Ética, ética empírica, ética de bienes (09. VII La ética Formal)
Incorrección ética e incomunicación. La falacia de la identidad … · 2018-02-03 · absurdo e...
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El fin de un modelo de política (2ª edición, ampliada) Universidad de La Laguna, 2018
ISBN-13: 978-84-16458-87-5 / D.L.: TF-23-2018 / DOI (del libro): 10.4185/cac140 Página | 1179
Libro colectivo enlínea: http://www.revistalatinacs.org/17SLCS/libro-colectivo-2017-2edicion.html
Incorrección ética e incomunicación. La
falacia de la identidad nacional obligatoria
Dr. Arturo Cadenas Iturriozbeitia –(CESAG/COMILLAS)– [email protected]
Resumen.
La cuestión planteada en este trabajo es encontrar un fundamento suficiente a
partir del cual delimitar un campo de corrección ética para extenderlo a modo
de evaluación crítica al campo de la comunicación social en general, y más
concretamente, a los mensajes de calado político.
Se partirá de las relaciones humanas como comunicación y, por ello,
constitutivamente sujetas a la posibilidad real y a la exigencia moral de
racionalizarlas hasta donde sea posible.
Frente al peligro de la irracionalización de los espacios de comunicación social
y política, este trabajo se postula desde la necesidad de acotar el campo de
corrección ético, una necesidad que deriva de la propia dinámica de una
sociedad abierta como la nuestra en la que pueden coexistir contrapuestos
sistemas normativos (de cuya equiparación ética por parte de la ideología
relativista se tratará sucintamente).
Por su actualidad y especial relevancia ilustrativa, el marco ético propuesto
fiscalizará el tipo de mensaje nacionalista cuyo objetivo principal es recalcar la
idea de que la identidad personal es resultante y se debe a una supuesta
identidad nacional.
Palabras clave: comunicación; nacionalismo; identidad; racionalidad;
corrección ética.
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1. Relativismo, comunitarismo e incomunicación social
Como ya he defendido en otros trabajos (Cadenas, 2017: 5), y desarrollaré en
las próximas páginas, la ideología relativista no puede desconectarse de la
llamada “crisis de valores” de la civilización occidental. Desde la perspectiva
defendida en el citado trabajo, la “crisis de valores” resultaría, precisamente, de
la relativización de los valores que hacen posible la base de sustentación de
una cultura propicia a la creación de espacios de diálogo. Por ello, la ideología
relativista es un peligro para la democracia, pues recela de las reglas que
favorecen los procesos de comunicación social a partir de su fiscalización
dialógica, lo que puede llevar a la indiferencia ante las exigencias, por parte de
determinados grupos, de facilitar el boicoteo de las condiciones del diálogo. De
esta manera, el relativismo en el que se apoyan los partidarios del respeto por
las razones de todas las "identidades culturales", viciaría gravemente el
procedimiento afectando inevitablemente a los consensos, ya que la apelación
al respeto por las convicciones morales colectivo-privativas podrían legitimar
entramados normativos cerrados a la crítica y opacos a la comunicación
racional, amén de favorecedores de la constitución de sociedades ajenas al
desarrollo de la autonomía de los individuos o partidarias de su obediencia
incondicional.
De acuerdo con Urbina, resulta alarmante que si la situación real de la ciudadanía
es, en gran medida, resultado del conjunto de incidencias normativas sobre la
misma, nuestra tradición cultural tienda a infravalorar la repercusión de las
ideologías en la vida práctica (Urbina, 1988: 120). Una ideología social
relativista que se asemejaría, en palabras de Marina, a un “sistema social
invisible” (Marina, 2007: 14) que ejerce una auténtica “tiranía democrática” que
origina y da sentido a preferencias, sensibilidades, comportamientos que, en
superficie, resultan inconexos.
La preocupación por el fenómeno de la ideología relativista es patente en otros
pensadores que coinciden en que la ideología cobra cuerpo en multitud de
individuos de las sociedades demoliberales que practican un, en palabras de C.
Nino “subjetivismo naturalista”; esto es, individuos que pretenden convertir su
conciencia moral individual en instancia universal (Nino, 1989: 27), erigiéndose
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en la práctica en dogmáticos con relación al valor de su criterio. Un diagnóstico
en el que coincide Bobbio (Bobbio, 1997: 99) cuando aborda lo que considera
la postura relativista más radical (y coincidente con Robles), a la que denomina
personalismo ético, sintetizada en la creencia de que toda verdad moral es
personal y su multiplicidad estará vinculada a la multiplicidad e irreductibilidad
de las personas. La evidencia subjetiva como criterio de corroboración de
corrección moral de los juicios morales individuales implicaría la prueba de que
cada individuo como persona moral emite verdades irreductibles.
Cada individuo sería considerado un emisor de verdades morales
incontrastables, un fenómeno que para J. Conill (1994: 131-143), puede
conducir al nihilismo pues supone la primacía a veces cerrada sobre sí misma
de la experiencia radical e incontrovertible de cada sensibilidad moral.
Así, hoy en día, esta ideología relativista opera como dicho “sistema invisible”
contribuyendo a que muchos españoles, que dirigen sus vidas privadas de
acuerdo con valores demoliberales, rechacen en la práctica dichos valores
mostrándose tolerantes hacia contravalores invocados en nombre de una
concepción incondicional de tolerancia (Garzón Valdés, 1997: 10). La ideología
relativista, exige respeto hacia toda suerte de diversidad, lo que implica en la
práctica, una concepción de tolerancia que puede reventar los límites del
pluralismo demoliberal.
La ideología relativista propicia, de esta manera, el dogmatismo “de las
opiniones” y desatiende la espinosa cuestión de los límites de la diversidad
cultural al identificar a esta con un valor moral en sí, favoreciendo una actitud
“inhibitoria” que obstaculiza la comunicación social en torno al citado problema.
La ideología relativista abonada por dogmas de ineludible imprecisión, puede
contribuir al rechazo ciudadano hacia el contraste de la información y de la
autocrítica, invitando hacia la aceptación de planteamientos que no superarían
lo que Nino (1989: 17) denominó "la prueba de la consistencia vital", pues sería
absurdo e irresponsable pretender salir al paso de la equiparación ética entre el
yihadista y el ciudadano sólo cuando ello nos afectara personalmente.
Pero el hecho es que, como consecuencia de la ideología relativista, si ningún
valor es más valioso o mejor, la inconmensurabilidad de cada cultura
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constituiría una realidad que debiéramos asumir, pues rechazar por incorrecto
otro código moral implica tener que aceptar el mismo criterio como crítica. En
ese sentido, sostiene Rubio Carracedo (1987: 237) que el relativismo cultural
niega la posibilidad de justificación racional que valide un sistema normativo
universal y afirma la pluralidad de verdades morales, pues todas ellas cuentan
con idénticas oportunidades de justificación.
Desde esta postura, los códigos morales serían considerados éticamente
inatacables y podrían fomentar institucionalmente diferencias en razón de cada
grupo de individuos. G. Sartori (2001: 31) denomina a esta concepción de
pluralismo: pluralismo como creencia, cuya consecuencia no es el
favorecimiento de la comunicación sino el recelo hacia la crítica intercultural.
“Respetar todas las opiniones” o “toda cultura tiene valor moral” serían las más
populares directivas que, en la práctica, materializan este relativismo que, en el
fondo, boicotea los procesos de comunicación, ya que desprestigia el
intercambio de razones como procedimiento de profundización en la
comprensión de las realidades normativas opuestas y lo extiende a todos los
ámbitos. Todo lo cual conduce a muchos individuos a renunciar a la
contrastación argumentativa, lo que conlleva la fragmentación social y al
bloqueo de las inteligencias individuales, empujadas hacia un estrecho
personalismo. Un fenómeno que se manifiesta en forma de postura
autocontradictoria: aceptar el axioma que identifica las opiniones y/o las
creencias con la respetabilidad moral.
A ello hay que sumar que el multiculturalismo implantado en las sociedades
abiertas, una postura que abogando por el respeto estricto hacia las diferencias
étnicas y culturales y el valor moral absoluto de la diversidad cultural, tiene
como objetivo, siguiendo a G. Sartori (2001: 31), avivar la secesión, el
aislamiento y el blindaje cerrado intrasistemático.
El relativismo como ideología favorece la implantación del multiculturalismo y
con ello, estrecha los márgenes de la comunicación social, pues considera
como una intromisión inaceptable cualquier juicio ético a las formas de vida
particulares desde principios morales universales. La ideología relativista puede
legitimar así, en palabras de Urbina (2004: 184), la incomunicabilidad y la
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imposibilidad de “crítica racional”, ya que se daría por supuesto que la crítica a
cualesquiera formas de vida desde nuestros principios de dignidad universal
sería una muestra de puro eurocentrismo.
Ello explica que, de la mano del pensamiento comunitarista, se haya producido
un proceso de “sacralización” de las culturas que convierte toda crítica en
políticamente incorrecta, ya que los llamados “comunitaristas” en mayor o
menor medida, defienden que la identidad de las personas está
constitutivamente ligada a la comunidad a la que pertenecen, a su “cultura
tenida -en palabras de Marina(2010: 81)- como “el fundamento de la identidad, el
núcleo de la personalidad, una entidad que está por encima de los individuos, el
criterio de evaluación de todo lo demás”.
Por ello, resulta imprescindible recordar que las sociedades demoliberales
están sustentadas en la racionalidad, en la crítica incesante de la práctica
social. Rubio Carracedo (1987: 258) sostiene a ese respecto que aunque la
existencia social es la que determina la conciencia y que los individuos son
socializados en los principios morales de su grupo, “los mismos factores
socioculturales posibilitan su propia superación por las aportaciones creativas y
los distanciamientos críticos de los individuos o de los grupos”.
Reconocerlo supone observar que fuera de las sociedades abiertas han
existido y existen sociedades sustentadas en valores que pueden mantenerse
estables por ajenos e inhumanos que nos parezcan. Estos valores, en forma de
creencias religiosas o de corte político totalitario, se protegen con mecanismos
de inmunización, esto es, en palabras de Marina, prevén defensas dogmáticas
contra las evidencias normativas que critiquen su base de creencias. Dicha
inmunización introduce un bloqueo comunicativo en la propia estructura
sostenida sobre mitos legitimatorios e intereses de toda índole.
Consiguientemente, como una manifestación de la crisis misma propiciada por
la ideología relativista, la incorporación en las sociedades demoliberales de
acogida de sistemas de valores contrapuestos a ellas pero defendidos por
creencias comunitaristas, facilitaran la obturación en los procesos de
comunicación individual, grupal y colectivo, en la medida en que se nieguen
las evidencias contrarias, se sacrifique la comprensión de la realidad sostenida
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sobre mejores razones frente a la irracionalidad y/o se niegue la fuerza de la
experiencia y la razón frente a las verdades del colectivo (Marina, 2010: 118).
Garzón Valdés (1997: 16) recuerda las tesis de dos destacados pensadores
comunitaristas: Michael Sandel y Will Kymlika. Por un lado, Sandel defiende
que la identificación del individuo con su comunidad no es una relación que se
elija sino un vínculo que se descubre, un atributo constitutivo de su identidad.
Por su parte, Kymlika habla del valor moral de las comunidades étnicas y de la
membrecía –el sentimiento de pertenencia como valor primario- como
necesidad básica humana.
Así pues, los planteamientos comunitaristas que establecen un vínculo fuerte
entre la identidad colectiva y la individual, favorecen paradójicamente la
consolidación de las citadas defensas dogmaticas en un contexto de
relativismo tendente al multiculturalismo, lo que puede poner en peligro los
procesos de comunicación de las sociedades demoliberales, al mismo tiempo
que podría respaldar de facto la indiferencia hacia la suerte de las personas
integradas en comunidades cuyos valores fueran refractarios a los derechos
humanos. La aceptación de un relativismo “bienintencionado” desembocaría de
facto en el dogmatismo del respeto por lo diverso, lo que conduce al respeto
por todo sistema independientemente de las normas desde las que se
sostenga.
Sostener la tesis de la «respetabilidad de todas las culturas» tiene como
consecuencia (ideo)lógica la extensión de la exigencia de tolerancia a las
posturas políticas que pretenden prevalerse de ella para postular su
dogmatismo liberticida. Un terreno abonado por la actitud relativista en el que
se pierde la confianza en la razón, en la capacidad autocrítica y en la
comunicación intersubjetiva a través de la contrastación de razones. Está sería
la consecuencia principal de la ideología: el entorpecimiento de la
comunicación social al negar la existencia de mejores y peores comprensiones
de la realidad, legitimando el blindaje y alentando el victimismo.
La dramática necesidad de justificar un soporte ético deriva de la propia
dinámica de una sociedad abierta como la nuestra en la que pueden coexistir
contrapuestos sistemas normativos (de cuya equiparación ética por parte de la
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ideología relativista ya hemos hablado), por lo que es exigible justificar algún
referente ético. Debemos plantearnos cómo afrontar los peligros de una
ideología tendente a la irracionalización de los espacios de comunicación
social.
2. El diálogo como necesidad racional
La búsqueda de un razonamiento moral que valide algún criterio universal se
complica pues al tratar de fundamentar un criterio de corrección moral,
hacemos depender su validación con otro de orden superior. La pretensión
parece conducir, dice A. Cortina (1986: 91), al llamado “Trilema de
Münchhausen”.
Sin embargo, podemos descartar la pretendida validez con alcance universal
de los sistemas de reglas sustentados desde una pretendida fuente metafísica.
La Teoría del Derecho Natural (Robles, 2003: 68 y ss.), disciplina que estudia
los rasgos epistemológicos comunes de todo iusnaturalismo, identifica como
uno de ellos la unión entre el ser y el deber ser, entre la naturaleza y el valor.
Dicha conexión metafísica que, como recuerda Robles, no siempre es
identificable con lo eterno, si resulta siempre reconducible a contrapuesto a
toda convención o creación humana. Por tanto, la organización social a partir
de valores de base epistemológica metafísica (religiosa o no), tendería a
esencializar su criterio de legitimación desde una pretendida fuente
trascendental de imposible acceso racional. Frente a ello, Puede defenderse la
certeza de que los sistemas anclan su origen en una genealogía y que son el
resultado de decisiones cuyas claves pueden haber sido olvidadas. Se
descarta pues el acceso a dicha fuente de metafísica verdad moral que ciertas
tradiciones se autoatribuyen y que responden a la lógica de las tradiciones
blindadas que tratan de intangibilizar sus creencias conectando ser y deber ser.
Efectivamente, la naturaleza convencional de los sistemas de normas, siempre
resultado de procesos de decisión, es un principio que conduciría hacia el
reconocimiento institucional del derecho de los individuos al distanciamiento y
revisión crítica de los valores y creencias desde los que fueron educados.
Racionalizar, por tanto, cualquier proceso de decisión implica la exigencia de
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seleccionar aquellos principios de justicia compatibles con el favorecimiento de
la posibilidad de distanciamiento crítico en los hombres.
Volviendo a la cuestión de los valores últimos de la "forma de vida" adoptada
por cualquier sociedad, la racionalidad nos conduce a una certeza: las últimas
creencias que sostienen nuestra forma de vida son el resultado de decisiones
humanas que apuntalan convenciones.
La certeza de la naturaleza convencional de los valores morales últimos nos
conduce hacia el conocimiento de que ningún sistema “autoproduce” certeza
moral. Si, además de ello observamos, en línea con Urbina (2004: 59), que
resulta imposible adoptar una perspectiva “detached” pues nuestro propio
marco comprensivo está atado a una contingencia de nacimiento, la conclusión
no se hace esperar: la racionalidad nos alejaría del dogmatismo y nos
acercaría a la asunción de un cierto “nivel de incertidumbre”, siguiendo a Morin
(200: 76 y ss.), como “estado ontológico” desconfiado frente a dogmatismos
que autoafirmen su primacía ética. Una conclusión que también debe alejarnos
de las implicaciones del relativismo como ideología social. En primer lugar
porque el personalismo ético hacia el que puede conducir el relativismo como
ideología social permite defender, no el derecho a manifestar la propia
convicción, sino la verdad de cualquier convicción, lo que permite que la
referencia moral individual se blinde como criterio de verdad. Ello no es
solamente autocontradictorio sino que transgrede una evidencia experiencial
antes explicada y que nos recuerda A. Cortina (1986: 94): “No hay ningún
enunciado infalible sino falibilidad de todos los enunciados". Es decir, en la
búsqueda de un criterio de corrección moral, no hay más remedio que derivar
hacia un contexto en el que ningún interlocutor pueda apelar a la esencialidad
de su razón, ni iusnaturalista ni vinculada al dogmatismo relativista. Se parte de
la idea de individuo como ser para la comunicación, tanto en su relación con los
demás como consigo mismo, respecto a su comunicación interior y toma
constante de decisiones.
El problema de la fundamentación última de la ética no puede orientarse hacia
un imposible descubrimiento de axiomas autoevidentes, sino a la fijación de las
condiciones que racionalicen la comunicación y validen intersubjetivamente la
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argumentación. Siguiendo a C.S. Nino (1989: 101) en sus consideraciones
sobre Habermas, el Trilema puede eludirse si "buscamos una fundamentación
pragmática-trascendental que se apoye en los presupuestos del discurso
práctico (…)".
De acuerdo, por ello, con A. Cortina (1994: 75-89) cuando recuerda que la ética
del diálogo está más preocupada de la corrección moral que de la verdad y, por
ello, ofrece una fundamentación de lo moral que "transforma dialógicamente el
principio kantiano de la autonomía de la voluntad, de modo que se hace
necesario el tránsito del ¨yo pienso¨ al “nosotros argumentamos”. El yo
individual se abre al nosotros, dentro del cual subsiste el yo personal, dada la
constatable multiplicidad de las verdades individuales que reconocen la
inexistencia de axiomas morales autoevidentes y por la exigencia de la
voluntad de comunicación. La corrección moral requiere de una búsqueda
cooperativa y todo individuo capaz de comunicación lingüística es una fuente
potencial de interlocución. Habermas (1996: 110 y ss.) muestra, en tal sentido,
que cuando se argumenta para convencer (justificando lo defendido, exigiendo
justificación al interlocutor, etc) asume como precondición implícita el principio
de universalidad.
La racionalidad conduce hacia un individualismo inevitablemente comunicativo
que acepta que la fuerza de la autoevidencia moral se mitigue por el
reconocimiento de que toda persona está socializada en los valores propios de
una forma de vida a la que resulta imposible validarse desde axiomas morales
autoevidentes. Dado que la razón moral atemporal no es una posibilidad real
de nadie porque la razón afronta la realidad desde una tradición determinada,
enfrentamos como posturas irracionales al esencialismo de base metafísica, al
personalismo ético y al relativismo cultural.
El Trilema, decíamos, puede eludirse si orientamos el problema de la
fundamentación moral hacia, en palabras de Cortina (1994: 75-89), las
condiciones trascendentales de la validez intersubjetiva de la argumentación, lo
que quiere decir que la validez racional del resultado normativo de un discurso
práctico depende del respeto por ciertas condiciones del procedimiento.
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La ética dialógica parte de que todo ser humano deba ser reconocido como
persona por su condición de interlocutor virtual pues, siguiendo a Apel (1985:
380), la justificación ilimitada del pensamiento no puede renunciar a ningún
interlocutor ni a ninguna de sus aportaciones virtuales a la discusión. De esta
manera, dice Estrada (1994: 177-206), el yo cartesiano y la conciencia moral
kantiana se abren al paradigma de la intersubjetividad de los sujetos
argumentantes.
La ética dialógica defiende un individualismo requerido de reconocimiento
recíproco y cooperativo como respuesta racional frente al personalismo ético, al
relativismo cultural y al dogmatismo esencialista, ya que ningún interlocutor
puede apelar a la esencialidad de su razón. Por ello, siguiendo a A. Cortina
(1994: 75-89), el sujeto paradigmático de esta concepción es el hablante que
interactúa con un oyente radicalmente abierto a la alteridad en un entorno de
reconocimiento recíproco de autonomía.
Todo ello conduce a una aplastante certeza: la satisfacción de Los requisitos
de racionalidad comunicativa tiene como precondición el reconocimiento
recíproco de las subjetividades de los interlocutores. Algo que exigiría del
rechazo de las posturas que, en la práctica, bloqueen la intersubjetividad real,
como las defensoras de verdades normativas autoevidentes, así como las
implicaciones antidiscursivas de la ideología relativista pues al aceptar la
equivalencia ética de todas las razones morales legitima las verdades
colectivistas como criterios de verdad incontrovertibles. Ambas falsean la base
comunicacional aquí defendida y su implantación podría comportar la
aceptación del no reconocimiento del otro.
Así pues, el relativismo como ideología social abomina del discurso racional
porque tiende a empujar al ciudadano hacia la aceptación dogmática de que las
convicciones colectivas son, en sí mismas, criterios blindados de corrección
ética. Desde esta postura se defiende la equivalencia ética de cualquier
colectivo, lo que incluiría aquellos que respaldaran creencias incuestionables y
cuyos contenidos fuesen incompatibles con los derechos humanos. Ello no
equivaldría a defender el derecho a manifestar la propia convicción, sino que
paradójicamente legitimaria el blindaje de “la verdad” de cualquier convicción
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colectiva. Por eso, el relativismo como ideología social se sostiene, además,
sobre un dogma que supone una paradójica incoherencia porque precisamente
porque carezco de una metarazón “auténtica”, tengo una razón para defender
que la verdad moral que algunos afirman como esencial, no puede serlo.
Como se ha defendido, la fundamentación ética conduce racionalmente a
transformar el cógito en un sentido discursivo que favorezca los contextos de
comunicación compuestos por individuos predispuestos al diálogo.
Dichos contextos deliberativos están requeridos de la satisfacción de ciertos
requisitos como condición imprescindible para validar racionalmente los
acuerdos (Cortina, 1986: 95). Requisitos que constituirían la condición de
posibilidad del sentido y validez objetiva de cualquier argumentación, tales
como, la participación de las diferentes posturas con igual libertad para
expresar opiniones, defender argumentos y cuestionar los ajenos. Siguiendo a
J. C. Elvira (1994: 131-143), la garantía del tratamiento co-responsable del
resultado de la deliberación "implica entrar verdaderamente en diálogo con el
otro".
Siguiendo a Urbina, la ética discursiva se abre a la conciencia dialógica, esto
es, a las formas sociales de interacción entre las personas porque solo los
acuerdos razonados de las personas que participan de un sistema normativo
pueden validarse, para ello “se necesitan formas de comunicación entre los
participantes que no pueden ser estratégicas o manipuladoras”. Hablamos, en
línea con Urbina (siguiendo a J. Habermas y a R. Alexy), de la teoría
procedimental del discurso racional, que nos muestra las exigencias que tiene
la comunicación racional entre las personas para validar un sistema moral o
tener un diálogo racional (2012: 138-140). Exigencias tales como los
participantes sean coherentes, es decir, no contradictorios; que las expresiones
que utilicen signifiquen lo mismo; que no mientan; que no puedan invocarse
juicios de valor que no estén dispuestos a generalizar ante similares
circunstancias o que se sienta como una obligación indiscutible la justificación
de lo afirmado.
Puede defenderse que de “entrar verdaderamente en diálogo” depende la
racionalización de la convivencia social en todos los niveles en los que dicha
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racionalización fuese tomada en serio; y ello no “sumaría” todos los pareceres
privados sino que trataría de atenderlos desde la exigencia de imparcialidad
reciproca. De no ser así, una realidad en la que los individuos no muestren una
fuerte voluntad de respeto por la condiciones procedimentales exigidas,
introduciría un, en palabras de Robles (1992: 163), “desnivel a favor de quien
puede imponer sus condiciones y viciar el consenso”.
En parecido sentido se pronuncia Rawls (2006: 91) cuando sostiene que el
discurso moral sería un procedimiento de “justicia puramente procesal”, ya que
el criterio de validez normativa del resultado resultaría del cumplimiento de las
reglas, lo que implica que la evaluación de lo justo o injusto, así considerado
por todos los interlocutores, se haría depender del proceso. El protocolo de
justicia procesal pura puede orientarse, como recuerda Nino (1989: 127), hacia
contextos sociales encaminados al objetivo de lograr principios que sirven de
justificación última de acciones o instituciones.
En definitiva, la racionalidad nos orienta hacia la defensa de contextos
discursivos incompatibles con la mentalidad relativista, contextos en los que,
como señala Marina (2004: 33-53. 1993: 131 y ss.), podría favorecerse un Uso
racional de la inteligencia que implicaría la búsqueda de evidencias
intersubjetivas que permitiesen el paso, mediante argumentos, de las
evidencias privadas a las universales. Un método que permitiría distinguir entre
creencias más o menos racionales, lo que exigiría de un compromiso moral
ligado a dicha búsqueda que forzaría a desdeñar las meras evidencias privadas
“encastilladas” o a las verdades “privado-colectivas”, es decir, las negadoras de
la autocrítica y las blindadas frente a la posibilidad de refutación racional
ligadas a fanatismos de toda índole. El Uso racional de la inteligencia propone
un modelo de decisión sostenido sobre el comportamiento deliberado y exige
de un esquema social en el que los individuos sean recíprocamente
considerados como sujetos morales dotados de dignidad, de esta manera, la
verdad intersubjetiva puede ampliarse a evidencias más poderosas que se
imponga a las anteriores, lo cual requiere de un contexto de tolerancia y
pluralismo que posibilite la permeabilidad comunicativa y la asimilación de los
cambios. Un contexto social dialógico que tendencialmente se acerque a las
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condiciones ideales, permite un desarrollo de la inteligencia en el individuo, que
se va construyendo dialógicamente.
Las exigencias del discurso racional sería el patrón con el que “cribar” la
racionalidad de todo proceso de decisión, identificando los posibles “boicots” y
depurando sus interferencias, implicaría el “núcleo axiológico irrenunciable”, la
instancia crítica desde la cual pudiéramos desenmascarar posibles engaños en
los diálogos reales (Robles, 1992: 166).
Tomado como un instrumento, podrían analizarse los procesos de
comunicación social para identificar en ellos las verdades blindadas
particulares o colectivas incompatibles con dichas condiciones de
imparcialidad, racionalidad y respeto por la autonomía individual,
sometiéndolas a un escrutinio racional que exigiría del asentimiento de los
afectados en condiciones de -siguiendo a Nino (1989: 128)- “imparcialidad,
racionalidad y conocimiento plenos”.
Por lo tanto, sólo el convencimiento moral recíproco de que cualquier
conciudadano es un igual en dignidad abre el camino del diálogo social. En
este sentido, Habermas (1999: 160) defiende que la defensa de las culturas no
implica respeto por las visiones normativas políticas, religiosas, etc., que
inculcan a los individuos la idea de que algunos hombres son “más iguales que
otros” por su origen, algo que deforma un ideal dialógico requerido del
recíproco reconocimiento moral.
El discurso racional resulta incompatible con la indiferencia y/o tolerancia
relativista hacia los colectivos dispuestos imponer su verdad moral, política o
religiosa, agresivamente o que no reconozcan en la práctica el derecho a la
libertad religiosa o de conciencia, esto es, la voluntad de cada individuo para
asumir o rechazar creencias, se trata, defiende Habermas (1989: 120), de
“obligar a una actitud crítica frente a las propias tradiciones” que reconozca y
garantice una visión autoreferencial crítica de la propia cultura.
Así pues, esta ficción teórica podría servir para calibrar el grado de racionalidad
de los diálogos reales y, en su caso, para reconducir los contextos mediante
normas, una vía para afrontar un relativismo como ideología que reduce la
democracia a un procedimiento en el que las decisiones de la mayoría lo son
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todo. De esta manera, tenemos una justificación para abogar por la adaptación
de los contextos democráticos a las exigencias del discurso racional,
promoviendo sus estándares de moralidad a todos los niveles sociales,
respetando los valores materiales de raíz liberal que ni tan siquiera el pueblo
soberano podría cambiar (Robles, 1992: 170).
En similar sentido se decanta Aarnio (1995: 71 y ss.), cuando recuerda que
incluso nuestras opiniones referidas a la corrección o incorrección moral
obtienen su forma a partir de procesos que pueden interpretarse como
dialógicos. Por ello -defiende Aarnio- debe preocuparnos el estado actual y
futuro de los procedimientos discursivos sociales, ya que “si la discusión acerca
de las elecciones morales pierde su racionalidad desaparece una base para
una moral social sana”. Aarnio propone vincular “desarrollo de sociedades
humanas” con la fiscalización de los espacios de comunicación en lo relativo a
la política, la moral y el derecho, para ello, en la líne de lo aquí expuesto,
propone generar “tubos de racionalidad”, en el planteamiento de cualesquiera
problemas.
Contextos sociales así diseñados podrían en evidencia al relativista en el
sentido expuesto, y al dogmático, llamado “doctrinario” por Mosterín (1987: 26-
27), caracterizado por creer acríticamente mucho más allá de lo que puede
justificar y por evitar (en ocasiones, violentamente) la revisión crítica de sus
creencias y opiniones, así como también pudiera identificar al crédulo o el
superficial que, sin fiscalización metódica alguna, pudiera, en palabras de
Mosterín, amontonar creencias con despreocupación y atrevimiento”.
La Ética del discurso propone, pues, una búsqueda de la corrección moral
enfatizando un contexto de respeto por ciertas condiciones ideales del
discurso, un respeto que remite a una comunidad de comunicación ideal, cuyo
exigente respeto por ciertas reglas supone la renuncia al nefasto relativismo
anteriormente tratado y que identifica a ciertos participantes normativos como
los más adecuados para contribuir a validar el resultado de un discurso
práctico, son los que en condiciones ideales respetarían las condiciones del
discurso, esto es, los que respetan la dignidad del otro, los que tienen una
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capacidad potencial de emitir juicios imparciales de alcance universal y una
actitud cooperativa de alcance universal.
El modelo de diálogo ideal fiscalizaría la racionalidad de los diálogos reales y
los consensos que estos lleven a cabo y, en la medida en que los procesos de
comunicación /decisión se aproximen a las características del diálogo ideal
tanto mayor será el grado de justicia conseguida.
La internalización de pautas dialógicas requiere de dinámicas normativas
sociales que lo promuevan y rechacen, al mismo tiempo, el blindaje de aquellas
creencias que entorpezcan el trato abierto con las otras. El uso racional de la
inteligencia, siguiendo a J.A. Marina (2001: 118), empeñada en la
corroboración de lo pensado mediante la crítica, la prueba, etc., libera de la
tiranía de la fuerza y conduce hacia el valor de la dignidad como valor moral
más racional. Ser ético es reconocer la dignidad del otro, lo que incluye su valor
como instancia autónoma de pensamiento y decisión, y es también ser más
inteligente.
3. El desarrollo de la autonomía personal como criterio ético y
precondición dialógica
La autonomía individual solo adquiere plenitud en la intersubjetividad
comunicativa (requerida, como se ha visto, de normas), ya que implica el
reconocimiento recíproco del valor moral del individuo como instancia
autónoma de pensamiento y decisión. Un reconocimiento que, lejos de
encastillar a los individuos en el relativismo o en el dogmatismo, debiera
prolongarse en el derecho a la libertad ideológica y a la libertad de expresión a
todos sus niveles de comunicación social y, por ende, en el derecho a la
información y en una institucionalización del diálogo social hasta donde sea
posible (Robles, 1992: 143).
Muy similar es la tesis defendida por C. Nino, cuando recuerda que los modelos
de Rawls, de Dworkin y el suyo propio presuponen el valor moral de la
autonomía personal que la práctica misma del discurso racional lleva
incorporado, esto es, subyace al mismo, ya que está orientado hacia la libre
aceptación de principios de conducta (Nino, 1989: 147 y ss.).
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En este punto, Nino (1989: 149-150) reivindica la idea de “realización
autónoma”, que incluye el ejercicio de la autonomía pero pone a ese ejercicio
en función de un fin que es la realización del individuo. Realizarse implicaría
desarrollar las capacidades con que empíricamente cuentan los individuos,
como posibilidades reales: la capacidad intelectual, la capacidad de placer, la
capacidad de actividad física, la capacidad de tener experiencias estéticas y
espirituales, etc. De acuerdo con Nino, debe considerarse a cada individuo
como “un artista en la creación de su propia vida y lo apreciamos en la medida
en que haga el mejor uso posible de los materiales con que cuenta, que son
sus propias capacidades”.
Esta estrecha relación entre autonomía y autocreación la encontramos en el
marco del discurso moral, ya que la autonomía entendida como autorealización
exigiría el valor de la imparcialidad, entendida como la capacidad de ejercitar
una crítica activa y también una autocrítica en aras al desarrollo de la citada
propia construcción, en palabras de E. Morin (2000: 66), exigida de la
“capacidad de desdoblarse al considerarse a uno mismo (….) fermento
irreemplazable de la lucidez y de la comprensión”. Dentro de ciertos límites, el
individuo debe poder tomar conciencia crítica de su persona y de la sociedad.
El nervio mismo de la cuestión pasaría por reconocer como un valor moral la
capacidad de pensarnos y juzgarnos a nosotros mismos y a los demás, de
construirnos asumiendo las riendas de nuestra vida sin tener por qué ser meros
calcos por pertenecer a una comunidad determinada.
Por ello, el individuo debe ser autónomo en sus decisiones existenciales para
poder mantenerse como persona moral, lo que pasa por la conquista de la
libertad religiosa e ideológica como raíz del resto de libertades. Recuerda
Robles (1992: 139) “el principio del libre examen en la hermenéutica bíblica y el
principio de la autonomía moral que aquel conlleva, conducen a la libertad de la
ciencia, al libre pensamiento, en definitiva a la libertad ideológica”.
La libertad ideológica como el gran logro racional de reconocer como un valor
moral la posibilidad de tener y revisar libremente las ideas ajenas y las propias,
lo que constituye el núcleo más íntimo de la personalidad, configurada también
por mis decisiones. Hablamos de un logro que, en palabras de Marina y de la
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Válgoma (2000: 127-128), expresa el máximo reconocimiento del valor moral
de la autonomía personal, pues recusa el principio de obediencia incondicional
e implica la posibilidad de pedir cuentas a nuestra conciencia y a erigirnos en
los impulsores de la determinación de nuestra vida, a increparnos y a
implicarnos en la búsqueda de la verdad, confiriéndonos el derecho a
distanciarnos de las verdades colectivas en las que hemos sido socializados.
Una autonomía como un valor que parte de la posibilidad de la libertad y que
implica el derecho de pensar la sociedad y a uno mismo, lo que se contrapone
a la huida de la cerrazón privada de individuos y grupos humanos (aunque no
pueda impedir que haya quien use dicha libertad para buscarse un “nuevo
amo” como el relativismo como ideología o el dogmatismo más cerril).
En este sentido, en un anterior trabajo (Cadenas, “Consideraciones sobre la
justicia y los juegos en la Teoría Comunicacional del Derecho”: 59-98 ) oriento
la reflexión acerca de la autonomía sumándome al concepto de “libertad
verdadera” de los individuos que Robles esgrime en “La justicia en los juegos.
Dos ensayos de teoría comunicacional del derecho” (Trotta, 2009, Robles). En
este trabajo, se defiende la libertad plena o verdadera como presupuesto
básico de la justicia en los juegos (tomados como campo de reflexión para una
aproximación al problema de la justicia). La libertad verdadera sería una
precondición moral que un hipotético Sujeto Constituyente (SC) escogería y
plasmaría en el derecho del jugador (ciudadano) a examinar críticamente el
sistema de normas para tomar decisiones libres. Concluyo, en las reflexiones
del trabajo, que el hipotético SC seleccionaría principios de justicia de aquellos
juegos de acuerdo con los cuales pudiera organizarse una sociedad de sujetos
autónomos: poder jugar o no jugar, poder controlar la decisión psíquicamente
(sin pulsiones internas) y conocer con plenitud el alcance de la racionalidad de
las creencias; todas ellas serían las dimensiones exigidas para poder hablar en
puridad de libertad verdadera.
Así pues, el empeño por priorizar el valor moral de la autonomía individual en el
diseño de una sociedad justa implicaría emancipar a los individuos de la
desigualdad formal, de los dominios arbitrarios de la tradición y de los
constreñimientos derivados de las condiciones socioeconómicas con lo que
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conllevan de privaciones materiales y falta de oportunidades por razón de
nacimiento.
El valor moral de la autonomía sería la premisa normativa, la condición
recíprocamente reconocida para la existencia de diálogo, exigido precisamente
del reconocimiento de la persona como “instancia autónoma de decisión y
pensamiento“. Esta visión liberal requiere una dimensión de justicia social como
requisito constitutivo de la estructura normativa de la sociedad ya que la
aceptación inerme de la desigualdad inicial no es suficientemente respetuosa
con el ideal de dignidad de la persona y desarrollo de su autonomía. Estamos
ante un concepto de autonomía individual ligado a una dimensión de Justicia
liberal-social comprometido en el logro de una igual libertad de oportunidades y
preocupado por un cierto nivel de logro en los resultados, un modelo liberal
social, llamado por Urbina “Robust Rule of law” (2002: 225-243), que promueva
las condiciones para que cada individuo no sólo tenga el derecho para poder
escoger su propio plan de vida sino que pueda escogerlo entre diferentes
posibilidades no determinadas por el azar, una sociedad en la que cada
individuo tenga derecho a pensar su proyecto profundamente, con cierto
distanciamiento crítico y que facilite los instrumentos para posibilitar su
desarrollo. Por ello, el derecho debería habilitar los medios interviniendo para
materializar la posibilidad de que cada persona diseñe su propio proyecto de
vida, y que, dentro de ciertos límites, pueda luchar para lograrlo. No obstante,
aunque el sistema se preocupa, en origen, de los resultados del proceso social,
no los garantiza.
Esta idea de internalización por parte del sistema del desarrollo más amplio de
la autonomía de la persona resulta coincidente con F. Ovejero (1992: 109-125),
que entiende que frente a la idea de libertad como modo de satisfacción de los
deseos, hay otra idea, de raíz kantiana, que destaca la importancia de la
libertad en la formación de los mismos. Desde esta perspectiva, los deseos y
las elecciones son, en ocasiones, el resultado de un estrechamiento del campo
vital, dado que existen ciertos deseos que exigen cierta educación o
entrenamiento. Ovejero sostiene que en un sistema fuertemente liberal ciertos
individuos (desfavorecidos natural, económica o culturalmente) pueden no
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expresar a través de sus deseos sus preferencias soberanas. El
estrechamiento del campo de elección sería un producto de la alienación
producida por el consumismo y el autoengaño derivado de la autolimitación
inconsciente de las preferencias. Los individuos podrían preferir lo que no es
sino un ajuste de deseos dadas unas circunstancias desfavorables.
Esta premisa dialógica que supone la consideración del valor moral de la
capacidad de autogobernarnos sin alienaciones y desde el desarrollo más
amplio concebible de la autonomía de la persona, supone la convicción,
siguiendo a Cortina (1986: 146), en la que descansa el discurso moral de los
derechos humanos, precisamente por ello la fuente de normas morales sólo
puede darse en un consenso en el que los individuos autónomos reconozcan
recíprocamente sus derechos. De acuerdo con Cortina en que la que moral civil
democrática prima dos elementos básicos: el derecho del hombre a ejercer su
capacidad autolegisladora y el valor de las leyes universalmente acordadas".
Por consiguiente, la exigencia de reconocimiento de la autonomía individual
resulta difícilmente compatible con las ideologías que priman las entidades
colectivas sobre los individuos. A este respecto, Urbina muestra (2002: 171), en
una breve exposición de pensadores comunitaristas, como Taylor, McIntyre o
Walzer, la, en mayor o menor medida, obsesiva identificación de la unidad
colectiva como elemento constitutivo de la identidad individual, la tendencia a
concebir al individuo como agente moral desde el vínculo fuerte con la
comunidad que le dota de identidad y sus recelos hacia las posturas
defensoras de principios morales universales. Posturas que, ni que decir tiene,
pueden ofrecer cobertura filosófica a los planteamientos más reaccionarios.
Muy al contrario de las posturas que priman a las entidades colectivas sobre
los individuos, reconocer la autonomía de los individuos implica, en línea con
Mosterín, racionalizar en lo posible sus pautas socioculturales, liberándolas de
supersticiones, dogmatismos y creencias “ontológicamente” superiores a los
individuos. Dice Mosterín (1987: 59) que el camino de la autonomía exige
poner en cuestión nuestras propias pautas culturales, por ello, la educación
debería promover el replanteamiento en los individuos de la conveniencia de
aceptar las instituciones, reconociéndoles un derecho al distanciamiento crítico.
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Además, la autonomía individual como precondición dialógica defiende que el
individuo tenga, dentro de ciertos límites, la posibilidad no meramente fáctica
sino normativa, de autodeterminarse. Esta concepción de autonomía depende
de que el sistema diseñe su estructura normativa para posibilitar a cada
individuo el diseño y la elección libre de su proyecto de vida. Siguiendo a
Urbina (2002: 225-243), las razones últimas del Derecho en una democracia
liberal se anudan a consideraciones extrajurídicas, a implicaciones éticas
orientadas hacia la posibilidad normativa de desarrollo y reconocimiento, dentro
de ciertos límites, de cada personalidad moral.
El empeño justificado por lograr un sistema demoliberal configurado desde
exigencias ligadas al discurso racional debe identificar y denunciar las
ideologías que rechacen las exigencias de comunicación dialógica, pues el
diálogo implica la exclusión de los interlocutores que no respetan las reglas que
lo hacen posible. Ello nos conduce a la exigencia de identificar y denunciar las
ideas anti-éticas, esto es, las que traten de postularse frente al valor de la
autonomía individual.
4. Ultima reflexión acerca del desarrollo de la autonomía personal como
valor ético último
Señalaré dos normas importantes para realizar una última consideración
acerca del criterio ético último; es decir, el desarrollo más amplio posible de la
autonomía de las personas (el subrayado es mío).
El artículo 10.1 de la Constitución española: La dignidad de la persona, los
derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la
personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son el
fundamento del orden político y de la paz social.
El artículo 22 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que
establece que “cada persona debe gozar de los derechos económicos, sociales
y culturales indispensables para su dignidad y libre desarrollo de su
personalidad”.
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Ambos dos se refieren a lo mismo: en aras a dicho criterio ético último, el
Estado de derecho no puede permitir que en nombre de una supuesta
identidad nacional o cultural, se obstaculice gravemente o se imposibilite la
libre decisión de cada uno de sus miembros de asumirla o rechazarla, de lo
contrario se estaría reconociendo un “derecho a la diferencia” que podría
implicar una ligazón esencial entre pueblos o naciones e individuos que no
reconocería una libertad verdadera para los últimos, ya que sólo existiría una
verdadera libertad para los individuos si se reconoce y respeta el derecho de
estos a decir "no".
Además, sin pretensión alguna de exhaustividad, a qué nos referimos cuando
hablamos de pueblo o nación, ¿a un grupo pequeño o a uno grande?, ¿a un
estado a una nación con o sin estado, a una raza, a un idioma, a una religión?
Según la creencia citada es algo que se supone anterior y superior a los
individuos a los que troquela en su identidad, con características definidas. La
pregunta es clara: aun suponiendo que ello fuese cierto, cosa que también
puede ponerse en duda ¿por qué habría de ser algo debido para los
individuos? ¿por autoconcebirse como riqueza cultural?, ¿por el hecho de
existir? Si la respuesta es afirmativa ¿El hecho de existir supone un deber en sí
para los individuos pertenecientes? Si la respuesta es positiva ¿Acaso no
existen creencias bárbaras y violentas sostenidas en la superstición y la
ignorancia?
Pero, y sobre todo, puede entenderse que para mucha gente sea positivo y
beneficioso para su personalidad el valor que le confiere a la pertenencia a
grupo con todo lo que ello implica de memorias colectivas, etc. pero desde el
criterio ético acuñado, resulta inaceptable su obligatoriedad, ya que los
individuos deben poder gozar del derecho a permanecer o desligarse. No cabe
dudar acerca de la existencia a “pertenencias” basadas en ideales
transculturales y cosmopolitas éticamente preferibles a las citadas y
costumbres bárbaras detestables, en absoluto merecedoras de consideración
ética en sí mismas.
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Un ejemplo: una joven educado en un entorno de opresión islamista o un
simpatizante de eta que piensa que tres quintas partes de los ciudadanos
vascos son impuros o no merecedores de dignidad, están educados en un
“fuerte” tradición cultural, ¿acaso por serlo su identidad está mejor desarrollada
que la de una persona cosmopolita? Evidentemente no.
5. Conclusiones: incorrección ética y falacia en los mensajes políticos
conniventes con la creencia en la identidad nacional obligatoria.
A continuación, expondré las conclusiones y las propondré como cedazo ético
para analizar los mensajes políticos que defiendan, en mayor o menor medida,
la creencia nacionalista de identificar la nación como una entidad esencial que
imbuye de atributos constitutivos a sus miembros, dotando a sus identidades
particulares de una identidad nacional definida y a la cual se deben. Este es el
soporte esencialista del que beben los mensajes políticos más comunes del
mundo nacionalista, orientados a “distinguir” entre el nosotros y el ellos, así
como entre los leales y los traidores.
De entre los innumerables ejemplos a seleccionar, hijos de la consigna
tristemente célebre que Jordi Pujol acuñó en una clara apuesta por identificar la
catalanidad con una identidad cerrada (“catalán es aquel que vive, trabaja en
Cataluña y quiere ser catalán”), destaca la publicación del libro “Perles
catalanes”, de los hermanos Salvador Avià y Jordi Avià (Viena Edicions, 2016),
por su manifiesta defensa de la citada creencia, hasta el punto de enumerar
una lista negra de malos catalanes, traidores a Cataluña, en suma, entre los
cuales se incluye a Félix de Azúa, Albert Boadella, Josep Borrell, Josep Ramon
Bosch, Francesc de Carreras, Carme Chacón, Josep Antoni Duran Lleida,
Arcadi Espada, Rosa Regàs, Miquel Roca o Alejo Vidal-Quadras, entre otros.
A modo de recordatorio:
1- El problema de la fundamentación última de la ética no puede orientarse
hacia el descubrimiento de verdades morales trascendentales. Como se ha
venido defendiendo, los sistemas morales anclan su origen en una genealogía,
así pues, las últimas creencias que sostienen nuestra forma de vida son el
resultado de decisiones humanas que apuntalan convenciones (cuyas claves
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pueden haber sido olvidadas). Se descarta, por tanto, el acceso a fuentes
esenciales de verdad moral que ciertas tradiciones nacionalistas se
autoatribuyen. De esta manera, aunque partamos de que los sistemas de
normas morales no son verdaderos o falsos (porque no hay criterio de verdad-
mentira), sí que podemos reflexionar acerca de una consideración ética de las
culturas que, desde luego, no dependerá del valor moral que ellas se
autoatribuyan, como defienden sin saberlo los relativistas.
La creencia citada indica autoatribución de certeza moral (lo que se es por
nacimiento se debe ser) lo cual supone una falacia porque todos los sistemas
morales tienen un origen histórico, (lo que incluye, por ejemplo, a las religiones
y a las creencias nacionalistas) y porque no existe forma racional de acceder a
un código de valores atemporal que troquele de acuerdo con una esencial
identidad a los individuos, valiosa en sí, como tampoco podría accederse
racionalmente a la verdad moral de ningún libro sagrado, ni piedra mágica
alguna que pueda demostrar por sí misma su “verdad” moral, ni trascendente ni
inmanente.
Pongamos como ejemplo paralelo el esencialismo religioso. ¿Resultaría
racional configurar nuestro mundo moral desde los dictados de una fe religiosa
en sí? No, porque aunque se pueda constatar la fe de quién cree en dios y su
revelación, la existencia de dicha fe no implica que aquello en lo que se cree
sea verdadero. De acuerdo con esta certeza, la racionalidad nos indica el
camino: resultaría irracional organizar una forma de vida de acuerdo con la
imposición obligatoria de la fe, porque ello implicaría aceptar la fe, cualquier fe,
que es algo incomunicable, como criterio de verdad moral. Lo racional, dado
que no podemos demostrar que aquello en lo que creemos sea verdadero ni
falso, es reconocer una vía espiritual cuyo ejercicio dependa de las personas,
es decir, un derecho a la libertad religiosa, nunca un deber.
Ocurre igual con los mensajes políticos en respaldo de la creencia nacionalista
analizada, ya que pasa por ser una certeza colectiva cuando en realidad es una
falsa certeza cercana a la superstición. Me refiero a la atribución de cualidades
y propiedades, como el carácter o los sentimientos a una ficción como el
pueblo, pero el pueblo no entendido como el conjunto de los ciudadanos, sino
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como un ser que moldeara las identidades individuales a partir de esa supuesta
identidad colectiva. Eso no resulta sólo una creencia falaz que presupone la
hominización del concepto pueblo sino una creencia liberticida, por no estar
concebida como una propuesta convencional sino como una esencia
autentificadora de los “fieles”, por encima de su derecho a elegir. Estas
pretendidas esencias identitarias tienen como principal función distinguir entre
el “verdadero” pueblo, así como el leal y el traidor.
2- Debe rechazarse la idea de pluralidad cultural como valor moral en sí porque
supone una tesis dogmática y autocontradictoria, ya que acepta el axioma que
identifica creencias con respetabilidad moral. Con arreglo a lo justificado hay
sistemas que son refractarios al favorecimiento de contextos de diálogo e
incluso abiertamente contrarios al reconocimiento de la autonomía de las
personas, por lo tanto, no es correcto que todos los sistemas normativos se
igualen en corrección ética.
La ideología relativista es rechazable, ya que desde una aparente “neutralidad”,
defiende el dogma de “la facticidad debe ser”, lo cual concede una coartada
ideológica a los grupos que, en el interior de una sociedad abierta, reclaman
inmunidad moral para limitar la autonomía de los individuos integrantes hacia el
interior y/o para tratar de impedir la crítica desde el exterior, una exigencia que,
con independencia de su manifestación violenta, esencializa las comunidades
(pueblo, nación) y rechaza la evidencia de que las comunidades son realidades
históricas sujetas a procesos de cambio y escrutinio crítico. El relativista, bajo
una apariencia de tolerancia, estaría defendiendo dogmáticamente dos
implicaciones contrarias a la racionalidad y a la ética:
a) que la creencia moral invocada por un grupo es verdadera porque el
grupo dice que lo es (lo que debería conducir hacia un estúpido pero
coherente respeto por la ideología neonazi, etarra o yihadista).
b) estaría legitimando la negación de la posibilidad de desarrollo integral a
parte de la ciudadanía, que podría correr el riesgo de ser educada
viendo restringidas sus posibilidades de desarrollo autónomo, su
identidad estaría más definida por determinismos culturales presentados
como independientes de su voluntad, lo que disminuiría las posibilidades
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alternativas de proyectos de vida al impedir esa dimensión de
distanciamiento crítico auto y exoreferente.
3- En la búsqueda de un criterio de corrección ética, la racionalidad nos orienta
hacia contextos de comunicación en el que los interlocutores no puedan apelar
precisamente a la supuesta esencialidad de su razón, y mucho menos
imponerla a los demás.
El fundamento moral último del diálogo social no puede ser otro que los
derechos humanos, supondría la barrera infranqueable, el asidero convencional
incuestionable, el “coto vedado” -en palabas de Garzón Valdés (1997: 22) -
desde el que plantear una comunicación social empeñada en el control
dialógico de los procesos de comunicación. Solo el reconocimiento y respeto
de los derechos humanos jurídicamente garantizados pueden hacer posible la
creación de contextos sociales de diálogo. La limitación del diálogo vendría
propiciada por dogmas como el relativo a la fusión necesaria y debida entre la
identidad colectiva y la identidad individual, conducente hacia el
enclaustramiento en una supuesta evidencia colectiva.
4- Defender el valor moral de la autonomía individual es la condición
recíprocamente reconocida para que exista diálogo social, exigido
precisamente del reconocimiento de la persona como “instancia autónoma de
decisión y pensamiento“. Esta visión liberal requiere una dimensión de justicia
social como requisito constitutivo de la estructura normativa de la sociedad, ya
que la aceptación de la desigualdad inicial no es suficientemente respetuosa
con el ideal de dignidad de la persona y desarrollo de su autonomía. Estamos
ante un concepto de autonomía individual ligado a una dimensión de Justicia
liberal-social, comprometido en el logro de una igual libertad de oportunidades
y preocupado por un cierto nivel de logro en los resultados. Defender el valor
de la autonomía individual es incompatible con el respeto incondicionado de
toda forma de vida, ya que es una posibilidad del individuo y un valor moral
inseparable de su proceso de socialización. La autonomía individual exige una
toma de conciencia crítica por parte de cada persona, de sus capacidades,
deseos, intereses, objetivos, etc., condicionada por un contexto social que
puede o no favorecerla, reconociendo o no el derecho para poder escoger el
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propio plan de vida entre diferentes posibilidades sin determinaciones ligadas a
costumbres o tradiciones.
Los derechos a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa serían un
requisito constitutivo en un sistema implicado en el favorecimiento de la
proliferación de individuos autónomos, pues implica libertad de pensar y de
creer o no creer, y no una incondicional entrega colectivista favorecedora de la
cerrazón opinional. Una libertad de pensamiento ejercida con racionalidad
exige al sujeto la corroboración crítica (hasta donde le fuere posible) de sus
creencias, su verificación en base a las mejores razones y no sólo en base a la
privacidad cerrada del sujeto o del grupo, lo cual exige de un reconocimiento de
la intersubjetividad abierta y no constreñida por supuestas verdades colectivas
(“aquí somos x, luego debemos ser x”) como acceso racional a la búsqueda de
la verdad.
Todo lo cual exige el diseño de un sistema que repela la cerrazón dogmática,
distinguiendo entre mensajes políticos (o religiosos) que favorezcan y mensajes
políticos que estrangulen el desarrollo de la autonomía individual. En otras
palabras, serían anti-éticos los mensajes políticos, culturales o religiosos
defensores de valores discriminatorios en base a etnias, orígenes o religiones
que obstaculizaran la defensa del derecho de las personas a escoger
libremente su proyecto de vida. La libertad solo redunda en desarrollo de la
autonomía individual si se proyecta hacia el exterior; es decir, para expresar
opiniones, defender argumentos y cuestionar los ajenos sin temor; pero
también hacia el interior de la persona, es decir, para cuestionarse creencias,
opiniones etc. y poder así cambiarlas sin temor y poder manifestar dichos
cambios.
La creencia nacionalista citada se sostiene porque está protegida con
mecanismos de inmunización, esto es, por defensas dogmáticas contra las
evidencias que pudieren poner en riesgo su estabilidad; de esta manera, se
sacrifica la comprensión de la realidad y se niega la fuerza de la experiencia
(Marina, 2010: 118).
Por todo ello, no resultan éticos los mensajes políticos nacionalistas cuyo
fundamento sea el no reconocimiento en la práctica de la raíz de la ética del
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diálogo: el valor de la autonomía de cada individuo, que arranca en su derecho
a la libertad religiosa y de conciencia, esto es, la voluntad de cada individuo
para asumir o rechazar creencias, se trata, defiende Habermas (1989: 120), de
“obligar a una actitud crítica frente a las propias tradiciones” que reconozcan y
garanticen una visión autoreferencial crítica de la propia cultura.
Cada persona debe poder tomar conciencia crítica de su persona, de sus
intereses, proyectos y de la sociedad en la que vive. Liberar al individuo exige
eliminar en lo posible las formulas ideológicas tendentes a alienarlo, en el
sentido de desviarlo de sus intereses en nombre de presuntos intereses de
supuestas entidades metafísicas (Mosterín, 1987: 98). Reconocer como un
valor moral la capacidad de pensarnos y juzgarnos a nosotros mismos y a los
demás, de construirnos asumiendo las riendas de nuestra vida sin tener por
qué ser meros calcos por pertenecer a una comunidad determinada. La
atribución esencialista de intereses y proyectos en una entidad metafísica es
una falacia incompatible con el respeto por el valor de la autonomía de las
personas. Los mensajes políticos nacionalistas en los que se presenta a
entidades metafísicas como la nación o el pueblo, diferenciadas de las
personas, anhelantes de proyectos y deseos son falaces y niegan el desarrollo
integral de la autonomía de las personas, la posibilidad de tener y revisar
libremente las ideas ajenas y las propias.
No existe, pues, ninguna riqueza ética, más bien al contrario, en los mensajes
políticos, culturales o religiosos sustentados, directa o indirectamente en una
defensa de la identidad personal como algo dado y debido para los sujetos
concernidos por una supuesta identidad colectiva. Un tipo de mensaje que
debería ser considerado tanto más contrario a la ética en tanto que vaya
orientado hacia la infancia y la juventud, ya que implica excluir del niño su
derecho a decidirse, despojarlo de opción, escogiendo por él en nombre del
claustrofóbico dogma de la unicidad identitaria. El mensaje político, cultural
religioso en apoyo de la creencia esencialista de que el individuo debe ser lo
que es haciéndolo depender de una supuesta raíz colectiva, supone una falta
de respeto por el libre desarrollo de su personalidad.
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