Ilustraciones del autor - casa.co.cu · En el Popol Vuh, libro común de los pue-blos quichés, se...

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I El hombre, ser social por excelencia, ha tratado de construir su presente e imaginar su futuro apo- yado, principalmente, en su pasado. Ante el mis- terioso origen existencial de la especie humana, los pueblos han creado historias y héroes. A las interrogantes planteadas acerca del principio de la vida, encontraron respuesta proyectando su propia sombra hacia inertes figuras, atribuyendo su construcción a intangibles divinidades o fuer- zas sobrenaturales, imprescindibles en toda con- cepción mágico-religiosa. 1 En el libro Anales de los Cachiqueles, se narran sucesos en los cuales se reiteran la acción ani- mista en los tiempos en que: “…todo estaba en suspenso, en calma, en silencio, inmóvil y vacío 1 Este texto parte de la conferencia ofrecida en el Forum de Emancipación Cultural en la América Latina y el Caribe. Un proyecto inacabado, Museo de Bellas Artes, Caracas, República Bolivariana de Venezuela, julio 2009. el títere y el hombre americano Ilustraciones del autor Armando Morales

Transcript of Ilustraciones del autor - casa.co.cu · En el Popol Vuh, libro común de los pue-blos quichés, se...

IEl hombre, ser social por excelencia, ha tratado de construir su presente e imaginar su futuro apo-yado, principalmente, en su pasado. Ante el mis-terioso origen existencial de la especie humana, los pueblos han creado historias y héroes. A las interrogantes planteadas acerca del principio de la vida, encontraron respuesta proyectando su propia sombra hacia inertes figuras, atribuyendo su construcción a intangibles divinidades o fuer-zas sobrenaturales, imprescindibles en toda con-cepción mágico-religiosa.1

En el libro Anales de los Cachiqueles, se narran sucesos en los cuales se reiteran la acción ani-mista en los tiempos en que: “…todo estaba en suspenso, en calma, en silencio, inmóvil y vacío

1 Este texto parte de la conferencia ofrecida en el Forum de Emancipación Cultural en la América Latina y el Caribe. Un proyecto inacabado, Museo de Bellas Artes, Caracas, República Bolivariana de Venezuela, julio 2009.

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(…) de la tierra lo fabricaron y lo alimenta-ron; de la sangre de la danta y de la culebra se amasó el maíz y de esa masa se hizo la carne del hombre…”2

Desde la más remota antigüedad, el hombre ha buscado la posibilidad de apresar su universo y expresarlo en creaciones propias a “imagen y seme-janza” atribuyendo a esas imágenes tanto lo benefi-cioso a su existencia como lo perjudicial. Lo divino y lo maléfico, cual categorías contrarias, han regido desde las eras mágicas, las diferentes formas cultu-rales generada a lo largo de milenios, planteando teorías filosóficas que, de alguna manera, lo han acercado al origen de los procesos que tienen lugar en la naturaleza. Dentro de esa universal acción reflexiva ocupan destacado lugar los mitos relacio-nados con el Sol y la Luna, dioses protagónicos de cosmovisiones de la vida en La Tierra.

El Sol y la Luna han dado fundamento, y aún en nuestros días continúan haciéndolo, a cosmo-gonías, sagas, mitos y leyendas de civilizaciones geográficamente tan distantes como la azteca y la egipcia; abarcando no solo a las de alto desarrollo socioeconómico y cultural, sino que estas argu-mentaciones se extienden a aquellos que presen-tan rudimentarias expresiones de conocimiento y comprensión de su entorno, como algunas tribus localizadas en la exuberante región amazónica o en etnias africanas y australianas. El llamado “nuevo mundo” ha hecho sus aportes a la propuesta de percepción sobre los fenómenos del universo.

Establecer lazos conscientes con la naturaleza se convierte en una necesaria técnica, a través de la cual los pueblos han creído influir sobre el medioambiente que lo impresiona, condiciona y somete. En el Popol Vuh, libro común de los pue-blos quichés, se relata:

…entonces fue la creación y la formación. De la tierra, del lodo, hicieron la carne del hom-bre. Pero vieron que no estaba bien, porque se deshacía, estaba blanda, no tenía movimiento, no tenía fuerza (…) al instante fueron hechos los muñecos de madera. Se parecían al hom-bre, hablaban (…) y poblaron la superficie de la tierra. Existieron y se multiplicaron, tuvie-ron hijos los muñecos de palo; pero no tenían alma ni entendimiento…3

2 Anales de los cakchiqueles (Francisco Díaz. y Francisco Hernández Arana, comp.), Ediciones Casa de las Américas, Ciudad de La Habana, 1967, pp. 5-6.

3 Popol Vuh, Libro del común de los quichés, Ediciones Casa de las Américas, Cuadernos Casa n. 45 Ciudad de La Habana 1969, pp. 9 -13.

Dotar de vida a lo inanimado, buscando refor-zar a su favor los fenómenos naturales, en primer lugar los relacionados con las cosechas, la caza y otras actividades, como soporte de la propia exis-tencia, han condicionado la aproximación de una necesidad nutricional material, a una posibilidad nutricional artística.

El imprescindible “pan de cada día” ha sido marcado por la revelación mágico-filosófica com-partida por la comunidad de los pueblos asenta-dos en la región andina. Los hombres del imperio incaico revelan, aceptando, la concepción refe-rente al maíz. Esta planta sagrada, para el sis-tema sociocultural de esos pueblos, contiene en cada grano de la mazorca, la energía cósmica. Con esta argumentación, relacionan el alimento fundamental de la dieta común, con el pode-roso y adorado Inti. El dios del Sol concentrado y trasladado al grano de maíz; soporte nutricional mágico, capaz de introducir a la acción cotidiana de alimentarse, la fuerza del universo.

Nuestros pobladores indígenas, los taínos, temerosos al poderoso estallido del trueno y del rayo; de la violencia desatada por los vientos huracanados, para ellos fuerzas desconocidas e incontrolable, en su afán de aplacarlas celebraban ceremonias, a fin de penetrar en el misterioso ori-gen provocador de sus miedos ancestrales. Así, cuando un árbol se mecía con mayor intensidad que los otros, provocando un alucinante murmu-llo de “voces”, era signo inequívoco de cualidades que distinguía a ese árbol de los demás.

Esa señal de la naturaleza era, para los antiguos pobladores del archipiélago cubano, un llamado a registrar la presencia fantástica. La acción del viento en las ramas les indicaba el tratamiento que tal árbol merecía; tratamiento que se prolongaba desde el primer reconocimiento acerca de la identidad del “ser” contenido en el árbol, hasta cómo habrían de cortarlo; cómo tallar el ídolo; en qué lugar situarlo; cómo construirle su casa; qué ofrendas, ritos, can-tos; en fin, ¿qué debían ofrecer para recibir, a cam-bio, los beneficios que tales atenciones obligaba?

El behique –sacerdote taíno–, simulaba que estos ídolos –cemí–, poseían el don de la palabra, introdu-ciendo a un ayudante dentro de la figura si el tamaño era el adecuado; o bien, lo ocultaban dentro de un hueco cavado cerca, protegiéndolo con ramas y hojas secas de la mirada de los demás. El hombre, así oculto. En un momento del ritual hablaba a través de una especie de trompa vegetal lo que el cacique o el behique les interesara que la comunidad conociese.

Muchos olvidan que, al decir de Alejo Carpentier:…lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad, de una revelación pri-vilegiada de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, recibi-das con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un estado límite. Para empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una fe.4

La animación de las figuras en las ceremonias mágico religiosas ha sido y es, aún en nuestros días, un signo imprescindible del hombre en su afán por extender su actitud cognoscitiva hacia lo desconocido; hacia “lo real maravilloso”. El axioma de que el arte teatral se origina en la prác-tica ritual, en modo alguno excluye al arte teatral titiritero, donde con mayor énfasis permanecen presentes aspectos desconocidos, casi míticos, de una habilidad oficiante donde realidad y qui-mera; sujeto y objeto, precisan de una consciente y voluntaria relación dialéctica.

IIEl hombre se ha caracterizado como el gran

trasgresor de la realidad, porque no se resigna a aceptarla cuando no satisface los deseos de su imaginación. El títere, poderoso instrumento expresivo, le ha servido para alcanzar y trascen-der su real dimensión. Portador y perturbador de la sociedad, el arte titiritero le ha devuelto a la escena un pequeño soplo de ese fascinante miste-rio que es raíz, desde sus inicios, de todo el teatro. El sabio poeta y titiritero argentino Javier Villa-fañe, nos hace cómplice de su reflexión argumen-tando que: “El títere nació cuando el hombre, el primer hombre, bajó la cabeza por primera vez en el deslumbramiento del primer amanecer y vio su sombra proyectarse en el suelo.”5

4 Cf. Alejo Carpentier: Tientos y diferencias, Ediciones Unión, La Habana, 1966.

5 Javier Villafañe: “Títeres: origen, historia y misterio”, Imagi-naria, revista quincenal sobre literatura infantil y juvenil n. 199, 31 de enero de 2007.

El teatro de títeres, lúdico por las esencias poéticas que lo identifican es capaz de repre-sentar los errores de la sociedad, de la política, de la religión, del quehacer humano todo. Ésta muy cuestionada capacidad crítica le ha valido a sus hacedores el destierro o el enmudecimiento impuesto. El maestro titiritero, también argentino, Juan Enrique Acuña, afirmaba que: “… el arte de los títeres, el miembro más díscolo de la familia real (…) el que más veces ha sido expulsado del templo renace y renacerá, con renovados bríos.”6

En el títere, el acento fundamental expre-sivo está sólidamente enraizado en las formas espontáneas de la tradición popular: bien en el desenfado del lenguaje; en el desaforado y fuerte trazo de su diseño escultórico; en el empleo contrastante del color y en la voz caracterizada por registros muy específicos, índices todos, de la impronta libérrima de esta escena a la que el poeta Federico García Lorca reclamaba llenar: “…de espigas frescas, debajo de las cuales vayan palabrotas que luchen en la escena con el tedio y la vulgaridad a que la tenemos condenada…”7

Las leyendas, la literatura y sus personajes, el arte popular, pinturas y esculturas, la danza, la pantomima, la música y el propio teatro han sido reelaborados fusionándose sin cesar, hasta alcan-zar la unidad en la diversidad del arte titiritero. Este teatro ha estado sujeto a un continuo pro-ceso de asimilación que lo ha ido transformando gracias a milenios de práctica de la utilización del símbolo como representación ritual. “El títere es un símbolo, no tiene que repetir a hombre…” sen-tencia la fundadora del Teatro Nacional de Gui-ñol, Carucha Camejo, con la voluntad iluminada desde una fe obrada tras los retablos. Lo simbó-lico en el arte concilia el principio de lo imaginado con el principio de lo real.

Se ha dicho que el títere es “la palabra que se mueve” y todo movimiento, aún el de la palabra, implica una existencia real como acción tras-lativa. Dulce María Loynaz, en charla sobre su poesía y lo poético en general, nos situaba en el posible camino entre la poesía y la palabra que se mueve: el títere. “La poesía no es por sí misma un fin o una meta, sino solo el tránsito a la verdadera meta desconocida. Por la poesía damos el salto de la realidad visible a la invisible (…) capaz de salvar la distancia existente entre el mundo que

6 Juan Enrique Acuña: Aproximación al teatro de títeres, Editorial Pueblo y Educación, Ciudad de La Habana, 1990.

7 Obras para títeres de Federico García Lorca, Ediciones Teatro Arbolé, Zaragoza, 1998, pp. 113-114.

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nos rodea y el mundo que está más allá de nues-tros cinco sentidos.” Se nos revela como un tea-tro trasgresor de dimensiones, que nos permite el paso hacía la realidad no visible que el títere, la palabra que se mueve, convoca.

Ante el títere, ante la palabra en movimiento, el hombre se libera o quizá es liberado de encie-rros imaginarios autoimpuestos por conductas sociales, por inercias mentales; por esquemas estériles que aniquilan la poderosa voluntad de trascender.

Iluminando la maravilla del “espejismo de la ilusión del sujeto reconstruido a través del objeto” los títeres han proyectado identificacio-nes múltiples, desencadenando esa sensación de inestabilidad y, al mismo tiempo, de fascina-ción ante la figura animada, lo cual constituye su irrenunciable identidad. La inserción del tea-tro de títeres en la investigación y valoración de la escena contemporánea, lo ha colocado en el espacio y dimensión que histórica y artística-mente le pertenece.

IIIEn 1492, en octubre, marinos hispanos tra-

tando de buscar un nuevo camino a las exóticas y preciadas especias del oriente, cruzaron “la mar océana” en ruta hacia el oeste. Cuando se supo que habían llegado a una tierra que Europa no conocía, se llamó “descubrimiento” a lo que, para ellos, sería un nuevo mundo. El enfrentamiento de tales descubridores con los pueblos que habi-taban, tanto las islas como la tierra firme, se reve-laría como una verdadera invasión.

Proceso sangriento y aniquilador que provocó la acelerada disminución demográfica de los pue-blos originarios que, en el caso de la Isla de Cuba, desapareció casi por completo. Empeño de domi-nación, colonización, saqueo y conquista por más de quinientos años; tomando mayores propor-ciones, con el arribo forzoso de las poblaciones traídas desde el África por la infame “ruta de los esclavos”.

Es obvio que todas las sociedades humanas son portadoras de cultura. Respecto a los oríge-nes de los sistemas culturales de que son posee-doras las distintas comunidades, pueden haber grandes diferencias; más, la existencia de muñe-cos animados, asociados a ceremonias rituales y epopéyicas entre los pobladores de las tierras del nuevo mundo, reveló una realidad que los “des-cubridores”, conociéndola, trataron de encubrir.

En las naves de Hernán Cortés, con proa a la conquista de México, viajaban dos titiriteros espa-ñoles. Los títeres no fueron considerados por la jerarquía católica como mero entretenimiento, sino como un medio de comunicación importan-tísimo e instrumento valioso en la Conquista. A estos precursores sucedieron, desde el siglo XVI otros como Juan de Zamora. En la Argentina, desde 1971, los mismos teatrillos ambulantes que recorrían los caminos ibéricos, lo hacían ahora por las villas de la extensa pampa. El volatinero Joaquín de Olaez, es otro de los hombres que soli-citaron al Cabildo de Buenos Aires autorización para levantar su retablo y realizar presentaciones.

Un gran número de titiriteros se presentaban en La Habana, mostraban sus habilidades y arti-mañas, pasando luego a México y Perú en busca de mayores utilidades. Es de suponer que el reper-torio exhibido en estas latitudes, sobre todo el de teatreros españoles e italianos, era el mismo que

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hacían en las plazas, ferias y días de mercado del viejo mundo.

La introducción de mojigangas, máscaras y muñecos, como el Anaquillé, en la hechizante acción comunitaria, se mezclaron con las mane-ras y modos de los titiriteros europeos que arri-baron a estas tierras a lo largo de todo el periodo colonial. Lo cierto es que los espectáculos más populares de la época eran los bailes de másca-ras, comedias, juegos, saltimbanquis y los títeres.

Como forma significativa del arte popular, el teatro de títeres había demostrado capacidad de evolución a lo largo de los siglos, adaptándose de continuo a las depositadas por la cultura de los pueblos proveniente del hombre africano. Sus hombres y mujeres aportarían un poderoso hacer en la defensa a diferentes situaciones, a fin de mantener la relación directa con el pueblo y su contexto social. Sin embargo, durante quinien-tos años, no surgió en el nuevo mundo ningún personaje-títere capaz de justificar la continuidad histórica del turco Karagoz; del inglés Punch; del ruso Petrushka; del francés Guignol; del italiano Pulchinela o del más cercano don Cristóbal.

Habría que esperar la llegada del siglo XX para que surgiera, desde las profundas raíces de la crio-llez, los portadores y sostenedores de la esencial sensibilidad del hombre americano. De la mano deífica del argentino Javier Villafañe, resplande-cieron Juancito y María; el peruano Kusi-Kusi, nos sonríe con la repetida alegría de Viky y Gastón Aramayo; en tanto, en el México de Germán List Arzubide, desde su estridentismo poético, surge Comino, brillando en la era dorada del guiñol mexi-cano. En Cuba, Pelusín del Monte, enternecerá el corazón de su creadora Dora Alonso. Podríamos nombrar otros personajes-títeres, pero estos, con apenas cincuenta años de existencia han trascen-dido ya los límites de lo eterno.

Lo significativo de estos personajes, pese a su evidente oposición en temas, normas, actitudes y hasta en las edades que estos y aquellos repre-sentan, no ha sido obstáculo para demostrar la total identificación con la tradicional estética del títere y su teatro. El sabio Alejandro de Humboldt, había apuntado que: “…la América es una nueva dimensión de la humanidad…” Ciertamente, en el teatro de títeres de nuestra América están presen-tes las pautas de los complejos procesos que dis-tinguen a nuestros pueblos. La imagen del títere en el nuevo mundo, en suma, es diferente a lo heredado. No inferior, tampoco superior, simple-mente diferente.

Pelusín el Monte y Pérez del Corcho, tal su verdadero nombre, es el resultado de la voluntad artística de ser y de estar. Dora Alonso, la prolí-fica narradora comprometida con ese servicio de grandeza que sostiene el arte y la literatura diri-gida a las nuevas generaciones, acogió la petición de los hermanos Camejo y se dedicó a dar cum-plimiento a la solicitud de sus amigos titiriteros. En 1956, la pieza Pelusín y los pájaros, estaba lista y con ella, el protagonista de los retablos cuba-nos. El títere nacional irrumpía por primera vez.

A ese fundacional título le siguió el “juguete para títeres” El frutero Pelusín. En 1963, se estre-naba El sueño de Pelusín, producción escénica de gran formato como correspondía a las nuevas condiciones creadas para el arte y la cultura a partir del primero de enero revolucionario. A ese título le seguiría El teatro de Pelusín, estrenada en 1956. La esplendida luminosidad del diálogo, adornando los giros, dichos, refranes y sentencias populares, con los que Dora hace hablar a sus criollos personajes, ha sido principalísimo apoyo a la larga serie escrita para la televisión.

Pepe Camejo, maestro cubano en el arte titiri-tero, demostró con la imagen de Pelusín, la sabia concepción con la que distinguía a sus diseños. Alucinado por el poder del movimiento como acción indispensable para dotar de calidad muta-ble a la expresión fija del títere, Camejo concibió a Pelusín, como una perfecta síntesis de vitales trazos, colores precisos y texturas contrastantes cual suma polivalente de un rostro depositario de la alegría de lo que representa.

IVEl 14 de marzo de 1963, el Consejo Nacional

de Cultura, institución rectora del arte y la cul-tura de aquellos años, funda el Teatro Nacional de Guiñol (TNG), “con el objetivo de crear un con-junto titiritero de calidad con carácter nacional y un alto nivel artístico.” Se da así continuidad a la política de brindar cobertura y atención a todas las manifestaciones artísticas incluidas las de menos desarrollo. Un grupo de titiriteros dirigidos por Carucha y Pepe Camejo, junto a Pepe Carril, máximos artífices del renacimiento del arte de los títeres en Cuba, se les brindaba la privilegiada oportunidad de realizar, como creadores, una obra de irrefutable alcance. Estos artistas habían manifestado públicamente, desde el año 1956, el compromiso con la creación de un teatro nacional donde el títere fuese la entidad protagónica de la escena.

Carucha Camejo, nombre imprescindible en la historia del títere en Cuba, declaraba en una entre-vista que: “… la primera y más importante cola-boración artística fue la Revolución, al crear las condiciones para que se realizara nuestra obra…” Colaboración que se materializa desde los prime-ros años del triunfo revolucionario de todo el pue-blo, cuando el Departamento Nacional de Teatro Infantil, organiza cursos y talleres sobre el arte de los títeres en todo el país. Estos cursos –confec-ción, animación y dirección–, estuvieron dirigidos por los Camejo y Pepe Carril. Varios de los partici-pantes de esos cursos, pasaron a formar parte de la membresía de las agrupaciones titiriteras cons-tituidas ente los años 1961 y 1962. Aún se man-tienen como directores de esos colectivos, Rafael Meléndez, en el Guiñol Santiago; Allán Alfonso y Olga e Iván Jiménez, en el Guiñol de Santa Clara; René Fernández, en el Teatro Papalote, en la ciu-dad de Matanzas y Luciano Beirán en el colectivo Titirivida, en Pinar del Río.

En abril de 1964, se estrenaba el misterio yoruba Chicherekú, pieza basada en cuentos anó-nimos recogidos por Lydia Cabrera. Máscaras, títeres y actores se sumaban a los cantos y bailes rituales portadores de un amplio despliegue téc-nico y artístico decidiendo, con ese primer paso, una posible dramaturgia espectacular titiritera. Chicherekú, como expresara Miguel Barnet en las notas al programa de mano:

…señala el fondo mítico que nos topamos a diario en cada hombre de pueblo. Nos señala también, como dicen los negros viejos, que no hay cuento sin verdad. Este primer paso del Guiñol de Cuba al encuentro de un teatro nacional es muy acertado. Concretiza más la poesía de la Isla. La pone a dialogar con el público y afirma nuestros valores.Los actores en vivo, interactuando en franco

antagonismo expresivo con los gigantescos muñecos de varillas, minúsculos títeres digitales, máscaras, sombras, “todo mezclado”, reordena-ban el discurso teatral titiritero en función de una contemporaneidad que deslumbró a especialistas y admiró a un público que se reencontraba en la escena con sus mitos.

A ese título, dirigido al espectador adulto, le siguió en mayo de 1966, el estreno de La loma de Mambiala, adaptación de Silvia Barros sobre otro de los cuentos recogido por la Cabrera. Los títe-res, confeccionados en el propio taller del TNG, conformado por un personal especializado en esas faenas, eran motivo de admiración gracias

a una realización cuyas piezas resultaban verda-deramente museables. Los materiales selecciona-dos -fibras vegetales, rústicos textiles, semillas, cuentas y otros-, revelaban las manos maestras transformadoras. Con La loma de Mambiala, el TNG alcanzaba su mayoría de edad, materiali-zada en la determinante selección del repertorio; en la acabada terminación de sus figuras y acce-sorios; en el perfecto equilibrio de los componen-tes del retablo escénico y en el magistral dominio técnico en la animación de figuras por parte de sus intérpretes.

El repertorio del TNG, dirigido al público infan-til, desde su inauguración mostraba Las cebollas mágicas, original pieza de la escritora brasileña María Clara Mashado. La escenografía y el diseño de muñecos estaban a cargo del sello maestro de Vera Koniujova; la dirección general contó con Igor Divov, del Teatro Central de Títeres de Moscú. A este título le siguieron las versiones escénicas de El flautista prodigioso y El pequeño príncipe, ambas de Carucha Camejo. A estos estrenos continuaron El cartero del rey, de Rabindranath Tagore; el cuento orquestal Pedro y el lobo, de Serguei Prokofiev; La calle de los fantasmas, de Javier Villafañe; el ballet La caja de los juguetes, de Claude Debussy; Pinocho, en adaptación de Pepe Carril, y versiones de cuentos de Charles Perrault, como La caperucita roja, La cenicienta, Blanca Nie-ves y El gato con botas, entre otros, brindando la exuberante oportunidad de enfrentar a los niños con los imprescindibles cuentos clásicos, adapta-dos por varios autores contemporáneos.

Hora era ya de que la escena nacional para niños asumiera, con óptica reveladora de nuestra identidad, la herencia de mitos, cuentos y leyen-das; personajes; cantos y bailes de los pueblos de nuestro componente de origen africano. Con el título Ibeyi Aña (Los jimaguas y el tambor) se iniciaría la apropiación, para el retablo de títeres de los orishas y sus particulares dones tradu-ciendo, espectacularmente la majestad de Eleg-guá, Yemayá, Obatalá, Oggún, Shangó, Oshún, entre los de mayor impacto y presencia. La poli-rritmia del toque de los tambores batá, los cantos y rezos; los bailes y todo tipo de refranes y sen-tencias, atributos de la cosmovisión filosófica del panteón yoruba se instalaban audazmente en los presupuestos artísticos que el TNG, desde su fun-dación, habían plasmado con su trabajo.

Una vez más, Lydia Cabrera brindaba mate-rial a los creadores del Teatro Nacional de Guiñol. Ibeyi Aña, en versión de Pepe Camejo, asesorado

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por el folclorista Rogelio Martínez Furé, irrumpía en la escena como un hito culminante en el largo proceso de decantación, pero también en la asi-milación de modos y maneras que nos han iden-tificado como nación.

Luego del estreno de Ibeyi Aña, los retablos titi-riteros han enriquecido las pautas de aquel título precursor. Los ibeyis y el diablo, de René Fernán-dez, aparecía en las carteleras de varios colecti-vos. Margarita Díaz, artista de larga experiencia, estrena Tangú Amayé y Rubén Darío Salazar, abrillanta el trabajo solista con Okin Eiye Ayé. Los temas de nuestra cultura popular tradicional irían abriendo cauce a una dramaturgia donde el títere, como solo él puede hacerlo, traducía lo fantástico a lo real-escénico.

Otros autores han mostrado la influencia de la labor del TNG, al sentar las bases de un teatro en el cual los mitos, las leyendas y los títeres exten-dieron a zonas inéditas, el arte teatral titiritero. Dania Rodríguez, con Nokán y el maíz; Raúl Gue-rra, y sus Cuentos de la abuela Tilé; Yulki Cary y Agüé, el pavo real y las guineas reinas; David García, con Papobo; el director Fidel Galbán, estrenaba su Agüita de todos y el imprescindible Ruandi, de Gerardo Fulleda León, se estrenaba por diferentes colectivos.

Un símbolo impresionante de la nueva reali-dad cubana fue la de convertir los cuarteles mili-tares en centros escolares, y esa revolucionaria acción se ha tomado, consciente o no, como ejemplo decisivo al convertir nuestros grupos profesionales en verdaderas escuelas del arte y oficio titiriteros. Debido a la impostergable nece-sidad de elevar el nivel técnico-artístico de sus miembros, se han instrumentado cursos y talle-res empíricos funcionales. Así tenemos los ofreci-dos por el grupo Los Cuenteros, con Félix Dardo brindando cátedra del títere tradicional en su más nítido perfil del gracejo criollo. El Teatro Papalote, conjunto signado por la imponente voluntad crea-tiva de René Fernández. En la antigua villa de San Juan de los Remedios, Fidel Galbán, dramaturgo y director, titiritero él mismo, ejercita a los nuevos talentos del grupo Rabindranath Tagore. El Guiñol de Santa Clara, con un claustro de profesores de mérito: Iván, Olga y Allán, trío de oro en la anima-ción de figuras.

Irrumpen en el panorama teatral de nues-tros días, jóvenes teatristas que revelan insospe-chadas facetas del trabajo titiritero y su relación con otras manifestaciones del arte. Los últimos estrenos son portadores, no solo del vigor y de la

creatividad, sino de algunos aspectos que señalan la apropiación de un discurso estético unido a la tan inalcanzable madurez. Bien sentenció el gue-rrero Elegguá, en Chicherekú:

“Hay camino abierto al trabajo,hay camino al amor,hay camino a la lucha y al fuego…Hay que cuidar lo que se tiene,y hay que parir lo que no se tienepara tener algo que cuidar.”m