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HOJA DE RUTA UNIDAD 3 En esta hoja de ruta encontrarás los textos que están en la Unidad 3 como la página en la que empieza el texto. Bibliografía Obligatoria: (PAG 2) Abendroth, W, Lenk, K., Introducción a la Ciencia Política, Anagrama Editorial, Barcelona, 1971. Capítulo 3 (Partes A y B). (PAG 92) Aguilar Villanueva, L,”Estado, régimen y sistema político” en J.E. Viga, (Comp,), Teoría y Política de América Latina, CIDE, 1984. (PAG 64) Aguilar Villanueva L, “El futuro del Estado-nación”, Revista Argentina de Ciencia Política, Número 2, 1998.

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HOJA DE RUTA UNIDAD 3

En esta hoja de ruta encontrarás los textos que están en la Unidad 3 como la

página en la que empieza el texto.

Bibliografía Obligatoria:

● (PAG 2) Abendroth, W, Lenk, K., Introducción a la Ciencia Política,

Anagrama Editorial, Barcelona, 1971. Capítulo 3 (Partes A y B).

● (PAG 92) Aguilar Villanueva, L,”Estado, régimen y sistema político” en J.E.

Viga, (Comp,), Teoría y Política de América Latina, CIDE, 1984.

● (PAG 64) Aguilar Villanueva L, “El futuro del Estado-nación”, Revista

Argentina de Ciencia Política, Número 2, 1998.

Wolfgang Abendroth y Kürt Lenk

Introducción a la ciencia política

EDITORIAL ANAGRAMA

BARCELONA

III

MODELOS DE DOMINACIÓN PÚBLICA

A. EL LIBERALISMO Reinhard Kühnl

1. Origen del liberalismo

a) Premisas sociales:

La constitución social y económica de la Edad Media estaba determinada por una parte per la nobleza terrateniente y el campesinado sometido a aquélla como es- clavos, y por otra parte los artesanos urbanos, reunidos corporativamente en gremios y corporaciones. No, existía todavía un poder público en el sentido actual. Las tareas ad- ministrativas y judiciales se hallaban repartidas entre los más diversos portadores privi- legiados, tales como la nobleza, la Iglesia, las ciudades, etcétera. Este desmembra- miento en un sinnúmero de unidades judiciales y administrativas independientes corría paralelo a la fragmentación en el ámbito de la economía urbana.

A partir del siglo XIII, con el incremento del comercio a distancia, este sistema queda enriquecido por nuevos elementos. El capitalismo financiero y comercial tem- prano, que partió de las ciudades de la Italia septentrional, así como el nacimiento de la economía financiera y crediticia, exigían un mercado más amplio y, en consecuencia, mayores unidades legales y económicas. Estas nuevas situaciones de dependencia económica horizontal tenían que forzar «las condiciones de dependencia vertical del sistema estamental, basadas en formas de la economía doméstica cerrada»1. En el siglo XVI se inicia la victoria de la economía capitalista sobre la producción de mercancías por los artesanos urbanos y el campesinado de cuño feudal. Como primer paso, el capital financiero y comercial somete a su dependencia las formas de produc- ción primitivas, tanto urbanas como campesinas, y luego las transforma en trabajo asa- lariado. Hasta entonces, el productor de una mercancía también era su propietario, pero

con el cambio introducido, el productor y el vendedor son dos personas distintas. El producto se convierte en capital de mercancía, en un medio para la obtención de dine- ro. La mano de obra se canjea como si se tratara de una mercadería. Por último, pisan- do por la manufactura y favorecida por las nuevas invenciones técnicas, esta evolución lleva a la industrialización, que desplaza el centro de gravedad económico cada vez más hacia los centros urbanos y elimina todas las reglamentaciones que obstaculizan el desarrollo de la economía.

A partir del siglo XVI, el absolutismo concentró las dispersas funciones de com- petencia estatal. Mediante la economía financiera, desarrollada a partir de entonces, crea con ayuda de un aparato de funcionarios y un ejército estable una actividad estatal continuada, de acuerdo con el constante tráfico de mercancías y noticias, que en el si- glo XVII daría lugar a los servicios de correos y de prensa informativa. El desposeimiento del poder administrativo de los estamentos por parte del soberano absoluto, es «un completo paralelismo al desarrollo de la empresa capitalista por la paulatina expropiación de los productores por cuenta propia»2. De la misma forma como el funcionario administrativo ya no es el propietario del dinero que gasta, al trabajador ya no le pertenecen los medios de producción con los cuales trabaja. Ambas «empre- sas»-tanto el Estado como el negocio capitalista privado- exigen una «organización es- trictamente racional del trabajo»3. Las relaciones entre el poder y los súbditos se con- vierten de personales en materiales, con lo cual se posibilita la distinción entre la esfera oficial y la iniciativa privada. Entonces se separan las esferas del Estado y de la socie- dad.

El nuevo sistema económico sólo podía funcionar si la regulación legal y la admi- nistración trabajaban de forma previsible y eficaz. De esta forma, en el continente se llega a la regulación formal del derecho racional romano, y las codificaciones garantizan una cierta seguridad legal en el sentido de la previsibilidad. En Inglaterra se alcanzó el mismo objetivo, dado que la configuración práctica de la ley se hallaba en manos de los abogados, quienes trabajaban siguiendo los intereses de sus «mandatarios capita- listas»4. El portador social de dicho desarrollo económico es la burguesía concentrada en las ciudades, esfera en -la cual han quedado concentrados tanto los comerciantes, banqueros y manufactureros, como los funcionarios de la administración territorial -en su mayoría juristas-, los intelectuales, médicos y curas5.

Estos estamentos «burgueses» tenían que forzar el sistema absolutista por las más diversas razones:

A pesar de que la nobleza había perdido su función militar debido a los ejércitos mercenarios, y su función técnico-administrativa debido al cuerpo de funcionarios, las barreras estamentales continuaron en pie. Y puesto que la nobleza tampoco tenía que pagar impuestos, a los ojos de la burguesía -que tenía que financiar el aparato adminis- trativo-, la nobleza era un estamento parasitario, socialmente superfluo.

A pesar de que la burguesía había logrado copar todos los cargos importantes en el campo económico, quedaba prácticamente excluida del gobierno del Estado y de la Iglesia.

A pesar de que el absolutismo fomentaba las empresas capitalistas privadas me- diante una política económica mercantilista, con el fin de incrementar sus ingresos, de continuo se ingería en el proceso económico para reglamentarlo.

Desde el punto de vista político, la limitada igualdad formal de derechos del ab- solutismo -que se hallaba en oposición al sistema de privilegios estamentales- sólo sig-

nificaba que todos los súbditos, sin distinción de estamentos ni origen, estaban despro- vistos de derechos frente al soberano, y que la ley de éste tenía validez para todos. Con ello quedaba implantada la igualdad en sentido negativo.

De esta forma se formó una crítica burguesa tanto de la constitución feudal de la sociedad, como del Estado absoluto, el cual era expresión de un equilibrio de clases entre la nobleza y la burguesía6, que iba desplazándose cada vez más en favor de ésta.

b) Tendencias ideológicas precursoras A la dependencia económica de la Edad Media le correspondía una falta de libertad ideológica. La Iglesia, sostén espiritual del Estado, no toleraba ningún desviacionismo. Con el desmoronamiento de los nexos corporativos y feudales en la economía, irrumpe, sin embargo, la libertad.

La expresión intelectual de la clase burguesa en alza es la Ilustración, que se convierte en arma decisiva en la lucha contra la nobleza laica y clerical: contra el Estado absoluto y el paternalismo de la Iglesia. Al principio de la tradición, la Ilustración contra- puso el principio de la razón; al principio del legitimismo y de los privilegios estamenta- les, contrapuso el iusnaturalismo racionalista, el cual concedía determinados derechos naturales a toda persona como tal. A partir de entonces, toda institución y toda medida gubernamental tenía que justificarse ante el tribunal de la razón. El objetivo del Estado ya no era la gracia divina o la fama del soberano, sino el bienestar terrenal de los ciu- dadanos. La consecuencia última de una tal concepción tenía que ser el ejercicio del poder político por los ciudadanos mismos.

Mientras que los teóricos liberales de la economía -como los fisiócratas, Adam Smith, Bentham, Ricardo- podían partir de la realidad de la estructura cada vez más capitalista de la economía, los teóricos del Estado tenían que limitarse a la polémica y a las construcciones, para lo cual -sólo les ofrecía ciertos puntos de referencia el parla- mentarismo inglés. Los legitimistas y fisiócratas creían que podía mantenerse el absolu- tismo, siempre, que éste estuviera limitado por la razón y se atuviera a las leyes («abso- lutismo ilustrado»), y Hobbes intentó utilizar como soporte de la monarquía absoluta el iusnaturalismo racionalista y el contractualismo, para sustituir el ya destruido legitimis- mo (el soberano «por la gracia de Dios»).

Sin embargo, Locke y Montesquieu, al interpretar la situación social de Inglaterra, formularon cl principio de la separación de poderes. A través del poder legislativo, se proclamó de esta forma el derecho de participación de la burguesía en la configuración política. «En el constitucionalismo, la soberanía del pueblo contrae un compromiso con el absolutismo»7. Rousseau lleva consecuentemente a término esta evolución, y pro- clama el principio de la soberanía del pueblo, con lo cual estalla la lucha abierta contra la monarquía.

En Alemania, las peticiones de la Ilustración fueron expuestas por Pufendorf, Johannes Althaus, Christian Wolff, y luego por Kant, Fichte y parcialmente por Wilhelm von Humboldt. Sin embargo, debido al retraso económico y político de Alemania, tales discusiones tuvieron un carácter menos explosivo que en Francia o Inglaterra.

«El iusnaturalismo alemán no atacó al absolutismo como forma de Estado. Lo destruyó científicamente como principio, pero en la praxis lo dejó subsistir indemne»8.

Mientras que en Inglaterra reina un utilitarismo orientado por la praxis, las mis- mas ideas políticas se manifiestan en Alemania bajo la forma del idealismo, el cual co-

rresponde a la situación de un estamento ascendente sin poder real, por lo que procl a- ma la superioridad de la idea sobre la realidad. La obra Emilia Galotti de Lessing y los dramas juveniles de Schiller constituyen el reflejo literario del movimiento contestatario burgués contra el estado absolutista y foral.

De esta forma, en los tres siglos que median entre el Renacimiento y la revolu- ción francesa «se preparan la laiquización y la terrenalización, el individualismo univer- sal y el liberalismo, las premisas de la democracia igualitaria y de la economía capitalis- ta»9.

c) Instauración política:

Inglaterra fue el primer país en donde tales conflictos llegaron a madurar, debido

al adelanto económico que se produjo en la segunda mitad del siglo XVII. Pero después de la revolución de 1688, esta situación quedó reducida a una trayectoria evolucionista, dado que desde muy pronto la nobleza inglesa había sabido aliarse con la burguesía, para formar la «alta burguesía» (gentry), al tiempo que el rey no era capaz de imponer- se al parlamento.

De esta forma, en el curso del siglo XVIII, las cortes estamentales inglesas se transformaron paulatinamente en un moderno parlamento, que todos los teóricos libera- les del continente, desde Montesquieu hasta Rotteck, tomaron como ideal práctico, si bien muy idealizado y a menudo exagerado. Aunque en Inglaterra la libertad de opinión y de prensa era mayor que en los Estados absolutos del continente europeo, aunque se habían llevado a la práctica elementos del Estado de derecho, y aunque el parlamento ejercía una fuerte influencia sobre las decisiones políticas, esta institución únicamente concedía representación a la capa social más alta. Sólo en el curso del siglo XIX el de- recho de voto se extendió paulatinamente a la burguesía media, y se tuvo que llegar hasta 1918 para que fuese concedido el voto universal.

En 1776 se proclamaron en los Estados Unidos de Norteamérica por vez primera los derechos generales del hombre. En Francia, donde todavía estaban muy acentua- das las barreras estamentales, fue preciso esperar a la revolución para suprimir los pri- vilegios de cuna y de la Iglesia, y para que el Tercer Estado quedase establecido como nación. En 1789 se proclamaron los derechos generales del hombre y del ciudadano, en 1791 se promulgó una constitución representativa, y ya en 1793 una «constitución extremadamente plebiscitaria»10.

Si bien los intelectuales e incluso la pequeña burguesía y el campesinado ale- manes celebraron con entusiasmo estos acontecimientos, el desmembramiento general del imperio alemán impidió que la burguesía consiguiese lo mismo por sus propios me- dios. En la Alemania occidental el nuevo orden se impuso con la llegada de los conquis- tadores franceses, que dieron enorme auge a las energías económicas. Pero con la expulsión de los franceses, aquella parte de Alemania quedó de nuevo paralizada. En Prusia, la reforma del barón von Stein (1807) tenía por objeto la adaptación al desa- rrollo moderno mediante la eliminación de las barreras estamentales, abolición de la esclavitud de los campesinos, autoadministración democrático-burguesa, sistema re- presentativo liberal, y servicio militar obligatorio. Pero estas reformas sólo pudieron im- ponerse parcial y temporalmente, debido a la oposición que presentaba la nobleza feu-

dal. Con el ocaso de la Francia revolucionaria, también quedaron ahogadas por largo tiempo las tendencias liberales en Alemania. A pesar de que la burguesía alemana sólo presentaba unas reivindicaciones modera- das, limitándose a exigir un sistema constitucional y la unidad de Alemania, necesaria ante todo desde el punto de vista económico (cf. Rotteck, Welcker, Dahlmann, Bluntsch- li), las fuerzas feudales regulan aferrándose a un sistema estamental y al fracciona- miento del país, abortando todo movimiento liberal. Sólo en la Alemania meridional, an- te todo en Baden, el liberalismo logró desarrollarse en cierto grado dentro de este sis- tema. Pero mientras se llevaba a cabo el ascenso de la economía empresarial capitalis- ta, mientras en 1830/31 se llegó en Francia y Bélgica a un compromiso entre la monar- quía y el parlamentarismo burgués en forma de solución constitucional, y mientras en 1848 Francia todavía deseaba llegar más lejos, en Alemania la revolución fue derrotada en 1848. A pesar de ello, la Asamblea Nacional alemana, reunida en la iglesia de San Pablo, formuló por vez primera el programa político del liberalismo y lo articuló en la nueva constitución, que, sin embargo, no entró nunca en vigor. En aquel momento, todo el Occidente europeo era liberal y entraba en oposición a la Europa oriental (Austria, Alemania, Rusia). Aquí se encuentra la raíz de la difamación del liberalismo y de la de- mocracia, calificados por los estamentos gobernantes alemanes de «decadentes y oc- cidentalistas», que constituye una maniobra política con fines socio-psicológicos de ca- rácter compensatorio, en la que el manifiesto anacronismo político de Alemania es in- terpretado como la valiosa. «esencia alemana».

Cuando el liberalismo comenzó a reanimarse de nuevo hacia los años sesenta, su aspecto había cambiado de forma decisiva. La fracción mayoritaria, formada por los liberales nacionalistas, estaba dispuesta a aceptar la dictadura prusiana, formalmente constitucional, pero feudal militarista en su esencia, siempre que el estado les garanti- zara cierta libertad de movimientos en el aspecto económico. Mientras se iba comple- tando el auge económico de la burguesía y Alemania se iba conviniendo de país agrario en Estado industrial, los representantes políticos de la burguesía no disponían prácti- camente de poder alguno. El parlamentarismo burgués no llegó a triunfar en Alemania hasta 1918.

2. El modelo liberal del ejercicio del poder

Si bien los métodos del conflicto y la consiguiente configuración intelectual de la idea liberal diferían según las particularidades de cada país, y si bien el modelo liberal del ejercicio del poder no llegó a ponerse en práctica en el mismo grado en todas par- tes, es posible establecer un sistema de concepciones e instituciones que caracterizan al liberalismo como un modelo real.

a) Organización del Estado

La postura del liberalismo frente al poder se explica por la situación combativa en la que se encontraba la burguesía en auge frente al Estado absoluto. Con el fin de po- der desarrollar plenamente todas las energías en el ámbito de la sociedad, la burguesía

se vio obligada a abogar por la máxima racionalización y delimitación legal de la autori- dad, tendente a la supresión total del poder absolutista.

La Ilustración había destruido la fundamentación legitimista del Estado medieval, la concepción de que el poder público estaba autorizado a actuar por delegación y en nombre de Dios. Desde aquel momento, el Estado era una institución humana, la cual derivaba su legitimidad de la voluntad del pueblo, por lo que tenía por tarea procurar el bienestar terrenal de los súbditos. El soberano ya no era un delegado de Dios, situado por encima del Estado, sino que era mandatario del pueblo dentro del Estado, al que ya no podía tratar como si se tratara de su propiedad, al estilo de un señorito latifundista.

El primer objetivo concreto de la burguesía consistía en hacerse con el poder legislativo, con el fin de que esta división de poderes debilitase los atributos del sobe- rano. Ahora bien, esta solución constitucional sólo podía ser una fase de transición. La lógica interna de la idea liberal, así como la necesidad social, tenían como finalidad el someter el poder ejecutivo a los representantes del pueblo y eliminar así la monarquía, para convertir el estado autoritario en una comunidad legal desprovista de poder.

El parlamento constituye la institución central del estado liberal. El parlamento, si bien nacido de la lucha de poderes entre la burguesía y el absolutismo, no estaba pro- yectado para tener carácter de poder. No debía representar intereses y deseos, sino únicamente la razón. Se quería encontrar mancomunadamente lo razonable y útil sin tener que emplear la fuerza, con argumentos racionales y en discusión pública. Al igual que ocurría con la libre competencia en la economía, se quería que la urbe confronta- ción de las opiniones condujera a lo mejor para todos.

Este modelo del parlamentarismo presupone que dentro del parlamento no existe ningún contraste profundo de intereses sociales, sino sólo diferencias de opinión, faciles de superar en una discusión. (A más tardar con el nacimiento del proletariado, formado como consecuencia de la progresiva industrialización, se plantearon al parlamentarismo unos problemas que ya no se podían solventar dentro del marco del modelo liberal.)

La tarea concreta del parlamento consiste en el control del poder ejecutivo - representado en el sistema constitucional por el soberano-, para evitar unas injerencias arbitrarias en el ámbito social y una perturbación de la vida económica, dejada en ma- nos de los intereses gananciales privados del individuo. El poder ejecutivo sólo entraría en acción como consecuencia de una ley aprobada por el parlamento.

Así pues, según la idea liberal, no se trata de un equilibrio de poderes, sino de un predominio del «poder supremo» (Locke): el poder legislativo constituido por los repre- sentantes del pueblo. La autonomía del poder ejecutivo monárquico se toleraba como un mal necesario pero pasajero, mientras no se transformara de forma decisiva el equi- librio de clases sociales entre la burguesía y los estamentos feudales. Sólo el adveni- miento de la república parlamentaria, en la cual los representantes del pueblo también determinan la composición personal del poder ejecutivo, corresponde plenamente a la idea liberal.

De la función del parlamento -idealmente el representante de la razón general, y sociológicamente la representación de la burguesía- se siguen también una situación especial del diputado, una cierta capacidad del votante, así como una estructura carac- terística de los partidos.

Contrariamente a las cámaras estamentales, que eran representaciones de los estamentos privilegiados, obligados por un mandato imperativo, el diputado parlamenta- rio no era representante de un determinado grupo, sino del pueblo entero. Es éste un

deseo que encontramos desde las constituciones liberales del siglo XIX, pasando por la constitución alemana de 1919 (artículo 21), hasta la constitución de la República Fede- ral de Alemania (artículo 38). Encargados por el pueblo y bajo el control continuo de la opinión pública, los diputados parlamentarios han de buscar en sus discusiones el bie- nestar común. Pero un acuerdo mutuo sobre la base de una discusión pública orientada por el bienestar común, sólo es posible si previamente ya existe un acuerdo sobre qué es el bienestar común. Esto es, cuando la composición social del parlamento es relati- vamente homogénea.

Esta premisa estaba garantizada por el hecho de que los diputados parlamenta- rios procedían todos de las capas sociales poseedoras e intelectuales, y representaban los intereses de éstas, dado que sólo dichas capas tenían derecho al voto. De esta for- ma no era posible que se produjeran situaciones conflictivas entre poseedores y deshe- redados, sino sólo unos contrastes de pareceres entre los representantes de diferentes tipos de posesión, como por ejemplo, entre capitalistas y terratenientes o entre indus- triales y comerciantes. Esta situación se justificaba con la tesis de que sólo los intelec- tuales podían tener la suficiente imparcialidad frente a los intereses egoístas y la sufi- ciente capacidad de visión de las necesidades generales, y que sólo el poseedor podía tener un auténtico interés por el mantenimiento del orden burgués. Dado que los po- seedores eran al mismo tiempo personas de formación intelectual -el requisito para la formación era la posesión-, quedaba asegurada la homogeneidad social de los electo- res y de los diputados parlamentarios.

Ahora bien, la pretensión de que tales electores y diputados parlamentarios re- presentaban los intereses del conjunto de ciudadanos, sólo se podía mantener mientras la realidad social garantizaba que todo individuo podía alcanzar con su tesón y su es- fuerzo ese «billete de entrada» que era la posesión y la cultura. La función del diputado parlamentario tenía que transformarse en la medida en que, por una parte, dicha pre- tensión resultaba inverosímil por las transformaciones sociales de mediados del siglo XIX, y por otra parte, en la medida en que los desheredados irrumpían en el ámbito de la política pública, exigiendo el derecho al voto y consiguiéndolo en parte tras dura lu- cha.

A partir de entonces, en el seno de la sociedad se enfrentaban unos intereses opuestos e inconciliables. Ya no podía decirse que el «bienestar común» fuese conce- bido igual por todos. Con el fin de poder seguir manteniendo dentro de esta situación cambiada el predominio de la propiedad y de la cultura, la doctrina liberal se vio obliga- da a modificarse profundamente.

Los partidos, entendidos como organizaciones estables y con un programa políti- co que comprometiese al diputado parlamentario, eran incompatibles con el modelo li- beral. Y en un principio tampoco eran necesarios, debido a la homogeneidad social de los parlamentos. En sus comienzos, los partidos sólo consistían en agrupaciones de diputados que experimentaban un parentesco de ideas, tal como ocurría en la Inglaterra del siglo XVIII. Esta misma estructura todavía la presentaba. la Asamblea Nacional ale- mana de 1848/49.

Con la progresiva expansión del derecho al voto, se hizo preciso «abarcar a los electores mediante unos comités, que les presentasen sus candidatos»11. Sin embargo, estos comités relativamente pequeños estaban descentralizados y sin conexión entre sí. La dirección y la estructura de los partidos liberales muestra un carácter extremada- mente personal, dado que su núcleo lo constituye el diputado parlamentario, quien man-

tiene contactos con las personalidades locales y con los electores, para representarlos deseos de éstos en el parlamento. El objetivo del partido liberal no consiste en aumen- tar el número de sus miembros, sino en reunir en su seno a grandes personalidades, a la élite social. Dado que la actividad política se practica como cargo honorario extrapro- fesional, el liberalismo sólo concibe como diputados parlamentarios a aquellos hombres que sean capaces de vivir para la política, sin tener que vivir de ella, y que a la vez puedan abandonar sus negocios privados. No existe, por lo tanto, la condición de miembro formal del partido en el sentido de una obligación especial derivada de ello, ni tampoco se exige una cuota periódica.

«El verdadero poder lo ejerce un pequeño grupo constituido en torno a una per- sonalidad influyente en el parlamento, y la vida interna del partido consiste en la rivali- dad entre tales pequeños grupos12»

Por lo tanto, no existen luchas y tendencias programáticas. La prensa es así la «única institución permanente» de tales partidos13, que en la práctica sólo existen en el marco del parlamento.

Esta estructura informal del partido se corresponde con el sistema mayoritario de las elecciones, que consiste en la votación en favor de una personalidad y no de un par- tido, con lo que se evita toda dependencia del diputado con respecto al partido. Ahora bien, aunque según el modelo liberal los diputados parlamentarios resultan efectiva- mente independientes de sus electores, de un programa y de la burocracia del partido - prácticamente inexistente-, las decisiones de tales partidos liberales de personalidades, no financiados con las cuotas de militantes, pueden ser influidos fácilmente por los do- nantes particulares opulentos, dado que falta todo control democrático por parte de los miembros.

El parlamentarismo inglés del siglo XVIII, en cuyo marco nacieron por vez prime- ra los partidos, muestra bien claro su función histórico-política. Lo decisivo ya no era la oposición entre el rey y el parlamento, sino el antagonismo entre dos grupos parlamen- tarios, los cuales no representaban dos intereses sociales distintos, sino sólo diferentes opiniones. El monarca se veía obligado a apoyarse en uno de ambos grupos, mientras que la oposición podía apelar a la opinión pública, para ejercer así su poder. La oposi- ción, que hasta entonces sólo era posible mediante la fronda, o la guerra civil, había quedado domesticada así, para convertirse en una controversia continuada y pacífica, legalizada mediante su institucionalización en el parlamento.

En consecuencia, la función de los partidos consistía en la organización informal de diferentes opiniones en la opinión pública y en el parlamento, acerca de lo que pue- de ser beneficioso para el bienestar general. Este modelo inglés se convirtió en prototi- po de todos los Estados de derecho burgueses, incluso cuando, con la creciente dife- renciación social, se iban constituyendo nuevos partidos. En Francia, los partidos políti- cos comenzaron a constituirse con la revolución de 1789. En Alemania, por el contrario, ello no se produjo hasta la Asamblea Nacional de 1848, dado que con anterioridad es- taban prohibidas todas las formas de agrupaciones políticas.

Con la irrupción de las masas obreras en el ambiente político, fue necesario transformar a fondo la función y la estructura de los partidos.

La racionalización del poder político, necesaria para el funcionamiento seguro del sistema capitalista, sólo parecía garantizada si la opinión pública podía someter a con- trol la política secreta y de gabinete del Estado absoluto, cuya doctrina política consistía en la técnica del afianzamiento y la expansión del poder (Machiavelli, Sarpi). El dominio

de la opinión pública y la imposición de la razón en lo político se consideraban idénticos (Kant).

Por lo tanto, se llevó a cabo un paso esencial en el desarrollo de la cámara es- tamental inglesa hacia un parlamentarismo moderno, cuando las sesiones fueron públi- cas y, en consecuencia, estuvieron bajo el «control supremo del público» (Bentham). Con ello quedó garantizada la relación entre diputados y electores, como partes inte- grantes de un mismo público. Aproximadamente al mismo tiempo se impuso el principio del carácter público de las sesiones judiciales. Contra este principio opuso eficaz resis- tencia la administración, máximo instrumento del poder ejecutivo, junto con el ejército. La burguesía, convertida en público crítico, seguía las sesiones del parlamento y se constituyeron órganos destinados a este fin, como periódicos, clubs y círculos de deba- te, ya que «el uso público de la razón debe concederse a todo individuo» (Kant). Sólo bajo esta premisa es posible llevar a la práctica el principio de la soberanía del pueblo.

Con la industrialización se logró que la impresión de periódicos se abaratase, como consecuencia de lo cual se produjo un enorme auge de la prensa. Los periódicos pasaron a ser de «meros medios de publicación informativa» a «medios de lucha de la Política de partidos», a la vez que el editor pasó a ser «de vendedor de últimas noticias a comerciante de la opinión pública»14.

La opinión pública se considera como única fuente legítima de la legislación. Sin embargo, los portadores de esta opinión pública eran unos burgueses, que no se salían de su esfera privada. Se trata de una «opinión pública constituida por individuos particu- lares»15, cuya meta no era la toma del poder político, sino la disolución de todo poder en general, para instaurar la moral y la razón en nombre del humanismo general.

Está claro que era necesario tener bienes y formación para poder participar de forma activa en el trabajo público y, en principio, en el mercado de los bienes culturales. A pesar de que de esta forma quedaba reducido a un mínimo el círculo de los partici- pantes en la vida pública, éste se hallaba teóricamente abierto a todos quienes mostra- sen capacidad suficiente, ya que «toda vida pública de la que quedasen excluidos eo ipso unos determinados grupos, no sólo resulta incompleta, sino que en realidad no constituye vida pública alguna»16.

En esta fase, el parlamento se comprendía de hecho como parte integrante del público en discusión. El modelo básico concibe al parlamento como comisión especial de la vida pública, y al gobierno como comisión especial del parlamento. (Sólo en época posterior el parlamento quedó establecido institucionalmente como grupo fijo, con la pretensión de representar al público. Sólo entonces nació la forma moderna de la re- presentación burguesa.) De esta forma, la opinión pública se convirtió prácticamente en principio organizativo del Estado de derecho liberal. La opinión pública políticamente activa se estableció en el parlamento a modo de órgano del Estado. Su tarea era la de dar viabilidad a los intereses de la sociedad burguesa con un poder a su medida. El principio de la opinión pública constituyó un instrumento adecuado para la burguesía mientras servía para combatir con éxito el absolutismo:

«En la medida en que unas capas no burguesas irrumpen en la vida política pú- blica y toman posesión de sus instituciones, participando en la prensa, los partidos y en el parlamento, el arma de la publicidad, forjada por la burguesía, vuelve su punta contra ella misma»17.

Entonces el ámbito de la social, y en especial el de la producción de bienes, bas- ta ese momento confiado a la autonomía privada, tuvo que convertirse en objeto de la discusión pública.

b) Regulación de la justicia

«El capitalista... necesita un derecho cuyo funcionamiento sea previsible de for- ma semejante al de una máquina»18.

En efecto, el comportamiento de la justicia y de la administración tenía que ser calculable de antemano, si se quería que el sistema económico funcionara sin traba alguna.

Esto significaba, en primer lugar, que la desigualdad del derecho estamental, que imposibilitaba la libre competencia, tenía que desaparecer. Así pues, resultaban prácti- camente incompatibles con el principio del Estado de derecho burgués tanto los privile- gios estamentales de la nobleza, como los perjuicios especiales infligidos hasta enton- ces a los judíos.

En segundo lugar significaba que el poder público tenía que ser obligado a cum- plir con ciertas leyes. Porque ni las decisiones «por libre albedrío y por la gracia de Dios» ni las «por la inviolable tradición sagrada, pero irracional»19 cumplían con tales requisitos, sino únicamente una norma general, igual para todas y establecida con ante- rioridad. La autoridad de la ley había de sustituir a la autoridad del soberano; la voluntad tenía que dar paso a la razón.

La justificación de la naciente burguesía estaba en el iusnaturalismo racionalista. «Cuando desaparecen las revelaciones religiosas y la santidad autoritaria de la tradi- ción, así como sus portadores», sólo siguen en pie unas normas «legítimas en virtud de unas cualidades puramente inmanentes»20. Esto es, en virtud de su carácter racional. La doctrina de los derechos naturales del hombre es un arma apropiada para ser utili- zada contra los derechos tradicionales de la clase imperante hasta el momento. En esta situación tenía por lo tanto, una función revolucionaria frente al derecho positivo. Cuan- do la burguesía había logrado ya establecerse en el poder, el derecho natural fue susti- tuido muy pronto por la escuela histórica del derecho coma doctrina imperante, pero fue adoptado por aquella clase social que entonces luchó contra la burguesía para conse- guir la igualdad de derechos: el proletariado.)

La codificación del derecho en vigor, y en consecuencia la dependencia del ab- solutismo de unas normas generales, significó un primer paso hacia la consecución de las metas de la burguesía. Otro paso más lo constituyó el acuerdo de constituciones entre el soberano y los representantes del pueblo, y un tercero la obtención del poder legislativa por el parlamento. Sin embargo, la meta final sólo se conseguiría en una re- pública, en la cual el poder ejecutivo, la administración y la justicia sólo fueran órganos ejecutivos de la voluntad emanada de los representantes del pueblo. Toda la actividad del Estado debería limitarse a aplicar las leyes. Según Ia concepción liberal, el Estado es el servidor de la sociedad, el cual ha de velar mediante unas leyes adecuadas, que el individuo pueda desarrollarse libremente, siempre que al hacerlo no entre en conflicto con el uso de la libertad de los demás.

Si la ley había de cumplir esta función, tenía que limitarse a regular las relaciones for- males entre los individuos, pero sin intentar ni tan sólo configurar en la forma que fuere la esfera privada, a la cual pertenecían también la esfera de la producción y de la distri- bución de bienes. Por lo tanto, toda disposición legal en favor de la protección de los obreros, sería incompatible con el sistema liberal, dada que el Estado sobrepasaría su función ordenadora y adoptaría unas funciones de configuración.

Dentro de la salvaguardia de la esfera privada ocupan un lugar especial los dere- chos fundamentales, que en las constituciones liberales forman el núcleo ideológico. En la historia del espíritu, estos catálogos de derechos fundamentales se halan dentro de la tradición de la Ilustración, la cual concede a todo individuo unos derechos innatos («derechos del hombre»), independientemente de su clase social o raza, y que - partiendo del individuo- construye el Estado a modo de asociación de individuos consti- tuídos por medio de un contrato. Pero desde el punto de vista sociológico, tales catálo- gos de derechos fundamentales están realizados de acuerdo con las necesidades de la burguesía, la cual, en su lucha centra el absolutismo, identificaba sus propios intereses con los de la humanidad entera.

De ahí que en los derechos fundamentales se encuentren, junto a la salvaguar- dia de la esfera íntima (libertad personal, inviolabilidad del domicilio particular), la garan- tía de las funciones políticas del ciudadano (libertad de opinión y de palabra, libertad de asociación, derecho al voto), así como de sus instituciones (prensa, partidos). Frente a la pretensión de neutralidad en lo social, las constituciones liberales toman claro partido en favor de la burguesía. Ella queda claramente de manifiesto en la garantía de la pro- piedad privada, así como en la libertad de contrato, comercio y trabajo.

También en lo referente al derecho penal, el liberalismo tuvo que tender hacia la implantación de unos principios nuevos y más humanos. Así, el principio conservador heredado del Estado cristiano y que prevalece hasta mis días, según el cual el castigo es una penitencia por la injusticia cometida, tenía que ser compartida por el liberalismo, el cual sólo deseaba que la sociedad quedase preservada de disturbios. Según esta concepción, el individuo que había perturbado el orden burgués, seguía siendo un hombre con determinados derechos. Por consiguiente, el liberalismo exigió un derecho desprovisto de elementos religiosos: condenaba las torturas y la pena capital, y aboga- ba por una trata humano tanto para los detenidos como para los presos. Mediante la participación de profanos y la implantación de jurados, se quería dar vida a una práctica judicial popular.

En el ámbito internacional, el liberalismo tenía que llegar necesariamente a la doctrina de la igualdad de los pueblos y a la condena del empleo de la fuerza en las relaciones internacionales, esto es: al pacifismo.

El liberalismo establece una regulación de la justicia que transforma al Estado en una comunidad de derecho desprovista del empleo de la fuerza, en donde todos los individuos son iguales ante la ley y pueden desarrollarse libremente, según sus respec- tivas capacidades.

c) La cultura

El orden social de carácter estamental «estaba prácticamente incrustado en la

cúpula de la Iglesia»21. Por lo tanto, la burguesía tenía que combatir sus pilares -la Igle-

sia y la ortodoxia- con la misma intensidad con que combatía el Estado estamental y el absolutismo. Recuérdese que ser «liberal» en el aspecto intelectual, no significa en modo alguno «mostrarse tolerante frente a todas las convicciones, sino por el contrario, mostrarse tolerante frente a todo juicio no basado en la razón»22.

Una de las máximas armas de la burguesía fue la reclamación de la libertad inte- lectual. Esto es: la libertad de fe, de conciencia, de pensamiento, de enseñanza y de investigación.

El desarrollo del capitalismo y evolución de las ciencias modernas, especialmen- te las ciencias naturales, corren paralelas y se condicionan mutuamente. El nivel adqui- sitivo determinaba también el concepto cultural de las distintas clases sociales. Para los conservadores, los grandes resortes de la cultura son la agricultura y la guerra, mientras que para los liberales la cultura depende del desarrollo industrial y técnico.

En concreto, el liberalismo tenía que exigir la separación entre Estado e Iglesia. Se preveía que la Iglesia, al igual que cualquier otra asociación privada, tuviera libertad de determinación dentro de su propia organización y que pudiera financiarse con las aportaciones de sus adeptos, pero que en ningún momento para vivir a costa de los impuestos del Estado. Se preveía también revocar a la Iglesia el derecho a la enseñan- za y permitir que todos los ciudadanos acudiesen a la escuela, que ya no debería ser un centro para inculcar la obediencia y la autoridad, sino para desarrollar las formas intelectuales del hombre libre. La alianza matrimonial se convirtió en terrenal, esto es: un asunto de competencia del Estado, a la vez que se eliminó en la fórmula del jura- mento el aspecto religioso.

La libertad del matrimonio, la liberalidad, el derecho de inmigración y emigración, así como la libertad de ejercicio profesional sirven con mayor o menor claridad a los intereses del desarrollo industrial. La libertad, por ejemplo, favorecía el desarrollo de los centros industriales metropolitanos y ponía en movimiento grandes riadas de obreros. Tan pronto la burguesía se había hecho con el poder, también se produjeron cambios parciales en este ámbito: si bien se mantenía indiferente en el aspecto religioso, llegó a un arreglo con la Iglesia, dado que se había dado cuenta de la importancia de ésta co- mo soporte del dominio. También en este caso, la tradición liberal fue adoptada luego por el movimiento obrero, que se encontraba en la misma situación que la burguesía en la fase anterior del desarrollo. (Hoy en día, el Partido Socialdemócrata alemán -SPD- se encuentra en una situación semejante y también realiza un proceso de aproximación a la Iglesia.)

d) Regulación de la economía

El capitalismo había disuelto los nexos de dependencia económica en la artesa- nía y el comercio (obligación a la afiliación gremial). Las enormes energías económicas que quedaron liberadas con el advenimiento de la libre economía del cambio y del co- mercio, así como los nuevos descubrimientos técnicos, transformaron cada vez más los Estados europeos, hasta entonces agrarios, para convertirlos en Estados Industriales y comerciales. Esta tendencia del desarrollo había desmantelado las bases económicas de los viejos estamentos, a la vez que reportaba a la burguesía, además del dominio económico, el poder político.

La burguesía había llevado esta lucha contra la nobleza y el absolutismo en nombre de la humanidad entera, con la pretensión de servir al bienestar de todos, esto es: «de servir a la máxima felicidad posible del mayor número posible» (Bentham). Y lo había hecho utilizando el lema de la libertad e igualdad de derechos para todos los hombres. El sistema económico liberal se concebía como garantía para una sociedad de cambio constituida por unos sujetos económicos iguales y libres.

Ya los fisiócratas franceses, haciendo referencia especial a la agricultura, habían formulado la doctrina de que el individuo tenía que ser dueño de sus propios intereses económicos para que pudiera tener lugar una distribución armónica de la actividad y la propiedad. Según esta doctrina, era tarea del Estado el suprimir todos los obstáculos que se opusieran a tal «orden natural». La economía inglesa siguió desarrollando la citada teoría y la trasladó a la esfera industrial. Según ella, la economía se desarrollaría según unas leyes naturales en provecho del bienestar común; siempre y cuando se le concediera libre curso. De esta forma, el Estado tenía que garantizar «las bases de una sociedad de propietarios particulares autónomos mediante la autonomía privada, así como la libertad de contrato, de comercio, de propiedad y de herencia»23. Por consi- guiente, se creía que la mejor forma de servir al bien común consistía en que cada cual buscase su propio provecho, sin evacuar consultas al respecto con terceros, esto es: en las condiciones de una libre competencia.

En las relaciones de intercambio calculables por la economía financiera están integrados sin excepción alguna, todos los productos y medios de producción, en espe- cial todos los resultados físicos y espirituales del hombre. Se parte del supuesto de que toda mercancía es cambiable por su «valor», esto es: «de acuerdo con la cantidad de trabajo preciso para su fabricación»24.

Sin embargo, tales condiciones sólo se cumplen «cuando todo obrero produce sus propias mercancías y, a la inversa, cuando todo obrero posee personalmente sus medios de producción»25. La economía presupone, por lo tanto, una sociedad integrada por pequeños productores o productores de pequeñas mercancías.

«El poder económico de cada propietario de mercancías se sitúa dentro de una escala de magnitudes en la cual no pueden ejercer influencia sobre el mecanismo del precio, por lo que nunca puede llegar a constituir un poder sobre otros propietarios de mercancías26.»

Bajo las condiciones indicadas, tenía que resultar necesariamente un equilibrio entre la oferta y la demanda o, dicho en otras palabras, un funcionamiento de la eco- nomía desprovisto de crisis. «La producción de mercancías es subjetivamente anárqui- ca, objetivamente armónica»27. También a escala internacional estaba previsto un equi- librio armónico de intereses, una vez que la libertad aduanera y el libre comercio hubie- se suprimido los obstáculos artificiales que se oponían a las leyes naturales de la eco- nomía.

El modelo liberal preveía que con este sistema cualquier individuo tuviese las mismas oportunidades de adquirir la condición de propietario y, en consecuencia, de adquirir los criterios de la posesión y la formación, características del «hombre» de la teoría liberal, esto es: el hombre económicamente independiente y políticamente eman- cipado.

e) El concepto liberal de la sociedad

Dado que la burguesía sólo podía lograr su pujante ascenso mediante la lucha contra las ataduras feudales y corporativas del Estado estamental y contra el Estado absoluto político y militarista, se vio precisada a proclamar como postura opuesta un individualismo extremado. Esta tendencia puede comprobarse en igual medida tanto en la filosofía coma en la economía. El individuo y su bienestar constituyen el punto de par- tida de todas las deliberaciones y el objetivo de toda política. A partir de este punto se puede emprender la construcción del Estado y de la sociedad.

Puesto que se considera que el hombre es, por naturaleza, bueno y capaz de perfeccionamiento, todo consiste en concederle las posibilidades para su libre desarro- llo. También forman parte de la concepción básica del liberalismo el optimismo y el hu- manismo, al igual que la doctrina de los derechos naturales y de la igualdad natural del hombre en tanto es hombre. El interés de conjunto resulta lógicamente de la suma de los intereses particulares. Así, la sociedad no es sino un producto secundario, y el Es- tado sólo tiene razón de existir en tanto protege la libertad del individuo.

Mientras la burguesía luchaba contra el orden feudal, esto es: mientras fue revo- lucionaria, siguió manteniendo esta concepción. Pero una vez realizado el ascenso de la burguesía y al constituirse una nueva clase integrada por el proletariado industrial, la cual luchaba a su vez contra la burguesía para reivindicar sus derechos, el liberalismo tuvo que someterse a una reinterpretación más acorde con las nuevas circunstancias, para poder justificar sus propias prerrogativas y evitar que se llevara a la práctica la li- bertad e igualdad para todos.

f) El modelo burgués del Estado de derecho

De lo dicho resulta el siguiente modelo de Estado de derecho liberal, basado en los intereses de la burguesía: los individuos libres e iguales de derecho regulan sus mu- tuas relaciones mediante contratos privados, libremente acordados, tanto si se trata de cuestiones políticas, económicas de otro tipo. Esta concepción del contrato está hecha «a imitación del proceso de cambio entre poseedores de mercancías que compiten li- bremente»28. Tanto el horario laboral como el matrimonio, las relaciones comerciales y los acuerdos del parlamento, así como las instituciones del Estado, son el resultado de unos acuerdos pacíficos entre unas partes jurídicamente iguales.

Puesto que cada acción arbitraria del Estado interferiría el sistema económico basado en cálculos racionales, se preveía eliminar de la actividad estatal el factor de la decisión personal imprevisible. El dominio de las personas tenía que ser sustituido por las leyes. Esto es, regirían unas normas generales y abstractas, que coincidirían con la opinión pública, por lo que serían racionales. Veritas, non auctoritas facit legem. Al igual que las leyes del mercado, no permuten excepción alguna:

«Son objetivas, esta es, no pueden ser manipuladas por el individuo (el precio se sustrae a la influencia de todo propietario individual de mercancías); no están dirigidas a unos individuos determinados»29.

También se preveía eliminar todo empleo de la fuerza en las relaciones interesta- tales, dado que todas las guerras contravienen en principio a la razón. En cuanto a los

ejércitos permanentes, no sólo constituyen un derroche económico, sino que ante todo significan una constante amenaza de la paz interior y exterior. En lo referente a la política interior, el Estado debe limitarse a la tarea de elaborar unas reglas generales acerca de las relaciones entre las personas privadas -comparables a las reglas del código de la circulación- y defender la libertad y las propiedades de aque- llas. Pero en todo momento, debe mantenerse neutral frente al contenido de los acuer- dos tomados entre individuos particulares («Estado vigilante»). La sociedad burguesa queda establecida como esfera de la autonomía privada, mientras el poder público que- da supeditado a las necesidades de la esfera privada. Las necesarias consecuencias de ella son la tolerancia nacional y confesional, el cosmopolitismo y el pacifismo. La fi- nalidad de las leyes es «la seguridad legal mediante la previsibilidad»30, pero en modo alguno la justicia social. Ésta debería producirse más bien de forma espontánea a tra- vés del mecanismo del mercado libre, que concede a todo individuo las posibilidades de ascenso correspondientes a su eficacia. Con ello, el Estado de derecho liberal se distingue tanto del Estado absoluto militarista, en donde el soberano decidía legibus solutus, esto es: sin atenerse a norma alguna, como del Estado benefactor socialista, en donde el Estado ha de crear la justicia social mediante intervenciones configuradoras de la sociedad.

De hecho, «el imperio de la ley» significa el gobierno de la representación del pueblo, la cual proclamó las leyes bajo la mirada atenta de la opinión pública y por en- cargo del pueblo entero. Sólo es derecho el constituido por vía democrática. Por consi- guiente, el concepto de «Estado de derecho» significa «Estado con poder legislativo parlamentario» 31,a diferencia del Estado gubernamental o administrativo, cuyo ejercicio del poder no está regulado por leyes generales, sino que se caracteriza por la orden personal o la medida decretada en cada situación concreta.

Puesto que se presuponían la capacidad de armonización de todos los intereses y opiniones, así como el conocimiento objetivo del bienestar común, los acuerdos del parlamento podían pretender representar la racionalidad general. De ahí que el parla- mento no pretenda ser un «poder» propiamente dicho, sino que, como representante de la opinión pública, quiera eliminar «poder» tradicional, para convertir la política en mo- ral.

Tanto el poder ejecutivo como el judicial se limitaban a ejecutar y aplicar las nor- mas generales aprobadas por el parlamento, con lo que toda la actividad estatal se hizo «legal» En otras palabras: se redujo a la aplicación neutral de unas normas generales. Por consiguiente, la relación existente entre el poder legislativo y la administración es comparable a la existente entre la voluntad general y la especial, o entre el orden y la acción. La adecuación de la competencia y a la justicia, esto es: una administración «nacional» y una justicia «independiente», garantizan el carácter previsible de la activi- dad estatal.

Con ello parece estar garantizado un orden en el que el pueblo efectúa por sí mismo y en libertad sus asuntos, de forma razonable y sin emplear la fuerza, con lo que la justicia material se establecería por sí misma.

3. Teoría y praxis

La burguesía había efectuado la lucha contra el feudalismo en nombre de la hu- manidad; había proclamado la libertad y la igualdad naturales de todas las personas.

A pesar de ello, cuando la burguesía se hizo cargo del poder o de parte de él, en modo alguno se llevó completamente a la práctica la igualdad de derechos.

«La democracia liberal se desarrolló en el marco de una sociedad estructurada de forma completamente jerárquica. La formación de la voluntad política quedó limitada de hecho a los estamentos superiores. La base real del Estado liberal no fue nunca un orden de ciudadanos en competencia en igualdad de oportunidades, sino una estructu- ra estable de rangos sociales, asegurada por la formación y la propiedad»32.

Simultáneamente seguían actuando las fuerzas feudales. Así, por ejemplo, a los pueblos coloniales no se les consideraba seres humanos, por lo que se podía justificar la subsistencia de la esclavitud (cf. John Locke). Dentro de la propia metrópoli, el dere- cho a la configuración política dependía del censo, esto es: del importe de los impues- tos devengados. Por el contrario, los jornaleros, que tan sólo tenían la posibilidad de vender el esfuerzo de su trabajo, aunque eran partícipes de las ventajas que emanaban de las leyes aprobadas por el parlamento, tenían vedada toda clase de colaboración en la elaboración de tales leyes. A consecuencia de ello, Jean-Jacques Rousseau demos- tró de forma convincente el carácter del parlamento inglés como instrumento de dominio de una determinada clase.

Dado que la Ilustración había destruido de forma radical los intentos de justifica- ción religioso-tradicional de las estructuras jerárquicas, era preciso aducir para tales diferenciaciones jurídicas unas necesidades fundamentales en la misma sociedad. Se- gún esta justificación, sólo el propietario puede tener algún interés en mantener el orden burgués, y sólo el intelectual puede adquirir una visión profunda de lo que puede ser de provecho para todos. Con ayuda de esta justificación se consiguió denegar el derecho al voto tanto a los obreros como a las mujeres, del mismo modo como hoy en día tam- poco se concede este derecho a los menores de edad y a los enajenados mentales.

Pero la equiparación del propietario y ser humano sólo era conciliable con las premisas liberales mientras estuviese abierto a todos el acceso a los criterios «propie- dad» y «formación». Sin embargo, dado que la posesión de bienes era premisa para la obtención de una formación, la credibilidad de la pretensión liberal depende de si la economía de la libre competencia concede efectivamente a todo individuo capaz la oportunidad de adquirir la condición de propietario.

Cierto que tales condiciones no se llegaron a cumplir nunca, tampoco en la pri- mera mitad del siglo XIX; pero las categorías liberales señalaban unas tendencias so- ciales reales y «de todos modos el modelo liberal se había acercado tanto a la realidad, que los intereses de la clase burguesa se podían identificar con los intereses generales, a la vez que el Tercer Estado podía establecerse como nación»33. Pero en la misma medida en que la sociedad constituida por productores de pequeñas mercancías se fragmentó para dar lugar, por una parte a empresas mayores sobre base industrial, y por otra parte a una enorme masa de millones de obreros, dicha pretensión perdió toda su credibilidad. Ya no se podía hablar de una competencia libre entre pequeños empre- sarios y grandes empresas, que muy pronto comenzaron a desarrollar prácticas mono-

polistas. Como consecuencia de todo ello, tuvieron que cerrar sus puertas numerosas pequeñas empresas artesanales.

El obrero asalariado ya no tenía la oportunidad que hasta entonces podía disfru- tar el oficial artesano, a saber: el que un día pudiese ser propietario de los medios de producción con los cuales trabajaba. El contrato de trabajo formalmente libre entre unas partes jurídicamente iguales, en donde el obrero cambiaba el esfuerzo de su trabajo por determinado sueldo, acordado libremente y según el justo principio de la oferta y la de- manda, en realidad no era más que un contrato en que el obrero, que sólo disponía del esfuerzo de su trabajo, tenía que aceptar necesariamente las condiciones (horario labo- ral y sueldo) de la parte económicamente superior si no quería caer víctima del hambre. Puesto que el principio liberal prohibía toda intromisión del Estado y, por consiguiente, toda legislación de protección al obrero, al igual que todo tipo de asociacionismo de tra- bajadores, aduciendo que ello perjudicaría la «libre competencia», resultaba que los obreros podían ser explotados de forma ilimitada en nombre de la libertad.

Esta nueva situación tuvo su reflejo teórico en la nueva tesis liberal, la cual ya no tendía hacia una competencia pacífica con iguales oportunidades para todos y la máxi- ma ganancia para la comunidad, sino que proclamaba la lucha por la subsistencia y la selección natural de los hombres más capaces, para lo cual tuvo que simplificarse mu- cho la doctrina de Darwin y aplicarla a la esfera social. Se tuvo que admitir parcialmente el hecho innegable de la sociedad clasista, pero se la justificó como resultado de la «desigualdad natural» de los hombres.

Con la aparición de profundos contrastes sociales en el seno de la sociedad, de- jaron de existir las principales premisas de la doctrina liberal:

-Ya no existía un bienestar común que pudiese ser establecido de forma objetiva. -El interés ganancial de los distintos propietarios de mercancías no era eviden-

temente idéntico al bienestar común. -El trabajador asalariado no disponía prácticamente de ninguna oportunidad de

alcanzar el estado de propietario. -Ya no estaba dado el equilibrio de las fuerzas, premisa de su libertad, puesto

que en caso contrario aquellas se convertirían en lo opuesto. -Ya no existía la libre competencia entre los propietarios de mercancías, por lo

que grandes empresas económicas podían ejercer una profunda influencia sobre el mercado.

-Como ya había visto acertadamente Hegel, la idea liberal se había convertido, debido al desarrollo social, en ideología justificativa de una mala realidad.

En esta situación, los no propietarios tenían que conseguir forzosamente que lo social mismo -la esfera de la producción y del consumo- se discutiese públicamente, dado que sólo en esta esfera era posible crear la premisa material para el ejercicio real de la libertad. Pero ello sólo era posible si tales capas conseguían el acceso a la «opi- nión pública». Por consiguiente, el lema del siglo XIX era el de «Reforma electoral».

Dicho proceso hizo insostenible por más tiempo el concepto liberal del Estado: el Estado ya no se podía contentar con unas normas generales, de contenido neutral, sino que tenía que configurar el contenido de la esfera social con el fin de establecer la justi- cia social que el mercado liberal no era capaz de producir. Tampoco pudo mantenerse por más tiempo el carácter general de la Ley, puesto que los destinatarios de las leyes eran unos grupos de personas y más situaciones muy determinadas. Los contrastes sociales penetraron en el parlamento y lo transforman; donde antaño la discusión públi-

ca entre las personalidades daba lugar a lo razonable, se enfrentaban los intereses so- ciales contrapuestos. Por otra parte, el sistema de contraste de pareceres, con asocia- ciones de opinión, cedía el paso a los partidos rígidamente estructurados, que luchaban por determinados intereses.

En consecuencia, los principios liberales tuvieron que recibir una nueva interpre- tación, con el fin de defender la primacía política y social de la burguesía frente al em- puje de las masas de obreros asalariados que exigían el derecho a la cogestión.

El iusnaturalismo fue relevado por la escuela histórica del derecho. La opinión pública, que estuvo identificada con la razón mientras la burguesía era su única porta- dora, pasó a considerarse con desprecio como un peligro para la razón (John Stuart Mill, Tocqueville). Las grandes masas -calificadas por Mill de «medianías colectivas», y que Treitschke, llega a comparar con «fuerzas de la estulticia, de la superstición, de la maldad y de la mentira- exigen la tolerancia o defensa de las minorías, en la que ame- nazan convertirse las capas burguesas, dado que en el siglo XIX ya no podía evitarse la extensión de derecho al voto.

Con ayuda de la teoría de la representatividad, que Rousseau había desechado por antidemocrática, se subrayó la autonomía e independencia del parlamento con res- pecto a los electores, dado que en un principio no era de temer una participación inme- diata de las clases inferiores en el parlamento, debido a su dependencia profesional. En un principio los obreros todavía votaron en favor de partidos liberales, hasta que más tarde pasaron a organizar sus propios movimientos políticos. La nueva teoría liberal pre- tendía que el parlamento ya no estuviese sujeto al control permanente de la opinión pú- blica, sino que pudiese actuar como portavoz plenipotenciario, como representante del conjunto nacional.

Con la concepción del sistema representativo, el movimiento liberal se separa del democrático, con el cual se había identificado hasta entonces. Se pretendía que el pú- blico se contentase con la elección de la persona apropiada procedente de la élite so- cial, dejando en manos de éstas las decisiones prácticas. La opinión pública ya no ha- bría de servir más a la disolución del poder, sino tan sólo a su división. Más tarde incl u- so se pretendió que el Estado había de ser fuerte, que fuese capaz de defender los in- tereses de los empresarios no sólo frente a las exigencias de los obreros en el interior, sino también mediante la apertura de nuevos mercados en el exterior (imperialismo).

(Indudablemente también hubo liberales que exigieron la intervención del estado en favor de las capas sociales más débiles, como fue el caso del ala radical de los libe- rales ingleses o los «socialistas de cátedra» alemanes, pero fueron capaces de impo- nerse a la tendencia general, a pesar de que su concepción iba en favor del manteni- miento de la economía empresarial).

Para oponerse mejor a cualquier exigencia de las clases inferiores, la burguesía liberal incluso llegó a renunciar atemporalmente en la segunda mitad del siglo XIX a su predominio político e incluso a sus principios e ideas liberales, siempre que quedasen intactos sus intereses económicos. En Alemania, dicha situación desembocó en una alianza entre el liberalismo nacionalista y el Estado militarista y semifeudal de Bismarck, mientras que en Francia dio paso a la dictadura de Napoleón III. Pero ambos experi- mentos tuvieron por consecuencia, en contra de los gobernantes, un mayor acelera- miento del proceso de democratización. Porque el derecho general e igual voto, que tanto Bismarck como Napoleón III implantaron confiando en la incultura de la población rural, tuvo que tener a la larga unos efectos democráticos.

Todos estos cambios de rumbo del liberalismo significan una manifiesta renuncia a los principios democráticos por los que la burguesía había luchado antaño en su pro- pio interés, pero cuya extensión a las masas obreras no querían admitir. Buena des- cripción de ello nos la ofrece el teórico conservador Friedrich Julius Stahl, con especial referencia a la situación alemana:

«El Partido liberal mantiene la idea de la igualdad frente a la nobleza y frente a todos los estamentos coma tales, porque sobre la base de la revolución no puede admi- tir ningún tipo de articulación orgánica. Sin embargo, si esta igualdad ha de llevarse a la práctica de forma positiva, si la clase proletaria han de obtener los mismos derechos que la burguesía, entonces ésta renuncia a la idea y políticamente hará diferenciacio- nes legales en favor de los poseedores. Exige el censo para la representación, caucio- nes para la prensa, sólo permite la entrada en sus salones a los elegantes, y no conce- de al pobre la misma amabilidad y el mismo honor que a los ricos. Esta realización par- cial de los principios de la revolución caracteriza la postura del partido liberal»34.

De esta forma, a partir de los años ochenta del siglo pasado se formó una estruc- tura estatal y social externamente caracterizada por la renuncia al libre comercio y por el incremento de la intervención estatal en el campo económico, la cual todavía mostra- ba ciertos elementos liberales, pero que en conjunto ya constituía una fase de transición hacia sistemas de dominación cualitativamente nuevos.

34. Friedrich Julius Stahl, Die gegenwärtigen Parteien in Stoat und Kirche, Berlin 1863, pág. 73.

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B.- EL ESTADO SOCIAL Jörg Kammler

1. Del Estado liberal al Estado social a) Concepto del Estado social:

La utilización preponderante del concepto de «Estado social» a modo de lema,

dificulta a menudo su utilización práctica. En el sentido que le damos aquí, dicho con- cepto se refiere a la estructura del poder pública en las sociedades capitalistas altamen- te industrializadas y de constitución democrática, como las ubicadas ante todo en Euro- pa Occidental, Escandinavia y Norteamérica.

Este concepto hace referencia directa a la mediación entre Estado y sociedad, la cual tiene lugar en el sistema de la organización y decisión política, característica que le distingue del Estado liberal burgués, cuyo factor constitutivo era la separación entre ambas esferas.

En íntima relación con ello y en su variante de «Estado benefactor», el concepto de «Estado social» también señala la existencia de sistemas de seguridad social con garantía y coadministración estatal, que -según la amplitud e intensidad de las interven- ciones estatales en el proceso de producción del capitalismo privado, de estructura oli- gopolista o monopolista- tienden hacia la disminución de los riesgos sociales de las ma- sas de obreros asalariados y hacia la garantía de un mínimo del nivel de vida.

Por añadidura, este concepto no sólo contiene la exigencia de organizar el Esta- do, sino también -sobre la base de una interpretación democrática del Estado de dere- cho que trascienda la limitación liberal- la exigencia de organizar democráticamente la sociedad, esto es: el proceso de reproducción económica de la sociedad, para concreti- zar con ello una auténtica igualdad de oportunidades en la codeterminación de todas las cuestiones fundamentales para la sociedad.

b) Tendencias en el cambio de estructuras socio-políticas:

Con el aumento de los contrastes entre las clases sociales, acabó siendo insupe- rable la contradicción entre la pretensión y la praxis política de la burguesía. En efecto, en el Estado liberal, constitucional y de derecho, dominado por la burguesía, ésta «pro- clamaba la idea de la democracia y en cierta medida también la institucionalizaba, pero de hecho llevaba a cabo una democracia de minorías sobre la base de una jerarquía social»1. A medida que desde mediados del siglo XIX se iban organizando paralelamen- te el capitalismo y el proletariado industrial, en constante crecimiento, la sociedad bur- guesa iba perdiendo definitivamente su función como base legítima de un sistema de dominio, que presuponía su relativa homogeneidad y la posibilidad de identificación en- tre la sociedad burguesa y la sociedad general.

La separación entre el Estado y la sociedad, antes garantía para la realización política de los intereses socioeconómicos de la burguesía frente al absolutismo, se con- virtió en problema político en una sociedad en la cual una capa constantemente cre- ciente carecía de toda influencia política, debido a su dependencia económica y su sub-

yugamiento. De esta forma, un sistema de dominación pública legitimado mediante los principios de la razón y del interés común, quedó desenmascarado como dispositivo de afianzamiento de la dictadura de la clase burguesa, encubierto ideológicamente. De esta forma se iba esbozando el peligro de que la clase oprimida, que se iba adueñando del pensamiento democrático, pudiera atacar no sólo el predominio político de la bur- guesía, sino también sus bases socio-económicas. Tras la armónica teoría liberal quedó al descubierto de forma abrupta la «cuestión social», la cual ponía en entredicho radi- calmente la sociedad burguesa y su correspondiente sistema de dominio, a partir del proceso de reproducción social.

La transformación del capitalismo liberal en capitalismo organizado, que se desa- rrolló a partir del último tercio del siglo XIX, convirtió definitivamente en ficción la soci e- dad liberal constituida por pequeños productores económicamente semejantes. En efecto: los procesos de concentración y centralización del capital, así como del conti- nuado desarrollo tecnológico del aparato de producción, desembocaron en el auge de las sociedades capitalistas, que en número e importancia crecientes iban establecién- dose al lado de los empresarios individuales. La aparición del capital en forma de capi- tal social, y de sus empresas en forma de empresas sociales, determinó «la supresión del capital como propiedad privada dentro del marco de la producción capitalista mis- ma»2.

Paralelamente al movimiento producido en el mercado de capitales, tuvo lugar otro movimiento de concentración oligopolista en los mercados interiores, tendente al control monopolista del mercado. Del mismo modo que este desarrollo sólo fue posible con ayuda del Estado, debido a la necesidad de ingentes inversiones en las nuevas in- dustrias centrales, su protección frente a la economía extranjera también resultó ser igualmente necesaria. Toda verdadera competencia y free trade fueron liquidados me- diante la intervención y la garantía del Estado, el cual, aunque formalmente represen- tante de la sociedad entera, defendía a rajatabla los intereses particulares de las capas agrarias y de la alta burguesía capitalista.

«La sociedad burguesa todavía tiene que darse, en el curso de esta evolución, una mínima apariencia de esfera neutral en el juego de los poderes... Los procesos de concentración y las crisis tienen como consecuencia que caiga el velo del cambio de equivalencias, para dejar al descubierto la estructura antagónica de la sociedad»3.

El supuesto «Estado vigilante» demostró ser entonces tan fuerte como lo exigía la situación política y social en interés de las clases dominantes. Al hacerse cargo de la función de conquistar mercados exteriores y, ante todo, de asegurar nuevas posibilida- des de inversión, el Estado se hizo agresivo, imperialista. La expansión capitalista y el rápido desarrollo tecnológico se unieron entonces al aumento del aparato militar y de su efectividad.

Todas estas transformaciones condujeron necesariamente a la organización de las fuerzas sociales antagónicas y a la reorganización, por lo menos parcial, del poder público. El proletariado -núcleo de una masa cada vez más ingente de productores asa- lariados, que en 1907 comprendía en Alemania el 65 % de la población activa, y que en la actualidad abarca en las sociedades industriales desarrolladas alrededor del 80 % de los trabajadores- se iba encuadrando en organizaciones de masa, sindicatos y partidos y se adueñó del principio de legitimación democrático. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, la extensión de éste a la sociedad en general ya era inevitable, a menos que

se hubiese querido correr el riesgo de transformar el conflicto básicamente social en el conflicto político de una guerra civil, con lo cual habrían quedado amenazadas las ba- ses políticas y económicas de las «fuerzas portadoras del estado». De esta forma, me- diante la democratización del derecho al voto las capas inferiores de la sociedad consi- guieron participar en el poder legislativo del Estado de derecho. Como consecuencia de la revolución de 1848, el derecho general al voto fue introducido en primer lugar en Francia, y seguidamente Bismarck lo incluyó en la nueva constitución del Imperio Alemán especulando con unas consecuencias conservadoras en los plebis- citos, debido a la estructura preponderantemente agraria de la sociedad alemana. En Inglaterra, en cambio, no se llegó a reformar el derecho al voto hasta 1867 y 1883. A partir de la 1º Guerra Mundial también se impuso en todos los países industriales euro- peos el principio del gobierno parlamentario.

Sin embargo, la concesión formal de la ampliación social de la cogestión política -consentida para cimentar el status quo socio-político- llevaba inherentemente el peligro de una repercusión transformadora de la estructura tradicional de la sociedad. Debido a la paralización de la idea de la democracia como principio de legitimación política, a causa de la subsistencia de las condiciones de dependencia social, aquella encontró su complemento adecuado en el postulado de la democracia como principio de configura- ción social. De resultas de ello, la idea de la democracia recibió una componente diná- mica, que iba más allá de la estructura de clases existente.

La intención del movimiento obrero europeo de responder a la «cuestión social» mediante la realización de un orden social y económico de constitución democrática, con la ayuda de un poder público democratizado, produjo violentas reacciones políticas e ideológicas por parte de las clases dominantes y del poder público que les represen- taba. La burguesía y las demás clases sociales asociadas con ella, obligadas por la ac- tividad socialista basada en una concepción racional, a que suspendieran la ficción ideológica de una justicia social automática, tendieron a eliminar por completo el objeti- vo de la justicia social y a mantener la estructura social y de dominio mediante la trans- formación forzada y abierta de su poder social en poder político. Esta tendencia se ac- tualizó en todas las épocas de crisis socio-económica y política. Un caso prototípico de este proceso fue el de la «ley de los socialistas» de 1878, la cual tenía por fin la repre- sión de toda actividad autónoma del proletariado alemán, así coma la perpetuación de las condiciones de dependencia social. Pero esto mismo sucedió -con una mediación más complicada- en el caso de la toma del poder por los fascistas, en el periodo com- prendido entre ambas guerras mundiales, cuando las capas superiores, que seguían dominando básicamente, decidieron renunciar a una representación política propia en favor del movimiento fascista, con el fin de mantener su posición de dominio social y fortalecerla. La motivación y las consecuencias reales de esta renuncia política divergie- ron en parte.

De esta forma, la mediación entre los antagonismos socio-económicos y los con- flictos políticos desembocó en la aplicación masiva y organizada del poderío social en la esfera del poder pública. En la misma medida en que el encuadramiento de las clases inferiores en sindicatos, partidos políticos y asociaciones sociales estableció junto a la sociedad burguesa una sociedad proletaria, la cual tuvo la pretensión toral de superar a aquélla, las clases industriales y agrarias superiores se vieron obligadas a organizar por su parte sus propios intereses y a conseguir su puesta en práctica mediante una eficaz influencia en la burocracia estatal y en la «opinión pública». Ello tenía que realizarse en

forma de una ideologización de su interés particular en interés general. Por una parte, para poder controlar también la forma de conciencia de las clases inferiores, y por otra, para formular el interés común de clase. Dado que se había puesto en entredicho la efectividad de la representación política exclusiva, nacieron asociaciones para la con- secución de los intereses sociales dominantes.

En 1876 fue fundada en Alemania la influyente asociación de carácter proteccio- nista «Zentralverband Deutscher Industrieller» (Asociación Central de Industriales Ale- manes») que en época de la República de Weimar se unió con otras asociaciones in-

dustriales para constituir el órgano supremo «Reichsverband der Deutschen Industrie» (Federación Industrial del Imperio Alemán»). Esta agrupación «subsistió en el Estado

totalitario nacionalsocialista a través del "estamento imperial de la industria" y "del grupo imperial de la industria", para llegar hasta nuestros días bajo la denominación de Bun-

desverband der Deutschen Industrie («Asociación Industrial de la Alemania Federal»)»4. La crisis agraria de los años 90 dio lugar a la organización de los intereses agra-

rios en una federación de agricultores alemanes (1893) mientras que las luchas de cl a- ses condujeron a la unión de los empresarios, para desempeñar su papel de oposición a los sindicatos. Por último, este proceso culminó en 1904 con la agrupación de estas distintas asociaciones en la «Vereindeutscher Arbeitgeberverbände» («Asociación de Federaciones Patronales Alemanas»).

Pero la influencia de los intereses organizados sobre el Estado tenía por contra- partida una creciente intervención del Estado en la sociedad. Involucrado en los conflic- tos sociales concretos a través de las fuerzas sociales antagónicas, el poder público fue apelado en creciente medida como árbitro. De esta forma, la separación entre Estado y sociedad fue víctima de la dialéctica de una estatalización de la sociedad, que corría paralela a la progresiva socialización del Estado.

El avanzado antagonismo de clases y la consumada irrupción de la clase obrera en el poder legislativo del Estado de derecho, obligaron al poder público a intervenir en la esfera del comercio de mercancías y del trabajo social, con el fin de restar fuerza a los explosivos contrastes sociales, en interés de las clases dominantes. Así, por ejem- plo, Bismarck exigió «que se pongan en práctica aquellas peticiones socialistas que pa- rezcan justificadas y que puedan ser realizadas en el marco del actual orden social y estatal» 5. Y el papa León XIII incluso llegó a conceder al pobre «el derecho a una pe- queña pertenencia»6.

Por consiguiente, las primeras medidas estatales de envergadura para reducir las irregularidades sociales en un país de industria desarrollada - tanto la legislación fabril inglesa como la legislación social de Bismarck en 1883/4 (seguros de enfermedad y de accidentes) y en 1889 (seguro de invalidez y de ancianidad)- eran tanto producto de la iniciativa de las clases dominantes, tendente a conservar la estructura socio- política existente, como resultado de la lucha de clases.

«Desde la perspectiva de la clase capitalista, existen dos métodos básicos de contrarrestar el creciente poderío y unidad de la clase obrera: la represión y las conce- siones. A pesar de que ambos métodos parecen ser contradictorios, en realidad son complementarios si en momentos diferentes se mezclan en proporciones también dife- rentes. Ambas hacen precisa una expansión del poder público y de las funciones del Estado. Así asistimos simultáneamente al crecimiento de los instrumentos del poder destinados a mantener la ley y el orden en el interior, como a la expansión de la legisla- ción social forma de auxilios, seguros de desempleo, pensiones de vejez, etcétera»7.

Sin embargo, la finalidad de las medidas estatales de afianzamiento socio- político, consistente en integrar socialmente a los obreros a modo de «soldados del tra- bajo» y en dejar sin efecto las actividades tendentes a la lucha de clases, tuvo que fra- casar necesariamente. No sólo a causa de las continuas tensiones inmanentes del pro- ceso económico, que siempre de nuevo se catalizaban en crisis, sino también por la consistencia teórica de las reivindicaciones socialistas. El curso de la evolución del capitalismo temprano, de establecer y estabilizar unas con- diciones favorables para una pequeña capa, a cambio de unas condiciones de explota- ción extremadamente inhumanas para unas capas sociales constantemente incremen- tadas, aunque pudo ser modificado en esencia en el transcurso de la evolución del capi- talismo organizado, no pudo ser eliminado por completo. En las sociedades cuya masa de población se dedicaba a actividades asalariadas, el factor de la alienación, subjetiva, social y políticamente de importancia semejante, no perdió en nada su problemática actualidad. Los avances socio-políticos, las medidas tendentes a la disminución o la eliminación de los riesgos sociales, a la mejora de las condiciones de trabajo y a la limi- tación de la jornada laboral, mediante una intervención planificadora y controladora del poder público en sectores parciales del proceso social general, continuaran siendo el objeto y resultado de la lucha entre unas fuerzas sociales antagónicas. Así, por ejemplo, si el período coyuntural subsiguiente a la 1º Guerra Mundial (a partir de 1924) que tuvo por consecuencia una renovada centralización del capital y una fuer- te concentración económica mediante la formación de trusts internacionales, pudo dar la impresión en los Estados industrializados de Europa central y occidental de que las concesiones socio-políticas del capitalismo restablecido (jornada laboral de ocho horas, reconocimiento de los sindicatos, inicios de cogestión social, aumento de salarios y me- jora del seguro social mediante la creación del seguro de desempleo) constituían el inicio de una realización continuada de la justicia y de la democracia sociales, las poste- riores consecuencias de la crisis económica de 1929 desenmascararon estas esperan- zas como ilusorias. El nivel medio de los salarios y las prestaciones sociales disminuye- ron rápidamente en Alemania, Francia e Inglaterra se hundieron los sistemas parciales para el aumento de la seguridad social como consecuencia del paro masiva, a la vez que la confianza de las organizaciones obreras reformistas hacia el interés capitalista por el mantenimiento del Estado del derecho democrático-burgués demostró ser mera especulación política.

La gran crisis acabó definitivamente con la idea de un automatismo para la im- plantación de la justicia social bajo unas condiciones capitalistas desarrolladas, y con- firmó una vez más la tendencia del capitalismo -ya diagnosticada por Marx- a establecer unos desequilibrios sociales extremos, que se producen necesariamente si las organi- zaciones de las clases inferiores no se deciden a darles la batalla. En el curso de dicha crisis, incluso los Estados Unidos de Norteamérica se vieron precisados a abandonar la ideología de la sociedad económica autorreguladora, para buscar asilo en un sistema de medidas reguladoras estatales, conocido por New Deal (con el Agricultural Adjust- ment Act y el National Industrial Recovery Act, etc.). Al lado de medidas para la elimina- ción de la crisis agraria y del paro obrero, llevaba inherente una especie de autorregula- ción industrial, controlada por el Estado y fomentada por empresas estatales. Por lo demás, intentaba reproducir parte del desarrollo socio-político europeo mediante medi- das tendentes a la garantía del derecho de coalición, a la mejora de la previsión pública, y a la introducción del seguro de desempleo y el retiro (1933, 1935). Todo ello se realizó

como consecuencia de la presión ejercida a este efecto por los obreros y debido a la amenazadora actualización y agudizamiento de sus reivindicaciones sociales y políti- cas.

Después de la II Guerra Mundial, en las sociedades industriales «occidentales» más desarrolladas fue posible perfeccionar y unificar en parte los sistemas de la segu- ridad social y de la parcial influencia económica por parte del Estado. Así ocurrió, por ejemplo, en Inglaterra con las medidas adoptadas por el gobierno laborista entre 1945 y 1951, basadas en el plan Beveridge; en Francia como consecuencia de los resultados obtenidos en la efímera colaboración entre todos los partidos y agrupaciones reunidas en la resistencia anti-nazi; y en Escandinavia, especialmente en Suecia, mediante una política social continuada y generalizada, impulsada por los partidos obreros reformis- tas, de los cuales la socialdemocracia sueca se mantiene en el gobierno, ya sea sola o en coalición, desde 1932. Sin embargo, en todos estos casos siguió persistiendo el or- den económico del capitalismo privado, a la vez que las tendencias inmanentes a ella se impusieron con mayor fuerza como consecuencia de la II Guerra Mundial.

De esta forma se iba reduciendo constantemente el sector de la población activa que trabajaba por cuenta propia (la capa integrada por los portadores del capitalismo industrial, los pequeños productores agrarios e industriales, los autónomos en el apara- to distribuidor, dedicados a reparaciones y servicios, así como los titulados superiores que trabajan por su cuenta. En la actualidad, en las sociedades industriales desarrolla- das esta capa ya sólo llega al 20 % de la totalidad de la población activa.

Sin embargo, este progreso estructural de polarización queda oculto y desfigura- do por estructuras socio-psicológicas de tendencia contraria. Éstas están basadas en un cambio de capas sociales, que tiene lugar desde principios de siglo, paralelamente a la formación del moderno capitalismo oligopolista en todas las sociedades capitalistas industriales. Esta es la capa de los empleados públicos y privados, que creció rápida- mente en el curso de la racionalización de las super-empresas económicas y del incre- mento de las tareas y los gastos estatales en el marco de la política social y de arma- mentos, pero ante todo en las «industrias terciarias» de rápida burocratización (comer- cio, transporte, correos, etc.). Mientras en 1882 sólo el 7,3 % de la población laboral de Alemania pertenecía al sector de los empleados y funcionarios, en 1950 esta participa- ción pasó a ser ya el 19,7%. Frente a este fenómeno, el porcentaje de obreros en la población activa se mantiene estacionario.

A pesar de que también los funcionarios y empleados se ven precisados a ven- der su trabajo, esta nueva capa social desarrolló muy pronta una ideología estamental específica y reivindicó un mayor prestigio social frente a las masas obreras. Estas reivindicaciones estaban basadas en los privilegios laborales, verdaderamente míni- mos, y en una ilusoria creencia en mejores posibilidades de ascenso. Muy alejada de su mente la idea de participar de la conciencia de la solidaridad proletaria, grandes partes de esta nueva capa social se declararan partidarias de las estructuras jerárquicas de la sociedad capitalista industrial, con las cuales nunca se había identificado, sino a lo su- mo conformada, la clase obrera de aquellos países en donde no existe una consciencia social bien delimitada (como en el caso de los Estados Unidos de Norteamérica y la República Federal Alemana). Sin embargo, la irrealidad del concepto que este «nuevo estado medio» tenía de la sociedad y de sí mismo, provocó una inseguridad específica no sólo en su consciencia social sino incluso política. A pesar de ello, se siente atraído

por la negación demagógica de las diferencias de estamentos y clases, así como por un

vago nacionalismo.

La ideologización de la conciencia social fue impulsada por la concepción de las clases dominantes, devenida opinión dominante, de que las medidas estatales para el control y la regulación de la distribución de la renta entre las clases sociales y los ciu- dadanos individuales, para la dirección de la coyuntura y la determinación de la cuota de consumo e inversión, influyendo en la distribución del producto social, no sólo limita- ba gravemente la iniciativa de la economía privada y la disposición de la propiedad pri- vada, sino que la «nivelación social» con la «sociedad de clases medias» había produ- cido un nivel máximo de igualdad social, teniendo en cuenta que el nivel de vida de las amplias masas asalariadas era extraordinariamente alto y seguía creciendo.

«No es que el nivel de vida haya “subido"; una tal formulación parecería imputar un proceso automático insertado en el sistema. Ocurre por el contrario que el nivel de vida ha sido impulsado hacia arriba, y precisamente gracias a los esfuerzos sindicales y políticos de los obreros asalariados, que ya perduran más de un siglo, y, además, en constante lucha contra las tendencias económicas del sistema. No es posible imaginar algo menos automático que este proceso real. Éste le ha sido impuesto al sistema ven- ciendo la más dura resistencia política y teórica»8.

Por añadidura -y ello nos lleva de nuevo al fondo de la cuestión-, el desequilibrio social sólo ha sufrido escasas modificaciones bajo el capitalismo desarrollado. Así, por ejemplo, en Inglaterra el esquema de la distribución de la renta nacional se mantuvo prácticamente constante desde 1850/60 hasta 1940: aproximadamente al 10% de la población le correspondía casi la mitad de la renta nacional, mientras que la otra mitad estaba repartida entre el restante 90% de la población. Por lo tanto, el mayor nivel de vida alcanzado al final de este período por los obreros asalariados no era en modo al- guno el resultado de una redistribución de la renta nacional en favor de la masa de la población. Estas cifras sólo significan, por el contrario, que los ingresos reales de las masas asalariadas aumentaron paralelamente a la renta total y como consecuencia del incremento de la productividad económica, pero que porcentualmente se mantuvieron constantes.

Como consecuencia de las medidas adoptadas por el gobierno laborista inglés entre 1945 y 1951, se produjo una redistribución auténtica, aunque limitada, dado que la participación de los sueldos en la renta personal total (esto es: la participación en el Producto social bruto que viene a parar a manos de personas privadas) aumentó un 10% frente a la renta procedente de la propiedad. Sin embargo, a partir de 1951 la evo- lución tendía hacia una retransmutación de los ingresos reales de los asalariados hacia las rentas de los propietarios.

El citado desarrollo muestra de forma ejemplar que en las sociedades industria- les capitalistas el Estado se ve forzado a intervenir en el proceso de reproducción so- cial, no sólo en interés del sistema capitalista mismo, sino que también puede ser obli- gado en cierta medida por el poder legislativo a intervenir en favor de las clases inferio- res. No puede hablarse de un «Estado de previsión colectiva» y de beneficencia gene- ral, mientras la intervención se deba a una previsión de determinadas colectividades sociales, arraigada en las contradicciones sociales y cuya realización siga estando limi- tada por los intereses particulares de poderes socio-económicos (esto es: por los in- tereses de beneficio de las grandes empresas y conjuntos de empresas de la economía

privada). Por la que dicha intervención tiene que quedarse atascada necesariamente en lo particular y, por consiguiente, en lo fácilmente reversible.

El margen para la concretización y la estabilización sociales de la democracia queda, limitado por la incrementada necesidad de los grandes conjuntos del capitalismo industrial a conseguir una influencia sobre las decisiones del Estado, de las comunida- des y de los órganos configurados de la consciencia política. El éxito de este proceso de influencia no se debe tanto a una representación política directa, sino ante todo a los factores del contacto social de la conformidad ideológica, y de la igualdad de intereses concretos entre la gerencia capitalista y la burocracia del aparato ejecutivo estatal, los cuales relegan el procedimiento democrático. El personal directivo es, en esencia, so- cialmente homogéneo y fluctúa en creciente medida entre ambas esferas, tal como puede comprobarse ante todo en los Estados Unidos (Mills). A este respecto, la activi- dad de las capas socialmente dominantes, tendente a conseguir decisiones políticas, anula en gran parte el principio de la configuración democrática de la voluntad. Así, las decisiones de importancia para la sociedad en general son consultadas y aprobadas pasando por alto el previsto paso previo por la opinión pública, degradando a ésta a una mera fachada.

Dicha tendencia tiene su base en la pervivencia y el aumento de la irracionalidad en la esfera social. La ausencia de una planificación racional del proceso económico global mantiene latente el peligro de las recesiones y las crisis, que se pretende superar a través del incremento de la carrera de armamentos. Por otra parte, los períodos de alta coyuntura han dado lugar a una excesiva extensión de las capacidades de produc- ción. La necesidad de aprovechar ésta condujo a la manipulación de un mercado com- prador para garantizar su consumo. Y así, al lado de un excesivo aparato de distribu- ción comercial, también dio nacimiento a un ingente aparato publicitario de la economía, el cual especula con la irracionalidad del individuo, hasta llegar a estabilizarla. La pren- sa que depende del desarrollo y de las leyes del capitalismo en general, produce a tra- vés de sus órganos de difusión masiva un conformismo acrítico de la opinión pública, potenciando así la manejabilidad de las grandes masas. De ello se aprovechan las or- ganizaciones burocráticas de la sociedad, los directorios incontrolados de los partidos políticos y de los grupos de presión.

De esta forma, aunque a través de la evolución del capitalismo industrial hayan cambiado las formas de manifestación de las condiciones de dependencia social, toda- vía continúa en pie la estructura básica, que tiene interés en reproducir y seguir impo- niendo una presión social y política.

2. El modelo social del ejercicio del poder a) La constitución política de la sociedad.

Los conceptos del Estado administrativo, el Estado de partidos y del Estado de

asociaciones, tan usuales en la actualidad, son utilizados ya sea de forma analítica o polémica, para caracterizar el sistema de dominación política en las sociedades capita- listas desarrolladas. Y al mismo tiempo son utilizados para superar el abismo que se abre entre las constituciones políticas existentes y los conceptos sistemáticos tradicio-

nales de la teoría constitucional por una parte, y, por otra, las relaciones funcionales reales de la formación, la distribución y el ejercicio del poder político. La inseguridad en la expresión analítica y conceptual resulta por lo visto del hecho de que el proceso de socialización del Estado y de politización de la sociedad no ha sido completado, ni le- galmente ha quedado reflejado, y menos aún codificado, de forma suficiente. Y todo ello debido a que la finalidad de dicho proceso todavía es objeto de discusiones socio- políticas, por lo que todavía no está decidida.

Es cierto que la tradicional democracia liberal de carácter parlamentario repre- sentativa no se ha mantenido siempre invariable. Así, por ejemplo, en distintas constitu- ciones creadas tras la II Guerra Mundial, ha sido modificada esencialmente, adaptándo- la a la base social cambiada. Pero incluso estas constituciones -por ejemplo la francesa de 1946- contienen paralelamente, y sólo en conexión condicionada, normas liberales tradicionales y normas socialistas democráticas. Reflejan el compromiso entre fuerzas socio-políticas, que por una parte subrayan la garantía de la esfera individual, admitien- do sólo intervenciones de corrección en el orden social, pero rechazando las interven- ciones debidas a una planificación global, y que por otra parte consideran inversamente que la transformación planificada del orden social existente hacia un Estado benefactor democrático y social es la única posibilidad de determinar y concretizar el contenido de la idea del Estado de derecho democrático.

Por consiguiente, los principios de la democracia socia continúan en conflicto con los principios de la democracia meramente formal, en la que «el hombre político tiene una existencia especial al lado del hombre particular apolítico», y donde «la propiedad, el contrato, el matrimonio, la sociedad burguesa... aparecen como formas especiales de existencia al lado del Estado político, como contenido frente al cual el Estado político actúa como forma organizadora...El Estado, la ley, la constitución es lo que gobierna, sin que llegue a gobernar realmente, esto es: sin que trascienda materialmente el con- tenido de las restantes esferas no políticas»9.

Sin tener en cuenta las transformaciones sociales, las constituciones de las de- mocracias modernas se siguen aferrando a los principios básicos del Estado de dere- cho liberal. Se siguen ateniendo al carácter general de la norma, a un catálogo de dere- chos fundamentales para salvaguardia del estatuto de las libertades burguesas, y a un equilibrio de los poderes.

El carácter general de la norma -en el sentido estricto del concepto legal bur- gués- exigía junto al carácter de generalidad formal, el social. Y con ello la renuncia a intervenir legalmente en la estructura social y en las disensiones internas de la socie- dad. Este principio, impuesto antaño en la lucha contra el Estado feudal y de privilegios, aseguró la posición privilegiada de la burguesía. Más este principio es violado en medi- da creciente en una fase en que el Estado interviene en la esfera social y reacciona frente a hechos, grupos y situaciones sociales concretas mediante una nueva legisla- ción. Frente a la función de conservar un determinado status quo social, pasa necesa- riamente a un primer plano la función configuradora de la sociedad o, por lo menos, re- gistradora de los cambios sociales.

El significado de las derechos fundamentales liberales, que habían sido adecua- dos como derechos de la libertad individual de una sociedad burguesa que se tenía por autónoma y que, por consiguiente, no actuaban sólo negativamente a modo de dere- chos de aislamiento, sino como garantías de la posición social y política de la burgue- sía, dicho significado también debe determinarse de nuevo en vista de la evolución so-

cial y de las condiciones cambiadas del Estado y de la sociedad. Para poder cumplir sólo con sus intenciones originales, los derechos fundamentales liberales tendrían que ser transformados en derechos democráticos de participación. Antes, la protección de la esfera social privada frente al Estado servía para garantizar a la burguesía sus funcio- nes políticas a través de la libertad de palabra y de opinión, la libertad de prensa, la li- bertad de reunión y asociación, etc., y en sus funciones sociales a través de las garan- tías institucionales de la propiedad y la familia. En una situación social en la que, para- lelamente a los procesos generales de concentración del capitalismo organizado, tam- bién las instituciones sociales para el fomento de una opinión política han sufrido cam- bios esenciales, y donde ya no existe un público de individuos particulares formal y ma- terialmente con los mismos derechos, el Estado tiene que garantizar e imponer primero la igualdad de derechos a participar de las instituciones de comunicación pública de importancia política. El poder social de las empresas de publicaciones, originado por la comercialización y la concentración económica, tecnológica y organizativa, actúa en contra de una opinión pública constituida de forma racional y democrática. Para evitar la acumulación de privilegios por parte de intereses particulares -de hecho, los intereses del estamento dominante-, en vista de su función social, la libertad de opinión privada tendría que ser completada y superestructurada por una «libertad de opinión pública», que garantizase al individuo la posibilidad de opinar públicamente. En correspondencia con ello, al lado de la clásica libertad de prensa nace la petición de que los órganos de comunicación acaten una ordenación política básica, basada en el proceso de una for- mación democrática de la voluntad del pueblo, por lo que tiene por premisa una forma- ción democrática de la opinión. Del mismo modo, la libertad de reunión y asociación exige una garantía de la actividad democrática de los ciudadanos en las organizaciones burocráticas de los partidos y asociaciones, obligando a éstos a adoptar una estructura democrática. También aquellos derechos fundamentales que confirman las libertades básicas de derecho privado o la libre elección de la profesión, del trabajo, etc., quedan limitadas en parte por garantías sociales, y en parte adoptan necesariamente el carác- ter de derechos de participación.

Sin embargo, sólo unas pocas constituciones de las sociedades capitalistas desarrolladas han tenido en cuenta el hecho de que el Estado, mediante crecientes in- tervenciones en la sociedad, es de hecho el portador del orden social, por lo que no só- lo tiene la posibilidad, sino también -mientras quiera ser democrática- el deber de trans- formar de forma democrática el orden social. Así, por ejemplo, sólo la constitución ale- mana de Weimar de 1919 (artículos 155 -157, 163 -165, 191) Y la ya derogada consti- tución francesa de 1946 (en el preámbulo) han ampliado según un programa social el catálogo liberal de derechos fundamentales, intentando cimentar constitucionalmente los derechos sociales básicos, tal como aparecen en la Organización de los Derechos del Hombre, aprobada por la Organización de las Naciones Unidas en 1948 (artículos 22 - 27).

Ahora bien, la constitución de la República Federal Alemana ha establecido en su formulación fundamental del Estado de derecho democrático y social (artículo 20, apartado 1; artículo 28, apartado 1) una determinación del objetivo del Estado, que permite e incluso exige una transformación de los derechos fundamentales liberales, y que pone la ordenación social a disposición del legislador. De esta forma, la transfor- mación en una democracia social no sólo es constitucionalmente posible, sino que in- cluso resulta indicada, dado que el Estado democrático reivindica la tarea y competen-

cia de la configuración de la ordenación social. Así, por ejemplo, según los artículos 14 y 15 de la constitución federal alemana, la propiedad y la competencia de los propieta- rios no pueden ir más allá de lo previsto por las leyes al respecto. El principio social confiere a ambos artículos su sentido concreto: la normación positiva de la ordenación social. Sólo una interpretación del principio constitucional del Estado social «correspon- de a la estructura del Estado moderno, que desde varias décadas se ha alejado de la fragmentación en el Estado y la sociedad. Hasta donde la constitución se ha limitado meramente a restaurar la idea y la forma legal del Estado de derecho liberal, obstaculi- zando así su propia determinación de Estado social es preciso no desatender el citado objetivo del Estado para la configuración de la ordenación social»10.

En consecuencia, la constitución de la República Federal Alemana está prevista para extender la idea material de la democracia, ante todo la teoría de la igualdad y la idea de la participación y la autodeterminación, a la ordenación económica y social. Y, por consiguiente, para conferir un contenido real a la idea del Estado social.

El restablecimiento del orden económico capitalista, que se impuso una vez más en las sociedades aquí estructuradas después de la II Guerra Mundial, a pesar de las medidas adoptadas en Inglaterra, Francia, Italia y Alemania Occidental para llevar a la práctica una democracia social, maduró pronto el reflejo ideológico que le corresponde. Así, por ejemplo, en el derecho público alemán cobró cuerpo una tendencia interpretati- va que delimitaba de forma decisiva el principio constitucional de la estructura del Esta- do de derecho democrático y social. Eliminando el elemento democrático integrador y revolucionario, resulta un paralelismo y finalmente un antagonismo entre el principio del Estado de derecho y el principio del Estado social, donde por una parte se da por válida la comprensión liberal del Estado de derecho, mientras por otra parte la comprensión del Estado social queda reducida a la obligación del Estado a realizar prestaciones so- ciales y de auxilio. En esta concepción, defendida ante todo por Enst Forsthoff, el carác- ter de Estado social aparece como función concretamente especificada de la adminis- tración, en el fondo ya existente, pero no como elemento configurador en el marco de una unidad constitucional. Esta interpretación de las normas justifica, por lo tanto; la estructura del poder en la ordenación socio-económica capitalista.

Al principio de la separación y el equilibrio de poderes se le concede una tal im- portancia como garantía de Ia libertad, como no ocurre con ningún otro elemento de la estructura constitucional del parlamentarismo democrático. Pero se pasa por alto que la teoría de la separación de los poderes se debe a una situación histórica de lucha, que buscaba la imposición constitucional del Estado de derecho burgués. Esta construcción, prevista para una determinada estructura de privilegiación social, fue utilizada a partir de entonces en Alemania como máxima de validez eterna para la organización del Es- tado. Las clases dominantes en la sociedad burguesa, que se repartían entre sí los po- deres, hicieron uso de dicha máxima para la represión ideológica de los movimientos de liberación de las clases inferiores, así como para poner en duda la posición del parla- mento como organización democratizadora.

En el momento actual, el esquema clásico de la separación de poderes ha sido derogado en su mayor parte, y sólo se conserva como esquema organizativo.

Ya no es posible delimitar claramente el poder legislativo y la administración. Ambas llegan a confundirse por varias causas: 1º- el legislador faculta a la administración a establecer normas,

2º- el mismo legislador toma medidas detalladas acerca de un asunto actual (disposi- ciones), 3º- mediante la renuncia a toda normación, el legislador deja en manos de la adminis- tración la regulación de una cuestión (cláusula general de contenido indefinido).

Por último, la administración de la justicia no sólo se ocupa de dar su veredicto en los litigios, sino que también se ocupa de la legislación y la administración. Los tribu- nales constitucionales realizan funciones legislativas y de declamación política a través de su facultación para decidir acerca del carácter obligatorio de las leyes o (como en la República Federal Alemana) acerca del carácter constitucional de los partidos.

Pero aparte de esto resulta mucho más importante preguntarse acerca de la dis- tribución electiva del poder político y su base social, así como la relación existente entre ésta y el orden institucional y constitucional.

En la misma medida en que el parlamentarismo representativo liberal perdió su base social debida a la emancipación política de las capas sociales inferiores (con la adopción del derecho democrático y general al voto). Y también cambiaron su función las formas políticas correspondientes a él. La libre representación, adaptada expresa- mente a una capa socialmente homogénea de representados, perdió en gran parte su importancia como principio de organización política debido a que en sus intereses ha- bían de ser integradas y activadas unas capas sociales políticamente divergentes y en parte contrapuestas. En el curso de esta transformación, los partidos y asociaciones se convirtieron en los más decisivos elementos de actuación política y social.

Con la transformación de la democracia liberal-representativa en una democracia de partidos gubernamentales de masas, el parlamento pierde todo su significado origi- nal. Antaño, como órgano de una opinión pública política y crítica de la sociedad bur- guesa, el parlamento servía tanto para la fundamentación legislativa del poder cómo para el control crítico de la praxis del poder. Pero, Puesto que bajo las condiciones de la sociedad industrial del capitalismo desarrollado la opinión pública puede reivindicar me- nos que nunca el rango de un correctivo crítico y políticamente eficaz del ejercicio del poder, desaparece la función del parlamento como foro de discusión políticamente de- cisivo, para convertirse en un foro de manifestación: esto es, «en un lugar... en donde se dan cita los delegados militantes de los partidos, para dar constancia de unas deci- siones que ya han sido tomadas con anterioridad en los comités o los congresos de los partidos»11. En lo que se refiere a la dirección del poder ejecutivo, el parlamento queda relegado cada vez más por la administración (transformadora del Estado en sociedad), y por otro lado por los partidos y las asociaciones (transformadores de la sociedad en Estado). El poder legislativo pasa en gran medida a manos del gobierno y de la buro- cracia dirigida por él, dado que la inmensa mayoría de los proyectos de ley los propone e impone el mismo gobierno. En esta situación, la fracción mayoritaria constituye el «poder ejecutivo legislador». Por consiguiente, el gobierno, la fracción mayoritaria y la burocracia estatal forman una unidad política, que tiene en cuenta la importancia real de los partidos y rompe la marca institucional del parlamento.

Pero todavía resulta más problemática la circunstancia de que, debido a la am- pliación de la esfera legislativa y la complicación de los hechos, los técnicos formalmen- te neutrales arrinconan cada vez más a quienes «sólo» son representantes políticos en el parlamento. En efecto, los grupos sociales que intervienen en la política prefieren consultar directamente al técnico. Ello comporta distintas consecuencias de importan- cia: en la selección de representantes parlamentarios, adquiere creciente importancia el

conocimiento pericial; como consecuencia de lo cual la dirección deviene más autóno- ma y menos controlable en la esfera de las decisiones políticas fundamentales. Por añadidura, la intensificación de los tecnicismos de detalle oculta la creciente abstracción en los objetivos de los partidos políticos, con lo que los programas políticos de éstos ofrecen cada vez una mayor pobreza de contenido. Por ende, los conocimientos peri- ciales necesariamente particulares de los representantes parlamentarios exige una rígi- da disciplina interna, por lo que el libre mandato del pueblo es sustituido por el mandato imperativo del partido.

Por otra parte, la mentalidad condicionada por el trabajo en las comisiones y po- nencias favorece la difuminación de los contrastes entre partidos, constitutivos de la democracia parlamentaria. En el caso particular de la República Federal Alemana, la revalorización de los expertos tiene por consecuencia que las tradiciones socio-políticas del estamento de funcionarios públicos superiores cobran nuevo vigor. Por otra parte, en las burocracias de los partidos y en las fracciones parlamentarias (incluso social- demócratas) están representadas cada vez menos las capas inferiores, debido a un sistema educativo que sigue privilegiando a las capas superiores y medias (con la clara excepción de Suecia y en parte, Inglaterra). De esta forma, la conformidad ideológica de los partidos queda decisivamente consolidada por el predominio de determinadas mentalidades estamentales.

Todos estos factores tienen importancia para la realidad de los sistemas de go- bierno parlamentario: de la actualidad. Pero debido al hecho de que las formas del Es- tado de derecho liberal son mantenidas a pesar de su incompatibilidad con la estructura real del poder, tiene que quedar en punto muerto la reivindicación racional que se halla precisamente en estas formas (control público, racionalización del poder). De esta for- ma, la esfera políticamente importante y en parte decisiva de las asociaciones y de los grupos de presión, consideradas como «vestíbulo» extraparlamentario, queda sustraída en gran parte al control público. En efecto, es un hecho que los grupos de presión so- ciales acuerdan en privado (esto es: anónimamente) sus compromisos con el cuerpo de funcionarios superiores. Ello facilita la traducción de los intereses dominantes en la so- ciedad capitalista desarrollada a unas decisiones políticas. La opinión pública de las instituciones liberales queda degradada a un mero ritual y sirve de legitimación ante el público integrado por los electores manipulados. La formalización del concepto de la democracia en la ciencia y la prensa (ante todo en los Estados Unidos de Norteamérica y en la República Federal Alemana), sustrae la estructura real del poder y sus conflictos a la vista de la opinión pública, evita toda discusión concreta y favorece que unas técni- cas de manipulación ensayadas con el público consumidor sean aplicadas a la esfera política. No sólo hay en ello un paralelismo abstracto, sino una tendencia evolutiva que necesariamente nace de la realidad social y que nos remite a la estructura del poder social, de importancia igualmente política. Dado que la sociedad capitalista desarrollada sigue teniendo por premisa la disposición privada del poder social, y dado que politiza, pero sin haber llegado aún a ser una sociedad política, precisa y produce ciudadanos apolíticos con mentalidad de consumidores. Por lo tanto, en Ias burocracias rectoras independizadas de las asociaciones, de los partidos y de la administración pública, el poder político tiende a adoptar formas antidemocráticas.

La administración del Estado social, cuya esfera de competencia ha aumentado considerablemente en relación con su sujeción a las leyes (produce, actúa y distribuye de forma autónoma), se ha independizado en gran medida frente al poder legislativo, el

gobierno y el ciudadano. En su calidad de organización de técnicos; aventaja al parla- mento, y lo mismo hace con la dirección política, dado que la actividad administrativa cada vez puede ser abarcada menos por la programática política.

El ingente crecimiento de la administración pública condiciona el contacto per- manente del ciudadano con los centros administrativos y sus respectivas burocracias. Dado que dicho contacto excluye en gran parte la visión de conjunto, el control y la críti- ca por parte del individuo, constituye la causa de un poder antidemocrático. Esto es, confiere a la administración pública el estatuto de autoridad, que a menudo sólo queda oculta por la obligatoriedad formal de las normas legales, pero que casi nunca queda suprimido. Por lo tanto, para el ciudadano individual siempre resulta más provechoso evitar conflictos. Por añadidura, el aparato administrativo consolida el poder social anti- democrático por el hecho de que su personal (que en 1961 llegó en Alemania al 13,5% de los trabajadores asalariados) queda excluido de toda colaboración democrática en la configuración del proceso del trabado. El ámbito y la importancia de la autoadministra- ción tradicional se ven limitados ante todo por la dependencia económica de tales orga- nismos con respecto al Estado.

Puesto que la situación social general implica necesariamente al Estado en las discusiones actuales de los intereses sociales, los diferentes grupos sociales tienen que dirigirse al gobierno y a la administración pública, como fiadores del orden social para poder realizar sus intereses mediante una influenciación bien dirigida. La «demoniza- ción» de la influencia política de las asociaciones, la cual predomina ante todo en la República Federal Alemana, ha evitado un análisis concreto y diferenciado de esta es- fera del poder socio-político, intensificando todavía más el ocultamiento ideológico de la estructura actual del poder. Por añadidura, el hecho de identificar a todas las asociacio- nes y de desprestigiarlas en conjunto, remitiéndose para ello al derecho constitucional del Estado de derecho liberal, sólo sirve para conjurar de nuevo el ya difuminado dua- lismo entre Estado y sociedad, y para quejarse del supuesto desguace de la autoridad estatal. Pero con ello sólo se descubre la incapacidad de la codificación constitucional a considerar en toda su extensión la función política de los portadores del poder social. Desde el punto de vista jurídico, las asociaciones son, por lo general, personas de de- recho privado. Por lo tanto, todavía siguen adscribiéndose a la sociedad a modo de es- fera privada, a pesar de que aquella ha llegado entretanto a politizarse: las asociacio- nes tienen de hecho carácter público y actúan como legisladores sociales, como es el caso de los sindicatos y las ligas patronales en los convenios colectivos. Los intereses sociales «precisan hoy de una traducción a lo político, sin que oficialmente puedan adoptar un carácter político»12. El perseverante derecho del Estado de derecho liberal oculta una evolución socio-política, que de hecho debe tenerse en cuenta desde hace tiempo. Si bien las constituciones de las Estados sociales no hacen una referencia di- recta a las asociaciones, aunque presupongan sus polos decisivos (asociaciones de la economía y sindicatos) mediante la garantía del derecho de coalición y de huelga, el fundamento legal de la influencia política de las asociaciones no se limita en modo al- guno al clásico derecho de petición. En el caso concreto de la República Federal Ale- mana, por ejemplo, el reglamento común de los ministerios federales legaliza amplias posibilidades de influencia para las asociaciones.

Para poder enjuiciar la compatibilidad -formal y real- entre la influencia de las asociaciones y el orden constitucional democrático, se precisan unas características diferenciadoras que desentrañen la esfera de las asociaciones. Es preciso distinguir las

asociaciones según estén estructuradas de forma democrática o antidemocrática, y se- gún su influencia en las decisiones políticas se efectúe de forma pública o no, en qué medida su interés es exclusivamente particular o parcialmente general, esto es: justifi- cable ante el conjunto de la sociedad, y cómo pueden ser determinadas las distintas reivindicaciones de poder. Si se aplican estas categorías a las asociaciones de importancia política en la sociedad capitalista desarrollada, es fácil redescubrir el contraste básico entre las capas rectoras capitalistas y las capas proletarias en los contrastes de estructura, praxis y objetivo de sus organizaciones sociales.

Las asociaciones de la «economía», controladas por las grandes empresas, no están estructuradas ni legitimadas democráticamente. Montadas con el objetivo de ob- tener, conservar y ampliar privilegios socio-económicos (asegurando las ganancias a largo plazo), persiguen unos intereses meramente particulares, invocando para ello un poco definido «bienestar general». Para conseguir tales fines, resultan mucho más pro- picias unas técnicas manipuladoras que unas técnicas democráticas. La mentalidad de los rectores de tales asociaciones y de su burocracia corresponde a la mentalidad ge- rencial de las grandes empresas, acostumbrada regir de forma decisionista la empresa y los empleados. Esta mentalidad rotundamente antidemocrática queda de manifiesto en las formas de la influencia política.

Las acciones de las asociaciones de la «economía» van dirigidos de forma pri- mordial al gobierno y a la administración pública. (Así, entre 1949 y 1958, el Bundes- verband der deutschen Industrie dirigió el 82,8% de todas sus peticiones directamente a las autoridades ejecutivas, mientras sólo el 7% pasó previamente por el parlamento. En los Estados Unidos de Norteamérica, la acción de las asociaciones hacia el poder legis- lativo se desarrolla bajo la forma de un lobbyismo registrado en parte públicamente).

Sin embargo, la afirmación de que las asociaciones no acostumbran mantener contactos directos con el parlamento resulta equívoca, ya que si bien la influencia de las asociaciones ya no va dirigida al parlamento como institución representativa, natural- mente va dirigida a sus elementos constitutivos, los partidos. Es evidente que las aso- ciaciones están interesadas en la máxima representación en las fracciones parlamenta- rias. Así, por ejemplo, en la República Federal Alemana alrededor del 75% de los re- presentantes parlamentarios pertenecen a grupos de presión. Dado que la inmensa mayoría de las leyes se deben a la iniciativa del gobierno, las asociaciones buscan ejercer su influencia sobre el poder legislativo en el estadio de estudio por las comisio- nes técnicas y el gobierno. Debido al anonimato se garantiza una efectividad máxima por las formas de acceso (consulta de las asociaciones interesadas por parte de las comisiones de estudio; inclusión de las asociaciones en los consultores y comités agru- pados en torno a las autoridades supremas).

«Las asociaciones no sólo se sustraen a toda responsabilidad pública, sino que precisamente en la esfera del poder ejecutivo y del proceso legislativo, donde su in- fluencia resulta especialmente importante, incluso se sustraen a todo control público»13.

Ahora bien, todo cuanto aquí se dice acerca de las asociaciones, se refiere en su mayoría a las asociaciones de la economía. El peso político de éstas en el marco del Estado social -basado en el inquebrantable y creciente poderío social de las grandes unidades económicas capitalistas-, se lleva a efecto en la determinación del enfoque a largo plazo de la política social, económica, comercial y exterior. Y dicho peso queda

estabilizado mediante unos medios que no admiten la democracia social, a la vez que ponen en peligro la democracia política.

En contraste de las asociaciones de la economía, los sindicatos, en su calidad de asociaciones de masa de las capas sociales inferiores, estructuradas de forma demo- crática, se ven precisados a activar a sus militantes. La efectividad de los sindicatos aumenta con el proceso de democratización, objetivo que persiguen mediante el des- mantelamiento de los privilegios sociales. Por añadidura, y a diferencia de los simples grupos de presión, los sindicatos tienen que mostrar públicamente su influencia. Las tendencias autonomistas de la burocracia, que también se hacen notar en estas organi- zaciones, quedan limitadas por el hecho de que la dirección sindical depende de la acti- vidad de sus afiliados en una medida mucho mayor que la dirección de los partidos.

El poder de los sindicatos en la sociedad capitalista desarrollada está caracteri- zado por el hecho de que por una parte han logrado conquistar para las masas asala- riadas un nivel de vida relativamente alto, así como ciertas posiciones legalmente esta- blecidas (por ejemplo en los seguros sociales, en la legislación del trabajo, en la admi- nistración de las escuelas profesionales, y en parte en las ordenanzas laborales), mien- tras que por otra parte en los países capitalistas más desarrollados (Estados Unidos de Norteamérica y República Federal Alemana) los sindicatos se han visto obligados prác- ticamente a renunciar a su reivindicación de una transformación democrática de la so- ciedad económica. Un ejemplo de ello lo tenemos en el fracaso que en 1952 conoció la lucha de los sindicatos alemanes en favor de la cogestión y la socialización. En el mo- mento actual, los sindicatos de ambos países se ven obligados a limitar sus actividades al marco del sistema capitalista, aunque en medida creciente lo hagan de forma ideoló- gica. De esta forma ya comienzan a identificarse con el papel de parte social del contra- to que les ha sido asignado. Este papel les cede posiciones peligrosas a un nivel medio del poder.

Los partidos; como exponentes políticos de los intereses sociales organizados, han sido legalizados constitucionalmente y reconocidos como instrumentos políticamen- te necesarios para la activación democrática del pueblo con el incremento del poder de los partidos políticos, condicionada por la democratización del derecho al voto, la de- mocracia parlamentaria representativa «ha adoptado el carácter de una democracia de partidos, esto es: de una democracia basada en los partidos como unidades políticas de acción, y que ve en ellos los elementos imprescindibles para el proceso de integra- ción política»14.

El poderío político de los partidos se manifiesta por el hecho de que ocultan el esquema institucionalizado de la división de poderes, además de llevar a efecto la «in- tegración de poderes». En efecto: el partido gubernamental domina tanto el parlamento, como el poder ejecutivo, así como grandes partes del poder judicial. Con ayuda de los medios de la política personal y toda la escala de la presión política, desde la explora- ción de la dependencia económica hasta el encauzamiento de la opinión pública, el par- tido gubernamental puede estabilizar su preponderancia política en la esfera social.

Una consecuencia inevitable de esta situación lo constituye la traslación de la estructura interna del partido a la estructura de las instituciones públicas. La estructura interna del tipo de partido que en la actualidad goza de mayor difusión en las socieda- des capitalistas más desarrolladas -el «partido de masas de integración superficial»-, es de tendencia antidemocrática, ya que amenaza con tener efectos despolitizadores, tan- to en la esfera política como en la social. Las estructuras jerárquicas de la sociedad

económica se reproducen en la estructura y en la praxis de los partidos políticos. Los comités directivos de los partidos se transforman, por su parte, en órganos de decisión que se sustraen al control de los afiliados a su organización. Con ello tienden hacía una posición comparable a la de la gerencia en las grandes empresas capitalistas, lo cual favorece prácticamente la tendencia de los partidos a someter su voluntad a la de la «economía» y sus asociaciones. La citada tendencia incluso ha llegado a alcanzar a los tradicionales partidos democráticos de masas, aunque sin haber logrado todavía impo- nerse a ellos. Tal es el caso del Partido Laborista inglés y del Partido Socialista Italiano (PSl). Sin embargo, la democracia interna de los partidos -con sus condiciones de libre información y libre discusión, además del control de la dirección y de la burocracia por parte de los afiliados- se ve seriamente amenazado por el predominio de grupos oligár- quicos y por la praxis decisionista y manipuladora de éstos. Existe el peligro de que se llegue a una situación en que los partidos son «instrumentos de la formación de la vo- luntad, pero no en manos del pueblo, sino de aquellos que dominan el aparato del par- tido»15.

Este proceso actúa necesariamente sobre el desarrollo político del conjunto de la sociedad. A la exclusión casi total de toda actividad democrática en los afiliados a los partidos, le corresponde el hecho de que la actividad del partido frente al pueblo se vea limitada a recoger la aprobación de aquél, previamente manipulada, con ocasión de las elecciones. En la práctica éstas ya no permiten una decisión entre varias alternativas concretas, por lo que los resultados de las elecciones ya no pueden valorarse apenas como producto de la formación democrática de la voluntad popular. La autodetermina- ción del pueblo, cuya formulación y realización debería ser la meta de los partidos, se reduce en medida creciente a la posibilidad de poder elegir distintas personas «coloca- das» ante el pueblo a modo de «personalidades», con el fin de hacer olvidar la ausen- cia de contenido político en las elecciones.

La opinión pública política -que en las democracias se basa teóricamente en una discusión concreta y libre- se fabrica mediante manipulaciones, para ser presentada al pueblo. La adopción, por parte de los partidos, de unas técnicas de la esfera económi- ca, tendientes a incrementar el consumo (estudio de mercados -encuesta de la opinión pública; publicidad comercial- propaganda política), crea un mercado político con una oferta de grupos rectores políticos, que son vendidos a sus electores mediante métodos racionales enfocados hacia el elemento irracional. Los electores quedan degradados así al papel de consumidores apolíticos. Aquí se evidencia que las leyes del desarrollo que determinan el capitalismo organizado, también tienen validez para la estructura del sistema de los partidos. A semejanza de la estructura oligopolista de la economía, tam- bién aparece en la esfera de la organización política de la sociedad la tendencia hacia la instauración de un oligopolio de unos pocos partidos poderosos. La posibilidad de la creación de una competencia queda eliminada de hecho por la existencia de graves obstáculos económicos y, en parte, de carácter legal. En el caso concreto de la Repú- blica Federal Alemana, estos obstáculos son el financiamiento estatal del oligopolio ya existente de partidos, así como la cláusula del 5%, mínimo porcentaje que un partido debe alcanzar en les elecciones para poder entrar en el parlamento y recibir subvencio- nes oficiales.

b) Ideología y praxis del sistema social

La organización social del Estado en la sociedad capitalista desarrollado está caracterizada por una serie de contradicciones, que formalmente se representan como tensiones entre formas política liberales insuficientemente modificadas, y la realidad sociopolítica. En concreto se trata de contradicciones existentes entre la necesidad de democratización del conjunto de la sociedad -atendida sólo en principio, pero condicio- nadora de la subsistencia de la democracia- y la subsistencia de estructuras de dominio antidemocráticas, contradicciones que provienen de otras existentes en las condiciones capitalistas de la producción.

La ideología política que oculta estas tensiones y contradicciones en la fase de la coyuntura económica y de relativa estabilidad política, es la del pluralismo. El pluralismo se hace pasar por teoría de base empírica, y sugiere que el sistema de dominación so- cio-político está caracterizado por la competencia libre y numéricamente ilimitada de los grupos sociales organizados para obtener poder político y social. Según afirma, esta auténtica competencia de grupos da lugar, de forma automática y continuada, al com- promiso preciso en cada momento, y que representa el «bien común». Por lo tanto, este «bien común» se realiza siempre por sí mismo, no precisando ya de ninguna concep- ción racional enfocada hacia una transformación de la sociedad.

Al negar la ideología pluralista la existencia de contrastes de intereses socio- políticos basados en la estructura de la saciedad, y al negar, por consiguiente, la nece- sidad de una transformación radical de la sociedad, intenta ocultar el desequilibrio exis- tente en la distribución del poder económico y político, y sugerir a la consciencia de la sociedad que el status quo de las condiciones del poder es inmutable.

En la medida en que esta «teoría» establece de forma absoluta la tendencia ac- tual hacía la formalización de los contrastes políticos, hacía la institucionalización de los contrastes de clase, y hacia la desaparición de la consciencia política diáfana, y en la medida en que con valoraciones positivas habla de una desideologización general, esta ideología de la ausencia de ideología se convierte en mera apariencia de la objetiva- ción, mientras que objetivamente deviene ideología global del status quo. Así, desde la perspectiva de la ausencia total de concepción, pragmáticamente establecida, es ideo- logía todo aquel intento de desarrollar a partir del análisis sistemático y crítico de la so- ciedad unos programas políticos racionales, que no se paran ante la estructura actual de la sociedad.

Esta ideología pluralista corresponde a la definición clásica que Karl Marx dio del concepto de la ideología, en el sentido de que representa tanto la consciencia social- mente necesaria, esto es: adecuada a determinados intereses sociales, como la cons- ciencia falsa, esto es: no adecuada a la realidad social y a la praxis del poder. Esto sig- nifica, en concreto, que aunque se tiene en cuenta la existencia y la importancia política de los grupos sociales organizados, no se hace lo mismo con su praxis política real, la cual es armonizada, con el fin de encubrir la supremacía socio-política de las capas económicamente dominantes.

Aquí queda de manifiesto el reflejo ideológico de la transformación del capitalis- mo liberal en capitalismo organizado. La ideología ya no es liberal-individualista, sino que se refiere a grupos sociales como unidades de una sociedad politizada. A pesar de ello, no admite la configuración democrática del proceso político global, del mismo mo- do que el capitalismo racionalmente organizado en sus grandes unidades tampoco ad-

mite la planificación racional y democrática del proceso económica global. Del mismo modo que el proceso económico sigue orientándose por el beneficio -socialmente con- seguido- de unas pequeñas capas de individuos particulares, el proceso político sigue teniendo por objetivo el incremento de poder de determinados grupos sociales, los cua- les no utilizan dicho poder para la realización de los intereses de la sociedad entera, sino para imponer los intereses particulares de la capa económicamente dominante.

Si se considera la realidad social, encubierta por la ideología, entonces la alter- nativa social que se plantea en las sociedades constituidas como Estado social es: - o bien se somete la gran masa de los miembros de la sociedad al poder formalmente privada de aquellos que disponen de las posiciones económicamente decisivas del po- der,

- o bien la necesaria planificación de la sociedad y de sus conexiones de producción se sustrae de la disposición privada de pequeños grupos, para someterla al control de to- dos cuantos participan en el proceso de producción, cuya unidad suprema de decisión es el Estado, el cual tiende a limitarse al autogobierno de la sociedad.

De aquí nace la alternativa política entre la consolidación de la democracia me- diante la democratización de la sociedad, y la exclusión de la democracia política me- diante el paso de las estructuras antidemocráticas del poder desde la sociedad capita- lista a la esfera política.

«La democracia y el capitalismo de último grado tienden indudablemente a direc- ciones opuestas... Una de las dos fuerzas conseguirá al final la supremacía absoluta. O bien la democracia actuará sobre el capitalismo, hasta que finalice la última fase de és- te, o bien el capitalismo acecha a la democracia, hasta que esta forma de gobierno jo- ven, vulnerable y experimental se vea obligada a abandonar el campo. La lucha por la conservación y el desarrollo de la democracia también será, por lo tanto (en las socie- dades altamente desarrolladas), el factor determinante de la política en la segunda mi- tad del siglo XX.»16

16 John Strachey. op. cit., pág 252

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C.- EL FASCISMO Hans-Manfred Bock

1. Nacimiento de los movimientos fascistas

Es preciso hacer una clara distinción entre el fascismo y las formas liberales y conservadoras del poder. Puesto que el fascismo sólo consiguió ponerse en práctica de forma característica y trascendental en la Alemania de Adolf Hitler y en la Italia de Beni- to Mussolini, el modelo fascista del ejercito del poder habrá de orientarse necesaria- mente por la historia y la estructura de los dos citados regímenes.

Parece problemática la aplicación del concepto de «fascismo», tal como lo en- tendemos aquí, a sistemas de gobierno condicionados por otras tradiciones históricas y otras condiciones sociales, tales como los regímenes de Franco en España, de Salazar en Portugal, de Perón en La Argentina, o bien a los movimientos más recientes de los años 50: el de Poujade de Francia, y el de Mac Carthy en los Estados Unidos de Norte- américa. Debe evitarse toda generalización precipitada en el uso del término, cuyo es- tudio ha de ser objeto de análisis particulares tendientes a sopesar sus características fascistas y sus características específicas.

El fascismo se formó como ala extremista de la reacción que en 1919 se alzó contra los inicios revolucionarios socialistas subsiguientes a la 1º Guerra Mundial. Tanto en Alemania como en Italia, los grupos de choque de los movimientos fascistas estaban integrados en su mayoría por ex-combatientes que no eran capaces de reintegrarse a la vida civil, ni consiguieron seguir alistados en las fuerzas armadas. Estas fuerzas proce- dentes de todas las capas sociales de la clase media y superior, socialmente amenaza- das y desclasadas tras la conflagración y la crisis desencadenada en 1918, se agrupa- ron en unidades paramilitares denominadas Freicorps y Wehrverbände («cuerpos de Voluntarios» y «Agrupaciones de Defensa»). Tales unidades fortalecieron su espíritu en las luchas en torno al Báltico (1919-20) y en la aventura italiana de D’Annunzio en Fiu- me (1919-20). Estas actividades desarrollaron su ideología nacionalista, militarista, agresiva y antidemocrática.

Fue precisamente en los citados círculos, donde Hitler realizó sus primeros pa- sos políticos en su calidad de oficial de instrucción, apenas finalizada la guerra. Y al fundarse en marzo de 1919 el partido fascista italiano, el antiguo político socialista Mus- solini -que había quedado aislado por haber apoyado la entrada de Italia en la contien- da- únicamente disponía como base militante de sus «contactos con los bajos fondos político-militares»1.

En Alemania, una alianza constituida entre los restos de las fuerzas armadas y los Freicorps y Wehrverbände, aniquiló a las fuerzas militantes de la izquierda revolu- cionaria. En Berlín, durante la semana espartaquista (enero de 1919); en Baviera, du- rante la insurrección contra la República Soviética de Baviera (abril de 1919), y luego durante las luchas que siguieron al pronunciamiento de Kapp (marzo de 1920).

En Italia tuvo lugar el mismo proceso después de culminado el socialismo de posguerra y la ocupación de las fábricas en otoño de 1920. También aquí, las Scuadras D’Azzione fascistas, que crecían rápidamente en número y fuerza, estaban integradas por antiguos combatientes, oficiales licenciados y estudiantes, quienes llevaban a cabo

acciones terroristas contra las organizaciones e instituciones socialistas en el curso de los años 1921 y 1922. Por regla general las autoridades policiales locales y regionales se mantenían neutrales frente a las llamadas «expediciones de castigo» de los fascis- tas, y a menudo colaboraban con ellos. Por su parte, los terratenientes y magnates de la industria defendían sus intereses de propiedad y lucro al asegurar de forma económi- ca y material las acciones de los fascistas. El movimiento fascista se vio rápidamente incrementado por las capas sociales medias del campesinado y la pequeña burguesía2, conquistó sistemáticamente y por la fuerza los cargos de las autoridades comunales en las ciudades importantes del Norte de Italia, y al no lograrse formar en 1922 un frente anti-fascista en el parlamento, Mussolini pudo llevar a cabo la cruenta marcha sobre Roma (mientras el rey denegó la proclamación del estado de sitio y el ejército permane- ció inactivo. De esta forma logró tomar en sus manos las riendas del poder el 29 de oc- tubre.

En Alemania, el movimiento de aglutinación fascista de Hitler no fue capaz de construir una fracción importante en el parlamento después de la fracasada intentona del 8 y 9 de noviembre de 1923. Sólo como consecuencia de la crisis económica del mundo capitalista, iniciada en octubre de 1929, el movimiento fascista logró constituir una base de masas con la afluencia procedente de las capas sociales medias empo- brecidas. En las elecciones de septiembre de 1930, el NSDAP(«Partido Obrero Nacio- nal-Socialista de Alemania») logra aumentar sus escaños de 12 a 107.

Estos estamentos medios (campesinos, artesanos, profesiones liberales, em- pleados medios y pequeños, y funcionarios) llegaron a tener para el fascismo alemán una importancia mucho más decisiva que para el italiano. En el sistema económico alemán, mucho más desarrollado industrialmente y ya reestructurado de forma oligopo- lista, los citados estamentos tuvieron por vez primera un conocimiento drástico del peli- gro que comportaba su proletarización durante los años de la inflación hasta 1923. En los siguientes años de prosperidad, se agruparon políticamente en torno a los partidos liberales (DVP, DDP, etc.) y a los partidos regionales de carácter federal (en Hesse, Baja Sajonia y Schleswig-Holstein). A partir de 1929, como consecuencia del torbellino provocado por la crisis económica mundial todos ellos fueron a parar, casi sin excep- ción, al NSDAP. Ello se debió, en parte, al incremento de los partidos constituidos por meros grupos de presión (Partido de Revalorización, partido de propietarios de fincas, partido campesino). El tipo ideal de quienes en 1932 votaron el NSDAP, puede caracte- rizarse de la siguiente forma:

«Individuo de la clase media, autónomo y protestante, que vivía en una finca ru- ral o en una pequeña población, y que con anterioridad había votado en favor de un partido centrista o regional»3.

A ello cabe añadir una cierta afluencia procedente de la esfera burguesa conser- vadora, así como escasas apartaciones de los afiliados fluctuantes de los partidos obre- ros4.

Desde el punto de vista ideológico, las capas medias de la sociedad estaban mo- tivadas tanto contra el socialismo como contra determinadas formas de manifestación del capitalismo. Sin embargo, por su constante deseo de diferenciación, cuanto más quedaban equiparadas económicamente al proletariado, más se inclinaban hacía la burguesía. Esta característica específica de la mentalidad de las clases medias facilitó a Hitler -en contra de la oposición izquierdista dentro de su movimiento- a corresponder al interés que el NSDAP suscitaba en medida creciente después de su éxito electoral de

1930 entre los círculos del capital financiero e industrial y de los terratenientes. Las eta- pas decisivas de esta apertura fueron la aproximación del «Frente de Harzburgo» (oc- tubre de 1931) y las conversaciones entre Hitler y von Papen, celebradas el 4 de enero de 1933 en el domicilio del banquero colonés von Schröder, hombre de confianza de la industria5.

Las causas de un tal interés quedaban claramente patentizadas en los planes de saneamiento de los citados círculos, que preveían una estabilización económica a costa del mundo obrero (disminución de los costos de salarios y sueldos, reducción de las prestaciones sociales), así como la destrucción de sus organizaciones políticas y sindi- cales. Además, alarmadas por la política de apertura a la izquierda que el gabinete de Schleider practicaba desde diciembre de 1932, amplios círculos del gran capital apoya- ron a Hitler y consolidaron el fascismo alemán mediante aportaciones crematísticas, ante todo durante la crisis más aguda de éste, después de las elecciones de noviembre de 1932.

Estos círculos del capital estaban dispuestos a entregar todo el poder político a Hitler -menospreciado como arribista pequeño-burgués-, con tal de poder conservar por lo menos las posiciones económicas y sociales frente a las reivindicaciones del proleta- riado organizado. Según lo formuló, incluso después de la toma del poder por los fascis- tas, el conservador alemán von Papen, a semejanza del liberal italiano Giolitti, estos círculos lo hacían en la creencia errónea de que habían logrado «utilizar» al movimiento fascista y que se podían desprender de él tan pronto creyesen llegado el momento.

2. Supresión del Estado de derecho burgués

El paso hacia el sistema de dominación fascista fue preparado largo tiempo me- diante la paralización y el desmantelamiento del Estado de derecho parlamentario bur- gués. En Italia, antes de que Mussolini marchase sobre Roma, el gobierno «en su aprie- to, había hecho un uso cada vez más frecuente de los decretos liberadores, que hacían innecesaria la previa aprobación por el parlamento, pero cuya validez y fundamentación legal resultaba dudosa, tanto en la teoría como en la praxis»6. Ahora bien, en Alemania el desmantelamiento del Estado de derecho parlamentario burgués se lleva a cabo de forma paradigmática al iniciarse la serie de gabinetes presidencialistas, encabezadas por el de Bruming en marzo de 1930.

Desde el punto de vista teórico, este Estado de derecho ya fue puesto en entre- dicho y atacado anteriormente por uno de los principales maestros de derecho público alemán: Carl Schmitt7. En unión de unos vulgares filósofos conservadores y antiburgue- ses como Spengler, Span y Moeller van den Bruck, que pueden ser incluidos en una tradición restauradora del pensamiento que se inició con el romanticismo alemán (cf., junto a los numerosos ensayos sobre el origen ideológico de nacionalsocialista, la apor- tación de György Lukács), dicho pensamiento adquirió virulencia política en la política entablada contra la democracia en general, tildada de producto de importación y de dic- tado occidentaloide, extraño a la mentalidad germana; y en la polémica contra las insti- tuciones de la constitución de Weimar, en concreto. Ello constituyó un golpe más para poner en descrédito la nueva forma democrática del Estado alemán, que ya tenía que cargar con el trauma de la derrota bélica y la hipoteca de las reparaciones de guerra, a

la vez que consolidó todavía más la actitud de las capas tradicionalmente antidemocrá- ticas y las activó contra la democracia.

Debido a tales circunstancias, no fue posible conseguir una praxis constitucional y democrática consolidada. Y cuando, después de la crisis económica mundial, la praxis parlamentaria quedó paralizada por completo por el rápido incremento del NSDAP, la transformación autoritaria de la democracia comenzó con la disolución del parlamento elegido en mayo de 1928, remitiendo para ello a los artículos 25 y 48, apartado 2 de la constitución del Imperio Alemán (WRV). Con esta disolución se suprimió el derecho de veto del parlamento, garantizado en el artículo 48, apartado 3 (WRV);que el Partido So- cial-Demócrata había utilizado contra los decretos de emergencia de Brüning. Del mis- mo modo se pasó por alto la cláusula de confianza parlamentaria, contenida en el ar- tículo 54: remitiendo al derecho exclusivo del presidente a nombrar al canciller (artículo 53) el gobierno dependía tan sólo de la confianza del presidente. Por añadidura, puesto que no demostraron ser practicables las medidas constitucionales del parlamento con- tra el presidente (artículos 43 y 59), pero extremadamente poderosas las medidas del presidente contra el parlamento, se produjo la destrucción del intento de equilibrio de poderes entre ambos órganos plebiscitarios del Estado, que dio lugar a una ingente acumulación de poder en el cargo del presidente.

De esta forma, Hindenburg, instrumento de una camarilla conservadora, pudo nombrar autoritariamente y de forma sucesiva a von Papen, Schleicher e Hitler. Y me- diante la continuada praxis de esta política de decretos de emergencia, logró socavar el principio del Estado de derecho. Del mismo modo como se negó el principio de la sepa- ración de poderes en ese proceso de independización del poder ejecutivo, que culminó con el nombramiento de Hitler como canciller (30 de enero de 1933), ya el golpe de es- tado que von Papen lleva a cabo el 20 de julio de 1932 en Prusia constituyó la negación práctica del Estado de derecho. Esta negación era el elemento constitutivo esencial del método fascista, que el derecho político fascista quería utilizar para montar sobre él una nueva concepción del Estado.

3. Desarrollo del partido fascista gubernamental

Después de la toma del poder, tanto en Alemania como en Italia nacieron muy pronto las disensiones entre los cuadros del movimiento fascista y los dirigentes de las masas revolucionarais pequeño-burguesas, cuyo descontento por la miseria económica las había empujado más allá del status quo alcanzado, sin disponer de una clara con- cepción social.

En el curso del año 1923 estallaron las luchas dentro del fascismo italiano. Tanto en Roma, Bolonia y otras localidades, la central del partido fue atacada por grupos hos- tiles con consignas que exigían «una segunda marcha sobre Roma». La central fascista logró ahogar esta rebelión hasta 1925, gracias a la exclusión de varias decenas de mi- les de militantes, la sustitución de los cuadros locales, así como la prohibición de los congresos provinciales.

En Alemania, el descontento por los resultados de la «revolución nacional- socialista» de enero de 1933 se cristalizó en las S.A. («Secciones de Asalto»). Recluta- das entre los millones de parados, esta organización paramilitar había servido de eficaz

instrumento terrorista frente al movimiento obrero durante la toma del poder por los na- cional-socialistas. Así, mientras Hitler sabía que no debía permitir que la burocracia mi- nisterial y los magnates de la economía se distanciasen de su régimen por unos cam- bios demasiado profundos -causa que ya en julio de 1933, después del primer reparto de cargos en los cuadros ejecutivos del partido, le impulsó a declarar finalizada la «re- volución nacional-socialista»-, amplios sectores de las S.A., exigieron mayores trans- formaciones, de las cuales esperaron obtener, ante todo, una mejora de su propia con- dición social. Hitler intentó dominar estas tendencias mediante exclusiones masivas de las filas de las S.A., mediante cambios de estatutos, y mediante reestructuraciones en su organización. Sin embargo, sólo estuvo seguro de su arreglo con el poder social es- tablecido cuando, bajo el pretexto de una inminente revuelta de las S.A., realizó el 30 de junio de 1934 un sangriento golpe de mano, en el curso del cual aniquiló todos los mandos de la organización paramilitar y, de paso, a sus enemigos potenciales de los círculos conservadores (Scheleich, etc.).

Después de estas luchas intestinas, el partido fascista era un instrumento en el que el führer (guía, caudillo) podía confiar plenamente para servirse de él (Mussolini a partir de 1925, Hitler a partir de 1934). Y ello todavía más por el hecho de que la estruc- tura interna de los partidos fascistas sólo admitía una cadena de iniciativas rígidamente unilateral que iba desde la figura carismáticamente estilizada del führer hasta los mili- tantes de base.

Paralelamente a la eliminación de la oposición interna, se produjo -a diferente ritmo en Alemania e Italia- el proceso de anulación de la oposición externa, esto es: la anulación de los restos que quedaban del sistema parlamentario de partidos. Desde octubre de 1922 hasta enero de 1925, Mussolini gobernaba en Italia con una coalición parlamentaria, integrada por nacionalistas, liberales y católicos (populares). Sin embar- go, sus comandos armados de asalto se lanzaron indistintamente contra cualquier mo- vimiento de oposición. Cuando después del asesinato del socialista Matteotti (en ve- rano de 1924) todos los representantes parlamentarios no fascistas entraron en sece- sión, Mussolini logró salir de esta dura prueba de su poder, proclamando el 3 de enero de 1925 el Estado totalitario. Anunció disolución de todos los partidos de oposición y la actuación del poder público contra todos los elementos desviacionistas. «Desde ese instante, el parlamento (con el senado), los tribunales y la monarquía se convirtieron en meros instrumentos del Estado de partido único»8.

Pero en comparación con las instituciones del Estado fascista alemán, en Italia, y tanto la monarquía como la Iglesia lograron conservar un mayor peso político.

La transformación del sistema parlamentario multipartido en un sistema en el cual un partido políticamente omnipotente gobernaba el Estado, se llevó a cabo en Alemania en un plazo mucho más breve. Después de que el 30 de enero de 1933 Hin- denburg nombrara a Hitler canciller del Imperio Alemán, éste consiguió convocar nue- vas elecciones para el parlamento. En el transcurso de la campaña electoral que se inició entonces, los nacional-socialistas no sólo aprovecharon sin escrúpulo alguno para sus propios fines y aparte de su destreza para la agitación los cuantiosos medios eco- nómicos que la gran industria puso gustosamente a su disposición, sino también los poderes represivos del estado de excepción, legitimados por el decreto de emergencia del 28 de febrero de 1933, motivado por el incendio del parlamento. A pesar de ello, las elecciones del 5 de marzo de 1933 (las últimas en diez años, o en cien, como había anunciado Goering) sólo les dieron el 43,9 % de los votos, con lo que no lograron la

mayoría absoluta. Y a pesar de que Hitler había excluido a todos los representantes parlamentarios comunistas, aquel parlamento no llegó a ser el dócil instrumento que precisaba. Por consiguiente. Hitler confrontó a este parlamento con la llamada «Ley de plenos poderes», la cual debía de conferir al gobierno el derecho de promulgar y ejecu- tar leyes sin la aprobación del parlamento, y en contra de la constitución de Weimar. Con la obligada ausencia de los 81 parlamentarios del Partido Comunista Alemán (KPD), y con la sola oposición de los votos de los delegados presentes del Partido So- cial-Demócrata (SPD), el parlamento alemán, al aprobar esta ley el 23 de marzo de 1931, dio un espectacular fin a sus propias actividades.

La «política de unificación» de Hitler, que consistía en la aniquilación sistemática del conjunto de instituciones parlamentarias democráticas, se llevó a cabo mediante una serie de leyes, que se iniciaron con la «unificación de los Länder» (31 de marzo de 1933) y concluyeron con la «ordenación comunal alemana» (3 de enero de 1935). La «ley contra la constitución de nuevos partidos» (14 de julio de 1931), gracias a la cual el NSDAP quedó monopolizado como partido estatal único, fue una consecuencia casi lógica de la «ley de plenos poderes». Si bien Ia constitución existente no fue derogada nunca como en el caso de Italia, cuando tras la muerte de Hindenburg Hitler se erigió él mismo en jefe del Estado con el título de Führer, ya se había establecido una realidad constitucional completamente diferente. Los factores del poder con los que Hitler tuvo que contar al principio, aunque continuamente puestos en entredicho y limitados en su autonomía, fueron:

«Aquellas instituciones que, por su tarea, poseían un peso político propio y dis- ponían de un orden interno consolidado por la tradición, apenas alterado por la demo- cratización del Estado alemán: el ejército, la burocracia ministerial, las iglesias y la eco- nomía»9.

4. Estructura del Estado fascista

La principal intención del derecho político fascista fue la delimitación de compe- tencias entre el partido y el Estado, así como la definición de principio de las relaciones entre ambos. El que no se encontrase una fórmula apropiada para ello, se debía a una de las características estructurales del Estado fascista: el entretenimiento, el paralelis- mo y la oposición entre las burocracias estatales establecidas y la nueva burocracia del partido.

En Italia, el partido fascista había adquirido en 1932 el estatuto de institución de derecho público, y como tal quedó incorporado al Estado. Por efecto de los contrastes geográficos, económicos y sociales, desde la unificación nacional de Italia no se había logrado nunca formar una fuerte autoridad estatal. Por consiguiente, por una parte Mus- solini no tenía que temer ninguna oposición básica por parte de ella, pero por otra parte se convirtió en una tarea primordial, dada que era necesaria para poder consolidar una moderna nación industrial en el mercado mundial.

«El fascismo italiano alabó de forma delirante al Estado, dado que éste siempre había sido débil a lo largo de la historia italiana»10.

El fascismo alemán, por el contrario, se vio enfrentado a un aparato estatal con- solidado desde hacía varias décadas, por lo que era inevitable la aparición de discusio-

nes de competencia entre las poderosas burocracias antiguas y nuevas. Estas dificulta- des explican que la teoría del Estado total (C. Schmitt, E. Forsthoff, etc.) fuese aban- donada por los nacional-socialistas poco después de la toma del poder, para distinguir (también según otra teoría de C. Schmitt) entre el Estado como «elemento político está- tico» y el partido como «elemento político dinámico» sin embargo, esta definición ex- tremadamente vaga no se precisó tampoco en la «Ley para asegurar la unidad del par- tido y el Estado» (1 de diciembre de 1933). En ella, y a imitación del modelo italiano, el partido queda definido como corporación de derecho público (párrafo 1º). Pero al mismo tiempo el partido y las S.A. fueron sustraídos de la jurisdicción estatal, para ser someti- dos a una jurisdicción autónoma (párrafo 3º).

En la praxis del Estado nacional-socialista, este dualismo institucional mostraba las más diversas formas en las diversas esferas. Así, por ejemplo, la burocracia ministe- rial siguió invariable (si se prescinde de los cargos rectores en la policía y en las organi- zaciones juveniles y propagandísticas, donde el partido realizaba funciones puramente estatales). Por el contrario, en la burocracia estatal media y baja, los puestos clave se hallaban en manos del partido, mientras el resto de los funcionarios era adoctrinado en reuniones de célula. Las fuerzas armadas lograron librarse de las instancias del partido, pero a cambio no sólo tuvieron que aceptar el asesinato de Schleicher y Bredow en ju- nio de 1934, así como la sustitución de Blomberg y Fritsch por los más dúctiles Keitel y Brauchitsch en enero de 1938, sino que también tuvieron que soportar a Hitler como comandante en jefe y generalísimo designado para la inminente guerra. En la fase béli- ca del fascismo, las competencias de la vieja burocracia pasaron en medida creciente a manos de las instancias del partido. Así, por ejemplo, el ministerio del interior fue regen- tado por las S.S («Escuadras de Defensa»).

La inseguridad legal y la confusión resultantes de tales paralelismos instituciona- les, fueron precisamente la base para la técnica del poder decisionista del caudillo fas- cista en todos los casos de duda legal, su voluntad era ley. Con ello se dio paso a un dualismo funcional, que llegó a caracterizar la esencia del Estado fascista.

Junto a las normas articuladas de la constitución y del derecho positivo, que has- ta entonces había servido para organizar la vida pública, apareció un principio legaliza- dor no fijado, ni fiable: la voluntad del caudillo. Debido a ello, E. R. Huber, maestro del derecho público nacional-socialista, distingue entre «poder público» y «poder del caudi- llo»:

«El Estado, como unidad impersonal, no es el portador del poder público, sino que éste queda conferido al caudillo, como ejecutor de la voluntad general del pue- blo»11.

La realidad constitucional fascista estaba caracterizada por el paralelismo de los mecanismos de un «estado normativo» y de un «estado prerrogativa», según la defini- ción de Ernst Fraenkel. Siempre que se creía oportuno, el principio del estado normati- vo fue sustituido por el principio de la voluntad del caudillo. En tales casos, se invocaba por regla general el decreto de emergencia del 28 de febrero de 1933 (incendio del par- lamento), que gracias a esta praxis adquirió validez constitucional para el estado pre- rrogativa. La voluntad del caudillo podía adquirir carácter legal en forma de ley, disposi- ción, decreto, orden, a mera regulación de competencia.

El papel de cuerpo ejecutivo de la voluntad del caudillo lo desempeñaban, junto a la Gestapo («Policía Secreta del Estado»), las S.S. («Escuadras de Defensa»). Inde- pendientes de toda norma legal existente, ambos organismos estaban facultados para

penetrar en todas las esferas de la vida pública. El terror organizado, que junto con la propaganda era el principal medio de dominación del fascismo consistía la praxis de estos órganos ejecutivos de la voluntad del caudillo, quienes además de velar por el régimen, tenían que garantizar más tarde la realización de la política racial y de ocupa- ción territorial.

En Italia, la unificación oficial y expresa del Estado y el partido condujo al intento de establecer institucionalmente los principios rivales del estado normativo y del estado prerrogativa. De esta forma, la ley del 9 de diciembre de 1928 el órgano supremo del partido, el «Gran Consejo del Fascismo», se incluye en la constitución italiana como órgano supremo del Estado, por encima de las instituciones históricas básicas de la vi- da pública (corona, gobierno y parlamento). Este intento de legalización de un órgano prerrogativa era una concesión formal al estado normativo, que no ofrece ningún para- lelismo en el fascismo alemán.

La novedad del principio prerrogativa en la vida política de Italia, la definió Ger- hard Leibholz en 1928:

«El Estado fascista se actualiza dinámicamente por las siempre renovadas deci- siones del caudillo»12.

Sin embargo, ni en Italia ni en Alemania el Estado prerrogativa era limitado. El hecho de que legalmente fuese extensible sin limitación, pero que en la práctica se im- pusiera limitaciones, constituye para Ernst Fraenkel13 la principal característica de la realidad constitucional del nacional-socialismo. El fascismo alemán logró someter a las tribunales a su política represiva contra la minoría judía. En todas las cuestiones refe- rentes a las bases de la estructura económica existente, los tribunales podían atenerse, sin embargo, a las normas vigentes del derecho positivo. En el Estado fascista se con- servaron todos los elementos esenciales de la ordenación económica capitalista exis- tente, como la propiedad privada, la libertad empresarial, el carácter obligatorio de los contratos, el derecho del patrón a controlar a los obreros, los derechos de autor y de patente, etc. El concepto de la revolución, tal como se realizó en la historia contempo- ránea europea a través de los, modelos de Inglaterra, Francia y Rusia, no es aplicable a la toma del poder por los fascistas. Ésta no es más que «la supresión del principio cla- sista burgués, que permanece dentro de este principio»14. La limitación de la praxis de decisionista nacional-socialista en la esfera de la económica, constituye una importante característica del sistema de dominación fascista, dado que en ella queda claramente de manifiesto el acuerdo de colaboración entre los nuevos gobernantes y los jerifaltes del capitalismo.

5. La regulación de la economía

Después de la toma del poder por los nacional-socialistas, también se puso de lado de Hitler aquel sector del gran capital, que hasta entonces se mostraba indeciso. Uno de los ejemplos más conspicuos es el de Krupp von Bohlen und Halbach, quien el 20 de febrero de 1933 se reunió con Hitler, para transmitir a éste el agradecimiento de la gran industria por el programa nazi.

La anunciada «eliminación del marxismo» resultó ser un desmantelamiento vio- lento de todas las organizaciones obreras, con lo que quedaba suprimida la única posi-

bilidad para la formación democrática de la voluntad del sector mayoritario del pueblo en el moderno Estado Industrial. De esta forma, con un inesperado golpe quedaron desmanteladas el 2 de mayo de 1933 todos los sindicatos alemanes (cuyos cuadros habían mostrado poca resistencia). Los fascistas alemanes sustituyeron la organización sindical por el llamado Deutsche Arbeistfront («Frente Obrero alemán»), organización vertical en la que quedaban englobados todos los funcionarios, patronos y obreros, es- tructuradas en 16 secciones profesiones (Metal, Textil, Alimentación, etc.). La jefatura del Deutsche Arbeitsfront se hallaba en manos del NSDAP.

Dado que esta organización monstruo (con unos 25 millones de afiliados) que aparentemente armonizaba todos los antagonismos económicos, no quería ni era capaz de desarrollar una vida política propia, únicamente servía de instrumento para el control fascista del sector del trabajo, en el que los obreros -desprovistos de toda posibilidad de coalición- se veían expuestos individualmente a la propaganda y el terror del régimen. A pesar de las diferencias de tipo organizativo entre el ejemplo alemán y el sistema corpo- rativo italiano, la finalidad última de la reorganización fascista de la vida económica era idéntica a ambos.

«Mediante las corporaciones, se persigue que los obreros y empleados depen- dan económicamente del dictador y, en consecuencia, sean políticamente sumisos»15.

En Alemania, las cuestiones salariales y las condiciones laborales las decidía de forma autoritaria el «jefe» del grupo de empresa, quien a su vez estaba dirigido y de- pendía, parcialmente, de los «contratos colectivos». El contrato de trabajo ya no era considerado como una compra y venta del trabajo, sino que fue estilizado y presentado como relación de fidelidad. Es evidente que todas los nuevos organismos económicos del fascismo no son más que medidas para acatar la antagónica estructura base de la economía capitalista, medidas que negaban todos las derechos a los trabajadores, cumpliendo así los tan ansiados deseos de los capitalistas.

La total inhabilitación política y económica del mundo obrero se llevó a cabo con energía y brutalidad. En comparación con el sector del capital, el fascismo mostraba menos decisión.

En Italia se introdujo en 1934 el sistema corporativo, en donde quedaban englo- bados los patronos y obreros de una misma rama laboral, para ser dirigidos de forma centralizada. Por el contrario, los nacional-socialistas alemanes abandonaron poco después de la toma del poder sus primitivos ideales corporativos (cf. el papel desempe- ñado por Gottfried Feder y E. R. Huber) y se limitaron a actuar de forma puramente oportunista.

La principal tarea a Ia que se vio enfrentado el nacional-socialismo, era el resta- blecimiento de un sistema económico eficaz. En la política económica desarrollada a este efecto por los nacionalsocialistas, desempeñó un papel importantísimo la obligato- ria monopolización, para la cual obtuvo plenos poderes el ministro de economía me- diante la ley de 15 de julio de 1933. En plena contradicción con la antigua exigencia de un «estamento medio sano» (punto 16 del estatuto programático del NSDAP, de 1920), fueron precisamente las empresas pequeñas y medianas las que quedaron absorbidas automáticamente por los grandes cárteles, una vez comprobada la deficiente rentabili- dad de aquellas. Con ello todavía se aceleró la tendencia de la fase monopolista del capitalismo hacia una creciente concentración de capital. Otras medidas favorecedoras de una concentración monopolista del capital, fueron la «arización» del capital judío, y luego la incorporación de las empresas ubicadas en los territorios conquistados.

Así pues, la economía estuvo dirigida bajo la forma de cartelizaciones obligato- rias y una serie de otras reglamentaciones, pero no se alteraron ni un ápice las bases del sistema capitalista (propiedad privada, aliciente de la ganancia). Esta especie de convenio entre el gran capital y el fascismo todavía se vio consolidado por el común interés por la expansión imperialista. A este fin, el nacional-socialismo hizo uso del «atrevimiento, los conocimientos y la agresividad de los magnates de la industria, a la vez que éstos sacaron provecho de la actitud antidemocrática, anti-liberal y anti- sindicalista de los nacional-socialistas»16.

Sin embargo, en esa fase ya no era la totalidad de los elementos capitalistas quienes coadyuvaron a establecer el fascismo:

«Fueron las elementos belicistas de la clase capitalista, ante todo la industria de

armamentos, así como la aristocracia terrateniente, emparentada con la alta oficialidad, quienes lograron hacerse dueños de la situación»17.

Con el plan cuatrienal (18 de octubre de 1936), el fascismo alemán entró en la fase de inmediata preparación bélica. En 1933, el principal problema económico consis- tió en la limitada capacidad de absorción del mercado interior, dado que la fuerza con- sumidora, que dependía de los ingresos, era menor que la fuerza productora. Pero, a partir de 1933, las grandes empresas monopolistas consiguieron evitar este fenómeno de sobreproducción mediante un aprovechamiento sólo parcial del aparato de produc- ción de bienes de consumo, gracias a la reglamentación fascista de la economía. Al mismo tiempo se intensificó el mercado de bienes de producción. Sin embargo, la situa- ción de crisis sólo pudo superarse mediante la aplicación plena de todas las fuerzas productoras a la economía de armamentos. De esta forma, el rearme y la inmediata preparación bélica resultaron ser una cierta necesidad económica derivada de la crisis del capitalismo.

Charles Bettelheim18 constató como única diferencia esencial entre el capitalismo dirigido del nacional-socialismo y capitalismo competitivo, el hecho de que la limitación del mercado capitalista ya no se manifestaba en crisis a posteriori, sino en crisis a priori

y de forma casi constante. La consiguiente paralización crónica de la expansión eco- nómica y de la intensificación del mercado entero, se ocultaba mediante una expansión artificial, que estaba estrechamente unida a las preparaciones bélicas. Por lo tanto, la solución mediante una forma de dominación fascista es una posibilidad y un peligro in- herentes a la sociedad capitalista.

«El capitalismo actual contiene potencialmente una estructura análoga a la de la Alemania nacional-socialista. Esto significa que la evitación de un contragolpe del na- cional-socialismo -indudablemente bajo otro nombre, con otras formas políticas de ma- nifestación, y eventualmente en un país que no sea Alemania- presupone unas trans- formaciones fundamentales en la estructura económica y social de los países económi- camente desarrollados»19.

18. Charles Bettelheim, L`économie allemande sous le nazisme. Un aspect de la décadence du capitalisme, Paris 1946, pág. 275. 19. Op. cit., pág. 279.

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D.- EL COMUNISMO Hanno Drechsler

1. La concepción de Karl Marx y Friedrich Engels

Marx y Engels, cuyas teorías sirven de guía a todas las formas actuales de do- minación comunista, no hicieron descripciones detalladas sobre el contenido de la or- denación comunista de la sociedad. Ella corresponde por completo al carácter de su pensamiento, que primariamente quiso ser un método para el análisis de la ordenación social de su época (del incipiente capitalismo). Para ello, ambos eran conscientes de que la función científica que desempeñaban era una función política, y que el método que utilizaban era el arma de una clase concreta (el proletariado), cuya tarea histórica consistía en eliminar las contracciones de la sociedad capitalista (Pero en modo alguno todos las contradicciones de la vida humana).

Ello no quiere decir que Marx y Engels -como todos los revolucionarios carecie- sen absolutamente de ideas sobre la sociedad del futuro. Pero no podían construir un modelo completamente terminado de la sociedad comunista, si no querían abandonar la fidelidad a sus métodos, en favor de una especulación científica únicamente podían es- clarecer y señalar como metas de la transformación de la sociedad, aquellos problemas básicos de la ordenación post-revolucionaria, que podían ser solucionados según el grado de desarrollo de las fuerzas productivas, y reconocibles mediante las contraccio- nes internas de la sociedad capitalista. Marx y Engels no llegaron a exponer de forma coherente este mínimo de características del nuevo orden, considerados como cognos- cibles. Por lo tanto, es preciso desarrollarlo a partir de algunas consideraciones disper- sas de ambos pensadores, incluidas en su concepción de la historia y en su teoría de la revolución.

Marx y Engels parten del presupuesto de que la forma de producción de los bie- nes materiales de la sociedad no sólo condiciona la economía, sino toda la organización de la sociedad. Así, a determinadas fuerzas productivas les corresponderían unas con- diciones sociales adecuadas a ellas, y toda alteración de las fuerzas productivas tendría como consecuencia una alteración de estas condiciones y, por consiguiente, una trans- formación de la forma social:

«A determinado nivel de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad se muestran en contradicción con las fuerzas productivas existentes o -lo cual

sólo constituye una expresión jurídica- con las condiciones de propiedad dentro de las cuales se habían movido hasta entonces. Así, de formas de desarrollo de las fuerzas productivas, dichas condiciones se transforman en trabas de las mismas»1.

En la esfera política y social, dicha contradicción se manifiesta en forma de lucha de clases, la cual constituye el motor del proceso histórico (mas no del proceso histórico global), y que conduce a la revolución, la cual crea una nueva organización social, adaptada a las cambiadas fuerzas productivas.

Referente a la ordenación social capitalista, Marx y Engels no contraponen a la realidad una visión del orden futuro, sino que buscan en la sociedad misma las causas, tendencias y formas para la transformación del capitalismo: la clase obrera «no tiene que llevar a la práctica ningún ideal; sólo tiene que dar libertad a aquellos elementos de

la nueva sociedad que ya se han desarrollado en el seno de la ya quebrantada soci e-

dad burguesa»2.

La eliminación del capitalismo se haría históricamente necesaria por las contra- dicciones inmanentes a él -ante todo por la contradicción entre la producción social y la apropiación privada de los bienes producidos, las cuales se agudizan por las crisis y las luchas de clases, conduciendo así hacia la revolución social. La premisa de esta revo- lución habría de ser, por una parte, el desarrollo de una consciencia de clase revolucio- naria del proletariado, esto es: la constitución del proletariado como «clase en sí». La revolución dependería, por otra parte, de unas premisas objetivas, dado que:

«Una formación social no sucumbe nunca antes de que se hayan desarrollado todas las fuerzas productivas, para las cuales es suficientemente amplia, y en su lugar no aparecerán nunca unas condiciones de producción nuevas y más altas antes de que las condiciones materiales de existencia hayan sido dadas a luz en el seno de la propia vieja sociedad»3.

Por consiguiente, la revolución socialista no sólo presuponía un proletariado «que lleve a cabo esta transformación, sino también una burguesía, en cuyas manos las fuerzas productivas de la sociedad han llegado a desarrollarse tanto, que permiten la aniquila- ción total de las diferencias de clase»4. Por añadidura esta revolución «sólo sería posi- ble como acción simultánea y de una vez de los pueblos soberanos, lo cual presupone el desarrollo universal de la fuente productiva y el consiguiente comercio, mundial»5. Y, además, debería tratarse de «una revolución que se llevara a cabo simultáneamente en todos los países civilizados esto es: por lo menos en Inglaterra, América, Francia y Alemania»6.

Esta revolución no se desarrollaría según un esquema de validez general, sino que las características de su transcurso dependerían de la situación histórica concreta de cada momento. Tanto en su forma externa pacífico-legal, como en la violenta, la transformación -en todo caso revolucionaria por su contenido- sería expresión de una acción claramente democrática.

La primera meta de la revolución socialista debía ser la conversión de la hasta entonces oprimida clase del proletariado en clase dominante, mediante la destrucción del sistema estatal burgués y la erección de un nuevo Estado en forma de la revolucio- naria «dictadura del proletariado». Porque el Estado -nacido como producto de los an- tagonismos de clase- es una «fuerza de represión» abstraída por la sociedad para sal- vaguardar la unidad del conjunto de la sociedad. Esto es: un poder público de carácter político, para el mantenimiento de la estructura general de determinadas condiciones de producción y, en consecuencia, para el mantenimiento de la función autoritaria de las clases socioeconómicamente dominantes frente a las clases inferiores. Frente a la de- mocracia burguesa, considerada como dictadura de la burguesía, aparecería entonces la democracia proletaria, considerada como dictadura del proletariado sobre las mino- rías antaño dominantes.

Aparte de esta calificación general de contenido, la institución de la dictadura también puede considerarse en un significado más concreto, como por ejemplo en el sentido del concepto de la dictadura en el derecho romano. Del mismo modo que el po- der público burgués se vería obligado en las situaciones de crisis social a romper sus relaciones con la legalidad formal propia -relaciones necesarias en situaciones norma- les para conservar la seriedad mercantil-, también el poder público proletario -ante todo

si ha llegado a constituirse como producto de una revolución violenta- se podría ver obligado a una ruptura radical con el sistema legal pre-revolucionario. El Estado proleta- rio pondría a su disposición el sistema legal y de orden ya existente, haría uso del mo- nopolio de la fuerza física, con el fin de transformar las condiciones de producción de carácter capitalista burgués en otras de carácter socialista proletario, y mediante sus intervenciones en la estructura de la propiedad y en el orden legal crearía un nuevo si s- tema legal.

Esta concepción de la dictadura del proletariado queda concretada por el ejemplo de la efímera comuna de París, de 1871, aducido por Marx y Engels. Éstos afirman que el ejemplo demuestra que la clase obrera no puede «sencillamente tomar posesión de la maquinaria estatal en su conjunto y ponerla en marcha para sus propios fines»7, sino que debería «destrozar la maquinaria buracrático-militar»8. El ejército profesional había sido sustituido por el pueblo en armas, a la vez que se había despolitizado a la policía; una corporación elegida por el sufragio universal había suprimido la autonomía funcio- nal del poder legislativo, ejecutivo y judicial; todos los diputados, funcionarios y jueces se habían convertido en delegados del pueblo, elegibles, responsables y destituibles en todo momento, no sobrepasando sus honorarios el jornal de un obrero.

Por lo tanto, el Estado de la dictadura del proletariado continuaría siendo un po- der político, e incluso podría adoptar una forma terrorista y represiva -en la guerra civil-, pero esa función represiva sería ejercida entonces en interés de la mayoría del pueblo contra una minoría, y estaría apoyada en la libre formación de la voluntad del proleta- riado y de sus aliados. Por consiguiente, esta dictadura sería necesariamente democra- cia, que en esta su suprema manifestación histórica todavía sería Estado, pero cierta- mente un Estado que en el proceso de la supresión de las clases sociales perdería po- co a poco su carácter político, esto es: represivo, hasta fenecer:

«El primer acto en el que el Estado aparece verdaderamente como representante de la sociedad entera -la toma de posesión de los medios de producción en nombre de la sociedad- es al mismo tiempo su último acto autónomo como Estado. La intervención de un poder público en las condiciones sociales llegará a superflua en un sector tras otro, hasta desaparecer por completo. El gobierno de las personas será sustituido por la administración de las cosas y la dirección de los procesos de producción. El Estado no será eliminado, sino que fenecerá»9.

Esta necrosis del Estado estaría ligada, naturalmente, a determinadas condicio- nes socio-económicas: las de la sociedad comunista sin clases.

Para Marx y Engels, la dictadura del proletariado es aquella «forma política, bajo la cual habrá de consumarse la liberación económica del trabajo», dado que «el poder político del productor no puede subsistir junto a la eternización de su servidumbre so- cial»10. Esta dictadura tendría que «servir de palanca para derribar las bases económi- cas sobre las cuales descansan la estabilidad de las clases y de la división clasista»11. Esto es: dicha dictadura es el estadio de la transformación revolucionaria de la sociedad capitalista en la sociedad comunista. Por consiguiente, su primera tarea consistiría en suprimir la propiedad privada de los medios de producción y su centralización en manos del Estado. Esta «expropiación de los expropiadores» reproduciría para el trabajador la propiedad individual perdida, devolvería al productor la relación personal con el trabajo, y eliminaría la explotación del hombre por el hombre:

«Una vez emancipado el trabajo, toda persona deviene trabajador, y el trabajo productivo deja de ser característico de una clase»12.

Por añadidura, la eliminación de la propiedad privada de los medios de produc- ción posibilitaría el control planificado de la producción por parte de los miembros de la sociedad, a la vez que eliminaría la anarquía de producción, causante de las periódicas crisis. El contenido de la planificación ya no estaría determinado por la abstracta racio- nalidad de lucro de unas pocas empresas o ramas de la economía, sino que tendería hacia una humanización del proceso económico -sometido al deseo constante de los productores asociados- y hacia la liberación óptima del individuo con respecto al proce- so del trabajo (mediante la reducción del tiempo de trabajo socialmente preciso; esto es: del tiempo de trabajo imprescindible para la obtención del producto social). Por añadidura, tendría lugar una regulación social de la esfera de la docencia, cuya ta- rea consistiría en sustituir «al individuo parcial mero portador de una función social de detalle, por el individuo plenamente desarrollado, para el cual diferentes funciones so- ciales constituyen actividades complementarias entre sí»13. El camino hacia el comunismo, hacia esa «asociación en la que el libre desarrollo de cada individuo es la condición para el libre desarrollo de todos»14, se estructuraría en dos fases. La primera (que acostumbra a designarse con el nombre de socialismo) sería aquella que «nace directamente de la sociedad capitalista, y que, por consiguiente, lle- va todavía los nexos maternos de la vieja sociedad, de cuyo seno procede, tanto en el aspecto económico, como en el moral y espiritual»15. En dicha fase la distribución se efectuaría según el rendimiento del trabajo:

«Por lo visto reina aquí el mismo principio que regula el intercambio de mercan- cías, mientras se produzca entre equivalentes. El contenido y la forma son diferentes, dado que bajo las circunstancias cambiadas nadie puede dar nada, excepto su propio trabajo. Y porque, por otra parte, nada puede pasar a la propiedad del individuo, a ex- cepción de los medios de consumo individuales.»

El derecho de los productores sobre estas medidas de consumo todavía sería «proporcional a su suministro de trabajo», todavía estaría dominado por el principio de equivalencia, y todavía fiel llevaría inherente el principio burgués del derecho.

«Este derecho igual es un derecho desigual para trabajo desigual. No admite ninguna diferencia de clases, pero tácitamente reconoce la desigual capacidad indivi- dual y, en consecuencia, el desigual rendimiento de los trabajadores a modo de privile- gios naturales. Se trata por lo tanto de un derecho de la desigualdad, por su contenido, como todo derecho»16.

Tales «anomalías» sólo podrían ser eliminadas en la segunda fase: «En una fase superior de la sociedad comunista, después de desaparecida la servil subordina- ción de los individuos a la división del trabajo, para que también desaparezca el con- traste entre trabajo físico y trabajo mental; después de que el trabajo no sólo se haya convertido en medio de vida, sino incluso en la primera necesidad de vida; después de que paralelamente al desarrollo general de los individuos hayan crecido también sus fuerzas productivas y las fuentes de la riqueza corporativa fluyan en abundancia; sólo entonces podrá cruzarse el estrecho horizonte legal burgués y la sociedad podrá inscri- bir en sus banderas la consigna: ¡Cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades!»17.

Este Estado comunista final -denominado por Marx como naturalismo completo y humanismo completo- es una sociedad sin clases. Pero continuará siendo una sociedad humana, por lo que jamás logrará llevar a la práctica la libertad total de un paraíso. El comunismo sólo es «el salto de la humanidad desde el reino de la necesidad hacia el

reino de la libertad», en el sentido de que entonces «los hombres realizan con plena consciencia su propia historia»18. También Marx distinguió claramente entre un «reino de la libertad» y un «reino de la necesidad» en el comunismo19.

16 Op. cit., pág. 21.

2. El gobierno bolchevique bajo Lenin

El primer intento de llevar a la práctica el ideal marxista de la sociedad comunista del futuro, está basado en una revisión de aquella tesis de Marx y Engels, según la cual la revolución proletaria sólo sería posible si se realizara simultáneamente en los países capitalistas adelantados, por lo que sería imposible realizar la revolución con éxito en un solo país.

A partir de 1915 Lenin creyó que dicha tesis sólo era aplicable a la fase pre- monopolista del capitalismo20. Él creía, sin embargo, que el capitalismo se había desa- rrollado a través de sus formas monopolistas e imperialistas en un sistema mundial que en su conjunto ya estaba maduro para la revolución. Al mismo tiempo, Y partiendo de la ley de la irregularidad del desarrollo económico y político del capitalismo en la época del imperialismo, Lenin dedujo que la victoria de la revolución proletaria sería lealmente posible en unos pocos países, e incluso en un solo país, por añadidura subdesarrollado en el aspecto capitalista, siempre que coincidiesen unas condiciones políticas favora- bles.

A diferencia de la posterior concepción de Stalin, Lenin afirmó que para la cons- trucción del socialismo el país en cuestión precisaría de la ayuda de otros países socia- listas. En este sentido, la revolución proletaria en la Rusia industrialmente retrasada de 1917 sólo era para Lenin la señal y el motor para el estallido de la revolución socialista en los países industrialmente avanzados de Europa y América, el prólogo de la revolu- ción mundial. A este fin habría de servir el Komintern, fundado en 1919.

Lenin mantuvo por principio las teorías de Marx y Engels sobre la revolución so- cialista y la sociedad comunista del futuro, pero en parte las modificó y dogmatizó, con- dicionado por la especial situación de Rusia. Su obra Estado y Revolución, escrita entre agosto y septiembre de 1917, después de los acontecimientos de julio en Petrogrado, precisamente en el período en que de continuo contaba con su asesinato, confirma esta tendencia a dogmatizar. Además de construir su testamento político, dicha obra habría de ser más tarde la base normativa pata la primera constitución de la República Socia- lista Soviética Federada de Rusia (julio de 1918). El método revolucionario violento (o alzamiento armado), que debido a la situación bélica era el único método de actualidad en la Rusia de 1917 y en la mayoría de los países europeos, fue establecido por Lenin, en contraposición a Marx Y Engels, de forma absoluta. Esto es: declaró obligada una posibilidad real concreta para todos los países y todas las épocas. Para el curso de la revolución rusa tuvo ante todo grandes consecuencias la remisión dogmatizante de Le- nin a las experiencias de la comuna de París, tal como Marx las había expuesto en la Circular Inaugural del Consejo General de la 1º Ínternacional. En cuanto a los soviets, aparecidos espontáneamente en la revolución rusa de 1905 y que se reprodujeron con la misma espontaneidad durante la revolución de febrero de 1917, Lenin mostraba cier- to escepticismo y sólo les concedió el valor de medios de lucha adicionales en la revo- lución. Todavía en 1907 declaró que la creación de tales organismos «sólo debería ad-

mitirse en caso de necesidad», y advirtió que «podrían resultar superfluos siempre que la socialdemocracia lograse organizar con eficacia su trabajo entre las masas del prole- tariado»21.

Sólo más tarde reconoció Lenin la doble función de los soviets: como instrumen- tos ad hoc de la revolución, y como órganos justificadores del poder legislativo y ejecu- tivo en el nuevo poder público proletario. Con ello, la fórmula de dictadura del proleta- riado, aceptada hasta la 1º Guerra Mundial por toda la socialdemocracia internacional, pero muy poco definida en su contenido, quedó concretada en 1917 por Lenin como «estado de los soviets de los diputados obreros y militares»22.

Lenin calificó con optimismo este nuevo poder que suprimía el parlamentarismo- como «algo, que en realidad ya no es un Estado»23, dado que a imitación de la comuna de París, el poder de los soviets ya no tenía policía, ejército profesional, ni funcionarios privilegiados, sino que todos los funcionarios públicos eran elegibles, destituibles en cualquier momento, y recibían un sueldo al nivel del salario de un obrero:

«Con la extensión de la democracia a una mayoría tan aplastante de la pobla- ción, ... la necesidad de una maquinaria especial de represión comienza a desapare- cer... Naturalmente, los explotadores no son capaces de mantener sumiso al pueblo sin la colaboración de una complicada maquinaria destinada a esta finalidad, mientras que el pueblo es capaz de eliminar la explotación con ayuda de una “máquina" muy sencilla, e incluso sin ella, sin aparato especial, utilizando no sólo una sencilla organización de las masas armadas (a la manera de los soviets de los diputados obreros y militares)»24.

En vista de las complicadas condiciones histórico-económicas, era igualmente optimista e irreal la concepción de Lenin, según la cual la economía podía ser dirigida por el pueblo representado en los soviets.

Esta identificación de los soviets con la comuna de París ignoraba la diferencia entre las condiciones especiales de la situación en que se encontraba París en 1871, y las realidades de la sociedad rusa tras la 1º Guerra Mundial. Lenin creía que bajo el capitalismo, las funciones del Estado y de la economía «se habían simplificado tanto que podían ser reducidas a operaciones tan sencillas como el registro, la contabilidad y el control, que cualquier persona capaz de leer y escribir podría llevar a cabo tales fun- ciones»25.

Pero prescindiendo del hecho de que la población rusa estaba formada, en su mayoría, por analfabetos, estaba claro que los soviets, como órganos de la democracia primitiva, no podrían sustituir ni abarcar nunca la actividad del poder público. Porque éste no sólo no se había simplificado, sino que se había complicado, debido a su ex- pansión a nuevos campos y tareas adicionales. Sin una burocracia especial y sin una diferenciación salarial entre las tareas especializadas del burócrata y la diaria actividad de producción del obrero y el campesino, todavía era menos posible solucionar los nu- merosos problemas especiales de la revolución rusa, como lo eran, por ejemplo, la i n- dustrialización y la consiguiente educación hacia una disciplina de los obreros, así como la eliminación del analfabetismo.

Ya en los primeros meses después de la revolución de octubre, se demostró que el modelo de ordenación proyectado por Lenin como fase de transición entre el capita- lismo y la primera fase del comunismo, era mera ilusión. Por inmensa que fuese la ma- yoría del pueblo ruso representado por los soviets, el nuevo orden no podía subsistir sin la ayuda de una organización centralizada, que a su vez diese vida a aparatos admini s- trativos centralizados y no idénticos con el pueblo. La única organización centralizada

existente era el partido bolchevique con sus «correas de transmisión», al que Lenin ha- bía asignado en su concepción original de Estado y Revolución una función completa- mente secundaria, pero que luego se adueñó del mando de los soviets, quitándoles a éstos su base democrática. Este inevitable proceso se aceleró tanto más cuanto más tiempo la revolución rusa tuvo que seguir adelante sin la esperada ayuda internacional, a la vez que se veía amenazada simultáneamente por la guerra civil y la intervención extranjera. Pero incluso después de rechazados ambos peligros y liquidado el comu- nismo bélico -condicionado en parte por aquéllos-, la democracia proletaria no podía desarrollarse, dado que la regresión que significaba la «Nueva Política Económica» (NEP), con la reintroducción del pequeño capital privado y el comercio privado en 1921, exigía un severo control estatal. Y mientras tanto ya había quedado demostrado que tales funciones de control no las podía ejercer «cualquier cocinera».

En 1921, la revolución había vencido aparentemente a todos sus enemigos. Sin embargo, aún quedaba invicto el mayor enemigo: el atraso del país, todavía agravado por la guerra civil y la intervención extranjera. En comparación con el año 1913, la renta nacional había disminuido a sólo un tercio y la producción industrial a menos de un quinto; las comunicaciones se hallaban completamente destruidas, quedando paraliza- do el intercambio de mercancías entre la ciudad y el campo; las ciudades se habían despoblado (Moscú sólo contaba con la mitad, y Petrogrado con un tercio de los habi- tantes de 1913). En cuanto a los obreros, que ya siempre formaban una pequeña mino- ría -en 1913 la industria empleaba a lo sumo 3 millones de obreros-, habían quedado reducidos a la mitad, ya sea por haber caído durante la guerra civil, o por haber ascen- dido en funciones ajenas a la clase obrera. El resto había quedado pauperizado: o bien se hallaban en paro, o trabajaban por un sueldo que apenas les cubría el 20% del coste de la vida. Por ello se veían obligados a robar la mitad de la producción y cambiarla en el mercado negro por alimentos.

El proletariado rusa políticamente activo y con consciencia de clase, llamado a ser la clase dominante en el nuevo Estado, ya no existía, o bien había sido desclasado. El partido bolchevique, formado por Lenin como «vanguardia» del movimiento obrero, que durante la guerra civil y en contra de sus intenciones iniciales había eliminado defi- nitivamente todos los demás partidos, ya no podía ser el representante de la clase obre- ra. El mismo partido ocupó este lugar, y de esta forma la dictadura del proletariado se convirtió en dictadura del partido.

Debido a ello, el partido mismo debía de cambiar sus estructuras. Hasta la revo- lución de febrero de 1917, había sido un partido conspirativo de revolucionarios profe- sionales, para convertirse, una vez alcanzada la legalidad, en un partido de masas con organización democrática. Ésta era exactamente la teoría del partido desarrollada por Lenin en sus obras ¿Qué hacer? (1902) y Un paso adelante, dos pasos atrás (1904). Allí preveía para el período de la ilegalidad una organización de cuadros, de estructura centralizada, estrictamente disciplinada, y conspiradora, que después de la victoria de la revolución debería convertirse en una organización de masas a imagen del Partido Social-Demócrata alemán. En su nueva función, tenía que transformarse de nuevo en un partido dominado por el «aparato». El primer paso en este sentido lo dio el X Con- greso del Partido en 1921, al prohibir la formación de fracciones dentro del partido.

Hasta su muerte, Lenin siguió con preocupación la inevitable transformación de la dictadura del proletariado en dictadura de un partido autoritario. En 1922 comparó el gobierno del Estado con un hombre que, al volante de su coche, no consigue que éste

se dirija allí donde el conductor lo guía26. ¿Acaso pensaba en lo que Friedrich Engels había escrito sobre Thomas Münzer en Der deutsche Bauernkrieg?:

«Lo peor que le puede ocurrir al dirigente de un partido extremista, es que se vea obligado a hacerse cargo del gobierno en una época en la cual el movimiento todavía no esté maduro para la dominación de la clase a la cual representa... Aquello que pue- de hacer, contradice toda su actuación anterior, a sus principios y a los intereses inme- diatos de su partido; y lo que debe hacer, no puede ser llevado a la práctica»27.

La esperanza de Lenin, de devolver al pueblo el poder usurpado temporalmente por el partido, se disipó al no producirse la revolución mundial. En marzo de 1921, Lenin afirmó en el II Congreso de la Komintern:

«O la revolución internacional acude en ayuda nuestra, y entonces nuestra victo- ria estará asegurada, o bien realizamos nuestra modesta tarea revolucionaria conscien- tes de que, incluso en el caso de un fracaso, servimos a la causa de la revolución y de que nuestras experiencias tendrán utilidad para las demás revoluciones. Tuvimos clara consciencia de que sin el apoyo de la revolución mundial internacional, seria imposible la victoria de nuestra revolución proletaria»28.

3. El período stalinista del comunismo soviético

Lenin murió en una época (enero de 1924), en la que ya estaba claro que la re- volución rusa iba a permanecer aislada. La revolución post-leninista de la sociedad so- viética se basaba en la concepción stalinista de la «construcción del socialismo en un solo país». contrariamente a Marx, Engels, Lenin y Trostky, en 1924 Stalin proclamó que la sociedad socialista «plena» debía erigirse en un solo país, incluso en uno tan atrasado como Rusia. Marx y Engels, sin embargo, habían exigido un alto grado de desarrollo técnico-económico, no solo como condición para la revolución proletaria, sino también como premisa necesaria para la sociedad socialista a construir tras la revolu- ción. De esta forma ocurrió en Rusia, lo que ambos ya habían pronosticado tiempo an- tes:

El alto grado de desarrollo de las fuerzas productivas es «una premisa práctica absolutamente necesaria, porque sin ella tendría que generalizarse la escasez, y con la penuria tendría que comenzar de nuevo la lucha por lo necesario, restableciendo de esta forma toda la vieja mierda...»29. «Sólo a determinado nivel de desarrollo, incluso muy alto para nuestra época actual, resulta posible incrementar tanto la producción, que la eliminación de las diferencias de clase puede significar un progreso duradero, sin provocar una paralización o acaso un retroceso en la producción social»30. Después de que su fracción venciera a las «izquierdistas» de Trostky y a las «derechis- tas» de Bujarin, Stalin dedujo de la teoría del socialismo en un solo país la consecuen- cia de industrializar a Rusia «a cualquier precio» y «en el más breve plazo». De esta forma, el primer plan quinquenal y la colectivización obligatoria de la agricultura a partir de 1928-29 dieron comienzo al intento de recuperar de forma acelerada ese proceso de industrialización que en la Europa Occidental se había desarrollado en el curso de un siglo. Pero mientras la industrialización europea, la llamada «acumulación del capital» (siguiendo la terminología de Marx), se había llevado a cabo sobre la base del capita-

lismo privado, y mientras esta temprana acumulación privada tuvo lugar por necesida- des primordialmente económicas (cf. la ya proverbial depauperación de las masas en época del temprano capitalismo), en el caso de Rusia se realizó originariamente una acumulación del capital sobre la base de la propiedad pública de las medios de pro- ducción, llevada a cabo por designio administrativo.

Esta forzada acumulación primaria sobre una base no capitalista tendía hacia la creación de una industria pesada y exigía necesariamente una renuncia al consumo por parte del pueblo, y, por consiguiente, estaba dirigida contra los intereses cotidianos de la inmensa mayoría de la población. Estuvo acompañada por un brutal proceso educati- vo, que inculcó la moderna disciplina laboral a unas masas humanas, obligadas a abandonar las condiciones de vida pre-industriales y a cambiar el campo por la ciudad.

El aislamiento en un país atrasado en todos los sentidos, aplastante peso de las masas campesinas, la debilidad de la clase obrera, la falta de tradición democrática y el desgaste de las endebles fuerzas democráticas durante la guerra civil, sólo podía con- ducir hacia una dictadura permanente y antidemocrática, como forma política adecuada a la temprana acumulación «socialista». Los dirigentes del PCUS no se vieron capaces de dominar de forma teórica ese problema tan complejo, sino que lo ideologizaron erró- neamente. En lugar de analizar con exactitud cual era el estadio del proceso de desa- rrollo en el cual se hallaba Rusia, y en lugar de estudiar de qué forma se podría lograr que por lo menos algunas partes de la nueva inteligencia y de la clase obrera pudiesen ser incorporadas paulatinamente a la planificación y educadas para una conciencia de- mocrática, Stalin consideraba que cualquier acto político en aquellas circunstancias ya era socialista y democrático. Teoría y praxis se hallaban en plena contradicción.

Tanto en el seno del partido como en los soviets, se inició una rigurosa represión de todos los restos de vida democrática, que fue languideciendo. El partido pasó de su papel de representante de los intereses actuales del movimiento obrero, a ejercer la función de partido del aparato estatal y económico, con una férrea disciplina militar y sometido a unos cuadros directivos que se iban estrechando en forma piramidal hacia arriba. La dictadura de los soviets, que ya en época de Lenin se había convertido en la dictadura del partido, degeneró en dictadura de una camarilla, para acabar en despo- tismo de un solo hombre, quien con medios bárbaros, con terribles planificaciones erró- neas, y a costa de la inhumana funcionalización del individuo, forzó el progreso indus- trial y convirtió a la URSS en potencia mundial. Este régimen autócrata, que excluía a la inmensa mayoría de la burocracia de toda codeterminación política, manejaba un sis- tema de «elecciones» pseudoplebiscitarias y se apoyaba en la propia maquinaria de represión. El aparato terrorista creado durante la revolución fue perfeccionado y adap- tado a las nuevas tareas. Una vez instalado y puesto en marcha, desarrolló muy pronto unas leyes propias e imprevisibles; del terror defensivo de la guerra civil se pasó al te- rror preventivo, y por último al terror agresivo, que perdió ya todo elemento racional. Bajo tales condiciones, la teoría marxista degeneró en una ideología justificadora de la praxis stalinista.

La adopción de las normas distributivas del capitalismo burgués desembocó en una nueva diferenciación de la sociedad, dio lugar a una nueva capa privilegiada, y ex- plotando las tensiones sociales, nació una burocracia portadora de la economía admi- nistrativa centralista, que se alineada cada vez más del pueblo.

A pesar de ello, debe rechazarse la opinión predominante, de que la URSS cons- tituye una sociedad clasista en el sentido marxista31, mientras la unidad del principio de

distribución social esté garantizada por la calidad laboral al del conjunto de la población, quedando excluída así una característica objetiva esencial de heterogeneidad social entre los gobernantes y los gobernados. Porque la burocracia soviética todavía no dis- pone de ninguna base social, esto es, no dispone de ninguna forma de propiedad espe- cífica de su dominación32.

4. La desestanilización del comunismo soviético

La tiranía burocrática stalinista produjo simultáneamente las condiciones para su suavización y posterior eliminación. Al industrializar a la sociedad soviética, suprimió su atraso, su propio foco de cultivo. Por vez primera en la historia rusa, la industrialización dio vida a una amplia inteligencia técnica, económica y administrativa, que aceptó el núcleo racional de la ideología marxista falsificada, pero que a la larga tenía que tender hacia la seguridad personal y la relativa libertad de la investigación y la formación cientí- ficas. El sector obrero, numérica y culturalmente fortalecido, despertó de su pasividad y comenzó a articular sus reivindicaciones de libertad y seguridad.

La II Guerra Mundial, la necesidad de eliminar las consecuencias de la guerra tras 1945, así como los peligros de la «guerra fría», consiguieron ocultar tales contra- dicciones hasta la muerte de Stalin. Desde entonces han sido objeto de un compromiso y denunciadas abiertamente en el XX y el XXII Congreso del PCUS. La llamada deses- talinización (descentralización del aparato económico y social, implantación de los ele- mentos del Estado de derecho, concesiones a las necesidades de consumo y a los in- tereses sociales de la población, etc.) es expresión del término de la temprana acumu- lación y del inicio de la acumulación continuada de la riqueza social. La liberalización de la sociedad soviética se ha convertido en una necesidad económica. Es evidente que el desmantelamiento y la transformación de la «dictadura educativa», llevada hasta el te- rror y correspondiente al período de la acumulación inicial, no podía llevarse a cabo sin reveses y de forma paulatina.

Todavía falta todo elemento de democratización: consejos obreros, elecciones libres y secretas de los soviets, existencia de varios partidos soviéticos o, por lo menos, de varias fracciones autorizadas dentro del PCUS, independencia de los sindicatos, de- recho de huelga, democratización de la planificación, etc. A pesar de todo ello, la socie- dad soviética de hoy parece que esté en principio libre para «emprender la marcha ha- cia donde quiera y en el sentido de sus metas»33.

Precisamente, el ejemplo de la evolución en la Unión Soviética hace que metódi- camente resulte muy dudoso si en su tendencia inicial pueden equipararse unas dicta- duras revolucionarias progresistas -nacidas en sociedades pre-industriales, con el fin de iniciar su industrialización, por lo que precisan de una teoría racional- con unas dictadu- ras fascistas en sociedades ya previamente industrializadas -encargadas de preservar a las clases tradicionalmente dominantes de un derrocamiento, por lo que deben hacer uso de emociones irracionales-. La opinión actualmente tan difundida, de que ambos fenómenos deben ser incluidos por sus analogías externas en la categoría del «totalita- rismo», impide el análisis de sus diferencias cualitativas de contenido, así como la com- prensión de su función histórica.

5. Transformaciones del comunismo internacional

Al identificar Stalin los fines del comunismo internacional con la construcción del socialismo en la Unión Soviética, dio lugar a que la Internacional Comunista dejase de ser órgano de la revolución proletaria internacional, para convertirse en instrumento de exigencias pragmáticas de dicha construcción aislada, a la vez que entregó las seccio- nes del Komintern a la merced de los intereses particulares del PCUS (B). Tuvieron que sacrificar su «primogenitura revolucionaria» en el altar de los intereses nacionales y es- tatales del Kremlin. A pesar de que el stalinismo era, por decirlo así, el producto del re- flujo de la revolución internacional después de 1923, al mismo tiempo también se con- virtió en obstáculo para el éxito de la revolución proletaria en otros países. La posibili- dad postulada por Trostky, de enlazar la revolución rusa con la revolución internacional, fue ignorada por Stalin, quien se orientaba por la construcción «autosatisfecha» de la URSS. Así, por ejemplo, no se aprovecharon e incluso se llegaron a sabotear situacio- nes revolucionarias como las de Inglaterra en 1925-1926, de China en 1925-1927, de Alemania en 1930-1932, de España en 1931-1939, y de Francia en 1936-1938. La diso- lución del Komintern en 1943 constituyó una clara expresión de esta renuncia al espíritu internacional original de la revolución rusa, que facilitó en la misma URSS el desarrollo del «patriotismo soviético», esto es, el renacimiento de un pensamiento nacionalista ruso, combinado con tendencias pan-eslavas (con apogeo en la «gran guerra patrióti- ca»). Las primeras victorias revolucionarias de los comunistas después de 1917 -en 1944 en Yugoslavia y en 1949 en China- fueron conseguidas en contra de la voluntad de Stalin. Favorecieron el fraccionamiento del bloque «monolítico» del comunismo mundial, domi- nado hasta entonces por el PCUS (B), y desarrollaron junto al modelo soviético otros dos nuevos modelos de construcción del socialismo. Yugoslavia ha conseguido que en la planificación descentralizada y en la administración del aparato económico participa- sen unas capas más amplias de la población que en la Unión Soviética. A pesar de ello, la democracia política y económica sólo existe en medida limitada, dado que la produc- tividad de la economía yugoslava todavía es escasa. En la que se refiere al caso de China, este país ha iniciado su construcción a un nivel de sus fuerzas productivas muy inferior del nivel del que antaño partiera la Unión Soviética, por lo que en su política i n- terior defiende la teoría y la praxis stalinistas en una época en que la industrialmente desarrollada URSS comienza a desprenderse de ellas. Simultáneamente, el modelo de China muestra unas características propias, nacidas de los rasgos nacionales.

Prescindiendo de Vietnam del Norte y de Cuba, donde el éxito de la revolución anticolonialista dio paso a transformaciones sociales de carácter marxista, cabe citar todavía a aquel grupo de Estados no capitalistas, nacido a raíz de la expansión soviéti- ca durante la II Guerra Mundial, ocupado militarmente y adaptado estructuralmente a la URSS: Polonia, la República Democrática de Alemania, Rumania, Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria, Albania y Corea del Norte. En algunos de estos casos, la Unión So- viética pudo apoyarse en una limitada movilización de la población (por excepción, más amplia en Corea del Norte y en Albania).

El régimen stalinista impuesto por el Ejército Rojo, fue soportado especialmente mal par aquellos países que poseían una tradición democrática burguesa, así como un alto desarrollo económico y cultural, incluso si en un principio se vieron obligados a

prestar inmensas reparaciones económicas (como la República Democrática de Alema- nia). Sólo en el curso de la desestalinización, la URSS aflojó la presión sobre dichas naciones y, gracias al conflicto surgido entre Pekín y Moscú, la mayoría de ellos adqui- rió todavía un mayor grado de autonomía nacional. Este margen les permite dar una mayor importancia a sus características nacionales, para lo cual utilizan como base el modelo de una de sus dos grandes potencias: La URSS o la República Popular de Chi- na -según el grado de su desarrollo industrial.

El sistema de dominación política queda modificado levemente en tales casos por la existencia de partidos satélites -sometidos al partido comunista rector-, nacidos de los anteriores partidos burgueses. En el transcurso de la diferenciación del movi- miento comunista mundial, y teniendo en cuenta los intereses de los partidos comunis- tas de masas, en los países democráticos de capitalismo desarrollado se descartó defi- nitivamente el dogma de la exclusividad de la vía violenta hacia el socialismo, y se ad- mitió de nuevo la posibilidad eventual de un tránsito formalmente legal y democrático parlamentario de la sociedad capitalista hacia la sociedad socialista.

En último término cabe citar el papel -apenas estudiado, pero que no debe sub- estimarse- de la teoría social, estatal y económica del marxismo en la construcción del llamado socialismo colonial. El ejemplo del rápido adelantamiento de la URSS en la ventaja técnica y cultural de los Estados capitalistas, sobre la base de la dictadura revo- lucionaria de una elite intelectual guiada por la teoría racional, de una sistemática plani- ficación económica, y propiedad pública de los menos industriales de producción, ha incitado a los países antaño sometidos a la dominación colonial, a aprender las leccio- nes de la revolución de octubre. Por lo general hacen sistemas monopartido de origen no-comunista, pero de creciente tendencia socialista.

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ESTADO, REGIMEN Y SISTEMA POLITICO

(Notas para una discusión sobre la Crisis del Welfare State)

Luis F. Aguilar Villanueva

en TEORIA Y POLITICA DE AMERICA LATINA

Juan Enrique Vega (Coordinador)

Quizá conviene decir, como advertencia inicial y precondicionante de este texto,

que la tripartición Estado, Sistema Político y Régimen político, a pesar de su heteroge-

neidad -por tener diferentes orígenes teóricos e instancias ideológico-políticas-, va aquí

a ser reintegrada en la unidad del Estado. Se asume muy tradicionalmente “régimen”,

como el conjunto articulado de instituciones jurídicas que norman y regulan tanto la dis-

tribución y el ejercicio del poder estatal como la lucha por conquistarlo; se asume con-

vencionalmente “sistema” como el conjunto articulado de las relaciones de poder real-

mente existentes en una sociedad estatalizada. Las mismas, que están en el origen de

la institucionalización jurídica del poder, que hacen normal y públicamente referencia a

lo jurídico para ratificar su correlación de fuerzas favorables es impugnable, ya que fre-

cuente y veladamente, existen y se ejecutan pre o extrajurídicamente. En este sentido

muy general, “régimen” denotará la juridificación normativa universal de las relaciones

sociales de poder históricamente existentes y actuantes; esta institucionalización jurídi-

ca que a su vez las fundamenta, legitima, reproduce y extiende, mientras que “sistema”

denotará las mismas relaciones de poder existentes y actuantes realmente en la socie-

dad, que son previas cronológica y lógicamente a su legalización jurídica, y -por esto y

como tales- dotadas de la capacidad, según las circunstancias, de actuar jurídica o ex-

trajurídicamente. En relación con lo anterior, “sistema” designa la sustancia o la materia

de la forma jurídico-legal: las relaciones sociales de poder existentes y actuantes de

hecho. Mientras tanto, “régimen” designa la forma jurídico-legal, la forma de derecho, de

esa materia o sustancia de poder social existente y actuante de hecho. En este sentido,

y desde esta perspectiva general, Estado es la suma o, mejor dicho, la conexión orgá-

nica de régimen y sistema, del poder legalizado y del poder fáctico, de “poder” y “domi-

nación”, en la medida en que hoy el Estado es simultáneamente la soberanía del poder

social real y la legalización constitucional de esa realidad del poder social soberano. Por

último, analítica o abstractamente, el Estado como “sistema” político subraya la materia-

lidad social del poder, cuyas raíces se ubican terrenal y fundamentalmente en la menta-

lidad del proceso de producción-acumulación; mientras el Estado como “régimen” sub-

raya la formalidad normativa (modernamente, jurídico-formal y no religiosa o ético-

material) del poder social y de sus raíces. Desde este punto de vista, régimen y sistema

se cancelan en su separación meramente abstracta (norma contra poder) y se recupe-

ran en la unidad de esa síntesis histórica del poder y legitimidad, de fuerza y consenso,

que es el Estado, la sociedad estatalizada.

En el presente texto, por su carácter de conferencia, quisiera destacar en térmi-

nos generales algunas características del Estado contemporáneo, de su morfología sis-

temática y de régimen; pero también llama la atención el hecho de que el sistema social

global, la sociedad estatalizada, el Estado, se desarticulan y rearticulan de los esque-

mas de previsión clásica. En muchas mentes, para bien o para mal (si se ve ideológica

o políticamente), se refuerza cada vez más la idea de que la tendencia de desarrollo no

lleva a una crisis global y de época hecha hipótesis por el marxismo, ni tampoco a la

permanente acumulación y pacificación social hecha hipótesis por la economía política

o por la sociología de la acción social. Esto, apunta en algunas mentes, a una crítica de

la categoría lógica de “contradicción” (L. Colletti sobre todo), como capaz de compren-

der y explicar resolutoriamente el proceso histórico real y, en particular, la dinámica del

capitalismo, así como, con mucha razón, a las categorías de acción, función, estructura.

Respecto a la primera, es interesante la siguiente observación: “la fuerza de la concep-

tualización marxista de la relación entre trabajo y capital, del intercambio desigual, de la

mercancía-trabajo, consiste en revelar la necesidad, no la libertad y coacción política

inherente de manera estructural en el bien-trabajo vendido en un mercado libre. Esta

es, sin duda, la contradicción de la ideología liberal que proclama la justicia inmanente

del intercambio de equivalentes en el mercado capitalista; pero no tiene nada que ver

con la “crisis del capitalismo” y sus leyes de desarrollo”(1). En efecto, la concepción li-

neal contradicción-crisis-politización (de masa/clase) -transformación, de inspiración

marxista, se ha revelado como problemática durante la historia social, en la medida en

que su concatenación no es directa o automática, sino que intervienen factores no pre-

vistos y no fácilmente controlables. De igual manera, la economía mixta o el capitalismo

regulado-planificado ha estado permanentemente por debajo de lo que proyectaba co-

mo efectos o metas alcanzables en plazos. Por lo demás, los estados socialistas aún no

han dado prueba convincente de acumulación sostenida y pacificación social o bien de

planificación democrática.

1.- DEL ESTADO LIBERAL AL ESTADO SOCIAL

Creo que no vale la pena hablar en detalle de lo ya sabido suficientemente por

todos: la transformación que el Estado de la sociedad capitalista ha vivido en este siglo,

sobre todo después de la crisis de los años treinta y, más cercana y preventivamente,

después de la Segunda Guerra Mundial: el paso del Estado Liberal de Derecho al Esta-

do Social de Derecho. Del decimonónico Estado Liberal de Derecho, muy atinadamente

definido por Marx como “superestructural”, en la medida en que era sólo o ante todo

una ampliación de la sociedad civil, se ha pasado a un Estado Social de Derecho, en el

que paradójicamente se revierte el movimiento, al existir (y poder existir) la sociedad

civil sólo como Estado ampliado. El primer tipo de Estado no era sino la ampliación (or-

denamiento jurídico) de la sociedad civil de mercado entre individuos privados, formal-

mente libres e iguales, y su condición externa de reproducción o realización (monopolio

coactivo contra infractores internos o amenazas externas). El Nuevo tipo de Estado, en

cambio, es una ampliación y profundización de la intervención y presencia estatal den-

tro de la sociedad civil de mercado, con el fin de lograr su regulación y equilibrio, me-

diante un conjunto de medidas tendientes a la progresiva creación de un mercado entre

privados que sean cada vez más libres e iguales sustancialmente. Si el primer tipo de

Estado era sólo una condición externa (mero ordenamiento jurídico de las libertades

universalmente iguales ya preexistentes y legítimas en la sociedad civil) y de emergen-

cia (mero momento coactivo para eventuales casos de infracción), en la realización de

la sociedad como tal o en su conjunto, esta actuación se debe sólo, o sobre todo, a que

la primera sociedad civil burguesa-capitalista se constituyó y se afirmó, en primer lugar,

con base en un inusitado desarrollo de las fuerzas productivas (ciencia y tecnología), y,

en segundo lugar, con base en el “principio de reciprocidad” o “principio de intercambio

equivalente”, principio propio y estructural de una sociedad civil constituída como mer-

cado entre libres e iguales. Si el primer factor aumentaba la productividad del trabajo,

garantía clave de toda reproducción y vida social, el segundo tanto presentaba y consti-

tuía a la nueva sociedad burguesa como una sociedad caracterizada por la equivalencia

y reciprocidad en sus intercambios. Por una parte, se trataba de una sociedad con au-

mento creciente de su riqueza disponible; por otra, de una sociedad emancipada de

todo poder y neutralizadora de todo poder (a diferencia del antiguo régimen). Se trata-

ba, por ende, de una sociedad que se entendía y constituía como una mera relación de

producción y no de dominación social. Desde esta perspectiva, la sociedad civil burgue-

sa se presentaba dotada de la capacidad para realizarse como sociedad, tanto por su

capacidad de producirse y reproducirse ampliamente en términos cuantitativos y cualita-

tivos, debido al aumento expansivo de su productividad y riqueza, como por su capaci-

dad de remover el conflicto social (ligado a la desigual participación de la riqueza pro-

ducida disponible), debido al principio de equivalencia y reciprocidad en las relaciones

de producción e intercambio. En suma, la sociedad civil en su conjunto se presentaba y

planteaba como autónoma, autorregulable, en razón de su capacidad de marginación

del poder-conflicto social. Desde esta tesis acerca de una entera autorregulación y au-

torrealización de la sociedad civil burguesa-capitalista, resulta obvio que el Estado, el

Estado Liberal de Derecho, no era ni podía ser más que una condición externa y de

emergencia para la realización de la sociedad como tal. Lasalle lo formuló claramente

con la metáfora del Estado veilleur de nuit, Estado gendarme; el Estado abstencionista

del laissez faire.

Ahora bien, el derrumbe teórico del “principio de equivalencia” o “principio de re-

ciprocidad” de las relaciones sociales básicas e intrínsecas de la sociedad civil de mer-

cado entre privados, fue iniciado y protagonizado por Marx. Si en la equivalencia uni-

versal se fundaba la autonomía de lo civil respecto de lo público, de la sociedad civil de

mercado respecto de su institucionalización jurídica estatal, Marx muestra, contraria-

mente, que la desigualdad en la relación social básica -la del intercambio desigual entre

capital y fuerza de trabajo- es el origen de la imposible autonomía y autorregulación de

lo social civil, en la medida en que de esta relación fundadora se deriva por mediaci o-

nes la crisis de acumulación de la sociedad y, a partir de ella (lógica y no cronológica-

mente), la crisis de la institucionalidad social y política. En este sentido, no sólo la so-

ciedad civil capitalista se muestra impotente en su capacidad de producir y realizar so-

ciedad, debido a su necesaria falla en la acumulación de la riqueza social disponible ya

que es el factor del aumento del conflicto social, sino que también necesita del Estado

como su aparato jurídico-coactivo de apoyo; necesita de su abstencionismo activo: de

su abstencionismo económico-social; pero de su activismo jurído-judicial y coactivo en

las relaciones sociales, sobre todo en la relación social básica entre capital y trabajo.

Marx deja asentado, pues, que no es el contrato igualitario de naturaleza humana el

factor originante de lo civil-político, sino el contrato desigual de la historia humana mo-

derna, de la producción capitalista.

Después del derrumbe teórico (la tesis marxista del “intercambio desigual entre

capital y fuerza de trabajo”) y del derrumbe práctico (las grandes crisis económicas y los

conflictos de clases), del supuesto de una sociedad civil dotada de la real capacidad de

autorregulación y autorrealización, el Estado ha pasado a ser la causa interna y funda-

mental de la realización de la sociedad como tal o en su conjunto, o se ha vuelto -si se

quiere- la condición intrínseca y estructural, sine qua non, de la acumulación y de la pa-

cificación de la realización de la sociedad: el Estado como sociedad civil ampliada a la

sociedad civil como Estado ampliado.

Este Estado Social de Derecho, comúnmente llamado “benefactor” o “asistencia”, ya no

es el mero ordenamiento jurídico-coactivo de la sociedad civil de mercado entre indivi-

duos formalmente libres e iguales; al contrario, en cuanto se ha vuelto la condición fun-

damental de realización de la sociedad, es, además, de ordenamiento jurídico-coactivo:

organización y administración de la sociedad. Si la sociedad civil ya no puede por sí

misma auto-organizarse y administrarse -es decir, integrarse, estabilizarse y autorregu-

larse sobre la sola base del trabajo social formalmente libre o de sus solas relaciones

de producción-, se hace necesario, entonces (en el caso de la imposibilidad política o la

indeseabilidad ideológica del cambio y transición hacia otra organización social: la so-

ciedad socialista), una organización, administración y regulación de la sociedad civil

productiva desde fuera de la misma sociedad civil, desde el Estado (régimen-gobierno).

Con base en este hecho, el Estado ya no es sólo la organización jurídico-coactiva de

las relaciones de producción o del trabajo social (ya no es sólo “superestructural”), do-

tadas en sí mismas de capacidad de ordenamiento social y de legitimación social

“preestatal” (debido al crecimiento de la productividad-riqueza y al principio de recipro-

cidad equivalente en el mercado de libres e iguales); más bien, el Estado es ya la mis-

ma organización y administración de las relaciones de producción o del trabajo social,

por lo cual estas relaciones de producción se institucionalizan y legitiman socialmente

sólo por la intervención del Estado. Esto significa que las relaciones de producción se

repolitizan. Y en este sentido, se dejan atrás la vieja sociedad civil y la política liberal,

caracterizadas por la despolitización de lo social, de las relaciones sociales entendidas

como relaciones de producción.

El Estado Social de Derecho, como organización y administración de la sociedad

civil, es el lugar donde acontece y se constituye la administración pública como tal (por

lo tanto, el objeto de estudio de la ciencia-disciplina de la administración pública), así

como el desplazamiento de la connotación de “lo público” a “lo social”, en oposición a la

connotación -propia del Estado Liberal de Derecho- de “lo social” como “lo privado”,

como relaciones libres e iguales entre privados. En efecto, no hay necesidad de admi-

nistración pública a la luz del supuesto teórico (y éxito práctico) de una autorrrealización

o autorregulación de la sociedad como asociación productiva de mercado entre priva-

dos. Con base en este supuesto, la administración sólo tendría su lugar dentro de la

organización-empresa privada, como históricamente sucedió y se desarrolló (nacimiento

y desarrollo de la administración y de las disciplinas administrativas dentro y en función

de las organizaciones capitalistas privadas). La prueba de ello es el tipo de funcionario

público que existió en el Estado Liberal, reducido sólo a personal jurídico (jueces y sus

empleados), a personal militar y policíaco, a personal hacendario-fiscal y de registro

civil.

Sólo la crisis del supuesto de la autorregulación de la sociedad civil de privados

replanteó históricamente la necesidad social de organización y administración de la so-

ciedad civil en clave no privada, sino pública; en clave no civil, sino estatal. Fracasada

la autorrealización de la sociedad civil desde el supuesto de la capacidad de autorregu-

lación del mercado entre privados, se tuvo y se tiene históricamente que afrontar la rea-

lización de la sociedad desde una perspectiva “post-privada”, a la luz de la prioridad y

de la primordialidad de la producción y la reproducción de la sociedad como tal o en su

conjunto (prioridad y primordialidad de objetivos y metas sociales); y, por esto mismo,

se la debe afrontar con protagonistas no representantes de intereses privados exclusi-

vos, sino de intereses públicos-sociales.

Este tipo de Estado organizador y administrador de la sociedad civil no es “post-

privado” en el sentido estricto de colectivo o socialista, entendido en su sentido noble o

en su sentido peyorativo, sino en el sentido de subsunción y funcionalización de la

perspectiva privada-civil dentro de la perspectiva pública-socioestatal: en el sentido de

Aufhebung hegeliana (negociación-conservación-superación). Su tendencia es tener

firme, y hasta potenciar en términos reales, sustanciales, no sólo formales, las liberta-

des políticas, así como las garantías individuales igualitarias, restringiendo o regulando

crecientemente las libertades económicas de corte y alcance privado, tanto exclusivo

como excluyente. Se conserva lo irrenunciable de la privacidad moderna, irreversible-

mente ligada al tema-valor occidental de la dignidad humana, y se niegan o remueven

las patologías sociales derivadas de ciertas y todavía frecuentes dimensiones de la ac-

ción y de la intencionalidad cerradamente privadas, buscando una síntesis superior de

organización y vida social; de la sociedad civil prepolítica a la sociedad política.

Si, desde el punto de vista del estado como ordenamiento jurídico universal, ha ido sur-

giendo y consolidándose una esfera cuya normatividad jurídica ha ido perdiendo y po-

niendo en crisis el carácter de derecho privado (sin que llegue aún a ser derecho públi-

co), precisamente el derecho social naciente (derechos del trabajo, salud, vivienda,

educación, etc.), desde el punto de vista del Estado como organización y administración

de la sociedad, ha ido surgiendo y se ha definitivamente consolidado todo un cuerpo -

cuantitativamente numeroso y cualitativamente complejo- de adminstradores o funcio-

narios públicos cuyas tareas son: planificación, control y equilibrio del ciclo económico;

tendencia a la indemnización o compensación de los grupos sociales económicamente

débiles y afectados por coyunturas económicas; garantía y expansión de los servicios

públicos y hasta de inducción de cambios sociales; etc.

II. LA CRISIS DEL ESTADO SOCIAL

Lo que a partir de los años setenta, pero sobre todo en la actualidad, está en po-

lémica es precisamente el “fracaso el Estado” (Staatsversagen), “la bancarrota de la

política” (political Bankruptucy). Y con base en estas metáforas, lo que se inscribe y se

apunta críticamente es la crisis del Welfare State, la crisis fiscal del Estado, del Estado

asistencial-benefactor, del Estado Keynesiano, del Estado planificador e interventor, del

Estado administración social, hasta los actuales temas de “crisis de gobernabilidad” o

de la “ingobernabilidad”, sin más: Lo Stato debole. En efecto, es ya una opinión general

que trasciende del círculo de los especialistas; y cada vez más, forma parte de la cultu-

ra política de clases medias y del proletariado organizado, el afirmar que -a diferencia

de las décadas pasadas- en los años setenta se vive una situación de crisis global difu-

sa, cuyos indicadores económicos más evidentes son los descensos del producto bruto

interno, los desequilibrios en las balanzas, los aumentos en la tasa de inflación y de-

socupación, etc., y cuyos indicadores sociopolíticos más claros son el renacimiento de

la conflictualidad social, así como -en conexión con ella- un aumento tanto de las reivin-

dicaciones como de las demandas de prestaciones y subsidios dirigidas al Estado. Este

poseía, otrora, alta capacidad asistencial y compensatoria contra los daños derivados

de los conflictos, y así rehacía la paz social. Lo que en el fondo se quiere decir es que

la relación entre Estado y economía ha entrado una vez más en crisis; que el interven-

cionismo y la planificación estatal, tan fecundos por medio siglo, ya no son capaces de

fundamentar el crecimiento y la pacificación social, ya no tienen la capacidad para la

racionalización de la sociedad, para producir sociedad.

Esta involución de la morfología y fisiología del Estado, en la cual están de

acuerdo tanto la derecha como la izquierda, los teóricos neoliberales como los marxis-

tas ortodoxos y los neomarxistas, es imputable, dicho con una formulación sistémica, a

un desequilibrio o desproporción entre las demandas y expectativas sociales, por un

lado, y los recursos y prestaciones estatales, por el otro, entre problemas sociales y so-

luciones gubernamentales; entre input y output; entre producción y gobierno; mercado y

política; democracia y burocracia.

Claus Offe, al resumir el diagnóstico que la literatura politológica hace acerca del

Estado contemporáneo, dice: “el diagnóstico constata el peligro inmediato de un crónico

y hasta agudo fracaso del Estado. Este fracaso resulta de dos componentes: la sobre-

carga (Uberlastung) de expectativas a las que el poder del Estado se encuentra ex-

puesto, al actuar bajo las actuales condiciones de competencia entre partidos, de plura-

lismo de las actuales condiciones de competencia entre partidos, de pluralismo de las

asociaciones o grupos de interés y de los medios de comunicación de masa relativa-

mente libres. El resultado es el hecho de una carga cada vez más creciente de expecta-

tivas, de obligaciones y de responsabilidades que el Estado no puede sino enfrentar y

que no puede evitar. Pero, ¿por qué no puede enfrentarlas?. El otro componente del

diagnóstico responde a esta pregunta: ¿los recursos de intervención y las capacidades

de gobierno del aparato estatal son en principio demasiado escasos para poder proce-

sar efectivamente la carga de esas expectativas y demandas?”(2). Este diagnóstico re-

cuerda muy de cerca “la crisis de legitimación” de Habermas: “Una crisis de legitimación

se produce apenas las pretensiones de resarcimiento conformes al sistema aumentan

más rápidamente que la masa de valores disponibles o cuando generan expectativas

imposibles de ser satisfechas con resarcimientos conformes al sistema”(3).

Por lo dicho, se descubre que lo discutible no es “el fracaso del mercado”; ni, por

ende, la necesidad de una expansión de la presencia del estado en el mercado, la ne-

cesidad de un New Deal. Lo actual es la discusión en torno a un “crónico y hasta agudo

fracaso del Estado”, resultante indeseable de la expansión de su presencia y de la ex-

tensión de sus funciones en la sociedad. Se discute en torno a las dificultades y límites

de gobierno social por parte del Estado; en torno al problema de la sobrecarga de de-

manda respecto a sus recursos y capacidades; en suma: acerca de la ingobernabilidad

o la debilidad en la que ha caído el Estado que hemos conocido en el presente siglo, y

por medio del cual el capital superó su crisis global y epocal: The Welfare State.

En torno a este problema de crisis de gobernabilidad hay dos grandes líneas de

respuesta o “teorías” (al minúsculo): “las que se presentan como estrategias de reduc-

ción de las demandas y, por ende, como reducción de la necesidad de gobierno, y las

que se presentan como estrategias de elevación de la capacidad de gobierno políti-

co”(4). Alrededor de la primera línea se agrupan las teorías neoliberales o neoconser-

vadores; alrededor de la segunda, las teorías que Donolo y Fichera, a su vez, se subdi-

viden en teorías de “variante racionalizadora” y “variante de izquierda”.

El primer campo teórico no se constituye como una crítica al capitalismo, sino

como crítica a la democracia y a la burocracia, a la politización de las demandas y a la

burocratización universal de la sociedad estatalizada. Democracia y burocracia son las

causas de la crisis y la debilidad estatal. La debilidad es imputable precisamente a la

estatalización de la sociedad o “socialización de la política”. La debilidad estatal es un

efecto del mismo Estado. Al haber asumido la producción y la administración de la so-

ciedad civil de mercado, el Estado se ha transformado en factótum, en Estado adminis-

trador, planificador, asistencial, subsidiario, compensador, prestador, etc. Esto lo ha lle-

vado a una sobrecarga excesiva de sus funciones y desempeños, tanto por la extensión

como por la complejidad del ámbito de sus competencias. Esta presencia estatal a lo

largo y ancho de la sociedad lleva consigo y constituye al Estado como el referente di-

recto e inmediato de la masa de las expectativas. Reivindicaciones y demandas socia-

les; lo cual, a su vez, significa y genera una corriente: “politización de la sociedad”. Este

crecimiento y hasta exceso de politización es, entonces, simultáneamente causa y efec-

to de la excesiva estatalización y burocratización de la sociedad.

Se genera un círculo vicioso de demanda-prestación-demanda, de politización-

estatalización-politización, de “politización de la sociedad” y de “socialización de la polí-

tica”. En efecto, las expectativas y demandas sociales dirigidas al Estado aumentan el

ámbito de sus funciones y el número de sus cuerpos presentes y activantes en la so-

ciedad civil; pero, a su vez esta omnímoda presencia y responsabilidad estatal dentro

de la sociedad estimula y genera la aparición de una masa en aumento de demandas

referidas directamente al Estado. El círculo vicioso y ampliado permanentemente en su

vicio es una sobrecarga de politización de la sociedad y una sobrecarga del gobierno

político. Este círculo vicioso ha sido vivido en los años cincuenta y sesenta. El resultado

ha sido una incapacidad generalizada de respuesta estatal, debido al agobio que pade-

ce a causa de la extensión y complejidad de sus tareas, por cuanto existe una parálisis

del Estado en su capacidad de prestaciones reguladoras, administrativas, asistenciales.

El pronóstico basado en este diagnóstico es alarmante: “crecientes expectativas, ele-

fantiasis del Estado, creciente ineficiencia, creciente escasez de recursos disponibles,

crisis fiscal, fracaso del Estado. Las terapias propuestas son también radicales: a) re-

torno al mercado y a sus reglas de oro, es decir, a un orden espontáneo; y/o b) reduc-

ción de las expectativas y de las demandas, así como de su politización; y/o c) reduc-

ción de las tareas asumidas por el Estado. De esta manera se tiende a remover el con-

junto de las precondiciones que determinan la necesidad del gobierno político y hasta la

misma necesidad de un gobierno político (5).

De esta perspectiva de diagnóstico y terapia no es el capital el imputado, y hay

un olvido de que fue la crisis económica e institucional del capital la que generó este

Estado benefactor “aprendiz de brujo”. El imputado es, en cambio, esa pareja de rela-

ción viciosa: politización y estatalización de la sociedad, democracia y burocracia. Ra-

zón por la cual debe volverse a recorrer el camino hecho desde los años treinta y definir

de nuevo el ámbito de la democracia y el ámbito de la burocracia. La actual debilidad

del Estado debe ser reconocida y debe ungir como punto de partida para un robusteci-

miento de la sociedad, para una ruptura de su desproporcional referencia y subordina-

ción a lo estatal. Este reajuste drástico de la relación entre economía y Estado, entre lo

civil y lo público, reubicará la función y redefinirá el ámbito de la democracia y de la ad-

ministración pública. En suma: hay que reiniciar una despolitización de la sociedad; o,

dicho positivamente, una reconquista de la sociedad civil de mercado, cuyas relaciones

de intercambio (no sólo coyuntural, sino estructuralmente) reaniman la productividad y

la acumulación, regeneran la cultura social sobre la pérdida del rendimiento y de la res-

ponsabilidad personal -la cultura de libertad y de empresa humana en sentido noble y,

de esta manera, establecen una plataforma de pacificación del conflicto. Tanto los des-

equilibrios como los conflictos del viejo liberalismo probablemente no se repetirán no

sólo por la alta productividad del trabajo, debido a la inserción generalizada de la cien-

cia y la tecnología en el proceso de trabajo, sino también por la presencia de las organi-

zaciones de interés de masa, más equivalente en sus relaciones tanto civiles como polí-

ticas. En este sentido se mueve el reciente libro de R. Dahrendorf La Libertad que cam-

bia (6).

A esta propuesta de retorno a un “orden espontáneo”, con capacidad para el cre-

cimiento, la autorregulación y pacificación social -orden previo al Estado social asisten-

cial- se contrapone la propuesta de progresar hacia un “orden regulado”, hacia una re-

afirmación y renovación de la capacidad de gobierno social por parte del Estado, ya que

la historia secular de la civilización capitalista ha demostrado ya la impotencia de una

racionalización y ordenamiento de la sociedad, de su acumulación y su pacificación.

Este grupo de teóricos y políticos no se dirigen, pues, a la reducción (casi imposible) de

las demandas sociales politizadas, ni tampoco a la restricción de la democracia o al re-

corte de la presencia social del Estado; se dirigen, en cambio, a apuntalar, innovar y

elevar la capacidad del gobierno político.

Donolo y Fichera hablan de dos variaciones sobre el mismo tema: la variación

racionalizadora y la variación de izquierda. En la vertiente de la racionalización se agru-

pan las teorías y las experimentaciones de la “planificación tecnocrática centralizada”, la

de la consolidación y racionalización del “poder del ejecutivo” y la del “neocorporativis-

mo” o “neocorporatismo”. Las dos primeras son demasiado conocidas; sin embargo, la

última subraya como condición del reforzamiento estatal el tema -problema de la inca-

pacidad por parte del sistema político-administrativo de integración y de formación del

consenso, de “formación de la voluntad política” (politische Willlensbildung). El problema

se identifica en el bajo nivel de compatibilidad, integración y agregación de las diversas

organizaciones de intereses (partidos, sindicatos, organismos empresariales, etc.), así

como el bajo nivel de su participación y corresponsabilidad a nivel estatal o de gobierno

político. Por consiguiente, hay que tratar de “transformar el tradicional pluralismo con-

trapuesto al Estado en un sistema de intercambios recíprocamente ventajosos entre los

diversos actores políticos, económicos, sociales e institucionales; hasta llegar a una

verdadera regulación formal mediante procedimientos. Este es el único camino para dar

de nuevo al sistema político-administrativo una real capacidad de prestaciones y de go-

bierno, de programación a la luz del interés general y en vista de la solución de los pro-

blemas" (7).

El neocorporativismo, en el sentido de entendimiento triangular o pacto social

entre sindicatos partidos, empresariado y Estado se lleva a cabo con la introducción de

la categoría political bargaining, cambio política, mercado político (Lindblom, Olson, Of-

fe, Pizzorno, Rusconi, etc.). Dentro de este mercado, los objetos de transacción son de

naturaleza diversa y compleja, pero siempre son una dimensión económico-política:

“pueden ser salarios, ocupación, inversiones, facilitaciones crediticias o fiscales, etc.;

pero también lealtad política, consenso democrático o simplemente suspensión de for-

mas de disentimiento activo o aplazamiento de sanciones. Por ejemplo, el sindicato

puede asegurar su moderación salarial y su restricción de huelgas no sólo a cambio de

salario, de normas favorables de trabajo o de derechos de participación en las utilida-

des, sino también a cambio de reformas sociales de alcance universal (reformas en la

salud, educación, etc.). Viceversa, el Estado puede aceptar demandas salariales a

cambio de lealtad constitucional, de colaboración activa contra los ultras o contra el te-

rrorismo, o a cambio de suspensión de acciones de huelga. El mecanismo del mercado

político funciona, pues, como canal de legitimación y, por ende, de integración social

respecto del sistema político en general, así como de cada uno de los gobiernos parti-

culares. En algunos casos puede hasta llegar a ser factor de decisión o co-decisión po-

lítica. En términos generales, sindicato, empresariado y Estado se declaran positiva-

mente interesados en intercambiarse favores y concesiones con miras a una gestión

casi-colegial del desarrollo, asignando al Estado el papel de garante de las reglas de

juego. Por medio de entendimientos mínimos, los tres actores admiten la necesidad de

no alterar los términos de su relación de fuerzas, debilitando excesivamente a una de

las contrapartes con el riesgo de poner en peligro la estructura del sistema (8). El inter-

cambio político, además, “no mira únicamente a los objetos de transacción, sino tam-

bién a las reglas de la transacción misma. Es un momento de la lucha por la autoridad

que gobierna las reglas de la transacción misma".

La variante de izquierda, de inspiración marxista y con base en la tradición del

movimiento obrero, ubica la ingobernabilidad del Estado no en él mismo, ni en su régi-

men-sistema político en sentido estricto, sino en la estructura capitalista de la produc-

ción social, de la que en los últimos años el Estado es su condición interna de acumula-

ción y crecimiento, y desde la cual éste realiza sus prestaciones compensatorias con

miras a la pacificación del conflicto social. Sin la presencia activa del Estado a nivel ré-

gimen (instituciones jurídicas del derecho social y legalización de medidas de interven-

ción de la administración pública en el ciclo económico) y a nivel sistema (neocorporati-

smo y mercado político), la sociedad civil de mercado mostraría su incapacidad de cre-

cimiento y su incapacidad de pacificación; dicho habermasianamente: su incapacidad

de “integración sistemática” (economía basada en el sistema de trabajo) y de “integra-

ción social” (institucionalización basada en el sistema de comunicación o interacción

simbólica).

Desde la perspectiva de la izquierda teórico-política, se tiene firme el “defecto de

construcción” estructural; y por ende, el “estado de crisis” inmanente de la sociedad ca-

pitalista, que se manifiesta como antagonismo sustancial entre capital y trabajo asala-

riado, pero que tiene su raíz en el intercambio desigual entre capital y fuerza-trabajo.

Esta tesis de la contradicción implica que el Estado liberal y el social-asistencial es en

su origen un producto necesario de tal contradicción-antagonismo que le precede, y es

en su función una actividad incapaz de resolver una contradicción que le precede y los

predetermina; más aún: de la cual hoy forman parte y hasta producen, al igual que

constituyen con sus decisiones administrativas: el Estado, hoy, no sólo como solucio-

nador de la cuestión social, sino como factor originante y constituyente de la cuestión

social.

Por esta razón, el pensamiento de izquierda formula tendencias de crisis irrever-

sibles: de la crisis económica a la crisis fiscal, a la crisis de racionalización y, por último,

a la crisis de legitimación. Esta tendencia se puede eliminar y transformar “sólo median-

te una politización y movilización de los intereses golpeados que transforman desde su

base política al sistema (que, según las diversas concepciones, va desde una revolu-

ción victoriosa a un bloque de poder alternativo, desde una elección victoriosa a una

hegemonía lograda, hasta un gobierno o hasta una coalición de gobierno alternativa al

de las clases dominantes) y, por ende, permita un gobierno político, así como una plani-

ficación orientada hacia la transformación y las reformas, inspirada en el interés general

y/o de clase". (Aquí son también muchas las variantes de izquierda: de una reactiva-

ción de las políticas keynesianas a las nacionalizaciones, de políticas de estado de bie-

nestar en todas sus modalidades a control de las inversiones y el crédito, a la progra-

mación del mercado, etc.) (10). A pesar de todas las variantes de izquierda en la teori-

zación y la solución práctica de esa cadena (contradicción de la producción capitalista-

crisis-politización-gobierno político de planificación en función de reformas al plural y de

la transformación global del sistema), existen dos elementos constantes: politización de

los problemas y planificación; dicho de otro modo: democracia y planificación, que se

presentan como la solución.

En ambas posiciones, la neoliberal y las prepolíticas de izquierda o no, el esquema de

comprensión, explicación y solución teórico-práctica de la crisis del Welfare State se

centra en la articulación mercado-democracia-burocracia o, dicho diversamente, en la

articulación mercado politización-estado, y el esquema tiene como supuesto la imposibi-

lidad real de su articulación. La asunción del mismo esquema de interpretación se

muestra porque ambas orientaciones “parten de la discrepancia entre los problemas

(demandas) imperativos, enfrentados por el sistema político-administrativo, por una par-

te, y las soluciones-respuesta que es capaz de producir, por otra. Dan al término crisis

un significado diagnosticador, en el sentido de que se comprueba esta discrepancia, de

por sí, entendida como crisis, y sobre todo un significado pronosticador, en cuanto esta

discrepancia induce procesos en cadena, círculos viciosos, nexos causales incontrola-

bles, los cuales, si son detenidos a tiempo, llevan a una ingobernabilidad cada vez más

aguda”(11).

La búsqueda de solución dentro del mismo esquema interpretativo y su corres-

pondiente supuesto lleva a que sean “especulativas las terapias propuestas”. Para la

derecha, la secuencia es menos politización, menos Estado, más mercado, es decir, un

retorno al mercado y a mecanismos sociales despolitizados. Para las concepciones ra-

cionalizadoras y de izquierda la secuencia es: más politización, más Estado, menos

mercado, es decir, desarrollar ulteriormente la pareja: política más Estado, democracia

más planificación”(12). De todos modos, de nuevo hoy un supuesto, posiblemente fe-

cundo, que consiste en pensar que la crisis es resoluble: crisis-solución.

III. ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA CRISIS-SOLUCION

A partir de la acumulación de las ciencias alemanas e italianas, se ha llegado a

una caracterización de la configuración de la sociedad contemporánea del capitalismo

maduro, conceptualizada como “complejidad”. Por complejidad se entiende la estructura

fuertemente diferenciada, altamente organizada y necesariamente interdependiente de

la sociedad actual. La estratificación propia de la sociedad capitalista estatalizada ha

dado origen a la formación de grupos globales (con intereses en los niveles económi-

cos, sociales y políticos) o “subsistemas de acción”, muy diferenciados en su operación

e institucionalización, con una organización compacta y amplia; sin embargo, recípro-

camente necesitados e interdependientes, así como dotados de un cruzamiento y al-

cance vertical y horizontal a lo largo y ancho de la sociedad. Baste pensar, para esto,

en los sindicatos y sus federaciones, las organizaciones empresariales, el cuerpo de la

administración pública y sus correspondientes partidos políticos. Este pluralismo de in-

tereses y de organizaciones de intereses que actúan pluridimensionalmente (a diversos

niveles y diversos plazos), generan y plantean, en su acción, problemas cuya solución

es también compleja. A este hecho hay que añadir todavía la dimensión internacional

directa o indirecta de esos grupos y sus acciones, así como la dimensión militar-bélica

de la política de bloques.

Ante este hecho de la complejidad estructural y operativa de la sociedad indus-

trial, complejidad que domina todo el proceso de la producción-acumulación social y

todo el proceso de la integración-institucionalización social, las proposiciones de un re-

torno al orden del mercado, de un avance más acelerado hacia un orden estatal-político

eficiente y eficaz necesitan, cuanto menos, un reajuste histórico de las mismas. No se

ve como pueda constituirse en solución la espontaneidad-legalidad intrínseca del mer-

cado.

Los problemas que hoy socialmente se plantean son pluridimensionales y com-

plejos (por ejemplo, una reivindicación sindical ya no se concentra sólo en el precio de

la fuerza de trabajo, en pura reivindicación salarial, sino que cubre todo un conjunto de

demandas que rebasan el mero mercado del trabajo-mercancía). La pluridimensionali-

dad de sus aspectos e implicaciones no sólo exceden al ámbito del puro mercado, sino

que una solución meramente económica agravaría el problema; lo cual llevaría consigo

precisamente la intervención estatal que por principio se quiere excluir.

Estos problemas, además, ya no son planteados por grupos informales y con

capacidad de influencia o depresión sólo en ámbitos en acción limitados, sino por orga-

nizaciones institucionales, y con influencia en toda la extensión social. Estas organiza-

ciones, además, son claves en el proceso de producción de la riqueza social disponible

y en la integración institucional de la sociedad. Tales problemas son, entonces, expre-

sión de las correlaciones de poder centrales de una sociedad, o bien son instancias pa-

ra una recomposición o cambio de las mismas. Precisamente por esto son irresolubles

sin la intervención estatal o gubernamental, es decir, sin una solución satisfactoria en

principio para todos los portadores fundamentales del poder social, por ende, crisis de

conflicto social frontal. Un retorno al mercado no sólo desconoce la sustancia compleja

del problema y la estructura corporativa del poder social, sino significaría, sobre todo,

poder prescindir o romper con esa estructura de poder, entonces, significaría funda-

mentalmente un problema político de innovación de la sociedad, imposible de lograrse

sin referencia y sin conflicto con el Estado. Las teorías neoliberales parecen suponer la

posibilidad de un cambio social de corte decisionista, voluntarista, subjetivo. (Realmen-

te, no sólo en el ala neoliberal y de izquierda europea se ha asistido en los últimos años

a un renacimiento de la politología de Weber, y en este año, de Carl Schmitt. El renaci-

miento del decisionismo en política). El retorno al mercado, si es pensado detallada-

mente, conduce más bien a un retorno al Estado, a una necesidad estructural de go-

bierno político.

Lo mismo se puede decir de los puntos de vista pro estatales o pro políticos con

sus dos variantes: la racionalización y la de izquierda. Respecto a la primera, que sigue

el camino del reforzamiento del ejecutivo y de su administración mediante la planifica-

ción técnica de la vida social global, debe decirse que los límites estructurales de una

administración gubernamental de la sociedad se encuentran dados en esa estructura

social compleja, diferenciada, organizada e interdependiente, y, por ende, en la pluridi-

mensionalidad y complejidad de los problemas sociales. Una planificación tendiente a

reformas profundas y hasta transformaciones sustanciales topa con esta estructura que

la engulle y la obliga en un momento del mercado político típico del neocorporativismo

hecho que condiciona y sesga toda planificación racional con arreglo a reformas y

transformaciones. Igualmente, la solución de problemas complejos exigiría, por parte de

la administración gubernamental, ámbitos y plazos de todo problema social complejo.

Esta posibilidad, aunque existe en el papel, en los modelos estadísticos-probabilistas

globales de contenido plurivariables y factorial, no existe en los hechos. Su existencia

en la realidad depende, en cambio, de la real capacidad del poder estatal en esos nive-

les y ámbitos ocupados por las corporaciones. Esta capacidad en principio le está ne-

gada, por no ser el Estado sino un momento integrado con suerte de éxito variable den-

tro del mercado político. Los puntos de vista de la racionalización manifiestan en su po-

sición la paradoja de un desnivel estructural entre necesidad de gobierno y capacidad

efectiva de gobierno.

Por lo que respecta a la teorizaciones de la izquierda, ligadas fundamentalmente

a su esquema lineal y de contradicción-crisis-politización-transformación (de democra-

cia más planificación), la misma historia del conflicto social ha mostrado en las socieda-

des avanzadas, la multitud de factores que intervienen y de contingencias que ocurren

dentro de la línea y que son difíciles de pronosticar, así como de controlar teóricamente.

Más aún: la complejidad de una sociedad muy diferenciada, institucionalmente organi-

zada e interdependiente, vuelve a su vez complejo el comportamiento causal-

secuencial del esquema lineal-progresivo. Poner de relieve esta complejidad del siglo

XX capitalista ha sido la ocupación de las mejores inteligencias marxistas desde los

años veinte, aunque algunos persistan en seguir haciendo hincapié en la crisis concep-

tualizada en términos económicos determinantes que arrastran a todo el sistema. La vía

armada o la hegemónica vanguardista o movimiento de masas, partido o frente, clase

proletaria o alianza interclasista, descenso tendencial de la tasa de ganancia o ascenso

de hegemonía cultural socialista, etc., son testigos elocuentes de esta complejidad.

En conclusión: la posibilidad de elevar la capacidad de gobierno político está su-

jeto a, por lo menos, dos límites hasta ahora no superados:

1.- Un déficit de racionalidad y de orientación a largo plazo. Todo intento de elabo-

ración simultánea de constelaciones de problemas amplios e interdependientes fracasa,

debido a que implica exigencias de difícil satisfacción respecto de: a) información, b)

consenso, c) decisión racional, d) implementación congruente, y esto también como

consecuencia del sistema político-administrativo (creado para darles solución) que en-

frenta los problemas.

2.- Un déficit de consenso y de integración. En razón de la elevada diferenciación,

organización e interdependencia del sistema de los intereses organizados y politizados,

dotados de peso político autónomo y profundamente entrelazados y en interacción con

el sistema político-administrativo, creado para la satisfacción de esos intereses (13).

Lo que se quiere decir con esto es, hoy por hoy, toda posición pro estatal, de

acuerdo con las variantes de racionalización, debe tomar conciencia bajo pena de inge-

nuidad, de que se tratará siempre de una “racionalidad imitada”. Y esto vale también

para las posiciones de izquierda que apunta a una politización o movilización política

aguda, cuyo resultado sería un gobierno comprometido con (y operativo en) la realiza-

ción de reformas y transformaciones del sistema social. Esta expectativa causal y frus-

trada si la planificación aún liberada de las restricciones pesadas del capitalismo y aún

bajo el supuesto de planificación democrática, queda en sus capacidades de informa-

ción, consenso, decisión y aplicación por debajo, muy por debajo, de la masa de exi-

gencias y expectativas sociales.

A manera de comentario a lo apenas dicho acerca de los límites de la racionali-

dad político-administrativa, baste recordar algunas condiciones indispensables para to-

da la planificación racional (más eficiente y eficaz respecto a sus objetivos y metas),

sobre todo si se trata de una planificación global. En primer lugar, la condición de infor-

mación: en las sociedades modernas de masas, diferenciadas (especializadas) e inter-

dependientes, se afrontarán siempre problemas de información confiable no sólo res-

pecto de los datos, sino de las relaciones funcionales entre los datos, a no ser que se

logre una homogeneización de toda la conducta social a todos los niveles; es decir, a

no ser que se llegue a la implementación de un autoritarismo-servidumbre sin fisuras, a

un totalitarismo en el que, por la expectativa de sanciones, se sabe de antemano el

comportamiento de los actores y las instituciones sociales. En segundo lugar la condi-

ción de decisión racional o de decisión óptima de acuerdo con fines-objetivos: cada vez

aparece más claro, para las mentes laicas no fideistas que no es resoluble, lógicamen-

te, o al menos prácticamente, el problema que toda decisión racional comporta: el pro-

blema de comprender aún simultáneamente las consecuencias y las cadenas que tanto

en los diversos ámbitos sociales como en diversos plazos se derivan de las diversas

alternativas de decisión en favor o en contra de ciertos medios y de ciertas acciones;

así como el problema no sólo de calificarlas, sino de cuantificarlas, de compararlas ob-

jetivamente tanto en sus costos como en sus beneficios, y de llegar a la elección ópti-

mas entre diversas alternativas de decisión.

Todas las teorías y tecnologías acerca de la optimización decisional-juegos, ca-

tástrofes, escenarios, simulaciones, proyecciones y retrospecciones -tienen siempre un

déficit, no sólo debido a problemas de información y elaboración de información, sino

sobre todo -a no ser que de nuevo se extinga totalitariamente toda vida democrática- a

la carencia de constantes y de control de las magnitudes; es decir, al continuo cambio

tecnológico, económico, ideológico-político (intereses expectativas, preferencias) de

actores e instituciones sociales, que hacen saltar los supuestos y las constantes del

caeteris paribus, en suma: el cuadro de las condiciones, los medios y las consecuencias

que implica la toma de decisión y la decisión racional. Recordar aquí a Weber no es

ocioso, justamente porque consideraba típico-idealmente que la racionalidad lleva im-

plícita la calculabilidad y previsión, y ésta tendería a la homogeneización y control;

opuesto al decisionismo político referido a valores: la vida, a la racionalidad legal-

burocrática, “la máquina muerta” o el “espíritu coagulado”; opuso a la democracia de

masas (cuestión de liderazgo) a la administración de masas.

En resumen: habrá siempre un “déficit político-estructural prácticamente insupe-

rable: no se puede representar en un modelo de optimización decisional la estructura

política de las democracias pluralistas que, en lugar de un decisor único y soberano,

implican una pluralidad de participantes con diferentes potenciales de poder, con sus

propios intereses y sus sistemas de fines; razón por la cual la decisión aparece más

como un resultado derivado de la interacción de una multiplicidad de actores que como

una decisión racional”(14).

Se podrían añadir otras observaciones respecto de la tercera condición de toda

planificación, la aplicación congruente de la decisión, en la que se podría destacar la

manera en que la administración pública elabora, segmentada y puntualmente, proble-

mas sociales de carácter global, complejo y continuo. Prefiero, en cambio, hacer una

observación adicional al “déficit de consenso e integración social” que se deriva de la

diferenciación, organización e interdependencia de las grandes asociaciones de interés

de masa que hoy constituyen nuestras sociedades. En efecto, en las sociedades de

democracias desarrolladas, el problema central de gobierno parece ser una “elevada

diferenciación estructural junto con una carente integración”: el problema de cómo lo-

grar orientaciones o intereses generales capaces de consenso global, a partir de intere-

ses particulares de grupos o de asociaciones dotadas de fuerza y ámbito colectivo. Di-

suelta la ilusión ético-política de la “voluntad general” o del “bien común” con sus co-

rrespondientes constituciones jurídicas, se asiste al problema de la formación del con-

senso; de la voluntad política, del proyecto. Este problema de la “agregación de intere-

ses” ante una sociedad cada vez más diferenciada, organizada y politizada, dificulta

crecientemente la creación de una plataforma de consenso-legitimación, necesaria para

poder apuntalar o incrementar la capacidad del gobierno político al igual que para pro-

ducir un gobierno tanto coherente como planificador del intercambio económico y sim-

bólico de una sociedad. Los consensos, resultantes del mercado político, no son en

realidad consensos en sentido estricto, noble y positivo; se trata, más bien, de coexis-

tencia de intereses satisfechos relativa y coyunturalmente a corto plazo. Típico es el

caso italiano de la non sfiducia (no desconfianza). Este consenso negativo, condiciona-

do táctico y de breve duración no se ve como pueda generar la plataforma de una cons-

telación social con fines y valores estables, compartida motivacionalmente, sin la cual

cualquier planificación es titubeante e ineficaz. Por lo tanto, no se advierte el sentido

que pueda tener una politización masiva tendiente a un reforzamiento del Estado y sus

atribuciones reguladoras. Paradójicamente, se puede añadir que son superiores los

costos del consenso, los costos de la obtención del consenso a los beneficios que re-

porta la administración estatal, la cual, prendido con alfileres no opera. Aquí, de nuevo,

se podría pensar legendaria y religiosamente en la posibilidad del gran proyecto nacio-

nal-social, pero devorando autoritariamente la diferenciación, destruyendo la compleji-

dad. Sin embargo, esta salida es decisionista, voluntarista, sin homogeneidad con las

situaciones reales de la modernidad social. La complejidad actual hace que “los tres

grandes subsistemas (economía, democracia, Estado), que se han afirmado en el curso

de la evolución histórica y que en ciertas fases históricas ha prevalecido el uno sobre el

otro, coexistan en una mezcla precaria y relativamente reversible” (15).

En el fondo, hay que aprender a entender su compatibilidad, sin hacer referencia

privilegiada a uno de esos subsistemas y a su lógica de desarrollo, con exclusión de los

otros; por ejemplo, a la decisión política, a los intereses de clase, a la lógica de la acu-

mulación. La historia ha enseñado que sus diversas articulaciones no son a manera de

cascada, lineales, deterministas.

Notas de pie de página 1.-Gian E. Rusconi “Scambio Político” en Laboratorio Político Nº 2, Torino, Ed. Einaudi, 1981, pág. 71. 2.-Claus Offe “Unregiebarkeit” en Stichworte zur Geistigen Situatios der Zeit e. J. Ha- bermas Franfurt Ed. Suhrkamp, 1979, pág. 296. 3.-Jurgen Habermas, Problemas de legitimación del capitalismo tardío Bs As. Amorror- tu, 1975, pág. 95. 4.-C. Donolo, F. Cichera, Lo stato deble, Bari, Ed. De Donato, 1981, pág. 10. 5.-Ibid. p. 11. 6.-R. Dahrendhorf, La libertad que cambia, Bari, Ed. Laterza, 1981 (trad). 7.-C. Donolo, op. cit. pág. 14. 8.-G. Rusconi. op. cit. pág. 65 y ss. 9.-Ibid. pág. 70. 10.-D. Donolo, op. cit. pág. 15. 11.-Ibid. pág. 18. 12.-Ibid. pág. 18. 13.-Ibid. pág. 23. 14.-Ibid. pág. 27.

15.- Ibid. pág. 31.