Hernando Tellez-Cenizas Para El Viento y Otras Historias

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HERNANDO TÉLLEZ CENIZAS PARA EL VIENTO Y OTRAS HISTORIAS El Áncora Editores. Bogotá, 1984. A Beatriz No puedo encontrar ni discurrir nada para agradarte: Todo es siempre lo mismo.” Lucrecio, III, 898. ESPUMA Y NADA MÁS No saludó al entrar. Yo estaba repasando sobre una badana la mejor de mis navajas. Y cuando lo reconocí me puse a temblar. Pero él no se dio cuenta. Para disimular continué repasando la hoja. La probé luego contra la yema del dedo gordo y volví a mirarla, contra la luz. En ese instante se quitaba el cinturón ribeteado de balas de donde pendía la funda de la pistola. Lo colgó de uno de los clavos del ropero y encima colocó el kepis. Volvió completamente EL cuerpo para hablarme y deshaciendo el nudo de la corbata, me dijo: "Hace un calor de iodos los demonios, Afeíteme". Y se sentó en la silla. Le calculé cuatro días de barba. Los cuatro días de la última excursión en busca de los nuestros, El rostro aparecía quemado, curtido por el sol. Me puse a preparar minuciosamente el jabón. Corté unas rebanadas de la pasta, dejándolas caer en el recipiente, mezclé un poco de agua tibia y con la brocha empecé a revolver. Pronto subió la espuma. "Los muchachos de la tropa deben tener tanta barba como yo". Seguí batiendo la espuma. "Pero nos fue bien, ¿sabe? Pescamos a los principales. Unos vienen muertos y otros todavía viven. Pero pronto estarán todos muertos". ¿Cuántos cogieron?", pregunté. "Catorce. Tuvimos que internarnos bastante para dar con ellos. Pero ya la están pagando. Y no se salvará ni uno, ni uno". Se echó para atrás en la silla al verme con la brocha en la mano, rebosante

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  • HERNANDO TLLEZ

    CENIZAS PARA EL VIENTO Y OTRAS HISTORIAS

    El ncora Editores. Bogot, 1984.

    A Beatriz

    No puedo encontrar ni discurrir nada para agradarte: Todo es siempre lo mismo. Lucrecio, III, 898.

    ESPUMA Y NADA MS

    No salud al entrar. Yo estaba repasando sobre una badana la mejor de mis navajas. Y cuando lo reconoc me puse a temblar. Pero l no se dio cuenta. Para disimular continu repasando la hoja. La prob luego contra la yema del dedo gordo y volv a mirarla, contra la luz. En ese instante se quitaba el cinturn ribeteado de balas de donde penda la funda de la pistola. Lo colg de uno de los clavos del ropero y encima coloc el kepis. Volvi completamente EL cuerpo para hablarme y deshaciendo el nudo de la corbata, me dijo: "Hace un calor de iodos los demonios, Afeteme". Y se sent en la silla. Le calcul cuatro das de barba. Los cuatro das de la ltima excursin en busca de los nuestros, El rostro apareca quemado, curtido por el sol. Me puse a preparar minuciosamente el jabn. Cort unas rebanadas de la pasta, dejndolas caer en el recipiente, mezcl un poco de agua tibia y con la brocha empec a revolver. Pronto subi la espuma. "Los muchachos de la tropa deben tener tanta barba como yo". Segu batiendo la espuma. "Pero nos fue bien, sabe? Pescamos a los principales. Unos vienen muertos y otros todava viven. Pero pronto estarn todos muertos". Cuntos cogieron?", pregunt. "Catorce. Tuvimos que internarnos bastante para dar con ellos. Pero ya la estn pagando. Y no se salvar ni uno, ni uno". Se ech para atrs en la silla al verme con la brocha en la mano, rebosante

  • de espuma. Faltaba ponerle la sbana. Ciertamente yo estaba aturdido. Extraje del cajn una sbana y la anud al cuello de mi cliente. El no cesaba de hablar. Supona que yo era uno de los partidarios del orden. "El pueblo habr escarmentado con lo del otro da", dijo. "S", repuse mientras conclua de hacer el nudo sobre la oscura nuca, olorosa a sudor. "Estuvo bueno, verdad?". "Muy bueno", contest mientras regresaba a la brocha. El hombre cerr los ojos con un gesto de fatiga y esper as la fresca caricia del jabn. Jams lo haba tenido tan cerca de m. El da en que orden que el pueblo desfilara por el patio de la Escuela para ver a los cuatro rebeldes all colgados, me cruc con l un instante. Pero el espectculo de los cuerpos mutilados me impeda fijarme en el rostro del hombre que lo diriga todo y que ahora iba a tomar en mis manos. No era un rostro desagradable, ciertamente. Y la barba, envejecindolo un poco, no le caa mal. Se llamaba Torres. El capitn Torres. Un hombre con imaginacin, porque a quin se le haba ocurrido antes colgar a los rebeldes desnudos y luego ensayar sobre determinados sitios del cuerpo una mutilacin a bala? Empec a extender la primera capa de jabn. El segua con los ojos cerrados. "De buena gana me ira a dormir un poco", dijo, "pero esta tarde hay mucho que hacer". Retir la brocha y pregunt con aire falsamente desinteresado: "Fusilamiento?". "Algo por el estilo, pero ms lento", respondi. "Todos?". "No. Unos cuantos apenas". Reanud, de nuevo, la tarea de enjabonarle la barba. Otra vez me temblaban las manos. El hombre no poda darse cuenta de ello y esa era mi ventaja. Pero yo hubiera querido que l no viniera. Probablemente muchos de los nuestros lo habran visto entrar. Y el enemigo en la casa impone condiciones. Yo tendra que afeitar esa barba como cualquiera otra, con cuidado, con esmero, como la de un buen parroquiano, cuidando de que ni por un solo poro fuese a brotar una gota de sangre. Cuidando de que en los pequeos remolinos no se desviara la hoja. Cuidando de que la piel quedara limpia, templada, pulida, y de que al pasar el dorso de mi mano por ella, sintiera la superficie sin un pelo. S. Yo era un revolucionario clandestino, pero era tambin un barbero de conciencia, orgulloso de la pulcritud en su ofici. Y esa barba de cuatro das se prestaba para una buena faena.

  • Tom la navaja, levant en ngulo oblicuo las dos cachas, dej libre la hoja y empec la tarea, de una de las patillas hacia abajo. La hoja responda a la perfeccin. El pelo se presentaba indcil y duro, no muy crecido, pero compacto. La piel iba apareciendo poco a poco. Sonaba la hoja con su ruido caracterstico, y sobre ella crecan los grumos de jabn mezclados con trocitos de pelo. Hice una pausa para limpiarla, tom la badana de nuevo y me puse a asentar el acero, porque yo soy un barbero que hace bien sus cosas. El hombre que haba mantenido los ojos cerrados, los abri, sac una de las manos por encima de la sbana, se palp la zona del rostro que empezaba a quedar libre de jabn, y me dijo: "Venga usted a las seis, esta tarde, a la escuela". "Lo mismo del otro da?", le pregunt horrorizado. "Puede que resulte mejor", respondi. "Qu piensa usted hacer?". No s todava. Pero nos divertiremos". Otra vez se ech hacia atrs y cerr los ojos. Yo me acerqu con la navaja en alto. "Piensa castigarlos a todos?, aventur tmidamente. "A todos". El jabn se secaba sobre la cara. Deba apresurarme. Por el espejo, mir hacia la calle. Lo mismo de siempre: la tienda de vveres y en ella dos o tres compradores. Luego mir el reloj: las dos y veinte de la tarde. La navaja segua descendiendo. Ahora de la otra patilla hacia abajo. Una barba azul, cerrada. Deba dejrsela crecer como algunos poetas o como algunos sacerdotes. Le quedara bien. Muchos no lo reconoceran. Y mejor para l, pens, mientras trataba de pulir suavemente todo el sector del cuello. Porque all s que deba manejar con habilidad la hoja, pues el pelo, aunque en agraz, se enredaba en pequeos remolinos. Una barba crespa. Los poros podan abrirse, diminutos, y soltar su perla de sangre. Un buen barbero como yo finca su orgullo en que eso no ocurra a ningn cliente. Y este era un cliente de calidad. A cuntos de los nuestros haba ordenado matar? A cuntos de los nuestros haba ordenado que los mutilaran?... Mejor no pensarlo. Torres no saba que yo era su enemigo. No lo saba l ni lo saban los dems. Se trataba de un secreto entre muy pocos, precisamente para que yo pudiese informara los revolucionarios de lo que Torres estaba haciendo en el pueblo y de lo que proyectaba hacer cada vez que emprenda una excursin para cazar revolucionarios. Iba a ser, pues, muy

  • difcil explicar que yo lo tuve entre mis manos y lo dej ir tranquilamente, vivo y afeitado. La barba le haba desaparecido casi completamente. Pareca ms joven, con menos aos de los que llevaba a cuestas cuando entr. Yo supongo que eso ocurre siempre con los hombres que entran y salen de las peluqueras. Bajo el golpe de mi navaja Torres rejuveneca, s, porque yo soy un buen barbero, el mejor de este pueblo, lo digo sin vanidad. Un poco ms de jabn, aqu, bajo la barbilla, sobre la manzana, sobre esta gran vena. Qu calor! Torres debe estar sudando como yo. Pero ! no tiene miedo. Es un hombre sereno, que ni siquiera piensa en lo que ha de hacer esta tarde con los prisioneros. En cambio yo, con esta navaja entre las manos, puliendo y puliendo esta piel, evitando que brote sangre de estos poros, cuidando todo golpe, no puedo pensar serenamente. Maldita la hora en que vino, porque yo soy un revolucionario pero no soy un asesino. Y tan fcil como resultara matarlo. Y lo merece. Lo merece? No, qu diablos! Nadie merece que los dems hagan el sacrificio de convertirse en asesinos. Qu se gana con ello? Pues nada. Vienen otros y otros y los primeros matan a los segundos y stos a los terceros y siguen y siguen hasta que todo es un mar de sangre. Yo podra cortar este cuello, as, zas, zas! No le dara tiempo de quejarse y como tiene los ojos cerrados no vera ni el brillo de la navaja ni el brillo de mis ojos. Pero estoy temblando como un verdadero asesino. De ese cuello brotara un chorro de sangre sobre la sbana, sobre la silla, sobre mis manos, sobre el suelo. Tendra que cerrar la puerta. Y la sangre seguira corriendo por el piso, tibia, imborrable, incontenible, hasta la calle, como un pequeo arroyo escarlata. Estoy seguro de que un golpe fuerte, una honda incisin, le evitara todo dolor. No sufrira. Y qu hacer con el cuerpo? Dnde ocultarlo? Yo tendra que huir, dejar estas cosas, refugiarme lejos, bien lejos. Pero me perseguiran hasta dar conmigo. "El asesino del capitn Torres. Lo degoll mientras le afeitaba la barba. Una cobarda". Y por otro lado: "El vengador de los nuestros. Un nombre para recordar (aqu mi nombre). Era el barbero del pueblo. Nadie saba que l defenda nuestra causa...". Y qu? Asesino o hroe? Del filo de esta navaja depende mi destino. Puedo inclinar un poco ms la mano, apoyar un poco ms

  • la hoja, y hundirla. La piel ceder como la seda, como el caucho, como la badana. No hay nada ms tierno que la piel del hombre y la sangre siempre est ah, lista a brotar. Una navaja como sta no traiciona. Es la mejor de mis navajas. Pero yo no quiero ser un asesino, no seor. Usted vino para que yo lo afeitara. Y yo cumplo honradamente con mi trabajo... No quiero mancharme de sangre. De espuma y nada ms. Usted es un verdugo y yo no soy ms que un barbero. Y cada cual en su puesto. Eso es. Cada cual en su puesto. La barba haba quedado limpia, pulida y templada. El hombre se incorpor para mirarse en el espejo. Se pas las manos por la piel y la sinti fresca y nuevecita. "Gracias", dijo. Se dirigi al ropero en busca del cinturn, de la pistola y del kepis. Yo deba estar muy plido y senta la camisa empapada. Torres concluy de ajustar la hebilla, rectific la posicin de la pistola en la funda y luego de alisarse maquinalmente los cabellos, se puso el kepis. Del bolsillo del pantaln extrajo unas monedas para pagarme el importe del servicio. Y empez a caminar hacia la puerta. En el umbral se detuvo un segundo y volvindose me dijo: "Me haban dicho que usted me matara. Vine para comprobarlo. Pero matar no es fcil. Yo s por qu se lo digo". Y sigui calle abajo.

  • CENIZAS PARA EL VIENTO

    El hombre tena un aire cordialmente siniestro. Haca por lo menos un cuarto de hora que trataba de explicarse, sin conseguirlo. Estaba sentado sobre un gran tronco de rbol, a la entrada de la casa. No se haba quitado el sucio sombrero, un fieltro barato de color carmelita, y mantena los ojos bajos, al hablar. Juan lo conoca bien. Era el hijo de Simn Arvalo y de la seora Laura. Un chico muy inquieto desde el comienzo. Pero no tanto como para suponer lo que se deca que estaba haciendo en la regin, con viejos y buenos amigos de sus padres. Juan no lo crea, pero ahora... "Es mejor que se vayan", repiti el hombre, con la mirada en el suelo, sin levantar la cabeza. Juan no respondi. Se hallaba de pie, a un metro de distancia del visitante. El da se presentaba hosco, con nubes de plomo y una evidente amenaza de lluvias. Haca bochorno. Juan miraba los campos por encima, ms all del sombrero del visitante: verdes, amarillos, pajizos, otra vez verdes, un verde ms intenso que los otros, y luego un verde desledo. El valle se vea bien desde ese sitio. Era un buen sitio para verlo ondeante, verdeante con todas sus espigas, cuando el viento soplaba. "Quin est ah?". La voz de su mujer, lanzada desde la cocina le lleg aguda y clara. No respondi. El visitante segua con la cabeza baja. Y con uno de los pies, forrado en un zapato polvoriento, amontonaba contra el otro un poco de tierra fina, hasta formar un montoncito que luego apisonaba con la suela cuidadosamente. "Lo mejor es que se vayan", repiti, levantando esta vez la cara. Juan lo mir. Y pens que, sin duda, se pareca mucho al padre, salvo los ojos, olor de hoja de tabaco, iguales a los de Laura. "Quin est ah?", repiti la voz, ya ms cercana. Y, en i puerta que daba al corredor de entrada, apareci Carien con el chiquillo en los brazos. El hombre se levant el tronco del rbol y maquinalmente se pas una de las manos por las asentaderas. Luego se quit el fieltro, salieron a relucir unos cabellos negros, espesos y alborotados. Pareca como si el peine no hubiera pasado por ah n mucho tiempo. "Buenos das seora Carmen", dijo. El hiquillo jugaba con el cuello de la madre, tratando de hundir los

  • dedos en esa blandura. Era una criatura de meses que ola fuertemente a leche de mujer y a paal sucio. Juan no deca nada. Y el hombre se hallaba visiblemente desconcertado. Por unos segundos se pudo or, perfecto, el silencio de los campos y en medio de ese silencio, los ruidos, siempre confusos, siempre latentes de la naturaleza. El valle palpitaba, intacto, bajo la hosca maana. Pero ya vendr el sol", pensaba Juan. "Bueno, ya me voy", dijo el visitante. Se despidieron. Carmen qued silenciosa, mirando a su marido. El hombre se puso otra vez el fieltro, les volvi la espalda, camin sin prisa y, al legar a la puerta de talanquera - diez, quince metros ms all de la casa -, la abri con cuidado, produciendo a pesar de todo, el quejido caracterstico de los goznes sin aceitar. Unos goznes ordinarios hechos en la herrera del pueblo. "Deban irse". Por qu? El hijo de Simn Arvalo y de difunta Laura haba gastado casi media hora, tratando de explicarlo. Pero qu confuso haba estado. Esas cosas de la autoridad y de la poltica siempre eran complicadas. Y el hijo de Simn Arvalo tampoco las saba bien a pesar de que ahora andaba en tratos con los de la autoridad, hacindole mandados a la autoridad. "El muy bellaco", pens Juan. "Dijo que si no nos bamos antes de una semana vendran para echarnos". "Tendrn que matarnos", respondi Carmen. "Eso le dije", remat Juan, completamente sombro. No hablaron ms. Carmen se fue para la cocina, siempre con el chiquillo en los brazos, y Juan qued otra vez solo, plantado como un rbol, frente a su casa. La vereda era pobre y la casa de Juan y el campo que la rodeaba no valan ciertamente la pena de que las autoridades se ocuparan de ella. No les iban a servir para nada: unos cuadros de maz, unas manchitas de papa, un cuadriltero de legumbres y un chorro de agua que bajaba, a Dios gracias, deca Carmen, desde la propiedad, esa s grande y rica, de los seores Hurtado. Y la casa! Mitad rancho y mitad casa. Juan pensaba que si se la quitaban la autoridad tendra que acabar de pagar la deuda de los pesos que le prestaron aos atrs para hacer la cocina y el pozo sptico. Pero, s era cierto como lo dijo el hijo de Simn Arvalo, que ellos tenan que irse de all? Claro que l haba votado en las ltimas elecciones. Y qu? No haban votado

  • tambin los dems? Los unos de un lado. Los otros del otro. Y todos en paz. El que gana, gana. Y el que pierde, pierde. Juan solt una carcajada. "Este quera asustarme". Pero no. Record que una semana antes haba estado en el pueblo. Una cosa le llam la atencin: algunos guardias, adems del fusil, llevaban en la mano un rebenque. El fusil?, vaya. Pero el ltigo? Juan cavilaba. La autoridad con el ltigo en la mano le daba miedo. Adems l notaba en las gentes algo extrao. En la tienda de don Rmulo Linares no le quisieron vender aceite. Le dijeron que se haba acabado. Pero el aceite estaba ah, goteando, espeso, brillante, de la negra caneca al embudo y del embudo a una botella, detrs del mostrador. No dijo nada porque don Rmulo le hizo una cara terrible y a l no le gustaba andar de pendencia con nadie. Por el mercado se paseaban cuatro guardias. Pero no haba mucha gente. El compr algunas cosillas: una olla de barro, un pan de jabn y unas alpargatas. Luego entr a la farmacia por una caja de vaselina perfumada y un paquete de algodn. El seor Benavides, muy amable pero con cierto aire de misterio le pregunt: "por all no ha pasado nada todava?". Y cuando Juan iba a responderle, el seor Benavides le hizo seas de que se callara. Entr un guardia y detrs, precisamente, el hijo de Simn Arvalo. El guardia golpe con el rebenque la madera del mostrador. El seor Benavides se puso un poco plido y envolvi de prisa la compra de Juan. "Qu hay por aqu?", dijo el guardia. Arvalo reconoci a Juan. Pero lo mir como si no lo conociera. El guardia no le dio tiempo al seor Benavides para contestar. Se volvi a Juan, y haciendo sonar el ltigo contra sus propios pantalones le dijo: "Y usted tambin es de los que estn resistiendo?". Juan debi de haber palidecido como Benavides porque senta que el corazn le saltaba en el pecho. Hubiera querido abofetear al guardia, pues no era cosa de que un guardia, sin ms ni ms, hablara as a un hombre pacfico, que estaba comprando, sin molestar a nadie, una caja de vaselina y un paquete de algodn donde el seor Benavides. Arvalo intervino: "S, es de los rojos, de aqu cerca, de la vereda de las Tres Espigas". Juan pareca como clavado al piso y miraba, sin poder apartar los ojos, el pequeo trozo de guayacn perforado en uno de los extremos, por donde pasaban los ramales del ltigo. El

  • guayacn pareca un largo dedo con las coyunturas abultadas por el reumatismo, Y el ltigo segua sonando contra la tela basta, color de cobre, de los pantalones del uniforme. "Aja, aja", gru insidioso el guardia. "Pero es de los tranquilos, yo lo conozco", cort Arvalo, El rebenque dej de frotar la tela. "Ya veremos. Ya veremos, porque todos son unos hijoe... madres", y se le abri al guardia en la mitad de la cara una risa sardnica. "Aqu se acabaron las carcajadas, oy, Benavides? Y usted tambin...". Salieron. Juan senta seca la boca. Tom el paquete de encima del mostrador, busc las monedas en el bolsillo para pagar cuarenta y cinco centavos, y se despidi del seor Benavides, a quien todava le temblaban las manos y segua plido como un hombre atacado sbitamente por un calambre en el estmago. Pero ahora la amenaza tomaba cuerpo en la persona del hijo de Simn Arvalo. Y Juan recordaba que Simn Arvalo haba sido su amigo. Y que este mismo muchacho no pareca tan malo. Slo que le gustaba andar discutiendo aqu valla, por todas partes, de esas cosas tan enredadas y difciles de la poltica. Pero en qu estaba ahora? Si se hubiera metido a guardia, muy bien. Pero no llevaba uniforme. Desde cuando se pusieron tan mal las cosas, Arvalo era el gran amigo de la autoridad. En el pueblo le dijeron que no sala de donde el alcalde y que con los guardias trasegaba, mano a mano, las copas. Un sostn de la autoridad. Eso seguramente era Arvalo. Un sostn que tena la ventaja de conocer a todo el mundo, en cinco, tal vez en diez leguas a la redonda. Qu gracia! Si Arvalo haba nacido all como Simn, su padre y como el padre de Simn, su abuelo. Qu gracia, si haba ido a la escuela del pueblo, con la pata al suelo, como l mismo, y con la pata al suelo, tambin como l, haba corrido por todos esos campos, aprendiendo el nombre de todos los dueos y arrendatarios y aparceros y peones, trabajando aqu, trabajando all hasta cuando estuvo crecidito y se hizo hombre de zapatos y de sombrero de fieltro y se qued a vivir en la localidad. Los disparos despertaron primero a Carmen, luego a Juan y, finalmente, el nio se ech a llorar. Estaba amaneciendo, porque las cosas en la habitacin se distinguan muy bien. Juan, al saltar de la cama calcul la hora: tas cinco de la maana. Los disparos volvieron a orse, pero ms prximos. Termin de ponerse los

  • pantalones, apret la hebilla del cinturn y se precipit a la puerta. Haba calculado bien la hora: una claridad lechosa caa del cielo sobre los campos. "S, son las cinco. Har un buen da" pens, sin darse cuenta. La puerta de talanquera anunci con sus goznes que alguien entraba. Pasaron dos hombres. Juan los reconoci desde lejos: uno, Arvalo, y, el otro, el guardia del rebenque, el que lo haba encarado en la botica del seor Benavides. Entonces resultaba cierta la amenaza de Arvalo? Doce das haban pasado desde la visita. Y Juan pensaba que todo estaba en orden. "Una semana, vyanse dentro de una semana. Es mejor para ustedes. De lo contrario...". Y ah llegaba otra vez Arvalo, pero ahora acompaado de la autoridad. El guardia ech otro tiro al aire, al acercarse a Juan. "Suena bien, no?", dijo, "y sonarn maana muchos ms, si a esta hora no se han largado de aqu. Entienden?". Rastrill de nuevo la pistola y apunt a lo lejos, hacia las esbeltas espigas de maz, por divertirse, por puro juego. Arvalo estaba cabizbajo. No miraba a Juan, ni a Carmen quien haba salido corriendo para ver qu pasaba. "Ya lo saben, a largarse, a largarse pronto". Acomod la pistola entre la cartuchera, cogi del brazo a Arvalo y volte la espalda. Hasta ese momento Juan comprendi que el aliento del guardia apestaba a aguardiente.

    Todos cumplieron: Arvalo y la autoridad, Juan y Carmen y el nio. La casa ardi fcilmente, con alegre chisporroteo de paja seca, de lea bien curada, de trastos viejos. Tal vez durante dos horas. Acaso tres. Y como un vientecillo fresco se haba levantado del norte y acuciaba las llamas, aquello pareca una fiesta de feria, en la plaza del pueblo. Una gigantesca vaca-loca. El guardia del rebenque saltaba de gozo, mucho ms entusiasmado, desde luego, que sus cuatro compaeros y que Arvalo, venidos para constatar si Juan Martnez se haba ido o si opona resistencia. Cuando regresaron al pueblo, se detuvieron en la tienda de Linares. Ah estaba el alcalde recostado deliciosamente contra los bultos de maz. "Cmo les fue?". "Bien seor alcalde", respondi Arvalo, taciturno. "Martnez se haba ido?". "No", dijo el del rebenque,

  • "cometieron la estupidez de trancar las puertas y quedarse adentro, y, usted comprende, no haba tiempo qu perder...". El aceite segua goteando de la caneca al embudo y del embudo a la botella.

  • LECCIN DE DOMINGO

    Los tres hombres entraron como una tromba al pequeo saln de clases donde la seorita Marta Amaya, nuestra maestra, lea el texto: "Plant un hombre una via, y la cerc con seto, y cav un lagar y edific una torre, y la arrend a labradores y se parti lejos...". La voz cadenciosa y montona se quebr sbitamente. "Qu quieren ustedes?", dijo intensamente plida. Yo comprend que ella estaba a punto de llorar. Pero ya uno de nosotros - ramos en total once rapaces - estaba llorando: Pablito Mancera, una criatura de nueve aos, de cabellos color de melcocha, de rostro pecoso e invariablemente sucio. Uno de los hombres se qued vigilando a la puerta. Los otros dos nos miraban un poco desconcertados. Vestan trajes claros, y debajo de los sacos de tela liviana - el clima era, por esos meses, sofocante - brillaban las hebillas de los cinturones y asomaban las cachas de los revlveres. Revolucionarios? Gobiernistas? Quin iba a saberlo! La seorita Marta haba tratado de explicrnoslo, a su manera. "Debemos confiar en Dios", deca, "para que esto acabe pronto". Pero no acababa. Tan mal iban las cosas de la revolucin y de la paz, que al mayor de nosotros, los colegiales, Juan Felipe Gutirrez, le haban matado ya al padre, y la seorita Marta no poda darnos clase sino los domingos por la tarde. Y solamente de doctrina cristiana. Por eso estaba leyndonos el evangelio de San Marcos - "plant un hombre una via, etc." - en el momento de entrar los hombres. "Queremos conversar con usted", dijo uno dirigindose a la seora Marta. "Y sin perder tiempo", remat con voz sorda uno de los otros dos, el que estaba a la puerta. Debo advertirles que todo esto pas hace muchos aos, pues ya soy un viejo, y no voy a la escuela. De la significacin de lo acontecido esa tarde de domingo, fuera del saln de clases, no me di cuenta sino transcurrida una buena porcin de tiempo. Creo que cuando ya me haba convertido en eso que llaman un hombre. Y lo habra olvidado por completo si hoy, al abrir incidentalmente una Biblia, no hubiera tropezado con las palabras de San Marcos en el Captulo 12. "Pero si estas eran las palabras de la seorita

  • Marta", me dije. Y, al punto, la vi salir del saln, con el rostro demudado, acompaada de dos de los hombres. Ech sobre nosotros una angustiosa mirada y nos dijo: "Permanezcan juiciosos y tranquilos. Yo volver pronto". Salieron. El hombre apostado a la puerta la cerr cuidadosamente como quien cierra un libro, y avanz hacia el centro del saln. Vacil un poco ante las dos gradas de la tarima donde se hallaban, como en un trono, el asiento de la seorita Marta y su mesa de trabajo. Nosotros estbamos muy quietecitos en los bancos, repartidos de dos en dos. Yo no tena compaero, pues ramos once y once es un nmero impar. El hombre no se atreva a ocupar el asiento de la seorita Marta. Eso se vea. Por lo menos as lo pens. Supongo que le daba vergenza por timidez o por temor al ridculo. De pie, examin los papeles y cuadernos - nuestros cuadernos - que se hallaban sobre la mesa. Tom uno, lo hoje y, al detenerse en una pgina, trat de sonrer. Debi leer el nombre del dueo, escrito en la cubierta, con la linda y cuidadosa letra de la seorita Marta. "Quin es Roberto Collazos?", pregunt, todava con el cuaderno entre las manos. Todos volvimos a mirar a Collazos. Y Collazos se levant del banco. "Yo", dijo. La raya de sol que entraba por una de las ventanas y caa sobre la negra cabeza de Collazos, me permiti calcular que seran aproximadamente las cuatro de la tarde, pues yo haba notado que a esa hora, siempre, en los das de buen sol, apareca una franja de luz y de polvo, proyectada desde el cielo como un reflector. "Con que usted es Collazos?". "S seor". "Est bien. Sintese". El hombre sigui mirando los cuadernos. "Y quin es Cepeda?". Y Cepeda se levant, como lo haba hecho Collazos. "Y quin es Gregorio Villarreal?". Y Gregorio hizo lo mismo que Cepeda y Collazos. "Y quin es Inocencio Cifuentes?". Me incorpor. Y sent que la cara se me llenaba de calor. No dije nada. No dije como los dems: "yo, seor". El hombre se qued mirndome con simpata. "Yo tambin soy Cifuentes", dijo. Todos remos, inclusive el pequeo Pablito Mancera a quien, tal vez, le haba pasado ya el miedo. El hombre continu su juego. Y se diverta evidentemente. Y nosotros empezamos a divertirnos tambin. Uno a uno fuimos respondiendo al llamado que se nos haca. Se oyeron de nuevo algunas risas cuando le toc el turno a Benito Daz quien

  • tartamudeaba un poco. Y el hombre ri a su vez, jovialmente. Empezbamos a olvidar a la seorita Marta. Empezbamos a olvidar que se la haban llevado los otros dos. Y que los tres entraron, bueno, como ladrones. Empezbamos a olvidar que debajo de los sacos, colgados del cinturn, estaban los revlveres. Empezbamos a olvidar la guerra entre revolucionarios y gobiernistas. Cuando el hombre decidi sentarse en el asiento de la seorita Marta ya tena ganada nuestra confianza. Nadie murmur nada. Nadie disimul ninguna sonrisa. Nos pareci completamente natural que ocupara ese sitio. Hasta ese momento llevaba la cabeza cubierta con el sombrero. Al sentarse se lo quit y coloc el fieltro sobre la mesa. Pareca cansado y bueno. Un rostro comn y corriente. La piel, amarillenta como la de todos nosotros. Y el pelo, en desorden. Hubo una larga pausa de silencio. El hombre se pas las manos por la barba y se qued mirando, durante unos minutos, al vaco. Collazos se levant. "Seor, podra irme para mi casa?". El hombre pareci sorprendido. "Qu dice? Nadie saldr de aqu todava. Entiende? Entienden todos?". Collazos se sent de nuevo. Silencio absoluto. El miedo haba regresado a la clase y entraba, de lleno, a nuestros pechos. Un casi imperceptible hilo de llanto sonaba a mi espalda. Era, claro est, Pablito Mancera. No s cunto duramos as: el hombre en la tarima, mirndonos, mirando, a veces, el limpio cielo de verano que se trasparentaba a travs de los cristales de la ventana y nosotros mudos, quietos, amedrentados, mirndonos los unos a los otros o mirndolo a l. No s cunto tiempo. Pero era absurdo estar as. Yo trat de contar hasta ciento para acabar con el malestar que senta. (Mam me deca que era un buen recurso para que llegara pronto, por las noches, el sueo). Empec: uno, dos, tres, cuatro... Pero qu queran esos hombres? Cinco, seis, siete... Iban a tenernos as, hasta la noche? Pronto seran las cinco de la tarde, la hora en que la seorita Marta colocaba cuidadosamente entre las pginas de su Biblia un pedacito de papel como seal para continuar al domingo siguiente, y tambin como seal de que, por el momento, todo haba concluido, de que podramos levantarnos de nuestros bancos y salir, en tropel, calle abajo, y luego dispersarnos a

  • campo traviesa. Detrs de esa ventana, ms all de ese muro de cal, por detrs de la espalda del hombre sentado en la silla de la seorita Marta, estaba el campo, y el olor del campo, y nuestras casas y mam esperndome: "Venancio, aprendiste mucho...?"'. En qu iba? Siete, ocho, nueve, diez, once, doce... De pronto la atmsfera se rompi con un grito. Con dos gritos. Con tres gritos. Era la seorita Marta. "Auxilio". "Auxilio". "Auxilio". Les confieso que las lgrimas me empezaron a brotar de los ojos. Y recuerdo que hubo un estremecimiento en los bancos. El hombre se puso en pie, elctricamente, y una mscara de ferocidad cay sobre su rostro hasta entonces apacible, casi amigo. "Quietos", dijo, y con un gesto veloz, automtico, desenfund el revlver. Se detuvo, sin embargo, a medio camino de su impulso y, sin levantar el arma, sin apuntar hacia nosotros, la coloc sobre la mesa. "El que diga una palabra...". No concluy, porque un nuevo grito, esta vez sofocado, lleg en el aire. No puedo referirles qu hicieron entonces mis compaeros, porque yo agach la cabeza y me tap el rostro con las manos. Senta hmedas las mejillas y la frente. Y entre las comisuras de los labios el sabor de mis lgrimas. Un desagradable sabor a sal. Adems, estaba temblando, como si tuviera fiebre. Y la saliva se me haba acabado. Los sollozos de Pablito Mancera me llegaban claros, continuos y desesperados. Ustedes desean saber cunto tiempo pas hasta cuando los otros dos hombres se presentaron otra vez a la puerta del saln? Pero eso es exigirme demasiado. Y estoy seguro de que si ustedes se encuentran alguna vez con Collazos, con Villarreal o con Cepeda o con Pablito Mancera, no conseguiran saber ms de lo que yo les cuento. El tiempo es una cosa vaga e imprecisa, una cosa que a veces se detiene como un tren que falla y otras sigue raudo, como un ro impetuoso. Lo nico que puedo decirles es que en medio de ese trozo de tiempo yo qued sumergido, con el corazn palpitante de miedo. Pens que si me mova, el hombre poda matarme. Le bastara con levantar el arma y apuntar. Algo muy sencillo, muy fcil. No es cierto? Mejor quedarme quieto. Me dolan las manos por la presin de los msculos. "Puede matarnos, matarnos a todos", pensaba yo. Y rectificaba: "No, a todos no, porque le faltaran en el revlver cinco cpsulas". "Son

  • cinco o seis las que lleva el tambor?". Y luego volva el miedo, como en oleadas, a golpear en mi pecho. Pablito Mancera segua llorando, dbilmente, tenuemente, como si se hallara en trance de morir. Y no se oa nada ms que ese susurro de pena en todo el silencio de la clase, en todo el silencio de la casa, probablemente en todo el silencio del pueblo y de los campos. El estrpito de la puerta, al entrar los dos hombres, me oblig a levantar la cabeza. El que estaba en la tarima descendi las gradas con el arma en las manos. "Vamos, vamos", dijo uno. El que nos haba acompaado coloc el revlver en el cinturn y pregunt, bajando la voz: "Y yo qu voy a hacer?". "Cllate. Hablaremos afuera. No es necesario que los muchachos se enteren". "Muy difcil?". El interrogado sonri siniestramente, se acerc a la oreja de su compaero y debi decirle algo muy gracioso porque ambos estallaron en carcajadas. El otro volvi a mirarnos, pase los ojos por toda la clase, intent hablarnos, pero tal vez no encontr las palabras que buscaba y, dndonos la espalda, sali primero que sus compaeros. Yo segu el ruido de los pasos hasta que se perdieron en el final del corredor, entre la yerba de la calle, entre el pesado silencio de esa hora luminosa e inolvidable de domingo por la tarde, la hora de la leccin de doctrina cristiana que nos daba a los once rapaces de nuestro pueblecito, nuestra maestra, la seorita Marta Amaya. Las dos habitaciones, vecinas del saln de clase estaban destinadas una para comedor y la otra para alcoba de la maestra. Despus haba una pequea cocina. Y despus, la huerta. Nada ms. Nuestra escuela era pobre, como el pueblo, como nosotros, como la seorita Marta Amaya que all haba llegado, nombrada por el gobernador, haca dos aos, sola, con su sombrero de paja, su falda de tela clara y su maleta de cuero que poda abrirse como un fuelle. Era realmente bonita la seorita Marta. Y a m siempre me pareci buena. Y ahora, ahora la seorita Marta estaba como muerta, pero no estaba muerta, entre su cama, con la blusa desgarrada y los senos al aire y la falda tirada sobre el piso, y una de las piernas colgando, como un pndulo, del borde del lecho. No deba estar muerta, a pesar de que tena los ojos cerrados, porque yo vea cmo ondulaba y ondulaba ese pecho desnudo...

  • SANGRE EN LOS JAZMINES

    Cuando los guardias rurales llegaron a la granja de mam Rosa, haca ya una semana que Pedrillo estaba tirado en la cama, hecho una miseria de dolor y de ira. Las heridas del brazo haban tomado una escandalosa coloracin de tomate maduro y el brazo abultaba hasta reventar. La infeccin y la fiebre devoraban a Pedrillo. Esos malditos hombres de la guardia, si lo encontraban, no lo dejaran con vida. Esto era lo de menos. Si slo lo mataran! Pero Pedrillo saba que antes de que con l acabaran como un perro, de un disparo o de un machetazo en la nuca, bien medido, para que los huesos se quebraran y la cabeza quedara bambolendose y fuera fcil desprenderla y ensartarla luego en un palo para llevarla a la alcalda del pueblo como trofeo, antes de que eso ocurriera, Pedrillo saba que ocurriran otras cosas con el, pues ya estaban ocurriendo con los otros. Saba que lo torturaran en la crcel. Y tambin lo saba mam Rosa, su mam. Esto lo atormentaba ms que todo y se le apareca como una anticipacin de las torturas que, de seguro, iban a ensayar otra vez esos brbaros si lograban pillarlo. Primero le cortaran los dedos de los pies, como a Saulo Gmez y luego lo pondran a caminar sobre las piedras del patio; y despus, quin sabe, lo colgaran de las manos para azotarlo desnudo, mientras con las puntas de las bayonetas esos salvajes se divertiran abrindole surcos en la carne. Y, Dios santo, pobre mam Rosa si la obligaban a la fuerza, a puntapis, a presenciar el espectculo, como a la desgraciada Mara del Carmen Vargas, quien se haba vuelto loca ah mismo, y tuvieron que sacarla del pueblo para el manicomio. No. El no se dejara pillar. El era una presa difcil. Pero los guardias llegaron. Mam Rosa los divis desde la pequea colina que daba sombra, en la tarde, a uno de los costados de la casa. Baj corriendo para avisar a Pedrillo. El rostro de la mujer se haba vuelto de ceniza, del color de ese polvillo volandero que deja el carbn de palo, ya apagado y a medio quemar, sobre los ladrillos del fogn. "Ah vienen, ah vienen", dijo. Pedrillo tambale para levantarse de la cama. La

  • fiebre, como un mal enemigo, trataba de doblegarlo. Pero l era un mocetn de veinticinco aos, lo que se llama un mocetn, bronco y fuerte, a quien le decan Pedrillo por puro chiste, por pura gracia del contraste entre su vigor campesino y el diminutivo con que, desde siempre, lo nombraba su madre. El sucio .trozo de tela que le serva de cabestrillo para el brazo herido, cay al suelo, y el brazo, al perder ese apoyo, se convirti en una masa de dolor, inverosmilmente pesada. La cara se le contrajo en una expresin de martirio. Solt una espantosa grosera, y mam Rosa, con las manos temblorosas, at de nuevo el trapo por detrs del cuello. "Aprisa, mam, dame uno de los fusiles". Haba dos, cargados, debajo de la cama. Ella extrajo uno, lo colg al hombre del brazo bueno de su hijo, y abri la puerta. Entr, sin obstculos, la claridad de la tarde y con ella, trado en el viento, el delicioso olor de los caaverales, pues esa era una tierra de caa-dulce y de cafetos, de naranjos y de jazmines, de los candidos jazmines que mam Rosa cultivaba. Pedrillo sali apoyndose en el muro de tapia pisada. Hizo un violento esfuerzo para enderezar el torso y, poco a poco, fue apresurando el paso. Mam Rosa se qued parada a la puerta. El sol le daba sobre los ojos de pupilas dilatadas. Pareca un personaje de cuadro al leo, con su negra mata de pelo, partida en dos, el busto alto y palpitante bajo la tosca blusa, las manos sobre las anchas caderas, y el miedo y la amargura distribuidos sobre el rostro. Lo vio desaparecer ms all de las caas, ms all de los cafetos, ms all de la ltima mancha de hierba. Pero los guardias llegaron. Del punto en donde los vio mam Rosa a la casa, haba que contar entre cinco y ocho minutos de tiempo. Pasaron probablemente diez antes de que los tuviera a la vista, a un metro de distancia entre la puerta y la boca de los tres fusiles tendidos contra ella. Mam Rosa alcanz, pues, a poner todo en orden: la cama y la cocina. No movi el fusil que le haba dejado Pedrillo. Apenas hizo caer un poco ms contra el suelo, para disimular el arma, la descolorida manta del lecho. Lo hizo sin saber por qu, pues ella no pensaba oponer ninguna resistencia. "Si me matan, que me maten. Dios sabr". Tantas otras mamas Rosas haban muerto as en los ltimos meses que ella no iba a ser ciertamente una novedad. Muertas estaban

  • Carmen y la nia Luisa y la anciana Rosario, su comadre, la madrina de Pedrillo. Qu importaba, pues? Y otra ventaja: mientras la mataban, los guardias le daran un poco ms de tiempo a Pedrillo para huir. La muerte andaba ahora por toda la comarca con uniforme del gobierno, unas veces, y otras sin uniforme. Se mataban los unos a los otros desde haca meses y meses. Pedrillo, como los dems, haba entrado a la fiesta. Y de seguro que Pedrillo deba tambin unas cuantas vidas de esas con uniforme color de tierra pardusca y cinturn con balas y machete al cinto. Aquello pareca a mam Rosa una maldicin del cielo. Pero, qu diablos, nada se sacaba con lamentaciones. Ella no saba nada de la poltica y cuando Pedrillo quiso explicrselo, Mam Rosa le dijo que l anduviera bien con Dios y no se metiera en nada. Pero Pedrillo ya estaba en la danza. "Si uno no se apresura a matar, lo matan". Algo as le dijo l. Y mam Rosa se resign. Ahora ya no haba nada qu hacer. Ah estaban los guardias. "Pedrillo podra seguir caminando?". "El dolor no terminara por echarlo a tierra?". "Y estos hombres daran con l?". Mam Rosa los miraba y senta que empezaba a desfallecer. "Por qu no disparan?". "Yo deba estar ya muerta". "Santo Dios! Santo Dios!". Nada. Ella segua extraamente viva frente a las bocas de los fusiles y frente a esas tres caras nada siniestras. "Son como Pedrillo". "Tan jvenes como Pedrillo". Avanzaron. "Ahora dispararn". "Perdname, Dios bendito". Uno de ellos le grit: "Vieja inmunda", y enderezando el fusil que tom en una mano, con la otra le golpe el rostro. Mam Rosa se llev las manos a la cara y las retir manchadas de sangre. Despus sinti que sobre el costado caa, de plano, la culata del fusil. Rod sobre el suelo y ah contra el piso de greda, que le pareci tibio y hmedo, se le clav, al lado del seno, la punta de una bota, una, dos, tres veces. Pobre Mam Rosa! El prodigioso dolor que se apoder de todo su cuerpo, no le impidi recordar que as haba visto maltratar muchas veces por los gaanes de la comarca, a los cerdos y a los perros. Ella no era ahora ms ni mejor que los cerdos o los perros. Los tres hombres se detuvieron en el marco de la puerta. Uno de ellos grit: "So hijo e perra, entrguese o lo matamos". Tenan miedo de penetrar a la habitacin. Pasaron unos segundos y luego

  • se oy una descarga. "No hay nadie, no hay nadie", les grit Mam Rosa, "mtenme, mtenme". Los hombres entraron. Y Mam Rosa arrastrndose, los sigui. Se volvieron para mirarla. Y el que pareca ms enardecido apunt al cuerpo de Mam Rosa. "Cuidado con la vieja. Ella sabe para dnde se ha ido", dijo otro. Y entonces, se oy, afuera, a la distancia, un tiro de fusil. Los tres guardas se precipitaron fuera de la habitacin, con el arma al brazo. Mam Rosa empezaba a desvanecerse, pero entre la niebla de la conciencia le pareci que una nueva detonacin sonaba, ms prxima, menos distante. "Es Pedrillo", pens. Y la cabeza, con su negra mata de pelo partida en dos y ahora ensangrentada, se dobleg sobre el suelo. Pero los guardias volvieron. Cuando Mam Rosa recuper el sentido y pudo otra vez incorporarse, le pareci que Dios no era completamente justo con ella, pues le permita vivir para ver lo que estaba viendo: Pedrillo haba sido cazado por los guardias - l deba haber disparado al aire para llamarles la atencin y salvarla a ella - y ah, en el naranjo que adornaba la minscula huerta, fronteriza a la puerta de entrada, estaba colgado de las manos, como un cuero de res, las espaldas desnudas, desgarradas y sanguinolentas. El grito de Mam Rosa hizo volver la cara a los tres guardias. "Esto era lo que se mereca el hijo e perra. Y todava falta, vieja p...", aull el que estaba restregando contra la rala hierba el cinturn manchado de rojo. Mam Rosa vea brillar al sol de media tarde, como una llaga, esa dura espalda maciza del gigante Pedrillo que de su vientre haba salido una noche, frgil y pequeito. Ah estaba Pedrillo, peor que un perro apaleado. "Y que Dios me perdone: como Cristo". Sus propios dolores se le olvidaron a Mam Rosa. Ya no senta su cuerpo, sino el cuerpo de Pedrillo. Era como si esa espalda fuera su propia carne. No. no eran sus dolores sino los dolores de Pedrillo que en ella resonaban, repercutan y el desollaban la carne y el alma. Pobre Mam Rosa con su linda mata de pelo oscuro, partida en dos, con su cabeza bblica de madre campesina donde ahora se hundan unas manos desesperadas y trgicas. "Y todava falta vieja p", volvi a aullar la voz del guardia, quien, al mismo tiempo, arranco al aire una queja con el ltigo antes de dejarlo caer una y otra vez sobre la espalda. Se oy un quejido como de animal a

  • punto de morir, un lamento sordo y elemental que pareca llegar desde el fondo ltimo de la Vida, desde el abismo visceral de la existencia. "Y todava falta...", rugi de nuevo la voz. Mam Rosa comprendi que ella tambin, como Pe-arillo, estaba mundose. Y que iba a caer de nuevo, sobre el suelo. "Virgen de los Dolores, aydame". El pecho se le rompi en sollozos. Otra vez sonaban los latigazos. "Miserables, miserables, deban matarlo ms bien". Y Mam Rosa record entonces que all, debajo de la cama, estaba el otro fusil de Pedrillo. S. La Virgen de los Dolores la haba odo. El primer disparo hizo un impacto imperfecto y levant un trozo de corteza del rbol. Pero el segundo penetr en la carne martirizada y sangrante de la espalda, ahuyentando para siempre el dolor y la vida. Mam Rosa se desplom sobre el piso con el fusil entre las manos. Ah quedaba con la cabeza sobre la tierra. Una cabeza como para un cuadro, con su mata de pelo negro, partida en dos.

  • EL REGALO

    "Por qu corres tanto?", le gritaron cuando pas frente a la venta de la seora Petra, en la primera vuelta del camino. "Voy para el pueblo a vera pap", respondi sofocado. Llevaba los cabellos al aire, y los pies descalzos. El sudor le humedeca la frente y la camisa y todo el cuerpo. "Si corres tanto no llegars pronto pues te cansars y tendrs que echarte por ah. Vete despacio y llegars antes de lo que supones". "No", respondi, "hoy es domingo, el da de ver a pap. Los dems das no dejan ver a los presos". "Corre, corre entonces", le grit la seora Petra, a la puerta de la venta, mientras las giles piernas del nio Diomedes iniciaban, otra vez, la febril carrera. Pero el camino es largo. Polvo y piedras bajo los pies. Sol picante sobre la cabeza. Calor. Y, despus de media hora de camino, un poco de cansancio. El pequeo canasto con los regalos de mam - unos bollos blancos, un trozo de cerdo - no pesa, es cierto, pero embaraza un poco la marcha. El nio Diomedes hubiera preferido no traerlo. Pero entonces, qu le habra dicho a pap? S. Mam estaba enferma. No poda ir hasta el pueblo para visitarlo en la crcel. Algo, en el estmago, algo como u pualada, la tena tirada en el suelo, sobre la estera. Levantndose trabajosamente, plida, con el pelo revuelto, con las manos temblorosas, haba prensado el maz contra la piedra, haba adelgazado la masa, la haba humedecido y luego esas mismas manos amarillentas y enflaquecidas la enrollaron en pequeos y simtricos trozos que ella puso al fuego para que se transformaran en autnticos bollos. "Maana llevas esto a Rogelio". S. No poda abandonar el canasto. Seis bollos y un pedazo de cerdo, no pesan nada. Adelante, pues, adelante. El camino, adems de largo, es estrecho. "De herradura" lo llaman. Y hay, en efecto, huellas de herradura que quedan impresas en el polvo blando y caliente. Huellas de muas, con su carga de panela, huellas de caballo, con su carga humana, huellas de asno, con su carga de miel. El nio Diomedes va desflorando con sus pies el dibujo en relieve, de las herraduras. En su

  • reemplazo queda la huella propia, la de su paso, la de sus cinco, la de sus diez dedos y, un poco fugaz, la de sus plantas. Corriendo como va, no es mucho lo que queda, pero algo queda. Sus pies han perdido la curva. Estn casi planos. Desde siempre tomaron contacto directo con la tierra, con el polvo, con las piedras, con los espinos, con las zarzas. Debieron ser suaves como una mejilla, alguna vez. Diomedes no lo recuerda. Siempre se ha visto as, sin alpargatas, y siempre ha sentido bajo sus plantas de nio la caricia spera o la caricia blanda. A veces duelen los pies, como ahora al aumentar el calor. Se cuartea la dura piel del calcaal, y se abren pequeas grietas en las junturas de los dedos, y por ellas brota, con el hilo del dolor, un poquito de sangre. Caminar as es como ascender todos los das a un Calvario. Pero, a pesar de todo, los pies de Diomedes que son pies de once aos de edad, parecen ya de bronce, como si con ellos hubiera caminado por sobre la tierra durante once siglos: dura planta, curada, probada contra la corteza de la tierra. Planta caminera y resistente contra la cual se embota la fiereza de la zarzamora y casi se hace intil la asechanza sutil de la espina. Diomedes va corriendo. "A dnde vas tan aprisa?", le pregunta, al pasar, montado en su bello zaino el mayordomo de "Las Tres Colinas", don Uras Gutirrez. "Voy al pueblo, a ver a pap", responde detenindose Diomedes. Qu llevas ah?". "Un encargo de mam". Don Uras mira al nio Diomedes, quiere decirle algo, pero se arrepiente, aprieta con los talones el vientre de su cabalgadura y sigue al trote. Diomedes ve alejarse el caballo y el caballero como en los cuentos: entre una nube de polvo. Si tuviera un caballo! Ya estara en el pueblo, habra amarrado la bestia al palo de la plaza, en el sitio que l conoce tan bien, y estara esperando que el guardia lo dejara pasar al patio de la crcel... "Pap, aqu estn los bollos. Mam est un poco enferma. No pudo venir...". No. Hay que seguir corriendo, corriendo. Diomedes piensa que es mejor descansar un poco. No. Tampoco. Seguir a buen paso. La seora Petra tena razn: ya est fatigado. Siente sed. El calor crece. Est baado en sudor. Le arden los pies. En la prxima venta, la del seor Ramrez, seguramente le regalarn una totuma de agua, acaso un poco de guarapo. Por qu no? As ocurren, a veces, las cosas.

  • A buen paso sigue, pues, Diomedes. Es su paso de nio, un pasitrote. Menudo, gil, veloz, como el de su padre, como el de su madre, como el de todos los campesinos que van para el pueblo, que vuelven del pueblo, que van a misa, que vuelven del mercado. Como el de las mamas que cargan a la espalda los chicuelos recin nacidos, como el de los papas que cargan a la espalda el bulto de naranjas recin cogidas. Diomedes conoce bien este camino. Es el camino de su vida. Arbolas, piedras, recodos, ventas, sembrados, el manantial del kilmetro 29, la Cruz del Diablo en la colina de "Las Acacias", la fritanga en la tienda de Ramrez, el olor de la caa molida en el trapiche de los seores Gonzlez, y la sombra al lado derecho, en la maana, y al lado izquierdo, en la tarde. Sabe dnde se pueden cortar ramas para prender fuego en la cocina del rancho, dnde se puede coger una fruta, sin peligro, dnde se puede mirar, tambin sin peligro, el trabajo de las abejas y la paciente tarea de las hormigas. Diomedes sigue caminando, caminando. Ya no corre, pero sigue ligero, veloz punteando con los pies una secreta urgencia que l mismo no comprende. El pequeo canasto colgado al brazo le golpea por instantes la cadera. El sol lo sofoca. Con la mano que lleva libre se limpia el sudor de la cara. Cunto falta para llegar al pueblo? Diomedes mira el sitio por donde pas y calcula la distancia por recorrer. Ya est prxima la venta del seor Ramrez. Una vuelta ms y "nia Carmen, me da un poco de agua?". "Para dnde vas Diomedes?". Diomedes no responde. Coloca el canasto en el suelo cerca de un trozo de rbol que sirve de banco a la entrada de la tienda. Hay adentro varios campesinos que conversan, que comen, que beben. El se sienta en el trozo de rbol. Le traer agua la nia Carmen? Mejor ir por el agua. Entra. Huele a alpargatas, a sudor de campesinos, a queso agrio, a cerdo frito y, dominndolo todo, a guarapo. Ese olor supremo le acrecienta la sed. "Nia Carmen, me da un poco de agua?". Ella est del otro lado del mostrador y sin decirle palabra, hunde una taza en la gran olla de guarapo y con la mano hmeda se la pasa. "As son las cosas", piensa Diomedes mientras bebe a grandes sorbos. Una frescura, una alegra, un bienestar delicioso le desciende por su garganta hasta el alma. "Gracias, nia Carmen". Sale. Toma el canasto y, "para dnde vas Diomedes?", le grita

  • desde adentro la nia Carmen. "Para el pueblo", y echa a andar otra vez. rboles, polvo, piedras, calor. El camino de su vida. Bien lo conoce Diomedes. Podra recorrerlo con los ojos cerrados. Y llegar, como llega ahora, a las primeras casas del pueblo. Por Dios, que ha ido muy lentamente en esta ltima etapa. Y Diomedes ya va corriendo, calle abajo-camino de la plaza. El canasto le golpea la cadera, pero l no se da cuenta. "Oiga, oiga", le dice un campesino tratando de detenerlo. Pero l sigue veloz. "Cuidado, cuidado", le grita una mujer, tratando de agarrarlo por el brazo. Pero l se desprende con violencia. "Voy a la crcel a ver a pap", responde orgulloso. El canasto oscila sobre su brazo al impulso de la carrera. Diomedes se siente feliz. Ha olvidado todo, todo, para recordar nicamente a pap que est en la crcel. Por eso corre, vuela como un endemoniado, para llevar el regalo de los seis bollos blancos y del trozo de cerdo. Nadie podra detenerlo. Nadie? El brazo del guardia ha cado como una viga sobre su espalda. Diomedes trata de escapar a la dura presin que lo ha parado en seco. El corazn le salta en el pecho como un caballo desbocado. "Nadie puede entrar a la plaza", oye que le grita el guardia, mientras lo zarandea con una mano y con la otra sostiene el fusil. Pero en la plaza, al otro extremo, est la crcel, y en la crcel est pap. Con el grito del guardia las gentes se han arremolinado en torno de Diomedes. Hay un principio de tumulto. El nio mira a la plaza. Se halla sola. En sus cuatro ngulos ve guardias apostados. Diomedes no entiende por qu no podra pasar l para entregarle a pap el regalo que lleva en el canasto. El guardia discute con las gentes. Las amenaza. Las gentes murmuran y el guardia se impacienta. Y se olvida, por un momento de Diomedes. Este se desliza, se escurre, y a carrera tendida entra a la plaza. En una fraccin de segundo un silencio mortal se apodera de la atmsfera. Sobre el polvo de la plaza desierta, los pies del muchacho van dejando una efmera huella. "Aprisa, aprisa", se dice para s el pequeo Diomedes. "Pap debe estar esperndome". Y sus piernas vuelan. "Aprisa, aprisa... Ya voy a llegar. El guardia no me har nada. Y me dejaran entrar... apri...". El nio Diomedes se desploma, se desgaja, como una fruta. Y la detonacin del fusil repercute maravillosamente en el

  • silencio que llena la plaza. El canasto ha rodado un poco y ha dejado sobre el polvo seis miserables bollos de maz, un trozo de cerdo y un proyecto de hombre.

  • PRELUDIO

    Primero fue un grito. Despus miles de gritos. Despus un tumulto. Despus la revolucin. A m me entregaron un machete, grande y nuevecito. Brillaba la hoja contra la plida luz, al voltearla. - Oiga, usted, joven, aqu tiene el arma. - Gracias. Pesaba el machete. En la empuadura de madera podan descansar con amplitud mis cinco dedos, colocados all en la forma que ustedes saben: la forma del puo cerrado, pero con el trozo de madera entre la mano. - Y qu hago con el machete? El grupo se alejaba. Y el hombre que me lo haba dado ya iba calle arriba, a la cabeza de sus amigos. - Seor, qu hago con el machete?, pregunt desesperado. Ni l ni los dems me oyeron. Todos gritaban, energmenos, violentos. Mi grito se perdi as en el aire. La gente llevaba superpuesto sobre su rostro, el rostro de la revolucin: ira y miedo, rojo y blanco. A m me haba cogido la revolucin en plena calle, cuando estaba parado frente a la vitrina de una bizcochera, en la Gran Avenida. Un minuto antes yo me hallaba con las manos desnudas, en la actitud del desamparado, del que no tiene empleo, del que tiene un poco de hambre, imaginando la posibilidad de que algn da yo pudiera entrar a esa tienda y comerme, minuciosamente, uno despus de otro, todos los bizcochos de la vitrina. Un minuto despus la revolucin me haca el obsequio de un machete. Para qu? Yo no saba para qu. Deba ser en el sur donde la revolucin haba brotado como una gigantesca flor de llamas, pues en esa direccin y a pesar de la distancia, un resplandor rojizo alcanzaba a penetrar el plomo del cielo, dorndolo a trechos, como un cobre. Lejanas, imprecisas detonaciones de fusil, llegaban en el aire. Con el machete entre las manos me puse a pensar en la revolucin. Contra quin era la revolucin? En favor de quin? - Dgame, seor, qu ha ocurrido?

  • El viejecito me mir a las manos, y empalidecido, inici una cmica carrera. Pero seguan desfilando gentes y gentes. La calle era un ro de agua que arrastraba, a su vez, un ro humano. - Seorita, le dije tomndola por el brazo, quiere usted decirme qu ha pasado? Se desprendi de m en un gesto nervioso y me respondi con la voz temblorosa: - No s, no s, no me detenga, por favor. Yo voy para mi casa. - Pero qu ha pasado? La muchacha ya se haba ido. El machete era, pues, un inconveniente. Con l en las manos yo deba parecer un revolucionario de verdad. Pero yo no era un revoluciona-no. Yo era un pobre diablo que andaba por ah sin rumbo fijo, con diez centavos entre el bolsillo, y que se haba parado frente a una vitrina. En el cristal busqu mi propia imagen: el machete caa paralelo al rado pantaln, del lado derecho. No resultaba del todo mal el conjunto. El machete me daba cierta prestancia. Pero qu iba a hacer con el machete? La revolucin no se equivoca, pens. Pues si estn repartiendo machetes algo habr que cortar, algo habr que defender, y a alguien habr que matar. Solt una carcajada y di media vuelta. Una lluvia inmisericorde empezaba a caer. Pas otro grupo de energmenos y varios de ellos me miraron, primero, con hostilidad, con odio, pero al descubrir que de mi mano derecha penda el arma, sonrieron siniestramente. Y uno, encarndose conmigo, rugi: - Viva la revolucin! Yo respond automticamente: - Qu viva! y, sin saber cmo, me encontr blandiendo el arma posedo de inslita ira. Pero siguieron. El aguacero arreciaba su mpetu, y bajo el aguacero, las gentes seguan corriendo o gritando, enloquecidas, atemorizadas, iracundas unas, desafiantes otras, muchas huidizas, todas marcadas ya con el extrao sello de esa cosa grande y terrible que haba nacido, sbitamente, en algn lugar de la ciudad. Yo me guarec en la puerta de la tienda y slo entonces me di cuenta de que estaba cerrada. La hora no dejaba dudas: las dos y

  • ocho minutos de la tarde. Pronto llegaran los dueos. Pero llegaran? Quin sabe! Sal del dintel. El agua me empapaba el vestido, chorreaba por el ala del sombrero, y senta que su humedad llegaba, a travs de las suelas de los zapatos, a las medias rotas ya los pies. Un camin, lleno de hombres, que portaban una bandera, pas a grandes velocidades. Y el abanico de lodo que levantaron las ruedas me dio en pleno rostro. Por un instante qued ciego. Tir el machete al suelo mientras me limpiaba la cara y el vestido. - Recoja el machete, miserable!, orden a mi espalda una voz autoritaria. - Recjalo o si no yo le enseo a obedecer, insisti la voz. Lo recog y me volv para ver quin me amenazaba. El rostro no deca gran cosa: cenizo, mofletudo, los ojos con los prpados enrojecidos, los labios abultados. Un hombre como tantos. Como tantos que pasaban y pasaban V corran y amenazaban y gritaban. Un producto de la serie, creada instantneamente por la revolucin. Se qued mirndome. En la mano l tambin tena un machete. El agua le caa sobre los hombros, le mojaba, como a m, toda la ropa. - Viva la revolucin!, grit con el machete en alto. Yo respond: - Viva! Sin decirme nada, torn a gritar: - Abajo los asesinos! Yo respond: - Abajo! El hombre qued satisfecho. Me ech una ltima mirada en la cual se transparentaba el deseo de adivinar mis intenciones. Luego se ech a andar sobre el lodo que se deslea en la acera. Regres a la vitrina. Detrs de los grandes vidrios estaban, intactos, los bizcochos. Y otra vez me asalt la idea de que alguna vez tendra que saciarme hasta el hartazgo. "Es hambre", me dije. "Claro que es hambre", me respond. Levant entonces el machete para romper el vidrio. Un intenso gritero llen el mbito y vi cmo las gentes corran en busca de refugio. Baj la mano sin golpear el vidrio y apenas tuve tiempo de arrojarme al suelo, de

  • pegarme al lodo y al agua, mientras pasaba, como una exhalacin, otro camin, desde el cual graneaban los disparos. Cuando me incorpor, con el machete goteando agua, alguien haba ocupado mi puesto frente a la vitrina. Era otro hombre cualquiera de la misma serie que estaba emitiendo para la calle, desde haca una hora, la revolucin. No llevaba consigo ninguna arma. Un rostro gris, inexpresivo. Un vestido insignificante. Una mueca comn sobre los labios. Un sombrero destilando agua. Unos zapatos enlodados. Quedamos el uno cerca del otro, de espaldas a la calle, mirando el interior de la vitrina. - Podemos romperla, propuso con absoluta frialdad. Prsteme el machete. Me sent iracundo. Por qu diablos deba compartir con ese hombre una accin que a mi solo me corresponda? - La revolucin no es para robar, le dije saboreando interiormente el placer de la hipocresa. - Si usted no rompe el vidrio, yo s lo rompo, dijo sombramente. Nuevos disparos en la lejana. El desconocido y yo seguimos el uno al lado del otro, pero como enemigos. La lluvia no cesaba. El distante resplandor de los incendios haca clarear, por instantes, la hosquedad del cielo. Una sorda indignacin me ganaba el nimo. El hombre me pareca odioso, repugnante como un usurpador. Al fin y al cabo, la revolucin me haba encontrado all y all me haba dejado Esa vitrina era mi territorio. Cuanto hubiera adentro a m me perteneca. El hombre segua mirndome en silencio, con ojos burlones. - Y con qu va a romperlo?, le dije en tono desafiante. - Con las manos. - Si usted toca ese vidrio lo mato, dije llevado de un impulso extrao, de una fuerza secreta que pareca estar en mi interior, pero que yo comprenda que estaba tambin en la calle, en la atmsfera. Y levant la mano con el machete en seal de amenaza. El desconocido no se inmut. Vi cmo cerraba el puo y lo descargaba sobre el vidrio que salt en pedazos, y cmo abra luego la mano ensangrentada para apoderarse de los bizcochos. Pero la mano se detuvo a medio camino y el cuerpo tambale hacia un lado antes de desplomarse sobre la acera, con un ruido de chapoteo. En la nuca haba cado el tajo certero, y a m me pareci

  • que al descargarlo, una cosa dura y sonora se rompa bajo mis manos, exactamente como ocurre al partir un delgado trozo de lea contra la rodilla. El lodo y el agua se tieron fugitivamente de sangre. La vitrina estaba, por fin, abierta. Pero una sensacin de nusea me haba quitado el hambre y con el hambre el deseo de saciarme, hasta el hartazgo.

  • LIBERTAD INCONDICIONAL

    El juez ley el veredicto. Los cinco jurados permanecimos de pie y el acusado tambin, pero entre dos guardias. No haba pblico, a excepcin del que formaban algunos parientes del "asesino" y de la vctima. En total, unas veinte personas. El veredicto era absolutorio: "no es responsable", "no es responsable" y "no es responsable", estaba escrito con mi letra, en el papel que el juez tena entre las manos, como respuesta a las tres preguntas del cuestionario. Yo mir al acusado. Inalterable. Inconmovible. Con las manos, le daba vuelta al sombrero. Tena ligeramente inclinada la cabeza sobre el pecho. Hubo un momento de amable desorden mientras el juez, los abogados, el fiscal y los jurados, nos despedamos. Al pasar cerca del ex-acusado, volv a mirarlo. "Venancio Ramrez. Ojal no se me olvide este nombre", pens. Y sal a la calle. La noche bogotana estaba yerta y una ligera humedad se palpaba en el ambiente. Del cielo plomizo bajaba, como cernida, una gara interminable. Calcul las dos de la madrugada. Mir en mi reloj de pulsera, las dos y diez minutos. "Pero adelanta. Maana ir al relojero". Sonre ante esa promesa siempre incumplida. De lejos me lleg el quejido metlico de un tranva al frenar sobre los rieles. "El tranva de las 2", afirm, para m, categrico. Segu andando. En la Plaza de Bolvar el viento peinaba, como a una cabeza de mujer, las sucias aguas de los estanques. "Ondulado permanente". Rectifiqu: "ondulado provisional". Los invisibles dardos del fro estaban en la atmsfera, en el aire. Pero yo me senta extraamente satisfecho. Extraamente feliz. Venancio Ramrez haba sido absuelto. Pronto estara en la calle, se ira para su pueblo, regresara a su trabajo de miserable campesino. Yo haba dado la batalla. Los cuatro jurados restantes se mostraban indecisos y perplejos. Yo logr convencerlos. Bien estudiadas las cosas, lo que yo senta era la paz de la conciencia. De la razn y de la conciencia. "Excelente batalla". Pero, por qu vacilaban ellos? No qued demostrada,' tcnicamente, la imposibilidad de que el grito de la mujer de Venancio Ramrez, lanzado desde el fondo de la caada, pudiera orse en la colina donde se

  • encontraban la casa y el declarante que dijo haberlo odo? No fuimos all mismo los jurados para hacer la prueba y yo no represent, acaso, el papel de la vctima, y en el sitio donde aparecieron las manchas de sangre sobre la piedra, a la orilla del riachuelo no grit con todas mis fuerzas "me mata. Venancio me mata" y ninguno de los que se hallaban en la eminencia pudo orme? No qued comprobado que Ramrez regresaba de la poblacin, camino de su casa a la hora ms probable del crimen y que en ese camino fue visto y odo por varios testigos? Y que en la tarde de ese mismo da penetr, rumbo a su parcela, a las dos ventas que sirven de hitos en el trayecto? Adems, Venancio no iba solo. Iba acompaado de un hermano de su mujer. Y los dos llegaron a la casa y no encontraron a Mara del Carmen y se pusieron a dar voces, precisamente desde la colina. Y nadie les respondi. Y descendieron, con el alma en un hilo, al fondo del vallecito por entre las espigas de maz y las zarzas de los matorrales. "Debe estar lavando los trapos", dice el expediente que dijo Venancio. Y el cuado lo corrobora. Entonces, qu? Pero Mara del Carmen no apareci inclinada sobre la piedra, a la orilla del agua, golpeando la ropa. En la piedra descubrieron frescas manchas de sangre, y tras del rastro, unos metros ms all, boca arriba, fijos los ojos en el cielo, el cadver de Mara del Carmen. El cuchillo debi penetrar muy hondo en la garganta, a la altura de la clavcula izquierda para dar paso a la muerte y a una sbita cascada de sangre que ya no manaba y empezaba a secarse bajo el sol. Venancio y su cuado no regresaron al pueblo para dar aviso a la autoridad? Entonces, qu? Las sospechas sobre Venancio provenan del padre y de una de las dos hermanas de Mara del Carmen. Pero se referan a una tradicin de la conducta de Venancio, con relacin a su mujer, no al acto mismo del crimen. Y qu importaba la tradicin? Venancio maltrataba a su mujer y la haca trabajar como a una bestia. Eso declaraban ellos, para quienes resultaba seguro, "por lo menos ante Dios", decan, que el asesino no poda ser sino Venancio. Pero la otra hermana, la menor de las tres - Mara del Carmen era la mayor - afirmaba no haber sabido nada de las querellas entre su cuado y su hermana. Y aun haba llegado a

  • declarar que Venancio era un hombre bueno. Quin pudo, pues, matar a Mara del Carmen? Esta fue la pregunta que yo hice, una y otra vez, a mis compaeros de jurado. No lo sabamos. Todos estbamos de acuerdo en ese punto. Pero alguien mat a Mara del Carmen. Quin? La tradicin de golpear a la mujer, inclusive de odiarla aun en el momento de poseerla, y de hacerla trabajar como se hace trabajar a una mua o a un buey, no demostraba nada contra Venancio porque Venancio no haba inventado esa tradicin. Esa tradicin estaba ah, envolviendo su vida, desde mucho antes de que l cayera sobre la tierra, desprendido de la matriz de su madre. Como una mua o un buey debieron ser tratadas la madre y la abuela, y la madre de la abuela, y la abuela de la abuela de Venancio. Entonces qu? Podamos garantizar que exista un criminal: el asesino de Mara del Carmen. Pero no podamos garantizar que ese asesino fuera Venancio. Podamos garantizar que Venancio era un mal hombre, slo porque golpeara a su mujer? Podamos, por ello mismo, suponer que no la amara? El mismo Venancio, qu saba de todo esto? Cuando el juez le dijo que existan testimonios de los malos tratos que l daba a Mara del Carmen y le pregunt, en seguida, con el nimo de aniquilarlo, si haba querido o no a su mujer, Ramrez respondi: "yo le pegaba a veces, pero yo s la quera". El fiscal, por otra parte, no tena ms base para su argumentacin acusadora que la historia del grito, referida por el declarante, un labriego, que pasaba por las cercanas de la casa. Y qu era ese grito en el caso de que hubiera podido orse? "Me mata, Venancio me mata". Una estupidez. Porque bastaba alterar el sitio de la coma, para que de acusacin se convirtiera en llamamiento de auxilio. No s por qu tom con tanto entusiasmo la defensa del acusado ante mis compaeros en el juicio de conciencia. Llevbamos cuatro horas de sesin, con leves interrupciones. Y cuando la defensa termin, por ltima vez, de hablar, y pudimos incorporarnos un momento de las sillas en que nos hallbamos sentados, me propuse ahuyentar la fatiga y el sueo que trataban de ganarme arteramente, promoviendo, a fondo, una revisin completa de los hechos. Los jurados no se opusieron. Se les

  • notaba el tedio y hubieran deseado terminar cuanto antes adoptando la solucin intermedia propuesta por uno de ellos: "culpable, pero sin premeditacin". Nadie, fuera del acusado, poda considerarse como enemigo o malqueriente de Mara del Carmen. Nadie apareca con ese carcter en el expediente. Era una mujer sin enemigos, laboriosa y tranquila. Yo me enardec un poco. De manera que bamos a condenar a un hombre sin poder demostrar su culpabilidad? En dnde estaba la prueba? La vida conyugal de cuntos campesinos colombianos difera de la que llevaron Ramrez y su mujer? Si hubiera tan slo un indicio de confesin o una sospecha bien fundada! Pero Ramrez no se haba contradicho jams en la negativa absoluta de la culpabilidad que se le atribua ni tampoco en la relacin de las circunstancias que escalonaron su jornada el da del crimen. Campesino y todo, la lgica de su relato resplandeca como una obra maestra de sencillez y de veracidad. Ni un escape, ni una falla en la demostracin de esos hechos. Se le vio donde l dijo y a las horas que l dijo y durante el tiempo que l dijo. No pudo ser rectificado. En sus manos, en su vestido, ni una gota de sangre. Lleg a la casa con el cuado. Llamaron a Mara del Carmen a gritos, la buscaron, etc. Los jurados bostezaban de cansancio y de sueo. Y aceptaron mis tesis. Yo escrib, por tres veces, la frase consabida: "no es responsable". Una victoria de la Conciencia y de la Razn... La llovizna segua cayendo, con injusta tenacidad, desde un srdido cielo de plomo. Pero yo me senta extraamente satisfecho, extraamente feliz.

    ***

    Y poco a poco me fui olvidando de Venancio Ramrez. A veces pensaba en l y me acosaban los deseos de ir a donde el juez para preguntarle si el veredicto del jurado haba tenido plena confirmacin, como yo lo deseaba. Pero la imagen de ese hombrecillo sin corbata, sentado entre dos fusiles y dos guardias, modesto, simple, color de tierra, inmvil, inalterable en su banco, se me fue borrando de la memoria. Al cabo de unos cuantos meses ya no me acordaba de l, sino del acto de liberacin cumplido por m, ante el jurado. "Ramrez debe ser ahora un

  • hombre libre". Eso es. La Libertad tena algo que agradecerme por haber trabajado eficazmente en su servicio. De no explicar como expliqu los hechos, el jurado hubiera tomado otra decisin y la Libertad, acaso, perdido un inocente para que la Autoridad ganara un criminal. No fui nunca a visitar al juez. Y el perfil humano de Ramrez y el recuerdo de esa helada noche, con su triste gara, su lamento metlico y el gentil capricho del viento sobre el agua de los grandes estanques, se disolvieron, se perdieron en el abismo de la conciencia. Por eso mismo, cuando mucho ms lejos de todo esto en el tiempo, me fue anunciada la visita de un hombre que deca llamarse Venancio Ramrez, tuve que hacer un esfuerzo de buzo para extraer del fondo submarino de mis olvidos, y devolverla a la tierra firme del recuerdo, la estampa del hombrecillo de marras. Entr sin mucha timidez. Haba engordado y envejecido un poco. "Es la oportunidad de la gratitud", pens. Y lo mir a los ojos. "Color de tabaco". S. "Y la piel terrosa". Lo hice sentar frente a m. "Como en el banquillo". Imagin los dos guardias y los dos fusiles. No. "Ahora Ramrez es un hombre libre". En verdad, no me haba equivocado. Era la visita de la gratitud. El se enter, por otro de los jurados, de mi alegato ante ellos. A m, a nadie ms que a m, deca, deba la libertad. Gracias a m, poda trabajar como un hombre honrado, all mismo en su parcela. "Solo?", pregunt. "No seor, con mi esposa". Lanc una exclamacin de sorpresa, y Ramrez, muy azorado aclar: "Volv a casarme". "Con quin?". "Con la hermana menor de la difunta". Solt una carcajada para disimular el malestar interior que senta nacer como si alguien estuviera amenazndome. "Est bien", dije, saboreando con plenitud la idiotez de mi propio concepto: "est bien, porque eso demuestra una vez ms su inocencia". Ramrez se qued mudo y se puso a mirar con obstinacin al suelo. Mi propio malestar creci como una marea en esos segundos de silencio. "Voy a despedirle, es fastidioso todo esto", pens. El hombre levant la cabeza y sin vacilar, cndidamente, me dijo: "No seor, porque yo no soy inocente. Yo la mat. He venido para decrselo a usted que es mi salvador. No tengo otra manera de agradecerle cuanto hizo por m. La mat no s por qu, seor. Tal vez porque yo quera vivir con la otra, con Sabina...".

  • EL LTIMO DILOGO

    Lo haban dejado solo unos instantes, en la creencia de que dorma profundamente. Pero no dorma. La fiebre, muy alta, lo haca navegar en una atmsfera de suave y deliciosa fatiga, como si estuviera reposando en el lecho despus de una agitada tarde de ejercicios deportivos. Le pareca hallarse un poco embriagado, con una embriaguez deliciosa, semejante a la que le produjera el gran vaso de vino tomado a hurtadillas de la vigilancia materna, la noche en que se celebraba el cumpleaos de su hermana menor. S. Recordaba el colegio, los compaeros de juego, los camaradas de la clase, la cara del profesor de ingls. Pero no slo recordaba, sino que vea todo con nitidez. No era cierto que la fiebre alterara las imgenes, como le haban dicho que ocurra. Ciertamente, esas figuras se desvanecan, se perdan de pronto en una especie de humo, de agua, de burbujas, de olas multicolores. Entonces comprenda que se iba a quedar dormido, profundamente dormido, y se entregaba sin angustia, ms bien con cierto placer, a esa fuerza extraa, silenciosa y superior, que lo iba balanceando, acunando, dulce, suavemente... El lecho pareca un gran barco de papel agitado por el viento y el agua, con un ritmo igual y sonoro que repercuta en las sienes S, ahora mismo, empezaba a borrarse, a desvanecerse entre leves cortinas de humo y de agua, la forma del gran patio de recreo y comenzaban a perderse, a silenciarse, a no orse ms las voces de los compaeros que lo estaban llamando un minuto antes, que seguan llamndolo desde lejos, desde muy lejos, ya quienes l se esforzaba intilmente por responder. "Aqu r estoy", "aqu estoy", trataba de gritarles, pero no poda, no poda porque ya todo estaba oscuro, gris, como de plomo. Olas y olas de agua, luego nubes, luego burbujas de colores, luego una catstrofe: grandes colinas que se deshacan, que se derrumbaban, que quedaban reducidas a un montoncito de tierra roja, donde saltaba, horrible, un pequeo lagarto verde, el mismo lagarto verde que haba visto entre las yerbas, una clida tarde de verano, dnde, dnde? Ahora todo tornaba a oscurecerse, a r cerrarse, a convertirse en algo definitivamente

  • negro; no, no definitivamente negro porque ya cambiaba tambin, y le pareca que era de un color metlico, como el color de las pesadas tijeras que le daba mam para cortar las figuras de cartn... Un corte aqu, otro all, despacio, despacio, para no estropear el dibujo ni hacer saltar pequeas partculas de color. Ya va saliendo la imagen. Poco a poco, otro esfuerzo de la mano, un poco ms, para redondear la silueta de la cara. Cuidado con la nariz, cuidado con el cabello, con las manos y el cuerpo y los pies. Duele, duele la mano, all donde cae la curva de las tijeras sobre el nacimiento del dedo. Pero ya est. S, ya est. Es la imagen de una bella muchacha: cabeza de oro, falda azul que cae en largos pliegues sobre los zapatos, ojos - de qu color son los ojos?, verdes, grises, pardos? - y las manos son blancas y finas. Est sonriendo, s, sonre y camina y se acerca y habla. Quin es usted?, dice Pablo. Qu voz ms extraa la suya; no suena, no se oye, pero la muchacha ha comprendido. Y sigue sonriendo. - He odo lo que preguntas. Quieres saber quin soy. Me has visto taas veces, y, sin embargo, no te acuerdas. Yo soy tu amiga, tu compaera de estudios, la camarada de tus juegos. Fjate bien, entreabre un poco los ojos. Pero no, no podras. Sigue as, con los ojos cerrados, y acaso, veas mejor. Soy Carmen o Leonor o Consuelo. Me parezco a todas. Y tambin a tu madre. Si pudieras despertar dentro de un momento, si consiguieras despertar maana, tal vez a ella le diras que la has visto en sueos, pero que al mismo tiempo era ella y no era ella. - S. Te pareces a mam. Pero tu pelo es de otro color, es el color del pelo de Carmen, mi compaera de banco en el Liceo. Pero tienes los ojos de Laura, y tu cara, por momentos, es la de la profesora del Tercer Curso de -Historia. Cmo entraste a la casa, a mi alcoba? - Qu curioso eres! Deseas como siempre, saberlo todo, conocerlo todo, averiguar la verdad de todo. Y no obstante, he salido de tus propias manos. Poco a poco me ibas formando. A cada golpe de tijera sobre el cartn del cuaderno de figuras iluminadas, sala un trozo de mi cuerpo, un pedazo de mi vestido, un poco de mi cabello. Y as, he podido llegar hasta ti, al lado de tu lecho, aprovechando este nico instante, en que tu madre ha salido. La oyes? Puedes orla? No est muy lejos; est en el

  • fondo de la casa hablando en voz alta con la mujer del servicio. No percibes el ruido del plato golpeado contra la mesa, y la voz de tu madre? Habla de ti. Dice algo que no entiendo bien, sobre tu fiebre de estos das. Yo he estado observndola desde aquella tarde en que llegaste del colegio transido de fro y de fatiga. Cuando te acercaste para besarla advert el gesto de zozobra en su rostro: tu frente, tus mejillas ardan. Y, sin embargo, temblabas de fro. Te llev al lecho, te abrig, te hizo reposar sobre la frescura de los almohadones. Comprend, entonces, que tal vez podra llegar para m el instante de hacerme presente en tus sueos, yo, que nunca haba tenido sitio en ellos. Siempre estabas soando con otras cosas, con tus amigos, con tus amigas, con tus juegos, con tus viajes. En m, es cierto, no podras pensar. En m no piensan los hombrecitos como tu. Se necesita que el tiempo pase largamente para que me dediquen un recuerdo. T ni siquiera sospechabas la posibilidad de mi existencia. En algunos de tus libros de estudio, se habla un poco de m. Pero no se habla bien ni con exactitud. Ya ves que no soy as como se dice en los textos. Mi presencia no te ha sobresaltado, ni mi voz te ha dado miedo, ni mis manos te han horrorizado. No llevo nada en ellas. Estn desnudas. Mentira lo que te han dicho de que yo deba llegar siempre, siempre, trayendo en ellas un gran juguete metlico; mentira que deba presentarme envuelta en algo as como la sbana de tu lecho; mentira que el sitio de mis ojos estuviera vaco de luz, mentira que no pudiera hablarte con dulzura para decirte que tambin deseo estar para siempre contigo. - S. No me das miedo, porque te pareces a Carmen, porque te pareces a todas mis compaeras, porque hay algo en ti que me recuerda a mam. No tengo miedo. Pareces buena. Hablas de muchas cosas que slo mam sabe. Pero a dnde me llevaras? Yo he querido ir a muchas partes, regresar a algunos sitios que me encantan. Pero no quiero ir sin mam, sin pap, sin mis hermanos. Siempre hemos viajado juntos. - No es posible, Pablo. Esta vez ser preciso que los dejes. Te irs conmigo. Ellos vendrn ms tarde, no temas. La espera no ser larga. Unos minutos, unos pocos instantes, nada ms. Creern que han pasado aos y aos. Pero es una ilusin. Podrs esperarlos tranquilo. Un da volvern a estar cerca de ti.

  • - No quiero ir sin ellos. Me haran falta. No podra vivir sin ellos. Mam espera todas las tardes mi regreso del colegio, y cuando demoro en la calle, jugando, me recibe angustiada. Si ahora volviera y no me encontrara, si yo me hubiera ido, le dara un gran disgusto. Me llamara y no podra responderle. Me buscara por toda la casa y no me encontrara. No sabra a dnde habra ido ni con quin. Adems, no podra llevar todas mis cosas, mis cuadernos de tareas, mis libros de estudio, mis cajas de lpices, mis guantes de boxeo... - Nada de eso te har falta. Sers feliz, Pablo. Mucho ms feliz de lo que has sido hasta ahora. No recuerdas que tambin has sufrido? Muchas noches he seguido tu angustia, cuando en medio de la sombra de tu habitacin y acostado como ahora te encuentras, no podas dormir. Queras levantarte, llamar a tu madre. Pero te retena la vergenza de no saber explicarle lo que te pasaba. Te revolvas inquieto entre las sbanas. Te pareca que algo iba llegar en la oscuridad, que algo avanzaba sigilosamente hacia ti. Era mi sombra. Pero yo no deba an presentarme ante ti, porque no haba llegado el instante en que pudiera reclamar tu compaa. Te vea, te oa sollozar y observaba cmo hundas tu cabeza en las almohadas. Hubiera querido consolarte. Pero no poda. Tu vida estaba intacta. Tu corazn, acelerado por la angustia, sostena el ritmo de tu sangre; tus msculos, en el reposo de la vigilia, conservaban su agilidad y su vigor. Bien saba yo que podas vivir, incorporarte, saltar del lecho, correr a la alcoba de tus padres y desplomar sobre el pecho de mam, en largos sollozos, la angustia que te posea. Eras el dueo de tu vida. Y de regreso del llanto, el sueo descendera tranquilo sobre tu rostro, sobre tu cuerpo, y cerrara tus prpados, hasta la maana siguiente, en que la vida estara esperndote para despertarte. Pero ahora no. Tu madre ha salido por un instante y pronto regresar a tu lado. Oigo sus pasos en las habitaciones interiores. Llegar y no podr verme, no podr orme, no podra orte tampoco. Tu corazn no alcanza a sostener ya el ritmo de tu sangre. Tus msculos se han sosegado. El verdadero sueo ahora s baja sobre tus ojos. No temas. Todo ser como un juego. Un poco ms y empezaremos el viaje. No temas. En el minuto exacto, te tomar

  • de la mano, y me ir contigo. Cuando vengan tus amigos, ya te habrs ido. - No quiero irme todava. Mis cuadernos estn en desorden y no he podido terminar el dibujo encargado por la maestra. En la semana prxima debo jugar con el equipo de mi curso, la ltima vuelta para el campeonato. El guante de bisbol est roto, y pap dijo que hoy me comprara otro. Si no estoy aqu cuando l llegue, se enfadar. Por qu no esperamos? No quiero irme todava. Quiero ver a mam, quiero levantarme, quiero volver a correr, quiero gritar. No, no quiero irme, no quiero irme. - No llores, Pablo. Tu madre va a llegar, viene hacia aqu. Que no te vea con lgrimas en los ojos. T has sido siempre un pequeo hombre valiente. Lo ves? Ya empiezas a serenarte. Tu pecho se aquieta. Tus brazos caen a lo largo de tu cuerpo. Qu honda paz sobre tu rostro! Ests listo? Apresrate que tu madre ha llegado a la puerta. Dame la mano, levntate. Sonre. Ves cmo era de fcil?

  • TIEMPO DE VERANO

    Cuando llegamos a la orilla del ro, Roberto me dijo: - Qutese el vestido. Nadaremos en la parte menos honda. Recuerdo - de esto hace veinte aos - que el calor era sofocante, y que el aire brillaba, estremecido, a travs de los arbustos. Yo estaba empapada en sudor, pues habamos corrido los ltimos cien metros del camino. Roberto era un muchacho terco y dominante, de grandes ojos misteriosos, de fuertes manos, de cabellos oscuros que le caan, en mechones, sobre la frente. Volvi a decirme: - Desvstase. Si nos demoramos, se har tarde, y pap dijo esta maana que regresara temprano del pueblo. Se mir la mueca, donde faltaba el pequeo reloj de pulsera que haba olvidado, dijo una grosera para lamentar ese olvido, y solt con un gesto nervioso la hebilla del cinturn que le cea el cuerpo. Luego empez a quitarse los pantalones que, a poco, cayeron, hechos un lo, sobre 'a hierba hmeda. El calor aumentaba. Yo quera refrescarme, miraba el agua con deseo de zambullirme, de sentir un poco de frescura en la piel que arda y estaba como sedienta. Pero, a pesar del afn de Roberto, y de su voz imperiosa, no me atreva a quitarme el vestido. Me daba un poco de miedo y de vergenza. - Marta, qu hubo? Volvi a decir, fastidiado. Yo segua sentado en el suelo, mirndolo desnudarse. Le faltaba tan slo desanudar los zapatos, que usaba, como yo, sin medias. Era hermoso Roberto. Y desnudo, pareca muy alto. Tenamos, sin embargo, la misma edad: doce aos. - Olvidamos los vestidos de bao, dije. - No importa. Mam no me habra dejado venir, si le hubiera dicho que llegaramos hasta el ro. Pero dse prisa, Marta. No respond. No saba qu decirle. Pero una secreta angustia me invada. - chese al agua, le dije. Roberto obedeci. Lo vi avanzar unos pocos metros, y luego detenerse un instante al borde de la corriente. Hizo una gil flexin y o, con incomparable sensacin de frescura, que caa al

  • agua. Segu oyendo despus el rtmico, el acompasado golpe de las manos y de los pies. Empec a desnudarme. Senta el aire tibio ms cerca de m. Al quitarme el vestido, mir al sitio donde nadaba Roberto. Vena en direccin a la orilla. - Ya voy, le grit, para que no saliera an. Y corr hacia el agua. Recuerdo que un espino, al pasar, me hizo dao y que la sombra de mi cuerpo se proyectaba muy bien sobre la hierba. Ca cerca de Roberto, quien se haba parado sobre el lecho de la corriente, para verme avanzar. El agua estaba tibia, pero a su delicioso contacto, el cuerpo probaba un exquisito placer. Roberto empez, de nuevo, a nadar cerca de m. - Est deliciosa, no es cierto?, dijo. Le respond que s, y seguimos braceando casi paralelamente. El sol, ya oblicuo en el horizonte, alcanzaba a tocarnos en la espalda y en la cabeza, al deslizamos sobre el agua. Diez minutos, un cuarto de hora pasaron as. No senta ya temor ni vergenza. Es cierto que en las pausas del ejercicio, Roberto se quedaba, por instantes, mirndome el pecho. Y a m me pareca que de pronto iba a tocarme con las manos hmedas. Sin embargo, resista a sus miradas y, ahora lo comprendo, deseaba que me tocara. Vamos a descansar un instante, dijo, y yo asent. Salimos del agua. Aqu hay un buen sitio, Marta, dijo Roberto, sealando con la mano un lugar en la sombra. Fuimos all. Roberto se extendi en el suelo. Haba poca hierba, y el piso estaba ligeramente hmedo. Me tend a su lado. El silencio era completo. No, no era completo. En su seno caliginoso resonaba la invisible orquesta de los insectos y se perciba el paso cauteloso de los lagartos por entre los rastrojos. Adems, el ro segua descendiendo y descendiendo, sonoro, por entre las piedras. - Pap dice que es peligroso venir por este lado porque hay culebras, dijo Roberto, sentndose. - Entonces, vmonos ya, le respond, sentndome tambin.

  • - Boberas!, dijo Roberto. Aqu no hay culebras. Y me puso la mano en la cara, para obligarme a que me extendiera de nuevo. Tena ya seca y caliente la mano. Trat de resistir, pero, con ms fuerza, insisti. Ced al impulso y entonces vi sobre mi cara la cara de Roberto. Le caan los mechones del cabello, an hmedos, sobre la frente y los ojos, sobre sus misteriosos ojos. La dura y caliente mano segua oprimindome la cara. - Sulteme, Roberto, que me hace dao. La presin ces un instante. Pero la mano empez a descender, sin prisa, suave, fina, deliciosamente, por el cuello, por el pecho, por el vientre. Sin ningn esfuerzo yo me haba quedado inmvil, quieta, muda; haba cerrado los ojos. La mano segua un viaje maravilloso por el continente de mi piel. Y Roberto no deca nada. Yo oa, con perfecta claridad, el cauteloso deslizarse de los lagartos entre los rastrojos y la orquesta invisible de los insectos. Oa pasar el viento, clido, ardiente, por encima de mi cabeza... Roberto me dijo cuando regresbamos: - Marta, venimos maana otra vez? No le respond. Estaba confusa, avergonzada y satisfecha al mismo tiempo. Pero una vaga congoja me aquietaba. Dira Roberto a alguien que su mano haba pasado sobre mi cuerpo desnudo? Y yo confesara a alguien que el paso de esa mano haba despertado en m una extraa sensacin de miedo y de placer? - Marta, dijo Roberto, cogindome del brazo, podramos venir todos los das? Pap sale temprano para el pueblo. Segu callando. - Podramos besarnos, Marta? - S, tal vez. - Ahora? - Ahora no. - Maana? - S. Maana. La ruta desembocaba por fin en la carretera. Roberto haba arrancado una rama y con ella golpeaba las zarzas y las hierbas que crecan en los bordes. Se divisaba la casa entre los rboles. Debamos separarnos. Se haca tarde. El calor disminua con las primeras sombras.

  • - Bueno, adis, Marta. - Adis. Ech a correr. Vi cmo saltaba por encima de la pequea puerta pintaba de verde, cmo atravesaba a saltos el gran prado gritando: Mam, Mam! Empec a andar, camino de mi casa. Y sbitamente sent deseos de llorar.

  • LA PRIMERA BATALLA

    El gato lleg pequeito, friolento, a la casa. Vena hambreado y quejumbroso. Evidentemente haba sido abandonado por la madre antes de tiempo. Caba en una mano y miraba con ojos tristes y brillantes el mundo. Pablo oy las quejas del animal y corri al jardn. All estaba. El nio dio un rodeo para caer por detrs. Pero su maniobra era intil. El gato se hubiera dejado atrapar de todos modos. Desfalleca de inanicin, y desde luego, su deseo era probar algo y calentarse. Pablo lo agarr por el vientre, le pas la suave mano con exquisita ternura por el lomo donde se senta, bajo la piel, la dureza del hueso. Estaba dichoso. Tena, por fin, entre sus manos, esa cosa blanda y tibia, aterciopelada y ronroneante que tanto deseaba poseer. Desde el jardn llam a pap, a mam, a gritos, comunicndoles el hallazgo. Luego fue a la cocina. Un alegre fuego doraba las planchas metlicas de la estufa y dejaba escapar su caliente vaho. Pablo pidi a la cocinera un poco de leche en un plato, unas migajas de pan y coloc al animal con gran cuidado en el suelo, bien cerca del calor. Tema que el gato se escapara al sentirse libre de la presin de sus manos. Pero la frgil bestezuela no guardaba nimos ni fuerzas para escapar. Se desentumeci, estremecida, ante el fuego, y empez a comer ruidosamente, con perfecta maestra. La diminuta lengua daba dos compases irreprochables al caer durante una porcin de segundo sobre el lquido y retirar del plato unas gotas de leche y unas briznas de pan. Pablo miraba y oa extasiado. Le resultaba un espectculo divino, que le produca intenso goce, este de ver y de or comer al gato. Porque jams haba tenido un gato y por consiguiente, jams haba visto a derechas, tranquila y sosegadamente, comer los gatos. Verdad que de prisa, cuando iba por la calle colgado del brazo de pap o mam, pudo algunas veces mirar un instante en el sucio interior de alguna carbonera, esos gatos grandes, de vida alegre y airada, de vientre redondo, fieros y vanidosos, que devoraban majestuosamente en un inmenso plato, y miraban despreciativos y magnficos a los transentes. Pero esa visin pasajera, lo dej

  • siempre insatisfecho. El peda siempre a pap y a mam un gato. Pero pap y mam se negaban a acceder a ese ruego. - Los gatos, deca mam, son ingratos. No quieren la casa ni quieren a los amos. Viven en los tejados, en continua pelea. No son fieles ni buenos, como los perros. Pap estaba de acuerdo. Pablo insista, pero sin xito. No tena an razones para