Homenaje a México* · all time is eternally present." Ayer merodeé lugares. No tenía con quien...

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Juan fii\ Tobeyo GU Albert \111 o del amor Homenaje a México* .... Del Diario de Magda La vida es un tejer inextricable. El hombre, como la araña, destila su tela y en ella se prende: creador y víctima. Las na- vidades pasadas recibí, en mi Colegio, el envío de Víctor. Con- éste en un disco grabado en España que contenía, por uno de sus lados, su Homenaje a México, una sonata para or- questa de cuerdas en la que intervienen, también, dos guitarras, yen el adagio del tiempo segundo, un clarinete. Por el otro lado se podían oír tres composiciones españolas entre las que destacaba, por su originalidad, la Danza de la pastora, de Er- nesto Halffter, que ya conocía. Como mis maletas estaban he- chas, acomodé el disco, protegido por unos echarpes, y lo llevé conmigo a Nueva York. Allí lo pude saborear a mi gusto en el tocadiscos de unos amigos. Era una obra encantadora sin que el término esté empleado en menoscabo de su firmeza. Hablar de ella, ahora que pertenece al dominio público resulta inne- cesario; juzgada en lo que vale, al menos para algunos, se abrirá camino por sí sola, si no resonante, intimista, y hasta cier- to punto. Claro que es una obra de intimidad pero en el sen- 44. 'lf Fragmento tido que lo es, también, una Oda de Horacio. Su clasicismo, casi riguroso, le evita el posible peligro de la subjetividad ex- trema; la hace, como si dijéramos, asequible a todos. La entona para todos los gustos sin vanalizarla. En aquellos días, segura- mente influida por el aliciente de la audición, sentí nostalgia de Víctor. Me ocurre, en estos años, echarlo de menos. Su con- vivencia es tan suave que puede ser respirada como el aire que nos rodea, sin que nos moleste. En México nos veíamos a dia- rio, durante tres años, sin que nos pesaran el trato ni la asidui- dad. Creo que él también se conmigo, a su gusto, en ese tono confidencial, sin estridencias, que creaba nuestra amistad y que parece, por temperamento, convenirle. Víctor es todo lo contrario de un ser insociable, pero la gente, la desaparición de lo íntimo, lo Queda de él, siempre, la presencia, eso sí, pero distante; no se sabe si por abstracción o cohibimiento. Cuando en junio, para mis vacaciones, bajé a México, tuve buen cuidado de no olvidar mi disco de música. Quería que mis padres lo oyesen, pero no eso sólo; quería, también yo, oírlo allí, en el clima que le convenía, aun siendo como es mú- sica sin la menor intención folklórica, puramente, por decirlo así, musical, sin referencia a nada contingente o visual. Algo de esto, aunque dicho con tecnicismos, había opinado S.A. en una de sus críticas póstumas. Decía, incluso, que el Homenaje a México, podría parecer, para algunos indigenistas, insustan- cial -parece que alguien lo había insinuado-, debido a que, a través y a lo largo del XIX, lo melódico, fuertemente teñido de sentimiento, había prevalecido sobre lo armónico, de estricta raíz cerebral o matemática. O sea que, según el criterio de S.A., la música se había hecho literaria. Pero como en este Home- naje el autor se prohibió todo efecto emotivo que no procedie- ra, exclusivamente, de la sensibilidad musical, notaban la falta, como se dice, del color. También en su país de origen se incurrió en esta apreciación que S.A. calificaba de "pintoresca". En suma, hacía un encomio de la música, a solas consigo mis- ma, entregada a la expresión, sonora, de sus recursos autóno- mos. y dentro del panorama español, atribuía al Homenaje, por la carencia que se le dejaba notar de arpejios descorazonadores --crítica hispánica-, y en cambio, por una innegable armonio- sidad tan flotante como rotunda, que nadie le discutía, un ca- rácter que se atrevía a llamar No duda que la inspiración procedía del venero mUSIcal espanol del XVIII, aunque, desde el primer momento, se daba. uno tanto o más que de la similitud de escuela, de la mdependencIa per- sonal. Tras los rigores de la trabazón clásica, una espiritualidad muy moderna se traslucía; no cómo ni por qué, pero no podía mantenerme ajena a su evidencia. S.A. hablaba del em- pleo del ritmo sincopado imprimí.a al apresto de la compo- sición su movimiento genulDo. ConfIeso no comprender gran cosa; en cambio sí, cuando atribuía, a la aparición exótica de la flauta, es propiamente un en el medio ortodoxo de los instrumentos de cuerda, amplIados hondamente por el U3

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Juan fii\ TobeyoGU Albert \111 o del amor

Homenaje a México*

....Del Diario de Magda

La vida es un tejer inextricable. El hombre, como la araña,destila su tela y en ella se prende: creador y víctima. Las na­vidades pasadas recibí, en mi Colegio, el envío de Víctor. Con­s~tió éste en un disco grabado en España que contenía, poruno de sus lados, su Homenaje a México, una sonata para or­questa de cuerdas en la que intervienen, también, dos guitarras,yen el adagio del tiempo segundo, un clarinete. Por el otrolado se podían oír tres composiciones españolas entre las quedestacaba, por su originalidad, la Danza de la pastora, de Er­nesto Halffter, que ya conocía. Como mis maletas estaban he­chas, acomodé el disco, protegido por unos echarpes, y lo llevéconmigo a Nueva York. Allí lo pude saborear a mi gusto en eltocadiscos de unos amigos. Era una obra encantadora sin queel término esté empleado en menoscabo de su firmeza. Hablarde ella, ahora que pertenece al dominio público resulta inne­cesario; juzgada en lo que vale, al menos para algunos, seabrirá camino por sí sola, si no resonante, intimista, y hasta cier­to punto. Claro que es una obra de intimidad pero en el sen-

44.

'lfFragmento

tido que lo es, también, una Oda de Horacio. Su clasicismo,casi riguroso, le evita el posible peligro de la subjetividad ex­trema; la hace, como si dijéramos, asequible a todos. La entonapara todos los gustos sin vanalizarla. En aquellos días, segura­mente influida por el aliciente de la audición, sentí nostalgiade Víctor. Me ocurre, en estos años, echarlo de menos. Su con­vivencia es tan suave que puede ser respirada como el aire quenos rodea, sin que nos moleste. En México nos veíamos a dia­rio, durante tres años, sin que nos pesaran el trato ni la asidui­dad. Creo que él también se ~entía conmigo, a su gusto, en esetono confidencial, sin estridencias, que creaba nuestra amistady que parece, por temperamento, convenirle. Víctor es todo locontrario de un ser insociable, pero la gente, la desapariciónde lo íntimo, lo di~ocia. Queda de él, siempre, la presencia, esosí, pero distante; no se sabe si por abstracción o cohibimiento.Cuando en junio, para mis vacaciones, bajé a México, tuvebuen cuidado de no olvidar mi disco de música. Quería quemis padres lo oyesen, pero no eso sólo; quería, también yo,oírlo allí, en el clima que le convenía, aun siendo como es mú­sica sin la menor intención folklórica, puramente, por decirloasí, musical, sin referencia a nada contingente o visual. Algode esto, aunque dicho con tecnicismos, había opinado S.A. enuna de sus críticas póstumas. Decía, incluso, que el Homenajea México, podría parecer, para algunos indigenistas, insustan­cial -parece que alguien lo había insinuado-, debido a que,a través y a lo largo del XIX, lo melódico, fuertemente teñidode sentimiento, había prevalecido sobre lo armónico, de estrictaraíz cerebral o matemática. O sea que, según el criterio de S.A.,la música se había hecho literaria. Pero como en este Home­naje el autor se prohibió todo efecto emotivo que no procedie­ra, exclusivamente, de la sensibilidad musical, notaban la falta,como se dice, del color. También en su país de origen seincurrió en esta apreciación que S.A. calificaba de "pintoresca".En suma, hacía un encomio de la música, a solas consigo mis­ma, entregada a la expresión, sonora, de sus recursos autóno­mos. y dentro del panorama español, atribuía al Homenaje, porla carencia que se le dejaba notar de arpejios descorazonadores--crítica hispánica-, y en cambio, por una innegable armonio­sidad tan flotante como rotunda, que nadie le discutía, un ca­rácter que se atrevía a llamar levantin~. No ca~ía duda quela inspiración procedía del venero mUSIcal espanol del XVIII,aunque, desde el primer momento, se daba. uno cuenta~ tantoo más que de la similitud de escuela, de la mdependencIa per­sonal. Tras los rigores de la trabazón clásica, una espiritualidadmuy moderna se traslucía; no sé cómo ni por qué, pero nopodía mantenerme ajena a su evidencia. S.A. hablaba del em­pleo del ritmo sincopado q~e imprimí.a al apresto de la compo­sición su movimiento genulDo. ConfIeso no comprender grancosa; en cambio sí, cuando atribuía, a la aparición exótica dela flauta, es propiamente un clarine~e, en el medio ortodoxode los instrumentos de cuerda, amplIados hondamente por el

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rasgueo de las guitarras que le daban al~o así como un. toquede antigüedad, los efectos. de u~a langUl?eZ u~ tanto. mtra~­quila y que hacía del adagIO el tIempo mas alusIvo, mas mexI­cano de la obra.

Del México de Víctor apenas si queda nada; el cielo sí, las nu­bes que le impresionaban tanto, la luz. La ~i~dad, es clecir, lacapital, va tomando, como sucede en Amenca, ~~as propo~­

ciones desorbitadas, no con respecto a la extenslOn del paIspero sí a las características agrarias de su funcionamiento.Dentro de su aire indolente he aquí que la progresiva cons­trucción de los rascacielos y los ríos de coches -carros les lla­man ellos- nos sorprenden por lo desplazados. Yo diría quese vive como participando en un fenómeno anormal. ¿De dóndeprocede este ímpetu y, sobre todo, por qué toma esta forma?¿Es una ficción, un artificio, una desfiguración de las propieda­des autóctonas? Presumo que sí; México no puede escapar a latónica actual del mundo, andar a zancadas. Sólo que, en unpaís que se mueve, sensiblemente, por motivaciones tan lentas,la impresión que se tiene es de contrasentido. En Nueva Yorktodo responde a lo que es; o aquello o nada. Aquí lo que esestá oculto, desterrado, engañosamente, tras la composturade un rostro prestado. Sí, Víctor notaría a faltar muchas cosas.Y a sus amigos: Hugo, Bartolomé, las chicas -Petra y Lola-,Augusto y Lupe; unos como Hugo, murieron; los demás ha­bían desaparecido. Escasamente pude reunir para la audición,a Tina, ya viuda, y a nuestro inefable Pancho, el "gordo" comole llamaban sus hermanas, y éste sí, en su opulencia, y en sumexicanismo, incólume. ¡Quince años que Víctor regresó a Es­paña! Y en cambio ahora, oyéndole, cuán presente aquí. "lfall time is eternally present."

Ayer merodeé lugares. No tenía con quien comentar esta reapa­rición de Tobeyo que me ha sumido en un mundo de recuerdos,melancólicos sin duda, pero, apetentes. Recordar no es indis­pensable volver la cabeza atrás, es reforzar la vida. Se anda ha­cia delante, se recuerda hacia atrás y, en ese balanceo, reside laplenitud, y la exigüidad de nuestro presente. No, no tenía conquien intercambiar impresiones. Me doy cuenta, ahora, de losola que he ido quedándome aquí y de que, nuestro tiempomexicano, estaba periclitado; yo misma no vengo ya sino porvisitar a mis padres. Y confieso que este país, que no me va,me conmueve. ¿Tendré que confesar que más bien lo compa­dezco? Como comentábamos Víctor y yo, en todo parece haberestado la mano de Dios, pero en ese "haber estado" es de don­de procede esta sensación de desamparo que se desprende decada presencia, bien material, bien animada, personas o cosas.Más que personas las llamaríamos ánimas. Cuando se ve, cami­nando sus campos, entre las hieráticas piteras de un verde azu­loso, bajo la inmensa bóveda del cielo siempre surcada pormagníficas nubes, las figuras esbeltas de sus hombres silencio­sos, vestidos de blanco, se tiene la impresión de que algo, her-

maso y adverso a la vez, pesa sobre estas tierras y sobre esasgentes, un destino que uno quisiera corregir pero que, al hacer­lo, se teme incurrir en una impiedad, de tal modo lo que secontempla nos parece puro y como conforme con la naturaleza.

Lo apreciábamos así en aquel viaje que hicimos juntos al esta·do de Michoacán con un grupo de universitarios, en ocasión deun cursillo de verano, y durante el que nos llevaron a ver elencantado lago de Pátzcuaro sobre el que, posada como unapiedra mirífica, la isla de Janitzio, se nos ofreció con la extra·ñeza de un mundo lejano y detenido en el tiempo. Creo recor·dar que era un día feriado y, los habitantes de aquel extra­mundo, aparecían vestidos con colores vivísimos entre los quedestacaba por su constancia, entonándolos, como dijo Víctor,una especie de morado-fucsia de gran esplendidez aunque 110

desprovisto de una cierta amargura. Aquellas gentes más pare·cían ausentes que verdaderamente vivas. Con sus vestimentas,las mujeres cargadas de abalorios, y los rasgos" ~obre un ros·tro aplastado de párpados tirantes, entre mongohcos o esqurmales, estaban sentados, por grupos, en las puertas de susviviendas -de las que salían, deambulantes c?mo totems,. al­gunos cochinillos negros-, y hablando un dIalecto abonge,nque nos los distanciaba más, mientras un~ charanga recoITJ!las calles en zigzag sin levantar algazara mnguna. Eran. comosombras y parecían estar esperando durante mucho tiempo:mustias de esperar. Y se pensaba, viéndolas tan indiferente\,en aquellos, los ignavos, de quien dice Dante: che viser, ulIl!infamia e senza lodo. Y que ocupan, por una suerte de apatiacongénita, la antesala del Infierno. Una sensa~ión desagrada·ble se desprendía, no obstante el pintoresqUIsmo halagador,de aquella parálisis que estaba sustituyendo, por la fueJ?ll deuna inercia viciada el fluir vital. La belleza que los CICCun­

daba, y en la que ~ivían inmersos, con una especie. de i~sen'sibilización que saltaba a la vista, les acentuaba su Irreahdad.

Pocas veces he visto luz más cernida sobre un agua más tersa.La trasparencia del cristal pasaría allí por tosca, tal es ladiafanidad que reina en el paraje y la hialina conjunción queopera en el aire el lago quietísimo y la fluencia del cielo. poraquellas aguas, que parecían de raso, vimos, al día siguiente,cómo se deslizaban los pescadores, tocados con sus finos som­breros amplios, sobre unas embarcaciones ligeras y llevando aambos lados unas redes curvas en forma de alas que les dabanel aire, al rasgar silenciosamente la superficie inmóvil, degrandes libélulas. Dudo' que pueda encontrarse un espectácu­lo más estético en ningún escenario natural. Víctor, ante todoaquello, se embriagaba, aunque' no de vino, sino de un licormenos recomendable, el contenido de un filtro oriental. Loque nos ocurría en México, cosa impensada, era que nos en­contrábamos en Oriente. No en nuestra casa, como alguno;trataban de suponer, sino por el contrario, rodeados como deuna lejanía cautivante, de un espejismo, que no inspira~

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nuestra fraternidad; nos atraía pero con desconfianzá. En esesentido se mantenían vigentes las mismas reacciones históricasde los soldados de Cortés. En aqueIlos días hablamos muchoa este respecto, en Morelia, la capital del estado, una ciudadde entonación frutal, debido al marcado tono rosa de sus can­teras, y a las casas pintadas, en gran profusión, de rosa, ]0cual, entre los árboles, le da esa apariencia suave, carnal,amelocotonada. Se comprendía bien la observación de Barto­lomé Mir de que, por estos climas, ser decorativo es ser na­tural. Hugo nos dijo, cuando regresamos, escuchando nuestrasimpresiones, que Occidente terminaba en las islas Británicasy, que América, no era en realidad, más que el lejanísimoOriente tomado por la espalda. A mi objeción de que exis­tían, a pesar de todo, los Estados Unidos, me atajó que Nor­tearnérica no era una nación brotada sino construida y que,por tanto, no cabía hablar de eIla como de un fenómeno na­tural. De BuenosAires dijo que era para los españoles, lo quePalmira para los romanos, en medio del desierto, la traspo­sición de un poderío, algo artificial. Es un punto de vistasugerente, pero no exacto. Creo más bien que América, en me­dio de dos mundos, es el continente de un mestizaje y que,en su suelo, y a lo largo de su dormida extensión, Orientey Occidente, han enmarañado sus aportaciones, sanguíneas ytécnicas. Tuvimos, también, en Morelia, ocasión de conversarcon un profesor norteamericano que, si no pecaba como Hugode expuesto, lo hacía de precavido y resultaba soso comoun manual. Tobeyo se nos uniD los tres últimos días que coin­cidieron con el recital de piano de Víctor. Estábamos en unagalería de ]a Universidad, lo recuerdo, haciendo tertulia conel rector, y casi a la altura de nuestra cabeza, en el engarcede un tejadillo, las crías de un nido de golondrinas comen­zaron a piar, y vimos a la madre que, sin prestar atención anuestra presencia, aleteaba sobre sus escuálidos retoños, mien­tras abrían estos unos gaznates, de manera tan descarnada,que más bien me asqueó. Entonces, Víctor, descubrió abajo,en el claustro, a Tobeyo que, llegado de la capital, nos bus­caba. Durante aquellos tres días los vi vivir juntos. Víctorabsorto como si hubiera entrado en contacto con su divinidad,de tal modo que, hasta se abandonaba a la dejadez de un ciertodesaliño, presentándose sin corbata o sin afeitar. Es a lo queHUl(o llamaba, arduamente, su santidad. De Tobeyo lo que

más me gustaba era la natural compostura con que I1evabala situación. Sabía que sabíamos pero nada denotaba en elafectación ni disimulo. Su naturalidad estaba completamenteexenta de cinismo y, si acaso, se mostraba, más bien, con unleve toque de pudor que le favorecía. Conmigo tenía aten­ciones curiosas, tomándome, por ejemplo del brazo, siempreque íbamos a subir o bajar una acera, cual si se tratara de unaprincesa niña; y que nunca resultaban como en nuestro mun­do, convencionales; parecían brotar de una delicadeza congéni­ta en la que para nada entraba la "educación". La noche delconcierto de Víctor, mientras éste contestaba a unos repor­teros, me preguntó si me había gustado y, al decirle quesí, y preguntárselo yo, a mi vez, me contestó indirectamente:¿Qué puedo yo darlc? No me atreví a decirle que: ~u pre­sencia. Tobeyo estaba, por aquellos años debía tener die­cinueve, en ese momento en el que, la flor de su juventudcomenzaba a rendir su semilla. La línea divisoria, entreel adolescente y el hombre, aquilataba su conjunto con unsabor agrio-dulce que le daba también, cosa rara, como con­tenido, un no sé qué de otoñal. Lo que Víctor llamaba, y queme impresionó al oírselo, su frondosidad. Era, en verdad,muy guapo.

En mi evocaclon de Michoacún no podía faltar la presenciade Ignacio B. a quien los íntimos llamaban, al modo delpaís, Nacho. Hace dos años nos encontramos cn París dondecumple, penosamente me dijo, su cargo de secretario de Em­bajada. Se había casado y pasaba por ser, en los mi/ieux diplo­máticos, una autoridad en política iberoamericana. La vidadiplomática le resultaba insoportable y me habló de su posibleabandono si conseguía hacer aceptar, a un financiero amigo,el proyecto de una editorial que diera a conocer, en francés, eldiverso mundo literario de la América Latina. Se sentía cadavez más distante de las directrices oficiales de su país y lapromiscuidad en que vivía con lo que no era de su gustoavivaba su desazón; ya que siempre me pareció un desazo­nado, un perplejo. Muy inteligente, por lo demás, con esainteligencia puente, propia del criollo, de ida y vuelta, podría­mos decir. Cuando nos conocimos en Morelia, me disponíaa leer, como conferencia, parte de un trabajo que retocabadesde hacía tiempo y que luego he publicado, completo, ver­tido al inglés: "El Escorial, como creación, y como fracaso".En que desarroIlo la idea, que desde muy joven se me pre­sentó bajo una especie de claridad repentina de relámpago,de que, en ese edificio genuino, se cristalizó, y nunca mejorempleado el término, nuestra razón más alta de ser pero,a fuer también de españoles, nuestra sin-razón, ya que lo queel Escorial se proponía era un imposible, pero que al cristali­zarse, comprometió, a partir de aquel momento, la vida toda,sucesiva, de España. No es esta la ocasión de extenderme sobre

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cosa ya, para mí, dejada· atrás. Ignacio pareció interesarse,muy a fondo, por mi trabajo y se convirtió en nuestro acom­pañante solícito; con él visitamos el lago, con él comíamos adiarÍo. En el mexicano, como se advierte con facilidad, surencor español no deja de mostrarnos, desde sus orillas, elgran mar nostálgico de una admiración que se refrena tantopor pudor como por resentimiento. No se explica uno cómose mantiene tan en la epidermis del país la sensabilizacióndel pasado; pero, en México, lo histórico es como si andaraaún, con su presencia, retadora y disimulada a la vez, por lacalle. Ignacio nos reprochó el no interesarnos más que porlo aborigen, desdeñando la realidad mexicana que cuenta conun solo porvenir, el mestizaje; y cuya sustancia humana se es­taba fundiendo, dijo, al fuego de los hechos del ayer y el maña­na. y añadió que el español es el que puso la primera piedrade esta nueva gente, era cierto; que su ausencia de prejuicioracial lo llevó a ello, quería suponer que debido a unas dotesgenerosas que alentaban en el invasor aunque, también podíadeberse, en parte, a un cierto impulso irreflexivo que lo hacaracterizado marcadamente en sus actuaciones. Pero segúnél y debido, decía hablando por imágenes y señalándome con eldedo, a ese maldito Escorial cuya sombra esquinada pesa sobreel área de todo lo hispánico, este mestizaje, llegada su horade dar el paso, se ha encontrado sin recursos propios, y sinsostén ajeno, ya que sus fuentes aborígenes están medio extin­guidas y el manantial español hace tiempo que se -acentuóla palabra- petrificó. A esto se debe, decía, esta situaciónmedio turbia que se disfruta ahora, puesto que muchos ladisfrutan, nuestro empantanamiento actual. Así como -hacíahincapié- lo que llaman ustedes nuestro rencor a España,lo es sin duda, pero no tanto por lo que nos hicieron comopor lo que no supieron hacer; lo que no supieron hacer de símismos: abrirse la puerta grande de su evolución necesaria.España, con toda su grandeza, remató, es también un paísempantanado. Para él, la cristalización del Escorial, era, portanto, ilícita, ya que se había convertido en un impedimento,como precisó, en un, dijo algo así como, obstáculo mortal.Consecuencia que yo no compartía, ya que, mi tesis sobre elEscorial, atribuía el fracaso de la empresa, no a un menossino a un más; en el sentido de que, el español, había apun­tado demasiado alto, lo que le hace decir a Nietzsche, en unade las pocas veces que nos nombra, que habíamos queridodemasiado. Ignacio llamaba a esto el subterfugio ibérico; todo,decía, menos razonar. Son ustedes incorregibles como buenoshijos de casa grande. Lo cual no impedía que nos entendiéra­mos muy bien. Tenía el afán de la dialéctica, pero no legustaba, como decía él, quedarse en el café -aludiendo ala costumbre española de eternizarse allí, habla que te ha­bla-. Quiso, cuando nuestra guerra, venirse a España, perosu padre se lo prohibió, y sus escasos años hacían demasiadaexpuesta su desobediencia. Llegó a militar en el comunismo in-

dígena pero el espeluznate asesinato de Trotsky le indispuso,acaloradamente, con sus compañeros de lucha. Y optó porpresentar batalla, solitario, a derecha e izquierda. Actitud queperecía acreditar su cepa hispánica pero, que en él, tomabaotro sabor menos áspero, tal vez por las virtudes que la razano ha dejado de adquirir en esta latitud, perdiendo, como sedice, vigor, pero diluyéndose en una fluidez que comunicaal espíritu una dosis de suavidad no sabemos si más compa·tible con los fines estrictos de la inteligencia: pensar, obser·var, dialogar. Se le notaba, no obstante, incómodo con sumexicanidad, como si tuviera que salir a la defensa, ante nos­otros, de algo que tal vez preferiría que no hubiera sido comofue, de algo que habían digerido mal y que los había afectadocrónicamente: su condición de hijos segundones. El español,por otra parte, ha prestado una atención más bien desdeñosaa estas tierras debido a su carencia de curiosidad; y tieneahora que soportar, de mal talante, el que sus descendientesde ultramar, miren, con más ahínco, hacia otros lares, haciaotros focos de cultura que a aquel que se les presenta, coobastante más rutina que eficacia, como materno.

Un día, ya de regreso a la capital, Víctor me llamó la aten­ción sobre Ignacio, diciéndome: se ha enamorado de ti. De·masiado lo sabía yo y, tiempo hacía que, sintiendo avecinarleel peligro, me defendía de él; y no sólQ hacia afuera. Aquellofue, para mí, una comprobación de mis condiciones propias,como si dijéramos de mi funcionamiento. La tentación estabapero no cedí a ella. ¿Por qué? Nunca he conseguido sorpren·der, en su sentido último, el nexo de mi razón con mi ética,es decir, la especial naturaleza de ese eslabón por el que seponen en contacto dos apreciaciones, en sí tan dispares, comoson la amplitud de mi criterio y el rigor de mi conducta: Demi conducta conmigo misma, por supuesto. Para los conflictosajenos me muestro, espontáneamente, comprensiva, y no sólopara sus conflictos sino para sus detenninaciones, incluido esoque se ha convenido en llamar las debilidades humanas y quesuponen, en la vida del hombre, las dos terceras partes de supotencial. Pero conmigo eso no marcha. Desde muy joven mefui imponiendo una línea de severidad que se fue con~en hábito y que, ahora, rinde su fruto: me siento ente~adherida a mi intención, hecha carne con ella. Para Hugo DIIactitud descubría esa supervaloración de sí mismo que estima­ba ser una característica esencialmente española, de índoleseñorial. No sé lo que habrá en ello de utilizable, me ~o

que poco, ya que su enamoramiento gennánico por Esp8lllera, a mi modo de ver, bastante apriorístico y adolecía de .Iafacundia idealizadora que no obstante su subsuelo concuplS'cente, caracteriza el proceder de la mente tudesca. Sea· lo ~ue

ello fuere, la verdad es que no me ·siento constreñida por DJll"guna imposición de orden moral y sí, por el contrario, meafianzo en el hecho de que mi conducta haya sabido ir adWtándose convenientemente a mi idiosincrasia del mismo modo

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que, mi gusto, ha logrado eliminar, naturalmente, de mi ma­nera de vestir, todo lo que no me va. En cuanto a Ignaciose refiere me interesaba, y bastante. No sé hasta qué puntopuedo generalizar, a través suyo, el género erótico mexicano.Era menos vehemente que el español pero yo diría que másincisivo; claro que Ignacio no era un mexicano nato, era unespañol suavizado, con menos "sal" también, pero con otrospicantes autóctonos que lo hacían, como digo, si más insinuan­te, menos perentorio. En mi decisión contribuyó en gran.modolo irresoluta que estaba en relación con E. Desde hacía unaño, sus cartas desde Glasgow, me- proponían la reconcilia­ción. No tenía, contra él, grandes quejas; nuestro distancia­miento fue, más bien, la consecuencia de mi equivocación.Ahora sé que no lo había estimado nunca, suficientemente.~I decía quererme, pero al modo ibérico, sintiéndome ence­rrada en una inflexibilidad que hubiera requerido por miparte, para hacerla llevadera, lo que no había en mí, unapostración amante. Parecía, por lo demás; haber encontrado,en otra mujer, lo que buscaba, pero por uno de esos empeñosque hacen tan irreflexivo el amor, necesitaba que fuera yo,absolutamente desprovista de los dones necesarios, la queocupara aquel puesto. Ya que, es curioso, necesito de mi liber­tad, no para lo que E. en su obsesión, hubiera podido pres­tarme como intención, y que mi conducta contradice, la ne­cesito simplemente. Esto es, me inclino a creer, 10 que decidió,

al fin, la cuestión. La sujeción que se me instaba a reanudar,carecía para mí de aliciente; y constituía por tanto, más bienuna amenaza que Un refugio. Zanjé pues, y aquí estoy. Y loque sí sé es que, mi vida parece haber tomado la hechura queme corresponde, como se emplea en la modisterÍa parisiense:assorti. En el momento de Ignacio no veía yo tan clara miresolución con respecto a la "vuelta al hogar", y a eso se debióque rehusara el placer que, indudablemente, hubiera supuestoaquella, llamémosla así, tregua de la soledad. Una día meaventuré a decirle que si me hubiera casado a los dieciseisaños, él tenía venticuatro, podría haber sido su madre. Mereplicó, con desenvoltura, que, aún así, se hubiera enamoradode mí. Y como yo, fingiéndome afrentada, me cubriera el rostrocon las manos, me llamó reaccionaria; dijo algo así que,como buena española era, en el fondo, una solemne reacciona­ria. Me sonó tan delicioso que en poco estuvo que me lanzaraen sus brazos. ¡Qué bien no haberlo hecho! Cuando lo encon­tré en París no hubiera podido sentirme tan dueña de mímisma; de este modo, Ignacio no fue, para mí, el pasado, sino,simplemente, un recuerdo grato. Su joven compañera era unamuchacha bonita, ceñida por esa pálida piel mate a la que sellama aquí apiñonada y sobre la que se engarzaban unos oscu­ros ojos gachos, de fondo duro_ Hablaba recalcando sus modis­mos populares como una sofisticación Made in Mexico. Ella de­bió considerarme una "intelectual", mientras no pude evitar, ami vez, el que me pareciera una arrivista. No nos gustamos.Ignacio me envió al hotel unas lilas -estábamos en abril­con su nombre, por las que comprendí que no debía darlelas gracias; en público, al menos.

Ayer cuando salía de casa, un tanto retrasada, distinguí, auna cierta distancia, la silueta de mis padres. Venían en direc­ción contraria a la mía y, por un movimiento espontáneo,hice que no me vieran. Cruzaban entonces la plaza de Mira­valle y, protegida por el tronco de un árbol, me detuve obser­vándoles. Iban uno junto al otro, formando la pareja insepa­rable de su paseo cotidiano. Mi padre, más bien pequeño, conun cuerpo casi aniñado, por lo carente de pesadez, y la lige­reza que habían conservado sus articulaciones; mi madre, allado, tiesa, con su recto abrigo negro, tocada con un som~rero,

también negro, bajo de copa y leve de ala. Se fueroli alejandohacia casa, nimbados por una luz violácea, y como siniestra,que se apodera de los cielos mexicanos en el crepúsculo y porla que mi padre confesaba no tener predilección. Parece, enefecto, como si cada tarde, fuera a ser la última del mundo.Los vi como una pareja "ideal", es decir, traspuestos ya en eltiempo: los desterrados. Y me contristé. A veces mi madrehabla de hacer un viaje a Santander, solar de los suyos. ¿Lologrará? Mi padre, estos últimos tiempos, decae visiblemente.De quedarse sola, mi madre, la conozco bien, abandonará suidea nostálgica. La tierra donde reposan los nuestros acabapor atraernos tan imperiosamente como la que nos vio nacer.

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