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Historiasincompletas

Ivanna Chapeta

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«Tratando de contar las cosas que quiero decir antes de que la muerte se ponga más bonita

y me lleve con ella».© Del texto, Ivanna Chapeta

© De esta edición: Extracto

Primera edición: mayo de 2017

Diseño de cubierta: Alfonzo Lozano

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ningu-na forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electrónico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.

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Prefacio: La luz en el túnel Feliz cumpleañosLas agujetas de GuillermoLos cagadales de KarlitaLas avesCristina y BárbaraEl muñequitoCita de esquinaEpílogo: Historias incompletas

Índice

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La luz en el túnel

Estos pájaros de tu cabeza últimamente vienen a cantarme al hombro tus nostalgias, tus esperanzas, podría decir que hasta tus temores. Dudo que sea por hambre que beben de mis sus-piros, pero descansan a veces en mi cansado pecho. Como en mí duermen tus sueños y a veces, cuando se marchan, deslizan por mi espalda el eco de tu risa, y a veces, mucho después de haberse ido la luz de tus pupilas, titilan en la oscuridad en que a veces penumbra mi alma.

Prefacio

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Muchas gracias por llamar. He estado pensando en usted, ¿sabe? Estaba pensando en contarles a los chicos sus historias. Estuve a punto de narrarles aquella vez que en Petén lo agarró un... ¿un tigre?, ¿un puma? Cuando era chiquito solo por eso quería ser cuque como usted, para conocer animales en la selva. Sé que la última vez que lo vi todavía tenía la cicatriz de las uñas romas de aquel animal en el brazo, pero no puedo recordar cuál de los animales era, mucho menos el resto de la historia. Por eso no les digo nada, porque todos mis recuerdos son inexactos, porque usted se parece al invierno. Venía una vez cada año y solo traía frío. Y eso cuando venía. Después dejó de venir. Como si usted y yo nos hubiéramos peleado. Me acuerdo de que pensé: «hu-biera sido mejor que se muriera». Así yo hubiera sabido dónde encontrarlo. Una tumba con su nombre para ir a hablarle. Pero todo lo que mi mamá decía era que usted se había ido a los Esta-dos y que era por mi bien y el de los chicos. Que todos íbamos a ser felices cuando regresara. ¿Es por eso que no puedo ser feliz, papá? ¿Será porque usted nunca volvió? Y no quiero que por eso se sienta culpable o piense que no lo quiero. Ya sé que llamó porque así lo hace cada cumpleaños, para que yo sepa que le

Feliz

cumpleaños

N. del E. Los coloquialismos utilizados por la autora no se colocaron en itálicas para no in-terferir en la lectura, al limpiar hasta descomponer lo cotidiano del lenguaje, ya que muchos de los cuentos se basan en retratar el habla coloquial. Tales casos los señalamos aquí: pior por

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importo. Ya sé que nunca se puede gastar más que cinco minu-tos para comunicarse a otro país cada vez que alguien cumple años. Mi mamá ya sabe que allá tenemos hermanitos. Los chicos todavía no. Lo sé porque ya estoy grande y porque la escuché hablando con la tía. Ella dice que los hombres son malos. Que por eso se van. Que por eso se fue usted también. Que a lo mejor y yo me vuelvo malo y las dejo. Eso no lo dice, pero lo leo en su cara cuando ella me mira. Mi mamá sigue diciendo que usted va a volver un día de estos. Nos lo cuenta como si fuera una his-toria mágica. Es muy ilusa y yo todavía quiero que vuelva. Para que hablemos, para saber qué hizo usted cuando era soldado. Para que me cuente por qué casi le destroza la mano el tigre o el puma. Para que me diga si es verdad eso que dice mi tío, que en la selva se pueden comer monos. Que usted se comió uno. Para que me diga si es cierto lo que dice la tía, que se fue porque ya no quería a mi mamá y por eso no le importaron sus hijos, que era mentira que se fue porque iba a ganar en dólares en lugar de su miserable sueldo de enfermero del ejército. Y, más que nada, para ver en sus ojos si me quiere como dice cuando me llama. Muchas gracias por llamar, papá. Gracias por el dinero que me va a mandar. Dice mi mamá que también se lo agradece. Que le gusta que sea tan puntual. Cuídese, que aquí ella lo espera aun-que sabe que no va a venir. Los chicos talvez no, pero creo que yo también me he tragado el cuento. Yo también lo espero.

No se preocupe. Yo saludo a los chicos. Hasta luego.

peor, zonaunero por alguien que vive o frecuenta la zona uno de la ciudad de Guatemala, una su vecina por su vecina o una vecina, muertío por muerto, hueliendo por oliendo, coperacha que es un guatemaltequismo para decir una contribución de un grupo de personas para lograr algo, normalmente para comprar lo que se necesita en una reunión en la que todos forman parte, güirito para decir niño pequeño, la frase hecho un caldo por destrozado. Si el lector encuentra alguna frase o palabra coloquial no señalada en esta página espero disculpe la ofuscación de este ojo, y no lo tome como una afrenta a su deber de lector. El lenguaje no se puede normar, no completamente, es el uso el que también le da vida y forma al lenguaje. La forma no es un mero contenedor del contenido, es parte de la esencia del lenguaje.

Todos salieron de la iglesia. No pasaba de las once de la mañana. Enfrente tenían una calzada de cuatro carriles. Dos hacia el Sur y dos hacia el Norte. Si Norma hubiera notado que los cordones de Guillermo estaban desatados, se habría agachado como acto reflejo para arreglar las cintas del zapato de su hijo. Él habría observado la cabeza de su madre y la habría besado como tantas otras veces. Después, Norma se habría detenido y los dos hubi-eran visto a ambos lados de la calle, cruzándola con cautela. La abuela y Gabriela habrían estado esperando del otro lado para continuar el camino de regreso a casa, pues se habrían adelan-tado un poco. Gabriela habría extendido la mano hacia Norma, esperando con impaciencia que se la tomara. Norma probable-mente no habría visto la mano extendida de su hija y habría se-guido caminando. Mientras regresaban, habrían hablado sobre el cumpleaños de Guillermo y sobre lo que deseaban comer en esa fecha. Gabriela habría recordado, como los últimos días, su bonito vestido rojo y habría preguntado cuántos días faltaban para que pudiera ponérselo. Norma habría respondido un tanto fastidiada que ya había contestado muchísimas veces a esa pre-gunta, y la abuela habría dicho: «faltan cuatro».

Las agujetas

de Guillerm

o

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Al llegar a casa, habrían dejado los libros de la iglesia en la mesita rectangular de la sala y habrían ido todos a sus habita-ciones. Norma no besaría a Jorge, preocupada como estaría por el dinero. Jorge sentiría nuevamente el rechazo de Norma, y lo ocultaría quejándose por el despilfarro de esta. Seguirían repar-tiendo culpas unos cuantos minutos hasta que Jorge, hastiado, tomaría el control remoto del televisor y buscaría cualquier ca-nal de deportes para entretenerse como la mayoría de los do-mingos.

Mientras, la abuela estaría preparando el almuerzo, y los chicos estarían sentados en el desayunador, comiendo gelatina y pellizcándose los brazos el uno al otro de vez en cuando. La abuela llamaría al orden muchas veces, y les explicaría la impor-tancia de respetarse y quererse como los hermanos que eran. Norma saldría de la habitación a la cocina por un poco de agua para sacudirse el tedio. Encontraría a sus hijos con las ropas de domingo manchadas de gelatina y regañaría a su suegra por no haberlos cambiado antes de servirles el refrigerio. Luego ser-virían el almuerzo y todos hablarían del día en la iglesia, de los amigos de los chicos, y escucharían el eterno lamento de Jorge, quejándose de su monótono trabajo. La comida habría termina-do y Jorge habría vuelto a la televisión, Norma a la cama y los chicos a la habitación de la abuela. Pronto sería el cumpleaños de Guillermo y la vida era buena.

Fue una lástima que Norma no viera los cordones de-satados de los zapatos de Guillermo. Solo vio a Gabriela y a la abuela alcanzar la otra acera y siguió caminando. El automóvil que los embistió no frenó nunca. No tuvo tiempo. Guillermo re-cibió el impacto de la defensa en el pecho y salió impulsado seis metros adelante, soltándose de la mano de su madre. Aunque

por inercia las uñas de ella se clavaron un instante en la muñeca de su hijo, antes de que este saliese despedido contra el pavi-mento. Norma rebotó sobre el capó y se sumergió en el carro, rompiendo con la cabeza el vidrio delantero y dejando fuera solo la pierna izquierda. La abuela lo vio todo pero no quiso con-tar nada, salvo que había intentado cubrir los ojos de Gabriela. Los bomberos no tardaron en llegar. Para Guillermo era tarde, todavía convulsionaba cuando lo colocaron en la camilla. Dejó de respirar cuando subían a Norma y su pierna destrozada a la ambulancia. Jorge recibió la llamada del hospital justo cuando iba a bañarse. Era la abuela.

Ya no almorzaron nada ese día y la gelatina estuvo más de un mes en el refrigerador. La casa se volvió triste y la abuela dejó de pedir ayuda para cocinar. Los años de dolorosa terapia consumieron el ánimo y las pocas ganas de Norma de besar a Jorge cuando alguno de ellos llegaba a casa. La vida pudo haber sido buena, pero Guillermo no se percató de sus pies en el único día que tenía que haberlo hecho. Y ahora que lo pienso, ya nunca pude ponerme el vestido rojo. Desde entonces no puedo evitar ver mis zapatos cuando voy a cruzar la calle.

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¿Por qué no me llamó? Si usted sabía que yo siempre llego. Si no tenía nada qué hacer. Me caga de verdad. Puta. Estoy que estallo. Si yo estaba para usted. Hoy no era la excepción. Hubiera salido un rato del trabajo y la hubiera ido a traer. ¡Puta, Karla! Si para eso soy su hermana. ¿Se acuerda de cuando usted era pequeña y no hacía más que lastimarse? ¿Como cuando patinamos con calcetas en el piso encerado y usted se tropezó con sus pies torcidos y se hizo una herida que todavía tiene en la boca? ¿Quién llamó a mi papá? ¿Quién la ayudó a contener la sangre? O como cuando se tomó un frasco completo de medicina. ¿Se acuerda de que no le dijimos nada a mi mamá y cuando se dio cuenta casi me mata por no cuidarla? O cuando me preguntó si tenía el pelo más corto y no me dijo que se lo había cortado con unas tijeras de cocina un día antes de aquella boda en la que tenía que llevar los anillos. Ese día mis papás me volvieron a hablar sobre las responsabilidades de ser su hermana mayor. Solo en pendejadas vivía siempre y, por su culpa, siempre me castigaban. Incluso allí puse la cara por usted. La odiaba, es cierto, pero siempre estuve allí, ¿o no?

Después siempre le tenía que andar mintiendo a mi mamá con lo de sus novios y con lo de las veces que no iba al

Los cagadales

de Karlita

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colegio. ¿Se acuerda de cuando fui en lugar de mi papá a recibir la suspensión, y después se fue a quedar en mi casa en horas de clase mientras pasaban los días de colegio a los que no tenía que ir? De todas maneras le contaron al abuelo lo que había pas-ado y no le dieron dinero, y encima le tuve que dar para que saliera hasta que le quitaron el castigo. Cuando eso pasó, dejé de hablarles a mis papás como dos meses. ¿Eso no contaba? Y si eso no contaba, ¿acaso no me llamó a las tres de la mañana, muchas veces llorando, para decirme que había soñado que yo estaba muerta y quería confirmar que no era cierto? ¿Acaso no sabía usted que yo casi no duermo y que de todas maneras, así medio muerta, le contestaba y la calmaba para que estuviera tranquila? ¿Sabrá alguna vez cuánto me molestaba que hiciera eso?

¿Acaso no le mostré siempre que yo le iba a hacer ganas en la vida, Karla? ¿Se acuerda de cuando le leía cuentos a usted y a mi hermano cuando se acababan de despertar? ¿O cuando les hacía el desayuno para que se fueran al colegio con algo en el estómago? ¿Quién les lustraba los zapatos y buscaba sus uni-formes, Karla? ¿Quién? ¿Acaso mamá o papá ponían un dedo para verles sus tareas? El Óscar siempre se las arregló, pero ust-ed… ¿no andaba siempre usted con que le sobraban números hasta para las multiplicaciones? ¿No aprendió a sumar conmigo?

Si yo siempre le arreglaba sus cagaderos, ¿por qué no me dijo que se había ido con sus malditos cuates y que había dicho en la casa que andaba conmigo? ¿Por qué agarró ese taxi de re-greso? ¿No le hemos recalcado que a usted siempre la agarran de mula? Que si no le cobran de más, se quieren pasar de listos. ¿Es que nunca se dio cuenta de lo que decían las noticias? ¿Por qué no le pidió a sus amigotes que la trajeran de regreso? Total, ya se habían ido a chupar como coches y ya habían pasado un

par de días en aquel pueblito en lo que todo lo que se mira es un lago sobrevalorado. Total, ya se habían venido de regreso más borrachos que otra cosa para no sé dónde. Total ya se había que-dado a dormir en la casa de no sé quién de sus caseros. Si ya solo era cuestión de que se cruzara la ciudad para ir a la casa. Si de todas maneras ya me había metido en sus cosas, ¿qué le costaba avisarme? ¿Por qué no pidió un taxi corporativo, Karla? Yo se lo hubiera pagado. Me hubiera avisado. Mire cómo está ahora. ¿No vio las noticias en los últimos meses? ¿No vio que por todos la-dos dejan patojas violadas y desnudas? ¿No vio que esos hijos de puta andan en taxi porque así es más fácil «conseguir víctimas»? Así lo decían en la tele. No puedo creer que mi mamá no la haya sentado en la sala para que vieran esas mierdas amarillistas.

¿Ahora cómo le digo yo a ella que en lugar de andar con-migo usted andaba chingando? ¿Cómo le explico que la tienen que venir a traer a la morgue, Karlita? ¿Cómo le digo que un tax-ista la dejó tirada y a medio vestir y que unas personas que la vieron caer llamaron a los bomberos para avisar que había un cuerpo en plena calzada? Llevo una hora tratando de acordarme en qué momento yo no estuve para usted y entender por qué no me llamó hoy en la mañana, solo para que la fuera a traer, y al mismo tiempo pensando cómo putas voy a poder con el remor-dimiento de haber sido su involuntaria tapadera hasta ahorita. Siento que estoy soñando pero es usted quien tiene cerrados los ojos.

Perdóneme la regañada. Ya sé que ahorita ya no sirve de nada. No se preocupe. Ya veré qué le digo a mi mamá de esto.

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No recuerdo cuándo fue la primera vez que traté de advertir a mamá y a papá sobre las aves azules que nos estaban matando mientras emigraban de los pueblos fríos del Sur hacia la Ciudad Desierta, pero ahora ya no creo que importe.

Antes, cuando septiembre perdía sus últimos días en las hojas viejas que se arrastraban hacia octubre, veíamos a los pájaros pasar sobre nuestras cabezas mientras huían del frío. Entre los pueblos del Sur y su destino estaba nuestra ciudad. Por eso era normal que sintiéramos sus sombras goteando so-bre la espalda y escucháramos el cielo llenarse de su canto triste de fines de otoño. La fiebre y la tos nos acechaban durante ese tiempo y el médico del pueblo siempre decía que el cambio de clima nos estaba haciendo daño.

Uno de esos días, cuando pasaba por el parque al salir del colegio, me encontré con tres aves azules en una de las ban-cas. Sentada al lado una señora, que veía de vez en cuando por ser amiga de la abuela, se protegía del sol con una sombrilla. Con la mano libre sostenía algunos mendrugos de pan con los que pretendía alimentarlas. Los pájaros la veían con atención mientras ella trataba de desmenuzar el alimento con la única

Las aves

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mano disponible, y estaban tan cerca que casi rozaban su falda cuando ella dejaba caer las migajas, aunque casi no las tocaron. Me quedé parado frente a ellas un rato, asombrado de sus picos pequeños y del azul profundo de sus plumas. Recuerdo que al regresar a casa sentía los ojos brillantes de la emoción y un poco de picazón en la garganta.

Dos o tres días después, la señora de la sombrilla ya no pudo salir de casa y menos alimentar a las aves. Cuando hicieron sus servicios funerarios en la iglesia, la abuela nos llevó a mi hermana y a mí para que la acompañáramos. Cuando me asomé al féretro, noté que la señora tenía las puntas del pelo y los bor-des de las uñas de un tono azulado que no le había visto antes.

El año siguiente, un grupo de pájaros se quedó a visi-tar nuestra parroquia. Le conté a mamá. Dijo que ella también los había visto, que se veían lindos sobre el alfeizar en que se habían guarecido y que le daban algo de luz al pueblo. Justo por esos días, el párroco y dos feligreses ya no pudieron abrir los ojos por la mañana y partieron al cementerio con gotas azules en las uñas, como la señora del parque. Mamá dijo que era inev-itable porque el pueblo estaba lleno de gente que ya no podía hacer nada más que acumular polvo bajo sus pies. También dijo que vivíamos en un pueblo de viejos y que debíamos pensar en mudarnos. Papá estuvo de acuerdo con lo de los viejos, aunque se negó rotundamente con el tema de la mudanza. Dijo que su familia estaba aquí y que no podía dejarlos. Que su mamá y papá eran mayores y que lo necesitaban allí. Que iban a esperar a que ellos faltasen para que pudiéramos irnos.

Al principio me dio mucha tristeza pensar en dejar a los abuelos, pero no quería morirme azul, así que para evitarlo dejé de pasar por la parroquia mientras los pájaros estuvieron sobre

el tendido eléctrico y le pedí lo mismo a mi hermanita. Fue un alivio ver que un par de semanas después, los pájaros continua-ron con su ruta. Desde ese año, cada vez son más las aves azules que se quedan unos días en el pueblo. Con cada otoño que pasa menos gente queda en las casas.

El año pasado mi hermana quiso pasar un rato con ellas. Se quedó en el parque un viernes después de clases, y como el lugar estaba casi vacío, fue natural que los pájaros se acercaran. Los correteó toda la tarde y también les lanzó piedras pequeñas para que volaran. La fiebre acabó con ella unas semanas después. Mientras estuvo enferma yo traté de insistir con el asunto de las aves, pero mamá no quería escucharme, y la mirada triste de papá solo me suplicaba silencio. El médico dijo que los pul-mones de mi hermana eran muy débiles, y que era un milagro que hubieran resistido el viento de los inviernos pasados. Nadie preguntó por qué sus párpados estaban del mismo tono azul de las uñas de los demás que enterramos por esos días pero yo no tenía ánimos para preguntar nada.

Hablé con la abuela cuando me sentí menos triste y ella dijo que también sentía que las aves querían acabar con no-sotros para quedarse con el pueblo, como había pasado antes en la Ciudad Desierta. Me pidió evitarlas y dijo que ella haría lo mismo mientras cuidaba del abuelo. Fue una lástima que no pu-diera cumplirlo, porque murió este verano mientras dormía, así que mamá tuvo muchas razones para creer menos en mi teoría y, sobre todo, para afirmar que era el tiempo y el paso del otoño lo que estaba acabando con nuestros vecinos.

Cuando la abuela murió, el abuelo se quedó solo y papá decidió que nos mudáramos a su casa. Papá y mamá no le habla-ban mucho porque no les gustaban los ancianos. Desde la muerte

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de mi hermana a mí tampoco me prestaban mucha atención, así que decidí que nos haríamos compañía. En los siguientes meses, al volver del colegio lo encontraba sentado en la cama viendo el cielo a través de la ventana, así que me quedaba un rato en la puerta de su habitación, y hablábamos de mis amigos, de las noticias que de vez en cuando llegaban al pueblo, de la abuela y sobre todo, del miedo que ambos sentíamos porque se acercaba la época en que los pájaros azules tenían que emigrar a la Ciu-dad Desierta.

Un día de finales de septiembre salí temprano del cole-gio. Llegué a casa y subí a la habitación del abuelo de puntillas, creyendo que dormía. Él no estaba, pero en su lugar encontré a mamá de pie sobre la cama, tratando de llegar a la ventana para colocar algunos trozos de pan. Salí de casa sin que nadie lo notara, tomando unas monedas que estaban cerca de la mesa de la sala y decidí ir a la panadería antes de volver a la hora del almuerzo. Compré un par de panecillos, que escondí bajo mi ca-misa y regresé a casa.

Al entrar, me dirigí nuevamente a la habitación del abuelo. Esta vez sí estaba. Entusiasmado, me contó que mamá lo había convencido de salir un rato al jardín, antes de que el invierno y las aves llegaran. No hablamos mucho porque llegó mamá y nos pidió que estuviéramos listos para comer, porque papá también había llegado temprano.

Mientras comíamos y hablábamos del día, pedí permiso para ir al baño, diciendo que me sentía mal. Mamá dijo que no me tardara. De camino al sanitario, me desvié a la habitación de papá y mamá y dejé algunos pedazos de pan en la ventana que estaba sobre su cama. Pasé al lavabo a humedecer mis manos y regresé a la mesa.

Al terminar de comer, intenté ir a quitar el pan de la ven-tana del abuelo, pero mamá estuvo con nosotros el resto del día y no pude escabullirme. Por la tarde, el cielo se llenó del canto de otoño de los pájaros y supe que el abuelo estaba perdido. Antes de ir a dormir, pasé a decirle buenas noches. El canto ahogado que entraba por su ventana me hizo abrazarlo, para luego salir con el corazón encogido por la pena y el miedo. Lo enterramos hoy, con muchos otros ancianos que tampoco soportaron el frío.

Al volver del cementerio, cuando papá tomó mi mano, noté que tiene algunos puntos azules. Empecé a llorar. Extraña-dos, papá y mamá me pidieron que me calmara, y me explicaron que el abuelo ya estaba viejo y que esas cosas pasan. Mientras intentaban hacer que dejara de llorar tomé las manos de mamá, que están blancas y tersas como siempre.

De regreso a casa, mamá y papá hablaron sobre mudar-nos pronto. Mamá dijo que desde hoy dormiré en la habitación del abuelo, porque la mía no se ventila lo suficiente. Mientras oigo a papá toser y trato de pasar mis cosas, me pregunto si po-dremos mudarnos antes de que mis azules amigos vuelvan a chocar sus alas contra mi ventana.

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Mis abuelos, mami Tenchy y Papi Iván, que en realidad es mi abuelastrito, siempre han tenido casas de huéspedes. Me crie en una de ellas y mi infancia, aunque aburrida, estuvo llena de per-sonajes interesantes: Un abogado que olía a cigarro como si se bañara en colillas y que estaba obsesionado con las procesiones, dos estudiantes universitarios guapísimos, el guardia de seguri-dad de una fábrica de dulces que nos llenaba la vida de chicles y del fuertísimo olor de su loción, muchas mamás solteras y al-gunos hombres que venían de algún departamento a trabajar al centro de la ciudad.

Durante algún tiempo también vivió en nuestra casa Cristina. Tenía como veinte años, enormes extensiones de pelo y uñas gigantes que parecían hechas para contrastar con su piel morena. Cuando la conocieron, mis hermanos (que son seis y ocho años menores que yo) la veían con una especie de miedo y yo con la curiosidad de mis casi quince años. Cristina se llam-aba en realidad Cristián y había venido aquí de Nicaragua (o tal vez era Honduras, nunca supe muy bien el país) para trabajar en un salón unisex zonaunero. Salía temprano y llegaba a almor-zar a la casa (mi abuelastrito le cocinaba). Por la tarde, mientras

Cristina y

Bárbara

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nosotros hacíamos tarea, ella veía sus programas de señoras desocupadas mientras comía yogur o se pintaba las uñas.

Pasaron unas semanas para que nos acostumbráramos a su presencia pero sé que en algún punto comenzamos a hablar-le. También en algún momento supe que se prostituía por las noches y que tenía una relación cercana con su mamá, a quien decía extrañar mucho.

Una vez la vimos inyectarse algún tipo de aceite en el pecho. Recuerdo que tenía moretes en toda el área y mientras se frotaba la piel, como para distribuir el líquido, nos contaba que eso no hacía mal porque el cuerpo igual lo absorbía y solo había que volver a inyectarse. En fin. Nos adaptamos a su presencia llena de cosas que no habíamos visto hacer a nadie (como pon-erse pestañas gigantes con una especie de Super Bonder) y ella se acostumbró a nosotros, tres niños silenciosos que no hacían más que ver tele, jugar Nintendo o estar sentados todo el día.

Un día, Cristina llevó a Bárbara y a su voz ronca a la casa. Un amiguito de mi hermano, que estaba de visita, preguntó si era norteamericana. Le respondimos que no, que era hueco. Nos reímos mucho. Bárbara si tenía implantes de pecho, era rubia, enorme y hermosa aunque no había podido erradicar de su fem-ineidad el áspero timbre de voz que la delataba. A mí me parecía fantástica y la admiraba un poco aunque no me hablara mucho.

A veces veíamos a Bárbara y a Cristina salir de casa con minúsculos y despampanantes shorts y mi abuelo decía que mu-chas mujeres querrían tener el cuerpo de ellas. Ahora que lo pi-enso, desde que conocí a Bárbara siempre quise tener el pecho justo como ella lo tenía.

No recuerdo más anécdotas específicas con Cristina y Bárbara, pero de repente ya no las vi en ninguna parte y en su

cuarto dejaron puesto el candado. Un día llegó la mamá de Cris-tina y se quedó a vivir un par de semanas con nosotros. Mi abue estaba esquivo por ese tiempo. Cuando le pregunté por Cristina, me dijo que lo habían lastimado, que andaba por la zona uno una especie de escuadrón de la muerte que ya había desconta-do algunos prostitutos y herido a muchos más, y que la mamá de Cristián (fue la primera vez que escuché que lo nombrara de esa forma) estaba en la casa esperando a que su hijo saliera del hospital para llevárselo de regreso a su país. A Bárbara la habían matado.

Ahora vivo en otra de las casas de mi abuelo, siempre en la zona uno. Justo afuera, contra mi ventana, escucho a los pros-titutos que eligieron mi cuadra como su área de operaciones. He oído que más que prostitutos son dealers, pero sean lo que sean, es común que la gente les grite y los insulte cuando pasan en sus carros. Algunas veces me he despertado por el ruido que hacen cuando les pegan y también cuando ellos rompen vidrios de carros de gente que no les quiere pagar. La policía pasa con frecuencia pero nunca he visto que hagan nada por nadie.

Hoy vi el hashtag #BastaDeTransfobia y pienso que sí. Que estoy harta de idiotas intolerantes como el que se llevó a Bárbara. A ella y a sus dieciocho, talvez diecinueve, años. Harta de la gente radical que les grita a los dealers de afuera de mi casa que se mueran por huecos. Harta de la gente común que decide odiar a la gente porque no se acomodan a sus patrones de vida.

En Todo sobre mi madre, película de Pedro Almodó-var, Agrado (un travesti simpatiquísimo) dice que: «una es más auténtica cuanto más se parece a lo que soñó de sí misma». ¿Qué condenado daño hace, me pregunto, que alguien no quiera que-darse con lo que la genética le dio?

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Cristina vino aquí, nos dijo alguna vez, porque la gente era menos basura que en su país con personas como ella. Para agradecerle la confianza, la regresamos con heridas de bala a la inseguridad de la que estaba huyendo porque se atrevió a no usar su cuerpo como venía de fábrica.

—¡Saber por qué, pero cómo hiede, usté!—le decía Yuri, la pe-luquera, a Marta, la doñita del atol.

—Ay, doña Yuri, lo que pasa es que es loquita la pobre, ya vio que anda siempre con ese su muñeco de arriba para abajo.

—Ay, yo sé pues, pero aunque sea la deberían de bañar. Con que no se venga a recostar aquí es todo, porque después deja un tufo a rata muerta que ni ella se ha de aguantar.

—Es que usté sí es mala, nía Yuri. ¡Ay, no!, pobre la Marcela. ¡Cómo cambió desde que la dejó el marido! Y con lo del nene, pior. Yo digo que por eso la deja la Leonor andar allí con el muñeco. ¿Sabe qué miro yo mero raro? Que esa su cosa parece como que de trapo fuera del cuerpo, pero la carita como que la hubieran hecho con cera de esa celeste clarito. La gente tiene cada trabe... Ahí la miro al rato que ya vinieron por unos chuchitos, ¿oye?—gritó desde la puerta Marta, mientras se lim-piaba las manos con el delantal para ir a despachar la comida en su puestito.

Todos sabían que doña Yuri no tenía pelos en la lengua y que andaba sacando a cuanto marero, limosnero, bolo o loco se paseaba por su puerta a escobazos y con las malas palabras

El m

uñequito

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por delante, pero la verdad es que la Marcela nos daba lástima a todos y por eso a ella no le hacía eso. Un par de veces, doña Yuri hasta le había financiado un par de tostadas y unos jugos donde doña Marta, porque la Marcela se miraba que no se acordaba ni de comer. Yo estaba allí oyendo todo porque me pintaba bien el pelo, cobraba barato y tenía buena plática. La verdad, por eso me gustaba ir con ella, aunque fuera tan mal hablada.

La Marcela tenía como dieciséis años cuando la casaron con el Carpio, un patojo mañoso de la colonia que tenía como diecinueve para cuando eso pasó. Ya traía panza, decían los veci-nos por todos lados, y ni modo se tuvo que casar. Pero yo miraba que a su modo se querían. Vivieron un par de años en un cuarti-to que les alquilaba el abuelo de ella como a dos cuadras de mi casa. Cuando se murió el viejito los sacaron sus tíos, porque se estaban peleando por la «herencia» de los 64 metros cuadrados que don Lacho había dejado intestados. El Carpio hizo lo que pudo y como cabal en ese tiempo se había quedado sin trabajo, se puso a trabajar de brocha cada vez que le dejaban ruletear las 40R. Empezaron a vivir en una como galera que había sido de la mamá de la Marcela, parece. Con mi mamá lo mirábamos gritar por pasaje y silbar como endemoniado cuando íbamos al mercado. Después supimos que había conseguido otra patoja en el extremo de buses y ya no lo vimos por su cuadra.

La Marcela no había terminado de estudiar y por eso no trabajaba. Mi mamá decía que era una huevona que no podía ni tender bien la ropa. Cuando el Carpio dejó de llegar y se le aca-bó el dinero, empezó a limosnear. Salía hecha un asco de ropa y de pelo a buscar comida para el patojito, que por ese entonces ya tenía como tres años y parecía de uno de lo desnutrido que estaba. Además apenas si sabía caminar porque a ella le gustaba

cargarlo siempre. La mirábamos ir a la tienda a pedir fiado y don Flavio como era buena onda le daba siempre, aunque sea unos panes y una bolsita de café, aunque sabía que no le iba a pagar porque no tenía con qué. En cuanto recibía la bolsita, salía dis-parada de regreso para la casa. Cuando la tienda estaba cerrada o don Flavio de veras no tenía, se iba al mercado a pedir fruta aguada, retazos de carne vieja, de esa que nunca sirve y que en la tarde le tiran a los chuchos de la calle junto con el hueso de desperdicio, y cosas por el estilo, y de plano con eso le daba de comer al nene.

Lo malo es que de tan poco y tan mal que comía, el pa-tojito se enfermó. Un día llegó a la casa una su vecina a pedirnos unas sillas para usar en el velorio, porque se le había muerto de hambre a la pobre. Con mi mamá hicimos café y unos panes con ensalada de pollo y los llevamos a su casita. Había poca gente. La cajita blanca donde lo habían metido estaba iluminada por unas velas gordas, de esas que venden en vaso de vidrio con imágenes de santos (el buena gente de don Flavio se las había regalado y había montado la coperacha para lo del entierro y la cajita), y la habían subido en una mesa de madera café a la que le habían quitado el mantel y el plástico.

Solo estuvimos un rato ese día, pero al siguiente nos le-vantamos temprano para adornar el pickup en el que se iban a llevar la cajita. De paso agarramos lugar allí, a la par del muertío, porque si no hubiéramos tenido que tomar bus para el cemen-terio general. Una tía con la que la Marcela medio se llevaba le dijo que si quería, que se viniera para un cuartito que ella tenía desocupado y, como la pobre estaba aturdida, solo subía y ba-jaba la cabeza a todo lo que se le decía. El funeral fue rápido y, como había mucho calor, todos nos fuimos pronto. Yo creo

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que era porque nadie le hablaba a ella, pero de todos modos no podíamos dejar de ir al entierro del muchachito.

Nos regresamos en el mismo pickup y la tía de la Marce-la se la llevó a su casa casi arrastrada cuando llegamos a la co-lonia. Parecía que la patoja estaba envuelta en una como bolsa de lágrimas y quejidos. Esa fue la última vez que la vi medio ar-reglada. A ella le había dejado de importar la vida y, a nosotros, ella. Don Oswaldo nos contó una vez que su tía ya no pasó a verla después de que pasaron como dos semanas de lo del nene.

Un día que fui a la panadería, doña Noyita estaba con-tándoles a otras viejas de la cuadra que la patoja se había esca-pado desde hacía unos días, y que tenía bien preocupada a la tía, la cual hasta entonces supe que se llamaba doña Leonor. No me quedé a oír más porque ya iba a llover y yo llevaba el canasto del pan sin servilleta. Todas decían que ojalá y Dios la regresara con bien, y todas estaban de acuerdo también en que era una carga para la Leonor, más que una ayuda. Le conté a mi mamá cuando llegué a la casa y me dijo:

—Ah, ya se jodieron porque la patoja ya agarró calle, como los loquitos. No te preocupés, que en unos días ya vas a ver cómo regresa.

Y tenía razón, porque como a la semana regresó hecha una lástima, llena de moretones y raspones en las piernas. Las manos estaban destrozadas. Las uñas hasta astilladas las tenía. El sol le había quemado la nariz como si la hubiera metido en fuego, y traía los ojos muertos de tanto llorar. El vestido amarillo que cargaba estaba hecho un caldo, todo lleno de sangre seca y de tierra. Por cómo cargaba la ropa parecía como si se hubi-era caído y hubiera rodado durante todo ese tiempo. Todos nos alegramos de verla porque sabíamos que era una buena patoja.

A mí me había dado algo así como tristeza porque había oído que la gente de la cuadra ya se la imaginaba muerta en algún barranco.

Don Oswaldo, su vecino que saber por qué siempre sabe todo, nos contó que traía una bolsa de plástico y que la fue a dejar a su cuartito antes de dejar que su tía la bañara. Le dieron de comer y se encerró en su cuarto como dos días. Para cuan-do salió ya se había vuelto loca. Empezó a andar por las calles con suéteres enormes, y la bolsa de plástico pegada a su pecho. Después nos dimos cuenta de que era un muñeco. Un muñeco deforme sacado de saber ni qué basurero, con un cuerpecito bien chiquitío y una cabeza extraña. Pero al menos ya no emana-ba tristeza y todos pensamos que el peso de la bolsa en el brazo la hacía sentir mejor.

A veces la Marcela le cantaba a su muñeco, que ya has-ta se miraba grasoso de tanto que lo mantenía en las manos, y cuando le cantaba le volvía la alegría a los ojos y le vibraba la voz. Yo la vi una vez y por eso se los digo. Se empezó a juntar con un pegamentero que le tocaba el pelo y dejaba que pusiera la cabeza en su regazo. Y hablaban todo el día aunque nadie oía de qué.

La gente le daba comida a veces pero, como empezó a oler pegamento con el charamilero, si uno la miraba lo que pedía era pisto. Para eso sí ya no estábamos. ¿Quería comida? Estaba bueno, no la íbamos a dejar morir de hambre tampo-co, pero que pidiera para guaipe y pegamento nos puso bravos. Además ya no se aguantaba su peste. No se miraba tan sucia tampoco, pero traía un hedor como a chucho muerto que no se iba ni a cuentazos y ya para ese puntoni don Flavio la aceptaba en su tiendita.

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—Ella solita se echó la sal. Todo por andar hueliendo pegamento—me dijo mi mamá un día que la vimos cerca de la casa con el charamila. Yo solo le dije que sí con la cabeza, mien-tras nos cruzábamos la calle, para no pasarles cerca.

La Marcela ya ni llegaba a donde su tía. Dormía con el chara en las banquetas, y cuando llovía se envolvían en un plásti-co azul y se subían a los bordes de los almacenes que tenían per-sianas de metal. En el día se iba solita para el parque central a pedir fichas. La gente le daba dinero. Es que daba lástima ver-la, tan patoja y tan perdida. Se empezó a juntar con los bolitos de allí del parque y la miraba uno en marita, cerca de la concha acústica, recogiendo latas para vender, siempre con una bolsita de Flex en la mano o con un guaipe sucio, y el muñeco, chineado en la otra, metido en una bolsa negra. Lo bueno es que allí en el Centro siempre llegaban grupos de voluntarios a dejar comida y por eso no se murió de hambre. Pero eso de andar con bolos ya no es lo mismo que con los locos que huelen pegamento. Yo creo que por eso la mataron.

Andaba la bulla por la cuadra de que habían encontrado a la Marcela degollada por la quinta avenida y cuarta calle, creo. Salió hasta en las noticias. Parece que se peleó con uno de los bolos y esos no perdonan nada. La degollaron y le quitaron su suéter lleno de latas, que era lo único que cargaba con algo de valor. Lo malo es que hasta allí entendimos por qué cargaba el muñequito.

Cuando llegó el Ministerio Público, y estaban levantando el cuerpo, un investigador como que vio la bolsa y la abrió. Vio el muñequito. En la Extra decía que el trapo se estaba pudriendo. Lo que pasó fue que la Marcela, de plano entre la loquera, se había ido a meter al cementerio y sacó la cajita del nene. Como

no se lo pudo llevar todo, le quitó la cabeza y le hizo un cuerpo con los trapos que llevaba. Lo que no sabemos es por qué le hab-rá echado cera en la cara, pero de plano que fue porque cuando lo hizo, no estaba tan loca o tal vez para que no vieran que car-gaba al güirito. Doña Marta, la de las tostadas, dice que cada qui-en tiene su trabe y de plano que tuvo sus razones para hacerlo. Aparte a ella le gustaba el color celeste. Yo siempre pensé que su mero color había sido el amarillo.

Nadie había ido al cementerio a visitar al nene. Fuimos el domingo pasado para ver si mirábamos algo. Ni mi mamá ni yo nos acordábamos de por dónde se había quedado, pero como don Flavio tenía el número del nicho, con eso lo fuimos a buscar. Nunca le pusieron lápida. Yo toqué el repello y no estaba roto ni nada. Nos pareció raro. Le puse flores y le recé un poquito. Le pedí que perdonara a su mamá, mientras otra señora y la mía iban por agua. Cuando terminé, me puse a ver las inscripciones de las otras tumbitas. Había una que estaba medio rota de una orilla y eso me dio curiosidad. Era más reciente que la del hijo de la Marcela, pero se miraba más maltratada, como si la hubieran abierto y vuelto a pegar de los lados. Pero fuera de eso, si uno miraba bien, la lápida estaba completa, solo lastimada de una orilla. Ya no pude ver más porque en eso llegó mi mamá con el agua, limpiamos y nos fuimos.

Nunca supimos qué pasó, pero yo creo que la Marcela agarró la cabeza equivocada cuando se metió al cementerio. Yo también leí el periódico y vi las fotos. La cabeza que allí se mira-ba no se parecía a la del patojito desnutrido que ella tenía. Pien-so mucho en ella no sé por qué, no me da miedo lo que hizo, pero sí mucha tristeza. Me consuela saber que no cargaba la cabeza correcta. Al menos dejó descansar completo a su nene. Ojalá ella

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también pueda descansar ahora, y ojalá no haya arrastrado la locura a donde sea que se haya ido.

Cita de esquina

Ya sé que se me hizo tarde para venir a verlo. Es que me quedé haciendo las tareas con Carol. Le tuve que decir que las termi-nara de hacer ella, que viera qué hacía de cena y que les echara un ojo a los nenes un rato. Me preguntó si iba a salir. Como si no supiera. Me dijo que me pusiera suéter. Que hay frío. Le respondí que sí con la mirada. La suya mostraba ese leve enojo de siem-pre que vengo a verlo. Antes de arreglarme vi mis arrugas en el espejo. No había ni una nueva. Algunas canas me están saliendo cerca de la frente. La ropa me queda un poco ajustada. ¿Será por el café y el pan dulce de después de la cena de los últimos días? Me voy a tener que quitar el gustito.

Revisé que la línea de mi falda estuviese recta, como le gusta. Que los ojales de mi blusa estuviesen planchados, y las medias en perfecto estado. Con un cepillo quité las gotas de pol-vo que se acumularon durante el día en mis zapatos de salir y abrí la puerta cuando las luces de los postes empezaban a des-pertarse. Tarde. Con lo poco que le gusta estar a oscuras. Son cuatro cuadras y media, doscientos ochenta y cuatro pasos. Los cuento todos los días, y si me detienen las vecinas hay que añadir unos veinte pasos más. Hoy, para mi suerte, no hay nadie.

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Caminé muy deprisa antes de llegar a nuestra esquina. Pensé en los nenes, en la pobre Carol, en qué iba a contarle a usted. No pasó nada en el día. Los nenes llegaron en el bus y Carol vino después de la Universidad. Pobrecita. Siempre cansada. Siempre ocupada con el trabajo y la Universidad. Y las tareas. Y los nenes, y yo... No debe aguantar la pobre.

Hoy vi a don Rafa en la mañana cuando fui por café. Me dijo que todavía lo extrañan en la tiendita. Me preguntó que cuántos años ya. Le dije que dos años con tres meses y cuatro días. Me dijo que ya era tiempo que dejara de venir a verlo, que no era sano que anduviera con la luz todos los días, que fue una mala suerte la bala perdida de aquella tarde pero que era tiempo de dejarlo ir. Le repetí que a usted nunca le gustó estar a oscuras. Que además le gustaban las velas. Que me gusta hablarle, que aquí donde se quedó tirado pusimos la crucecita, que este lugar era importante porque aquí esperábamos a los nenes cuando venían en el bus del colegio. Que traigo la vela porque así me siento tranquila y de paso se la vengo a poner para que usted no esté de noche solito. Me dijo que a veces la gente que no es de aquí pasa de noche por la tienda y le pregunta si es muerto nue-vo. Que él explica que la muerte es vieja pero la herida todavía está abierta. Solo le pude decir que sí con la cabeza. Me puso una mano en el hombro y me dijo que, si eso me da tranquilidad, lo siga haciendo. Después de eso salí de la tienda.

La Carol, cuando habla de usted, me dice que ya no ven-ga. Que le da vergüenza, que parezco loca viniéndole a buscar todos los días con la vela. No le haga caso, ella ya lo está olvidan-do y quiere que yo también lo haga. Los nenes ya ni se acuerdan y nunca me dicen nada cuando vengo ni cuando me voy. Así que hoy no pasó nada diferente pero quería venir a contarle.

Ya me voy porque hay días como hoy en los que la gente que pasa en los carros disminuye la velocidad cuando me miran encendiéndole la vela y se me quedan viendo como si quisieran preguntar y, aunque me incomoda, los entiendo. A mí también me daría curiosidad ver una vela prendida a diario en la esquina de un muerto que no es fresco.

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Epílogo

Historias incompletas

Si hoy levantaras las uñas de estos dedos, que de lejos te dibu-jan, encontrarías enterradas, entre la melancolía y el polvo de tanto escribirte, letras desde el fondo de lo que hemos sido y retazos tristes de esta historia nuestra. Párrafos completos que me niego a escribir, porque tendría que ponerle un inicio y, por ende, un punto final. Una historia que no podría cerrarse, por más capítulos y volúmenes que cercenaran sus hojas. Por eso espero que bajo la caparazón de mis uñas queden todas estas palabras que se niegan a volar y, también un poco, a soltarte, aunque a veces, a veces, vuelven a escribirte a ti, a ese lejano reflejo que a veces brilla en mi voz, que a veces se ahoga en la luz de mis ojos. Tú, el camino que espero cuando todo se ha ido, cuando todo se ha vuelto oscuro y sin salida, este camino al que vuelvo incluso cuando te has ido y tus ojos no marcan más que el saber que me he perdido. El camino eres tú, aunque he perdi-do la luz de tu aurora hace muchos amaneceres. Y la brisa de la tarde se ha escondido entre otras noches o ha muerto antes de llegar al mediodía. Pero, si buscaras entre las líneas de mi mano

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los suspiros que no se hicieron nunca palabras, hallarías toda la esperanza que te guardo, y este polvo en que me he vuelto, de tanto esperarte y no ser nadie.

Otros títulos en Extracto

Estrella del NorteEsteban Arredondo

Trazos amétricosJoshua E. Morales

lA poesía escup3 en todas part3sEster Laura Arévalo

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