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III PREMIO JOVEN DE RELATO CORTO

EL CORTE INGLÉS

Edición 2010

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ACTA DEL FALLO DEL JURADO DEL III PREMIO JOVEN DE RELATO CORTO

“EL CORTE INGLÉS”

El jurado compuesto por los siguientes miembros: - Doña Consuelo Allué, filóloga e investigadora - Don Javier Olivar, poeta y vocal de Juventud del Ateneo Navarro - Don Santiago Elso, psicólogo - Don José Luis Allo, poeta y secretario del Ateneo Navarro.

Después de examinar los 60 trabajos presentados a concurso procedentes de varias Comunidades Autónomas de España, resalta la calidad de los relatos finalistas. El jurado falla lo siguiente: Otorgar el primer premio a: Daniel Morales Perea con su obra “Cita Previa” Otorgar el segundo premio a: María Villar Luzuriaga con su obra “Lleno, por favor” Otorgar el premio al mejor relato navarro a: Ainhoa Arnaiz Tomé con su obra “Dulce de Leche” El jurado, el Ateneo Navarro y El Corte Inglés dan su enhorabuena a los ganadores y agradecen a todos los participantes su contribución a este certamen. Pamplona, 7 de junio de 2010

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Página 5: ÍNDICE DANIEL MORALES PEREA Cita previa................................................................. MARÍA VILLAR LUZURIAGA Lleno, por favor....................................................................... AINHOA ARNAIZ TOMÉ Dulce de Leche..................................................…………..

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GANADOR I I I PREMIO JOVEN DE

RELATO CORTO

Daniel Morales Perea

Cita Previa

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Página 8: Daniel Morales Perea, nace en Cádiz en 1983, estudia la carrera de Filosofía y movido

por su pasión sobre la escritura, se dedica a escribir cuentos. Ha participado en varios

concursos y puede presumir de haber ganado muchos de ellos como;

VII Certamen de Relatos “Los Sueños de Cada Uno”, de Zamora, obteniendo el primer

premio por “Juanjo y Chuck”.

Muestra Andaluza de Literatura Joven “MálagaCrea 2008”, obteniendo el primer

premio en la modalidad de narrativa por “Crónicas de Ciudad”.

XXII Premio Narrativa Corta en Castellano “Ciudad de Novelda”, obteniendo el

primer premio por “Vida y hechos de Gaspar Tenorio”.

Premio “Federico García Lorca 2009”, de la Universidad de Granada, obteniendo el

primer premio en la modalidad de poesía por “Diccionario de filosofía”.

XVI Certamen Literario Nacional “Villa de Periana”, obteniendo el primer premio por

“ Homónimos”

XI Concurso de Relatos “8 de Marzo Día Internacional de la Mujer”, Zaragoza.,

obteniendo el primer premio por “Extra Gafe”.

Certamen “Jóvenes Creadores 2008”, de Salamanca, obteniendo el segundo premio en

la modalidad narrativa por “La noche del diluvio”.

A todo esto hay que añadirle la creación de un poemario titulado “Diccionario de

Filosofía,”editado por la editorial Point de Lunettes.

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Cita Previa

–Hidrosfera –dijo el hombre musculoso, y un hilillo de baba le rodó por la barbilla.

La dentista le ajustó el extractor de saliva a la base de la encía.

–Ahora es mejor que no hable –dijo. Él asintió con la cabeza–. Si le hago daño levante

la mano izquierda –levantó la mano izquierda–. ¿Le hago daño? –el hombre musculoso

cerró la mano y levantó el pulgar–. ¿Eso significa que no le hago daño? –él bajó la

mano y asintió de nuevo con la cabeza.

–Horst Köhler–dijo.

La dentista miró al televisor y leyó la pregunta. «Te has pasado de listo –pensó–.

La respuesta es Ángela Merkel.» Horst Köhler –dijo el concursante–. Ángela Merkel es

la canciller, pero el presidente es Horst Köhler. «Se creerán muy listos estos dos; –

pensó la dentista–. Seguro que no hacen otra cosa en todo el día que ver la tele, y así,

cualquiera se sabe la respuesta.» Vaya vaya –dijo el presentador–, veo que le gusta a

usted la política. Apuesto a que muchos de nuestros telespectadores no sabían la

respuesta. Muy bien, ahora jugamos por diez mil euros.

La dentista cogió una jeringuilla. Pensó que una dosis extra de anestesia

mantendría callado al hombre musculoso. Por supuesto, no lo pensó en serio. Era una

profesional y sabía que con esas cosas no se juega.

–Abra un poco más la boca. Así, un poco más –cuando la jeringuilla penetró en la encía,

el hombre musculoso levantó la mano izquierda. Ella extrajo la aguja cuidadosamente–.

Sé que duele un poco, pero sólo es un segundo…

–La B, H2O2.

«Uno, dos, tres…» La dentista había oído decir que, cuando algo nos pone

nerviosos, hay que contar hasta diez para no perder los estribos. Contó en silencio hasta

cinco y le pareció suficiente.

–Si sigue usted hablando no voy a poder hacerle el empaste.

Él asintió de nuevo con la cabeza. En esta ocasión, acompañó el gesto con los

párpados, que se cerraron despacio. La dentista lo interpretó como una disculpa.

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Después de reflexionar durante cinco minutos, el concursante, se decidió por la

opción B, H2O2. ¿Está usted seguro, Serafín? –le azuzó el presentador–. Mire que aún

le quedan los tres comodines y si falla no podrá seguir jugando. El concursante apretó

la boca y miró de reojo hacia arriba, como pidiéndole opinión al techo. Seguro, lo que

se dice seguro… –dijo. La dentista pensó que aquel tipo era un palurdo. ¿Cómo podía

dudar tanto? La pregunta era facilísima. Pero H2O2 es la única que me suena y no voy a

gastar un comodín tan pronto. Además, la del agua era H2O, ¿no? Y digo yo que el

agua oxigenada llevará agua, ¿no? Así que H2O2.

–Ahora hay que dejar que la anestesia haga efecto. Vuelvo en unos minutos.

Cuando la dentista volvió a la sala, una mujer de mediana edad se lamentaba en

el televisor. Debido a una funesta suma de casualidades, la camiseta de su hijo pequeño

se había manchado de aceite, de café, de chocolate y de tinta. La metió en la lavadora.

La siguiente escena parecía sacada de una película de ciencia-ficción. Unos bichitos

antropomorfos, a bordo de naves espaciales, atacaban a las manchas. La batalla era

cruenta, no faltaban los rayos láser y las bombas de oxígeno. Finalmente, los bichitos

antropomorfos derrotaron a las manchas, lo que alegró muchísimo a la mujer de

mediana edad. Después, la dentista escuchó la sintonía del programa. Ya estamos de

vuelta –dijo el presentador–, jugando por… ¡Nada menos que veinticinco mil euros!

– ¿Le ha hecho efecto la anestesia?

–Si.

–Muy bien, entonces abra la boca, por favor.

El hombre musculoso obedeció. Mientras la dentista le raspaba la muela con un

punzón metálico, el presentador formuló la pregunta. ¿Cuál de los siguientes animales

es carnívoro? La dentista miró un instante al televisor. Era evidente que ya se habían

acabado las preguntas fáciles. ¿Cuál de aquellos animales era carnívoro? A: el Tapir, B:

la Jirafa, C: la Mariquita, D: la Alpaca. El concursante estaba tan sorprendido como la

dentista. La jirafa no puede ser –razonó–, por aquello de que alargan el cuello para

comerse las hojas de los árboles. «La mariquita tampoco –le ayudó mentalmente la

dentista–, porque es demasiado pequeña. »

–La mariquita –dijo el hombre musculoso, aprovechando un despiste de la dentista, que

en ese momento se lavaba las manos.

– ¿La mariquita?

–Si.

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Le recuerdo que aún tiene a su disposición los tres comodines –dijo el

presentador–. El tapir… –respondió el concursante–. No consigo acordarme de cómo es

un tapir, pero tiene nombre de carnívoro, ¿no? Y la alpaca… Dios mío, ¿qué es una

alpaca? Voy a usar el comodín del público. La cámara, haciéndose eco de sus palabras,

enfocó las gradas. Los espectadores acababan de echar mano de un pequeño panel,

parecido a un mando a distancia, en el que debían teclear una de las cuatro opciones. La

mayoría acompañaba el ademán con un gesto solemne, como si firmaran una sentencia

de muerte; otros sonreían a la cámara o le daban codacitos al que se sentaba a su lado.

La votación no dejó lugar a dudas. El 73 por ciento de los espectadores creía que las

mariquitas eran animales carnívoros. El resto de los votos estaba repartido, más o menos

equitativamente, entre las demás opciones. La cosa está clara –dijo el concursante–. La

mariquita. El presentador miró a la cámara, se acarició el labio superior con el pulgar y

puso cara de chico Martini. A la una, a las dos… Marcamos la mariquita. Y la respuesta

es… ¡Correcta! El público aplaudió enfervorecido. El concursante les agradeció la

ayuda llevándose la mano al pecho.

La dentista empezó a preparar la masa del empaste. «Todos los días se aprende

algo nuevo –pensó–. Lo raro es que la gente del público lo supiera. ¿Soy yo la única

tonta que pensaba que las mariquitas eran herbívoras?»

La siguiente pregunta valía cincuenta mil euros. La Batalla de Vosgos, de la

Guerra de las Galias, supuso la victoria de Julio César sobre: A: Ariovisto, B:

Orgétorix, C: Cástico, D: Napoleón. El concursante enarcó las cejas y contrajo los

hombros. La verdad es que no lo sé –dijo. «Qué va a saber el palurdo –pensó la

dentista–. No se sabe la fórmula química del agua oxigenada y van y le preguntan por la

Guerra de las Galias. » Seguro que no es Napoleón –siguió el concursante–, porque lo

de las Galias es mucho más antiguo, ¿no? Ariovisto, Orgétorix… No tengo ni idea.

La dentista tenía la vista clavada en la muela del hombre musculoso. Desvió la

mirada: miró sus ojos. Él se dio cuenta y también la miró. Ella le sacó las manos de la

boca.

–Ariovisto –dijo el hombre musculoso.

– ¿Seguro?

–Si.

El hombre musculoso abrió la boca y la dentista volvió al trabajo. Voy a pedir el

comodín del cincuenta por ciento –dijo el concursante. Dos de las cuatro opciones

desaparecieron. Ahora sólo quedaban Ariovisto y Napoleón. Me lo habéis puesto a

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huevo, uy, perdón, ¿se pueden decir tacos en la tele? El presentador puso cara de padre

moderno, de los que llevan el flequillo alborotado y zapatillas deportivas. Estamos en

un país libre. Puede usted decir todos los tacos que quiera. ¡El que no puede hacerlo

soy yo! A no ser que quiera acabar de patitas en la calle. Ya ve usted, Serafín, gajes del

oficio… Ejem, volvamos a lo nuestro, ¿marcamos Napoleón? El concursante lo

corrigió: no, Ariovisto. Casi le pillo… –dijo el presentador–. Bien, Ariovisto. Y la

respuesta correcta es… ¡Ariovisto! A esto lo llamo yo un hombre inteligente. La cámara

enfocó de nuevo las gradas, dio una vuelta al ruedo y volvió al centro del panel. Ahora,

por cien mil euros, veamos qué tal se le da la literatura. El 28 de diciembre de 1925, el

poeta ruso Sergei Esenin se suicidó en un hotel de Leningrado, dejando un poema de

despedida cuyos dos últimos versos son…

–En esta vida, morir no es nuevo / Vivir, sin embargo, tampoco es ninguna novedad –

dijeron a la vez el concursante y el hombre musculoso, antes de que aparecieran en la

pantalla las cuatro opciones.

La dentista miró a uno y después a otro. «No se sabe la fórmula del agua

oxigenada pero se saca de la manga un poema que no conoce ni dios. » Y, sin darse

cuenta de que sus pensamientos subieron de volumen, añadió:

–Vaya con el palurdo –el hombre musculoso la miró por el rabillo del ojo y ella se dio

cuenta de que había hablado en voz alta–. Oh, no me refería a usted… Está claro que

usted no es un palurdo, aunque esté lleno de músculos y todo eso… No, no, lo que

quiero decir es que los músculos no tienen nada que ver con la inteligencia… No,

tampoco es eso… No piense que… Usted ya me entiende…

El hombre musculoso sonrió. A la dentista le dio la impresión de que apretaba

los pectorales. «Esto me pasa por seguirle el juego. Soy dentista, no camarera. El que

quiera divertirse que vaya a una discoteca. Aquí se viene a sufrir. »

Es que soy de letras, ¿sabe? –explicó el concursante–. Ya veo –dijo el

presentador–. Sin embargo, es mucho dinero lo que está en juego. Y aún le queda el

comodín de la llamada, así que si no está usted seguro… Estoy seguro.

La respuesta, no hace falta decirlo, era correcta.

–Perdón, perdón, lo siento…

–No ha sido nada.

La dentista aún no se había repuesto del shock. Le temblaban las manos y

acababa de enganchársele el punzón en la encía del hombre musculoso. Era una herida

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sin importancia, y el hombre musculoso, anestesiado, apenas la sintió, pero la dentista

se puso roja como un tomate y empezó a dudar que pudiera acabar el empaste.

–Creo que lo mejor será… Voy a refrescarme un poco, vuelvo en un par de minutos.

Mientras salía de la habitación, oyó que el hombre musculoso decía:

–En 1634.

Fue al lavabo y metió la cara debajo del grifo. El agua fría la reconfortó. No

debía tomarse las cosas tan a pecho. Cualquier otro se tomaría a risa aquella situación.

Sí, eso era justo lo que iba a hacer: tomárselo a risa. Después de todo, esa misma tarde,

cuando saliera de la clínica, iba a pasar un buen rato contándole todos los detalles a su

novio. No había motivo para no empezar a divertirse en aquel mismo momento. Llamó

a su asistenta.

–De verdad te digo que es increíble, las ha acertado todas. Si quieres, puedes

comprobarlo por ti misma. Voy a dejar la puerta entreabierta. Asómate. Te puedo

asegurar que no va a decepcionarte.

Hay que reconocer que en la última pregunta ha tenido usted suerte –decía el

presentador cuando la dentista volvió a la sala–. Dígame, ¿por qué eligió al azar 1634,

en vez de utilizar el comodín de la llamada? El concursante estaba en su salsa. Acababa

del batir el récord del programa y se sentía seguro, elocuente, capaz de hacer frente al

presentador. Pues verá, pensé que no era la pregunta apropiada para usar el comodín.

Si no me equivoco, el tiempo máximo de la llamada son treinta segundos, y no creo que

a mi colaborador le hubiera dado tiempo a recordar una fecha tan peliaguda. Preferí

guardar el comodín para una pregunta más concreta. Sonrió. Le había quedado muy

bien lo de «colaborador», aunque quizá lo de «peliaguda» fue excesivo. Sí señor –dijo

el presentador–, así es como se juega. Inteligencia y valor. Si a eso le añadimos una

pizca de suerte, el resultado es el que ustedes están viendo: el mejor concursante de la

historia del programa. El primero que llega a la última pregunta. Señoras y señores, he

aquí la pregunta del millón de euros: el uretano dimetacrilato, usado frecuentemente en

la elaboración de empastes dentales, fue descubierto por…

El rostro de la dentista resplandeció.

– ¡Ésa me la sé! –dijo.

A: Foster y Walker. B: Addie Bundren. C: Livermoore y Ashe. D: Ray Bowen.

¿Qué clase de pregunta era aquélla?, Se preguntó el concursante. Dimetacri… Como si

me hablaran en chino –dijo–. Y eso que tengo dos empastes, uno aquí y otro aquí, pero

hay que reconocer que la preguntita… Además, ya sabe que soy de letras… El

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presentador imitó la voz de Marlon Brando en El padrino: amigo, para ganar un millón

de euros no basta con saber de letras.

–Los empastes se hacen con la resina de Bowen… –murmuró la dentista–. Ray Bowen.

Voy a usar el comodín de la llamada. El presentador hizo un truco de magia y

sacó un teléfono de la oreja del concursante. Ahora, señoras y señores –dijo–, quiero

silencio absoluto. Tenemos treinta segundos para ganar un millón de euros. ¿A quién

vamos a llamar? El concursante barajó en silencio distintas posibilidades. A Adrián.

El hombre musculoso levantó la mano izquierda. La dentista le dejó la boca

libre.

– ¿Quiere hacer el favor de acercarme el maletín? –dijo el hombre musculoso.

– ¿El maletín?

–Sí, está colgado en el perchero –la dentista no entendía a cuento de qué venía ahora lo

del maletín, pero obedeció–. Creo que van a llamarme.

El presentador marcó un número y el teléfono empezó a sonar dentro del

maletín. La dentista comprendió.

– ¿Quiere cogerlo usted?

– ¿Yo? –contestó la dentista. La mano le temblaba. Un enjambre de hormigas le mordió

el coxis y le trepó por la espalda hasta la base del cuello. ¿Por qué se ponía nerviosa?

Sabía la respuesta. «Maldita sea, soy dentista.» Apretó con fuerza los puños y, en un

gesto sublime, como quien clava una bandera en un planeta inexplorado, cogió el

teléfono.

– ¿Adrián? –dijo el concursante.

–No, soy su dentista.

– ¿Su dentista? ¿Y qué hace Adrián en el dentista? Le dije que estuviera pendiente del

teléfono. Dígale que se ponga, por favor.

–Me ha pedido que lo coja yo –miró al hombre musculoso, que le guiñó un ojo

cómplice–. Tranquilo, soy dentista, puedo responder a la pregunta.

El concursante parecía indeciso. Ocho, siete, seis… –contó el presentador. Está

bien, ¿cuál es la respuesta? –dijo el concursante–. Dos, uno…

–Ray Bo… –alcanzó a decir la dentista antes de que se cortara la llamada.

El hombre musculoso la miró con los ojos como platos.

–Era la A –dijo–: Foster y Walker. La resina de Owen se usa en muchos empastes, pero

no en todos. El uretano dimetacrilato es otro tipo de resina.

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Un rayo, la dentista sintió que un rayo la atravesaba de la cabeza a los pies. Era

verdad. No, no podía ser verdad. Sí que lo era: Foster y Walker. La pregunta tenía truco

y ella había caído como una colegiala.

–Dios mío, ¿qué he hecho? –y miró a su asistenta, que, escondida detrás de la puerta, se

tapaba la cara con las manos y negaba con la cabeza.

Uf, por los pelos –dijo el presentador. El concursante resopló, exhausto, como si

acabara de correr los cien metros lisos. Creí que no iba a darle tiempo –dijo. Y después,

inflando el pecho: Ray Bowen. El presentador arrugó la nariz. No necesito recordarle –

dijo– que está usted jugándose muchísimo dinero. Y la respuesta de su amiga no ha

sido concluyente. Los labios del concursante dibujaron una sonrisilla picarona. Ha dicho

Ray Bo. Y es dentista. Ray Bowen. El presentador atrajo la cámara hacia sí. Señoras y

señores –dijo–, estamos ante un momento mítico de la historia de la televisión. Acaban

ustedes de presenciar una muestra incomparable de la grandeza de este espectáculo.

Un hombre que se lo juega todo en treinta segundos. Una llamada. Una dentista que,

por un azar maravilloso, aparece al otro lado de la línea para responder una pregunta

sobre empastes dentales. Una respuesta. ¿Quiere usted que marquemos la opción D:

Ray Bowen? Sí –dijo el concursante. La marcamos. Y la respuesta correcta, señoras y

señores, es... La dentista se tapó los ojos para disimular las lágrimas. De pronto tuvo

una idea esperanzadora: «Ahora van a decirme que mire a la cámara oculta.» Después

cruzó por su mente un nubarrón.

– ¿Por qué no me corrigió? –le preguntó al hombre musculoso.

–No me dio tiempo. La llamada se cortó.

–No, antes de la llamada. Cuando dije que los empastes se hacen con la resina de

Bowen.

– ¿Lo dijo antes? No la oí. Estaba pendiente del programa.

La respuesta es… ¡Foster y Walker! El plató enmudeció. Las manos de los

espectadores, que ya habían iniciado el vuelo, se congelaron justo antes de estallar en

aplausos. El concursante estaba anonadado. No puede ser –dijo–. Es una broma,

¿verdad? El presentador le puso una mano en el hombro. Habló en el tono de quien da

un pésame. Me temo que no. Quizá hayan sido los nervios, o las prisas. Sea como fuere,

su amiga la dentista ha fallado. En cualquier caso –añadió dirigiéndose a la cámara–,

Serafín ha jugado como un auténtico campeón, y por eso se merece un fuerte aplauso.

–No sabe cuánto lo siento… –dijo la dentista–. Yo… No sabe cuánto…

–A veces se gana y a veces se pierde.

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–Sí, pero… Un millón de euros…

–No pasa nada. Sólo es un juego.

La dentista miró a su asistenta, que seguía escondida tras la puerta. Sintió que

era inútil continuar la farsa.

–Natalia –dijo–, ¿puedes terminar tú el empaste? Ya está casi acabado.

Natalia fue hacia a la camilla, y la dentista, cabizbaja, salió de la habitación.

–Oiga –dijo Natalia cuando su jefa se hubo ido–. Debería usted participar en el

programa.

–Ya lo hice –contestó el hombre musculoso.

– ¿Qué?

–Que ya lo hice. Hará un par de meses.

– ¿Y cómo le fue?

–Fallé en la primera pregunta.

–Imposible, ¿cómo pudo fallar en la más fácil?

–No sé, las luces, el público. Me quedé en blanco. Usé el comodín de la llamada, y Serafín parecía tenerlo claro. Pero ya ve usted, a veces uno cree saber algo y en realidad no lo sabe. Son cosas que pasan. No hay que darle más vueltas. A veces se gana…

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FINALISTA I I I PREMIO JOVEN DE

RELATO CORTO

María Vi l lar Luzuriaga

Lleno, por favor

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María Villar Luzuriaga, nace en San Sebastián en 1975. Es licenciada en Derecho y

actualmente trabaja realizando tareas administrativas. Es una amante de la escritura a

la que dedica tiempo, desde hace años, en sus ratos libres. Ha participado en diferentes

concursos y los premios más destacables que ha ganado son;

XI Certamen Nacional Literario para jóvenes 2004, obteniendo el primer premio con

“Gerundios para Brigitte Bardot”.

XIII Certamen de Narrativa Premio “Maria de Maeztu” 2009, obteniendo el primer

premio con “If you be my baby”escrito en euskera.

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Lleno, por favor

Hoy mi mamá ha estado en el museo. El museo es un sitio muy grande en el que

se guardan muchos dibujos y la gente mayor va a verlos los domingos. Pero son dibujos

muy importantes. No como los míos. Bueno, los míos también son importantes, pero

sólo para mí y para mi mamá. Bueno, perdón, para mi mamá y para mí. Ayer hice uno.

De una jirafa con un cuello muy largo. Casi no me entra en el folio. Al final la cabeza

me quedó demasiado chiquita. Y mi mamá se rió mucho. Lo cogió y lo pegó en el

frigorífico, junto con el castillo con el dragón y los peces de colores. No creo que sea

tan bonito como los demás, creo que en el fondo mi mamá no se ha atrevido a decirme

que era feo.

Pues hoy ha estado en el museo y me ha traído una postal. No se lo he dicho a

ella pero es una postal bastante fea. Bueno, más que la postal, lo que no es muy bonito

es lo que tiene dentro. Son dos piedras. Pero dos piedras muy famosas porque están en

el museo. Cuando le he preguntado a mi mamá por qué estaban esas piedras en el museo

me ha cogido en volandas y me ha sentado en la silla de la cocina. Me ha explicado que

esas piedras son una escultura de un hombre que no me acuerdo cómo se llama pero que

tiene barbas. Bueno, tenía, porque creo que está muerto. Lo he visto en un libro. El

hombre también era bastante feo. Y me ha contado que esas piedras son importantes

porque por separado no son nada, pero que juntas hacen las formas de la tierra y de la

luna. Pero no es que una de las piedras sea la luna y la otra la tierra. No, no. Resulta que

si las juntas como en la postal en medio de las dos quedan dos agujeros, uno arriba y

otro abajo. Y eso es lo que se le ocurrió a ese señor de barba gris. Juntar dos piedras y

que en los huecos de las dos aparezcan la tierra y la luna.

Pues vaya.

No se lo he dicho a mi mamá, pero a mí me parece una tontería. Y más cuando

esos agujeros no tienen mucha forma de tierra y de luna. Yo creo que la tierra es más

redonda, y que la luna tiene forma de plátano con las esquinas en punta. Mi mamá me

ha dicho que ese señor, en lugar de coger piedras con esas formas, lo que hizo fue lo

contrario, imaginarse que en esos vacíos había esas cosas. Pero por más que miro la

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postal yo no veo allí ni la tierra ni la luna. Y, además, si está vacío, allí no hay nada.

Entonces mi mamá me ha dicho que ese señor tenía una teoría. La teoría es que en un

sitio donde no hay nada, puede haber algo.

Qué lío.

Si algo está vacío no puede haber nada, ¿no? No sé, cuando me como las

croquetas el plato se queda vacío, no hay nada allí. Le pido más croquetas a mi mamá

(sólo cuando son de jamón) pero ella no me da más porque dice “Sara, ya has comido

suficientes”, y yo no me invento que en ese plato hay croquetas. Bueno, cuando juego a

las cocinas sí, pero eso es diferente, porque sé que no hay pollo asado en el horno de mi

casa de muñecas, hago como que está haciéndose. Pero yo soy una niña y estoy

jugando, no soy como ese señor de barbas. En fin, que no lo entiendo.

Yo prefiero ver las croquetas a inventármelas. Además, mis dibujos son más

bonitos, aunque no sean famosos y no hagan postales, pero el dragón del castillo me

salió muy bonito, todo verde y con fuego en la boca. Sólo me faltaba dibujar a la

princesa, pero es que me quedé sin color oro y no pude hacerle el vestido.

II

Siempre es más fácil hacer una foto de la Torre de Belém en la soledad de

Noviembre que en el multitudinario Agosto. No hay duda. Ahora bien, si el día amanece

triste, debes olvidar ir a la caza de los colores y centrarte en los grises.

Era su segundo día de visita en Lisboa, y una gota fría, de lluvia, cayó en su

brazo. Miró al cielo. Lleno de nubes. ¿Qué sentido tenía todo aquello? Una gaviota se

alejaba. Sara pensó que aquel viaje a Lisboa estaba resultando una pérdida de tiempo y

de dinero. Se sentó en un escalón y recordó que la primera vez que estuvo allí la Torre

de Belém le pareció más bonita.

—Perdona…

Levantó la vista. Un chico alto estaba de pie a su lado.

—Perdona… ¿podrías hacerme una foto?

Su mano alargaba una cámara hacia ella. Sara se levantó y le sonrió.

—Sí, sí, es que no te había visto…

Examinó el aparato.

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—Es una D200, ¿no?

El chico tenía la dentadura más perfecta y blanca del universo.

—Sí, ¿la conoces?

Y ojos azules.

—Lo pone en la correa.

—Ah, claro… qué bobo soy…

Y una manera de avergonzarse muy evidente.

—No, no, te estaba tomando el pelo… sí que la conozco, de hecho tuve una… hace

tiempo…

— ¿Y qué le pasó?

Sara le miró. No te mereces el resto de la historia.

—Que la perdí.

Y hasta cierto punto era verdad.

—Vaya… qué putada…

Pues sí, pero, que se llevara la cámara, fue la menor de las putadas.

—Sí, bueno, esas cosas pasan…

Otra gota cayó en su frente. Junto con la Nikon, en la misma caja, se llevó las

conversaciones…

— ¿Y cómo quieres la foto?

… los proyectos…

—Pues no sé, había pensado coger un poco todo, torre y baluarte… igual, si me pongo

allí delante…

… la lista de la compra…

—Vale, es tu foto, por mí bien.

… el sexo…

— ¿Me pongo aquí?

… en resumen: cinco años de matrimonio.

—Un poco más a la derecha…

Y le dejó la vida vacía.

—Sí, ahí estás bien…

O eso pensó ella cuando le vio cerrar la puerta por última vez.

—Oye… no está en automático…

Porque pasaron los días y Sara seguía comprando filetes para dos…

—No, está manual, pero ya la he dejado preparada…

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… seguía tomando anticonceptivos…

—Vale… a ver, sonríe que va…

… utilizando cascos para oír la radio antes de dormir…

— ¡Ya está!... a ver qué te parece…

… visitando Lisboa por enésima vez.

—Perfecta…

El chico miraba la pantalla. Parecía satisfecho con el resultado. Tenía dedos largos,

blancos y el pelo despeinado. ¿Qué hacía solo? Pensó que tampoco ella merecía el resto

de la historia. Además debería haber elegido otra ciudad. Nueva. Miró hacia el mar. La

suya, era una historia mínima, un dato sin demasiada importancia en medio de aquel

mar oscuro, de aquel cielo negro. ¿Cómo se elegía otra ciudad? ¿Cómo acostumbrarse a

comprar la mitad de arroz? Una ola rompió a pocos metros con tremenda fuerza. Sara

deseó que la llevara mar adentro, nadar y no mirar atrás.

—Por cierto, ¿cómo te llamas?

El chico la sacó del agua.

—Sara…

La chica aterrizó en el suelo.

—Yo soy Pablo… encantado, Sara…

La chica miraba la sonrisa de ojos azules, mientras una gota seguía a otra sobre su

cabeza.

—Igualmente…

Silencio.

—Oye, Sara, ¿te puedo invitar a un café para darte las gracias?

Más silencio. Mucho asombro.

— ¿Un café?...

Deseó que hubiera sido agosto. Miró al chico. Ni un solo turista que interrumpiera

aquello. Él, una blanca sonrisa con una cámara colgando. Ella, una duda a punto de

desaparecer.

—Sí, aquí al lado hay un bar que está muy bien… no nos mojaremos… invito yo…

Sara sonrió. Empezaba a llover. Una duda sustituyó a otra: ¿habría sitio

suficiente?

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III

Vuelves a casa con la única compañía de Marc Knopfler. El piloto del

combustible te ha hecho parar. Estaciones de servicio, lugares llenos de extraños que

van o vienen, pero, que nunca se quedan. Puedes estar horas ahí sentada y nadie te

recordará.

Hace cinco minutos una camarera de rizos pegajosos te ha servido un café que le

ha gustado más a la mosca que lo sobrevuela que a ti. Una niña está sentada en una

mesa y dibuja algo en una servilleta. Recuerdas entonces los dibujos que hacías de

pequeña. Una jirafa deforme. Peces de colores. El castillo sin princesa. Todos colgados

en el frigorífico. Sonríes. Tu madre los tendrá por ahí, guardados en algún cajón. Le

tienes que llamar, por cierto. La camarera está limpiando la barra. Tira las migas al

suelo. El hilo musical hace que te den ganas de volver al coche. Un señor pide la cuenta.

La niña sigue dibujando. La mosca aterriza en el borde de tu taza de café y comienza su

aseo personal. Miras el reloj. Te quedan unas tres horas de viaje y empieza a molestarte

la espalda. Inconvenientes de no tener copiloto. El señor está reclamando porque han

apuntado un bocadillo de más. La camarera ha dejado el trapo y pone cara de

circunstancia. Las migas dejan de suicidarse. La mosca agita las alas en el borde del

abismo. Los rizos del otro lado de la barra siguen examinando el ticket. Ahora vuelvo.

Una señora se ha acercado a la niña. La mosca ha emprendido el vuelo. Qué bonito te ha

quedado cariño. La niña le sonríe. Se levanta. Se van.

Recuerdas Lisboa. Azulejos. Gaviotas. Siempre te ha gustado. Será de las pocas

capitales europeas de donde permitan volver sin haber pisado un museo. Días de calles.

De Belém. De olor a salitre. De sonidos en Alfama. De café de ojos azules. Un

escalofrío sube por tu espalda. Eso también lo recuerdas. La mirada amable. La lluvia

contra el cristal de la pensión. El aliento templado junto a tu oído. Las sábanas nuevas.

La luz encendida. Llevabas mucho tiempo sin escuchar el sonido de otra piel. Has

descubierto que es la única manera de visitar otras ciudades, de comprar sólo para ti, de

quedarte vacía.

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La camarera deja unas monedas en la barra y, después de contarlas, el señor se

marcha. El café está frío. Suspiras y decides que tienes que volver a casa, pero antes,

gasolina. Sales del bar. Fuera, separado por un cristal, un adolescente lleno de granos

espera junto a un cartel que dice; “Autoservicio 24h”. Te acercas mientras buscas la

tarjeta de crédito en el bolso y te quedas delante de sus gafas. Te mira el escote, pero no

parece interesarle demasiado, así que, mientras masca chicle con desgana, te pregunta

cuánto combustible le vas a echar. Le miras.

—Lleno, por favor.

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MEJOR RELATO NAVARRO

I I I PREMIO JOVEN

DE RELATO CORTO

Ainhoa Arnaiz Tomé

Dulce de Leche

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Ainhoa Arnaiz Tomé, nace en Pamplona en 1977. Estudió Ingeniería Agronómica y

actualmente trabaja en una biblioteca científica. Ha trabajado en diferentes países, lo

que le ha dado una gran experiencia a todos los niveles.

Empezó a escribir relatos hace 3 años; en ellos recoge cosas curiosas que le llaman la

atención tanto de la vida cotidiana como de momentos más esporádicos (como viajes,

encuentros, etc)

Ha participado en varios concursos realizados en Navarra y el País Vasco, obteniendo

diferentes premios en:

Concurso de “Postales de Verano de Radio Euskadi” 2009, obteniendo el primer

premio.

Relatos de “Verano de Diario de Noticias” 2009, obteniendo el primer premio con

“Vuelta al Mundo Low- Cost en 8 Km”

Concurso Literario en Inglés 2009, organizado por la Escuela Oficial de Idiomas,

obteniendo el primer premio en la categoría de quinto curso.

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Dulce de Leche

Un camión había volcado en la carretera nacional y allá nos dirigimos todos, deseosos

de verlo. A tan sólo diez minutos en bici de la plaza, era un espectáculo que no

podíamos dejar pasar. Teníamos entretenimiento asegurado para un buen rato.

El camión yacía de costado, con la cisterna en gran parte abollada y el líquido

desparramado por el asfalto. La gente que se había acercado al lugar para no perder

detalle del accidente, hacía sus aportaciones en forma de opinión, crítica o “debería”.

Unos echaban la culpa a la mala señalización de la salida, otros al peralte de la curva, y

finalmente hubo quien convenció al resto de que el conductor iba borracho.

Con nueve años recién cumplidos a mí no me interesaba el porqué del accidente. Mi

atención se centraba en la leche que seguía cayendo de la cisterna sobre el oscuro

asfalto. Poco a poco iba filtrándose por los agujeritos del firme y, cuando ya no podía

absorber más, se estancaba en la superficie formando un charco opaco.

El sol iba subiendo a medida que avanzaba la mañana. El calor se hacía más intenso y el

líquido blanquecino, que había brotado fresco de su contenedor, comenzaba a espesarse

y a desprender un olor ciertamente desagradable.

Muchos de los allí reunidos volvieron al pueblo a retomar sus quehaceres. Yo, sin

embargo, me quedé; estaba ensimismado observando una fila descompuesta de

hormigas que había sido alcanzada por la leche. Al principio, y moviendo sus patas con

agilidad, las hormigas lograban mantenerse suspendidas en la superficie. Luego,

agotadas, se dejaban rodear por la masa láctea y se hundían. Las que habían conseguido

huir a tiempo, correteaban caóticamente chocando sus antenas con las que todavía

venían hacia el derrame.

Lo que en realidad me retenía en el lugar era la curiosidad por cómo iban a retirar el

camión. Me imaginaba una grúa grande y pesada llegando hasta allí, y a los bomberos

con sus cisternas limpiando el pavimento. Me fascinaban los grandes vehículos, con

infinidad de engranajes, mecanismos y botones para accionarlos. Yo quería ser el

primero en contarlo entre mis amigos, que, aburridos de dar vueltas al camión,

finalmente habían optado por ir al río a bañarse.

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Pero ese día no iba a venir ninguna grúa, ni ningún bombero con mangueras a limpiar el

desaguisado. Los incendios de los días anteriores acaparaban cualquier tipo de

maquinaria y personal cualificado de la zona.

Sin embargo, yo seguía allí; imaginando cómo quedaría la leche en la carretera si, como

el día anterior, el termómetro alcanzaba los treinta y nueve grados. Me preguntaba si

llegaría a convertirse en el dulce de leche que preparaba mi madre en tan contadas

ocasiones. Se me hacía la boca agua sólo de pensarlo, aunque mi nariz no tardó en

llevarme la contraria, el olor se hacía más y más nauseabundo.

El alguacil del pueblo se encargó de señalizar la parte afectada de la carretera, y me dijo

que me pusiera una gorra si pensaba quedarme más rato al sol.

Y allí me quedé solo y aburrido. Las hormigas que no yacían entre la leche habían huido

definitivamente. Se me ocurrió que, quizás, tuviera que pasar mucho tiempo hasta que la

leche se convirtiera en dulce y que, para entonces, a mi madre, ya se le hubiera ocurrido

prepararlo en casa.

Justo cuando decidí volver al pueblo, me fijé en algo que no había visto antes. Debajo

de la cabina del camión había una pequeña mancha oscura que rompía el color blanco

del vertido. Era sangre. Me acerqué aún más, y distinguí el rabo de un desafortunado

perro. Al lado, unas vísceras, entre los cristales rotos, provocaban una visión

especialmente contundente en un día de calor. El olor del vertido se hizo entonces

insoportable.

De repente, me di cuenta de que el rabo de perro tenía atada una cuerda verde. Se me

revolvió el estómago.

Cogí la bici y pedaleé de vuelta hacia el pueblo lo más rápido que pude, sin mirar atrás,

y llegué a mi casa blanco y sudando por todas partes.

Sentía nauseas; el olor de la leche caliente se había quedado atrapado en algún lugar

entre mi nariz y mi boca. Mi madre me hizo bañarme y meterme en la cama, pensando

que tenía una insolación.

Yo quería dormirme profundamente y despertarme otro día, pero cuando cerraba los

ojos, no podía dejar de ver a Roky girando sobre sí mismo, ladrándole a su propia cola,

loco por atrapar la cuerda verde que habíamos conseguido atarle.

Mientras tanto, no habíamos parado de reír a su alrededor. Le animábamos con gritos

para que fuera más deprisa, hasta que a alguien se le ocurrió pararlo de una patada.

Roky gimió y se quedó mirando al grupo, que a la vez lo miraba a él, e

irremediablemente salió corriendo sin que pudiéramos atraparlo de nuevo.

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Tan solo unos minutos más tarde, Roky estaba bajo un camión, por nuestra culpa.

Así pasé toda la tarde, entre sudores y visiones, con el estómago encogido y la cabeza

dándome vueltas. A ratos quería levantarme y gritarle a todos que yo no tenía la culpa, y

a ratos quería llorar, hundirme entre las sábanas y desaparecer.

Mi madre se acercó varias veces a mi cama durante la tarde. Venía con palabras de

ánimo y vasos de agua para superar mi supuesta insolación. Ella me encontraba mirando

al suelo cabizbajo y recibía un áspero “no me apetece comer” cuando me preguntaba si

tenía hambre.

Mi padre, que acostumbraba a no tratar cariñosamente a sus hijos, también se acercaba a

la habitación. A diferencia de mi madre, él permanecía en la puerta y miraba la escena

con preocupación. Según anochecía, estuvieron hablando entre ellos en susurros, pero

no llegué a escuchar lo que decían porque me venció el sueño.

A lo largo de la noche me desperté varias veces con pesadillas de perros y camiones.

Veía perfectamente el rabo y las vísceras del animal, y hasta podía sentir el olor de la

leche achicharrada al sol, pudriéndose. Reaparecieron los sudores y me subió la fiebre,

y, a pesar de todo el esfuerzo que hice por no volver a cerrar los ojos, caí

irremediablemente rendido.

Cuando ya estaba amaneciendo, apareció mi madre con una gran sonrisa en el rostro y

mi taza de desayuno en la mano. Se acercó y me atusó el pelo amorosamente.

- Hijo, estoy segura de que esto te gustará y te hará sentir mejor. -Lo dejó en la mesilla y

salió airosa por la puerta.

Me quedé sentado en mi cama, batiéndome a solas con mis pensamientos otra vez.

Después de una noche tan larga, todo lo que había ocurrido el día anterior se me

antojaba ahora lejano. Al menos, el dramático sentimiento de culpabilidad había sido

amortiguado por el último sueño. Reconciliado, me sentía un poco menos responsable

de la muerte de Roky, aunque lo recordaba con tristeza.

Me dispuse por tanto a tomarme lo que me había traído mi madre. Agarré la taza por su

asa y la acerqué a mi boca con los ojos todavía pesados.

De repente, percibí un olor familiar. Instintivamente arrugué la nariz y el entrecejo, y

descubrí que lo que la taza contenía era efectivamente dulce de leche.

Sin darme tiempo a soltar la taza, un desagradable escalofrío recorrió mi espalda de

arriba abajo, mientras, el vómito, lo hacía en sentido contrario.

Fue entonces cuando me prometí a mí mismo no volver a probar el dulce de leche nunca

más en la vida.

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Nunca más es como decir nunca jamás y ya se sabe lo que dicen “nunca digas nunca

jamás”.

Pasaron los años, y mis recuerdos de niñez en el pueblo se dispersaron entre las

preocupaciones maduras del agente comercial en el que me convertí. Conocí a mucha

gente en mis viajes por todo el mundo, pero la persona que no podré olvidar fue la que

me hizo recordar el incidente del perro de la cuerda verde.

Marcela era argentina, y coincidimos en una de esas grandes reuniones que organizaba

anualmente la empresa. De entre toda la gente, ella estaba allí sentada, a mi lado,

escuchando el discurso del presidente con el mismo interés con que apuntaba cosas en

su agenda.

Yo la miraba de reojo, fingiendo estar escuchando la perorata. Su pelo largo cubría en

parte su rostro, pero su nariz y su boca al descubierto, hacían que me revolviera en el

asiento. Me recosté hacia atrás, suspirando.

Ella pareció solidarizarse con mi aparente hastío y se volvió hacia mí.

- Si que está aburrido este año el discursito, ¿no es cierto? –dijo con un encantador

acento.

- Y más, para alguien que tiene que venir de lejos para escucharlo.-Me lancé a intentar

descubrir algo sobre su origen.

- La Argentina no está tan lejos, si llevás uno de estos con vos. –Como si fuera la chica

de un anuncio, sonriente, me ofreció un pequeño envoltorio que sacó de su bolso- Tomá,

seguro que vos nunca probaste nada como esto.

Le di las gracias y aproveché el momento para rozar su mano.

Miré al envoltorio dorado que parecía guardar algo de forma más o menos plana y

circular. Me pregunté que tendría que ver las letras oscuras en las que se leía “Havanna”

con su origen argentino.

Despacio, abrí el paquetito y descubrí en su interior una especie de galleta de chocolate.

Me encantaba el chocolate, y más aún en un momento como ese.

Ella, que miraba expectante, me hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

Me lleve la galleta a la boca, mordí y cerré instintivamente los ojos. Era delicioso.

Mastiqué despacio y me llenó la boca de un sabor que se me hacia extrañamente

conocido. Abrí los ojos y miré la galleta. Estaba rellena de otra sustancia que no era

chocolate pero sí tremendamente dulce. Mi extrañeza se debió leer en mi rostro porque

Marcela me explicó:

- Es un alfajor, está relleno de dulce de leche. ¿A que es increíble? -

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Me impresionó; ella y el dulce de leche pronunciado por su boca.

Volvieron a mí los recuerdos del perro, el camión de leche desparramada, el sol

abrasador, los sentimientos de culpabilidad y mi promesa infantil. Vinieron de repente y

pasaron ante mis ojos en un microsegundo, como dicen que ocurre cuando sufres un

accidente y ves pasar toda tu vida por delante.

Pero en mi boca el sabor dulce ganó indiscutiblemente la batalla a mis pensamientos

amargos. Había sido sólo un pequeño instante de tiempo, tras el cual mi mente volvió a

la sala de reuniones, al asiento en el que estaba, y a la sugerente compañía de Marcela.

La miré y sonreí.

Decidí rotundamente que valía la pena romper las propias promesas si esto permitía

enfrentar los miedos y dolores de conciencia y, definitivamente, crecer.

Me sentí entonces más sincero conmigo mismo y mis gustos, más grande, más capaz.

Sin dudarlo, esa noche invité a Marcela a cenar.

Han pasado algunos meses y ahora vivimos juntos, y compartimos nuestras vidas con

un perro que se llama Roky. Por supuesto, ella no sabe por qué lleva un collar de color

verde. Es un animal al que le encanta el dulce de leche, como a mí.

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Queremos agradecer a todos las personas que han participado en este certamen y que

han hecho posible que esta iniciativa haya resultado todo un éxito en esta tercera

edición.

La calidad de las obras y el alto nivel de participación son los factores fundamentales

que harán que este concurso se consolide y se convierta en una cita indiscutible en el

calendario literario de los jóvenes talentos de nuestro país.

Este libro está dedicado a todos los amantes de la lectura esperando que estos relatos

sean de su agrado.

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CONTRAPORTADA:

Cita literaria

Logos: Ámbito cultural - Pamplona 2016 - Ateneo Navarro