HISTORIAS PARA MINUTOSnombre, el de mis hermanos, encima el de nuestros padres, y cuando empezaba a...

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HISTORIAS PARA MINUTOS

Fernando Hidalgo Cutillas

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Contenido

La profecía ................................................................................................................................................... 4

El árbol genealógico ............................................................................................................................ 7

El último amor ....................................................................................................................................... 9

La decisión ............................................................................................................................................ 12

Paranoia ................................................................................................................................................. 16

Lluvia en la ciudad ............................................................................................................................. 19

Zasir ........................................................................................................................................................ 21

El guapo de Santaella ....................................................................................................................... 26

El diablillo .............................................................................................................................................. 33

Viernes ................................................................................................................................................... 36

Adam & Eve .......................................................................................................................................... 39

El nudo de Nirkos ............................................................................................................................... 41

La tormenta .......................................................................................................................................... 42

El epitafio............................................................................................................................................... 43

Maternidad ............................................................................................................................................ 44

Raluca lo sabe ..................................................................................................................................... 46

Ella ........................................................................................................................................................... 53

Noche de Difuntos .............................................................................................................................. 56

La sentencia ......................................................................................................................................... 60

El juego de rol ..................................................................................................................................... 65

©Fernando Hidalgo Cutillas- Barcelona 2011 Portada: Fernando Hidalgo Cutillas

[email protected] Prohibida la reproducción. Todos los derechos reservados.

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La profecía

Neferté dejó caer la fina túnica de lino que la cubría y se sumergió hasta los hombros en el río. Sintió como el limo envolvía sus pies y el contacto

agradable del agua, refrescando su cuerpo y su mente. Cerró los ojos e inició una plegaria a Sobek.

Dos días antes, Neferté se había despertado agitada, llena de desasosiego por un ensueño extraño: en el atardecer, ella caminaba de regreso hacia su

choza con dos cántaros llenos de agua que había recogido del pozo próximo

al cañaveral; ya muy cerca de la casa vio a Khun, su esposo, que había regresado de las tareas del campo y la contemplaba desde el umbral.

Neferté aceleró el paso, impaciente por reunirse con él. Entonces se partió la cinta de una de sus sandalias, ella tropezó y los cántaros cayeron al

suelo, rompiéndose en añicos. Pero en lugar de agua, un enorme charco de sangre quedó en el camino.

La angustia la acompañó durante todo el día, no lograba apartar de su cabeza el inquietante sueño de la noche anterior. Ocupada en cuidar de los

animales, ordeñar las cabras, remendar algunos trapos y las demás tareas de la casa, la jornada transcurrió con aparente normalidad, sólo su cerebro

escapaba de la rutina con una incesante pregunta: ¿qué podría significar ese sueño? Cerca del ocaso regresó Khun del pequeño huerto que

cultivaba, cenaron unas tortitas de trigo con higos y ella se acostó pronto, esperando que un sueño reparador la alejase de sus preocupaciones.

A medianoche Neferté despertó dando un grito. El sueño se había repetido, idéntico, con la única salvedad de que en esta ocasión ella llevaba un solo

cántaro, no dos. Khun despertó también al oír el grito pero, viendo que no se trataba más que de una pesadilla, volvió dormir, abrazado a su esposa.

Neferté ya no pudo pegar ojo en el resto de la noche. Ahora estaba segura de que el ensueño tenía un significado que ella no podía descifrar. Los

cántaros rotos, la sangre en el suelo cerca de su casa, Khun observando... ¿Por qué llevaba sandalias en el sueño si ella iba descalza? ¿Qué querrían

decirle los dioses? Nada bueno, pensó. Observó a su esposo, dormido a su lado. Sus cabellos negros, brillantes; su cuerpo musculoso, su olor a

hierbabuena y albahaca... Hacía un año de su boda, cuando ella tenía trece. Pronto cumpliría los quince y estaba ansiosa por darle su primer hijo...

Acarició su espalda con delicadeza, para no despertarlo. Y así amaneció. Apenas Khun hubo marchado, Neferté cogió la pequeña orza llena de aceite

de oliva, uno de los presentes de su boda, y salió hacia el templo de Bastet.

Caminaba ligera, a ratos corría, impaciente por llegar. El sol ya estaba sobre las palmeras cuando atravesó la imponente puerta y llegó al gran

patio de columnas. Paseando entre ellas vio a quien buscaba. Corrió hacia él y se postró a sus pies, elevando la orza de aceite en sus manos, a modo

de ofrenda. —Acepta este presente para tu señora Bastet y socorre a su sierva en su

desdicha. Es aceite de Palestina, el mejor y más oloroso, un presente que

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recibí en mi boda y que yo te entrego para conocer el significado de un

ensueño que he tenido por dos días consecutivos. Apiádate de esta campesina, te lo ruego.

Hami, guardián y sacerdote del templo, recogió la pequeña orza, la abrió y

vertió unas gotas del contenido sobre su mano izquierda, que después olió y lamió con gesto de satisfacción.

—Álzate y habla, mujer —ordenó con voz solemne. Neferté se sentó sobre sus talones, sin llegar a ponerse de pie al darse

cuenta de que era mucho más alta que Hami. Le contó con detalle los dos sueños de las noches precedentes y la angustia que por ellos sentía. El

sacerdote escuchaba con atención y, al terminar, quedó largo rato en silencio, con los ojos cerrados, como en trance.

— ¿Cuál es tu nombre? —preguntó, por fin. —Neferté, mi dueño.

—Sígueme.

La mujer siguió a Hami al interior de una construcción de piedra, atravesando un estrecho pasadizo hasta llegar a una sala más amplia en

cuyo centro se encontraba la gran estatua de un gato en actitud vigilante,

con un ancho collar. El sacerdote colocó la orza de aceite a los pies de la estatua y desapareció tras ella. Neferté se sintió intimidada, sola con la

inquietante imagen del gato en la lúgubre estancia, únicamente iluminada por dos pequeñas lámparas alimentadas con aceite de ricino. Momentos

después una nueva luz, más potente, surgió por detrás de la estatua y una voz con extraños ecos le llegó desde un sitio indeterminado:

Neferté, el ensueño que has tenido es una profecía. Los cántaros son los días que faltan: ayer dos, hoy uno, el día señalado es mañana. La sangre

es la muerte y a quien va a morir lo has visto en el ensueño. Morirá por algo que tú harás, porque tú rompes los cántaros con tu descuido. Ahora,

vete. El corazón de la muchacha se encogió al oír la profecía, sintió pánico de ella

misma, ¿Khun iba a morir, al día siguiente, por algo que ella haría? No podría ser, ella lo adoraba. Rompió a llorar, desbordada por su inmensa

angustia.

Regresó a la choza como una sonámbula, con la cabeza dando vueltas a las

palabras del dios. "No es posible —cavilaba—, los dioses pueden equivocarse, yo no haría nunca nada contra Khun. Es mi marido, mi dueño,

mi amor, lo es todo para mí...". Sumida en su profunda preocupación pasó el resto del día, esforzándose en que Khun no notase nada cuando

regresara. Se acostó con una gran ansiedad por temor a nuevas pesadillas, no quería dormir pero por fin el agotamiento la venció. Por fortuna esa

noche transcurrió sin ensueños extraños. Cuando despertó, Khun ya se había marchado.

Un instante después de despertar recordó la profecía y con terror pensó: "Hoy sucederá lo que haya de suceder". No molió el trigo, ni arregló la

casa, ni trajo agua del pozo ni hizo nada más que esperar, sentada en la puerta, a que ese día aciago transcurriera. El Sol recorrió su camino más

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lento que nunca. Vio menguar la sombra de las palmeras y más tarde cómo

volvía a crecer, alargándose sobre la tierra, reseca y arenosa en esas fechas. Pronto llegaría la crecida, la tierra lo necesitaba. Y pronto volvería

Khun del trabajo en la huerta... ¿Que él iba a morir por algo que haría ella?

¡Imposible!, pensó. Pero entonces se iluminó una luz en su cerebro: ella no haría nada contra él, de eso estaba segura pero, ¿y si fuese algo

involuntario? ¿Y si lo envenenara, sin saberlo, o por un accidente o por torpeza, como en el ensueño, ella hiciese algo que acabara con la vida del

muchacho? La idea le resultó insoportable pero... ¿sería eso lo que le habían profetizado? La posibilidad se abrió paso en su mente como un

huracán hasta convertirse en certeza. ¡Sí, no podría ser de otro modo! Bastet no se equivoca nunca y ella no debía tratar de engañarse a sí

misma. ¿Qué hacer?, se preguntó con desesperación... Y entonces, al ver de nuevo la tierra reseca y arenosa, lo supo.

Neferté dejó caer la túnica de lino que la cubría y se sumergió hasta los

hombros en el río. Sintió como el limo envolvía sus pies y el contacto agradable del agua, refrescando su cuerpo y su mente. Cerró los ojos e

inició una plegaria a Sobek. Dobló las rodillas y se dejó llevar por la

corriente. Una dulce sensación de ingravidez la inundó. Sería más fácil de lo que había pensado, hasta agradable, y Khun quedaría a salvo, reharía su

vida, sólo tenía diecisiete años... Volaba en el agua como un pájaro en el cielo, conteniendo aún la respiración. El lecho del río ya quedaba lejos de

sus pies, no había vuelta atrás posible. Se le acababa el tiempo... De pronto un chapoteo cercano la hizo abrir los ojos. Horrorizada, vio la cara

de Khun a través de las turbias aguas, junto a la de ella. Su esposo luchaba desesperadamente por sacarla a flote. Intentó gritar con todas sus fuerzas:

¡¡Vete, Khun, vete, vuelve a la orilla, déjame...!!, pero al hacerlo el agua inundó su boca y sus pulmones.

A la mañana siguiente, en un recodo, el río devolvió los cuerpos de los dos

jóvenes, abrazados. Un gran gato negro con un ancho collar los miraba, en actitud vigilante.

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El árbol genealógico

Una tarde aburrida de domingo, después de ver una insulsa película en televisión, se me ocurrió pasar el tiempo reconstruyendo el árbol

genealógico de la familia. Desde pequeño me fascinaba oír las antiguas historias familiares y todos, especialmente la abuela Rosario, estaban

encantados de que alguien quisiera escuchar esos viejos relatos que una vez fueron el centro mismo de sus vidas. De eso hacía ya bastantes años

pero yo conservaba aquellos datos bien grabados en mi memoria. Uní dos folios con un poco de cinta adhesiva por la parte posterior, para

disponer de un espacio más amplio, y me puse a la tarea. Anoté mi

nombre, el de mis hermanos, encima el de nuestros padres, y cuando empezaba a escribir el de algunos de mis tíos caí en la cuenta de que así no

podría hacerlo. Se enmarañaría demasiado. Tiré los folios a la papelera, uní otros dos del mismo modo y volví a empezar, esta vez para hacer

exclusivamente mi árbol genealógico; nada de hermanos, tíos ni demás parientes. Pensé también que, siendo árbol, las raíces tendrían que estar

abajo y los brotes arriba, de modo que escribí mi nombre en la parte superior de la gran hoja, dispuesto a reconstruir el tronco y las raíces de los

que yo había brotado. Bajo mi nombre, el de mis padres, y bajo cada uno de ellos el de los abuelos correspondientes, para seguir con los bisabuelos.

Dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos... Me había equivocado: la imagen de un árbol me hizo colocar el papel en posición vertical y en la

quinta línea ya no me cabían los datos por la anchura. ¡Qué barbaridad, dieciséis tatarabuelos! Es de Perogrullo, pero no lo había previsto y estaba

bastante sorprendido.

El hallazgo me distrajo de mi idea inicial y me llevó a calcular el número de antepasados que tendría diez o quince generaciones atrás. El cálculo era

sencillo: dos, cuatro, ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro, ciento veintiocho... ¡Ah!, era como la vieja historia de los granos de trigo sobre el

tablero de ajedrez, pensé. Entonces fue cuando me di cuenta de la magnitud del problema: nunca ha habido tanta gente en el Mundo, ni

siquiera hoy día. En sólo veinte generaciones aparecía un millón de antepasados directos, y con eso apenas retrocedía seis siglos. ¿Es que en la

Edad Media todos los habitantes del país eran abuelos míos? Y en la época de Cristo, calculando cuatro generaciones por siglo y creo que me quedaba

corto, eran más de un cuatrillón. ¡Cómo podía ser! Cada uno de mis antepasados tuvo padre y madre, eso era innegable. Había un error de

apreciación en alguna parte y no era precisamente pequeño. No tardé en comprender el problema: todos tenemos dos padres, eso es

cierto, pero no todos tenemos cuatro abuelos, ni ocho bisabuelos, etc. Si

los padres fuesen hermanos sólo tendríamos dos abuelos; si fuesen primos, sólo cuatro bisabuelos. Pero, ¿tanta consanguinidad ha habido en la historia

del Mundo como para compactar un cuatrillón de antepasados en unos pocos miles? La respuesta era obvia: no sería posible de otro modo. Y si

nos remontásemos más atrás, a la época de Ramsés, por ejemplo, cuando

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el cálculo daría una cantidad con más de ochenta ceros, aún serían menos

los antepasados reales. La endogamia ha sido norma hasta hace muy poco. Estas reflexiones me quitaron de la cabeza la idea de hacer el árbol

genealógico. Guardé la hoja para continuarlo en otro momento y volví al

sofá, frente al televisor. Una conocida cadena especializada en telebasura estaba emitiendo un reality show. Todos dicen que la consanguinidad es

mala para la genética, se multiplican los problemas y degenera la especie. Ante mis ojos tenía la evidencia que confirmaba mis recientes conjeturas.

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El último amor

Cuando mi mujer cayó enferma yo tenía setenta y seis años. Ella, unos

pocos menos; no sabía yo exactamente cuántos porque desde que nos conocimos Elisa siguió la costumbre, propia de aquella época, de quitarse

algunos y su edad siempre tuvo un halo de misterio para mí. Poco después de iniciarse su enfermedad, casualmente supe, por unos documentos que

tuve que recoger en el hospital, que tiene dos años más que yo. A mí eso siempre me ha traído sin cuidado pero para ella, admitir que era mayor que

su esposo habría resultado humillante, de modo que no comenté nada.

Digo que cayó enferma porque fue exactamente así. Íbamos paseando una tarde, camino de un cine, cuando ella se desplomó. Quise

levantarla, pensando que habría tropezado, pero estaba inconsciente, babeando y su respiración era un estertor que nunca podré olvidar. Por

fortuna eso sucedió en una zona céntrica; inmediatamente se produjo un alboroto en torno a nosotros, alguien llamó a una ambulancia y en pocos

minutos entrábamos en urgencias. Seis semanas después Elisa volvió a casa. Con medio cuerpo

paralizado, sin control de esfínteres, perdida parte de la visión y dependiendo de los demás hasta para lo más simple, pero conservando

intactas sus facultades mentales. Lo pasamos mal los dos. Ella sufría por verse inútil; yo, por verla así.

Y ambos, por tener que adaptarnos a un nuevo tipo de vida que nos costó asumir. Las primeras semanas fueron las peores; después pasaron los

meses, los años, y la silla de ruedas, los pañales, la cuña, el elevador y

otros veinte artefactos más se hicieron habituales. Nos acostumbramos a las nuevas rutinas hasta considerarlas parte de la vida normal.

Parecía que habíamos conseguido estabilizar la situación pero los dos sabíamos que no era así. El tiempo jugaba en contra. Elisa se fue

consumiendo lentamente, cada vez podía hacer menos cosas por sí misma y dependía más de mí. Yo también acusaba el paso de los años y, aunque

siempre he sido fuerte y he tenido buena salud, llegó el momento en el que no podía moverla ni ayudarla como ella necesitaba. La situación se fue

deteriorando hasta que ambos comprendimos que habíamos llegado al límite.

La solución fue buscar una residencia para ancianos. Nos la encontró la asistente social del barrio, después de venir a casa y ver nuestro estado.

El precio, subvencionado, era asequible y además contábamos con el valor de nuestra vivienda, si hubiese sido necesario. La asistente dijo que, de

momento, era mejor conservarla ya que yo podría seguir ocupándola

algunos años más y había que pensar también en mis propias necesidades para más adelante. Sorprendentemente, no tener hijos facilitó los trámites.

Todo quedó arreglado para que al lunes siguiente, a las diez de la mañana, una ambulancia llevase a Elisa al que sería su nuevo hogar. Faltaban tres

días; los tres días más tristes de mi vida.

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La noche del domingo no pude dormir. Sentía una tristeza tan honda

que se me entrecortaba la respiración. Sin darme cuenta me encontré llorando sobre la almohada, en silencio, cuidando de que Elisa no me oyese

desde su cama. De pronto oí su voz ronca:

—Juan, ¿duermes? —No, ¿quieres algo, nena? —Así solía yo llamarla desde que éramos

novios. —Vendrás a verme, ¿verdad?

—Todos los días. No tendré otra cosa que hacer... —Intenté mostrarme jovial para darle ánimo.

— ¡Cómo hemos acabado, Juan! —se lamentó, dando un suspiro. —Allí estarás muy bien, mujer, ya lo verás.

—Esta es nuestra última noche aquí juntos, después de tantos años… Se hizo un largo silencio, solo roto por las cuatro campanadas que

llegaron desde el viejo reloj de pared del comedor. Cuando acallaron, ella siguió hablando.

—Ya faltan solo seis horas... Juan, dime una cosa. Pero júrame que me dirás la verdad, ya poco importa y quiero saberlo. ¿Lo prometes?

—Vale. ¿Qué quieres saber? —dije en tono condescendiente.

—Aquella compañera tuya, cuando estabas en la fábrica de motores... Manuela creo que se llamaba. ¿Tú y ella...? Siempre sospeché que tuvisteis

un lío. ¿Tú te acostaste con ella? No me vayas a engañar, que lo has jurado.

—¡Pero bueno! ¡Por dónde me sales ahora…! —exclamé, sorprendido. No me esperaba esa pregunta—. Ni con ella ni con ninguna, puedes estar

segura. No te engaño, a estas alturas no iría a mentirte. —Bien —contestó escuetamente, y ya no dijo más.

Quedé pensativo. Mi memoria retrocedió en el tiempo. A nuestra

boda, a los primeros años de casados, al hijo que no llegó a nacer, a la fábrica de motores… y a Manuela. Ya apenas me acordaba de ella. ¿Cuánto

haría?, ¿treinta y cinco, cuarenta años? Una mujer de temperamento, muy echada para delante. Tiempo después se casó con uno de los mecánicos.

Menos mal que las puertas del taller eran altas, si no el pobre muchacho no

hubiese podido pasar. Eso sí, ¡menuda hembra! ¡Qué pechos, qué piernas! Y en la cama era única. Mucha mujer para un hombre sólo. Me alejé de ella

en cuanto vi que iba a por todas. Después, lo de Milagros fue distinto; había menos fuegos artificiales pero ella respetaba los límites.

Otra campanada volvió a romper el silencio y me sacó de mis pensamientos. Elisa se agitó en su cama, debía de estar tan despierta como

yo. Me levanté y me acerqué sin hacer ruido a su costado izquierdo, el que no estaba paralizado. Al verme, me tendió su mano y yo la estreché entre

las mías. Bajo la escasa luz que se filtraba por los visillos desde las farolas de la calle sus ojos brillaron, llenos de emociones.

—¿De verdad te importa tanto? —pregunté en un susurro. —Me importas tú, Juan, me importas tú. Ahora te vas a quedar solo...

—Su voz reflejaba una profunda tristeza.

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—No creerás que hay muchas “manuelas” esperando a que te vayas...

—bromeé. —No seas bobo. Me preocupa que estés solo —insistió, con un mohín.

—Yo también quiero saber una cosa, Elisa. Y has de decirme la

verdad, no te haré jurar pero no quiero que me engañes. —Noté tensión en sus facciones—. Dime de una vez los años que tienes.

Por unos momentos volvió a ser la Elisa de antes: —¡Anda, la tontería con que vienes ahora! ¿Pues no lo sabes? A ver...

Tú naciste en el veintisiete, o sea que tienes ochenta y… tres, y yo en el treinta, así que… ochenta he cumplido en marzo. ¿Es que no te acuerdas?

—No estaba seguro, lo había olvidado. Vamos a intentar dormir un poco, que mañana será un día de mucho ajetreo.

—Tráeme antes la cuña, anda, que no quiero que se moje el pañal. La besé en la frente, la miré a los ojos, intenté reconfortarla con lo

que trataba de ser una sonrisa y me dirigí al cuarto de baño en busca de la cuña.

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La decisión

Pocos días antes de mi octogésimoquinto cumpleaños recibí una carta, un acontecimiento poco frecuente. Hacía mucho tiempo que casi toda la

correspondencia de la ciudad circulaba por correo electrónico. El sobre provenía de la Oficina de Bienestar Global de mi distrito y sólo contenía una

cuartilla que era una simple citación: “Le rogamos se presente en estas oficinas antes de treinta días a partir del recibo de esta nota. Nuestro

horario es...”, etc. A mi edad tengo pocas obligaciones que atender y mucho tiempo libre, el

plazo me venía largo, así que al día siguiente me puse el traje de los

domingos, tomé mi bastón de caoba con empuñadura de titanio y me encaminé a la citada oficina.

Paseando bajo el tibio sol de las primeras horas de la mañana me esforzaba en alejar la inquietud que la citación me había producido. ¿Qué podrían

querer de mí en la oficina de bienestar? Supuestamente el Departamento de Bienestar Global vela por cubrir las necesidades de las personas con

problemas; pero yo, aunque vivía solo, no tenía problemas, al menos no del tipo en el que los políticos puedan meter la nariz.

Ya cerca de mi destino compré el diario en el único quiosco superviviente de la zona y lo guardé bajo el brazo, en previsión de una probable y quizá

larga espera. Recorrí con paso decidido los últimos metros y entré en el edificio.

Apenas había diez personas en el vestíbulo, todas ellas sentadas, dispersas,

en unos asientos con acabado en imitación a madera. Tal como había

imaginado, la atención al usuario estaba automatizada. Me dirigí a uno de los monitores de cristal líquido del punto de información. La imagen de una

muchacha sonriente, que no paraba de hacer muecas que pretendían ser gestos amables, me revolvió el estómago. Una voz femenina, sensual y

melodiosa salió de alguna parte:

Coloque su dedo pulgar derecho sobre la zona marcada en la parte inferior de la pantalla, por favor.

Seguí la indicación y al momento la muchacha sonriente desapareció para

dejar paso a una ficha personal que contenía mis datos.

Confirme su identificación pulsando el botón verde; si es errónea, pulse el rojo.

Toqué el botón verde y la empalagosa muchacha de las sonrisitas reapareció en el monitor. Unos segundos después la voz volvió a darme

instrucciones.

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Espere en el sillón número veintiuno. Una de nuestras azafatas lo atenderá

lo antes posible. El Departamento de Bienestar Global le agradece su visita. Que tenga un buen día, señor.

Agarrando el diario como un salvavidas, caminé hacia la zona donde se alineaban los asientos. Localicé el número veintiuno, me senté en él y me

dispuse a soportar estoicamente la tortura de una larga espera. Afortunadamente mis temores resultaron infundados; aún no había

terminado de ojear la portada cuando se acercó a mí una mujer bastante gruesa que rondaría la cincuentena. No daba la imagen que yo tenía de una

azafata pero ésa parecía ser su función. —Buenos días. Señor Campos, ¿verdad? Sígame, por favor.

Su voz auténtica y su actitud amable derrumbaron mis prejuicios al instante. Caminé tras ella por un vericueto de pasillos hasta una puerta de

cristal opaco. Golpeó con los nudillos antes de abrir invitándome a pasar. —Don Vicente Campos —anunció y, dirigiéndose a mí, añadió con

simpatía— ¡Que tenga suerte! Volveré a recogerlo cuando terminen. —Todos los temores que antes había logrado conjurar se agolparon en mi

mente en ese momento. ¿Por qué me habría deseado suerte?

La pieza era un pequeño despacho con una mesa blanca de escritorio, dos sillas frente al sillón del anfitrión y absolutamente nada más. El hombre que

lo ocupaba se alzó ligeramente de su asiento a modo de saludo. —Siéntese, ¿quiere? —invitó.

Lo hice, y me quedé mirándolo con cara de usted dirá… Él era muy joven. Noté que estaba tenso. Sonrió nerviosamente y comentó algo banal, no

recuerdo qué. Saqué del bolsillo interior de mi chaqueta la nota que había recibido y la puse sobre la mesa.

— ¿Quería usted verme? He recibido esta carta… El joven se puso serio y adoptó un aire solemne antes de contestar.

—Verá, señor Campos, el motivo de su presencia aquí es que, según nuestro archivo, usted ha cumplido o está a punto de cumplir ochenta y

cinco años… Y aún no ha tomado la decisión —explicó en voz tan baja que apenas pude oírlo.

— ¿La decisión? ¿Qué decisión? —Yo estaba verdaderamente intrigado.

—Verá, señor Campos —repitió—, hace unos años el Gobierno decidió ampliar los servicios a la ciudadanía en un tema muy sensible, pero muy

delicado también. Durante décadas la Salud Pública se ocupó de la vida, pero muy poco de la muerte. Los progresos médicos permitieron alargar la

vida de los ciudadanos y ciudadanas; no sólo alargarla, también darle calidad y bienestar. Pero eso tiene un límite, que habíamos sobrepasado

ampliamente. La consecuencia fue que muchos enfermos y ancianos se veían abocados a una tortura insufrible en sus últimos años. La Medicina

había llegado demasiado lejos con ellos, no podía curarlos pero tampoco les permitía morir y vivían una especie de lenta agonía durante largo tiempo.

Por otra parte, los costes de todo ese esfuerzo inútil, peor aún, perverso, eran enormes.

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— ¿Y qué tiene eso que ver conmigo y con la decisión que dice que he de

tomar? —interrumpí. Yo no comprendía para qué me estaba contando todo aquello.

—Déjeme que le explique… Cuando el Gobierno decidió intervenir en esta

situación, hace ocho años, en el 2016, se creó un servicio de Eutanatología en todos los hospitales generales del Estado. Cuando algún paciente

sobrepasa de modo irreversible los límites de una vida soportable, sus médicos lo dirigen a ese servicio. Allí se le informa de su derecho a una

muerte digna, rápida, sin sufrimiento ni dolor, se le propone el ingreso definitivo y el paciente decide. A algunos les cuesta, el instinto de

supervivencia es potente, pero en general se impone el sentido común y acaban accediendo.

—No puedo creer que esté usted proponiéndome que yo decida morir… ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Acaso me ve decrépito o agónico? Es la situación

más absurda en la que me he visto en toda mi vida —comenté con sarcasmo.

—No se enoje, señor Campos, y déjeme terminar. Hace unos dos años se hizo una revisión sobre el funcionamiento de este sistema y se detectaron

varios fallos; el principal, que por algún motivo muchas de las personas

candidatas a recibir este servicio nunca llegaban a contactar con él. Un apego irracional a la vida, a cualquier precio, o un malentendido amor de la

familia o, en ocasiones, intereses creados, este tipo de cosas interferían en el buen funcionamiento del proyecto. Entonces se decidió que los enfermos

con determinadas dolencias y todas las personas a partir de la edad de ochenta y cinco años deberían, anualmente, si tenían buen uso de sus

facultades mentales, entrevistarse con un psicólogo y después decidir por sí mismos si querían seguir viviendo o no. Y ésa es la finalidad de esta

entrevista, que usted tome esa decisión. —Así que es usted psicólogo... —deduje—. ¡Qué extraño!, leo la prensa

todos los días y no recuerdo nada sobre lo que acaba de explicarme. —Ya le he dicho que el tema es sensible y delicado. No se ha hecho nada

para informar a la población en general, pensamos que hacerlo sólo daría problemas. —El funcionario puso frente a mí un impreso—. Ha de rellenar

este cuestionario y firmar debajo. Eso es todo.

Se trataba de marcar las casillas pertinentes en una serie de preguntas sobre mi salud, el tipo de vida que hacía, mis relaciones familiares y hasta

mis ingresos mensuales. Y al final, la decisión, planteada en estos términos:

¿Desea usted que el Estado lo/la ayude a terminar drásticamente con sus

dolencias, con los mejores medios que la Medicina puede ofrecer en este momento?, y dos opciones: SI/NO.

—Pero aquí no dice nada de eutanasia… —señalé.

—Intentamos no herir ninguna sensibilidad. Cualquiera entiende que ese final drástico no puede ser otro.

Marqué NO, firmé la hoja y la devolví al joven, que la guardó en un cajón sin mirarla.

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— ¿Lo ve usted? No era tan difícil; ya está. El año próximo, más o menos

por estas fechas, volveremos a vernos. —Se levantó de su silla para despedirme y nos estrechamos la mano—. Que tenga un buen día, señor.

La azafata apareció en la puerta como por arte de magia y me dispuse a seguirla hasta la salida. Mientras caminaba tras ella me crecía la sensación

de haber caído en una trampa, no estaba seguro de no haber firmado mi condena a muerte. En realidad, en ese momento empecé a darme cuenta,

había renunciado por escrito a la ayuda médica del Estado. Pero me daba igual, ya sólo quería salir de aquel asfixiante lugar cuanto antes.

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Paranoia

Están por todas partes, sobre postes

larguísimos para no llamar la atención. Nos vigilan, nos controlan, nos persiguen. Día y noche. Lo saben todo.

Vuelvo a casa, como todas las noches al terminar mi turno en la

gasolinera. Es muy tarde; las avenidas, normalmente abarrotadas, están vacías. Sólo circulan unos pocos taxis y algún particular, quién sabe adónde

puedan ir a estas horas. Avanzo por la autopista que entra a la ciudad

desde el sur. Siete carriles, que no dan abasto en las horas punta, sólo para mí en la madrugada, como siempre. Cada pocos metros, un panel

suspendido sobre la vía repite el mismo mensaje: "Velocidad controlada por radar. Recuerde, límite su velocidad a 50 kilómetros/hora. Por su

seguridad". Esa es la cara amable, la de delante. En la de atrás, siete buitres al acecho. En los fines de semana los forasteros caen como moscas,

igual que caíamos todos al iniciarse el sistema. ¡A cincuenta, en una autopista de siete carriles, casi vacía, ¿por mi seguridad?! ¡¡Anda ya!! Pero

flash, flash, flash... Hasta que no acumulan cinco fotos no te las envían. Quinientos euros de un

plumazo, ¡casi nada! Y sin rechistar o te aplican recargo y te embargan la cuenta. Y todo por mi seguridad. Por ir a sesenta en lugar de cincuenta a

las tres de la madrugada en una autopista vacía; ¡hay que joderse! Creo que nos están domando, como a los caballos en el circo, eso es lo que

hacen. Hoy tengo un mal día.

Aparco en la calle, después de dar unas cuantas vueltas buscando un sitio vacío. En la calle, pero no gratis. La calle ya no es de todos como antes,

ahora por aparcar en la calle hay que pagarles. Como en un garaje. Ahora la calle es suya; de todos, o sea, suya. Cierro el coche y miro la hora en el

reloj de la iglesia. Entonces la veo: en el cruce, sobre un poste fino y altísimo, dominándolo todo. Un irrefrenable impulso me asalta, una rabia

que no puedo contener y le dedico el más sentido corte de mangas que he hecho en mi vida. Lo repito. ¡¡Jódete!!, ¡¡¡jódete!!!, desde el alma. Se ha

movido, creo que me ha visto. Me mira directamente. Camino hacia el portal sintiéndome observado y entro en la casa. Me acuesto, pero no

puedo dormir. A través de la ventana, la veo. Aún sigue mirando hacia aquí.

* * * * *

Otra vez de regreso, siempre por el mismo camino. En la última semana

me están sucediendo cosas extrañas. Ayer saltó un flash detrás de mí, en la autopista, pero yo no iba a más de cincuenta, estoy seguro. Y hace tres

días, ya cerca de casa, un semáforo me tuvo quince minutos en rojo. No pasó un alma y yo allí parado un cuarto de hora. Ni el perro mejor

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amaestrado lo haría. Eso no es normal. Pero pasar en rojo cuesta dinero y

no me lo puedo permitir. ¡¡Hey!!, ¿qué ha sido eso? Ha saltado otro flash… ¡Pero si voy a cuarenta! ¡Dios mío!, ¿a qué velocidad tendré que ir para que

no me desplumen? Yo vivo de mi sueldo, y al día, ¡qué remedio! No lo

puedo regalar. Sigo mi camino, intentando no pasar de treinta; tan despacio que me da la sensación de estar parado. Tardo hora y cuarto en

llegar a casa, pero al menos no han saltado más flashes. Pronto amanecerá. La miro y allí sigue, en lo alto, siempre vigilando hacia mi casa.

* * * * *

Hoy he dormido fatal, toda la noche con pesadillas. Soñé que venía a casa

un hombre grueso con un traje negro, un montón de fotos y un saco de arpillera, de los que usaban los cacos en el siglo pasado. Me iba dando fotos

y por cada una de ellas metía algo de la casa en el saco: un jarrón, una cazuela, el teléfono móvil, una cuchara... El saco no debía de tener fondo

porque igual cabía el televisor que un sillón o la nevera. Cuando sólo quedaban las paredes, el hombre me tiró a la cara las fotos que sobraban y

soltó una carcajada. Entonces vi que estaban todas en blanco.

Más tarde, esa misma noche, soñé que estaba esperando al tranvía, junto a un grupo de gente muy variado. Llegó el convoy y subimos. Iba yo a

registrar mi billete en la máquina automática cuando vi que todos se sentaban tranquilamente, sin pagar. Me frené y me dije: entre más de

quince personas, ¿sólo pagas tú? ¿Es que eres el tonto del pueblo? Y me senté sin sellar mi tarjeta de transporte; por dignidad, no por ahorrarme

unos céntimos. Y ahí vino lo peor. En la siguiente parada un montón de agentes vestidos de un modo que me recordó a la fachada de la Pasión del

templo de la Sagrada Familia, acompañados por varios perros, estaban esperándonos. Pensé: nos van a trincar a todos. Habrá que pagar la multa

y pasar un mal rato, ¡mala suerte! Pero cuando el tranvía paró todo el mundo se escabulló sin que nadie se lo impidiese, como las cucarachas

cuando enciendes la luz. Sólo yo quedaba en el vagón cuando ellos entraron, me esposaron y me condujeron a un edificio con rejas en las

ventanas.

Aquello parecía un interrogatorio, pero no había preguntas. El hombre gordo del saco, el mismo del anterior sueño, hablaba y hablaba,

riñéndome... —No le estoy riñendo; lo amonesto, que es distinto —dijo con su voz

aflautada, casi femenina. —Como usted diga, señor alcalde.

—A ver si lo entiende: tenemos zorros, serpientes, gallinas, conejos, cucos, buitres... Usted es gallina, no porque sea cobarde —eso ya ni se dice,

porque se supone— sino porque pone huevos. ¿Lo pilla? —Allí había mucha gente y sólo me detuvieron a mí —me quejé. Yo no

entendía nada. —Porque eran zorros, serpientes, cucos... Esos no ponen huevos de gallina.

No valen. Recuerde el viejo dicho: "Tanto tienes, tanto vales". —Mejor diga: "Tanto tienes, tanto te puedo quitar"

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El hombre siguió hablando de las ventajas del trabajo, que me permitía

vivir un poco mejor que los que no trabajaban, y de la obligación de tirar del carro sin importar cuánta gente se suba en él. Por solidaridad, una de

las bases de la civilización desde antes de los griegos. Me habló de la

Solidaridad de Milo y la Solidaridad de Samotracia. Hasta me enseñó fotos —siempre fotos— de unas estatuas medio rotas.

—Aquí todo el mundo puede tener cuatrocientos euros. Quien quiera más tiene que trabajar. Naturalmente los políticos contamos aparte, somos de

otro nivel... Con cuatrocientos euros no se muere nadie de hambre. ¿Cuánto lleva encima, joven?

—Unos sesenta euros más o menos. —Adjudicado. Déjelos sobre la mesa y puede irse.

Y entonces desperté.

La semana pasada tuve una crisis de ansiedad en el trabajo. Pensé que me asfixiaba pero se me pasó con un diazepam que me dio el encargado. No

puedo ponerme al volante, me entra una angustia insoportable. Decidí a ir al psiquiatra, que me dio la baja y unas cuantas pastillas diarias. Dice que

tenga paciencia, que será largo.

* * * *

Ha pasado un año y me encuentro mucho mejor. El contrato se acabó pero

sigo con la baja. Ahora cobro cuatrocientos euros al mes, una miseria aunque con eso nadie se muere de hambre. Y ya no me vigilan.

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Lluvia en la ciudad

Llueve. Detrás de los cristales llueve, y llueve fuerte. Miro a través de la

ventana, empañada por dentro, salpicada de pequeñas gotas por fuera, para ver a la gente en las calles. Un día de lluvia en la ciudad; día gris,

incómodo... Apropiado para posponer cualquier cosa que no sea absolutamente inaplazable, perfecto para no salir de casa. Aquí, en el salón

de mi ático, hace calor. Compruebo el termostato de la calefacción: veinticinco grados centígrados. En la madrugada hacía frío, recuerdo que lo

subí. Lo ajusto a veintidós, es suficiente. Vuelvo a mirar por la ventana: el

tránsito está atascado, algunos impacientes hacen sonar las bocinas de sus automóviles, dos mujeres discuten por un taxi libre, un joven corre,

chapoteando en los charcos, con un diario sobre la cabeza... La lluvia no para de arreciar y yo siento un íntimo placer al ver este caos del que estoy

completamente a salvo. Al final del otoño los días son muy cortos. Hoy no se ha visto el sol, apenas

son las cinco y ya anochece. Me invade una dulce sensación de confortable tristeza. Arrebujado en mi sillón orejero me dispongo a continuar la lectura

de la novela que tengo entre manos. Es muy interesante: la historia de un joven polaco que estuvo preso en Auschwitz y sobrevivió. Ya me quedan

pocas páginas, qué pena. Termino la novela en poco más de una hora. Hace rato que tuve que

encender la lámpara pues ha oscurecido. El ruido de la lluvia, torrencial pero monótono, me está adormilando. Atisbo de nuevo por la ventana. Es

raro, no se ve a nadie y aún es pronto. Bien mirado, no es tan raro: las

calles se han transformado en ríos. Nunca he visto tanta agua en la ciudad, los coches no podrían circular. La mayoría de comercios ha bajado las

persianas, supongo que para evitar inundaciones. Pienso en mi automóvil, guardado en el garaje, en el sótano del edificio. Probablemente estará

inundado. No sería la primera vez que entrase agua. Me disgusta la idea pero no tengo intención de hacer nada; con la que está cayendo ni se me

pasa por la cabeza salir de mi refugio. Ya me enteraré mañana y el seguro cubrirá cualquier daño.

Las calles vacías y oscuras tienen un aspecto desacostumbrado, siniestro. Observo que el agua ha alcanzado ya buena altura, aproximadamente un

metro desde la calzada. ¡Qué desastre! ¿Será así en toda la ciudad? Cojo el teléfono para llamar a mi hijo mayor que vive en una zona más céntrica.

Marco su número pero nadie contesta. A esta hora aún no habrá vuelto del trabajo. Me preocupa imaginarlo por ahí en estas circunstancias pero aparto

la idea rápidamente. Es joven, es inteligente, es sólo lluvia en la ciudad...

Un estruendo me despierta, en el sillón, desorientado. Desde que duermo mal por las noches, me entra un sopor irresistible a cualquier hora. Miro el

reloj sobre la chimenea: son casi las diez. El resplandor de un rayo ilumina brevemente la sala y pasados pocos segundos otro trueno retumba por

vidrios y paredes. Me acerco a la ventana una vez más. Apenas puedo

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creerlo, el agua ha cubierto completamente el nivel de la planta baja y casi

alcanza la altura de las ventanas del primer piso. Corro al teléfono, descuelgo el auricular y espero inútilmente el tono de llamada: no hay

línea. En cuanto llueve no funciona nada, sentencio con hastío. Pienso

entonces en mi teléfono móvil, temiendo que también el servicio esté averiado. Lo compruebo y mis temores se confirman. Pero ¿a qué viene

esta ansiedad?, me pregunto. Estoy en el ático, a salvo de todo. Me hubiese gustado comprobar que mi hijo está bien, cierto, pero seguro que es así. No

hay nada que temer, es sólo lluvia... He cenado tarde, casi a medianoche. La televisión tampoco funciona, así

que estuve escuchando la radio. Nada decían de la tormenta, sólo encontré emisoras extranjeras o de música. Después hubo un corte de luz. Estuve

buscando un viejo receptor a transistores que se alimentaba con baterías; debe de estar en alguna parte pero no lo he encontrado. Hace años que no

lo uso, quizá ya no funcione. No pierdo de vista a la ventana. El agua sigue subiendo, cada vez más rápidamente. Ahora va por las ventanas del tercer

piso. Esto no puede ser real, parece una pesadilla, pero lo estoy viendo y estoy despierto. ¿Qué estará haciendo la gente a la que se le inunda la

casa? Las calles —los ríos debería decir— siguen desiertas. ¿Dónde están la

policía y los bomberos? Nunca ha llovido tanto, estas cosas no pueden suceder aquí... Confío en que pronto amaine y empiece a bajar el nivel. No

me acostaré mientras la tormenta continúe, ya no puede quedar mucho. El agua está tan cerca del balcón que podría tocarla con la mano. He bajado

todas las persianas, completamente. ¡Oh, Dios!, no sé qué hacer, ahora ni siquiera veo lo que sucede afuera. No me atrevo a levantar ninguna de las

persianas. Estoy aterrorizado. Hace rato que no oigo truenos y diría que el ruido de la lluvia disminuye,

gracias al Cielo. Esperaré un poco más y echaré un vistazo afuera. Seguro que el agua desciende más rápido de lo que ha subido. Pero ¿qué es eso

que entra bajo la puerta? ¿De qué están mojándose mis zapatillas de lana?

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Zasir

Hubo un momento en el que la inteligencia y la astucia dominaron a la fuerza.

Thork rugió como un león al levantar con orgullo la imponente cabeza del oso muerto. Los demás guerreros lanzaron gritos de júbilo, celebrando la

hazaña de su jefe. Todos se apresuraron a descuartizar al animal para transportarlo a la guarida de la tribu. Debían salir cuanto antes de la zona

rocosa en la que se encontraban; sólo el hambre los movía a entrar en aquel peligroso territorio cuando en los bosques, más abajo, las presas

escaseaban. En poco rato el cuerpo del oso estuvo dividido en varias partes

y los cazadores descendieron rápidamente hacia la gran caverna donde aguardaba el resto de la tribu. Caminaban alegres, gritando su victoria a los

cuatro vientos detrás de Thork, que abría la comitiva con la cabeza del animal sobre la suya y los cabellos empapados con la sangre que se

derramaba del preciado trofeo.

Pero no toda la sangre que cubría a Thork provenía del oso. El caudillo había luchado duramente y había recibido una buena cantidad de heridas y

magulladuras por todo el cuerpo; su propia sangre se mezclaba con la del animal, sin que fuese posible distinguir una de otra. A pesar de ello Thork

avanzaba feliz, ahora el espíritu del enorme oso le pertenecía y la fuerza de su presa pasaría a formar parte de su propio poder. Un nuevo colmillo

que añadir a su collar, el signo visible que lo distinguía como jefe del grupo, ¿qué otra cosa podría importar?

Las mujeres vieron de lejos a los guerreros y salieron a su encuentro, celebrando el regreso con unos alaridos característicos que extendieron la

noticia. No existían vínculos sólidos que uniesen parejas, sólo Thork tenía derechos sobre todas las hembras. Cuando ya no eran jóvenes Thork

dejaba de visitarlas; entonces las mujeres elegían a dos o tres compañeros entre los que repartían su favor y el resto de su fertilidad. Era raro que

alguna de las favoritas se atreviese a desafiar a su dueño y más raro aún que encontrara al hombre que accediese a colaborar en ello. El castigo era

terrible: la mujer era abandonada sobre una roca después de quebrar sus piernas y el hombre era ensartado en vida en una de aquellas largas lanzas

de madera que utilizaban para la caza. No era pues de extrañar que la mayoría de los niños fuesen hijos de Thork.

Zasir era un personaje peculiar. Más viejo, más flaco, más débil en suma

que los demás hombres, su función en la tribu no era la caza. Él hablaba

con el Sol, con el río, con las nubes y, en ocasiones, veía en sueños lo acontecido y lo que iba a acontecer. Y lo más importante, sólo él sabía

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cómo aplacar a los espíritus —los numas— cuando estos se enfurecían.

Vivía como una mujer, pero apartado de ellas. En su rincón oscuro, al fondo de la caverna, nadie osaba aventurarse. La silueta de sus manos pintada

innumerables veces sobre la pared rocosa parecía dar el alto a cualquier

intruso.

Cuando la hoguera se encendió al anochecer en la entrada de la caverna, el olor dulzón de la carne asada se extendió por todo el recinto.

Las mujeres volteaban los grandes pedazos sobre el fuego, impidiendo que se quemasen, mientras los hombres danzaban alrededor de Thork. Pasada

la excitación que produce la lucha, el jefe empezaba a sentirse de un modo extraño. No le dolían las profundas heridas, acostumbrado como estaba a

recibirlas, pero todo su cuerpo le pesaba como una losa, le faltaba aire y, lo peor, dentro de su cabeza sentía un dolor intenso, como si el espíritu del

oso hubiese entrado en ella y la desgarrase con sus zarpas. Se llevó la mano a la nuca y notó un dolor punzante al presionarla. Cubierta de

abundante sangre ya reseca, una buena brecha le hizo recordar el golpe recibido contra una roca cuando su adversario lo lanzó al suelo. Había sido

una lucha terrible. Pero Thork sabía que no debía mostrar debilidad, él era

el jefe y nadie se atrevería a dudarlo... mientras fuese el más fuerte. Así que bailó y gritó entre los guerreros agitando su collar de colmillos como

siempre había hecho.

Aquella noche todos los hombres quedaron hartos y, aunque siguieron comiendo hasta que sus estómagos no aceptaron ni un bocado más,

dejaron suficientes sobras para que las mujeres y los niños se diesen un festín como pocas veces habían podido darse. Zasir recibió su tributo: el

corazón del animal. Cuando el hechicero se aproximó a la hoguera para recogerlo, por un instante su mirada se cruzó con la de Thork. Esa visión

fugaz bastó para que Zasir comprendiera lo que estaba sucediendo. Llevando el corazón del oso ensartado en la punta de una afilada astilla de

madera, el brujo se aproximó al jefe y con un gesto le pidió permiso para sentarse a su lado. Thork asintió callando. Por un lado temía los poderes de

Zasir, no quería compartir su secreto con nadie. Por otro, tal vez el

hechicero podría ayudarlo, apaciguando al espíritu que lo estaba desgarrando por dentro. El brujo se sentó y comenzó a dar cuenta del trozo

de carne que le correspondía.

Al contrario que los demás, Zasir comía despacio, masticando largamente cada bocado y en absoluto silencio. De pronto estiró el brazo, asió una

pequeña rama medio consumida por el fuego y con ella tiznó dos rayas negras sobre su frente y dos más, una bajo cada uno de sus ojos. A la luz

ya tenue de la hoguera, su delgado rostro se volvió fantasmal. Hecho esto, miró abiertamente a Thork, quien le devolvió la mirada con una mezcla de

temor e interés. Zasir escrutó los ojos del jefe atentamente y comprobó lo que había intuido momentos antes: los dos puntos negros que ocupaban el

centro de la zona oscura no eran de igual tamaño. El hechicero se puso en

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pie y con la mano invitó a Thork a seguirlo al interior de la cueva. El jefe

fue tras él sin mediar palabra.

Los dos hombres se dirigieron al refugio de Zasir, que se encontraba casi a

oscuras. —¿Sabes por qué elegí este lugar y no otro? —preguntó el chamán. Sin

esperar respuesta, prosiguió— Porque lo que se habla aquí no se oye desde ningún otro sitio de la caverna. Lo he comprobado bien. Podemos hablar,

nadie nos escucha. —Lo has visto, ¿verdad? Aquí tengo el mal, ¡el espíritu del oso me está

matando...! —exclamó Thork como una súplica, llevándose una mano a la cabeza.

El hechicero la examinó, con gesto contrariado. Después preguntó:

—¿Puedes ver? —Sólo manchas borrosas, a un lado. Al otro lado todo está negro —explicó

Thork. Zasir permaneció en silencio unos instantes, con semblante preocupado.

—Una herida en la cabeza, se pierde la vista y esas manchas negras de

diferente tamaño dentro de los ojos... No hay duda, ha llegado tu hora, Thork. Vas a morir.

—¿Cuándo? —preguntó el jefe, palideciendo. —Pronto; esta noche, quizá mañana. Cuando te duermas ya no

despertarás. Así suele ser... —No importa, estoy preparado—. Thork respiró profundamente.

—Lo sé —asintió Zasir— eres valiente. Pero la tribu no está preparada; mañana habrá veinte hombres disputándose el collar de colmillos y eso será

terrible para todos. —¿Qué podría yo hacer? Las órdenes de un muerto no van a frenar la

ambición de ninguno de ellos... —Elige un sucesor y déjame hacer a mí —pidió el chamán.

Cuando los dos hombres regresaron, en torno a la hoguera se hizo un

profundo silencio. Zasir se había ataviado con todos sus abalorios. Con la

su cabeza cubierta por una impresionante testuz de ciervo ofrecía un aspecto sobrecogedor. Lanzó sobre las brasas algo que llevaba en su mano

izquierda, lo que produjo un largo chisporroteo. Después alzó las manos y clamó:

—¡Oídme! Un nuevo poder ha entrado en Thork y ha producido una

transformación. Aunque lo veáis como siempre, él ya no es un hombre. Se ha convertido en un numa y los otros numas lo reclaman a su lado. Ellos lo

han ordenado y nadie puede negarse. Esta noche partirá y ya no lo veréis más entre nosotros aunque él seguirá aquí, como los demás espíritus de los

antepasados. Durante tres días nos observará y consultará con los numas. En la mañana del cuarto día, aquél que al despertar encuentre el collar de

colmillos sobre su pecho, será el nuevo jefe. Y ¡ay de quien ose desafiar la voluntad de los espíritus!

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Dicho esto los dos hombres volvieron a entrar en la caverna. Zasir

acompañó a Thork a su lecho de pieles de oso y lo ayudó a recostarse en él. Una de las jóvenes se acercó a ellos sonriendo.

—Hoy no. Vete —. El chamán la despidió bruscamente y la muchacha se

apresuró a alejarse. Thork respiraba con dificultad, su cara enrojecida había empezado a

hincharse. —¿Tienes dolor? —preguntó Zasir. El jefe asintió con una mueca de

sufrimiento—. Te ayudaré —ofreció el chamán— pero antes deberías decidir sobre quién ha de ocupar tu puesto cuando mueras.

Moor... el jefe será Moor —contestó con voz apagada.

—¿Moor? —El brujo dio un respingo, como si la idea le sorprendiese—. Moor es cruel y vengativo, osado pero peligroso...

—¡Moor! —repitió Thork enérgicamente, mientras apretaba con fuerza el brazo de Zasir.

—Está bien, como órdenes —asintió el hechicero—. Traeré unas hierbas que te aliviarán. Ahora descansa.

Zasir permaneció cerca del lecho de Thork durante toda la noche, velando su agitado sueño. Los demás se mantuvieron respetuosamente apartados

de ellos. La hoguera arrojaba sus últimas llamas, ya próximo el amanecer, cuando el jefe exhaló su último aliento.

La costumbre era colocar el cadáver dentro de un saco hecho con pieles, en

el que se introducían también las armas del difunto y algunos amuletos para confortar su espíritu y asegurarse su favor, pero el chamán tenía

planeado algo diferente. Si Thork era ahora un numa, sus restos no debían ser tratados como un cadáver más. No sería enterrado bajo grandes rocas,

sino purificado por el fuego, algo que nunca antes se había hecho. Durante todo el día los hombres prepararon con gruesos troncos una pira, a un lado

del llano frente a la caverna y al caer la tarde el cuerpo del jefe, lavado y ungido con abundante grasa, fue colocado sobre ella. Su escudo de piel

bien curtida y su mejor lanza fueron puestos a los lados del cuerpo; y a sus

pies, la cabeza y las garras del oso que habían cazado el día anterior.

Caían los últimos rayos del sol cuando Zasir prendió la hoguera. El hechicero danzó largo rato a su alrededor, recitando palabras mágicas que

nadie más que él comprendía mientras agitaba sus abalorios y el collar de colmillos que Thork le había confiado antes de morir.

La pira ardió durante toda la noche, hasta que todo quedó reducido a cenizas. Zasir prohibió que nadie se acercara; el viento y la lluvia se

encargarían de dispersarla. No hubo llantos ni plañideras, puesto que Thork no estaba muerto sino transformado en numa, lo que debía ser motivo de

alegría.

Durante los dos días siguientes llovió con fuerza, cosa conveniente en esa época y que fue interpretada como un favor del jefe desaparecido. La tribu

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no se alejó de su refugio, tanto por la lluvia como por la ausencia de un

caudillo que pudiese dirigirlos. Bajo la aparente normalidad se podía notar una inquietud creciente entre los guerreros, separados de las mujeres por

decisión del chamán. En cierto modo Zasir se había erigido en jefe del

grupo desde la muerte de Thork, parecía ser el único que sabía qué hacer, capaz de controlar la situación. Todos le obedecían sin saber muy bien por

qué, presintiendo que no hacerlo sólo podría traer problemas.

Por fin llegó el alba del cuarto día, el día esperado. Un alboroto repentino despertó a todos antes del amanecer. En el centro de la gran caverna,

lanzando gritos de júbilo, el joven Ollur agitaba en su mano derecha el collar de colmillos que había encontrado sobre su pecho momentos antes.

¡Los numas habían hablado y él era el elegido! Zasir, aparentemente ajeno al revuelo, permanecía en la penumbra, en su rincón.

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El guapo de Santaella

Este cuento está basado en personajes y algunos

hechos reales, y es una ucronía que muy bien pudo suceder así.

En el crepúsculo de un día gris, a finales de otoño, un hombre de aspecto distinguido avanzaba a lomos de un caballo en dirección a Santaella. Sin

prisa, mecido el cuerpo por el balanceo de la cabalgadura, el jinete iba

absorto en sus meditaciones. Al aproximarse al pueblo y enfilar la calle del Mesón, encontró a algunos labriegos que regresaban de su quehacer;

hombres sencillos, como sencilla es la vida en el campo, que volvían la cabeza con curiosidad para ver al forastero, un acontecimiento inusual en

esta villa que, desde que anduvo por ella don Gonzalo Fernández de Córdoba –mucho tiempo atrás–, parecía olvidada por todos excepto por los

mismos santaellanos. Sintiéndose observado, el caballero tomó las riendas con más brío y,

componiendo su figura en lo que pudo, se dirigió calle arriba, hacia el castillo que presidía la plaza Mayor. Dejó atado al jamelgo en una argolla

cercana a la puerta y entró en el viejo edificio, una antigua fortaleza que en tiempo de moros fue gloriosa y que por entonces, ya algo desmochada,

servía de casa consistorial. Atravesó con paso decidido una amplia sala vacía, en cuyo extremo se podía ver una estancia más pequeña,

desprovista de puerta. Un hombre sentado frente a un escritorio cubierto

de pliegos miró con gesto atento al forastero, a la tenue luz de una lámpara de aceite.

—Busco al alguacil –anunció el recién llegado, despojándose del sombrero. —Estáis frente a él. ¿Y vos sois...? —indujo el hombre.

—Miguel de Cervantes, recaudador de tributos de Su Majestad. Vengo por el cobro de las alcabalas atrasadas.

El alguacil hizo un mohín apenas perceptible. Las cargas que la Corona imponía a Santaella eran excesivas y sabía de algunos paisanos que no

habían podido afrontarlas. La llegada del recaudador no podía significar sino problemas. Miguel, que era manco del brazo izquierdo, dejó el sombrero

sobre una silla para sacar de su gabán unos papeles, que tendió a su interlocutor.

—Aquí tenéis mis credenciales —dijo, avanzando hasta el escritorio. El otro tomó los documentos y los ojeó, antes de devolverlos a su dueño.

—Sentaos —ofreció amablemente—. ¿Qué queréis de mí, don Miguel?

—En realidad, nada, al menos por ahora —explicó el recaudador, tomando asiento—. Sólo informaros de mi presencia en el pueblo. En pocos lugares

soy bienvenido pero muy raramente se producen altercados. —¿Y qué tenéis pensado hacer?

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—Me alojaré en la fonda y mañana empezaré a visitar a los morosos —

respondió Miguel, con el tono resignado de quien, a su pesar, ha de cumplir una penosa obligación.

—Informaré al señor alcalde en cuanto lo vea. Si algo precisáis... —el

alguacil dejó la frase en suspenso—. Hay dos fondas en el pueblo; os recomiendo la que encontraréis en esta misma calle, un poco más abajo.

Los dos hombres se despidieron y Miguel salió, tomó las riendas de su caballo y se encaminó a pie hacia el mesón, que ya había descubierto

cuando pasó frente a él, calle arriba. Golpeó con la aldaba por dos veces y no tardaron en aparecer un hombre y

un muchacho. Las ropas de Miguel, aunque algo raídas, eran finas y distaban mucho de las que solían vestir los lugareños. El mesonero, poco

acostumbrado a recibir a huéspedes distinguidos, se deshacía en atenciones, tanto por quedar en buen lugar como por las pingües ganancias

que se prometía. Tras varias reverencias y muchas lisonjas, Miguel fue conducido a una de las habitaciones del primer piso, mientras el muchacho

llevaba el caballo a la cuadra. —¿Qué trae por aquí a vuestra merced? —preguntó el mesonero al llegar a

la alcoba, sin poder contener su curiosidad

—Nada que os interese —replicó Cervantes, dando largas. Pero pensándolo mejor, añadió— Como os enteraréis de todos modos, os lo diré. Vengo a

cobrar los impuestos que no se pagaron cuando era preciso. Sed discreto si no buscáis pleitos; los dineros de Su Majestad son cosa seria.

—Yo... —prometió el mesonero, haciendo un gesto con la mano, como quien se cose los labios—. Estaréis hambriento; venid, os pondré algo de

cenar. —Id delante, os seguiré en cuanto me haya aseado.

Cuando, poco después, Miguel bajó a la taberna, sus cuatro mesas estaban ocupadas. Tres de ellas por grupos de campesinos que bebían y charlaban

animadamente. En la cuarta, un hombre ya maduro, de fino bigote y perilla, estaba sentado frente a una jarra de vino. Por su aspecto Miguel

pensó que debía de ser un militar. El mesonero salió al encuentro de su nuevo huésped, con gesto desolado.

—¡Cuánto lamento no poder acomodar a vuestra señoría como merece!,

pero ya veis... —se excusó en tono plañidero, señalando al comedor—. ¿Os importaría compartir mesa?

Sin responder, Miguel se acercó a la que ocupaba el hombre de la perilla y señaló a uno de los asientos vacíos.

—¿Me permitís? —preguntó. —Os lo ruego —accedió el otro, cortésmente—. A mí me sobra mesa y a

vos os falta; sentaos, pues. Poco más tarde, Miguel había dado buena cuenta de un no muy colmado

plato de garbanzos con algún rastro de chacina y un buen pedazo de pan. A pesar de su única mano, el recaudador se valía con destreza y hasta con

elegancia. Desde el otro extremo de la mesa, su acompañante lo miraba con tanta insistencia que Miguel terminó por sentirse incómodo.

—¿Nos conocemos? —preguntó en tono cortante.

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—Sólo desde hace unos minutos —respondió el otro. La situación parecía

divertirlo—. ¿Sabéis que el modo en que come un hombre dice mucho de él?

—¿Y qué habéis descubierto? —Miguel sintió curiosidad por lo que podría

decir. —Primero, que habéis conocido días mejores. Segundo, que no os gusta

hablar; de ahí mi silencio. Miguel sonrió, complacido por el ingenio de su compañero de mesa.

—No andáis desencaminado, pero sólo acertáis a medias. He conocido mejores días, mas en cuanto a lo de hablar...

—¿Cuál es vuestra gracia? —interrumpió su interlocutor. —Miguel. ¿Y la vuestra?

—Me llaman Alonso. —Sois soldado, ¿verdad?

—Lo fui; dejé el ejército hace años. Es una triste historia... —Me agradaría escucharla, si tenéis tiempo y os apetece —pidió Miguel.

—Pues allá va. Nací en esta villa el ocho de septiembre de 1546. Quedé huérfano muy joven y me crié con mis abuelos. En el pueblo no encontré

futuro; yo no quería terminar siendo un campesino, sino un caballero, como

los personajes de los libros de aventuras que leía siendo niño. Así que cuando cumplí los veintidós, malvendí la casa y las tierras que heredé y

partí a buscar fortuna al servicio del rey Felipe. Entré en el Tercio y ascendí muy pronto a capitán. Una buena paga, todo el vino que pudiese beber y

un jergón donde dormir bajo techo era todo cuanto yo necesitaba. El capitán pidió una nueva jarra y llenó ambos vasos antes de seguir.

—La guerra es dolor y muerte, pero también honor y gloria. Sin ello sería cosa de salvajes.

—La guerra es siempre cruel —opinó el recaudador—. Luché en Lepanto con Juan de Austria; un gran hombre a pesar de su juventud. Allí perdí la mano

—agregó, mostrando su brazo izquierdo, que cubría con una especie de guante de cuero negro.

—Sois un héroe, entonces... —¡Ah!, no os equivoquéis. Soy sólo un lisiado. Los héroes son los que,

desde los despachos, dan las órdenes en medio de lujos y comodidades. De

ellos son las estatuas y para ellos los parabienes de la Historia. Pero decidme —instó Miguel—, ¿por qué dejasteis el empleo que tanto os

agradaba? —Fue en el norte de Francia, donde los hugonotes se aliaron con los

rebeldes de Flandes. El ejército francés nos hostigaba continuamente. Un espía informó que en una aldea próxima se estaban acuartelando las tropas

enemigas. Mi compañía recibió la orden de atacar. Se eligió una noche sin luna, apenas se podía ver nada. Llegamos sigilosamente a las primeras

casas, extrañados por no encontrar centinelas. Algunos de mis hombres prendieron fuego a las techumbres mientras el resto se preparaba para

abatir con mosquetones a cualquiera que saliese de los edificios. En poco tiempo las casas estuvieron envueltas en llamas y una densa humareda se

extendió por toda la aldea. En cuanto las puertas y ventanas se abrieron,

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ordené a mis hombres que dispararan sobre todo lo que se moviese... ¡Así

me hubiera llevado el Diablo! —¿Qué queréis decir? Las batallas son siempre terribles. —Miguel no

comprendía la desazón del capitán.

—La información del espía era falsa —desveló Alonso—. En la aldea no había más que mujeres, niños y algunos viejos. Todos murieron. No puedo

explicar lo que sentí... —añadió, antes de tomar un generoso trago de vino. —Comprendo —comentó Miguel, apenado.

—Tengo a esa niña aún en mi cabeza... Tendría unos ocho años. La encontramos en una de las casas, en un rincón. Parecía una muñeca negra,

sus ropas y cabellos se habían consumido, al igual que los párpados y parte de los labios, dejando un rictus que semejaba una terrible sonrisa. Y sus

ojos... —Alonso estaba visiblemente alterado. —Fue un error, un lamentable accidente. Miradlo así, no debéis culparos.

—Supongo que tenéis razón pero ¡decídselo a los muertos...! A nadie pareció importarle, ni a los soldados, ni a los superiores. Entonces

comprendí que yo no podía seguir allá o acabaría siendo una bestia como ellos y decidí volver a Santaella; un largo camino que me ha tomado mucho

tiempo.

—Sois un hombre cabal, demasiado para los tiempos que corren —sentenció Miguel.

—Quise vivir como un caballero y terminé asesinando a mujeres y niños —comentó Alonso con amarga ironía—. Pero ahora ya no acepto órdenes de

nadie.

A la mañana siguiente Miguel comenzó su trabajo. Los deudores eran en su mayoría pequeños terratenientes que vivían del ganado, el cultivo de trigo

y la producción de un aceite de excelente calidad. La tarea del recaudador era fácil: lo recibían con amabilidad y respeto, no exento de cierto temor,

aunque Miguel sabía que, para sus adentros, lo maldecían a él y a todo su linaje. Después de informarles del estado de su deuda, ellos argüían toda

clase de excusas, de errores, de malentendidos... El recaudador escuchaba pacientemente sus razones, para acabar explicándoles que todo era ya

inútil, no había más opción que pagar o ir a presidio. Pedían entonces un

plazo para reunir el dinero, les concedía unos pocos días y ellos liquidaban la deuda a regañadientes. Así solía acontecer.

Cuando regresó Cervantes a la fonda para el almuerzo, Alonso estaba en el mismo lugar que el día anterior. Al verlo, el capitán le hizo una seña

invitándolo a compartir su mesa. Miguel había quedado conmovido por el relato de la víspera y empezaba a sentir afecto por aquel hombre. Mientras

comían, ambos continuaron hablando sobre sus atribuladas vidas. Casi de la misma edad —Alonso un año mayor—, los dos habían sido soldados y

llevado una vida errática, sin más rumbo que el que marcaban Fortuna y Necesidad. Miguel desveló que su verdadera pasión era la Literatura, que le

daba muchas satisfacciones mas tan escasas rentas que se veía obligado a ejercer de recaudador, un empleo odioso pero que le permitía comer

caliente todos los días. Por un duelo de juventud tuvo que abandonar la Universidad de Salamanca antes de concluir los estudios, y escapar a Italia,

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donde fue secretario de varios nobles y algún cardenal. Ello lo llevó a

Lepanto, en mala hora, pues no sólo perdió allí una mano; también la libertad, durante un largo cautiverio en Argel, al ser apresado por los

corsarios berberiscos el barco en que volvía a España, licenciado por sus

heridas. Contó también sus intentos fallidos de escribir teatro y se confesó autor de alguna novela de escaso éxito, en especial de una titulada La

Galatea, pendiente quizá de ser continuada. —Así que sois escritor... ¡Magnífico! No hay oficio mejor ni más necesario —

afirmó el antiguo capitán. —Lo intento, amigo Alonso, lo intento. Para mí es lo más importante. Mi

pluma es mi inseparable compañera y casi siempre la única. —¡Qué gran cosa, los libros! —reflexionó Alonso en voz alta.

—¿Os gusta leer? —Ahora apenas leo, me aburre. Pero cuando era muchacho, nada me

agradaba más. Nunca he sido tan feliz como lo fui entonces, leyendo las aventuras de aquellos valientes caballeros cuyas únicas leyes eran el Honor

y la Justicia. ¿Sabéis a qué me refiero? Yo vivía esas historias como si estuviese dentro de ellas y al acabar cada libro me sentía profundamente

triste; de pronto todo un mundo desaparecía. Es asombroso tener el poder

de crear esos mundos. —No los creamos los escritores, esos mundos existen en alguna parte. Vos

mismo sois un mundo sobre el que alguien podría escribir una historia. Se me hace tarde, he de dejaros —anunció de pronto Miguel—, tengo algunas

visitas pendientes. Continuaremos la conversación en otro momento, si os apetece.

Cuando el recaudador hubo salido y se disponía a marchar, el mesonero, que había ido tras él, lo llamó en voz queda:

—¡Señoría!, psss, ¡excelencia, esperad! —pidió, mientras se le acercaba con toda la rapidez que le permitía su voluminosa panza—. Debí advertiros

antes, pero no encontré ocasión. El caso es que... —el hombre titubeó— bueno, supongo que os habréis dado cuenta ya...

—Hablad de una vez, ¿de qué he debido darme cuenta? —Miguel se impacientaba, temiendo algún embrollo.

—Pues que don Alonso está... —E hizo un movimiento circular con el dedo

índice alrededor de su sien. —¿Qué queréis decir?

—¡Que es un lunático, vaya! —¿Y eso quién lo dice?

—¡Todo el pueblo! Lo llaman el guapo por lo pendenciero. Si os sorprende es porque apenas lo conocéis. ¿No os ha contado lo de la niña muerta? ¿O

cuando soltó los mulos del molino? ¿Y lo de la ventana de Aldonza? ¡Está como una cabra! He creído que debía advertiros. Si se le contraría se pone

furioso, sólo por eso os lo cuento. Sed precavido. —Quedad con Dios —se despidió Miguel, espoleando su montura sin más

comentario. Ni aquella noche, ni en todo el día siguiente, el recaudador volvió a

encontrarse con su nuevo amigo. No dejaba de pensar en lo que le había

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dicho el mesonero. ¿Sería cierto? Él no había notado ningún rasgo de locura

en Alonso, al contrario, le parecía un hombre bastante sensato.

Al tercer día, yendo Miguel por la Sendilla camino de una de las fincas que

quedaban por ese lado del pueblo, vio a Alonso sentado en un poyo. —¿Qué hacéis por aquí? —preguntó Cervantes en tono jovial, bajando del

caballo. —¿Veis aquella casa con tres ventanales? Allá arriba, la más alta... Allí vive

mi amada. De un momento a otro se abrirá una de las ventanas y aparecerá la dama más bella que habita sobre la Tierra. Me mirará, la

miraré y nos sonreiremos. Después irá adentro, dejando la ventana abierta. Es una señal.

Ambos quedaron en silencio, mirando a las ventanas. En efecto, al cabo de pocos minutos sucedió tal como Alonso había predicho. Miguel pensó que la

muchacha tenía un aspecto bastante tosco, seguramente una criada, pero se abstuvo de comentarlo.

—Ya tenéis vuestra señal —bromeó con picardía—. Corred a su encuentro, no os preocupéis por mí, tengo quehacer.

Alonso movió la cabeza a uno y otro lado, rechazando la propuesta de su

amigo. —Entonces, ¿eso es todo? —Cervantes no comprendía—. ¡Alonso!, que

tenéis cincuenta años... Si es vuestra amada, ¿no sería mejor que fueseis tras ella?

—Me decepcionáis, Miguel. Sois escritor, tendríais que entenderlo. ¿Queréis decir que debería cambiar esta historia mágica por un vulgar encuentro?

¿Iniciar una relación en la que sólo pueden crecer los problemas y mermar las ilusiones? No haré tal cosa. Ella es mi dama en su castillo y yo su

enamorado caballero. Decid que hay mujer más dulce que mi Aldonza y os ensartaré como a una liebre.

Cervantes no estaba seguro, después de la advertencia del mesonero, de que su amigo hablara en broma o no, así que prefirió no abrir la boca.

Unos días después Miguel y Alonso se encontraron por última vez. Fue en la

fonda, la víspera de la partida del recaudador, que ya había terminado su

cometido. Alonso estaba alegre y locuaz, contando una tras otra las historias más disparatadas que le habían sucedido en el largo camino de

regreso a Santaella. Por el contrario Miguel se mostraba triste y preocupado.

—¿Qué sucede, amigo, que vuestra cara parece hoy más larga que un día sin pan? —preguntó el viejo soldado.

—He tenido un mal día. Dos de las familias del pueblo no alcanzan a pagar las alcabalas con sus intereses. No puedo hacer otra cosa que comunicarlo

al corregidor. Los dos hombres irán a presidio. —¿A galeras? —preguntó Alonso, dando un respingo.

—No, ¡por Dios!, nadie va a galeras sólo por deudas —Miguel esbozó una sonrisa por la ocurrencia de su amigo—. Quedarán en la prisión de Écija.

—¿Y no podéis evitarlo? ¿Alguna componenda...?

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—Nada puedo hacer y me entristece; es buena gente que está pasando por

un mal momento. Al final todo se arreglará, pero el daño estará hecho. ¡Quién sabe el tiempo que estén allí!

—Decidme una cosa... Con sinceridad, sois mi amigo, ¿no? —preguntó de

pronto Alonso, en tono franco. —Bien sabéis que sí.

—¿Os han dicho en el pueblo que soy un lunático? La pregunta tomó a Cervantes por sorpresa. Por un momento dudó qué

contestar. —Sí —admitió por fin.

—¿Y lo creéis así? Se hizo un largo silencio. Después Miguel miró directamente a los ojos de

Alonso y respondió. –Sí. Pero la vuestra es una locura maravillosa. Quizá el loco no seáis vos,

sino todos los demás. —Entiendo —dijo el capitán, con semblante hosco.

—Alonso, de niño descubristeis un mundo de honor y de justicia que no es real. Más aún, que es imposible. Pero os refugiáis en él constantemente.

Vivís en una fantasía que no existe y ello os lleva a hacer locuras. Los que

nos creemos cuerdos también conocimos ese mundo en nuestra infancia, pero lo arrasamos en cuanto nuestros intereses y temores chocaron con él.

Sois un idealista impenitente y no se me ocurre locura mayor, ni más sensata.

—Así que esos hombres irán a galeras... —Alonso volvió a cambiar de tema. Miguel desistió de corregir su error, sospechando que sería inútil—.

¿Cuándo vendrán a por ellos? —Dentro de cuatro o cinco días. Ahora están en la cárcel del pueblo, bajo la

custodia del alguacil. —¿Y cuántos guardias los acompañarán?

—Suelen venir dos, a veces tres... ¿Pero no estaréis pensando...? —Quedad tranquilo, no estoy pensando nada que no se deba pensar —

replicó Alonso con un guiño, otra vez animado. Miguel se levantó de su asiento y se aproximó despacio a su acompañante.

—Quizá no nos veamos más, capitán, pero siempre os recordaré con afecto.

Puede que escriba algo sobre vos... —¿A quién podrían interesar mis fechorías? —Alonso rio a carcajadas—.

Escribid historias galantes con final feliz, eso os dará fama y fortuna, no las andanzas de un lunático que sólo recuperará la razón cuando llegue el

momento de pasar cuentas. —Salgo mañana muy temprano, me despido ya. Hasta un nuevo encuentro,

querido Alonso, que tengáis suerte y... sed cauto. —Si alguna vez estáis en apuros, sabed que en Santaella contáis con un

amigo que hará cualquier cosa por vos. Sólo tenéis que avisarme y yo acudiré allí donde estéis.

Los dos hombres se abrazaron y Miguel se retiró a su habitación. Al día siguiente, el largo camino a Castro del Río lo esperaba.

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El diablillo

La escuela a la que fui cuando era niño había sido mucho antes una casa de campo rodeada por huertos, cuadras y cobertizos. Cuando la ciudad se

extendió hacia ese sector solo quedó la vieja casona, tan perfectamente alineada con las calles y los otros edificios que cualquiera hubiese creído

que formaba parte del mismo proyecto, si su vetusta apariencia no la delatase. El centro era un colegio privado que, bajo el pomposo nombre de

Academia Soteras de Estudios Mercantiles, Idiomas y Bachillerato, acogía a los hijos de lo más selecto de la clase media del barrio.

Mi casa quedaba a unas diez manzanas de distancia y yo hacía a pie los

cuatro trayectos diarios. Media hora era el tiempo estipulado para cada uno de ellos, aunque casi siempre al volver me entretenía jugando en la calle o

en los futbolines y después debía apresurarme para recorrerlo en apenas diez minutos. Con el tiempo, los entretenimientos se fueron alargando y, a

pesar de que mis pasos se hicieron más veloces, yo regresaba cada día más tarde y mi madre me recibía con creciente disgusto.

Para esquivar regañinas y castigos empecé a inventar excusas: que había encontrado en el camino a una amiga de la familia con la que estuve

hablando un rato, que habíamos tenido una clase especial de gimnasia, que nos habían llevado a la parroquia para la catequesis... Las mentiras eran

cada vez más osadas, hasta que un día en el que el retraso fue más que notable no se me ocurrió otra cosa que decir que se había producido un

incendio en el colegio. No calculé bien las consecuencias y cuando lo advertí, ya estaba dicho. Mi madre me cosió a preguntas que yo no sabía

responder y se quedó muy alarmada. Tanto, que decidió ir al día siguiente

conmigo a la academia para hablar con el director y enterarse de lo sucedido. Cuando por la mañana me tomó de la mano para llevarme al

colegio, yo estaba aterrado. Callado como un muerto, caminé al lado de ella a lo largo de las diez manzanas, pensando en lo que sucedería cuando se

descubriesen mis mentiras. Esta vez no podría librarme... Por fin giramos, enfilando el último tramo y, cuando estaba convencido de que solo unos

pasos me separaban del más negro de los castigos, quedé tan sorprendido que mis piernas apenas pudieron sostenerme: frente a nosotros, la

Academia Soteras, con las ventanas de la parte superior ennegrecidas por el humo, ofrecía el triste aspecto de un edificio que acabara de sufrir un

incendio. Allí no había nadie más que unos pocos bomberos que habían quedado de retén y un policía municipal, así que volvimos por donde

habíamos ido. Yo estaba eufórico por el increíble golpe de suerte, casi no podía creerlo. Los daños no fueron importantes, las reparaciones se

realizaron con urgencia y las inesperadas vacaciones fueron cortas. Para mi

decepción, el colegio volvió a abrir tras unos pocos días. Semanas después, durante las fiestas del barrio vecino, una tarde falté a

las clases para curiosear por las atracciones de la feria. Al día siguiente falsificaría la firma de mi madre en una de sus tarjetas para justificar la

ausencia; no sería la primera vez. Estaba a punto de acercarme a la mayor

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de las tómbolas cuando, entre el gentío, apareció frente a mí la secretaria

del director del colegio. Cruzamos una mirada fugaz antes de que yo me escabullese, y en la dureza de sus ojos vi el abismo que se estaba abriendo

bajo mis pies. Pasé el resto de la tarde deambulando, solitario, pensando

en el modo de salir del nuevo problema en el que estaba metido, hasta que llegó la hora de regresar a casa. Volví con el temor de que aquella

aborrecible mujer ya me hubiese delatado, pero todo discurrió con normalidad y disimulé lo mejor que pude, comportándome como cualquier

otro día. Cuando, lleno de preocupación, a la mañana siguiente fui al colegio, recibí

la más sorprendente de las noticias: la secretaria del director, a la que todos llamábamos "señorita María", había fallecido la tarde anterior,

atropellada por un automóvil. Todo el mundo estaba consternado y nadie prestó atención a mi ausencia pendiente de justificar. Ese día no hubo

clases, por el luto, así que regresé a casa, entre aliviado y aturdido. Aquella noche no me fue fácil conciliar el sueño. Reconocía que la muerte

de la mujer me había alegrado, por librarme de un mal rato y del castigo, y eso me producía algo de remordimiento. Ya todos se habían acostado y yo

aún seguía sin poder dormir. Entonces oí un ruido a los pies de la cama,

creí sentir algo extraño y encendí la luz para ver de qué se trataba. Sentado en la orilla del colchón se encontraba un hombrecillo escuálido y

peludo, de unos tres palmos de estatura, vestido con una túnica negra como una sotana. Cerré los ojos por un momento, pensando que la visión

desaparecería, pero cuando volví a abrirlos el hombrecillo seguía allí. —Hola, Ricardito —saludó con voz aflautada.

—¿Quién eres?, ¿qué haces aquí? —Inexplicablemente, no sentí miedo. —¡Ah!, hace mucho tiempo que estoy contigo, aunque no me hayas visto

hasta ahora. —No te creo... Con lo pequeño y feo que eres te recordaría —repliqué,

burlón. El hombrecito rio la gracia. —Solo puedes verme si yo quiero que me veas —explicó, poniéndose serio.

—¿Qué eres, un mago? —No, no. Yo soy... tu diablo de la guarda. ¿No has oído hablar de mí?

—¿Diablo de la guarda? ¿No es un ángel quien se encarga de eso? —

pregunté, extrañado. —Depende —respondió con aire misterioso—. Hay quien tiene diablo y hay

quien tiene ángel... Tú tienes diablo. Me tienes a mí. —¿Y eso por qué?

—No lo entenderías. Lo comprenderás cuando seas mayor. Me dedico a cuidar de ti. Soy bueno en mi trabajo, ya lo habrás notado.

—Yo no he notado nada. Es mi madre quien cuida de mí —puntualicé. —¿Acaso crees que la escuela ardió sola, o que esa mujer que te vio en la

feria desapareció por casualidad? —preguntó el diablillo con malicia. Quedé boquiabierto de asombro ante lo que él estaba sugiriendo.

—Por hoy ya está bien. ¡Ahora a dormir! —ordenó.

Debí de quedarme dormido, porque no recuerdo más. Cuando desperté, pensé que todo había sido un sueño. Jamás he vuelto a ver al hombrecillo

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ni a soñar con él. Pero a veces, cuando estoy acostado, noto extraños

ruidos al pie de mi cama y, desde aquella noche, siempre que estoy en algún apuro, algo extraordinario sucede y me libra del problema. Esta

semana, sin ir más lejos, ha sufrido una embolia el auditor contratado por

la empresa donde trabajo como contable.

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Viernes

Raúl siempre fue un niño difícil. En el colegio, con los amigos, en el gimnasio, en todas partes tuvo problemas. María, su madre, pensaba que

no eran ni más ni menos que los problemas que tenían todas las madres del mundo con sus hijos, criados en un entorno cada vez menos propicio

para una buena educación, de la de antes. Una pelea en la que alguien resultó con un ojo amoratado, unos insultos a algún profesor, las tareas

siempre pendientes de presentar, las malas calificaciones por norma... Travesuras corrientes, decía ella. La muerte del padre cuando Raúl contaba

nueve años obligó a María a dedicar más horas a su trabajo; el niño pasaba

mucho tiempo solo y la relación entre ambos se distanció. Vicente, su hijo mayor, era fruto de su primer matrimonio. Medio hermano

de Raúl y separados por catorce años de diferencia, nunca sintieron apego el uno por el otro. El mayor había sido un muchacho aplicado que parecía

tener muy claros sus objetivos en la vida. Aunque apoyó a María en el divorcio y condenaba el maltrato continuo del que su madre había sido

objeto, no le agradó que contrajera nuevo matrimonio; algo visceral, pues comprendía que ella intentase rehacer su vida. Pronto le pareció que él

estaba allí de más, ya era demasiado mayor para aceptar a un desconocido como padre; se sintió extraño, ajeno, y decidió marcharse. Al cumplir los

dieciocho años se alistó en el ejército profesional. María lloró y le suplicó que se quedara, pero los argumentos del joven prevalecieron, pues eran

poderosos y bien meditados. El pequeño Raúl estuvo eufórico porque su habitación y la casa en general quedaran sólo para él.

Tras la muerte de su segundo marido, María se sintió completamente sola.

Los diez años de su segunda relación habían pasado como un soplo. Ella seguía siendo relativamente joven pero ni por un momento pasó por su

cabeza que aún podría tener otra oportunidad. Vicente aún le dolía y no quería que Raúl siguiera sus pasos. Santiago no había sido un mal hombre,

pero cuando pensaba en él sólo venían a su cabeza calcetines, lavadoras, pucheros y el sobre a fin de mes con el salario. A sus cuarenta y siete años

y con un hijo que entraba en la adolescencia no debía hacerse ilusiones. Y no las hizo.

María recordaba perfectamente el día en que todo cambió. Faltaban pocos meses para que Raúl cumpliese catorce años. Ella volvió del trabajo, tarde,

como siempre, pero esta vez el niño no estaba en casa. Esperó hasta la madrugada, sin saber qué hacer. Se decidió por fin a llamar a la policía.

Tomaron nota, intentaron tranquilizarla: "Ya verá como sólo es una travesura, no se preocupe... Pero cuando vuelva ponga remedio, eso sí. Y

avísenos".

Raúl volvió cuando el día empezaba a clarear. Él no estaba normal, María no sabía qué era pero había algo muy raro en su actitud y en su mirada.

Debatiéndose entre el alivio y la indignación, lo recibió con dureza: —¡¿De dónde vienes a estas horas?! ¿Qué has estado haciendo? —exclamó

a gritos, perdidos los nervios.

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—Vete a la mierda, vieja —fue todo lo que contestó su hijo, camino del

dormitorio, sin apenas mirarla. Algo se rompió ese día para siempre. Desde aquel viernes María tenía la sensación de vivir con un extraño. Un

extraño peligroso, un enemigo cruel bajo su mismo techo, al que

alimentaba y cuidaba, pues era su hijo. No hablaban más que lo imprescindible, normalmente insultos y exigencias del joven cuando algo no

estaba a su gusto o necesitaba dinero. Se hicieron corrientes las ausencias en la escuela, las llamadas del director, las citas con el psicólogo a las que

Raúl nunca acudía... hasta la primera vez que la llamó la policía: tenían a su hijo retenido en el cuartelillo.

Pasado el disgusto inicial, al principio María creyó que la intervención de la policía y los jueces podría enderezar la situación. Pero pronto se dio cuenta

de que tampoco ellos podrían arreglar nada. Cada vez que su hijo ingresaba en algún centro salía más pervertido y aumentaban sus deseos de

venganza. Los psicólogos y psiquiatras coincidían en que no era un enfermo mental, no era una persona incapaz de distinguir el bien del mal; su

problema era un trastorno de la personalidad, con rasgos psicopáticos. En otras palabras, un antisocial, un egoísta acérrimo, una mala persona como

muchas de las que ocupan las cárceles de todas partes, pero perfectamente

responsable de sus actos. Pasaron los años y ya perdió la cuenta de las veces que Raúl había entrado

y salido de la cárcel, por drogas, por robos, por violencia… La mala vida que llevaban pasó factura pronto. A sus treinta y nueve años, su hijo parecía un

viejo prematuro. Y ella se sentía como una muerta en vida. Raúl ya no servía para nada, ni siquiera para robar o trapichear con

cualquier cosa. Había conseguido una invalidez, pasaba la mitad del tiempo en el Centro de Salud y la otra mitad dormido, o fumando frente al

televisor, con alguna botella siempre cerca. Cobraba una pequeña pensión, que le duraba tres días. Fundía sus cuatrocientos euros recién cobrados en

un par de juergas, de las que regresaba destruido, física y psíquicamente. Después echaba mano a la paga de María, que debía hacer milagros para

cubrir las facturas y alcanzar a poner un plato en la mesa a finales de mes. ¡Pobre de ella si no le llevaba los dos paquetes de tabaco que Raúl exigía

diariamente! La insultaba, la golpeaba, destrozaba el dormitorio hasta

encontrar el dinero. Y lo mismo los viernes, casi todos los viernes, si no le daba los cincuenta euros que él exigía para “dar una vuelta”… Pero a veces

la buena mujer no tenía nada que dar. Entonces Raúl enloquecía, la sacaba de la casa a golpes y empujones, ¡No vuelvas sin el dinero o te mato!,

amenazaba. María era consciente de que sólo el Tranxilium 50 había evitado hasta ese momento una desgracia mayor. “Dele tanto como

necesite para estar tranquilo”, había aconsejado el médico. Y Raúl lo tomaba de buen grado, pues tampoco él se aguantaba a sí mismo. Pero los

viernes no, ese día de la semana él tenía otros planes… Hoy es viernes; María puso sobre la mesa el bote de Tranxilium con la

esperanza de que Raúl lo tomase. Pero él, como todos los viernes, no lo tocó. Después de comer se echó en el sofá, con su tabaco, su botella de

vino y Tele5 a mano. Estuvo hablando solo un buen rato. Más tarde lo oyó roncar. María lo mira, dormido, y lo ve aún como al niño que una vez

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amamantó entre sonrisas. Cuando despierta, ya ha anochecido. La mujer

sabe lo que va a pasar, y no hay dinero. Un agotamiento insuperable se apodera de ella. Elige anticiparse a los hechos. Cuando él está distraído,

coge el abrigo y sale a la calle. Pasará la noche en un banco, como tantas

otras… Raúl tendrá que conformarse hoy con la botella de vino que dejó en la mesa, el tabaco, Tele5 y algún video porno de los que pone ante ella, sin

reparo. Hace tiempo que María ya no llora; se agotaron sus lágrimas. Pero esta noche un dolor intenso le fluye por todas sus venas y escapa como un

torrente por sus ojos, en silencio. En el bolsillo de su abrigo lleva dos frascos de Tranxilium 50: uno, vacío; en el otro aún quedan algunas

cápsulas. Suficientes.

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Adam & Eve

Como cada tarde, el anciano salió a dar una vuelta por su jardín. Comprobó que todo estuviese en orden: había llovido la noche anterior, el sol había

calentado durante todo el día, los frutales ofrecían un magnífico aspecto... Esa noche volvería a llover, los pastos lo necesitaban. A lo lejos vio a

Adam, sentado en el suelo, junto al lago y decidió saludarlo. Al acercarse distinguió los rítmicos movimientos de su brazo derecho y prefirió no

molestar. No era la primera vez que esto sucedía. “No es bueno que el hombre esté solo”, pensó el anciano. “Tendré que hacer algo…”

Aquella noche se acercó a Adam mientras éste dormía. Viéndolo desnudo,

enseguida comprendió lo que tenía que hacer. Debía darse prisa, el trabajo era complicado.

Por la mañana Adam quedó sorprendido al ver a su lado alguien tan parecido a él. Estaba inerte. Lo miró con curiosidad y comprobó que era

parecido, pero no exactamente igual. Cuando se puso a palpar las diferencias, el otro despertó.

—¿Qué haces? —exclamó el recién llegado. —¿Quién eres tú? —preguntó Adam, apartando la mano rápidamente—.

¿Eres Eve? —Creo que sí, ése es mi nombre, pero no recuerdo nada más.

Se hicieron amigos rápidamente. Eve también sintió curiosidad por su parecido con Adam y mucha más aún por sus diferencias, así que entre

ambos exploraban éstas a menudo y no tardaron en darse cuenta de que en cierto modo sus diferencias eran… complementarias. El anciano vigilaba

oculto, satisfecho del resultado de su intervención.

Un día entró Manuel, que así se llamaba el anciano, en unas zarzas para desenredar a un carnero que no podía librarse, cuando los vio ocultos,

entretenidos con sus juegos entre la hierba alta. —Humm… problemas —anunció Eve, al darse cuenta

—Creo que nos va a caer una de Pecado Original —se lamentó Adam. Manuel los saludó discretamente con un gesto amable y siguió con lo suyo,

conteniendo la risa. La pareja quedó un poco desconcertada, pero en cuanto el anciano desapareció olvidaron el incidente y continuaron sus

caricias. Por la noche Eve preguntó:

—Adam, ¿qué es eso que dijiste de un pecado...? —¿El Pecado Original? Es algo que leí en un viejo libro, un día que entré en

la cabaña buscando a Manuel y él había salido. Es un libro de profecías o algo así, pone todo lo que va a pasar. Por eso sabía tu nombre.

—¿Y qué va a pasar? ¿Lo leíste?

—Muchas cosas, pero lo que me llamó más la atención fue que tenemos que hacer un pecado. Tú me darás una manzana del árbol prohibido y eso

será terrible. Mejor será que no toques nada que no conozcas. —¿Hay un árbol prohibido?

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—No, que yo sepa. Pero tiene que haberlo, un árbol o algo parecido. Lo

pone el libro. Creí que lo que hacemos cuando estamos solos disgustaría a Manuel pero veo que no es así.

Pasaron los meses en aquella dulce situación, Adam y Eve no hacían otra

cosa que retozar y comer los manjares que les ofrecía aquel vergel. Un día Eve estaba descansando cuando Adam se acercó a él con los ojos brillantes

de excitación. Eve lo miró, como tantas veces, pero en esta ocasión se le despertó una nueva forma de placer: se sintió deseado. Notó el poder que

aquel juego le confería. Adam se echó a su lado e inició las caricias. —Cariño —interrumpió Eve—, ¿por qué no construyes para mí una cabaña

como la del viejo? Es un fastidio no tener donde guarecerse. Adam miró a Eve, sorprendido.

—¿Una cabaña? ¿Para qué necesitamos una cabaña? —y se dispuso a seguir con lo suyo, pero Eve cortó:

—Hoy no, Adam, no me encuentro bien —y se apartó, dándose la vuelta.

En su choza, Manuel torció la boca en una mueca de desagrado. Apagó el monitor del sector B y descolgó el teléfono:

—Uriel, necesito que vengas enseguida. No olvides traer la espada de

fuego, los problemas acaban de empezar.

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El nudo de Nirkos

Acreonte descendió del trirreme blandiendo su espada y miró, sorprendido, la solitaria playa. ¿No habría lucha? Sus soldados desembarcaron tras él.

Entonces distinguió a lo lejos la enjuta figura de un anciano. El caudillo envainó el bronce y aguardó, desafiante. El viejo se acercó hasta detenerse

a pocos pasos de él. —¿Qué buscas aquí, guerrero?

—Traigo a mi gente y con ella mi mundo. El vuestro terminó. —Nuestro mundo sigue aquí ¿no lo ves? —dijo el anciano, señalando

alrededor.

—Y tú, ¿no ves mi espada? ¿Acaso tus palabras cortan más que su filo? —Ésta es la tierra más antigua de todas las que emergen de las aguas. Sus

dioses, los más crueles. No te enfrentes a ellos, vuelve al mar y busca otro rumbo. Eres demasiado joven para morir.

—Por el contrario, tú me pareces demasiado viejo y deslenguado para vivir. Si aprecias tu vida, aparta de mi camino —amenazó Acreonte.

—No es a mí a quien has de vencer, sino al nudo. —¿Al nudo? ¿De qué nudo hablas?

—Sígueme y te lo mostraré. El anciano anduvo largo rato, alejándose de la costa. Acreonte y los suyos

caminaban tras él, conteniendo el deseo de poner fin a aquella farsa con la curiosidad que el nudo les había despertado. El sol estaba ya muy bajo

cuando el viejo se detuvo. —Aquí está —dijo, señalando al suelo.

Acreonte se acercó y pudo ver una gruesa soga de esparto que, saliendo de

la tierra, rodeaba una gran roca a la que estaba anudada. —Es el nudo de Nirkos, el dios. Sujeta la isla al horizonte. Si se suelta, la

isla se hundirá. Yo soy su guardián —explicó el anciano. —¡Fantasías, supersticiones! —gritó Acreonte, y soltó una sonora carcajada.

Los soldados que lo habían seguido rieron también—. Si el nudo es el problema, acabemos con él.

El guerrero desenvainó su espada y con ella cortó la soga de un solo tajo, por el centro del nudo. En ese momento tembló la tierra con ruido infernal

y la isla se hundió, arrastrando en un instante al fondo del mar todo lo que en ella había.

Al día siguiente la isla volvió a emerger y Nirkos rehízo el nudo.

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La tormenta

Nunca me avisaron de que esto podría suceder. Desde muy joven, desde siempre, me dijeron: "Si quieres, puedes". Y yo quería, ¡vaya si quería! Lo

quise todo y pude con todo. Me enseñaron que la vida era una senda de obstáculos y vivirla consistía en embestir con fuerza contra ellos; que lo

único que podría detenerme era mi propia quietud. Y les creí. Hasta hoy. Los mayores me contaron sus vidas, empantanadas en el fango de sus

temores, de sus debilidades, de sus compromisos. No sólo lo contaron; pude verlos en su mundo gris, donde no luce el mismo sol que me ilumina.

Porque yo soy diferente, toda mi generación es diferente. Hemos sido

elegidos para reinar en el paraíso, del que nunca debimos salir. Tenemos todos los derechos, nos pertenecen sin discusión. Mi hábitat es la felicidad;

mi ley, la que yo quiero; mi único límite, yo mismo. Así fue hasta hoy. Pero hoy partí temprano, de buen puerto, en buena barca, con buen rumbo,

sin hacer caso a las voces grises. Como siempre. —¡Cálmate, mar, yo te lo ordeno! —clamo desde hace horas con toda mi

potestad a este embravecido océano—. ¿Con qué derecho me amenazas? ¿No has oído hablar del imperio del hombre?

Hace tantas horas que mi garganta ha claudicado, incapaz de producir sonido alguno. Ya sólo queda el bramido del mar, mientras la tormenta

desarbola mi barca, simple cascarón a merced de la tempestad. Las olas ríen, como ninfas perversas en su montaña rusa. Y mientras

aguardo el momento final, ya sin esperanza, comprendo. Siempre ha sido así, todo lo demás es sólo una quimera. Ahí abajo siempre estuvo el mar, el

oleaje, la tormenta...

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El epitafio

Relato de ficción. Ni los lugares ni los hechos son reales.

El pasado verano estuve unos días en Rivadeira, un pueblo del interior de

Galicia, donde se detuvo el tiempo mucho antes de que se inventase el reloj. En realidad es sólo un conjunto de siete casas. Que no son casas; son

pallozas, unas construcciones circulares de piedra, con tejado de escoba, que ya estaban en pie cuando los romanos se asomaron a aquellas tierras

por primera vez. Son bastante grandes, de unos diez metros de diámetro, y

tienen dos plantas: abajo el ganado y encima la vivienda. Así, en el largo y frío invierno, el calor, envuelto en toda clase de efluvios, sube desde el

establo. En aquellos días vivían allí exactamente veintiuna personas; el benjamín

rozaba los sesenta. Los jóvenes se fueron hacía mucho tiempo, y no sólo ellos, también todo el que pudo y tenía adonde ir. Únicamente quedaron los

que, en lugar de pies, tenían raíces; aquellos cuyo mundo empieza y termina allí, sin remisión posible. Y termina, ¡ya lo creo que termina! En

Rivadeira no hay escuela, ni hace falta, pero es inexcusable el cementerio. Dicen que hubo en tiempos una iglesia, a la que el camposanto estaba

adosado. Pero de ella sólo queda algún muro, casi arrasado. Más nueva es la pequeña ermita que, a juzgar por las telarañas de los goznes, tiene poco

tránsito. No creo que tenga ni doscientos años. El cementerio, apenas retirado del centro del pueblo, es desproporcionado y realmente pintoresco,

con aire de ruina romántica. Las tumbas más antiguas son del siglo XVII,

algunas bastante señoriales. Hoy ya sólo se usan los nichos construidos en la parte más cercana a la puerta. Este curioso lugar tiene el récord de

exhibir el epitafio más largo que se ha documentado en España. Se encuentra en una tumba de 1936, poco antes del inicio de la Guerra Civil,

una de las últimas que se abrieron en el suelo de tierra. La lápida, enorme y de piedra, luce el nombre del finado, que aunque es público callaré por

discreción, y sigue el texto que traduzco y copio, pues el original está en gallego:

Nací con Isabel, crecí con Alfonso y con otro Alfonso me hice viejo. Me

engañaron varias veces, yo mismo me engañé algunas más, pero mal que bien salí adelante. No me lo pusieron fácil mas con tesón superé los

obstáculos y encontré el modo de sacar provecho hasta de los malos momentos. La vida me ha enseñado: los hombres, a trabajar; las bestias, a

mandar; las mujeres, a obedecer; y los hijos, lo último que me enseñaron

fue la espalda, cuando se fueron para no volver más. Yo he aprendido cada una de las lecciones; y ahora, justo ahora, es cuando estoy preparado para

empezar a vivir. A ver si aprendes tú un poco antes.

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Maternidad

Rafael y Dolores formaban una pareja poco frecuente. Sus respectivas familias eran vecinas, allá en el pueblo. Ellos habían jugado juntos desde

antes de tener uso de razón; ambos de la misma edad, se descubrieron mutuamente con sólo abrir los ojos.

Rafael, el menor de siete hermanos, todos varones; Dolores, hija única por la muerte de su madre pocos días después del parto. Una infección se la

llevó por delante sin que pudiesen hacer nada los ungüentos y brebajes que recomendaba don Ernesto. El padre, viudo y jornalero, no encontró mucho

donde elegir de nuevo. Saldó el asunto con Teresa, la madrastra,

empeñada en borrar cualquier rastro que le recordase su condición de sobrera. Y, entre todos, Dolores era el que más la hería.

Dos casas juntas y tan diferentes. En una, siete chiquillos alegres y unos padres felices en su sencillez. En la otra, el purgatorio.

La madre de Rafael, María, se apenaba al ver a la pequeña Dolores tan diminuta y sola. Para el padre la niña era transparente; la madrastra

apenas disimulaba el odio irracional que sentía por ella. Despeinada, andrajosa, con mocos resecos bajo la graciosa naricilla y sospechosos

moratones en piernas y brazos, Dolores sólo encontraba algún momento de felicidad cuando pasaba a casa de sus vecinos. Nadie la echaba en falta, lo

que para ella era una suerte, pues le permitía estar con María y sus hijos la mayor parte del tiempo. La mujer la bañaba, peinaba sus bonitos cabellos y

jugaba con ella siempre que podía, pero lo que más gustaba a Dolores era jugar con sus hijos y, entre ellos, con Rafaelito. No veía el momento de

marchar; cuando por fin la noche imponía el regreso, María la llevaba hasta

la puerta de su casa notando el temor de la niña, la mano apretada con fuerza entre la suya. Teresa, seria y distante, recibía a la pequeña con la

alegría con que se recibe una maldición. Cuando Dolores tenía tres años, aproximadamente un año después de que

su padre se casara de nuevo, Teresa empezó a engordar. Una sonrisa cruel, casi un rictus, se instaló en su cara. Cuatro meses más tarde perdió el hijo

que esperaba. El rictus cambió. No mucho después, volvió a engordar, y de nuevo al poco tiempo abortó, esta vez con complicaciones que la tuvieron

varias semanas en cama. Cuando se recuperó era una mujer diferente. Si alguien había dicho que las cosas no podrían ir peor, se equivocó. El

purgatorio se volvió infierno. Ya no hubo más embarazos, aunque Teresa siguió engordando.

A los siete años Dolores dejó atrás su infancia. Ya era capaz de hacer muchas de las tareas corrientes de una casa, de cuidar a niños pequeños,

de hacer recados... En suma, de trabajar. Teresa buscaba por el pueblo

comprador para tan pequeña esclava. María hubiera querido llevarla con ella pero era un gasto que no se podían permitir. Recordó entonces a su tía

Enriqueta, ya mayor y sola, una mujer de posibles desde que se casó con un terrateniente, un buen hombre de mala salud que dejó viuda a su

esposa cuando más falta le hacía. Enriqueta, aunque llena de rarezas, era

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una buena mujer. «Ellas se cuidarán mutuamente», pensó María, y se

apresuró a promover el asunto. Cuando Dolores salió de la casa de su padre, que nunca fue la suya, con un

pañuelo en la mano a modo de hato en el que llevaba las pocas cosas que

le pertenecían, no miró atrás. Pero sí miró a la casa de sus vecinos. María, en la puerta, le sonrió y la pequeña correspondió al pasar frente a ella.

Entonces notó que algo caía en su cabello y levantó la vista. En el ventanuco del doblado, Rafael la observaba, muy serio.

—¿Adónde vas? —preguntó el niño. Dolores se quedó mirándolo, con la cabeza vuelta, mientras trotaba tras

Teresa que, asiéndola por la mano, tiraba de ella con paso rápido y la fuerza de un percherón.

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Raluca lo sabe

Nunca me han gustado las ferias, especialmente las pequeñas ferias de barrio. Me parecen deprimentes atracciones sin gracia, y hasta peligrosas,

de un falso esplendor trasnochado, como falsa es la alegría que pretenden contagiar. Las casetas de tiro, la noria, la montaña rusa, los caballitos... No

sé si a los niños les hará ilusión ese espectáculo, ni comprendo como los padres montan a sus hijos en esas máquinas, armadas de la noche a la

mañana sobre simples tacos de madera por personal de aspecto patibulario, y que chirrían alarmantemente en cada giro. En las tómbolas, el

valor del mejor premio no es mucho mayor que el precio de cada uno de los

boletos y las voces de los charlatanes, amplificadas sin piedad por lo único que funciona bien —los altavoces—, se mezclan en un batiburrillo

ininteligible que aturde al incauto que ceda a la mala idea de acercarse por allí.

Jamás yo hubiese ido a uno de esos insufribles lugares, pero Elisa, la mujer por la que suspiraba en los días y con la que soñaba en las noches desde

hacía unos meses, se empeñó en llevarme. No la veía yo muy convencida de nuestra relación. Con frecuencia notaba su aburrimiento al estar

conmigo y decía que me encontraba pesimista y en exceso celoso y posesivo. Había querido cortar en varias ocasiones, en las que yo había

logrado disuadirla convenciéndola para que me diera algo más de tiempo y nos conociésemos mejor. Temía acabar perdiéndola. Sólo pensarlo me

partía el corazón, hubiera sido capaz de cualquier locura. Yo trataba de ser sumamente amable con ella, así que tan persuasivos fueron sus deseos

como profundos mis suspiros y al siguiente viernes, al caer la tarde,

caminábamos cogidos de la mano hacia la feria del barrio de Gracia. Nada más llegar comprobé que me había equivocado de plano. Los olores a

refrito, los gritos de los embaucadores, las sirenas de las atracciones y la algarabía del gentío que, para mí inexplicablemente, abarrotaba el recinto

me provocaron mareo y náusea. Elisa, sin embargo, parecía disfrutar del ambiente. Le apeteció una tirada en una de esas pequeñas ruletas con

premio directo, donde a cambio de cinco euros consiguió un llavero de plástico que en cualquier tienda hubiera costado menos de la mitad. Pero

era un premio, ¿quién podría resistirse a conseguir nada menos que un premio, a cambio de cinco miserables euros? Guardó el llavero en su bolso

y seguimos caminando en dirección a las principales atracciones, al núcleo más denso del desbarajuste. Vi a Elisa ilusionada como una niña y yo

procuré concentrarme en una idea: "Ella lo pasa bien, yo puedo resistirlo". Colgué ese pensamiento escrito con letras de neón en el centro de mi

mente y seguí avanzando hacia el cadalso.

Aún faltaba un trecho para fundirnos con aquella ruidosa marea humana cuando, en un corto pasillo a la izquierda, un viejo carromato llamó nuestra

atención. En contraste con el derroche de luz del resto de las atracciones, sólo un par de bombillas de tinte amarillento iluminaban un discreto rótulo:

"Raluca lo sabe". La sencillez y el anacronismo de esa solitaria atracción

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despertaron nuestra curiosidad. Nos miramos en un acuerdo silencioso y

desviamos el rumbo de nuestros pasos. ¡Una adivina que nos predijera el futuro que queríamos oír a cambio de unas pocas monedas!, eso podría ser

conveniente para mis planes.

Al acercarnos, un hombre ya mayor de aspecto romaní ocupó su lugar en la taquilla. Con barba encanecida, de varios días, y un mondadientes entre los

labios, antes de que dijésemos nada soltó de modo desabrido: —Diez euros cada uno.

Saqué un billete de veinte, que el hombre agarró al vuelo. —Suban —indicó, a la vez que con un leve movimiento de cabeza señalaba

a la pequeña escalera de madera que daba acceso a una puerta tapada con una cortina.

Subí primero, pues en estos casos la cortesía cede a la seguridad. Aparté la cortina con precaución y ambos entramos en una pequeña estancia en

penumbra, llena de cachivaches. Sobre una mesa redonda cubierta por un mantel negro estampado con flores rojas descansaban una baraja de naipes

y una bola de vidrio y, sentada tras la mesa, una anciana vestida al estilo zíngaro nos lanzó una desdentada mueca de asombro.

—Sentaos, haced el favor —pidió la vieja—. Soy Raluca y conozco todo

sobre el futuro. La escena me pareció en extremo patética, tanto que estuve a punto de

soltar una carcajada, pero me contuve por consideración a la anciana que, a pesar de su ridículo aspecto, de algún modo despertó mi compasión. ¡Tan

mayor y teniendo que ganarse así la vida!, lamenté en silencio. Raluca fumaba un purito oscuro, delgado y muy pestilente, que sostenía en su

mano izquierda. Las numerosas quemaduras del mantel delataban la costumbre. El pequeño recinto estaba saturado del acre olor del humo

hasta hacerse casi insoportable. —¿Cuál es tu nombre, cariño? —preguntó a Elisa.

Me apresuré a contestar por ella: —Mercedes. Ella Mercedes y yo Jacinto.

Elisa me miró, desconcertada, y yo le respondí con un guiño apenas perceptible, para que me siguiese el juego. La vieja continuó mirándola,

como esperando su respuesta.

—Mercedes —mintió, para no contradecirme. —Así que Mercedes y Jacinto... —murmuró mientras tomaba la baraja y

repartía algunos de los naipes cara abajo sobre el mantel—. Ahora quiero que elijáis una carta cada uno. Tocadla pero no la mováis de su sitio.

Mi novia señaló una carta y yo señalé la misma. —¿Qué queréis preguntar al oráculo? —inquirió la bruja, ahuecando la voz.

—Estamos empezando una relación... —explicó Elisa. —¡Ah!, comprendo. Vamos a ver...

Puso boca arriba el naipe elegido y apareció el dibujo de un hombre colgado por un pie. Después frotó la bola con las manos, como dándole brillo, y

miró a través de ella. —Veo una casa con flores y dos niños en la puerta. Los dos son pequeños

varoncitos. —Miró a Elisa sonriendo, creo que esperaba que la infeliz

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mostrase alegría por la buena noticia. Pero, para mi decepción, mi chica

parecía más atemorizada que contenta. La vieja volvió a frotar la bola, esta vez por más tiempo. De pronto su

expresión cambió, sus facciones grises palidecieron aún más y los ojos casi

saltaban de las órbitas. La respiración se hizo superficial y angustiosa. Maquinalmente seguía frotando la bola, una y otra vez.

—Creo que... Tendríais... —Un fuerte acceso de tos cortó el balbuceo. Al principio pensé que el trance formaba parte del espectáculo, pero ya vi

claro que aquello estaba fuera de control. La vieja se ahogaba realmente. Salí para avisar al encargado de lo que estaba sucediendo. El hombre pidió

a gritos al muchacho del puesto más próximo que llamase a una ambulancia y entró conmigo al interior del carromato. Raluca estaba lívida

y su respiración sonaba como el fuelle de una fragua. Ayudamos al hombre a acostarla sobre el camastro, al fondo de la estancia. Después él lanzó a la

calle los restos del purito y pareció increparla: —Tutun vor ucide 1

—Taci, vechi prost 2—replicó la anciana, con un jadeo. Sin saber qué hacer y sin entender nada, Elisa y yo nos apartamos para no

estorbar.

—Mejor váyanse —pidió el encargado, con un marcado acento extranjero—. La ambulancia llegará en seguida. El tabaco está matando a esta vieja

bruja... Ya salíamos cuando la cavernosa voz de Raluca sonó con una energía

inesperada: —Ven, Elisa.

Ambos nos miramos, desconcertados. —¡Acércate, Elisa!, escucha... —insistió la anciana.

Lentamente, impresionada, mi novia caminó hacia la mujer, que yacía medio incorporada para respirar mejor. Raluca la tomó del brazo y la forzó

a inclinarse para susurrarle al oído. Fue muy breve; después se relajó y dijo:

—Ahora, marchaos. Tras el mal rato pasado ninguno de los dos tenía ganas de seguir visitando

la feria. Acompañé a Elisa a su casa, dando un paseo. No me explicaba

cómo pudo la anciana saber su verdadero nombre y me moría de ganas de conocer qué le dijo al oído, pero ella no soltaba prenda. Por fin me decidí a

preguntar: —¿Le dijiste tu nombre cuando yo salí?

—No hablamos ni una palabra. Ella estaba ahogándose... —Entonces no lo comprendo. ¿Y qué era lo que con tanto interés quería

decirte al oído? Elisa dudó antes de responder. Aflojó el paso y, como asustada por sus

propias palabras, explicó:

1 El tabaco te está matando

2 Calla, viejo estúpido

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—¡Esa mujer ve realmente lo oculto!, ¿entiendes? No sólo sabía mi nombre,

me dijo algunas cosas más que era imposible que ella conociera... —Pero, Elisa, ¿¡cómo puedes creer en esas patrañas!? ¿No viste qué

ridículo era todo...?—repliqué, soliviantado.

No respondió, y seguimos caminando. Al llegar al portal, se detuvo y me miró con una extraña expresión de firmeza:

—Repito palabra por palabra lo que ella me dijo: "Elisa, nacida de la Esperanza en un miércoles de ceniza a medianoche, en la ciudad donde

vuelan hasta las piedras, ¡si no te apartas de ese hombre, él te matará!". Quedé perplejo. ¿Matarla, yo?

—¡Pero eso es absurdo...! —protesté. —Mi madre se llama Esperanza, nací en un miércoles de ceniza, a

medianoche, y fue en Tarifa, donde el viento es a menudo tan fuerte que mueve hasta a las piedras. ¡¿Cómo quieres que no la crea?! Más vale que lo

creas tú también y te apartes de mí definitivamente. Adiós, Enrique. Y diciendo esto, entró al portal y la vi desaparecer tras la puerta del

ascensor.

Intenté hablar con Elisa durante toda la mañana siguiente sin conseguir que

ella respondiera al teléfono. Confiaba en que hubiese olvidado sus temores de la noche anterior y recobrado la razón, ofuscada por las palabras de

aquella maldita bruja que se cruzó en nuestro camino. Como ella los sábados no trabajaba, supuse que estaría en su casa y me acerqué con

intención de hablarle y recuperar su confianza. Cuando pulsé el timbre del portero automático oí el ruido del micrófono al descolgar, pero nadie

respondió. "Abre, Elisa, ábreme, sólo quiero hablar un momento contigo", supliqué varias veces, sabiendo que me escuchaba, pero no hubo más

respuesta que el ruido seco que se produjo al colgar. Di por seguro que estaba en casa.

Yo estaba desesperado, cada minuto se me hacía una eternidad. ¡Cómo podía ser tan estúpida, creyendo las sandeces que decía cualquier

embaucadora! Monté guardia al lado del portal, por si se le ocurriera salir, durante varias horas, pero no apareció rastro de ella. Decidí entonces

volver al carromato de Raluca; ¡cómo se había atrevido a decir semejante

barbaridad! Ella o su ayudante me debían una explicación. Los sábados se animaba la feria antes y el gentío era más numeroso. A

empujones me abrí paso hasta el callejón, en el que entré a grandes zancadas. A la luz del día todo me pareció distinto. Observé mejor. No, no

era aquel pasillo, de seguro que con toda aquella multitud por medio me había equivocado. Recorrí varios de los callejones cercanos sin reconocer

nada de lo que veía. Pregunté por fin a un muchacho, ocupado en reparar unos autos de choque.

—Disculpa, chico, ¿sabes dónde está una vieja que adivina el futuro? Raluca, creo que se llama.

El joven dejó su faena por un momento y miró a lo alto, como intentando recordar.

—Raluca —repitió—, me suena pero... Aguarde. ¡Miguel! ¡¡Migueel!! Un hombre mayor se asomó entre unos tablones, al fondo de la calleja.

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—¿Sabes algo de una tal Raluca? —preguntó a gritos el muchacho.

Miguel se acercó a nosotros caminando tranquilo, mientras se limpiaba las manos en un trapo bastante mugriento.

—¿La adivina? —inquirió al llegar.

Sentí una oleada de alivio. Aquel hombre la conocía. —Si es la que yo creo, esa mujer murió hace unos cuatro años —explicó

Miguel con naturalidad—. Lo siento pero, si quería algo de ella, llega usted tarde.

—Oiga, yo estuve hablando ayer aquí con una anciana zíngara que decía llamarse Raluca —puntualicé, muy contrariado por la incoherencia de lo que

él me decía. —Mire, joven, Raluca murió. Eso se lo puedo asegurar porque yo mismo vi

como sacaban su cadáver. ¡Menudo revuelo se armó! Y eso fue hace... cinco años, exactamente, estábamos aquí mismo, en la feria de Gracia, a

punto de recoger para ir a la de Sants. Así que no me venga con monsergas.

Dejándome plantado, Miguel desanduvo sus pasos para volver a la tarea. El joven me miró y se encogió de hombros.

—Yo no sé nada, hace poco que estoy en esto —dijo a modo de disculpa.

—¿Hay alguna otra pitonisa en la feria? —se me ocurrió preguntarle. —Ummm —meditó por un momento, volviendo a mirar a las alturas—. Ese

negocio va de capa caída. La televisión está llena de ellas. Pero creo que hay una, dos calles más allá, en la última línea de atracciones. —El chico

apuntó a su derecha con la llave inglesa que tenía en la mano. Corrí entre las partes traseras de las atracciones hacia donde me había

indicado, hasta llegar a una explanada. Cuatro o cinco callejas abrían allí y en una de ellas, casi en el extremo, vi el inconfundible carretón de Raluca.

Al acercarme comprobé que, en efecto, era el mismo carretón pero su aspecto era diferente. Estaba remozado, pintado con colores vivos,

adornado con una bonita cortina y un rótulo perfectamente iluminado: "Zaida lo sabe". ¡Qué prisa se han dado en cambiarlo todo!, pensé.

No había nadie en la taquilla, así que subí la escalera y anuncié mi presencia antes de traspasar la cortina.

—¿Hay alguien ahí? —pregunté en voz alta.

Un hombre apartó el cortinaje y asomó la cabeza. No me sorprendió reconocer al encargado que nos había atendido el día anterior.

—¿Qué quiere? —preguntó de modo cortante—. ¡Está aún cerrado! —Oiga, señor, estuve ayer aquí, con mi novia, ¿no me recuerda?

El hombre me miró con atención y cara de extrañeza por unos segundos. —No recuerdo haberlo visto antes, y además ayer no abrimos. ¡Lárguese!,

estamos ocupados. ¡Pero qué cínico hijo de puta!, exploté en mi interior. Con una furia

incontrolable le di un empujón y entré en la estancia violentamente. Todo estaba igual pero más aseado, más cuidado. La misma mesa, el mismo

mantel negro con flores y, fumando un purito tras la mesa, una joven morena que al verme corrió a refugiarse en un rincón.

El hombre, que había caído al suelo por el ímpetu del empujón, se levantó con rapidez y agarró un atizador metálico que se hallaba apoyado en la

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pared, junto a la puerta. Lo alzó en un gesto amenazador. Me di cuenta de

lo comprometido de mi situación; ya no podía más y me derrumbé de rodillas.

—Yo ayer estuve aquí, con mi novia, usted nos atendió y hablamos con la

vieja Raluca, ella se puso enferma, no lo he soñado... —expuse con toda la convicción que sentía.

—Sal un momento, Vasile —, ordenó la joven. El viejo bajó el hierro, me lanzó una torva mirada y obedeció. La joven,

lentamente, volvió a su silla y con un gesto me invitó a sentarme frente a ella.

—Raluca era mi abuela. Ella murió hace cinco años, en este mismo carromato, muy cerca de aquí. Yo lo arreglé y seguí su negocio, de eso

hace tres años. Puedo demostrárselo; lo que usted dice no es posible... Me cubrí la cara con las manos y repetí obsesivamente:

—Yo la vi ayer... —Le contaré algo —anunció Zaida, con un tono misterioso que captó toda

mi atención—. Mi abuela era una adivina extraordinaria. Yo suelo inventar mis vaticinios, digo lo que la gente quiere oír. Ya ve que hablo con

sinceridad. Pero ella veía el futuro realmente, hay personas con ese don.

Aunque no lo contaba. Decía que a nadie favorece saber lo que de ningún modo podría evitar. El Destino está marcado y nadie puede torcerlo. Así

que inventaba historias amables, callándose lo que realmente veía. —Ayer... aquí... —insistí como un idiota.

—Cuénteme qué pasó ayer, aquí... Relaté con todo detalle la visita del día anterior, los veinte euros, la baraja

y la bola de cristal, idéntica a la que había sobre la mesa. La crisis de ahogo, el secreto que dijo a Elisa... todo, punto por punto. Zaida me

escuchaba con atención, barajando los naipes mecánicamente. Cuando terminé me quedé mirándola, con gesto interrogante. Dejó de mover la

baraja y repartió cuatro naipes cara abajo sobre la mesa, mientras iba hablando:

—Algunos espíritus atormentados quedan por un tiempo errando por el lugar donde murieron y en ocasiones pueden llegar a manifestarse. Pero

hace falta un poderoso motivo. Elija una carta —pidió inesperadamente.

Toqué una de las cuatro que había sobre el mantel, sin girarla. Ella la tomó en su mano y lentamente la mostró: era el mismo hombre colgado por el

pie. Yo ya no sabía qué pensar. —Zaida, escúcheme. Su abuela, o el espíritu de su abuela, no me importa

aceptarlo por absurdo que sea, le dijo ayer a mi novia que yo iba a matarla y mi novia, que es supersticiosa, lo ha creído. Ella ahora no quiere verme,

nunca más, ¿comprende? Sea el espíritu, o sea una broma de mal gusto, o un modo de hacer publicidad o cualquiera que sea la explicación, es

incomprensible. Intolerable. —No lo tome a la ligera, ni se confunda. Su novia obra bien y lo peor es

que, hagan ustedes lo que hagan, no tendrá remedio. Pero, por si el Destino aún no hubiera fraguado y existiese alguna posibilidad, yo, de ser

usted, me iría lo más lejos posible. A otra ciudad, a otro país... —¡Están todos locos! —mascullé, escupiendo con rabia las palabras.

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—Recuerde que ella le dio a Elisa datos muy certeros. No tengo duda de

que ayer estuvieron ustedes dos con el espíritu de Raluca. Debería hacer caso. No es la primera vez que sucede.

—¿Y Vasile?, ¿también es un espíritu? —pregunté con cínica ironía.

—Ahí se equivoca; él vino conmigo desde Percosova y ayer no lo perdí de vista en todo el día. Ni siquiera llegó a conocer a la abuela. Todos estos

viejos rumanos se parecen mucho... Comprendí que allí yo no hacía más que perder el tiempo. No sé por qué

motivo aquella mujer intentaba embaucarme con su increíble historia. No sacaría de ella nada más, así que me levanté bruscamente y salí corriendo

del carromato, perseguido por la dura mirada de Vasile. Sin parar de correr llegué al portal de Elisa en pocos minutos. No llamé al

timbre esa vez, estaba seguro de que no me abriría y no quería asustarla. Esperé pacientemente a que alguien abriese. Pasado un buen rato, vi a

través de la puerta acristalada a una pareja que se disponía a salir. Me acerqué entonces, simulando buscar la llave en el bolsillo. Cuando salieron,

me colé en el edificio. Subí por la escalera, quería llegar lo más discretamente posible. Lograría

hablar con Elisa y la convencería de que todo era una fantasía sin sentido,

de que la amaba más que a nada en el mundo y sólo pensar que yo podría hacerle el mínimo daño resultaba inconcebible. Alcancé el rellano,

recompuse mi bastante malparado aspecto en lo que pude y pulsé el timbre. Un leve roce al otro lado de la puerta me advirtió de su presencia.

Probablemente estaría observando a través de la mirilla. —Elisa —dije, esforzándome en que mi tono fuese en extremo tranquilo—,

ábreme, por favor. Tenemos que hablar. Sólo me respondió el silencio. Insistí:

—Por favor, cariño, será sólo un momento. Necesito explicarte algo. —Vete, Enrique, te lo ruego. No me obligues a llamar a la policía.

—Pero, nena, cariño, ¿qué te pasa? ¿Cómo puedes hablarme así por las estúpidas palabras de una vieja que ni siquiera existe?

—¿Ha muerto, entonces? —dedujo Elisa, con voz apenada. —Murió hace cinco años —expliqué. Me arrepentí al momento.

De nuevo el silencio. Y de nuevo pulsé el timbre. Y otra vez.

—Enrique, no insistas por favor. Estás mal, lo siento de veras, necesitas ayuda pero no de mí. Yo no puedo ayudarte —replicó con firmeza.

—Tú eres lo único que necesito, amor mío. Ábreme, sólo quiero explicarte algo y después me iré sin más, te lo prometo.

Tras un tenso silencio añadí, con un suplicante hilo de voz: —Por favor...

Y la puerta se abrió.

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Ella

Ella supo tejer hilos de plata entre mi cuerpo y sus negros ojos de

hechicera. Fue la persona más maravillosa que conocí. Tenía mi confianza y supo aprovecharla para convertirme en una marioneta. Jamás pensé que

eso fuera posible pero así ocurrió. Os cuento la historia tal como la recuerdo.

Los mejores momentos llegaban cuando Ella movía los hilos con su mirada y yo bailaba al ritmo de su corazón; a veces alegre como el canto de un

jilguero, otras veces triste, o enojado, sin explicación ninguna. El hechizo

de sus ojos me fue embrujando y poco a poco, imperceptiblemente, mi cuerpo de hombre se fue transformando en muñeco de cartón. Ya no me

movía si no era por su baile, ni podía hablar, ni pensar, ni ser siquiera. Cuando Ella no estaba yo no existía. Sólo mi corazón, prisionero del

muñeco en que me había convertido, seguía vivo, atrapado en el ovillo de los hilos que me manejaban. Ella, tan vital... y yo tan inerte.

Lo había planeado largo tiempo y hasta ensayado en mi soledad de marioneta. Debía sorprenderla, Ella tenía que saber que en sus hilos

hábilmente trenzados no sólo bailaba un muñeco sino que, dentro de él, latía el corazón de un hombre enamorado. Un día conseguí soltar una de

mis piernas e impulsándome con ella me lancé al más bello salto mortal que jamás dio marioneta alguna. Me elevé como un pájaro dando tres

vueltas en el aire antes de caer de nuevo, sofocado por el esfuerzo pero feliz por la proeza. Por un momento el cartón volvió a ser carne, la mirada

recobró la vida perdida. Y la miré.

Ella, sorprendida, me recogió del suelo donde había caído. Me cogieron sus manos, no sus hilos, y mi gozo me hizo cambiar de color. Ahora, pensé, se

dará cuenta de mis sentimientos. Se dará cuenta de que yo en realidad no soy una marioneta.

—¡Oh!, se ha roto —exclamó, como un lamento. —No, niña, no estoy roto, sólo he soltado un hilo y los demás se han

enredado un poco. No nos hacen falta hilos, yo bailaré contigo sin necesidad de estos hilos. Verás, yo no soy una marioneta; bueno, ahora sí,

pero antes yo no era una marioneta... Todo eso quise decirle, pero de mi boca de cartón no salió sonido alguno.

Me dejó sobre la mesa, como un juguete inservible. Y Ella se fue. No sé cuántos días pasé sobre aquella mesa sin más compañía que el tic

tac de un reloj, en alguna parte que no alcanzaba a ver. Por la pequeña ventana a la que desde mi posición sólo asomaba un pequeño trozo de

cielo, podía ver, en las noches despejadas, las estrellas. Las mismas que

antes brillaban en sus ojos y que ahora se mostraban tan distantes, a años luz. A veces, algún lucero me hacía un guiño que yo no sabía interpretar:

¿era una esperanza?, ¿una burla? Los restos de mi cerebro trabajaban velozmente, una y otra vez, sobre una idea muy pequeña, tan minúscula

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que podía recorrerla en un segundo: Ella se ha ido, ¿por qué?, ¿por qué?,

¿por qué?... Estaba a punto de volverme loco. Así pasó una eternidad. El reloj se paró y el tiempo pareció detenerse con

él, no sin antes transformar el dolor agudo y sangrante que yo había

sentido en un dolor sordo, profundo, espeso y amargo.

Un día, el ruido inesperado de la puerta al abrirse me despertó. Abrí los ojos, sobresaltado, mientras el corazón brincaba en mi pecho. ¡Tal vez

fuese...! No me dio tiempo a hacerme falsas ilusiones: la figura de una joven sirvienta entró en la habitación. Abrió la ventana y empezó a barrer.

Por la puerta aún abierta entró una voz distante: —... es muy soleada, ya verá como le gusta. Me ha de pagar un mes por

adelantado. En cuanto la hayan aseado se podrá instalar. Hablaba una mujer, la dueña de la casa. Entendí que había alquilado la

habitación. El cruel destino se cebaba en mi desgracia, hasta la tumba de mi amor iba a perder. ¿En qué vertedero acabaría la marioneta rota que yo

era? Cerré los ojos de nuevo, no tenía fuerzas ni para llorar y me abandoné a mi suerte.

—¡Un muñeco!, ¡y qué bonito!

Las palabras pronunciadas por la joven sirvienta me devolvieron a la realidad. Noté una presión, un vértigo y al abrir los ojos una tela justo

delante de mi cara. —¡Oh no!, ¡estoy en el bolsillo de la sirvienta! —deduje alarmado.

Al menos no me había tirado a la basura con el resto de cachivaches. ¡Qué importaba! Y volví a cerrar los ojos en un resignado abandono.

—Irene, espérame abajo antes de irte. Ya puede pasar, señor —oí decir a la voz de mujer, mientras en el bolsillo de la joven mi cuerpo se movía en

algo parecido a un baile, por primera vez en mucho tiempo. Ya no quería dormir. Irene.... y este balanceo... Algo nuevo estaba

sucediendo. ¿Qué era esta nueva sensación? ¿Curiosidad?, ¿miedo? ¡Bah, y qué más daba!, si iba a terminar en el camión de la basura de un momento

a otro. Todo había acabado, hasta mi dolor tocaba a su fin. Así que lloré, lloré desconsoladamente, quizá por última vez. Quería vaciarme antes de

que todo finalizara.

Mientras Irene esperaba a la señora noté de nuevo la presión y el vértigo cuando su mano me sacó del bolsillo y me sentó en una silla. Me observó

con curiosidad. —Pobrecito, ¿estás llorando? —susurró la muchacha, apenada—. Claro, tan

solo, tanto tiempo... ¿Quién se olvidó de ti, con lo lindo que eres? Y estos hilos que no te dejan moverte... ¡Pero si eres una marioneta y te tomé por

un muñeco! ¿Sabes?, no me gustan las marionetas; se mueven torpemente, son algo irreal. Voy a quitarte todos estos hilos y jugaremos

mucho mejor, ya verás qué bien lo pasaremos cuanto estés limpito y libre de este enredo.

Al oír los pasos de la señora, la niña me devolvió al bolsillo. Yo no entendía, no quería entender... Yo sólo debía vivir, o morir, para Ella. ¿Qué estaba

pasando? ¿Qué iba a ser de mí? La confusión no me dejaba pensar y caí en un profundo letargo.

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Me devolvió de él su voz alegre:

—Mira, mamá, qué bonito muñeco encontré abandonado en la pensión. ¡No digas que es feo...!, lo limpiaré y quedará precioso...

Irene me frotó con un trapo húmedo hasta dejarme bien limpio, cortó y tiró

todos los hilos que me ataban y cosió un botón que faltaba a mi chaqueta. Pasó un buen rato recomponiendo mi triste aspecto mientras yo la dejaba

hacer, un poco fastidiado. Después me sentó sobre la mesa y se quedó mirándome con una amplia sonrisa.

Entonces, como una revelación, vi sus ojos. Quise ver los ojos hechiceros de Ella, pero no los vi. En su lugar vi los ojos de la bondad. La cara de la

franqueza. Las manos limpias de una vida honesta. El gesto jovial de un corazón sin doblez. Y comprendí. Como cae un castillo de naipes, así cayó

dentro de mí el recuerdo de Ella. Por fin entendí aquello que tantas veces me había preguntado: ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?...

Ha pasado el tiempo, vuelvo a ser un hombre e Irene está conmigo. Es mi compañera, mi otra mitad. Alguna vez, por curiosidad, me pregunto qué

habrá sido de Ella. La semana pasada leí un anuncio en el periódico: "No se pierda el increíble espectáculo de Madame Elle y sus marionetas. Cada

noche en el Café de Berlín a partir de las 22 horas. Entrada libre".

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Noche de Difuntos

Me contó esta historia un orco agonizante. Yo mismo le clavé la lanza que lo estaba matando lentamente. Un ser infernal, pero un guerrero al cabo.

Cuando me disponía a rematarlo, me ordenó: —¡Siéntate!, te contaré una historia.

Me sorprendió tanto y había tal energía en su voz que obedecí como un autómata. Y él empezó su relato:

Sucedió hace muchos años, no muy lejos de aquí. El infame Áreon había

sido coronado rey por el cardenal Lotar; a cambio, éste debía recibir una

villa en pago de su servicio. Pero Áeron aún no tenía la villa en su poder, debía conquistarla, y recurrió para ello a uno de sus secuaces.

Don Diego de Osma, conde de Osuna, hincó en tierra su rodilla izquierda al

presentarse ante su rey. —Alzaos, don Diego —ordenó el monarca— no hay tiempo que perder.

Saldréis inmediatamente con una escolta de cien caballeros hacia la fortaleza de Campillo. La infantería ha batido sus murallas y diezmado las

defensas durante los últimos días. Necesito que toméis la villa antes del domingo; no he de hacer esperar al cardenal...

—Así se hará, mi señor —prometió el conde, inclinando la cabeza. El rey hizo un gesto con la mano, despidiéndolo.

Don Diego y sus cien caballeros recorrieron al galope las tres leguas que los separaban de Campillo. La villa ofrecía un aspecto dantesco, rodeada por

murallas semiderruidas, salpicada de incendios y de cadáveres.

Extramuros, las tropas atacantes se acuartelaban en un campamento formado por hileras de tiendas multicolores. Avisado por los centinelas, el

capitán al mando salió al encuentro del conde, poniéndose a sus órdenes. —¿Queda alguna resistencia, capitán? —preguntó el de Osuna sin bajar de

su montura. —En la torre se ha refugiado el alcaide con algunos soldados. Son pocos y

apenas tienen armas, pero su posición es privilegiada; podrían causarnos bastantes bajas antes de que consiguiésemos forzar las puertas.

—¿Habéis ofrecido pacto de rendición? —Os esperábamos. No me he atrevido a negociar sin contar con la

aprobación de Vuestra Excelencia... Don Diego observó la elevada torre del castillo, que destacaba sólidamente

en aquel mar de destrucción. Sólo disponía de veinticuatro horas, no quedaba tiempo para un asedio.

—Hacedlo —ordenó al capitán—. Rendición inmediata y sin condiciones, si

quieren conservar la vida. Daos prisa. Una hora después, la última resistencia de Campillo se había rendido ante

el invasor y el conde de Osuna tomó posesión de la villa y ciudadela en nombre del rey. Desde las almenas, don Diego observó de nuevo la

destrucción causada. Había sido una batalla muy sangrienta. El rey y el

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cardenal llegarían en cualquier momento, era necesario apartar los restos

de la contienda, y sobre todo retirar los cientos de cadáveres que ocupaban las calles, plazas y, especialmente, las murallas.

Hizo descargar algunos carros de intendencia y dispuso que durante toda la

tarde algunos de los hombres transportasen en ellos a los muertos hasta una distancia prudencial. La costumbre piadosa era enterrar los cuerpos,

tanto de los enemigos como propios, pero don Diego tenía prisa y temía que el rey se adelantase, por lo que ordenó que los cadáveres fuesen

simplemente arrojados a algún barranco, sin entretenerse en cavar fosas. ¡Quién lo iba a notar! Aun así, había tantos que no se terminó la macabra

tarea hasta bien entrada la noche. Los hombres estaban inquietos. "Los muertos deben ser enterrados", murmuraban.

Mientras tanto, los soldados celebraban la victoria del único modo en que sabían hacerlo: comiendo y bebiendo hasta no poder más, alrededor de las

hogueras. Después, algunos de los más jóvenes persiguieron a unas cuentas mujeres que se habían acercado al olor de la carne asada, mientras

los de más edad contaban historias a quienes quisieran oírlas. Era Noche de Difuntos, en la que según los relatos habían sucedido cosas tan horribles

que habrían puesto los vellos de punta a quienes escuchaban, si no

hubiesen estado tan borrachos. Después de comprobar que todo estaba en orden, el conde de Osuna se

retiró a descansar a la alcoba que había sido del alcaide hasta la víspera. No esperaba encontrar lujo, pero la austeridad del aposento lo sorprendió:

un colchón de paja sobre un viejo camastro y una manta hecha con algún tipo de pelo basto era todo cuanto allí había. Cuando su vista se acomodó a

la escasa luz de la única vela que alumbraba, descubrió algo más; algo que sobrecogió su espíritu: en la pared, donde hubiese esperado encontrar un

crucifijo, colgaba una máscara de facciones espeluznantes. Acercó la llama para examinarla mejor. Con las fauces abiertas bajo unos ojos pequeños y

hundidos, mostrando unos colmillos enormes, la máscara representaba una cabeza semi-humana con una expresión de maldad como nunca antes había

visto. Un escalofrío recorrió su espalda. Intentó arrancarla de la pared pero sus esfuerzos fueron inútiles. Por un instante sintió pánico, golpeó la figura

con su espada hasta hacer saltar chispas sin conseguir moverla ni un

punto. Don Diego intentó serenarse. "No es más que un trozo de metal al que

algún artesano ha conseguido dar esa forma horrible. ¿Qué daño podría hacerme?", pensó. Sonrió al recordar el miedo pueril sentido momentos

antes. Colgó su cota de malla de los pequeños cuernos de la máscara y se dispuso a dormir las pocas horas que faltaban hasta el alba.

Aún no había amanecido cuando un ruido lo despertó. La vela se había apagado hacía ya rato y la oscuridad era casi total. Oyó claramente un

graznido que provenía de la única ventana del aposento, abierta pues no había nada con que poder cerrarla. Dos pequeños ojos rojizos brillaron en la

noche. El conde se levantó y tomando su espada avanzó hacia la ventana. Al acercarse, lo que quiera que fuese que había provocado el ruido alzó el

vuelo y desapareció en la oscuridad. Don Diego hubiese jurado que era un cuervo, nada raro en aquellas tierras por demás inhóspitas. Ya en el

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horizonte un muy ligero resplandor anunciaba el amanecer. Atisbó afuera y

lo que vio heló la sangre en sus venas: hasta donde alcanzaba la vista, todo, tejados, árboles, vallas, tiendas del campamento, absolutamente todo

estaba cubierto por grandes pájaros de negras plumas. Cuervos y buitres le

parecieron. Inmóviles, amenazadores, en silencio, como si esperasen alguna señal, cientos, miles de pájaros se habían adueñado de Campillo.

Entonces oyó un alarido que parecía provenir del mismo Infierno. Cuando, cerca de mediodía, Áreon y el cardenal Lotar se acercaron al lugar

nadie salió a su encuentro. Extrañado por la soledad del paraje, el rey envió exploradores para que se adelantaran. Al poco rato regresaron al galope,

como si les persiguiera el Diablo. Contaron que no habían visto rastro de las tropas, ni del conde de Osuna ni de ningún otro ser vivo; sin embargo

todos habían sentido la presencia de algo maligno y terrorífico, algo que cortaba la respiración y helaba la sangre. Fuere lo que fuese lo que les

había ocurrido, aquellos hombres habían quedado al borde de la locura. No obstante, y contrariando al chambelán que estaba verdaderamente

impresionado, el rey decidió entrar en el pueblo con diez de sus caballeros de más confianza, además del cardenal que, por conocer al Diablo mejor

que ninguno de los presentes, sería de utilidad si el Maligno anduviese

realmente por allí. Así que los doce jinetes hubieron entrado en Campillo franqueando una de

las brechas más anchas de la muralla, el cielo se oscureció por el vuelo de miles de pájaros que aparecieron de pronto sin que nadie viese desde

dónde llegaban. Parecían surgir de la nada, del mismo aire, y se lanzaron hacia donde el grupo de caballeros debía de estar. El fragor de sus

graznidos se hizo insoportable. Viendo lo que sucedía, el grueso de las tropas reales fue tras los pasos de su jefe para socorrerlo. Unos a pie y

otros al galope llegaron en pocos minutos a la plaza de armas frente a la entrada de la fortaleza, cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Allí

encontraron a once de los caballos, solos y cubiertos de sangre. Sólo el del cardenal conservaba a su jinete, maltrecho, aferrado a la cruz que colgaba

de su cuello. El hombre no cesaba de mascullar exorcismos en latín, que intercalaba con gritos incoherentes. Sin duda había perdido la razón.

Cuando los soldados lo desmontaron con intención de socorrerlo vieron que

tenía la cara ensangrentada y que ambos ojos le habían sido arrancados. El terror se apoderó definitivamente de la tropa que huyó aún más veloz de lo

que había llegado. El cardenal nunca recuperó la razón; pasó el resto de sus días recluido en el

convento de San Bartolomé, recitando sin fin sus exorcismos y letanías. De vez en cuando, de día o de noche, rompiendo el silencio místico del

monasterio, podían oírse sus gritos: "¡¡¡Los pájaros, los pájaros!!! Enterrad a los muertos...". Entonces era presa de gran agitación y alguno de los

monjes se apresuraba a darle a beber unas gotas de láudano que lo calmaban y adormecían. Del conde de Osuna y de su ejército, del rey y de

sus caballeros, jamás se volvió a saber. Hay quien dice haber visto por los alrededores de Campillo, en las noches de difuntos, tropas formadas por

soldados ciegos luchando encarnizadamente unos con otros, sin que nadie cayese por graves que fueran sus heridas. Pero son muy pocos los que lo

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afirman, porque casi nadie se atreve a acercarse por allí desde que

sucedieron estos hechos, y menos aún en esa noche. Hoy Campillo es sólo un punto gris en el mapa, cuyo simple recuerdo hace que la gente se

persigne y corra a refugiarse en sus casas.

Yo estaba tan absorto en el relato que di un respingo cuando el orco, dando

por terminada la historia, me preguntó: —¿Estás seguro de que tu rey es mejor que Áreon? —Y prorrumpió en una

risa que me sonó siniestra—. Los humanos sois estúpidos, nunca aprendéis las lecciones. Cuando lucha el mal contra el mal siempre gana el peor de

los males. Al mal sólo puede combatirlo el bien, contra la bondad nosotros no podemos hacer nada. ¿Crees que eres lo bastante bondadoso para

vencerme? —insistió el orco. Sus palabras me hicieron reflexionar. Lo miré y ya no vi al ser infrahumano

que sólo merecía odio y muerte, sino a un ser desvalido y agonizante. Creo que, por primera vez en mi vida de soldado, sentí compasión. Me levanté y

me dirigí a mi caballo, que aguardaba a pocos metros del lugar, para coger la cantimplora y ofrecérsela al herido. Pero, increíblemente, cuando volví la

cabeza el orco ya no estaba.

En el suelo quedó mi lanza, partida. En el aire, con vuelo majestuoso, un cuervo se alejaba, graznando con fuerza. ¿Podría ser...? Estúpidamente,

alcé la mano en un gesto de despedida.

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La sentencia

Como todas las mañanas, si el tiempo era bueno, fui al parque a eso de las once. A principios de marzo me gustaba tomar el sol de invierno y leer

un rato, o simplemente contemplar la gente alrededor. Sentado en un banco, abrí el libro que estaba leyendo: una novela sobre el Imperio Inca

que me tenía absorto. Me encontraba en un extremo del paseo, cerca de la avenida que lo bordea, la zona más transitada del pequeño recinto. Era mi

banco preferido.

Llevaba un rato allí cuando se me acercó una niña que no tendría más

de cuatro o cinco años. No la vi llegar, enfrascado como estaba en la lectura. Debió de haber estado antes jugando con la tierra pues tenía las

manitas bien sucias, y lo primero que hizo fue plantarlas en mi pantalón blanco.

—¡Ey!, pequeña, no has de tocar nada con las manitas tan sucias... —

aleccioné con el tono más cariñoso que pude, dentro de mi contrariedad.

Dejé el libro a un lado y me puse en pie para sacudir las manchas. La niña aprovechó para agarrarlo

—¡Pero bueno! ¿No ves que estás ensuciando todo? —recriminé, sin

perder la compostura. No era cuestión de enojarse con una nena de esa edad... ¡Qué sabía ella!

—¿Qué lees? —me preguntó con el ceño fruncido.

—Un libro muy bonito que no has de manchar. ¿Cómo no estás con tu mamá? Anda, dámelo antes de que se estropee... —pedí con fingida

dulzura.

La niña se encogió de hombros y, lejos de hacerme caso, escondió el libro a su espalda.

Yo estaba bastante irritado por la situación; no con la niña, pero ella

era el problema. Con gusto la hubiera cogido por el brazo y obligado a darme el libro, pero pensé que no estaría bien.

—Venga, devuélveme el libro y ve con tu mamá —ordené, ensayando

un tono de abuelo autoritario.

—¡Eres malo! —fue su respuesta, y echó a correr con su botín.

La seguí con la mirada y mi enojo se volvió preocupación cuando vi que

iba directamente hacia la calle, en ese momento con abundante tráfico.

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—¡No corras, para! —grité, y fui tras ella todo lo rápido que me permitieron mis ya cansadas piernas—. ¡No cruces! —insistí, pero ella

estaba cada vez más lejos, por mucho que yo me esforzaba.

Entonces vi a dos mujeres hablando en la acera y les señalé a la

pequeña, confiando en que la interceptaran. No hizo falta, la niña fue derecho hacia ellas. Una de las mujeres le dijo algo que no pude oír por la

distancia y siguió hablando, sin hacer más caso. Pensé que debía de ser su madre.

Cuando me acerqué, la niña gritó:

—¡Eres malo, muy malo! —Y se echó a llorar. Las dos mujeres me

miraban con severidad, como pidiendo una explicación. Parecían preguntar: ¿Qué hacía usted corriendo detrás de la niña?

Me sentía ridículo cuando saludé y conté lo que había pasado.

—¿Así que mi hija lo ha tocado a usted "ahí"? —preguntó la madre, señalando la mancha del pantalón con un gesto de la barbilla. Entonces

reparé en que una de las manchas estaba en un lugar algo comprometido—. ¿No será que le ha pedido que lo toque? Julita, ¿te ha hecho algo este

señor?

—¡Señora! —protesté— yo estaba leyendo tranquilamente cuando su hija, a la que debería tener mejor educada y más controlada, empezó a

molestarme.

Mientras tanto la nena no paraba de gritar: "¡Es malo, es muy malo! ¡El hombre es malo!..."

—Que leía, dice, si no lleva nada que leer... ¡Qué corta es la mentira...!

—Leía un libro que ha robado su hija. Debe de llevarlo en alguna parte.

—¿Me toma por idiota? ¡Espere a que pase un guardia y veremos qué estaba haciendo usted!

Yo estaba más que indignado a esas alturas de la conversación.

Dispuesto a ofrecer la prueba de que no mentía, con un rápido movimiento así a la niña del brazo con intención de rescatar el libro. La pequeña dio un

grito como si estuvieran degollándola y me lanzó un puntapié, al que se unieron los golpes que la madre propinaba en mi espalda con el puño.

—¡Deje a la niña! —gritaba, sin parar de golpear.

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Dos hombres que pasaban por allí se acercaron al ver el alboroto. La

otra mujer, hasta entonces callada, les informó:

—Éste, que estaba tocando a la niña...

El más joven me sujetó por el brazo mientras el otro usaba su teléfono

móvil.

—Así que tenemos a un viejo verde... —digo el energúmeno de modo amenazador. Me zarandeó agarrándome por la ropa, lo que hizo saltar un

par de botones de mi camisa.

—No te compliques, Andrés, que ya viene la policía —aconsejó el otro.

—¡Oigan, yo...! —intenté explicarme.

—Calladito y quieto —ordenó mi captor con chulería.

La mención de la policía me inquietó pero, viendo el cariz que tomaba

el asunto, sólo deseaba que llegara cuanto antes. Unos minutos después, dos vehículos se detuvieron junto a la acera y bajaron de ellos cuatro

hombres uniformados.

—Este viejo, que estaba abusando de la nena... Menos mal que la tengo bien enseñada y echó a correr, ¡y aún tuvo la desfachatez de

perseguirla! —explicó la madre.

Yo lo negué, volviendo a explicar lo que había sucedido. La amiga corroboró lo dicho por la madre.

—¿Han visto algo ustedes? —preguntó uno de los agentes a los tipos

que me habían sujetado.

—Cuando llegamos, este hombre tenía agarrada a la nena y la madre

forcejeaba con él, no hemos visto más —respondió el que los había llamado.

Era suficiente; me esposaron las manos a la espalda, me metieron en

uno de los coches y me llevaron a la comisaría. Yo estaba avergonzado, asustado e indignado por igual. Tras un buen rato de espera, a solas en una

especie de calabozo, me llevaron ante un inspector. Sentí alivio cuando retiraron las esposas.

Conté una vez más con detalle lo sucedido aquella mañana. El oficial

anotaba todo cuidadosamente en el ordenador. Con frecuencia me interrumpía para puntualizar algo:

—¿Qué leía?

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—Una novela, "El cóndor de la pluma dorada". Es una edición de

bolsillo, un libro no muy grande. —En sus pertenencias no consta ningún libro...

—Ya le dije, lo robó la nena y salió corriendo. ¿Es que no lo han

encontrado?

Sin responder, el hombre escribía a toda velocidad. Tuve la impresión de que él escribía mucho más de lo que yo decía. Y eso no me gustaba

nada. Terminada la historia, imprimió unas hojas y las puso frente a mí.

—Lea su declaración y, si está de acuerdo, fírmela.

Leí con atención. Era el relato de todo lo que le había explicado, en jerga judicial. Lo firmé.

—Y ahora ¿qué pasará? —pregunté.

El hombre me miró con sus ojos tristes y adoptó un aire menos rígido.

—Lo tiene usted mal. Cuatro testigos afirman que usted estaba acosando a la nena, y la misma pequeña dice que es "el hombre malo". El

libro del que habla no aparece... El examen de la niña ha dado negativo pero eso no excluye tocamientos y otras prácticas habituales.

—Pero yo sólo he dicho la verdad. No tengo antecedentes de ningún

tipo, mi familia, y en el barrio, me conocen... ¡Es absurdo!

—Le creo, pero eso no sirve para nada. Las pruebas son las que mandan y no le favorecen. Hay tres testigos que confirman la versión de la

madre y nadie que confirme lo que dice usted. Además, las huellas de las manos de la niña sobre su pantalón...

—¿Y entonces...?

—Hemos avisado a su familia. Su esposa está en camino, con algo de ropa para usted porque todo lo que lleva ha de quedar aquí, como prueba.

Pasará al Juzgado de Guardia y el juez decidirá. Normalmente en los casos de abusos a menores el detenido entra en prisión, pero confío en que,

dadas las circunstancias, sea benévolo. Con suerte, fijará un día para el juicio y lo dejará marchar.

—Hágame un favor —pedí antes de salir—. Busquen el libro. Le aseguro

que ese libro existe.

—Nos estamos encargando ya de ello. Aunque la existencia del libro no cambiará mucho el asunto, sería muy bueno para usted que apareciera.

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Custodiado por un guardia, yo esperaba sentado en el pasillo mi turno

ante el juez. Di un respingo cuando se abrió una de las puertas y salieron las dos mujeres que me habían metido en aquel lío. Al pasar me lanzaron

una despectiva mirada. Mientras se alejaban las oí comentar: "¿Te has

fijado cómo se parece a tu hermano?".

Yo estaba preocupado por lo que pensara mi mujer. Cuando volvimos a casa le pedí que me dijera la verdad de lo que pensaba, cualquiera que

fuese. Me abrazó y con lágrimas en los ojos me aseguró que me creía, que confiaba en mí, como siempre. Que me conocía muy bien, ¡ya tantos años!,

que yo era un buen hombre, normal en todo. Sentí un enorme alivio. El resto de mi familia no sabe nada. El juicio será el mes próximo.

Ha pasado una semana. El inspector me llamó al día siguiente por

teléfono para decirme que el libro había aparecido. En una de las papeleras del parque, sucio de tierra y medio destrozado. Tuve que ir a identificarlo.

El abogado cree que todo va a quedar en una multa y una amonestación, pues hay pocos hechos probados. Y un antecedente en mi ficha policial.

Pero hasta que decida el juez, nada es seguro.

Por fortuna, el incidente no ha llegado a saberse en el barrio aunque,

no sé si serán manías mías, noto que algunos vecinos me miran de otro modo, como si me rehuyeran.

Este fin de semana tenemos con nosotros a nuestra nieta Clara. Carlos,

nuestro hijo mayor, celebra los diez años de matrimonio con un pequeño viaje, como una breve luna de miel. Mi esposa está contenta; disfruta

mucho la presencia de la pequeña.

Esta mañana, ella debía ir a hacer unas compras:

—Ahora la abuelita va a salir y te quedarás con el abuelo, ¿vale? Pórtate bien... —La expresión de su cara cambió de pronto—. O mejor ven

conmigo, verás como te gusta ir de compras. Vamos a pasarlo muy bien.

Ponte la chaquetita y dale un beso a tu abuelo.

Cuando se han cruzado nuestras miradas, esquiva la suya, no han hecho falta palabras. El juicio será el mes próximo pero la sentencia se ha

dado hoy.

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El juego de rol

En memoria de Carlos Moreno Fernández

La música cesó por un momento para dejar paso a una sonería westminster

que anunció las cuatro de la madrugada. Inmediatamente, las notas de Last dance, de Donna Summer, irrumpieron en la pequeña sala de baile. Era el

ritual de cierre de todos los días, la señal de salida para una ceremonia que

se repetía cada noche: unas pocas parejas saltaron a la pista, como enloquecidas por apurar hasta el último minuto, los camareros se lanzaron

a recoger los vasos esparcidos por todas partes, la mayoría de clientes se dirigió hacia la puerta y los dos guardias de seguridad comenzaron su

última ronda. Encendí un cigarrillo, a pesar de la prohibición; ya iban a echarnos, de todos modos... Los guardias no se molestaron en decirme

nada; sabían que después de encenderlo pagaría la cuenta y saldría a la calle; era una rutina.

El aire fresco de la noche despejó mis ideas, que desde hacía rato flotaban en los cinco o seis cubalibres que había tomado. Hasta poco antes yo solía

beber whisky, pero prefiero no mezclarlo con refrescos y solo, lo bebo demasiado rápido. Por otra parte, aunque jamás tomo café, me agrada la

lucidez que produce la cafeína. ¿O será el alcohol? Sí, seguramente es el alcohol y la cafeína solo evita el sueño.

Regresar a casa caminando, sin prisa, es el mejor momento. Cuando era

joven la noche me sabía a poco, siempre buscaba algún bar que cerrase más tarde o que abriese muy temprano. No sabía decir: “¡Basta!”. Pero ya

aprendí a frenar en el punto exacto, ni más ni menos. El punto en el que mi cerebro se convierte en un caleidoscopio de pensamientos y sensaciones.

Paseando, llegué al parque frente a la estación de autobuses, a esas horas cerrada. Durante el día era un lugar muy concurrido. El recinto infantil solía

estar repleto de pequeños, vigilados de cerca por sus madres. Los senderos se convertían en pistas de atletismo para personas de todas las edades,

aunque era más fácil ver a los mayores acomodados en los largos bancos de madera, tomando el sol y leyendo la prensa. Por la noche el lugar

quedaba desierto, poco iluminado y adquiría un aire que cualquiera hubiese podido encontrar siniestro. Eran esos los momentos en los que el parque

me parecía acogedor e interesante. Después de atravesar la plazoleta que da acceso desde la calle principal,

entré en la zona arbolada, donde solo la luz mortecina de alguna farola de

tanto en tanto permitía ver dónde pisaba. Ese recorrido, además de resultar agradable, acortaba el camino en unos diez minutos. Para ser un parque

urbano era bastante grande y en su núcleo más agreste se tenía la sensación de estar en medio de la naturaleza. Quienes conocen esta

costumbre no dejan de desaconsejármela. Que es un sitio solitario y peligroso, dicen. Me parece absurdo: si es solitario, ¿cómo podría ser

peligroso? Los malvados no van donde no hay nadie. Tampoco hay fieras,

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ni simas ocultas. Es solo un lugar tranquilo, en el centro de la ciudad, en la

noche. Llevaba un rato avanzando por el sendero cuando un ruido cercano me

puso en alerta. Quizá el crujido de una rama seca bajo el peso de algún

animal, o movida por la brisa. Aunque había decenas de explicaciones posibles, corrientes y nada alarmantes, presentí algo anormal. Paré unos

instantes a escuchar con atención pero solo percibí el silencio alrededor y el lejano rumor de los vehículos que circulaban por las calles periféricas al

parque. Estaba a punto de seguir andando cuando una voz me sobresaltó: —Señor, ¿le pasa algo? No se asuste —dijo alguien desde la oscuridad.

—¿Quién anda ahí? Venga donde pueda verle... —Yo estaba desconcertado. —Ahora salgo, señor. Aguarde...

Muy despacio, una silueta avanzó desde la profundidad del bosquecillo. Cuando pude observarlo mejor vi que se trataba de un joven de unos veinte

años con aspecto enclenque y desarrapado. Con paso inseguro se fue acercando mientras hablaba:

—Por aquí pasa muy poca gente a estas horas, usted es la primera persona que veo en toda la noche...

—¿Qué haces aquí, solo? —pregunté.

—Bueno, en realidad no tiene... —Un teléfono móvil empezó a sonar—. Disculpe, señor, he de responder... ¿Si?... Sí, ya lo tengo, pensaba que

sería inútil pero al final ha habido suerte... Vale, seguimos el plan. Tú, ¿qué tal?... Bien.... Bien.... Dentro de una hora, okey... Lo siento, señor, era un

amigo —añadió, sonriendo de un modo estúpido—. ¿Decía...? —Que es extraño que estés aquí solo, a estas horas —expliqué con

impaciencia. —Ah, sí. No tiene importancia. Es solo un juego. Un juego en el parque, no

hay nada más normal —Lanzó una carcajada por su ocurrencia. A aquel joven le faltaba algún tornillo, pensé.

—¿A qué juegas? —indagué, aunque poco me importaba. —¿Sabe lo que es un juego de rol? A eso juego, señor.

—¿Y en qué consiste ese juego? —Dentro de una hora he de reunirme con otros cuatro jugadores. Cada uno

tiene que llevar algo elegido al azar, algo concreto…

—¿Y qué tienes que llevar tú? —Veo que le gusta hacer preguntas, señor, eso está bien. He de llevar un

dedo. Concretamente el dedo pulgar de una mano derecha. Se quedó mirándome con ojos vidriosos. Aquel chico no estaba en sus

cabales, seguro que se encontraba bajo los efectos de algún alucinógeno. Aunque no era más que un chalado, la situación no dejaba de inquietarme.

De pronto el muchacho sacó del cinto un cuchillo de grandes dimensiones y empezó a hurgarse las uñas con él, distraídamente.

—Mira, chico, no quiero hacerte daño... —Yo era mucho más robusto que él.

—Oh no, señor, no tiene nada que temer del cuchillo —Y soltó otra de sus risitas —. Es la pistola lo que debe preocuparle…

Del bolsillo de su chaqueta sacó uno de esos juguetes de plástico que disparan agua. Ya no tuve duda de que se trataba de un pirado. Estaba a

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punto de seguir mi camino cuando apretó el artilugio y un chorro de líquido

empapó la parte superior de mi camisa. No era agua; un penetrante olor me sofocó casi al instante. Contuve la respiración todo lo posible, mientras

el joven se acercaba con el cuchillo en la mano. Por unos segundos me vi

perdido; ya no podía aguantar más y aquellos vapores me asfixiaban cuando, de súbito, empezó a soplar un fuerte viento que trajo aire fresco a

mis pulmones, apartando las emanaciones que aún desprendía la camisa. Aspiré hondo varias veces. El muchacho, sin darse cuenta de mi

recuperación, seguía acercándose a lo que él creía una presa segura. Pero en un instante me arranqué la camisa, giré hacia él y reuní fuerzas para

lanzar un tremendo puntapié entre sus piernas. Cayó al suelo sin un gemido, retorciéndose de dolor. De otra patada aparté

el cuchillo de su mano. Sentí alivio; solo quería volver a casa, tomar una ducha y dormir. Ya había caminado unos metros alejándome del lugar

cuando, rotundas como un rayo, unas palabras retumbaron en mis oídos:

Quien es misericordioso con el hombre cruel es cruel con el hombre misericordioso.

Arrastrándose alrededor, aparecieron decenas de hombres, mujeres y niños mutilados y lívidos como espectros, que extendían sus brazos en dirección a

mí rogando lastimosamente: "Sálvanos, sálvanos...". Cerré los ojos unos segundos y la visión desapareció. Volví al lugar, recogí el cuchillo que había

quedado en el suelo y atravesé con él la garganta de aquel monstruo. Después, sentado en el suelo, intenté fumar un cigarrillo que los pulmones,

aún irritados por el efecto del gas, rechazaron. Juzgué una ironía que después de tanto tiempo buscando a Dios, hubiese encontrado al Diablo. O

quizá a los dos a la vez. Pasados unos minutos me sentí mejor y proseguí mi camino, mientras las estrellas, a millones de años luz, titilaban sobre la

ciudad en la noche oscura.

* * *