Humanidades Crónica del desamor -...

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Humanidades Crónica del desamor José M.- Rodríguez Tejerina Cuando los sorprendentes participantes de un populachero programa de televi- sión se encuentran, de repente, con el amor, se abrazan y besan embelesados. Y, a unos pocos telespectadores, nos in- vade una punzante sensación de ver- güenza. Porque somos escépticos y pensamos que el amor verdadero, el pleno, es un fenómeno raro, a un tiem- po biológico y espiritual. Complejo, que requiere intimidad, recato, por ser una elaboración mental del instinto genési- co, una insólita coalescencia de quími- ca, hormonas y cultura. Una sofisticada creación humana. Y, tantas veces, sola- mente, un efímero espejismo. Es muy frecuente, en cambio, en nuestra socie- dad, el desamor, la falta de afectos, el fracaso amoroso; las obligadas separa- ciones, el infierno de los celos; la irre- mediable pérdida de un ser querido. El amor es una coyuntura vital misterio- sa. Hasta la etimología del vocablo que le designa es desconocida. No deriva del amor-amoris de los romanos, sino de una voz del voluptuoso lenguaje de los etruscos, que aparece en un poema de Ibn-Azem, El collar de la paloma, en el que se narra, sorprendentemente, la vehemencia del amor homosexual. Co- mo hará Platón años más tarde, al con- cebir, únicamente, el amor entre varo- nes. En Grecia y en Roma, el amor era una actividad exclusivamente masculi- na. Con el cristianismo la mujer adquie- re la merecida categoría de madre y es- posa. Y, con los trovadores de la Baja Edad Media y las obras literarias de El Dante y Petrarca, se crea la teoría del amor platónico. Bocaccio y el Arcipreste de Hita son, posteriormente, adalides del amor sensual, que admite toda suer- te de matices eróticos. Descartes, por ejemplo, como su primera refriega amo- rosa la tuvo con una mujer bizca, prefi- rió, a lo largo de su existencia, hacer siempre el amor con féminas bisojas. Otros hombres ¡lustres escogieron para sus relaciones amorosas dispares muje- res: bellas o feas, jóvenes o maduras, ñatas, narigudas, igual que Cleopatra. Frígidas, la Pompadour, ardientes como la emperatriz Josefina. Insubstanciales, frivolas, lady Hamilton. Es el inexplica- ble milagro de la fascinación sexual, el misterium fascinans. Quizás al hombre le atraiga mucho más el sendero a recorrer hasta llegar a la amada que la posesión misma. Ya lo dijo Cervantes: es más divertido el camino que la posada. La escalera prohibida que la alcoba acogedora. Un triste corolario del desamor, de la falta de compañía, es la soledad. Del cuerpo y del alma. Amortiguada en los amantes desdeñados por la falaz impre- sión de que, tras las amargas palabras de rechazo, se escondía la sombra de una caricia. Contrarrestada por el deseo, que se exacerba con la distancia, pues la auténtica sensualidad humana es hija de la lejanía. La infelicidad, en fin, patri- monio de la soledad, aspira siempre a ver arribar un día la mítica esperanza del señor Godot. El herido por el desamor vive encerrado en su propio corazón, ese «breve nido de venas azules» soñado por Shelly. Re- huye el canto engañoso de las sirenas. Lo escucha, si acaso, al revés, en las ori- llas de nuestro Mare Nostrum. Cree en la palabra hablada, no en la impresa. El hombre que hace imprimir las palabras que inventa, esconde el trémulo sonido de su voz, sus más oscuros secretos. El angustiado por el mal del desamor gus- ta le hablen con voz cálida y que su in- terlocutor gesticule con las manos, co- mo un mimo. Mas, la terapéutica adecuada para los aquejados del desamor suele ser el con- tacto con la Naturaleza. Dejarse acariciar los ojos. Así lo recomienda un hai-kai, un antiguo poema japonés; peinándolos con la devota contemplación del campo, 49

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Humanidades

Crónica del desamor

José M.- Rodríguez Tejerina

Cuando los sorprendentes part icipantes de un populachero programa de televi­s ión se encuent ran , de repente, con el amor, se abrazan y besan embelesados. Y, a unos pocos telespectadores, nos in­vade una punzan te sensac ión de ver­g ü e n z a . P o r q u e s o m o s e s c é p t i c o s y p e n s a m o s que el amor verdadero, el pleno, es un fenómeno raro, a un t i em­po biológico y espir i tual . Comple jo , que requiere i n t im idad , recato, por ser una elaboración menta l del inst into genési­co, una insól i ta coalescencia de qu ím i ­ca, hormonas y cul tura. Una sofist icada creación humana. Y, tantas veces, sola­mente , un e f ímero espe j i smo. Es m u y frecuente, en cambio , en nuestra socie­dad, el desamor, la falta de afectos, el fracaso amoroso ; las obl igadas separa­c iones, el in f ierno de los celos; la irre­mediable pérdida de un ser quer ido. El amor es una coyuntura vital mister io­sa. Hasta la et imología del vocablo que le des igna es desconoc ida . No der iva del amor-amoris de los romanos , s ino de una voz del vo lup tuoso lenguaje de los etruscos, que aparece en un poema de Ibn-Azem, El collar de la paloma, en el que se narra, sorp rendentemente , la vehemencia del amor homosexua l . Co­mo hará Platón años más tarde, al con­cebir, ún icamente , el amor entre varo­nes. En Grecia y en Roma, el amor era una act iv idad exc lus ivamente mascu l i ­na. Con el cr is t ianismo la mujer adquie­re la merecida categoría de madre y es­posa. Y, con los t rovadores de la Baja Edad Media y las obras l i terarias de El Dante y Petrarca, se crea la teoría del amor platónico. Bocaccio y el Arcipreste

de Hita son , pos te r i o rmen te , adal ides del amor sensual, que admite toda suer­te de mat ices erót icos. Descartes, por e jemplo, como su primera refriega amo­rosa la tuvo con una mujer bizca, prefi­r i ó , a lo largo de su ex is tenc ia , hacer s i empre el amor con f ém inas b isojas. Otros hombres ¡lustres escogieron para sus relaciones amorosas dispares muje­res: bel las o feas, jóvenes o maduras , ñatas, nar igudas, igual que Cleopatra. Frígidas, la Pompadour, ardientes como la emperatr iz Josef ina. Insubstanciales, f r ivo las, lady Hami l ton. Es el inexpl ica­ble mi lagro de la fascinación sexual, el misterium fascinans. Quizás al hombre le atraiga mucho más el sendero a recorrer hasta l legar a la amada que la posesión misma. Ya lo dijo Cervantes: es más divertido el camino que la posada. La escalera prohibida que la alcoba acogedora. Un t r is te coro la r io del desamor , de la fa l ta de c o m p a ñ í a , es la soledad. Del cuerpo y del alma. Amor t iguada en los amantes desdeñados por la falaz impre­sión de que, tras las amargas palabras de rechazo, se escondía la sombra de una caricia. Contrarrestada por el deseo, que se exacerba con la distancia, pues la auténtica sensualidad humana es hija de la lejanía. La infelicidad, en f in , patri­mon io de la so ledad, aspira s iempre a ver ar r ibar un día la mít ica esperanza del señor Godot. El herido por el desamor vive encerrado en su propio corazón, ese «breve nido de venas azules» soñado por Shelly. Re­huye el canto engañoso de las sirenas. Lo escucha, si acaso, al revés, en las or i ­llas de nuestro Mare Nost rum. Cree en la palabra hablada, no en la impresa. El hombre que hace impr imi r las palabras que inventa, esconde el t rémulo sonido de su voz, sus más oscuros secretos. El angust iado por el mal del desamor gus­ta le hablen con voz cálida y que su in­ter locutor gesticule con las manos, co­mo un m imo . Mas, la terapéut ica adecuada para los aquejados del desamor suele ser el con­tacto con la Naturaleza. Dejarse acariciar los ojos. Así lo recomienda un hai-kai, un a n t i g u o p o e m a j aponés ; p e i n á n d o l o s con la devota contemplación del campo,

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de una ribera que subraye el cauce ru­moroso de un río. Y, por qué no, hacién­doles sentir la p rox imidad ancestral del mar . A lgunos dep r im idos por su sole­dad , sin embargo , no alcanzan admirar los árboles, las f lores, los manant ia les, las olas del mar. Durante su estancia, unos meses otoña­les, en Mal lorca, el mon je hindú Purohit S w a m i , v e s t i d o i n v a r i a b l e m e n t e con una túnica color naranja, y su amigo, el a t o r m e n t a d o poeta i r landés Yeats, no qu is ie ron ver el mar, las mon tañas , el c ie lo , las calas verdes, absor tos como es taban en d e s e n t r a ñ a r las esenc ias orientales del Upanishades. Aunque ha­

bían ven ido a La Roqueta en busca de salud y soledades. Otros, se refugian en el a lcohol , las drogas. Unas si luetas, v i ­vas aún, pasean lentamente por las playas de la Isla de la Calma. En inv ierno, luego de haber huido los soles del estío, son, seguramente , tur istas sol i tar ios, perso­nas de la tercera edad que sufren desa­mor. Pero que esperan encontrar, toda­vía, sin avergonzarse de el lo, como los part icipantes del ci tado programa televi­s ivo, la i lusión embr iagadora del amor. Esa «gran faena humana», como la def i ­niera, en admi rab le ensayo, el f i lóso fo don José Ortega y Gasset.

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