Historias Que La Memoria

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Gustavo Vega Morn

La Memoria.......................................................................................................................... 3 Las Historias.................................................................................................................... 3 Las Leyendas....................................................................................................................4 LA CASA DE LA MUJER DE BLANCO.......................................................................... 5 EL SARAMPIN Y LA VIRUELA................................................................................... 7 LA POZA DE BULUL..................................................................................................... 9 LAS CADENAS DE LA CONCHA DE REGALADO.................................................... 12 LA MUJER DE LA NOCHE............................................................................................. 14 EL PADRE SIN CABEZA................................................................................................ 16 EL OTRO CIPITO............................................................................................................ 18 LOS SECUESTRADORES DE LOS RIOS...................................................................... 20

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La Memoria

Tengo una madre a quien amo, Tuy la llamamos cariosamente, de quien creo haber heredado la fantasa y los entreveros de mis emociones; tuve tengo un padre amante ciego de la vida a quien la muerte le importaba un pito y con quien quisiera volver a recorrer las calles polvorosas y sedientas de los pueblos aledaos a la ciudad de Sonsonate, Dago es de quien hered la imaginacin y si acaso la tengo la razn. De ambos hered unos o/os pequeos y tristes, tom el silencio de ambos y la costumbre de nadar en mis aguas interiores. De all que de pronto, inconsciente y obcecado, me encuentro escarbando en la memoria, intentando rescatar del olvido mi pasado, mi historia personal. La memoria es traidora, lo s, pero la ma es adems artera y fugaz, la busco y no la encuentro. Pero algunas veces doy en el clavo, o es quiz la memoria quien acierta conmigo y me trae trozos de paisajes, fragmentos de conversaciones, briznas de recuerdos, tan ligeros que a punto de comprenderlos desaparecen de nuevo, agazapados y burlones. La memoria. Buuel saba de sta, es como un continuo de suspiros: no siempre nos da lo que buscamos, casi nunca, pero en ocasiones nos da sin buscar.

Las Historias

Surgen entonces las historias. Las escenas y los actos de la vida. Las pequeas historias compartidas por los contemporneos las cotidianas. Personas y situaciones; luces y sombras de la historia personal y, a la vez, de la historia colectiva. SOM BRAS: Memn, Manuel Rivera desaparecido con Lil Milagros en 1976, que fuera destripado como un pajarito y hundido para siempre en la oscuridad hmeda y pestfera de un cuartel. LUCES: Los dos Julios, los ms grandes futbolistas del barrio El Pilar, tal como lo pueden testimoniar los sonsonatecos que han escuchado sus conversaciones, all en la esquina del Ave Mara o a la salida para Nahuizalco, en tardes de domingos provincianos. Se jactan, Achan y Mistral, de los goles convertidos por sus izquierdas sabias, de los

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milimtricos pases de gol y de sus fintas incontenibles en un partido que perdieron siete a cero. SOMBRAS: Jorge Marchanta, Cuper para sus condiscpulos universitarios, en tardes soporferas invitando a sorbete a los jvenes, casi nios, que intentbamos organizar los sueos. Su muerte y su recuerdo. Su muerte compartida por otros que decidieron correr al encuentro de un destino luminoso, pero compartida sobre todo por su compaera Carmen. Son los trozos de historia que la memoria rescata del olvido. El parque central con su kiosco antiguo no el de hoy, sino aquel con sus pilares de rbol simulado en donde a la noche acudan los amantes de la msica clsica, seores inmersos en s mismos, mi pudre entre ellos con un gesto lejano e imborrable, y tambin jvenes y nios que por imitacin o diversin, sin saberlo sorbamos notas premonitorias de un encuentro futuro con el arte. El campo Cantarrana y sus mascones de ftbol entre inmensos breales, donde ahora se encuentra la colonia Atonal. Un par de profesores y profesoras que permanecen despus de todo, un seor muy viejito, carpintero de la escuela Rafael Campo, tena en su casa la coleccin completa de suplementos a colores de los peridicos publicados durante todos los domingos de su vida. Son las pequeas historias, historias compartidas cuyo recuerdo quiz se pierda para siempre en la memoria personal.

Las Leyendas

Hay otras historias que la memoria rescata del olvido. Historias que se trocan en leyendas. Historias que son recuerdos de recuerdos y que, por magia de la palabra oral, supimos cada quien a su manera. Hay unas en las que se funden verdad y fantasa, realidad y supersticin no son leyendas an pero podrn llegar a serlo algn da...

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LA CASA DE LA MUJER DE BLANCO

A mediados de la dcada de los setenta, mi familia habitaba una casa, de la cual no dar la direccin por razones comprensibles, que tena fama de estar embrujada, slo dir que tal casa an est en pie y habitada. En aquella casa haba funcionado un prostbulo durante muchos aos; un da de esto tengo memoria una de las muchachas se lanz a las aguas del ro Sensunapn, el rin que corta en dos la ciudad de Sonsonate, se lanz del puente de hierro (el mismo que aparece en la vieta del aguardiente Tres puentes) a una altura aproximada de treinta metros. La joven muri, por el abandono de un amor furtivo fue el dictamen popular. Si fue por eso, nunca se supo a cabalidad. El caso es que a raz de aquel acontecimiento fue clausurado el lupanar y la casa puesta a disposicin de los arrendadores interesados. Fue alquilada por una familia integrada por el padre, la madre y una nia de cinco aos; familia sana y normal valga decir! o, que vivi en aquel lugar durante poco ms de un ao, despus del cual se mudaron con rumbo des conocido, llevando sus pertenencias menguadas debido los gastos en que incurrieron por el tratamiento mdico de la nia, que durante la permanencia en la casa aquella, sufri ataques de alucinacin y termin presentando un cuadro clnico de locura precoz. La familia se fue con el secreto de su drama. Mas la gente saba lo ocurrido: A pocas semanas de habitar la casa, la familia empez a ser testigo de sucesos inexplicables e inauditos producidos por fuerzas demonacas de las que es mejor no hablar: trastos dejados por la noche en el lavadero del patio amanecan lavados, los muebles cambiaban de posicin sin que nadie fuera capaz de advertir en qu momento suceda, rumor de canciones viejas, ecos de besos y gemidos, tintinear de vasos. Nada, en verdad, que pudiera trascender a los terrenos del terror.

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Sin embargo, una madrugada plateada an por la luna, una mujer joven y bonita, con un largo vestido blanco cuya cola despertaba en los ladrillos un pequeo ge mido, atraves el patio; como surgida del muro alzado al fondo del terreno de la casa, se encamin sin prisa, apenas besando el suelo con sus pies desnudos, hacia el cuarto de la nia. Entr en l, se acerc a la cama y se sent en la orilla contemplando el rostro de la pequea que dorma ajena al misterio; poco antes del amanecer completo, la mujer desanduvo el camino. Desde entonces visit todos los das a la nia y no bastndole con ello, la arrullaba con un canto profundamente melanclico y sin palabras, un canto como un gemido materno de madre sin hijos, un canto sin sonidos que llegaba a los odos de la nia dormida, arrullndola y metindole en el alma la paz de aquel arrullo. La nia empez a ver a la mujer cuando ya su memoria se extraviaba entre el cario de la realidad y el del espanto, entre el amor de la madre y el amor de aquella otra madre que la abrigaba enternecida en las madrugadas puras. Se volvi feroz, sobre todo contra su madre volc violencia y veneno sin misericordia. Por la casa empezaron a resonar insultos brutales y prostibularios, gritos que se volvieron tan violentos que se escuchaban por todos los rumbos de la colonia San Antonio. Eran los insultos que la mujer de blanco susurraba al odo de la nia, extraviada para siempre en el mundo de sus alucinaciones, jugada por el espanto y la meloda silenciosa de la joven muerta aos hay cuyo cuerpo fuera rescatado de las aguas del Sensunapn. * ** A la familia de la historia no le qued otro recurso que marcharse. Pocos meses despus, mi familia habit la Casa y dio inicio a otra serie de apariciones y espantos que por ratos la memoria rescata del olvido. En aquella Casa, tambin, mi abuela Elvira, cuando el corazn no le haba afectado la memoria, me relat otras verdades, recuerdos de recuerdos que hoy intento narrar a mi modo...

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EL SARAMPIN Y LA VIRUELA

Ese da llegu a casa ms rendida que nunca, el trajn de la costura y el andar todo el da de aqu para all a fin de ganar la comida, haba sido bien duro. As que llegu a casa, pues, prepar la cena y les di de comer a los cipotes. En ese tiempo las ms pequeas eran la Crucita y la Julia. El asunto es que las dorm temprano para que darme arreglando unas cosas; ech agua a los leos que an estaban encendidos en el poyetn y lav un poco de ropa. A eso de las once de la noche me acost; en el cuarto dorman conmigo la Cruz y la Julita. Cuando empezaba a dormirme, unas risas me despertaron. Encend la luz y vi en el piso a dos nios jugando, eran dos cipotes que nunca haba visto; uno de ellos como de dos aos y el otro de meses, apenas gateaba. Los dos jugaban chibolas y se rean entre ellos. Cuando me les qued viendo, medio tembeleca, ellos dejaron de jugar y se pusieron a rer conmigo. Pchica!, los pelos se me pusieron tiesos y me dio un gran escalofro porque la risa de aquellos cipotes era bien fea, con los dientes todos pelados pareca que me estaban chungueando. Yo slo atin a persignarme y como pude apagu la luz y cerr los ojos. Estuve as un buen tiempo, hasta que ya no escuch nada. Al rato, siempre con miedo, encend de nuevo la luz, y cuando vi slo quedaba uno de los cipotes, el mas chiquito, que se ri de nuevo como que era el diablo; entonces, ya no tuve valor de apagar la luz; slo me cubr con la sbana y me estuve as, toda entelerida de miedo, hasta que agarr valor otra vez y vi, con cuidadito, por un hoyito de la sbana. El cipote ya no estaba. Todo estaba silencio, silencio. Mis nias dorman bien tranquilas. Yo me fui cal mando poco a poco hasta que me qued dormida. Al da siguiente, bien de madrugada, me fui al mercado a comprar lo del da. Cuando llegu las vendedoras empezaban a abrir sus puestos. Como yo soy bien conocida, casi todas ellas me saludaron. Me fui donde la Juana a comprarle unas verduras. La Juana, como era bien amable conmigo, la pobrecita, me regal unos pipianes bien tiernitos y no pusimos a platicar. Entonces le cont lo que me haba pasado.

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Elvira me dijo. Esos cipotes son el sarampin y la viruela. Cuando se aparecen es porque alguien se va a enfermar. Fijate, ayer tambin los vio la Carmen, en la noche cuando iba pasando por el parque, y los vio tambin la Rosa, dice que cuando entr al mesn estaban jugando detrs del zagun. Y as era. Ms tarde, cuando el mercado se empez a llenar, andaban un montn de mujeres diciendo que haban visto a los dos cipotes. Aqu y all haba grupos que hablaban de haberlos visto en diferentes barrios, subiendo la cuesta de San Antonio, por la salida a Nahuizalco, por la Cueva del Zope, por la Iglesia del Pilar, por todos lados. Pues a mi me volvi a entrar miedo; era media maana y me fui para la casa. Cuando llegu, encontr a la Crucita y a la Julia enfermas, con un gran calenturn, chapudas chapudas y hasta delirando. Por la tarde, les haba empezado a brotar el sarampin. Y, fijate como son las cosas, hubo brote de sarampin en toda la ciudad. No me acuerdo bien qu ao fue, pero de eso hace ya ms de cuarenta aos.

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LA POZA DE BULUL

Despus que la Julia, a regaadientes, liber a su penltimo esclavo, el Mueco, este, Cara de Pito y yo, acostumbramos ir de tarde en tarde a diferentes balnearios, ros y en los ros pozas, anchas y frescas a cuyas aguas llegbamos al cabo de caminatas festivas, duran te las cuales el tiempo invertido se perda en los disparatados caminos de la conversacin y los juegos. Nahuilingo era uno de aquellos lugares visitados, al abrigo de los aejos rboles que cuelgan y entrelazan sus ramas sobre la piscina construida en el cauce natural del ro, bebimos primerizos tragos, y en su chorrern, tan grande en mi memoria que no cabe en la realidad, refrescamos nuestros cuerpos y, alguna vez, cubiertos por la cortina de agua besamos una muchacha, novia casual que nunca ms habamos de encontrar. Otras tardes, caminando por la va del tren, apedreando los mangos del camino y detenindonos en algn riachuelo de aguas mansas y suspirantes, caminbamos rumbo a la Pescadita de Oro aquel ojo de agua limpio, casi ednico, era abrigo y reposo, meditacin y pltica de tres jovenzuelos que sin bridas oteaban los vientos de la libertad, los aullidos de la loba, los encantos del divino tesoro. bamos al Sensunapn, el ro grande en cuyas cuevas ribereas los lagartos, y ciertos animales vistos nicamente por quienes fueron devorados, an no haban huido espantados por la contaminacin y la tala. Sobre todo, bamos a la poza de Bulul, en las afueras de la ciudad de entonces. En aquella poza un espanto enred las canillas de la Chica Chaparro, tirndola de espaldas entre las piedras y provocando la fractura del brazo de mi hermano Cherna, mi hermano que se me muriera ocho aos antes de su muerte y que est tan vivo que an converso con l de las cosas que nunca platicamos. Y es que, la poza de Bulul es en verdad tan misteriosa como su belleza minscula y primitiva, A la entrada de la ciudad de Sonsonate, en unas alturas pedregosas y lisas por el musgo y la lama, se concentra el ro Sensunapn y se deja caer poderoso convertido en un chorro de agua que quiebra el aire en millones de lquidas aristas multicolores. Alrededor de la

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poza que as se forma, y a la fuerza del mismo empuje, la arena se extiende en playas negras, no muy limpias quiz, pero llenas de sombras frescas, de trinos, de caer de hojas secas, de rumor entre chiribiscales y de gritos y risas lejanos acompaados por el batn batn de la ropa golpeada en las piedras para separarle el sudor y la mugre. Pero el sonido que reina aquel paraje es el de la lejana y el silencio. Est Bulul en una fosa; rodeada de peascales, el aislamiento es casi absoluto y el misterio. Bulul es una poza sin fondo; en el sitio exacto donde el salto de agua cae, lo lquido es interminable, todo es profundidad, descenso, aguas sin lmites y en lo profundo, si es posible llamar profundidad a lo interminable, en aquella inmensidad hay un reino. Un reino que duplica al nuestro, sin sus males. En aquel reino estamos todos el Mueco, Cara de Pito, yo, todos los rostros, todos los hombres y todos los nios, todos los ancianos y todas las mujeres, todos los hogares y todas las plantas, aquel es un reino que habitan los mismos que habitamos este otro, slo que en aquel, el oro es prenda cotidiana y comunal y el odio, un equvoco, una mala pronunciacin. Cmo se sabe de la existencia de aquel reino. Frecuentemente, en especial al empezar la tarde su rito de ninfa para trocarse en mariposa de sombras y el silencio calla hasta a los grillos, no es raro que algo, una ramita, un helecho o un chimbolito de extraos destellos, surja del centro de la poza para de inmediato volver a hundirse en ella de retomo a su propio espacio, al otro lado del espejo que es nuestro mundo. Slo se muestran y se van, no dejan rastros ni se llevan nada. Empero, hay ocasiones en las que el misterio linda con el horror. Despacio, muy despacito, del centro de la poza de Bulul emerge un huacalito de oro en cuyo interior relumbran un jabn y un pashte, ambos tambin de oro. Al comps de los crculos silenciosos de la noche que cae, el huacal danza, lento, trazando crculos concntricos alrededor del chorrern cuya fuerza lo ha desprendido de su reino. Quien los mira, no puede apartar su vista de aquella visin; nunca ms podr descansar en paz, sus sueos estarn anegados de oro y agua y, cuando muera, sus poros exhumarn un cliz espeso de metal lquido y de aromas amarillos. Es el precio a pagar por asomarse a la realidad de un mundo ajeno.

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Los otros, que los hay, audaces o imprudentes, a quienes no les basta una mirada, esos se exponen a desaparecer. Porque si ante la visin dorada que sonre en las aguas de Bulul, un joven, un nio, una mujer, un anciano, se lanza a la poza, es irremediablemente atrado por los objetos preciosos. Son estos quienes buscan la mano del baista encantado y al encontrarla, sin que medie la voluntad del nadador, hace que sus dedos se crispen sobre el guacal y, as, firmemente asidos a l, lo arrastra sin retomo, completo y vivo, a las playas ignotas de otros ros y al abrigo de un cielo con las mismas nubes del cielo que nos cubre, donde queda extraviado, perdido inexorablemente para su familia y para todo lo que en este mundo deja.

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LAS CADENAS DE LA CONCHA DE REGALADO

Segn cuentan, a principios de siglo una encopetada dama mand a construir unos calabozos de altos y gruesos muros por donde la luz no encontraba un resquicio y, sobretodo, con un piso de sal apisonada fuertemente y apenas cubierto por una delgada capa de tierra. Las virtudes de una crcel as construida, necesariamente haba de ser un ejemplar castigo para quienes, delincuentes comunes o reos polticos, tenan la d gracia de ser lanzados a ella. Durante el da, la humedad salina converta el calabozo en un pantano inmisericorde, mientras que por las noches, a pesar del calor natural de la ciudad, por la misma humedad quedaba convertido en un frigorfico cruel. Las paredes de tal calabozo estaban cubiertos de una gruesa capa de musgo de la cual chorreaban continuamente hilillos salobres que al caer en las heridas de los presos producen un dolor infinito. Fueron muchos los que dejaron su hlito en aquellas ergstulas; hombres humildes que no tuvieron para pagar un abogado, polticos que no cedieron a las amenazas o las recompensas, enemigos personales de la seora del seor presidente (que esta era la gracia de aquella dama), pobres ladrones de gallinas o invasores terrenos prohibidos para cortar un mango, fueron vctimas de aquellas agujas de hielo. Si lo anterior fuera poco, Concha de Regalado mand a construir tambin, unas inmensas cadenas, gruesas como para atar elefantes, con el fin de que los prisioneros no tuvieran ni siquiera el consuelo de la levedad en aquellas marismas. Cadenas y sal, fueron el smbolo de la dama. Odio y ms odio. Pero la maldad tiene su compensacin, aseguran los viejos y quiz es cierto... A la muerte de doa Concha, con todos los honores que se mereca por su abolengo, un nuevo habitante pas a formar parte de los noctmbulos. Las noches de Sonsonate son calorosas, y quietas en aquel entonces. Por sus calles an no violadas por la delincuencia y el peligro, deambulan hasta altas horas individuos trasnochadores, ya sean los que acostumbran vivir por las noches en busca del placer o el vicio, o los insomnes irredentos que salen a paseos nocturnos mientras acude el sueo. Lo

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cierto es que la tranquilidad apenas es rota, de cuando en vez, por algn grito ebrio y feliz o por el jolgorio violento de una ria callejera. La paz nocturna, sin embargo, encierra su punto de misterio; pues entre las sombras tambin deambulan fantasmas y aparecidos, almas en pena que despus de muertos sus cuerpos han sido condenadas a pagar sus pecados en una peregrinacin diaria, sin rumbo y sempiterna. Una de aquellas almas, es la de Concha de Regalado, esposa en vida de un Presidente del pas. Por diversos rumbos de la ciudad, un estremecedor grito rompe la quietud, y un estruendo de cadenas arrastradas pone los pelos de punta de quienes escuchan o miran la aparicin. Es doa Concha de Regala do, la esposa del Presidente, que no ha encontrado la paz y con aquellos instrumentos de tortura que mandara a construir se pasea por las ms oscuras y siniestras calles de la ciudad. Su elegante vestido, su rostro de burguesa mantenido a fuerza de afeites, su peinado pulcro, hacen contraste con el peso que le corresponde cargar hasta el final de los tiempos y, aunque no es considerada un peligro, su sola aparicin mete el fro y el temblor hasta en los huesos de quienes la miran. El pueblo, dado a la compasin, siente por aquella alma en pena, ms que el odio al que se hiciera acreedora, una lstima sin lmites. Pobrecita, doa Concha suelen decir algunos sonsonatecos, cuando el estruendo de las cadenas y el grito patibulario de la mujer, se eleva rompiendo el cristal silencioso de la noche.

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LA MUJER DE LA NOCHE

Una madrugada cualquiera, el rumor se propag por todos los rumbos de Sonsonate. Es que don Chicho amaneci jugado; lo encontraron por el rumbo de la Avenida, una de las calles sin ley de la ciudad, tirado en la acera, convulsionado, diciendo disparates y sin conocer a nadie. En el mejor de los casos, si se salva del espanto quedar intil para toda su vida... Los rumores coinciden, a don Chicho lo jug la Yegua. El suceso ocurri la noche anterior cuando la vctima, como sola hacerlo durante todas las noches de sus fines de semana, caminaba solitario, ebrio y sin rumbo sobre la Avenida Masferrer, a la altura de los leones de piedra que custodian lo que un da fue la entrada al pueblo, una mujer se le apareci. Era una aparicin en el doble sentido, pues adems de aparecer de improviso ante los ojos de don Chicho, que ni siquiera advirti su presencia si no hasta que la tuvo delante, pareca, de espaldas tal como se le present, una imagen extraordinaria, hermosa, esbelta y de andar lascivo. Su cuerpo, cubierto de una luz no terrenal, exhalaba un vaho de goces secretos que se encabritaban an ms mientras se contoneaba al caminar. Como era de esperar, don Chicho se prend de inmediato de aquella mujer y los requiebros brotaron infatigables de su boca. La mujer, sin dar el rostro, responda acentuando su andar con movimientos insinuadores. Sin embargo, nada deca a su enamorado casual; pero su silencio era ms fuerte que cualquier palabra de aliento y don Chicho, irremediablemente se fue tras de ella. Hasta se alegr cuando advirti que la mujer enrumbaba por las calles ms oscuras, adivinando quiz los placeres que le esperaban. De esa manera, pasaron por la calle an habitada por los noctmbulos, aunque estos, al da siguiente recordaban haber visto slo a don Chicho, tropezando con las piedras que se interponan en su camino. Llegaron ala salida para Nahuilingo y la mujer, con un movimiento an ms insinuador. tom con rumbo a una calleja aledaa, totalmente oscura; un fro inexplicable empez a desgranarse, mas don Chicho consider que era por la emocin del encuentro y sinti que el aroma de aquella mujer se le meta para nunca

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jams en la piel, en los huesos, en las tripas y la memoria. Entonces, ya sin orientacin, en una especie de delirio sin tregua ni origen, se abalanz sobre la mujer que se haba detenido, siempre de espaldas, a pocos pasos de l... Sus manos ya tocaban aquella piel, aquella estatua viva de carne inmarcesible, cuando, de pronto, la imagen iluminada se convirti en otra, terrible y obscena. El trasero de una enorme yegua despeda vahos infestos en el rostro de don Chicho, en el espacio que la mujer apenas unos segundos antes ocupaba. estaba aquel enorme animal y hasta entonces se dio vuelta para que el trasnochador irredento viera su rostro. En lugar de ojos, dos brazas enormes; en lugar de rostro, un hocico horrible y deforme; de su boca, si es dado llamar boca a una grieta roja y pestfera, se desprenda un ardiente vaho que pareca quemar todo a su alrededor y de sus profundidades surgi una carcajada bestial que hizo trizas la razn del viejo enamoradisco, y le dej una mueca de espanto permanente... La misma mueca que, al da siguiente, los madrugadores que lo encontraron le vieron y que sera la nica, desde entonces, que tendra jams.

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EL PADRE SIN CABEZA

Durante el da y en los recreos, el patio de ladrillos de barro de la escuela Rafael Campo, es obviamente un correr de nios y jvenes, algaraba de juegos; jvenes sin camisa huyendo de los policas, los ms pequeos jugando lleva, otros, al fondo, bajo el ardiente sol, de plantn por no haber llevado la plana. Hay quienes juegan chibolas y los que juegan a ver jugar. Pero el punto de atraccin favorito de aquellos estudiantes, era el campanario de la iglesia El Pilar, cuyo patio es compartido con la escuela. En aquel campanario, las golondrinas han hecho sus nidos. Inquietas, durante los recreos vuelan en desorden, agobiadas por la gritera infantil, se sienten quiz amenazadas cuando ms de algn adolescente, haciendo gala de su valenta, se acerca a sus nidos y las alborota, enojndolas. Entonces es el momento esperado: dos o tres golondrinas, como pequeos aviones de guerra suicidas, se lanzan en picada sobre los atacantes. Si estos son giles, esquivarn a las aves, si no un pico agudo, frgil pero firme, penetrar en sus cabezas y un chorrito de sangre mostrar el trofeo conquistado en la batalla sin sentido. Las golondrinas no son, empero, la atraccin nica de aquel campanario, ni siquiera la principal. En aquel lugar, oscuro, estrecho, hmedo, con olor a abandono y sotana enmohecida, habita un personaje capaz de estremecer al ms valiente; ha si do visto en noches de truenos y en noches apacibles, incluso en el da aunque raramente, se le ha visto recorrer los ladrillos de barro con su andar cansino, leve, penoso y triste. La sotana negra, despierta en los ladrillos un rumor de ultratumba. Todo de negro, slo el cuello blanco de la camisa da forma a aquella oscuridad, pero, arriba del mismo, donde tendra que encontrarse la cabeza de aquel sacerdote, no existe nada. El padre termina en el cuello. Su cabeza limpia, y triste tambin, desprendida de su cuerpo mueve los ojos en sus rbitas, viendo al mundo desde su punto de observacin, sostenida por la mano derecha de su cuerpo a la altura de la cadera. El Padre sin Cabeza es un extrao guardin de aquella iglesia. Pocos lo han visto hay quienes hasta aseguran que es un invento del padre Canjura, pero quienes lo han hecho

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afirman que no ataca a quienes lo miran, es slo con su presencia que espanta a los intrusos que osan invadir aquellos terrenos, su presencia nimbada con un halo que, si pudiera decirse as, es de sombras, impone el terror y paraliza a los curiosos, que nunca ms, se atrevern a pasar por aquel lugar. Mucho menos en horas nocturnas o a las doce del da; durante las cuales el aparecido descabezado vigila. Quique Mendoza y el Mapache, lo vieron en una ocasin. Haban querido asustar a Milton, y despus de clases, luego de convencerlo para que se quedara, in tentaron llevarlo al campanario. Ante el temor de ste, los dos jvenes, conteniendo el miedo que empezaba a recorrerles la espalda, se atrevieron a penetrar en el campanario, en silencio y cuidadosos para no alborotar a las golondrinas. Estando adentro, escucharon un rumor de alas, un aleteo terrible, y cuando quisieron huir pensando que eran atacados por las aves, se dieron cuenta que un rabo de nube se formaba obstaculizndoles el camino; frente a sus miradas estupefactas el viento arremolinado fue adquiriendo la forma de una negra sotana; erguido en toda su estatura colosal el Padre sin Cabeza se apareci frente a ellos y pos la mirada de su cabeza ausente en los jvenes intrusos. Ms que espanto, sintieron una infinita tristeza, sintieron ganas de llorar y Salieron como dormidos del campanario. Eran las doce del da. Media hora despus pudieron hablar, mas no lo hicieron; sin mediar palabra entre ellos, tom cada quien su camino y no regresaron a clases hasta tres das despus del suceso. Sus cuerpos mostraban los picotazos de muchas aves, pero ellos negaron siempre haber sido atacados por las golondrinas.

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EL OTRO CIPITO

Qu vaser! Estaba diciendo mi to Achan, un da de conversacin con los pilareos, sentado en el brocal de la pilona del campo, all por la salida a Nahuizalco. El Cipito no es panzn ni tiene los pies al revs. Yo lo he visto afirmaba. Una vez venamos en la madrugada, de tirar y pescar con la majada del barrio, nos habamos ido la noche anterior, caminamos hasta la guaca, la pesca fue buena, sobre todo de cangrejos y camarones que agarramos lumpeados; la caza no tanto, slo logramos agarrar un tacuazn que casi le vuela el dedo al Nolo. El asunto es que al regreso, a eso de las cuatro y media de la madrugada venamos entrando al pueblo, por aqu mismo entramos, por esta misma calle. ramos como siete, venamos jodiendo, con sueo y agotando los ltimos cartuchos de alegra mojados por el desvelo. Yo no s si los dems lo vieron, pero cuando bamos por donde la Juanita Chata, de repente un nio que no haba advertido antes, nos sobrepas. Nunca pude ver su rostro, pero tuve la seguridad que iba llorando o quiz riendo pues la verdad solo advert un estremecimiento en su cuerpo y unos pujiditos que a saber por qu eran. Era un nio normal, quiz un poco barrign pero no tanto, apenas como lombrizoso, los pies eran normales... Ms bien, lo que me extra fue que anduviera slo a aquellas horas. Entonces le dije a los otros que lo siguiramos para ver qu le pasaba, pero slo Ral, Miquey y Virgilio me hicieron caso, los dems pareca que estuvieran jugados, ni siquiera chistaron y fue como que no me oyeran. Nosotros cuatro, pues, corrimos para alcanzar al nio, ya l se nos haba adelantado varios metros; iba llegando ala esquina de donde la Carmelona cuando le gritamos. Volvi a ver y en su cara, sucia eso s, vi una mueca rara, que tampoco me sirvi para saber si lloraba o quiz se burlaba de nosotros. Sent un poquito de miedo, para qu lo voy a negar; pero con la compaa de aquellos agarr valor y juntos corrimos persiguindolo; cuando nos faltaban como cuatro metros para alcanzarlo, el cipote dio vuelta en la esquina y escuchamos, entonces s, como un llanto burln y despus una

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carcajada que bien pudo despertar a todo el barrio, aunque despus los otros anden diciendo que ellos no escucharon nada, y corrimos ms aprisa y cuando llegamos ala esquina y vimos.., la calle estaba silenciosa y vaca; ni un alma, slo una chenca de puro todava encendida estaba tirada en la calle... Cuando llegu a la casa, el friyito que empec a sentir cuando escuch la carcajada de aquel cipote se me fue metiendo hasta los huesos; no pude levantarme ese da con el gran calenturn y el temblor de los dientes que me sonaban como maracas locas. Era el Cipito, pues, yo lo vi pero no es panzn ni tiene los pies al revs.

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LOS SECUESTRADORES DE LOS RIOS

Cargando un inmenso bulto de ropa lavada an hmeda, con su hijo tomado de la mano, danza un poco cmica, dona Adela. -Vamons, Carlos Alberto! Vamons, no te quedes! -Clama dona Adela. Y es que, cuando una madre soltera va a un ro, cualquiera que sea, se enfrenta a la posibilidad de perder a su hijo menor, plagiado para siempre por los duendes de los ros. En estos habitan diversas criaturas, seres que lanzan flores y piedrecillas a las jvenes baistas, otros que a hurtadillas entre los chiribiscales espan a los visitante y suenan un sueno de sirena, con sus solo espritus enteleridos de deseos carnales. Unos se muestran apenas, o dejan sentir su aliento entre los ramajes como un viento sin origen y quien los percibe sabe que estn all porque las piernas se le debilitan un instante y la piel se le eriza. O, si no, una extraa alegra se aduea de los baistas y el jolgorio y la maravilla de estar al lado de un riachuelo, en un silencio saltarn y apacible, se vuelve una fiesta pura... son tambin los duendes, que de todo hay en la rivera de los ros. Los gritos de dona Adela, pues, eran dirigidos a los duendes. A los ms terribles de los ros, aquellos que inundados de tristeza y sueos, pierden la cordura y se dejan arrastrar por el deseo negado y buscan entre los vivos un sucedneo de sus penas. Quiz son espritus maternos; almas solitarias que encuentran en el rapto de los nios al hijo que nunca podrn tener. Cuando las madres se descuidan, con engaos de encantadores y polticos y plantas sin nombre engatusan a los nios y los ponen a dormir un sueo delirante mientras permanecen despiertos, hasta trastrocarles los sentidos y perderles el rumbo. Es entonces que los nios as encantados, se alejan de sus madres y se quedan a habitar los recodos de los ros. Si esto sucede durante la visita al ro, la prdida es irremediable. Pero lo mas frecuente es que los nios encantados vuelvan con sus madres, continan sus vidas cotidianas, parece que nada ha cambiado; sin embargo, pasado algn tiempo -que pueden ser das, semanas, meses o aos-, el nio vuelve a escuchar las palabras melosas, a ver las imgenes

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engatusadoras, y obedeciendo un llamado que no proviene de entre los seres vivientes, enrumba sus pasos por diversos caminos que lo llevan, siempre, a los parajes donde fue adoptado por los duendes de los ros. El suceso, pese a las fuerzas extraordinarias que lo hacen posible, no es fatal. Las mujeres, sobre todo las ms ancianas, las de innumerables hijos, saben que cuando la prdida del nio no se produce en el ro, el da mismo del encantamiento, es posible conjurar el mal y deshacer los entuertos de los duendes. Y es sencillo. Basta con que la madre, cuando ya se retira del ro con sus hijos, grite llamando a su hijo menor, para que este vuelva del ms all y quede olvidada la demagogia de los duendes. Era por eso que dona Adela, casi bailando, llamaba a su hijo aquella tarde de marzo, mientras se detena, jadeante, cada cuatro o cinco metros subiendo las veredas que nos alejaban del ro.

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