible a las exigencias del
momento.
Esto es por demás sano y conveniente, porque sirve para
salvar la vida.
Esta adecuación es perfecta para el peligro más habitual
que enfrentamos en los últimos millones de años: el de ser
devorados por algún animal que nos tome desprevenidos.
Pero nosotros nos tecnificamos, inventamos cómo matar
a cualquier animal que nos amenace, y luego cómo producir
alimentos con mayor abundancia que la disponible en ámbi-
tos naturales.
Luego, emancipados de las peripecias de la vida animal,
comenzamos a vivir en sociedad, y seguimos inventando me-
dios con los que intentamos volver más agradable nuestra
existencia.
Sin embargo, para nuestro instinto esto ocurrió en un pe-
ríodo de tiempo tan ínfimo que aún no desarrolló ninguna
adaptación al respecto.
Nuestro instinto, y con él nuestro organismo, sigue “sa-
biendo” que las situaciones de peligro deben resolverse en
segundos o minutos.
El instinto trabaja “como siempre”, mientras nosotros
cambiamos nuestras condiciones de vida, eliminando unos
peligros y generando otros.
¿Qué ocurrirá entonces si nuestro organismo recibe una
“señal de peligro” propia de una sociedad compleja, donde la
socioeconomía incide sobre la supervivencia como antes lo
hacían los animales salvajes? ¿Cómo actuará el instinto, pre-
parado para matar o escapar en cuestión de segundos, cuan-
do la amenaza sea una recesión, un desorden social, una gue-
rra que durará meses o años?
Reaccionará ni más ni menos que como siempre: acele-
rará el pulso, aumentará la presión y la irrigación sanguínea
para que podamos enfrentar mejor la amenaza.
Pero como ahora no necesitamos golpear ni correr, y las
amenazas se prolongan muchísimo más de lo que supone el
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instinto, estas modificaciones nos desordenan, nos enfer-
man.
Por todo esto, la mencionada elongación de las situacio-
nes de peligro es lo único con cierto índice de insalubridad
generado por el hecho de vivir en sociedad y tecnificarse.
Se suele considerar insalubres otros efectos, como la con-
taminación ambiental; pero no se trata de un fenómeno in-
separable de la vida civilizada, sino de un descuido que po-
dría corregirse sin prescindir de la tecnología ni de la sociabi-
lización.
Si otras características de la vida actual enferman a algu-
na persona, la falla tiene que estar en la persona misma.
Aquí volvemos a la necesidad de discernir entre lo evita-
ble y lo inevitable, entre las necesidades básicas y las seudo-
necesidades que nos acostumbramos a creer reales e impe-
riosas.
Para las necesidades básicas la supervivencia biológica,
para, no es lo mismo la imposibilidad de comer que la de
comprar un aparato o una prenda de vestir. Pero en la mayo-
ría de los casos reaccionamos ante ambas imposibilidades
con idéntica e insalubre tensión, por obra de simples hábitos
mentales que, alzando la bandera del vivir mejor, consiguen
precisamente lo contrario.
Así volvemos al mismo principio: los hechos y bienes ex-
ternos pueden significar una mejora para nuestra vida siem-
pre y cuando no se obtengan a costa de empeorar interior-
mente; porque esto es la causa más directa e intensa de la
infelicidad.
Aquí cabe destacar que además del conocido empeora-
miento interior activo, característico del sujeto que sufre, se
altera y se lanza a matar o morir por cada pequeña modifica-
ción del entorno, existe el empeoramiento pasivo, tremen-
damente distante de la verdadera superación, en el que caen
los seres que, ante la disyuntiva que plantea el conflicto entre
el deseo y el mundo real, pasan a vivir como si no tuvieran
deseos, desistiendo de la lucha externa e interna y cortando
de raíz toda inquietud respecto a la actividad económica,
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hasta el punto de vivir de la caridad o de sueldos tan misera-
bles como su dedicación al trabajo.
Estos sujetos dicen preferir “ser pobres pero estar en
paz”, cuando interiormente distan muchísimo de estarlo,
porque siguen deseando infinidad de bienes, necesarios y/o
innecesarios, negándose a todo esfuerzo por obtenerlos pero
requiriendo de los demás, de la providencia o de la suerte,
todo lo que siguen deseando en el fondo de su corazón y de
su mente.
Jamás debe confundirse esto con la superación del con-
flicto: es un retroceso a una etapa previa al mismo, y la ante-
sala de una vida aun más insana que la del empeoramiento
activo.
Entre estos dos empeoramientos y el vértice superior y
lejano del sabio auténticamente desapegado de los fenóme-
nos externos, puede aparecer la opción más sana y posible
para los seres que, aun sin tanta sabiduría, exigen algo más
de su existencia: la disposición a mejorar la vida en el sentido
más profundo y auténtico de la expresión.
Este desafío habrá que encararlo caminando sobre una
especie de cuerda floja, con el peligro de caer en el empeo-
ramiento activo o en el pasivo, trabajando por lo que se desea
pero cuidando que esto no derive en arruinarse interiormen-
te.
Si no se cae de esa cuerda, o si se cae pero se retorna al
intento, cada vez será menor la diferencia con la hipotética
desaparición de la infelicidad.
Pero ¿cómo se empieza?
Una buena fórmula para evitar el pensamiento negativo,
porque de éste proviene la insalubridad mental, emocional y
física, es ocuparse atentamente de no pensar de más.
Pensar de más significa, por ejemplo, proponerse ganar
una determinada suma de dinero o comprarse tal o cual ar-
tículo en un determinado plazo. No pensar de más consiste
en comprender la síntesis, el corazón de nuestra actividad
económica: trabajar de la mejor manera y obtener los mejo-
res resultados.
28
Si lo hacemos bien, dará como resultado una mejora de
las posibilidades y las circunstancias, entre las que se inclu-
yen cuánto ganaremos y qué nos compraremos.
Todo intento de encasillar esto en cifras y plazos es pen-
sar de más; porque no mejora nuestra economía pero sí em-
peora nuestro estado interior, ése que habíamos decidido no
sacrificar nunca en aras de cambios externos.
La tensión psíquica que se traduce en tensión arterial y
en enfermedad suele nacer de un empuje interior del deseo
cuando se lanza hacia un objetivo trazado por la mente.
Este objetivo trazado es generalmente enfermante e inú-
til: podemos trabajar, progresar económicamente y satisfacer
deseos sin necesidad de trazarnos objetivos tan caprichosa-
mente detallados.
Para concretar un objetivo, como, por ejemplo, comprar-
se tal o cual cosa, hace falta invariablemente capacidad de
compra, y para poseer esa capacidad hace falta activar la cau-
sa que la generará. Esa causa es sencillamente el trabajo bien
encaminado.
Si generamos la causa vendrá el efecto; no importa cómo
ni cuánto lo hayamos imaginado previamente.
¿Qué pasaría si en vez de ganar lo que nos propusimos
ganáramos más? ¿Lo rechazaríamos? Y si ganáramos menos
¿abandonaríamos la vida por considerarla imposible? Las
respuestas nos demuestran lo inútil que es trazarse objetivos
con tanto lujo de detalle.
Si observamos nuestro pasado notaremos que nuestra
vida no pudo haber mejorado ni empeorado dramáticamente
porque nos compráramos algo quince días antes o después,
ni porque en un determinado mes hubiéramos ganado me-
nos que en el anterior.
Sin embargo, nos desesperamos por cada centavo, por
cada segundo de nuestra sucesión de causas y efectos, como
si de ellos fueran a sobrevenir el bien o el mal absolutos.
Si nos preocupa la vida económica, si queremos trabajar
para “tener más”, es fácil darse cuenta de que lo único impor-
tante al respecto es ir mejorando.
29
Tampoco debe atormentarnos que la tendencia a mejorar
se interrumpa o desacelere momentáneamente.
La única preocupación sana tendría lugar si comprobá-
ramos la existencia de una tendencia a empeorar. Y esa preo-
cupación sólo sería sana si nos concentramos en generar so-
luciones.
Todo lo otro, como medir cuánto ganamos o cuándo
compraremos qué cosas, es pensar de más, y no viviremos
bien mientras no dejemos de hacerlo.
Es cierto que en cada instante estamos haciendo o desha-
ciendo nuestro futuro, y es todavía más cierto que nunca de-
bemos menospreciar su desperdicio diciéndonos que “es sólo
un instante”.
Pero no porque cada instante sea un ladrillo de la totali-
dad debemos invertirlo en ponernos a medir los resultados,
como alguien que cada vez que colocara un ladrillo se detu-
viera y se alejara para disfrutar la visión de “la pared”, o para
sufrir por “lo que todavía falta”.
Lo importante es dar cada paso: no mirarlo desespera-
damente como una señal del mayor de los éxitos o del mayor
de los fracasos.
Lo que realmente necesitamos es avanzar sin medir;
producir sin esperar.
Existen en nosotros el impulso al movimiento y la aspi-
ración a la satisfacción.
El primero simplemente nos mueve, sin que medie la
mentalización de por qué. La segunda nos incita a experi-
mentar más y mayores satisfacciones, a vivir la vida en una
dimensión que siempre suponemos superior a todo lo vivido
previamente.
Nuestra mente responde a estas tendencias trazando
planes de acción y esbozándose objetivos a lograr, o sea bus-
cando algo que hacer, algo que alcanzar para saciar esas in-
quietudes internas.
Allí empieza un largo aprendizaje: el de descubrir qué
puede satisfacernos de verdad y qué no.
En esto corremos el riesgo de que, por no haber recibido
30
una total satisfacción con lo ya logrado, queramos alcanzarla
mediante logros externos más voluminosos y más espectacu-
lares, con el inevitable resultado de llegar a proponernos un
día logros no alcanzables en un plazo aceptable, y otros no
alcanzables jamás.
Por esa vía, el ser humano empieza a dudar de la felici-
dad que pueden deparar los cambios externos y a procurar
cambios en sí mismo.
Aquí podríamos desembocar en la filosofía o en la místi-
ca, planteándonos que el objetivo de la existencia es superar
el deseo.
Sin embargo, la finalidad de la presente reflexión no es
concentrarse en lo que sucede por la existencia del deseo,
sino en lo que sucede por algo más fácil de eliminar: la exis-
tencia de los planes y objetivos que nos trazamos en nuestra
mente.
Decir cómo se superan el impulso a la acción y la sed de
vida es tarea de los grandes maestros de la humanidad. Una
tarea más alcanzable, y más indispensable para desenmara-
ñar nuestra vida, es la de no acrecentarlos inútilmente con el
pensamiento. Si logramos esto, tal vez nos encontremos con
que ya vamos bien encaminados hacia lo otro.
Hace falta recalcar que no es nocivo trabajar para satisfa-
cer deseos, y que la respuesta de evitar pensar de más, de
evitar trazarse objetivos innecesarios, no equivale a darse
por vencido en la lucha por la existencia.
Sencillamente hay que darse cuenta de que lo que senti-
mos como “adversidades” o “pesares propios de la vida” no
suelen ser más que divergencias entre la realidad exterior,
que nunca tiene “culpas”, y los esquemas que trazó nuestra
mente como supuesto camino a la felicidad.
Este es un problema que sólo existe cuando se comenzó a
intuir la paz como un nivel superior de satisfacción, y por lo
tanto se sufre la confrontación entre la aspiración a la paz y
la inquietud por lograr satisfacciones externas.
Por eso se pone en duda la validez de cada esfuerzo por
estas últimas; pero se sufre si no se las obtiene.
31
Este sufrimiento no existe en quien aún no percibió el va-
lor de vivir en paz, ni tampoco en el hombre perfecto.
Es un drama intermedio, del que hay que salir hacia arri-
ba; pero encontrando qué hacer desde hoy, no desde “alguna
vez” ni cuando estemos al borde de la perfección.
Nuestra “sed de vida” se trastoca en tensión cuando, co-
mo quien va caminando por una ladera y lanza una soga ha-
cia un punto más elevado, nos fijamos una determinada meta
y pretendemos empujar la realidad, o, dicho de otro modo,
vivir tironeando, vivir como colgados y en constante esfuerzo
hacia un punto que nos pusimos como objetivo, y por llegar
al cual justificamos la tensión permanente de todos nuestros
músculos.
Pero ¿qué ocurriría si el punto al que enganchamos la
soga no estaba donde parecía, sino alejándose permanente-
mente de nosotros? ¿O si apenas lo alcanzamos enlazamos
otro sin un instante de respiro para seguir trepando?
Inevitablemente, el resultado sería una creciente tensión,
que sólo finalizaría al estallar nuestro organismo o, si nos
damos cuenta a tiempo, al desistir de tan antinatural ejerci-
cio, al proponernos sinceramente vivir en paz en vez de in-
tentar trasladarnos a supuestas metas de satisfacción.
Esto sería darse por vencido sólo en el caso de que no se
sintiera íntimamente el valor de la serenidad. Si estamos de
verdad convencidos de que la felicidad puede nacer de la se-
renidad y de la paz, no estaremos desistiendo sino cambian-
do conscientemente una meta poco valiosa por otra visible-
mente mejor.
Pero si, como se planteó varias veces, aún no se extinguió
en nosotros el impulso a caminar y el deseo de alcanzar nue-
vos niveles en el mundo externo, podemos cuidarnos de ir
ascendiendo por la ladera con más tranquilidad y alegría de
vivir, sabiendo que a cada paso estamos mejor que antes.
Y recordando, para no desesperarnos, que la montaña de
los logros externos no tiene cumbre.
Jamás se llega a un punto donde no quede nada por lo-
grar y todo sea satisfacción.
32
Entonces ¿qué sentido tiene medir cuánto ascendimos y
cuánto “nos falta”? ¿Por qué condenarnos a ese estado de
tensión y vivir mal si nunca habrá un logro que nos pague lo
perdido?
A veces, el sentimiento de que debemos seguir luchando
tiene más causas morales que materiales. Creemos que nos
sentiríamos mal por el sólo hecho de desistir.
Ante esto corresponde aclararnos nuestra propia idea: no
debemos desistir de trabajar; debemos, necesitamos, nos
conviene, desistir de medir y contar.
El error no está en ascender, sino en creer que hay una
cumbre.
Si cada vez que nos sentimos mal nos observamos, gene-
ralmente descubriremos que estamos en la citada situación
de colgar de una soga y pretender llegar al punto enlazado.
La solución será convencernos de que ese punto no es
más importante que cualquier otro, y de que no hay soga.
Sólo hay un andar sin tormentos, que nos mejorará la vida
interior sin por ello perder nada del mundo externo. Y si al-
guna vez perdemos algo, eso no nos generará grandes sufri-
mientos siempre y cuando no lo hayamos enlazado previa-
mente con la soga de nuestra opinión.
Si proseguimos con la actitud de no pensar de más, ve-
remos que hay una enorme diferencia entre perder una cosa
y no alcanzarla.
Es imposible perder lo que no se tiene.
Entonces, si intentamos alcanzar algo que nunca tuvi-
mos, debemos preguntarnos hasta qué punto ese algo justifi-
ca el esfuerzo de perseguirlo. Y si decidimos procurarlo por-
que vale la pena, aceptemos el grado de disgusto por no te-
nerlo sin pensar que esa situación constituye un mal, sin
pensar que lo necesitamos sino que lo deseamos, sin creer
que es necesario alcanzarlo en tal o cual momento, y, en caso
de no acceder a él, no pensar que lo perdimos, porque en
realidad nunca lo tuvimos, sin que por ello nuestra vida fuera
mala, y que hubo y habrá otros objetos no alcanzados.
Sería pensar de más decirnos que nuestra vida empeoró
33
a causa de un objeto que jamás tuvimos.
Si soñamos con llegar a una cumbre para allí descansar, y
luego descubrimos que no hay cumbre, nos quedan dos op-
ciones:
1) no descansar jamás, hasta el momento en que estallen
nuestra salud y nuestra existencia.
2) descansar en cualquier lugar, sabiendo que es una
necesidad que no depende de las circunstancias.
Esa puede ser la fórmula mágica para vivir sanamente
en las complicadas sociedades que hoy habitamos.
35
Pensar de más
Parece más o menos fácil eliminar quejas y preocupacio-
nes por no alcanzar lo que nunca se tuvo, o sea no aferrarse a
una meta propuesta, a una determinada altura que se pre-
tende alcanzar en un determinado plazo.
Pero ¿cómo evitar la inquietud ante la posibilidad de
perder lo que ya se tiene?
Dice un proverbio chino: si tus problemas tienen solu-
ción, ¿por qué te preocupas? Si tus problemas no tienen so-
lución, ¿por qué te preocupas?
Ante esto quedamos sorprendidos, convencidos de que es
tan indiscutible como una operación matemática. Pero en-
tonces ¿por qué hay gente que se preocupa?
Pareciera que el gran problema fuera la incertidumbre
previa a saber si el problema tiene solución o no.
Como esto no puede saberse al aparecer el problema, su-
frimos tratando de descubrir soluciones, porque en ello está
la sana necesidad, biológica, psicológica y moral, de luchar,
de no permitir que fuerzas indeseadas nos cambien las cir-
cunstancias deseadas.
Aun cuando lo indeseado resulta inevitable nos queda la
sensación de que tal vez estemos abandonando la lucha antes
de tiempo, y resignándonos indebidamente a lo que podría-
mos evitar. La única manera de resolver esto con dignidad
parece ser cierta exageración en la lucha: probar, caer y se-
36
guir probando hasta convencerse de que no hay nada más
que hacer. Eso trae cierto sufrimiento, pero no tanto como el
de reprocharse a sí mismo el no haber cumplido.
De todos modos, lo más atormentante no es la lucha,
sino la espera de cuando ni siquiera se sabe si es posible lu-
char.
Entonces, cuando estamos expectantes, viendo qué pasa
para saber si podemos hacer algo ante ello, inevitablemente
sufrimos; y aún resta encontrar la fórmula para poder obser-
var la realidad sin sufrir.
Y tal vez esa fórmula sea la misma que necesitamos para
la otra alternativa: los problemas que no tienen solución y
nos incorporan inevitablemente alguna circunstancia no
deseada.
Para avanzar hacia tal solución conviene empezar por
preguntarnos ¿a qué llamamos un problema? No en el senti-
do teórico sino en el práctico. En el de un factor que nos afec-
ta en nuestra aventura de vivir.
Podríamos sintetizarlo diciendo que un problema es una
alteración de la realidad a la que estamos aferrados. Pode-
mos estar aferrados tanto a la realidad actual, que el proble-
ma nos modifica, como a la realidad deseada, que el proble-
ma nos impide alcanzar.
Tenemos problemas porque estamos aferrados a cir-
cunstancias reales o posibles.
Ahora bien: ¿qué significa estar aferrado? Y, más aun,
¿podemos dejar de estarlo?
Estar aferrado es un acto de nuestro ser interior, que por
lo visto es realizado por varias partes o varias potencias de
nuestro yo. Podemos estar aferrados a nivel instintivo, afecti-
vo, mental, cultural, etc. No es lo mismo estar aferrado a la
integridad física que estar aferrado a un determinado objeto
porque nuestra cultura diga que es bueno tenerlo.
Hay un nivel de aferramiento nacido de la opinión (pro-
pia o ajena). Este nivel es el más superficial, y es relativa-
mente fácil de combatir, siempre que lo identifiquemos y ha-
ya en nosotros una real disposición a combatirlo.
37
Buscamos determinados bienes porque en nuestra socie-
dad hay una opinión generalizada de que es bueno tenerlos, y
ésta se arraigó en nuestra mente, generando aspiraciones y
sentimientos que no hubieran nacido espontáneamente de
nuestro ser interior.
Tenemos otros contenidos mentales generados por nues-
tra aspiración abstracta a la felicidad. Esta aspiración nos
hace sentir que nos falta algo, y, al no saber qué es ese algo,
opinamos que seremos felices al vivir en tal o cual situación o
circunstancia externa.
Estas opiniones trazan en nuestra imaginación algo así
como un dibujo, donde aparecemos siendo felices con el ob-
jeto o en la circunstancia que consideramos fuente de satis-
facción.
Nuestros sentimientos, como manos que tienden hacia el
alimento, como el lazo del ejemplo de la montaña, se lanzan
hacia ese dibujo, lo aferran, lo rellenan, lo colorean, y tiran
de nuestra voluntad, exigiéndole que modele la realidad has-
ta hacerla coincidir en todo con esa imagen.
El resultado de esto es una especie de corriente magnéti-
ca que tira de nosotros hacia fuera, una especie de irritante
campo eléctrico, con un polo en nosotros y otro en “eso” que
unas veces está en el mundo externo y otras sólo dibujado en
nuestra imaginación.
Con esa tensión artificial, innecesaria, arrasamos nuestra
posibilidad de vivir en paz y, paradójicamente, nos alejamos
de la felicidad que suponíamos.
Esto constituye el aferramiento a la realidad deseada, y
decíamos que es relativamente fácil de combatir si aprende-
mos a reflexionar sobre nuestras opiniones y no presupone-
mos la felicidad en el primer dibujo mental que nos tracemos
o nos tracen.
Pero existe un nivel de aferramiento más fuerte, más re-
sistente a la disolución, y es el aferramiento por costumbre,
que se ejerce sobre la realidad actual, sobre lo que ya estamos
viviendo.
38
Podríamos decir que hay tres niveles de aferramiento:
Tipo de aferra-
miento
Facultad actuante Se aferra a
Por naturaleza Instinto.
Naturaleza espiri-
tual.
Necesidades bási-
cas.
Aspiración a la fe-
licidad: búsqueda
abstracta previa a
toda opinión.
Por costumbre Mente. Sentimien-
to.
Realidad actual.
Por opinión Mente. Imagina-
ción.
Hábitos sociales.
Realidad deseada.
No fueron los sueños inalcanzados, sino la pérdida de
condiciones de vida a las que se estaba aferrado, lo que
desató más dramas individuales, más guerras y más convul-
siones sociales.
La no realización de los sueños produce desazón; la pér-
dida de lo que se tiene produce desesperación.
En el primer caso aparece la alternativa de triunfar o fra-
casar; en el segundo, la de matar o morir.
El aferramiento del sentimiento a las condiciones de vida
es lento, concreto, vigoroso, porque se da sobre lo que se vive
y se toca, no sobre lo que únicamente se imagina. Por eso la
gente lucha más por no perder lo que tiene que por convertir
los sueños en realidad; por lo suyo más que por lo que podría
ser suyo, y no suele votar por grandes cambios, a no ser que
a su vez esté desesperada ante otros cambios que modifican o
amenazan la vida a que está acostumbrada.
39
A menos que seamos extremada y cobardemente inma-
duros, somos conscientes de que, por mucho que luchemos,
existe la posibilidad de que en nuestra vida haya cambios no
deseados.
Por lo tanto, a nuestros sentimientos de apego a las cir-
cunstancias que vivimos no debemos agregarle la opinión de
que esas circunstancias permanecerán siempre inmutables.
Esto es un primer paso, que ayuda hasta cierto punto pe-
ro está lejos de librarnos de sufrimientos y preocupaciones.
Otro paso adelante será borrar la opinión (comenzando
al menos por su expresión verbal) de que “no podríamos vivir
de otra manera”. Nos bastará una mirada a la historia para
comprobar que, exceptuando las necesidades básicas, todo lo
otro puede estar ausente sin que corresponda estropear la
vida con el calificativo de “mala”.
Puede haber circunstancias deseables, valiosas, por las
que valgan la pena grandes luchas, pero no por ello tiene sen-
tido pensar que “no podríamos vivir” sin ellas, ni debamos
cubrir nuestra vida con un manto de tristeza en caso de que
nos falten.
Aquí vemos una vez más que tal vez no sepamos mucho
sobre cómo ser dichosos; pero podemos ver que la desdicha
nace casi exclusivamente de nuestros pensamientos (y de los
sentimientos que éstos engendran).
Si aspiramos a limpiarnos de toda forma de “pensar de
más”; de toda opinión perjudicial, no debemos olvidar que
dijimos toda; porque lo que consideramos hasta ahora puede
llamarse opinión atormentadora, pero hay una aparente an-
títesis de ésta que con la promesa de “devolvernos la paz”
puede llevarnos a otro tipo de ruina interior: la opinión con-
suelo.
El primer paso de toda filosofía de la despreocupación
debería ser el énfasis total en que ésta debe inmunizar al
hombre ante la adversidad, y de ninguna manera consolarlo.
La opinión consuelo debe ser tan desterrada como la
opinión atormentadora; e incluso con mayor urgencia; por-
que es preferible la enfermedad de la lucha a la de la evasión;
40
es preferible estar disgustado con las circunstancias que estar
disgustado consigo mismo.
La opinión consuelo aparece casi automáticamente ante
cada hecho indeseado, como anestesia psicológica ante el
disgusto.
Todos la conocemos: es la que acostumbra decirnos “no
hay mal que por bien no venga”, “a lo mejor ocurrió para
bien”, “Dios lo quiso así”, “es el destino”, etc.
A lo mejor es cierto que un hecho indeseable termina
produciéndonos un bien. Pero es muchísimo más cierto que
cuando ocurre “eso” indeseado no tenemos idea de cuál es la
causa, de cómo se tejen los detalles de nuestra existencia, ni
de cuánto le interesa a Dios decidir cada cosa que nos pasa. Y
es muchísimo más cierto, muchísimo más seguro, que inclu-
so pensando todo eso sobre Dios, el destino o el bien subya-
cente tras el mal, jamás hubiéramos decidido por nosotros
mismos que ocurriera ese hecho, no en vano llamado inde-
seado.
Por lo tanto, el objetivo debe ser procurar la salud mental
silenciando todo mecanismo de opiniones, y no contrarres-
tando la falsedad de la opinión atormentadora con la false-
dad de la opinión consuelo.
Ambas son desviaciones. Ambas son debilidades.
Y si tuviéramos que elegir entre ambos males, tal vez la
opinión atormentadora nos enfermará menos, porque nos
moverá a luchar.
El motivo por el que debemos eliminar las quejas no es el
hecho de que “no nos vaya tan mal como a otros”, ni el de
que “aparte de lo malo nos sucede algo bueno”, ni el de que
“podría haber sido peor”, ni el de que “Dios nos enviará ma-
yores males por no ser agradecidos”.
Ninguna de esas es la verdadera razón: debemos dejar de
quejarnos porque quejarse es nocivo.
Y quejarse es nocivo en sentido absoluto. Es siempre ma-
lo, y es malo en sí mismo; no como otras cosas desagradables
pero posiblemente útiles (esfuerzos, tratamientos médicos,
guerras). Quejarse nunca sirve. Quejarse empeora la vida en
41
todos los casos.
De modo que ante un hecho indeseado no debemos po-
ner en marcha el programa de “esto me arruina la vida ¿por
qué tiene que pasarme? ¿Cómo es posible? ¡Qué horrible!”,
ni tampoco el de “podría haber sido peor; fue una desgracia
con suerte; las cosas pasan porque tienen que pasar”.
Simplemente necesitamos tomar conciencia de que pasó
algo que no deseábamos, de que eso no convierte en “mala”
nuestra vida y que igualmente vale la pena seguir viviendo y
buscando el bien, sin agregar al mal exterior ni una sola gota
de mal anímico, y sabiendo que, aunque a otros les vaya
peor, aunque nos lo hayamos merecido o aunque Dios lo ha-
ya dispuesto, nada de eso va a convertir en agradable un
momento indeseado.
El ideal sería una respuesta absolutamente silenciosa:
enterarse de lo sucedido y no opinar nada.
Sabíamos de antemano que no queríamos que eso suce-
diera, de modo que ante lo indeseado no hay nada nuevo que
pensar. Lo más sano es continuar la vida que elegimos, re-
construir lo destruido o, cuando eso no es posible, proseguir
con lo que estábamos haciendo.
Sobra decir que esto es muy difícil; pero podemos ir
acercándonos si empezamos por no decir ni decirnos maldi-
ciones ni consolaciones.
Difícil de enfrentar o no, el daño ya ocurrido significa do-
lor; y el dolor indefectiblemente se disipa.
Una causa de mayor sufrimiento y desequilibrio es el
miedo, la incertidumbre ante un mal que puede ocurrir.
A veces la amenaza está presente y es posible luchar con-
tra ella. Esto puede ser excitante pero no angustiante. Lo más
difícil es eliminar la angustia, la inquietud, la incertidumbre,
el miedo, ante una amenaza latente, ante un hecho que no
sabemos si ocurrirá, y que no podemos combatir porque no
está todavía al alcance de nuestras manos.
Tal caso parece ser la mayor fuente de sufrimiento, an-
gustia y tensión interior que aqueja a los seres humanos.
Es una tarea casi sobrehumana controlar o disolver el
42
apego como para no sufrir ante nada; pero ese camino co-
mienza sencillamente por poner en orden las ideas.
Por ejemplo, sufrirá más quien pierda algo que considera
“elemental”, “vital”, y que una vez que lo obtuvo suponía que
jamás iría a faltarle, que quien sufra la misma pérdida pero
no lo considere más que “bueno” o “deseable”, y lo posea con
la idea de que tal vez haya un día en que lo pierda, sin que
esa posibilidad haga suponer que se le va a arruinar la vida.
O sea que aunque subsista nuestro apego a las circuns-
tancias en que vivimos, éste no se volverá inquebrantable, ni
se unificará completamente con nuestra expectativa de feli-
cidad como para morir solamente matándonos a nosotros, si
permanece siendo un apego a las circunstancias externas, si
no lo convertimos en un apego a un cuadro pintado por
nuestra imaginación, en el cual las circunstancias permane-
cen inmutables “para siempre”, sin los peligros ni las modifi-
caciones que el universo exhibe a cada instante ante quien le
preste atención.
Asimismo, nuestro miedo a los cambios de circunstan-
cias disminuirá en proporción directa con nuestra confianza
en nosotros mismos, en que no seremos modificados, en que
no se echará a perder nuestra vida porque dejemos de tener
tal o cual cosa. Esa confianza dependerá de saber qué es lo
esencial para el hombre.
La felicidad no depende, entonces, de vivir en circuns-
tancias favorables o desfavorables, sino de ser fuerte o ser
débil, de ser capaz o ser incapaz de alcanzarla, de saber o no
saber vivir.
De todo esto se desprende un proyecto de estrategia para
no sufrir ante cualquier posibilidad de cambio indeseado:
aferrarse a lo esencial, a las capacidades y posibilidades del
yo, en vez de aferrarse a las circunstancias, actuales o poten-
ciales.
Como esto no se obtiene sólo con pensarlo, la receta ra-
zonable es comenzar por pensarlo. Si no nos decimos que
necesitamos indefectiblemente tal o cual objeto o circunstan-
cia, dejaremos de agregar nuevo combustible a nuestro afe-
43
rramiento y su consecuencia: el sufrimiento.
De ahí en más (siempre que no lo esperemos demasiado
rápido) el apego subsistente irá camino de su disolución.
Esto podría considerarse una parte de la estrategia para
no sufrir inútilmente; y es la parte más profunda, filosófica,
espiritual, que depende de la maduración íntima de cada
uno.
Sobre ella, aún cuando no esté muy asentada, se monta
otra parte que podríamos llamar disciplina de pensamiento
y, por extensión, de expresiones pronunciadas o pensadas.
Esta es un poco más fácil, más dominable, más reducible a
fórmulas.
La disciplina de pensamiento podría fundamentarse en
una fórmula básica: cuando pensamos en un problema sin la
finalidad de solucionarlo, nuestro pensamiento resulta in-
variablemente perjudicial, ya desemboque en una siembra
de tensiones y disgustos o en una simple pérdida de tiempo.
En vista de ello, debemos cortar la concentración en ese
tema y pasar a pensar en otro (consideración de otro pro-
blema, aprendizaje, entretenimiento, etc.).
Esto se diferencia de distraerse o de evadirse en que se
hace cuando ya se enfrentó el problema y se llegó al punto
de encontrarle solución, o de comprobar que por el momento
no la tiene.
45
El futuro presunto
Con el criterio de no pensar de más debemos poner or-
den y limpieza en otro campo donde se genera otro torrente
de sufrimientos: nuestra relación con el futuro.
El futuro puede ser previsible en sus acontecimientos
menos complejos y más próximos al presente, con la salve-
dad de que lo es en líneas generales y como probabilidad, no
como anticipación infalible.
Si todos los días nos levantamos a determinada hora y
viajamos a determinado lugar, podemos presumir que el día
de mañana sucederá lo mismo. Esto puede llamarse futuro
presunto, y todos lo tenemos en mayor o menor medida es-
bozado en nuestra mente.
Luego, la diferencia entre la realidad y el futuro presunto
que previamente se refería a ella se debe fundamentalmente
a dos causas: 1) errores de esbozo y 2) incidencia de factores
poco probables.
En el primer caso, pensamos erróneamente lo que po-
dríamos haber pensado más correctamente. En el segundo,
no nos equivocamos en gran medida, pero incidieron hechos
que no por poco frecuentes son del todo imposibles.
Confundir lo que no ocurre generalmente con lo que no
ocurre nunca es la causa de la mayoría de los accidentes, y de
los desórdenes emocionales y psíquicos en toda persona que
descubre que el futuro no resultó como esperaba.
46
Para reducir al mínimo el impacto de los hechos sobre el
futuro presunto esbozado en nosotros, la fórmula es casi ma-
temática: reducir al mínimo el futuro presunto. No presupo-
ner más que lo necesario para actuar y construir el futuro
deseado.
Echamos las bases de nuestro sufrimiento cuando presu-
ponemos que van a ocurrir determinados hechos deseados,
cuando contamos con, cuando damos por hecho algo que
todavía no sucedió y, ya sea poco o muy probable, no pode-
mos saber con real certeza que sucederá.
Cierta “cantidad”, cierto esbozo de futuro presunto es in-
dispensable para nuestras tareas cotidianas, para planificar y
plasmar el futuro deseado.
Por ejemplo: presuponemos que si esperamos en la pa-
rada vendrá el autobús, que si tomamos un teléfono podre-
mos comunicarnos, que dentro de un mes continuaremos
con vida, etc. Y por ello encaramos actividades en las que in-
teractuamos con la realidad exterior a fin de lograr tales o
cuales metas. Sin un mínimo de presunciones sobre el futuro
sería imposible desempeñarse en el mundo.
Cuando en vez de concebir ese mínimo indispensable pa-
samos a pensar de más, a elaborar imágenes “porque sí” so-
bre cómo será el futuro (cercano o lejano, individual o colec-
tivo), entran en juego resortes psicológicos que desembocan
en una de dos subjetividades altamente perjudiciales: el op-
timismo y el pesimismo.
Una y otra darán por resultado imágenes en las que el fu-
turo (de por sí difícil de conocer) aparecerá distorsionado por
los impulsos internos del sujeto. “Todo es según el color del
cristal con que se mira”.
Las causas del pesimismo no están muy relacionadas con
lo aquí tratado, aunque no deben desatenderse a la hora de
intentar eliminar el sufrimiento.
Las causas del optimismo se vinculan íntimamente con el
deseo y el aferramiento: éstos tienden a dibujar un futuro en
concordancia con lo que deseamos, con lo que suavizan toda
presunción de disgusto ante la realidad y/o alivian a la mente
47
del previsible peso de trabajar o de pagar precios por el futu-
ro deseado.
Es muy común contraponer al pesimismo la frase “hay
que ser optimista”, con lo que el optimismo se considera
prácticamente una virtud. Esto nace de confundir el concepto
de optimista con el de positivo. Es una virtud ser positivo,
ser constructivo, es una virtud no caer en el pesimismo; pero
no es una virtud ser optimista, si se entiende por optimismo
la tendencia a representar el futuro a gusto del pensador.
Esto puede ser muy perjudicial, tanto para el sujeto optimista
como para el mundo que éste quiere ver mejor. De ahí que
también sea muy usual menospreciar a los “soñadores” que
por mucho soñar nunca logran concretar nada.
El motivo por el que un futuro presunto excesivamente
abultado y detallado se transforma en causa de sufrimiento
es asombrosamente sencillo: a más hechos esperados, más
hechos que tal vez no sucedan; o sea más cantidad de impac-
tos, de choques de la realidad contra las imágenes a las que
nuestros sentimientos se habían adherido. A mayor superfi-
cie chocable, más posibilidad de choques.
Esto podría discutirse expresando la misma idea al revés:
a más hechos esperados, más hechos que en caso de suceder
nos harán felices. En tal caso se tomaría el tema como una
lotería en donde podemos arriesgar y ganar o no arriesgar
y no ganar. Esto sería cierto en el caso de que las satisfac-
ciones se debieran sólo a que ocurra algo que previamente
hayamos pensado. Basta observar la vida propia y ajena para
ver que la satisfacción no depende de esto: obtenemos satis-
facción de los hechos que benefician nuestra naturaleza hu-
mana, aunque nunca hayamos previsto ni planeado que lo
hicieran. Cuando planeamos y concretamos hechos que no
benefician nuestra naturaleza, podemos experimentar mo-
mentáneamente la alegría de “triunfar”, de ver que algo pasó
del futuro presunto al presente; pero esta alegría no suele
durar mucho: al cabo de un tiempo estamos tan insatisfechos
como antes y preguntándonos “¿qué ganamos?”.
Si las satisfacciones verdaderas nos vienen por hechos
48
(internos o externos) que benefician nuestra naturaleza, el
camino hacia nuestro bien consiste en trabajar para dar lu-
gar a esos hechos, no en suponer que vamos a ser felices o
que lo deseado ocurrirá a una determinada hora de un de-
terminado día.
Si trabajamos correctamente, los hechos ocurrirán, los
hayamos supuesto o no; con lo cual ganaremos la satisfac-
ción deseada y nos ahorraremos el sufrimiento de la espera o
la decepción a que se expone una mente invadida y tiraniza-
da por el futuro presunto.
El futuro presunto ocupa su lugar justo si se lo crea y uti-
liza como una herramienta, como una brújula para la acción.
Ocupa un lugar indebido, excesivo, insano, cuando se lo ela-
bora o pretende usar como fuente de satisfacción sustitutiva
de la realidad, cuando “paladeamos por anticipado” los bie-
nes o situaciones que no sólo no están presentes (con lo que
caemos en la seudo-satisfacción de alimentarnos de fanta-
sías), sino que no es del todo seguro que vayan a ser reali-
dad, con lo que nos exponemos al desgarrante momento de
descubrir que el futuro que suponíamos no pudo pasar de ser
supuesto.
Con los hechos deseables que esté en nuestras posibili-
dades producir debemos proceder como en un partido de
ajedrez: empezamos por el deseo de triunfar, jugamos (o sea
actuamos sobre la realidad) del modo que creemos más pro-
vechoso para nuestro objetivo. No estamos demasiado segu-
ros de cómo ni de cuándo obtendremos la victoria (ni siquie-
ra de si la obtendremos), pero en cada momento observamos
la situación y respondemos, nos movemos, atacamos y nos
defendemos con reflexión y con hechos para modificar la
realidad de acuerdo a nuestro objetivo. Nunca “empujamos”
con nuestro deseo las jugadas de nuestro adversario creyen-
do que así nos serán favorables, nunca “esperamos” que el
partido se desarrolle de tal o cual forma, porque sabemos que
la victoria no depende de nuestra capacidad de desear, soñar
o esperar, sino de nuestra capacidad de considerar, planifi-
car o actuar. O sea que no atamos nuestro sentimiento a lo
49
que no depende de nosotros, sino que recurrimos con toda
nuestra atención a nuestras propias fuerzas, y no las usamos
para fantasear sino para producir resultados. Tal vez final-
mente no ganemos; pero esto se deberá a que el adversario
(léase la adversidad) fue superior a nuestra capacidad. Pero
siempre la posibilidad de triunfar estará más cercana si nos
dedicamos sin dilapidar fuerzas a lo que nos corresponde:
luchar, trabajar, observar y decidir; porque el triunfo se ob-
tiene con eso, no con sueños ni con suposiciones.
El sufrimiento sobreviene cuando tomamos la lucha en
pos la realidad deseada como un juego de azar, y en vez de
observar la realidad como un tablero con adversidades y po-
sibilidades de acción la observamos como un bolillero del
que esperamos, ansiamos, rogamos, ver salir un determinado
número.
En el primer caso trabajamos; en el segundo esperamos
que lo que no depende de nosotros venga a traernos la felici-
dad; nos subordinamos a lo que no depende de nosotros. En
un caso crecemos; en otro nos enfermamos y empeoramos
como seres humanos; y, como esto es contrario a lo que ne-
cesita nuestra naturaleza, no nos trae otra cosa que sufri-
miento.
Ahora bien, ¿no hay en la realidad algunos factores que
podemos controlar y otros que quedan fuera de nuestro al-
cance, a los que llamamos azarosos?
Así es. Ante tal panorama, debemos tener absolutamente
claro que los hechos que verdaderamente benefician nuestra
naturaleza humana, ya sean controlables o azarosos, nos dan
satisfacción porque ocurren, no porque previamente los ha-
yamos esperado.
Si de la boca del bolillero sale nuestro número, viviremos
una satisfacción sin necesidad de haber arruinado nuestro
tiempo soñando y desesperándonos (esto nos habría dado
más sufrimiento que satisfacción). Si jugamos al ajedrez y
obtenemos la victoria, ésta habrá dependido de nuestra ca-
pacidad y de su puesta en acción. En uno u otro caso, nunca
el esperar ni el intentar “empujar la realidad” con nuestra
50
ansiedad nos habrá servido de nada, y sí habrá empeorado
mucho nuestra vida.
Observando la sociedad, podemos distinguir con notable
claridad dos actitudes, que dan por resultado dos tipos de
personas: las que viven concentradas en lo que no depende
de ellas y las que viven concentradas en lo que sí depende de
ellas.
Las primeras viven “culpando” de cada hecho desagrada-
ble a la suerte, a la injusticia social o cósmica, al gobierno, a
su situación, a los poderosos (supuesto grupo reducido que
maneja todo para sí y contra el resto del mundo, que a pesar
de ser mayoría permanece eternamente imposibilitado de
cambiar nada), etc., etc. Sus comentarios están llenos de re-
ferencias a la suerte, al destino, a la influencia de los astros, a
los juegos de azar que podrían “salvarlos” sin que ellos nece-
siten esforzarse, a “lo que deberían hacer” los sujetos que
presumiblemente pueden modificar las cosas, a lo malos que
son los demás, a lo que “quisieran” que “les sucediera”, etc.
Las segundas, envidiadas pero no copiadas por las pri-
meras, son las que actúan; las que, aun sabiendo que no todo
está bajo su control, se concentran en lo que sí pueden con-
trolar, y trabajan, ejecutan, aprenden y siempre piensan en
qué pueden hacer ellas (no la suerte, Dios ni el Estado) para
alcanzar su realidad deseada. Consideran las culpas ajenas
sólo para buscar soluciones en las que pueda incidir la acción
propia, nunca como descarga ni como queja. Estas son las
que obtienen los resultados con los que otras sólo sueñan.
Pero no por ello hay que pensar que son seres perfectos:
en la lucha por la realidad deseada abundan los que, si bien
luchan en vez de fantasear, no reparan en el daño que pue-
den causar a otros o a sí mismos.
Las leyes y la ética ponen cierto límite al “daño a los de-
más”. Aun en el caso de cumplir con esto, el sujeto que en vez
de soñar decide luchar deberá tener cierta claridad sobre por
qué y cómo lo hace. Si ignora cuál es el verdadero bien y la
verdadera fórmula de la felicidad, puede incurrir en luchas
donde se dañe seriamente a sí mismo.
51
En tal caso, por mucho que consiga modificar el mundo
que le rodea, no será feliz por no ser interiormente capaz de
serlo.
52
Lo deseado y su precio
Generalmente, por no decir siempre, quien compra algo
lo hace con cierto disgusto por el precio, con la sensación o
vaga idea de que “debería costar menos”, pese a que ignora
sus costos de producción.
¿Por qué ocurre esto? Simplemente porque la naturaleza
nos impregnó con el instinto de economizar energía, para
que no invirtamos en cada movimiento más esfuerzo que el
indispensable.
Este provechoso instinto, combinado con la inclinación a
repetir las sensaciones agradables propias de cada acto de
satisfacción de nuestras necesidades, y potenciado en el ser
humano por la capacidad de pensar, da como síntesis la aspi-
ración a experimentar el máximo de placer realizando el mí-
nimo de esfuerzo.
Es natural, biológicamente necesario, sentir placer por lo
que satisface nuestras necesidades y disgusto por todo con-
sumo de energía. Si no fuera así, no nos moveríamos para
mantenernos vivos, o bien desperdiciaríamos nuestras fuer-
zas hasta un nivel en que tal vez no pudieran ser repuestas
por el alimento disponible, con el consecuente peligro de au-
to-extinción.
Estas predisposiciones, que funcionan tan bien en los
animales, parecen provocar grandes dramas al hombre, ca-
53
paz de manejar funciones que en los animales son determi-
nadas por fuerzas inconscientes.
Como los mecanismos necesarios para la supervivencia
que al activarse en la vida civilizada generan stress y enfer-
medades, los reclamos de búsqueda de lo necesario y de con-
servación de la energía, cuando son administrados por el
hombre con su capacidad y su falibilidad, derivan frecuente-
mente en un resultado no planeado por la naturaleza: el su-
frimiento.
Esto, a primera vista una degeneración, es más bien una
etapa en el camino del hombre para ir más allá de las capaci-
dades meramente animales, una dificultad propia de todo
proceso de superación y desarrollo.
¿Cómo superar este escollo, este padecer aparentemente
absurdo?
Todo indica que con comprensión, con un emerger por
encima de nuestros impulsos y observarlos conscientemente,
sin ser gobernados por ellos como casi cotidianamente lo
somos.
Y cabe destacar que en el hombre hay que entender como
“impulso” no sólo lo biológico sino también lo mental, ya que
es esto último y no lo primero lo que nos trae problemas.
No es, o no es principalmente, la búsqueda de satisfac-
ciones y la aspiración a ahorrar energía lo que nos hace su-
frir, sino las imágenes o fantasías que estos impulsos natura-
les generan en una imaginación poco controlada.
A diferencia de los animales, que se limitan a luchar por
lo deseado, nosotros luchamos y además imaginamos lo
deseado, con el error mental de imaginarlo más acorde al
deseo de lo que es en realidad.
Más acorde al deseo significa más placentero y menos
costoso. El hombre vive soñando con que obtendrá inconme-
surables placeres con mínimos esfuerzos.
Esto es una mera proyección estimulada por el instinto
en nuestra mente, y tarde o temprano choca frontalmente
con la realidad: lo deseado no nos da una satisfacción tan
absoluta, y, como si fuera poco, cuesta más de lo que pensá-
54
bamos.
¿Dónde está la falla? No en las leyes de la vida, sino, una
vez más, en la imagen que dibujamos en nuestra mente.
De ahí el cotidiano disgusto al conocer el precio de algo
que deseamos; precio que a su vez representa la aspiración
(seguramente inferior a la satisfacción esperada) de otro ser
humano que quiere obtener el máximo de placer con el mí-
nimo de esfuerzo.
¿Por qué el hombre de hoy vive repitiendo que la mayo-
ría de sus problemas son problemas de dinero?
Porque el dinero es un invento de la civilización para re-
presentar e intercambiar ni más ni menos que energía.
Y energía es lo que adquirimos al alimentarnos (por eso
alimentarse proporciona placer) y lo que consumimos para
obtener lo deseado (por eso el consumo de energía genera
cansancio, o sea señales de desagrado).
El dinero es energía condensada, que entra en acción
para que otras personas nos den lo que deseamos. Esas per-
sonas debieron a su vez invertir su energía para producir eso
que nos venden, por lo cual aspiran a recibir otra cuota de
energía con la que actuar sobre el mundo para que éste satis-
faga sus deseos.
Debemos considerar todo esto para entender que inver-
timos buena parte de nuestra vida en comprar dinero, a
cambio de nuestro tiempo, de nuestra energía aplicada a
producir algo que interese a los demás y nos lo paguen
(siempre menos de lo que quisiéramos y más de lo que qui-
sieran).
Para acceder a ese objetivo tan deseado necesitamos tra-
bajar. Y trabajar (equivalente al luchar de la vida animal)
nos pone en contacto forzosamente con la realidad; la reali-
dad real, no la realidad supuesta ni la deseada.
Y ese encuentro con la realidad significará algún grado
de sufrimiento, según nuestro grado de maduración al inter-
relacionarnos con el mundo.
Ser conscientes en este aspecto significa darse cuenta de
que, invariablemente, toda modificación que nuestro deseo
55
introduzca sobre el mundo requerirá una inversión de ener-
gía.
En términos cotidianos, tendrá un precio.
Y el secreto para vivir bien es decidir ante cada cosa
deseada si estamos dispuestos o no a pagar su precio.
Ante esta disyuntiva hay dos respuestas nobles: renun-
ciar a lo deseado o pagar su precio sin lamentaciones, y dos
respuestas innobles: renunciar a lo deseado o pagar su precio
lamentándose de una u otra alternativa.
En este caso, las respuestas nobles no se llaman así por-
que cumplan con alguna norma ética, sino por mucho más:
porque nos ennoblecen, nos limpian, nos mejoran la vida en
lo más decisivo en que ésta puede ser mejorada. Y las inno-
bles, por supuesto, producen todo lo contrario.
Esto no significa, si queremos limitar nuestro ejemplo al
de una operación comercial, que no debamos defendernos de
los precios abusivos, que en última instancia son la aspira-
ción de otras personas a obtener demasiado a cambio de
demasiado poco. Incluso este acto defensivo tiene un precio
en atención y en tiempo, o sea una inversión de energía.
Como el precio de la vida salvaje es la lucha, el perma-
nente estado de atención para comer y no ser comido, el pre-
cio de la vida en sociedad es el trabajo. Y no sólo el trabajo
sobre los materiales de la naturaleza, sino también el trabajo
frente a las pretensiones de otros individuos que, movidos
por el omnipresente impulso a obtener el mayor placer con el
menor esfuerzo, aspiran a que en todos los casos el esfuerzo
ajeno se traduzca en placer propio.
Esto no significa que los hombres sean por naturaleza
malos: una pequeña proporción de seres poco conscientes
para vivir en sociedad obliga a todos los otros a un costoso
trabajo defensivo.
Y si creemos que esto puede mejorar con un buen mane-
jo de la sociedad, eso tampoco es un bien gratuito: su precio,
además de los impuestos que tantas quejas despiertan, es la
atención, dedicación y responsabilidad de los ciudadanos pa-
ra elegir representantes.
56
De modo que, ni bien observamos el mundo y nos obser-
vamos interiormente, vemos que en nosotros (y en los otros)
hay un peligroso nivel de fantasía mental que frecuente-
mente choca con la realidad exterior: vivimos creándonos
imágenes de lo deseado exageradas por nuestros propios
deseos, más acordes al deseo que a la realidad actual, y, como
si esto fuera poco, que a la realidad alcanzable.
Si aprendemos a eliminar esas fantasías y suposiciones,
habremos encontrado el camino a la felicidad que buscába-
mos modificando el mundo externo.
En la medida en que deseemos adquirir bienes o modifi-
car circunstancias, debemos aprender, y aprender en lo más
íntimo de nosotros, a no disgustarnos por el precio que pa-
guemos, incluyendo en este concepto el precio de defender-
nos de la inmadurez ajena y el de hacer una sociedad mejor,
que en el fondo deseamos para que todo sea más fácil.
Esta propuesta no parece muy difícil de pensar; pero bas-
ta un poco de autoobservación para ver que la ejecutamos
sólo hasta cierto punto, más allá del cual aparece el sufri-
miento por el precio pagado, y aparece precisamente porque
manteníamos la fantasía de que todo sería más agradable y
menos costoso.
Por ejemplo, presuponemos que al trabajar nos encon-
traremos sólo con personas buenas y agradables, que vende-
remos todo lo que queremos, que no aparecerá ningún obs-
táculo impensado, que siempre trabajaremos a un ritmo có-
modo, que todos nos sonreirán y nos pagarán con el cambio
justo, que al ir y al volver no lloverá, no hará demasiado frío
ni calor, no nos encontraremos con problemas de tránsito ni
con gente peligrosa, etc., etc., etc.
Y si algo no coincide con el esquema esperado, vivimos
rezongando porque “el mundo anda mal”.
Pero ¿acaso no nos habíamos enterado de cómo es el
mundo? ¿No sabíamos de antemano que existe todo eso que
no nos gusta?
Incluso sabiendo esto, la mente hace sus trampas en su
empeño por imaginar la vida lo más linda que pueda: “los
57
hechos y personas indeseables existen; pero al menos hoy no
se cruzarán en mi camino”.
¿De qué fundamento serio extraemos semejante senten-
cia?
Inevitablemente, y también por impulsos naturales ple-
nos de sentido, nuestra mente tiende a aliviarnos el peso de
la vida con la anestesia de las suposiciones agradables. Esto
es útil para que podamos descansar y vivir sin preocuparnos
de más; pero se vuelve contraproducente cuando esas supo-
siciones son demolidas por la realidad.
La única salida sana y superadora de este conflicto es te-
ner en cuenta la realidad, incluso en sus partes indeseables,
y saber que a cada paso puede presentárnoslas.
Los estudios sobre el stress dicen que éste aumenta en
los individuos que ven los problemas como amenazas, como
peligros indeseables y tal vez insuperables, y que disminuye
en quienes ven los problemas como desafíos, como factores
que inevitablemente están en la vida y deben ser vencidos
mediante el despliegue y desarrollo de nuestras fuerzas.
Esto indicaría que el stress no es producto de las circuns-
tancias en que se vive sino del disgusto ante ellas, y el disgus-
to es producto de la opinión del sujeto respecto al mundo que
lo rodea.
El ideal de eliminar el disgusto, o de tener en cuenta la
realidad como es, no significa necesariamente resignación, ni
creencia de que el mundo será siempre e irremediablemente
igual.
Se puede creer que el mundo se modifica, se puede lu-
char por un futuro mejor, y al mismo tiempo reconocer que
hay cosas indeseables, y que la posibilidad de mejorar el
mundo tiene un precio, que no podemos ignorar ni atenuar
con la imaginación.
De este modo, si decidimos trabajar por un determinado
objetivo debemos considerar el precio con la menor cuota
posible de fantasía.
Y si aceptamos pagarlo, trabajar sin disgustarnos, incluso
ante las partes más desagradables de nuestra tarea.
58
Y si éstas son más de lo previsto, si por un error de nues-
tra apreciación y no del orden cósmico el precio es mayor que
el esperado, decidir pagarlo o renunciar al bien buscado sin
ninguna queja por lo uno ni por lo otro.
Muchas veces caemos en el disgusto y en el stress cuando
en nuestro trabajo aparecen circunstancias indeseables, pero
en el fondo previsibles y naturales en dicha actividad. Esto
ocurre porque teníamos en nuestra mente la fantasía de que
todo obedecería a nuestros deseos, e incluso por el acostum-
bramiento a lo que podríamos llamar nivel promedio de difi-
cultades cotidianas, por el que tendemos a suponer que to-
dos los días serán iguales. De ahí que cuando aparece un
problema mayor nos encuentra con energía disponible sólo
para el nivel promedio, haciéndonos sufrir con la exigencia
de extraer de nosotros mayores fuerzas que las que nos dis-
poníamos a invertir.
Esto podemos superarlo (necesitamos superarlo si aspi-
ramos a vivir bien) manteniendo la capacidad de observarnos
fuera del alcance de nuestros impulsos, deseos y hábitos, y
darnos cuenta de que cuando aparece el disgusto ante una
circunstancia es porque una parte de nosotros se resiste a
pagar el precio de aquello por lo que trabajamos.
En tal caso debemos re-observar nuestra vida: ¿ese he-
cho desagradable no es parte natural de la tarea que escogi-
mos? ¿Podríamos hacer lo mismo sin el riesgo de que alguna
vez apareciera? ¿Hay otra actividad que podamos y quera-
mos hacer para no vernos ante esa circunstancia? ¿Estamos
dispuestos a seguir adelante considerando esa circunstancia
como parte del precio de lo buscado?
En caso de contestar afirmativamente esto último, hemos
de continuar nuestra actividad sin una sola queja de ninguna
parte de nosotros. Y si la hubiera, porque las quejas no se
eliminan de un día para otro, no enfurecernos contra la
realidad, sino emprender una lucha para clarificarnos inte-
riormente hasta que el impulso a la queja desaparezca.
No hay razones para quejarse si previamente observa-
mos en qué nos meteríamos y conscientemente decidimos
59
encararlo.
No puede ser motivo de disgusto aquello que hacemos a
fin de obtener lo que deseamos. Si en algún caso lo es, la úni-
ca falla es nuestra falta de madurez.
Siempre que nos sintamos molestos por lo que hacemos,
observémonos, estudiémonos, descubramos qué pasa en no-
sotros; porque invariablemente la causa estará en nosotros.
El stress nace del estado de disgusto, y el estado de dis-
gusto nace de nuestra opinión sobre la realidad externa.
Esto coincide con la antigua frase de Epicteto: Lo que
perturba a los hombres no son las cosas en sí mismas, sino la
opinión que sobre ellas se forman.
60
Tensión ideológica y tensión metafísica
Por debajo de la tensión o stress fruto de la opinión y del
disgusto parece haber una tensión básica, no se sabe hasta
qué punto independiente de la primera, que determina que
distintos individuos necesiten vivir a distintos ritmos, con
distinta intensidad.
Vemos que hay en el mundo quienes quieren tranquili-
dad y quienes quieren lucha, quienes se sienten bien cuando
no les pasa nada y quienes en tal caso se sienten mal, insatis-
fechos, y buscan, aún sin ser conscientes de ello, experiencias
de choque, confrontación, drama, conmoción, violencia; por-
que si no “no se sienten vivos” o “se aburren”.
Esto da por resultado el gusto por diferentes tipos de ar-
te, espectáculos, oficios, entretenimientos, alimentos, cos-
tumbres, etc.
De modo que en nuestro intento de “eliminar la tensión”
de nuestra vida debemos tener en cuenta que tal vez necesi-
temos y busquemos situaciones externas acordes con nues-
tra tensión interior. Ejemplo: la búsqueda de confrontacio-
nes innecesarias, los juegos de azar “a todo o nada”, los de-
portes riesgosos, las disputas con los vecinos, el odio a quie-
nes no son como nosotros, los cambios de residencia, em-
pleo, pareja, etc.
En todos estos casos pareciera que la tensión no la pro-
61
vocara la realidad circundante, sino que más bien “busca-
mos” una determinada realidad circundante, a primera vista
indeseable, pero en el fondo necesaria para “vivir” a tono con
ese misterioso impulso que no se resigna a un ritmo de vida
desacorde con él.
Todo esto lleva a una pregunta: ¿la tensión “ideológica” y
la tensión “metafísica” son dos realidades independientes,
que jamás se relacionan ni explican entre sí?
Si así fuera, tendríamos muy escasa posibilidad de con-
trolar y mejorar nuestra existencia. Pero al parecer podemos
comprender la relación entre ambas, aunque para ello sea
necesaria toda una teoría metafísica.
Esta podría resumirse en que lo que llamamos “alma”
humana es algo así como una “unidad de conciencia” que va
transitando desde la inconciencia absoluta hacia la concien-
cia absoluta; transmutando la inconciencia-inquietud-
turbulencia en conciencia-paz-felicidad.
Esto puede considerarse cierto o no; pero puede servir
para explicar las grandes diferencias entre unos y otros hom-
bres, y evidenciaría que la inquietud o tensión anímico-
metafísica no es modificable de un día para otro.
De modo que las experiencias tumultuosas o violentas
pueden ser una “vocación” de un ser humano cuando no es
capaz de “sentir” a otro nivel, y por efecto de ellas vive expe-
riencias que al fin y al cabo lo moverán a buscar “algo más”, a
sentir y vivir a niveles más elevados.
¿Cómo se relaciona esto con la vida práctica y el objetivo
de “vivir bien”?
Podemos ver que, en su búsqueda de felicidad, el hombre
se lanza en pos de estados, sentimientos, experiencias, de
acuerdo a sus aspiraciones y a su nivel de conciencia. Y en
cada una de esas búsquedas, en cada uno de sus niveles de
conciencia, repite más o menos el mismo ciclo: el entusiasmo
de la búsqueda de lo deseado, la alegría, sin noción de caren-
cias ni insatisfacciones, del momento en que se alcanza lo
deseado, y luego un sentimiento progresivamente creciente
de que “falta algo” en la vida, que desembocará en el hastío,
62
el aburrimiento, la angustia que finalmente lo impulsará a
buscar otra cosa, con la que volverá a repetir el mismo ciclo,
aunque ya en un nivel superior de existencia.
De ahí que existan tantos seres viviendo vidas de lo más
disímiles, que a unos les aterre lo que a otros les gusta, que
los hombres no se pongan de acuerdo entre sí, que haya ig-
norantes alegres e inteligentes insatisfechos, etc.
Cuando, cualquiera sea nuestro nivel de conciencia, es-
tamos comenzando un ciclo de determinada búsqueda, vivi-
mos entusiasmados, sin conflicto ni disgusto, no necesitamos
reflexionar ni buscar fórmulas para vivir mejor, ni tiene sen-
tido que alguien nos diga que “hay una vida superior” a la
que llevamos.
Con el tiempo, cuando ese “hay una vida superior” se
convierte en una sensación interna, empiezan los problemas,
las dudas, la filosofía.
Considerando todo esto, vemos que “la felicidad no es de
este mundo”, o que al menos no nos conviene esperarla del
contacto con él, y que en cualquier nivel de la existencia hu-
mana hay de por sí cierto grado de tensión e insatisfacción.
Cuando éstas nos lanzan a la búsqueda de satisfacciones
con la convicción de que pronto las encontraremos (aun
cuando esto sea producto de la ignorancia), hay entusiasmo,
excitación y hasta ebullición sin disgusto.
De ahí que existan personas tumultuosas, vertiginosas,
apasionadas y hasta violentas, pero sanas y alegres, sin con-
flicto, porque aún no apareció en ellas la primera chispa de
disconformidad con lo que viven ni con lo que buscan.
Las víctimas del stress no son precisamente los más ig-
norantes, ni aun cuando sean tumultuosos (de hecho, los
animales no padecen stress). Tampoco son sus víctimas los
sabios que ya no fantasean con hallar satisfacción en las cir-
cunstancias. Las víctimas del stress son los seres en que aún
hay deseo de disfrutar del mundo pero ya aparecieron dudas
sobre cuál será el mejor modo de vivir; los seres en quienes
hay impulsos instintivos, pero también razonamientos que
tratan de sojuzgar a esos impulsos “con miras a un bien ma-
63
yor”; los seres capaces de despreciar la irracionalidad y de
buscar “algo” distinto a lo hasta ahora buscado pero aún no
identificado. En síntesis, los seres que aspiran a un bien su-
perior pero también a los bienes de este mundo, al que tratan
de modificar para satisfacer su afán de satisfacción individual
y al mismo tiempo su afán de armonía universal.
Con esto llegamos a que el stress y el malestar son pro-
ducto directo del disgusto. Disgusto con uno mismo o con el
mundo que se habita.
Aquí tenemos otro conflicto por demás difícil: hay que
reconocer como positiva, útil, provechosa, la aspiración a ser
mejor y a que el mundo sea mejor; pero no por ello, no por
mantener despierta esa humana e irrenunciable aspiración,
debemos desembocar en un estado de disgusto con nuestra
vida o con el mundo.
Pero ¿cómo se logra esto? ¿Cómo llegar a esa fórmula
matemática de la felicidad?
No es fácil, y lo mejor es saber que no habrá una solución
mágica. La fórmula para comenzar (que ya es bastante) es
ver la diferencia entre sentir aspiración a la perfección (pro-
pia y/o universal) y esperar una satisfacción inmediata a la
misma.
Todos los seres avanzan de algún modo hacia estados su-
periores; pero hay que percibir, y aceptar lúcidamente, la di-
ferencia entre avanzar y llegar ya mismo.
Nuestro “instinto metafísico” nos da un vislumbre de
cómo deben ser las cosas, tanto en nuestro interior como en
el mundo, y ello nos incita a trabajar hacia dentro y hacia
fuera para que sean así. Es la guía y el motor de toda supera-
ción; pero debemos concienciar que el resultado natural de
ello no es un mundo perfecto ya, sino precisamente el mun-
do que vemos, donde se entremezclan el impulso a mejorar
con el impulso a repetir siempre lo mismo, el impulso a resis-
tir los cambios e incluso el impulso a empeorar.
Como resultado de todo ello, el mundo se mueve y
aprende; pero el término que llamamos una vida es dema-
siado breve para pretender ver en su transcurso grandes mo-
64
dificaciones. Echaremos a perder esa vida, y nuestra utilidad
para el mundo, si aspiramos a tan espectacular e irrealizable
satisfacción.
O sea: aprendamos a convivir con lo indeseable que haya
en el mundo y en nosotros, sin atormentarnos pero sin dejar
de trabajar por la superación en ambos campos de batalla;
“sin prisa pero sin pausa”.
Si no aprendemos esta única opción madura y sana se-
remos arrastrados inconscientemente por la corriente de las
opciones insanas, materializadas en dos grupos de senti-
mientos-creencias que permanentemente vemos a nuestro
alrededor: el que proclama “el mundo será un paraíso en po-
cos años”, y el que refunfuña: “el mundo fue y será una por-
quería”.
Si logramos vivir sin caer en tales inmadureces, si man-
tenemos sin fantasías nuestra decisión de mejorar como per-
sonas y contribuir a mejorar el mundo, debemos pasar al si-
guiente paso, que es el centro del tema aquí tratado: vivir en
un mundo donde coexistimos con lo indeseable (y donde es
buena señal que sintamos cierto rechazo por ello) sin que
esto nos llene la mente, y con ello la vida, de disgusto, ten-
sión y enfermedad.
Esto podemos lograrlo (cuidando aquí también de no an-
siar soluciones instantáneas) prestando la debida atención a
cada detalle del mundo que nos altere o atormente, reflexio-
nando sobre él, preguntándonos si podemos solucionarlo o
no, o si, aún cuando estemos ya haciendo algo útil al respec-
to, deberemos transitar todos los días junto a ese detalle sin
sufrir; sabiendo que “no debería estar” pero por el momento
sigue estando, y recordando aquello de que lo que nos per-
turba no es el hecho sino nuestra opinión sobre él.
No es un error de Dios ni del cosmos que haya en el
mundo lo que hay (tal vez sería un error, pero nuestro, el
desactivar nuestra aspiración a mejorarlo): el error es sufrir
reiteradamente por lo que ya conocemos.
Tal vez no podamos evitar una sensación desagradable
ante determinadas personas o sucesos (y tal vez eso sea una
65
señal de que tenemos “buen gusto” en el terreno moral); pero
sí debemos, necesitamos, evitar la opinión, verbalizada o
pensada, de disgusto ante lo desagradable.
Más fácil que gobernar el sentimiento es gobernar el
pensamiento, y más fácil aun es gobernar la lengua. Empe-
cemos por no vivir profiriendo quejas sobre cada cosa que no
es como quisiéramos: por ese camino tan simple podremos
acostumbrarnos a no pensar y aun a no sentir quejumbro-
samente.
Creer que porque tengamos cierta intuición de “un mun-
do mejor” el mundo presente es malo, es tan absurdo como ir
subiendo hacia el décimo piso y considerar un mal estar
transitoriamente en el segundo o tercero.
El stress se origina cuado ante la realidad presente apa-
rece nuestra imagen de la realidad ideal y, en vez de pensar
“convendría que fuera así, haré lo posible porque sea así”,
pensamos “tiene que ser así; no puede ser que no sea así”.
No hay stress cuando la realidad presente y la deseada
conviven. Hay stress cuando la realidad presente y la desea-
da se atacan entre sí.
No hay stress cuando el ideal habita la realidad y la mo-
difica con prudencia y paciencia, hay stress cuando se lanza
a puñetazos contra ella pretendiendo su inmediata rendi-
ción.
No hay stress cuando se construye la realidad deseada.
Hay stress cuando se odia la realidad presente.
66
Vivir esperando o vivir sin esperar
Como en nuestra vida hay unos momentos más deseables
que otros, y algunos de ellos son previsibles y/o programa-
bles, vivimos (o dejamos de vivir) gran parte de nuestro
tiempo esperando.
¿Qué pasa en nosotros cuando esperamos?
Lo más evidente es que estamos como succionados,
magnetizados desde afuera. Hay en nosotros un estado de
tensión, un campo magnético con un polo en nuestro interior
y otro en “eso” que esperamos. Y ese salir, ese descentrarse
de nuestra energía mental y emocional, produce malestar.
Estamos como invadidos, perturbados, electrificados por una
corriente cuyo interruptor parece ser el acto de iniciar o fina-
lizar una espera.
Esta corriente generará como por inercia impulsos difíci-
les de contener, que nos llevarán a comer en exceso, maltra-
tar a los demás y similares conductas irreflexivas, no desea-
das ni provechosas, que pueden a su vez generar mayores
tensiones.
Además de condenarnos a este estado interno, el “espe-
rar” nos lleva a enterarnos alguna vez, con no poco drama-
tismo, de que por propia decisión desperdiciamos, desacti-
vamos, apagamos, desechamos un notable porcentaje de
nuestra vida.
Si apreciamos la vida, si nos disgusta el vislumbre de la
vejez o de la muerte ¿qué sentido tiene quitarnos lisa y lla-
67
namente incontables horas o días que pasamos sin vivir,
porque ansiamos que transcurran lo antes posible, que no se
sientan, que se esfumen, que no existan, para tener acceso a
lo que vendrá después: la hora de finalizar el trabajo, la hora
de cenar ricos manjares, la hora de jugar, el día de la fiesta, el
comienzo de las vacaciones, etc., etc., etc.?
¿Qué parte de nuestra vida tiramos a un lado esperando
momentos posteriores? ¿Un décimo? ¿Un cuarto? ¿Una mi-
tad? En cualquiera de los casos es demasiado, espantosa-
mente demasiado para alguien que se propuso vivir bien.
Nadie nos devolverá bajo ningún concepto ese tiempo que no
hubiéramos querido que existiera, pero que de todos modos
se nos contabilizó en el proceso de envejecer y consumir el
período disponible en nuestra existencia.
Por lo primero y por lo segundo, para evitar tanto el ma-
lestar inmediato como el despilfarro de horas, días y años, un
principio fundamental del arte de vivir bien es el de no espe-
rar.
Ni bien decimos esto nos vienen a la mente la habitual
sentencia de que “la esperanza es lo último que se pierde”, la
afirmación de que para ser feliz hay que tener “alguien a
quien amar, algo que hacer y algo que esperar”, o las cosas
horribles que suelen decirse sobre una persona “sin esperan-
zas”.
Esto no sería contradictorio si a ese sentimiento impreci-
so que llamamos “esperanza” lo definiéramos como confian-
za en que existe la posibilidad de una vida mejor o de que el
mundo se encamina hacia un fin superior, o sea una visión
en la cual se vislumbran posibilidades de un nivel superior de
vida. También podemos referirnos a esto llamándolo fe, con-
vicción o ideal.
Nada de ello se contradice con la propuesta de no espe-
rar, siempre y cuando se lo considere como algo a lo que lle-
gar, y no como algo que va a llegar por el simple paso del
tiempo o por obra de fuerzas que no requieren nuestra inter-
vención.
La exaltación exagerada y exclusiva de la esperanza como
68
el acto de vivir esperando es un modo más de desviación, de-
bilitamiento y empeoramiento de las capacidades humanas.
Ninguna enseñanza moral ni religiosa nos dice de verdad
que sea bueno desear que pase el tiempo, que se vaya inútil-
mente una porción de nuestra vida, vacía porque nosotros la
vaciamos, para que llegue el momento en que ocurra algo
“bueno”.
No es lo mismo “esperar” un futuro mejor (en el sentido
de confiar en que es posible y hacer algo por él) que esperar
un momento determinado en el que “llegará” un hecho parti-
cular.
Cuando confiamos en que en nuestra vida podemos al-
canzar bienes superiores, y ese alcanzar (como su nombre lo
indica) requiere que nos movamos, que actuemos, esa “espe-
ranza” de ningún modo anula el presente; porque éste cobra
sentido, se vuelve agradable a causa de la acción encamina-
da a lograr “eso” que en cierto modo “esperamos” pero en
cierto modo estamos construyendo ya.
Alguien dijo “en el mayor rigor está la libertad”. Así tam-
bién, en la cualidad humana de ser fuerte ante las circuns-
tancias, de sentir más la propia conducta que los resultados y
vaivenes del mundo exterior, está la posibilidad de ser libre
respecto de los sucesos, de no vivir esclavizado por lo que
pase o deje de pasar, y de vivir toda nuestra vida; no sola-
mente los momentos que suponemos deseables.
Si definimos esperar como desear hechos que no ocurren
en el presente, tal vez sea imposible dejar de esperar mien-
tras no se deje de desear; pero si lo entendemos como lo que
más habitualmente hacemos: abrazar con el pensamiento y
la emoción un punto del tiempo en el que ocurrirá algo
deseable (con la natural consecuencia de que todo el período
que va desde el presente hasta ese punto se vuelva indesea-
ble), nos damos cuenta de que dejar de esperar no sólo es
posible, sino que es además una necesidad imperiosa para no
arruinar nuestra vida.
Podemos desear un acontecimiento, pero al mismo tiem-
po podemos vivir el presente sin pasar nuestro tiempo dis-
69
gregados en ese abrazo enfermizo que nos parte en dos. Po-
demos anular esa bipolarización, ese desgarro interior que
nos crucifica en dos puntos distintos.
Cuando nos descubrimos bipolarizados, disgregados,
electrificados por esa corriente que tiende a un punto fuera
de nosotros (a veces un momento futuro, a veces un aconte-
cimiento actual que no depende de nosotros) debemos decir-
nos “esto es esperar”, darnos cuenta de que cometemos un
error y borrar de la imaginación ese punto externo que nos
perturba, para quedarnos con toda nuestra corriente, con
nuestra “alma” en nosotros mismos, sin fluctuaciones ni ma-
remotos anímicos, en paz, aunque sigamos trabajando para
eso que deseamos (trabajando en un presente que es tan par-
te de nuestra vida como el “futuro mejor”) o simplemente
sabiendo que “será lindo” vivir un determinado momento al
que el reloj todavía no llegó, pero sin aniquilar por eso nues-
tro presente.
Ese mantener la corriente en nosotros mismos no es un
mero yoísmo, sino una actitud sana ante lo deseado.
Se puede amar a los demás, amar y disfrutar hechos y
circunstancias, sin dejar de cuidar el estado en que nos en-
contramos; porque la felicidad es, principalmente, ausencia
de infelicidad.
El factor más decisivo para mejorar nuestra vida es la
eliminación de toda infelicidad nacida de la incapacidad
propia. De ahí en adelante pueden mejorarse circunstancias;
pero jamás a costa de destruir el factor primordial.
El mayor motor de la infelicidad es la morbosa “agrega-
ción” de deseos a los ya existentes, el desesperarse por “dis-
frutar un poco más”, el dudar de si se está viviendo bien o
“queda algo para hacer”, la suposición de que agregando y
agregando de ese modo se llegará a ser absolutamente feliz y
a no necesitar nada más.
Ese modo de encarar la vida, al aumentar la turbulencia
interior, produce precisamente el resultado de aumentar la
infelicidad; y no porque no se puedan alcanzar las circuns-
tancias deseadas, sino porque la felicidad es la no-
70
turbulencia, y el nivel de absoluta satisfacción por obra de las
circunstancias no existe.
Se podría, persiguiendo ese supuesto colmo de la satis-
facción, llegar a ser el sujeto más rico del mundo, para luego
descubrir que se sufre por la opinión ajena, la existencia de
personas indeseables, la incontrolabilidad del clima, la inevi-
tabilidad de la muerte, etc., etc., etc.
En resumen: no agreguemos deseos, no inventemos su-
puestas cumbres de satisfacción, no lancemos nuestro ser
hacia fuera de sí mismo, no esperemos, y empezaremos a
acrecentar en nosotros el estado de no-infelicidad.
Y ante los deseos que ya tenemos, podemos trabajar por
satisfacerlos sin sacrificar el presente mediante el instrumen-
to de tortura de la espera.
Sacrificar la base de la no-infelicidad para llegar a algo
mejor sería como quitar la escalera que nos sostiene para po-
nerla “más arriba” con la suposición de que con ello llega-
ríamos más alto.
No sólo sería imposible, sino que en caso de intentarlo
perderíamos nuestro punto de apoyo y caeríamos a niveles
inferiores, resultado diametralmente opuesto a lo que nos
propusimos.
71
Cómo llegar a “no esperar”
Al observar los problemas que nos trae el vivir esperan-
do, llegábamos a la “conclusión” de que era necesario borrar
de la imaginación ese punto externo que nos perturba.
Corresponden las comillas porque esa “conclusión” no es
más que un comienzo. Concluimos sabiendo qué hacer; pero
empieza un gran trabajo y una gran pregunta: ¿Cómo lo ha-
remos?
No se puede “borrar” como una letra mal escrita lo que
está arraigado en nuestro pensamiento, en nuestra psique, en
nuestro corazón.
Una fórmula para ir empezando sería, tal como en el te-
ma del futuro presunto, no escribir de más. Ya que lo desea-
ble tiene tanto poder sobre nosotros, evitémonos la necesi-
dad de “borrar” mediante el recurso de evitar anotar dema-
siados objetivos en la lista de nuestros deseos.
Para esto hay que ver con claridad cómo funciona eso
que llamamos deseo.
Decíamos que para procurar la felicidad tenemos dos
campos de acción: modificar las circunstancias o modificar-
nos nosotros mismos.
Aunque comprendamos, mucho o poco, la importancia
de modificarse a sí mismo, subsiste en nosotros el deseo so-
bre las circunstancias, y siempre necesitaremos saber qué
hacer con él para que no actúe como un indesconectable ge-
72
nerador de infelicidad.
Desear modificar circunstancias significa generalmente
desear poder para lograrlo.
En una primera etapa deseamos objetos concretos. Es el
caso de los niños, cuyo modo de modificar circunstancias es
pedir juguetes o golosinas.
Al crecer aprendemos que los objetos concretos y muchas
otras circunstancias se dominan con el dinero, elemento más
abstracto en el que se plasma la energía o el poder en sí mis-
mo. De ahí que infinidad de personas deseen dinero en gene-
ral, pero no hagan respecto a este objeto deseable más que lo
que hacen los niños: pedir, llorar y quejarse.
Si maduramos, descubrimos que así como los objetos se
obtienen con dinero, el dinero se obtiene con capacidad, con
poder interior.
Así nos damos cuenta de que, incluso para modificar cir-
cunstancias, necesitamos capacitarnos, que no es ni más ni
menos que modificarnos nosotros mismos.
Una frase de James W. Newman nos dice “el único acon-
tecimiento que puedes controlar en todo el mundo es aquello
que estás pensando y sintiendo en el presente instante. ¡Pero
con eso es suficiente! Es todo lo que necesitas controlar”.
A primera vista parece una propuesta estoica o mística:
modificarse uno mismo y renunciar al mundo. Pero más ade-
lante descubrimos que cualquier intento de conquistar o mo-
dificar el mundo nos conduce al mismo “con eso es suficien-
te”; porque controlar lo que sucede en uno mismo genera el
poder capaz de modificar el mundo.
Es imposible despreciar la modificación interior y obte-
ner poder sobre el mundo por algún otro medio.
No faltan casos de personas sin capacidad pero con dine-
ro, que suelen obtener, no ganar, por vía de herencias, juegos
de azar o acciones deshonestas. A todas ellas termina aca-
bándoseles lo que recibieron; o viven mal con o sin riquezas.
De modo que, en la sociedad actual, el deseo sobre las
circunstancias deviene en deseo de dinero. Y, para quien re-
suelve esta ecuación con rectitud, la estrategia para adecuar
73
las circunstancias al deseo se centraliza en el acto de trabajar
y en el ideal de “ganar más”.
Aquí llegamos al punto de darnos cuenta de que pode-
mos, con la debida atención, trabajar para satisfacer deseos
sin que ello signifique condenarnos a la automortificación del
esperar.
Sabemos que más capacidad puede proporcionarnos más
dinero y que más dinero modificará más circunstancias. Lo
que no sabemos es en qué plazo ganaremos qué cantidad ni
qué circunstancias serán moldeables por nuestro deseo. Ahí
es donde debemos empezar a cuidarnos de no escribir de
más, de no dibujar demasiados detalles en las páginas de lo
que imaginamos como nuestro futuro.
La manera más sana de convivir con el deseo es dedicar-
se a desarrollar capacidad y poder, y luego, con el poder en la
mano, modificar circunstancias en lo que esté a nuestro al-
cance, en el presente que habremos conquistado, sin que pa-
ra ello haya sido necesario vivir imaginando y paladeando lo
que “llegará”.
El que se concentra en producir, crear, servir, beneficia a
la sociedad y ésta le paga por lo recibido. El que sólo se con-
centra en esperar e imaginar objetos deseables, no obtiene
nada de los demás; porque no les entregó nada, perturbó a la
sociedad y se atormentó a sí mismo.
Podemos practicar la propuesta budista del “recto medio
de vida”, podemos concentrarnos en actuar sabiendo que de
esto vendrá el dinero y de él las circunstancias deseables; pe-
ro, como todo esto está motivado por el deseo, es tremenda-
mente difícil evitar que el deseo se transforme en espera.
Porque, inevitablemente, la consecuencia es posterior a
la acción, por más recta y limpia que sea ésta. Si actuamos
para producir consecuencias futuras, permanentemente la
corriente del deseo lanzará sus tentáculos hacia el futuro,
encenderá el interruptor de la espera, y su calor perturbará,
tensionará, recalentará y desestabilizará nuestro estado inte-
rior. Y, una vez más, la aspiración a vivir mejor habrá empeo-
rado nuestra vida.
74
Conclusión: elegimos (o pusimos en marcha sin querer)
el método equivocado.
¿Cómo trabajar por un futuro mejor sin esperarlo?
El primer paso será no olvidar la diferencia entre deseo y
espera. Permitámonos desear pero no nos permitamos espe-
rar. “Cambiemos de canal” ni bien comienza en nosotros un
proceso de espera.
El deseo es emocional, y va dirigido a ciertas cosas
deseables “en general”, presentes y/o futuras. Cuando inter-
viene la mente concreta, con sus diseños detallados y planes
a determinado plazo, el deseo, si se abraza y asocia a esos
proyectos, da comienzo al proceso mental-emocional de la
espera.
Los proyectos son buenos si se los genera para trabajar,
para saber cómo encarar las cosas; pero son nocivos si se los
hace para paladear metas por anticipado.
Si más o menos sabemos lo que deseamos, pongámonos
a trabajar sin llenarnos la mente de imágenes, objetos, plazos
y demás causas de desgarramientos internos.
Ahora bien: si en el trabajo reside siempre la relación
presente-futuro, siembra-cosecha, esfuerzo-beneficio ¿cómo
mantener la mente siempre en una mitad y nunca en la otra,
que precisamente fue el motor que originó nuestra acción?
La gran dificultad nace de que la mente siempre se mue-
ve. Cuando está creando, aprendiendo, produciendo, y tam-
bién cuando deja de hacerlo.
Por lo tanto, la solución es tomar el control de los “ratos
libres”.
Ninguna ocupación requiere que la mente esté ocupada
en todo momento en crear o en aprender. Si hubiera una
ocupación así, necesitaríamos de todos modos interrupciones
para descansar, y en éstas, como en las horas o días “libres”,
seguiría presente el problema de a qué dedicar el pensamien-
to.
Si, por ejemplo, atendemos un local comercial (cada uno
podrá adecuar el ejemplo a su ocupación), será provechoso
estudiar, planificar, disponer todo del mejor modo para
75
brindar el mejor servicio y obtener con ello el mejor benefi-
cio. Si somos fieles a nuestro objetivo, nuestra mente se con-
centrará en cómo hacer todo mejor. Así y todo, el número de
horas en que esté concentrándose, estudiando, sembrando,
no será el total de las horas de ocupación cronológica en esta
tarea, en la que se suele “esperar” que vengan los comprado-
res.
Entonces ¿qué hará la mente?
Para cerrarle el camino a ocupaciones dañinas, debemos
grabarle la consigna que trabajar en un puesto de venta no
consiste en “esperar” compradores. Por más que lo deseemos
y hayamos hecho todo lo posible para que sea así, ocurrirá
como resultado del trabajar bien y no del esperar.
Ningún trabajo de atención al público (más bien ninguno
en general) consiste en esperar.
Terminantemente debemos dejar de esperar, tanto en el
trabajo como en el descanso, e incluso cuando nos toca per-
manecer en una “sala de espera”.
Lo que necesitamos hacer en un puesto de venta es estar
disponibles para cumplir nuestra función cuando seamos
requeridos. Si viene alguien a comprar, bastará con que es-
temos. No es necesario que esperemos.
La diferencia entre estar disponible y esperar radica en
qué están haciendo la mente y el sentimiento.
Esperar, lanzar la emoción hacia fuera de nosotros gene-
rando una tensión que sólo se calmará “después”, al abrazar
el hecho que ocurrirá (o puede no ocurrir) no sirve para ga-
nar dinero ni para ninguna otra cosa, excepto para sufrir. Y la
actitud de esperar, como ocurre con otras actividades perju-
diciales, puede generar una adicción o vicio del que sea terri-
blemente difícil librarse. Las emociones pueden sentirse
desorientadas ante la quietud, generar angustia que sólo po-
drá canalizarse esperando otro suceso deseable, y así conti-
nuar indefinidamente hasta que salgamos de ese círculo vi-
cioso, o de nuestra existencia.
Pues bien, si debemos cumplir ciertas horas de trabajo
estando en un lugar sin necesidad (ni posibilidad) de llenar-
76
las totalmente de concentración creativa en nuestros objeti-
vos, ¿qué hará nuestra mente ante ese vacío que no podemos
llenar con sueño, diversiones ni satisfacciones que requeri-
rían cambiar de lugar?
Como estamos allí motivados por el deseo de ganar dine-
ro, es muy posible que esto se traduzca en un estado de espe-
ra, que casi sin darnos cuenta hayamos ido allí con un pre-
cálculo de cuánto íbamos a vender. Y desear una determina-
da cifra en un determinado plazo es esperar.
Si el deseo (por la adición de cifras, plazos y otros deta-
lles imaginables) se transformó en espera, sufriremos ante
cada indicio de que la realidad no coincida con el esquema
supuesto.
Cabe destacar que los resultados indeseables merecen
nuestra atención a fin de concentrarnos en cómo producir
resultados mejores.
Si hacemos esto estaremos trabajando.
Todo lo que se haga para mejorar resultados es parte del
trabajo. Lo que se hace para abrazar y paladear supuestos
resultados no es ni más ni menos que espera.
De modo que, retomando el ejemplo, nos encontramos
cumpliendo un horario de atención, ocupando parte de este
horario en trabajos “de siembra” con el objetivo de mejorar
los resultados, y ante otros períodos de tiempo en que sólo
debemos “estar” con la finalidad de atender y vender (y con
el deseo inobjetable de llenar ese tiempo vendiendo y reci-
biendo el beneficio que motivó lo que hacemos).
Si ese tiempo no se llena con la entrada de clientes, se
transforma en “tiempo vacío”; peor aun: en un vacío contra-
riante de nuestro deseo. Habíamos ido allí para otra cosa,
deseábamos otra cosa. ¿Qué hacemos entonces?
El primer paso, básico e imprescindible, es aclararnos a
nosotros mismos si elegimos o no elegimos estar allí.
Si por problemas de rendimiento, o por conflictos inter-
nos de orden vocacional, decidiéramos cambiar de actividad
(no soñando sino iniciando otra actividad realmente concre-
table), debemos poner en marcha ese cambio. Y si este no es
77
posible ya, proseguir nuestro trabajo actual hasta el último
día con la mente limpia, sin esperar.
Si eligiéramos cambiar, nos encontraríamos con que en
todas las actividades existe la relación esfuerzo-resultado,
presente-futuro, y, con ella, el riesgo de ponerse a esperar.
Si concluimos en que nos conviene proseguir en nuestro
puesto, debemos mirar de frente, valientemente, atentamen-
te, ese “tiempo vacío”.
Comencemos por aclararnos: ¿por qué ese tiempo está
vacío?
Con diversas diferencias de matices, la respuesta será
más o menos la siguiente: 1) Por decisión propia: fuimos allí
para atender, vender y ganar, y, por más que soñemos con
otras cifras de ganancia, la decisión de estar allí significa que
aceptamos, que vale la pena estar aunque no obtengamos
todo lo soñado. Al ocupar esas horas estando allí desechamos
otras actividades, otras circunstancias tal vez deseables que
canjeamos voluntariamente por las que obtendremos como
fruto de nuestro trabajo. Y 2) Ese tiempo está vacío por cir-
cunstancias externas: no ingresa tanta gente como para lle-
nar cada hora o cada minuto.
Teniendo claros ambos factores, sabremos que decidi-
mos, aceptamos, ir allí porque nos conviene, y que en esa lu-
cha por lo deseado debemos enfrentarnos con momentos in-
deseablemente vacíos.
Entonces ¿qué hará nuestra mente en esos momentos?
Lo más natural es que tienda a “llamar” circunstancias
deseables, y caiga en el estado de espera o de deseo insatisfe-
cho, al desear cosas que no dependen de nosotros (porque
dependen de la voluntad ajena o no son momentáneamente
alcanzables) o cosas que dependen de nosotros pero las des-
plazamos hacia otro momento para estar allí trabajando.
Nuestra mente es como una locomotora incapaz de dete-
nerse. Nosotros, con nuestro discernimiento, nuestra facul-
tad de elegir y determinar, podemos mover dispositivos para
hacerle tomar distintos carriles.
Debemos enterarnos de que en algunos carriles, como el
78
de la espera, el aburrimiento, la queja o el fantaseo, le aguar-
dan distintos tipos de catástrofe.
No podemos detener su marcha; pero podemos elegir por
dónde encaminarla.
Cada vez que vemos que nuestra locomotora se encamina
a los carriles identificados como indeseables, imaginémonos
“haciendo un cambio” y llevándola por carriles que acepta-
mos como sanos y convenientes.
Los carriles mentales son más elásticos que los de acero,
y los “desvíos” no están en puntos muy fijos, pero siempre
hay un punto donde la marcha es incontrolable, y nos mete-
mos de lleno en la catástrofe del sufrimiento.
Con un poco de ejercicio podemos acostumbrarnos a en-
carrilar nuestra mente a tiempo, y luego puede resultar más
fácil que al principio.
El punto de partida es tener claro cuál es nuestra situa-
ción y qué decidimos ante ella.
Vemos en el mundo personas muy “desbocadas” o “des-
carriladas”, que sufren en gran medida y dan la sensación
que ni ellas mismas ni nadie puede controlarlas, y otras per-
sonas que “se mantienen en sus carriles”, que “tienen las
riendas” de su pensamiento. Estas últimas aplican una sola y
única fórmula: prestar atención a su vida y actuar para mejo-
rarla.
Conociendo el problema y el recurso para evitarlo, nos
queda identificar claramente los carriles peligrosos, conocer
todas sus características para “desviar la máquina” apenas
los identifiquemos, apenas vislumbremos que ingresamos a
caminos que pueden desembocar en catástrofes.
Podemos esbozar una lista (adaptable a cualquier tipo de
trabajo y por qué no al ocio) de carriles mentales a los que
conviene decirles no:
Aferrarse mental y emocionalmente a actividades que no
pueden realizarse en el presente.
Se pueden planificar, pero no paladear intentando satis-
facerse con la imaginación.
79
Desear que pase el tiempo.
Este deseo jamás modifica el transcurso del tiempo: sólo
nos estropea el presente.
Lanzar hacia fuera la corriente (tentáculos, brazos, lazo) del
deseo para “provocar” sucesos deseados.
Imaginar en concreto lo que deseamos y esperarlo.
“Hacer fuerza” para que suceda aunque sabemos que no de-
pende de nosotros.
“Tener los brazos abiertos” para abrazar “eso” que desea-
mos que suceda.
Desear que no suceda algo.
Pensar o hablar en primera persona del subjuntivo presen-
te.
¿Por qué decimos que existen malas palabras? Gene-
ralmente porque revelan malos sentimientos o malos pensa-
mientos, y por la vía de no decirlas se intenta que mejoren
nuestras costumbres mentales.
Conviene convencerse de que las expresiones en primera
persona del modo subjuntivo (si pudiera, si hubiera, quisiera,
etc.) son malas palabras; porque expresan lamentaciones o
referencias a una situación que no es la que realmente vivi-
mos. No lo son cuando se refieren al futuro o cuando el suje-
to no es uno mismo (si alguien hiciera tal cosa, yo responde-
ría de tal manera); porque expresan prevención o planifica-
ción.
Usar los números como fuente de satisfacción.
Si hay circunstancias deseables y éstas dependen del di-
nero, se supone que más dinero nos dará más satisfacción.
80
Esto puede llevarnos a buscar satisfacción contando el dinero
ganado o por ganar. Si hacemos esto, es porque caímos en la
trampa mental de esperar una determinada cantidad en un
determinado plazo, expectativa nunca útil y siempre perjudi-
cial. Contar el dinero, o calcular, es útil solamente para to-
mar decisiones; para elegir el mejor modo de administrarlo o
de mejorar resultados. Si lo hacemos para satisfacernos (o
para sufrir por lo que “nos falta”), creamos una causa de ten-
sión o turbulencia interior. No existe una cantidad que nos
hará sentir “ya está”. Es beneficioso ganar lo más que poda-
mos y vivir lo mejor que podamos con lo disponible. Ir más
allá de esto y pensar de más nos llevará a sufrir. Cabe recor-
dar que hacemos lo mismo respecto al tiempo (cuánto falta
para la hora o el día de tal o cual suceso deseado). También
en este terreno, cuando los números no son los esperados,
sufrimos. Incluso antes de “hacer números” comenzamos a
angustiarnos ante la posibilidad de que no sean los que espe-
ramos. Generalmente la “cifra esperada” no es tan decisiva
para nuestra vida. Una cifra mayor será útil (sin por ello dar-
nos la felicidad absoluta) y una cifra menor no significará
nuestro fin. Si los cálculos sobre dinero o tiempo no tienen
por fin tomar una determinación, son un juego morboso que
siempre tensiona y empeora nuestro ánimo. Es recomenda-
ble comprometerse, en nombre de la salud y de la felicidad
buscada, a no hacer números si no es para decidir.
Agredir emocionalmente las propias decisiones.
Esto sucede cuando lanzamos todo nuestro disgusto por
estar en un lugar cumpliendo un horario, cuando “hacemos
fuerza” por no estar allí, luego de que conscientemente deci-
dimos que, aunque deseemos hacer otras cosas, vale la pena
dejarlas para después y permanecer en el puesto de trabajo.
Si decidimos, si nos conviene estar en un lugar, si no hay
motivos suficientes para cambiar nuestra elección, toda
fuerza en contrario es inútil y perturbadora. Debemos evitar
o reducir los desajustes entre distintas partes de nosotros;
armonizarnos.
81
“Empujar” los hechos externos con el sentimiento.
Todo lo que queramos cambiar en el mundo debemos lo-
grarlo con nuestra acción. El sentimiento debe empujarnos
interiormente para movernos a actuar; pero no puede salir
de nosotros para empujar los sucesos. Y todo intento de algo
que no se puede es sufrimiento.
Confundir rápido con apurado.
Cuando hay una urgencia se requiere rapidez, y ésta es
una manera de ejecutar las cosas. No hay que dejar que la
rapidez en la ejecución se traduzca en una aceleración de la
emoción. No hace falta estar apurado, nervioso, angustiado;
más aun, en ese estado obstruiremos nuestras capacidades y
perderemos eficiencia y rapidez. La rapidez no se logra em-
pujándose a sí mismo con el sentimiento, sino más bien des-
obstruyendo la acción, tanto en lo físico como en lo mental.
Es necesario impedir la entrada de obstrucciones emociona-
les o mentales, como, por ejemplo, la de ponerse a medir si
llegamos a tiempo o tarde, a calcular “qué pasará” o a angus-
tiarse por la situación y sus posibles derivaciones. Si en nues-
tra mente sólo existe lo que estamos haciendo, esto se hará
más rápido y mejor, nos libraremos de todas las variantes del
sentimiento de espera y podremos sentirnos bien aun en
medio de la vorágine de las complicaciones externas.
Enumerar males sin ninguna referencia a soluciones.
El que piensa en los hechos indeseables que ocurrieron,
ocurren u ocurrirán, en las malas personas y sus malas ac-
ciones, y en todo lo que “no debería” estar en el mundo; pero
no se dedica ni por un instante a buscarle solución, en reali-
dad está apegado al mal, ya sea porque no pudo encontrar la
vía para vivir bien y eligió el cómodo camino de sentirse víc-
tima sin la menor aspiración a dejar de serlo, o bien exagera
la dimensión y presencia del mal para luego hacer cosas
“malas” sin ser culpado; y no faltará quien pinte a todos co-
mo “malos” para aparecer como bueno por simple contraste,
82
sin más mérito que el de hablar. La concentración en los ma-
les no hace más que contaminar, envenenar nuestras emo-
ciones, incapacitarnos para los sentimientos superiores y
hasta para la simple tranquilidad. Para transitar por el ca-
mino de una vida sana en todo sentido, nunca nuestro enfo-
que mental a lo malo debe tener otro fin que la prevención o
la solución.
Proseguir discusiones desagradables en la imaginación.
Esto tendría sentido hasta cierto punto si fuera para pre-
parar respuestas en caso de tratarse de discusiones posibles.
Si no es así, hay que cambiar de carril y decirse “ya me fui de
ese camino”.
Intentar eliminar la incertidumbre “abrazando” un hecho
futuro y “trayéndolo” al presente.
Esto es imposible. Sólo podemos producir los hechos, y
con nuestro trabajo presente, a la velocidad que las circuns-
tancias permitan. Si hay cierta incertidumbre sobre “qué
ocurrirá”, aprendamos a convivir con ella sin prestarle de-
masiada atención, como a todo lo inevitable. Sólo tiene utili-
dad concentrarnos en lo que hacemos.
Lamentarse, enfurecerse, impacientarse, perturbarse por lo
que no se puede ya mismo.
Imaginar la realidad como “podría haber sido” y sufrir
porque no fue o no es así.
Aburrirse.
Ser consciente de que se está en una situación indeseable
o insulsa y mantener todo igual, sin cambios externos, que a
veces no son posibles, ni internos, que siempre lo son.
“Suspender la vida”, con todos sus buenos momentos y acti-
vidades posibles, hasta cuando comience una circunstancia
deseada.
83
“Estar pendiente”, aferrarse a lo que aún no existe; no
sentir nada respecto al presente, y sólo sentir respecto a algo
que puede llegar o no, y que en caso de no llegar nos desga-
rraría interiormente. La culpa de semejante desastre sería
exclusivamente nuestra, por habernos “colgado” de algo que
corría peligro de esfumarse.
Estos son en líneas generales los carriles por los que
nuestra mente se encaminaría a una catástrofe.
Ahora bien, si los llamados “ratos libres” no pueden ser
ocupados por esas actividades nocivas, y la mente (como la
locomotora del ejemplo que no podía detenerse) no puede
permanecer en silencio, ¿Qué pensamos, qué hacemos en
todo ese tempo libre?
La solución, que precisamente nos preservará como un
antídoto contra la entrada del pensamiento en carriles noci-
vos, consiste en tener siempre a mano actividades construc-
tivas o inofensivas, para iniciarlas ni bien dejemos atrás los
momentos ocupados física o intelectualmente por nuestras
tareas.
Como en los tiempos en que la mejor defensa ante los su-
jetos peligrosos era llevar un arma lista para “salir”, teniendo
actividades sanas a las que echar mano antes de que se nos
vengan encima las nocivas mantendremos la salud de nues-
tra mente.
Esto no significa que debamos “cargar” la totalidad de
nuestro tiempo con pesadas tareas que lo conviertan en
“tiempo indeseable”. El entretenimiento no evasivo, el des-
canso, el no pensar en nada ni perseguir nada, entran en el
área de las actividades sanas. Si luego de ocupar la mente en
tareas o estudios necesitamos “no hacer nada” por un rato,
eso será sano y reconfortante, teniendo en cuenta que no
existe en realidad ese “no hacer nada”: la mente no pasa mu-
cho tiempo sin volver a arrojarse sobre algún tema; y en ese
caso deberemos vigilarla para impedirle cualquier ingreso a
un carril nocivo. Pero ¿hacia dónde será aceptable encarrilar-
la?
84
Hay infinidad de actividades constructivas o, por lo me-
nos, inocuas. Muchas veces, el descanso o el entretenimiento
son lo más constructivo o re-constructivo; porque limpian
nuestras facultades, dándonos un poder tal vez no alcanzable
por la vía del pensar.
Si cuando no tenemos algo específico que hacer en lo que
llamamos “tareas”, disponemos siempre de material de estu-
dio, de contacto con obras de arte o de medios de entreteni-
miento (que no es una actividad inútil cuando evita la entra-
da en nuestro ámbito mental de los “verdaderos enemigos”),
o estamos dispuestos a observarnos a nosotros mismos o al
mundo que nos rodea, generaremos en nosotros la costum-
bre de “vivir bien”, y eso será el mejor anticuerpo ante cual-
quier pensamiento estresante o destructivo.
“Vivir bien” puede entenderse en dos sentidos:
1: Habitar en medio de buenas circunstancias.
2: Sentir, pensar, elegir y actuar bien.
Ambas maneras de entender el concepto son verdaderas
y complementarias; pero el propio estado interior, la propia
determinación, es la base indispensable.
Las circunstancias “buenas” pueden agregar algo si existe
algo sobre lo cual agregarlo.
No hay bienestar por las circunstancias en las personas
incapaces de sentir, pensar o elegir bien.
De modo que si queremos vivir bien empecemos a hacer-
lo ya.
Tal vez deseemos hechos y circunstancias que sólo se
plasmarán más adelante; pero “vivir bien” es ante todo y
fundamentalmente un modo de actuar, y secundaria, ane-
xamente, vivir en medio de circunstancias deseables. Si
deseamos determinadas circunstancias, trabajemos ahora
por ellas. Eso será ya vivir bien. Si nuestro trabajo dará fruto
dentro de cierto tiempo, no pasemos ese tiempo esperando,
porque eso es vivir mal en el sentido fundamental de la pa-
labra: pasemos ese tiempo viviendo. Aprovechémoslo; por-
que cada segundo es una parte irrecuperable del tiempo de
que disponemos en este mundo.
85
El ideal de vivir bien requiere que nos dediquemos a vivir
bien. No hay otro camino.
Para saber si estamos cumpliendo con esto que tanto
queremos o decimos querer, es necesario que, en cada oca-
sión en que sintamos que “algo” no coincide con lo que supo-
nemos nuestra vida soñada, nos preguntemos “¿estoy vivien-
do bien este momento?”.
Esta debe ser una y otra vez nuestra pregunta testigo. Y si
nos respondemos que no, corrijamos la situación inmedia-
tamente, no cuando alcancemos tal o cual circunstancia, sino
ya; porque vivir bien es un modo de actuar, y para eso no
necesitamos ningún plazo ni ninguna condición exterior.
Se sobreentiende, si somos fieles de verdad a lo que diji-
mos, que vivir bien es hacer, pensar, elegir, sentir lo mejor
posible en las circunstancias en que se esté.
Podemos permitirnos desear cosas que hoy no tenemos,
porque eso no nos impide vivir bien. Pero no podemos per-
mitirnos vivir esperándolas, porque eso es una acción interna
(dependiente hoy y siempre de nosotros) que quiebra frontal
y básicamente la acción de vivir bien.
De modo que, cuando estemos construyendo el futuro
deseado, cuando estemos aprendiendo, “no haciendo nada” o
entreteniéndonos (no para “matar el tiempo” sino para dis-
frutar de lo que hacemos), dediquémonos a vivir, y hagámos-
lo, como naturalmente se hace todo aquello en lo que se pone
dedicación, lo mejor posible.
Si no lo hacemos, y nuestra vida se convierte en una vida
indeseable, será una falla nuestra (aunque siempre repara-
ble) y no habrá ninguna culpa que echarle al mundo.
Vivir bien consiste en estar haciendo en todo momento
algo que elegimos hacer.
87
¿Qué hacer con los defectos ajenos?
Una obra de Jean Paul Sartre lleva por título “El infierno
son los otros”, sugiriendo que la mayor parte de nuestros
disgustos no son provocados por el mundo ni por las cosas,
sino por el contacto con el resto de la gente.
Hay en ese resto de la gente quienes tienen defectos simi-
lares a los nuestros, pero en ellos los aceptamos mucho me-
nos, y hay quienes van mucho más allá, mostrando actitudes
y conductas que detonan nuestra más incontrolable repug-
nancia.
Quien procure la no-infelicidad no puede pasar por alto
este tema, ya que se trata de un grueso caudal de molestias
generado por un factor que no depende de nosotros, o de-
pende en una ínfima medida.
Por un lado, los defectos ajenos nos provocan un estado
interior que de por sí es un mal. Por otro, ese malestar em-
peora nuestro modo de relacionarnos con la gente, y produce
más y más efectos indeseados cuando ella recibe de nosotros
un trato nada aproximado a lo ideal o conveniente.
En esta área también será extremadamente difícil tener
control sobre nuestras emociones; pero tal vez no lo sea tanto
esclarecernos las ideas y el modo de mirar a toda la gente que
no es como nos gustaría que fuese.
En primer lugar, reiterémonos la imposición de no pre-
suponer que las cosas, y las personas, van a ser en todos los
88
casos como tendríamos ganas. Más bien estemos convenci-
dos de que en cualquier momento alguien hará algo que nos
caerá mal.
¿Qué ocurrirá entonces?
Hay varias posibilidades, algunas más graves que otras,
que debemos desterrar:
1) Atormentarnos pasivamente (“tragarnos” el disgusto).
2) Lanzar un “mazazo” emocional contra la persona o, en
el mejor de los casos, contra su defecto, con la intención de
que ella reciba concientemente nuestro golpe. No pocas veces
este impulso se traslada a una agresión física.
3) Perturbarnos emocionalmente, de modo que ni aun
intentando ser imparciales en el trato nuestra alteración deje
de percibirse (con la inevitable consecuencia del empeora-
miento de las relaciones).
4) “Emitir antipatía”. Versión atenuada, pero no menos
dañina, del caso anterior.
¿Qué nos queda entonces? Nos queda la posibilidad más
difícil, que debemos generar y modelar con esfuerzo, porque
sólo en los santos existe espontáneamente: comprender que
el otro no tiene por qué ser perfecto hoy, y ni siquiera tiene
que ser tan bueno como nosotros (incluso habrá seres mejo-
res que nosotros que nos caerán mal porque no los compren-
deremos).
Con las personas, como con los sucesos, corremos el
riesgo de vivir envueltos en una fantasía optimista, en la cual
presuponemos que todo va a ocurrir como tenemos ganas de
que ocurra. La consecuencia de esto es que luego nos parece
un golpe, una “mala noticia”, el descubrimiento de que las
cosas no eran así.
No es que haya habido una “mala noticia”: hubo una ma-
la evaluación, una mala imagen de cómo era la realidad.
89
Nuestros deseos deben cumplir la función de actuar so-
bre la realidad exterior para mejorarla, y no la de actuar so-
bre nuestra representación interna para “satisfacernos” con
la creencia de que se convertirán indefectiblemente en reali-
dad.
Sólo así evitaremos el sufrimiento del que exige dema-
siado al mundo exterior y luego vive “descubriendo” que éste
no obedece a sus deseos.
Si habitamos la realidad convencidos de que ésta no
coincide ni está obligada a coincidir con nuestros deseos,
nos libraremos de enormes disgustos y repugnancias.
Si sabemos que todos los seres están el algún punto del
tránsito desde la absoluta inconciencia hasta la absoluta con-
ciencia, ningún acto humano nos producirá más conmoción
que ver que los objetos producen sombra o caen hacia abajo.
Cada vez que se presenta en nuestra existencia el trato
con otra persona cabe la posibilidad de que ésta revele carac-
terísticas que no nos gusten.
No debemos tomar el hecho de que no nos gusten como
un mal en sí mismo ni tampoco como un defecto nuestro:
aspirar a que existan belleza, justicia y sabiduría en todos los
seres puede ser una virtud; pero es un defecto no estar pre-
parados para encontrarnos con otra cosa, es un defecto exi-
gir inmediatamente lo que sólo puede ocurrir a largo plazo y
tal vez ni tengamos derecho a exigir.
Suele decirse que es injusto exigir a los demás más de lo
que nos exigimos a nosotros mismos. Esto debe extenderse:
también es injusto exigirles lo mismo, y hasta puede ser in-
justo exigirles menos. Por la sencilla razón de que nosotros
estamos en nuestras propias manos, nosotros nos pertene-
cemos, y los demás no nos pertenecen.
Los demás están obligados con la sociedad en general en
la medida en que lo exijan las leyes, y con nosotros en parti-
cular en la medida en que se comprometan voluntariamen-
te.
Podemos exigirle a otro que no robe, que no fume donde
está prohibido, que pague lo que le entregamos o que entre-
90
gue lo que le pagamos. No podemos exigirle que tenga linda
cara y sentimientos nobles, que ame lo mismo que nosotros
amamos, que sea sabio ni que actúe virtuosamente ante cada
circunstancia.
Si alguna creencia metafísica nos dice que todo ser tiene
obligaciones para consigo mismo, para con Dios o para con el
universo, esto no significa necesariamente que seamos noso-
tros los encargados de hacérselas cumplir.
Como las faltas para con la sociedad las juzgan jueces de-
signados de acuerdo a la ley, las faltas para con el orden cós-
mico serán tratadas por otras fuerzas, naturales o sobrenatu-
rales, que nadie puso en ningún momento bajo nuestra ju-
risdicción.
Esta idea puede hacer que nos preguntemos ¿Pero...
realmente no tenemos nada que ver? ¿No estaremos elu-
diendo alguna responsabilidad si dejamos que el mal avance
libre y alegremente?
La respuesta es que por supuesto tenemos algo que ver y
que hacer. Nuestra respuesta ante “lo malo” debe ser la del
guerrero que cuida una frontera y rechaza una invasión; pero
nunca la del invasor que se mete en terreno ajeno a modificar
la vida del vecino de acuerdo al ideal propio; ni siquiera
cuando estemos totalmente seguros de que nuestro ideal es
mejor que el suyo.
Nuestra actitud ante los defectos ajenos debe centrarse
en no asociarnos con ellos, no ayudarlos a crecer, no permi-
tirles que avancen sobre nuestros derechos particulares o
sociales, en dar un ejemplo distinto (aunque “el otro” no se
interese en mirarlo), exponer nuestras ideas (ante quien esté
dispuesto a escucharlas), y todo lo que signifique actuar bien
nosotros; pero nunca invadir ni violentar a otra persona para
extirparle sus defectos; aunque estemos convencidos de que
nosotros la manejaríamos mejor de lo que se maneja ella
misma. Todo esto porque cada uno se pertenece a sí mismo,
y su vida está librada a su propia capacidad.
Tal vez contribuyamos al bien del otro si aumentamos su
capacidad; pero no como quien repara una máquina, sino
91
como quien facilita un alimento para que el otro lo tome por
su propia decisión.
Como existe la soberanía de las naciones, existe la sobe-
ranía de los individuos, y debemos actuar con ésta como con
aquélla: es bueno defender las propias fronteras ante posi-
bles abusos; es bueno enviar visitantes, emisarios o asesores
a quien nos lo solicite o esté dispuesto a recibirlos; no es
bueno invadir a otro con vista a nuestro bien y ni siquiera
suponiendo que le haríamos un bien a él; no es bueno sufrir
porque el país de al lado tenga otras costumbres, otras creen-
cias, otro modo de tomarse la vida, siempre que no pase a
nuestro territorio lo que no queramos dejar pasar.
Nuestro tan comentado ideal de no esperar incluye no
esperar acciones ni actitudes de las personas.
Podemos convivir con las personas “defectuosas” sin
alentar sus defectos y sin pretender borrarlos de inmediato.
Estando atentos para que no nos tomen desprevenidos los
intentos de abuso ni los actos repulsivos de otras personas.
En síntesis, presenciar el espectáculo de los defectos aje-
nos sin disgustarnos, sin creer que se trata de un error del
plan cósmico.
Y si no pudiéramos evitar cierta perturbación emocional
(que siempre nace de esperar otra cosa), evitemos la pertur-
bación de nuestro pensamiento o de nuestra respuesta ante
el caso.
Nuestros dos ideales más frecuentes, el de ser felices y el
de hacer un mundo mejor, se verán igualmente fortalecidos
si ante cualquier conducta humana permanecemos en estado
de serenidad, de limpieza emocional, de satisfacción por la
simple adhesión interna a lo que sentimos como bueno, de
amor a la vida y de aspiración al bien, la verdad y la belleza.
Esto no nos impedirá responder con firmeza ante toda incur-
sión del mal en el territorio a nuestro cuidado. Más aun: nos
permitirá combatir al mal sin alimentarlo ni multiplicarlo
con ningún tipo de desorden aportado por nosotros mismos.
Todo esto nos permitirá actuar contra los males y no
contra las personas que momentáneamente (y a causa de
92
que su experiencia no les mostró bienes mayores) los llevan a
cabo.
Cualquier oscuridad, negligencia o violencia que haya en
un alma humana terminará resolviéndose mediante el con-
tacto con la realidad, que a la fuerza acaba enseñando todo
lo que hace falta aprender.
Respecto a los defectos de otro, nosotros somos sólo una
parte de la realidad. Podemos contribuir a que alguien su-
pere sus deficiencias si damos la respuesta adecuada cuando
ese alguien se relacione con nosotros. Esta respuesta no po-
demos eludirla porque una respuesta inadecuada alimenta-
ría el crecimiento del mal. Pero aun actuando del mejor mo-
do, sepamos que somos sólo una parte de esa realidad que le
enseñará en quién sabe cuánto tiempo.
De modo que no hay ningún motivo serio para que, en
caso de que alguien “malo” se cruce en nuestro camino y siga
siendo tan malo como antes de cruzarse, suframos como si
hubiera habido un terrible error de Dios, y como si nosotros
no hubiéramos podido corregir eso en lo que Dios falló.
Si nos atormentan los defectos ajenos, es en general por
dos razones:
1) Pedimos demasiado a la realidad y a la gente, preten-
diendo vivir rodeados de belleza y virtud al 100%.
2) No respondimos del modo adecuado ante los defectos
ajenos, por falta de preparación, reflexión o autocontrol.
Ya se trate de una como de la otra razón, la responsabili-
dad de resolver la situación es nuestra. Y la única solución
será ser mejores nosotros.
Cada vez que nos encontremos con alguien que nos dis-
gusta repitámonos lo que ya comprendimos o creímos com-
prender: la ignorancia, la oscuridad de la conciencia, es un
componente básico, una “regla de juego” de este universo.
Es un trasfondo que genera sufrimiento y con él la aspiración
a trascenderlo; pero no es una monstruosidad, un error
cósmico que deba odiarse, más aun cuando nosotros mismos
somos una determinada combinación de luz y oscuridad. Y si
otro ser se nos aparece como “peor”, es sólo porque eliminó
93
menos oscuridad que nosotros, y la causa de sus defectos es
algo de lo que tal vez nos libramos un poco más que él pero
no está ausente en nuestro interior: la ignorancia el “velo”
metafísico presente el la diagramación inicial del universo.
De la oscuridad inicial surge el impulso a la vida, de ahí
los instintos y después la inteligencia. Es perfectamente na-
tural que los instintos, al chocar contra la realidad, generen
impulsos destructivos o indeseables. También es natural que
los instintos y aspiraciones individuales no encajen ni armo-
nicen desde el primer paso con el invento humano de la civi-
lización. Aunque la civilización ofrezca mejores posibilidades
de vida que los impulsos irreflexivos y egoístas, eso debe ser
aprendido, a veces muy lentamente, por cada alma humana.
La civilización es un nuevo modo de encarar la vida
(nunca olvidemos lo de nuevo), una vanguardia creada no
sin esfuerzos ni errores por el espíritu humano en su bús-
queda de felicidad.
Es un error catalogar a la vida civilizada como “normal”,
y a quien no la practica bien como “anormal” o “degenerado”.
La civilización es un paso adelante, un terreno reciente-
mente abierto al que poco a poco vamos adaptando nuestra
manera de andar.
El que lo haga menos virtuosamente que nosotros no es
un “monstruo”, no es una falla de la naturaleza que si no me-
dia nuestra intervención destruirá al universo como en las
historietas: es ni más ni menos que un ser de nuestra misma
naturaleza que por el momento no acertó en su modo de en-
carar la vida, y tal vez no tenga problemas con “la vida” en sí,
sino con la vida civilizada, que alguien inventó antes de que
él naciera y ahora lo obliga a formar parte de ella.
Incluso es conveniente, cada vez que alguien nos disgus-
ta, preguntarnos si ese alguien es verdaderamente “peor” o si
sólo ocurre que camina con otro estilo, y tal vez tengamos
algo que aprender de él.
Tal vez cada defecto humano deba ser un incentivo para
reflexionar sobre sus causas, de modo que comprendamos
mejor el mundo interior del hombre, incluyendo sus conflic-
94
tos, y extraigamos provechosas consecuencias para nuestra
vida individual y social.
Todo esto, o su síntesis, su espíritu, su sentimiento, debe
encenderse en nosotros y transformarse en un estado de
ánimo cuando aparezca alguien cuya cara no nos guste o cu-
yos actos nos repugnen.
Tal vez esa repugnancia sea una virtud, un indicador de
que percibimos el verdadero bien e identificamos de inme-
diato toda discordancia con él. Pero nuestra respuesta ante
“lo malo” no debe ser motorizada por nuestra repugnancia,
sino por nuestra comprensión, nuestra aspiración al bien y
nuestra intención de hacer un mundo mejor, objetivo que
sólo lograremos educando sin violentar el alma ajena. ¿Y por
qué no sin violentar la nuestra?
95
¿Con qué llenamos nuestra vida?
Desde que empezamos a mirar nuestros sentimientos y
nuestra existencia, o aun sin siquiera mirarlos, nos encon-
tramos aspirando a “algo” que no sabemos bien de qué po-
dría tratarse; pero presentimos que calmará esa permanente
sensación de “vida incompleta”, de que “nos falta algo”, de
que debemos y necesitamos “vivir mejor”, de que no estamos
viviendo todo lo “bien” que podríamos vivir ni siendo todo lo
felices que podríamos ser.
Esto ha llenado miles de páginas y otras tantas horas de
ocupación mental de los hombres en busca de “eso” que al-
guna vez comenzamos a llamar felicidad.
Además de “eso” desconocido a que aspira nuestra
igualmente desconocida naturaleza esencial, existen los re-
querimientos más evidentes de nuestra naturaleza biológica:
alimento, morada, seguridad, contacto sexual, salud, como-
didad, etc. Esto último conforma buena parte de lo necesario
o deseable, y para algunos aparece como la totalidad de lo
que se necesita, por lo que buscan en ello la satisfacción ab-
soluta.
Dejando de lado la polémica entre una y otra concepción
de la vida, queda presente una situación de deseo insatisfe-
cho que, nadie puede negarlo, se yergue como la gran prota-
gonista de nuestra existencia.
Esto nos lleva a un punto fundamental cuando nos plan-
96
teamos vivir bien: la necesidad de aclararnos a nosotros
mismos a qué dedicamos nuestro tiempo, que es lo mismo
que decir a qué dedicamos nuestra vida, a qué nos dedica-
mos.
De eso, de a qué nos dediquemos, dependerá en su ma-
yor medida, si no la felicidad absoluta, la diferencia entre vi-
vir bien y vivir mal.
Es evidente que, pensándolo o no, e incluso antes de la
edad de pensar, nos dedicamos básicamente a intentar sa-
tisfacer deseos.
De modo que, antes de poseer imaginación para compli-
carla más, llenamos nuestra vida con tres actividades: 1) lu-
char por lo deseado, 2) tomar lo deseado y 3) descansar de
las dos primeras ocupaciones.
Después, las capacidades de nuestra mente, y nuestra
creciente interrelación con la sociedad, van agregando otras
posibilidades, unas que mejoran la vida y otras que la em-
peoran.
Allí, cuando poseemos capacidad para “algo más” que la
vida de los animales o la de los niños, aparece la posibilidad
de arruinarnos la vida o de tomarla en nuestras manos pa-
ra ordenarla y, aun sin alcanzar la felicidad absoluta, vivir
mejor de lo que viviríamos siendo descuidados; vivir una vi-
da de la que podamos estar satisfechos como de una excelen-
te obra. Porque nuestra vida es nuestra obra, y no obra de la
suerte, de la sociedad ni de otros factores a los que suelen
culpar quienes no toman su vida en sus manos.
A medida que crecemos, lo deseado, que al principio se
limitaba a alimento y afecto, va cobrando mayor variedad y
extensión por obra de nuestro conocimiento, de nuestra ima-
ginación y de las costumbres de la sociedad que nos tocó ha-
bitar. Y se extiende a tal punto que buena parte de ello es di-
rectamente inalcanzable, otra es alcanzable sólo a largo pla-
zo, otra es deseada pero en caso de alcanzarla descubriría-
mos que no nos sirve ni nos satisface. En líneas generales, lo
deseado resulta más fácil de imaginar que de obtener.
Además, lo deseado tiene un precio, y no siempre esta-
97
mos tan dispuestos a pagarlo como creemos.
De modo que como lo deseado se volvió más complejo,
porque ya no se reduce a alimento y afecto, como nosotros
mismos nos volvimos más complejos al desarrollar más fa-
cultades, y como para colmo se complicó el modo de alcan-
zarlo, porque ya no somos provistos por los adultos, tarde o
temprano nos encontramos con que nuestra vida ya no se
reduce a las tres actividades básicas de requerir, tomar y
descansar.
Nuestra vida pasó a estar llena de otras funciones y ocu-
paciones, algunas de las cuales son tan espontáneas y natura-
les como respirar, otras existirán sólo si nosotros lo decidi-
mos y otras constituyen directamente malas costumbres, que
arruinarán nuestra vida si no las eliminamos, si no las reem-
plazamos por algo mejor a que dedicarnos.
Si reiteradamente nos autoobservamos y preguntamos
“¿a qué estoy dedicando este momento?”, nos encontraremos
con que nuestra vida se “compone” de las siguientes activi-
dades, cuya lista podría más o menos modificarse y describir
con mayor detalle:
Actividad satisfactoria:
Es lo “lindo”, lo buscado, lo que a primera vista desea-
ríamos que llenara toda nuestra vida.
En este punto debemos cuidarnos de la relatividad de lo
“lindo” y lo “feo”: si la totalidad de nuestro tiempo estuviera
llena de lo deseado, habría dos posibilidades: 1) que sea
siempre igual y nos aburramos, o 2) que con el tiempo des-
cubramos que unos momentos son más agradables que otros,
y terminemos exactamente como ahora: considerando que
una parte de nuestra existencia es deseada y otra indeseada.
Esto último les sucede de verdad a las personas que, por su
poder adquisitivo u otros factores, viven la vida que muchas
otras quisieran vivir.
Esto puede llevarnos a la madura actitud de no esperar
demasiado de las circunstancias; porque “la felicidad no es
de este mundo”.
98
Actividad satisfactoria es lo que hacemos ni más ni me-
nos que porque nos gusta, sin ningún tipo de finalidad más
allá del hecho de hacerla. Es lo que más íntima y sinceramen-
te queremos hacer.
En este terreno, si queremos vivir bien, debemos saber
que más de una actividad satisfactoria, aunque la tomemos
como un fin en sí, suele traer consecuencias, algunas de las
cuales son lisa y llanamente un empeoramiento de la vida.
Otro problema al respecto son los posibles “cambios de
gustos” que podemos experimentar con el tiempo.
En síntesis, lo ideal es disfrutar de la vida sin dejar de
prestar atención.
Actividad consuelo:
Es lo que hacemos para reemplazar a la actividad satis-
factoria cuando no está a nuestro alcance.
A veces una actividad satisfactoria es usada como con-
suelo ante la carencia de otra más deseada (por ejemplo: co-
mer para suplir la falta de afecto o de entretenimiento, ob-
servar en cine o televisión los lugares que se quiere pero no
se puede recorrer).
Excepto como medio conscientemente asumido de redu-
cir una tensión peligrosa, la actividad consuelo es siempre
nociva, es un autoengaño que nos lleva a creer que quere-
mos lo que no queremos, o bien nos impide trabajar por
nuestras convicciones íntimas y reales. Reduce la intensidad
de nuestra vida y nos lleva, en el menos grave de los casos, a
perder tiempo.
Una vida muy ocupada por la actividad consuelo no es
una vida bien vivida.
Lo más sano es reconocer y dejar la actividad consuelo
por otras ocupaciones a primera vista menos agradables pero
más provechosas para que a la larga nuestra vida sea mejor.
La actividad consuelo nos debilita. Y la debilidad es la
mayor causa de la infelicidad.
99
Trabajo:
Es todo lo que hacemos sobre el mundo exterior (las cir-
cunstancias) para lograr lo deseable o evitar lo indeseable.
Trabajar para lograr lo deseable (ejemplo: cocinar, ganar di-
nero) suele gustar más que hacerlo para evitar lo indeseable
(ejemplo: lavar los platos, prevenir el peligro, deshacerse de
la basura).
Si no se es consciente de para qué se lo realiza, el trabajo
puede pasar a la función de actividad consuelo.
Puede transformarse en una actividad satisfactoria si se
lo integra con la siguiente ocupación:
Actividad superadora:
También puede llamarse “trabajo interior” o “espiritual”;
pero todo nombre le queda pequeño. Es lo que hace el hom-
bre consigo mismo a fin de superarse, de transmutarse en un
ser superior al que es actualmente.
El hombre puede encararlo mucho, poco o nada, siendo
en el último caso mejorado a golpes por el orden cósmico.
Hay, por supuesto, muchas y muy distintas concepciones
sobre en qué consiste superarse o ser mejor. Cada uno pue-
de tomar como actividad superadora distintas acciones y
con distintas finalidades. Lo importante es en que en todos
los casos hay una sensación íntima e indubitable de que uno
está luchando, cumpliendo, superándose.
La actividad superadora a veces es dolorosa y a veces sa-
tisfactoria, según nuestro estado interior y, fundamental-
mente, nuestro discernimiento o facultad de elegir lo verda-
deramente bueno.
Sin actividad superadora, una vida puede ser mediana-
mente agradable; pero sería una vida biológica, no una vida
humana
El estudio, la adquisición de conocimiento, es un modo
de realizar las actividades ya consideradas: puede constituir
una actividad satisfactoria, una actividad superadora, ser
parte del trabajo o, en ocasiones, una evasión o actividad
consuelo.
100
Planificación:
Es más o menos lo mismo que el trabajo. Sólo que con-
siste en detenerse a mirar, elegir, calcular y decidirse a ac-
tuar. Puede haber planificación tanto en el trabajo sobre el
mundo como en el trabajo sobre uno mismo.
La planificación es provechosa, mientras no se la utilice
como actividad consuelo o excusa para postergar el trabajo; o
mientras no dé como resultado planes equivocados y perju-
diciales.
Hay planificación sana, tendiente a lograr realmente ob-
jetivos beneficiosos, y planificación fantasiosa o enfermiza,
tendiente a suplantar la acción o a “dibujar” una realidad
irreal, en la que las cosas sean más fáciles que en la realidad
que vivimos.
Descanso:
Es el momento en que detenemos todo lo otro porque es-
tamos agotados.
Consiste en dormir o en estar despiertos sin proponernos
otra cosa que recuperarnos, rearmonizarnos, reequilibrar-
nos.
Cuando dormimos demasiado, cuando permanecemos
demasiado inactivos pretextando un “cansancio” inconcebi-
ble en relación a lo que realmente trabajamos, podemos estar
disfrazando de descanso una parálisis o retroceso por miedo,
o una excesiva indecisión por no tener claro qué queremos de
la vida. Allí debemos iniciar la actividad superadora en sus
formas de reflexión y autoexigencia.
Degustación del futuro presunto:
Podría tratarse como una actividad consuelo; pero el su-
jeto no dispuso iniciar esta actividad. Más bien se inicia sola
mientras el sujeto permanece pasivo.
Puede ser una forma de descanso o de automotivación al
trabajo; pero la gran mayoría de las veces es una insana su-
plantación de la vida real por otra que parece mejor pero no
101
existe.
Al tratar el tema del futuro presunto observamos cómo
vivimos imaginando el porvenir en sintonía con nuestra in-
clinación a disfrutar mucho y esforzarnos poco.
Esa tendencia a reducir el esfuerzo, cuando es muy acen-
tuada y se suma a la tendencia a no observar la realidad,
puede determinar que en vez de vivir una vida de buena cali-
dad, llena de actividad satisfactoria, trabajo y superación,
vivamos una vida pobre, ocupada en gran parte de su exten-
sión por sueños que no se concretan, por un placer engañoso
y, si somos sinceros y capaces de juzgarlo, escasísimo, su-
mamente tenue, ya que no nace del contacto con algo real.
Si “paladeamos” un porvenir imposible, arruinaremos
nuestra vida presente y futura. Si paladeamos un porvenir
posible, corremos el riesgo de no concretarlo, precisamente
por preferir su “degustación” a su construcción.
Trabajar, o enfrentarse con la realidad, parece a primera
vista menos agradable que “degustar el futuro”; pero tiene
dos enormes ventajas: 1) hace que lo soñado se concrete, que
podamos más adelante degustar la realidad y experimentar
una satisfacción sana, y 2) nos transforma (actividad supe-
radora) en seres íntegros, no fantasiosos ni huidizos; nos ge-
nera fortaleza interior, que, como siempre se dijo, es la base
real de la felicidad.
Fantaseo:
Es similar a la degustación del futuro presunto; pero va
mucho más allá, porque el sujeto paladea “hechos” que ni
siquiera él mismo presume que ocurrirán; incluso puede pa-
ladear algún acontecimiento “que tal vez hubiera pasado”, o
divagar pensando “qué haría si yo fuera tal o cual persona” o
“si la vida fuera de tal o cual manera”.
Cuando esto ocurre muy ligeramente, puede ser una
forma de descanso reparador, como los sueños, o incluso un
modo de descubrir qué queremos; pero si invade gran parte
de nuestro tiempo habrá sido a costa de arrastrar y desalojar
lo provechoso y sano que puede haber en el pensamiento.
102
Otra forma de fantaseo es imaginar no ya lo que uno ha-
ría, sino lo que cree que está ocurriendo fuera de su alcance
físico (en otro lugar) o mental (en la vida interior de otra per-
sona), sin que se trate de hechos experimentados sino de
simples “construcciones” según la propia inclinación interna
(inclinación a disfrutar, a sufrir, a disputar, etc.), donde un
ser humano cree que ocurre realmente algo que no tiene na-
da que ver con la realidad real ni hay motivos más o menos
serios para creer que ocurra.
Debemos “barrer” el fantaseo y la degustación del futuro
(aquí corresponde aclarar que el futuro siempre es presunto,
por más previsible que sea, y su degustación es inútil en to-
dos los casos) mediante la siguiente autoobservación: ¿Por
qué tengo en la cabeza lo que tengo en este momento? ¿Y pa-
ra qué sirve?
Lamentación:
Consiste en contarle a los demás cada hecho indeseable
que nos ocurra o cada cosa fea que pase en el mundo (por
supuesto sin la menor aspiración a solucionarlos); incluso
puede extenderse a lo que no son hechos sino sensaciones,
como “estoy cansado”, “me siento triste”, “no aguanto más”,
etc., etc.
Considerando que siempre es una comunicación (a otra
persona o a Dios), puede tratarse de un medio de atraer la
atención ajena, de buscar a alguien que lo acompañe a uno
en su malestar. O sea una forma de buscar consuelo, de reci-
bir lástima o afecto no obtenido por otro medio.
Nunca es una solución a los problemas que se viven, y lo
que se espera de los demás se está intentando por medios
desleales e irrespetuosos, que en realidad terminan espan-
tando a la gente que en algún momento estuvo cerca del la-
mentador.
No se debe confundir lamentación con reclamo ni con
denuncia, que constituyen un trabajo sobre el entorno social
con la sana intención de mejorarlo.
103
Descarga de tensión:
Al igual que la lamentación, es una evidencia de incapa-
cidad para el silencio interior cuando las circunstancias son
adversas. Incluso el mismo sentimiento de que las circuns-
tancias son adversas revela un exceso de deseo, un esperar
demasiado del mundo, un ser perturbado por la propia opi-
nión.
El esperar demasiado, o la incertidumbre más o menos
fundamentada, generan tensión; y la tensión tiende a descar-
garse.
La solución ideal es no cargarse de tensión. Pero como
esto requiere un altísimo nivel de sabiduría y pureza, a la
gran mayoría de los humanos nos conviene identificar y
practicar modos sanos y sinceros (no disfrazados) de descar-
gar la tensión, el más evidente de los cuales es el ejercicio
físico.
Los modos insanos y engañosos son el comer innecesa-
riamente, el agredir a los demás, el rezongar por todo lo in-
deseable (prestándole mucha más atención que la necesaria),
el buscar peleas verbales o físicas, el conducir a excesiva ve-
locidad, y no pocas actividades que vistas superficialmente
parecerían diversiones o placeres.
Tampoco faltan las descargas de tensión sin intervención
propia, como presenciar (y a menudo esperar) hechos vio-
lentos, o desear y hasta invocar daños a personas odiadas, ya
que el odio es en sí una forma de tensión.
Autopreservación interna:
Como en el rubro “trabajo” existen la acción en busca de
lo deseado y la acción para evitar lo indeseado, en el trabajo
interior existe la acción hacia la superación o el cambio (acti-
vidad superadora) y otra acción de tipo defensivo, conserva-
dor, que no es descanso porque consiste en una acción, ni es
actividad superadora porque no transmuta, sólo defiende.
Podría compararse con el trabajo externo de preparar las
condiciones para el descanso, sin las cuales (silencio, oscuri-
dad, seguridad), el descanso no sería posible.
104
Es el equivalente individual a la función del Estado de
“preservar el orden”, evitando que las diferencias entre los
individuos causen muertes o daños irreparables, sin por ello
querer significar que el orden actual sea perfecto ni preten-
der inmovilizarlo eternamente. Sólo preserva las fuerzas de
la sociedad, para que éstas, gracias a esa posibilidad de exis-
tir, se dediquen a modificar constructivamente la sociedad.
Así también, la autopreservación interna detiene los con-
flictos interiores cuando éstos causan demasiado tumulto y
hacen peligrar la integridad psicológica, cuando el conflicto
puede provocar más destrucción que superación.
Actúa cuando el trabajo interior o exterior nos agobia y
nos incapacita para seguir siendo dueños de lo que hacemos
(tal como los dispositivos que apagan una máquina cuando
está demasiado caliente). Es una forma de decir “no puedo
más”; pero no como una lamentación ni como una rendición,
sino como una orden a las potencias interiores para que
“desensillen hasta que aclare”, para que repongan fuerzas y
hagan un reconocimiento del terreno antes de seguir.
Cabe destacar lo de antes de seguir para que no se con-
vierta en un no seguir jamás. La autoprotección debe actuar
como un límite entre el trabajo y el descanso, como un admi-
nistrador que decide finalizar uno y empezar el otro, sin sus-
tituir ni evadir el trabajo permanentemente. Debe actuar
contra el exceso de trabajo y no contra el trabajo. Debe ser
como el acto de pisar el freno sin que ello signifique una
elección de la inmovilidad permanente. Se pisa el freno para
conservar la integridad y luego poder continuar el viaje; no
para evitar el movimiento, no por miedo a viajar. Eso sería
como si el Estado, en vez de preservar las fuerzas de la so-
ciedad, sin cuestionar la disposición al cambio, quisiera pre-
servar el estado de cosas, el orden en vigencia, y luchara
contra todo tipo de cambio.
Así también, el individuo puede padecer una dictadura
interior, que con la excusa de “evitar conflictos” lo haga pri-
sionero de su propio miedo al cambio y lo condene a una vi-
da vegetativa donde sus facultades humanas queden momi-
105
ficadas.
La autopreservación es útil y sana; pero es una de las ac-
tividades más peligrosas si no se la emplea con su genuina
finalidad ni en su necesaria medida, si no se está en constan-
te vigilancia sobre uno mismo y el porqué de cada actitud que
se toma.
Emigración mental a territorios ajenos a la propia vida:
Es la ocupación negativa más difundida; la que invade
más porcentaje de la vida de quienes no quieren vivir en el
sentido humano de la palabra.
Es esencialmente una actividad consuelo, un hacer que
parece agradable pero en realidad está suplantando lo que se
desea en lo más íntimo.
Lo más serio del caso es que no constituye un consuelo
para suplantar lo que no se puede, sino para suplantar lo que
no se intenta.
Corresponde tratarla independientemente porque es ne-
cesario conocer sus móviles y sus mecanismos para lograr
liberarse de ellos en la mayor medida posible.
Como en el fútbol se lucha por mantener la pelota lo más
lejos posible del área propia, en la emigración mental se lu-
cha por mantener la atención lejos de la propia vida. Para ser
más exactos, lejos de todo lo que depende de uno mismo.
Corresponde decir “se lucha” y compararlo con un depor-
te porque no es un acto involuntario. El que practica la emi-
gración mental no lo hace por mera ignorancia; no es que no
se enteró de que existe su propia vida ni de que puede pres-
tarle atención, no es que viva pensando al azar en cada tema
que le ofrece el mundo. Tampoco es que sepa mucho de la
vida (en tal caso no la desperdiciaría).
No se trata de un conflicto en la escala de la ignorancia al
saber: es un conflicto en la escala de la cobardía al valor, del
autoengaño a la sinceridad, de la inercia a la autodetermina-
ción.
Tal como el futbolista aleja la pelota, el emigrante mental
106
aleja la atención deliberadamente, en un esfuerzo voluntario
para evitar un peligro que, sin vislumbrar claramente la cau-
sa, intuye ni bien su atención se acerca al área de su respon-
sabilidad.
En cierta manera presiente que su vida se volvería más
complicada y (sin comprometerse a pensar si esa complica-
ción podría derivar en una vida mejor) aleja la atención sa-
biendo qué quiere evitar; esforzándose sin reconocer ante
nadie ni ante sí mismo que está haciendo ese esfuerzo con
ese objetivo, porque reconocerlo lo obligaría a tomar la vida
en sus propias manos, o a calificarse a sí mismo como cobar-
de o “evadido” de la vida. Ante esas opciones parece más có-
modo mantener esa lucha por no prestarse atención, aun al
precio de vivir haciendo fuerza contra su propia capacidad de
darse cuenta, actividad en realidad nada cómoda y llena del
peligro de que se le filtre un descuido, una interrupción de la
lucha, y se vea cara a cara con lo que tanto teme ver: que no
está haciendo nada serio para vivir como quisiera.
Pero hay una gran diferencia entre la práctica del fútbol y
la de la emigración mental: en esta última no existe ninguna
intención de ganar. Sólo se lucha por no sentir la inquietud
del peligro. No se alberga ninguna idea de “llegar a algo”: se
intenta permanecer siempre donde se está.
Y si se sueña que alguna vez la vida será mejor, de nin-
guna manera se cree que eso lo obtendrá uno mismo: se lo
espera de las circunstancias, del resto de los seres o de todo
lo que no depende del yo.
Si continuamos con la comparación deportiva, el “emi-
grante mental” no juega a ganar ni a empatar: más bien vive
convencido de que ya perdió.
Entonces ¿por qué lucha?
Porque para él hay algo más temible que la derrota: la
responsabilidad.
Cree que vive una vida liviana y despreocupada; pero en
realidad cada uno de sus días está cargado de esa tensión, de
ese esfuerzo defensivo por no ver de frente la realidad de su
existencia, la realidad de que no vive como quisiera y de que
107
podría mejorar si se dedicara a intentarlo, con sus propias
fuerzas y sin esperar.
Podría compararse con alguien que vive en una zona
inundable y ve que el terreno va elevándose al alejarse de la
costa. Eso puede sugerirle que tal vez haya una región no
inundable (y hasta puede escuchar hablar de quienes habitan
allí y viven mejor que él). Pero resulta que esa posibilidad de
librarse de las inundaciones significa que hay que caminar
cuesta arriba, que hay que realizar un trabajo difícil y aden-
trarse en territorios desconocidos. Entonces elige (aunque
elegir no es la palabra exacta porque no estamos hablando de
un acto consciente) lo más fácil, desecha la comodidad con-
quistable con el esfuerzo y se abraza a la comodidad inmedia-
ta (porque en el fondo de su elección hay un presentimiento
de que lo peor de la vida no son las circunstancias adversas,
ni el atrofiamiento interior del hombre, sino el esfuerzo).
Quienes poseen tal escala de valores se quedan siempre
donde están, y sufrirán inundaciones diciéndose que son una
fatalidad, o vivirán pensando que no son un hecho tan des-
agradable, que alguien los librará alguna vez de ellas, o hasta
que el río puede llegar a cambiar de conducta.
Sin saberlo conscientemente, el emigrante mental “sien-
te” que ser responsable y esforzarse duele más que no lograr
nada.
Esa es la escala de valores, el sentimiento de infinidad de
personas. Pero como es muy feo pensar eso de sí mismo, y
más en una sociedad que venera al “exitoso”, lo más cómodo
es vivir pensando en cualquier cosa que no sea la propia res-
ponsabilidad; en especial si lo que se piensa sirve para culpar
a cualquier factor que no sea la propia voluntad del hecho de
no vivir como se quisiera.
En esa práctica nace y se desarrolla una serie de temas de
pensamiento y conversación. Temas que nos resultan muy
familiares porque, aun si logramos la hazaña de erradicarlos
de nuestro yo, nos encontramos a cada paso con quienes
echan mano de ellos, como si en vez de personas con vida
propia fueran dispositivos que reproducen una u otra pelícu-
108
la, con el agravante de que no les introduce esos contenidos
un operador externo, sino ellos mismos.
Se convierten en aparatos reproductores cuando tienen
capacidad para ser algo más.
No hay seres humanos sin capacidades humanas: hay se-
res humanos que no las utilizan.
Estos temas de pensamiento, a primera vista distintos
entre sí, esconden detrás de sus textos una estructura o fina-
lidad asombrosamente clara y precisa: “asegurar” que todo lo
indeseable de la vida es producto de causas que no tienen
nada que ver con uno mismo.
Los siguientes son algunos de los temas más usuales (te-
niendo en cuenta que siempre pueden crearse otros que
cumplan la misma función):
Las culpas del gobierno:
No importa de qué gobierno se trate ni qué erro-
res cometa: el presidente, los legisladores, los in-
tendentes y “los políticos” en general tienen la tota-
lidad de la culpa de la totalidad de los males que
uno padece.
Esto no significa que tomar la vida en las propias
manos consista en apagar toda preocupación políti-
co-social: al contrario, la misma es parte del traba-
jo considerado en su sentido más amplio y profun-
do, porque revela que uno es responsable, y que de
cómo marche la sociedad que se habita depende un
porcentaje de la vida mejor a que se aspira.
Pero el emigrante mental no se preocupa, no se
ocupa, no trata de aprender, no trata de solucio-
nar: sólo echa culpas. Y no echa culpas por las
equivocaciones reales del gobierno (que en reali-
dad nunca se ocupó de conocer); echa culpas por
todo lo imaginable, incluyendo lo que nunca ocu-
rrió pero él imagina que ocurrió; y tampoco echa
109
culpas por el porcentaje de su existencia personal
que puede ser perjudicado por el gobierno, sino por
todo lo malo que hay o él cree que hay en su vida.
Suele vivir esperando que “llegue” un hombre
providencial, que se haga cargo del gobierno para
dar todo lo que él cree que deben darle.
Como esto no sucede, vive rezongando porque
“los políticos” son seres malignos especializados en
hacer vivir mal al resto de la gente. Si gobierna al-
guien al que votó, considera que éste “lo traicionó”,
“está rodeado de mala gente”, “cambió”, y todo lo
que no signifique una responsabilidad propia, como
decirse que eligió mal, o que su vida no está cien
por ciento en manos del gobierno.
El emigrante mental siente no poca simpatía por
las dictaduras, porque le quitan lo que precisamen-
te quiere quitarse: su parte de responsabilidad en la
vida pública.
La vida de los demás:
Es el tema ideal para no pensar en la propia. To-
do pariente o vecino aporta un material provecho-
so, especialmente cuando tienen o permiten imagi-
narle defectos notables, detalle que ayuda a sentir
que uno es bueno y superior a ellos.
Un rubro especial es la vida de los personajes
famosos y exitosos, que ofrece dos excelentes posi-
bilidades: 1) fantasear y sentir como propio el
mundo paradisíaco en el que viven o se supone que
viven, y 2) encontrarle o suponerle gruesos defec-
tos, con lo que se “demuestra” que nadie es mejor
que nadie, que el éxito es resultado de la casualidad
y no de lo que se haga.
110
Vicisitudes del clima:
Es lo más adecuado para cuando el tema de “las
culpas del gobierno” puede acarrear disgustos con
el interlocutor. Nadie se enfrentará muy seriamente
por lo dicho en este terreno: cuanto mucho opinará
que no va a llover cuando uno consideró que sí.
El emigrante mental suele impregnar cualquier
pensamiento con sus inclinaciones internas, y, por
consiguiente, hasta sus comentarios más triviales
sobre el clima aparecen infectados por su filosofía
de la imposibilidad: el calor “es insoportable”; “así
no se puede estar”; “no sé si podremos seguir
aguantando”; “no sé qué vamos a hacer”, etc.
De paso, tales conceptos sirven para confirmar
que, si gran parte de su vida es fea y desprovista de
gracia, la causa no está en él mismo sino en que le
tocaron días desfavorables.
Todo esto es también adecuado para reiterar,
burlándose de cada error del servicio meteorológi-
co, que los demás son generalmente incapaces y vi-
ven equivocándose.
En este rubro también se echan culpas: de que
llueva “cuando no debe”, de que haga “demasiado”
frío o de que esté más nublado el domingo que el
lunes. No se piensa que Dios mismo intervenga en
hechos tan viles; pero pareciera darse por sentado
que “alguien” es responsable del clima y, por su-
puesto, lo maneja mal, para mayor infortunio de la
gente, que “ya tiene bastante” con los males que “es
sabido” acarrea esta vida.
Salud y enfermedad:
Puede tener sentido preguntarle a otro por sus
problemas de salud cuando uno se preocupa por él;
111
puede tener sentido intercambiarse algún consejo
para el cuidado de la misma. Más todavía: la salud
es parte de lo necesario si nos proponemos vivir
bien, y no está mal dedicar tiempo a ese fin como lo
dedicamos a otros objetivos deseables.
Sin embargo, alguna gente asigna a esto tanto
tiempo de su vida que despierta dos sospechas: 1)
que cree que vivir bien consiste exclusivamente en
no estar enfermo, que no existen más necesidades
que las del cuerpo, o 2) que está echando mano a
esto como otro tema de pensamiento y conversa-
ción, para limitar sus ocupación mental a un cuida-
do superficial y no desembocar en la idea de que su
vida es lo que ella misma hace.
“Cuidarse”, en cualquiera de los sentidos en que
se lo piense, es bueno como parte de lo que haga-
mos. Pero necesitamos cuidarnos, conservarnos ín-
tegros, ni más ni menos que para vivir.
Incluso si vivir, si superarnos, genera algún pe-
ligro para nuestra integridad, puede tener sentido
arriesgarse por lo que se sueña. Esa actitud da ori-
gen a los héroes o, sin ir tan lejos, a las personas
que logran cumplir con sus aspiraciones más valio-
sas.
Si lo único que ocupa la atención de una persona
es la idea de “cuidarse”, lo más probable es que esté
tomándola como excusa para no arriesgarse a vivir.
O sea que está descuidándose en el sentido más
profundo de la palabra.
Es muy útil para emigrar, para no ingresar se-
riamente a la propia vida, la creencia de que sólo
podremos vivirla cuando hayamos resuelto todos
nuestros problemas de salud. Con tal criterio, de-
jamos para después todo lo serio que en algún
momento pueda venir a nuestra mente, y nos dedi-
camos a entretenernos sin superarnos, o, si su-
perarse es una idea demasiado grande y seria, a en-
112
tretenernos con problemas superficiales, e incluso
inexistentes, para no molestarnos con el intento
hacer realidad lo que en lo más íntimo deseamos.
De ahí que buena parte de las conversaciones
entre emigrantes mentales versen sobre la última
visita a un médico, sobre “qué están tomando” o
sobre qué le duele a cada uno. Y generalmente esto
no se encamina a resolver los problemas, sino a re-
petirse y convencerse mutuamente que hoy y siem-
pre nos aquejarán, que -aunque nunca se lo diga
abiertamente- la vida no es como quisiéramos por
culpa de la enfermedad, entre otros factores que,
invariablemente, coinciden en la esencial caracte-
rística de no depender de uno mismo.
Casi invariablemente, al hablar de este tema sale
a relucir el culto a la debilidad que el emigrante
mental practica y siente en todos los órdenes. La
salud no es para él un estado natural del hombre
mientras no se desordena a sí mismo, sino una
mercadería que no se puede poseer si no se la
compra en un hospital o consultorio, o se la recibe
del mundo exterior en forma de pastillas. Se recalca
permanentemente un supuesto estado de fragili-
dad, de dependencia, de incapacidad en que esta-
mos condenados a vivir. Nunca se habla de algo
para hacer como camino hacia la solución de esos
problemas que tanto nos aquejan. Siempre la con-
clusión es que viviríamos o empezaríamos a vivir
mejor cuando hayan quedado atrás nuestros pro-
blemas de salud; pero ese lejano objetivo, como
cualquier otro, se inscribe automáticamente entre
todo lo que no se puede.
Juegos de azar:
Este tema cumple dos importantes funciones: 1)
113
permite entretenerse sin poner en tela de juicio la
propia estimación (uno puede ser considerado in-
capaz por trabajar mal, pero nunca por apostar a un
número que no resulta premiado), y 2) permite vi-
vir esperando al suministrar una prueba tangible
(la vida de los que ganaron premios) de que lo
deseado puede llegar sin mediar el esfuerzo.
Nunca se considera, porque requeriría mucha
capacidad de cálculo y mucho valor para enfrentar
la realidad, el tema de cuántas posibilidades hay de
ganar contra cuántas de perder.
El emigrante mental puede permitirse no hacer
nada con si vida sin por ello considerar que ésta
será siempre desagradable, porque siempre “hay
una esperanza”.
Y ya que el juego de azar permite tanta fantasía,
ésta no se limita a esperar una suma que deje en pie
algún deseo insatisfecho: se espera la cantidad ab-
soluta, una suma de dinero que no se acabe jamás,
y que no sólo proporcione todo lo comprable, sino
que también elimine la posibilidad de sufrir por ra-
zones ajenas a lo económico.
Esto sólo puede creerlo alguien que jamás se de-
tuvo a pensar con un poco de sinceridad en el asun-
to.
Deportes:
No se trata de aprenderlos ni de practicarlos,
sino de hablar sobre cómo los practican otros, de
cómo van los campeonatos que juegan esos otros,
de los errores o aciertos de esos otros.
Además de permitir llenar infinidad de horas sin
tener que ocuparse de la propia vida, el deporte
presenta abundantes casos de sujetos que sin estu-
diar mucho alcanzaron grandes satisfacciones, ga-
114
nancias y admiración pública, con lo que todo emi-
grante mental siente que éstos lo representan en las
altas esferas de los exitosos; pero nunca se fijó en
que la falta de estudio o cultura no significa falta de
dedicación, y que no hay ningún campo donde se
alcance éxito sin algún tipo de dedicación.
Otra ventaja del deporte sobre otros temas de
pensamiento es que en él hay un objetivo fácil de
pensar: en cada juego reglamentado (a diferencia
del complicado juego de la propia vida) está siem-
pre claro qué se entiende por ganar. Por lo tanto,
no es un asunto que plantee serios interrogantes.
Por si fuera poco, tampoco plantea grandes pro-
babilidades de conflicto con el interlocutor. Puede
ocurrir que éste difiera con uno en su opinión de
cómo debería haber hecho tal deportista o equipo
para ganar, o cuanto mucho que “sea de otro cua-
dro”; pero nada de eso es tan grave como que al-
guien diga que uno piensa en ese tema para no en-
frentarse con su propia vida.
Objetos inalcanzables:
Todos tendemos a conversar sobre lo que
deseamos; pero para que se cumplan los requisitos
de la emigración mental lo deseado debe estar lo
más lejos que pueda del alcance propio; porque si
no daría lugar a la disyuntiva entre trabajar por al-
canzarlo o evadir la responsabilidad.
Para mantenerlo nada más que como tema de
conversación es necesario referirse a cosas que sólo
poseen los sujetos más ricos del mundo, conocer los
detalles más refinados de los Rolls Royce o el precio
de las mansiones de Hollywood, de modo que dos o
más personas puedan entretenerse un rato sin en-
trar en conflicto consigo mismas.
115
Además, al mencionar que algunos poseen cosas
tan caras, se está dando a entender que tuvieron
suerte o que cometieron abusos; y eso explica por
qué uno y su interlocutor viven una vida tan distin-
ta.
Noticias:
Cuanto más se refieran a sucesos poco relacio-
nados con uno mismo, más alimentan la posibili-
dad de llenar el tiempo viéndolas, leyéndolas o co-
mentándolas.
Se suele dar a esto un valor casi ético al recalcar
que es necesario “estar informado”, como si por co-
nocer detalles de un accidente ocurrido al otro lado
del mundo (cuando no se tuvo la menor posibilidad
de prevenirlo ni de ayudar a nadie) se estuviera
cumpliendo con el más noble de los deberes.
Se prefieren las malas noticias, que ayudan a
convencerse de que “el mundo es feo” sin que influ-
ya ni pueda influir en nada lo que uno haga. Tam-
bién satisface al emigrante mental todo lo que reve-
le la existencia de malas personas; porque “de-
muestra” que hay gente peor que uno. Y si las malas
personas son ricas u ocupan altos cargos, eso de-
muestra que uno vive mal por culpa de ellos, o que
en este mundo “triunfan lo malos”, y uno vive una
vida pobre e insignificante “porque es bueno”.
Fealdad del orden cósmico:
Ya hable de política, de salud o de deportes, el
emigrante mental persiste subconscientemente en
un mismo intento: demostrar que la vida es fea.
Con esto logra convencerse de que vive mal por-
que sí, porque es lo natural, y no porque no haya
116
intentado otra cosa.
La inclinación a abandonar la responsabilidad
sobre la propia vida termina desembocando en la
construcción de verdaderas concepciones metafísi-
cas, poco elaboradas pero útiles para el fin buscado,
acordes con la vida desagradable y sin afán de
cambio que llevan quienes padecen tal inclinación.
La habilidad para imaginar un universo “feo”
engloba milagrosamente religión y ateísmo. Según
sus costumbres, ambiente o formación familiar, el
emigrante mental puede pensar que:
1) No existe Dios ni existe la posibilidad de su-
peración del hombre. Esto disiente, por ejemplo,
con el marxismo, un ateísmo que propone luchar
por un mundo mejor y se muestra convencido de la
posible superación del hombre.
“Todo es igual; nada es mejor”. Todo es igual-
mente feo y malo; no hay valores espirituales, y
quien habla de éstos lo hace para manipular a los
demás.
Si en verdad cree esto, el emigrante mental se
contradice en la práctica; porque él ni siquiera se
mueve para obtener bienes materiales, que son,
según dice, lo único que importa.
Esta deficiencia puede ser contrarrestada por al-
guna “tesis” frecuentemente repetida: “el dinero no
hace la felicidad”; “mucha gente tiene dinero pero
es desdichada o padece alguna enfermedad”, etc.,
etc.
2) Dios existe y quiere que suframos. Esto puede
ocurrir porque Dios es “incomprensiblemente in-
justo” o porque “nos prueba” en este mundo para
premiarnos después de la muerte. Lo cierto es que
venimos a este “valle de lágrimas” a pasarla mal; y
el que intente una vida distinta está loco, es un ilu-
so o desobedece a Dios.
Ninguna enseñanza religiosa seria dice que de-
117
bamos sufrir. No es lo mismo decir “el que cometa
errores sufrirá”, o recomendar “no buscar la felici-
dad en los objetos del mundo”, que afirmar que es-
tamos aquí exclusivamente para sufrir.
De todos modos, tal creencia es útil para justifi-
car la opacidad de la propia vida diciéndose que
“Dios lo dispuso así”.
Quien proclama esta creencia también se con-
tradice en la práctica: si cree que va a ser premiado
en la otra vida, ¿por qué no vive ésta más alegre-
mente, como cualquiera que se encamina a un futu-
ro mejor?
En toda concepción metafísica del emigrante
mental abundan las fuerzas inmodificables ajenas
a la propia voluntad: los malos espíritus, los ánge-
les, los demonios, el destino, la fatalidad, la suerte,
un Dios que determina hasta los más ínfimos suce-
sos y no deja nada a nuestra disposición, y todo lo
que haga sentir que la vida no está para nada en
manos de uno mismo.
Para quien prefiere el ateísmo, esas fuerzas in-
modificables serán “los poderosos”, “los intereses
creados”, “el imperialismo”, “el gobierno”, “la opo-
sición”, “las mafias”, etc.
Y si en semejante universo queda algo para ha-
cer para el bien propio, ese algo consiste en conju-
rar, seducir, sobornar o realizar pedidos a esas
fuerzas externas, que de todos modos es más fácil
que trabajar.
Y si las cosas no salen como uno quiso, se le
puede echar la culpa a tales fuerzas.
Inmodificabilidad del orden cósmico:
Mucha gente no adhiere al esquema de fealdad
del orden cósmico precisamente porque es feo.
118
Sin embargo, la inclinación a emigrar de la pro-
pia vida siempre dispone de alguna habilidad para
lograr su objetivo. Se puede quitar a este esquema
todo ingrediente de fealdad pero mantener intacto
lo esencial: todo sucede independientemente de
nuestra intención y de nuestra acción.
El resultado de esto será imaginar un universo
donde no todo es malo, un universo que puede ser
casi paradisíaco; pero donde lo bueno nos llegará
cuando Dios lo disponga, de acuerdo a un inaccesi-
ble criterio con que son considerados nuestros me-
recimientos.
Si ocurre lo indeseable, o si no ocurre lo desea-
ble, la fórmula mental para no hacer nada será la de
“ya vendrán tiempos mejores”. El centro de esta
idea es el “vendrán”: los sucesos deseables vienen;
no ocurren porque los produzcamos. Ya sea malo o
bueno, la única posibilidad es lo que viene. Pode-
mos entretenernos muchos años con esta idea; vi-
viendo mal pero manteniéndonos convencidos de
que la vida nos enviará tarde o temprano los bienes
anhelados.
Y si vemos que alguien murió sin haber recibido
semejante premio, podemos decir que “no lo mere-
cía”.
Este esquema es aplicable exclusiva e infalible-
mente a vidas ajenas. Como sólo se opina mientras
se está vivo, y mientras se está vivo sigue habiendo
un futuro presunto donde todo puede ser posible,
nadie se verá ante la complicación de explicar por
qué murió sin obtener lo que creyó merecer.
Sin embargo, si aplicamos la sinceridad que
nunca saca a relucir el emigrante mental, podemos
darnos cuenta de que el mayor peligro no será el de
dar explicaciones después de esta vida, sino el des-
perdicio que hagamos durante su transcurso.
El recurso de imaginar que todo irá bien sin la
119
propia intervención suele debilitarse cuando se tie-
nen muchos años y poco futuro: tanto los demás
como uno mismo van dejando de creer que la vida
deseada vendrá más adelante. Pero existe la posibi-
lidad de “retocar” el esquema con algunas afirma-
ciones (sin incursionar por ello en el esquema de
fealdad del orden cósmico): “la vida me dio algunas
cosas buenas”, “lo principal es la salud”, “creo que
recibí lo que necesitaba y no supe apreciarlo”.
Esta última idea revela un fenómeno muy propio
del emigrante mental: su sinceridad y su capacidad
autocrítica nunca van más allá de reconocer erro-
res del pasado. Puede llegar como mucho a culpar-
se a sí mismo de lo mal que vive (lo que a su vez le
sirve para reforzar la idea de que es “bueno” y natu-
ral que viva mal); pero nunca considerará sus erro-
res para corregirlos y empezar a producir otro re-
sultado de ahí en adelante.
En síntesis, éstos y otros temas pueden servir para man-
tener la atención fuera de la propia vida
Como la mayoría de ellos requiere la comunicación con
otras personas dispuestas a lo mismo, se convierten en tema
de largas charlas en que, si coinciden en su oculta finalidad,
todos la pasan bien, se consuelan, entretienen y solidarizan
entre sí.
Pero si en esas charlas aparece alguien que propone solu-
ciones a las situaciones feas que se pintaron, alguien que
llama a tomar la vida en las propias manos, comienza a ser
rechazado y odiado por haber roto de tal manera las reglas de
ese juego, y se convierte (cuando no está presente) en blanco
de los más virulentos comentarios: “se cree Dios”, “cambió”,
“faltó el respeto” a quienes hasta entonces lo consideraban su
amigo, “se cree más que los demás”, etc., etc.
120
Conclusiones sobre ¿Con qué llenamos nues-tra vida?
Lo visto nos muestra que hay ocupaciones que determi-
nan una vida “buena” y ocupaciones que determinan que vi-
vamos mal,
Vivir bien o mal depende de a qué nos dediquemos; y si
en alguna medida depende de las circunstancias, éstas pue-
den volverse más favorables si nos dedicamos a actuar co-
rrectamente sobre ellas.
Si nuestra vida es un período de tiempo, es evidentísimo
que viviremos mal si ese tiempo va siendo ocupado por acti-
vidades perjudiciales y momentos indeseables.
Ocupar el tiempo en una actividad nos impide ocuparlo
en otra. De modo que, cuando un día veamos que se está
acabando nuestro tiempo disponible y observemos el ya utili-
zado, podríamos encontrarnos con la fea sorpresa de que res-
tando minutos, horas y años de actividades perjudiciales,
quede una ínfima proporción de vida que nos atrevamos a
llamar bien vivida.
Ante este panorama, ni siquiera la creencia en la reen-
carnación puede constituir una autorización para desperdi-
ciar el tiempo. Más aún, si se abre ante nosotros un período
que parece ilimitado, quedamos seriamente obligados a lle-
narlo de felicidad y no de insatisfacción.
Cada vez que ingresamos a una actividad nociva, inde-
seable, de esas que nadie elegiría conscientemente para lle-
nar sus días, démonos cuenta de que nos estamos quitando
una parte de la vida que queremos vivir.
Solemos decir, generalmente con pena, que alguien se
quitó la vida cuando se la quita toda de una vez y a nivel bio-
lógico; pero no solemos apenarnos por un hecho mucho más
grave y difundido: la infinidad de personas (unas de las cua-
les podemos ser nosotros) que se la quitan poco a poco, res-
tándole momentos de posible felicidad o de intentos en pos
de la misma, para llenarlos de vivencias feas y, lo que es más
grave, evitables.
121
Si no nos gusta la vida que llevamos, si nos sentimos mal
y afirmamos que quisiéramos vivir otra vida, no creamos
jamás que la culpa es de las circunstancias: empecemos a vi-
vir esa vida ya, ocupando nuestro tiempo en lo que deseamos
o en lo que dé por resultado lo que deseamos.
Nadie que no se evada, nadie que sinceramente se diga a
sí mismo lo que quiere y pague el precio, negará jamás que
una vida donde uno elige y hace lo que cree mejor en medio
de cualquier circunstancia es una vida bien vivida, una vida
de la que su protagonista no puede dejar de estar satisfecho.
Y habrá infinidad de personas que, viviendo en circuns-
tancias generalmente deseables, se sentirán disconformes,
angustiadas, desesperadas, porque no la llenaron en su men-
te y en su corazón con ocupaciones sanas y sinceramente
elegibles.
Si queremos una vida mejor, si nos sentimos disconfor-
mes con la que llevamos, recordemos que nuestra vida se
compone de tiempo, y empecemos a llenar desde ahora
mismo ese tiempo con lo que más íntima y sinceramente sin-
tamos como bueno, sin dejar que ingrese lo otro, porque ac-
tuará como un saqueador que tomará fragmentos de nuestro
tiempo, de nuestra vida, para convertirlos en momentos in-
deseables.
Y la fórmula para vivir mal es de lo más sencilla: más
tiempo indeseable = más vida indeseable.
Precisiones sobre la “actividad satisfactoria”
Una habitual causa de malestar es la falta de claridad en
la comprensión de lo satisfactorio, lo deseado, lo entendido
como “eso” con que quisiéramos llenar toda nuestra vida.
Habíamos dicho que si la actividad satisfactoria llenara
toda nuestra vida dejaría inmediatamente de ser satisfacto-
ria; porque nos aburriríamos o comenzaríamos a distinguir
unas partes de ella como menos satisfactorias que otras.
De modo que una regla primordial para no condenarnos
122
al sufrimiento es saber que cambiemos lo que cambiemos,
sea cual sea la circunstancia que habitemos, la actividad sa-
tisfactoria no puede llenar el 100 % de nuestra vida.
Esto se debe a su misma esencia, ya que produciría abu-
rrimiento o un nuevo nivel de insatisfacción.
Además, algunas actividades satisfactorias, como la rela-
ción sexual o la ingestión de alimentos, no pueden más que
ser limitadas en el tiempo.
Además, las satisfacciones de índole externa o de contac-
to con el mundo deben ser obtenidas mediante el trabajo, lo
cual nos fuerza a llenar buena parte de nuestra vida con éste.
Un espíritu poco maduro, poco realista, desprecia el tra-
bajo, tiende a evadirlo o a suplantarlo por el robo, porque le
posterga sus momentos de actividad satisfactoria. Un espí-
ritu maduro, capaz de percibir la relación causa-efecto, capaz
de ver más allá del instante actual, se satisface con el trabajo,
porque con él compra actividad satisfactoria y se autodesa-
rrolla (y cuando se posee cierta madurez, autodesarrollarse
es una actividad satisfactoria).
Otro punto a tener en cuenta es el de no perseguir lo su-
puestamente satisfactorio. Muchos “fines” se nos aparecen
como dignos de perseguir porque escuchamos hablar de ellos
o porque suponemos a primera vista que los disfrutaremos
grandemente. Por ejemplo, las universalmente ponderadas
“fama y fortuna”, un determinado título u ocupación, un de-
terminado artículo comprable, etc., etc.
Tal vez hagamos demasiado esfuerzo e invirtamos dema-
siado tiempo para luego descubrir que continuamos tan insa-
tisfechos como antes. Por eso, parte de la actividad supera-
dora es la inquisición sobre qué es lo que necesitamos, lo
cual puede incrementar nuestro porcentaje de actividad sa-
tisfactoria.
Otro punto fundamental es darnos cuenta de que nuestra
capacidad de desear supera casi infinitamente a nuestra
capacidad de obtener. Podemos luchar meses o años para
alcanzar una determinada circunstancia, y al minuto siguien-
te estar imaginando otra, posiblemente más satisfactoria pe-
123
ro indudablemente más costosa. Si no controlamos nuestro
pensamiento, si lo dejamos lanzarse a proponernos más y
más conquistas como si no hubiera satisfacción posible sin
cada una de ellas, llegará un momento en que el agotamien-
to ocupará más espacio que el placer, llegará un momento en
que “lo deseado” trascenderá toda capacidad humana de al-
canzarlo, y se autocumplirá nuestra fea profecía: no habrá
satisfacción posible.
Con esto empezamos a ver que el camino de trabajar ex-
clusivamente sobre las circunstancias es árido, agotador,
inútil: sólo se vive bien si se trabaja sobre uno mismo.
También hay que cuidarse del extremo opuesto: resig-
narse por pereza a no obtener ninguna satisfacción.
¿Todo esto significa que estamos condenados a la ausen-
cia de satisfacciones?
No; a no ser que nuestra inmadurez nos mueva a esperar
demasiado del mundo.
Podemos vivir bien si sabemos que las satisfacciones por
causas externas tienen las citadas limitaciones, y que, si aun
así las buscamos, tienen un costo, que debemos pagar sin
tristeza si realmente sabemos lo que queremos.
Si no esperamos demasiado, si no nos fabricamos a cada
momento proyectos extenuantes e innecesarios, nuestro
mundo interior empezará a estar menos atormentado, más
tranquilo, y casi por arte de magia el transcurrir de nuestra
vida se habrá vuelto satisfactorio.
Dentro de lo que cada uno considera satisfactorio hay ac-
tividades más satisfactorias que otras. Hay una escala que
va desde la máxima satisfacción experimentable (esa que for-
zosamente es limitada) hasta el poco definido límite con la
actividad consuelo. Casi podríamos formular una teoría de la
relatividad al respecto: una actividad satisfactoria puede ser
actividad consuelo respecto a otra más satisfactoria pero no
alcanzable por el momento.
De modo que viviremos bien si no pretendemos la má-
xima satisfacción durante demasiado tiempo, si no nos mal-
tratamos pagando un costo demasiado alto por lo que
124
deseamos, y si, a su vez, no reducimos nuestras satisfaccio-
nes a un nivel demasiado poco satisfactorio por rehuir pagar
su costo.
También hay que considerar el fenómeno de la suplanta-
ción de unas actividades satisfactorias por otras, que, aunque
gusten, no satisfacen lo que realmente se busca o necesita.
Abundan los casos de gente que intenta “llenar” con di-
nero su necesidad de afecto, con comida su necesidad de en-
tretenimiento, con entretenimiento su necesidad de sexo o
con sexo su necesidad de dinero. Hay varios tipos de necesi-
dades y por lo tanto varios tipos de actividades satisfactorias;
pero si no encajan, si no sintonizan cada una con la que le
corresponde, habrá un estado de insatisfacción interior que
no podrá remediarse ni disimularse con “otras” satisfaccio-
nes que la que se necesita.
Y, por sobre todo, tendremos que convencernos de que
no habrá satisfacción real si no hay actividad superadora
que nos demuestre que lo más necesario para la felicidad es
un estado interior.
Sin esto, ninguna circunstancia ni actividad será capaz de
mejorar la vida de nadie.
125
La aspiración a vivir mejor
Se define habitualmente al hombre como animal racio-
nal.
No faltan los que, en sus arranques de originalidad, bus-
can otras definiciones, como único animal religioso, o único
animal que ríe.
No falta en eso algo de verdad; pero no es imposible ver
en algunos animales cierta capacidad de razonar, en otros
algo parecido a la capacidad de reír, y en otros cierta religio-
sidad (para la que, créase o no, nosotros venimos a ser los
dioses).
Sin embargo, si se busca la única definición que distinga
al hombre del resto de los seres habría que concluir en la si-
guiente: animal que aspira a vivir mejor.
Lo que verdaderamente nos diferencia de los animales es
que no sólo aspiramos a conservar y reproducir nuestra vida,
sino también a convertirla en “algo más”, en una vida distin-
ta de la que en el presente experimentamos.
Cuando se dice “la esperanza es lo último que se pierde”,
dando por indiscutible que no valdría la pena vivir sin ella,
no se está diciendo que debamos sentarnos a esperar algo
determinado: se está diciendo que lo que da sentido a la vida,
y solemos llamar con el impreciso y peligroso nombre de “es-
peranza”, es la aspiración a vivir mejor, y la paralela convic-
126
ción de que es posible.
No hablaríamos sobre “qué vamos a ser cuando seamos
grandes”, no estudiaríamos cómo tratar con la gente, con las
cosas o con el orden cósmico, no trabajaríamos más de lo in-
dispensable para subsistir, si no existiera en nosotros la as-
piración a vivir mejor.
Este parece ser el nombre más preciso para “eso” que al-
gunos llaman “esperanza” y otros de las más diversas formas,
académicas, vulgares o poéticas, ninguna de las cuales nos
dice muy acabadamente de qué se trata; porque “eso” que
motoriza nuestra vida no está muy al alcance del pensamien-
to ni de la palabra.
Pero lo sentimos en alguna parte de nosotros, y tratamos
de satisfacerlo recurriendo a todo lo imaginable.
La historia es ni más ni menos que el registro de todo lo
imaginable que hicieron los hombres para vivir mejor.
Pareciera que en algunos individuos “eso” no existiera o
estuviera apenas en germen, y viven una vida prácticamente
animal o vegetativa, inspirándonos un sentimiento de lásti-
ma no muy lejano al terror.
Pero, dando por sentado que en una vida digna de lla-
marse humana está presente la aspiración a vivir mejor, y
sin ingresar al tema (amplísimo como toda la filosofía o más
aun) de qué es y cómo se satisface, la intención de este co-
mentario es trazar un panorama de las opciones básicas que
ese sentimiento plantea a nuestra vida, e intentar trazarnos
un modo de responder lo más sano posible.
Cabe decir un modo de responder, entendiendo que esto
no equivale a haber encontrado la respuesta definitiva, sino a
encarar su búsqueda constructiva y no destructivamente.
Respuestas concretas a cómo se satisface la aspiración a
vivir mejor hay muchas, tantas como individuos o como ma-
neras de entender la vida.
Pero modos de responder a ese impulso indefinible pero
innegable e imperioso hay simplemente tres:
1: Actuar.
2: Esperar.
127
3: Resignarse.
Podría hablarse de un cuarto modo que sería negarlo;
pero esto, cuando es una acción emocional o mental, consti-
tuye una variante semi-inconsciente de la resignación.
Cuando en vez de negarlo sucede que directamente no se po-
see ese impulso, estamos ante el caso ya comentado de al-
guien que, por motivos largos de estudiar, vive en estado pre
o sub humano. De modo que todo lo tratado aquí se refiere a
la situación de la inmensa mayoría de los humanos, en los
que esa aspiración existe y exige satisfacción.
Actuar significa ponerse en marcha; moverse, darse
cuenta de que se posee esa aspiración y movilizar las propias
fuerzas para hacer mejor la vida.
En estas palabras tan sencillas se engloba una infinidad
de caminos, modalidades y creencias sobre cómo conseguir-
lo.
Cabe destacar que actuar significa actuar en los dos te-
rrenos otras veces mencionados: el exterior y el interior.
Trabajo sobre el mundo y las circunstancias; actividad supe-
radora sobre uno mismo.
Si no hay actividad superadora, o si aun habiéndola no
existe la suficiente maduración, se puede ingresar a modos
de acción perjudiciales, como, en el intento de hacer “algo”
para vivir mejor, dañarse a sí mismo, a los demás, a la socie-
dad o a la naturaleza.
Aun habiendo una recta acción, una buena intención o
conducta respecto al mundo exterior, si no hay actividad su-
peradora conscientemente asumida, es decir, si no hay una
búsqueda de la felicidad transformando el propio estado in-
terior, no se vivirá bien por mucho que se trabaje o se consi-
ga modificar el mundo externo.
Todas estas posibilidades, incluyendo las de graves erro-
res, se presentan al actuar; pero actuar es el único modo
sano de responder a la aspiración a vivir mejor. Para no caer
demasiado en el error, dentro del concepto “actuar” debemos
incluir el estudio y la reflexión acerca de lo que nos dispon-
gamos a hacer.
128
Aun a costa del peligro de errar y empeorar o hasta ex-
tinguir la propia vida, actuar es el único modo sano porque
es la única posibilidad de acceder a esa vida mejor que se
presiente y desea.
Si no se actúa se desembocará irremediablemente, como
una molécula de agua llevada por un río, en la espera o en la
resignación; y ambas son un desperdicio, un empeoramiento
de la vida.
A primera vista, pareciera que los efectos de algunos
errores posibles al actuar serían peores que los efectos de es-
perar o resignarse; pero en el fondo, en el interior de la per-
sona, esperar o resignarse hacen un daño de otro tipo, un
daño a mayor profundidad, y siempre llevan a una vida peor
que la que se vivirá si se actúa, aunque el que actúa pueda
equivocarse.
Cabe destacar que esperar, como en algún caso comen-
tamos, no debe confundirse con dejar alguna acción para
más adelante, ni con detenerse a observar y considerar. Es-
tos son ingredientes, sanos y recomendables, de la acción.
El individuo que no toma las riendas, que no actúa en
pro de ese vivir mejor, va convirtiendo su vida en un feo
drama en dos actos: en su niñez, juventud y algo después,
vive esperando, creyendo que le llegará alguna vez la “opor-
tunidad” de “recibir” todo lo que sueña, que “le darán” un
maravilloso empleo, o bien que con el que tiene “ganará mu-
cho más” gracias a un inexplicable cambio en sus empleado-
res, en el gobierno o en el mundo, dando por sentado que ese
cambio nunca requerirá de su intervención.
En general, soñará con ser beneficiado por todo lo que
no signifique dedicación propia, por todo lo que no dependa
de sí mismo. Su espera significará tensión, disgusto, tristeza
y rencor permanentes, porque el mundo (y todos los que en
él habitan) le deben algo que no están dándole y siempre
postergan “injustamente”.
Cuando se juntan varias personas así, intercambian co-
mentarios sobre de qué esperar esa vida mejor que quieren,
sobre quién y cómo les va a dar esa vida y quién y por qué
129
tiene la culpa de que aún no la vivan. Se ayudan mutuamen-
te a creer eso que necesitan creer.
Más adelante, cuando pasó demasiado tiempo como para
no darse cuenta de que lo esperado nunca llegó, y el que eli-
gió esperar ve ante sí demasiado poco como para suponer
que lo esperado llegará en el futuro, pasa del optimismo al
pesimismo; el programa anterior se le hace tan insostenible
que va cayendo y siendo suplantado por la resignación, la
convicción de que nada de lo soñado es posible, las diversas
tesis sobre la fealdad del orden cósmico, y de que lo único
mejor de la vida que lleva será el alivio de la muerte, ya sea
porque arribará a otro mundo o sólo porque saldrá de éste.
La espera y la resignación son como dos brazos de una
tenaza que nos triturará indefectiblemente si no caminamos.
Caminar, actuar, es el único modo de no quedar a su alcance,
de no vivir insatisfechos en la tensión de la espera, ni en la
negación a priori de la posibilidad de vivir mejor, que consti-
tuye el peor modo de resignación, porque se da a cualquier
edad y sin siquiera haber probado si hay posibilidad de me-
jorar la vida.
Por supuesto, actuar también puede llevar a la frustra-
ción y a la resignación si pretendemos demasiado, si reque-
rimos la felicidad absoluta a las circunstancias o sucesos en
vez de buscar primordialmente la satisfacción, la solidez in-
terior, por vía de estar satisfechos con nuestro modo de ac-
tuar, por vía de disfrutar de la acción en sí misma.
Vivir bien, satisfacer la aspiración a vivir mejor, consiste
en encarar alegremente el juego de modificar las circunstan-
cias y en encarar seriamente el trabajo de modificarse uno
mismo.
130
Aspiración, imaginación, tensión y ac-tividad
Tal vez nuestro exceso de imaginación sobre el futuro,
nuestra espera, nuestra tensión y nuestra inquietud sobre si
ocurrirá lo imaginado o qué ocurrirá en su lugar, sean efecto
de que en el presente estemos poco ocupados. Es decir, de
que nos queden demasiadas facultades, energías, inquietu-
des, excesivamente “sueltas”, a la deriva, no puestas a pro-
ducir algo más conveniente.
Un médico dijo que “el estrés es una respuesta no especí-
fica del organismo a toda demanda que se le haga”.
Imaginémonos encerrados en un lugar que nos disgusta,
con la puerta de salida ante nosotros y con un gran manojo
de llaves en la mano. La demanda es ser libre, moverse hacia
donde se quiere. La respuesta específica sería introducir la
llave adecuada y salir (o sea un recurso que satisfaga la de-
manda al menor costo posible). Las respuestas no específicas
serían introducir cualquier otra llave, apresurarse, probar
llaves al azar y olvidar cuáles están ya probadas, empujar la
puerta sabiendo que no cederá, pedir auxilio cuando nadie
más tiene la llave, etc., etc.
Esas respuestas no específicas no satisfacen la demanda,
la dejan en marcha. Y la demanda es una tensión. De ahí que
si experimentamos una demanda y no tenemos el modo es-
131
pecífico de satisfacerla ingresamos al territorio de la hiper-
tensión.
Si transcurre mucho tiempo sin que logremos satisfacer
la demanda, inevitablemente desembocaremos en la enfer-
medad o en la ilusoria salida de la descarga de tensión (pa-
tear la puerta, insultar, llorar), que viene a ser una especie de
alivio dentro del fracaso, pero deja completamente intacto el
problema (la demanda insatisfecha) y no evita de ningún
modo que la tensión comience a acumularse nuevamente.
De modo que el problema tiene una solución preventiva:
no generar demasiada demanda por la vía de “pensar de
más”, y una solución activa: encontrar el modo adecuado de
satisfacer la demanda.
La falta de solución activa, el dejar “desempleadas” nues-
tras facultades, empeora a su vez el aspecto preventivo; por-
que nuestras facultades se dedican en ese caso a generar más
demanda.
La demanda incrementada, fruto de la insatisfacción
mal afrontada en un campo particular o del solo hecho de
“tener tiempo” y facultades no ocupadas en fines más útiles,
puede crecer descontrolada y tal vez interminablemente, co-
mo el fuego mientras sigue encontrando combustible. Con-
vertida en una especie de monstruo insaciable, no se conten-
tará con succionar todo lo disponible en el presente: man-
tendrá la boca abierta buscando saciar su ansiedad con “lo
próximo” que aparezca ante sus fauces. Y como “lo próximo”
le es tan indispensable, nos incentivará a fantasear en tal
grado que viviremos creyendo que “próximamente”, casi
“ya”, obtendremos tal o cual satisfacción, con la cual se cal-
mará absolutamente nuestra ansiedad y empezará una nue-
va etapa de nuestra existencia, en la que viviremos absoluta
y permanentemente satisfechos.
Este esquema, tan familiar en la vida propia y ajena, es
una fantasía que intenta calmarnos y consigue todo lo con-
trario; porque, al no aparecer nunca esa satisfacción tan
“próxima” y “definitiva”, el monstruo de la demanda auto-
construida crece y se desespera, aumenta su apetito y multi-
132
plica en nosotros la ansiedad y el sufrimiento. Es como si,
ante esa puerta de la que no encontramos la llave, nos pusié-
ramos a imaginar que en pocos segundos se abrirá sola.
Como no hay cambios de circunstancias ni capacidad de
logro tan poderosos ni tan rápidos como la capacidad de au-
togenerar demanda, a fuerza de sufrir hasta el límite de lo
soportable terminamos vislumbrando la única salida sana:
dejar de alimentar ese fuego que nos consume y destruye;
matar al monstruo de la demanda artificial, y convivir ar-
mónicamente con el animal amistoso de la demanda natu-
ral, esa que nos llama sin que la hayamos acicateado con la
fantasía, y no nos atormenta a no ser que vivamos en cir-
cunstancias demasiado adversas (demasiado adversas para
nuestra naturaleza, no para nuestra creencia).
Para matar a ese monstruo no es necesario ningún tipo
de violencia contra uno mismo (más bien es un acto de vio-
lencia su existencia): sólo hace falta dejar de alimentarlo.
Y su alimento es el funcionamiento fantasioso, impro-
ductivo, “en vacío”, de algunas de nuestras facultades.
Por lo tanto, como no podemos “apagar” nuestras facul-
tades, debemos ocuparlas en lo adecuado.
En vez de buscar otros peligros que tal vez no existan,
debemos prevenir el de la desocupación o subocupación de
nuestras facultades.
A primera vista tendemos a asociar esta idea con el des-
empleo de tipo socioeconómico, que por supuesto afecta
nuestra situación interna y nuestras facultades; pero, como
con mayor desarrollo interior se conquistará independencia
de las circunstancias, el hecho de que los demás no deman-
den nuestra actividad no nos impedirá autodemandarnos en
actividades como la misma búsqueda de empleo o la activi-
dad superadora. En síntesis: siempre dispondremos de algo
que hacer.
Por razones sociales o internas, muchas veces nos dedi-
camos, o “semi-dedicamos”, a actividades que no ponen en
función nuestras facultades del modo más adecuado. El re-
sultado es que nuestras facultades quedan “a la deriva”, dis-
133
ponibles para el fantaseo o la generación de demandas arti-
ficiales.
En otro punto se analizaba la diferencia entre el juego de
azar y el ajedrez, explicando que mientras en el primero es-
peramos, en el segundo nuestras facultades son exigidas al
máximo; por lo cual actuamos sin que nos quede margen pa-
ra imaginar nada perjudicial.
Cuando la atención y la aspiración a vivir mejor no son
acaparadas por la acción (entendiendo que la acción no de-
be excluir espacios para el descanso ni para la reflexión), pa-
san a moverse por su propia inercia y a buscar irremedia-
blemente satisfacción por cualquier otro camino. Y al no se-
guir el camino de la acción, todo lo que hagan llevará al su-
frimiento y al autodesequilibrio.
Por lo tanto, una parte fundamental de nuestra actividad
superadora, de nuestro modo de tratarnos a nosotros mis-
mos, deber ser probar, vislumbrar y encontrar ocupaciones
(tanto en el rubro trabajo como en el de actividad satisfac-
toria) que pongan en marcha todas nuestras potencias y as-
piraciones, de modo que experimentemos, incluso en el tra-
bajo por obligaciones externas, la satisfacción plena del desa-
fío, de la lucha, de estar plenamente dedicados, entregados,
y sin un solo pensamiento de que algo nos falta.
Si lo que hoy hacemos no nos lleva a ese objetivo, si sen-
timos que no somos fieles a nuestra vocación, el único ca-
mino para vivir bien será comenzar ya mismo, con la mayor
dedicación y sinceridad, a buscar ocupaciones que nos satis-
fagan más plenamente.
Esta misma búsqueda, al responder a un requerimiento
de nuestra naturaleza, será una actividad satisfactoria, y la
sensación de que “nos falta algo” comenzará a disolverse, in-
dicándonos con esto el camino de la no-infelicidad.
135
El impulso hacia la máxima satisfac-ción
Por naturaleza tendemos a volver a experimentar aquello
que nos dio satisfacción; y entre todo lo que lo hizo (a lo que
agregamos todo lo que suponemos que lo hará) preferimos lo
que nos dio, o promete darnos, la satisfacción más intensa.
Este “preferimos” no es una decisión ni una elección
mental: es un impulso instintivo y emocional propio de todo
ser vivo, que se asocia y potencia con la aspiración a vivir
mejor propia de los humanos.
Al estudiar la actividad satisfactoria se veía que no po-
demos pasar el 100% de nuestro tiempo en estado de máxi-
ma satisfacción; porque algunas satisfacciones desgastan
temporalmente nuestras capacidades y porque otras requie-
ren que invirtamos parte de nuestro tiempo en conseguirlas.
Sin embargo, el impulso a la máxima satisfacción no re-
conoce imposibilidades, al menos en el principio de la vida.
De ahí que los niños se lancen sin reflexión sobre lo deseado,
no escuchen recomendaciones en contrario y sólo acaben de-
teniéndose (física pero no emocionalmente) ante una barrera
material infranqueable, ante la cual llorarán y patearán hasta
que se agoten sus fuerzas. Más adelante comenzarán a dejar
de llorar y patalear, empezando a aceptar en cierta medida la
136
idea de que alguna cosa no se puede.
Así, el impulso a la máxima satisfacción va contrabalan-
ceándose con el sentido de realidad, dejando atrás su salva-
jismo y descontrol iniciales.
Desde el “puesto de control” del individuo, el discerni-
miento va determinando que el impulso a la máxima satis-
facción no se desborde, porque se hace evidente que chocar,
llorar y patalear disminuyen la satisfacción disponible en el
momento de hacerlo.
Sin embargo, abundan los casos de gente con escaso sen-
tido de realidad, que no por ser adultas dejan de lanzarse sin
pensar sobre las cosas o de violentarse ante cada imposibili-
dad. En alguna medida, todos padecemos algún grado de in-
madurez al respecto, manifestado en el hecho de que el im-
pulso a la máxima satisfacción suele empeorarnos la vida
durante más tiempo que aquél en que nos sitúa en la máxima
satisfacción buscada.
Para todo el que no se haya matado en el embate inicial,
o no esté en una celda pateando puerta y paredes, existen,
por imposición de la realidad, momentos en que se vive sin
desplegar a pleno el impulso a la máxima satisfacción.
Esto significa que, en esa gran mayoría de gente más o
menos madura y controlada, el impulso a la máxima satisfac-
ción no se despliega plenamente sobre la realidad exterior;
pero sí puede seguir haciéndolo dentro de la persona; con
una de dos posibilidades: insatisfacción o desenfreno.
La insatisfacción es el sentimiento de estar viviendo peor
de lo que se podría vivir. Es mayor en la medida en que
deseemos de más o trabajemos de menos.
El desenfreno es la realización impulsiva, sin ninguna
consideración sobre posibles consecuencias, de actividades
satisfactorias posibles pero inconvenientes.
Estas son inconvenientes porque posteriormente aca-
rrean insatisfacción por sus consecuencias en los siguientes
terrenos:
137
Social: Encarcelamiento, multas, aislamiento social, carencia económica, pérdidas de derechos, de empleos, de relaciones con personas.
Biológico: Enfermedad, malestar, disminución física, muerte.
Espiritual: Disconformidad consigo mismo, disminu-ción de capacidades humanas.
Las consecuencias sociales, si bien pueden ser burladas
mediante la astucia, poseen más poder de amedrentar por
ser más inmediatamente visibles y dramáticas, y acaban im-
poniendo sus normas a la mayoría de las personas (que so-
lemos llamar “adaptadas”).
Esta mayoría tiene claro el principio de no violar leyes
que le pueden significar castigos impuestos desde afuera. Sin
embargo, una abrumadora mayoría de los seres padece algún
grado de incapacidad para manejarse allí donde los demás no
los ven ni les prohíben nada: ante las leyes de la vida.
Porque hay medios generalmente disponibles para pro-
veer satisfacción: comida, bebida, cigarrillos, drogas, etc.,
que, salvo el caso de la comida en la medida necesaria, pro-
vocan un empeoramiento de la vida a largo plazo. Y, sin
embargo, el ser humano vive lanzándose hacia ellos porque
no acepta, no aguanta, no resiste, vivir en un estado de me-
nor satisfacción que el inmediatamente alcanzable en cada
momento. Basta que la satisfacción inmediata se ofrezca ante
nuestros ojos para que compulsivamente la tomemos, sin
casi nunca decidir otra cosa.
Más adelante, cuando las leyes de la vida nos encarcelan
en un cuerpo enfermo o una mente desequilibrada, o nos
multan con altas cuotas de malestar, nos damos cuenta de
que no hubiera convenido proceder como procedimos. Y, si
el sufrimiento fue lo suficientemente convincente, dejamos
de lanzarnos tan irreflexivamente hacia cualquier satisfac-
ción.
138
Si utilizamos adecuadamente nuestras facultades, po-
dremos llegar a evitar esas caídas incontroladas hacia futuros
malestares, sin tampoco sentirnos mal por no lanzarnos ha-
cia toda satisfacción disponible.
Así como nos convencemos de no robar ni matar sin ne-
cesidad de haber ido presos nosotros, sólo por ver lo que les
pasa a quienes lo hicieron, con las leyes de la naturaleza po-
demos también convencernos suficientemente de la inconve-
niencia de algunas actitudes. Esto se hará con más fuerza en
la medida en que nos interese el tema y le prestemos aten-
ción.
La necesidad del aprendizaje por sufrimiento disminuye
en la medida en que alcancemos aprendizaje por observa-
ción.
Cuando hay atención, cuando se observa que inevita-
blemente determinados actos traen determinadas conse-
cuencias, se puede ir desalojando intermitente o definitiva-
mente al impulso a la máxima satisfacción de la “cabina de
control” de nuestra persona.
Además, el impulso a la máxima satisfacción depende de
la capacidad de deseo, del futuro presunto que nos elabora-
mos y, en última instancia, de nuestras fantasías. Si creemos
posible vivir cada instante disfrutando de insuperables place-
res que no nos demandarán esfuerzo previo ni nos traerán
ninguna consecuencia, no sólo nuestro impulso a la máxima
satisfacción estará continuamente encendido y acelerado,
manejándonos como una marioneta, sino que ante cada cosa
que no resulte como deseamos nuestra vida se transformará
en un drama, sentiremos que “no puede ser” que vivamos
“tan mal”, y rezongaremos contra Dios y cada una de sus
criaturas porque las cosas “no son como deberían”.
Si incrementamos la observación de la realidad externa e
interna, si cobramos sentido de realidad y aprendemos a
sentir el bien y desearlo a plazos no tan inmediatos, dejare-
mos de acicatear a nuestro impulso a la máxima satisfacción
con la fantasía, y éste no se “desbocará”, se reducirá a una
reserva de combustible que nos impulsará cuando realmente
139
sea conveniente y hacia donde nosotros lo determinemos
desde la cabina de mando.
Este esquema tan fácil de trazar es enormemente difícil
de plasmar en nuestro mundo interior: el impulso a la má-
xima satisfacción sigue disputándole el poder al sentido de
realidad, y en la mayoría de los casos quitándoselo.
Para que esto deje de ocurrir debemos previamente sa-
ber por qué ocurre.
Todo indica que se debe a que el impulso a la máxima sa-
tisfacción es una potencia instintiva: está ahí con todo su po-
der desde que nacemos, mientras que el sentido de realidad
es producto del aprendizaje, entendiéndose éste como resul-
tado de la interacción entre las ganas de aprender y la expe-
riencia.
Es como un combate en el que un bando ya sabe todo lo
que se puede saber sobre la guerra, mientras que el otro co-
mienza sin saber absolutamente nada. En este caso los ban-
dos sólo se disputan el territorio; no pueden destruirse uno
al otro, a no ser que cometan el error de destruir el mismo
territorio (la persona que habitan) y perder la guerra ambos.
La guerra comienza, por lo tanto, con un total predomi-
nio del impulso a la máxima satisfacción; pero poco a poco el
sentido de realidad adquiere poder y domina algún sector de
territorio; pero si se impusiera por la fuerza sobre el impulso
a la máxima satisfacción, el resultado sería un individuo
eternamente insatisfecho.
El único resultado superador puede ser una alianza
donde ambos realicen su vocación; porque el sentido de
realidad no está en realidad interesado en eliminar la satis-
facción, sino más bien en asegurarla, y en evitar las conse-
cuencias de una búsqueda ciega de la misma. Se encuentra
en el aprieto de enfrentarse a alguien a quien no ve como
enemigo, pero que lo considera enemigo a él. Y su único me-
dio de llegar a esa alianza beneficiosa para ambos es ir ha-
ciendo propuestas de paz al impulso a la máxima satisfac-
ción, convenciéndolo de que no viene a luchar contra sus in-
tereses, sino a ofrecerle el secreto de cómo llegar a la máxima
140
satisfacción posible, entusiasmándolo con sus propuestas
con más fuerza que la que ejercen los objetos exteriores. El
único desenlace sano será aquél en el que el impulso a la má-
xima satisfacción se sienta bien como motor y el sentido de
realidad trabaje sin desórdenes como conductor de las accio-
nes del hombre.
El impulso a la máxima satisfacción es una fuerza instin-
tiva, no tiene inteligencia para aprender, pero sí, y mucha,
para luchar por lo único que sabe; y lo único que sabe es que
tal o cual experiencia fue placentera. Por lo tanto, su finali-
dad primera y última es repetir experiencias conocidas. Si
hay posibilidad de otras satisfacciones mejores, eso escapa a
sus facultades. Sólo cuando ve que su aparente enemigo pue-
de ser un aliado que le demuestre con hechos que lo conduci-
rá a mayores satisfacciones, se asociará gustosamente con él
en vista de que tienen la misma finalidad.
Eso sí: no se someterá a la guía del sentido de realidad
hasta que éste no le haya demostrado unas cuantas veces que
sus propuestas dan mayores satisfacciones que las que antes
obtenía luchando a ciegas, que no es un enemigo peligroso
sino un socio sumamente conveniente.
Sin embargo, si el sentido de realidad es inexperto o pa-
dece la enfermedad de la fantasía, sus propuestas, que al
principio entusiasman al impulso a la máxima satisfacción,
pueden después enfurecerlo hasta el estallido si resultan
equivocadas.
En esos casos el hombre se vuelve peor que el animal,
porque éste sólo tiene facultades para perseguir lo conocido,
y con ellas no corre peligro de desequilibrarse. Cabe observar
que algunos animales padecen desequilibrios cuando viven
con el hombre y éste les hace demasiado fácil alimentarse;
con lo que el impulso a la máxima satisfacción no se contra-
balancea con la conciencia del costo de conseguir alimento ni
con la inconveniencia del exceso de peso en caso de combate.
El hombre puede sufrir alteraciones y desequilibrios simila-
res si se aleja más de la cuenta de las exigencias de la natura-
leza.
141
Ante todo esto ¿cómo hacer para que el impulso a la má-
xima satisfacción no nos lance sobre cualquier cosa que nos
llame la atención y termine empeorando nuestra vida?
La única fuerza suficientemente poderosa para contra-
rrestarlo es y será la convicción.
El impulso a la máxima satisfacción no contendrá su
propio ímpetu, no se contrariará a sí mismo, a no ser que
perciba por experiencia propia que además de ese lanzarse
ciegamente hay otros modos de obtener satisfacción, que
pueden darle mejores resultados, y que el sentido de reali-
dad, antes un aparente enemigo, tiene los mismos intereses
que él y puede favorecerlo.
De todos modos, hay que tomar esta afirmación con pin-
zas, no creer demasiado que el impulso a la máxima satisfac-
ción pueda reflexionar. Cuanto mucho, podemos lograr que
no se desboque, que no se potencie más de la cuenta.
El objetivo debe ser, una vez que logremos que el impul-
so a la máxima satisfacción deje de apoderarse de nosotros,
poder gobernarnos a nosotros mismos para lograr una vida
mejor que la que él nos propone.
Esta sólo será posible si estamos convencidos profunda-
mente, de raíz, que la máxima satisfacción inmediata no es el
mayor de los bienes. Más aun: ni siquiera podremos, por to-
do lo ya dicho en relación a la actividad satisfactoria, vivir
permanentemente en estado de máxima satisfacción.
Aquí debe cobrar importancia el control de qué hace
nuestra mente. Si ésta vive a cada momento lamentando no
experimentar la máxima satisfacción posible, si le pone a ca-
da uno de esos momentos el calificativo de “malo”, sentire-
mos, sin que la realidad externa haya dispuesto ningún tipo
de condena, que es “mala” la totalidad de nuestra vida.
Si, en cada momento en que no experimentemos la má-
xima satisfacción posible, proseguimos nuestra vida sin creer
que estamos sufriendo una desgracia sino que eso es lo más
natural del mundo, la misma condición de “no sentirse mal”
desembocará en lo que todo ser humano busca: sentirse bien.
143
La suerte
En abundantes casos en que se habla de la felicidad, o de
cualquier logro o proyecto, no falta quien mencione el tér-
mino “suerte”: por suerte encontré lo que quería /tuve suer-
te en mi carrera / lo intentamos pero no tuvimos suerte / no
se consigue nada sin un poco de suerte / etc.
Por muy repetido que sea el concepto, por más que to-
dos lo den por entendido, si se reflexiona un poco más de lo
habitual aparece un inquietante nivel de duda sobre de qué
se trata en realidad.
Tampoco, por muy habitualmente que se mencione la
suerte, se está muy seguro de que exista (esto también de-
pende de tener clara la idea de qué es).
Para algunos, hay fuerzas externas poco conocidas que
actúan deliberadamente en favor o en contra de determina-
das personas. Otros no se atreven a incluir el deliberadamen-
te; en general porque ni unos ni otros pensaron muy detalla-
damente en el asunto.
Lo cierto es que todos solemos hablar de la suerte; pe-
ro a la hora de decir seriamente de qué se trata nos damos
cuenta de que no lo sabemos.
El “no lo sabemos” es prácticamente el mejor de los
casos, ya que en todos los otros el hombre se pasa la vida re-
curriendo a este concepto para sacarse responsabilidades de
144
encima: si no obtuvo lo deseado porque no hizo lo necesario,
puede decir que tuvo mala suerte; si no está dispuesto a ha-
cer lo necesario en el futuro, puede imaginar que si tiene
suerte obtendrá todo sin pensar ni trabajar.
La definición de qué es la suerte presenta dificultades
precisamente porque en ella interviene la subjetividad, el
deseo, el modo de vida de cada uno.
Con un poco de objetividad, podríamos coincidir todos
en que llamamos “suerte” a los factores que no podemos
prever ni manejar.
Por ejemplo, qué número de un dado va a quedar hacia
arriba. En realidad este fenómeno está tan sujeto a las leyes
de la naturaleza como cualquier otro: la fuerza con que se lo
lance, la posición desde la que inicie su recorrido, la direc-
ción en que vaya, la distancia hasta la superficie en que irá a
caer, y otros factores muy difíciles de calcular, determinarán
que caiga sólo de una determinada manera; pero como es
tan complicado prever todo eso decimos que es azar, y que el
que apostó al número que quedaría hacia arriba tuvo suerte.
Por lo tanto hay una definición tentativa y aproxima-
da: es suerte todo lo que ocurre sin que podamos preverlo ni
controlarlo.
Dentro de ese todo hay causas que producen efectos
coincidentes con nuestros deseos y otras que producen lo
contrario. De ahí que hablemos de buena o mala suerte.
Si llamamos suerte a esto, es poco menos que imposible
decir que no existe.
Si de esta definición sencilla tratamos de pasar a otra
más profunda, empezaremos a pelearnos por los diferentes
papeles que cada uno intenta adjudicar a la suerte. Unos
dirán que hay fuerzas externas que actúan deliberadamente,
otros se reirán de esto, los primeros se enojarán porque se
duda de lo que dicen, y lo más posible es que nunca se llegue
a una conclusión.
Hay puntos en que, lejos de necesitar una conclusión,
necesitamos precisamente lo contrario: no sacar conclusio-
nes de donde no hay razones para sacarlas.
145
Hablar de todo lo que ocurre sin que podamos preverlo
ni controlarlo no significa de ninguna manera que eso que
ocurre fuera de nuestro alcance esté fuera del orden y de las
leyes del universo.
Dicho de otra manera, todo eso que no prevemos ni con-
trolamos no está en esa área por poseer características distin-
tas a las del resto de los fenómenos, sino simplemente por-
que no alcanzamos (tal vez sólo por el momento) a conocer-
lo. Como el resto de las cosas, está total e indisolublemente
sujeto a las leyes de causa y efecto. Todos los efectos que esa
parte de la realidad produzca estarán en concordancia con el
principio de “a igual causa, igual efecto”. No puede ser que en
determinada combinación de circunstancias “pueda pasar
tanto una cosa como la otra”: se producirá el efecto que co-
rresponde a esas circunstancias y no otro. Si en algunos casos
presenciamos efectos sorprendentes e inimaginados es por-
que provienen de causas que no conocíamos. El hecho de
que no conozcamos un área de la realidad no significa (como
desearían los que quieren “salvarse” de las leyes de la vida)
que se trate de un área dominada por el azar absoluto ni por
leyes distintas a las del resto de las cosas.
Un universo regido por la ley de causa y efecto no es ne-
cesariamente un universo “materialista” ni carente de instan-
cias espirituales. Si hay seres espirituales o sobrehumanos,
actúan con sus poderes sobrehumanos de la misma manera
que nosotros: sujetos voluntaria o involuntariamente a un
orden cósmico que rige todos los fenómenos.
Pese a toda la complejidad de la realidad conocida y de la
desconocida, y hasta independientemente de que el universo
sea como lo pensamos o no, disponemos en el terreno de la
práctica de una conclusión asombrosamente fácil: si la suer-
te es aquello que no podemos prever ni manejar, lo más sano
para vivir bien es no preocuparse por ella.
Si algún factor imprevisible puede incidir en favor o en
contra de nuestros planes, en vista de que no podemos pre-
verlo, precisamente porque no podemos preverlo, e indepen-
dientemente de cuánto porcentaje del universo desconozca-
146
mos, nos queda una única y extremadamente simple alterna-
tiva: ejecutar nuestros planes.
Aquí surge una cuestión seria, pero que en realidad no
tiene relación con la suerte: debemos ejecutar nuestros pla-
nes con la mayor precaución posible, con el mayor cuidado
de que no haya quedado algo previsible sin tener en cuenta;
pero subrayando lo de previsible.
Intentar pensar más allá de lo que podemos prever es ni
más ni menos que inútil. A no ser que en realidad sea una
excusa inducida por el miedo o la pereza para no ejecutar
nuestros planes.
En un mundo en el que permanentemente se entrecruzan
causas y efectos, los efectos pueden coincidir o no con nues-
tros deseos (la única causa que en este mundo puede produ-
cir exclusivamente efectos coincidentes con nuestros deseos
es nuestra propia intervención, siempre y cuando no nos
equivoquemos). Como consecuencia de esto nace una idea
muy poco reflexiva, pero que muy habitualmente ronda por
las mentes humanas: si los fenómenos que ocurren no nos
favorecen, “tenemos mala suerte”.
Pero ¿por qué tendría que trabajar la concatenación de
causas y efectos en favor de un individuo en especial? Y si
hubiera seres benignos o malignos trabajando desde mundos
invisibles, serían parte de la concatenación de causas y efec-
tos. En tal caso, ¿qué los determinaría a favorecer más a unos
que a otros?
Es también muy común decir que esas fuerzas favorecen
a algunos seres porque “se lo merecen”, de ahí pasar a creer
que uno está entre los que merecen lo mejor, sin decirse qué
hizo de bueno para merecerlo, y sin proponerse hacerlo en
un futuro previsible.
Es muy común suponer que uno mismo tiene algo de es-
pecial para que la realidad, con o sin entidades conscientes
en mundos invisibles, trabaje para favorecerlo. Todo eso es
producto de la fantasía generada, por una parte, por la fuerza
del deseo, que tiende a no aceptar una realidad donde no su-
ceda lo que deseamos, y, por otra parte, por la inclinación a
147
no esforzarse ni molestarse, que tiende a desear que el mun-
do haga por y para nosotros lo que no hacemos con nuestras
propias manos.
De ahí que cuando esto no sucede, en vez de tomarlo co-
mo lo más natural del mundo se dice que hubo mala suerte.
Detrás de todo esto subyace siempre una actitud, una de-
ficiencia moral: no querer observar la vida, ni esforzarse, ni
arriesgarse, y al mismo tiempo desear obtener lo mejor del
mundo mediante la intervención de los demás, del azar o de
entidades enigmáticas que por alguna razón harán todo en
nuestro provecho.
La persona moralmente sana y limpia hace todo lo con-
trario: no espera nada de fuerzas externas ni cree que éstas
tengan alguna obligación para con ella; simplemente traba-
ja, se convierte a sí misma en la causa (la única posible y con-
fiable) que puede producir los efectos que le gustaría que
ocurrieran.
Imaginemos un ejemplo: dos personas se dedican a estu-
diar, a prepararse seriamente para ganarse la vida. Se capaci-
tan en todo lo que pueden, no dejan nada librado al azar, se
convencen de que lo verdaderamente decisivo es su capaci-
dad y su conocimiento, y una vez que se prepararon con todo
su esmero salen a vender.
Uno vende el producto “A” y tiene gran éxito, se dice a sí
mismo que hizo todo muy bien y que valió la pena capacitar-
se. Otro sale a vender el producto “B” y vende muy poco, se
dice que “algo anduvo mal” y hasta puede pensar que “fraca-
só”, que no vale la pena capacitarse ni esforzarse.
Y seguramente alguien dirá que uno de ellos “tuvo suer-
te”.
¿Este hecho, como tantos similares, demuestra que existe
la suerte?
En realidad sólo demuestra que a la gente le interesa
mucho el producto “A” y le interesa poco el producto “B”
(aquí se usa el ejemplo de vender distintos productos, pero se
podría juzgar igualmente las alternativas de ejercer distintas
profesiones, habitar en distintos lugares, etc.). Cualquier di-
148
ferencia de resultados se debe a algún detalle poco conocido
de la realidad, y no significa que existan fuerzas deliberadas
ni predeterminadas en favor de un vendedor ni en contra del
otro.
Si nadie estaba enterado de esa disparidad de gustos en
los potenciales clientes, con la práctica de salir a vender se la
descubrió, y ese factor desconocido se transformó en conoci-
do; dejó de pertenecer al mundo de lo imprevisible.
El hecho de que uno haya encarado una actividad que lo
benefició inmediatamente y el otro una que le hizo perder
tiempo puede ser llamado “suerte”, si damos a este término
el sentido de factores no previsibles ni manejables que pue-
den incidir sobre nuestros planes.
Pero ¿qué sentido tiene y para qué sirve el nombre que le
pongamos? En circunstancias favorables o adversas, lo único
que verdaderamente sirve es continuar trabajando por lo
deseado.
Desde ahora el vendedor que “fracasó”, si luego de lo
ocurrido no se hizo daño con su propio pensamiento, sabe un
poco más sobre el tema y puede continuar sus planes ven-
diendo otra cosa, o darse cuenta de sus mejores cualidades
no son las de vendedor y dedicarse a otra actividad. Simple-
mente chocó con un aspecto desconocido de la realidad. Si en
todo su período de aprendizaje no dispuso de un modo de
preverlo, no hubo ninguna falta de responsabilidad de su
parte.
Si cumplimos con nuestra parte, si consideramos todo lo
que está a nuestro alcance y no dejamos sin pensar algo que
podríamos haber pensado, estamos poniendo todo lo necesa-
rio para no convertirnos en esclavos voluntarios de la suerte.
Tal vez nos quede un poco de miedo a lo imprevisible y
desconocido; pero no será de ningún modo una debilidad.
Nos acostumbraremos a vivir con este factor, que desde el
principio de los tiempos acompaña la existencia humana.
Hace unos dos mil años, los filósofos estoicos ponían én-
fasis en la idea de preocuparnos únicamente por lo que de-
pende de nosotros.
149
Esto es por una parte una actitud moral (sería inmoral y
evasivo preocuparse por lo otro), y por otra una fórmula sen-
cilla y eficaz para la felicidad (preocuparse por lo que no de-
pende de nosotros nos llevaría a un permanente estado de
dependencia y sufrimiento).
La idea no es nueva. Simplemente falta asociarla con el
tan remanido tema de la suerte: todo lo que no depende de
nosotros, ya esté manejado por seres malignos o benignos, ya
sea producto del absoluto azar o de leyes naturales cuyas in-
terrelaciones son demasiado difíciles de prever, es mejor que,
precisamente por ser inalcanzable, deje de ser parte de nues-
tras preocupaciones, y que nos dediquemos a llevar a cabo lo
posible, que precisamente se volverá posible porque nos po-
nemos a trabajar sobre la parte controlable de la realidad.
Aquí aparece otro punto para reflexionar: tal vez haya
factores que consideramos incontrolables o imprevisibles y
no lo son; tal vez parte de lo desconocido pueda volverse
cognoscible y controlable.
Dejar fuera de nuestra atención algo que tal vez debamos
atender sería una falta ética y práctica a la propuesta estoica.
Debemos prevenir, tomar precauciones, hasta el límite
de nuestras posibilidades (o del tiempo disponible en cada
caso).
Más allá de lo conocido siempre estará lo desconocido;
pero un determinado fenómeno puede ser traído desde ese
más allá hacia este lado. Dicho de otra manera, se puede
desplazar el límite hacia adelante, con lo que algunos objetos
que estaban “del otro lado” quedarán en el terreno de lo visi-
ble y familiar.
Por ejemplo, la utilización de computadoras para anali-
zar resultados de juegos de “azar” hizo que algunos fenóme-
nos pasaran del terreno de lo imprevisible al de lo previsible,
y hasta obligó a modificar algunos reglamentos de las casas
de juegos. No fue un “milagro” ni una ruptura de las leyes
naturales: simplemente se pudo analizar los mismos hechos
con más detalle que antes.
Lo mismo sucede respecto a lo que es “imprevisible” para
150
una persona y previsible para otra. Con experiencia y aten-
ción, se puede extender imprevisiblemente el límite entre lo
previsible y lo imprevisible.
Algunos accidentes son adjudicados a la mala suerte por
las personas no inclinadas a reflexionar ni a prevenir; mien-
tras que para otras están dentro de las posibilidades previsi-
bles, y por lo tanto a ellas no les ocurren.
Existen los campos de lo previsible y de lo imprevisible, y
una de las posibilidades del hombre es desplazar el límite
entre ellos para que queden más sucesos a su alcance. Quien
encara esto está acrecentando su propio poder y disminu-
yendo el de la suerte.
En síntesis, si sabemos que algunos fenómenos (sean
cuantos sean) quedan fuera de nuestro alcance, lo más sano
es no ocuparnos de ellos, y movernos en pos de lo que sí po-
demos.
Podemos dejar sin resolver el tema de las influencias ma-
lignas o benignas y el de que exista o no esa cosa intangible
llamada suerte. Precisamente porque la suerte es “lo que está
fuera de nuestro alcance” no podemos hacer nada al respec-
to, y sí podemos dedicarnos a lo mucho que está nuestro al-
cance para trabajar por lo que deseamos.
Muy a menudo aparece en este terreno la idea de que “a
la suerte hay que ayudarla”.
Si esta propuesta se refiere a lo que está a nuestro alcan-
ce hacer o sembrar, eso que hagamos no será parte de “la
suerte”: será ni más ni menos que parte de nuestro trabajo.
“La suerte” seguirá tan fuera de nuestro alcance como siem-
pre.
En el fondo de todas estas cavilaciones subyace el gran
tema básico: la gran alternativa no está en creer o no creer
que exista la suerte, sino en arrojarse o no arrojarse a sus
brazos.
No importa si la suerte existe o no: importa si ponemos
nuestro futuro en sus manos o en las nuestras.
Si les prestamos la suficiente atención, las habituales dis-
cusiones acerca de la suerte no van dirigidas a “demostrar”
151
que existe o que no existe: van dirigidas a proponer depen-
der de la suerte o a proponer depender de uno mismo.
La ofuscación de uno y otro de los bandos formados en
torno al tema no se debe a las diferencias sobre cómo es la
realidad, sino a las relativas a cómo conducirse.
No es una cuestión de conocimiento o ignorancia: es una
cuestión de actitud.
La inclinación a sostenerse sobre uno mismo, y sostener
sobre uno mismo el futuro que se desea, es una actitud moral
y práctica de los que encaran la vida con sinceridad y respon-
sabilidad. La inclinación a sostenerse en factores externos,
como la ayuda ajena, los designios inescrutables de algún
plan cósmico o, llegado el caso, la suerte, es propia de quie-
nes no asumen responsabilidades.
Es fácil detectar a los que no asumen responsabilidades:
viven la mayor parte de su tiempo concentrados en lo que no
depende de ellos. Cada vez que se habla de algún problema se
refieren a todas las causas externas e “inmodificables” que lo
determinan, tienden a convencerse e intentar convencer a los
demás de que el bien o el mal que acceda a nuestras vidas es
obra de factores externos, están siempre listos a salir en de-
fensa de “la suerte” y se molestan, se ponen agresivos ante
quienes defienden la importancia de la propia conducta.
Un argumento muy usual a tal fin es incluir los designios
de Dios como cúspide de los factores externos, y como conse-
cuencia acusar de “hombres de poca fe” a los que pretendan
desestimar tales factores.
Independientemente de quién lo diga, más de una vez
puede aparecernos la idea de que, por algún designio de Dios
determinado por nuestro propio merecimiento, puede “estar
escrito” que alguno de nuestros planes salga mal y nos sobre-
venga el sufrimiento.
Si creemos que tal cosa es posible, la resolución en la
práctica es muy simple y nada contradictoria con lo ya dicho:
como nunca sabemos “qué va a pasar”, y como Dios no nos
anticipó nada sobre lo que puede haber determinado para
nuestra vida, lo único que tiene sentido es, una vez más, tra-
152
bajar por lo que deseamos que suceda.
No hay ningún motivo sano para hacer otra cosa.
Precisamente por ser lo que no depende de nosotros, la
suerte es elegida por las personas huidizas o irresponsables
como elemento ideal al que abrazarse. No se abrazan porque
creen mucho en la suerte, sino porque creen poco en sí mis-
mos.
Y si vamos más lejos, la raíz de todo no es qué se cree,
sino qué se tiene ganas de hacer.
Los que tienen ganas de hacer, hacen. Los que no tienen
ganas de hacer, se convencen de que lo que desean les será
traído por la suerte.
Esto, y no lo que se piense sobre la suerte, es el verdade-
ro punto inicial. Todas las aparentes teorías que se elaboran
como consecuencia son precisamente eso: una elaboración,
un efecto de lo que previamente se prefiere en lo más pro-
fundo del sentimiento.
Evidentemente, nos encontraremos con muchos que dis-
cutan estas ideas, que intenten golpearnos por despreciar el
factor suerte, que intenten demostrar que éste es lo más im-
portante de la vida.
Serán los que intentan vivir sin dedicarse, sin construir
su vida con hechos, porque esto requeriría la decisión de
moverse.
Y esta decisión es una de las más difíciles para el ser hu-
mano, que en caso de no tomarla volcará toda su habilidad
para convencerse de que evitarse esa molestia es la mejor
opción posible.
153
Cualidades que determinan finalidades
Antiguas enseñanzas del Hinduismo afirman que toda la
materia del universo está impregnada, podríamos decir inte-
grada, por tres cualidades, que se entremezclan en distintas
proporciones en cada entidad existente, entendiendo que ca-
da uno de nosotros es también una de esas entidades, y que
la materia no es sólo lo que en Occidente denominamos así
por percibirlo con los sentidos. Para estas enseñanzas la ma-
teria existe también en niveles más sutiles, generalmente no
perceptibles con los sentidos, de los cuales está compuesta
nuestra mente y lo que los occidentales denominaríamos
nuestra alma.
Esas tres cualidades presentes en todo lo existente tienen
denominaciones en la antigua lengua sánscrita, y son:
Tamas: Cualidad manifestada en la inercia, en el peso
muerto, en la oscuridad propia de la materia cuando oculta y
cubre la luz. Como el hollín flotando en el espacio lo oscure-
ce, la cualidad oscura de la materia oscurece, oculta, al espí-
ritu, a la realidad absoluta que subyace tras ella.
Rajas: Su nombre, posible antepasado de rojo, da cierta
idea de lo que designa: la cualidad pasional, activa, motriz;
la cualidad de la naturaleza que rompe la inercia y genera
movimiento, desequilibrio, inquietud. En los seres vivos de-
termina el deseo, la pasión, la búsqueda de satisfacción.
154
Sattwa: Es el equilibrio superador, la armonía. Es la cua-
lidad de la materia capaz de transparentar la luz del espíri-
tu. Como Tamas caracteriza a la materia más oscura, Sattwa
caracteriza a la más pura y transparente.
Tal vez introducirse en terrenos tan intrincados sea la
única manera de explicarse algunas diferencias entre los
hombres, sus conductas y sus finalidades.
Si no entreviéramos estos principios íntimos de lo exis-
tente no le encontraríamos sentido a muchos fenómenos en
lo que ahora nos importa: el comportamiento humano.
Se puede no creer esto muy al pie de la letra o decir que
nada lo prueba muy convincentemente. De todos modos,
como muchas otras ideas, puede servir como hipótesis de
trabajo, sin la cual no encontraríamos la menor explicación a
actitudes humanas que nos parecerían absurdas y hasta im-
posibles.
De ahí que a primera vista distingamos entre personas
ansiosas, apasionadas, incapaces de quedarse quietas, y
personas pasivas, haraganas, incapaces de moverse por sí
mismas. Y de vez en cuando tenemos noticias de seres que
parecen estar por encima de una y otra opción, que perma-
necen en armonía y actúan sabiamente pase lo que pase.
Cada individuo posee una determinada combinación de
cualidades, que condiciona su manera de sentir, pensar y
juzgar.
Mientras no vivamos las suficientes experiencias que nos
demuestren otra cosa, tendemos a dar por sentado que todos
son más o menos como nosotros, que van a responder a las
circunstancias como nosotros e interesarse por lo mismo que
nosotros.
Con el tiempo descubrimos, generalmente con enorme
asombro, que no es así.
Nos parece inconcebible que algunas personas busquen
lo que buscan y prefieran lo que prefieren. Hasta llegamos a
pensar que traspasaron el límite de la normalidad.
De ahí que necesitemos entender qué es lo que se mueve
en el fondo del ser humano para no quedar tan “perdidos” en
155
esta tarea, que no es la tarea de un sector de especialistas,
sino la de cualquiera que se proponga hacer algo más o me-
nos serio con su propia vida, y que desee tratar con los demás
sin finalizar aniquilándolos ni huyendo de ellos.
Como tratar con los demás es un desafío que se nos pre-
senta en cualquier área de la vida, desde el hecho inicial de
tener padres y hermanos hasta los posteriores de tener cón-
yuge, hijos, amigos, vecinos y clientes, sin un poco de inquie-
tud por aprender de qué se trata estaremos condenados lisa
y llanamente a vivir mal.
Aprendemos temprano y rápido que todas las personas
buscan “el bien”. Incluso los “malos”, los que les quitan bie-
nes a otros, procuran con ese acto su bien.
Más adelante se puede (o algunos pueden y otros no)
percibir un fenómeno que antes no se veía y a veces llega a
asombrar: no todos entienden por “bien” la misma cosa.
Es algo que cuesta entender si no se tiene en cuenta las
cualidades mencionadas.
Tanto en el ámbito moral como en el de los gustos o en el
de los sentimientos, cada uno lleva en lo más íntimo de sí
una escala de valores, una especie de vara con que mide todo
lo que se le presenta.
Esa escala va del extremo de lo mejor al de lo peor.
Damos por sentado que es cierto; pero de acuerdo a lo
aquí considerado habría que agregar un aspecto no tenido en
cuenta: las escalas de valores de distintos individuos van en
distintas direcciones.
Para un tamásico, la escala se extiende entre la relaja-
ción y el esfuerzo. La primera es el mayor de todos los bienes
y el segundo es el mayor de todos los males imaginables. Pa-
ra un rajásico la escala es entre la satisfacción y la insatisfac-
ción. Para un sátwico es entre la armonía y la desarmonía
interiores.
A cada uno pueden importarle en alguna medida los bie-
nes o males de las otras escalas, pero nunca significarán lo
mejor ni lo peor de todo lo posible, como los extremos de su
escala.
156
Por eso es imposible que unos entiendan a otros si creen
que lo natural es que los sentimientos de todos se extiendan
en la misma dirección y entre los mismos polos. Cada vez
que hable con otros sobre el bien y el mal, lo mejor o lo peor
de la vida, cada uno estará refiriéndose a su propia escala
como si no hubiera otra cosa.
Suele parecernos inconcebible que alguien prefiera algu-
na vez el mal para sí mismo. Esta contradicción se resuelve
aclarando que en realidad prefiere el mal o lo peor de nues-
tra escala de valores para evitar el mal de la suya, que es lo
que teme por encima de todo.
Es posible elaborar un esquema muy esquemático sobre
qué entiende o siente como “bien” cada tipo de persona.
Para el ser humano tamásico la experiencia más satisfac-
toria, y por lo tanto el mayor “bien” en su escala de valores,
es no invertir energía, no hacer nada, ni a nivel físico ni a
niveles superiores, como el de sentir, pensar o contemplar.
Por lo tanto el mayor mal, el polo opuesto de la escala, es el
esfuerzo.
Para el rajásico lo que le da sentido a todo es el placer;
en algunas personas el mero placer de los sentidos y en otras
el placer de conquistar, de sentirse capaz, de poder. Los que
perciben a niveles más sutiles incluirán como fuentes de sa-
tisfacción el arte y el conocimiento del mundo. La peor posi-
bilidad para estas personas es la carencia, la ausencia de
placer.
Para el sáttwico no hay mayor bien que el equilibrio inte-
rior, la felicidad nacida de la propia armonía y no de las cir-
cunstancias. Se conduce, aunque no haya escuchado la frase,
por el “ante todo, cuidad de vuestra alma” que proponía Só-
crates. Por lo tanto, para él no hay mayor mal que la desar-
monía interior.
Esto ya es suficiente para sugerirnos por qué, aunque to-
dos quieran el bien, no todos buscan lo mismo.
Por ejemplo, a un tamásico le gustaría, como al común
de la gente, poseer mucho dinero. En su caso la razón fun-
damental será el sueño de no tener que trabajar ni molestar-
157
se. Pero si para ganar dinero tuviera que molestarse, preferi-
rá evadir ese disgusto; vivir sin dinero o soñar que alguna vez
lo poseerá si lo ayuda la suerte. La consigna que guiará su
vida podría resumirse en “ganar es más lindo; pero perder
es más fácil”.
Un rajásico luchará por el dinero (no con el fin de vivir
sin hacer nada sino con el de disfrutar) sin considerar su su
necesidad de descansar, su salud ni su armonía interior (y en
no pocos casos, sin considerar a los demás), porque no con-
cibe nada peor que carecer de lo deseado; y precisamente
por eso desea mucho. Si esta característica prepondera de-
masiado en su mente, despreciará a los que no sean como él
y hasta los avasallará para conseguir los bienes que siente
indispensables.
Un sáttwico no querrá ningún bien externo que le exija
quebrantar su armonía interior. No querrá empeorar como
persona “por nada del mundo”. Trabajará fundamentalmente
por un mundo más armónico, donde todos puedan vivir más
armónicamente, sin entender esta idea en términos dema-
siado “materiales”. Cuando trabaje para sí mismo, no acepta-
rá que trabajar signifique maltratarse ni sacrificarse.
A este tipo de diferencias se debe el que unos seres no
entiendan a otros.
Quien valora el placer por sobre todas las cosas creerá
imposible que alguien sienta que la vida es fea, y sin más fin
que evitar esfuerzos deseche toda posibilidad de disfrutarla.
Tampoco entenderá que alguien no se mueva por dinero sino
“por un mundo mejor”: creerá que es un trastornado, un
idiota, o un mentiroso que habla de ese tema para sacarle
dinero a los demás.
Si alguien valora por sobre todo el no esforzarse, consi-
derará incomprensiblemente molestos a todos los que pro-
pongan moverse hacia algún objetivo. No entenderá para
qué otros seres hacen lo que hacen.
Todos estamos en algún punto de ese espectro de colores.
Todos habremos experimentado la sensación de que es
inútil cualquier intento de resolver estas diferencias hablan-
158
do: no hay argumento capaz de manejar a alguien con más
fuerza que sus propias tendencias internas.
Algunas veces nos decimos que no tiene sentido la exis-
tencia de los que se limitan a mantenerse vivos biológica-
mente, sin moverse y sin inquietarse. Otras veces asegura-
mos que no tiene sentido la lucha de quienes se inquietan
más de la cuenta.
Esos juicios, como los que a su vez efectúan los demás
sobre nosotros, nacen todos de la propia disposición interior,
y nos sugieren lo absurdo de intentar forzar a alguien a que-
rer otra cosa que la que quiere.
Si nos queda clara esta idea, se nos hará clara también la
manera de tratar con los demás, de comprenderlos, de no
estar demasiado seguros de que existan los “equivocados”.
Descubriremos que es tan natural ser de un modo como ser
de otro, y que es muy poco lo que podemos hacer al respecto,
salvo vivir nuestra vida sin atormentarnos por esas diferen-
cias que, cuando no pensamos en profundidad, nos parecen
absurdas e inaceptables.
Si logramos ese vivir sin atormentarnos, tal vez poda-
mos vivir sin atormentar a otros, e introduzcamos en el
mundo un poco de esa armonía tan necesaria, propia de los
que emergieron de las regiones más tumultuosas de la exis-
tencia.
159
La personificación de las circunstan-cias
Cuando, a poco de nacer y de pasar nuestros primeros
tiempos a fuerza de instinto, la maduración de nuestras fa-
cultades nos permite albergar alguna idea, la primera que se
forma en nuestra mente es la de que tenemos padres.
No lo pensamos con demasiada precisión; pero “sabe-
mos” que vivimos con seres que nos dan lo que necesitamos,
que acuden cuando lloramos y que nos hacen sentir bien.
Esto es lo esencial de esa convicción, independiente-
mente de la diversidad de circunstancias en que pueda nacer
cada individuo y de qué padres o sustitutos puedan tocarle.
A medida que la idea adquiere más detalle, nos dice que
de esos seres depende nuestro bien o nuestro mal, que ellos
tienen todo el poder sobre lo que recibamos o dejemos de
recibir.
Este núcleo de la idea dejará una poderosísima huella en
nuestra vida posterior; porque no sólo es la primera idea que
nos apareció, sino que lo hizo rodeada, impregnada, por toda
nuestra capacidad de sentir. Alrededor de la figura de nues-
tros padres no sólo está la convicción de que ellos lo deter-
minan todo, sino el amor que desde nuestro arribo al mundo
empieza a nacer en nosotros.
Esa huella inicial se verá luego ante derivaciones tan va-
160
riadas como son variadas las vidas concretas de los seres;
pero no es difícil ver que en toda esa variedad hay rasgos más
o menos constantes.
El principal es que algún día nuestros padres, hasta en-
tonces siempre listos para darnos todo, dirán no a alguno de
nuestros pedidos.
Suele constituir el primer gran drama para cualquier ni-
ño. Descubrimos con pavorosa conmoción que esos seres no
hacen todo lo que queremos. Tiembla nuestro mundo hasta
entonces confortable y seguro, y hasta tambalea nuestra con-
vicción de que nos quieren.
Este drama puede resolverse bien o mal. Claro que es
muy poco lo que a esa altura podemos hacer para nuestra
formación. Todo está, por el momento, en manos de nuestros
padres.
Si se resuelve no demasiado mal, y proseguimos con las
etapas que generalmente sobrevienen a todos, llegará el día,
también conmocionante, de descubrir que nuestros padres
no son todopoderosos: no pueden conseguir que todos los
sucesos del mundo (a esa altura habremos aprendido que
existe “el mundo”) obedezcan a su voluntad.
Por entonces ya estará en plena marcha nuestro aprendi-
zaje, que gradualmente irá pasando de la responsabilidad de
nuestros padres a la nuestra.
El gran desafío, para algunos el gran drama, es precisa-
mente eso: en algún momento todo debe pasar de la respon-
sabilidad de nuestros padres a la nuestra. En algún momento
necesitamos empezar a depender de nosotros mismos.
El hecho de que lo necesitemos no quiere decir que
siempre lo hagamos. De ahí la posibilidad de que, por culpa
de los padres o por la propia, unos seres se superen y otros se
perviertan.
Son inconcebiblemente variadas las posibilidades de ca-
da vida; pero lo destacable en este caso es que prácticamente
en todas quedó una impronta, más parecida a una sensación
que a un conocimiento: hay en torno a nosotros voluntades
de las que depende nuestro bien y nuestro mal.
161
Esta impronta no sólo es poderosa por ser la primera en
instalarse en nosotros, sino por estar impregnada con nues-
tros sentimientos más profundos.
Aquí viene el centro del problema, el gran desafío que se
nos presenta cuando, ya por nuestra propia cuenta, debemos
relacionarnos con el mundo: podemos darnos cuenta de que
esas voluntades de las que depende nuestro bien y nuestro
mal son una sensación del pasado, que no toda la realidad
funciona así, o, si no maduramos o no intentamos madurar,
seguir sintiendo que todos los sucesos del mundo dependen
de voluntades todopoderosas que “nos quieren” o “no nos
quieren”.
Es un esquema simple e infantil. El calificativo de infan-
til no sugiere exclusivamente ingenuidad o inexperiencia:
sugiere también la profundidad, la fortaleza de lo que se im-
pregnó en nosotros en el principio de nuestra vida.
Si no se nos grabó lo que nos mostraron aquellas prime-
ras experiencias conmocionantes: 1) las voluntades externas
no siempre coinciden con nuestros deseos, y 2) las volunta-
des externas no tienen un poder absoluto sobre la realidad, y
no descubrimos, además, que no todo lo que ocurre depende
de “voluntades externas”, podemos proseguir nuestra vida
como seres inmaduros, “viendo” alguna voluntad oculta tras
cada fenómeno que nos rodee.
El hecho de que llueva cuando no queremos nos desper-
tará el sentimiento de que alguien decidió eso “para nuestro
mal”. El mal funcionamiento de una máquina nos llevará a
pensar que “está empeñada en enfurecernos”. El resultado de
un encuentro deportivo puede sugerirnos que hay una volun-
tad poderosa moviendo los hilos para que todo sea como a
ella le conviene.
Más adelante, cualquier insatisfacción en el área socio-
económica nos “convencerá” de que “el gobierno” determina
que las cosas sean así, que “no nos quiere” como debiera que-
rernos, y la consecuencia será el resentimiento, el odio hacia
dicho gobierno (y posiblemente hacia todos los que le suce-
dan).
162
En todos los casos se juzgarán las circunstancias a partir
del supuesto fundamento de que “alguien” quiere que las co-
sas sean así.
En esto se adivina la perspectiva de que en vez de adqui-
rir capacidad para modificar la realidad, individual o colecti-
va, derivemos hacia una creciente incapacitación, con todas
las consecuencias que son de imaginar.
Si luego descubrimos que el gobierno del país no puede
hacer toda su voluntad debido a cómo anda el mundo, nos
imaginaremos un “gobierno del mundo” constituido por gru-
pos o naciones que sí pueden todo lo que quieren, para bene-
ficio propio y para mal de los demás, entre los que siempre
nos incluiremos nosotros.
Y si esto es así y nadie lo impide, empezaremos a figurar-
nos el “gobierno del universo”, Dios, como incomprensible-
mente diferente de lo que debiera ser.
Tal vez muchas concepciones religiosas disten enorme-
mente de las enseñanzas que les dieron origen, tergiversadas
por las inclinaciones subjetivas del ser humano, entre las
cuales el efecto padres cumple un rol preponderante, y se
remodelen ideas de acuerdo al gusto de los que le dirán “sí” a
la creencia que satisfaga sus inclinaciones más íntimas.
Ante la dificultad de concebir una parte de la realidad
que no se conoce, se tiende a compararla o asociarla con una
parte conocida. Pero esa asociación es en algunos casos de-
masiado exagerada, y en vez de ayudar a conocer lo descono-
cido lo desfigura hasta tal punto que en realidad dificulta su
conocimiento.
Tal vez la mayor exageración al respecto ocurra con la
idea de Dios, reiteradamente concebido “a imagen y seme-
janza” de un padre de este mundo, con finalidades y senti-
mientos demasiado parecidos a los de una persona.
Por el mismo procedimiento, todo nuestro universo pue-
de llegar a quedar “personificado”, poblado de voluntades
poderosas ante las que no podemos hacer nada, excepto (si
alguna vez eso dio resultado ante nuestros padres) pedir y
llorar hasta que nos den lo que queremos. Si este camino no
163
es posible, sólo quedará el de resignarnos ante un “designio”
que “no nos deja” otra posibilidad.
Esta supervivencia del espíritu infantil puede determinar
desde su raíz nuestra forma de ver y encarar la existencia.
Para alguien más o menos maduro, el mundo es como
una página donde escribir, un amplio espectro de posibilida-
des de hacer, de conseguir o no conseguir los objetivos con
que sueña. Para alguien que no rompió el cascarón del “efec-
to padres”, el mundo es un lugar donde nos dan o no nos dan
lo que queremos.
Y nos lo den o no, existe desde un principio en “alguien”
(Dios, los gobernantes, la sociedad, las personas con que nos
relacionamos), el deber de dárnoslo.
Es fácil imaginar cómo vivirá alguien que cree que el
mundo y las personas le deben permanentemente algo y tie-
nen la obligación de hacerlo feliz: ante cada momento inde-
seable vivirá echando culpas, recriminará en vez de dar, pe-
dirá en vez de hacer, desechará a las personas que quiere o lo
quieren porque considera que no cumplen con su obligación,
buscará una y otra vez otras que de una vez por todas cum-
plan con eso que tienen que cumplir. No será de extrañar que
se divorcie varias veces; no será de extrañar que se drogue
para salir del indebido estado de insatisfacción en que vive;
no será de extrañar que robe, porque considera que las cosas
“le corresponden”, y la falla está en que los demás no se las
dieron.
¿Por qué el ser humano suele aferrarse con tanta fuerza a
un esquema imaginario que da resultados tan adversos?
En primer término, porque este esquema no es sólo un
contenido mental: está rodeado de los sentimientos más an-
tiguos, más básicos, más intensos que posee el individuo.
Abandonar ese esquema sería casi lo mismo que aban-
donar el hogar: significaría esfumar repentinamente todo
afecto y exponerse a la intemperie de la soledad y el desam-
paro. Se nos vendría encima una carencia indeseable y poco
menos que insoportable.
Esa es una razón por la que se tiende a no abandonarlo.
164
Podríamos llamarla la razón afectiva.
Así como en el hombre hay afecto, sentimiento, también
hay conocimiento y también hay voluntad.
Por lo tanto, la dificultad para desprenderse del “efecto
padres” posee también una razón cognoscitiva y una razón
volitiva.
La razón cognoscitiva es sencillamente la falta de cono-
cimiento. Es muy habitual ignorar que los sucesos del mundo
no se deben necesariamente a que alguien haya querido que
sean así, sino que pueden ser así independientemente de la
voluntad de todos, como simple resultado de las leyes de la
naturaleza interrelacionándose con la acción de múltiples
voluntades que hacen fuerza en distintas direcciones.
Toda esa interrelación de causas y efectos puede generar
una realidad que nadie quiso, o en la que algunos impusieron
su voluntad un poco más que otros.
Si prestamos atención y adquirimos el conocimiento ne-
cesario, podemos darnos cuenta de que vivimos en una reali-
dad que no constituye el plan predeterminado de nadie en
especial, y de la cual no hay un culpable en especial (como
algunas veces hemos considerado a nuestros padres culpa-
bles de que algo no fuera como queríamos).
Esto significaría pasar de una idea simple y fácil, endul-
zada por la posibilidad de echarles la culpa a otros, a una re-
presentación de la realidad más difícil de entender, y en la
que no habrá “culpables” sobre los que descargar nuestra fu-
ria.
Llegar a esto requiere un esfuerzo intelectual, que puede
ser obstruido por la resistencia emocional a desprenderse del
esquema infantil, y obstruido también por el tercer factor, tal
vez el más serio a la hora de encarar la finalidad de “vivir
bien”: el factor de la voluntad.
Porque nuestra manera de suponer cómo es el mundo
depende, como tanto se dijo y se vio, de cómo somos, de qué
queremos, de cuánto queremos lo que queremos.
Si nuestra voluntad es débil, si lo que más deseamos es
vivir cómodos, esforzarnos lo menos posible, nos gustará,
165
nos convendrá mantener vigente el “efecto padres” por el
resto de nuestros días.
Así, si no tenemos lo que queremos podemos pasarnos la
vida creyendo que “nadie quiso dárnoslo”, que “nadie nos
quiso” ni fue bueno con nosotros; que hubo voluntades pode-
rosas y planes maléficos o sobrenaturales determinando que
vivamos como vivimos. Y hasta podemos creer que tuvimos
ese “destino” porque Dios lo dispuso en vista de que “nos
portamos mal”.
Con semejantes ideas, las situaciones más indeseables
podrían quedar teñidas de una carga afectiva intensa, casi
venerable, que nos lleve a aceptarlas como si fueran la mejor
y más bella de las posibilidades.
Si esta inmadurez subsiste impregnará todas nuestras ac-
tividades y relaciones: seremos incapaces de aceptar que algo
“no se pueda”, buscaremos “culpables” de los más ínfimos
contratiempos, y trataremos a todas las personas como un
niño maleducado trata a sus padres: les recriminaremos cada
segundo en que no alcancemos la máxima satisfacción, vivi-
remos juzgando cualquier suceso en términos de que “nos
quieren” o “no nos quieren”, procuraremos doblegar su vo-
luntad llorando o atacándolas.
Esta multiplicidad de padecimientos se volverá la vida
habitual de cada persona que no deje esa cáscara afectivo-
intelectual-volitiva que alguna vez tenemos que romper, y sin
embargo tendemos a conservar como si fuera el más cálido
de los abrigos.
Es como hallarse en una casa que nos cobija y nos ofrece
un panorama conocido, pero en la cual no hay alimentos.
Sentiríamos que sería más cómodo quedarse siempre en ella;
pero en seguida descubriríamos que en esas condiciones apa-
rentemente deseables padecemos cada vez más insatisfac-
ción, y sabemos que a la larga no tendremos posibilidad de
vivir.
La vida está afuera. Sólo necesitamos atrevernos a desa-
fiar la intemperie, hacer frente a lo desconocido, descubrir
cómo obtener alimento con nuestras propias manos y cómo
166
relacionarnos con la humanidad que habita más allá de esas
paredes.
167
Lo que queda sin hacer
Ante las complicaciones que nos presentan las socieda-
des de hoy, tendemos a preguntarnos cómo sería la vida en
una sociedad más simple.
Entonces solemos imaginar pueblos primitivos saliendo
a cazar, alimentándose de lo que cazaban y construyendo sus
viviendas, las de unos iguales a las de otros, con los materia-
les disponibles en su región y las técnicas heredadas de sus
mayores.
Aunque esta imagen ya representa un grado de tecnifica-
ción, porque armas y viviendas son innovaciones introduci-
das alguna vez, nos da la idea de un mundo lo suficientemen-
te simple como para convencernos de que el de hoy es com-
plejo.
Adentrémonos en la vida de un hombre de ese mundo:
habrá aprendido a cazar a la misma edad en que lo hacían
sus semejantes, habrá aprendido al respecto ni más ni menos
que cualquiera de ellos, habrá formado una pareja sin que
circularan por su mente preferencias sobre extracciones so-
ciales, nivel cultural, costumbres ni aspiraciones, habrá cons-
truido su vivienda sin preguntarse si podría tener una distin-
ta o si la de otro era mejor, habrá tenido hijos a los que ense-
ñó lo que se les enseñaba a todos, los habrá llevado a cazar a
la edad en que él salió por primera vez, habrá envejecido, y
habrá muerto sin preguntarse si le hubiera convenido vivir
168
de otra manera.
Este cuadro nos despertará probablemente dos ideas:
una es que aquellos seres parecían poseer la fórmula de la
felicidad; la otra es que si viviéramos como ellos nos aburri-
ríamos terriblemente.
Y si profundizamos un poco más llegaremos a la conclu-
sión más sorprendente: tanto una afirmación como la otra
son verdaderas.
Alguien dijo “la felicidad depende de no tener opciones”.
No es que presentara un ideal de felicidad para los vegetales:
se supone que no creería que una vida sin opciones es la me-
jor de las vidas posibles. Se refirió a que lo que introduce
inestabilidad, vacilación, duda, miedo, tormento y complica-
ción en nuestra vida es ni más ni menos que la posibilidad de
elegir.
La misma especie humana que una vez cazaba en las sel-
vas fue innovando, inventando, intentando, y convirtiendo
paso a paso la vida de cada individuo (según unos para mal,
según otros para bien) en lo que es ahora: una posibilidad
casi infinita de opciones.
Y, curiosamente, esa iniciativa creó un fenómeno antes
inexistente: una alta proporción de seres disconformes.
Esto nos tienta a preguntarnos: ¿Nos hemos equivocado?
¿Es un error la civilización?
Detrás de esta pregunta parece subyacer toda la razón de
ser del hombre.
Podríamos haber sido animales sin inquietudes; pero el
mismo proceso de inventar armas al principio, ropas más
adelante y el resto de las cosas después no es un hecho aza-
roso, que podría haber ocurrido o no: desde el momento en
que somos humanos intentamos hacer “algo más” con nues-
tra existencia.
Todo lo que hicimos desde nuestro estado salvaje en ade-
lante fue, podría decirse, el resultado de una vocación previa.
Pues bien, desde ese primer intento de “algo más” estu-
vimos ampliando nuestras posibilidades. Hoy cualquier ser
humano es consciente de que en su vida hay distintas posibi-
169
lidades, de que algunas pueden concretarse y otras no, y de
que algunas pueden hacerlo más feliz que otras.
A diferencia del sujeto escogido al azar en el ejemplo, no
morimos sin preguntarnos qué más podríamos haber hecho.
Más todavía, nos inquietamos por el tema prácticamente a
poco de nacer.
Basta prestar un poco de atención al asunto, y ver la mul-
tiplicidad de posibilidades que se abren en este mundo cada
vez más diversificado, tecnificado e intercomunicado, para
darnos cuenta de una primera evidencia: no todo lo que se
nos ocurra llegará a concretarse.
A primera vista, esta afirmación nos asusta. Quedarse
con algo sin hacer es sufrimiento.
También a primera vista, ante esto hay dos caminos:
aceptar el desafío o escapar. De ahí que algunos sientan que
el hombre creó sociedades complejas y multiplicó posibilida-
des “para mal” y otros sientan que lo mismo fue “para bien”.
Para evitar ese “mal”, muchos prefieren la comodidad de
creer que no tienen posibilidades ni opciones. Con eso pre-
tenden vivir tranquilos. Pero como es imposible no darse
cuenta de que no todos viven igual, suelen explicar esto di-
ciendo que las posibilidades las tienen “los ricos” u otro sec-
tor afortunado, o bien que esas diferencias no dependen de lo
que uno haga sino de factores inmodificablemente ajenos al
hombre.
El problema que aquí se intenta enfocar es el de la otra
alternativa: aceptar el desafío, darse cuenta de que nuestro
porvenir es una multiplicidad de posibilidades, que éstas de-
penden en gran medida de nosotros, que algunas pueden
concretarse y otras no, que algunas pueden hacernos felices y
otras no, y de todos modos hacer frente a esta diversidad sin
sufrir, o, si esto es mucho pedir, sin sufrir demasiado.
En tal caso existe una primera fórmula: empezar dándo-
se cuenta de que todas las posibilidades, aun seleccionando
solamente las mejores, no caben en nuestra existencia.
¿Podemos ver todos los programas y películas dignos de
ver? ¿Podemos leer todos los libros dignos de leer? ¿Pode-
170
mos cursar todas las carreras que nos interesan? ¿Podemos
habitar todos los lugares que nos atraen?
“Todas las posibilidades”, incluso sólo las buenas, incluso
sólo las de un determinado rubro, ocuparían más tiempo
que el que tendremos disponible por mucho que vivamos.
Debemos, por lo tanto, empezar diciéndonos: la posibili-
dad que algo de lo imaginado quede sin hacer no es una
anormalidad: es la más absoluta normalidad. No hay vida en
la que no quede algo sin hacer.
Esta idea puede parecerse peligrosamente a la de los re-
signados que practican el “culto a la imposibilidad”, y podría
llevarnos a la misma vida que viven ellos.
La diferencia fundamental es que esta idea debe conver-
tirse en una convicción previa, una sabiduría que nos disuel-
va toda histeria o reproche ante alguna posibilidad que ima-
ginamos y no concretamos; pero, de ninguna manera, debe
fijarnos en la aparentemente cómoda condena de no inten-
tar.
Una vida verdaderamente sana, una vida verdaderamen-
te encaminada hacia la no-infelicidad, es una vida en la que
se intenta.
Una vez convencidos de que lo mejor es intentar, pero
convencidos también de que no existe la posibilidad de que
no quede nada sin hacer, la única síntesis superadora será la
de elegir bien qué hacer.
No podremos hacer todo en extensión, no podremos en-
carar, y mucho menos concretar, todas las posibilidades de
las que escuchemos hablar o que en algún momento nos
atraigan; pero sí podemos, debemos, necesitamos, hacer en
profundidad.
Y para hacer en profundidad no necesitamos hacer una
infinidad de cosas: necesitamos simplemente responder a
nuestro llamado más profundo.
Ese llamado más profundo, esa necesidad que desde el
fondo de nosotros nos fuerza a movernos y jamás se resigna-
rá a quedar sin satisfacción, puede ponerse en marcha por
diversos medios concretos. De ahí que no importe demasia-
171
do, si se elige alguno de esos caminos concretos, dejar otros
sin recorrer. Lo que verdaderamente importa es desplegar
nuestra potencia interior.
Entre los que no se resignan, entre los que eligen la op-
ción de intentar, habrá quienes sufran demasiado y quienes
finalicen su vida con satisfacción. Unos serán los superficia-
les, los que no percibieron más que el mundo de la extensión,
de la diversidad que nunca se acaba y por lo tanto nunca se
obtiene; otros serán los que intentaron en profundidad.
La felicidad no consiste en hacer todo, sino en hacer lo
que más necesitamos.
Cada uno debe ser capaz de identificar, entre lo que más
necesita o quiere, qué es lo primordial, qué es eso que no
puede dejar de empezar (no digamos de realizar en su totali-
dad) sin sentir que desperdicia su vida.
Si uno obedece a ese llamado, si se pone en marcha sin
perezas ni cobardías, no le importará cuántas de todas las
cosas que alguna vez pasaron por su mente quedan sin hacer:
vivirá totalmente convencido de que transita el camino de la
satisfacción.
172
El mito de la rutina
A la hora de pensar en las amenazas que se ciernen sobre
nuestra posibilidad de vivir bien, todos trazamos aproxima-
damente la misma lista de males ante los que no queremos
vernos: la soledad, la enfermedad, la pobreza, la pérdida
brusca de la vida, de alguna capacidad o de alguna posesión,
etc.
Pero a menudo el cine o la literatura nos presentan obras
pretendidamente dramáticas sustentadas únicamente en la
confrontación de los personajes con estos males, y nos pare-
cen un tanto vacías, superficiales, incapaces de concebir otro
drama que los cambios materiales y bruscos.
Porque podemos transitar largos tramos de la existencia
a salvo de esos estallidos de adversidad sin que por esto se
nos ocurra decir que vivimos bien.
Porque, a no ser que seamos más vegetales que humanos,
nos damos cuenta de que la vida tiene que ser algo más, y no
nos resignamos a conformarnos con que “no nos pase nada
malo”.
Como las buenas novelas o películas, quien quiere ver en
profundidad descubre que hay drama, que hay aventura, allí
donde a primera vista no ocurre nada.
Que “no nos pase nada malo” está bien para empezar, pe-
ro de ninguna manera satisface nuestras más íntimas aspira-
173
ciones.
Si miramos en profundidad nos damos cuenta de que el
verdadero drama humano no nace (como en las telenovelas)
de las enfermedades, de los accidentes, de la maldad ajena ni
del amor no correspondido, sino del hecho de que no pase
nada.
En la lucha contra el drama de que no pase nada, una lu-
cha que no todo el mundo decide encarar, cada uno puede
darse distintas respuestas sobre qué quiere que pase para
que su vida sea como quisiera.
Y en medio de esas alternativas nos entrecruzamos con
un villano que suele empeñarse en ingresar al drama de la
existencia; un villano al que, como a todos los seres peligro-
sos, conviene prestarle atención: la rutina.
Porque, ni bien le prestemos atención, nos daremos
cuenta que ese villano finge tener un arma entre su ropa para
que nos asustemos y le entreguemos todo. Nos daremos
cuenta de que el peligro no está en él: sino en el miedo que le
tengamos.
Muchas veces empeora (para ser más exactos, empeora-
mos) nuestra vida por el solo hecho de que imaginamos un
peligro donde no lo hay.
Si no nos damos cuenta de que quien quiere intimidar-
nos es inofensivo y el verdadero peligro está en nuestro mie-
do, el resultado será el mismo que si usara un arma real: ten-
drá poder sobre nuestra vida y hará lo que quiera con noso-
tros.
Lo mismo ocurre con esa palabra que se pronuncia casi
con terror: la rutina.
El término rutina se refiere simplemente a la repetición
de sucesos.
La repetición de sucesos en sí misma no nos parece un
mal. No nos parece mal ver cada día a los seres que quere-
mos; no nos parece mal que cada día salga el sol ni que dis-
pongamos de alimentos.
En síntesis, no nos molesta ni preocupa que se repitan
los sucesos agradables.
174
En cuanto a los sucesos desagradables, nos disgustan
aunque no se repitan.
La raíz de ese casi terror parece tener relación con la re-
petición de acciones propias.
Nos disgusta hacer siempre lo mismo. Incluso lo que en
un tiempo nos gustó empieza a disgustarnos si lo repetimos
indefinidamente.
Si hay un antónimo, una antítesis de la rutina, todo indi-
ca que tiene que ser la novedad.
El espíritu humano (en la medida en que esté despierto)
se alimenta de novedad.
Pero sucede que la novedad, como todo lo deseable, tiene
su precio. Y la ausencia de lo deseable se debe, casi en todos
los casos, a que faltó disposición a pagar su precio.
Y puede decirse que la novedad tiene un precio en el área
individual y un precio en el área social.
En el área individual, en lo que respecta a lo más profun-
do de nuestro ser, sucede que tendemos a hacer siempre lo
mismo cuando no sabemos a qué otra cosa pasar. Y no sa-
bemos a qué otra cosa pasar cuando no sabemos qué es la
vida.
Puede parecer un problema demasiado “grande” cuando
lo que intentamos es simplemente no aburrirnos. Pero resul-
ta que las raíces del aburrimiento son profundas, y no se cor-
tarán si le suponemos causas superficiales.
Lo que sí podemos hacer, o recomendar a quien no quie-
ra aventurarse a respuestas difíciles y lejanas, es preguntar-
nos qué nos gustaría en lugar de “eso” que hoy nos disgusta
repetir.
Tal vez moviéndonos en pos de lo que nos gustaría va-
yamos rumbo a las grandes respuestas que por ahora nos
abruman.
Si nos parece mucho preguntarnos qué es la vida, pre-
guntémonos simplemente qué queremos que sea nuestra vi-
da.
De ahí en adelante, sea sabia o no nuestra respuesta, po-
demos empezar a modificar nuestra vida actual para trans-
175
formarla en la vida que queremos.
Si “simplemente” hacemos esto, ya habremos salido de
la rutina.
Pero como esto tiene un precio que hay que pagar, al que
hay que atreverse, abundan los que prefieren continuar como
estaban, y decirse que la rutina es una cárcel de la que nadie
escapa, o un asaltante con un arma real, que verdaderamen-
te puede hacernos daño.
En este corazón del problema se cruzan el área indivi-
dual y el área social.
En esta área se suele odiar la rutina laboral, la obligación
de hacer todos los días lo mismo para ganarse la vida.
Como la vida es deseable, hacemos lo que haga falta para
sustentarla. Pero lo que hace falta resulta a menudo indesea-
ble.
La más de las veces, no es indeseable por ser feo, incó-
modo o contrario a nuestros instintos: nos resulta indeseable
por ser una repetición de lo mismo.
Pero ¿quién nos obliga a hacer siempre lo mismo?
Abundarán los que contesten que “es una obligación la-
boral”; nos obliga nuestro empleador, porque “nos paga por
hacerlo”.
Ante esta respuesta cabe preguntarnos ¿es que en esa
empresa, o en algún otro lugar, no se le paga a nadie por ha-
cer otra cosa?
Nuestra única obligación es no vivir a costa de otros. Par-
tiendo de allí, las actividades por las que alguien nos pague
pueden ser infinitamente diversas. Sólo hace falta que nos
capacitemos para ellas e intentemos iniciarlas.
Si en nuestra juventud descubrimos que alguien nos pa-
garía por algo fácil, como, por ejemplo, pasar una escoba por
un piso, fue bueno hacerlo. Pero ¿de dónde sacamos que va a
ser bueno hacerlo toda la vida? O, si empieza a aburrirnos
¿de dónde sacamos que no sea posible hacer otra cosa?
Si pasan los años y nunca somos capaces de hacer algo
más, o aunque seamos capaces no se nos ocurre empezar, no
es responsabilidad de nuestro empleador, ni de la sociedad,
176
ni del mundo: es exclusivamente responsabilidad nuestra.
En el momento que queramos podemos empezar a hacer
otra cosa. Y si no sabemos cómo se hace, o no encontramos
ya mismo quien nos pague por hacerla, seguimos teniendo
toda la posibilidad de empezar a intentarlo.
En ese preciso instante habremos dado muerte a la ruti-
na.
Dar muerte a la rutina es una actitud interior. No signifi-
ca forzosamente que podamos en el 100% de los casos elimi-
nar el 100% de las tareas repetitivas. Sin embargo, podemos
estar repitiendo acciones sin vivir atrapados mentalmente en
el mundo de la repetición.
Si nuestra mente y nuestro sentimiento están creando,
imaginando, buscando caminos, no nos molestará de ningu-
na manera encarar mientras tanto tareas repetitivas sobre el
mundo exterior.
Como escuchamos tantas veces, el camino de la felicidad
no consiste exclusivamente en ser capaz de modificar el
mundo, sino también, y paralelamente, en ser capaz de inde-
pendizarse de cómo es o deja de ser el mundo.
Sin perder de vista esa relatividad de nuestra acción so-
bre el mundo, podemos realizar alguna tarea repetitiva sin
creernos rutinarios ni prisioneros de la rutina, porque en lo
más profundo de nosotros sabemos que estamos dirigiéndo-
nos hacia lo que queremos, trabajando por un objetivo mejor
que el actual estado de cosas.
Evidentemente, hay riesgo de que en algún caso no con-
sigamos lo buscado. Más precisamente, de que no lo consi-
gamos tan pronto como quisiéramos.
Por eso, abundan los que no hacen nada para salir de
donde están, los que prefieren creer que aburrirse es una
obligación, que la rutina nos atrapa contra nuestra voluntad
y que no nos libera en ningún caso.
Para subirse a un barco hay que sacar los pies de la tie-
rra, y para disfrutar del lugar al que se arribó hay que volver
a moverse y sacar los pies del barco.
Si cada paso nos da miedo, si nos asusta la posibilidad de
177
dejar algo por el simple y natural hecho de que no sepamos
qué va a venir después, estaremos perdiéndonos por deci-
sión propia todas las posibilidades de vivir como queremos
vivir.
Es feo vivir de una manera que no queremos, pero más
feo aun es saber que nos ocurre porque no hicimos nada al
respecto.
Existe la posibilidad de hacer algo, pero implica algunos
riesgos que asustan; porque en la vida que llevamos mante-
nemos cierta seguridad de que “no nos pase nada malo”, y en
otro tipo de vida no sabemos qué pasaría.
Entonces, como salir de las dos fealdades es más difícil,
mucha gente prefiere salir de una sola, ocultarse a sí misma
el factor de no haber hecho nada al respecto, y creerse con-
denada a una vida que no le gusta porque “no hay más alter-
nativa” que vivir así.
No existe la rutina: existen los rutinarios.
179
Las ideas-refugio
Al estudiar “con qué llenamos nuestra vida” se resalta la
distinción entre actividad satisfactoria y actividad consuelo.
Luego, como otra parte de lo que llena nuestra vida aparece
el trabajo, “lo que hacemos a fin de obtener lo deseable o evi-
tar lo indeseable”.
Conviene ver que, así como una actividad consuelo puede
ser disfrazada de actividad satisfactoria, abunda entre los
seres humanos la inclinación a presentar como “trabajo”, en
vez de una acciones encaminadas a obtener efectivamente lo
deseable, una serie de actividades encaminadas en realidad a
llenar el tiempo y convencer a su ejecutor de que está dedi-
cándose a algo serio, cuando lo que está haciendo es entrete-
nerse para no verse ante algún riesgo, o ante los problemas
que verdaderamente lo aquejan.
Estas actividades, o creencias de que hacer tal o cual cosa
es una necesidad de lo más trascendente, pueden denomi-
narse con justicia ideas-refugio.
Las ideas-refugio son al trabajo lo que la actividad con-
suelo es a la actividad satisfactoria: una opción que se elige
como si fuera la mejor, cuando en realidad se está eligiendo
porque es más cómoda.
El trabajo tomado en su cabal sentido: “lo que hacemos a
fin de obtener lo deseable o evitar lo indeseable”, conlleva la
posibilidad de fracasar, de no obtener lo deseable o no evitar
180
lo indeseable. Considerando que alguien dijo “no hay fraca-
sos, sino resultados”, para librarnos de la suposición de que
un resultado indeseable es una desgracia inmodificable de
por vida, podemos reemplazar el término fracaso por el de
resultado indeseable. Llamado así no tendrá ningún poder
devastador sobre nosotros; pero esto no modifica lo esencial:
no queremos que en nuestra vida haya resultados indesea-
bles.
Entonces, como el trabajo “en serio”, la acción decidida y
efectiva sobre las circunstancias, representa un riesgo y pue-
de derivar en resultados indeseables, existe la alternativa de
recurrir al autoengaño de imponerse como “trabajos” una
serie de actividades que en realidad no conducen a nada, o
tienen una utilidad ínfima, pero pretenden mostrarse como
lo más serio que se puede hacer en la vida.
Estas actividades podrían llamarse “inocuas” porque no
conllevan el peligro del fracaso: pero no son nada inocuas
por una razón fundamental: tampoco conducen a ningún ti-
po de éxito.
En consecuencia, son el más grave de los peligros y el
más grave de los fracasos, porque su resultado es el desper-
dicio de nuestro tiempo, la atrofia de nuestras facultades.
Estas ideas-refugio, o actividades donde no habrá fracaso
pero tampoco triunfo, pueden ser tan variadas como la capa-
cidad inventiva del hombre: limpiar lo que ya está limpio,
acomodar diez veces lo que basta acomodar una, cuidarse de
lo que le sucede a una persona entre millones, trabajar en lo
más cómodo aunque sea aburrido y poco rentable, esmerarse
en lo superficial y eludir lo profundo, etc., etc.
Poseen algunas denominaciones “clásicas”, a las que es
clásico recurrir: “hacer las cosas de la casa”, “lavar el auto”,
“mantenerse en forma”, “cuidarse”, “estar informado”, y va-
riantes de lo más inusuales e inverosímiles, que sólo se le
ocurren a unos pocos, pero cumplen siempre el mismo obje-
tivo: llenar las horas y la existencia evitando los riesgos de
mirar dentro de uno mismo, de enfrentar la alternativa de
ganar o perder, o de darse cuenta de que no se vive como se
181
quisiera vivir.
Así, se puede sentir la sensación de “trabajar mucho” al
tomar muchas cosas para limpiarlas o cambiarlas de lugar,
sin que ello signifique obtener lo deseable ni evitar lo inde-
seable. Se puede saber cómo se lleva una determinada actriz
con su marido o qué problemas enfrenta el gobierno de un
país lejano, pero no fijarse jamás en qué necesita uno mismo.
Se puede poseer infinidad de libros bien ordenados, etique-
tados y forrados, pero no sacar el menor provecho de lo que
dicen. Se puede seguir cuidadosas instrucciones con las que
se consiga vivir cien años en un cuerpo sano, pero no saber
qué hacer con todo ese tiempo.
Algunas de esas actividades son buenas mientras no se
las eleve a la categoría de centrales ni de únicas.
No es un vicio ni una debilidad entretenerse cuando se lo
toma como alternativa pasajera, como descanso respecto al
trabajo serio que en algún momento realmente se hace.
El acto de acometer, con nuestra voluntad, con nuestra
inteligencia y con nuestro sentimiento, contra los problemas
más profundos o voluminosos, dignifica nuestra vida con el
solo hecho de encararlo; pero suele ser agotador, y no es una
debilidad detenerse a descansar (siempre que esa detención
no sea permanente), como no es una debilidad que los solda-
dos que combaten valientemente dispongan de unos días de
licencia. Es recomendable alternar la parte difícil del trabajo
con la parte fácil, el descanso o el entretenimiento.
En el caso de parar a entretenerse, uno es consciente de
que está descansando o jugando, sabe que eso no es “el tra-
bajo”, y sabe que luego retornará a éste. En el caso de una
idea-refugio, uno no es consciente de que está recurriendo a
ella para salvarse de hacer algo serio.
Más todavía: como parar a pensar es también “algo se-
rio”, las actividades impuestas por las ideas-refugio tienden a
excluir la posibilidad de parar. La idea de “estar todo el día
ocupado” parecería propia de alguien muy dinámico, pero
esconde una monstruosa pereza en el nivel más profundo de
la persona.
182
Todas las ideas-refugio coinciden en su función de brin-
darnos un ámbito donde estar mentalmente cómodos, donde
refugiarnos a resguardo de los verdaderos problemas.
Esto no significa que nuestra vida deba ser incómoda ni
que cambiar sea una obligación. Si uno quiere seguir vivien-
do como vive, no hay ningún error en eso, siempre y cuando
se sienta bien en lo más íntimo con la vida que lleva, y pueda
mirar esa vida, y su propio mundo interior, sin miedo y sin
necesidad de ocultar nada.
Si nuestra vida no es así, la única opción sana será modi-
ficar lo que haga falta. Y eso es lo que nunca se podrá si se
permanece escondido en un refugio.
Si hay un concepto opuesto al de refugio debe ser el de
frente de combate, el lugar donde se pone en juego lo grande,
lo valioso, lo serio de la existencia.
Aunque también hay que cuidarse de la apariencia super-
ficial, porque no todo combate es serio ni valiente. Basta con
ver cuántas guerras abundaron en actos heroicos pero no so-
lucionaron nada. Muchas veces la misma idea de combatir,
aunque implique riesgos, constituye una idea-refugio, por-
que en vez de combatir en profundidad, inquiriendo sobre
qué es lo que en verdad hace falta, se abraza cómodamente la
idea de que eliminar a un determinado grupo humano, el
enemigo, bastará para que se disuelvan todos los males.
Tal vez la verdadera señal de que hacemos algo serio, de
que trabajamos en profundidad, sea la sensación de no estar
del todo seguros, el sentimiento de que debemos seguir in-
quiriendo para encontrar el camino, el miedo de que con lo
que hagamos lleguemos al momento del todo o nada respec-
to a nuestros objetivos.
Ante semejante incomodidad, aparece habitualmente el
recurso de refugiarse en la creencia de estar haciendo algo
necesario y valioso, cuando en alguna parte de nuestro ser
sabemos que sólo se trata de lo más cómodo.
183
El amor exigente
Cuando se trata de vivir bien, tanto si concebimos como
sujeto de ese vivir bien un limitado “yo” o un amplio “noso-
tros”, exaltamos el papel del amor en ese escenario. También
entendemos, por lo menos para decirlo, la importancia de
procurar “el bien”, para nuestra propia persona o (según la
amplitud de nuestro amor) para algunas o muchas más.
Así como en el amor hay amplitud, hay o puede haber
profundidad.
Hay quienes sienten un amor amplio (que en vez de
abarcar a pocos seres abarca a muchos), y quienes sienten un
amor profundo (un amor que va “más lejos” en el terreno de
las finalidades).
Todos coincidimos en que el amor no es amor si no pasa
a la acción. A nadie se le ocurriría asegurar que una persona
ama a otra si nunca le ve hacer nada por ella.
Hablar de hacer algo para alguien es dar por entendido
que consiste en hacer algo para su bien.
Y allí se nos aparece el gran tema: mencionamos a cada
instante el bien como si supiéramos sin ninguna duda de qué
se trata. Pero alguna vez necesitaremos preguntarnos qué es
el bien.
Tal vez algunos se topen con una incertidumbre abruma-
dora y otros se lo respondan con sencillez y seguridad. Pero
184
una cosa es segura: no todos se responderán lo mismo.
Es habitual decir que en la vida particular de las perso-
nas, o de la sociedad en general, muchas cosas andan mal
porque falta amor.
Sin embargo, no es tan habitual darse cuenta de que aún
en muchos casos en que no falta amor abundan los proble-
mas.
Esto se origina en que no todo intento de “hacer el bien”
deriva en un verdadero bien. Muchos buenos intentos termi-
nan empeorando las cosas.
Una y otra vez el centro del problema es la misma pre-
gunta: ¿qué es el bien?
Y para responderse cualquier interrogante sobre el bien,
sobre las verdaderas necesidades del hombre, hace falta te-
ner una idea de qué es el hombre.
De ahí que haya en el mundo infinidad de personas, de
movimientos sociales, políticos o religiosos queriendo hacer
algo por el bien del hombre y, como no todos se dicen lo
mismo sobre qué es el hombre, ese “algo” que cada uno hace
es inconcebiblemente distinto de lo que hace otro con la
misma intención, hasta el punto de que diferentes grupos
humanos con la misma intención tratan de aniquilarse entre
sí, procurando cada uno con la mayor sinceridad el bien del
hombre.
Sin intentar una conclusión definitiva ni indiscutible,
porque cualquiera de esos intentos es el inicio de nuevas dis-
cusiones, hay que procurar ir por la vida aclarándose progre-
sivamente qué es el hombre, para derivar de esto la idea de
qué necesita el hombre, o sea qué necesita uno mismo, los
seres que ama y la gente en general.
Ni bien se empieza con el tema, es habitual decir que to-
do ser humano necesita comida. No sólo porque nuestra es-
tructura biológica es lo más indiscutiblemente visible, sino
porque la necesidad de alimentarla se renueva constante-
mente, y plantea un requerimiento tan urgente que no se
puede dejar de lado. De ahí que abunden quienes, a la hora
de preocuparse por el bien propio o ajeno, no piensen más
185
que en obtener o en dispensar alimentos.
Más allá de esta base “indiscutiblemente visible” empie-
zan las discusiones.
Una posibilidad de respuesta amplia, que de todos mo-
dos puede ser cuestionada por quienes creen que sólo necesi-
tamos comer, es decir que el hombre es algo más, que encie-
rra en sí potencialidades que, aunque no sepamos cómo ni
porqué, pueden desarrollarse.
En este caso, el bien propio del ser humano sería el acto
de desarrollarse.
Esta respuesta empieza a meternos en dificultades, por-
que la comida es una cosa tangible, que puede ser suminis-
trada por un ser a otro; pero el acto de desarrollarse ocurre
exclusivamente en el interior de una persona. Más aún: ocu-
rre exclusivamente si lo determina la voluntad de esa perso-
na.
En tal caso no habría posibilidad de dar nada. A no ser
que exista la posibilidad de dar propuestas, consejos, aliento
para que una persona se desarrolle, y la posibilidad de exi-
gírselo, no como un intento de torcer su libertad para satis-
facer nuestras preferencias, sino como el medio para que ella
misma alcance el mayor bien posible.
De esta posibilidad, de esta convicción de que el hombre
es o puede llegar a ser algo más, nace el amor exigente.
Como el amor superficial quiere que los demás tengan
comida, salud, ropa o morada, el amor exigente quiere que
los demás se desarrollen.
Para los que sufran como si preferir una opción obligara
a rechazar la otra, hay que destacar que cuando las personas
se desarrollan, desarrollan también su capacidad de obtener
o producir comida.
Para el amor exigente no es “malo” encarar la búsqueda
de comida ni la búsqueda de placer: lo único verdaderamente
malo es desatender el desarrollo.
Por ejemplo, para el amor superficial el acto de robar es
“malo” porque significa despojar a alguien de sus cosas. Para
el amor exigente, robar es malo principalmente porque em-
186
peora como persona a quien lo hace, tiende a contagiar su
actitud y a empeorar a la sociedad en general. En última ins-
tancia, generaría un mal igualmente indeseable para ambos
tipos de amor: vivir entre gente “peor” y, además, en una so-
ciedad donde todos poseerían cada vez menos cosas.
Es interesante observar que las exigencias del amor exi-
gente no están en contraposición con las inquietudes del
amor superficial respecto a las necesidades básicas o bioló-
gicas. Es más: cumplir las exigencias del amor exigente deri-
va con el tiempo en una mejora en el terreno material y bio-
lógico.
Tal vez el gran punto de contraposición entre los dos ti-
pos de amor resida en esa breve especificación: con el tiem-
po.
El amor superficial no se lleva bien con el tiempo. Quiere
todas las cosas inmediatamente, como siempre las quiere
nuestro ser biológico. Elige invariablemente el bien a corto
plazo. Tiende a prodigar todo lo que signifique placer inme-
diato, a padecer cuando alguien carece de cosas y no cuando
carece de voluntad, a dar a los demás lo que a primera vista
necesitan, a dar irreflexivamente lo que ellos pidan, sin la
menor consideración sobre si lo que les dio no irá después a
perjudicarlos. Esta idea siempre le es echada en cara por al-
gún practicante del amor exigente.
Por eso, los practicantes del amor superficial suelen per-
cibir como enemigos a los practicantes del amor exigente;
mientras éstos sienten cierta molestia por la superficialidad
de los primeros, pero de ninguna manera creen tener objeti-
vos contrapuestos.
Otro factor es que el amor puede ser superficial por dos
razones: porque se posee una sensibilidad superficial o por-
que se tiene miedo de sentir, mirar o pensar profundamente.
Los superficiales por simple incapacidad tienden a no
comprender a los practicantes del amor exigente; los superfi-
ciales por miedo tienden a desear que desaparezcan, a odiar-
los casi con furia.
Los practicantes de uno u otro tipo de amor tenderán, en
187
la medida en que amen a los demás, a procurarles exacta-
mente lo mismo que consideran bueno para ellos.
La diferencia fundamental continúa residiendo en la
convicción que cada uno tenga sobre qué es el hombre.
Para quien está convencido de que el hombre necesita en
lo más profundo de sí desarrollarse, de que es hombre sólo
cuando se desarrolla, el no desarrollo aparece como un mo-
do de muerte, de desaparición del hombre como hombre,
independientemente de que prosiga existiendo como ente
biológico. Esta posibilidad le resulta tan pavorosa como ver a
un semejante morir ahogado o aplastado.
De ahí que quien siente amor exigente quiere para los
demás cualquier tipo de bienes mientras no se contrapon-
gan con su desarrollo. Cuando exista una contraposición en-
tre un bien externo y el desarrollo interno, siempre dará
prioridad a este último. Incluso cuando se contraponga con
la necesidad de comer; porque su convicción sobre la natura-
leza humana le dice que en llegado el caso la otra persona
extraerá de sí la capacidad necesaria, se pondrá en movi-
miento, se desarrollará, para obtener el alimento que su
hambre le exige.
Y si el hambre exige, el partidario del amor exigente
nunca estará del todo convencido de que sea un mal.
Además de los males que acarrea el amor superficial,
existe para el partidario del amor exigente otra calamidad: el
amor fingido, que aparenta dar algo por amor pero lo da con
un interés oculto.
Cuando un ser humano da algo a otro puede hacerlo de-
sinteresadamente, con sincero afán de hacer el bien a ese
otro, o interesadamente, como recurso para lograr indirec-
tamente su propio bien.
También se puede dar interesadamente sin un fin oculto,
sin ningún tipo de amor fingido. Por ejemplo, cuando un
vendedor da algo a un comprador y éste le paga; porque am-
bos actúan abiertamente y de mutuo acuerdo en su propio
beneficio.
Cuando alguien da desinteresada y sinceramente, entra
188
en juego lo que verdaderamente cree sobre qué es el hombre
y qué necesita. Aquí puede haber algún acto perjudicial, que
empeore a quien reciba un aparente bien, sólo a causa de la
superficialidad de quien vea un bien superficial como bien
supremo.
Cuando alguien da algo con un fin oculto, como lograr
que el otro le preste atención, lo crea buena persona, le haga
favores o lo vote en las siguientes elecciones, generalmente el
bien que le da a ese otro no es un bien relacionado con las
necesidades profundas del hombre, con su desarrollo, sino
con sus deseos inmediatos, porque intenta gustar, mientras
que la exigencia o el llamado al desarrollo no suelen gustar.
Como consecuencia, la extendida práctica de dar algo a
otro para beneficiarse uno mismo tiende a enviciar, a co-
rromper, a acostumbrar a los otros a esperar ser beneficia-
dos en vez de procurar desarrollarse. A su vez, los “beneficia-
dos” por esa dación mezquina tienden a congraciarse con su
“benefactor” para asegurarse la continuidad del beneficio, y
lo hacen dándole lo que éste procura, que en tales casos tam-
poco es una contribución al desarrollo humano.
De modo que quien vive el amor exigente se ve ante un
mundo que, ya sea por efecto de la ignorancia o de la mez-
quindad, suele interferir y hasta atrofiar el desarrollo de lo
más valioso del hombre.
Y a cada instante puede presentársele a cualquiera, sin
que se dé cuenta y sin que lo haya deseado, la disyuntiva en-
tre favorecer o desalentar el desarrollo del hombre.
Casi todo lo que hacemos a diario, casi todo lo que se nos
cruza en el camino y nos exige una respuesta, va a incidir en
uno o en el otro sentido: cuando nos piden, cuando nos pre-
guntan, cuando resolvemos cada detalle de nuestras tareas,
cuando hacemos un regalo, cuando intervenimos con nuestra
voz o nuestro voto en la vida colectiva, etc., etc.
El núcleo de todo acto del amor exigente es de uno u otro
modo la educación, idea cuyo significado original (e-: direc-
ción eferente, desde dentro hacia fuera; y ducere: conducir)
indica ya la finalidad de extraer desde el interior del hombre
189
una potencia que reside en él.
Aunque no se desempeñe como educador profesional,
quien lleva dentro de sí el amor exigente se encuentra con
que prácticamente cada encuentro con otro ser humano es
un desafío, una opción entre educar o maleducar. Sin que lo
deseemos, tendremos que responder ante cada circunstancia
de un modo que, casi sin opciones intermedias, tenderá a
mejorar o a empeorar a quien se cruce con nosotros e, indi-
rectamente, a quien se cruce con ese alguien.
Si bien todos los seres despiertan la inquietud de quien
siente amor exigente, el punto central de ésta lo ocupan los
hijos y los niños en general, porque para el amor exigente es
un crimen, casi una traición a la condición humana, traer
seres humanos al mundo y no prestar atención al desarrollo
de ese algo más que pueden ser. Tratarlos como si fuera lo
mismo desarrollarse que no desarrollarse sería un incum-
plimiento tan grande como no alimentarlos.
Además de los hijos propios importan los otros niños,
que por estar comenzando la vida están desarrollando los
cimientos de lo que serán, y aunque no estén especialmente a
nuestro cargo sucederá con ellos como con cualquier otra
persona: en cualquier momento pueden cruzarse con noso-
tros y ser educados o maleducados por lo que les responda-
mos.
Como a la gente no suele gustarle que le exijan o que le
propongan objetivos difíciles, el amor exigente puede expo-
nernos a enfrentamientos y disgustos cada vez que se plantee
la opción de educar o maleducar; puede exponernos a la opi-
nión de que no amamos a esas personas a las que en vez de
darles lo que tienen ganas de recibir les exigimos que sean lo
que en ese momento no son.
Es muy común contraponer a las exigencias del amor
exigente el postulado de que hay que amar a las personas
tal como son. Pero hay que prestar atención a un detalle: si
alguien dice eso con esas palabras es porque supone que las
personas son siempre iguales, que son entidades estáticas, y
que el bien del hombre no tiene ninguna relación con su cre-
190
cimiento interior.
Para quien no crea que el hombre sea una entidad estáti-
ca, inmodificable como un mineral, no hay posibilidad más
horrible, tanto para sí como para el prójimo, que seguir sien-
do total y permanentemente igual.
Para quien concibe al hombre como un ser en proceso de
superación y con capacidad de superación, amar a las per-
sonas tal como son consiste precisamente en amarlas como
seres que viven en permanente desarrollo, como seres cuyo
mayor bien es ser cada vez mejores, y, por lo tanto, como se-
res que padecerían la mayor de las desgracias si se estanca-
ran o si se modificaran en sentido contrario al que necesitan.
En esa permanente disyuntiva entre la opción de mejorar
o la de empeorar el mundo, aparecerá simultáneamente a
cada paso la opción de educarse o maleducarse a sí mismo;
porque habrá que elegir entre ser fiel al deseo de recibir sim-
patía y buenos tratos o ser fiel al amor exigente y a la finali-
dad de desarrollarse, de no empeorar como persona ni alen-
tar el empeoramiento de quienes nos rodean.
191
Qué somos y qué podemos ser
Mucho se ha dicho, de acuerdo a lo que cada uno piense
sobre qué es el hombre, qué se puede lograr o no con lo que
llamamos educación. Forzosamente, con esto se desemboca
en el interrogante de qué es la educación.
Sin meterse en el dilema de si esto es una nueva teoría
educativa o es parte de alguna existente, vale la pena analizar
un fenómeno que cada uno puede comprobar observando a
la gente que se cruza en su vida.
Podríamos denominarlo aliento o desaliento de las po-
tencialidades preexistentes.
Puede decirse que cada ser humano nace con una amplia
variedad de potencialidades; y la educación, o la mala educa-
ción, o, para ser más exactos, la influencia del ambiente y las
personas que lo rodean, incide en que algunas de ellas pasen
a la acción, crezcan, se potencien, y en que otras se debiliten
o queden inactivas.
Esto es igualmente aplicable a disímiles teorías sobre qué
es el hombre. Tiene sentido aunque nazcamos todos iguales o
aunque ya al nacer existan diferencias entre los individuos;
diferencias que diversas teorías sobre el hombre explicarán
cada una a su manera.
En cada individuo están latentes múltiples potencialida-
des, impulsos o tendencias internas. Algunas forman parte
192
de su naturaleza biológica y otras son propias de ese algo
más que constituye el hombre.
Algunas de ellas despiertan o afloran de acuerdo a nor-
mas temporales: pasan de potencia a acto en alguna fase de
la existencia, como la sexualidad o la inclinación a indepen-
dizarse de los padres. Otras aflorarán, o no, de acuerdo a
dónde, cómo y entre quiénes transcurra la vida del individuo.
Ni bien dicho esto se adivina el rol fundamental que
cumplen los padres, la familia, el ambiente emocional, men-
tal, y moral en que una persona se desarrolla. Porque cuando
decimos se desarrolla estamos presuponiendo que sus po-
tencialidades se desarrollarán, o no, en concordancia con ese
ambiente.
Por ejemplo: en todo ser con movilidad propia, ya sea
animal o humano, existe una predisposición a lanzarse in-
mediata e irreflexivamente sobre el alimento. Esto es útil pa-
ra subsistir; pero resulta que el animal humano inventó la
civilización, mediante la cual, cuando funciona bien, puede
proveerse más fácilmente de más y mejores alimentos, de
otras cosas deseables y, como si fuera poco, de la posibilidad
de descansar transitoriamente de la lucha por la subsistencia
y concentrarse en ese algo más que lo mueve a trascender la
animalidad.
Pues bien: si a un individuo no se le indica que en vez de
seguir ciegamente ese impulso debe dejar que sus hermanos
coman su parte, o más adelante que debe comprar el alimen-
to antes de llevárselo a la boca, el resultado será que ese indi-
viduo no encajará en la civilización, será castigado y expul-
sado de la misma. Esto no sólo perjudicará a su ser biológico,
sino también a ese algo más que subyace en él además del
instinto.
Si, por el contrario, se le enseña a mirar y considerar, y a
su vez vive entre hermanos que aprendieron a respetarlo y
dejarle comer su parte, no sólo se volverá una persona capaz
de vivir en sociedad, sino que experimentará la satisfacción
de estar con seres que lo aman y respetan, y desarrollará sen-
timientos que enriquecerán sus posibilidades de una vida
193
mejor.
Ambas posibilidades se presentan para el mismo indivi-
duo; un individuo que en el futuro puede ser de una manera
o de otra.
Además de ese impulso a lanzarse sobre el alimento hay
en el hombre otras inclinaciones latentes, algunas netamente
biológicas, como el impulso sexual, el principio del menor
esfuerzo o el miedo ante las amenazas a la integridad física, y
otras más propiamente humanas, como la curiosidad, la ten-
dencia a comunicarse o la disposición a crear. De cómo ac-
túen los adultos ante cada manifestación de estas potenciali-
dades dependerá que algunas crezcan y otras se marchiten.
Este fenómeno es independiente de cómo sea un indivi-
duo “en estado puro y original”, si es que tal cosa existe. Es
más: encaja sin contradicción en varias concepciones del
mundo o teorías sobre qué es el hombre.
Es evidente que esto ocurre con cierto grado de relativi-
dad, y no existe una alternativa forzosa ni excluyente entre el
postulado de “todo lo determina el ambiente” y el de “todo lo
determina el individuo”.
Tales postulados, presentados como dos posibilidades
invariables y terminantes entre las que creemos que debe-
ríamos optar, son producto de la falta de observación o refle-
xión sobre el asunto.
Se disuelven inmediatamente ante una pregunta simple:
cuando un castillo es atacado por un ejército ¿quiénes ganan,
los de dentro o los de afuera?
Salta a la vista que es imposible contestar esto si no se
conocen más factores, como cuántos son los de dentro, cuán-
tos los de afuera, qué armas o cuántos alimentos poseen unos
y otros, cuánta voluntad de luchar hay en cada bando, y hasta
cuánta necesidad tienen de enfrentarse unos a otros, porque
tal vez no sean tan distintos y se beneficien más asociándose
que atacándose.
Lo mismo pasa con las “teorías” de que todo lo determina
el ambiente o de que todo lo determina el individuo: es in-
sensato decir que una alternativa sea más posible que la otra
194
en general. La vida de cada persona es una vida en particu-
lar.
El aliento o desaliento de las potencialidades preexisten-
tes posee cierto grado de relatividad por razones similares al
ejemplo del castillo. Depende, entre otros factores, de cuáles
sean esas potencialidades preexistentes, o de cuánta antino-
mia haya entre éstas y el ambiente.
Hay individuos que resultaron, para bien o para mal,
muy distintos a la familia o a la sociedad en que crecieron,
por mucho que los demás hayan intentado “encarrilarlos”
para que se parecieran a ellos. Esto puede deberse a que al-
bergaban alguna potencialidad preexistente muy fuerte y re-
suelta a desarrollarse, que no cedió ante la acción del am-
biente en su contra.
El hecho de que una potencialidad o aspiración sea más
fuerte que otras y hasta más fuerte que la influencia del am-
biente sobre el individuo no se contradice con la viabilidad
del aliento o desaliento de las potencialidades preexistentes.
Es un factor más entre los que hacen que cada persona sea
única, y esto, a su vez, no se contrapone con el hecho de que
cada sociedad esté integrada por personas más o menos pa-
recidas entre sí.
De ahí las habituales afirmaciones acerca de que los ar-
gentinos, los italianos, los judíos, sean casi todos de tal o
cual manera; de ahí las clasificaciones según influencias
temporales (”en mi época la gente era distinta”) y los tam-
bién habituales comentarios sobre individuos no tan mode-
lados por su ambiente (“ése no parece de la familia”).
De modo que no podemos ignorar que la influencia de
quienes habitan una época y un lugar determinados alienta o
desalienta las potencialidades preexistentes de los indivi-
duos que arriban posteriormente a él.
Se puede discutir eternamente si lo hace mucho o poco.
Por todo lo comentado se puede deducir que lo hace en mag-
nitud variable; pero no cabe duda de que esa influencia exis-
te.
Entonces, es importante tomar conciencia de qué pode-
195
mos o debemos hacer al respecto, en vista de que nuestras
acciones producirán inevitable efecto no sólo en cuanto a qué
les suceda a los demás, sino también en cuanto a qué serán
los demás.
Al respecto, suele presentarse una firme objeción a todo
tipo de intervención sobre cómo deben ser los demás, acom-
pañada del postulado, moralmente encomiable e indiscuti-
ble, de que dejemos que los demás sean como quieran ser.
No se puede discutir la sana intención de este postulado.
Es cierto que no debemos tratar a las personas como masas
modelables ni como máquinas a las que se le cambian partes.
Pero es cierto también que, nos guste o no, vivimos entre-
mezclados e influenciándonos, y que la alternativa abstrac-
tamente ética y aséptica de la no intervención no existe en el
mundo real.
En el mundo real tenemos hijos que lloran para obtener
lo que desean, que más adelante se sientan a nuestra mesa,
nos ven y nos escuchan. En el mundo real tratamos con el
resto de la gente, para intercambiar cosas (con la posibilidad
de que alguien quiera dar poco y obtener demasiado) o para
intercambiar pensamientos (con la posibilidad de que esos
pensamientos mejoren o empeoren la existencia propia o
ajena).
Al habitar una sociedad se vuelve inevitable influir sobre
las personas para bien o para mal. Y si no sabemos qué es el
bien y qué es el mal, necesitamos, aunque no nos interese
otra persona que la nuestra, comenzar a preguntárnoslo.
Algunas teorías educativas conciben al hombre como una
tabula rasa, territorio virgen o espacio completamente en
blanco sobre la que la sociedad va grabando improntas desde
fuera. Otras teorías hablan de almas nobles o almas inno-
bles, que son así desde antes de venir al mundo. Otras hablan
de características étnicas o raciales que determinan ciertas
predisposiciones. Otras dan gran importancia a lo corporal,
a la química y a los alimentos en la conformación de cómo
será un individuo.
El fenómeno del aliento o desaliento de las potenciali-
196
dades preexistentes es perfectamente compatible con cual-
quiera de ellas, excepto con la de la tabula rasa si se toma
hasta el extremo de no creer que los instintos sean potencia-
lidades preexistentes.
En el terreno de la vida práctica no importa saber cuán-
tos son ni por qué están dentro del individuo los contenidos
“previos” a su vida en sociedad. Importa, y mucho, saber que
algunos de esos contenidos pueden expandirse hasta cobrar
enorme fuerza y otros pueden quedar dormidos o apagarse.
Lo más importante: esas potencialidades preexistentes se
lanzarán hacia fuera desde el principio de la vida, y se verán
alentadas a expandirse o replegarse por las respuestas que
reciban de los otros individuos.
De modo que, aunque diferentes individuos lleguen al
mundo con diferentes disposiciones, hay una incidencia deci-
siva de la forma en que la sociedad, comenzando por su fa-
milia, responde a cada acto o señal de esas disposiciones.
No importa si esta incidencia es grande o pequeña en re-
lación a “lo otro”. Lo verdaderamente importante es que esa
incidencia es lo único que, como integrantes del ambiente en
que viven otros seres, tenemos a nuestro alcance; y que esa
incidencia existe independientemente de nuestra voluntad.
Nos guste o no, lo que hagamos o dejemos de hacer va a in-
fluir sobre la vida de quienes nos rodean.
Se puede decir, por ejemplo, que alguien es bruto porque
nació careciendo de inteligencia o traía en el alma su bruta-
lidad. Puede ser verdad hasta cierto punto; pero si se repasa
su vida se descubrirá que algunos impulsos (tal vez presentes
en todos los individuos) que tienden a generar actos irrefle-
xivos y a oscurecer la inteligencia (tal vez también presente
en todos los individuos) fueron pasados por alto, aceptados y
hasta festejados por los adultos que presenciaron sus mani-
festaciones, y el resultado fue que éstas se repitieron porque
el niño experimentaba satisfacción con sus actos y/o con las
respuestas recibidas, hasta que esos impulsos cobraron tal
fuerza que sepultaron todo otro contenido de la persona.
Lo mismo ocurre con lo que llamamos “virtudes”. Sus
197
manifestaciones espontáneas son incitadas a crecer o a re-
plegarse por cada respuesta de los mayores, y la cadena de
causas y efectos va generando un torrente mental y emocio-
nal en un sentido o en otro.
Así, el hecho de que las personas sean como son, bus-
quen lo que buscan, desprecien lo que desprecian, teman lo
que temen, rían de lo que ríen y acostumbren lo que acos-
tumbran, se debe en gran medida, los beneficie o los dañe, a
qué vieron o qué escucharon en la sociedad en que nacieron.
Si vemos que influimos y no podemos dejar de influir so-
bre los demás, sobre eso que llamamos virtudes o defectos,
nos aparece en algún momento el gran interrogante sobre
qué alentar y qué desalentar, sobre qué acciones llevan al
bien o al mal, a la felicidad o a la infelicidad, y hasta sobre
por qué debemos ocuparnos de tal asunto.
Nuestra responsabilidad en la vida, tanto para el bien
general como para el propio, es disponer de una respuesta a
este interrogante; porque cualquier cosa que hagamos, inclu-
yendo la alternativa de no hacer nada, producirá inevitable-
mente alguna consecuencia.
199
Pasar al otro lado
Una y otra vez se nos presentará un escenario similar: se
yergue ante nosotros una valla, un problema, un obstáculo.
Ante esto, nos nace la aspiración a superarlo y pasar al otro
lado.
De este lado está el padecimiento, la esclerosis, la parali-
zación de nuestros proyectos; del otro está la continuación de
nuestra vida en nuevas condiciones.
Aquí aparecerá el eterno dilema del precio, de cuánto
costará superar, saltar o derribar ese obstáculo.
Pero junto a esto subyace otro factor muy serio que hace
falta considerar: la incertidumbre respecto a qué hay del otro
lado, el miedo a ese territorio incógnito que con tan aparente
sencillez llamamos “continuación de nuestra vida en nuevas
condiciones”.
Este problema puede ser mayor que el de saber o no có-
mo superar el obstáculo, e incluso que el del precio que nos
demandará.
Un médico que daba consejos por televisión dijo que
cuando se padece un dolor de cabeza es necesario descubrir
la causa y atacarla.
Es la fórmula exacta para resolver todos los problemas,
de salud o de cualquier otra índole; pero suena tan simple
que no parece haber mérito en decirlo.
200
Es que la complicación no está en la fórmula, sino en no-
sotros.
De ahí que muchas veces la causa no es atacada, y los
problemas se eternizan, por la sencilla razón de que no hay
reales ganas de atacarla. No hay una real convicción de que
la vida sería mejor en caso de no existir el obstáculo y quedar
abierto el camino hacia el otro lado.
No siempre el hombre quiere superar los obstáculos con-
tra los que protesta. Unas veces porque no tiene idea de có-
mo hacerlo, otras por no esforzarse, y otras por una razón
más temible: no sabe qué encontrará al otro lado.
Al no saberlo, prefiere quedarse de este lado aunque pa-
dezca la molestia, la sensación de encierro que todo obstácu-
lo suele generar.
El no querer pagar el precio es un problema de índole
biológica: por razones biológicas tendemos a rehusarnos a
consumir energía, a no ser que ese consumo se compense con
un beneficio muy visible y tentador (porque la tentación mo-
viliza directamente al instinto, el motor más básico y podero-
so de todo ser vivo).
El miedo a lo que puede haber del otro lado es un pro-
blema de índole psicológica y metafísica; un problema pro-
pio del hombre.
Como siempre, detrás tal vez de toda disyuntiva o elec-
ción subyace el tema de fondo de qué sentimos, qué creemos
sobre la vida y su finalidad.
De ese qué creemos depende el tener o no la intuición de
que más allá de lo que hoy nos inquieta hay algo valioso, al-
go que vale la pena vivir.
Cuando no existe esa indefinida pero poderosa intuición,
la más de las veces se teme que más allá de lo conocido se
acabe la vida, que después de saltar el obstáculo nos encon-
tremos en un territorio donde ya no haya algo por hacer, algo
nuevo que alcanzar y disfrutar.
Nos aterra la idea de arribar a un territorio vacío de po-
sibilidades.
Este miedo, más profundo que el miedo al choque con los
201
obstáculos y que el mismo miedo a la muerte, determina que
muchos seres prefieran desechar la posibilidad de pasar al
otro lado, y prosigan su existencia como si de este lado estu-
vieran todos los problemas resueltos y se obtuviera todo lo
que es posible obtener.
Los que no son vencidos por ese miedo llegan siempre a
algo más; por la sencilla razón de que ya desde antes residía
en ellos la convicción de que la vida es algo más.
De ahí las viejas insistencias en que la filosofía (entendi-
da como el acto de preguntarse y no como una succión de
cultura ajena) no es una profesión que eligen algunos, sino
una necesidad intrínseca de todo hombre.
Como los vegetales necesitan nutrientes en el terreno que
habitan, como los animales necesitan habilidades para pro-
curarse alimento, el hombre necesita, además de la capaci-
dad de conservar la vida, la de saber qué hacer con ella.
Esta enorme disyuntiva, de la que depende que cada
existencia sea insípida o exquisita, superficial o profunda,
imperceptible o admirable, no se soluciona escuchando pré-
dicas ni consejos, sino respondiéndonos, desde lo más pro-
fundo de nosotros, porque lo percibimos y no porque nos lo
dijeron, qué creemos que hay o puede haber de valioso en la
vida. Respondiéndonos el viejo interrogante de qué somos y
a dónde vamos.
Si esto nos parece muy difícil de responder, no nos des-
alentemos; porque lo que realmente decidirá todo es la acti-
tud de preguntárnoslo.
203
El momento de actuar
Podemos haber leído infinidad de buenos pensamientos
sobre cómo vivir, podemos darnos o recibir los mejores con-
sejos, podemos trazarnos un sabio panorama sobre qué es
bueno y qué es malo en la vida, y hasta un brillante plan de
cómo y hacia dónde marcharemos por ésta.
Sin embargo, con tan prodigioso contenido en nuestra
mente, nuestra existencia puede ser tan pobre como la del
que piensa cualquier otra cosa, o como la del que directa-
mente no piensa.
Porque toda idea sobre cómo vivir desemboca en que al-
guna vez hay que dar el primer paso, tomar la primera he-
rramienta, abrir la primera puerta, exponerse al primer ries-
go.
Las más sabias enseñanzas quedan en la nada, y hasta
pueden parecer falsas, si jamás se entra en acción hacia lo
que proponen.
La ley del menor esfuerzo, que a través del instinto nos
conmina a reducir lo más posible el gasto de energía, se con-
trapone a la sed de cambio y creación, a la aspiración a vivir
mejor, que nos conmina a movernos hacia algo más, hacia
una vida distinta a la que vivimos en el presente.
La ley del menor esfuerzo pertenece al universo de la bio-
logía, y subyace en nosotros porque somos entidades biológi-
204
cas. La aspiración a vivir mejor es propia del hombre, y tra-
baja asimismo en nosotros porque somos entidades biológi-
cas y algo más.
Ser humano significa padecer ese conflicto entre conser-
var y cambiar.
De todo lo que creó el ser humano, cuya suma llamamos
civilización, una parte se debió a su necesidad de conservar,
de cuidarse y mantenerse con vida, y otra fue motivada por
su aspiración a vivir mejor, a transformar su vida en algo
más de lo que hasta el momento había sido.
Como es fácilmente visible, en unas personas el conflicto
se resuelve con la preponderancia del conservar y en otras
con la del cambiar.
También es posible una lucha prolongada en la que cada
tendencia gobierne por un tiempo.
Cada una de ellas nos exalta casi furiosamente su postu-
lado: ¿para qué conservar, si el resultado puede ser una vida
tan monótona que dejaría de interesarnos? O ¿para qué
cambiar, si el resultado puede ser cambiar la vida por la
muerte?
En realidad no puede darse la presencia absoluta de una
tendencia junto a la ausencia absoluta de la otra. No tiene
sentido modificar si no se planea llegar vivo al momento de
disfrutar los cambios. No tiene sentido conservar la vida si no
se cree que habrá en ella algún hecho que merezca nuestra
presencia.
El problema que puede llevarnos al drama del no actuar
surge de que esa necesidad de novedad, de satisfacción, en
infinidad de casos no se intenta llenar con cambios concretos
y palpables, sino con fantasías mentales, muchas de las cua-
les figuran en los temas previamente tratados.
Ahora hay que prestar atención a un nuevo detalle: en
vez de llenarse de fantasías y estupideces, la mente puede
llenarse de verdades y buenas ideas. Sin embargo, un indivi-
duo puede permanecer con esas ideas en la cabeza, creyén-
dose sabio, culto o superior a otros, sin empezar jamás a mo-
verse para plasmar alguna de ellas.
205
El resultado de esto sería el mismo que el de vivir de fan-
tasías: atravesaremos buena parte de la vida suponiendo que
la felicidad está “más adelante”, que el futuro será maravillo-
so, hasta que algún día percibiremos las primeras chispas de
insatisfacción, nos aterrará un indisimulable vacío interior,
caeremos en cuenta de que pasamos mucho tiempo (y nos
queda cada vez menos) sin habernos siquiera acercado a los
prodigios que suponíamos a nuestro alcance.
Mucha gente lee buenos libros y escucha sabios consejos
sobre cómo avanzar hacia los ideales que sueña. Sin embar-
go, un alto porcentaje de ella vive tan mal como la que no lee,
ni escucha, ni piensa.
Entre las buenas ideas que podemos haber aprendido,
generalmente figura la de que todo queda en la nada si no se
pasa a la acción.
Aún así, el problema no quedará automáticamente re-
suelto. Ningún vicio, y entre ellos el de la inacción, puede ser
vencido sin más arma que una idea.
El único antídoto contra la inacción es la acción.
Podemos incluso vivir convencidos de que estamos “ha-
ciendo mal” al no hacer nada, pero no por eso comenzar a
movernos. Tal es el poder de la inercia, de la tendencia a evi-
tar o postergar el esfuerzo.
La inmovilidad sólo se elimina moviéndose, en un chis-
pazo de la voluntad que se trasmite a nuestras manos y pies
(manos y pies físicos, materiales, concretos, no metafóricos
ni entendidos en sentido figurado).
Se pasa a la acción espontáneamente cuando la exigencia
viene del instinto, de la tentación generada por lo cercano.
No se lo hace con tanta facilidad a la hora de ejecutar planes
generados por la mente, aunque éstos se refieran a objetivos
de lo más tentadores.
Porque el instinto, bajo el imperativo natural de la ley del
menor esfuerzo, no acciona el encendido de nuestra energía a
menos que lo perciba como una necesidad vital. Y el instinto
no suele llevarse bien con los planes: sólo trata con lo que
aparece directamente ante los ojos.
206
De modo que el hombre, cuando quiere ir más allá de lo
que le dicen sus impulsos inmediatos, debe en cierto modo
chocar contra sí mismo: forzar, desgarrar, llevarse por de-
lante a esa parte de sí que prefiere ahorrar energía y le pro-
pone permanecer donde está.
Es indispensable estar convencido de que no habrá futu-
ro mejor, no habrá concreción de ningún sueño, si no nos
acostumbramos a arrasar esas barreras cada vez que haga
falta y empezar a movernos, aunque sea incómodo, aunque
sea riesgoso, aunque parezca a primera vista indeseable, ha-
cia eso que nos parece digno de alcanzar.
Es inconcebible la idea de “alcanzar” si no media el mo-
vimiento.
Sólo si son acompañadas por la decisión, por la actitud
de quebrar la inercia y arriesgar, por el movimiento, las bue-
nas ideas que hayamos escuchado se volverán un ingrediente
útil para acercarnos a lo que soñamos.
207
La decisión es la base de todo
Estamos habituados a escuchar que la felicidad, la posi-
bilidad de ese “vivir bien” que soñamos, depende del favor de
las circunstancias. Se repite y se canta lo de salud, dinero y
amor, se menciona la suerte, el lugar y la época que a cada
uno le tocan, etc., etc.
También escuchamos a los que intentan ir más allá: para
vivir bien hay que saber vivir: ninguna circunstancia hace la
felicidad de alguien que no sabe qué se necesita para ser feliz.
Ahora bien: si vivir bien depende de las circunstancias
¿por qué no están todos, o al menos los que creen esto, traba-
jando seriamente para cambiarlas? Si vivir bien depende de
saber ¿por qué no están todos, o al menos los que creen esto,
intentando saber?
Cuando inquirimos por los porqués reales detrás de los
porqués aparentes, empezamos a ver que el mismo intento
de modificar circunstancias, o el mismo intento de aprender
sobre la vida, son motivados, activados, disparados, por una
causa previa: la decisión de vivir.
Pero ¿puede ser que unas personas tengan decisión de
vivir y otras no?
Pareciera que sin la decisión de vivir no podría haber se-
res vivos.
Es cierto; pero no todos entienden “vivir” en el mismo
sentido.
208
Todos los seres nacen y de ahí en más tratan de escaparle
a la muerte. Es lo mínimo a lo que puede llamarse vida.
Tal vez ahí comiencen las diferencias: mientras para al-
gunos eso es solamente lo mínimo, para otros es la vida, la
totalidad de lo que entienden y pueden entender por vida.
Sólo quien aspira a que la vida sea “algo más” trabajará
por ese algo más.
La gran diferencia entre quienes actúan para que su vida
sea como quieren y quienes no lo hacen es que unos quieren,
en el cabal sentido de la palabra, y otros sólo quisieran que
las cosas fueran distintas. Y no faltan los que ni siquiera qui-
sieran, los que tienden simplemente a mantenerse sobre el
mundo, sin morir pero sin vivir.
¿De dónde vienen estas diferencias?
El debate puede ocupar a varias generaciones de filósofos
y psicólogos.
Para no demorarnos esperando grandes respuestas, po-
demos esbozarnos una que nos alcanza y sobra en el terreno
de la práctica: cuando existe la decisión de vivir realmente,
de concretar y experimentar lo que se sueña, todas las facul-
tades del hombre van en esa dirección, y no aceptan la in-
tromisión de factores que hagan fuerza en sentido contrario.
Esas facultades humanas pueden detenerse a descansar,
o tomarse algún recreo; pero irremediablemente vuelven en
pos de su objetivo: jamás aceptarán la inactividad de por vida
ni darán un solo paso contra su propio deseo.
Sin embargo, abundan las personas que no actúan en fa-
vor de sus propios deseos, y hasta llegan a actuar o pensar en
contra.
La causa parece ser que la acción para alcanzar algo con-
lleva siempre el riesgo de no alcanzarlo.
Ante esto, la mente humana suele asustarse, escapar y
apelar a muchos trucos. Los más comunes son convencerse
de que conviene vivir sin aspirar a nada, o de que ya se tiene
todo lo que se soñó, o directamente decirse que jamás se qui-
so otra vida que la que se está viviendo.
Ninguno de quienes toman ese camino es feliz en lo más
209
íntimo, aunque acostumbre decir que vive sin problemas, y
no se atreva a echar una mirada realmente sincera al territo-
rio de “lo más íntimo”.
Decidir vivir es, entonces, querer una vida mejor, saber
que es posible, y que también es posible no lograrlo.
Decidir vivir es ir hacia adelante, intentar lo que se sueña
sin ignorar que hay riesgos, pero sabiendo que no existe ma-
yor riesgo que el de apagar, desactivar, matar la propia aspi-
ración, para convertirse en un ser (no sabemos si humano)
que permanece sin morir pero tampoco vive.
De ahí la insistencia sobre la misma base y en torno al
mismo eje: la posibilidad de una vida digna de vivir no de-
pende de qué tenemos, de qué queremos y ni siquiera de qué
sabemos, sino de qué decidimos.
210
Qué se puede y qué no
Cuando se piensa en cualquier objetivo deseable, desde
conseguir un empleo hasta transformar el mundo, sale a re-
lucir el interrogante de si es posible o no; nos viene el re-
cuerdo de cuántas veces intentamos algo y descubrimos que
el mundo exterior se negaba a obedecernos.
No está mal parar un momento a considerar si lo que nos
proponemos es más o menos posible. Con esto evitamos vivir
de fantasías o dilapidar tiempo y esfuerzo.
Lo grave, y demasiado habitual, es presentar la idea de
“no se puede”, o la de “no es seguro que se pueda”, para con-
vencer o convencerse de no intentar algo.
Eso es en cierta manera pensar al revés. Debemos dar un
giro completo al problema y ponerlo sobre sus pies: el fun-
damental primer paso es preguntarnos cuánto incide en
nuestra vida ese “algo”.
Si ese algo es un detalle que nos resulta poco menos que
indiferente, tal vez no valga la pena procurarlo por muy posi-
ble que sea.
Si eso que tenemos en mira determinará nuestra felici-
dad o nuestra desdicha, mucho más preferible que la desdi-
cha será un intento del que se desconozca la viabilidad.
El mejor ejemplo para graficar esto es el de alguien a
quien le falte el aire. Jamás se preguntará si le será posible
volver a respirar: luchará inmediata e inconteniblemente por
211
hacerlo. Hay quienes mueren sin conseguirlo, pero no por
eso sin dejar de luchar, y quienes se salvan gracias a ese puro
impulso que no sabe de dudas ni de preguntas.
Y no hay que creer que esto es efecto del no tener tiempo.
Incluso si la pre-asfixia nos diera tiempo para pensar, ¿qué
sentido tendría preguntarnos si lo que queremos es posible, y
qué sentido tendría darnos alguna respuesta?
Hay situaciones menos urgentes pero no menos graves,
como puede ser la de una nación invadida y obligada a vivir
de un modo que no quiere. Para quien realmente sea impor-
tante vivir de otro modo, no tendrá mucho sentido pregun-
tarse cuánta es la posibilidad de expulsar al invasor: ningún
riesgo ni pérdida sería peor que continuar con esa inaccesibi-
lidad a la vida deseada.
En estos casos, a diferencia del de la falta de aire, aparece
el tema de si queda o no algo por perder. Alguno dirá que
sería todavía peor estar en una prisión, o ser torturado, o
morir. Cada uno evaluará en su mundo interior, en el mundo
del sentimiento, qué le parece mejor o peor.
El otro tema, el de si es posible o cuánta es la posibilidad,
pertenece al mundo del pensamiento, y viene después de la
primera elección. Incluso si la primera elección derivara de la
creencia de que lo deseado es posible, la más de las veces esa
creencia no sería un conocimiento muy objetivo ni compro-
bable, sino un derivado de la intensidad con que se desee tal
objetivo.
Todos hemos presenciado discusiones entre el se puede y
el no se puede. Lo que se extrae en claro de éstas es que no se
puede llegar con certeza a una conclusión, y menos todavía a
que dos o más personas crean lo mismo.
Mientras no tengamos la plena evidencia de que algo es
imposible (evidencia de por sí casi imposible) sigue teniendo
sentido intentarlo. Qué damos y qué no damos por esa posi-
bilidad desconocida es una elección del sentimiento.
Incluso la evidencia de la imposibilidad, aunque suene a
comprobación científica, suele pertenecer al campo de lo
subjetivo.
212
Algunos presos escaparon de cárceles cuidadosamente
proyectadas para que fueran imposibles las fugas. Simple-
mente sucedió que tuvieron más tiempo que los diseñadores
de prisiones para pensar en el tema, y una motivación mu-
cho más poderosa que la de ellos en el terreno del sentimien-
to.
Hay historias de supervivencia de náufragos, o de gente
en situaciones de peligro, que nos enseñan a no usar tan des-
cuidadamente el concepto de imposible.
Podemos sintetizar todo esto en una fórmula: la inclina-
ción a preguntarse por la imposibilidad de algo es inversa-
mente proporcional a la fuerza con que se lo desea.
Lo siguiente es darse cuenta de que descuidar esta fór-
mula puede conducir al error por un extremo o por el otro:
procurar lo imposible o no procurar lo posible.
Quien sea consciente de que vivir bien requiere por so-
bre todo la propia intervención, no debe ignorar esto. Y si no
encuentra cómo disipar la duda, tener en cuenta que el error
de no hacer suele ser más triste y discapacitante que el de
hacer.
Si profundizamos en el dilema llegaremos a una conclu-
sión forzosa: si algo es imposible, sólo puede comprobarlo
quien lo haya intentado con todas sus fuerzas.
Cualquier otra persona, como no tiene el suficiente inte-
rés ni en consecuencia la suficiente experiencia, lo único que
puede tener es una opinión. Y la opinión de alguien que no se
interesa por el tema sobre el que opina carece de toda razón
para ser valiosa; será invariablemente una opinión pobre.
Toda esta complicación, que no es poca, corresponde al
mundo interior de cada individuo. Pero no falta otra, tal vez
más complicada y necesaria de estudiar: la propia de las re-
laciones entre individuos.
Porque las consideraciones entre qué es posible y qué es
imposible nacen la más de las veces en conversaciones. Y
como no hay dos individuos iguales, las conversaciones son
entre individuos distintos.
¿Qué sentido tiene la discusión sobre si un objetivo es
213
posible o no si sus protagonistas son alguien muy interesado
y alguien nada interesado en ese objetivo?
Mucha gente podrá decirnos que lo que nos proponemos
no es posible o no es conveniente por la sencilla razón de que
a ella no le interesa ese objetivo, o le interesa más la comodi-
dad.
No faltarán quienes lo digan motivados por una inconfe-
sable pero habitual especulación: si logramos eso que nos
proponemos, será más evidente que nosotros somos capaces
de luchar y ellos no. Su interés no será en ese caso la como-
didad, al menos en el sentido biológico y energético del tér-
mino.
Y algún otro buscará una lisa y llana eliminación de la
competencia: si los demás desisten de conquistar algún terri-
torio, quedará disponible para él.
Por unas u otras razones, se percibe en mucha gente una
constante práctica del culto al “no se puede”. La mayoría de
sus comentarios, sea cual sea su tema, parece originada por
la finalidad de convencer y convencerse de que no se puede
alguna cosa. La “ecuación” que motiva a la psique a tales in-
sistencias se resumiría en a más cosas que no se pueden,
menos posibilidad de que se nos hable de hacerlas.
En el terreno de las ciencias naturales es relativamente
fácil resolver interrogantes sobre qué es posible y qué impo-
sible. Cuando ingresamos a las ciencias humanísticas se
vuelve más difícil, y cuando pasamos de las posibilidades ge-
nerales a las particulares la dificultad sigue en aumento,
hasta el punto en que tanta incertidumbre nos genera la gran
pregunta: ¿los supuestos “veredictos” al respecto nacen de la
observación del mundo objetivo o de la inclinación de cada
uno? ¿Son actos cognoscitivos o actos emocionales?
De ahí que tantas consideraciones sobre posibilidad o
imposibilidad no sean tan objetivas como parecen, e incluso
cuando lo intenten sean víctimas de la subjetividad de sus
autores.
De ahí que muchas veces lo más serio sea no hacerles ca-
so.
214
Suponer que cuando creemos posible un objetivo tene-
mos alguna obligación o necesidad de conseguir que todos
crean lo mismo, esforzarse por llegar a una coincidencia con
otros cuando lo que nos corresponde es trabajar por eso que
a nosotros nos importa y a ellos no, es una de las más infun-
dadas y peligrosas fuentes de sufrimiento innecesario.
Todo esto está presente, y no debe ser descuidado, ante
la reiterativa pregunta de si se puede algo que nos interesa.
215
Alimentarse de lo que no es alimento
En nuestra persecución de “lo que necesitamos” hay, co-
mo fácilmente se adivina, una serie de complicaciones.
Si somos capaces de abandonar por un momento toda
subjetividad, podemos trazarnos un esquema simple, en el
que nos imaginemos de un lado al hombre y del otro eso que
verdaderamente necesita.
Este esquema “simple” nos despierta ni bien nacido un
fuerte ánimo de polemizar: ¿tenemos cómo saber lo que ver-
daderamente necesita? Además, ¿estamos todos de acuerdo a
la hora de decir qué necesita el hombre?
No hay para esto una respuesta única, y las muchas que
escucharíamos no son fáciles ni indubitables.
Como si fuera poco, además del problema de qué necesi-
ta el hombre está el de qué necesita cada individuo en parti-
cular. Nadie puede estar seguro de que será feliz consiguien-
do lo que le interesa a otra persona ni lo que escuchó decir
que “se necesita”.
Sabiendo que no vamos a encontrar de un momento a
otro una respuesta indubitable, abtraigámonos transitoria-
mente de esos “detalles”, y seamos capaces de imaginar a un
sujeto buscando “algo” que lo satisfaga.
Si nos abstraemos de las respuestas que consideremos
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equivocadas o insuficientes, podemos trazarnos la hipótesis
de que en el mundo existe ese “algo”, y que cuando lo obten-
ga alcanzará la satisfacción buscada.
Hechas estas abstracciones, desembocamos en lo que
importa en este caso: el individuo en cuestión puede ignorar
qué es ese algo, puede no querer esforzarse o puede tener
miedo de dar pasos serios en su búsqueda.
Como consecuencia, su estado de insatisfacción no lo
impulsará hacia lo que realmente necesita, sino hacia lo que
esté a su alcance en ese momento.
Este es el origen de un fenómeno tristemente generaliza-
do: el de infinidad de seres humanos tratando de alimentar-
se de lo que no es alimento.
Como lo que se necesita no es claramente visible, o no es
fácil de conseguir, o requiere correr algún riesgo, el primer
mecanismo de la psique es dirigirse a cualquier cosa clara-
mente visible, fácil y exenta de riesgos, aunque no sea exac-
tamente, ni siquiera aproximadamente, la que en realidad
generaría satisfacción.
Este mecanismo no es del todo consciente. Nadie se lo
dice con palabras. Simplemente se mueve hacia lo más fácil.
Tal vez no haya otra alternativa en la niñez y en la ado-
lescencia. Luego, con más experiencia, maduración y alguna
cuota de valentía, se puede pasar más allá de esta reacción
mecánica e inconsciente.
Se puede, pero no siempre se hace.
Hay quienes prosiguen toda su vida tomando lo más fá-
cil, lo más visible, lo más disponible, lo más ponderado por la
mayoría de la gente, como si fuera de verdad lo que íntima-
mente quieren, y el resultado es que no viven satisfechos, pe-
ro en algún rincón de sí se están esforzando por suponer sa-
tisfacciones en eso con que aparentemente se alimentan.
Cada individuo posee sus necesidades más íntimas, aspi-
raciones que, aunque no coincidan “objetivamente” con lo
mejor que puede lograr el hombre, son ni más ni menos que
los pasos que él necesita dar. Puede conocerlas con cierta
claridad, o llevarlas demasiado escondidas por sus miedos y
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su escasa determinación a pagar el precio.
A estas complicaciones internas se les suman las exter-
nas: las propuestas que escucha de la sociedad que lo rodea
sobre qué buscar, qué tomar del mundo para obtener satis-
facción.
De modo que se convierte en muy difundida, muy ma-
quinalmente obedecida y practicada, la costumbre de “dedi-
carse” a procurar bienes, sucesos o situaciones que no van a
generar satisfacción, o cuanto mucho van a generar una sa-
tisfacción pavorosamente más pobre, pálida y volátil de lo
que se espera.
En esa sociedad abundan las propuestas sobre qué per-
seguir, muchas de ellas nacidas del mismo hábito maquinal
de otros individuos, y no pocas elaboradas deliberadamente
para recoger beneficios, como las que llaman a comprarse
cosas que alguien fabrica o vende para trazar su propio ca-
mino hacia la satisfacción.
Hay quienes desean determinados bienes por el solo he-
cho de haber visto que “todo el mundo” los tiene o los desea.
Jamás se preguntan qué desean ellos en lo más íntimo, ni por
qué suponen que al adquirir eso que tanto escuchan ponde-
rar van a alcanzar tanta felicidad.
Hay un proceso psicológico que tiende a fortalecer la hi-
pótesis de la felicidad nacida de comprarse algo: al enfocar
nuestro deseo hacia un objeto generamos una inestabilidad
interna, una corriente mental saliente, un incómodo fluir ha-
cia fuera que no nos dejará en paz. Nos pintamos la escena
en que nos vemos poseyendo ese objeto y sintiéndonos bien,
realizados, felices.
La insatisfacción, que por ese proceso llega a ser sufri-
miento, no nació del hecho objetivo de que carezcamos de
ese objeto, sino del fluir hacia fuera de nuestra energía psí-
quica, de la comparación mental de esa escena de “felicidad”
con el presente en que no nos sentimos satisfechos.
Un buen día nos compramos el objeto y esa tensión psí-
quica, ese sufrimiento, se disuelve inmediatamente.
El estado de satisfacción que nos sobreviene no fue cau-
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sado por el objeto, sino por la disolución de la tensión pre-
viamente creada por nuestra propia mente.
Claro que casi nadie se da cuenta de la diferencia.
Como eso no dura mucho, es muy posible que a los pocos
días estemos deseando y persiguiendo otra cosa, y hasta que
desperdiciemos toda la vida en la misma repetición.
Esto no significa que todo objeto comprable sea inocuo o
inútil para nuestras necesidades. Algunos pueden ser buenos
como instrumentos con los que interactuemos para desarro-
llarnos. Nunca lo serán los que representen una distracción,
un espejismo con que llenar nuestro esquema de “algo que
buscar”.
La poca claridad -por falta de dedicación al tema- respec-
to a qué necesitamos, o a qué queremos en lo más íntimo, da
por resultado que nuestra “dedicación” derive hacia objetivos
fáciles de pensar, o que directamente no requieran ningún
pensamiento porque ya nos los presentaron los demás.
De ese modo, infinidad de jóvenes empiezan a trabajar
“albergando sueños” de acceder un día a objetivos y bienes
que valoran porque vieron que otra gente vive valorándolos.
Nunca se preguntan si son lo que realmente necesitan ellos,
ni si al alcanzarlos se van a sentir tan bien como vienen su-
poniendo desde el principio de los tiempos.
En otros casos, ante algún sentimiento de vacío interior,
de no saber qué hacer con la vida, se recurre casi desespera-
damente a una idea con que llenar ese espacio, y la idea que
más comúnmente cumple esa función es la de “algo que
comprar”.
Como no es del todo fácil comprar cualquier cosa que se
imagina, o como luego de comprarla se puede seguir insatis-
fecho, la amplia variedad de no-alimentos con que se preten-
der calmar esa ansiedad va más allá de lo material.
Como unas personas viven comprando, otras viven sin-
tiéndose bien por “poseer” las virtudes de un grupo (naciona-
lidad, raza, familia) y “disfrutando” de cada hecho o noticia
que revele la superioridad de su grupo respecto a otros. Es
muy común que el sentimiento de pertenencia se entrelace
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con una comunidad deportiva, compuesta por los que practi-
can ese deporte (que con ello viven su propia vida) y los que
los miran, admiran y festejan sus triunfos como un logro
propio; los que gritan “ganamos” cuando no hicieron otra
cosa que mirar a otros y esperar que lo logrado por esos otros
los “alimente”.
Otros viven pendientes de la vida de los demás, celebri-
dades o simples vecinos, como si los vaivenes de esas vidas
dieran algún fruto en su felicidad personal. Otros “disfrutan”
de la posibilidad de agredir a cuantos se le crucen, de despre-
ciar a cuantos pasen por su pensamiento o de generar cual-
quier tipo de padecimiento ajeno.
Y siguen abundando los recursos para entretenerse su-
poniendo que se está haciendo lo que “se necesita” o “se
quiere”: vivir pendiente de las noticias, de qué hacen o pade-
cen personajes del mundo real o de historias de ficción dise-
ñadas para “alimentar” a quienes con ellas se sienten por un
momento menos vacíos, e inmediatamente pasan a intentar-
lo con el siguiente programa.
También es posible reunirse en organizaciones donde los
integrantes se convencen unos a otros de que ellos son “los
buenos” en un mundo que no lo es tanto, o en grupos que
viven esperando un cambio fundamental y no muy lejano en
la sociedad que habitan, o lisa y llanamente en todo el orden
cósmico.
Como es de suponer cuando se mira con un poco de inte-
ligencia, nadie se sentirá satisfecho en lo más íntimo con ta-
les seudoalimentos.
La tesis ya aparece en el Freudismo: cuando no se obtie-
ne la satisfacción que más se quiere, se busca reemplazarla
por otra menos intensa pero similar, y si esto tampoco es po-
sible, se la reemplazará a su vez por otra, menos satisfactoria
pero más fácil de conseguir.
Por ese camino, quien no se atreva a prestarse atención y
decirse qué es lo que más quiere, o no se atreva a luchar en
la medida necesaria por ello, vivirá experimentando seudo-
satisfacciones tenues, débiles, espantosamente lejanas a lo
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que en lo más íntimo aspiraba a vivir.
Es posible darse cuenta y empezar a emerger hacia una
vida auténtica, más difícil pero más llena de lo que vinimos a
buscar a este mundo.
Pero también es posible no atreverse a salir, o ni siquiera
llegar a darse cuenta.
En estos casos, inconscientemente o semi-inconsciente-
mente, se continuará toda la vida alimentándose de lo que no
es alimento.
Pero como pese a todas las fantasías es imposible que el
no-alimento alimente ni satisfaga a nadie, persistirá en lo
más íntimo un estado de insatisfacción, que a veces podrá ser
disimulado con las citadas distracciones y otras no.
El desafío de vivir bien
Experimentamos lo mismo más de una vez: al alcanzar
algo de lo que esperábamos toda la satisfacción imaginable,
junto a la satisfacción persiste irremediablemente el senti-
miento de que “faltaría algo más”. La satisfacción nos des-
pierta a su vez más deseo, la tan mentada “aspiración a vivir
mejor” nos llama a hacer algo para satisfacerla, y una vez que
lo hacemos en vez de calmarse se intensifica.
Todo acto motivado por lo que nos incite a una satisfac-
ción es como un arranque, un lanzamiento, una embestida
hacia la felicidad, en la que en algún momento nos damos
cuenta de que no embestimos contra algo sólido que estaba
en algún lugar, de que el agrado es ligero e incompleto, y se
nos acentúa la aspiración a ese choque frontal que derive en
la felicidad absoluta e inmodificable.
Ese todo abarca desde los placeres más cotidianos hasta
los “grandes momentos” que alguna vez planificamos, sin
excluir lo experimentado en los mundos sutiles del arte y el
saber.
Ser humano es aspirar a vivir mejor, pero al mismo
tiempo descubrir que cualquier cosa que hagamos deja intac-
ta la sensación de que podría ser mejor, de que hay o debe
haber algo más.
¿Por qué?
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Si buscamos una respuesta que ya alguien haya dado, nos
encontraremos con varias. Inevitablemente incursionaremos
en el terreno de las ideologías y de las distintas “concepcio-
nes del mundo”, y no estaremos de acuerdo unos con otros a
la hora de darnos respuestas o aprobar las que ya existen.
Lo más importante en este caso no es analizar todas las
respuestas ni dar un veredicto sobre cuál es “la verdadera”: lo
más importante, para seguir siendo humanos con aspiracio-
nes humanas, es que este drama no nos haga retroceder.
Porque una de las posibilidades ante esta sensación es
retroceder a lo pre-humano o sub-humano: ignorar o repri-
mir la aspiración a vivir mejor y convencerse de que no existe
la variedad entre mejor y peor.
La única alternativa verdaderamente humana es ir hacia
adelante, aunque no se sepa cómo ni hacia qué, aunque haya
posibilidades de error y hasta de autodestrucción.
Vemos a infinidad de seres luchando por bienes o situa-
ciones que prometen absoluta satisfacción. Los vemos obte-
niéndolos y siguiendo insatisfechos, y luego tratando de re-
solver ese drama lanzándose hacia nuevos bienes, e incluso
habituándose a adquirir un bien tras otro sin alegría ni espe-
ranza, sabiendo que no van hacia la felicidad ni hacia la glo-
ria, pero sin atreverse a cambiar de rumbo ni a preguntarse
de qué se trata eso que les ocurre.
Otra alternativa, en vista de que esa chispa de insatisfac-
ción no se apaga con logros externos, es anular o adormecer
la capacidad de generarla.
Hay casos en que las bebidas o drogas se presentan como
áreas en que buscar satisfacción, y hay casos en que sólo se
usan para silenciar u olvidar el persistente llamado humano
a algo más.
La diferencia entre una búsqueda de satisfacción y una
búsqueda de anulación es la desesperación por volver al es-
tado de adormecimiento ni bien se empieza a salir de él.
Lo que unos intentan con bebidas o drogas, otros lo in-
tentan con actividades cuya real finalidad es pasar un tiempo
sin pensar: entretenimientos que se toman con una indesci-
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frable desesperación o urgencia para alejarse de otro tema,
concentración en cuestiones que no tienen ninguna inciden-
cia en la propia vida, o incluso el trabajo, cuando se encara
con más ganas de llenar el tiempo que de obtener algún bien
en el que íntimamente se crea.
Muy cerca de esto, aunque lo nieguen las prédicas “mora-
listas” de quienes la escogen y se creen buenos “porque no
beben ni se drogan”, está la alternativa subhumana, tal vez
inspirada por la envidia ante la tranquilidad que les vemos a
los animales.
Esta alternativa consiste en anular mentalmente toda
percepción entre mejor y peor, e incluso la misma idea de
que hay posibilidades de mejorar la vida.
De ahí nacen los programas de pensamiento sobre
“fealdad del orden cósmico” y actitudes similares. Para quien
toma ese camino (o para quien se niega de ese modo a todo
camino), ninguna alternativa será peor que verse ante una
vida con la que no está satisfecho pero no podría cambiar sin
esfuerzo ni riesgo, o, peor todavía, sentir que está frente a un
vacío ante el que no tiene idea de qué hacer.
Muchos seres viven, sin que nadie los obligue, una vida
que a otros les parece horrible. Una y otra vez nos pregunta-
mos por qué lo hacen. Nos parecería que no puede ser que
alguien se introduzca por sí mismo en un infierno semejante.
Pero esa contradicción no es más ficticia que la de quien
cada mañana abandona su cama para ir a un sitio donde no
hará lo que tiene ganas sino lo que le ordenan. No es porque
en última instancia quiera sufrir, sino porque a cambio de
eso obtiene un beneficio.
Los que repiten que necesaria e invariablemente la vida
es fea, tratando así de convencerse e intentar que los demás
le ayuden a fortalecer su idea, están recibiendo a cambio un
beneficio. Discutible, pero beneficio al fin.
Si la vida es fea porque “Dios lo dispuso así” o por vaya a
saberse qué ley natural, desaparece todo tipo de inquietud
propia de un desafío. No hay que vérselas ante la propia in-
satisfacción y preguntarse qué hacer. No hay que continuar
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por la vida con esa permanente sensación de que podría ser
de otra manera. No hay que molestarse.
Como esta ideología de la no-alternativa no termina de
convencer, de otorgar seguridad ni a sus más fervientes par-
tidarios, persiste la necesidad de reafirmarla, no por medio
de algún argumento convincente, sino simplemente por re-
petición de sentencias que supuestamente “se convierten en
verdad” a fuerza de decirse muchas veces: “la vida es así”,
“¿qué le vamos a hacer?”, “no queda otra”, “cada cual lleva su
propia cruz”, etc., etc., etc.
Como hay una alternativa subhumana, parece haber una
sobrehumana. Diversas enseñanzas hablan de trascender lo
humano, extinguir el deseo o liberarse de las ataduras y vici-
situdes de la existencia.
Como toda propuesta que alguna vez escuchó el hombre,
también ésta es objeto de discusiones y cuestionamientos.
Para quien crea que “hay una salida”, pero es demasiado
sobrehumana y difícil, no habrá más opción que aceptar la
alternativa humana y ponerse a tono con ella.
La alternativa más humana parece ser reconocer ese con-
flicto, continuar el camino con él a cuestas, y además de tra-
bajar en el mundo externo por esas satisfacciones que nunca
acaban de satisfacer, preguntarse a sí mismo y a la vida qué
hay detrás de todo eso.
Y mientras tanto, trabajar por lo que se desee sin creer
que con ello se obtendrá esa totalidad que a veces se imagi-
na.
Y cada vez que se logre algo y se sienta esa inapagable
sed de “algo más”, aceptar y abrazar la vida sin pedirle ese
“todo” que no sabemos si existe.
Aun si no estamos dispuestos a la alternativa sobrehu-
mana ni a la subhumana, aun si nos acompaña permanen-
temente la sensación de que algo quedó sin apresar, el vivir
bien no deja de estar a nuestro alcance y la vida no deja de
valer la pena.