Iluminaciones de navaja en un callejón sin salida - William F. Torres

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w w w . m e d i a c i o n e s . n e t Iluminaciones de navaja en un callejón sin salida Apuntes sobre la construcción de mapas nocturnos en la Colombia reciente William Fernando Torres (en: Mapas Nocturnos, Diálogos con la obra de Jesús Martín-Barbero, M.C. Laverde y R. Reguillo (eds.), Siglo del Hombre/DIUC, pp. 49 - 69, Bogotá, 1998.) « (En De los medios a las mediaciones Martín-Barbero) analiza los procesos sociales mediante los que se constituye lo masivo en América Latina durante el último siglo, desde el surgimiento de los nacionalismos hasta la invasión de las transnacionales. Basándose en este panorama, ausculta los desplazamientos producidos en el actual debate teórico y metodológico; y revela, por fin, el sentido profundo de su singular periplo: el de probar la tesis, enunciada desde Quirama, según la cual resulta más fecundo analizar la comunicación inscribiéndola en la cultura y, a su vez, a ésta en la política. Pero (…) concibiendo a la cultura desde una perspectiva menos estrecha y a la política desde una perspectiva más amplia. Es decir, concibiendo que la cultura integra lo popular y lo mediático, y que la política comprende lo cotidiano y lo simbólico: las resistencias simbólicas de la vida cotidiana. »

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« (En De los medios a las mediaciones Martín-Barbero)analiza los procesos sociales mediante los que seconstituye lo masivo en América Latina durante el últimosiglo, desde el surgimiento de los nacionalismos hasta lainvasión de las transnacionales. Basándose en estepanorama, ausculta los desplazamientos producidos en elactual debate teórico y metodológico; y revela, por fin,el sentido profundo de su singular periplo: el de probarla tesis, enunciada desde Quirama, según la cual resultamás fecundo analizar la comunicación inscribiéndola enla cultura y, a su vez, a ésta en la política. Pero (…)concibiendo a la cultura desde una perspectiva menosestrecha y a la política desde una perspectiva másamplia. Es decir, concibiendo que la cultura integra lopopular y lo mediático, y que la política comprende locotidiano y lo simbólico: las resistencias simbólicas de lavida cotidiana. »

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Iluminaciones de navaja en un callejón sin salida

Apuntes sobre la construcción de

mapas nocturnos en la Colombia reciente

William Fernando Torres

(en: Mapas Nocturnos, Diálogos con la obra de

Jesús Martín-Barbero, M.C. Laverde y R. Reguillo (eds.),

Siglo del Hombre/DIUC, pp. 49 - 69, Bogotá, 1998.)

« (En De los medios a las mediaciones Martín-Barbero) analiza los procesos sociales mediante los que se constituye lo masivo en América Latina durante el último siglo, desde el surgimiento de los nacionalismos hasta la invasión de las transnacionales. Basándose en este panorama, ausculta los desplazamientos producidos en el actual debate teórico y metodológico; y revela, por fin, el sentido profundo de su singular periplo: el de probar la tesis, enunciada desde Quirama, según la cual resulta más fecundo analizar la comunicación inscribiéndola en la cultura y, a su vez, a ésta en la política. Pero (…) concibiendo a la cultura desde una perspectiva menos estrecha y a la política desde una perspectiva más amplia. Es decir, concibiendo que la cultura integra lo popular y lo mediático, y que la política comprende lo cotidiano y lo simbólico: las resistencias simbólicas de la vida cotidiana. »

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La primera vez que oímos hablar de Jesús Martín-Barbero fue en los cine clubes universitarios que surgieron y prolife-raron en Bogotá durante el primer quinquenio de los setenta. En los foros que seguían a las películas de viernes por la tarde o sábado por la mañana, sus alumnos se empe-ñaban en hacemos entender las bondades de la semiología con un entusiasmo de predicadores novatos. Para nosotros, virulentos militantes de la izquierda libresca o devotos miembros de la pandilla cinéfila comandada por Hernando Salcedo Silva, aquello era mera especulación burguesa o la manera más pretenciosa y prosaica de atentar contra nues-tros más sagrados rituales y deleites interiores. No sabía-mos, entonces, que la irritante guerrilla semiológica no era sino una consecuencia de las provocaciones que el profesor español, por esos días en la Tadeo Lozano, lanzaba contra nuestro ambiente intelectual exaltado y mitómano.

La primera vez que lo leímos fue a mediados de los seten-

ta, en la publicación más radical de la cinefilia caleña, Ojo al

Cine; la revista que escribía, imprimía y vendía Andrés Cai-cedo con la pasión que sólo se le conoce a los apóstoles y a los desesperados. En sus páginas el profesor Martín-Barbero entregaba un análisis sobre Chinatown, de Polanski, escrito en prosa contenida y con una minuciosa argumentación. De inmediato, entre los lectores se produjo el desconcierto: el texto no se parecía a las torrenciales crónicas que acos-tumbraban dar el director y sus amigos de Lima o Madrid.

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En ellas confesaban sin pudor las oscilaciones de su caó-tico barómetro emocional –siempre próximo a la euforia o la agonía– y, además, revelaban rebuscadas referencias sobre películas, directores y actrices y actores que, por lo general, no escapaban a un cierto halo de incomprensión y tragedia. Casi tanto como les ocurría a nuestros cronistas.

Con esos datos y complicidades nos iniciaban en una sec-

ta extraña y anárquica. Pues los lectores de Ojo no éramos otra cosa que una camada de adolescentes tardíos llenos de sonido, furia y desdén contra un mundo que se confabulaba para impedimos vivir y realizar nuestra propia película, la maestra opera prima con la que soñábamos. Éramos una insatisfecha banda que no reconocía jefes ni gobernantes: se sentía exasperada por la iluminación artificial del mundo burgués e incomoda con las disciplinas y sermones de iz-quierda y, para mayor inri, no se afligía ante el mote de “existencialistas pequeñoburgueses” con que se la denosta-ba. Sólo nos redimía el naufragio incesante en las penum-bras de los cines y sus ríos de imágenes. En ellos podíamos sublimar nuestra notable torpeza para el galanteo, nuestra falta de entusiasmo para las acciones heroicas. Al igual que Marlowe, el detective, éramos tristes, solitarios y finales.

Como se podrá imaginar, por aquellos días sospechába-

mos que nuestras torpezas y agobios evidenciaban los “destinitos fatales” que nos habían tocado en suerte. No podíamos comprender que eran, más bien, herencia de la autoritaria educación que recibíamos: aquella que nos pre-sentaba a los próceres como seres inalcanzables y a las mujeres como intimidantes animales mitológicos. La incer-tidumbre implacable nos empujó a abrir un Club de Cora-zones Solitarios bajo un lema revelador: “No se admiten chicas”. La pose maldita, y la bohemia drogata consiguien-te, eran las insolencias que exhibíamos como flor en la

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solapa. La sentencia y el epíteto, nuestros floretes de esgri-ma.

En medio de estas presunciones, el texto de Martín-

Barbero fue como un puñetazo en la nariz en una pelea de callejón de viernes a la madrugada. El ramalazo del dolor nos dejó sin aire y se nos fueron las luces. Cuando logramos reaccionar, la mayoría siguió en la rencorosa fabricación de injurias contra el artículo; otros la emprendieron contra Caicedo, como revelan sus cartas y las de sus amigos publi-cadas hace poco en El Malpensante. Unos cuantos, en cambio, intuyeron que por allí podría haber un camino para salir de los desinformados y vehementes debates sobre la estética contemporánea y el compromiso de los artistas, en que nos empecinábamos a la salida de los cines. Y sí; en las caminatas de esos días nos fuimos dando cuenta que era posible comprender y explicar –leer– las películas yendo más allá de la vanidosa acumulación de datos, la consabida anécdota biográfica, el mero intercambio de impresiones o la declamatoria repetición de los diálogos que, a veces, nos proponían palabras para responder a los acorralamientos de la cotidianidad o, confesémoslo de una vez, para impresio-nar a colegialas que suponíamos más despistadas que nosotros.

Semanas más tarde, estos callejeos nos posibilitaron intuir

que el goce estético hondo y transformador obliga a aban-donar los olímpicos e inocuos aristocratismos del diletante. Que exige ganar éticas. También aprendimos la urgencia de armarnos con útiles para afinar los sentidos y elaborar con-ceptos. De hacernos con mapas para las derivas de la vida.

En esos años finales de los setenta y al lado del escrito en

cuestión, comenzaban a llegar al país libros sobre los temas que había puesto en el candelero el huracán del 68: el sexo, la libertad, la autoridad, la familia, los jóvenes, inéditos

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movimientos de masas, la pedagogía. Freud, Reich, Baku-nin, Foucault, Basaglia, Cooper, Laing, Deutsche, Vanneig-heim, Enzenberger, Freire, Freinet, entre otros, se alinearon en las librerías junto a los clásicos y a los manuales del marxismo, los volúmenes sobre problemas colombianos –de Nieto Arteta, Fals, Arrubla, Molina, Gutiérrez de Pineda, Mesa, Pécaut– y los bestsellers que nos lanzaban en los semá-foros los novelistas del boom. También llegó por esos días la obra ejemplar de José Luis Romero sobre un asunto central y del que casi no nos habíamos ocupado: la ciudad; la ciu-dad en todas sus dimensiones y, en particular, en la de sus mentalidades. De muy diversas y desordenadas maneras, ellos nos ayudaron a intentar romper con nuestro romanti-cismo narciso.

La aceptación del compromiso

Mientras tanto, los procesos de la urbe nos propusieron preguntas inéditas. Ellas hicieron decaer los debates sobre si éramos economías feudalistas o capitalistas, o si nos carac-terizábamos como colonias o neo-colonias. Al mismo tiem-po, pasaron a otro plano las luchas entre las consignas de “la tierra para el que la trabaja” y “la tierra sin patronos”. Como muestra de estos cambios de sensibilidad y preocu-paciones, los que no se habían ahogado bajo las solemni-dades de la militancia, fueron exprimidos irreverentes graffi-

tis en las esquinas más inverosímiles, y los universi-tarios más jóvenes y tímidos se echaron a Benedetti en la mochila para afirmar sus ternuras de catequesis. Debajo, entre túne-les, el M-19 daba sus gateos.

Por los inicios de los ochenta, a casi todos los miembros

de las anteriores bandadas nos rompieron el cascarón: el general Camacho Leyva nos respiró en la espalda con el Estatuto de Seguridad. Muchos con quienes compartimos

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los fervores de la adolescencia desaparecieron en manos oficiales y paramilitares; otros no cupieron ya en las super-pobladas mazmorras del régimen –según rezaba el lugar común de nuestras chapolas– y acabaron en sus caballeri-zas; los menos lograron partir para el cielo con viruelas del exilio europeo. Los que quedamos, alguna mañana –des-pués de una fiesta nostálgica– descubrimos que se nos habí-an echado encima los treinta años y que teníamos que aprender a vivir con pedazos de sueños rotos. Por eso, qui-zás, algunos nos decidimos por el activismo cultural, la investigación en ciencias sociales o la docencia universita-ria, en los diversos lugares del territorio en los que encon-tramos cabida.

La ruptura de esquemas

En agosto de 1987, unos pocos de esos cuantos coincidi-mos en el concurrido Primer Seminario Nacional sobre Metodologías de Investigación en Cultura, que se realizó en el Recinto Quirama de Rionegro, Antioquia. Su propósito era el de valorar la eficacia del trabajo y la pesquisa con comunidades a fin de aproximar activistas y científicos para que construyeran diálogos interdisciplinarios y, quizás, pensaran políticas culturales.

Allí fue la primera vez que vimos a Jesús Martín-Barbero. El evento transcurrió los dos primeros días en medio de

una bucólica placidez disciplinaria: cada uno de los ponen-tes de las diversas áreas del saber social planteaba sus reflexiones y conceptos, o resumía sus estrategias y batallas en trabajos de campo. Algunos les proponían preguntas, ellos daban respuestas y todos terminábamos apoyándolos con tibios o entusiastas aplausos. Ni siquiera el asesinato de los defensores maestros de los derechos humanos, Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur, en la cercana Medellín,

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hizo saltar de las sillas a los asistentes. Era la anestesia del desconcierto que nos habían dejado los procesos de paz de Belisario Betancur y los asaltos al Palacio de Justicia. Tam-bién los amodorramientos que depara la cátedra en univer-sidades sin preguntas profundas y agobiadas por las trapace-rías del arribismo parroquial.

Al terminar la mañana del penúltimo día, el viejo profe-

sor Omar González, de la Universidad del Cauca, expresó su cólera contra nuestra insensibilidad y se reafirmó marxis-ta. Algunos entreabrieron un ojo para contemplar al último dinosaurio del desierto, pero terminaron sorprendidos: él nos fue contando una película –polaca, dijo– en la que, en un congreso de intelectuales, de pronto las sillas comienzan a quedarse vacías porque los asistentes van desapareciendo, uno a uno, sin que nadie se preocupe por averiguar quiénes se los llevan o qué ocurre con ellos. Al final, el ponente denuncia los secuestros, pero no hay quiénes difundan la noticia. Hubo suspiros, risas nerviosas y onomatopeyas de desdén.

González los apaciguó presentando su clasificación sobre

los investigadores comunitarios: uno, los que van a las localidades, hacen su investigación, y ella les sirve apenas para aumentar una línea en su currículo; dos, los que van a las localidades, hacen su investigación y devuelven a las gentes un informe que éstas no pueden utilizar porque está escrito en jerga académica; tres, los que van a las localida-des y quieren trabajar con las gentes pero ya llevan definido su problema de investigación; y cuatro, los que son capaces de construir el problema de investigación con las comuni-dades mismas. El viejo profesor tomó el último sorbo de su café y bajó del proscenio con la serenidad de quien ha utili-zado un invisible bisturí. Él sabía que los más no clasifi-cábamos.

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Al atardecer le llegó el turno a Martín-Barbero. Ahora profesaba en la Universidad del Valle donde, según colegas, había abandonado las trascendentes alturas de la filosofía y la semiótica para aventurarse en la intrascendencia de abrir una carrera de Comunicación Social y, para colmo, en una universidad pública. Los informes agregaban que por ello había sufrido la suspicacia de ciertos catedráticos y el ata-que permanente de los periodistas más altaneros de los diarios caleños. Los primeros lo acusaban de pretender formar cuadros para los medios con el fin de que nos man-tuvieran entretenidos y desinformados; los segundos, de querer invadir su sacro territorio inventándose una profe-sión que no se podía aprender en las universidades. Añadían los rumores que cada vez era más difícil seguirlo; por eso teníamos libretas de apuntes a mano. Sin embargo, no fueron necesarias. Martín-Barbero subió al estrado con proyectiles de francotirador.

Para empezar, agarró por las solapas a las ciencias socia-

les que tan juiciosas estaban en el seminario. No sólo señaló su incapacidad para explicar los complejos procesos que vivíamos, por estar separadas en compartimentos estancos, sino que advirtió que se estaban preocupando más por tener seguridades teóricas que por la verdad cultural de nuestros países. Que les importaba más la elegancia del paraguas que la lluvia y los charcos del camino.

A partir de allí, cuestionó el concepto de comunicación

que se había querido fabricar desde las lógicas burocráticas de la sociología, la semiótica y la teoría informacional, porque no era útil para pensar los complejos procesos y conflictos sociales que estaban ocurriendo. Por eso, acto seguido, nos puso contra la pared y preguntó si en un país y un continente en constante terremoto social no era más perentorio asomarnos a la experiencia comunicativa de las gentes. Con este fin, sentenció, era más imperioso encontrar-

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nos con los procesos y sus dinámicas que preocuparnos por el tan deseado y oscuro objeto de investigación.

Nosotros nos miramos molestos. ¿Adónde iban a parar ahora nuestros desvelos por deslindar de manera exacta los territorios de cada disciplina, asumir escuelas teóricas, estu-diar los métodos y las metodologías y diseñar objetivos de investigación? ¿Nos estaba diciendo, acaso, que éramos una partida de protegidos tras las supuestas certezas de los li-bros, que no teníamos la audacia suficiente para atarnos un trapo a la cabeza y meternos en el barro de las comunida-des? ¿Había, tal vez, que tener el coraje de vivir a la intemperie y hacer con los manuales fogatas contra la noche y la niebla?

Pero la cosa no paró ahí. Para Martín-Barbero, asomarse

a la experiencia de las gentes y hacerlo desde dentro de los procesos desafiaba a pensar la comunicación de otra mane-ra: a pensarla inscrita dentro de la cultura y a la cultura dentro de

la política.

Ahora de la molestia pasamos a la inquietud. La mayoría de nosotros no se había interesado mucho por meditar sobre la comunicación, puesto que la concebía como el mecánico traslado de mensajes y contenidos con los que –según Mat-telart– se podía incluso manipular a los demás. En conse-cuencia, casi ninguno entendía cómo podían relacionarse la trivial comunicación con la trascendente cultura. Para re-matar, los más estetas entre nosotros sostenían que la cultura nada tenía que ver con la política: “agua y aceite”, decían arrugando la nariz. Por su parte, nuestros radicales replicaban que, en efecto, la política no podía ocuparse de inútiles pasatiempos como el arte. ¿Por qué Martín-Barbero se empeñaba, pues, en integrarlas?

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Para él, las apremiantes circunstancias en las que nos en-contrábamos nos obligaban no sólo a pensar en procesos sino, en especial, a atrevemos a abordarlos teniendo en cuenta todos los factores y componentes que intervenían en los mismos. Y ello exigía desafiar varias de nuestras certe-zas. La primera, aquella que nos hacía concebir la cultura

popular como un mazacote de exageraciones sentimentales, colores rechinantes, formas desbordadas y ruido, que no contribuía a cultivar la interioridad sino a aturdir e incitar al desenfreno. Al darse cuenta de la sonrisa compasiva con que acostumbrábamos contemplarla, Martín-Barbero nos sugirió esforzarnos, más bien, por aprehenderla en su rica y compleja existencia, y sobre todo sin confundirla con ele-mentos culturales degradados, como lo hacía el etnocentri-

smo culturalista.

Asimismo, teníamos que replantear nuestra creencia de

que la comunicación se reducía a lo que pasaba por los medios masivos. Para el ponente, asumir esta postura signi-ficaba estar de acuerdo con las estrecheces planteadas por el positivismo tecnologista y desconocer el vasto campo de la comunicación humana y su construcción de símbolos y tejidos sociales que constituían selvas casi vírgenes para la tarea investigativa.

Y en esta labor, los desafíos más destacados entonces

eran dos. El primero nos exigía descubrir las formas como se articulan las prácticas comunicativas con los movimientos sociales, y cómo desde esos tejidos se proponen modelos o matrices culturales para moldear la vida cotidiana de las gentes. El segundo, nos convocaba a ser capaces de asumir el mestizaje de una nueva manera: no sólo como el hecho racial del que procedemos sino, sobre todo, como la trama “de modernidad y discontinuidades, de formaciones cultu-rales y estructuras del sentimiento, de memorias e imagina-rios que revuelven lo indígena en lo rural y lo rural en lo

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urbano, y también el folklor con lo popular y lo popular con lo masivo”.

Estas rupturas de certezas y la aparición de nuevos desa-

fíos, a su vez, nos demandaban ampliar conceptos y realizar ciertos desplazamientos teórico-metodológicos. En el pri-mer caso, además de lo ya dicho sobre cultura popular, necesitábamos pensar lo popular también como el territorio

[…] desde el que es posible históricamente percibir y com-prender el sentido de los procesos de comunicación, tanto los que desbordan lo nacional “por arriba” (desde los pro-cesos macro que implican la puesta en funcionamiento de satélites y bancos de datos), como los que desbordan lo na-cional “por abajo” (desde la multiplicidad de formas de protesta regionales, locales, ligadas a la existencia negada pero viva de la heterogeneidad cultural).

Mientras tanto, en el caso de los desplazamientos, supo-

nía, en primer lugar, asumir que el campo de problemas de la

comunicación no podía ser delimitado desde la teoría –como ya había sugerido–, sino desde las prácticas sociales comunicativas. Porque en América Latina estas prácticas no sólo desbor-dan lo que ocurre en los medios, sino que, además, tienen lugar en múltiples espacios y procesos –políticos, religiosos, artísticos, entre otros– en los que las clases populares se apropian y rehacen su sentido ejerciendo una actividad de resistencia y de réplica. Para reconstruir estos procesos necesitábamos dejar de hacer uso de las decodificaciones a la moda en los estudios tradicionales de comunicación, y aventurarnos en cambio a elaborar interpretaciones, como era lo propio desde el campo de la cultura.

El siguiente desplazamiento, por tanto, nos comprometía

a participar en la construcción de nuevos modelos de análisis

que entendieran la cultura como mediación –social y teórica– y como lugar desde el que se podían atisbar las dimensiones

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inéditas del conflicto social y, a la vez, las nuevas formas de rebeldía.

El último desplazamiento era consecuencia directa de los

dos anteriores. En orden a elaborar nuevos modelos de análisis para interpretar las prácticas comunicativas y los procesos sociales contemporáneos, era necesario adoptar una perspectiva transdisciplinaria, pero una que concibiera a la cultura como la articuladora del sentido.

Lo anterior, según Martín-Barbero, contribuía a superar

la obsesión positivista por establecer los límites para la dis-ciplina de lo comunicativo. En su lugar, posibilitaba apren-der del fracaso que entrañó el intento de construir la especi-ficidad de un campo de problemas desde la lógica de unas ciencias que casi no ayudaban a aclararnos y –sobre todo– dejaban por fuera nuestras urgencias históricas. En suma, según el profesor, estos desplazamientos allanaban el cami-no para crear un nuevo mapa que permitiera una compren-sión más precisa y global de la contemporaneidad; uno –para decirlo en sus palabras– que ayudara a aclarar las me-diaciones que instituyen las diferentes matrices culturales, las diversas temporalidades sociales y la pluralidad de los sujetos

políticos. Pero ahora sí que estábamos confundidos de verdad. Ve-

níamos –como anunciaba la convocatoria– a buscar meto-dologías que nos sirvieran para ser más eficaces en nuestro “hacer” ciencia, y aquí nos salían con teorías en las que se reventaba la teoría misma y se nos planteaba “perder los objetos y ganar los procesos”. Veníamos –como rezaba la invitación– a aprender a trabajar desde lo interdisciplinario y aquí se nos decía, en la cara, que para comprender la complejidad contemporánea ya no bastaba con ello sino que era preciso apelar a lo transdisciplinario.

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Creíamos que, después de muchas noches y madrugadas de devanarnos los sesos bajo la íntima solidaridad de una lámpara o en bostezantes círculos de estudio, ya teníamos claro para siempre qué era lo popular, la comunicación, la cultura, el mestizaje… y aquí se nos recordaba que esos conceptos eran históricos; que los conceptos de los que partíamos dejaban repentinamente “de ser conceptos para convertirse en problemas”.

En definitiva, gruñó uno que nos había acusado de ‘exis-tencialistas pequeñoburgueses’, éstos ya no son los sesenta. En ellos, los compañeros hablaban de modos de produc-ción, de las contradicciones en el seno del pueblo o del ene-migo principal, con claridad meridiana y para las masas. Aquí, en lugar de plantearnos tareas concretas –según la exigencia del camarada Lenin–, se nos manda a elaborar mapas y matrices, como si la geografía fuera juntable con la mecánica.

Nos dolía la cabeza. Estaba a punto de estallarnos el crá-

neo como un hongo atómico. Mejor que nos devolvieran la plata.

Pero para llegar a las anteriores concluyentes contunden-

cias, Martín-Barbero esa tarde había recorrido un largo camino de pendencias. En él enfrentó a quienes habían pro-puesto y convertido en moneda común las ideas que ahora cuestionaba, y, por extensión, a quienes les hacíamos eco sin fustigarlas con preguntas. En particular, enfrentó a quie-nes se atrincheraban en la razón dualista y duelista, aquella que sólo quiere ver el mundo reducido a dos posiciones en conflicto permanente.

En especial, quiso ajustar cuentas con frankfurtianos y

mcluhanianos. Para abrir el debate, precisó los contextos en los que surgieron esas corrientes intelectuales: los primeros, en la época que Eric Hobsbawm considera como la “Era de

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las catástrofes” y en la que, entre otros hechos, el régimen nazi –en representación del Estado– aplastó a la sociedad civil. Los segundos, en medio de la euforia por el triunfo militar norteamericano en la segunda Guerra Mundial y el consiguiente desarrollo tecnológico y prosperidad económi-ca.

De estos últimos, los mcluhanianos, reconoció que tuvie-

ron una formidable capacidad para observar, una fina sensibilidad para los cambios y una decisiva percepción del peso y de la fuerza de la sociedad civil. A la vez, resaltó que su incomprensión del sentido histórico de las masas les impidió entender el conflicto social y, en especial, analizar su articulación en la cultura y la de ésta en las relaciones de hegemonía sin sucumbir al idealismo. En suma, para él, los análisis de Bell, Shils o McLuhan no pensaban la comunica-

ción desde la cultura ni la inscribían en la política porque caían en “un culturalismo que recubre el idealismo de sus presu-puestos con el materialismo tecnológico de los efectos y la inflación ahistórica de su mediación”.

En lo que se refiere a los frankurtianos, recordó su tesis

sobre la “unidad del sistema” y advirtió que ella resultaba lo más agudo de su elaboración crítica, por cuanto servía para examinar la vida cotidiana, comprender cómo en su discu-rrir estaban mezclados trabajo y ocio y, por tanto, ayudaba a develar la falsedad de la postura que proclama que éstos están separados por la ideología. Pero el aporte, agregó, los lleva a inferir que el capitalismo degrada la cultura y malen-cubre un aristocratismo cultural: el de Theodor W. Adorno, en particular.

Pues este teórico crítico creyó ver que la cultura de masas

de la Europa y Norteamérica de su tiempo y el fervor fascis-ta de las muchedumbres alemanas eran de idéntico signo. Tal apresuramiento lo llevó a instalarse en un pesimismo

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radical desde el que sospechaba que el arte había perdido su relación con lo sublime y, “como los parques”, se había vuelto accesible a todos los públicos; en una palabra: había sufrido la desgracia de caer “en la cultura”. Estas conclu-siones le impidieron aceptar la pluralidad de las experien-cias estéticas, la pluralidad de modos de hacer y usar so-cialmente el arte.

Estamos [remató Martín-Barbero] ante una teoría de la cul-tura que no sólo hace del arte su único paradigma sino que termina convirtiéndolo en el único y último lugar de acceso a la verdad, a la trascendencia. Desde ese alto lugar no pa-recen pensables ni las luchas obreras, ni las contradicciones cotidianas que hacen la existencia de las masas, ni sus mo-dos de producción del sentido y de articulación en lo sim-bólico.

En este momento, el conferencista buscó salidas explo-

rando en las iluminaciones del disidente. En las de Walter Benjamin, ese radical que cruzó sus caminos con los de Frankfurt y cuestionó su creencia ilustrada en el progreso; el que nos echó en cara que todo documento de la cultura también lo es de la barbarie.

Fue el mismo Benjamin quien nos hizo saber que con la

irrupción en la historia de los desarrollos de la técnica y el surgimiento de las masas, aparecieron nuevas sensibilidades entre las gentes, un nuevo sensorium. Para comprenderlo propuso indagar la experiencia de las gentes, descubrir las transformaciones de su percepción, ya que en él adquieren sen-tido las mediaciones entre lo que pasa en la calle y lo que pasa en la literatura, entre el tejido urbano y la narrativa popular, entre las fábricas y las oscuras salas de cine (y esta última anotación nos causó un largo suspiro; tal vez ahora podríamos construir herramientas para comprender las penumbras de nuestras adolescencias).

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Para Benjamin la reproducción industrial –entre otros, de objetos artísticos– facilitó a los seres humanos acercarse sin veneraciones a las cosas, les permitió usarlas y gozarlas. Por ende, propició que la obra de arte perdiera su carácter de objeto único y original y sufriera “la muerte de su aura”: que se le desluciera el brillo. Esta explicación resulta más esclarecedora que la desencantada y nostálgica de Adorno; y, a su vez, las estrategias benjaminianas de indagar la ex-periencia y las transformaciones perceptivas son, según Martín-Barbero, las que permiten reconocer lo que en la masa

hay de popular y conectarlo con el sentido de sus luchas contra la

opresión.

Por último, el profesor la tomó con nosotros. Para termi-nar su recorrido de pendencias, atacó, por un lado, a los del populismo indigenista que identifican lo propio con lo indíge-na y ésto con lo primitivo; que viven enceguecidos por una supuesta pérdida de los valores y la identidad y, por tanto, no quieren ocuparse más que de rescatar nuestras prístinas raíces. Y, por otro, la emprendió contra los del purismo

intelectualista –contra esos aristocratizantes de izquierdas y derechas– que ven en el pueblo el obstáculo fundamental para el desarrollo y asumen que “lo popular se homologa secretamente con lo infantil, con lo ingenuo, con lo cultural y políticamente inmaduro”.

¿Se refería, en el primer caso, a quienes soñábamos con

irnos a vivir donde los guambianos o peregrinar a Machu Picchu porque habíamos leído a trancas y barrancas el Popol

Vuh o los Comentarios Reales del Inca y, en medio de una peña cultural, nos atrevíamos a cantar “Ojos azules, ojos azules, no llores ni te enamores”, o recitar el poema de Cardenal sobre el Tahuantinsuyu sin el menor temor al ridículo? ¿Estaba hablando, en el segundo caso, de quienes nos con-cebíamos como la más pura vanguardia estética y política y desdeñábamos el circo, las fiestas populares, las rancheras,

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los boleros, los vallenatos, la salsa, las radionovelas y las películas mexicanas –es decir, casi todo– por imbéciles y cursis? ¿Acaso nosotros –como los de Frankfurt– confun-díamos la cultura popular con la degradación de la cultura?

Martín-Barbero concluyó el ataque recordando que estas

posturas nostálgicas o trascendentalistas para pensar en la vastedad de la experiencia humana eran las que le habían impedido a Luckács comprender el jazz –al percibirlo como una música decadente– o a Adorno comprender las signifi-caciones del cine y la novela policíaca. Esas mismas acti-tudes –conectó– eran las que empujaban a ciertos escritores nuestros a jactarse de redactar libretos para telenovelas, que llegaban a millones de personas, con el propósito de ganar un dinero que les permitiera escribir novelas que apenas alcanzaban un tiraje de mil ejemplares. Como si tuvieran la consigna de darle basura a las masas para poder producirle supuestas esencias a las minorías. Con ello lo que perseguí-an, a pesar de sus izquierdismos manifiestos, era profun-dizar el abismo social. No se daban cuenta de que las masas les imponían sutilmente la dirección de las tramas mediante el manejo de los niveles de sintonía.

Esas mismas actitudes –añadió– llevaban a algunos de sus

propios colegas de la Universidad del Valle a denunciar públicamente a la televisión como un engendro del capita-lismo, y, sin embargo, pretextar tener dolor de cabeza para correr al Bienestar Universitario tras una aspirina, con el fin de ver la telenovela de las once. Vergonzantes, televidentes vergonzantes, creímos oír en medio de la algarabía que comenzaba a levantarse.

Y esto ya fue más que un puñetazo en la nariz: fue un

barberazo en plena cabeza. Hubo carcajadas y fortísimos aplausos de los estudiantes colados, abucheos de los radica-les de la izquierda asiática postYenán, chiflidos de respeta-

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bles profesores de la izquierda rosada, varios “ya-lo-decía-yo-ya” de la izquierda divina pre-light, lívidos “¡Pero ¿cómo se atreve?!” de la aristocracia intelectual, unos cuantos sonrientes silencios, muchas caras de desconcierto.

En el foro posterior a la conferencia, saltó a defender a los

ilustrados una artista plástica y funcionaria oficial, recono-cida por su aguda ironía contra el poder y su uso de modernos materiales industriales y muebles populares. Una profesora universitaria, hecha una ménade, reclamó respeto para sus colegas.

Sin embargo, ¿de qué nos escandalizábamos? ¿Acaso los

medios no nos seducían en secreto? Muchos de quienes estábamos ahí, haciendo gala de una enorme ignorancia en historia musical, ¿no habíamos acusado al rock de proimpe-rialista? Pero, al mismo tiempo, ¿no disfrutábamos con Black Magic Woman de Santana o Angie de los Rolling Sto-nes, o escondíamos bajo el colchón un disco inmortal de Led Zeppelin o Jethro Tull y dábamos salticos cantando El

cóndor pasa, en la versión de Simon & Garfunkel? ¿No fui-mos muchos de nosotros los que estrenamos novia de barrio con los discos de la Sonora Matancera y Daniel Santos? Pero nos faltaba coraje para ir a sus conciertos con la cara descubierta, porque preferíamos escondernos tras cachucha, gafas negras y bufanda, o bien nos amparábamos en la disculpa de que era bueno aproximarnos a la cultura popu-lar para saber por qué estaban alienadas las masas.

No sabíamos ahí que ese atardecer Martín-Barbero nos

estaba presentando algunas tesis de los libros que venía escribiendo. Uno, que tendría el mismo título de la confe-rencia que acababa de dictar, Procesos de comunicación y

matrices de cultura y que, con el subtítulo de Itinerario para

salir de la razón dualista, saldría publicado un año más tarde, en 1988. En él compilaba trabajos de la década anterior que

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nos servían como panorama del debate teórico latinoameri-cano y para seguir, con ejemplos precisos, los tránsitos de la transparencia de los mensajes a la opacidad de los discur-sos, de lo popular folklorizado al espesor masivo de lo urbano, de la comunicación como asunto de medios a la cultura como espacio de identidades y como mediación. El otro era De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura

y hegemonía. De él acababan de llegar de México unas cua-tro o cinco decenas de los dos mil ejemplares impresos. Ellas serían suficientes para convertirlo en una bomba de tiempo.

La construcción de mapas (nocturnos)

El libro circuló entre los lectores más avisados, los más desprevenidos, y también entre los colegas más competiti-vos, pues no era frecuente que a un mortal al que podíamos saludar en los vericuetos del campus le publicaran en una casa transatlántica tan prestigiosa como Gustavo Gili. En todo caso, De los medios a las mediaciones tuvo, en principio, una acogida secreta: no recibió numerosas reseñas en los periódicos nacionales, salvo una temprana de Néstor García Canclini que fue contestada por el mismo Martín-Barbero en el Magazín Dominical de El Espectador. Meses después, el libro fue incluido como un texto básico para adentrarse en la comprensión del anarquismo, en una bibliografía sobre el tema que publicó el mismo suplemento. Pocos días más tarde, y con las eficacias de la clandestinidad, apareció una edición pirata en manos de los libreros ambulantes de las universidades. ¿Qué tenía esta obra –que no era best seller

literario, manual académico de obligada lectura o libro de autoayuda– para despertar las apetencias y zozobras de los editores marginales y el elogio de un nuevo tiraje? Algo debía decir, porque seis años después fue traducida al in-glés.

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El libro es la ampliación sistemática de lo que su autor

había alcanzado a exponer ante el cerrero auditorio de Quirama. En él, como si respondiera a los colegas que lo acusaban de haber abandonado la trascendencia, Martín-Barbero parte de asumir su propia singladura:

Venía yo de la filosofía y, por los caminos del lenguaje, me topé con la aventura de la comunicación. Y de la heidegge-riana morada del ser di así con mis huesos en la choza-favela de los hombres, construida con barro y cañas pero con radiotransistores y antenas de televisión. Desde enton-ces trabajo aquí, en el campo de la massmediación, de sus dispositivos de producción y sus rituales de consumo, sus aparatajes tecnológicos y sus puestas en espectáculo, sus códigos de montaje, de percepción y reconocimiento.

En efecto, veinte años después de Cien años de soledad,

Martín-Barbero nos sumerge en otra “aldea de barro y ca-ñabrava” pero, esta vez, en la periferia urbana y en una en la que no hay gitanos con imanes sino radiotransistores y antenas de televisión. Y allí asume enfrentar el desafío –que nos venía proponiendo– de aprehender nuestra verdad cultural –la que crea el mestizaje–, mediante la tarea de cons-

truir herramientas para investigar los procesos de constitución de lo masivo desde las mediaciones y los sujetos; es decir, desde la articu-

lación entre prácticas de comunicación y movimientos sociales.

Con este fin, Martín-Barbero adelanta tres recorridos: uno, el de resumir el estado del debate sobre las significa-ciones del pueblo y la masa en la cultura; dos, el de indagar cómo se han formado las matrices históricas de la massme-diación y, por último, el de inferir cómo se han imbricado la massmediación y la modernidad en América Latina.

En el primer trayecto, examina cómo los románticos y los

ilustrados, los anarquistas y los marxistas asumen las no-

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ciones de pueblo y cómo éste termina por convertirse en masa. De ahí, para establecer más desafíos, señala que la denominación de popular, atribuida a la cultura de masa, opera

[...] como un dispositivo de mistificación histórica, pero también planteando por primera vez la posibilidad de pen-sar en positivo lo que les pasa culturalmente a las masas. Y esto constituye un reto lanzado a los “críticos” en dos di-recciones: la necesidad de incluir en el estudio de lo popu-lar no sólo aquello que culturalmente producen las masas, sino también lo que consumen, aquello de que se alimentan; y la

de pensar lo popular en la cultura no como algo limitado a lo que

tiene que ver con su pasado –y un pasado rural–, sino también y

principalmente lo popular ligado a la modernidad, el mestizaje y la

complejidad de lo urbano. [los destacados son míos]. Pasa luego a ampliar el debate entre Benjamín y Adorno

sobre si la industria cultural legitima al capitalismo. Des-pués analiza las crisis de este último, mediante el estudio de textos de la escena intelectual europea contemporánea: Ed-gar Morin, los situacionistas, Foucault y Baudrillard. Tam-bién repasa a Habermas; y basándose en su resistencia a identificar el fin de lo político con la crisis cultural para entenderlo, más bien, como su transformación cualitativa, concluye que “la nueva valoración de la cotidianidad, el moderno hedonismo o el nuevo sentido de lo íntimo, no son únicamente operaciones del sistema, sino nuevos espa-cios de conflictos y expresiones de la nueva subjetividad en gestación”. Estamos, pues, ante unas perspectivas menos estrechas y esquemáticas para percibir las nuevas circuns-tancias humanas.

Para concluir esta primera parte, precisa cómo la investi-

gación histórica reciente aborda los procesos culturales populares desde miradas también más amplias, en particu-lar, en los trabajos de Le Goff, Batjin, Ginzburg, Muchem-

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bled, Edward Palmer Thompson y Zeldin. En ellas advierte que lo popular se constituye a un tiempo desde el conflicto y desde el diálogo y, además, infiere “que el dualismo ma-niqueo y el esquematismo aparecen paradójica-mente no como modos originalmente populares, sino más bien im-puestos desde la tradición erudita”. A la vez, destaca la creatividad y la capacidad de la cultura popular para asumir los conflictos que tiene la cultura popular e insiste en la urgencia de repensar los conceptos de clase, pueblo y cultura, por cuanto ahora, por ejemplo –según Thompson–, la clase resulta una categoría más histórica que económica.

Por otro lado, vuelve a los escritos de Gramsci. A aque-

llos textos fundamentales que aún hoy las universidades colombianas se resisten a discutir, a pesar de que abrieron el camino para estudiar la cultura popular sin desdenes ni maniqueísmos. Entre los conceptos seminales de este autor está el muy famoso de hegemonía y que, según Martín Bar-bero, posibilita pensar...

[...] el proceso de dominación social ya no como imposi-ción desde un exterior y sin sujetos, sino como un proceso en el que una clase hegemoniza en la medida en que represen-ta intereses que también reconocen como suyos las clases subalternas. Y “en la medida” significa que aquí no hay

hegemonía, sino que ella se hace y se deshace, se rehace permanentemente en un “proceso vivido”, hecho no sólo de fuerza sino también de sentido, de apropiación del sen-tido del poder, de seducción, de complicidad. Lo cual implica una desfuncionalización de la ideología –no todo lo que piensan y hacen los sujetos de la hegemonía sirve a la reproducción del sistema– y una reevaluación del espesor de lo cultural: campo estratégico en la lucha por ser espacio articulador de los conflictos.

Al lado de este concepto aparecen otras elaboraciones

gramscianas que nuevos investigadores han venido recons-

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truyendo para hacerlas instrumentos útiles en la actualidad, entre ellos, Richard Hoggart y Raymond Williams, pione-ros de los estudios culturales, y los franceses Pierre Bour-dieu y Michel de Certeau; estos últimos, por ejemplo, han aportado conceptos como reproducción, competencia y capital

cultural, habitus de clase o la teoría de los usos como operado-res de apropiación. Sin embargo, entre ellos, es Williams quien crea un modelo para pensar la dinámica cultural en dos frentes:

El teórico, que desarrolla las implicaciones de la introducción del

concepto gramsciano de hegemonía en la teoría cultural, despla-zando la idea de la cultura del ámbito de la ideología como único ámbito propio, esto es, el de la reproducción, hacia el campo de los procesos constitutivos y por tanto transfor-madores de lo social. Y el metodológico, mediante la pro-puesta de una topología de las formaciones culturales que presenta tres “estratos”: arcaico, residual y emergente. [...] La diferencia entre arcaico y residual representa la posibilidad de superar el historicismo sin anular la historia, una dialéctica del pasado-presente sin escapismos ni nostalgias. El enma-rañamiento de que está hecho lo residual, la trama en él de lo que empuja desde “atrás” y lo que frena, de lo que traba-ja por la dominación y lo que resistiéndola se articula secretamente con lo emergente, nos proporciona la imagen metodológica más abierta y precisa que tengamos hasta hoy. Y un programa que no es sólo de investigación sino de políti-

ca cultural [los destacados son míos]. Hasta aquí el primer recorrido. Al pasar al segundo, el profesor Martín-Barbero aborda la

constitución histórica de lo masivo aplicando, en el fondo, las categorías de Williams. Para ello examina con cierto detalle el largo proceso de aculturación que se dio entre los siglos XVI y XIX; en este discurrir –al mismo tiempo que las prácti-cas culturales y movimientos de masas iban desplazando la legitimidad social–, la memoria popular entraba en compli-

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cidad con el imaginario de masa mediante sutiles mecanis-mos. Para decirlo sin matices, estos dispositivos de la hege-monía posibilitaron la unificación de las culturas y, en con-secuencia, el surgimiento de las culturas nacionales. A su vez, ellas contribuyeron a consolidar el mercado y a garantizar la centralización política. De ahí nació el Estado-nación.

Pero, como resulta evidente, la tarea de construir esa

hegemonía cultural supuso el destruir las nociones popula-res de espacio y tiempo y transformar sus nociones de saber, con el propósito de desvalorizar la experiencia y autoestima de las multitudes para inducirlas a nuevas disciplinas labo-rales. No obstante, aquellas no permanecieron pasivas: iniciaron revueltas y motines de un profundo carácter polí-tico antiestatal y centralista que contenían una enorme di-

mensión simbólica y respondían, sobre todo, a una lógica de

coyuntura. Sin embargo, la mayoría de los historiadores las estudian sin sospechar estas características porque ellos arrastran una “visión espasmódica” sobre la protesta popu-lar.

No entienden que la dimensión simbólica existe en las

clases populares porque ellas han desarrollado una clarivi-dencia para percibir y desacralizar los emblemas de la hegemonía y hacen tambalear sus seguridades, al inventarse acciones que van más allá de lo “económico”. Tampoco descubren aquellos científicos que los sectores populares no tienen muchas alternativas para planificar el futuro y, por tanto, se ven obligados a crear una peculiar capacidad para entender y aprovechar las ocasiones que se les presentan; es decir, se ven obligados a valerse de una lógica de coyuntura –como lo acuña Michel de Certeau–, que es algo bien dife-rente del “inmediatismo” que muchos letrados suelen ver en sus acciones. Sobre la cultura de estos sectores agrega Mar-tín-Barbero:

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Desde mediados del siglo XVIII la cultura popular vive una aventura singular: amenazada de desaparición va a ser al mismo tiempo tradicional y rebelde, Mirada desde la racio-nalidad ilustrada esa cultura aparece conformada única-mente por mitos y prejuicios, ignorancia y superstición. Y es indudable que contenía mucho de eso. Pero lo que desde esa racionalidad no se podía entender es la significación histórica de que estaban cargados algunos componentes de esa misma cultura: desde la obstinada exigencia de fijar “cara a cara” los precios del trigo, a las procesiones bufas y las canciones obscenas y los relatos de terror. ¡Qué mayor desafío a la mentalidad ilustrada que el de esos relatos de terror de los que se alimentan las clases populares en pleno siglo de las luces! Pero quizás resulte todavía más escanda-loso afirmar sin nostalgias populistas que en esa cultura de la taberna y los romanceros, de los espectáculos de feria y la literatura de cordel, se conservó un estilo de vida en el que eran valores la espontaneidad y la lealtad, la descon-fianza hacia las grandes palabras de la moral y la política, una actitud irónica hacia la ley y una capacidad de goce que ni clérigos ni patronos pudieron amordazar.

Además de este reconocimiento, el autor se aventura en

una detallada excursión por las producciones culturales para

el pueblo, pero a las que no se las puede considerar pura ideología, por cuanto no sólo le daban a aquel un acceso a la cultura hegemónica, sino que, a la vez, le permitían comu-nicar sus experiencias.

Estas exploraciones le sirven al profesor para indicarnos

cómo las formas expresivas de lo popular se insertan en la industria cultural y negocian con ella o elaboran otros sen-tidos. De ahí sus análisis sobre la narrativa oral y la literatura de cordel, sobre la iconografía religiosa y las imá-genes de Épinal –que posibilitan la aparición de las tiras cómicas y los folletines–, y del circo, y de ese “espectáculo total” que tanto le ha llamado la atención: el melodrama.

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Sobre sus complejas dimensiones y permanencias nos re-vela:

La obstinada persistencia del melodrama más allá y mucho después de desaparecidas sus condiciones de aparición y su capacidad de adaptación a los diferentes formatos tecnoló-gicos, no pueden ser explicadas en términos de operación puramente ideológica o comercial. Se hace indispensable plantear la cuestión de las matrices culturales, pues sólo desde ahí es pensable la mediación efectuada por el melo-drama entre el folklore de las ferias y el espectáculo popu-lar-urbano, es decir, masivo. Mediación que en el plano de los relatos pasa por el folletín y en el de los espectáculos por el music-hall y el cine. Y del cine al radioteatro y la teleno-vela una historia de los modos de narrar y de la puesta en escena de la cultura de masas es, en muy buena parte, una historia del melodrama.

Para rematar este segundo trayecto, nuestro autor se

aventura en la trocha que lleva de las masas a la masa. En esa pesquisa, sostiene que el largo proceso que acabamos de esbozar y que sirvió al capitalismo para aculturar a las cla-ses populares, sufrió una ruptura a mediados del siglo XIX, cuando relegó la legitimidad burguesa desde arriba hacia el centro y dio el salto de las formas de sumisión a las del consenso. Y añade que ese tranco fue grande; porque, entre otras cosas, debilitó el sistema tradicional de diferencias sociales, permitió la constitución de las masas en clase y, por consiguiente, el surgimiento de una cultura de masa.

En seguida, prueba que esta última socavó desde dentro

la cultura de clase al convertirse en espacio estratégico para la hegemonía porque mediaba, es decir, porque cubría las diferencias y reconciliaba los gustos. De esta manera, con-cluye, la cultura de masa se constituyó activando y defor-

mando, al mismo tiempo, señas de identidad de la vieja cultura popular, e integrando al mercado las nuevas deman-

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das de las masas. Para ejemplificar esta última afirmación, sigue el entramado que tejen la memoria narrativa popular y la industria cultural y encuentra que ellas recrean dos géneros –el western y el melodrama–, y generan unas gramá-ticas que le ayudan a Hollywood no sólo a fabricarse el primer medio masivo de una cultura transnacional, el cine, sino sobre todo un lenguaje “universal”.

En el tercer trecho, el investigador analiza los procesos

sociales mediante los que se constituye lo masivo en Améri-ca Latina durante el último siglo, desde el surgimiento de los nacionalismos hasta la invasión de las transnacionales. Basándose en este panorama, ausculta los desplazamientos producidos en el actual debate teórico y metodológico; y revela, por fin, el sentido profundo de su singular periplo: el de probar la tesis, enunciada desde Quirama, según la cual resulta más fecundo analizar la comunicación inscribiéndola en

la cultura y, a su vez, a ésta en la política. Pero, como se ha ido aclarando a lo largo de esta pesquisa, concibiendo a la cul-tura desde una perspectiva menos estrecha y a la política desde una perspectiva más amplia. Es decir, concibiendo que la cultura integra lo popular y lo mediático, y que la políti-ca comprende lo cotidiano y lo simbólico: las resistencias simbólicas de la vida cotidiana.

Naturalmente, esta perspectiva teórica exige superar las lecturas contenidistas a la Mattelart que se venían haciendo en el continente y asumir, más bien, el análisis de las mediacio-

nes que el de los medios. Para ello es preciso construir mapas nocturnos sobre múltiples asuntos: la cotidianidad, los con-sumos, la lectura, las mediaciones televisivas en la cotidia-nidad familiar, la temporalidad social y la competencia cultural (recuérdese a Bourdieu); y también sobre las lógicas de la producción, los usos de los medios y la construcción de identidades que se forjan desde el melodrama.

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Y esos mapas nocturnos no son otra cosa que las avanzadas panorámicas y síntesis cruciales que resultan de meternos en los procesos y examinar sus mediaciones desde los nue-vos conceptos de cultura y política. Ellos nos posibilitará descubrir lo popular que nos interpela desde lo masivo. Esas ver-dades culturales de América Latina a las que hemos estado de espaldas.

Abiertos territorios para sismólogos

Esta apretada síntesis caricatural para iniciados –tal vez más parecida a las rigideces catequísticas de la Harnecker que a las humoradas de Rius–, tiene el propósito de aclarar qué le decía De los medios a las mediaciones a un país que se encontraba “en selva oscura” y a una generación que estaba más allá de “en medio del camino de la vida”.

El país hacía su viaje al infierno actual en medio del de-

sangre que significaban, por un lado, la matanza sistemática de la oposición constituida por la Unión Patriótica y, por otro, los delirantes atentados del narcotráfico. La despecha-da canción de Darío Gómez Nadie es eterno en el mundo, se volvió entonces inevitable himno de entierro. En medio del cataclismo, el gobierno intentaba “hacer presencia” con su Plan Nacional de Rehabilitación que suponía analizar los conflictos sociales y crear embriones de planeación partici-pativa. En algunos sectores comenzaba a surgir la esperanza de proponer una nueva Carta Constitucional.

Mientras tanto, las universidades –como vimos en Qui-

rama– permanecían ajenas a esas zozobras. Es más, en las Facultades de Ciencias Sociales se ejercía la desconfianza contra los textos que intentaban enfrentar ese presente y que, para ello, no se sometían a las rígidas fronteras disci-plinarias ni aspiraban a seguir manteniendo los cómodos y

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anacrónicos esquemas mentales que satisfacían a muchos de los profesores, pues pretendían comunicarse con públicos más amplios yendo más allá de las discriminadoras jergas académicas. Se los desdeñaba por “apresurados”, “carentes de rigor epistemológico” o, las más de las veces, por “litera-rios” o “periodísticos”. Bajo ese fuego inquisitorial cayeron los libros de Arturo Alape y Alfredo Molano por atreverse a utilizar fuentes orales o aplicar técnicas de la literatura. También los trabajos de Ángel Rama y de José Joaquín Brunner que cuestionaban la poca influencia de los intelec-tuales en la cotidianidad latinoamericana del último medio siglo.

De los medios a las mediaciones tampoco fue la excepción.

“No se sabe de qué trata –dijeron algunos–. No se sabe si es historia, antropología, sociología, comunicación o estética. Y, para colmo, propone observar unos procesos sociales y culturales que no son muy relevantes y utilizar unas meto-dologías no cuantificables.” Sin embargo, Martín-Barbero en su propio prólogo había previsto estas incomprensiones e, incluso, las propias dificultades de su obra. Entre ellas,

[...] en la primera parte, para articular un discurso que, siendo reflexión filosófica e histórica, no se distancie dema-siado ni suene exterior a la problemática y la experiencia que trata de iluminar. Y a ratos, la sensación doblemente insatisfactoria de haber quedado a medio camino entre aquellas y éstas. Además de innegable sabor a ajuste de cuentas que conservan ciertas páginas. El aparente parecido de la segunda parte con el trazado de una arqueología que buscara en el pasado, en sus estratos, la forma auténtica de unos modos y unas prácticas de comunicación hoy desa-parecidas y degradadas. Cuando en verdad lo que busca-mos es algo radicalmente diferente: no lo que sobrevive de otro tiempo, sino lo que en el hoy hace que ciertas matrices culturales sigan teniendo vigencia, lo que hace que una na-rrativa anacrónica conecte con la vida de la gente. Y en la tercera parte, la tramposa impresión de que, al investigar

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las formas de la presencia del pueblo en la masa, estuvié-ramos abandonando la crítica a lo que en lo masivo es enmascaramiento y desactivación de la desigualdad social y por tanto dispositivo de integración ideológica. Pero es qui-zá el precio que debemos pagar por atrevemos a romper con una razón dualista y afirmar el entrecruzamiento en lo masivo de lógicas distintas, la presencia ahí no sólo de los requerimientos del mercado, sino de una matriz cultural y de un sensorium que asquea a las élites mientras constituye un “lugar” de interpelación y reconocimiento de las clases populares.

Con todo, el texto introdujo nuevas perspectivas en el de-

bate de los intelectuales colombianos y, además, en conso-nancia con lo que su autor había admirado en Raymond Williams, propuso un programa de investigación y política cultural.

Como se puede inferir de lo que resaltamos en nuestro

apurado recuento, De los medios a las mediaciones hizo, en primer lugar, una crítica revisión de una amplia bibliografía pluridisciplinaria procedente de Europa, Estados Unidos y América Latina, a la que hasta ese momento habíamos accedido de una manera bastante fragmentaria y que, dadas las miradas hegemónicas de la época, no hubiéramos en-contrado ni zurcido de la manera sutil y reveladora como lo hizo su autor.

Esto bastó para mirar de forma más matizada las diferen-

cias entre los trayectos de Europa y América Latina; entre ellas, por ejemplo, la de que nosotros hubiéramos concebi-do los Estados sin tener las naciones. De ahí su insistencia en que la estudiáramos teniendo en cuenta las grandes tra-diciones teóricas sí, pero con ojo avizor para nuestras propias especificidades y las teorías que ellas reclamaban.

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En segundo término, este repaso nos limpió la mirada pa-ra percibir la urgencia de superar los fanáticos esquematis-mos en los que nos habíamos encerrado, en particular, aquella torpe confrontación entre europeístas y latinoameri-canistas o entre universalistas y localistas, y nos invitó a preocupamos más por tener informaciones más amplias, válidas y originales a la hora de juzgar las “largas duracio-nes” de la historia. En tercer lugar, nos llamó la atención sobre la necesidad de instalarnos en las densas tradiciones investigativas sobre la(s) cultura(s) y, en especial, sobre la cultura popular. Y por último, en cuarto término, nos re-cordó la necesidad de esforzarnos por confrontar los conceptos y redefinirlos para nuestras circunstancias.

Por eso nos reseñó la tradición que va de Gramsci a los

estudios culturales ingleses, a los científicos sociales france-ses y al surgimiento y consolidación de los aportes latino-americanos y, por consiguiente, nos exigió redefinir lo que entendíamos por lo simbólico, la cultura popular, la industria

cultural, la cultura de masas. Con las nuevas herramientas que fabricáramos podríamos hablar del presente yendo más allá de las meras generalidades e impresiones.

En consecuencia, el texto es una de esas síntesis profun-

das –un mapa nocturno– de las que aclaran el panorama y estimulan para emprender nuevas exploraciones. Una guía para caminantes noctámbulos por territorios huidizos. Por eso su utilidad en nuestra política cultural; porque, por un lado, contribuyó a promover e institucionalizar la investiga-ción sobre culturas orales, escritas y audiovisuales en el país y, por otro, ayudó a replantear el sentido de la tarea de comunicadores y críticos culturales al incitarlos a abando-nar el arrogante papel de intérpretes o intermediarios entre la cultura de élite y sus públicos, para convertirse en mediado-

res de las diversas culturas con las gentes.

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De los medios a las mediaciones sirvió, pues, para asumir que en nuestro país era importante pensar más allá de los reduc-tos de las ciencias sociales; que la comunicación entre las culturas orales, escritas y audiovisuales pasaba por pregun-tarse con qué lógicas, nociones de espacio y tiempo, formas de expresión y concepciones sobre el cuerpo y la mirada hablábamos desde cada una de ellas; que podíamos propo-ner y discutir sobre políticas culturales. En suma, para asumir que el nuestro era un país pluricultural, como lo consagraría días después la Carta Constitucional de 1991.

De los medios a las mediaciones es junto con Procesos de co-

municación y matrices de cultura una compleja máquina de vasos comunicantes o un libro siamés. Ambos se alimentan mutuamente: uno se adentra en los laberintos de la cotidia-nidad, el otro responde las preguntas teóricas que de ella surgen y viceversa. Ellos nos dejan enseñanzas sobre las maneras de relacionar la práctica con la teoría, sobre la humildad para atender las interpelaciones de lo cotidiano; y, sobre todo, sobre la necesidad de ser útiles, de que los intelectuales seamos capaces de competir en influencia con la escuela y con la televisión que han sido, Brunner dixit, el “Kant de los pobres” en América Latina. Con ello, tampoco olvidaremos los penúltimos descubrimientos de Ángel Ra-ma.

A partir de De los medios, Martín-Barbero no es más el irri-

tante guerrillero semiológico de la Tadeo Lozano, sino alguien que ha alcanzado la cima del creador/agitador. Pues, aunque a menudo lo reclaman los medios para con-sultarle sobre los problemas del país, él, por su parte, persiste como conferencista y polemista; como coautor de investigaciones con sus alumnos y de libros con otros inves-tigadores; como partícipe en la veeduría ciudadana para la televisión; como proponente de eventos y de nuevas líneas de investigación.

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En esta última labor, nos reclama ahora ocuparnos de

pesquisar la ciudad, los medios y la política y, también, la relación estratégica entre comunicación-educación. Para incitarnos nos entrega nuevas síntesis de su obra oral, clara y contundente –como Pre-textos (1995)–, y nos adelanta escritos suyos densos y complejos sobre los nuevos temas a abordar como son, entre otros, “Comunicación y ciudad: sensibilidades, paradigmas, escenarios” (1996), “El miedo a los medios. Política, comunicación y nuevos modos de representación” (1997), “Heredando el futuro. Pensar la educación desde la comunicación” (1997) o “Globalización comunicacional y descentramiento cultural” (1997) y “Mo-dernidades y destiempos latinoamericanos” (1998). Mien-tras tanto, a pesar de los anteriores esfuerzos, los alcaldes elegidos por votación popular –qué paradoja– se empeñan en abolir las huellas de la cultura popular que habitan los centros de nuestras ciudades con el pretexto del turismo, la higiene o el desarrollo urbano. Todos sabemos que lo único que ansían es llenarse los bolsillos, con sus socios, en nom-bre de un supuesto progreso.

Por su parte, nuestras Facultades de Comunicación an-

dan a la deriva, ensimismadas en las jergas académicas –qué ironía– que antes rechazamos y creyendo que su tarea es la de formar cuadros para los medios sin darse cuenta que el paisaje ha cambiado. Ahora tenemos emisoras co-munitarias y canales locales de televisión –pero, a menudo, en manos de clérigos, militares y clientelistas– y una “liber-tad de expresión” que nos viene grande ante la concentra-ción oligopólica de los medios. Poco decimos o peleamos por el derecho a la calidad de información que pusimos en la nueva Carta Constitucional.

A su vez, los conductores de los noticieros cobran su sa-

bihondez y arrogancia parcializada en millones, y por esto

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se convierten en modelos a seguir para nuestros estudiantes. Ellos también, Marlowe, quieren ser bustos parlantes ricos, bellos y famosos.

Por eso, aunque celebran a Jesús Martín-Barbero como

quien sabe dónde se elevan las cometas, temo que no lo hayan leído. Al menos eso intuí en el pasado Encuentro Latinoamericano de Facultades de Comunicación en Lima, porque cuando se rindió homenaje a nuestro autor, ellos se pusieron de pie agitando la bandera nacional al grito de “¡Colombia, Colombia, Colombia!”. Ante la hinchada, Martín-Barbero aplicó la pedagogía de reconocerse lati-noamericano. Igual lo hizo, después, una Manuelita Beltrán que se paró ante los dos mil quinientos asistentes al evento con el fin de recordar que la guerra peruano-ecuatoriana no era más que una cortina de humo para anestesiar a nuestros países.

Pensando en ellos escribo estas largas y, quizás, obvias

páginas. Tal vez los recuentos de los procesos de sus actua-les profesores –del paso de su desdén adolescente a la comodidad de los esquemas y a las preguntas adultas–, y de las batallas orales y escritas dadas por Jesús Martín-Barbero para romper los acartonamientos académicos, proponer reflexiones sobre los procesos culturales contemporáneos, ampliar los conceptos de comunicación y abrirles un espa-cio en la agenda pública colombiana, nos sirvan para avivar los retos que tenemos –nosotros, profesores de comunica-ción–, en este corrupto y ensangrentado callejón sin salida que seguimos (ll)amando Colombia.

Aquí necesitamos todavía iluminaciones de navajas. Y,

sobre todo, mediaacciones.