II - En Una Campana de Cristal- Anais Nin

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Era una casa señorial en la que se habían acumulado y habían dejado sus esencias muchas vidasExhalaba un perfume a vidas ricas, a muebles pesadamente fecundos, y los mismos pliegues de los cortinajes contenían secretos y suspiros. Era también una casa que parecía a punto de desvanecerse. El final dla laberíntica escalera que llevaba a la puerta principal se perdía entre las plantas que crecían en macetas, las torrecillas se fundían con las ramas de los añosos árboles que pendían sobre ellas. Las puertas vidrieralas ventanas se abrían sin ruido, y los suelos estaban tan bruñidos que parecían transparentes. Los techoeran blancos, y las cortinas de damasco estaban acartonadas como atavíos de momia. Los mayordomoconocían esta fragilidad: caminaban casi invisibles, dando la impresión de no tocar nada. Los objetos qullevaban eran transportados en bandejas de plata, con la ligereza de paso propia de un minué, y eranrecibidos con igual delicadeza. Las maderas, sedas y pinturas eran quebradizas como las flores que se dejasecar para guardarlas. Las curvas de las patas de las sillas tenían toda la airosa confianza de las piernas dlos antepasados de la familia, con sus calzones blancos. Las protecciones de encaje de los respaldos de losillones estaban almidonados hasta parecer de papel, y las flores de papel habían sido pintadas hasta parecde encaje. Los espejos estaban enmarcados con rosas blancas hechas de conchas marinas. Del techo pendíaenormes arañas de cristal, arbustos de carámbanos azules que dejaban caer lágrimas de cristalina luz azusobre los muebles dorados.

En la repisa de la chimenea, las pastorcillas, los ángeles, los dioses y diosas de porcelana, parecíahaber sido atrapados mientras se movían, por un encantamiento secreto, y adormecidos con un polvo dsueño blanco como aquellos encantamientos secretos de la naturaleza que encierran las gotas de agua eoscuras cuevas y las convierten en estalactitas: en antorchas, candelabros, figuras encapuchadas. Estdelicadeza de dibujo sólo se creaba en el vacío, en un gran silencio y una gran inmovilidad. No había alninguna violencia, ni lágrimas, ni grandes sufrimientos, ni gritos, ni destrucción, ni anarquía. Los secretosilencios, los dolores mitigados por las grandes riquezas, una conspiración de serenidad para preservaaquella floral fragilidad en el cristal, la madera y el damasco. Los violines estaban en silencio, las manoestaban enguantadas, las alfombras se extendían eternamente bajo los pies, y los jardines amortiguaban loruidos del mundo.

La luz de los arbustos de hielo arrojaba una pátina sobre todos los objetos, y los convertía en ramilletede flores secas conservadas en una campana de cristal. La campana de cristal cubría las flores, los sillonela habitación entera, las camas suntuosas, las esculturas, a los mayordomos, a todas las personas que vivíaen la casa. La campana de cristal cubría la casa entera.

Cada día el silencio, la paz, la suavidad, tallaban con mayor delicadeza los candelabros de cristal, lomuebles, las estatuillas y los encajes, y después los cubrían de cristal. Bajo la enorme campana de cristal, lcolores parecían inaccesibles, y las formas bellísimas, como de algo irrepetible. Todo poseía latransparencia, la fragilidad de la estalactita creada en el silencio y la oscuridad de la estalactita que squiebra con el aliento del hombre cuando éste abre las cuevas.

Jeanne estaba con sus dos hermanos en la sala que utilizaban siendo niños. Estaban sentados delantde una chimenea con un escudo de armas, en tres sillas infantiles.

El rostro de Jeanne parecía una flor, y se inclinaba con languidez mientras ella monologaba incesantemente.

—Jean, Paul y yo... más allá de nuestra alianza no existe nada. Mis propios hijos no significan para mtanto como mis hermanos. Cuido de mis hijos porque lo he prometido, porque es mi deber hacia ellos, perlo que hago por mis hermanos es una gran alegría. No podemos vivir cada uno sin los otros. Si yo estoenferma, ellos enferman; cuando ellos están enfermos, yo enfermo. Todas las alegrías y las angustias striplican. El único principio al que nos atenemos es la opinión que tengan ellos de mí y la que yo tenga dellos. Este principio nos obliga a llevar una especie de vida heroica. Si alguna vez le dijese a Jean: «Hacometido una mezquindad», se suicidaría. Los tres pertenecemos a la Edad Media.

Tenemos esa necesidad de heroísmo, y en la vida moderna no hay lugar para un sentimiento comoéste. Ésta es nuestra tragedia. Hubo un tiempo en que yo quería ser santa. Me parecía el único acto absolutque podía realizar, pues lo más poderoso en mí es el ansia de pureza, de grandeza. Yo no vivo en la tierra,

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mis hermanos tampoco. Estamos muertos. Alcanzamos tales cimas en el amor que ello nos hizo desear mototalmente con la persona amada, y morimos. Ahora vivimos en otro mundo. El hecho de que tengamocuerpos es una farsa, un anacronismo. Lo cierto es que no llegamos ni a nacer. No tenemos una vida sensibcorriente; no tenemos contacto alguno con la realidad. Mi matrimonio fue una farsa, y los de mis hermanono tuvieron importancia alguna. Cuando nacieron mis hijos, no sufrí. Los partos fueron difíciles, pero mnegué a ser anestesiada. El acontecimiento me divertía. Quería verme a mí misma trayendo hijos al mundoHube de esforzarme mucho. Tuve dolores, desde luego, pero no sufrí como un ser humano. Sentí el dolocon indiferencia, como si no estuviese produciéndose en mi cuerpo: yo no tengo cuerpo. Tengo una envoltura externa que engaña a los demás haciéndoles creer que estoy viva. Mis hermanos y yo no soportamvernos. Los que nos agrada es mantener largas conversaciones de una habitación a otra, con las puertaabiertas, pero sin vernos. Odiamos encontrarnos y besarnos de esa manera corriente, de esa estúpida manehumana; odiamos mantener la gran farsa de los movimientos, gestos y otras cosas humanas, cuando lo cieres que estamos muertos. Y la muerte total sería deliciosa, porque todo lo que hacemos juntos es delicioso No soporto ver a mis hermanos como cuerpos, verles envejecer. Una vez estaba yo escribiendo unas cartay ellos dos estaban jugando a los naipes. Les miré, y pensé qué crimen era que estuviésemos vivos: era usimulacro, pues en realidad todo había terminado hacía mucho tiempo. Nosotros ya hemos vivido; estamo

muy lejos de maridos, esposas e hijos. Yo he intentado con todas mis fuerzas amar a otras personas, y puedhacerlo hasta cierto punto, pero no más allá. A partir de ese punto, empiezo a odiar. Ninguno de nosotroalberga ninguna simpatía hacia los seres humanos. Jean no comprende por qué su mujer llora a veces. Noreímos de ella. Es pequeña y humana. Llora, y nosotros la despreciamos por ello. Nosotros no lloramonunca. Lo único que yo siento a veces es miedo, un miedo terrible que a veces me coge por sorpresa, comun acceso de locura. A veces me quedo sorda en la calle. Veo pasar los automóviles, pero no oigo nadaOtras veces parece que voy a quedarme ciega. Todo lo que me rodea se convierte en una nebulosa. Pero estsólo me ocurre cuando estoy sola. Cuando estoy sola, me parece que me vuelvo un poco loca. A veces ldigo a mi marido: «¿ Sabes? Creo que tengo una inteligencia suprema». Y él exclama: «¡ Qué vanidosa ere». Pero no se trata de vanidad. Es una inteligencia a la que se llega cuando se está muerto. A veces, cuandestá leyendo su periódico, le digo: «¿Te gustaría ser un arcángel como yo?». Y él me responde: «Eres unniña...». Mis hermanos nunca dicen cosas así. Podemos describirnos unos a otros las sensaciones que da searcángel. Después, cuando nos cansamos de esto, mis hermanos dicen: «Pasemos a una forma nueva dejercicio». Desciendo de Juana de Arco. Pero no tengo ninguna misión que cumplir. No tengo nada qusalvar. Todavía dormimos en las camas que usábamos de niños. Mi madre era la verdadera reina de Franciera amada por todos los grandes hombres de su tiempo. Ella les gobernaba. Nunca se ocupó de nosotrocomo una madre. Estaba siempre en el centro de una gran pasión. Nunca conservaba un amor; sólo lmantenía mientras era una pasión. Cuando acabaron las pasiones y perdió la belleza, empezó a tomar drogaPasaba el día en su suntuoso lecho, ardiéndole los ojos, murmurando frases entrecortadas. Cerraba laventanas y vivía a la luz de las velas. Tenía los ojos dilatados, y no veía otra cosa que sus sueños. Un díencargó una cena para veinticinco personas, y después se olvidó del asunto y tomó una fuerte dosis de drogCuando yo llegué a casa, el chef y el ama de llaves corrían por los pasillos exclamando: «¡ Madame delirEstá hablando con Napoleón. ¿Qué vamos a hacer con las dos docenas de langostas, con los cestos de frutaQué vamos a hacer? Madame dice: "Bonjour, Napoleón, tengo que hacer un discurso y no sé qué decir"»Empecé mal mi vida.

Un príncipe de Georgia se enamoró de Jeanne, y ella intentó amarle. Pero se quejaba de que él usaba palabras muy corrientes, de que nunca podría decir la palabra mágica que abriría su ser.

La mañana de Navidad, Jeanne salió con el adorno dorado del árbol como un collar, y con uno de lo pájaros de cristal posado en el meñique. Tomó un taxi para ir a visitar al príncipe. Cuando el taxista la vino quiso que le pagase el viaje. Era ruso. Quizá recordó los grabados persas en los que aparece una mujeque lleva un pájaro en un dedo. Nopermitió a Jeanne que le pagara. Quizás adivinó que iba a ver al príncipJeanne tomó el collar y se lo puso al taxista, le colocó el pájaro sobre el taxímetro, y sonrió y le dijo:

—Lléveme a casa, por favor.

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Aquella noche envié a Jeanne el primer grabado persa, que representaba a la reina de Bij abur montaden un corcel blanco enjaezado con terciopelo negro. Se lo entregaron en una bandeja de plata, con edesayuno. Ella creyó que se lo enviaba el príncipe; volvió a tomar un taxi y esta vez le hizo una visita.

Al día siguiente recibió un grabado que representaba a Baz Bakadur y a Rupmati cabalgando juntos la luz de la luna. Jeanne creyó que el príncipe no sabía expresar sus sueños, pero que era capaz de soñar. Yle hizo otra visita.

Le envié un grabado que representaba a Radha esperando a su amante, Krishna. Aquella noche cenaron juntos, y, siguiendo la costumbre de Georgia, después de haber comido arrojaron por la ventana todolos platos.

Al cuarto día le envié a Jeanne un Mensaje de Amor en un jardín persa. Al quinto día le envié aPríncipe y la Princesa cabalgando por una región montañosa, con un sirviente que llevaba una antorcha.

Antes de que agotase mi colección de grabados persas, Jeanne había descubierto que el príncipe Mahreb no era en absoluto capaz de soñar, y otra vez su rostro se inclinó lánguidamente como una flor sin tallo.

Una tarde, Paul se quedó dormido en el jardín, y el sol poniente proyectó el perfil de su cara en erespaldo del sillón. Jeanne se acercó y besó aquella sombra. Entre las sombras se encontraba bien.

Detrás de ellos se alzaba la enorme casa, y les miraba con mil ojos desde su altura.

Jeanne se dirigió a la casa y entró en el salón de los espejos. Techos de espejos, suelos de espejosventanas de azogue que se abrían sobre ventanas de azogue. El aire estaba hecho de gelatina. Rodeaba scabello una aureola de azafrán, y su piel era una concha marina, una cáscara de huevo. En la orilla de shombro brillaba una luz de cera lunar. Mujer aprisionada en la quietud de unos espejos cubiertos sólo pocolores cuajados.

En su pecho crecían flores de polvo, y ningún viento venía de la tierra a agitar sus pétalos. Las florede polvo pendían serenamente. En torno a su cintura, una crinolina sin su velo de encaje y satén, uncrinolina redonda como una jaula para pájaros. En su garganta, un broche sin gemas, con sus pequeñogarfios de plata asiendo el vacío. En su mano, un abanico sin encaje ni plumas, abierto y desnudo como laramas en invierno. Echó el aliento sobre el espejo. El rocío de su aliento en el espejo se desvaneció. Eespejo no conservó nada. Cerró los ojos una y otra vez: un túnel de ojos que se cerraban. Innumerable perfiles sulfurosos tocándose uno a otro, bordeados de luz. Innumerables mujeres sonrientes; cuatro mujercaminando hacia cuatro mujeres ca- minando hacia cuatro mujeres que desaparecían. Miró al espejo hastque el rocío de su angustia le nubló la cara.

Deseaba estar allí donde no pudiera verse. Deseaba estar allí donde nada ocurriese dos veces. Caminaba, siguiendo las hondas cavernas de la luz decreciente. Tocaba hielo y se hería. Para mirar tenía qudetenerse, y por eso lo que percibía nunca era la verdad —la mujer que jadeaba, bailaba, lloraba—, sino sóla mujer que se detenía. El espejo llegaba siempre un instante tarde para captar su respiración.

Deprisa, más deprisa, se volvía para atrapar la cara de su alma, pero, aunque se movía con la rapidedel sueño, veía la cara de la actriz, el pequeño telón que bajaba en el interior de la pupila. Deseó romper eespejo y ser una sola. Había allí la alegría del desvelamiento del que ningún alborozo humano podía hacretornar, había una dicha sin pies, sin voz ni calor, pero el espejo revelaba sólo el atisbo. Si no podía captala llama esencial de la vida, ¿podía vislumbrar la muerte? Se inclinó más hacia el espejo, para captar linmovilidad, la muerte. Pero las cavernas del interior de la pupila se empequeñecen y se cierran a la vista dla muerte. El ojo muerto no podía ver el ojo muerto en el espejo. Al llegar la muerte se cubren todos loespejos, para enterrar las imágenes. La muerte nunca permitía un eco, la muerte no puede arrojar la sombde su presencia ni puede hacerse visible.

Observó su dolor. Miró las lágrimas. El dolor desvelado y reflejado ante ella dejó de ser suyo. Era edolor de otra persona, con un espacio entre las dos. Miró las lágrimas, y éstas se detuvieron y murieron.

Salió de la casa y corrió al jardín sonámbulo. Su hermano estaba aún dormido, como encantado. Lcampana de cristal que les separaba del mundo era visible a la luz. La vería Jeanne? La rompería y llegaríaser libre? No la vio. Besó la sombra de su hermano, El se despertó. Ella le dijo: