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IndiceEditorial: Omnes sancti et sanctae Dei, intercedite pro nobis .... 1

Carta a los amigos y bienhechores nº 82 ................................... 3 Mons. Fellay

¿Son infalibles las canonizaciones actuales? ........................... 13P. Thierry Gaudray

Juan Pablo II, el Papa del hombre ............................................. 19P. Patrick de La Rocque

El dilema que plantea la canonización de Juan Pablo II ......... 27P. Jean Michel Gleize

La canonización de Juan Pablo II ............................................... 33P. José María Mestre Roc

Juan XXIII, ¿santo? ....................................................................... 37P. Philippe Toulza

Le recordamos que la Hermandad de San Pío X en España agradece todo tipo de ayu-da y colaboración para llevar a cabo su obra en favor de la Tradición. Los sacerdotes de la Hermandad no podrán ejercer su ministerio sin su generosa aportación y asistencia.

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Juan Pablo IIDudas sobre una

beatificaciónP. Patrick de La rocque

«¡Santo súbito, santo súbito!», exclamaba el mismo día de la muerte de Juan Pablo II el pueblo reunido en la Plaza de San Pedro en Roma. Pedía la canonización inmediata del Papa difunto.

A los ojos de mucha gente, Juan Pablo II aparecía como un héroe. ¿No había recorrido el mundo abrazando a las multitu-

des, no había hecho caer el muro de Berlín, no había invitado a los católicos a «no tener miedo» y no había perdonado a Ali Agca el atentado del 13 de mayo de 1981? ¿No se había pre-sentado como intrépido defensor de la vida, particularmente contra el aborto?

La realidad no es tan sencilla. Cualquiera que profundice las condiciones de una beatificación y examine el pontificado de Juan Pablo II a la luz de tales condiciones, cae inmediatamente en el asombro. Se van revelando muchas zonas de sombra, a ve-ces inmensas. Las virtudes cristianas más grandes (fe, esperanza y caridad) no quedan a salvo. Muchas enseñanzas y múltiples iniciativas del Papa que, para el gran público, parecen títulos de gloria, se revelan de hecho como materia de un enorme reproche.

Cuando Benedicto XVI beatificó a su predecesor el 1 de mayo de 2011 podría haber cometido un error con pesadas conse-cuencias...

Pueden hacer su pedido a nuestra dirección.Precio: 12 €

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Capillas de la Hermandad San Pío X en España

MadridCapilla Santiago Apóstol C/ Játiva, frente al nº 8Metro: Pacífico, salida Dr. Esquerdo.Bus: 8, 10, 24, 37, 54, 56, 57, 136, 140 y 141Domingos: 10 h.: misa rezada 12 h.: misa cantada.Laborables: 19 h.

(20 h. en julio y agosto)

BarcelonaCapilla de la Inmaculada ConcepciónC/ Tenor Massini, 108, 1º 1ªDomingos: misa a las 11 h.Viernes y sábados: misa a las 19 h.Más información: 93 354 54 62

CórdobaC/ Angel de Saavedra, 2, portal B, 2º izq.Lunes siguiente al 1er domingo, misa a las 19 h.Más información: 957 47 16 41

GranadaCapilla María ReinaPl. Gutierre de Cetina, 32Autobús: 71er domingo de cada mes, misa a las 11 h.Sábado precedente, misa a las 19 h.Más información: 958 51 54 20

MurciaSábado anterior al 1er domingo de mes, misa a las 11 h.Más información: 868 97 13 81

OviedoCapilla de Cristo ReyC/ Pérez de la Sala, 51Viernes anterior al 3er domingo, misa a las 19’00 h.Sábado siguiente, misa a las 11 h.Más información: 984 18 61 57

Palma de MallorcaCapilla de Santa Catalina TomásC/ Ausías March, 27, 4º 2ª4º domingo de cada mes, misa a las 19 h.Más información: 971 20 15 53

Santander3er domingo de cada mes, misa a las 12 h.

ValenciaC/ Pizarro, 1, 3º, pta. 123er domingo de cada mes, misa a las 11 h.

VitoriaCapilla de los Sagrados CorazonesPl. Dantzari, 83er domingo de cada mes, misa a las 19 h.

También se celebranmisas en: Salamanca, Tenerife y Las Palmas de Gran Canaria.

Para cualquier tipo de información sobre nuestro apostolado ylugares donde se celebra la Santa Misa, pueden llamar al 91 812 28 81

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Ed

ito

rialOmnes sancti et sanctae Dei

intercedite pro nobis

Sin duda alguna, es por todos sabido, que la devoción y confianza hacia los santos, en cuanto a su poder de intercesión y ayuda, es algo que forma parte de lo más íntimo del pueblo fiel dentro de la profesión católica de su fe. De

manera especial en los momentos de dolor, enfermedad o desgracia cualesquie-ra, no dudamos en acudir con repetida frecuencia a aquellos que ya gozan de la visión de la Trinidad beatísima para que vengan en socorro nuestro, en medio de las múltiples pruebas de este valle de lágrimas, y así con su mano amorosa podamos salir de las angustias que nos afligen en un momento u otro de nuestra vida. Ellos, que han sufrido también este destierro, nos comprenden, nos oyen con tierna solicitud, presentan nuestras súplicas ante el Altísimo y son nuestros abo-gados celosos y constantes. No hay que decir siquiera que entre estos intercesores y cirineos se llevan la palma de la solicitud Nuestra Señora, la Santísima Virgen, la Señora, y el sublime Patriarca San José, el varón justo.

Mas siendo esto verdad, y muy verdad, los fieles católicos, hijos humildes de la Iglesia, siempre han vivido en la convicción plena, y por supuesto perfecta y rec-tamente justificada, así como en la vivencia firmísimo de su Fe, de que los santos canonizados por la Santa Madre Iglesia, ciudadanos del Cielo, ciudadanos de la Jerusalén celestial, han sido declarados tales después de un proceso largo, minu-cioso, estricto, históricamente avalado por el testimonio de los creyentes, sujeto a las leyes de la Iglesia hasta extremos inconcebibles para los no expertos en cáno-nes, en la mayoría de los casos tras periodos muy dilatados de tiempo, y cuando esto último no se ha cumplido la fuerza y el clamor de los fieles manifestando su creencia en la santidad del siervo de Dios ha sido de tal empuje que en ello se ha visto claramente expresa la voluntad divina, de suerte que nunca ha habido sombra de duda o vacilación en cuanto al ejercicio heroico de las virtudes de los que llenan esa inmensa pléyade de bienaventurados de la Iglesia Católica. Y sin embargo, y con todas las cautelas posibles, hemos asistido prácticamente en los últimos cuarenta años a unos actos de beatificación y canonización que nos lle-nan de cierta perplejidad y suma extrañeza. Se ha producido lo que podemos sin duda llamar una celeridad procesal, en cuanto a determinadas declaraciones de la Iglesia, en lo que se refiere a la santidad de algunos de sus miembros, lo que nos lleva a preguntarnos si el concepto de santidad y ejercicio heroico de las virtudes ha sufrido mutaciones considerables y esenciales por parte del Magisterio de la Iglesia. Planteadas de esta forma las consideraciones dichas no cabe duda que la gravedad de estas cuestiones rebaja la solemnidad en la declaración de santidad de aquellos que sin sombra alguna han sido declarados bienaventurados en los últimos decenios.

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2El Concilio Vaticano II, que con cierta ironía podemos decir que fuera del cual

no hay salvación, ha sido transformado por arte de no se sabe quién, o puede ser que sí se sabe, de reunión pastoral en asamblea dogmática. Pero lo que sí es cierto que para dar el espaldarazo definitivo al fenómeno Vaticano II se han llevado a los altares a una serie de figuras de la Iglesia cuya relevancia está por encima de lo eclesial y espiritual. Nombres como la Madre Teresa de Calcuta, cuya bon-dad humana no se pone en cuestión, Monseñor Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, Monseñor Álvaro del Portillo, o los Papas Juan XXIII, Juan Pablo II o Pablo VI, son personalidades elevadas a los altares, algunos de ellos en los próximos meses, para justificar con fuerza irresistible el consabido apotegma “el Concilio Vaticano II una primavera para la iglesia, el soplo del Espíritu Santo en el encuentro de la Iglesia con el mundo de hoy”.

No obstante el Concilio Vaticano II ha sido analizado por expertos en teología dogmática, liturgia, cánones, cuyos trabajos siguen al alcance de todo aquel que se quiera tomar la molestia de buscarlos y leerlos y de cuyo contenido nuestra revista, y otras publicaciones de la Hermandad de San Pío X, han dado cumpli-da información. En estos trabajos aparece con claridad meridiana el problema doctrinal suscitado por los documentos conciliares y la doctrina intangible de la Tradición. En el número que el lector tiene en sus manos podrá conocer los traba-jos ofrecidos por diversos autores para diseccionar y clarificar las nuevas doctri-nas frente a la doctrina perenne de la Tradición. ¿Quién osará, con atrevimiento suicida, oponerse a los documentos pastorales del Concilio Vaticano II cuando los grandes nombres que han jalonado su discurrir histórico han sido elevados al honor de los altares? ¿Quién podrá pretender exponerse a las condenas de la jerarquía actual presentando Dubia u otros trabajos similares para rebatir las obscuridades doctrinales del Vaticano II?

Es tanto el sufrimiento, el dolor, el esfuerzo por defender la verdad que ha su-puesto el combate en pro de la Tradición que a estas alturas podemos decir que nuestra fuerza y sostén en estos tiempos es sólo el gozo por mantenernos fieles a Nuestro Señor Jesucristo y a la incolumidad de su Iglesia. Bienaventurados hay en el santoral católico que ofrecieron su vida, hasta el derramamiento de su san-gre, por la doctrina intangible y salvadora. Antes morir que herir con lanzada de herejía o infidelidad a la doctrina perenne de la Esposa de Cristo. Para ello contamos con la ayuda inefable de los santos de la corte celestial, elevados a los altares no para justificar actitudes controvertidas de interesados jerarcas, sino para socorro de la Iglesia militante y alabanza de Dios, Uno y Trino. En esta hora difícil, amarga, mas sin desfallecer en la esperanza, omnes sancti et sanctae Dei intercedite pro nobis. m

Editorial: Omnes sancti et sanctae Dei intercedite pro nobis

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Estimados amigos y benefactores:

Si las canonizaciones de Juan XXIII y de Juan Pablo II tienen lugar el 27 de abril próximo, plantearán a la con-ciencia de los católicos un doble proble-ma. En primer lugar, un problema sobre la canonización en cuanto tal: ¿cómo se podrá presentar a toda la Iglesia como modelo de santidad, por un lado, al ini-ciador del Concilio Vaticano II, y por otro, al Papa de Asís y de los derechos del hombre? Pero también, y de mane-ra más profunda, el problema de lo que aparecerá como un reconocimiento de autenticidad católica sin precedentes: ¿cómo se podrán refrendar con el se-llo de la santidad las enseñanzas de tal Concilio, que inspiraron toda la activi-dad de Karol Wojtyla, y cuyos frutos ne-fastos son el signo inequí-voco de la autodestrucción de la Iglesia? Este segundo problema ya nos da la so-lución: los errores conteni-dos en los documentos del Concilio Vaticano II y en las reformas que siguieron, especialmente la reforma litúrgica, no pueden ser obra del Espíritu Santo, que es a la vez Espíritu de verdad y Espíritu de santi-dad. He aquí por qué nos parece necesario recordar cuáles son los principales errores y cuáles las razones

fundamentales por las que no podemos aceptar las novedades del Concilio y de las reformas que surgieron de él, ni estas canonizaciones que pretenden de hecho “canonizar” el Concilio Vaticano II.

Por esta razón, al tiempo que protes-tamos con fuerza contra estas canoni-zaciones, queremos denunciar la acción que desnaturaliza la Iglesia desde el Concilio Vaticano II. He aquí los princi-pales elementos.

I – EL CONCILIO

“Mientras el Concilio se preparaba para ser un faro luminoso en el mundo de hoy si se hubiesen utilizado los textos preconciliares en los que se encontraba una profesión solemne de la doctrina se-gura frente a los problemas modernos,

se puede y desafortunadamente se debe afirmar que, de manera casi general,

Carta a los amigos y bienhechoresnº 82

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4cuando el Concilio ha innovado, ha so-cavado la certeza de verdades que el ma-gisterio auténtico de la Iglesia enseñaba como pertenecientes definitivamente al tesoro de la Tradición (…) Alrededor de estos puntos fundamentales la doctri-na tradicional era clara y se la enseñaba unánime-mente en las universidades católicas. Ahora bien, a la vista de muchos textos del Concilio, cada vez más se puede dudar sobre estas verdades (…) En conse-cuencia y obligado por los hechos, se debe concluir que el Concilio favoreció de manera inaceptable la difusión de los errores liberales”. (1)

II - UNA CONCEPCIÓNECUMÉNICA DE LA IGLESIA

La expresión “subsistit in” (“Lumen Gentium”, 8) quiere decir que habría una presencia y una acción de la Iglesia de Cristo en las comunidades cristia-nas separadas, que se distinguirían de una subsistencia de la Iglesia de Cristo en la Iglesia católica. Entendida en este sentido, esta expresión niega la identi-dad estricta entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia católica hasta aquí siempre enseñada, especialmente por Pío XII en dos oportunidades, a saber, en “Mysti-ci corporis” (2) y en “Humani generis”.(3) La Iglesia de Cristo está presente y actúa como tal, es decir como la única arca de salvación, solamente allí donde está el Vicario de Cristo. El Cuerpo mís-tico, del cual éste es cabeza visible, es es-trictamente idéntico a la Iglesia católica romana

La misma declaración (LG 8) reco-noce también la presencia de “elemen-tos salvíficos” en las comunidades cris-tianas no-católicas. El decreto sobre el

ecumenismo va más allá al afirmar que “el Espíritu de Cristo no rehúsa servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de la gracia y de la verdad que se confió a la Iglesia católica” (UR 3).

Tales afirmaciones no son concilia-bles con el dogma “Fuera de la Iglesia no hay salvación”, reafirmado por la Carta del Santo Oficio del 8 de agosto de 1949. Una comunidad separada no podría ser un medio para la acción Dios ya que su separación entraña una resistencia al Espíritu Santo. Las verdades y los sa-cramentos que eventualmente se con-servan en ella no pueden producir un efecto salvífico sino a pesar de los prin-cipios erróneos que fundan la existencia de dichas comunidades y que implican su separación del Cuerpo místico de la Iglesia católica, cuyo jefe visible es el vi-cario de Cristo

La declaración “Nostra Ætate” afir-ma que las religiones no cristianas “aportan a menudo un destello de la verdad que ilumina a todos los hom-

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5bres”, aunque éstos deben encontrar en Cristo “la plenitud de la vida religiosa”; además “considera con sincero respeto estos modos de obrar y de vivir, estas reglas y estas doctrinas” (NA 2). Seme-jante afirmación cae bajo el mismo re-proche que la precedente. Según como se dan en el contexto de la herejía o del cisma, los sacramentos, las verdades parciales de la fe y de la Escritura están en un estado de separación respecto al Cuerpo místico. Esta es la razón por la cual la secta que los utiliza no puede ca-nalizar en cuanto secta –porque carece de la gracia sobrenatural– la mediación eclesial ni contribuir a la salvación. Otro tanto se debe decir de las formas de pen-sar, vivir y obrar tal como se presentan en las religiones no cristianas.

Estos textos del Concilio favorecen la concepción latitudinaria de la Iglesia condenada por Pío XI en Mortalium ani-mos, así como el indiferentismo religio-so igualmente condenado por todos los Papas, desde Pío IX a Pío XII.(4) Todas

las iniciativas inspiradas por el diálogo ecuménico e interreligioso, de los cuales la reunión de Asís de 1986 sigue siendo el ejemplo más patente, no son más que la puesta en práctica, “el ejemplo visible,

la lección práctica y la catequesis com-prensible para todos” (Juan Pablo II) de estas enseñanzas conciliares. Con todo, expresan también el indiferentismo de-nunciado por Pío XI al reprobar la es-peranza de que “no será difícil que los pueblos, aunque disientan unos de otros en materia de religión, convengan fra-ternalmente en la profesión de algunas doctrinas que sean como fundamento común de la vida espiritual (…) Cuantos se adhieren a tales opiniones y tentati-vas, se apartan totalmente de la religión revelada por Dios”.(5)

III - UNA CONCEPCIÓNCOLEGIALISTA Y DEMOCRÁTICA DE LA IGLESIA

1. Después de haber quebrantado la unidad de la Iglesia en la profesión de la fe, los textos conciliares también la han hecho tambalear en su gobierno y su es-tructura jerárquica. La expresión “sub-jectum quoque” (LG 22) quiere decir que

el colegio de los obispos unidos al Papa como a su jefe, es asimismo, además de serlo el Papa solo, suje-to habitual y permanente del poder supremo y uni-versal de jurisdicción en la Iglesia. Esta es una puerta abierta para disminuir el poder del Sumo Pontífice, e incluso para cuestionar-lo, y eso al precio de poner en peligro la unidad de la Iglesia.

Esta idea de un doble sujeto per-manente del primado es contraria, en efecto, a la enseñanza y a la práctica del magisterio de la Iglesia, especialmente a la constitución “Pastor Æternus” del

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6Concilio Vaticano I (DS 3055) y a la en-cíclica “Satis cognitum” de León XIII. Pues sólo el Papa posee de manera habi-tual y constante el poder supremo, que comunica solamente en circunstancias extraordinarias a los concilios, según lo juzgue oportuno.

2. La expresión “sacerdocio común” propio de los bautizados, distinguida del “sacerdocio ministerial” (LG 10), no puntualiza que sólo el segundo debe en-tenderse según el sentido verdadero y propio del término, mientras que el pri-mero se entiende solamente en sentido místico y espiritual.

Esta distinción era sostenida clara-mente por Pío XII en su discurso del 2 de noviembre de 1954. Está ausente de los textos conciliares y abre la puerta a una orientación democrática de la Iglesia, condenada por Pío VI en la Bula Aucto-rem fidei (DS 2602). Esta tendencia a hacer participar el pueblo en el ejercicio del poder vuelve a hallarse en la multi-plicación de los organismos de todo tipo, en conformidad con el nuevo derecho canónico (canon 129 § 2). Pierde de vis-ta la distinción entre clérigos y laicos, no obstante ser de derecho divino.

IV - LOS FALSOSDERECHOS DEL HOMBRE

La declaración “Dignitatis humanæ” afirma la existencia de un falso derecho natural del hombre en materia religiosa. Hasta aquí la Tradición de la Iglesia re-conocía unánimemente a los no-católi-cos el derecho natural a no ser obligados por los poderes civiles a adherir (con la intención en el fuero interno y por el ejercicio en el fuero externo) a la única religión verdadera, y legitimaba, al me-nos en ciertas circunstancias, una cierta

tolerancia en el ejercicio de las falsas re-ligiones en el fuero externo público. El Concilio Vaticano II reconoce además a todo hombre el derecho natural a no ser impedido por los poderes civiles de ejer-cer en el fuero externo público una re-ligión falsa, y pretende reconocer como

un derecho civil este derecho natural de exención de toda coacción de parte de las autoridades sociales. Los solos lími-tes jurídicos a este derecho serían los

Pío VI, nacido en 1717, fue Papa de 1775 a 1799. Cuando estalló la Revolución Francesa, todas las propiedades de la Iglesia en Francia fueron confiscadas y cuando el régimen revolucionario exigió al clero un juramento de fidelidad, el Papa denunció (1791) la revolución como impía. Cuan-do Napoleón invadió Italia en 1797, se vio obliga-do a rendir sus territorios a la recién creada Re-pública Cisalpina. En 1798 los ejércitos franceses del general Louis Alexandre Berthier marcharon sobre Roma y los romanos revolucionarios, alia-dos con los franceses, declararon la república de la ciudad de Roma y exigieron al papa la renun-cia a su soberanía temporal. Ante su negativa lo hicieron prisionero y lo encarcelaron primero en Siena y más tarde en Valence, Francia, donde murió.

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7del orden puramente civil y profano de la sociedad. El Concilio obliga así a los gobiernos civiles a no discriminar más por motivos religiosos y a establecer la igualdad jurídica entre la religión verda-dera y las falsas religiones.

Esta nueva doctrina social se opone a las enseñanzas de Gregorio XVI en “Mi-rari vos” y de Pío IX en “Quanta cura”. Se funda en una falsa concepción de la dignidad humana, puramente ontoló-gica y ya no moral. En consecuencia, la constitución “Gaudium et spes” enseña el principio de la autonomía de lo tem-poral (GS 36), es decir, la negación de

la realeza social de Jesucristo, enseñada sin embargo por Pío XII en “Quas pri-mas”, y finalmente abre la puerta a la independencia de la sociedad temporal respecto a los mandamientos de Dios.

V - LA PROTESTANTIZA-CIÓN DE LA MISA

El nuevo rito de la Misa “se aleja de manera impresionante, tanto en su conjunto como en detalle” (6) de la definición ca-tólica de la Misa, tal como resul-ta de las enseñanzas del Conci-lio de Trento. Por sus omisiones y sus equívocos, el nuevo rito de Pablo VI atenúa la identifica-ción de la misa con el sacrificio de la Cruz, a punto tal que la misa aparece más como simple

memorial que como sacrificio. Este rito reformado oculta también el papel del sacerdote para realce de la acción de la comunidad de los fieles. Disminuye gra-vemente la expresión del fin propiciato-rio del sacrificio de la misa, es decir, la expiación y la reparación del pecado.

Estas deficiencias prohíben consi-derar este nuevo rito como legítimo. En el interrogatorio del 11-12 de enero de 1979, a la pregunta formulada por la Congregación para la Doctrina de la Fe: “¿Sostiene Usted que un fiel católi-co puede pensar y afirmar que un rito sacramental, en particular el de la misa aprobada y promulgada por el Sumo Pontífice, pueda ser no conforme a la fe católica o favens haeresiam?” Mons. Le-febvre contestó: “Este rito en sí mismo no profesa la fe católica con la misma claridad que lo hacía el antiguo Ordo missae y por consiguiente puede favo-recer la herejía. Pero no sé a quién atri-

«En la Iglesia, el sacerdote lleva la marca de un carácter imborrable que lo hace un alter Chris-tus, otro Cristo. El sacerdote es el único que pue-de ofrecer el Santo Sacrificio. Lutero considera-ba que la distinción entre sacerdotes y seglares era «la primera muralla que habían levantado los “romanistas”»: todos los cristianos son sa-cerdotes y la única función del pastor es la de presidir la “Misa evangélica”. En la Nueva Misa, el “yo” del celebrante se ha reemplazado por el “nosotros”; está escrito varias veces que los fie-les “celebran”; se asocian a los actos del culto, leen la Epístola y hasta el Evangelio, distribuyen la comunión, y a veces dan el sermón, que se puede reemplazar con “un intercambio sobre la palabra de Dios en pequeños grupos” que se reúnen antes para “elaborar” la celebración del domingo» (Mons. Lefebvre). En la fotografía, ce-lebración de una misa rociera.

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8buirlo, ni si el Papa es el responsable. Lo que sorprende es que un Ordo mis-sae con sabor protestante, y por tanto favens haeresiam, haya podido ser di-fundido por la curia romana”. (7) Estas deficiencias graves nos im-piden considerar este nuevo rito como legítimo, celebrarlo y acon-sejar asistir a él o participar en él activamente.

VI - EL NUEVO CÓDIGO, EXPRESIÓN DE LASNOVEDADES CONCILIARES

Según palabras mismas de Juan Pablo II, el nuevo Código de de-recho canónico de 1983 representa “un gran esfuerzo por traducir al lenguaje canónico” (8) las enseñanzas del Conci-lio Vaticano II, incluyendo en ello –y de modo principal– los puntos gravemente erróneos hasta aquí señalados. “De entre los elementos que expresan la verdadera y propia imagen de la Iglesia”, continúa explicando Juan Pablo II, “han de men-cionarse principalmente éstos: la doctri-na que propone a la Iglesia como el pue-blo de Dios y a la autoridad jerárquica como servicio; además, la doctrina que expone a la Iglesia como comunión y es-tablece, por tanto, las relaciones mutuas que deben darse entre la Iglesia particu-lar y la universal y entre la colegialidad y el primado; también la doctrina según la cual todos los miembros del pueblo de Dios participan, según su modo propio, de la triple función de Cristo, o sea, de la sacerdotal, de la profética y de la regia, doctrina a la cual se añade también la que considera los deberes y derechos de los fieles cristianos y concretamente de los laicos; y, finalmente, el empeño que la Iglesia debe poner por el ecumenismo”.

Este nuevo derecho acentúa la fal-sa dimensión ecumenista de la Iglesia, permitiendo recibir los sacramentos de la penitencia, de la eucaristía y de la ex-

tremaunción de ministros no católicos (canon 844) y favorece la hospitalidad ecuménica, autorizando a los ministros católicos a administrar el sacramento de la eucaristía a no católicos. El canon 336 retoma y acentúa la idea de un doble su-jeto permanente del primado. Los cáno-

«La nueva religión, choca en todos sus aspec-tos con el sentido común cristiano. El católico se enfrenta a una desacralización general; se lo han cambiado y adaptado todo. Le han dado a entender que todas las religiones llevan a la salvación, que la Iglesia acoge indistintamente a los cristianos separados e incluso al conjunto de creyentes que se inclinan ante Buda o ante Kris-hna. Al clero y a los seglares les dicen que son miembros iguales del “pueblo de Dios”, al punto que ciertos seglares designados para cumplir funciones determinadas, asumen funciones sa-cerdotales (se los ve celebrar los entierros y ad-ministrar el viático a los enfermos), y los religio-sos se ocupan de tareas seglares: se visten como ellos, van a trabajar a las fábricas, se afilian a los sindicatos y hacen política. El nuevo Código de Derecho Canónico fortalece esta concepción. Confiere prerrogativas inéditas a los fieles, al re-ducir la diferencia entre éstos y los sacerdotes y al instituir lo que llama «derechos»: los teólogos seglares pueden ocupar cátedras de teología en las universidades católicas, los fieles participan en el culto divino en funciones que estaban re-servadas antes a ciertas órdenes menores y en la administración de algunos sacramentos: distri-buyen la comunión y reciben el consentimiento en las ceremonias de matrimonio» (Mons. Lefe-bvre).

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nes 204 § 1, 208, 212 § 3, 216 y 225 acen-túan el equívoco del sacerdocio común y la idea correlativa de pueblo de Dios. Fi-nalmente, en este nuevo Código se perfila una definición errónea del matrimonio, en la que ya no aparece el objeto preciso del contrato matrimonial ni la jerarquía entre sus fines. Lejos de favorecer la fa-milia católica, estas novedades abren una brecha en la moral matrimonial.

VII - UNA NUEVA CONCEPCIÓN DEL MAGISTERIO

1. La constitución “Dei Verbum” afir-ma sin las dar debidas precisiones que “la Iglesia, en el decurso de los siglos, tiende constantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que en ella se cum-plan las palabras de Dios” (DV 8). Esta imprecisión abre las puertas al error de la Tradición viva y evolutiva condenada por San Pío X en la Encíclica “Pascendi” y en el Juramento antimodernista. Ello así porque la Iglesia no puede “tender a la plenitud de la verdad divina” más que precisándola más acabadamente, lo cual no significa que los dogmas propues-tos por la Iglesia podrían ser objeto de “sentido diferente del que la Iglesia ha entendido y entiende aún” (“Dei Filius”, DS 3043).

2. El discurso de Benedicto XVI del 22 de diciembre de 2005 intenta justi-ficar esta concepción evolutiva de una Tradición viva y disculpar así al Concilio de cualquier ruptura en la Tradición de la Iglesia. El Concilio Vaticano II quiso dar una “nueva definición de la relación en-tre la fe de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno” y para hacerlo “revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza [la de la Iglesia] y su verdadera identidad”, la “del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero perma-neciendo siempre el mismo, único suje-to del pueblo de Dios en camino”. Esta explicación supone que la unidad de la fe de la Iglesia descansa, no ya en un ob-jeto (pues hay discontinuidad, al menos en los puntos señalados anteriormente,

«Los concilios han sido siempre concilios dog-máticos. Sin duda, el Vaticano II, es un concilio ecuménico por el número de obispos y por su convocatoria por el Santo Padre; pero no es un concilio como los demás. El Papa Juan XXIII lo dijo claramente. Es evidente que su objeto fue diferente al de los otros concilios. Para evitar la ambigüedad de un concilio pastoral, en una intervención pedimos que hubiera dos textos: uno doctrinal y otro de consideraciones pasto-rales. Se excluyó la idea del texto doctrinal, re-cogiendo sólo la de la redacción pastoral. Real-mente, a mi parecer, esto tiene una importancia capital pues nos ayuda a comprender mejor la situación en la que estamos actualmente» (Mons. Lefebvre).

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entre el Concilio Vaticano II y la Tradi-ción) sino en un sujeto, en el sentido de que el acto de fe se define mucho más en función de las persona y creyentes que en función de las verdades creídas. Este acto se convierte principalmente en la expresión de una conciencia colectiva, dejando de ser la firme adhesión de la inteligencia al depósito de las verdades reveladas por Dios.

Pío XII enseña sin embargo en “Hu-mani generis” que el magisterio es la “regla próxima y universal de verdad en materia de fe y de costumbres”, verdad objetiva del depósito de la fe, consigna-da como en sus fuentes en las Sagradas Escrituras y la Tradición divina. Y la constitución “Dei Filius” del Concilio Vaticano I enseña también que este de-pósito no es “un descubrimiento filosó-fico que puede ser perfeccionado por la inteligencia humana”, sino que ha sido “confiado a la esposa de Cristo para ser fielmente protegido e infaliblemente promulgado” (DS 3020).

3. Es manifiesto que el discurso de apertura del Papa Juan XXIII (11 de

octubre de 1962) y su alocución dirigi-da al Sacro Colegio el 23 de diciembre de 1962, asignan al Concilio Vaticano II una intención muy particular, de tipo supuestamente “pastoral”, en virtud de la cual el magisterio debería “expresar la fe de la Iglesia siguiendo los métodos de investigación y formulación literaria del pensamiento moderno”. La encícli-ca “Ecclesiam suam” del Papa Pablo VI (6 de agosto de 1964) precisa incluso esta idea, diciendo que el magisterio del Concilio Vaticano II busca “la inserción del mensaje cristiano en la corriente de pensamiento, de palabra, de cultura, de costumbres, de tendencias de la huma-nidad, tal como hoy vive y se agita sobre la faz de la tierra” (n° 27); en particular, el anuncio de la verdad “no se presen-tará armada por coacción externa, sino tan sólo por los legítimos caminos de la educación humana, de la persuasión interior y de la conversación ordinaria, ofrecerá su don de salvación, quedando siempre respetada la libertad personal y civil” (n° 29). La constitución pastoral “Gaudium et spes” afirma que “el Con-

«En la primera mitad del siglo V, San Vicente de Lerins, que había sido soldado antes de consagrarse a Dios y que decla-ró que había sido «zarandeado mucho tiempo en el mar del mundo, antes de encontrar refugio en el puerto de la fe», hablaba así del desarrollo del dogma: «¿No habrá ningún pro-greso de la religión en la Iglesia de Cristo? Los habrá cierta-mente muy importantes, de manera tal que se trate de un progreso de la fe y no de un cambio. Es necesario que crezca, pues, y mucho y poderosamente se adelante en quilates, la inteligencia, ciencia y sabiduría de todos y de cada uno, ora de cada hombre particular, ora de toda la Iglesia universal, de las edades y de los siglos; pero solamente en su propio géne-ro, es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido, en la misma sentencia». San Vicente conocía el impacto de las he-rejías y dio una regla de conducta que continúa siendo bue-na después de 1500 años: «¿Qué hará un fiel católico si una parte de la Iglesia se llega a separar de la comunión y de la fe universal? ¿Qué partido puede tomar sino preferir el cuerpo —que está sano en su conjunto— al miembro gangrenado y corrompido? Y si otra epidemia amenaza envenenar, no ya una pequeña parte de la Iglesia sino a toda la Iglesia a la vez, su deber es aferrarse a la antigüedad, que evidentemente ya no puede ser seducida por ninguna novedad mentirosa» (Mons. Lefebvre).

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11cilio se propone ante todo juzgar bajo esta luz los valores que hoy disfrutan la máxima consideración y enlazarlos de nuevo con su fuente divina. Estos valo-res, por proceder de la inteligencia que Dios ha dado al hombre, poseen una bondad extraordinaria; pero, a causa de la corrupción del corazón humano, sufren con frecuencia desviaciones con-trarias a su debida ordenación. Por ello necesitan purificación” (GS 11). De es-tos valores del mundo proceden las tres grandes novedades introducidas por el Concilio Vaticano II: la libertad religio-sa, la colegialidad y el ecumenismo.

4. Nos apoyamos, pues, sobre esta regla próxima y universal de la verdad revelada que es el magisterio de siempre para refutar las nuevas doctrinas que le son contrarias. Este es precisamente el criterio dado por San Vicente de Lérins: “El criterio de la verdad, y además de la infalibilidad del Papa y de la Iglesia, es la conformidad con la Tradición y con el depósito de la fe. Quod ubique, quod semper. Lo que es enseñado siempre y en todas partes, en el tiempo y en el espa-cio”. (9) Ahora bien, la doctrina del Con-cilio Vaticano II sobre el ecumenismo, la colegialidad y la libertad religiosa es una doctrina nueva, contraria a la Tradición y al derecho público de la Iglesia, que se basa sobre principios divinamente re-velados y como tal inmutables. De todo esto concluimos que este Concilio, ha-biendo querido proponer estas noveda-des, está privado de carácter magisterial vinculante, en la medida misma en que las propone. Su autoridad ya es dudosa en razón de la intención nueva, supues-tamente “pastoral”, indicada en el pá-rrafo precedente. Se manifiesta además ciertamente nula en cuanto a los puntos en los que se coloca en contradicción con

la Tradición (cfr. supra I a VII, 1).Fieles a la enseñanza constante de la

Iglesia, junto a nuestro venerado fun-dador Mons. Marcel Lefebvre y en pos de él, hasta ahora no hemos dejado de denunciar el Concilio Vaticano II y sus textos fundamentales como una de las

«Hasta su santidad el Papa Pío XII, hemos visto estas verdades afirmadas de una manera so-lemne y clara. Puede decirse que Pío XII nos dio siempre una luz extraordinaria sobre todos los problemas difíciles de nuestro tiempo. Fue un Papa excepcional. En el Concilio, hubiéramos podido, simplemente, consultar los escritos del Papa Pío XII y poner en nuestros esquemas las soluciones que él había dado a los problemas modernos, y hubiéramos tenido un concilio in-finitamente superior al que tuvimos. Hay que decir que en tiempos del Papa Pío XII la Iglesia se encontró en una situación relativamente floreciente, al menos en algunos países. Acordé-monos de Holanda, cuyas conversiones crecían con tal rapidez que la mayoría de la población se estaba haciendo católica. Suiza se transformaba también rápidamente, por ejemplo en el cantón de Ginebra. Portugal, después de su revolución, volvía a la fe de sus mayores. En los Estados Uni-dos había conversiones en muy gran número, unas 180.000 al año. En Inglaterra, entre 50 y 80.000» (Mons. Lefebvre).

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12causas principales de la crisis que sacu-de a la Iglesia por completo, alcanzan-do hasta sus “entrañas mismas” y sus “venas” según la vigorosa expresión de San Pío X. Por otra parte, mientras más trabajamos, más vemos confirmarse los análisis presentados con extraordinaria claridad por Mons. Lefebvre el 9 de sep-tiembre de 1965 en al aula conciliar. Per-mítasenos retomar sus propias palabras a propósito de la constitución conciliar sobre la “Iglesia en el mundo de hoy” (“Gaudium et spes”): “Esta constitución no es pastoral ni emana de la Iglesia católica; no alimenta a los hombres y a los cristianos con la verdad evangélica y apostólica, y por otra parte tampoco es la voz de la Esposa de Cristo. Nosotros conocemos la voz de Cristo, nuestro pas-tor; ésta, la ignoramos. La apariencia es la del cordero; la voz no es la del pastor sino quizá la del lobo. He dicho”. (10) Los cincuenta años que ha pasado desde esta intervención no han hecho más que confirmar este análisis.

El 7 de diciembre de 1968, sólo tres años después de la clausura del Conci-lio, Pablo VI debió admitir: “La Iglesia se encuentra en una hora de inquietud, de autocrítica, diríamos incluso de au-todestrucción”. Y el 29 de junio de 1972 reconoció que “a través de alguna grieta ha entrado el humo de Satanás en el tem-plo de Dios. Hay dudas, incertidumbre, problemática, inquietud, insatisfacción, confrontación”. Lo comprobó pero no hizo nada. Continuó con la reforma con-ciliar, cuyos promotores no habían duda-do compararla con la Revolución de 1789 en Francia o con la de 1917 en Rusia.

No podemos permanecer pasivos, no podemos hacernos cómplices de esta autodestrucción. Por eso, queridos amigos y bienhechores, los invitamos a

permanecer firmes en la fe y a no dejar-se perturbar por las novedades de una de las crisis más formidables que debe atravesar la santa Iglesia.

Que la Pasión de Nuestro Señor y su Resurrección nos conforten en nuestra fidelidad, en nuestro amor indefectible a Dios, a nuestro Señor, verdadero Dios y verdadero hombre, a su santa Iglesia, di-vina y humana, en una esperanza inque-brantable… in Te speravi non confundar in aeternum. ¡Dígnese el Corazón dolo-roso e Inmaculado de María proteger-nos y que su triunfo llegue pronto!

Winona, domingo de Ramos, 13 de abril 2014

† Bernard FellaySuperior General de la

Hermandad de San Pío X

NOTAS1. Mons. Lefebvre, Carta del 20 de diciembre de 1966 al Cardenal Ottaviani, en J’accuse le Concile, Ed. Saint-Ga-briel, Martigny, 1976, p. 107-111.2. Pío XII, Encíclica Mystici corporis, 29 de junio de 1943, Enseignements pontificaux, L’Eglise, Solesmes-Desclée, 1960, t. 2, n° 1014.3. Pío XII, Encíclica Humani generis, 12 de agosto de 1950, Enseignements pontificaux, L’Eglise, Solesmes-Desclée, 1960, t. 2, n° 1282.4. Sobre el indiferentismo y el latitudinarismo, ver las pro-posiciones condenadas en el Syllabus, capítulo 3, n° 15 a 18: “Todo hombre es libre para abrazar y profesar la reli-gión que, guiado de la luz de la razón, juzgare como verda-dera. Los hombres pueden hallar en el culto de cualquier religión el camino de la salud eterna y conseguir la eterna salvación. Por lo menos se debe esperar la eterna salva-ción de todos cuantos no están en la verdadera Iglesia de Cristo. El protestantismo no es más que una forma diver-sa de la misma verdadera religión cristiana, en la cual, lo mismo que en la Iglesia, es posible agradar a Dios”. 5. Pío XI, Encíclica Mortalium animos, 6 de enero de 1928, Enseignements pontificaux, L’Eglise, t. 1, n° 855.6. Cardenales Ottaviani y Bacci, “Prefacio al Papa Pablo VI” en Breve examen crítico del Novus ordo missae, Ecô-ne, p. 6.7. “Mons. Lefebvre y el Santo Oficio”, Itinéraires n° 233 de mayo 1979, p. 146-147.8. Juan Pablo II, Constitución apostólica Sacrae discipli-nae leges, 25 de enero de 1983, La Documentation Catho-lique, n° 1847, p. 245-246.9. Mons. Lefebvre, “Conclusión” en J’accuse le Concile, Ed. Saint-Gabriel, Martigny, 1976, p. 112.10. Mons. Lefebvre, “Conclusión” en J’accuse le Concile, Ed. Saint Gabriel, 1976, p. 93.

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Enseñanzas de la teología tra-dicional en relación con la infalibilidad de las canoni-

zaciones

La Iglesia ha honrado siempre a sus hijos que están ya en el cielo. Dios mis-mo, que es glorificado en sus santos, fo-menta este culto al multiplicar los mila-gros por intercesión de sus siervos. Hay en esto un consuelo para los fieles, así como una prueba más de la verdad de la Iglesia, que es la única en conocer esta fecundidad. La santidad, aquella que brilla incluso a los ojos de los incrédu-los, es una de las notas de la Iglesia.

En los primeros tiempos de la Igle-sia, los papas se contentaban general-mente con aprobar implícitamente el culto tributado a los santos. Pero para evitar los abusos en un asunto tan grave, los papas se reservaron progresivamen-te el proceso de canonización e incluso de beatificación a través de un “proceso apostólico” directamente bajo su auto-ridad. El “proceso informativo” que le precedía era dirigido por el obispo del lugar, pero no tenía por fin sino presen-tar la causa al papa.

La solemnidad litúrgica de una ca-nonización era el indicio de su carácter infalible. “La basílica vaticana está ilu-minada por miles de arañas y adornada con estandartes de los nuevos santos. Unos cuadros representan las principa-

les escenas de su vida y sus milagros. El papa, rodeado de los cardenales y de un brillante cortejo de obispos y de sacer-dotes, preside la ceremonia. Después del acto de obediencia, los postuladores de cada causa de canonización se acercan, acompañados de un abogado consisto-rial que toma la palabra en su nombre, para suplicar humildemente al papa que inscriba en el número de los santos a los beatos. En nombre del papa, el pre-lado secretario de los breves a los prín-cipes responde que las virtudes de estos grandes siervos de Dios son conocidas y sus méritos apreciados, pero que, an-tes de pronunciar su canonización, hay

¿Son infalibleslas canonizaciones actuales?

P. Thierry Gaudray

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14que pedir el auxilio de Dios e implorar sus luces. Tras esta primera instancia, se canta la letanía de los santos. El abogado consistorial se acerca por segunda vez, y en nombre de los postuladores repite la misma súplica, pero con mayor insisten-cia: instanter, instantius. Se le da la mis-ma respuesta: Oremus. Se canta el Veni Creator. Vuelve el abogado al trono pon-tificio para renovar su instancia, todavía con mayor ardor instanter, instantius, instantissime. El secretario declara en-tonces que la voluntad del papa es acce-der a esa petición” (Dictionnaire de théo-logie catholique, voz “canonización”).

No son difíciles de comprender los argumentos teológicos que justifican esta infalibilidad: “No es posible que el sumo pontífice induzca a error a la Igle-sia universal en las materias que atañen a la moral y la fe. Ahora bien, eso es lo que ocurriría si pudiera equivocarse en las sentencias de canonización. Presen-tar a la veneración de los pueblos a un hombre condenado ¿no sería, en suma, levantar altares al mismo diablo? “Vie-ne a ser lo mismo tributar culto al dia-blo o a un hombre condenado” (Melchor Cano). Dios, después de haber fundado su Iglesia sobre Pedro, y haberle prome-tido preservarla del error ¿la dejaría ex-traviarse hasta tal punto? Semejante su-posición sería una blasfemia. Además, el culto público que se rinde a los santos, y que guarda una relación tan estrecha con la moral ¿no es como una profesión de fe? “El honor que se tributa a los san-tos es una cierta profesión de fe por la cual creemos en la gloria de los santos” (santo Tomás de Aquino)” (ibidem).

¿Qué ocurre a este respecto desde el concilio Vaticano II? ¿Debemos some-ternos al juicio del papa que canoniza a un santo hoy?

¿Qué es la santidad?

Todos los cristianos en estado de gra-cia pueden ser llamados “santos”. Era incluso la costumbre de san Pablo en sus epístolas. Para ir al cielo y formar parte de esa muchedumbre innumerable que vio san Juan, hace falta y basta con per-severar en esta gracia.

Pero la canonización requiere más. “Aunque para entrar en el cielo, decía el papa Inocencio III, basta con la perseve-rancia final, conforme a las palabras del mismo Verbo divino “el que persevere hasta el fin, ése se salvará” (Mt 10, 22);

Es difícil encontrar algún aspecto de la vida pú-blica en el que la influencia de Inocencio III no dejara huella. Fiel al espíritu de su misión, predi-có en público y trató de mantener la modestia dentro del estilo de vida de la curia romana. A pesar de ser consciente de su autoridad como pontífice (le gustaba en particular el título de vicario de Cristo), intentó fortalecer el episcopa-do restringiendo los casos que pudieran apelar a Roma. Su diplomacia hizo realidad el gobierno papal sobre los territorios alrededor de Roma, por lo que se le considera el verdadero funda-dor de los Estados Pontificios.

¿Son infalibles las canonizaciones actuales?

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15sin embargo, para que un hombre sea reputado santo por la Iglesia militante, hacen falta dos cosas raras: el resplan-dor extraordinario de las virtudes du-rante la vida, y la gloria de los milagros después de la muerte. Estas dos condi-ciones son indispensables.”

En efecto, mediante una canoniza-ción el papa convierte en precepto rigu-roso el confesar que ese santo ha dado un ejemplo que imitar. La sinceridad in-terior, que sólo Dios puede juzgar, puede explicar que ciertas almas, habiendo su-frido alguna ignorancia, fuesen sin em-bargo ricas en méritos. Mas queda que semejantes “santos” no son modelos que

el papa pueda presentar al mundo cató-lico. Estamos lejos del ecumenismo del papa Juan Pablo II: “Esos santos provie-nen de todas las Iglesias y comunidades eclesiales que les abrieron la entrada en la comunión de la salvación” (encíclica Ut unum sint, 25 de mayo de 1995).

Por “resplandor extraordinario de las virtudes” entendía referirse el papa Inocencio III al heroísmo, es decir “un grado tal de perfección que excede con mucho de la manera ordinaria en que los otros hombres, incluso justos, practican las virtudes… La prueba de esas virtudes heroicas debe hacerse no de manera general para todas ellas tomadas en su conjunto, sino de modo especial para cada una de ellas con-sideradas en particular. Es increíble lo que semejante examen requiere de tiempo y de esfuerzo, sobre todo dadas las dificultades de todo género que el promotor de la fe no cesa de acumular. La vida del siervo de Dios se pasa por el cedazo de la crítica más despiada-da; y hace falta que no solamente no se encuentre en ella nada de reprensi-ble, sino que se reencuentre en ella el heroísmo a cada paso. Mientras que no se haya elucidado absolutamente

la duda sobre las virtudes, es imposible adentrarse más allá en este intermi-nable procedimiento, pues nunca está permitido suspender el examen de las virtudes para pasar al de los milagros, aunque fuesen muy numerosos” (Dic-tionnaire de théologie catholique, artí-culo ya citado).

La rapidez con la cual se desarro-llan en lo sucesivo los procesos de ca-nonización no permite ya tal exigencia. Mientras que antes “una simple nube, una sola incertidumbre (bastaban) para convertir en inútil todo lo demás, y para

La fama de la virtud de Santa Isabel de Hungría (1207-1231) se hizo popular en toda Alemania. Los hechos portentosos, los rasgos de caridad heroica, la sencillez del trato, eran contados y corrían de boca en boca como gestas de leyen-da de la mujer más santa de la tierra.

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16detener indefinidamente la marcha del proceso” (ibídem), hoy el papa no juzga ya con el mismo rigor porque no exige ya la heroicidad de las virtudes. La palabra “canonización” ha deja-do de contener la mis-ma realidad. Aunque no se haya convertido en equívoca, la diferen-cia de significado basta para emitir una duda sobre la infalibilidad de las canonizaciones postconciliares.

La verdad es inmu-table

Hay otro signo que asimismo indica que el papa no compromete su infalibilidad. De he-cho, la moderna forma de pensamiento que el concilio Vaticano II hizo suya, no parece permitir ya al papa hablar “ex ca-thedra”.

En efecto, para ca-nonizar y utilizar su privilegio de infalibilidad, el mismo papa debe creer en la inmutabilidad de la verdad. De otro modo ¿cómo podría tener la intención de “definir” alguna cosa para siempre? Ahora bien, desde el concilio Vaticano II los papas se oponen a sus predecesores. Aunque no lo hicie-ran más que sobre un punto (como el de la libertad religiosa), ello bastaría para arrojar una duda sobre la concepción que se hacen de la verdad. Los papas que aprueban el concilio Vaticano II, y por lo tanto la condena de lo que se ha definido, contemplan la verdad como

algo evolutivo, vivo, y no parecen pues capaces de utilizar su infalibilidad. Era el argumento de monseñor Lefebvre: el más sencillo y el más radical.

La infalibilidad es una asistencia que se presta a un acto prudente

Finalmente, la actual manera de pro-ceder en los procesos de canonización indica otro obstáculo más a la asisten-cia divina para garantizar la verdad de lo que el papa enuncia. En efecto, “a los sucesores de Pedro, el Espíritu Santo no les ha sido prometido para que mani-fiesten por su revelación una nueva doc-trina sino para que, por su asistencia, custodien santamente y expongan fiel-mente la Revelación transmitida a los

Pío XII, el 1 de noviembre de 1950, en el atrio exterior de la Basílica Vaticana, rodeado de 36 cardenales, 555 patriarcas, arzobispos y obis-pos, de gran número de dignatarios eclesiásticos y de una muche-dumbre que no bajaba del millón de personas definió solemnemente, con su suprema autoridad apostólica, el dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo. He aquí las palabras mismas de la definición: «Después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces y de invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omni-potente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para aumentar la gloria de la misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma di-vinamente revelado que la inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrena fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial».

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17ción. He aquí de qué modo comenta el Dictionnaire de théologie catholique el examen de los escritos de un “siervo de Dios” al comienzo del proceso: “El exa-men de los escritos es extremadamente severo y muy minucioso. Está especial-mente a cargo del cardenal ponente. Empieza entregando ejemplares de sus obras a teólogos capacitados. Éstos los

estudian por separado, sin concertarse, pues su elección se mantie-ne secreta. Después de haberlos leído por en-tero con gran atención, están obligados a dar al cardenal su aprecia-ción por escrito, apre-ciación muy detallada, que contenga un aná-lisis razonado de cada obra, con su plan, divi-siones y subdivisiones, así como la manera de

proceder del autor. Deben sobre todo señalar a cada paso las dificultades que nazcan de esa lectura.” Para que el pro-ceso pueda continuar, no debe subsistir ni la menor duda: “No es necesario, para detener para siempre una causa de ca-nonización, que las obras del siervo de Dios contengan errores formales contra el dogma o la moral; basta con que se encuentren en ellas novedades sospe-chosas, cuestiones frívolas, o bien algu-na opinión singular opuesta a las ense-ñanzas de los Padres y al sentimiento común de los fieles” (ibídem).

El examen de los milagros “es toda-vía más severo, si fuera posible, que el de las virtudes… Todos los medios se ponen en obra para desenmascarar la mentira y para apartar el error. La pre-cipitación interesada o el celo entusiasta

Apóstoles, es decir el depósito de la fe” (concilio Vaticano I). La asistencia del Espíritu Santo no es pues una garantía absoluta ¡en cuya virtud el papa podría simplemente abrir la boca para decir la verdad, con tal de que pronunciase la fórmula oportuna! Hace falta que el papa realice un acto de prudencia hu-mana, de una prudencia proporcionada

a la gravedad de la función pontificia, para que esté protegido de todo error. Basta con estudiar un poco la historia de los dogmas para persuadirse de que los papas lo comprendieron siempre así. ¿Cuánta investigación, cuántos estudios teológicos, cuántas consultas precedie-ron a la definición de la Inmaculada Concepción o a la de la Asunción?

Ocurre lo mismo para las canoniza-ciones. Desde los comienzos de un pro-ceso, se observa la mayor circunspec-

El Señor obró innumerables prodigios por inter-cesión de San Antonio de Padua en vida y en muerte. Desde la resurrección de varios muertos (comprobada jurídicamente con testigos) hasta la sumisión de los varios elementos de la natu-raleza a su voluntad e imperio, no hay milagro que no obrase, ni portento que dejase de ver realizado. Por esto sus contemporáneos le ape-llidaron el Taumaturgo de Padua, nombre que ha conservado en la posteridad.

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18de los que han promovido el proceso y empujan su marcha, vienen a estrellar-se contra la extrema lentitud y las exi-gencias de este tribunal que nunca tie-ne prisa, y no se conmueve porque una causa se exponga a permanecer ante él durante siglos. Al considerar la multitud de actos jurídicos que impone, la serie indefinida de dificultades que amonto-na en cada instante, la abundancia y la evidencia de las pruebas que reclama, estaríamos tentados de acusarle más bien de desconfianza exagerada que no de credulidad piadosa. Ningún tribunal humano actúa con esta exactitud llevada hasta el escrúpulo, y con esta severidad, que parecería injustificada en cualquier otra materia. Las cosas llegan a tal pun-to que, en opinión de todos los que han tenido parte en un asunto de este géne-ro, el éxito de un proceso de canoniza-ción puede reputarse como un milagro más grande que los que se requieren para certificar la santidad de un siervo de Dios” (ibídem).

Las propias fórmulas tradicionales in-dican este trabajo de investigación al cual el papa se ha constreñido. He aquí lo que se transcribe en el ya citado diccionario: “En el Nombre de la santa e indivisible Trinidad; para la exaltación de la fe ca-tólica y el crecimiento de la religión cris-tiana; por la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados após-toles Pedro y Pablo, y por la nuestra; des-pués de haber deliberado detenidamente e implorado el auxilio de Dios; según el dictamen de nuestros venerables herma-nos los cardenales de la santa Iglesia ro-mana, los patriarcas, los arzobispos y los obispos presentes en Roma; decretamos que los bienaventurados N. y N. son san-tos, y los inscribimos en el catálogo de los santos, estableciendo que la Iglesia uni-

versal celebrará piadosamente su memo-ria todos los años, en el día aniversario de su nacimiento a la patria celestial. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espí-ritu Santo. Amen.”

Ahora bien, desde la constitución Di-vinus perfectionis Magister, del 25 de enero de 1983, compete a los obispos, en nombre incluso de la colegialidad, intro-ducir la causa de los santos. Los teólogos, nombrados por el obispo, no examinan ya todos los escritos sino únicamente los que han sido publicados. La recopilación de los testimonios se ha simplificado y se hace bajo la autoridad de los obispos.

La simple multiplicación de las cano-nizaciones indica que el papa no puede hoy acordar a cada causa toda la aten-ción que haría falta. Mientras que entre el papa Clemente VIII (1594) y el papa Pío XII (1958) doscientos quince santos fueron elevados a los altares (esto es, al-rededor de uno cada dos años), el papa Juan Pablo II canonizó él solo cuatro-cientos ochenta y tres.

Conclusión

He aquí pues tres argumentos que permiten dudar legítimamente de la infalibilidad de las canonizaciones pro-nunciadas por los papas conciliares: por “santidad” se comprende otra cosa que lo que la Iglesia comprendía, las defini-ciones son imposibles porque la verdad es evolutiva, y ya no se exige la seriedad requerida por una canonización.

Esto no quiere decir que ninguno de los que han sido canonizados desde el concilio Vaticano II fuesen santos, sino sencillamente que, también a este respecto, estamos privados de la certe-za que debería aportarnos el magisterio pontificio. m

¿Son infalibles las canonizaciones actuales?

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De Juan Pablo II algunos han re-tenido la personalidad fuera de lo común: el “deportista de

Dios” que recorría el mundo para pro-clamar su mensaje, el anciano que una vez enfermo supo permanecer en pie, fiel a su misión. Otros fueron marcados por sus apóstrofes, llamando a grandes aspiraciones: “Duc in altum!”, “¡No ten-gáis miedo!”, “Francia ¿qué has hecho de tu bautismo?”. Para terminar, otros destacan los gestos espectaculares de ese papa, por mucho que desde entonces hayan adquirido cierta banalidad:

- las Vísperas en la catedral anglicana de Cantorbery en 1982,

- la Sinagoga o Asís en 1986,- el beso al Corán en 1999,- o, para seguir, el festival o

acontecimiento del Jubileo del año 2000: apertura de la Puer-ta Santa con responsables de comunidades no católicas,

- el martirologio ecuménico o la oración en el muro de las Lamentaciones.

Gestos estimados proféti-cos, gestos que hicieron soñar a más de uno sobre las vías de un mundo mejor al hacerse más unido...

¿Quién es entonces Juan Pablo II? ¿Podemos quedarnos en esos aconteci-mientos factuales, sea para clamar con la multitud “santo súbito” o para denunciar una actitud que juzgamos cuando menos desconcertante? ¿Quién es entonces Juan

Pablo II? Puesto que su canonización está a la orden del día, importa poner de ma-nifiesto la trama de su pontificado, desco-dificar su mensaje fundamental.

Los discursos fundadores de un pontificado

Sin ninguna duda, Juan Pablo II fue antes que nada el papa del hombre. Si hiciera falta convencerse de ello, basta-ría con volver a los discursos fundadores de su pontificado, como el primer men-saje de Navidad que, siendo joven papa,

tituló “Navidad, la fiesta del hombre” (mensaje del 25 de diciembre de 1978):

«Navidad es la fiesta del hombre. Es el nacimiento del hombre […] Este men-saje se dirige a cada hombre, preci-samente en tanto que es hombre, a su humanidad. Es en efecto la humanidad la que se encuentra elevada en el naci-miento terrenal de Dios».

Juan Pablo II, el Papa del hombreP. Patrick de La Rocque

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20La óptica del Papa

es clara:«Si celebramos hoy de manera tan so-lemne el nacimiento de Jesús, lo hacemos para tributar home-naje al hecho de que cada hombre es úni-co, absolutamente singular».Para Juan Pablo II,

la dinámica de la En-carnación está orientada ya no hacia la patria celestial, que vuelve a hacerse accesi-ble gracias al Verbo encarna-do, sino hacia la realización plena de la humanidad en este mundo terrenal.

Su primera encíclica, Re-demptor hominis, no con-tuvo mensaje fundamental distinto. El Papa invita allí a la Iglesia a tomar al hombre como “camino fundamental” (nº 14) a fin de “hacer más humana la vida humana sobre la tierra” (nº 15). Por lo tanto, la salvaguarda de los derechos del hombre –hasta entonces denuncia-dos por la Iglesia pero en adelante “pie-dra miliar en el camino del progreso moral de la humanidad” (discurso del 2 de octubre de 1979) – se convertía en una de las “principales preocupaciones” de la Iglesia (alocución del 12 de junio de 1984). Para quien lo recuerde, el hombre y su dignidad siguieron siendo el tema del primer viaje de Juan Pablo II a Francia, como lo fueron de su discurso pronunciado en la sede de la UNESCO:

«Hay, sin embargo, una dimensión fundamental […] que es capaz de re-mover desde sus cimientos los siste-mas que estructuran el conjunto de la

humanidad y de liberar a la existencia humana, individual y colectiva, de las amenazas que pesan sobre ella. Esta dimensión fundamental es el hombre» (discurso del 2 de junio de 1980).

El “sueño” de una civilización del amor

El respeto del hombre y de su dig-nidad; era para Juan Pablo II el fun-damento sobre el cual se apoyó el gran proyecto de su pontificado: promover una “civilización del amor” que respon-dería a “la imperiosa necesidad de los pueblos de soñar con un porvenir en paz y de prosperidad para todos” (mensaje del 5 de septiembre de 2003). Tal era el “sueño” del difunto papa, su esperanza más profunda, aquel en torno al cual centró su pontificado.

Le gustaba citar primeramente a Pa-

El Papa, en su discurso en París en la UNESCO, dijo que el gran medio para restablecer la paz en el mundo consiste en dar a la conciencia el lugar que le corresponde y hacer que la gente “tome conciencia” del peligro en que se halla el mundo si no se hacen esfuerzos para restablecer la paz. De nada vale “con-cienciar” como se dice hoy, si no se da el remedio, y el único remedio es la ley de Dios, el decálogo, que es la base de toda civilización humana y cristiana. San Pío X no duda en decir: “Esta vuelta de todas las naciones del mundo a la majestad y el im-perio de Dios, nunca se producirá, sean cuales fueren nuestros esfuerzos, si no es por Jesús el Cristo (nunquam nisi per Jesum Christum eveniet)”. Está muy claro». (Mons. Lefebvre)

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21blo VI:

«Se trata de construir un mundo donde todo hombre, sin excepción de raza, re-ligión o nacionalidad, pueda vivir una vida plenamente humana, emancipado de las servidumbres que le vienen de parte de los hombres y de una natura-leza insuficientemente dominada; un mundo donde la libertad no sea una palabra vana y donde el pobre Lázaro pueda sentarse en la misma mesa que el rico» (Populorum progressio, nº 47).

Juan Pablo II entendía pues «edifi-car la civilización del amor, fundada sobre los valores universales de la paz, de la solidaridad, de la justicia y de la libertad» (mensaje del 12 de noviem-

bre de 1986), que sea «un encuentro convergente de las inteligencias, de las voluntades, de los corazones, hacia el fin que el Creador les ha fijado: [no el cielo, sino] hacer la tierra habitable por todos y digna de todos» (mensaje del 8 de diciembre de 1982). Reuniría enton-ces a todos aquellos que él llamaba “cre-yentes”; sería incongruente entender por ello a quienes profesan la fe católica, puesto que se designa así a todos aque-llos que reconocen la dimensión tras-

cendente de la persona humana (discurso del 11 de octubre de 1988).

Tal era el “sueño” de Juan Pablo II, su deseo más querido, que pre-sentó de nuevo al mundo en vísperas del tercer mi-lenio:«La humanidad está lla-mada por Dios a formar una única familia. Nos hace falta reconocer y favorecer este designio divino promoviendo la

búsqueda de relaciones armo-niosas entre las personas y en-tre los pueblos, en una cultura compartida de apertura a lo Trascendente, de promoción del hombre, de respeto de la naturaleza. Tal es mi mensaje de Navidad, tal es el mensaje del Jubileo, tal es mi deseo al comienzo de un nuevo mile-nio» (mensaje del 8 de diciem-bre de 1999).

Asís, la oración y las religiones

La reunión interreligiosa de Asís fue, a sus ojos, el acto fundador de esta civi-lización:

El 13 de abril de 1986, Juan Pablo II, visitaba la sinagoga de Roma donde oró junto al gran rabino; el 27 de octubre de 1986 tuvo lugar el congreso interreligioso de Asís con motivo de la jorna-da por la paz decretada por la ONU. Los templos de Asís se con-virtieron en lugares de oración a todas las divinidades e ídolos paganos, donde los desorientados fieles recibían bendiciones de Shiva, Buda, Visnú o Alá y asistían a las ceremonias de ma-gos, brujos, brahmanes, lamas, bonzos y rabinos como si fuera la Santa Misa. Esta profanación de las Iglesias y de los altares de Nuestro Señor no podía dejar impasible a Monseñor Lefebvre que, antes ya del acto, recordaba que el canon 1258 del Código de Derecho Canónico prohíbe “absolutamente asistir o tomar parte activa en el culto de los no católicos de cualquier manera que sea” y, en declaración pública del 2 de diciembre, exclama “Juan Pablo II alentando a las falsas religiones a rezar a sus falsos dioses: escándalo sin medida y sin precedente”.

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22«Tenía ante los ojos una gran visión: todos los pueblos del mundo en mar-cha, desde diferentes lugares de la Tie-rra, para reunir-se cerca del Dios único como una sola familia. En esa tarde memo-rable, en la ciudad natal de san Fran-cisco, ese sueño [de la unidad del género humano] se convertía en realidad: era la primera vez que r e p r e s e n t a n t e s de diferentes reli-giones del mundo se reencontraban juntos» (mensaje del 28 de agosto de 2001).

Juntos para rezar. Es que, en efecto, Juan Pablo II puso la oración en el primer ran-go de los medios para per-mitir el advenimiento de la civilización del amor. Ya no era el acto de religión que se ordena al verdadero Dios, sino simplemente la expresión del sen-timiento religioso (discurso del 10 de enero de 1987). A semejante oración, le bastan dos cosas: la referencia a una trascendencia y a la sinceridad –que se supone siempre- del corazón humano. Es pues el patrimonio común de todas las religiones, todas las cuales, según Juan Pablo II, han sido suscitadas por el Espíritu Santo (audiencia del 9 de sep-tiembre de 1998) y establecen una rela-ción efectiva con “la Divinidad” (men-saje del 28 de agosto de 2001). De ahí los numerosos encuentros interreligio-sos que suscitó, aunque hasta entonces

habían sido siempre condenados. A los ojos de Juan Pablo II esas reuniones son importantes: «cada uno respeta aquí al

otro como un hermano y una hermana en la misma humanidad y con sus con-vicciones personales» (discurso del 9 de enero de 1993), y «encontrarse los unos al lado de los otros en la diversidad de las expresiones religiosas, lealmente reconocidas como tales, manifiesta de una manera visible la aspiración a la unidad de la familia humana» (mensa-je del 21 de septiembre de 2000).

Es pues en su pluralidad como, según Juan Pablo II, las religiones favorecen la paz. Únicamente su pluralidad, vivida pacíficamente, permite a las religiones presentarse como modelos para el mun-

«Juan Pablo II no dudaba en afirmar en un mensaje para el día mundial de la paz que la libertad religiosa constituye como una piedra angular en el edificio de los Derechos del Hombre. Na-turalmente, es el aspecto radical, fundamental de los Derechos del hombre: la libertad respecto de Dios. Dios ha venido a la tierra para darnos una religión, yo, tengo mi conciencia, eso no me afecta. Incluso si Dios ha venido o si no ha venido, me da igual, yo tengo la religión de mi conciencia. ¡Increíble, es increí-ble! La Iglesia Católica y su pastor supremo que ha hecho de los derechos del hombre uno de los grandes temas de su predica-ción (...) Esto es ateísmo puro, ¿dónde está Dios? ¡El hombre el hombre, el hombre! La dimensión humana, el hombre, los dere-chos del hombre, y son las cabezas de la Iglesia quienes hablan así» (Mons. Lefebvre).

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23do. Por lo tanto, todo proselitismo se convierte en reprensible, ya que la identidad propia de cada creen-cia debe por el contrario “preser-varse preciosamente” (discurso del 12 de diciembre de 1996). El deseo de convertir se desvanece pues ante la voluntad de vivir una plurirreligiosidad que se presenta como modelo de una pluricultura-lidad pacífica:

«Los hombres y las mujeres del mundo ven de qué manera habéis aprendido a estar juntos y a orar, cada uno según su propia tradi-ción religiosa, sin confusión y en el respeto recíproco, conservando ín-tegra y firmemente vuestras pro-pias creencias. En una sociedad en la cual coexisten personas de reli-giones diferentes, este encuentro representa un signo de paz. Todos pueden constatar cómo, en este es-píritu, la paz entre los pueblos no es ya una lejana utopía» (mensaje del 28 de agosto de 2001).

Tal es el alma del “espíritu de Asís”, en aras del cual tanto obró el difunto papa. Consiste en su-bordinar todas las religiones, la católica inclusive, para ponerlas al servicio del “sueño” de Juan Pablo II, el advenimiento de un nuevo humanismo:

«El espíritu de Asís alienta a las religiones para que ofrezcan su aportación a este nuevo humanis-mo del cual tanta necesidad tiene el mundo contemporáneo […] [los encuentros interreligiosos] engen-dran un humanismo, es decir una forma nueva de mirarse unos a otros, de comprenderse, de obrar por la paz» (mensaje del 3 de sep-tiembre de 2004).

«Cuando nos dicen que los musulmanes y los judíos tie-nen el mismo Dios que los católicos, no está de más leer algunos párrafos de un libro titulado Retrato de un ju-dío, publicado en 1962 por Albert Memmi, un judío de Túnez, de donde fue expulsado después de asentarse en Francia: “¿Se dan cuenta, los cristianos, de lo que puede significar el nombre de Jesús, su Dios, para un judío?... Para un judío que no ha dejado de creer y practicar su propia religión, el cristianismo es la mayor usurpación teológica y metafísica de la historia, es una blasfemia, un escándalo espiritual y una subversión. Para todos los ju-díos, aunque sean ateos, el nombre de Jesús es el símbolo de una amenaza, de esa gran amenaza que pesa sobre su cabeza desde hace siglos y que siempre les desafía con catástrofes, sin que sepan por qué ni cómo prevenirlas. Este nombre forma parte de una acusación absurda y de-lirante, pero de una crueldad eficaz que les asfixia la vida social. Finalmente, este nombre ha terminado siendo uno de los signos y uno de los nombres del inmenso aparato que los rodea, los condena y los excluye. Que me perdo-nen mis amigos cristianos, pero para que me compren-dan mejor y empleando su propio lenguaje, yo diría que para los judíos su Dios es un poco como el demonio, si el diablo es, como dicen, el símbolo y el resumen del mal en la tierra, inicuo y omnipotente, incomprensible y obstina-do en aplastar a los hombres desamparados...”. Esto es lo que piensa de Nuestro Señor Jesucristo un judío. No hay que hacerse ilusiones, nos encontramos ante una gente que lleva en su corazón el odio a Jesús. Si los adversarios de Nuestro Señor Jesucristo le tienen un verdadero odio, uno odio diabólico, al revés, nosotros los cristianos tene-mos que tener el deseo de que El sea realmente el centro de nuestros pensamientos, de nuestro afecto, de nuestra alma y de toda nuestra actividad» (Mons. Lefebvre). En la foto visita de Juan Pablo II a Auschwitz, junio de 1979.

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24Y a Juan Pablo II toca concluir:

«Entonces comenzará a realizarse la palabra de Dios dada por el profeta: “Habitará el lobo con el cordero, y el leopardo se acostará con el cabrito, y comerán juntos el bece-rro con el león, y un niño pequeño los pastoreará» (mensaje del 25 de enero de 2002).

En el corazón de un pontificado

Juan Pablo II adoptó como eje de su pontificado la edificación de esta civili-zación del amor, como medio la oración considerada en calidad de simple senti-miento religioso, como motivo la espe-ranza en el hombre. Esta civilización del amor, con otras palabras la unidad de la familia humana aquí abajo, fue el motor de sus grandes decisiones pontificias. Por este motivo Juan Pablo II quiso, con una voluntad personal muy marcada, reunir a todas las religiones en Asís a fin de valorar la oración de cada cual; por este motivo desarrolló posteriormente con insistencia lo que llamó el “espíritu de Asís”.

Igual motivo, según las propias pala-bras del papa, fue la razón principal del número de sus viajes. En el mismo espí-ritu, Juan Pablo II no vaciló en llamar “peregrinación” –es decir, en sacrali-zar- ciertas empresas que no tenían sino al hombre como centro; de ese modo acudió en “peregrinación” a Auschwitz (discurso del 17 de junio de 1979), al memorial de Hiroshima (discurso del 25 de febrero de 1981) o siguiendo las huellas del pasado espiritual de la India

(audiencia del 26 de febrero de 1986). Igualmente acudió en “peregrinación” tras las huellas de la herencia espiritual

de Lutero (encuentro del 17 de noviem-bre de 1980) o los pasos de Mahatma Gandhi (alocución del 31 de enero de 1986). Con arreglo a ese mismo espíri-tu, redefinió también profundamente la noción de mártir para extenderla a cual-quier persona que hubiese muerto, no ya a causa del odio de Cristo, sino por odio del hombre o de la libertad religio-sa. Se convertían así en mártires las víc-timas de la shoah o también de Hiroshi-ma (mensaje del 7 de abril de 1985).

«Por el hecho mismo de que los judíos rechazan a Nuestro Señor, por el hecho mismo de que los musulmanes no reconocen la divinidad de Nues-tro Señor, ni unos ni otros adoran al mismo Dios que nosotros. De ninguna manera se puede de-cir que tienen el mismo Dios que nosotros, pues no es cierto. Desde el momento en que se re-chaza a la Santísima Trinidad, se rechaza a Dios. Nuestro Señor no está separado del Padre: son consubstanciales, hay un solo Dios. Al negar a Je-sucristo ya no se adora al verdadero Dios. No es posible. Hoy en día son errores corrientes en la pluma y en los discursos de cualquier sacerdote, de cualquier teólogo y de cualquier obispo. ¡E incluso las autoridades más elevadas de la Iglesia hablan de las “tres grandes religiones monoteís-tas”!» (Mons. Lefebvre). En la foto, visita de Juan Pablo II al Muro de las lamentaciones, marzo de 2000.

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25¿Hacia la canonización?

Canonizar o no a Juan Pablo II, es también evaluar su mensaje a la luz de la Iglesia.

- Pontificado profético al alba de una “nueva era” (mensaje del 8 de diciembre de 1999) ¿o alianza adulterina con un mundo rebelde?

- Promoción heroica del mensaje cristiano ¿o desnaturalización utópica del Evangelio de Cristo?

Tal es, a fin de cuen-tas, la terrible cuestión que no tienen derecho a eludir los que se apres-tan a canonizar a Karol Wojtyla. Lo que está en juego con semejante canonización se pone entonces de manifiesto como lo que en realidad es. Tanto más excede de la suerte de un hombre cuanto que, en nume-rosas ocasiones, Juan Pablo II afirmó que se-mejante praxis no era sino una viva ilus-tración del Concilio Vaticano II. No hay pues motivo de duda, semejante canoni-zación, si llegara a tener lugar, no dejaría de tener consecuencias sobre el porvenir inmediato de la Iglesia Católica.

¿Quiere Dios la unidad del género humano?

Decir que Dios quiere la unidad del género humano puede entenderse de tres maneras:

- Dios querría la unidad última del género humano, a saber la salvación

eterna de cada hombre, y la eficacia de su voluntad aseguraría a todos una co-munidad efectiva de destino.

- Dios querría la unidad última del género humano como acaba de exponer-se, pero querría además la realización de una unidad temporal de ese mismo gé-nero humano, que sería una prefigura-ción de la unidad definitiva propia de la

patria celestial.- Dios no quiere la

unidad última del gé-nero humano con una voluntad eficaz sino con una voluntad so-lamente suficiente –lo cual no asegura a todos los hombres una comu-nidad efectiva de desti-no sobrenatural; pero querría una unidad provisional de la fami-lia humana aquí abajo, que sería entonces la realización del destino temporal de la creación.

En lo que toca al pri-mer punto, es contrario a la fe católica afirmar

que Dios quiere con una voluntad eficaz la unidad sobrenatural y definitiva del géne-ro humano en el más allá. Sería hacer su-yas las teorías de la Redención universal.

En lo que toca al segundo punto, además de lo que acaba de decirse, tie-ne también en contra suya el revestir una dimensión milenarista a menudo denunciada por la Iglesia: jamás se re-anudará aquí abajo por la humanidad la armonía del paraíso terrenal.

El tercer punto cae asimismo bajo esta condena del milenarismo.

Con relación al mundo presente, está revelado que Dios no quiere restablecer

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26aquí abajo la armonía perfecta del géne-ro humano. Del Génesis al Apocalipsis, la Biblia revela hasta qué punto Cristo es piedra de tropiezo (Is 8, 14) puesta en signo de contradicción (Lc 2, 34). Desde los primeros momentos de la Encarna-ción, esta oposición salió a la luz: «La luz luce en las tinieblas, pero las tinie-blas no la abrazaron. […] Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron» (Jn 1, 5 y 11). Hasta el fin de los tiempos se encarnará a través de los hombres la enemistad plantada entre las respecti-vas descendencias de la Mujer y de la Serpiente (Gen 3, 15). Los hijos de las ti-nieblas seguirán persiguiendo a los hijos de la luz, «porque el discípulo no es más que el maestro» (cf. Jn 15, 18-20). De esas luchas infernales que perdurarán hasta el fin de los tiempos, tenemos por testigo al apóstol a quien Jesús amaba, en sus visiones grandiosas de Patmos (Ap, capítulos 12 y 13).

Los masones cara a Juan Pablo II: ¿una provocación?

Sinceros o provocadores, los maso-nes rindieron homenaje a los actos de Juan Pablo II. Así por ejemplo la Gran Logia masónica de Francia, con ocasión del encuentro interreligioso de Asís:

«Los masones de la Gran Logia Nacio-nal Francesa desean asociarse de todo corazón a la oración ecuménica que re-unirá el 27 de octubre en Asís a todos los responsables de todas las religiones en favor de la paz en el mundo».Esa misma reunión de Asís recibió

este comentario de Armando Corona, Gran Maestre del Gran Oriente de Italia:

«Nuestro inter-confesionalismo nos valió la excomunión recibida en 1738 de Clemente XI. Pero la Iglesia estaba

ciertamente en el error, si es verdad que el 27 de octubre de 1986 el actual pontífice ha reunido en Asís a hombres de todas las confesiones religiosas con vistas a rezar por la paz. ¿Y qué cosa distinta buscaban nuestros hermanos cuando se reunían en los templos, sino el amor entre los hombres, la toleran-cia, la solidaridad, la defensa de la dignidad de la persona humana, con-siderándose iguales, por encima de los credos políticos, de los credos religiosos y de los colores de piel?».El colmo del equívoco data de 1996.

Aquel año, el Gran Oriente de Italia qui-so conferir a Juan Pablo II el premio Galileo Galilei, esto es la más alta dis-tinción de la masonería italiana para no masones.

«Nuestra intención, explicaba el Gran Maestre de dicha Logia, es rendir ho-menaje a un hombre que, a diferencia de sus predecesores, ha mostrado una gran apertura intelectual al rehabilitar a Galileo, al promover un análisis críti-co de la Inquisición, un hombre que, en una palabra, se ha batido en favor de la tolerancia y del diálogo entre todas las religiones, como lo recuerda la cumbre histórica de la reunión interreligiosa de Asís» (Corriere della Sera del 22 de di-ciembre de 1996, pág. 14).

La Santa Sede juzgó que semejante atribución era provocadora.

¿También provocador el mensaje de la Gran Logia masónica de Francia a la muerte de Juan Pablo?

«Defensor de los derechos del hombre, de los valores morales y espirituales universales, Su Santidad el Papa Juan Pablo II ha sido un pastor inspirado que ha cargado con el mundo duran-te todo su pontificado para hacer más tangible el diálogo de cada hombre con su Creador». m

Juan Pablo II, el Papa del hombre

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Si consideramos a Juan Pablo II como santo, debemos considerar su doctrina como irreprochable,

hasta en los mínimos detalles. En efec-to, el grado heroico de la virtud de fe implica una docilidad sin tacha a todo el espíritu del Magisterio, que se ex-presa a través de la enseñanza de los doctores y no solamente fidelidad a la letra de lo enseñado por el Magisterio infalible y al mínimo común denomi-nador de los dogmas a los que obliga-

toriamente estamos sometidos.Si Juan Pablo II es realmente santo,

los fieles católicos deben reconocer que la Iglesia Católica y las comunidades or-todoxas son iglesias hermanas, respon-sables al mismo tiempo de la salvaguar-dia de la única Iglesia de Dios1. Por lo tanto deben rechazar el ejemplo de Jo-saphat Kuncewicz, arzobispo de Polotsk (1580-1623). Un convertido, procedente de la ortodoxia, que llegó a publicar en el año 1617 una Defensa de la unidad de la

El dilema que plantea la canonización de Juan Pablo II

P. Jean Michel Gleize

En la revista Courrier de Rome, nº 372 de enero 2014, el Padre Jean Michel Gleize, pro-fesor de eclesiología en el Seminario de San Pío X, en Ecône, publica un estudio bajo el título de “Juan Pablo II: ¿un nuevo santo para la Iglesia?”. Después de recordar que una canonización es infalible, plantea esta pregunta: “¿Las nuevas canonizaciones obligan en conciencia a todos los fieles católicos?”. A continuación pregunta otra vez: “¿Se puede canonizar a Juan Pablo II?”, y cita las declaraciones del Papa polaco a los luteranos, a los anglicanos, los ortodoxos, a los judíos y musulmanes, citando también sus propias pala-bras respecto a la libertad religiosa.

En 1617, el P. Josaphat Kuncewicz fue consagrado obispo de Vitebsk con derecho de sucesión a la sede de Polotsk, ocurriendo ésto poco después. Josafat se halló al frente de una feligresía extensa pero poco fervorosa. Muchos se inclinaban al cisma porque temían que Roma in-terfiriese en sus ritos y costumbres. Las iglesias estaban en ruinas y se hallaban en manos de los laicos. Muchos miembros del clero secular habían contraído matrimonio, algunos varias veces. La vida monástica estaba en decadencia. Josafat reunió sínodos en las ciudades princi-pales, publicó e impuso un texto de catecismo, redactó una serie de ordenaciones sobre la conducta del clero y combatió la interferencia de los “señores” en los asuntos de las iglesias locales. A todo ello añadió el ejemplo de su vida, su celo en la instrucción, la predicación, la admi-nistración de sacramentos y la visita a los pobres, a los enfermos, a los prisioneros y a las aldeas más remotas. Pero habían zonas disidentes donde se sublevaba a la gente contra el catolicismo. En octubre de 1623, sabedor de que Vitebsk era todavía el centro de la oposición, decidió ir allá personalmente. Sus amigos no lograron disuadirle ni convencerle de que llevase una escolta militar. «Si Dios me juzga digno de merecer el martirio, no temo morir», respondió San Jo-safat. Así pues, durante dos semanas predicó en las iglesias de Vitebsk y visitó a los fieles sin distinción alguna. El 12 de noviembre la turba, exasperada, comenzó entonces a gritar: “¡Muera el Papista!”, y San Josafat cayó atravesado por una alabarda y herido por una bala. Su cuerpo fue arrastrado por las calles y arrojado al río Divna. San Josafat Kunsevich fue canonizado en 1867 por el Papa Pío IX.

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Iglesia, en la que reprochaba a los orto-doxos el desgarrar la unidad de la Iglesia de Dios y por esa razón dio lugar al odio de esos cismáticos que lo martirizaron.

Si Juan Pablo II es realmente santo, los fieles católicos deben considerar a los anglicanos como hermanos y herma-nas en Cristo y manifestar este reconoci-miento en la oración común2. Por lo tan-to deben también rechazar el ejemplo de Edmund Campion (1540-1581) que se

negó a rezar con el ministro anglicano en el momento de su martirio.

Si Juan Pablo II es realmente santo, los fieles católicos deben aceptar que lo que divide a católicos y protestantes, es decir la verdad del Santo Sacrificio propiciatorio de la Misa, la mediación universal de la Santísima Virgen María, el sacerdocio católico, el Primado de ju-risdicción del Obispo de Roma, es mu-cho menor que lo que les une3. Y tam-

Edmund Campion pasó a Irlanda, para luego huir hacia el continente europeo, iniciando sus estudios con la Compañía de Jesús, ordenándose de sacerdote en 1578. Tras su forma-ción retornó a Londres como parte integrante de la misión de los Jesuitas en dicha isla, cruzando el Canal de la Mancha disfrazado como un comerciante de joyas. En Londres escri-bió una descripción de su nueva misión en la que explicó su trabajo desde el punto de vista estrictamente religioso y no político. Entre otras obras escribió su famoso “Decem Rationes” (Diez Razones). Desplegó una gran actividad reli-giosa contra la iglesia de Inglaterra y a favor de la Católica Romana y del Papa, como la única fe verdadera, incitando a muchos Católicos a permanecer leales a su fe. Todo ello condujo al arresto de Edmundo y a su encarcelamiento y tortura en la Torre de Londres, y finalmente al martirio. Mu-rió el 1° de diciembre de 1581, siendo ahorcado, destripado y descuartizado en Tyburn. Las partes de su cuerpo fueron expuestas en cada una de las cuatro puertas de la ciudad como advertencia a otros Católicos. Fue Beatificado el 9 de diciembre de 1886 por el papa León XIII. y canonizado el 25 de octubre de 1970 por Pablo VI.

San Fidel de Sigmaringa ejerció la abogacía con rectitud y caridad antes de ingresar en religión en 1612, cuando tenía 35 años de edad. Después, se consagró a la predicación en-tre los católicos y los protestantes, en una situación crítica y agitada de los cantones suizos. Sólo diez años vistió el padre Fidel el hábito capuchino; pero en tan corto tiempo, el fruto de su palabra y el ejemplo de su vida santa hicieron más fruto que un ejército de misioneros. Por dondequiera que pasaba el predicador capuchino, dejaba el recuerdo in-olvidable de su santidad y de su doctrina. Realizó una gran labor en pro de la fe católica y, en el ejercicio de su sagra-do ministerio, fue martirizado por los grisones. «¿Aceptáis nuestra fe?», le dijeron. «Yo -repuso el santo- no he venido aquí para hacerme hereje, sino para extirpar la herejía. En cuanto a mi cuerpo, haced de él lo que queráis». Una espa-da que fulguró rápidamente vino a terminar aquel diálogo, cayendo con fuerza sobre la cabeza del misionero. «¡Jesús, María, ayudadme!», exclamó; y se postró de rodillas, mien-tras la sangre borboteaba en la herida. Pero la rabia satá-nica de aquellas fieras no se saciaba tan fácilmente: palos, espadas y mazas de hierro se ensañaron en la víctima que murmuraba sus últimas palabras: «Señor, perdónalos. Jesús, tened piedad de mí. María, asistidme». Era el 24 de abril de 1622. Contaba 45 años de edad y 10 de vida capuchina.

El dilema que plantea la canonización de Juan Pablo II

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bién por esto deben rechazar el ejemplo del capuchino San Fidel de Sigmaringa (1578-1622), martirizado por seguidores de la reforma protestante, a los que fue enviado en misión, componiendo una Disputatio contra los ministros protes-tantes respecto al Santo Sacrificio de la Misa.

Si Juan Pablo II es realmente santo, los fieles católicos deben reconocer el

valor del testimonio religioso del pueblo judío4. En consecuencia deben rechazar el ejemplo de Pedro de Arbués (1440-1485), gran inquisidor de Aragón, mar-tirizado por los judíos por odio a la fe católica.

Si Juan Pablo II es realmente santo, los fieles católicos deben aceptar que tras la resurrección final Dios estará sa-tisfecho de los musulmanes y los musul-

La Inquisición se establece en Aragón en 1484. No se en-cuentra persona más indicada para regirla que Pedro de Arbués. Hace difundir edictos generales que obliguen a revelar delitos y a denunciar delincuentes. Mas asegura que es preciso unir a la justicia la misericordia, y consi-dera que toda pena debe ser un cauterio. Se empiezan a celebrar los autos de fe. La empresa no pudo desarro-llarse pacíficamente. Los judaizantes influyentes inicia-ron alteraciones so pretexto del quebrantamiento de los fueros. Se enviaron embajadas a la Corte, y a la Santa Sede romana. Al Pontífice se le señalaban reservas de ca-rácter teológico; a los reyes se les proponían dinero para las luchas contra los musulmanes. No obteniendo éxito, empezaban a conspirar, reuniendo conciliábulos. En uno de ellos, en la casa de un gran letrado y bajo la presiden-cia de un rabino, se acordó acabar con el inquisidor. El 14 de septiembre de 1485, el inquisidor acudía a la catedral; se encaminó hacia el coro y quedó arrodillado un mo-mento rezando ante el Santísimo. En aquel momento se vio acometido por una gran cuchillada en la espalda, una estocada en el brazo y un puñal lanzado bajo la cabeza. Pedro se derrumba sobre el suelo, mientras dice: “Loado sea Jesucristo, que yo muero por su santa fe”.

San José de Leonessa ingresó en los capuchinos a los 17 años. Era humilde, obediente y mortificado en grado heroico, y tres días a la semana no tomaba otro sustento que pan y agua. Generalmente predicaba con un crucifijo en la mano, y el fue-go de sus palabras inflamaba el corazón de sus oyentes. En 1587 fue enviado a Constantinopla como misionero entre los cristianos de Pera, suburbio de Constantinopla. Allí animaba y servía a los esclavos cristianos de las galeras con maravillo-sa devoción, especialmente durante una peste maligna, de la cual se contagió, aunque después recobró la salud. Convirtió a muchos apóstatas, y se expuso al rigor de la ley turca cuando predicaba la fe a los musulmanes. Fue encarcelado dos veces, pero quiso predicar al sultán y entró en el palacio donde fue apresado, torturado y colgado de un pie en una horca para que se muriera lentamente, pero según se cuenta un ángel vino a liberarlo, y esto hizo que el sultán le soltara. De regreso a su patria fue predicador en su convento de Umbría. Hacia el fin de su vida sufrió mucho a causa de un tumor. Para extirpár-selo, fue sometido a dos operaciones sin anestesia, durante las que no exhaló el menor gemido o queja. Cuando se sugirió que antes de la operación debería ser atado, señaló el crucifi-jo, diciendo: “Este es el lazo más fuerte; esto me sujetaré me-jor que cualquier cuerda lo haría”. La operación no tuvo éxito y José murió felizmente a la edad de cincuenta y ocho años.

El dilema que plantea la canonización de Juan Pablo II

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manes estarán satisfechos de Dios5. Deben rechazar por lo tanto el ejem-

plo del capuchino José de Leonessa (1556-1612) que se entregó sin límites en Constantinopla a favor de los cristianos,

que permanecían como esclavos por los seguidores del Islam: este celo le valió ser acusado ante el sultán por haber ul-trajado la religión musulmana, siendo condenado a la horca y durante tres días quedó colgado de una cadena, teniendo una mano y un pie traspasados por un gancho. Los fieles católicos deberían

En las kalendas nonas de Marzo, es decir 21 de Febrero ya no figura la conmemoración de San Pedro Mavimeno, mártir de Siria, Damas-co. Aparece en la reseña del Martirologio Romano antes de la reforma conciliar. Había entrado como mártir católico por la puerta grande de la Iglesia Católica, pero fue echado por la ventana -defenestrado- por la Iglesia Conciliar. ¿Cuál fue el motivo? Antes de morir había gritado a los musulmanes que accedieron al lecho de su enfermedad: «Todo aquél que no profesa la fe cristiana católica, está condenado, como también lo está Mahoma vuestro falso profeta». Por ello fue muerto inmediatamente.

Testamento espiritual de San Luis a su hijo Hijo amadísimo, lo primero que quiero enseñarte es que ames al Señor, tu Dios, con todo tu cora-

zón y con todas tus fuerzas; sin ello no hay salvación posible.Hijo, debes guardarte de todo aquello que sabes que desagrada a Dios, esto es, de todo pecado

mortal, de tal manera que has de estar dispuesto a sufrir toda clase de martirios antes que cometer un pecado mortal.

Además, si el Señor permite que te aflija alguna tribulación, debes soportarla generosamente y con acción de gracias, pensando que es para tu bien y que es posible que la hayas merecido. Y, si el Señor te concede prosperidad, debes darle gracias con humildad y vigilar que no sea en detrimento tuyo, por vanagloria o por cualquier otro motivo, porque los dones de Dios no han de ser causa de que le ofendas.

Asiste, de buena gana y con devoción, al culto divino, mientras estés en el templo, guarda recogi-da la mirada y no hables sin necesidad, sino ruega devotamente al Señor con oración vocal o mental.

Ten piedad para con los pobres, desgraciados y afligidos, y ayúdalos y consuélalos según tus po-sibilidades. Da gracias a Dios por todos sus beneficios, y así te harás digno de recibir otros mayores. Obra con toda rectitud y justicia, sin desviarte a la derecha ni a la izquierda; ponte siempre más del lado del pobre que del rico, hasta que averigües de qué lado está la razón. Pon la mayor diligencia en que todos tus súbditos vivan en paz y con justicia, sobre todo las personas eclesiásticas y religiosas.

Sé devoto y obediente a nuestra madre, la Iglesia romana, y al sumo pontífice, nuestro padre espiritual. Esfuérzate en alejar de tu territorio toda clase de pecado, principalmente la blasfe-mia y la herejía.

Hijo amadísimo, llega-do al final, te doy toda la bendición que un padre amante puede dar a su hijo; que la Santísima Tri-nidad y todos los santos te guarden de todo mal. Y que el Señor te dé la gracia de cumplir su vo-luntad, de tal manera que reciba de ti servicio y ho-nor, y así, después de esta vida, los dos lleguemos a verlo, amarlo y alabarlo sin fin. Amén.

El dilema que plantea la canonización de Juan Pablo II

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31también rechazar el ejemplo de Pedro de Mavimène, muerto en el año 715 tras sufrir el martirio durante tres días por haber injuriado a Mahoma y al Islam.

Si Juan Pablo II es realmente santo, los fieles católicos deben reconocer que los jefes de Estado no pueden atribuir-se el derecho para impedir la manifes-tación pública de las falsas religiones6. Deben rechazar por lo tanto el ejemplo de San Luis, Luis IX, rey de Francia, que limitó todo lo que pudo la profesión pú-blica de las religiones no cristianas.

Sin embargo Josaphat Kuncewicz fue canonizado en 1867 por Pío IX y Pío XI le consagró una Encíclica, siendo su fiesta en la Iglesia el 14 de noviembre. Edmund Campion fue declarado san-to por Pablo VI en 1970 y se celebra el 1 de diciembre. Fidel de Sigmaringa: canonizado en 1746 y Clemente XIV lo nombró “protomártir de Propaganda fi-dei”. En el calendario litúrgico su fiesta figura el 24 de abril. Pedro de Arbués fue canonizado por Pio IX en 1867, José de Leonessa lo fue en 1737 por Benedic-to XIV, siendo su fiesta en la Iglesia el 4 de febrero. Pío IX lo nombró patrono de las misiones de Turquía. Finalmente San Pedro Mavimène es conmemorado en la Iglesia el 21 de febrero. En cuanto a San Luis su ejemplo es suficientemen-te conocido e ilustra mejor que nadie las enseñanzas del Papa San Pío X, también éste canonizado.

Si Juan Pablo II es realmente santo todos estos santos se han equivocado gravemente y han dado a la Iglesia no el ejemplo de una santidad auténtica sino el escándalo de la intolerancia y del fanatismo. Es imposible escapar a este dilema.

El único medio de encontrar una sali-da es atenerse a la doble conclusión que

se impone: Karol Wojtyla no puede ser canonizado y el acto que pretendiese de-clarar su santidad ante toda la Iglesia no sería más que una falsa canonización. m

(1) La Iglesia católica y las comunidades ortodoxas “se reconocen como iglesias hermanas, respon-sables al unísono de la salvaguardia de la única Iglesia de Dios, en la fidelidad al designio divino y especialmente en lo que concierne a la unidad.” (Juan Pablo II, Declaración conjunta de Juan Pa-blo II y del Patriarca ortodoxo Bartholomeos I, rubricada por ambos en el Vaticano el 29 de junio de 1995)(2) El Papa y el representante de los anglicanos dan gracias a Dios “por el hecho de que en numerosos lugares del mundo los anglicanos y los ortodoxos se reconocen mutuamente como hermanos y her-manas en Cristo y expresan este reconocimiento por la oración, la acción y el testimonio de ambos en común”. (Declaración conjunta de Juan Pablo II y el Primado de la comunidad anglicana, rubricada por ambos el 5 de diciembre de 1996)(3) “Una atmósfera espiritual en común va más allá de laas barreras confesionales que todavía nos separan en los umbrales del tercer milenio. Si a pe-sar de las divisiones llegamos a presentarnos ante Cristo cada vez más y más unidos en la oración, experimentaremos en un futuro con más intensi-dad qué pequeño es lo que nos divide en compara-ción con lo que nos une.” (Discurso ante el Doctor Christian Krause, Presidente de la Federación lute-rana mundial, el 9 de diciembre de 1999)(4) “Sí, por medio de mis palabras, la Iglesia Cató-lica (…) reconoce el valor del testimonio de vuestro pueblo” (Juan Pablo II, Discurso a la comunidad judía de Alsacia, 9 de octubre de 1998)(5) “Creo que nosotros, cristianos y musulmanes, debemos reconocer con gozo los valores religiosos que tenemos en común y dar por ello gracias a Dios (…). Creemos que Dios será un Juez misericordio-so al final de los tiempos y esperamos que tras la resurrección estará satisfecho de nosotros y noso-tros satisfechos de Él.” (Discurso de Juan Pablo II en su encuentro con los jóvenes en el estadio de Casablanca, 18 de agosto de 1985)(6) “El Estado no puede reivindicar una competen-cia, directa o indirecta, respecto a las convicciones religiosas de las personas. No puede arrogarse el derecho de imponer o impedir la profesión y prác-tica públicas de la religión de una persona. O de una comunidad.” (Mensaje dirigido para la próxi-ma Jornada mundial de la paz de 1988, pronuncia-do el 8 de diciembre de 1987)

El dilema que plantea la canonización de Juan Pablo II

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La infalibilidad de las canonizacionesVarias veces Monseñor Lefebvre explicó por qué pensaba él que las canonizaciones ac-tuales no gozaban del privilegio de infalibilidad. Damos a conocer un ejemplo tomado de una charla que dio a los dominicos de Avrillé en el año 1989 con motivo de unos ejercicios espirituales.

«Nos encontramos en circunstancias extraordinarias.En la misma medida en que las autoridades de la Iglesia quisieran someternos

a las verdades que proclaman, desprecian ellos mismos su propia infalibilidad, la del Papa y la de la Iglesia.

Ya que –y aunque pueda equivocarme, pero teniendo en cuenta el desarrollo de la Iglesia conciliar desde el Concilio hasta la actualidad- parece muy probable que estos Papas, como el Papa Pablo VI y Juan Pablo II, no han querido emplear su infalibilidad ni durante el Concilio ni en los actos que han seguido al Concilio.

Es más, en cierto modo yo diría que lo que tienen es una aprensión para pensar en la infalibilidad porque ya no creen más en ella: no creen en su infalibilidad.

Se trata de un razonamiento sencillo, para el que no hace falta reflexionar mu-cho y en particular respecto a Juan Pablo II: Juan Pablo II ha sido formado en una verdad evolutiva; para él no hay verdad fija sino que ésta cambia con el tiempo, con la ciencia, con el desarrollo de las ciencias humanas, etc.; se nos dice que la verdad está siempre viva. Y se nos condena porque no estamos a favor de la Tra-dición viva; la Tradición viva es una Tradición que evoluciona.

Piensen entonces que para su espíritu es imposible e inconcebible fijar una verdad; imposible ya que no lo puede concebir: él no concibe la verdad más que como un vivir, un vivir que crece, que evoluciona, que se desarrolla, que se per-fecciona, etc.

Sin embargo, el dogma es una verdad fijada con exactitud y para siempre; y basta. El Credo está concluido, acabado en los términos en los que actualmente se encuentra y no se pueden cambiar estos términos porque son así, y se acabó. Y todos los dogmas que se han definido con el sello de la infalibilidad de los Papas y de los Concilios han sido declarados en este sentido. Son definitivos y no se los puede modificar.

Mas esto es contrario a su concepción de la verdad. No puede admitirlo. Y tan-to es así que creo que al Papa le repugnaría que se le dijera:

-Pero esta verdad, lo que hoy ha hecho... canonizar tal o cual santo: esta cano-nización es en principio infalible. Está definida.

-¡No, no! Canonizar, oh... si un día, en la historia futura, se advierte que esta per-sona no posee todas las cualidades, los Papas podrán decir, en todo caso, que se trataba tan sólo de un certificado de perfección y no de una santidad definitiva, etc... ¡No pueden concebir esto!

Y por eso se le ve repetir las canonizaciones: va a tal o cual país: se busca a una religiosa que tiene alguna perfección, se la coloca sobre los altares, y después..., ¡ya está, se acabó! Y esto es muy del agrado de la presidencia de la república y de todos los cristianos del país; les gusta y es una buena ocasión...

Eso no puede aceptarse; ¡no es nada, nada serio! Estoy convencido de que para él todo esto no es algo irreformable... la infalibilidad es impensable para hombres que tienen este espíritu y que han sido formados en esas falsas teorías de la ver-dad viva y de la evolución de la verdad.

Pero más vale que así sea. Porque al menos se puede poner un punto de inte-rrogación en todo lo que es tristemente afirmado por el Papa. ¡Sí, por desgracia!».

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La canonización de Juan Pablo IIP. José Mª Mestre Roc

Más de un millón de personas asistió a la beatificación de Juan Pablo II en Roma el 1 de mayo

de 2011. Esta inmensa reunión fue la res-puesta al clamor que se oyó el 8 de abril de 2005, día del entierro de quien tuvo el tercer pontificado más largo de la histo-ria: «¡Santo súbito!», gritaba la multitud. Y ahora el nuevo Papa Francisco anunció la canonización del supuesto Beato Juan Pablo II para el 27 de abril de 2014.

Mientras en el mundo entero se le-vantaba inmediatamente un concierto de aprobación, la Hermandad Sacerdo-tal de San Pío X presentaba a Roma sus graves objeciones contra la santidad del Papa Juan Pablo II, que causó más des-trucción en la Iglesia que todas las re-voluciones y persecuciones de los tiem-pos pasados. Por eso cabe preguntarse: ¿Puede ser canonizado un Papa como Juan Pablo II?

Para examinar correctamente la cuestión, conviene saber que, para la Iglesia católica, la santidad consiste en la práctica constante y heroica de las virtudes cristianas, esto es, de las virtu-des coronadas por los dones del Espíritu Santo. Si en el proceso de canonización de alguien se probara que sus virtudes carecieron del modo heroico de los do-nes, automáticamente se interrumpiría el proceso, y aun se clausuraría para siempre. En el caso de Juan Pablo II, las virtudes, para ser heroicas, especial-mente en sus deberes como Papa, de-berían haber cumplido lo que el Señor

pidió a Pedro, de «confirmar a sus her-manos en la fe» (Lc. 22 31), y esto hasta el heroísmo, conforme al criterio según el cual «la Iglesia de Cristo, diligente custodia y defensora de los dogmas a ella confiados, jamás cambia, ni dismi-nuye, ni añade nada en ellos».

Examinemos, pues, al menos las tres virtudes teologales, para ver si cumplen con los requisitos para una canoniza-ción. Si Juan Pablo II hubiese desna-turalizado la esencia de esas virtudes, necesariamente se habría equivocado en la práctica cristiana de las mismas, y de ningún modo se lo podría conside-rar como un santo, ni siquiera como un buen católico.

1° Fe en el hombre, perspectiva fundamental para la Iglesia.

Todo cristiano, especialmente en los peligros actuales contra la fe, espe-raría ver al Papa en la práctica heroica de la virtud teologal de fe, recordando a tiempo y a destiempo las enseñanzas perennes, y salvaguardando el depósito confiado a Pedro. Por desgracia, Juan Pablo II dirigió la barca de Pedro por caminos novedosos muy peligrosos para la fe, asumiendo la corrupción doctrinal propia de los modernistas del siglo XX.

Por empezar, la fe de Juan Pablo II estuvo centrada en el hombre: «La Na-vidad es la fiesta del hombre [...]. Este mensaje se dirige a cada hombre, pre-cisamente en cuanto es hombre, a su

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34humanidad». Esta teología antropocén-trica permaneció sin cambios durante décadas y se hizo más clara todavía en los últimos años de su pontificado. Para Juan Pablo II, la Revelación divina sólo consiste en la revelación del hombre al hombre; la Redención de Cristo justificó a todos los hombres, haciéndolos cons-cientes de su dignidad: «El Hijo de Dios, por su encarnación, se ha unido en cier-to modo con todo hombre, lo sepa o no lo sepa, lo quiera o no lo quiera». Así, Dios envió un Redentor que «revela plenamente el hombre a sí mismo», invi-tándolo a encontrarse con Cristo, que por su acto re-dentor ha unido a todos los hombres consigo mismo para siempre.

Conforme a esta nueva enseñanza, el Papa Juan Pablo II difundió tesis in-compatibles con la doctrina católica:

• En cuanto a la Reden-ción, enseñó la salvación universal, ya que se aplica: a todos y a cada uno de los hombres; de modo perpetuo e inamisi-ble; desde la concepción, cualquiera que sea el destino de cada uno.

• En cuanto al bautismo: la gracia santificante es el vínculo indisoluble entre todos los bautizados; se halla en cada uno de ellos, independientemente de sus disposiciones en el momento del bautismo; y el pecado no la destruye.

• En cuanto al pecado y la satisfac-ción del pecado por Cristo: el pecado no ofende a la justicia divina, es sólo «una incoherencia en la conciencia del hom-bre»; en su pasión, Cristo no satisfizo verdadera y propiamente a la justicia divina; estrictamente hablando, en el

Juicio final Dios no condenará a los ré-probos, y nadie está siquiera seguro de que haya alguien en el infierno.

2° Esperanza de la unificación de la familia humana.

Juan Pablo II se esforzó en sostener las esperanzas de la humanidad en el paso al tercer milenio, haciéndose lla-mar «el mensajero de la esperanza». Pues bien, esta esperanza se centró tam-

bién en el hombre, y su meta fue cumplir «la expectativa de un mundo más hu-mano, enraizado en el reconocimiento universal de la dimensión trascendente del hombre».

El objeto de la nueva esperanza de Juan Pablo II fue sobre todo temporal. Su «sueño» era promover el advenimien-to de una «civilización del amor», una respuesta a «la imperiosa necesidad de las naciones a soñar con un futuro de paz y prosperidad para todos». Según él, este sueño empezó a hacerse realidad en Asís:

«El sueño de la familia humana lo hice mío cuando, en octubre de 1986, invité a Asís a mis hermanos cristianos y a los líderes de las grandes religiones del mundo para rezar por la paz... Se pre-

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35sentó ante mis ojos un gran espectáculo: todas las naciones del mundo acudiendo como peregrinos, desde diferentes luga-res de la tierra, para reunirse cerca del único Dios como en una sola familia... Todos pueden darse cuenta de cómo, en este espíritu, la paz entre las naciones no es una utopía lejana».

A fin de alcanzar una meta tan des-cabellada, Juan Pablo II explicó que la oración (respetuosa de los derechos de todos) y las distintas religiones fueron los medios de salvación y los medios para reunir la humanidad, ya que todas las religiones son medios para alcanzar la Divinidad, «aun cuando pertenezcan a diferentes culturas y tradiciones».

«Siempre he creído que los líderes religiosos desempeñan un papel muy importante para alimentar la esperanza de justicia y paz sin la cual no habrá un futuro digno para la humanidad».

Este fue el «espíritu de Asís», que re-ducía todas las religiones, incluida la cató-lica, al servicio del «sueño» de Juan Pablo II. Las reuniones interreligiosas «engen-dran un humanismo, o sea, un modo nue-vo de mirarse unos a otros, de compren-derse, de pensar en el mundo y de trabajar por la paz». De ahí el precepto imperativo que tanto la Iglesia como el Estado pro-muevan la libertad religiosa como un de-recho inalienable de cada persona.

El Papa, apoyado sobre su teología antropológico-humanista, encontraba dos motivos de esperanza. El primero es que Dios habita en el corazón de cada hombre, por el hecho mismo de que, como persona, el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios. El segundo es que Dios quiere la unidad de todos los hombres, tanto sobrenatural (o sea la salvación de todos) como natural (o sea la unidad y paz de la humanidad).

«La humanidad está llamada por Dios para formar una sola familia [...]. Dios ama a todos los hombres y mujeres de la tierra y les da la esperanza de una nueva era, una era de paz».

3° ¿Caridad de la verdad o amor fi-lantrópico?

La caridad heroica debe incluir la práctica de las obras de misericordia, como la corrección de los que yerran para encaminarlos nuevamente hacia la salvación, y la caridad de la verdad hacia los infieles. Si Nuestro Señor Jesucristo fue bueno con los extraviados y los peca-dores, no respetó sus convicciones erró-neas, por muy sinceras que pareciesen.

Lamentablemente, la caridad que llevó a Juan Pablo II a recorrer el mun-do no fue el celo de un San Pablo en ofrecerse a sí mismo en sacrificio por la conversión de su propia nación a Cristo, sino simplemente un pacto de amistad y amor hacia todas las religiones, espe-cialmente el judaísmo.

Juan Pablo II mostró un respeto in-debido de la religión judía, hablando de «los tesoros espirituales del pueblo judío», reconociendo «el valor del tes-timonio religioso de vuestro pueblo». Este falso respeto explica por qué nunca invitó a los judíos a convertirse a Cristo, soslayando «la sombra y la sospecha de proselitismo». Evitó cuidadosamente la afirmación de que Jesucristo es el ver-dadero cumplimiento de las Sagradas Escrituras. Colocó debajo del celemín la infidelidad de los judíos y el crimen de deicidio: «No se puede imputar ninguna culpa ancestral o colectiva a los judíos, tomados como pueblo, por lo que se rea-lizó durante la Pasión de Cristo».

Sugirió que el judaísmo actual sigue

La canonización de Juan Pablo II

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36siendo la descendencia de Abraham, pa-dre de todos los creyentes; que los judíos son todavía «el pueblo del Testamento», Testamento «cuyo valor no ha sido anu-lado», confiriendo así un «valor propio y perenne» al Antiguo Testamento. En fin, decía que el judaísmo es una parte integral de la Iglesia, ya que cada judío es, inconscientemente, cristiano y her-mano mayor nuestro: «Nosotros, los cristianos, reconocemos que la herencia religiosa judía es in-trínseca a nuestra propia fe. Ustedes son nuestros her-manos mayores».

Otra prueba de la falta de caridad heroica en Juan Pa-blo II la constituye lo que Santo Tomás llama escándalo teológico, es decir, «palabras o accio-nes que ofrecen a los demás una oca-sión de caída». En este sentido Juan Pablo II:

• En vez de pre-tender convertir las almas a la religión católica, promovió habitualmente el respeto por las demás religiones (pién-sese tan sólo en el acto de Asís de 1986), cayendo en el peligro de promover tam-bién sus errores.

• Participó frecuentemente en los cultos falsos ofrecidos a los falsos dioses.

• Con su ejemplo, invitó a los católi-cos a despreciar la ley eclesiástica, espe-cialmente participando en cultos falsos y en misas papales excéntricas.

• Desalentó reiteradamente la con-versión a la verdadera fe.

• Por sus actos repetidos de pedido de perdón, humilló y denigró la imagen de la Iglesia ante los ojos del mundo.

Conclusión.

¿Qué hemos de concluir respecto a la santidad del difunto Pontífice? Que fue un hombre de Iglesia que cantó la gloria del hombre en lugar de predicar a «Jesucristo, y este crucificado». No

brillaron en él, por consiguiente, las virtudes teologa-les, esenciales en el cumplimiento del ministerio petrino. Al contrario, fue el líder de Asís, esto es, del ecumenis-mo anticatólico y apóstata; fue el he-raldo del Concilio Vaticano II, que el Cardenal Ratzinger calificó como «la Revolución francesa dentro de la Igle-sia». Canonizar a Juan Pablo II equi-

vale a canonizar el Concilio Vaticano II, causa primera de los males que actual-mente afligen a la Iglesia.

Por esa razón no podemos recono-cer a Juan Pablo II como beato ni como santo. Rogaremos, sí, por el eterno des-canso de su alma, y rezaremos también por su actual sucesor en el Trono de Pe-dro, pero para pedir que abandone la enseñanza de su predecesor y vuelva a la Tradición, que es la única que puede devolver a la Iglesia todo su esplendor, y restaurar el Reino de Cristo en las almas y en el mundo entero. m

La canonización de Juan Pablo II

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Los comienzos de la vida eclesiástica del futuro Juan XXIII no son, hay que reconocerlo, impropios para

la edificación. Nacido en 1881 en una fa-milia cristiana, entra en el seminario de Bérgamo a la edad de doce años. No se puede negar el fervor de este levita que se entrega a la espiritualidad tradicional, mediante la fidelidad a un reglamento de vida, la oración, la caridad fraterna. Las reflexiones que anotará toda su vida en su Diario y las cartas a su familia son, de modo general, la ilustración de sus buenas disposiciones. Hace suyo el es-píritu militante de los Ejercicios de san Ignacio. Una pequeña anécdota simpáti-ca: recuerda un día que el ecónomo del seminario daba la vuelta al refectorio acosando a los estudiantes, diciéndoles: “¡comed menos, comed menos!”

Giuseppe Roncalli muestra otra disposición virtuosa: la de la sencillez, cuando se trata de obedecer a los nom-bramientos. Bastantes años después, por otra parte, cuando, llegado a obispo, le tocará permanecer varios años en paí-ses como Bulgaria y Turquía, aceptará esos cargos con docilidad. Algunos ven en esas actitudes el cálculo de la ambi-ción: someterse para hacer carrera. Pue-den también interpretarse en su favor.

Tiene también interés constatar que,

respecto de ciertos puntos, las conviccio-nes doctrinales de Juan XXIII pertene-cen a la verdadera ortodoxia. En plena crisis modernista, el joven seminarista, que tiene a Umberto Benigni (jefe de la Sapinière) como profesor de Historia, ve en “el abandono de las profundas con-vicciones de fe” una de las causas princi-pales de esa crisis, que conduce al “peor de los subjetivismos”. Con ocasión de un retiro en 1910, bajo el pontificado de san Pío X, rinde homenaje a “la sabiduría, la oportunidad y el valor de las medidas pontificias que tienden a salvaguardar al clero, de modo muy particular, de la infección de los errores modernos”. En 1951, hace de la figura del papa Sarto, varios decenios después de su muerte, un retrato honorable: “una luz podero-sa y segura en medio de las incertidum-bres del pensamiento moderno”, escri-be, añadiendo que “los que pretendieron reprochárselo se perdieron en el camino y no recogieron más que viento”. En el mismo sentido de ortodoxia, la unidad a la cual aspira para los ortodoxos se des-cribe en su pluma, con la mayor frecuen-cia, como un “regreso al único rebaño”. Hostil al comunismo, denunciará más tarde ese pensamiento como perverso, en su primera encíclica Ad Petri Cathe-dram. Cuando, en 1929, los pactos de Le-

Juan XXIII, ¿santo?P. Philippe Toulza

Si la santidad se resumiese en la piedad, un observador superficial podría admitir la posi-bilidad de canonizar a Giuseppe Roncalli, quien ha pasado a la posteridad con el nombre del “buen papa Juan”. Se le ha llamado en efecto “bueno”. ¿Pero qué encierra exacta-mente este adjetivo de “bueno”? ¿Resume todas las virtudes necesarias para un papa? ¿No hay que considerar sino la piedad para la canonización?

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38trán apaciguan las relaciones entre Italia y el Vaticano, exclama en una carta a su familia: “¡Bendigamos al Señor! Todo lo que la masonería, es decir el diablo, ha hecho en más de sesenta años contra la Iglesia y contra el papa en Italia, todo eso ha sido aniquilado.”

En junio de 1940, les escribe asimismo: “En las familias, es el mo-mento de hablar poco, de rezar, de trabajar y de imponerse algunos sa-crificios. Bien lo dijo ayer el mariscal Pétain. Una de las causas de la derro-ta de Francia ha sido el disfrute desenfrenado de los bienes terrenales que sucedió a la Gran Gue-rra.” Finalmente, Juan XXIII nos asombra para bien con la lectura de la constitución Veterum sapientia, que data de la misma época que el Vaticano II, pues en ella se erige en defensor intrépido de la disciplina eclesiástica y de la lengua latina.

Sin embargo, en bastantes otros as-pectos, el pensamiento de Giuseppe Roncalli aparece, a lo largo de su vida, como herido por los vientos del siglo.

Los vientos del siglo

Regresemos a sus años de seminaris-ta. Un día, el sorteo de los compañeros de paseo le junta con Buonaiuti, quien se convertirá en uno de los maestros del modernismo. Se sigue una larga conver-sación. ¿En qué medida se frecuentaron los dos levitas? ¿Qué influencia pudo te-ner Buonaiuti sobre el pensamiento del futuro papa? En todo caso, por la misma época Giuseppe Roncalli, en su Diario,

manifiesta ya simpatía por la democra-cia cristiana. Asiste por otro lado, en 1904, a una conferencia de Marc Sang-nier, fundador del Sillon.

Convertido en sacerdote, sus amis-tades y admiración se dirigen a menu-

do hacia clérigos que, sin ser modernistas, propugnan, de pala-bra y por sus actos, la clemencia con los mo-dernistas y la distancia respecto de las medidas saludables de Roma, o bien manifiestan lo que se podría llamar, a tra-vés de un término en-tonces muy moderno, “apertura” (Parrochi, Tedeschi…). En el mis-mo sentido, Roncalli guardará toda su vida una gran estima por el

cardenal Ferrari, en dificultades con san Pío X. Se le ve manifestar su desaproba-ción por el contenido de una conferen-cia, a la cual asiste, pronunciada por el muy antimodernista Matiussi. Hacia Montini (el futuro Pablo VI), profesa sentimientos de verdadera amistad. Se muestra incluso asombrado y decepcio-nado cuando Pío XII, lúcido y pruden-te, priva a monseñor Montini del cargo eminente de prosecretario de Estado y le nombra arzobispo de Milán, por miedo de que ese monsignore llegase a papa.

Cuando da clases de Historia, el sa-cerdote Roncalli no duda en servirse de libros de Duchesne, sospechosos por muchas razones, aunque cándidamente garantice su romanidad al cardenal de Lai, y afirme… ¡que en realidad no ha leído a Duchesne!

Llegado a obispo, las circunstancias le

Juan XXIII, ¿santo?

Page 43: Indice - District of Spain and PortugalSi las canonizaciones de Juan XXIII y de Juan Pablo II tienen lugar el 27 de abril próximo, plantearán a la con-ciencia de los católicos un

39llevan a numerosas relaciones con los or-todoxos. Es entonces cuando, poco a poco, el legítimo afán de unidad se hace en él ¡por desgracia! esbozo del ecumenismo, del cual será un precursor. Un ejemplo entre otros: a comienzos de 1936, cuando desempeña su misión en Turquía, innova e introduce, en las plegarias de la bendi-ción con el Santísimo Sacramento, algu-nas palabras en turco. ¡Traduce en efecto las “Alabanzas divinas” a esa lengua! Al-gunos fieles salen de la iglesia, mostrando con razón su descontento. Mons. Roncalli es incluso denunciado a Roma.

El Papa

Pero es sobre todo una vez elegido papa cuando sus convicciones profundas y su temperamento se expresan con toda libertad. Sus primeros nombramientos son reveladores. Por ejemplo, su prime-ra decisión, con vistas a un consistorio, es crear cardenal a ese “pobre” Montini –su obispo preferido- que no había re-

cibido la púrpura bajo Pío XII, y hacer lo mismo con Mons. Tardini –menos vi-gilante que lo que sería necesario acerca de la intransigencia doctrinal-, a quien nombra enseguida secretario de Estado.

Su encíclica Mater et Magistra, que

propugna la socialización de los pueblos gracias a la Iglesia, por mucho que pre-tenda combatir el socialismo, deja va-gamente inquietos a los miembros más clarividentes de la Curia.

¿Y qué decir cuando, más tarde, de-cide convocar un concilio? Los obispos del mundo entero quedan entonces es-tupefactos, pero quienes entre ellos no han sido tocados por el pensamiento moderno lo son mucho más, al enterar-se de la finalidad fijada a ese concilio por Juan XXIII: la adaptación de la Iglesia a las condiciones modernas del apostola-do –sabemos lo que eso significa, pues hemos visto cómo se ha realizado seme-jante “adaptación”.

La preparación del Segundo Conci-lio del Vaticano es para él la ocasión de dar importancia a la acción del cardenal Bea, teólogo influyente, uno de los más peligrosos promotores del mal ecume-nismo. El cardenal Ottaviani está ojo avizor, conoce el peligro, y se dedica a luchar contra esa presencia. La rectitud

doctrinal de Bea acaba por cierto de ser puesta en duda , aquí y allá en la Curia. Juan XXIII, enseguida, le defiende contra cualquier ataque.

Cuando, poco antes de su muer-te, el Papa publica su encíclica Pa-cem in terris, defiende en ella una cierta libertad religiosa, que sin ser explícitamente heterodoxa (pues planea la duda sobre de qué “reli-gión” se trata), es ambigua. La vi-sión que da de la sociedad ideal, de orientación más bien naturalista, está fundada sobre la dignidad de la persona humana.

Finalmente Juan XXIII, sin mostrar-se francamente modernista, se revela sinceramente liberal. Sus afectos se diri-gen naturalmente hacia todo lo que tien-de a reconciliar el mundo moderno con la fe. Confiesa un día que oscila entre la

Juan XXIII, ¿santo?

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40atracción de “la luz de los nuevos tiem-pos” y el espíritu antiguo, encarnado en los viejos párrocos que marcaron su ju-ventud. Más atraído por la Historia que por la Filosofía o la Teología, aunque se mantuviese al margen de la efervescen-cia intelectual modernista, no aprueba sin embargo que se la condene. Un día dirá a Mons. Casaroli: “Monseñor, la Iglesia tiene muchos enemigos, pero no es enemiga de nadie.”

Temperamento inclinado a la in-dulgencia

Esta tendencia radical que acabamos de describir ¿de dónde viene? ¿De una formación doctrinal deficiente? ¡Con mucha mayor seguridad de un tempera-mento inclinado a la indulgencia total, la cual se confunde tan fácilmente con la bondad perfecta! Desgraciadamente nos quedamos en ayunas de ver al sacerdo-te, al obispo, al papa, imponer sanciones contra el error y el mal. Bendice siem-pre, nunca reprueba. Se hace amigos siempre, nunca se mete en dificultades, excepción hecha de las sospechas de li-beralismo que ocasionalmente pesan sobre su persona. Él, que gustosamente considera a Dios más “como una madre que como un padre” debe, en plena se-sión primera del Concilio Vaticano II, gestionar el conflicto entre, de una par-te, los cardenales Bacci, Ottaviani, Ruf-fini y Browne y, de otra parte, los car-denales y teólogos modernistas. ¿Cómo reacciona en esas circunstancias? ¡Cier-tamente no como lo habría hecho san Pío X! Pero no llega hasta, en el extremo opuesto, sostener a los innovadores tan abiertamente como lo hará más tarde Pablo VI. Entonces ¿qué hace? Consue-la a los cardenales tradicionales, que se

quejan, dándoles lecciones de Historia. Se niega a tomar posición para zanjar las querellas, recuerda la “santa libertad de los hijos de Dios” y expone claramen-te la actitud en que se instala citando la Escritura (historia de José y sus herma-nos): “El Padre, por su parte, conside-raba (estas discrepancias) callándose.” ¿Se calla pues? Pero no zanjar, en estas circunstancias, equivale a ratificar el complot de los innovadores. De hecho, aprobará tácitamente la toma de control del Concilio por los liberales, en detri-mento de la Curia.

¿Un modelo?

La beatificación de Juan XXIII plan-tea un problema. Su canonización lo plantea incluso mayor. Porque beatifi-car o canonizar es proponer un modelo de virtud cristiana a las almas católicas. ¿Juan XXIII fue un modelo de piedad personal y de sumisión? Sólo Dios lo sabe. Pero, a otros respectos, a pesar de ciertas posiciones doctrinales tradicio-nales, la distancia de la Historia mani-fiesta que, en su pensamiento, la balan-za se inclina desgraciadamente del lado de la adhesión del sacerdote, del obispo y del papa Roncalli a la puesta al día de la Iglesia, del lado de su estima por la democracia cristiana, de su negativa a toda condena doctrinal, de su ecumenis-mo, de sus favores hacia el ala que, en el Vaticano II, introdujo la revolución en la Iglesia. Cuando un papa tiene visible-mente el deber de garantizar el orden y de impedir que los males actúen, cuan-do puede todavía hacerlo y no lo hace e, incluso más, su corazón y su acción se inclinan del lado de los fautores ¿quién nos convencerá de que estamos ante un modelo de papa? m

Juan XXIII, ¿santo?