Imperio Carolingio (Corregido)

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Imperio Carolingio Breve contextualización La base del Imperio Carolingio fue el reino Franco que fue fundado por Clodoveo con quien se inició la dinastía Merovingia que luego degeneró en los “reyes holgazanes” quienes dejaron el gobierno a los mayordomos de palacio (nobles) destacando a Carlos Martel (abuelo de Carlomagno) quien derrotó a los musulmanes en la batalla de Potiers. Su hijo Pipino “el Breve” destronó al último rey holgazán e instauró la dinastía carolingia. Tras la muerte de Pipino “el Breve”, su hijo Carlomagno, emprendió el desarrollo de una vasta política de conquista, fundando el imperio que llevaría su nombre. Desarrollo El ascenso de los Carolingios Los Carolingios eran los descendientes de una rica y poderosa familia, asentada en Austrasia, es decir, en los territorios enmarcados por el Rhin, el Mosa, y el Mosela. Este era un área de transición entre las zonas romanizadas del sur y las zonas germánicas del noreste, dicha familia había iniciado su ascenso político acaparando (acumulando) el cargo de mayordomo de palacio. El incremento y el mantenimiento del poder de los mayordomos pipínidas (denominación de una dinastía de la nobleza franca de Austrasia) se debió, sobre todo, a la enorme extensión de sus dominios patrimoniales y a su capacidad de ganarse el apoyo de la aristocracia austrasiana para llevar a cabo sus proyectos políticos. Los Carolingios no dieron nunca la espalda a sus territorios de origen y recurrieron a sus seguidores austrasianos para ocupar los altos cargos estatales y eclesiásticos. La mayor parte de los fiscos reales provino de sus antiguos dominios familiares y la incorporación de nuevas tierras fiscales se centró en el norte y en el este, en los territorios periféricos, poco romanizados y con una población mayoritariamente franca. En definitiva, la llegada

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Imperio CarolingioBreve contextualización

La base del Imperio Carolingio fue el reino Franco que fue fundado por Clodoveo con quien se inició la dinastía Merovingia que luego degeneró en los “reyes holgazanes” quienes dejaron el gobierno a los mayordomos de palacio (nobles) destacando a Carlos Martel (abuelo de Carlomagno) quien derrotó a los musulmanes en la batalla de Potiers. Su hijo Pipino “el Breve” destronó al último rey holgazán e instauró la dinastía carolingia. Tras la muerte de Pipino “el Breve”, su hijo Carlomagno, emprendió el desarrollo de una vasta política de conquista, fundando el imperio que llevaría su nombre.

Desarrollo

El ascenso de los Carolingios

Los Carolingios eran los descendientes de una rica y poderosa familia, asentada en Austrasia, es decir, en los territorios enmarcados por el Rhin, el Mosa, y el Mosela. Este era un área de transición entre las zonas romanizadas del sur y las zonas germánicas del noreste, dicha familia había iniciado su ascenso político acaparando (acumulando) el cargo de mayordomo de palacio. El incremento y el mantenimiento del poder de los mayordomos pipínidas (denominación de una dinastía de la nobleza franca de Austrasia) se debió, sobre todo, a la enorme extensión de sus dominios patrimoniales y a su capacidad de ganarse el apoyo de la aristocracia austrasiana para llevar a cabo sus proyectos políticos.

Los Carolingios no dieron nunca la espalda a sus territorios de origen y recurrieron a sus seguidores austrasianos para ocupar los altos cargos estatales y eclesiásticos. La mayor parte de los fiscos reales provino de sus antiguos dominios familiares y la incorporación de nuevas tierras fiscales se centró en el norte y en el este, en los territorios periféricos, poco romanizados y con una población mayoritariamente franca. En definitiva, la llegada de los carolingios significo un desplazamiento del centro de gravedad político hacia un área hasta entonces relativamente marginal, cuya cristianización se había llevado a cabo con el apoyo de la aristocracia austrasiana.

Su enorme poder en el reino autrasiano y sus riquezas permitieron a los Carolingios emprender la restauración del estado monárquico. Los reyes merovingios no habían podido evitar la transformación del reino en un conglomerado de principados casi autónomos, gobernados por una pequeña elite de la aristocracia franca. Los duques y mayordomos dejaron de ser, tan solo hombres al servicio del rey para convertirse en los dueños de un poder principesco (soberano) pero sin negar la preeminencia teórica del rey merovingio. A una escala más reducida los obispos habían hecho de las ciudades el núcleo de numerosos principados (regiones del Sur).

En una enérgica ofensiva, los Carolingios fueron neutralizando las diferentes “republicas episcopales” e impusieron en los obispados a sus propios candidatos. Una vez instalados en el trono, los nuevos soberanos encararon la sumisión de los “principados periféricos” (K. F. Werner).

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Se produce un gran despliegue militar con Pipíno III el Breve (751-768), y sobre todo, con Carlomagno (768-814), que permitió eliminar las dinastías ducales alamana y turingia. En otras partes, la resistencia de los príncipes obligo a una lucha larga y tenaz como sucedió en Aquitania que logran imponerse en el 768 y en Baviera en el 788. El reino carolingio no fue nunca un estado unitario, ya que, eliminadas las dinastías principescas, los reyes mantuvieron los reinos de origen merovingio como entidades que les permitían estructurar política y territorialmente el conjunto del reino franco. El mismo principio se aplico a los nuevos territorios incorporados a la soberanía de la monarquía franca.

En la batalla de Poitiers (732) el avance musulman hacia Alquitania y Neustria había sido detenido por las tropas de Carlos Martel. Pipino el Breve fue quien desencadenó la ofensiva franca hacia Provenza y Septimania. Entre 752 y 759 sus expediciones lograron expulsar los musulmanes y conquistar la antigua Septimania visigoda. En el 785, los habitantes de Girona entregaron la ciudad a los francos y las fronteras avanzaron hacia el Prepirineo Oriental. Poco después la población de los valles pirenaicos imitó a la de Girona sometiéndose a la obediencia de los Carolingios. En 798 y 812, los ejércitos francos conquistaron una franja cuyo límite meridional estaba constituido por una línea que unía, Pamplona, Jaca y Barcelona que constituirían la llamada marca hispanica. Esta marca quedó, unida a la Septimania y al condado de Tolosa. Su gobierno fue confiado a diferentes condes, responsables de consolidar la hegemonía carolingia. En el Pirineo Occidental, la presencia franca solo pudo mantenerse de manera temporal; en el este por el contrario, la autoridad carolingia sobre lo que más adelante serian los condados catalanes permaneció intacta.

La expansión franca hacia las regiones meridionales (Sur) del continente conoció su momento culminante con la conquista de la mayor parte del reino lombardo de Italia. Gracias a la alianza establecida en Pipino el Breve, los ejércitos francos intervinieron repetidas veces en la Península Italica para defender al pontífice de las ambiciones hegemónicas de los reyes lombardos. Pero hasta el reinado de Carlomagno el intervencionismo franco no se convirtió en un verdadero proyecto de conquista. Destronado el rey Desiderio (773), gran parte de la Italia septentrional y central se incorporo al sistema político carolingio como un nuevo reino. Al igual que su padre, Carlomagno siguió protegiendo al Papado. Más al sur, Carlomagno anexionó el ducado de Spoleto, pero el ducado de Benevento solo reconoció la hegemonía franca. Al margen del dominio carolingio solo quedaron los territorios que aun controlaban los bizantinos, uno de los mayores enemigos a los que se enfrentó Carlomagno. Con el sometimiento de Baviera la expansión franca entró en contacto con un pueblo nómada que se había asentado en las llanuras de Panonia: los ávaros. Estos disponían de una rudimentaria organización política. Desde sus campamentos itinerantes (ring) los jefes establecieron un protectorado sobre sus vecinos eslavos y búlgaros. Pero más que la construcción de un Imperio lo que realmente les interesaba era el botín y los tributos que podían obtener gracias a su poderío guerrero. Incorporadas Baviera e Italia a la soberanía del monarca carolingio, Carlomagno quería asegurar la nueva frontera y evitar posteriores incursiones ávaras. La ofensiva franca se inicio en 791 y se prolongó hasta el año 796, cuando Carlomagno se apodera del tesoro acumulado por los jefes ávaros. En 811, un levantamiento dio paso a la última expedición franca que comporto la definitiva desaparición del

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estado ávaro. Una parte de este pueblo se refugió entre los búlgaros y la otra se integró en la marca avara que el rey franco había decidido crear. Con respecto a la actitud de Carlomagno ante los pueblos eslavos, la política carolingia se limitó a hacer que la hegemonía franca fuese reconocida – a menudo mediante el pago de tributos- y a asegurar las fronteras del reino. Pero tanto si las relaciones eran tensas como si eran pacificas, nunca hubo por parte carolingia la menor intención de afirmar su hegemonía a través de la conquista territorial.

Todo lo contrario había sucedido en el caso de la conquista de Sajonia, donde expansión militar y cristianización se combinaron en una empresa imperialista de siniestra crueldad. Los sajones eran un pueblo germano, apegado a sus creencias y ritos paganos y que conservaba una organización de tipo tribal. En el curso de la primera expedición contra los sajones (772), los francos demostraron su poderío derribando el Irminsul: el árbol sagrado de éstos, por lo que la gran masa de la población optó por la resistencia. El levantamiento sajón de 778 fue contestado por los francos de forma brutal. Carlomagno mandó a ejecutar a más de 4500 sajones. Carlomagno intentó consolidar su conquista imponiendo la división de Sajonia en condados y obligando por la fuerza a la población a convertirse al cristianismo. La superioridad militar de los francos daba pocas perspectivas de éxito a la resistencia sajona, pero fueron necesarias otras cuatro expediciones para aplastar a los rebeldes. Desde 804 reinaba la paz de los conquistadores. A ello contribuyeron las normas más benevolentes impuestas en el año 792, por las presiones ejercidas por los consejeros eclesiásticos de Carlomagno (Alcuino). Los sajones recibieron unas leyes propias y su conversión quedó asegurada por la fundación de obispados.

Más de treinta años habían durado las guerras franco-sajonas, las más sangrientas de todas las llevadas a cabo por Carlomagno. Durante cuatro generaciones (desde Pipino de Herstal y Carlos Martel hasta Pipino el Breve y Carlomagno) se habían sucedido en el gobierno del reino franco hombres con una extraordinaria capacidad política y militar. Esta fue una de las premisas del éxito de las campañas guerreras que hicieron posible la expansión territorial de la que sería una potencia sin precedentes en la historia posterior a la desaparición del Imperio Romano. A lo largo de casi un siglo y medio, las continuas expediciones guerreras fueron la más depurada expresión del ascenso de la nueva dinastía. Con la llegada al trono de Luis el Piadoso (814-840), el ritmo de las campañas expansivas se redujo en forma notable, para detenerse definitivamente bajo los reinados de sus sucesores.

Los Carolingios pudieron realizar sus proyectos políticos y militares gracias al apoyo de la aristocracia – sobre todo, de aquella que era originaria de Austrasia. Las conquistas dieron a los reyes la oportunidad de proceder a nuevas distribuciones de tierras y riquezas. La administración del reino ofreció a esta aristocracia la posibilidad de acceder a los altos cargos estatales que estaban bien remunerados y otorgaban también prestigio político. De esta manera, la aristocracia al servicio del monarca acabó por conformar lo que se ha denominado la “aristocracia imperial”.

El monarca, el emperador

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Pipino el Breve, después de haber recibido en el año 749 la aprobación del papa Zacarías para apropiarse de la corona real, se hizo aclamar como rey por una asamblea de notables reunida en Soissons (751). Acto seguido se realizó, en Ponthion, la coronación y unción del nuevo rey por los obispos francos. Con éste ritual de coronación (eclesiástica y sacra), el rey ceñía su corona por la gracia de Dios, en un acto que expresaba la voluntad divina.

La cristianización de la realeza carolingia se plasmó también en la concepción del gobierno real. Al cuino de York, el más importante consejero de Carlomagno, en su concepción político-teológica otorgaba al soberano cristiano las funciones complementarias de defensor de la iglesia y rector y predicador del pueblo. El rey debía poseer determinadas virtudes: prudencia, clemencia, misericordia, piedad, sapiencia. Su deber era defender las iglesias, corregir a su pueblo, proteger su reino contra paganos y herejes, castigar a los soberbios y amparar a los pobres.

La monarquía carolingia mantuvo vigente el principio fundamental de la cultura política romana: la única forma de gobierno imaginable era la ejercida por el poder público. En este sentido, la monarquía cristiana (surgida de la coronación de Pipíno el Breve) establecía una línea de continuidad directa tanto con los emperadores romanos como con los reyes “barbaros” de los siglos precedentes.

La vinculación con la tradición romana se manifestó también en la recuperación del título imperial para la dinastía carolingia. En el año 800 Carlomagno había acudido a Roma para apoyar al papa León III en los conflictos que enfrentaban a este con una parte de la población de la ciudad. Una vez reconducida la situación, y hallándose el rey y el pontífice reunidos en la capilla de Letrán para celebrar la Natividad, León III aprovechó la ocasión para imponer a Carlos la corona imperial. La iniciativa papal constituía el primer paso hacia la renovación romana imperial, por la cual Carlomagno acabaría siendo considerado como la reencarnación de Constantino el Grande. La ceremonia de coronación se modificó, ya que el soberano no se ciñó por sí mismo la corona sino que la recibió de manos del papa, lo que acarrearía múltiples consecuencias: la coronación del emperador aparecía como un acto vinculado al Papado y a la sede romana. Carlomagno había dejado de ser protector para convertirse en protegido: ello explicaría su enojo al finalizar la ceremonia, que según algunas fuentes le había tomado por sorpresa. Con la sanción pontificia, la dignidad imperial adquirió un contenido cristiano-providencial que la distinguía de la tradición romano-bizantina. El imperio cristiano de los carolingios no era tanto una construcción política como una entidad teológica en la que el emperador aparecía como la máxima autoridad mundana de la cristiandad que, junto al papa como guía espiritual, debía dedicar todos sus esfuerzos a conducir a sus súbditos por el camino de la salvación.

Hasta la coronación de Carlomagno solo había existido un emperador legítimo el basileus (emperador) de Bizancio. Ello explica la negativa de los bizantinos a reconocer la dignidad imperial resucitada para Occidente por el Papado y los carolingios. Constantinopla acabó por aceptar la existencia de un segundo emperador en los territorios de la antigua parte occidental. Para ello, Carlomagno tuvo que renunciar al título de “emperador de los romanos”, dignidad designada al basileus y contentarse con el de “emperador que gobierna al imperio romano”.

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El estado carolingio

Una buena parte de las tareas administrativas carolingias estaban centralizadas en el palacio real, esto es, en la residencia que el rey había elegido como sede de su gobierno. Un palacio solía emplazarse en las inmediaciones de un fisco real, y su número fue especialmente elevado en los territorios austrasianos.

La sede real albergaba el conjunto de los altos cargos de la administración central, entre los cuales figuraban el comes palatii, responsable del tribunal palatino; el buticularius, encargado de la dirección de los fiscos, y el camerarius, al que estaba encomendado el tesoro del rey. Los carolingios, decidieron no mantener la figura del mayordomo. Para garantizar el funcionamiento de la administración palatina era necesario contar con un personal cualificado que supiera leer, escribir y calcular, y que dominara el latín. La decadencia de la educación laica explica que buena parte de las tareas de palacio fueran confiadas a clérigos formados en las escuelas monásticas o catedralicias. De esta manera, la mayor parte de la cancillería real pasó a manos de cuadros eclesiásticos. Para que todos los documentos difundidos por el soberano fueran comprendidos por todos los afectados, los reyes establecieron el latín como lengua administrativa de todo el Imperio e impulsaron la difusión de una escritura estandarizada (“letra carolingia”).

En la organización del palacio la cancillería estaba subordinada a la capilla real, a ella pertenecían una buena parte de los consejeros eclesiásticos del rey y se rodearon de otros consejeros que pertenecían al palacio y podían ser laicos.

El comes (Conde) era el máximo representante del rey a nivel local. Sus funciones eran diversas e incluían el reclutamiento y mando de las tropas que se incorporaban al ejército público (hostis), la presidencia del tribunal del condado (mallus), la recaudación de los impuestos y la vigilancia de los mercados y de las cecas (lugar donde se fabrica o emite moneda. Para remunerar su dedicación el monarca concedía al conde una serie de tierras e ingresos fiscales, de los que éste disponía durante el ejercicio de su cargo (honor). Con la muerte del conde o su destitución por el rey, tanto el honor como los bienes fiscales volvían a estar a disposición del soberano. Una serie de agentes subordinados, denominados vicecomes, vicarius o centenarius, auxiliaban a los condes en sus tareas.

El imperio carolingio era una monarquía centralizada pero no unitaria . Ello significa que entre la cúspide real y los pagi (pueblo) existía una serie de entidades que configuraban un conjunto político y administrativo coherente y personalizado. Estas entidades, que reunían un número determinado de condados, fueron denominadas, en un principio, provincia o patria, para acabar siendo designadas más tarde como regnum (reino). Algunos de estos regna (Reinos) tenían un rey propio, aunque subordinado al soberano franco. (Aquitania, Italia y Baviera). En los restantes, sin embargo, el que detentaba la autoridad sobre un reino era calificado como marchio (marqués). Los marqueses detentaban un poder intermedio, ejercido siempre por delegación real. Los reinos en los que desempeñaban su cargo se hallaba tanto en los territorios que pertenecían desde antiguo al reino franco, como las áreas que habían sido conquistadas por los Carolingios. Cada uno

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de estos reinos organizaba por cuenta propia su vida política y administrativa, sin dejar de contribuir a las necesidades del Imperio.

Una vez al año, en el mes de mayo, los reyes reunían a gran parte de estos altos cargos y a los prelados eclesiásticos en una asamblea general. En estas asambleas, celebradas en la mayoría de las ocasiones en un palacio real, los grandes reinos escuchaban y discutían los distintos proyectos presentados por el soberano. El resultado de las liberaciones era plasmado por escrito y en latín en edictos denominados capitulares por estar divididos en capítulos.

Para garantizar la aplicación de estas resoluciones, pero también para vigilar la gestión de los cargos públicos y la administración de la justicia y de los fiscos, se instituyeron agentes itinerantes (que van marchando) llamados missi (Enviado). A menudo se trataba de un conde y de un obispo que conjuntamente, desempeñaban sus funciones como enviados extraordinarios en el marco de distritos bien definidos.

Los reyes carolingios mantuvieron la coexistencia de los diferentes códigos legales que regían la vida jurídica de las distintas poblaciones del Imperio. La actividad legislativa de los soberanos, se centró, por una parte en la modificación y el perfeccionamiento de normas contenidas en las leyes; y, por otra, en la creación de una legislación complementaria para todo el Imperio. Sobre esta amplia base jurídica funcionaron los tribunales de la justicia pública. El tribunal palatino constituía la máxima instancia en materia judicial. En repetidas ocasiones los reyes no dudaron en intervenir en la práctica de la justicia pública, para mejorar los procedimientos, bien para enfrentarse a los abusos que se cometían en los tribunales.

Los Carolingios heredaron la totalidad de las tierras fiscales y a estos fiscos se añadieron los inmensos patrimonios que la nueva dinastía poseía en Austrasia, y aquellas tierras que fueron confiscadas en el curso de las conquistas (conjunto de más de 1000 fiscos). Estas debían servir para el sustento de la corte y de los agentes locales (condes) y para el abastecimiento del ejército. Los esfuerzos de los reyes para dar mayor eficacia a la gestión de los dominios fiscales fueron constantes. Junto a los recursos que le proporcionaban los fiscos, el soberano carolingio disponía además de una serie de ingresos fiscales de procedencia diversa. Por un lado, estaban los peajes, las aduanas y los aranceles cobrados tanto en el interior como en las fronteras del reino, y por el otro, un conjunto de impuestos indirectos gravaba la circulación comercial a lo largo de las rutas terrestres, fluviales o marítimas, además de las multas judiciales.

El ejército de los carolingios era público, ya que en él debían servir todos los hombres libres y mayores de edad. Cada primavera, una vez celebrado el conventus generalis (Asamblea General), los guerreros se reunían en el “campo de mayo” para partir, durante tres o cuatro meses, hacia las expediciones militares. Una buena parte de los que realizaban el servicio militar eran simples guerreros a pie, equipados con escudo, espada, lanza y arco y flechas, y otros muchos servían en la caballería ligera. Pero el papel táctico de mayor relieve estaba reservado a la caballería pesada, cuyos integrantes disponían de los suficientes recursos.

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El ejercito carolingio estaba integrado mayoritariamente por hombre libres, campesinos que con ocasión de una campaña abandonaban sus tareas para acudir a la llamada del conde. Pero, ya durante el reinado de Carlomagno, la participación de estos hombres libres quedó restringida a aquellos que disponían de un mínimo de tierras que les permitiera asumir los gastos que implicaba el servicio militar. También había hombres libres que no poseían suficiente cantidad de tierra para incorporarse al ejército público. Éstos quedaban eximidos por el monarca de cumplir el servicio militar (el numero de exentos fue en aumento). Hubo un creciente debilitamiento del ejercito público, y las causas de esta evolución son: la pobreza, el hambre y, sobre todo, la codicia de los poderosos, que por los medios más diversos se apoderaban de las tierras campesinas. Así, la ruina económica de los guerreros campesinos y con ella, la incapacidad de afrontar los gastos del servicio militar hizo la lenta desaparición de un determinado modelo de ejército.

Esta evolución fue paralela, y complementaria a la irrupción del vasallaje. En el siglo IX, los séquitos armados y muy bien equipados de la alta aristocracia, de los jerarcas eclesiásticos o de los altos cargos del estado pasaron a integrar una parte cada vez mayor del ejército. Los miembros de estos séquitos eran denominados vassi. Se remuneraban los servicios militares de éstos, mediante la cesión de un beneficio, generalmente una cantidad de tierras. Esta cesión estaba condicionada tanto al servicio que se esperaba del vasallo como a la fidelidad jurada al señor. Estas mismas relaciones se fueron tejiendo entre el monarca y parte de la aristocracia, que acabaría por convertirse en vasalla del rey.

El ejército carolingio estaba compuesto, al margen de las tropas reclutadas por el conde, por una multitud de vasallos que presentaban sus servicios militares a los respectivos señores. Todos estos vasallos tenían en común que disponían de suficientes tierras e ingresos, como para costearse su equipo de guerra y su caballo. Con ello quedaba abierto el camino a la promoción de un grupo social heterogéneo que, gracias a sus riquezas, podía participar en las expediciones del rey y que terminaría por convertirse en un estrato bien definido de especialistas de la guerra. Expedición militar y difusión del vasallaje aparece como dos fenómenos interrelacionados paralelos a la lenta configuración de un nuevo grupo social, que mas tarde se conocería con el nombre de milites (siglos X y XI).

En un principio, los carolingios se habían servido de sus seguidores francos para ocupar los cargos del estado y de la Iglesia. Pero, luego se sumaron a estos cuadros otros procedentes de los diferentes territorios del Imperio. Ambos configurarían la aristocracia imperial: un estrato reducido de familias, emparentadas entre sí, que por delegación del monarca ocupaban prácticamente todos los altos cargos políticos y eclesiásticos del Imperio. Esta aristocracia acumuló un poder cuya magnitud obligó a los soberanos a buscar formulas para controlarlo y canalizarlo en su provecho. Una de estas formulas consistió en reforzar la soberanía del monarca mediante la generalización de los vínculos personales, en un intento de imponer la adhesión de la aristocracia a la monarquía y cohesionar el conjunto del edificio estatal. Los carolingios recurrieron a los principios del vasallaje donde el servicio leal, la fidelidad jurada y la encomendarían jurada se convirtieron en otros tantos aspectos de la relación que vinculaba a los altos representantes del estado con el legitimo soberano. Así se fue tejiendo una densa red de relaciones de subordinación

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entre el monarca y todos aquellos que ejercían funciones de gobierno. El vasallaje dejó de ser un elemento marginal en la vida estatal para convertirse en un elemento que dio estabilidad a la monarquía.

El rey, por su parte procuró imponer la encomendación no solo a sus altos cargos sino también a la aristocracia imperial y a los dignatarios eclesiásticos (abades, obispos). Paralelamente se llamó a toda la población libre del Imperio a encomendarse a algún señor. Con estas medidas los monarcas carolingios esperaban reunir a todos sus súbditos en una vasta red de vínculos jerárquicos en cuya cúspide se situaba el soberano.

La generalización de los vínculos de carácter personal fue un intento de dar mayor cohesión al gobierno monárquico y, por tanto, no puede hablarse de una transformación del régimen político. Los representantes del rey en los territorios del Imperio o en la administración palatina detentaban un cargo público, un ministerio. Como ministro publico estos cargos desempeñaban sus funciones en la administración estatal por delegación del monarca. La concepción romana del estado como gestor de la república siguió vigente bajo los Carolingios.

Los Carolingios y su Iglesia

La estrecha colaboración establecida entre los mayordomos austrasianos y los misioneros anglosajones fue el comienzo de un proceso que llevó a asociar los destinos de la Iglesia franca y el estado carolingio.

Asegurada la autoridad de los monarcas y emperadores sobre la Iglesia, ésta pasó a ser uno de los pilares básicos del proyecto político de los Carolingios. La Iglesia no sólo consagraba al rey sino que también sancionaba la soberanía de éste como expresión de la voluntad divina.

Los clérigos acapararon buena parte de la administración palatina, bien como consejeros del rey, bien como responsables de la cancillería, de los archivos o de la capilla real. Los obispos asumieron diversas tareas en la administración local. Como servidores del soberano, los obispados y las abadías debían contribuir al esfuerzo militar del reino. Al igual que la aristocracia laica, los prelados estaban obligados a llevar sus vasallos a las expediciones convocada por el rey. Mantenidos a expensas de las tierras eclesiásticas. Otra contribución obligatoria, eran los regalos que las iglesias ofrecían anualmente al soberano. Finalmente los prelados eran requeridos para actuar como missi (enviado) y para discutir en las asambleas y sínodos, convocados y presididos por el rey, las cuestiones políticas o eclesiásticas que afectaban al reino.

Para que la Iglesia estuviese en condiciones de prestar esos diferentes servicios a los soberanos carolingios, éstos no dudaron en enriquecerla con numerosas donaciones y dotarla de suculentos privilegios. La exención fiscal de estos establecimientos se combinó, desde principios del siglo IX, con la concesión de una parte de los impuestos y de los servicios públicos que el rey podía exigir a sus súbditos.

Con la estrecha asociación que se estableció entre el estado e Iglesia, se abrió el camino hacia una sistemática intervención de los soberanos en los más diversos aspectos de la vida eclesiástica.

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En el terreno del la liturgia, Pipino y Carlomagno promovieron la sustitución de los diversos ritos por una práctica única para todo el Imperio. Hasta el momento, la coexistencia de diferentes liturgias había sido uno de los rasgos característicos de la evolución del culto cristiano en Occidente. Las iniciativas carolingias se proponían sacrificar esa diversidad en beneficio de un rito único.

Otro de los objetivos que centró los esfuerzos de los Carolingios fue la reforma de las condiciones de vida de las comunidades religiosas: los monjes y los canónigos catedralicios. En los siglos VII y VIII la regula (regla) de Benito de Nursia había sido adoptada (y destinada) a un gran número de monasterios. La disciplina y la aceptación de las jerarquías eclesiásticas y seculares desempeñaron siempre un importante papel en la difusión del benedictismo. Con todo, la Regla de San Benito no era la única en el Imperio franco; junto a ella subsistían otras reglas de diverso origen y de difusión más o menos amplia. A principios del siglo IX, se decidió elevar la regla benedictina a la categoría de regla única para el conjunto de los monasterios masculinos y femeninos del Imperio y en la más difundida entre la cristiandad latina.

La reforma de la institución episcopal corrió paralela a la de los canónigos. Los Carolingios tuvieron que consolidar la red de obispados en los territorios del este. Pero muy pronto los reyes mostraron un marcado interés en fijar lo que sería la posición de los obispos en el seno de la Iglesia carolingia. Se definieron las relaciones entre los obispos y sus metropolitanos, la autoridad de los diocesanos sobre los monasterios fue reforzada, se reguló la función pastoral de los obispos y se les impuso la celebración regular de sínodos (junta o concilio) diocesanos. Todas estas medidas trataron de potenciar el papel de los obispos como máximos garantes de la ortodoxia y de la disciplina eclesiástica.

La reforma de las jerarquías tuvo su correlato en la reforma aplicada a la gran masa de simples sacerdotes, a cuyo cargo estaban las pequeñas iglesias de las ciudades o del campo. A estos sacerdotes se les impusieron una condiciones mínimas: saber leer y escribir e latín; disponer de los conocimientos necesarios para celebrar la misa y administrar los sacramentos; entender los principios más elementales de la teología y del dogma católico. Los sacerdotes fueron exhortados a guardar los preceptos básicos de la disciplina clerical (celibato) y a llevar un estilo de vida digno de su condición. Para ello, se ordenó que cada Iglesia dispusiera de un patrimonio mínimo: un mansum (casa) provisto de dos esclavos. Bajo el reinado de Carlomagno se impuso, además, la práctica de entregar una decima parte de la cosecha a la iglesia local. La difusión del diezmo seria un factor esencial en el desarrollo de las parroquias. En numerosas capitulares los soberanos trataron de la educación espiritual de los fieles. Se exigió a éstos saber como mínimo el Padre Nuestro y el Credo. A los sacerdotes se les encomendó explicar a su pueblo el significado del bautismo. A pesar de sus fracasos, fue significativo el intento de los Carolingios de instituir escuelas gratuitas para ciudades y pueblos confiadas a los clérigos rurales y a las que también tenían acceso las niñas.

Como jefes de la Iglesia del reino franco, los Carolingios no dejaron de intervenir incluso en las discusiones dogmaticas y teológicas que se desarrollaron tanto en el seno de la Iglesia franca como

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entre las Iglesias de Occidente y Oriente. Gran trascendencia tuvo la intervención carolingia en los debates teológicos que enfrentaron a la Iglesia latina de Roma y la griega de Constantinopla, cada una sometida a las pautas dictadas por la respectiva autoridad imperial.

De hecho, este distanciamiento entre Roma y el patriarca de Constantinopla procedía ya de la profunda modificación del papel del Papado en el marco de la Iglesia Occidental, modificación ligada, a su vez, a la política eclesiástica llevada a cabo por los carolingios. Cabe recordar que la llegada de los misioneros anglosajones había supuesto un primer contacto de los mayordomos austrasianos con una Iglesia de obediencia apostólica. A la larga, este hecho tendría dos consecuencias significativas: por un lado, la consolidación de una estrecha alianza entre la curia romana y los Carolingios, los que permitió el acceso al trono de Pipino el Breve; y por otro, la difusión de un nuevo modelo de Iglesia. El particularismo eclesiástico de los reinos “barbaros” quedaba reemplazado por un modelo de Iglesia que garantizaba la presencia del Papado en el conjunto del Imperio, o sea, en la mayor parte de los territorios de Occidente.

Los Carolingios realizaron notables esfuerzos para consolidar esta nueva proyección del papado, en el terreno de la doctrina los soberanos no dudaron en sacrificar la unidad de la cristiandad en beneficio del dualismo teológico-político que enfrentaba a Roma con Constantinopla. A ello correspondió la iniciativa de dotar al Papado de una firme base territorial.

El antiguo Ducado de Roma multiplicó su extensión territorial, perfilándose como una entidad política que constituiría la base material sobre la cual se edificaría el poder papal de los siglos venideros. La incapacidad del emperador bizantino para defender con efectividad al ducado de Roma obligó a los papas a buscar un nuevo protector en el monarca carolingio. Tras la coronación imperial de Carlomagno por el papa León III, éste quedaba investido como protector y defensor de la sede romana y de sus papas, sustituyéndose así la tutela ejercida por los emperadores de Oriente. La transferencia de la dignidad imperial a la dinastía franca significaba la subordinación del Papado a los emperadores carolingios y esto no podría ser de otra manera, porque solo el protectorado carolingio garantizaba realmente la integridad de los territorios pontificios y la preeminencia de la autoridad papal sobre la Iglesia de Occidente. La renovación de la alianza franco-romana por los sucesivos emperadores y papas puso de manifiesto que éstos últimos no tuvieron inconvenientes en aceptar la tutela ejercida por aquéllos.

El Renacimiento Carolingio

En el siglo VIII el panorama cultural había sufrido una sensible transformación. La invasión islámica, primero, y las guerras carolingias, después, causaron terribles estragos entre la élites sociales del área meridional, que habían sido uno de los representantes más activos de la vida cultural laica. La decadencia de la instrucción laica era un fenómeno general en Occidente. Desde el siglo VIII, la cultura se refugió en las catedrales, en los monasterios y que éstos acabaran asumiendo dicha función cultural se debió, sobre todo, a su demostrada capacidad para asimilar el nexo entre la vida ascética y la dedicación intelectual. Al tiempo que iban asumiendo las reformas eclesiásticas de la época carolingia, las grandes iglesias del reino franco fueron convirtiéndose en

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centros de intensa vida intelectual, dotados de los elementos necesarios para garantizar la enseñanza y la conservación y transmisión del saber antiguo y cristiano.

La reforma eclesiástica y la promoción de los estudios literarios fueron dos aspectos complementarios de una misma iniciativa renovadora, sostenida por la dinastía reinante, una de cuyas expresiones más notables se halla en lo que la historiografía ha denominado el “renacimiento carolingio”. El mismo, fue un proyecto pedagógico y cultural impulsado por los soberanos carolingios, sobre todo a partir de Carlomagno. La corte de los emperadores, residencia de los soberanos y centro político, era el núcleo de una intensa vida social que propiciaba el intercambio de ideas. Uno de los grandes logros de Carlomagno fue atraer hacia ella a sabios procedentes de todo el Occidente cristiano. El objetivo de ésta élite intelectual al servicio del soberano era recrear la academia de Atenas en el reino franco, recreación que debía superar el modelo ateniense, al estar ennoblecida por las enseñanzas de Cristo. El propósito de Alcuino era impulsar el estudio de los autores de la Antigüedad grecorromana, promoviendo la recopilación y conservación de las obras que habían dejado dichos autores –actividad a la que debemos, en gran parte, que aún podamos leer a los “clásicos”. La asimilación de la cultura grecorromana, propugnada por el “renacimiento carolingio”, se llevó a cabo bajo el signo del cristianismo, lo que suponía, según Alcuino, la superioridad de la nueva cultura frente a su precedente profano y pagano. Evidentemente, la corte carolingia nunca estuvo a la altura de la Academia ateniense.

Para comprender el “renacimiento carolingio” que nos fue más que la continuación a gran escala de esfuerzos anteriores, la figura de Alcuino (730-804) ilustra este proceso a la perfección. Este había sido educado en la escuela catedralicia de York, cuya dirección le fue encargada en el año 766, esta era uno de los centros intelectuales más renombrados de la época, que además, disponía probablemente de la biblioteca más amplia del Occidente cristiano. Como brillante representante de la tradición cultural de la cristiandad occidental, en el año 781, abandonó York para integrarse a la corte del rey carolingio. En ella, fue su principal consejero en temas políticos y eclesiásticos y el máximo responsable de la escuela palatina. Como una especie de “ministro de cultura”, se dedicó a la tarea de elevar el nivel cultural de la corte y del reino. En este contexto han de situarse sus tratados de retórica y de gramática y ortografía, con los que intentó la difusión de un latín claro, limpio y correctamente pronunciado. Otro aspecto central del proyecto cultural promovido por Alcuino fue el de dar mayor esplendor al mensaje cristiano, por ello se dedicó tanto a la mejora del texto bíblico como a la defensa de la pureza de la fe y a la explicación de problemas centrales del dogma. Sus esfuerzos por perfeccionar la vida eclesiástica quedaron reflejados en su activa participación en la redacción del Admonitio generalis (advertencia general) de 789, capitular que constituye una síntesis de toda la reforma eclesiástica y cultural de Carlomagno.

En el marco de la Iglesia fue donde pervivieron con mayor fuerza los impulsos del “renacimiento carolingio”. Las iniciativas de Carlomagno y Alcuino se habían ido consolidando en los diversos monasterios y catedrales del Imperio. La riqueza de la vida espiritual en estos establecimientos fue ciertamente notable, sobre todo en lo que se refiere al estudio y a la transmisión de las obras de los autores antiguos. El impulso que recibieron estos centros con el “renacimiento carolingio”

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acentuó aun más la clericalización de la cultura, sobre todo a partir del momento en el palacio real dejó de ser un lugar de encuentro para las figuras más brillantes de la élite intelectual carolingia.

La corte no perdió no perdió completamente su papel de centro cultural. Tanto Luis el Piadoso como sus sucesores pudieron disponer de maestros y consejeros de vasta cultura y gran relieve. El intelectual más brillante y original del “renacimiento carolingio” fue Juan Escoto (810-877), hombre de amplísima cultura, originario de Irlanda que ingresó hacia el año 845 en la corte de Carlos el Calvo, y muy pronto el soberano le confió la dirección de la escuela palatina. La dialéctica representaba, para Juan Escoto, la base formal de la comprensión de las restantes artes y del conocimiento de la verdad revelada. Postulaba una conciencia intrínseca entre la verdad divina y la verdad lograda por el intelecto humano; fe y razón no se contraponían sino que se identificaban. Juan Escoto concibió su obra más brillante y polémica, “De divisione naturae” (867) (En la división de la naturaleza), que se presentaba como un dialogo entre el maestro y el discípulo, mediante el cual Juan Escoto intentaba explicar el dogma cristiano con las categorías de filosofía neoplatónica.

Cuatro eran las naturalezas que distinguía Juan Escoto en su sistema: la primera, la naturaleza increada pero creadora, o sea, Dios como principio del que todo emana; la segunda, la naturaleza creada y creadora: las ideas y lo inteligible; la tercera, la naturaleza es creada pero no crea: el mundo de lo sensible; y la cuarta, la naturaleza que no crea y tampoco es creada: que representa otra vez la naturaleza divina a la que han vuelto las naturalezas anteriores en su aspiración de identificarse con Dios, expresión de la espiritualidad absoluta. Este inmenso drama cósmico y humano que Juan Escoto plasmó en su obra seria la reflexión filosófica y teológica más profunda llevada a cabo en Occidente antes de la escolástica. Su influencia fue manifiesta hasta el humanismo y aun más allá. Pero las ideas de Juan Escoto, demasiado ambiciosas para no se heterodoxas, fueron vistas como sospechosas por la Iglesia. Finalmente el Papado condenó “De divisione naturae” como una manifestación de los “errores griegos”.