II. EL MINISTERIO PASTORAL EN LA HISTORIA

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II. EL MINISTERIO

PASTORAL EN LA

HISTORIA

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3. En la alta edad

media

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a) Los ministerios en los siglos VII-X

Los escritores de la alta edad media -incluso los

de la época carolingia- no dieron pruebas de

mucha creatividad en el campo de la doctrina

sobre los ministerios.

Se contentaron con repetir las ideas que les

llegaban de la época patrística, sobre todo a

través de san Jerónimo, del Ambrosiaster (a

quien confundían con san Ambrosio o san

Agustín) o del tratado anónimo «De septem

ordinibus Ecclesiae» (que atribuían a san

Jerónimo).

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En la dirección marcada por estos autores, se

plantearon y resolvieron la cuestión de la

distinción de los ministerios entre sí en términos

de poderes.

Planteadas así las cosas, necesariamente tenía

que ahondarse aún más la separación entre los

que detentan todos los poderes en la Iglesia y el

pueblo fiel.

Por otra parte, al definir el ministerio en

términos de «potestas» («signaculum potestatis

sacrae», será la definición que darán al orden al

final de este período), su estudio pasaba al

dominio de los juristas y liturgistas (y no al de

los dogmáticos).

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La atención se fue concentrando así

exclusivamente en los poderes cultuales de los

ministros y, más concretamente, en el poder de

celebrar la eucaristía.

Los ministerios empezaron a definirse casi en

razón de la «potestas in corpus eucharisticum».

Los otros poderes (funciones), el de la Palabra y

el del gobierno, se perdieron de vista.

Todo ello significa un paso de gigante en el

proceso de la «sacerdotalización» de los

ministerios.

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Esta manera de entender los

ministerios a partir de la

eucaristía tuvo otra

consecuencia importante

para la teología.

Como hay igualdad entre

obispo y presbítero en lo

tocante al poder sobre la

eucaristía, se concluyó que

lo que cuenta realmente es

la ordenación presbiteral,

que es la que otorga dicho

poder.

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A partir de este momento el presbítero tiende a suplantar al

obispo en dos sentidos:

1) si hasta el s. VI «sacerdos» servía para designar

normalmente al obispo, en la época carolingia

designaba también al presbítero (a partir del s. XI se

aplicará normalmente al presbítero)

2) Si hasta ahora el «analogatum princeps» de los

ministerios había sido el obispo, en adelante lo será el

presbítero. Los teólogos dejarán de hablar del orden

episcopal y los libros litúrgicos relegarán la

ordenación del obispo a la sección de consagraciones:

del emperador, del rey...

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Hubo aún otro factor que dio fuerte

impulso al referido proceso de

«sacerdotalización» de los

ministerios: dentro del recurso cada

vez mayor al AT, característico de

esta época, y en la línea de la

concentración de las funciones

cultuales, se asimilan los

ministerios cristianos a los distintos

grados que atendían al culto en el

templo de Jerusalén.

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En este período se ha desvanecido

enteramente la conciencia colegial de los

presbíteros: aparecen como jefes de pequeñas

comunidades autónomas.

La influencia de Pseudo Dionisio Areopagita,

con sus ideas de jerarquía y participación, se

dejó sentir sobre todo a partir del s. IX en la

concepción medieval de los ministerios: se

empezó a, explicar la relación entre los

diversos ministerios en el sentido de que cada

grado jerárquico participa de la «potestas» del

grado inmediatamente superior.

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b) Las ordenaciones en las Galias

No disponemos de un ritual completo de

ordenaciones de la liturgia galicana antigua, pero

podemos detectar algunos documentos

(principalmente fórmulas eucológicas)

en los «Statuta Ecclesiae antiqua» (StEA) (ca.

476-485, sur de Francia)

y en tres libros romano-francos: en el

«Sacramentario Gelasiano antiguo», en los

Sacramentarios Gelasianos del siglo VIII y en

el «Missale Francorum».

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Cada ordenación comportaba tres

fórmulas:

a) una alocución al pueblo pidiendo su

aprobación de la elección,

b) un invitatorio a orar en silencio y

c) la oración consecratoria.

Son textos que, según los especialistas,

bien pueden remontar al siglo V.

Cuatro de ellos han estado en uso en el

Pontifical Romano hasta la última reforma

de 1968.

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La alocución y el invitatorio o bien subrayan la

significación eclesial de la ordenación, que

justifica «la oración de toda la Iglesia» o bien

recuerdan que «la causa común» liga entre sí a

capitán y pasajeros (presbítero y fieles) o bien

que, siendo el presbítero para la ayuda y la

salvación de todos, todos han de orar también en

favor de él y, en el caso del obispo, «se pide la

oración de todos por aquél a quien se le impone

la carga de orar por todos».

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Las tres oraciones consecratorias

comienzan invocando a Dios como origen

de toda la estructura ministerial de la Iglesia

o como «fuente de toda santificación».

En la del diácono se mencionan como

modelos suyos los ángeles y los «siete» de

Hech 6,1-6.

Fuera de eso, llama poderosamente la

atención la ausencia de toda tipología

bíblica.

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El diácono aparece como «ministro de los santos

altares».

Como funciones del presbítero se mencionan la

predicación («meditando tu ley día y noche, crea lo que

haya leído, enseñe lo que haya creído, imite lo que haya

enseñado») y la celebración eucarística.

El obispo es «sumo sacerdote que celebra los misterios

de los sacramentos» y pastor que «apacienta lleno de

solicitud el rebaño del Señor»; se pide para él que

«considere el sacerdocio como una carga y no como una

dignidad y que el aumento de honores redunde para él en

crecimiento de méritos».

La antigüedad de estos formularios explica que la

teología que rezuman sea tan cercana a la de los Padres.

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c) Las ordenaciones en la liturgia

hispana antigua

El «Liber ordinum» nos ha conservado los textos

eucológicos de las ordenaciones del diácono y del

presbítero (ed. Férotin, pp. 48-50 y 54-55); faltan los de

la ordenación del obispo.

Su fecha de composición puede muy bien remontar,

según los especialistas, al siglo VI.

El núcleo central de la ordenación lo constituían tres

fórmulas:

la «admonitio»,

la oración consecratoria y

la «confirmatio».

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En las oraciones consecratorias

llama la atención la ausencia

de toda tipología bíblica.

Comienzan afirmando la

iniciativa de Dios en la

constitución de las órdenes.

El presbítero aparece como

«doctor plebium et rector

subiectorum», si bien a la

función profética se le da

mayor relieve, en cambio, se

pasa por alto su función

cultual.

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A principios del siglo VII hacen su aparición en la

liturgia hispana de ordenaciones dos ritos que, al pasar a

la liturgia romana a través de la galicana, están llamados

a ejercer una gran influencia aun para la historia del

dogma:

1) La entrega de las vestiduras: la estola y la casulla, al

nuevo presbítero; la estola y la dalmática, al nuevo

diácono.

2) La «traditio instrumentorum»: anillo y báculo, al

obispo; patena con pan y cáliz con vino, al presbítero; el

libro de los evangelios, al diácono.

Mediante estas acciones simbólicas se quería expresar

que la ordenación comunica unas funciones y unos

poderes.

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Por esa misma época, en los siglos VI-VII,

aparecen también por vez primera en la liturgia

celta (o quizá en la hispana) de las ordenaciones

las unciones, respondiendo a la tendencia a

materializar en un rito la unción del Espíritu que

metafóricamente evocaban desde antiguo los

textos eucológicos o también dando un paso más

en el proceso de la asimilación de los ministerios

cristianos con los ministerios judíos,

especialmente con el sacerdocio.

Este rito contribuirá a una mayor «sacralización»

de los ministros de la Iglesia.

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d) La fusión de los rituales franco y

romano de ordenación

El encuentro del ritual franco de ordenaciones

con su homólogo romano no se realizó en un

principio por vía de suplantación, sino por

aglutinación de algunos formularios romanos

en el rito galicano antiguo.

Luego se pasó de la yuxtaposición a una

amalgama de textos y ritos de origen diverso.

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En la ordenación del presbítero, el «Liber

Sacramentorum Gellonensis» reconoce los ritos

de la vestición y de la unción de las manos.

En la del obispo, la oración romana de

consagración recibe una interpolación galicana

(«Sint speciosi...») que viene a subrayar los

rasgos del obispo como predicador del

evangelio.

La misma fuente contiene también la unción de

las manos del nuevo obispo.

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En cambio, antes de que

figuren en los libros

litúrgicos, fuentes no

litúrgicas mencionan

tres ritos nuevos de la

ordenación del obispo:

la unción de la cabeza

(Amalario, ca. 825), la

entrega del anillo

(«signum fidei») y del

báculo «(baculum

sanctae regiminis») y la

entronización

(Hincmaro de Reims,

en 869-870).

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Como se ve, este período representa una

etapa importante en la historia de las

ordenaciones.

Asistimos en él a un proceso de visualización

y dramatización, muy del gusto de le época:

para suplir las carencias que se originaban de

la crisis de la idea simbólica y de la

ignorancia del latín, se vieron en la necesidad

de crear nuevos símbolos que expresaran

plásticamente los valores encerrados en el

simbolismo del núcleo primitivo.

La liturgia se fue convirtiendo en un drama

sagrado.

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Pero no siempre una mayor abundancia de signos es

sinónimo de mayor claridad y expresividad.

En efecto, vemos cómo la imposición de las manos va

perdiendo relieve y se va oscureciendo en medio del

fárrago de los nuevos ritos.

Pero, además, los nuevos símbolos vienen a refrendar y

consolidar unos cambios habidos en la concepción de

los ministerios: en la línea de una interpretación en

términos de poder y dignidad, de una sacerdotalización,

sacralización y clericalización abusivas.

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4. En la baja edad

media

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a) La teología de los ministerios en la

Escolástica

Durante el período escolástico, el pensamiento sobre los

ministerios no avanzó gran cosa, debido en buena parte

a la carencia de una eclesiología adecuada; predominaba

a la sazón la mentalidad jurídica, que concebía la Iglesia

como «numerus clericorum».

La Escolástica se preocupó ante todo de sistematizar la

doctrina común sobre los ministerios, siguiendo el

mismo esquema que habían adoptado para los demás

sacramentos.

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De entre las cuestiones que hallaron cabida en la

síntesis de los escolásticos indicaremos algunas más

importantes que eran objeto de debate.

Ligado con la cuestión del número de las órdenes,

está el problema de la sacramentalidad del episcopado

y su relación con el presbiterado.

Los que definen el sacramento del orden por su

referencia al poder sobre el cuerpo eucarístico de

Cristo, dada la paridad existente entre obispos y

presbíteros en este punto, niegan la sacramentalidad

de la ordenación episcopal (aun reconociendo la

superioridad del obispo en cuanto al poder sobre el

cuerpo místico).

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Para la mayoría de los grandes teólogos de la escolástica

(Pedro Lombardo, Alejandro de Rales, Alberto Magno,

Buenaventura, Tomás de Aquino...), el episcopado no es

«ordo» en sentido estricto, sino «officium».

En cambio, la mayoría de los canonistas y algunos

teólogos defendieron la tesis contraria a la

sacramentalidad de la ordenación episcopal.

Por el contrario, todos coinciden en afirmar la

sacramentalidad del presbiterado y del diaconado (a

excepción de Durando, que niega que el diaconado sea

sacramento).

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Prácticamente toda la Escolástica hizo suya la

definición del orden dada por el Maestro de las

Sentencias: «signaculum quoddam..., quo

spiritualis potestas traditur ordinato et

officium» (Sent IV, 24, 14), entendiendo

generalmente «spiritualis potestas» en el

sentido de poder de celebrar la eucaristía.

Era la consagración definitiva de la

reducción del ministerio a poder cultual.

Sin embargo, nadie considera la ordenación

como un acto puramente jurídico; al tratar de

los efectos del sacramento, no dejan de

mencionar la gracia del Espíritu.

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Desde esta concepción del

sacramento del orden como

transmisión de poderes, se

explica que, a la hora de

determinar la materia esencial de

las ordenaciones, la preferencia de

los escolásticos fuera por el rito de

la entrega de instrumentos

(aunque unos pocos se inclinaran

también a favor de la unción y de

la imposición de las manos, entre

otros, Alejandro de Hales y Alberto

Magno).

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Particular interés prestaron los escolásticos a la

doctrina del «carácter».

Aunque todos coinciden en afirmar el hecho de que

el sacramento del orden imprime carácter, la forma

de concebir su naturaleza varía grandemente.

La concepción de santo Tomás -potencia activa para

las funciones litúrgicas propias de cada ministerio-

se impuso sobre las demás, casi hasta nuestros días.

La doctrina del carácter contribuyó a reforzar el

proceso de individualización y personalización de

los ministerios desligándolos aún más de su

relación con una comunidad concreta.

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La recuperación del ministerio de la Palabra

gracias al florecimiento de las órdenes mendicantes

no determinó ninguna rectificación en la dirección

que llevaba la reflexión teológica sobre el

sacramento del orden.

La distinción entre potestad de orden y potestad

de jurisdicción abrió aún más las puertas de las

ordenaciones absolutas (el ordenado posee

personalmente, en virtud de la ordenación, todo el

poder sacerdotal necesario para ejercer sus

funciones) y a la consideración del ministerio

como un estado personal de vida sin vinculación

con la comunidad local.

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John Wiclef (+ 1384) impugnó

puntos concretos de la doctrina

común sobre el sacramento del

orden.

Rechazó toda mediación humana,

en especial la de la Iglesia

jerárquica: en el fondo, un seglar

es tanto como un clérigo.

Negó la necesidad de la

ordenación para comunicar

poderes sacerdotales.

Eran proposiciones que

anticipaban algunas tesis de la

Reforma.

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b) Las ordenaciones en la era de los

Pontificales

A partir del siglo X

podemos seguir de cerca

la evolución de las

ordenaciones a través de

los distintos Pontificales

que se fueron sucediendo.

A la verdad, las

innovaciones fueron de

poca monta y, en general,

no hicieron sino

sobrecargar el rito.

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El «Pontifical Romano-Germánico» (PRG), compuesto en

la abadía de San Albano de Maguncia entre los años 950 y

963, nos informa sobre la situación de las ordenaciones en

occidente en el siglo X.

Vemos elementos litúrgicos carolingios amalgamados con

tradiciones romanas.

La misma organización del material acusa la manera nueva

de concebir el episcopado: el rito de la consagración

episcopal ha cambiado de contexto y se encuentra ahora

junto a los ritos de consagración de reyes y emperadores (el

sucesor de los apóstoles ha pasado a ser un señor feudal).

En cambio, la ordenación del presbítero forma bloque con

las restantes órdenes y aparece como la cima natural de

todas ellas.

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Entre los Pontificales que dependen del PRG

destacan:

el «Pontifical romano del siglo XII», que

significó un intento de simplificar el ritual de

ordenaciones;

el «Pontifical de la Curia», compuesto bajo

Inocencio I (1198-1216), que fue

favorablemente acogido aun fuera de Roma

gracias al concurso de la Orden franciscana;

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el «Pontifical de Guillermo Durando» (PGD),

obispo de Mende, quien lo compuso en 1293 para su

diócesis con el objeto de organizar mejor y completar

los Pontificales en uso (por su calidad conoció un

éxito sin precedentes; con él, el ritual de

ordenaciones alcanzó unas formas que se han

mantenido casi sin variaciones hasta nuestros días);

por fin, el «Pontifical Romano» de 1485, primer

pontifical impreso, obra de dos ceremonieros

papales, A. P. Piccolomini y J. Buckard, que se

inspiraron en PGD.

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Fue Durando quien compuso e introdujo las alocuciones

que el obispo, al comienzo del rito, dirige a los

candidatos al diaconado y al presbiterado, recordándoles

el significado de la orden que van a recibir.

El acumuló también, al final de la celebración, ritos

complementarios de simbolismo artificial: la bendición e

imposición de la mitra y de los guantes, la

entronización en la ordenación episcopal; una

segunda imposición de manos (confiriendo el poder de

los pecados) y el desdoblamiento de la casulla, en la

ordenación presbiteral.

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Es una innovación de esta época el

canto del «Veni, Sancte Spiritus»

(o del «Veni, Creator Spiritus»)

para acompañar las unciones que

reciben el obispo y el presbítero.

De conformidad con la concepción

escolástica de la eficacia de los

sacramentos, en el s. XIII aparece

la fórmula indicativa «Accipe

Spiritum Sanctum» durante la

imposición de las manos (durante

la segunda, en la ordenación de los

presbíteros).

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5. Desde Trento

hasta el siglo XX

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a) Los ministerios según la Reforma y

según el Concilio de Trento

Lutero, llevado por su rechazo de la concepción fuertemente sacramental del ministerio que prevalecía en su tiempo, impugnó de plano la doctrina católica de los ministerios.

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He aquí los puntos principales de su crítica:

1) En la nueva alianza no hay más sacerdote que Cristo,

cuyo sacerdocio es invisible.

2) Sin embargo, por el bautismo todos los miembros de

Cristo son sacerdotes en lo invisible de la fe. Desde el

punto de vista del sacerdocio hay igualdad de derechos y

poderes en la Iglesia entre todos los bautizados. Nadie

necesita de nadie para entrar en relación salvífica con

Dios. La distinción entre sacerdotes y laicos no es de

institución divina; proviene de la ambición de unos

hombres.

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3) El orden no es sacramento, porque «no tiene promesa

de gracia». Es sólo un rito de origen eclesiástico para

habilitar a ciertas personas para determinados ministerios

o servicios.

4) Estrictamente, el ministerio es el ministerio de la

palabra. La idea de un sacerdocio de índole sacrificial es

incompatible con la unicidad del sacrificio y del

sacerdocio de Cristo.

5) Deja de ser ministro quien deja de predicar la palabra.

La doctrina del carácter indeleble es una invención de los

escolásticos.

6) La Iglesia se da a sí misma los ministerios que necesita.

Pero, por regla general, para la colación de los ministerios

se sirve de ministros ya ordenados.

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Melanchton y Calvino, que se sumaron a las

críticas de Lutero contra los abusos y las

deformaciones de los católicos en materia de

ministerios, se mostraron más positivos que él en la

valoración del rito de las ordenaciones:

sacramento en sentido amplio, según Melanchton;

sacramento extraordinario (en comparación con el

bautismo y la Cena), mencionado en la Escritura,

signo que comunica la gracia a los que lo reciben,

según Calvino.

«La evolución de Lutero a Calvino, pasando por

Melanchton y Zuinglio, muestra una creciente

comprensión de la necesidad del ministerio».

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El concilio de Trento, en la sesión XXIII (1563), se

propuso condenar los errores de los reformadores en

materia de ministerios, pero sin pretender dar la

doctrina católica completa.

La concepción de ministerio que resulta de los

decretos dogmáticos (DS 1763-1778) adolece de la

misma limitación que padecía la concepción

escolástica: contemplaba los ministerios

predominantemente desde la consideración del

presbiterado y a partir del «poder de consagrar,

ofrecer y administrar el cuerpo y la sangre de Cristo

y de perdonar y retener los pecados».

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Es sintomático que la doctrina sobre el sacrificio de la misa y

la doctrina, sobre el sacramento del orden se elaboraran casi

simultáneamente.

El concilio afirmó:

1) que la ordenación es un sacramento verdadero y propio,

instituido por Cristo (DS 1773);

2) que da el Espíritu santo e imprime un carácter indeleble

(DS 1767);

3) que existe una jerarquía «ex divina ordinatione

institutam», que consta de obispos, presbíteros y diáconos

(DS 1776).

En cambio, no prosperó la sugerencia de declarar que la

institución de los obispos y su superioridad sobre los

presbíteros es de derecho divino.

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Esta concepción reduccionista del ministerio contrasta

con la atención preferente que dedicaron los mismos

padres conciliares al ministerio de la palabra y a otras

funciones pastorales en el decreto «De reformatione».

Dentro de la reforma de los libros litúrgicos promovida

por Trento, el «Pontificale romanum» revisado fue

promulgado en 1595 por Clemente VIII.

La revisión se hizo a base del Pontifical de 1485 y

depende, por tanto, en última instancia, del Pontifical de

Durando.

Ha estado en uso, con pequeñas variaciones, hasta la

reforma de Pablo VI.

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b) Los ministerios en la teología

postridentina

Después de Trento la teología de lo ministerios avanzó

poco.

Los teólogos siguieron encastillados en las consabidas

cuestiones que ya habían sido debatidas en la escolástica,

especialmente sobre la sacramentalidad de las distintas

órdenes, sobre la materia y forma de cada una de ellas,

sobre el ministro y el sujeto de las ordenaciones.

Fuera de la escuela tomista se fue abriendo camino la

opinión favorable a la sacramentalidad de la consagración

episcopal.

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En cuanto a la materia y forma de las distintas órdenes

al final se fue imponiendo la que consideraba como tales

la imposición de las manos y la oración consecratoria

correspondiente.

La cuestión práctica quedó zanjada en este mismo sentido

por la constitución apostólica «Sacramentum Ordinis»

de Pío XII, del 30 de noviembre de 1947 (DS 3857-

3861).

Desde una concepción de Iglesia como institución y

sociedad, los ministerios se siguieron definiendo durante

todo este período en términos de poderes sacramentales

inherentes a la persona, sin conexión aparente con la

comunidad.

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Se movía dentro de estas mismas coordenadas la

espiritualidad de la escuela francesa del s. XVIII, aunque

con su acento peculiar en la participación del sacerdote

en el estado sacerdotal de Cristo, Verbo encarnado, en

virtud de su consagración.

Lo mismo hay que decir de la imagen de sacerdote que

resulta de los documentos de los papas san Pío X, Pío XI,

Pío XII y Juan XXIII sobre el sacerdocio.

En este clima se desarrolló una literatura mística

sentimental, que exaltaba la dignidad y los poderes

(cultuales) de los sacerdotes, estableciendo

comparaciones poco afortunadas entre éstos y los ángeles

e incluso la Virgen María.

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Frente a esta teología inmovilista, la investigación

histórica venía desde el s. XVI, poniendo las bases para

una renovación en profundidad de la teología de los

ministerios.

Estudios de calidad, como los de D. Petau, L.

Thommassin, J. Morin y E. Martene, en el s. XVIII,

permitieron conocer mejor la evolución de los ritos de

ordenaciones, corregir ciertos errores de perspectiva que

habían venido a falsear la imagen auténtica de los

ministerios, valorar mejor los distintos elementos y

recuperar categorías y concepciones que se habían

perdido con el tiempo.

La renovación que se observa hoy en este campo debe

mucho a estas investigaciones.

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6. En nuestros días

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a) La renovación contemporánea

Entre las dos guerras mundiales, una serie de

movimientos de renovación (bíblico, litúrgico,

ecuménico, apostólico) fueron creando las

condiciones necesarias para que la teología se

percatara de la estrechez de los esquemas que en el

campo de los ministerios prevalecían desde la

Escolástica y se abriera a horizontes más amplios,

como los que la investigación histórica le había

descubierto.

Después de la segunda guerra mundial cobró nueva

fuerza el debate sobre «la naturaleza del sacerdocio».

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La madurez que habían alcanzado los estudios

exegéticos y la investigación de las fuentes

patrísticas y litúrgicas ayudó a sacar algunas

cuestiones del estancamiento en que se hallaban

desde tiempo atrás.

Dentro de una renovada eclesiología de

comunión fue más fácil «situar» los ministerios en

el conjunto de la misión de servicio de la Iglesia.

La relación ministerio-comunidad se articuló de

manera distinta a como se venía haciendo.

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Se renunció a definir el ministerio en términos de

dignidad, rango y poderes, y se volvió al lenguaje

del NT y de los Padres, que hablan más bien de

servicio o «diakonia».

La revalorización del sacerdocio común de los

bautizados y de sus responsabilidades en la vida de

la Iglesia llevó a plantear y solucionar en términos

nuevos las relaciones ministerio-laicado.

Marcó también un hito importante en este camino de

renovación el redescubrimiento de la índole

colegial del episcopado y presbiterado.

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Estando el problema del ministerio en el corazón

del diálogo ecuménico, se comprende que los

contactos e intercambios con teólogos de otras

confesiones cristianas hayan contribuido a que la

teología se abriera a aspectos y perspectivas que

había tenido un tanto descuidados en el pasado.

La figura del obispo volvió a ocupar el puesto

central que más de mil años antes había cedido

a favor del presbítero: el episcopado paso de

nuevo a ser para la teología el «analogatum

princeps» de los ministerios.

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Los estudios sobre lo que significó el apostolado de

los Doce ayudaron grandemente a entender la

función de los «sucesores de los apóstoles» en la

Iglesia.

Por otra parte, un mejor conocimiento de la

tradición patrística y litúrgica permitió establecer

firmemente la sacramentalidad y la gracia propia de

la consagración episcopal.

Gracias a estos mismos factores, la teología pudo

emanciparse de las perspectivas reduccionistas

que la retuvieron cautiva durante siglos y reconocer

la pluralidad de funciones que han incumbido

siempre a los ministerios pastorales.

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Para clasificarlos se rescató el esquema tradicional

del «triplex munus»: martyria, leitourgia, diakonia.

De ahí se pasó sin trauma a reafirmar la naturaleza

primordialmente funcional del ministerio,

corrigiendo así el excesivo ontologismo y

esencialismo que había prevalecido desde la

Escolástica.

Estas mismas premisas fueron abriendo el camino a

una nueva comprensión de la naturaleza del

«carácter».

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Por último, la recuperación de la mentalidad

simbólica ha llevado a valorar más el pensamiento

teológico de los santos Padres y a proponer, igual que

ellos, la relación de los ministerios con Cristo en

términos de símbolo, imagen, sacramento: los

ministros son representantes de la persona y obra de

Cristo en la Iglesia.

Han sido cambios que han modificado profundamente

la imagen del ministerio: se ha distanciado de la que ha

prevalecido en occidente durante quince siglos, para

acercarse significativamente a la concepción patrística.

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b) Los ministerios en el

Concilio Vaticano II

La imagen de los ministerios que se refleja en

los documentos conciliares incorpora, a veces

ampliándolos, muchos de los rasgos que

acabamos de encontrar en la concepción de los

teólogos contemporáneos.

El concilio no habló de los ministerios por

separado, sino en el contexto del misterio de la

Iglesia y habida cuenta de la igualdad radical de

todos los bautizados (LG 32).

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Desde una concepción de Iglesia que se define a partir de la consideración del único pueblo de Dios y no desde la jerarquía, dio la primacía al sacerdocio común de los fieles, que pertenece a la estructura ontológica originada en el bautismo, sobre los ministerios jerárquicos cuyo origen obedece a necesidades funcionales del organismo eclesial.

No obstante, afirmó que la diferencia entre ambos no es sólo de grado, sino esencial (LG 10).

Junto a esta referencia eclesiológica está la referencia fundamental a Cristo cabeza, sacerdote, rey y profeta, de quien son signo y sacramento los ministros de la Iglesia en virtud de su ordenación (LG 21. 17. 28; PO 2-3.5-6).

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Al presentar la doctrina de los ministerios jerárquicos,

tomó como punto de partida el episcopado,

contemplado a la luz de la misión de los doce apóstoles.

Afirmó la sacramentalidad de la ordenación episcopal

y declaró que de ella traen su origen no sólo la función

de santificar, sino también la función de enseñar y regir

(LG 21).

Definió la relación entre los presbíteros y los obispos

(LG 28; PO 7) y decretó que se pudiera restaurar el

diaconado como grado propio y permanente en la

jerarquía (LG 29).

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Reafirmó la doctrina de la colegialidad

de los obispos (LG 22-23; CD 4-6) y de

los presbíteros (LG 28; PO 8).

Para describir las funciones de las

distintas órdenes, superando la

concepción cultual-sacerdotal, adoptó el

esquema de la «triple función»:

profética, litúrgica y de gobierno.

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Abrió a la actividad de los ministros de la

Iglesia todo el amplio horizonte de la misión

del mismo Cristo y de los apóstoles.

Abandonando el lenguaje «tradicional» que se

expresaba en términos de dignidad y poder,

por la terminología bíblica y patrística de

servicio o «diakonia», propició un cambio

notable de actitud y de mentalidad en la

Iglesia.

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