Impreso en Bogotá, Colombia, junio de 2019 · 2020. 8. 6. · de la del año 79 que sepultó bajo...

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Su vida Victoria de Stefano

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  • Su vida

    Victoria de Stefano

  • © Victoria de Stefano

    Su vida

    Diseño y diagramación: El Taller Blanco Ediciones

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    Impreso en Bogotá, Colombia, junio de 2019

  • Victoria de Stefano

    Su vida

    COLECCIÓN Comarca Mínima

  • Su vida

  • JUNIO DE 1940

  • Nace en Rímini, ciudad portuaria sobre el Adriático, donde su

    madre y sus abuelos acostumbraban pasar las vacaciones de

    verano (para quienes gustan del cine, la ciudad de la adolescencia

    revisitada de Fellini en Amarcord), el 21 de junio de 1940, en los

    días de la Blitzkrieg cuando las Fuerzas Armadas alemanas

    viniendo de la frontera franco-belga ocupaban París tras las

    divisiones acorazadas de Guderian. A los siete u ocho años, a

    partir de sus propios recuerdos, a partir de lo que le sería

    contado, y de lo que se emplearía a fondo en seguir contándose,

    pues cuanta más edad tenga más le urgirá hurgar en esos

    recuerdos, comienza un llegar a comprender que la fecha y los

    acontecimientos ligados al mapa cartografiado de la catástrofe

    serán su melancólico, fatigado y perplejo ingreso al destino

    histórico y moral del siglo, además de la imagen premonitoria de

    lo que la llevaría en la adolescencia a encontrar refugio y sustento

    en libros y papeles sin los cuales acabaría muriéndose de hambre.

    Que la llevarían a obtener sustento de introspecciones y fantasías

    cuyo abanico de posibilidades le sería tan necesario como el

    atisbo de un destello de luz o de un manjar en forma de golosina

    al final del túnel. «Si pudiese desear algo, no desearía ni riqueza

    ni poder, sino únicamente la pasión de la posibilidad; desearía

    tener un ojo que, eternamente joven, eternamente ardiendo de

    deseo, pudiese ver la posibilidad», escribió Kierkegaard.

    Un entrar doblemente melancólico si se piensa que en los

    tiempos ya avanzados del giro sombrío que había adoptado la

    deflagración mundial, decidieron al azar de las circunstancias y

    horas después de su nacimiento que habría de llamarse Victoria,

    pero ésa es otra historia, y como por lo demás uno no tiene arte

    ni parte en la elección del nombre que le plantan, habrá que

    desmotivarlo (neutralizarlo) y pasar de largo (aunque la verdad,

    digo displicentemente, como dijo Holden Caulfield, el héroe de J.

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  • D. Salinger, «si quieres que te hable con franqueza, es que ahora

    no me siento con ganas de entrar en más detalles») ante la

    emblemática, paradójica, engañosa y por demás falsa impronta

    de lo que apostaba al triunfo de un inmenso y maléfico imperio:

    Sic transit gloria mundi. Los dioses vienen y se van. Las estatuas

    suben y las estatuas bajan. Vendrán y desaparecerán imperios.

    Todo lo que florece se pudre.

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  • EL FIN DE LA GUERRA

  • En 1946 salen del puerto de Nápoles, donde vivían su abuela y su

    bisabuela paterna, sus padres y sus cuatro hermanos, en edades

    que iban de los diez a los tres años. Puerto de desembarque,

    Nueva York. Conserva borrosa la silueta de la ciudad elegante

    verticalizada en el horizonte, el color azul plateado de la bahía

    surcada de grandes embarcaciones. Recuerda la fragancia del

    océano, las grúas, los puentes, los rascacielos que producen

    miedo. Recuerda, tras la primero excitante y luego angustiosa

    exploración, yendo y viniendo, sola, sin sus hermanos, de los

    largos pasillos recorridos por tuberías, la vaporosa sala de los

    manómetros, con sus relojes, sus contadores y mangas de

    incendio, haberse colado en el comedor de los oficiales. Era la

    hora feliz en que la nave, un buque de guerra acondicionado para

    llevar pasajeros, un cascarón de 9.000 toneladas de cemento

    armado construido en los astilleros de Pensacola, se deslizaba sin

    nada que le opusiera resistencia mientras las sirenas sonaban

    como cantos de ballenas anunciando su recalada en mares más

    calmos y seguros.

    Recuerda el bronce bruñido de la barra, el brillo de la madera, la

    vajilla, la cubertería, los manteles impolutos, el orden y simetría

    de las mesas puestas para el desayuno de los oficiales. Y aún más

    vívidamente, la invitación del mesonero negro, su único

    ocupante, con su chaquetilla blanca, su pantalón negro y su gran

    estatura, desplegando una sonrisa cuyo criterio de calidez era su

    propia decencia y en conocimiento de causa, la solidaridad con

    los niños del castigado continente. Le obsequió, sentado frente a

    ella, alentándola con grandes parpadeos (¡Anda, come, come!),

    un nunca visto desayuno con croissants, muffins, mermeladas,

    mantequilla y auténtico café con leche, dulce y cremoso.

    Dialogaron acoplando muecas, señas, movimientos de cabeza,

    interjecciones rebosantes de alegría. Y ella, emocionada y a la vez

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  • confundida de ser agasajada por alguien que sonreía y sólo

    sonreía ─así, fija en la memoria, la gloria bondadosa de su

    fisonomía─ pensó que él debía creer que ella estaba de

    cumpleaños, qué otra explicación si no. Se impuso el rubor de la

    vergüenza, y tras el rubor (nunca en la vida enrojecería tanto) el

    silencio y los ojos bajos con que, replegándose sobre sí misma,

    trataba de dilucidar el sentido y naturaleza de ese inexcusable

    malentendido. ¿Cómo, con qué palabras disuadirlo de su error?

    ¿Y si tal vez sólo la honrara, y si tal vez sólo la festejara porque

    sabía que tenía hambre y carestía de los sabores secretos,

    secretos por desconocidos, de esas cosas, con inclusión de sus

    aromas y texturas, blandas, deliciosas, que son los primeros e

    impagables placeres que se les debería permitir satisfacer a los

    niños?

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  • NÁPOLES

  • De Nápoles conserva chispazos elevados a relámpagos en medio

    de lo oscuro: los escombros, los palacios calcinados con el

    inconfundible negro carbón de los ataques aéreos, el tumulto de

    las mujeres de grandes cabelleras despiojándose en las aceras.

    Firme, congelada entre uno y otro centelleo, la terraza de la casa

    de su abuela, como un mostrador sobre el mar Tirreno, en el que

    se sentaban a charlar y a contemplar la bahía, más impresionante

    de noche que de día a causa del resplandor reflectante de la luna

    (en vano abre los brazos para abrazarla) sobre la porción más

    lejana del agua: el cráter del Vesubio y su fumarola. Hace poco

    supo que la última erupción, no especialmente grave, a diferencia

    de la del año 79 que sepultó bajo una lluvia de lodo y ceniza a

    Herculano y Pompeya, a la de 1631 que arrasó cinco ciudades, a

    la de 1794 que destruyó la Torre del Greco y a la de 1906 que duró

    diez días, causando la muerte de 2.000 personas, había tenido

    lugar en 1944, apenas dos años antes de su partida. Puede a

    voluntad y sin ningún esfuerzo revivir la sombreada soledad del

    parque de la casa sobre una colina, los árboles de los que bajaban

    duraznos y albaricoques, los pececitos de un rojo refulgente en el

    fondo del estanque (pero ese color rojo tal vez pertenezca a la

    transmutación de algún otro episodio sangriento de la realidad,

    puesto en reserva por inquietante), los pájaros que volaban a

    remojar las plumas entre las plantas acuáticas, la laja de piedra

    de un reloj de sol rodeado de flores en medio de una plazoleta.

    No olvida un extraño olor a putrefacción en el nicho revoloteante

    de pájaros de un torreón cuadrado con aspecto de fortaleza,

    desde cuya escalera exterior una anciana, vestida de negro y con

    cara de gnomo, descendía palmoteando a los gritos para

    ahuyentar a los niños. Correr y no mirar hacia atrás es la única

    defensa, contra la falange de los cuervos, contra el terror

    primitivo, contra la estampida de los perros.

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  • La despedida, el abrazo apretado de su abuela, el de su bisabuela,

    pequeña, reseca, con una larga trenza de color blanco

    amarillento. Moriría a los 96 años, ciega, completamente ida de

    la cabeza, pero sin que se le agriara el carácter. Todas las

    mañanas la criada la llevaba a la iglesia que estaba al cruzar la

    calle en silla de mano. Por años, llorando silenciosa y largamente,

    ella que estaba casi sorda, cerrada a las voces del mundo, oía

    como en el piso de abajo, que estaba vacío desde hacía tiempo,

    maltrataban a unos niños, y no conseguía comprender por cuál

    iniquidad su hija no hiciera nada por remediarlo. Por años,

    quejándose de la muerte que no se la llevaba, por años abjurando

    de la vida que pretendía en ese estado eternizarla.

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  • NAVEGACIÓN

  • Van hacia el poniente. Los acompañan los delfines por un

    tiempo. Ven las luces de Algeciras, de Ceuta. Pasan el estrecho de

    Gibraltar, las columnas de Hércules en el día. Para ella, como

    para Colón antes de embarcarse, la tierra, el suelo en que se

    apoyaba, era con toda seguridad y en razón de su redondez

    circunnavegable. Después de algo peor que mal tiempo, les

    permiten subir a cubierta. El océano Atlántico era un abismo en

    el que arreciaban las fuerzas de la naturaleza, y verdaderamente

    ese era un pequeño buque artillado (un Liberty, uno de esos

    barcos de carga muy usados durante la segunda guerra)

    acondicionado para transportar pasajeros, un eufemismo para

    referirse a expatriados e inmigrantes. Un cascarón de 9.000

    toneladas y 135 metros de eslora, construido en los astilleros de

    Pensacola. Todo lo que sabía de barcos lo había escuchado decir

    a sus padres: los submarinos, el hundimiento del Titanic, los

    icebergs, el círculo polar ártico.

    Una mañana, cerca del final del viaje, el telón de bruma

    retrocede, el oleaje se aplaca, el barco renace de las aguas. Lo

    descubre solo, con la mirada perdida, inclinado hacia adelante.

    De no ser por los anteojos de pasta negra no lo habría reconocido.

    Lleva puesta una boina azul, fuma en pipa, dos cosas que no le ha

    visto usar o hacer nunca. Está flaco, pálido, mal afeitado. Hacía

    tres o cuatro días que no salía del camarote, más bien la sala de

    cuchetas que compartía con otros hombres, igualmente pálidos,

    desnutridos, con los que, dado su carácter reservado y su

    refinado gusto por el aislamiento, había debido mantener el más

    cortés y restringido de los tratos.

    El puente comienza a llenarse de gente. Hay hombres que se

    aprietan a sus abrigos y a las manos de sus hijos. Otros se

    tambalean con los párpados que se caen de no haber dormido.

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  • Algunos comen naranjas para asentar el estómago. Hay madres

    que se reúnen a conversar, madres que se dirigen a los lavaderos

    con sus tablitas de madera y bultos de ropa como si fueran a lavar

    al río. Hay familias que se van reencontrando después de no

    haberse visto en días. Él está ensimismado, se quita la boina azul.

    Alisándose el lacio pelo oscuro, se hunde en la zona oscura de sus

    propios pensamientos. Aflicciones, pesares, recuerdo. ¿Tendrá

    sus momentos de duda? ¿Reflexionaba sobre el futuro, como

    parecían confirmarlo sus labios apretados a la pipa, o ya se lo veía

    venir con todos sus acontecimientos, balanceándose de una a

    otra orilla? Tiene cuarenta y cuatro años, su madre treinta y

    cuatro. Ella aún no sabe que eso es ser jóvenes todavía. No se le

    ocurre pensar que se hallan, pese a lo agobiados que lucen, en la

    curva vital de su apogeo.

    Su instinto le dicta que no debe interrumpirlo. Esperará a que su

    padre la vea. Pero él no la ve, se levanta, se pasea de un lado a

    otro del puente, se asoma a la borda, mira la luz difusa al infinito.

    El viento sacude los faldones de su impermeable, gris, clásico.

    Cuando ya lo había olvidado, entretenida en bajar y subir

    escalerillas sin coacción ni tutela de los hermanos, se lo tropieza

    cerca de los botes salvavidas. No tiene que esforzarse en hacerse

    la sorprendida. Él le extiende los brazos, le dice que solo faltan

    un día y una noche de navegación. En la mañana del día siguiente

    estarán atracando: el día D. No deben perderse el espectáculo. A

    ella le tiemblan las rodillas de pura impaciencia. Ahora llega su

    madre el menor de los hermanos, en brazos. Hay niebla, a babor

    baten pequeñas olas, el mar cada vez más tranquilo. Su padre lee

    la pizarra El tiempo ha mejorado. Llegaran a puerto de Nueva

    York con el sol tibio de final del verano, ya entrado el otoño. De

    noche, un muchacho de pelo rojizo castaño, conversa con su

    hermano que tiene nueve, pero es mucho más alto. Debe tener

    doce, pero a ella le parece todo un hombre. Recostado de un rollo

    de cuerdas, rompe a tocar la armónica. Todos se sientan a su

    alrededor a escucharlo. Solo se ven algunos cigarrillos

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  • encendidos. Al rato su madre viene a buscarlos. Mañana habrá

    que despertarse muy temprano.

    Se acodan en la barandilla del puente, salpicaduras en la cara, en

    los brazos, al azote de la brisa marina. El barco navega muy lento.

    El constante crujir del casco, el trepidar de la sala de máquinas,

    las manos pringosas por el salitre del océano. Hay una misa. En

    realidad, dos misas, una en la que cantan himnos y alabanzas

    difundidos por altavoces. Otra para los católicos en un altar

    improvisado en la sala de cine, con una virgen de gran aureola al

    fondo. Un viejo hace de monaguillo.

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  • NUEVA YORK

  • En Nueva York permanecen cuatro, cinco días. Van a una tienda

    por departamentos. En las mesas de saldos hay tantos sombreros

    de todas las formas, colores y tamaños (tan ridículos y

    sobrecargados como los de las tiras cómicas, con plumas,

    guindas, velitos, muselinas, redondos, tubulares, de ala corta, de

    ala ancha y flexible), que en la noche, por contraste con la escasez

    de la que venía, soñó que todos los sombreros del mundo, traídos

    por el inclemente oleaje que había sacudido el barco durante los

    últimos días de la travesía, caían sobre ella, literalmente

    enterrada viva bajo la avalancha. Al despertar, va a tientas al

    baño por miedo a mojar la cama. Sus hermanas mayores

    protestan con la acritud del sueño interrumpido.

    No mira hacia arriba. Los rascacielos, las escaleras de incendio,

    los ascensores le dan miedo. El hotel no tiene más de catorce

    pisos, se alojan en el piso doce, vértigos, mareos, pierde el

    equilibrio, como secuela del movimiento del barco, como si aún

    no se hubiera bajado. Se cuida de estar lejos de las ventanas. Su

    hermano se ríe, doce pisos no es nada. Se ve reflejada en espejos

    y escaparates, su vestido de piqué y lunares rosados no está mal,

    pero las botas son miserables. Se sueña calzada con zapatos

    graciosos y estilizados de las niñas americanas. Se enjuga una

    lágrima con la funda de la almohada. ¿Cómo hacer para que no

    se le vean los pies?

    ¿Las bastas botas informes? Se imagina lanzándolas por la

    ventana. Como castigo se ve descalza, sin suelas que desgastar,

    sin trenzas que amarrar, con todo el camino por delante entre

    frías calles y callejones. Ya no se acuerda de las botas, se

    entretiene dramatizando el melodrama: sus padres lloran con

    hipos y espasmos, no saben adónde ir a buscarla, la han perdido

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  • para siempre, hasta que, frotándose los pies uno con otro, se

    queda plácidamente dormida.

    Después el Constellation de cuatro hélices haciendo escala en

    Miami antes de aterrizar en Maiquetía. La humedad, el calor, las

    palmeras bajo el cielo prolijo de estrellas. El avión se sacude por

    los cuatro costados, de arriba abajo, de cola. Como tiene mucho

    miedo, se esconde debajo del asiento, llorando y rezando. No fue

    capaz de comer el sundae de tres sabores que le ofrecía la azafata,

    lo que más lamenta es haberse perdido la cereza y la lluvia de

    chocolate.

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  • PARA MÁS T ARDE

  • A los niños los avasalla el miedo, pero nunca tanto como para

    perder el sentido de la belleza. Antes o después se lo encuentra.

    El golfo de Nápoles bajo la luna era bello, el rojo de los peces

    subiendo a la superficie, espléndido, el sesgo de la luz en el agua

    horaciana de la fuente, duplicado por las barbas ondeantes de los

    musgos del fondo, un tesoro de sombras. El reloj de sol con su

    marcador en ángulo con el eje de rotación de la tierra apuntando

    al polo celeste, un descubrimiento de la función de la fuente solar

    en la medición de las horas. ¿Y de noche? De noche pernocta bajo

    la luna. El sol se ha ido a alumbrar a otra parte.

    Echada en el prado de paseo por el campo, el racimo que pendía

    de la cepa. Lánguido y neblinoso como el azul del otoño que

    capturaban las uvas en su oriente y el sonido de las espigas

    interponiéndose al viento. El barco era el periplo de una aventura

    además de la exaltación de y el triunfo de una experiencia, el

    sabor picoteante de la Coca-Cola en botella.

    El sentido de lo bello, un cierto tipo de gracia, más vocación de

    salirle al paso que ambición de encontrarla. La visión de lo que

    llamamos belleza, una compulsión siempre en marcha hacia

    asociaciones fulgurantes de familiaridad y extrañeza. A los

    dieciséis escribirá en un momento de decepción en su cuaderno:

    La naturaleza tiene los colores, mas viene el hombre, que es su

    contraparte, se instala en el palco, y con sus pretensiones

    (artísticas) la opaca.

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  • UN MUNDO NUEVO SUST IT UYE AL OT RO (AUN SI NO HAY NADA NUEVO BAJO EL SOL)

  • En Caracas aprendió a leer y a escribir a los siete años con

    muchas dificultades. Creía que nunca aprendería, las eles y las

    emes eran su tortura. Va a la escuela, después de los primeros

    llantos, conversa con las amigas, se descubre en la oralidad

    criolla, nunca demasiado criolla. Ni idea de cómo pasó del

    italiano al español, por lo que cree sin trauma y sin herida. Quizá

    lo haya borrado. A los nueve recita en silencio, no sabe con qué

    voz ni en qué idioma, tal vez con esa lengua transmental que

    como una partitura expansiona las virtualidades de lo que está

    dentro, detrás y por encima de los signos.

    Un domingo de 1950 lee los grandes titulares del periódico que

    su padre le ha enviado a comprar a la Pastelería Vienesa, a dos

    cuadras de su casa. Estalló la guerra en Corea (sin embargo, no

    tiene el menor recuerdo relacionado con la bomba de

    Hiroshima). Aterrada corre a casa a dar la noticia. Su madre la

    tranquiliza diciéndole que esa guerra está muy lejos, que a ellos

    no les ocurrirá nada. En la casa hay un Atlas. Océano Pacífico,

    ahí está la guerra. Repasa los nombres de las ciudades. Tokio,

    Kioto, isla de Guadalcanal, Madrás, Shanghai. Del Pacífico salta

    al Atlántico: Dakar, Recife, Bahía, Porto Alegre, Río, Montevideo,

    Buenos Aires.

    A los doce, durante la convalecencia de la parotiditis, se acomoda

    en la cama de la que tiene prohibido levantarse con varias

    almohadas a escribir rodeada de libros, un verboso poema sobre

    el emperador Constantino que acaba de encontrar en el pequeño

    Larousse, seis estrofas que mal rimen no importan, el júbilo

    generador del poema es lo que cuenta. Tiene debilidad por las

    palabras que suenan extrañas: incólume, aldabas, séquito, cáliz,

    plugo al cielo. Más tarde incrementa su vocabulario con la lectura

    nocturna de la autoridad categórica de enciclopedias y

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  • diccionarios. Con esas palabras llena su cuaderno. Intenta

    describir el tulipán africano que ve desde la ventana del salón de

    clase, los bucares de la finca de Santa Lucía donde pasa las

    vacaciones, los destrozos causados por la crecida a lo largo del río

    Tuy, una yegua desbocada, el matadero, los paseos en burro, los

    baños en el río, la piel que una coral ha dejado colgando de la

    ducha, la excursiones en bicicleta a la Fila de Mariches, los patios

    de secado del café, las luciérnagas en la noche cerrada del campo;

    se desespera con sus pueriles ejercicios de escritura, aún cree en

    la totalidad del sistema de la lengua, cree que solo precisa llegar

    a hacerse adulta para vencer trabas e incertidumbres. Tenía trece

    años, por el momento seguía confiando que debía ir ganándole

    tiempo al tiempo. Pero el tiempo le bajaría los humos a sus

    ingenuas y montaraces creencias

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  • ÍNDICE

    JUNIO DE 1940/ 7

    EL FIN DE LA GUERRA/11

    NÁPOLES/15

    NAVEGACIÓN/19

    NUEVA YORK/25

    PARA MÁS T ARDE/29

    UN MUNDO NUEVO SUST ITUYE AL OTRO (AUN SI NO HAY NADA NUEVO BAJO EL SOL)/ 33

  • Victoria de Stefano Rímini, Italia, 1940.

    Escritora y ensayista venezolana de origen italiano y una de las

    voces narrativas más altas de Hispanoamérica. En 1962 obtiene

    la licenciatura en Filosofía en la Universidad Central de

    Venezuela. Trabajó como investigadora en el Instituto de

    Filosofía de la UCV e impartió clases de Estética, Filosofía

    Contemporánea y Teoría del Arte y Estructuras Dramáticas en

    las Escuelas de Filosofía y de Arte. Entre sus novelas podemos

    citar El desolvido (1970), La noche llama a la noche (1985), El

    lugar del escritor (1993), Cabo de vida (1994), Historias de la

    marcha a pie (finalista del Premio Rómulo Gallegos, 1998),

    Lluvia (2002), Pedir demasiado (2004), Paleografías (2010) y

    Vamos, venimos (2019). En ensayo, destacan sus títulos Sartre

    y el marxismo (1975) y Poesía y modernidad, Baudelaire

    (1984). En el 2016 publicó La insubordinación de los

    márgenes, que recoge sus diarios de 1988-1989.

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