Hayes, Carlton J. - Misión de guerra en España
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MISION DE GUERRA EN ESPAÑA, 19421945
por
CARLTON J. H. HAYES Exembajador de los EE.UU. en España
Este libro es un relato personal de la misión llevada a cabo por el Embajador Hayes para contrarrestar las presiones de! Eje sobre la España de Franco y conseguir que permaneciera al margen de la guerra, concediendo facilidades y auxilio a los Estados Unidos y sus aliados.
Cuando Carlton Hayes fué enviado a Madrid en la primavera de 1942, las aliados, aunque a la defensiva o en retirada en todos los frentes, proyectaban ya una gran operación que, al menos en Europa, consiguiese arrebatar la iniciativa de manos del Eje. Era ésta Iq invasión del Norte de Africa, y para su éxito tenía vital importancia que la operación no se viese amenazada por ataques de flanco desde la Península Española, cuya situación estratégica había de tenerse muy en cuenta. La misión del Embajador Hayes no sólo consistía en conseguir que España no realizase tal ataque, sino también procurar alentarla a resistir hasta el máximo de sus posibilidades ante cualquier intento de los alemanes por avanzar a través de la Península. Aquí relata la forma en que llevo a cabo su doble y difícil cometido.
Durante tres años, España fué concediendo gradualmente un mayor número de facilidades a los aliados; al principio, frente a graves amenazas de los alemanes, y después con mayor facilidad, a medida que la victoria aliada se hacía más segura. El Embajador Hayes da al relato la forma de una ingenua historia, animada con la descripción de sus distintos viajes por el país y con los retratos de los personajes españoles y los de sus colaboradores diplomáticos.
Como primero, completo y auténtico relato sobre la política norteamericana con respecto a España, el libro es un documento de capital importancia; a más de esto resulta una historia dramática y apasionante, que se leerá con avidez.
NOTA PRELIMINAR .................................................................................................... 4 1-SE ME NOMBRA EMBAJADOR EN ESPAÑA ....................................................... 5 2-PRIMEROS CONTACTOS E IMPRESIONES ....................................................... 15 3- EN BREGA CON LA NO-BELIGERANCIA ESPAÑOLA .................................... 37 4- OBTENEMOS FACILIDADES .............................................................................. 56 5- CORRIENTES OPUESTAS .................................................................................... 72 6- PROGRESOS DE LA NEUTRALIDAD ESPAÑOLA ............................................ 83 7- LA CRISIS DEL WOLFRAM ................................................................................ 103 8- LA BENEVOLA NEUTRALIDAD ESPAÑOLA .................................................. 129 9- DE COMO DEJE A ESPAÑA ............................................................................... 153
NOTA PRELIMINAR
Ofrezco en las siguientes páginas un relato personal sobre mi misión diplomática en España, desde mayo de 1942 hasta enero de 1945. Sólo incidentalmente se trata en ellas de los asuntos internos de España. Su finalidad principal es manifestar lo que fué la política norteamericana con respecto a España durante esos tres años de guerra, y la suya con relación a nosotros.
No se trata de un libro "oficial''', ni ha sido tampoco escrito como apología de un Embajador, de un Departamento de Estado o de España. Es, más bien, el relato sencillo y real de un historiador de lo que vio y aprendió por sí mismo. Ahora que la guerra ha terminado felizmente parece no existir razón, tanto militar como diplomática, que impida la publicación de estas memorias. Servirán para disipar la densa niebla que la propaganda y la ignorancia han arrojado sobre las relaciones mantenidas por España con los dos bandos beligerantes y hacer que reine alguna luz sobre un importante aspecto de la política de los Estados Unidos.
Para escribir el libro me basé en un detallado diario personal de mis tres años de permanencia en España, en el recuerdo de conversaciones mantenidas, en la correspondencia particular con el Presidente y otras personalidades, y en una memoria entrenada para la historia. No he empleado ningún documento del Departamento de Estado, excepción hecha de los que estaban ya publicados o de fragmentos parafraseados que tuvieron cabida en mi diario. En todo caso, procuro citarlos ordinariamente en las notas para indicar que las acotaciones no son reproducciones exactas del original.
Algunos de los asertos de este libro podrían haber quedado sentados de manera más firme si me hubiese servido de los archivos del Departamento de Estado. Pero este Departamento era, naturalmente, refractario a concederme privilegios especiales, ni a parecer que prestaba apoyo oficial a lo que yo escribo. Tampoco lo hice porque eso me exigía someter el manuscrito a un examen y, posiblemente, a la censura de los funcionarios del Departamento, cosa que yo deseaba evitar, y así no lo hice. Prefiero que el relato sea algo enteramente mío. Creo, sin embargo, que si alguna vez, en el futuro, se hacen públicos los datos oficiales, confirmarán en sus partes esenciales, la exactitud de la narración que sigue.
Séame permitido añadir que mis relaciones personales ' y oficiales fueron siempre cordiales y agradables, tanto con el Departamento de Estado como con el Presidente. En dos o tres cuestiones juzgué que el Departamento de Estado o alguno de sus funcionarios cometieron errores tácticos, y así lo he manifestado con franqueza en las páginas que siguen. Pero fué esto una excepción y no la regla. En su conjunto, no tengo más que respeto y admiración hacia nuestro Departamento de Estado y Servicio Exterior, y considero un honor el haber sido, en momentos de prueba, su colaborador.
CARLTON J. H. HAYES.
Jericho Farm. Afton, New York. Septiembre, 15, 1945.
MISIÓN DE GUERRA EN ESPAÑA
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1SE ME NOMBRA EMBAJADOR EN ESPAÑA
I
DESDE el año 1910 he sido profesor de Historia moderna de Europa en la Universidad de Columbia. El Derecho internacional fué el tema de las tesis que presenté para mi docto‐rado, tema que continuó apasionándome, sobre todo después de tomar parte activa, con varios millones de americanos, en la primera Guerra Mundial. Esta experiencia me probó la inutilidad práctica del aislacionismo de los Estados Unidos.
Fui desde entonces un convencido y público defensor de la Sociedad de Naciones y de cualquier organismo o medida que pudiese favorecer a la causa de la seguridad colectiva y evitar el peligro de otra Guerra Mundial en la que se verían envueltos seguramente muchos millones de americanos. Parecióme entonces, y aún sigo creyéndolo, que nosotros, que fui‐mos desacreditados en los debates partidistas de 1920 como "idealistas" y "soñadores", estábamos mucho más en la realidad que los que se llamaban a sí mismos "realistas" e hicieron fracasar a la Sociedad de Naciones, persiguiendo fines de un estrecho nacionalis‐mo.
Desgraciadamente para la presente generación, hubo entonces más "realistas" que "idealistas". Desde los principios del fascismo y nazismo en 1920 y la primera agresión del militarismo japonés contra Manchuria en los primeros meses de 1930, se hizo evidente que una Segunda
Guerra Mundial, de mayores dimensiones aún que la primera, estaba en ciernes. Algu‐nos ide entre nosotros comprendimos el peligro. Yo, por mi parte, hice cuanto pude por de‐nunciarlo.1
La Segunda Guerra Mundial comenzó con el Blitzkrieg de Hitler contra Polonia en el mes de septiembre de 1939. A esto siguió, dos años más tarde, el ataque aéreo contra el le‐jano Pearl Harbour; en diciembre de 1941 los Estados Unidos se encontraron, con sorpresa y consternación, en guerra contra los avezados y hasta entonces victoriosos ejércitos de las Potencias del Eje: Alemania, Italia y el Japón.
I I El 17 de marzo de 1942, recibí, en mi despacho de la Universidad, una carta, fechada el
16 del mismo mes y rubricada como "personal y confidencial", del Subsecretario de Estado, Mr. Summer Wells, que actuaba de Secretario durante la ausencia de Mr. Cordell Hull. Se decía en ella: "El Presidente me ha encargado que tenga con usted una conversación sobre algo que atañe a su persona. Desgraciadamente me es imposible abandonar Washington en estos momentos y, por esta razón, desearía que, si le fuera posible, se acercara usted a Was‐hington en los próximos días para hablar conmigo sobre el asunto. Estaré encantado de concederle una cita para cualquier momento que usted me indique y le agradeceré tenga la amabilidad de telegrafiarme el día anterior a su llegada para que pueda disponer de algunos instantes."
Como es natural, hice una serie de cábalas sobre la "posibilidad" que el Presidente tenía en estudio, sin que sacase nada en claro. Cuanto
más pensaba en ello mayor era mi desconcierto. Conocía a Mr. Welles y ya había recibido de él en 1936 una invitación para ser uno de los delegados americanos en la Conferencia Pan‐Americana de Buenos Aires, cosa que no me fué posible aceptar entonces. Posteriormente, 1 Véanse «Ensayos sobre el Nacionalismo» (1926).—«Evolución Histórica del Nacionalismo moderno» (1931).—«Patriotismo, Nacio-nalismo y la fraternidad de los hombres» (1987) —«La novedad del totalitarismo en la historia de la civilización occidental» (1939).-«Este conflicto inevitable» (1941).
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unos días antes de la referida carta de Mr. Welles, uno de sus colaboradores, Mr. Charles A. Thomson, Jefe del Departamento de Relaciones Culturales, me había pedido que efectuase una visita de dos o tres meses al Brasil. ¿Podía pensar en mí el Presidente para una misión especial en Sud América? Esto era todo cuanto podía sospechar de lo que se esperaba de mí.
La carta de Mr. Welles llegó un martes. El día siguiente era el único en la «emana en que disponía de algún tiempo. El jueves lo tenía dedicado por entero a las clases y seminarios en la Universidad y el sábado tenía que pronunciar una conferencia en el Wheaton College, de Massachusetts. Por eso telefoneé a Mr. Welles indicándole que me esperase al día siguiente, miércoles.
En las primeras horas de la mañana de este día —18 de marzo— salía yo para Washing‐ton, esperando regresar a Nueva York la misma noche, por lo que no llevaba otro equipaje que una cartera con algunos escritos de alumnos y un lápiz azul. Mr. Welles me recibió afec‐tuosamente. Inició la conversación subrayando y repitiendo que lo que el Presidente Roo‐sevelt quería de mi persona implicaba, en verdad, no pocos sacrificios. ¿Querría yo, en la gran crisis que atravesaba nuestra Patria, hacer sacrificios que se saliesen de lo corriente? Contesté que también reconocía yo la gravedad de los actuales momentos y que, desde lue‐go, ningún interés particular podía impedir a un americano servir al Gobierno desde cual‐quier puesto para el que fuese elegido. Mr. Welles fué al grano. Dijo que el Presidente de‐seaba enviarme como Embajador a España, El cargo estaba erizado de dificultades, pero era sobremanera importante y crítico para las futuras operaciones militares, y juzgaba el Presi‐dente que yo era uno de los que lo podrían desempeñar con éxito.
Mi primera reacción fué de sorpresa, y de una sorpresa rayana en el pánico. ¿Por qué se me enviaba a mí a España? Ciertamente, yo había leído mucho acerca de esa nación y de su Historia y hasta escribí algo sobre ella y soy católico. Pero nunca había pisado su suelo, si no cuento una vista, desde Gibraltar y a través de alambradas erizadas de púas de la "tierra de nadie", durante un crucero efectuado por el Mediterráneo en 1938. Todo lo que en aquel momento acudió a mi atropellada mente fué el recuerdo de una travesura de mi juventud, cuando, en plena guerra Hispano‐Americana de 1898, un condiscípulo y yo confeccionamos una enorme bandera española y la hicimos ondear en el mástil del pueblo durante la noche para que al día siguiente sirviese de asombro a toda la vecindad. Lo que esto supone lo ¡dejo a la opinión de los psiquíatras. Posiblemente desde mi más temprana edad tenía ya un per‐verso cariño hacia España y su pueblo. Pudiera ser también un gesto en favor de un "under‐dog". Pero lo más posible es que sólo se tratase de la exuberante manifestación de un espíri‐tu juvenil.
Al disiparse la primera impresión de la propuesta de Mr. Welles y a medida que se des‐arrollaba la conversación, expuse varios argumentos que creía contundentes, pero que amablemente fueron desechados. Le indiqué que no era un hombre de carrera, que no con‐taba con experiencia en el Departamento de Estado, ni tenía la preparación de un diplomá‐tico. A esto replicó él galantemente que ser diplomático no era difícil, que contaría con auxi‐liares competentes en asuntos internacionales; que en un mes aprendería la práctica del Departamento de Estado que me fuese necesaria, y que, en realidad, lo que el Presidente deseaba para España no era un hombre rutinario, sino un profesor de reconocida imagina‐ción, iniciativa y extensos conocimientos sobre asuntos internacionales.
Le indiqué asimismo que, aunque podía leer el castellano, era incapaz de hablarlo, pa‐reciéndome muy conveniente, si no imprescindible, que un Embajador pudiese hablar co‐rrectamente con cualquier español. Mr. Welles me expresó su contrariedad por esa circuns‐tancia, insistiendo, sin embargo, en que no constituía un obstáculo decisivo para mi salida hacia España. Hasta podría ser que fuese más conveniente no hablar nada que hablarlo mal o tartamudeando, y que, por otra parte, toparía con que muchos españoles hablan el francés o el inglés. De todas formas es norma establecida que nuestros Embajadores y Ministros realicen sus intervenciones oficiales en inglés.
Le puse igualmente de manifiesto el precario estado de mi fortuna, que no me permitir‐ía mantener tal representación en la forma debida para sostener la dignidad y aumentar el
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prestigio de los Estados Unidos en España. Mr. Welles hizo todo lo posible por tranquili‐zarme sobre la cuestión económica. Aunque los ingresos como Embajador eran apenas sufi‐cientes para hacer frente a los gastos propios y de familia, el elevado coste de la vida en Es‐paña podría ser reducido mediante la importación de artículos de América y Portugal, mi‐diendo contar, además, con "gastos de representación" adicionales, que me proporcionaría el Departamento de Estado. Añadió que la decisión del Presidente era evitar a toda costa que los obstáculos financieros impidiesen los servicios de un hombre dondequiera que fue‐se necesaria su actuación.
Expresé mis dudas de que me aceptase el Gobierno Español en el caso de decidirme a ir. Le recordé que no había sido partidario del General Franco ni de la Falange. Durante la gue‐rra civil española, al mismo tiempo que firmé una protesta de unos correligionarios míos contra una publicación de algunos americanos en que se atacaba a los obispos hispanos, y que parecían perdonar los asesinatos de curas y monjas realizados por los españoles "lea‐les" a la República, también protesté contra las campañas pro‐Franco y pro‐nacionalistas que ciertas publicaciones llevaban a cabo en los Estados Unidos2 No había ocultado jamás mi fe en la democracia y libertades individuales, ni mi hostilidad hacia el totalitarismo en cualquiera de sus acepciones. Por todo ello temía que el General Franco y su Ministro de Asuntos Exteriores consideraran mi "persona como no grata", y ante el panorama de tal negativa, ¿desearía el Presidente Roosevelt que recayera en mí ese nombramiento? Tras interrogarme sobre ciertos detalles de mi postura y hacerme ver el exiguo número de nues‐tros conciudadanos que mantuvieron una actitud desinteresada y juiciosa hacia las fuerzas en oposición durante la guerra civil española, Mr. Welles me rogó que dejase a un lado los temores de mi aceptación por el Gobierno español. Estaba seguro que el Presidente no vaci‐laría en extenderme el nombramiento, y aunque la contestación española fuese lenta, pen‐saba que sería favorable por el deseo de España, coincidente con nuestra necesidad en aquel instante, de conservar una relación amistosa entre ambos países.
No me forjaba ilusiones sobre los escollos con que tropezaría la misión que se me con‐fiaba. Adivinaba yo dificultades en España por tratarse de un régimen que debía en parte su existencia a la ayuda militar del Eje y que, según la gente, era hostil a las democracias y pro‐picio a Hítler y Mussolini. Igualmente me predije disgustos en mi país, donde la opinión pública estaba en su mayoría inflamada aún por la reciente Guerra Civil y era contraria al General Franco y a la Falange, y donde un número considerable de publicistas de influencia harían aparecer a cualquier Embajador americano ante el Gobierno de España, como fascis‐ta o por lo menos como colaborador con el Fascismo, y, en consonancia, desatarían campa‐ña contra cualquier línea de conducta que adoptara. Además, en vista de la situación militar y de la ventaja patente que el Eje tendría con una rápida y violenta ocupación de la Penínsu‐la Ibérica, las posibilidades de cualquier nuevo Embajador americano para llegar a España y permanecer en ella un poco de tiempo, parecían ciertamente muy escasas.
No eran mucho mayores las ilusiones de Mr. Welles. Aceptó con franqueza las dificulta‐des y hasta las aumentó. Me indicó, no obstante, que se trataba de una prueba para los Es‐tados Unidos y para mí personalmente. ;,No aceptaría yo el reto? De todas formas el Presi‐dente Roosevelt quería hablar personalmente conmigo acerca de ello, y me suplicó que fue‐se a la mañana siguiente a su despacho.
Al abandonar la oficina de Mr. Welles estaba convencido de que no debía aceptar la mi‐sión en España. No obstante, no podía dejar de ver al Presidente. Por eso, después de tele‐fonear a mi mujer y a la Universidad indicándoles que no regresaría a Nueva York hasta el jueves por la noche, y tras de comprar un cepillo de dientes y un par de pijamas, me dedi‐
2 El 4 de mayo de 1937 había vo escrito al editor del Comonweal lo siguient»: Ustedes anuncian, en su número del 7 de mayo, un eran meeting, que se celebrará en Madison Square Garden el 19 de mayo «bajo el patronato del The Commonwe‐al y del The Calven Associates» Presumo por el anuncio que el meeting va a ser completamente favorable al general Franco y a sus partidarios y que originará más calor que luz. Creo que ocasionará grave daño Lo que ahora me preocupa es el haberse comprometido el The Commonweal y el The‐Calvert Associates a lo que sólo
puedo considerar como una mal pensada y equivocada línea de acción. Fs'á claro que ustedes no han consultado ni al consejo editorial del primero ni a la junta de directores del segundo Por consiguiente, debo pedirles que retiren ustedes mi nombre de ambos inmediatamente.
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qué a recorrer Washington en busca de habitación donde dormir. En esta ciudad se notaba ya sobremanera la guerra y su población había aumentado desmesuradamente. Por último, al cabo de tres horas y gracias a la intervención de un viejo amigo, me hospedé en el modes‐to pero confortable Carroll Arms, situado entre el Capitolio y la estación de ferrocarril. Por no llevar equipaje, pagué por adelantado el importe de la habitación. Fué una noche de grandes pesadillas, dando vueltas y más vueltas a las razones que me impulsaban a que‐darme en mi país, alternándolas con visiones de fantásticos y vedados castillos en España.
El jueves, 19 de marzo de 1942, por la mañana me dirigí a la Casa Blanca, siendo en el acto introducido en el magnífico despacho ovalado del Presidente. Hallábase éste sentado de espaldas a unos grandes ventanales y frente a un pequeño escritorio en el que sólo se veían modelos de barcos, sin que apareciese ni un documento siquiera. Recibiome con su amabilidad y encanto naturales. Le había conocido casualmente algunos años antes, pero mi admiración por el hombre y sus empresas, tanto internas como externas, fué fruto de la ob‐servación y estudio, más bien que de una intimidad personal. Debo decir que voté por él en 1932, en 1936 y de nuevo en el año de 1940, aunque no tomé jamás parte activa en la políti‐ca, y que mi adhesión al partido Democrático era más "independiente" que "regular". Ni él ni ningún otro funcionario de nuestro Gobierno se interesó entonces o después por mis ide‐as.
Mi conferencia con el Presidente duró una hora. Repetí, creo que con mayor fuerza, los argumentos que había expuesto el día anterior a Mr. Welles, intentando convencerle que no era yo el hombre apropiado para ir a España. El Presidente me dijo que había estudiado todas esas razones y que no las había encontrado convincentes. Reconocía las dificultades, dificultades muy grandes, pero no dudaba que podía y debía luchar contra ellas y vencerlas. Era menester que adquiriera yo conciencia de la gran importancia que él concedía al man‐tenimiento de la neutralidad de España y a convencer a ésta que resistiera con todas sus fuerzas cualquier intento del Eje de invadir y ocupar la Península. Era posible que, a pesar de nuestros mejores esfuerzos, el General Franco se uniera a Hítler o bien ofreciera sólo una ligera resistencia a la entrada de los ejércitos nazis. En este caso, la totalidad de la Península Ibérica —Portugal al igual que España—sería invadida; probablemente el Gobierno portu‐gués buscaría asilo en las Azores; Gibraltar quedaría perdido y con él toda probabilidad de operaciones triunfales en el Mediterráneo y Africa del Norte. Nuestra tarea más urgente era evitarlo o, en el peor de los casos, demorar tal acontecimiento lo más posible. Lo esencial era el tiempo y debíamos ganarlo. Para eso cabalmente contaba conmigo.
Indiqué al Presidente que agradecía la confianza que había puesto en mi persona, pero que dudaba de mi habilidad para hacer cuanto él deseaba. Necesitaba una semana para de‐cidirme. Entonces me dijo el Presidente que podía disponer de este tiempo para pensarlo, pero que la incógnita no era "mi marcha, sino cuándo se realizaría".
Ese mismo día, antes de abandonar Washington, vi de nuevo a Mr. Welles, al que hice saber que daría mi respuesta, afirmativa o negativa, en el curso de la semana. Me rogó que no hablase sobre el particular con nadie, excepto con los miembros de mi familia, y en todo caso con el Presidente de la Columbia University, Dr. Nicholas Murray, por si necesitaba licencia para ausentarme de ella.
I I I Durante la semana siguiente, aunque mantuve mi compromiso con el Wheaton College,
seguí barajando en mi interior el pro y el contra de la proposición del Presidente Roosevelt. Lo segundo era harto obvio; lo había visto claramente durante mis conversaciones con Mr. Welles y con el Presidente, y cuanto más pensaba en ello más incontrovertible me parecía. ¿Cómo podría yo, demócrata convencido y paladín veterano de las libertades individuales, tener éxito con un Gobierno dictatorial, conservando al mismo tiempo la confianza y el apo‐
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yo necesario de aquellos compatriotas míos que creían y esperaban lo peor del régimen existente en España?
Con todo, el Presidente me lo había urgido con vehemencia. Aparentemente no sentía recelos o, en el caso de tenerlos, los ocultaba magistralmente. Me encomendaba una misión de guerra. No podía yo en conciencia resistirme a ello, sobre todo después de haber insisti‐do públicamente, durante los dos últimos años, que esta Segunda Guerra Mundial exigía la intervención americana, con gran sacrificio personal de todos, jóvenes o viejos.
La conciencia y el sentido del deber, unidos a un espíritu deportivo que me empujaba a aceptar un reto de primera clase, me decidieron finalmente. Después de informar confiden‐cialmente al Presidente Butler y de recibir su autorización para ausentarme de Columbia, comuniqué a mís‐ter Welles, y por su mediación al Presidente Roosevelt, mi decisión afir‐mativa el 25 de marzo de 1942. Iría a España. Dos días después salí con mi familia de Nueva York para disfrutar las vacaciones de Pascua en nuestra casa de campo.
El Departamento de Estado debió actuar con extremada rapidez, puesto que obtuvo una pronta y favorable respuesta del Gobierno Español. La mañana del jueves 2 de abril, leí en el periódico la noticia de la dimisión de Mr. Alexander Weddell, nuestro anterior Embajador en España. El día siguiente, Viernes Santo, por la tarde, el Dr. Edward Danforth, médico amigo mío, me telefoneó para decirme que acababa de oír por la radio que el Presidente me había designado para tal cargo. Esa misma tarde mi familia y yo oíamos también la noticia apiñados junto a nuestra radio en Jericho Farm (Afton).
Como consecuencia de ello tuvimos un día muy ajetreado recogiendo la casa, y el do‐mingo de Pascua, día 5, regresábamos a Nueva York. Abril fué un mes saturado de trabajo. Tenía que arreglar la interrupción de mi labor en la Universidad a mitad de curso. Tuve que efectuar repetidos viajes a Washington para recibir instrucciones y hacer consultas. La casa de Nueva York debía levantarse y hacer los preparativos para el traslado a Madrid. Y a todo esto era necesario contestar a centenares de cartas de felicitación. No dejaba de ser agrada‐ble comprobar que mi mujer y yo teníamos tan buenos amigos y con tan magníficos deseos, pero no podía por menos de preguntarme, a medida que leía su correspondencia, si tenían exacta idea de la lucha que presto iniciaría y si no debían enviarme más bien su condolencia que su enhorabuena.
Los comentarios de la Prensa eran, en general, favorables y aprobaban la elección del Presidente. Que yo tenga conocimiento, tan sólo un periódico expresaba descontento, el semanario The Nation, que difícilmente podía aprobar cualquier gesto del Gobierno con respecto a España que no fuese la declaración de guerra. Sirva como ejemplo de los comen‐tarios el siguiente editorial del New York Times del 4 de abril:
"El Presidente ha dado prueba de buen criterio y tacto al designar a Carlton J. Hayes pa‐ra suceder a Alexander W. Weddelll en el cargo de Embajador en Madrid. Desde el punto de vista americano, España constituye un puesto de importancia capital. Aparte de nuestro interés en conservar apartada de la guerra al lado del Eje a la Península más occidental de Europa, la influencia cultural y tradicional de España en América del Sur hacen que su po‐lítica sea de gran importancia para los Estados Unidos. En el transcurso de un azaroso y crítico período hemos podido sostener buenas relaciones con el Gobierno español, y aunque quepa la duda de si esto se debe a nuestra diplomacia o a la arrogancia nazi, el hecho es que el Gobierno de Franco se encuentra en la actualidad más lejos de fundirse con Berlín y Ro‐ma que en cualquier otro momento desde que estalló la guerra.
El profesor Hayes está admirablemente dotado para llevar a cabo con éxito tal misión. Como distinguido historiador tiene la perspectiva de poder cotejar el presente con el pasa‐do en un país de profunda raigambre histórica. Como persona nada sospechosa de inclina‐ciones hacia el sistema totalitario, podrá representar el espíritu democrático y el sentir de América en los inseguros límites de un Continente dominado por el Eje. Como católico, que ha realizado labor de apostolado para anular la intolerancia en el Comité inter‐confesional, compuesto por protestantes, católicos y judíos, aportará una especial comprensión de los problemas religiosos, fundamentales para entender, no sólo a España, sino a toda la Améri‐
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ca Latina. Por estas razones y muchas otras, el Presidente ha tenido un gran acierto y de‐seamos al profesor Hayes que triunfe en la misión delicada y difícil que emprende al pasar de la interpretación y enseñanza a la realización de los hechos que constituyen la Historia."
Hubo un ligero retraso en la confirmación por el Senado de mi nombramiento, debido a un viaje del Presidente del Comité de Asuntos Exteriores, Senador Connally, a su casa de Texas. Eventualmente, sin embargo, el nombramiento fué favorablemente acogido por el Comité, y hacia fines de abril fué aprobado sin debate con la unanimidad del Senado. El 2 de mayo de 1942 presté juramento del cargo y quedé convertido en el Embajador para España.
Entre tanto estuve muy ocupado en el Departamento de Estado, familiarizándome con su organización y procedimientos, así como con los voluminosos telegramas e informes de los últimos años relativos a España. Me fueron de gran provecho las frecuentes conferencias con Mr. Summer Welles, Mr. James Dunn, Mr. Ray Atherton, Mr. Herbert Feis, Mr. Charles Thomson y, especialmente, con Mr. W. Perry George, que tenía a su cargo el negociado de España en el Departamento 'y que no sólo actuó como guía entre aquella masa de papeles y documentos, sino que me facilitó, mediante su propia experiencia en España, mucha infor‐mación "original" de la que no puede conseguirse de los documentos escritos. Afortunada‐mente también Mr. Cordell Hull regresó de sus vacaciones mientras yo seguía en Washing‐ton, y tuve la oportunidad y el placer de consultarle con frecuencia y adoctrinarme con su hábil consejo.
Fuera del Departamento de Estado me relacioné en Washington con los Secretarios de Comercio, Agricultura y Hacienda, con la Junta Económica de Guerra y con el Coordinador de la Información, General William Dono‐van, que por aquellas fechas dirigía la organiza‐ción que más tarde se convirtió en Oficina de Servicios Estratégicos y en Oficina de Infor‐mación de Guerra. Conferencié igualmente con el Embajador británico, Lord Halifax; con el Ministro portugués, Mr. Bianchi; con el Delegado Apostólico, Mgr. Cicognani, cuyo hermano era Nuncio en Madrid, y con el Embajador de España, Sr. Cárdenas.
Sostuve otra conversación con el Presidente, en la cual me reiteró su temor de que Es‐paña se viese envuelta en la guerra, con gran detrimento de los futuros planes aliados. No me especificó estos proyectos, pero de lo sucedido seis meses después deduzco que ya pen‐saba en el desembarco aliado en Africa del Norte. Me dijo también que visitase al Dr. Salazar al pasar por Portugal y le hiciese ver las grandes consecuencias que se derivarían del triun‐fo final de los aliados. Añadió el Presidente que estaba dispuesto a entrevistarse y conversar con el General Franco en las islas Canarias o en cualquier otro lugar fuera de España en el caso de existir una amenaza real de crisis, dejando a mi criterio el comunicar esto mismo al Jefe del Estado Español. Era, dijo, partidario de las ventajas derivadas de los contactos per‐sonales entre Jefes de Estado. Claramente vi que el Presidente estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, con tal de evitar que España cooperase con el Eje.
En la velada que precedió a mi salida de Washington, tuve la fortuna de ser invitado al té que, en honor del Presidente del Ecuador, se dio en la Casa Blanca. El Presidente Roo>sevelt charló alegre e instructivamente sobre varios temas, entre otros sobre los pro‐gresos económicos de la América Latina y acerca de sus viajes y observaciones por tierras de España, mientras Mrs. Roosevelt presidía con sencillez y encanto la mesa.
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En cuanto se tuvo la confirmación de mi nombramiento por el Senado, sie tomaron las disposiciones para mi viaje a España. Lo primero fué discutir si la familia Hayes debía ir en un barco español o portugués, debido principalmente a que necesitábamos llevar con noso‐tros todo el equipaje personal y aquellos artículos domésticos, como la plata, ropa blanca, sábanas, etc., que el Gobierno no proporcionaba a la Embajada. Reinaba, no obstante, en el Departamento de Estado la creencia, por mí participada entonces, de que los alemanes podrían invadir España en cualquier momento y que, por consiguiente, mi misión sería bre‐
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ve y hasta posiblemente concluiría antes de llegar a mi destino. Con estas ideas en mi men‐te, obtuve de la Universidad de Columbia una licencia tan sólo para el verano y otoño de 1942. Si no podíamos llegar a España, o en el caso de tener que abandonarla precipitada‐mente, cuanto menos equipaje llevásemos, mejor. Aparte de esto, el Presidente me había dicho que "el tiempo era esencial" y un viaje por mar suponía una larga travesía.
De ahí que decidiésemos por fin efectuar el viaje de Nueva York a Lisboa en el Clipper de la Pan‐American, y desde Lisboa a Madrid, bien por ferrocarril o en avión. Se nos permit‐ía llevar 25 kilos de equipaje por persona, y como todos mis trajes de ceremonia estaban ya empaquetados, quedaba poco espacio para las demás cosas. Por tal causa, los otros miem‐bros de mi familia apenas se diferenciaban, en cuanto a la ropa se refiere, a su llegada a Es‐paña, de los infelices refugiados de guerra.
Se nos había hablado de gran escasez de alimentos en España y de que las condiciones materiales bordeaban el hambre y la depauperación. Por eso encargamos a una importante casa americana grandes cantidades de harina, azúcar, cereales, aceite, leche condensada, mantequilla, legumbres y. otras provisiones para que nos fuesen remitidas por un barco portugués que zarpaba de Filadelfia, junto al resto de la ropa, algunos artículos para la casa y nuestro automóvil. Gracias a las insistentes recomendaciones de Washington y de la Fun‐dación Rockefeller de Nueva York, pudimos llevar con nosotros una gran cantidad de com‐primidos de vitaminas (que jamás usamos) y una dotación completa de vacunas contra la viruela, fiebres tifoideas y el tifus. Realmente, a pesar de la notable mejoría en las condicio‐nes económicas y sanitarias de España, y haciendo caso omiso de los repetidos informes de la Embajada sobre la realidad de los hechos, ni un solo americano, entre los centenares que pasaron por Madrid durante los tres años siguientes, se olvidó de ir provisto de una "ima‐gen" de la "depauperada España" ni de su correspondiente frasco de comprimidos de vita‐minas. Para esta fecha debe haber en España un gran exceso de estos productos.
Dada esa opinión general que existía sobre España, quedé un poco sorprendido al ver el número de personas que se dirigían a mí para que les ayudase a conseguir empleo en la Embajada de Madrid y para que los llevase conmigo. Ciertamente se sentían fascinados por España; pero lo que desconozco es si era por atracción de novelescos peligros de guerra o bien por los vetustos castillos legendarios de aquellas tierras. De todas formas hubiera sido imposible atenderles, aun en el caso de que lo hubiese deseado.
Sólo me acompañarían mi mujer, mi hijo Carroll, de diez y seis años, estudiante en el Colegio de Canterbury (Connecticut) y mi hija Mary Elizabeth, de diez y ocho, que termina‐ba sus estudios en Barnard College. Además, había decidido llevar conmigo a un secretario particular, eligiendo para ese cargo a Michael George, hijo de un funcionario del Departa‐mento, perteneciente a la carrera diplomática y que tenía a su cargo el negociado de España. Michael había vivido en España, hablaba correctamente el francés y el español y trabajaba en la escuela diplomática de Georgetown.
En la tarde del martes, 12 de mayo de 1942, recibimos instrucciones para que nos pre‐paráramos a salir la mañana siguiente en el Clipper de las cuatro de la madrugada. Avisa‐mos a Michael, a la sazón en Washington, quien llegó a Nueva York esa misma noche. Desde luego, no tuvimos tiempo para dormir. A la extraña y casi siniestra hora de las cuatro de la madrugada salimos los cinco de casa en dirección al aeródromo de La Guardia, atravesando las desiertas calles y avenidas de la ciudad. Hacia las siete despegaba el Clipper con todas sus cortinillas echadas.
El vuelo del avión nos resultó tranquilo y delicioso, aunque algo monótono y más can‐sado de lo que habíamos supuesto al principio. Paramos tres horas por la tarde en las Ber‐mudas, donde fuimos recibidos oficialmente y llevados al puerto en una canoa. A la mañana siguiente desayunamos en Horta, en las Azores, y aquella misma tarde, al anochecer, llegá‐bamos a Lisboa, donde nos esperaba el Ministro americano en Portugal, el Honorable Bert Fish, con los miembros de su Legación, quienes nos condujeron al Hotel Palace de Estoril, precioso pueblo costero.
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Al día siguiente, acompañado por Mr. Fish y su Consejero, Mr. Hugh Millard, visité al Dr. Salazar, Primer Ministro de Portugal y "dictador". Su aspecto no es el de un dictador co‐rriente. Más bien parece un modesto, sencillo, tranquilo y muy inteligente caballero y profe‐sor. No ignoraba yo que había sido materialmente extraído de una cátedra de Economía Política de la antigua Universidad de Coimbra, bacía ya doce años, para fortalecer la Hacienda portuguesa y que su éxito casi milagroso en este aspecto le llevó hacia otras em‐presas de importancia capital entre las que se incluyen la cartera de Asuntos Exteriores y la confección de la Constitución. Conversamos más bien como profesores que como diplomá‐ticos; los treinta primeros minutos de nuestra charla estuvieron dedicados a asuntos pro‐fesionales —universidades, libros, ciencia y a la filosofía de Jacques Maritain—. Me inter‐rogó sobre la posición de la Iglesia Católica en los Estados Unidos, pudiendo yo con honda alegría contestarle que nuestros ciento y pico Obispos y la masa de los católicos americanos apoyaban firmemente al Gobierno en la prosecución de la guerra y en la decisión de triunfar sobre la amenaza de un mundo dominado por el paganismo nazi.
Durante la segunda media hora versó la conversación sobre asuntos políticos e interna‐cionales. Solicitó mi opinión sobre las noticias corrientes acerca de la preparación guerrera de los Estados Unidos, así como sobre el momento en que utilizaríamos la totalidad de nuestro Ejército y sobre la duración de la guerra. Al contestarle recalqué el hecho de que habíamos sobrepasado todas las previsiones y que los proyectos del Presidente Roosevelt, que un día parecieron fantásticos, estaban superados en cuanto a la producción de aviones, carros de combate, barcos y municiones de todas clases, asi como en la preparación de mi‐llones de soldados. Dije también que no tenía ni la más re‐mota idea de lo que duraría la guerra; pero que, ya fuese corta o larga, los Estados Unidos, con toda su fuerza y recursos, estaban decididos a proseguirla basta el final y a vencer. Expresó él entonces sus temores por lo que Rusia y los comunistas harían en el caso de una victoria en la que ellos hubiesen colaborado, añadiendo que, aun así, pensaba a la larga todo favorecería a los pueblos de habla inglesa.
"Pero, ¿qué haríamos con la paz? —me preguntó el doctor Salazar—. ¿Intervendrían en ella los Estados Unidos al igual que en la guerra, o retornarían al aislacionismo de 1919, perdiéndose de nuevo aquélla para el Universo?" Le indiqué que, aun con el temor de come‐ter una insolencia, le quería hacer una pregunta. ¿Qué clase de paz es la que él deseaba?. Me indicó que quería una que estu‐viesie llena de garantías para los Estados independientes, tanto pequeños como poderosos, mediante una Asociación de Naciones, y no una que fuese impuesta tan sólo por dos grandes potencias. La Liga de 1920 fracasó, dijo, por ser ante to‐do un sindicato franco‐británico. Los Estados Unidos debían figurar en la nueva Sociedad, junto a los pueblos vencidos, si se deseaba que la Asociación no corriera la misma suerte que la Liga. Admitió que se había sentido algo tranquilizado al ver que Wendell Willkie y otros jefes republicanos, lo mismo que nuestro demócrata Presidente, habían demostrado ser anti‐aislacionistas. Puso de relieve la necesidad de más informes sobre nuestros fines de guerra y de los proyectos para la paz. Serían de gran ayuda, ya que darían seguridades a las pequeñas potencias del estilo de Portugal.
El Dr. Salazar puso también de relieve la necesidad de unas mejores relaciones entre los Estados Unidos y España, especialmente en el dominio' económico. No deberíamos ceñirnos a comprar a España lo que nos fuese necesario, sino abastecerla en lo que ella hubiera me‐nester: aceites, petróleo, cereales y abonos. La Península Ibérica constituía en ciertos aspec‐tos un todo unido, por lo que aquello que sirviese de ayuda a España, también auxiliaría a Portugal. Los lazos comerciales podrían acercar a España, al igual que a Portugal, hacia América.
Durante mi estancia en Lisboa presenté mis respetos al Almirante Leahy, nuestro Em‐bajador en Vichy, que esperaba un barco para efectuar un triste regreso hacia la patria. Es‐taba deshecho por la reciente muerte de su esposa, aunque muy interesado y esperanzado con la situación francesa. Manifestó su opinión de que la colaboración de Vichy con el Eje no era probable que se extendiese a la Flota gala, aunque pudiese afectar a ciertas bases del Africa francesa.
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Encontrando demasiado lento e incómodo el viaje por ferrocarril para Madrid, tomé pasaje en un aeroplano de la Compañía española "Iberia", que salía el día siguiente, sábado 16 de mayo, fecha de mi cumpleaños. Partimos del aeropuerto de Lisboa a las 9,30 de la mañana. Dos horas y media después aterrizábamos en Madrid.
Desde mi primera conversación con Mr. Summer Welles, en marzo y en el curso de los dos meses siguientes, fueron cristalizando mentalmente mis ideas sobre el método y artes que seguiría en España, si alguna vez llegaba a ella. Me daba, desde luego, cuenta exacta de que la política fundamental hacia España no sería, ni debía serlo, determinada por mí. Deb‐ían fijarla en realidad, de acuerdo con las exigencias de la guerra y de la situación mundial general, el Presidente, el Departamento de Estado y la Junta de Jefes de Estado Mayor. Por lo tanto, en cuanto a las directrices políticas básicas, sólo me cabía atenerme a sus órdenes. En el caso de que Washington decidiera abandonar España en manos del Eje o hacerla la guerra, y me fuese ordenada la ruptura de relaciones y el abandono del país, rompería in‐mediatamente y de él saldría, si me era posible.
Cada vez veía con más claridad que la política fundamental del Presidente y de la Junta de Jefes de Estado Mayor, y por lo tanto del Departamento de Estado, consistía en mantener a España apartada de la guerra para que sirviera de barrera a ulteriores avances alemanes en el Mediterráneo y Africa, y en no romper, sino fomentar, unas relaciones amistosas con su Gobierno. No había recibido instrucciones sobre la forma de llevar a cabo esto. Como Embajador debería proyectar y emplear la táctica más adecuada al servicio de la política fundamental —la estrategia— que determinaran mis superiores. Si estos no aprobaban mi actuación, podían darme contraórdenes o hacerme volver.
Haría, por consiguiente, cuanto pudiese por mantener a España apartada del Eje; por darle alientos para ofrecer cuanta resistencia le fuera factible a una invasión o amenaza por su parte; y por obtener facilidades para nuestra guerra económica y militar contra el Eje, y especialmente contra Alemania. El éxito de este programa dependía, lo reconozco, no sólo de nuestra habilidad para hacernos con la "opinión pública" española, sino para lograr la cooperación del Gobierno Español. Podríamos no estar conformes con el régimen del Gene‐ral Franco. Es cierto que cuanto había leído y oído sobre él, no se acomodaba a los ideales americanos. Pero era el Gobierno de España, y precisamente aquél ante el que me había acreditado el Presidente Roosevelt. Era este Gobierno el que debía decidir si España se unir‐ía o no al Eje, si debía resistir o no ante una invasión alemana y si nos otorgaría o no algunas ventajas especiales. Tendría que tratar con el Gobierno Español constituido y no con aquél que muchos de mis compatriotas hubiesen deseado.
Tácticamente, en consecuencia, actuaría pensando en que nuestro adversario no era el Gobierno Español, sino el Eje. Haría la guerra en España contra el Eje, no contra los españo‐les. A este fin me abstendría cuidadosamente de intervenir, o de parecer intervenir, en los asuntos internos de España. No me mostraría partidario de ningún partido o facción —nacionalistas, monárquicos, republicanos, socialistas o comunistas—. Trasladaría la Guerra Civil Española a la Historia y dejaría el futuro de España a la decisión de los españoles.
Sólo de esta forma podía esperar obtener la cooperación que necesitábamos del Go‐bierno español existente. Aunque no pensaba ocultar al General Franco, a Serrano Súñer o a cualquier otra persona, mi fidelidad hacia la democracia y mi repugnancia por el fascismo y totalitarismo, me haría a la idea de que estas doctrinas eran productos de importación y en manera alguna congénitos a ningún español. Tanto con los funcionarios del Gobierno, como con los particulares, trataría de cultivar las más corteses y cordiales relaciones. Me dedicar‐ía especialmente a destacar los lazos culturales e históricos entre España y América, y las ventajas que se derivarían para España y su pueblo de unas buenas relaciones comerciales con los pueblos de habla inglesa. Al solicitar cualquier clase de cooperación del Gobierno Español, me esmeraría en presentar el asunto como de tanto interés para España cuanto
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para los Estados Unidos o para las Naciones aliadas. Sabía muy bien que no existe ningún Gobierno que haga algo que no implique la satisfacción de un interés propio.
Para llevar a buen fin esta estrategia y esta táctica contaba con el apoyo noble y eficaz del personal diplomático de nuestra Embajada de Madrid y de nuestros Consulados de toda España; confianza que, como lo debían de mostrar los hechos, no quedó defraudada. Y con‐taba también con la gran colaboración de las misiones británica y de las otras Naciones Unidas, especialmente aquellas de los países hispano‐americanos.
Dos años más tarde, mi buen amigo Charles A. Beard me escribía: "Pertenezco a la vieja escuela de diplomáticos que no consideran a un Embajador de los Estados Unidos como a un filibustero que tenga por misión reformar el país en el que ha sido acreditado y organi‐zar cuantos disturbios le sea posible. Yo laboro con la convicción de que debe actuarse de‐ntro de los límites de la política del Gobierno dirigida a la consecución de fines principales. Es natural que cuando esa política resulta atacada en nuestra propia nación, también puede el diplomático ser censurado, pero en tales casos las críticas personales se originan, a mi parecer, de un falso concepto de la misión del Embajador".
Esto que Beard me escribía el 24 de Marzo de 1944 expresa exactamente mi convicción sobre las funciones de un Embajador. Y cualquiera que fuese la crítica de entonces o pueda ser la del futuro sobre la política de nuestro Gobierno o la mía particular hacia España y su Gobierno, esta política no constituía una novedad. Hacía años que había quedado definida por James Monroe. En el mismo mensaje que contiene la famosa "Doctrina", dirigido al Con‐greso el 2 de diciembre de 1823, el Presidente Monroe hacía estas observaciones: "Los últi‐mos acontecimientos de España... demuestran que Europa está todavía sin ajustar... Nuestra política con respecto a Europa, que fué adoptada al principio de las guerras que agitan des‐de hace tanto tiempo a esa parte del mundo, continúa todavía siendo la misma, es decir, no intervenir en los asuntos internos de ninguna de las potencias; considerar al Gobierno de jacto como el legítimo para nosotros; cultivar amistosas relaciones con él y conservarlas mediante política franca, firme y varonil, atendiendo siempre las peticiones justas de cada una de las potencias y no tolerando injurias de ninguna."
Se escribió esto en 1823, pero, con todo, era el texto que me marcaba la pauta de actua‐ción, cuando arranqué, con mi familia, de Lisboa el 16 de Mayo de 1942 para dar el último paso hacia una misión problemática y posiblemente de crucial valor.
El piloto del avión español que nos condujo era un hombretón que se asemejaba al tipo ario ideal de los Nazis. Sin embargo, tan pronto como abandonamos las costas portuguesas, recamadas de casitas blancas, y alcanzamos el sobrio campo de Castilla, con sus altas y ásperas cumbres, con sus áridos terrenos y sus pueblos diseminados, supe con agrado, por el mismo piloto, que era oriundo de Andalucía, que jamás había estado en Alemania, que hablaba correctamente el inglés y era partidario de los aliados. Se trataba, en efecto, de un fino y agradable español. Pensé entonces que tal vez mi misión en España podría terminar en triunfo.
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2PRIMEROS CONTACTOS E IMPRESIONES
I Era un día alegre y lleno de sol aquel 16 de mayo de 1942 en la capital de España. Ate‐
rrizó el avión a las doce en punto en el aeropuerto de Barajas, sito a unos kilómetros de Ma‐drid, después de volar sobre la ciudad. Al abandonar el aparato, aturdidos todavía nuestros oídos por el trepidar de los motores y la diferencia de presión atmosférica, fuimos saluda‐dos por el Capitán del aeropuerto y, pasada la barrera, por la totalidad del personal de la Embajada americana y un representante del Ministerio de Asuntos Exteriores de España, Sr. Maycas, con su esposa, que ofreció galantemente a Mrs. Hayes un ramo de rosas.
Entre los miembros de la Embajada, a quienes por vez primera veía en grupo, estaban los funcionarios y agregados sin cuyo auxilio técnico y leal cooperación hubiese fracasado mi misión. Tuve especial fortuna en tener entre ellos a un Consejero o Ministro del calibre y experiencia de Willard Beaulac, oriundo de la isla de Rodas y perteneciente al Servicio Exte‐rior desde la Primera Guerra Mundial, en la que había tomado parte. Pasó primero algunos años en varios destinos consulares y diplomáticos en His‐pano‐América, llegando a Madrid desde la Habana en la primavera de 1941, un año antes que yo. Desempeñó desde la marcha del Embajador Weddell hasta mi nombramiento, el cargo de Encargado de Negocios. Conoc‐ía a los españoles, los quería y hablaba correctamente su lengua. Más tarde fué nombrado Embajador nuestro en el Paraguay; pero, entre tanto, su nombre aparecerá con frecuencia en las páginas de este relato.
Tampoco faltará el de Ralph Ackerman. Fué nuestro Agregado Comercial en España desde que reconocimos al Gobierno del General Franco en la primavera de 1939, después de adquirir gran experiencia en Sur América, tanto en asuntos particulares como en los ofi‐ciales. Creo que jamás conocí a un hombre que combinase con tanta perfección como Ac‐kerman una memoria prodigiosa para el detalle de hechos y cifras con un conocimiento ca‐bal del conjunto de la situación económica. Por la extrema dependencia que tenían los asun‐tos comerciales y financieros con nuestros fines político‐militares en España, fue en reali‐dad providencial que Ackerman dirigiese esta sección, de vital importancia en la Embajada de Madrid.
Figuraban también, como Primeros Secretarios de Embajada, dos diplomáticos recien‐temente incorporados y de una capacidad poco corriente: George Haering, meticuloso in‐vestigador y repórter, a quien luego encargué de las cuestiones relacionadas con la aviación y de la inspección de los servicios auxiliares, y Julián Harrington, nuestro Oficial de enlace en asuntos económicos con la Compañía Comercial de los Estados Unidos y la Embajada Británica. Otro de los Primeros Secretarios era Francés Willis, una de las pocas mujeres del Servicio Diplomático americano, magníficamente educada, fiel y delicioso colaborador, que había sido trasladada, en julio de 1940 de Bélgica a España, al clausurar los alemanes nues‐tra Embajada en Bruselas. Estaba encargada en Madrid del protocolo y de la administración, del cuarto de cifra, del servicio de correos, anotaciones financieras, etc.
También contaba con un notable Segundo Secretario, Earl Crain, a quien todo el mundo conocía por el nombre de "Tom", con largos meses de experiencia en España, y que el año anterior había emprendido, entre un cúmulo de dificultades, pero dando muestra de energ‐ía y de eficacia, la creación de una sección de "prensa y propaganda", que funcionaba dentro de la Embajada. Su castellano era impecable y los españoles le tenían en gran aprecio. Tam‐bién había dos Terceros Secretarios, Findley Burns y Robert Brandin, licenciados en Prince‐ton y recientemente destinados, pero que ya demostraban una gran pericia. Era Agregado Naval por aquel entonces el Comandante Byron Anderson, inteligente y capacitado "lobo de
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mar", y Agregado Militar el Coronel Ralph Dusenbury, consejero sobrio y seguro en los asuntos militares, magníficamente auxiliado por su segundo, el Coronel Dorsey Stephens. Debo mencionar igualmente al Teniente Donald Johnson, competente piloto del pequeño aparato propiedad de la Embajada, en el que realicé no pocos viajes por el país.
Concluida la presentación del personal de la Embajada y de los representantes oficiales del Gobierno Español, se organizó un desfile de automóviles, con banderas americanas, que duró media hora. Mr. Beaulac y el señor Maycas iban conmigo en el primer coche, y luego los otros, con los que viajaba también nuestro equipaje.
La entrada en Madrid, viniendo desde el aeródromo de Barajas, no es muy atractiva. Por una carretera estrecha, que cruza un barrio humilde y pasa cerca de la Plaza de Toros, y admirando la maestría de los conductores españoles para sortear niños y jumentos, así co‐mo impresionado por tantos signos de pobreza y desnutrición, entré en Madrid, llena el alma de las más encontradas emociones.
La ciudad propiamente dicha tiene la dignidad, extensión y aspecto de bienestar, pro‐pios de su condición de capital artificial. Análogamente a nuestro Washington, no es Madrid una ciudad antigua ni se hallan concentradas y simbolizadas en ella todas las fases de la actividad nacional. Fué elegida arbitrariamente por Felipe II como sede de su gobierno, de‐bido a su céntrica situación geográfica, y así ennoblecida tan sólo con doscientos años de prioridad a nuestra capital. A mi paso hacia el centro pude advertir que la Guerra Civil ape‐nas dejó signos externos de destrucción en la parte oriental de la ciudad.
Poco antes de la una penetraba nuestra pequeña comitiva en los recintos de la Embaja‐da. Abrió las verjas un portero magníficamente uniformado con una botonadura de metal en la que estaba estampado el escudo americano. Penetramos en el patio, y en él nos recibió otro grupo, esta vez de criados españoles, la mayoría de los cuales servían en la Embajada hacía ya muchos años. Después de manifestar nuestro agradecimiento y despedir a las dife‐rentes escoltas; mi familia, Michael George y yo entramos, exploramos y tomamos posesión de la Embajada.
Radica ésta en un gran palacio de tres pisos, ideado por un arquitecto francés en un es‐tilo que recuerda Versailles y construido por el Duque de Montellano y su esposa, una here‐dera mejicana, en los primeros años del siglo. Fué alquilado para la Embajada de los Estados Unidos al caer la Monarquía en 1931, y durante los años de la Guerra Civil dió refugio a cen‐tenares de perseguidos y a docenas de obras de arte. Una bomba hundió parte del segundo piso, en que el Embajador Claude Bowers tenía sus habitaciones particulares, mientras al‐gunas se enterraban y hacían explosión en el jardín. Efectuáronse las reparaciones en tiem‐pos del Embajador Weddell, y cuando yo llegué a Madrid ya pertenecía a la leyenda lo ocu‐rrido en la Embajada durante los tres años de guerra.
Ocupa el edificio una manzana completa y está situado en la amplia avenida de la Caste‐llana, conocida oficialmente por el nombre de "avenida del Generalísimo" (aunque vulgar‐mente siga llamándosela con su antigua denominación) en el mejor barrio residencial de Madrid y próxima a la mayor parte de las otras Embajadas y Legaciones. El jardín, que se extiende desde la terraza de la parte posterior de la residencia, es el mejor y más bonito de todo Madrid y, al recorrerlo, no dejó de encantarnos su fuente en un extremo, sus largas rosaledas en flor, y en el fondo la doble hilera de castaños, con no pocos rododendros y pi‐nos.
Externamente, a pesar de la evidente necesidad de pequeñas reparaciones, ofrece la re‐sidencia una impresión de palacio. Interiormente también es muy apta para regios festejos, y su mobiliario, incluido en el arriendo, comprende numerosos objetos antiguos franceses y españoles y una notable colección de magníficos cuadros —ocho Goyas, cuatro Guardis, dos Zuloagas, etc.—. Sin embargo, según fuimos descubriendo paulatinamente, la residencia no era en la actualidad tan suntuosa y apropiada como parecía. El piso bajo podía ser única‐mente empleado para recepciones y fiestas, y aunque su disposición es magnífica para tales fines (gran comedor en un extremo, salón de baile en el otro, pequeños salones intermedios, dando a un hermosa terraza y jardín), el decorado no le hacía a uno sentirse en Embajada
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Americana y la antigua sillería francesa estaba tan vieja y desvencijada, que pendían de un hilo los miembros y la vida de quienes la usasen. El tercer piso, ocupado antaño por la servi‐dumbre, era entonces una leonera, mal ventilada y pobremente amueblada para abrigar las oficinas de la Cancillería, a la que sólo podía ascenderse sirviéndose de las oscuras escaleras de servicio o de un reducido y anticuado ascensor, averiado casi de continuo. Era tal la aglomeración en ella, que las oficinas del Embajador y de su secretario tuvieron que ser trasladadas al segundo piso. La servidumbre había sido acomodada ya en los sótanos, y to‐do cuanto quedaba como vivienda y despacho para la familia del Embajador —sin poder pensar en invitados— se reducía a cinco dormitorios, una diminuta biblioteca y un pasillo lleno de corrientes de aire. En seis habitaciones de esto que parecía un palacio nos acomo‐damos nosotros cinco, sin nada material que nos recordase a América y sin la menor inti‐midad de hogar. En cualquier instante temíamos que algún visitante de la Cancillería equi‐vocase el camino y se colase en nuestros dormitorios.
Me vi obligado a comparar la Embajada americana de Madrid con la española en Was‐hington. Esta última, aunque exteriormente se asemejaba a las otras construcciones ameri‐canas de los alrededores, era tan completamente española en su interior: muebles españo‐les, decoración española, plata española y hasta su patio andaluz, que obligaba a cualquiera de sus visitantes a sentirse en una típica y muy atrayente España. No muy lejos del edificio, se levanta una cómoda y también muy típica Cancillería, ambas propiedad del Gobierno Español y servidas por hispano servicio. Estados Unidos en cambio, país más rico y podero‐so, con arte propio en decoración y platería, del que debíamos sentirnos orgullosos, se con‐tentaba con tener en el centro cultural del mundo de habla española, una Embajada alquila‐da y con distribución, decoración y servidumbre exclusivamente españolas, hechos todos suficientes para confirmar en el visitante la impresión de que no poseen los Estados Unidos una cultura propia, sino que sólo viven de fragmentos prestados por el Continente Europeo. Es menester que tengamos en Madrid una Embajada apropiada, como me esforcé en in‐culcárselo al Departamento de Estado durante mi estancia en España. Mejor y más duradera propaganda sería para nosotros cubrir esa necesidad que gastar millones en folletos y hojas circulares de propaganda efímera.
Después de inspeccionar y medir la Embajada y almorzar rápidamente un par de hue‐vos, dimos el primer paseo por las calles de Madrid, entrando en la Iglesia más próxima —el convento de Franciscanos de San Fermín de los Navarros—, donde dimos gracias por nues‐tro buen viaje y oramos por el éxito de la misión. Al regreso quedé persuadido de que los alemanes eran omnipresentes Detrás de la iglesia existía un gran club germano; al otro lado de la calle, las oficinas de su Gestapo; en una bocacalle próxima, un Colegio alemán impor‐tante; frente por frente de la Embajada, un "Instituto de cultura" con sus svásticas. Pronto descubriría que Madrid estaba dotado de varios "anexos" de la Embajada alemana y, si al‐guna vez faltaban éstos, fácil era encontrar alguna "escuela" o "instituto" italiano fascista.
I I El mediodía del martes, 19 de mayo, acompañado por el Consejero de nuestra Embaja‐
da, Mr. Beaulac, hice mi primera visita al Ministerio de Asuntos Exteriores y llevé a cabo la acostumbrada visita de cortesía, entrevistándome con el Ministro, Sr. Serrano Suñer. El Mi‐nisterio es el antiguo Palacio de Santa Cruz, situado en una populosa y comercial zona de la ciudad. No es de apariencia pretenciosa, pero sí de construcción maciza, pues hubo de ser‐vir en otro tiempo de prisión para los aristócratas rebeldes. Al entrar, y mientras subía al salón y despacho del Ministro, situados en el segundo piso, percibí, entre divertido y moles‐to, una serie de jóvenes con uniforme falangista que hacían guardia, y, mientras asían el fu‐sil con una mano, saludábanme a lo fascista con la otra. Me acordé de que Serrano Suñer no era únicamente Ministro de Asuntos Exteriores, sino también Jefe de la Falange. Me recibió con amabilidad y me prometió ocuparse de que pronto pudiese entregar mis ‐cartas cre‐
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denciales al Caudillo. Conversamos durante media hora, presentándome a continuación a sus colaboradores del Ministerio. Dos días después devolvía la visita a la Embajada, donde sostuvimos otra breve charla.
En virtud de lo establecido en el protocolo, debía yo presentar mis credenciales al Ge‐neral Franco, en el momento por él elegido, uniendo a ellas la carta de cese de mi predece‐sor. Era de rúbrica pronunciar un breve discurso, que sería contestado por otro del General Franco, posiblemente de ritual, en el que aceptaría mis credenciales. Mi discurso debía ser entregado al Ministerio de Asuntos Exteriores con anterioridad a la fecha fijada para la ce‐remonia.
Lo preparé cuidadosamente y, después de incorporar a él algunas sugestiones de Beau‐lac, lo remití al Ministerio. Al serme devuelto, acompañado de la contestación de Franco, quedé asombrado al comprobar que no sólo no merecían objeción mis ataques contra la economía totalitaria, sino que en su discurso el Caudillo los recogía claramente y trataba de ratificarlos. ¿Asistíamos acaso ya al comienzo de una separación de España respecto al Eje?
Finalmente, fué fijada la fecha del martes, 9 de junio, para la presentación de mis cartas credenciales, una ceremonia de no pequeña trascendencia. A las diez en punto de la mañana se reunieron ¡conmigo doce de nuestros funcionarios de la Embajada. A las diez y media llegaron un centenar de moros de la Guardia del Generalísimo, vestidos con magnificencia a la usanza árabe, situándose en el patio de la Embajada y en la calle montados sobre magní‐ficos y espléndidamente enjaezados corceles, con los cascos pintados en oro y plata. Era en verdad un brillante espectáculo. A las once menos cuarto llegó el Jefe español del Protocolo, Introductor de Embajadores, Barón de las Torres, con cinco automóviles. En ellos, y con la escolta mora encabritada a nuestros costados, desfilamos a través de la ciudad para trasla‐darnos al Palacio Nacional —antiguamente Palacio Real—, situado en el extremo occidental de la urbe. Allí, mientras penetrábamos en los amplios patios, presentó armas un destaca‐mento militar y mientras una banda tocaba el himno nacional americano seguido del espa‐ñol.
Ascendimos al Palacio por una soberbia escalera, atravesamos después varias antesa‐las, desembocando por último en el gran Salón del Trono. Allí estaba en pié el General Fran‐co; a su derecha el Gobierno en pleno y a su izquierda diversas personalidades del Estado, Iglesia y Universidad. Me situé frente al Generalísimo en el centro de la habitación, con mi séquito en semicírculo a mis espaldas. Leí mi discurso, desde luego en inglés, y le entregué mis credenciales, diciendo:
"Es para mí un gran honor y privilegio poner en manos de S. E. la carta por la que el Presi
dente de los Estados Unidos de América me acredita cerca de S. E. como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario. Quiero presentar al mismo tiempo a S. E. la carta de cese de mi distinguido predecesor, el Honorable Alexander W. Weddell, quien por razones de grave enfermedad se vio obligado a renunciar al servicio activo. Me consta que dimitió con gran pesar de su puesto de Embajador en España.
Me encargó de especial manera el Presidente de los Estados Unidos que hiciese llegar a S. E. su gran estimación personal y sus deseos más cordiales de bienestar para S. E. y para el pueblo español. Su mayor deseo se cifra en que los lazos de hermandad entre España y los Estados Unidos se fortalezcan más y más, en interés, no sólo de estas dos naciones, sino de nuestra común civilización.
Soy, Señor, historiador de profesión y estoy familiarizado con la hermosa historia de España. Como tal sé la gran deuda cultural que mi país, junto con las demás naciones del Nuevo Mundo, tienen con vuestra Patria. Fué España la que durante generaciones sucesivas implantó por toda América algunas instituciones fundamentales, un sentido espiritual de la vida y el sentimiento de la dignidad personal que constituye una ilustre herencia de España. Ella también—nosotros los americanos lo recordaremos siempre agradecidos— prestó valiosa ayuda a los Estados Unidos en el establecimiento de su libertad e independencia como nación.
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Es agradable poder decir que en la actualidad todas las Universidades y Escuelas de los Estados Unidos tienen profesorado y textos españoles, así como cátedras de literatura, y que el español es, desde hace años, el idioma que más se ha enseñado en nuestras escuelas secundarias.
Mi país, Excelencia, es una nación idealista. Protege los valores intelectuales y espirituales. Al mismo tiempo sabe en qué aprecio los ha tenido España en el transcurso de su grande y gloriosa Historia.
Los Estados Unidos buscan la hermandad entre todos los pueblos. Están dedicados a demostrar que la seguridad y bienestar de cada nación dependen directamente de la seguridad y bienestar de la colectividad de los pueblos. El respeto a la soberanía de los restantes países, puedo asegurarle que constituye el fundamento de nuestra política exterior. No tratamos de imponer nuestro sistema de gobierno a los demás pueblos, al igual que estaremos siempre dispuestos a resistir cualquier intento de implantación, por parte de otra nación, de su sistema en nuestro pueblo.
Mi país es partidario también del principio de que el comercio internacional carezca en absoluto de las restricciones que han impedido a los diversos pueblos la libre adquisición de las materias primas, que en justicia debían ser facilitadas a todos los países en una base de igualdad. Ningún país se basta a sí mismo ni puede llegar a una autarquía sin hacer peligrar el nivel de vida de su pueblo. Por esto, con las naturales limitaciones impuestas por las circunstancias que atravesamos, mi nación está dispuesta a comprometerse mediante honrosos contratos con todas las naciones que estén en situación de comerciar con ella, cambiando aquellos artículos que tiene para la libre exportación por productos que los países amigos puedan enviarnos, sin imponer privaciones a sus propios habitantes.
Deseando sinceramente poder interpretar cerca del Gobierno de S. E. los deseos e ideales de mi Gobierno, y comunicar y servir de cauce de los pensamientos y aspiraciones del Gobierno de España ante el mío, me atrevo a formular el anhelo y esperanza de que recibiré la destacada ayuda de S. E. y de aquellas personas que ha elegido como colaboradoras en su magna tarea."
El discurso en lengua hispana con que contestó a mis palabras el General Franco, se
atenía al texto que se me había entregado previamente. Fué el siguiente:
"Recibo con profunda satisfacción de manos de S. E. las cartas credenciales por las que Su Excelencia el Presidente de los Estados Unidos de América os acredita ante mí como su Embajador Extraordinario y Plenipotenciario, y contesto con agradecimiento a las amables palabras por las que S. E. hace llegar hasta mí la estima y saludos personales de la Primera Magistratura del Pueblo americano. A esto respondo cordialmente, ofreciéndole mis recíprocos buenos deseos para él personalmente y para la nación que preside.
Estoy especialmente agradecido al Presidente de los Estados Unidos por la delicada atención que ha demostrado al elegir un tan ilustre personaje como es S. E. para representarle en España.
Conocemos muy bien, y yo y mi Gobierno apreciamos, las cualidades y trabajos de Su Excelencia como historiador, y la amistosa simpatía con la que, en el transcurso de nuestra vida cultural y profesional habéis sabido estimar y justipreciar el verdadero significado, de las hazañas españolas en América a través de los siglos, y el elevado desinterés y el noble celo con los que nuestros predecesores llevaron el signo de la Cruz y la luz de la civilización a los pueblos atrasados que, gracias a la benévola previsión de la Reina Católica, fueron incorporados al Mundo moderno mediante la acción valiente y la inteligencia de tantos famosos descubridores que fueron encargados por España del ímprobo trabajo de realizar la transfusión de nuestro espíritu y de nuestra sangre en el inmenso mundo americano. Estoy plenamente convencido de la hermosa promesa y feliz augurio que su designación supone, ya que nadie está en mejor posición para establecer unas buenas relaciones y hacer las condiciones actuales menos delicadas que aquel que mediante su dominio de nuestra historia y su actitud espiritual hacia ella, nos conozca y pueda apreciar en su justo valor las virtudes fundamentales de nuestra raza.
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Este convencimiento y la confianza que de él procede, me hacen ver el comienzo de la misión de S. E. en España —que deseo sea larga y fructífera— con gran optimismo, y me permite esperar que, sujetos a un respeto mutuo hacia nuestros dos diversos regímenes, a que S. E. tan comprensivamente alude, la colaboración de S. E. con mi Gobierno sea ventajosa para ambas partes y conducente al servicio de los más altos intereses de la Humanidad.
Creo también en las ventajas del intercambio económico a que S. E. se ha referido en las palabras que acaba de pronunciar, gracias al cual las amistosas relaciones espirituales tendrán el sólido apoyo de una correspondencia de intereses entre los dos países, basada en el principio de que ningún pueblo de la tierra puede vivir con normalidad ateniéndose a su economía propia, ya que los unos necesitan de los otros para alcanzar los fines humanos.
Dando a S. E. la más sincera bienvenida y agradeciéndole las corteses palabras de salutación, tomo nota de su ofrecimiento de entrelazar nuestras aspiraciones y puntos de pista, y aseguro a S. E.t con mi ayuda personal, la cooperación amistosa y sincera de mi Gobierno en la tarea común."
Al finalizar estos discursos, el Generalísimo estrechó mi mano. Le hice yo la presenta‐
ción de mi séquito y él me presentó a los miembros de su gabinete. Luego me invitó a pasar, con Serrano Suñer y el Barón de las Torres, a un salón contiguo, donde es costumbre estar unos minutos en cortés y teóricamente "íntima" conversación con los Embajadores que acaban de ser recibidos. Esta vez, sin embargo, los "pocos minutos" se alargaron hasta cin‐cuenta, con el resultado —que conocí más tarde por mis colaboradores que esperaban en el Salón del Trono—de que todos los allí congregados fueron siendo presa de creciente asombro e intranquilidad y de que incluso se cruzaron apuestas entre nuestro Ministro Consejero y nuestro Agregado comercial sobre a quién de nosotros dos —al Caudillo o a mi‐‐ se le estaba despachando.
Lo que en realidad sucedió durante aquellos cincuenta minutos fué una animada con‐versación entre el General Franco y yo, actuando como intérprete el Barón de las Torres, mientras el Sr. Serrano Suñer permanecía mudo. Pronto me di cuenta de que ningún pare‐cido guardaba el General con las caricaturas que de él corrían en la prensa "izquierdista" de los Estados Unidos. Físicamente no era tan gordo ni tan bajo como querían presentarlo y tampoco hacía nada por "pavonearse". Desde el punto de vista espiritual me pareció no te‐ner nada de torpe ni ser un "poseído" de su persona, antes se me reveló como dotado de una inteligencia clara y despierta, y de un notable poder de decisión y cautela, así como de un vivo y espontáneo sentido del humor. Rió fácil y naturalmente, como yo no puedo imagi‐narme que lo hiciesen Hítler o Mussolini más que en la intimidad.
En el transcurso de la conversación me pareció que el Caudillo era antes que nada un militar profesional y que al igual que muchos de su clase en cualquier lugar, tenía un cono‐cimiento limitado de las complejidades y posibilidades del mundo fuera de las de su propio país, y mostraba una respetuosa admiración —o temor— a una superior máquina militar extranjera que fuese victoriosa, tal como la alemana. Parecía creer que Alemania había ga‐nado ya prácticamente la guerra. Hice todo lo posible por informarle de nuestros recursos humanos y materiales, de nuestra firme voluntad de vencer, del volumen y rapidez de nues‐tros preparativos para pasar al ataque en Europa y en el lejano Oriente. Me imagino que llegó a pensar que le narraba historias fantásticas. Insistió sobre la inexpugnabilidad de la "fortaleza de Europa" que los ejércitos alemanes habían construido y contra la que la totali‐dad de los esfuerzos británicos y rusos, y "también los franceses" habían fracasado. La de‐rrota de Francia era completa. Rusia iba siendo conquistada. El Imperio británico se hallaba en el ocaso. Si bien nos era posible instruir y equipar grandes ejércitos, jamás podríamos repetir nuestra hazaña de 1917‐1918 consiguiendo .que cruzasen el Atlántico, debido al considerable número y eficacia de los submarinos alemanes, y no tendríamos la posibilidad de desembarcar en Francia como lo hicimos en la primera guerra mundial. Lo mejor sería que concentráramos nuestra potencia en el Pacífico y llegáramos a un arreglo en Europa con el Eje.
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Pregunté al Caudillo si podía contemplar con serenidad la preponderancia que había adquirido la Alemania nazi sobre el Continente con su fanático racismo y su paganismo an‐ticristiano. Admitió que era una perspectiva que no tenía nada de agradable para España ni para él, pero que confiaba en que no se materializaría. Juzgaba que Alemania haría conce‐siones, en el caso de hacerlas también los aliados, restableciéndose así una especie de equi‐librio en Europa. Insistió en que el peligro para España y para Europa no era tan grande por parte de Alemania como por la de la Rusia Comunista. España no deseaba una victoria del Eje, aunque ansiaba una derrota de Rusia. La "no beligerancia" de España —explicó— sig‐nificaba que no era neutral en la lucha contra el comunismo, específicamente en la guerra entre Alemania y Rusia, mientras que no tomaba parte en el conflicto entre el Eje por un lado y las potencias occidentales del otro. España, concluyó, no sentía la menor enemistad hacia los Estados Unidos.
Tengo la seguridad de que aclaré perfectamente al General Franco la imposibilidad de que yo me hallase de acuerdo con su criterio sobre los males que afligían al mundo o sobre los remedios que él proponía. Le recordé la tiranía y arrolladora ambición de la Alemania nazi, con su larga serie de pactos rotos y agresiones violentas. Señalé que no fue Rusia la que había atacado a Alemania, sino ésta a la primera, y subrayé la inanidad de intentar tran‐sigencias con Alemania o prestarle ayuda contra una de sus víctimas de agresión mientras se tenía simpatía hacia otras. Es posible que todo esto no convenciera al Caudillo, pero lo cierto es que se mostró interesado en extremo, y hasta me pareció que se había emocionado algún tanto. Dió realmente pruebas de gran cortesía, tanto de palabra como por su actitud. Su silencioso Ministro de Asuntos Exteriores, Sr. Serrano Suñer, en cambio, me pareció du‐doso, irónico, más bien sentí que estaba cordialmente inclinado al Eje.
Una vez concluida la entrevista, me reuní con mi séquito y abandoné el Palacio. De nue‐vo fuimos escoltados por la Guardia Mora en el regreso a la Embajada, donde en pleno sol y vestidos aún de ceremonia, nos refrescamos con unas bebidas y brindamos por la victoria de las Naciones Unidas.
Dos fueron los aspectos más notables de aquella jornada. Uno de ellos la amistosa acti‐tud de las masas que se apiñaban en las calles por donde transitamos tanto a la ida como al regreso de Palacio. Pudimos observar muchos aplausos y de que eran harto frecuentes los signos V. El otro, la propaganda favorable que el Gobierno había autorizado y dirigido. Tan‐to la Prensa como la Radio españolas, que hasta entonces habían sido ostensiblemente pro‐Eje y que casi habían ignorado por completo las noticias aliadas, publicaron fotografías y detallados informes de la ceremonia, reproduciendo los textos íntegros de los discursos y comentando ampliamente y alabando la crítica que de las economías totalitarias el Caudillo había hecho en el suyo.
I I I Durante aquel verano de 1942, vi muy poco al Ministro de Asuntos Exteriores. No se
distinguía Serrano Su‐ñer por llevar a cabo un trabajo largo y constante en el Ministerio. Estaba ausente la mayor parte del tiempo, cuidando de su querida organización de Falange en el campo, o de vacaciones con su familia. Pude agenciar breves conversaciones con él en el Ministerio los días 6 de julio y 29 de agosto, y en la fiesta del Caudillo, en La Granja. Le es‐cribí asimismo varias veces.
Fué siempre cortés conmigo, aunque su hábito de estar hundido en su sillón y con la mirada vagando por el techo de la habitación me resultasen tan desconcertantes como los jóvenes de Falange, con sus saludos fascistas, que se alineaban en la escalera que conducía hasta su despacho. Poco a poco fué haciéndose eco de mis enérgicas protestas contra el to‐no grandemente favorable al Eje de la Prensa Española y dió órdenes a la censura de la Fa‐lange de permitir primero y luego imponer la publicación de nuestros comunicados de gue‐rra oficiales. También pude convenir con él que los manuscritos de la autobiografía de San‐tayana, Personas y Lugares, fuesen traídos en la valija diplomática desde Roma a Madrid, de
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donde fueron remitidos a los editores de Santayana en América. La única petición que a mí me hizo Serrano Suñer se relacionaba con el envío de treinta Packard, que habían sido en‐cargados y pagados por el Gobierno Español. Consiguió los coches y yo me alegré al ver que ese verano el Caudillo y sus Ministros iban en automóviles americanos en lugar de hacerlo en alemanes. No era esto ciertamente una mala señal.
Durante ese tiempo la Embajada concentraba su atención en tres asuntos: la guerra económica contra el Eje, dar impulso al esfuerzo de prensa y propaganda y aumentar la ac‐tividad social, con vistas a mejorar nuestras relaciones e influencia. Tratábamos por todos los medios de estar al corriente de la situación interior y de los diferentes matices de la opi‐nión del país con el fin de prever lo que harían los españoles en el caso de que una invasión alemana tuviese lugar.
Nuestros contactos procuraban extenderse a todas las clases sociales. Para iniciarlos comenzamos por los diplomáticos aliados y neutrales acreditados en Madrid. Apenas llegué a España, antes incluso de presentar las cartas credenciales, nos obsequiaron con cenas los Embajadores británico y portugués y el Ministro de Turquía. Y, una vez presentadas, tuvie‐ron lugar las visitas, series de almuerzos, tes y cenas con los representantes oficiales de otros países: Suiza, Egipto, Irlanda, Suecia, Repúblicas iberoamericanas y con los de aque‐llos que estaban ya ocupados por Alemania: Polonia, Checoeslovaquia, Yugoeslavia, Grecia, Noruega, Holanda y Bélgica. Los representantes de este último grupo habían sido privados de reconocimiento oficial por Serrano Suñer, pero les era permitido permanecer en sus puestos en España y comunicarse por clave con sus Gobiernos respectivos. Procuramos tra‐tarlo» siempre en condiciones de igualdad y como aliados.
Nuestras relaciones con los Ministros noruego y finlandés eran corteses, pero más dis‐tantes en aquellos momentos. Supe con alegría que el primero era un decidido antialemán, aunque cauto y circunspecto, como era lógico. Con el Embajador de Vicby, François Pietri, sostuve las conversaciones de rigor; su esposa, Mme. Pietri, educada en Inglaterra, y que profesaba gran estima por los Estados Unidos, habló largamente con mi mujer en un al‐muerzo ofrecido en la Embajada francesa. El propio Pietri ofrecía un aspecto algo triste. Pequeño de talla, asistía a todos los actos públicos en uniforme oficial, con sus entorchados dorados y un espadín que arrastraba por tierra y que le estorbaba para andar. Sus familia‐ridades con los Embajadores alemán e italiano y su apologética actitud hacia el británico y hacia mí resultaban algo sensiblemente pueril. Indudablemente era un hombre de gran leal‐tad al Mariscal Pétain, aficionado a los conciertos y asiduo asistente a las procesiones reli‐giosas. Pero los españoles, que tienen un agudo sentir del humor, se reían de Pietri. Algunas veces no pude por menos de compadecerme de él.
Algunos de los personajes del cuerpo diplomático amigo merecen especial mención. La Embajada británica, que en 1942 era considerablemente mayor que la nuestra, albergaba a varios funcionarios de gran mérito, con los que estábamos siempre en estrecho contacto: el Ministro Consejero, Arthur Yencken, australiano, casado con una mujer encantadora; el Agregado Comercial, Ellis‐Rees; el Agregado de Prensa, Tom Burns, medio británico, medio chileno; el Agregado Militar, General de Brigada Windham Torr, gran admirador de Améri‐ca; el Agregado de Relaciones Culturales, Dr. Walter Starkie, de origen irlandés y que dirige un hermoso e importante Instituto Británico en Madrid. Encabezaba aquel conjunto el Em‐bajador Sir Samuel Hoare. Era éste, según todo el mundo sabe, un experimentado político del grupo Tory, que perteneció a la Cámara de los Comunes durante muchos años y que desempeñó numerosos cargos públicos, entre ellos, el de Ministro de Asuntos Exteriores, adquiriendo no mermada celebridad con el pacto "Hoare‐Laval". Fué enviado a España en los días críticos de 1940, cuando Francia se hundía ante el empuje alemán y los británicos, abandonados por todos, efectuaban su agónica retirada de Dunkerque y esperaban que Es‐paña siguiese el mismo camino que Italia, lanzándose sobre ellos. Sir Samuel me dijo un día que al llegar a Lisboa, en su viaje hacia Madrid, le envió su Gobierno instrucciones para que regresase a Inglaterra convencido de que su misión carecería de éxito, pero que, por no re‐cibirlas, llegó a incorporarse a la Embajada en la capital de España.
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Sir Samuel Hoare llevó realmente a cabo en España señalados servicios a la causa de las Naciones Unidas durante los críticos meses y años que siguieron a la derrota francesa, aun‐que dudo, basándome en lo que más tarde pude averiguar, de que existiese alguna vez justi‐ficación real para suponer, lo mismo por parte del Gobierno británico que del propio Sir Samuel, que España se iba a unir voluntariamente al Eje. Fuese o no cierto, desde el prin‐cipio hasta el fin adoptó con dignidad y diplomacia la actitud de distinguido representante de una Gran Potencia, que un día e inevitablemente alcanzaría la victoria sobre el Eje. Apa‐rentó la mayor indiferencia cuando unos jóvenes falangistas realizaron una demostración ante la Embajada al grito de "queremos Gibraltar", rompiendo los cristales del edificio. Mer‐ced a su ganada fama de buen nadador, jugador de tennis y cazador, así como de su decidido apoyo a la causa monárquica española, entabló numerosas relaciones con la alta sociedad y aumentó considerablemente el número de anglófilos, complaciéndose en molestar incesan‐temente a Serrano Suñer, en juego del ratón y el gato.
Como es natural estuve muy relacionado con Sir Samuel, al que veía en su despacho, en el mío, o en reuniones de sociedad; puede decirse que estando ambos en Madrid nos entre‐vistábamos dos o tres veces por semana. Siempre se mostraba ameno e interesante. Sus consejos sobre múltiples problemas me fueron de suma utilidad y de corazón coincidí con él; pero en otras materias, como se verá en el transcurso del libro, me era imposible estar de acuerdo con él, cosa que no dejaba de irritarle. Creo no cometer ninguna injusticia si aventuro mi opinión de que, a pesar de ensalzar la participación de América en la guerra como aliada de la Gran Bretaña, no era muy amante nuestro ni hacía nada en serio por comprendernos. Me parece que jamás estuvo en los Estados Unidos y que, además, como un impenitente Tory, seguía considerando a los americanos como rebeldes a Jorge III. Además estimaba, acaso justificadamente, ser él personalmente quien había aguantado y llevado la carga de la "Campaña Peninsular" durante año y medio, mientras los Estados Unidos se mantenían alejados de la lucha y que la dirección que había asumido entonces y realizado con gran maestría debía ser irremisiblemente acatada y obedecida por el colega de un pue‐blo que acababa de entrar en guerra contra los alemanes. Pocas veces mencionaba a las Na‐ciones Unidas, refiriéndose a ellas habitualmente como "Gran Bretaña y sus aliados". Y ac‐tuaba de acuerdo con esa idea.
Desde nuestro primer contacto trató Sir Samuel de convencerme de que una restaura‐ción monárquica en España sería altamente provechosa para los aliados, tanto durante la guerra como después de ella, y que por eso debía unirme a él en la labor de dar aliento a los monárquicos. Claramente le manifesté que no entraba en mi ánimo intervenir en los asun‐tos internos de España. Estaba seguro de que mi Gobierno no quería tener intervención en un cambio del Gobierno actual, si no que estaba dispuesto a reconocer a cualquier otro, fue‐se monárquico o republicano, que eligieran los propios españoles y que estuviera en dis‐posición de mantener el orden interior y cumplir sus compromisos internacionales. Fué éste un principio que jamás me harté de repetir y de acatar durante mi estancia en España.
El Embajador de Portugal, Dr. D. Teotonio Pereira, que, con el Nuncio de Su Santidad, era el decano del Cuerpo diplomático, fué para mí un buen amigo y un valioso colaborador. Joven en años y de espíritu, salió, al igual que el Dr. Salazar, de una cátedra (la de Matemáti‐cas) de la Universidad de Coimbra para dedicarse a la vida política. Tras de unos años de servicio en puestos oficiales dentro de su patria, fué acreditado ante el General Franco al principio de la guerra civil española. Su prolongada estancia en España, unida a su íntima amistad personal con el doctor Salazar, le permitían ejercer singular influencia en ambos países. Manifestábase su gran patriotismo en todo momento, así como su fidelidad a la histórica alianza anglo‐portuguesa. Reconocía, al igual que todos nosotros, el peligro que suponía, tanto para los aliados como para Portugal, una intervención del Eje en España o cualquier colaboración no neutral de esta última con el primero. A pesar de que recelaba de Serrano Suñer y que sinceramente discrepaba de la Falange, su larga y estrecha amistad con otros consejeros de influencia cerca del General Franco y con un numeroso sector del pue‐blo español, nos ayudó notablemente, tanto para su bien como para el nuestro. Con su cons‐
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tante lucha para llevar a España, junto con Portugal, a constituir un bloque peninsular re‐almente neutral, contribuyó en forma indecible a contrarrestar la propaganda y alegatos del adversario en un momento en que los británicos y nosotros gozábamos de una influencia harto inferior.
Ya el 23 de mayo —unos días después de mi llegada a Madrid— el Embajador portu‐gués me hizo una larga visita, en el curso de la cual me dijo que el Dr. Salazar deseaba que ampliase la conversación que él había mantenido conmigo a mi paso por Lisboa, con algu‐nas importantes observaciones sobre temores y puntos de vista políticos de Portug'al. Tem‐ían en primer lugar la gran amenaza del comunismo en la Península en el caso de una victo‐ria rusa, y estimaban ser el mejor medio de evitarla el éxito de una ofensiva militar angloa‐mericana en el Continente, que obligaría, al producirse la derrota alemana, a que Alemania se rindiese a ellos antes que a los rusos, para evitar así que estos últimos constituyesen la potencia dominante de Europa central y occidental. Contesté que me hacía cargo de los te‐mores de España y Portugal, pero que, a mi modo de ver, una amenaza comunista podría difícilmente triunfar, excepto en aquellos pueblos totalmente exhaustos y hambrientos por causa de la guerra, y que, en el crítico período que seguiría al fin de las hostilidades, una América vencedora estaría en mejores condiciones que una Alemania triunfante, para re‐dimir a la Europa occidental del hambre y para restablecer en ella la moral popular.
Me indicó además el Embajador que, según los rumores que corrían por la Península, seguramente inspirados por la propaganda alemana, los aliados habían planeado una inmi‐nente ofensiva contra Marruecos para ayudar a los rusos y con el fin de apoderarse del Afri‐ca francesa del Norte. El Dr. Salazar confiaba ardientemente en que tales rumores carecie‐sen de fundamento, pues temía que una invasión aliada de la zona francesa de Africa fuese inmediatamente seguida de una ocupación alemana de España y de Portugal, cuando segu‐ramente sería ventajoso para nosotros conservar a la Península apartada de la guerra. Dije que, en tanto cuanto yo sabía, los rumores no tenían visos de realidad (lo que era comple‐tamente cierto), pero que podía imaginarse que los aliados concibieran alguna contramedi‐da en caso de que el Gobierno de Vichy permitiese al Eje utilizar la flota francesa o cualquier base de Africa del Norte, y que esperaba que las potencias peninsulares lo comunicasen, en interés propio, a Vichy y Berlín.
Por último, deseaba con ahínco el Embajador que fuese debidamente comprendido el "tratado no publicado" entre Portugal y España de febrero de 1942. Se intentaba consolidar con él la solidaridad peninsular dentro de las bases de una pura no‐beligerancia. Opinaba que el Serrano Suñer de 1942 era menos chauvinista y estaba dotado de un mayor sentido de la responsabilidad que el Serrano de 1941. Agradecí profundamente al Embajador cuan‐to me dijo, y envié más tarde nota de ello a Washington.
A más de los embajadores británico y portugués, vi con frecuencia desde el principio al Nuncio, Msr. Cicognani, persona inteligente y agradable, que llevaba mucho tiempo en Es‐paña. Como representante del Vaticano y alta jerarquía de una Iglesia supra‐nacional, se mantenía alejado de toda actitud partidista respecto a la guerra y la política interior. Más tarde me dió a entender claramente su profunda aversión hacia el nacismo y fascismo y a la Falange española. En ulteriores negociaciones con el Gobierno español sobre refugiados y otros problemas de índole diversa nos prestó una grandísima asistencia.
Con los diplomáticos ibero‐americanos de Madrid siempre fueron cordiales y estrechas nuestras relaciones. El Embajador Weddell había organizado, con anterioridad a mi llegada, una serie de comidas pan‐americanas que tenían lugar con regularidad cada dos o tres se‐manas, y que eran presididas, en riguroso turno alfabético, por los varios jefes de misión. A mi llegada correspondía el turno de anfitrión al representante de los Estados Unidos, y llevé a cabo este agradable deber con la experta ayuda de los señores de Beaulac y Ackermant en nuestra Embajada, el día 17 de junio. Fué el primero de la serie de actos de esta clase en que participé, poniendo en ello un gran interés y resultándome, en su misma sencillez, particu‐larmente agradables al tiempo, según creo, que útiles para todos.
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Debido a la particular sensibilidad de España en cuanto a las naciones hermanas del Nuevo Mundo, contábamos frecuentemente con la eficacia de nuestros colegas de la Améri‐ca latina para reforzar nuestras propias intervenciones. El Embajador brasileño, aunque de carácter facilista, era un crítico perspicaz y humorista del ambien‐te español y un alentador optimista en cuanto a la victoria aliada. El Embajador chileno, en cambio, se mostró al prin‐cipio pesimista, si bien más tarde levantó su ánimo y se convirtió en un entusiasta aliado. Cuando llegué era Embajador argentino el Dr. Escobar, que, sin la menor traza de humor, sostenía la idea de que Argentina, a la cabeza de la confederación de países neutrales, podr‐ía actuar entre el Eje y los aliados y traer la paz al mundo. El doctor Escobar fué sustituido en Madrid por Palacios Costa, quien durante toda su estancia fué un apasionado campeón de la causa aliada y un indiscreto y declarado crítico de la Falange. Se complacía en afirmar que era "un demócrata en la Argentina y un monárquico en España". Entre los restantes diplomáticos ibero‐americanos, la colaboración de los Ministros de Colombia y Salvador, así como del Encargado cubano, me fué notablemente regular y provechosa.
Como es natural, no tuve contactos con los diplomáticos del Eje. Los vi por primera vez en un acto oficial, el 17 de julio, en el antiguo Senado, donde el Caudillo pronunció un dis‐curso. A él fué invitado todo el Cuerpo diplomático. Los alemanes ocuparon un palco del entresuelo, los aliados uno superior, y, .entre ambos, se colocaron los representantes neu‐trales. Fácilmente podía asomarme desde mi palco y vigilar al enemigo de abajo. El Embaja‐dor alemán, von Stohrer, arropado en un inmenso capote militar, medía muy cerca de los dos metros. Debo notar, a título de curiosidad, que tenía fama de tímido e iba generalmente acompañado por seis u ocho robustos jóvenes de la Gestapo, tan altos como él. El italiano era un individuo débil y achacoso, que poco tiempo después marchó a morir en Italia. El Ministro japonés, Suma, era el más repulsivo y, a la vez, el más gracioso del conjunto. Era gordo y mantecoso, incesantemente sonriente y burlesco, y su pretensión de buen conoce‐dor del arte español divertía a los españoles y les permitía venderle las mediocres pinturas a precios fabulosos. En el palco del Eje estaban también los Ministros, de aspecto tísico, de los gobiernos postizos que el Japón había establecido en Manchuria y Nanking, un ado‐lescente Ministro croata y los evidentemente incómodos Ministros de Rumania y Hungría. Pietri, con sus entorchados dorados y su espadín, ocupaba un puesto cerca de los del Eje.
Ciertas ceremonias del Estado implicaban la invitación de todos nosotros. Por ejemplo, el 17‐18 de julio, aniversario del Alzamiento Nacional de 1936, era conmemorado el primer día con un Te Deum en la magnífica iglesia de San Francisco el Grande, con una sesión del Consejo de la Falange en el edificio del Senado y una recepción en el Palacio de Oriente, y el segundo, mediante una cena en el jardín, entre los fríos estanques y fuentes de la casa de campo de Felipe V, situada en la Granja, a unas treinta millas de Madrid. ¡Qué dolor el de Sir Samuel Hoare en esta ocasión, al ver que el General Franco usaba las cosas regias!
Otro Te Deum y otra recepción en el Palacio Real el día primero de octubre: era el ani‐versario del nombramiento del General Franco, por sus compañeros de Armas', como 'Cau‐dillo y Generalísimo". El 6 de enero, fiesta de la Epifanía, una cena de gala y concierto en Palacio para el Gobierno y el pleno del Cuerpo diplomático con sus esposas; ésta obligaba a poner tanto cuidado en el protocolo para colocar a los comensales y mantener apartados a los aliados y al Eje, que dos años más tarde fué suprimida. El primero de abril tenía lugar un gran desfile militar en la Castellana, con tribunas para el Caudillo y autoridades, entre las que se nos incluía: era el aniversario de la liberación nacional de Madrid.
Exceptuando estas ocasiones oficiales, vi muy poco al General Franco. Vivía en un pala‐cio relativamente modesto, situado en El Pardo, antigua finca de caza .de los Reyes, a unas quince millas al noroeste de Madrid, y de donde venía a la ciudad únicamente para las ce‐remonias. Sostenía 6us conferencias, Consejos de Ministros y negocios de Estado en El Par‐do. Oí que tal o cual Embajador solía jugar allí al golf o al tennis, o que acompañaba al Caudi‐llo en alguna cacería. No estoy seguro de la veracidad de esto. No obstante, tengo la certeza de que durante mis tres años de estancia en España las visitas que le hice en El Pardo fue‐ron seis, cinco de las cuales estuvieron totalmente dedicadas a asuntos de Gobierno. La ma‐
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yor parte de nuestras negociaciones, al igual que las de otras Embajadas y Legaciones, se tramitaban con el Ministro de Asuntos Exteriores en el Ministerio de Madrid.
IV Los contactos sociales de la familia Hayes y del personal de la Embajada no estaban en
modo alguno limitados a los colegas diplomáticos y funcionarios oficiales españoles. Estos eran, desde luego, necesarios y frecuentemente de gran utilidad. Pero desde el principio reconocimos que debíamos extender ampliamente nuestras relaciones y tenerlas con toda clase de españoles si queríamos crear una exacta opinión sobre América en todo el país y contrarrestar con éxito la propaganda e influencia del Eje.
Realizamos lo posible por hacer de nuestra Embajada en Madrid una representación del hogar americano. El té fué servido a la americana y no a la usanza española, y se le advirtió al cocinero español que preparase platos típicos americanos. No pudimos, sin embargo, cambiar el horario tradicional español, pues hubiera provocado el desorden y la revolución; tuvimos que aguantarlo, y por ello, al principio, temimos morir repetidas veces. La comida, a las dos; el té, a las seis; la cena, de nueve y media a diez; el teatro, cine o la ópera, desde las once hasta las dos de la madrugada, e incluso las fiestas flamencas se extendían hasta las seis de la mañana. No obstante, todas las oficinas y tiendas de Madrid se cerraban desde la una y media hasta las cuatro y media de la tarde, hora en que los españoles tienen su al‐muerzo y su siesta. Paulatinamente, en este aspecto, el hogar americano de nuestra Emba‐jada fué capitulando ante el cerco y se convirtió en español.
Nuestras relaciones eran numerosas y diversas, basadas en la educación, fondo y amis‐tades de los distintos miembros de la familia Hayes, de los funcionarios de la Embajada y de la colonia americana en Madrid. Por ejemplo: pronto se supo que la señora de Hayes per‐manecía en casa varios días a la semana, a partir de las seis, y que recibía gustosa a los ami‐gos y conocidos, a los que invitaba a una taza de té. Estas meriendas de la Embajada eran siempre agradables, a veces interesantes y otras divertidas y algún tanto embarazosas. Al principio, algunos españoles se mostraron sorprendidos y aun resentidos por la presencia de otros compatriotas de ideas políticas totalmente opuestas; pero pronto comprendieron que todos eran bien recibidos, y a nadie se le hacían allí preguntas. El escueto consejo de Roosevelt, "si deseas un amigo selo tú primero", se seguía al pie de la letra, y la velada de seis a ocho estaba dedicada a conocer a los españoles y a facilitarles la labor de penetrar lo que son los americanos y sus costumbres.
Nunca nos manifestamos en pro o en contra de un partido o tendencia política. Recib‐íamos a monárquicos, tradicionalistas, republicanos, socialistas, falangistas. Escuchábamos y atendíamos a todo el mundo. Nuestro fin era no sólo confirmar la fe de aquellos que ya creían en la causa aliada, sino tratar de convertir a los otros. Creo que en esto conseguimos notables progresos.
No todos nuestros contactos en Madrid se veían limitados a la Embajada. Nos movimos mucho por las calles de la ciudad, recorriendo tiendas y librerías, visitando el Prado y otros Museos de arte, y siendo recibidos en muchos hogares españoles. Fuimos también repetidas veces a los toros y en todas partes notamos que nuestro Buick roadster, de color rojo bri‐llante, que yo llevé a España y era el único coche de que disponíamos hasta que un año más tarde el Gobierno proporcionó a la Embajada un coche oficial, llamaba la atención de las gentes.
Deseando conocer por mí mismo todo cuanto fuese posible acerca de España, y estable‐cer contactos personales fuera de Madrid, comencé en seguida una serie de viajes que me familiarizaron muy pronto con el país. Poco tiempo después de mi llegada visité El Escorial, con su sombrío Palacio de Felipe II, y Toledo, con su rica catedral y las ruinas del Alcázar. En el mes de julio, acompañado de mis hijos y de Michael George, realicé una gran excursión por Castilla la Vieja, País Vasco, Navarra, Aragón y Cataluña. En ella empleamos bastante
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tiempo y conocimos a multitud de gente. Nos detuvimos especialmente en Burgos, San‐tillana del Mar (donde visitamos las cuevas de Altamira y sus prehistóricas pinturas mura‐les), Santander, Bilbao, Guernica, San Sebastián, Pamplona, Zaragoza, Lérida, Monserrat y Barcelona. Los Cónsules de Bilbao y Barcelona ofrecieron en nuestro honor unas recepcio‐nes, y en la última ciudad fui invitado por la pujante Cámara de Comercio Americana a un espléndido almuerzo presidido por su presidente, don Ramón Pañella, caballero de gran elocuencia e intensamente americanista. Asistieron a él las principales autoridades provin‐ciales y municipales, algunas de las cuales pronunciaron discursos.
Dos meses después de esta excursión, mi esposa y yo realizamos otra parecida por el Sur, atravesando la Mancha, la tierra de los molinos de viento inmortalizada por Don Quijo‐te, y cruzando la extensa región agrícola de Andalucía. Recorrimos Granada y Córdoba; visi‐tamos Málaga y nuestro Consulado de la ciudad; pasamos unos días entretenidos entre Sevi‐lla y sus alrededores, como huéspedes del Cónsul y señora de John Hamlin, en su delicioso hogar. Este es el único Consulado propiedad del Gobierno de los Estados Unidos y realmen‐te digno de él. Debido principalmente a los esfuerzos del diputado Sol Bloom, fué edificado al estilo californiano y amueblado y decorado con muebles y objetos coloniales para que pudiera servir temporalmente como pabellón en la Exposición Iberoamericana de Sevilla en 1929, y después como permanente Cancillería y residencia del Cónsul.
También efectuamos otro viaje por tierras del Levante español, visitando Valencia y nuestro Consulado, deteniéndonos en el parador de Benicarló y recorriendo millas y millas entre naranjos y almendros, que abundan en toda la costa mediterránea. Me admiró, al igual que se habrán admirado otros viajeros, ver que los campesinos de la región se gobernaban a sí mismos, independientemente de cualquier otra oficial autoridad, para adjudicar el va‐lioso riego y los derechos del agua. Esta cooperativa voluntaria e institución semicomunista rige desde los tiempos medioevales, posiblemente desde los romanos o cartagineses; ha sobrevivido a la Monarquía, a la República y a la Falange; parece ser indestructible.
Inútil decir que fueron de lo más diversas las impresiones que saqué de estos viajes y contactos personales. No quiero que sea éste un libro de viajes ni una crítica de las costum‐bres españolas, sino fiel relato ide una misión diplomática; por eso mencionaré tan sólo aquellas impresiones que conciernan directamente al tema principal y que más íntimamen‐te se hincaban en mí según iba permaneciendo en España y trataba de penetrar en ella.
Confieso que quiero a los españoles. Siempre los encontré, sin distinción de matices o clases, corteses y amables en extremo. Forman un pueblo franco y acogedor, con un gran sentido de la dignidad y el honor. Me resultaba patente que, por tradición y temperamento, eran instintiva y obstinadamente reacios a cualquier clase de gregarismo tal como el de la Alemania nazi o el de la Rusia comunista, o «i que la minoría de Falange quería imponer.
Pero si bien es, en general, una gran virtud el extremado individualismo de los españo‐les, en cuestiones políticas resulta en realidad un vicio. No pueden ni quieren pensar igual que los demás, ni obrar nunca de acuerdo. Y cada uno de ellos está tan convencido de que tiene razón, que se cree con derecho a ser intolerante en la disidencia o en la oposición. No se comprenden los términos medios: o "patriota", o "rojo".
Existen además tan enormes diferencias entre las mismas categorías de "patriota" o de "rojo" como el número de españoles que pueblan el país. Había falangistas, tradi‐cionalistas, monárquicos conservadores, monárquicos liberales, republicanos conservadores, republi‐canos liberales, republicanos radicales, socialistas, sindicalistas, anarquistas, comunistas, vascos nacionalistas, catalanes nacionalistas. Y aun todas estas subdivisiones, con la posible excepción de falangistas por un lado y de comunistas por otro, no representaban más que un colorido general dentro del cual se daban asimismo innumerables tonos y matices.
La masa de españoles son primeramente, y ante todo, españoles en cuanto que prefie‐ren su propio país a cualquier otro, no admiten el dictado y patronazgo de extraños y rece‐lan de toda ingerencia de aquél que adopta aires de superioridad. Sólo luego —después de españoles— se deciden a manifestar secundaria predilección por uno u otro país extraño.
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Pronto descubrí que la gran mayoría era más bien partidaria de los Estados Unidos y Gran Bretaña que del Eje. Esto no sólo entre los "rojos" —los "leales" a la República en los días de la guerra civil—, sino entre muchos de los sostenes del General Franco, principal‐mente entre los monárquicos y los republicanos conservadores. Entre los de derechas exist‐ía, no obstante, en mayor o menor grado, un sentimiento de agradecimiento por la ayuda militar que .recibieron de Alemania e Italia durante la guerra civil, y entre los oficiales del Ejército se notaba el máximo respeto hacia Alemania en cuanto potencia militar. Sin embar‐go, pude darme cuenta de los relativamente escasos españoles que simpatizaban realmente con los alemanes, y de que casi ninguno sentía más que desprecio hacia los italianos y re‐pugnancia hacia los japoneses. Es cierto que los falangistas generalmente manifestaban pre‐ferencia por el Eje, colaboraban en su propaganda, y tenían influencia en los medios guber‐namentales, tanto nacionales como locales. Pero numéricamente constituían la minoría del pueblo español. La aristocracia y hombres de negocios, masa no inferior a la de campesinos y obreros, eran, en general, hostiles a la Falange y se inclinaban a oponerse a su política. Tuve la impresión de que la propaganda de los alemanes y la proalemana de la Falange hab‐ía sido excesiva y que se había derrotado a sí misma.
Las simpatías pro‐aliadas eran de muy distinto grado y variaban según las regiones. Los sentimientos pro‐americanos se señalaban especialmente en Barcelona y en toda Cataluña; los pro‐británicos en Bilbao, País Vasco y Andalucía. Las ciases elevadas, entre las que figu‐ran muchas personas que han vivido en Inglaterra y que siguen teniendo señorita de com‐pañía inglesa, estaban en condiciones de ser decididamente anglófilas, mientras que las cla‐ses media y trabajadora esperaban más de América. Las personas de las filas monárquicas eran tradicionalmente pro‐británicas; los que sentían en republicano, pro‐América. De todo esto, a pesar de observaciones oficiales en sentido contrario y a pesar de todos los medios y argucias de la experimentada propaganda alemana, saqué la conclusión de que, por lo me‐nos, un ochenta por ciento de la población de España simpatizaba con la Gran Bretaña y los Estados Unidos mucho más que con Alemania.
Otro tipo de impresión me afectó profundamente. Por todas partes, tanto en Madrid como en provincias, me hablaban de la tragedia de la guerra civil española y narraban el holocausto de familias y de bienes personales. No creo que exista un solo español, sin tener en cuenta su ideología política pasada o presente, que en la terrible lucha civil no haya su‐frido la pérdida, por asesinato o muerte en el frente, o por destierro o encarcelamiento, de algún familiar o ser querido. Es imposible sacrificar tan catastróficamente un millón de vi‐das de una población de veintiséis millones de habitantes sin afectar profundamente a los supervivientes y dejarlos no sólo con tristeza, sino embargados por el más exacerbado odio. En las mentes españolas la guerra civil seguía: los "izquierdistas", odiando a los "derechis‐tas"; los "derechistas", temiendo y denunciando a los "izquierdistas".
No intento entablar, como no lo hice entonces, una discusión sobre el pro y el contra de la guerra civil española o lo que a ella condujo. Debo señalar, sin embargo, basado en una cuidadosa y creo que objetiva investigación y profundo estudio de España, que no fué tan sencilla como muchos publicistas extranjeros quieren presentarla. No fué una lucha bien delimitada entre democracia y fascismo, ni el primer "round" de la Segunda Guerra Mun‐dial. Es totalmente cierto que no fué un conflicto entre un "negro puro" y un "blanco puro", sino que en cada parte había tonalidades grises. Ninguno de los bandos era totalmente homogéneo, y amargas atrocidades fueron cometidas por ambas partes.
Por otra parte, por lo que sé de la Historia de España y de los acontecimientos del país entre los años de 193í a 1939, estoy convencido de que, cualquiera que hubiese sido el ban‐do vencedor de la guerra civil hubiera quedado rápidamente bajo el influjo de su? grupos más extremos y habría impuesto al vencido idéntica clase de prescripción y castigo. Triunfó la coalición "Nacionalista" y su ala extremista de la Falange procedió inmediatamente a ejercer una influencia superior con mucho a su potencial numérico, con el resultado de que en 1942 —tres años después de terminada la guerra civil— cientos de miles de "leales" permanecían aún en las cárceles o en el destierro, y muchos de ellos seguían siendo ejecu‐
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tados. Nadie puede estar seguro de lo que habría ocurrido si la coalición contraria hubiese triunfado —pues la condición no se dió—, pero sospecho firmemente de que en tal caso otros grupos extremistas, tales como los comunistas y anarquistas, hubieran ascendido al Poder y hubiesen demostrado no menos intolerancia y deseos de venganza.
La Guerra Civil supuso elevadas pérdidas en vidas entre todas las clases sociales espa‐ñolas. También llevó consigo destrucciones materiales, cuya reparación se hizo ex‐traordinariamente difícil, si no imposible, por la Guerra Mundial que la siguió, privando a España de los necesarios materiales de importación. Donde la guerra se mostró severa y larga, aún permanecen los tristes testimonios de las ruínas y escombros, los refugios y los nidos de ametralladora en los áridos campos de batalla. Pude ver a mi llegada la peor y más completa ruina en la Ciudad Universitaria y en los barrios del Noroeste y Sur de la capital, en el Alcázar de Toledo y a lo largo de las carreteras que conducen de Madrid a Valencia, de allí a Barcelona, en los alrededores de Guernica e Irún, en las provincias vascongadas, y en la carretera de Madrid a El Escorial, En toda la parte centro‐oriental de España se pueden observar centenares de Iglesias y casas particulares deshechas, que fueron, saqueadas y profanadas y frecuentemente convertidas en escombros. Las partes meridional y occidental, ocupadas por las fuerzas nacionalistas desde un comienzo, y en las que, por lo tanto, no se registraron luchas, salieron mejor paradas. En ciudades como Sevilla, Granada, Córdoba, Ba‐dajoz, etc., difícilmente podrá sospecharse, por su aspecto externo, que han pasado por una guerra civil.
V El Presidente Roosevelt se interesó personalmente por la suerte del gran tesoro artísti‐
co español. En medio del ímprobo trabajo y responsabilidad que le proporcionaban tanto la nación como la guerra, tuvo tiempo, el 9 de julio de 1942, para encargarme una investiga‐ción especial sobre el particular:
"... Por interés personal, espero que sea usted tan amable que encargue a alguna perso‐na me facilite un breve resumen —de una o dos páginas— sobre lo ocurrido con todos los objetos de arte, pinturas, etc., que fueron deteriorados o trasladados a otros lugares duran‐te la Revolución. En otras palabras: confío que algún día vuelva a ser España la meca de los turistas. Realmente, debe hacérsela infinitamente más atractiva para los viajeros de lo que anteriormente fué... Siempre he creído que la situación económica de España podría ser grandemente favorecida fomentando el turismo."
A esto contesté el día 3 de agosto: "La pasada semana me llegó su carta del 9 de julio, encontrándome en viaje por las regio‐
nes del País Vasco y Cataluña, inspeccionando nuestros consulados de Bilbao y Barcelona. La pregunta que S. E. me hace sobre el paradero del tesoro artístico español ya me había preocu‐pado a mí mismo apenas llegué a esta Embajada. Sírvaos como respuesta un resumen de mis averiguaciones hasta el momento.
Afortunadamente, poco es lo que ha ocurrido. Ambos bandos contendientes en la guerra civil parecen haber tenido el respeto normal en un español hacia el arte. Por esto los valiosos cuadros del Prado' —Goyas, Velázquez, Grecos, Murillos, Brueghels, etc.— fueron empaqueta‐dos y almacenados por los "leales" al principio de la contienda en los lugares donde luego los recobraron los "nacionalistas", que los devolvieron a sus sitios de origen. Ninguno de ellos se echó en falta, aunque algunos necesitan cierta reparación y restauración.
Gran número de iglesias fueron profanadas y arrasadas, particularmente en Madrid, Va‐lencia y Barcelona, si bien la mayoría de ellas eran parroquias o conventos de mínima impor‐tancia histórica y artística. Fué destrozada la Catedral de Madrid, aunque la suntuosa iglesia de San Francisco el Grande quedó intacta. Otro tanto ocurrió en Lérida. Mientras que la cate‐
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dral barroca del siglo XIII fué incendiada, la "antigua catedral" del siglo XII —incomparablemente más interesante— sólo sufrió ligeros desperfectos, estando en la actuali‐dad reparada y en servicio.
Visité recientemente el precioso Monasterio de Montserrat y su magnífica biblioteca. la gran mole de El Escorial, con su enorme colección de pinturas y manuscritos, y las bellas cate‐drales de Burgos, Pamplona y Toledo, y puedo testimoniar que todas ellas se encuentran en perfecto estado. Idénticos informes tengo, a través de nuestro Consejero, sobre los monumen‐tos artísticos de Granada, Córdoba y Sevilla (incluyendo el rico Archivo de Indias).
Muchas de las residencias privadas fueron destruidas; a pesar de las reconstrucciones llevadas a cabo durante los últimos tres años, algunos de los suburbios madrileños (entre ellos la Ciudad Universitaria) y una parte del casco de Barcelona, por ejemplo, siguen afeados aún por los escombros. Probablemente es más considerable la pérdida de objetos de arte al‐bergados en las casas de familias de la nobleza, si bien la gran mayoría tuvieron la precaución de guardar al iniciarse la guerra sus objetos más valiosos al amparo de alguna Embajada o Le‐gación de Madrid...
Hace días, el joven Duque de Veragua, de diez y seis años de edad —que ostenta el nom‐bre de Cristóbal Colón y el título de Almirante—, me enseñó orgullosamente su hogar, donde pude admirar gran número de cartas originales en pergamino antiguo dirigidas a su antecesor por Fernando e Isabel, Felipe I y Carlos V, que permanecieron ocultas en Madrid durante toda la guerra en un Banco que los "rojos" olvidaron de saquear.
De todas formas, estoy seguro de que si España puede librarse de esta Guerra Mundial... podrá convertirse en la meca más atrayente para los futuros turistas. Debe usted recordar que en 1923 el General Primo de Rivera hizo un gran esfuerzo por mejorar las condiciones turísti‐cas de la Nación. Algunos de sus seguidores, con quienes he logrado hablar, esperan renovar y reforzar este esfuerzo después de la guerra. En los momentos actuales existen en las grandes ciudades hoteles muy limpios y cómodos y varios atrayentes paradores —albergues del Go‐bierno— situados estratégicamente en puntos intermedios del recorrido.
Los grandes inconvenientes del momento son los pésimos transportes y la escasa y exce‐sivamente cara alimentación. Los ferrocarriles están verdaderamente destrozados y las carre‐teras piden a gritos una nueva pavimentación. Casi no se ven coches particulares y los pocos autobuses y camiones, al igual que los taxis, avanzan a saltos, con unos contrapesos que lla‐man "gasógenos". La falta de transportes, unida a la carencia durante seis años de abonos, ex‐plican la terrible escasez de alimentos..."
El Presidente aprovechó mi informe para una conferencia de Prensa, que celebró poste‐
riormente, sobre el tesoro artístico español, y según mis noticias no ha merecido comenta‐rio alguno en contra hasta la fecha. Aunque no me cabe la menor duda de que mucha gente en España tuvo conocimiento de ella, entre los propios funcionarios oficiales, y de que se enorgullecieron al ver el interés que el Presidente de los Estados Unidos ponía por la cultu‐ra española, Serrano Suñer y la prensa pro‐Eje la ignoraron. Un toque humorístico debe añadirse y es que una de nuestras emprendedoras agencias de viajes y algunas casas publi‐citarias solicitaron con urgencia mi opinión y ayuda para desarrollar el tráfico de turistas americanos hacia España. Cortésmente les dije que era mejor esperar hasta que la guerra terminase.
Como indicaba en la carta al Presidente, encontré en 1942 una situación alimenticia francamente mala. Durante los meses que siguieron a mi llegada a Madrid, a pesar de tra‐tarse de una Embajada, nos fué imposible conseguir carne, teniendo que subsistir a base de pescado y huevos hasta que trajimos provisiones de Portugal empleando nuestro camión propio. En los viajes realizados aquel año a través del país jamás vimos mantequilla o ver‐dadero pan en ningún hotel u hogar español, y el inevitable aceite de oliva estaba siempre rancio. Para los trabajadores españoles y otros menos favorecidos por la fortuna que noso‐tros, existía un racionamiento a un precio mínimo fijado por el Gobierno, que consistía en los artículos de primera necesidad de que se disponía. Pero la escasez y la miseria eran re‐
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almente patentes; no acierto a imaginarme cómo podían subsistir las masas de habitantes de las ciudades. Los campesinos se las componían mucho mejor; para las clases potentadas existía un excesivamente caro, pero próspero mercado negro, llamado en el lenguaje castizo "estraperlo". Los "estraperlistas" eran el tema de numerosos chistes sarcásticos y siempre se les caricaturizaba como "hombres gordos".
Pasado el año 1942, las condiciones económicas y de vida en España fueron mejorando de un modo visible y gradual. Había más y mejor comida. Frente a las grandes dificultades del momento se registró también una verdaderamente notable y casi milagrosa reparación de las carreteras, rehabilitación de los ferrocarriles, reconstrucción de iglesias, pueblos y edificios públicos (incluso la Ciudad Universitaria de Madrid), y construcción de nuevas casas de alquiler y "viviendas baratas".
Todas estas mejoras posteriores no compensaron a la gran masa de españoles sus enormes pérdidas materiales y personales de la guerra civil, ni amortiguaron el recuerdo de horror y de lucha de aquellos espantosos años de 193'6 a 1939. Pude persuadirme que tan‐to en ese año de 1942 como después, el más ardiente deseo del pueblo español, sin excep‐ción, era evitar que se le envolviese en otra guerra, tanto interior como exterior. Habían padecido bastante y sabían demasiado bien lo que la lucha supone para el caos, la miseria y la destrucción. No querían más guerras. Eran definitivamente pacifistas.
Un importante aspecto de ese estado de ánimo era, según mi modo de ver, el temor casi universal hacia el Comunismo, temor que llegaba a ser una verdadera obsesión. El número de los comunistas españoles no fué nunca grande, pero era el único grupo, aparte de Falan‐ge, que había sido organizado con eficacia y disciplina, que había sabido lo que quería y no había dudado en emplear todos los medios para conseguirlo. Su fanatismo y organización persistían aún, y harto más sospechosos en aquel momento, por ser clandestinos, formando el único grupo —aparte, otra vez de Falange— no pacifista.
Temían a los comunistas tanto los españoles de buena posición, debido a su programa y doctrinas económicas marxistas, cuanto los católicos, por su hostilidad contra la religión, profanación de iglesias y persecución del clero. Se les temía asimismo en gran manera por‐que se sabía que deseaban y trabajaban por obtener una intervención extranjera, especial‐mente la rusa, que traería sencillamente consigo aquello que más espantaba a los españo‐les: su entrada en el conflicto internacional y una renovación de la guerra civil.
Era un temor —u obsesión— común a la mayoría de los "izquierdistas", así como a los "derechistas". Recuerdo, por ejemplo, una conversación con un decidido "izquierdista", que había sido alcalde de Toledo durante la República, había luchado en el bando "leal" durante la guerra y que, hecho prisionero por los nacionales, había desde entonces languidecido en distintas cárceles. No sentía aprecio hacia sus carceleros y menos hacia el régimen del Ge‐neral Franco. Sin embargo, atribuía que este régimen obtuviera el Poder, no a una determi‐nada superioridad militar o estratégica ¡de los nacionales en la guerra civil, ni a la ayuda que recibieran de Alemania e Italia, sino a la escisión y querellas entre los republicanos, que los comunistas agravaron y explotaron en beneficio propio, cargando de ese modo de des‐honor y llevando al desastre, la causa republicana en España. Estaba asustado de que los co‐munistas clandestinos creciesen en potencia y preparasen otra sangrienta revuelta en la que, bajo la apariencia de adalides de un "frente democrático popular", traicionasen de nuevo a la democracia.
El ex‐alcalde de Toledo era uno de los muchos "izquierdistas" que expresaron, con lige‐ras variantes en la forma, el mismo temor. Lo escuché de un republicano liberal en Burgos, de un socialista en Bilbao, de un sindicalista en Barcelona y de gran número de vascos y catalanes que lucharon en las filas de la República. No me sorprendió saber, dos años más tarde, cuando se intentó reorganizar una confederación de partidos opuestos al régimen existente, englobando desde los republicanos moderados hasta los socialistas y sindicalis‐tas, que sus diferentes dirigentes resolvieran, por unanimidad y con rigidez, proscribir la violencia y excluir al partido comunista.
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Era extremadamente difícil y delicado maniobrar entre todos esos deseos y temores populares y conseguir, al propio tiempo, la mayor simpatía posible y el apoyo a los Estados Unidos y a la causa de las Naciones aliadas. Nos favorecía, por una parte, la latente prefe‐rencia de la gran mayoría de los españoles por las naciones de habla inglesa, y además el ansioso deseo de los, aún más numerosos, que deseaban mantenerse al margen de la gue‐rra. Por otro lado, pesaban sobre nosotros algunas desventajas. El deseo popular de paz podría alentar al Gobierno español a continuar "apaciguando" al mayor equipo beligerante de entonces, que en 1942 era el Eje, que podría permitirse invadir y ocupar la Península sin tropezar con una fuerte resistencia. Además, el complejo anticomunista, que era al propio tiempo un complejo antirruso, era capaz de atenuar la inclinación popular hacia Gran Bre‐taña y Estados Unidos y aumentar la minoría española que consideraba a Alemania baluarte contra Rusia y, por ende, contra el comunismo. Esta era leña que los alemanes no dejaban de echar al fuego de su propaganda en España.
Al buscar respuestas para el "problema ruso" no podíamos ni debíamos recurrir a dar el menor indicio de aliento a cualquier esfuerzo o tendencia que separase a las Naciones Uni‐das y acercase las democracias a Alemania para luchar contra Rusia. Esto sólo hubiese sido a todas luces hacer el juego al Eje. Pero al mismo tiempo comprendí que atacar de frente el fuerte sentir anti‐comunista de España, o dar apariencia de colaboración con los comunis‐tas españoles, podía disgustar a gran parte de aquellos que necesitábamos como amigos y aliados en el caso de tener que hacer frente a una invasión alemana de la Península.
La táctica que empleamos a conciencia, lo mismo en conversaciones particulares que en nuestra propaganda, consistió en distinguir entre Rusia y el comunismo: defender y ensal‐zar a la primera y desligarnos a nosotros y a la causa de las Naciones Unidas del segundo. Me complací en afirmar que el comunismo es un asunto doméstico concerniente exclusiva‐mente a Rusia, uno de nuestros aliados, y en el que no se debía intervenir desde fuera, como trataban de realizarlo, en su daño, los alemanes. Ni tenía popularidad ni importancia tanto en el Imperio británico como en los Estados Unidos, y ninguno de ellos pensaba recomen‐darlo para ningún otro país. La mejor defensa contra él no era luchar contra Rusia, sino me‐jorar en el interior el nivel económico de las masas. Después de todo, no estaba yo en Espa‐ña para combatir a los españoles o a los comunistas. Me había alistado en la guerra contra el Eje.
V I Para mediados de agosto llevaba ya tres meses en España y había conseguido algunas
impresiones definitivas sobre la situación general interior, sobre los distintos grupos socia‐les y políticos y sobre la actitud popular hacia la guerra y los distintos beligerantes. No obs‐tante, mis impresiones sobre la posición del Gobierno seguían siendo dudosas y confusas. Aunque sólo fuese una pequeña minoría de la nación, la Falange estaba militarmente orga‐nizada y tenía peso en el Gobierno. Constituía el único partido político reconocido oficial‐mente en el país, y en este aspecto, así como en apariencia y forma —camisas, saludo, movi‐miento juvenil, etc.—, estaba claramente copiado de los partidos fascistas de Italia y Alema‐nia. El Gobernador Civil de caída provincia era miembro del partido y su "jefe" local. En la Administración central había un Ministerio especial del partido, con amplio presupuesto independiente. Otros miembros del partido desempeñaban al propio tiempo los ministerios clave de Educación (con censura de prensa y propaganda3 el Ministerio del Interior (inclu‐yendo la Policía), y el de Trabajo (incluyendo la dirección de los Sindicatos obreros). La or‐ganización, en su conjunto, era favorable al Eje, y Serrano Suñer, cuñado del General Franco y Ministro de Asuntos Exteriores, era su más destacado jefe.
3 Véase la «Advertencia al lector español», (Nota del Editor español).
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¿Qué influencia tenían Serrano Suñer y sus colegas de la Falange sobre el General Fran‐co? ¿Hasta dónde podrían y querrían llegar en la puesta en acción de sus sentimientos en favor del Eje? Tales eran las preguntas vitales de cuya respuesta dependía el éxito o el fra‐caso de mi misión y el futuro de la guerra.
En las escasas ocasiones que vi a Serrano Suñer durante la primavera y verano de 1942, me produjo la impresión de ser inescrutable en algún aspecto. Se le notaba misterioso y nada franco. Me enteré de sus íntimos contactos con el Embajador alemán, von Stohrer, y tuve también la plena evidencia de su relación con las actividades falangistas en Sudameré‐rica respecto a los Estados Unidos. Por otra parte, hiciéronse proverbiales en toda España y en los círculos diplomáticos la parsimonia y la extremada cautela del General Franco, popu‐larmente atribuidas a la tierra gallega donde nació. Tenía fama de ejercer sobre su cuñado una influencia de contención. El Embajador portugués, que conocía muy bien a ambos, se‐guía insistiendo en que "el Serrano Suñer de 1942 era "menos chauvinista" que el Serrano de 1941". Seguramente veía las cosas de muy distinta manera después de la entrada de los Estados Unidos en la guerra.
El propio General Franco pronunció discursos en los años 1941 y 1942 que parecían prometedores para los alemanes y alarmantes para los aliados. Especialmente en su alocu‐ción ante el Consejo de la Falange el 17 de julio de 1941, censuró a la "desgastada democra‐cia" y alabó el "nuevo orden" europeo, declarando que, en el caso de que Rusia consiguiera invadir Alemania, un millón de soldados españoles acudirían rápidamente a defender Berlín. Este discurso era tan duro que, según me indicó Sir Samuel Hoare, el Embajador Weddell, que asistió con otros diplomáticos extranjeros al acto, debiera haberse retirado ostensiblemente,, aconsejándome que dejase yo de ir al acto del 17 de julio de 1942 para evitar encontrarme en situación tan embarazosa. Disentí de la crítica implícita que para mi antecesor encerraba el juicio de Sir Samuel, y no seguí su consejo en mi conducta particular. Tanto Mr. Weddell como yo habíamos sido acreditados ante el General Franco, y si éste de‐cía cosas que nos eran desagradables en una reunión a la que asistía el pleno del Cuerpo Diplomático, el mero gesto de retirarse o no asistir hubiera alegrado a nuestro enemigo, el Eje, aparte de que para el General nuestra actitud únicamente hubiera significado la peque‐ña descarga de una detonadora. Si debíamos reaccionar ante su discurso y demostrar debi‐damente nuestro disgusto, nuestra obligación era disparar un cañonazo y romper sin con‐templación las relaciones diplomáticas. Pero los Estados Unidos estaban en muy mala posi‐ción el año 1941, y hasta en 1942, para disparar cañonazos a España,
En realidad, el discurso del Caudillo del 17 de julio de 1942 fué sorprendentemente be‐nigno. Anunció que una forma de gobierno conveniente a un país determinado no era nece‐sariamente adaptable a otros, y que el millón de soldados españoles harían su defensa con‐tra el comunismo, no ya ante Berlín, sino en los Pirineos. Posiblemente, tras "apaciguar" al Eje durante dos años, el General Franco comenzaba a "apaciguar" a los Estados Unidos y Gran Bretaña. Era posible también que sus primeras palabras pro‐Eje le hubiesen abocado a realizar más graves actos en su favor. Aún no lo sabía, pero empezaba a sospecharlo muy seriamente.
Bien pronto descubrí y me cercioré de que el régimen del General Franco no era, en ab‐soluto, una unidad. Se trataba realmente de una coalición gubernamental en que la Falange no era nada más que uno de los factores, aunque el más significativo de ellos. Nominalmen‐te, desde que el Caudillo decretó, en plena guerra civil, la fusión de sus colaboradores mili‐tares y monárquicos con la entonces floreciente Falange, todos los funcionarios oficiales, tanto centrales como locales, estaban encuadrados en sus filas y en las ceremonias oficiales aparecían con su uniforme. No obstante, la "fusión" era realmente superficial y se notaba claramente que quedaban soterradas aún las pugnantes facciones de los tradicionalistas, monárquicos, liberales, republicanos clericales y partidarios de Gil Robles, sin mencionar a los militares profesionales y a los "independientes". Todas estas fracciones discrepaban y a veces criticaban en privado a la Falange, tanto por su ideología como por su política. Empe‐ro, todos ellos estaban representados en el Gobierno y tenían más o menos influencia en los Gabinetes del General Franco.
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Muy pronto me di cuenta de que el Caudillo estaba dotado de un no pequeño talento político. Actuó con habilidad, equilibrando con el Ejército el peso de la Falange y coordinan‐do a los divergentes elementos de la coalición "nacionalista". Para comprender debidamen‐te la situación, hay que darse perfecta cuenta de que el General Franco, al contrario de Hítler, Mussolini (o Lenin), es un militar y que, al levantarse contra el régimen republicano, ni era jefe de algún partido político, ni propagador de una ideología determinada, y que el mando supremo que asumió tiene mayor semejanza con el antiguo tipo de dictadura militar tradicional en España y en la América Latina, que con el nuevo tipo materializado en Italia, Alemania (o Rusia).
En realidad, los fascistas italianos y alemanes, desde que empezaron a intervenir en la guerra de España y dar su ayuda militar, "vendieron" su ideología, organización y métodos a un grupo de españoles —Serrano Suñer entre ellos—, quienes adoptaron y adaptaron a la hasta entonces insignificante Falange, logrando que el General Franco la injertase en su dic‐tadura militar4. En otras palabras: el fascismo en España fué un artificio postizo de gobier‐no, mientras que los Gobiernos de Alemania e Italia brotaron del fascismo y estaban com‐pletamente dominados por él.
El Gobierno español estaba constituido generalmente por cinco falangistas y otras seis personas: dos tradicionalistas, dos monárquicos liberales y dos independientes. Tal era el equilibrio que el General Franco parecía querer conservar. Además, así como en cada capi‐tal de provincia tenía un "gobernador civil", normalmente falangista, había también un "go‐bernador militar", que era un militar profesional, con frecuencia nada adicto a Falange, y un "alcalde", la mayor parte de las veces monárquico. Y, aunque los falangistas ocupasen los puestos diplomáticos que podíamos llamar secundarios, el Duque de Alba, presidente de la Grandeza y jefe de los monárquicos españoles, seguía siendo Embajador de España en Lon‐dres.
Tampoco existía uniformidad política entre los distintos Ministerios. Si un ministro era falangista, su subsecretario podía ser tradicionalista o monárquico liberal y su Ministerio un conglomerado de españoles individualistas. En el de Asuntos Exteriores, que era con el que más me relacionaba, figuraba a su cabeza Serrano Suñer, favorable al Eje; pero su Sub‐secretario, el Sr. Pan de Soraluce, que llevaba sobre sí la mayor parte del trabajo detallado y minucioso, y que ejercía considerable influencia, no era falangista. Se había mostrado y si‐guió siendo un sincero y valioso amigo de las democracias occidentales. Sus simpatías hacia los aliados y su enemistad hacia el Eje, eran cosas ambas que manifestaba clara y abierta‐mente. Y por debajo de él, el personal del Ministerio, aunque cauto y reservado, parecía vi‐siblemente de entusiasmo por la Falange o por el Eje.
En el seno de un Gobierno como éste de coalición, permanecían latentes todas las dife‐rencias y conflictos de opinión. Fuera del Gobierno se manifestaron tales divergencias, so‐bre todo entre la juventud universitaria, en forma de puñetazos espasmódicos entre falan‐gistas y tradicionalistas. Durante la primavera y verano de 1942, hubo una verdadera epi‐demia de peleas, alborotos y luchas callejeras de estudiantes, haciendo que las cárceles no sólo rebosaran de presos "rojos", sino también de "patriotas" camorristas. Temo haber to‐mado demasiado en serio este asunto y que dedujese prematuramente ciertas conclusiones, ya que el 30 de junio escribía al Presidente: "Ya no es la primordial cuestión saber si España intervendrá en la guerra o prestará una ayuda activa al Eje, sino adivinar qué ocurrirá en España durante los próximos meses o años." Y me aventuré a darle cuatro posibles respues‐tas, considerando como realizable entre ellas la de una "restauración de la Monarquía, bien fuese mediante un golpe militar o bien bajo el patrocinio de Franco... La Monarquía que se restaurase sería seguramente más liberal y amiga de nuestra causa. El Embajador británico trabaja activamente dando ánimos a los monárquicos."
4 Serrano Suñer fué un día seguidor y lugarteniente de Gil Robles, el moderado político. republicano que desde el comien‐zo de la Guerra Civil vive apartado en Portugal,
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Por entonces nos pareció a muchos que en Madrid se desarrollaba rápidamente una crisis para la Falange y que los tradicionalistas, con el apoyo del Ejército, conseguirían res‐taurar la Monarquía. Era entonces Ministro del Ejército el General Varela, convencido Tra‐dicionalista.
Culminó la crisis en los meses de agosto y septiembre de 1942. En el primero, asistien‐do el General Varela a un solemne funeral que se celebraba en Bilbao por los tradi‐cionalistas caídos en la Guerra Civil, le arrojaron, al abandonar el templo, una bomba desde la calle, que causó la muerte o heridas a varias personas que estaban cerca, salvándose él milagrosamente. Las investigaciones de la policía descubrieron que los perpetradores del atentado eran jóvenes falangistas, uno o dos de los cuales habían colaborado estrechamente con Serrano Suñer. Aunque se impuso inmediatamente una severa censura y no se dió refe‐rencia alguna del atentado, ni en la prensa ni en la radio, corrieron cual regueros de pólvora informes exagerados del mismo por toda España. Grande era el nerviosismo y muchas las recriminaciones. ¿Qué haría el General Franco? ¿Obligaría a dimitir a Serrano Suñer y disol‐vería la Falange, cosas ambas que pedían los tradicionalistas? ¿O destituiría a Varela y casti‐garía a los tradicionalistas, como los falangistas pedían?
El General Franco dio su respuesta —inesperada, pero en verdad característica suya— en los comienzos del mes de septiembre de 1942. Se concretó ésta a una pequeña nota en el Boletín Oficial, repetida palabra por palabra en toda la prensa, sin que se hiciera un solo comentario, por la que tanto el Sr, Serrano Suñer como el General Varela, eran sustituidos en sus cargos por el Conde de Jordana y por el General Asensio, respectivamente. El General Franco asumía la jefatura de la Falange, en sustitución de Serrano Suñer. El General Asensio era un militar inclinado hacia la Falange y el Eje. El Conde de Jordana también era General, pero tradicionalista y simpatizante con Gran Bretaña y los Estados Unidos. De esta forma había sido modificado el Gabinete sin alterar la balanza del gobierno de coalición. Un falan‐gista sucedía a un tradicionalista en la dirección del Ejército; un tradicionalista ocupaba la plaza de un falangista en el Ministerio de Asuntos Exteriores. El nerviosismo popular de un día quedaba así apagado y el pesar que pudiera sentirse porque el General Varela estuviese fuera de servicio, quedaba anulado por la satisfacción de ver eliminado a Serrano Suñer.
La retirada de éste no fué decidida probablemente por el General Franco para iniciar un cambio en la política exterior española. Sin duda respondía principalmente a una medida necesaria en la política interior. Sin embargo, sabemos ahora que, cualquiera que fuese el propósito, la sustitución de Serrano Suñer por el Conde de Jordana, dos meses antes del desembarco aliado en el Norte de Africa, constituyó un acontecimiento de capital importan‐cia para nosotros e igualmente para España.
Vi casualmente y repetidas veces a Serrano Suñer después de abandonar el Ministerio de Asuntos Exteriores, y hasta mí llegaron muchas historias y rumores a él concernientes. Había vuelto a la práctica privada de su carrera de abogado y había cesado de tomar parte activa en asuntos políticos, aun dentro de la Falange. Durante mucho tiempo no visitó, o lo hizo muy pocas veces, a su cuñado. Se rumoreó con insistencia que trataba de congraciarse con los monárquicos y, en Enero de 1944, dió voluntariamente a uno de nuestros amigos algunos informes sobre las relaciones Hispano‐Germanas en los años de 1941‐1942. a las que luego me referiré. De todos modos, a partir del mes de septiembre de 1942, Serrano Suñer era tan sólo un recuerdo y en cierto modo un mito.
V I I El día 8 de septiembre de 1942, al mediodía, fui al Ministerio de Asuntos Exteriores pa‐
ra entrevistarme por primera vez con el Conde de Jordana. Al entrar en el edificio quedé agradablemente sorprendido al ver que ya no tenía que enfrentarme con el equipo de jóve‐nes falangistas. Habían desaparecido por completo y definitivamente. Un solo portero de librea me condujo amablemente hasta el ascensor y, una vez arriba, fui cordialmente recibi‐
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do por un ayudante en uniforme militar —no falangista— e introducido al poco tiempo en el despacho del Ministro.
La primera ojeada sobre el nuevo Ministro me descubrió a un hombre de unos sesenta y cinco años de edad y muy corto de estatura —menor aún que el último Newton Baker—. A todas luces veíase en él un caballero de modales acogedores y fino sentido del humor. Pro‐ducía también la impresión de ser franco y sincero. Estaba vestido entonces, y siempre ge‐neralmente, de paisano; a las ceremonias oficiales iba de uniforme de General del Ejército.
El Conde de Jordana no pertenecía a la antigua aristocracia. Formaba parte de una fami‐lia de militares profesionales, siéndole concedido a su padre, General también, el título de Conde. En 1895 luchó en Cuba, cuando aún era un muchacho. Tres años más tarde se gra‐duaba en la Academia Militar española y, después de alcanzar los distintos grados militares, desempeñó el cargo de Alto Comisario de España en Marruecos en 1920. Aunque monárqui‐co tradicionalista, acató a la República en sus comienzos, uniéndose en 1936, al igual que la casi totalidad de los tradicionalistas, a Franco y a los nacionales. Mantuvo siempre una sin‐cera lealtad para con el Caudillo.
No era un novato en el cargo de Asuntos Exteriores. Lo había ocupado con la Monarqu‐ía, en 1920, por un corto período. También desempeñó ese mismo cargo con Franco en los años 1938‐1939. Se nos dijo que había dejado el puesto en 1939 por no aprobar la actitud complaciente de algunos de sus colegas de Gabinete, particularmente la de Serrano Suñer, entonces Ministro del Interior, hacia Italia y, en especial, hacia el Conde Ciano, de quien des‐confiaba y disentía. Después de un interregno de tres años, durante los cuales desempeña‐ron esta cartera el Coronel Beigbeder y Serrano Suñer, el Conde de Jordana volvía a asumir‐la de nuevo. Al revés que su inmediato predecesor era éste hombre de experiencia, respon‐sable, trabajador y muy grato al Subsecretario y demás funcionarios de carrera del Mi‐nisterio.
En nuestra primera conversación hizo patente el Conde de Jordana su ansiedad por me‐jorar las relaciones diplomáticas con los Estados Unidos. Me dijo que se vanagloriaba de haber contribuido, cuando ocupó el cargo previamente, a la aceptación del primer Embaja‐dor americano acreditado ante el General Franco. Puso de manifiesto que entonces y ahora era un sincero admirador de los Estados Unidos, y que su gran deseo se cifraba en mantener a España fuera de la guerra y en mejorar las relaciones hispa‐no‐americanas. Me manifestó su agradecimiento y el de todo el pueblo español por haber sido los Estados Unidos neutra‐les durante la Guerra Civil española, y que era justo, por consiguiente, que España observa‐se una estricta neutralidad en el conflicto actual. Esta era, desde luego, una versión muy diferente a aquella de Serrano Suñer que destacaba cómo el apoyo americano a los "rojos" había obligado a que España recurriera a la ayuda del Eje.
Algunas otras pequeñas briznas indicaban en el mes de septiembre de 1942 que en Es‐paña empezaban a soplar vientos de muy distinta dirección. La Condesa de Jordana, muy ostensiblemente y contra el protocolo, recibió a mi esposa antes que a la Embajadora de Alemania. La primera presentación en público del nuevo Ministro de Asuntos Exteriores tuvo lugar en una cena oficial que la Embajada Americana ofreció en honor de Mr. Myron Taylor el 29 de septiembre de 1942, al encontrarse de paso para Amé‐ca en su viaje de re‐greso del Vaticano.
El optimismo empezaba a disipar las nubes que habían pesado sobre la Embajada. Po‐siblemente mi estancia en España sería más larga de lo que el Departamento de Estado y yo habíamos imaginado en un principio. En septiembre escribí al Dr. Butler pidiéndole que ampliara mi permiso hasta el 30 de junio de 1943.
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3 EN BREGA CON LA NOBELIGERANCIA ESPAÑOLA I Al llegar yo a España y durante todo el año siguiente, la posición oficial del Gobierno
Español hacia la guerra continuaba siendo definida como "no beligerancia". ¿Qué quería decir esto? En mi primera conversación con el General Franco, el 9 de junio de 1942, me dió una explicación que me dejó lleno de grandes dudas. ¿Cómo podía España favorecer a Ale‐mania contra Rusia y ser por lo menos semi‐beligerante de la última y, al mismo tiempo, no prestarle ayuda contra los aliados de Rusia, los Estados Unidos y la Gran Bretaña?
El derecho y la práctica internacional han definido la "beligerancia" y "neutralidad", do‐tando a cada estatuto de ciertos derechos y obligaciones. Comúnmente, al principio de la guerra, cada nación elige y decreta públicamente si participa en ella, es decir, si es "belige‐rante" o se queda al margen como "neutral". Lleva esto consigo una conducta concreta y ser tratado de acuerdo con la postura elegida. Pero la "no‐beligerancia" era algo nuevo, sin normas establecidas. El ejemplo más típico lo tenemos en la posición anunciada por Italia al principio de la Segunda Guerra Mundial, en septiembre de 1939.
Se abstuvo por aquel entonces Mussolini de proclamarse en guerra o neutral. Unica‐mente anunció que Italia era "no‐beligerante". Esto parecía indicar que, aunque Italia no permaneciese neutral en el conflicto, no se empeñaría por el momento en la lucha. En el fondo, la "no beligerancia" italiana resultó no ser otra cosa que un preludio hacia una beli‐gerancia completa. Su gestación duró tan sólo nueve meses. Porque, como todo el mundo sabe, Mussolini metió a su país junto a su compañero del Eje, Alemania, en la guerra contra los aliados en 1940. El precedente italiano no nos tranquilizaba al querer interpretar la "no‐beligerancia" española.
En 1940 era general la creencia de que España, bajo el mando del General Franco, se uniría rápidamente al Eje y que, siguiendo a Italia, entraría en la guerra. La tentación de hacerlo no debió de ser pequeña. Durante la Guerra Civil española, las fuerzas nacionales del General Franco habían recibido ayuda militar de Italia y Alemania, y en ciertos aspectos el régimen implantado se asemejaba al suyo. España estaba ya asociada a ellos mediante el pacto "anti‐Comitern" contra el comunismo ruso. Participando en los triunfos espectacula‐res de los Ejércitos del Eje durante la primavera de 1940, España hubiese tenido la oportu‐nidad única de recobrar el desde tan largo tiempo perdido Gibraltar y de satisfacer sus ape‐titos de expansión en Africa del Norte.
La situación militar en julio de 1940 era tentadora. Francia acababa de desplomarse. Los victoriosos Ejércitos alemanes reposaban en la frontera pirenaica, entre España y Fran‐cia. Había sido deshecha la resistencia contra Alemania por doquier. Prácticamente toda la Europa central y oriental era "territorio ocupado": Checoeslovaquia, Polonia, Noruega, Di‐namarca, Holanda, Bélgica. Aunque en paz y colaborando con Alemania, Rusia estaba entre‐tenida en su campaña contra Finlandia. Italia acababa de unirse a Alemania. Los lejanos Es‐tados Unidos, sin preparación y reacios a entrar en la guerra. Gran Bretaña aislada y, al pa‐recer, a merced de los aviones, submarinos y lanchones de desembarco tudescos. Tan sólo un reducto quedaba en el Continente europeo: Gibraltar. Y contra un ataque español, apo‐yado por la aplastante superioridad alemana en bombarderos y carros de combate, Gibral‐tar era insostenible. La artillería española estaba asentada y sus cañones apuntaban al Peñón. A aprovechar la evidente debilidad británica para defenderlo, era instado el General Franco dentro de España, especialmente por elementos de la Falange y de las juventudes universitarias.
¿Por qué no siguió entonces el General Franco el ejemplo de Mussolini y utilizó la dora‐da oportunidad para atacar al aislado y acosado Gibraltar británico y a la vencida y desvali‐
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da Francia en Africa del Norte? No podrá formularse una respuesta tajante hasta que todas las pruebas pertinentes, incluso las diplomáticas, puedan ser estudiadas y tamizadas. Mien‐tras tanto, podremos obtener alguna luz sobre el problema, de lo que el Embajador italiano Paulucci me dijo a fines de 1943.
Paulucci era un distinguido diplomático de carrera, casado con una dama medio inglesa. Sirvió a su país antes y después del advenimiento de Mussolini. Al entrar Italia en la guerra —junio de 1940— ocupaba un puesto clave del Ministerio de Asuntos Exteriores de Roma, por lo que tenía extensos conocimientos acerca de las negociaciones del Eje, incluso con España. Según él, Franco estaba en extremo mal dispuesto a seguir a Italia en la declaración de guerra, por dos razones principales. Primero, ansiaba que España se recobrase de las devastaciones de su guerra civil mejor que embarcarse en otra guerra. Segundo, tenía mie‐do de que, si España entraba en la guerra en tales condiciones de debilidad, el país se viera sujeto a una ocupación e intervención de alemanes e italianos y con ello perdería la inde‐pendencia nacional y posiblemente parte de su patrimonio. Para entonces había resistido ya con obstinación las peticiones italianas de bases en las Paleares en compensación a la ayuda prestada en la Guerra Civil Española y tenía como una psicosis de que otras peticiones simi‐lares le fueran hechas en el futuro.
Según Paulucci, la actitud del General Franco estaba reflejada y completamente com‐partida por sus dos primeros Ministros de Asuntos Exteriores —Conde de Jordana y Coro‐nel Beigbeder— que eran francamente opuestos a concordar alianzas con el Eje o a cual‐quier clase de participación de España en la guerra. Estos dos hombres resistieron a las za‐lamerías y súplicas del Conde Ciano, Ministro italiano de Asuntos Exteriores e infortunado yerno de Mussolini. En la visita oficial de Ciano a España, consiguió cierto consuelo del cu‐ñado de Franco, Serrano Suñer, Ministro entonces del Interior, pero que poco más tarde sucedió a Beigbeder en Asuntos Exteriores, y que dióle a entender que podía convencerse a Franco de que apoyase activamente al Eje, si Mussolini y Hitler le admitían como partícipe en línea de igualdad y le ofrecían garantías y alicientes territoriales, tales como Gibraltar, todo Marruecos y el distrito de Oran, en Argelia.
Esta puede ser la base de las declaraciones póstumas del Conde Ciano en su Diario, según el cual el General Franco se hubiese empeñado en la lucha con ciertas com‐pensaciones. No existe, según creo, ningún otro indicio.
Ciano era en extremo optimista, si hemos de creer a Paulucci, sobre las posibilidades de contar con la cooperación de Franco, y apremiaba a Ribbentrop y a Hitler para que le ofre‐ciesen los alicientes que estimaba necesarios. Pero en esto falló. Una vez conseguido el de‐rrumbamiento militar de Francia en la primavera de 1940, Hitler y von Ribbentrop pensa‐ron que Vichy colaboraría con ellos y que, por consiguiente, no debía ser desmembrado el Imperio colonial francés, sino mantenido intacto como escudo de gran utilidad para Alema‐nia. Por otra parte, el programa de Ciano estaba basado en la no colaboración de Francia, repartiéndose en tal caso entre Italia y España sus mejores dependencias norteafricanas.
Varios extremos de este relato de Paulucci los vi confirmados y ampliados en un infor‐me que recibí en 1944 sobre ciertas declaraciones confidenciales de Serrano Suñer concer‐nientes a la famosa entrevista del General Franco y Hítler en la frontera franco‐española de Hendaya en septiembre de 1940. Según él, tuvo el Fuhrer que esperar y fué tratado además con escasa cortesía por el Caudillo. En el curso de la conversación, Hitler recordó a Franco la estrecha simpatía entre los dos regímenes y la deuda española con Italia y Alemania, pre‐guntándole si no deseaba entrar en una alianza política con el Eje. Hitler no pidió claramen‐te a Franco que se lanzase a la guerra, pero el Caudillo interpretó que ese era su pensamien‐to, por lo que, después de subrayar la débil y delicada situación que atravesaba España en época tan inmediata a la Guerra Civil, le indicó no existía justificación posible para que Es‐paña entrase en la guerra, a no ser que esto tuviese como resultado algunas ventajas terri‐toriales. Hitler preguntó entonces a Franco qué consideraba como ganancia territorial, a lo que el Caudillo repuso que podría ser el Marruecos francés, extendiéndose a continuación en numerosos detalles acerca de sus derechos históricos. La contestación de Hitler fué que,
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aunque había vencido a Francia y la tenía en su poder, estaba convencido de que la Nueva Europa no podría subsistir sin la colaboración espontánea de esta potencia. Declaró que, aun derrotada Francia, seguía siendo una gran nación, desde el punto de vista cultural, económico y político, y que deseaba la alianza y colaboración francesas. No estaba en dispo‐sición de discutir ninguna cuestión sobre el territorio francés mientras no hablase con el Mariscal Pétain y examinase con él la situación.
Según este informe, parece ser que Franco se sintió "aliviado en gran manera" al ver re‐chazada su proposición, y aseguró a Hitler que Pétain era un gran amigo de España y que jamás haría nada que pudiera injuriarle o dificultarle su tarea, en el Gobierno de Francia y de su Imperio colonial. En las palabras que en el informe se le atribuyen a Serrano Suñer, Franco dijo "que había señalado el asunto de Marruecos, únicamente para poner de ma‐nifiesto las dificultades de la posición española. Adoptó esta débil salida porque en modo alguno deseaba exponerse a la guerra". Según Serrano Suñer, indicó Hitler a su séquito an‐tes de abandonar Hendaya, que "no debía esperarse de España un ofrecimiento de ayuda militar en la contienda."
Existen noticias contradictorias sobre la visita que posteriormente (diciembre de 1940) efectuó a Berlín Serrano Suñer. La que circulaba por Madrid en 1944, atestiguada por Pau‐lucci, afirmaba que el Ministro español de Asuntos Exteriores trataba de hacer algunas ges‐tiones con los alemanes para la entrada de España en guerra, pero que Franco envió con él a otro Ministro para contrarrestarlo y evitar que hiciese tales proposiciones. Otro informe, dado recientemente por el General alemán Jodl, sostiene que Serrano Suñer, de acuerdo con Franco, hacía de tope contra la presión de Ribbentrop y de Hitler para que España partici‐para en la lucha.
Por todos los informes que me ha sido posible recoger, y por las conversaciones que sostuve con el Conde de Jor‐dana y con el mismo Caudillo, tengo la casi absoluta seguridad de que Franco, al contrario que Mussolini, ya en 1940 estaba decidido a no entrar en la con‐tienda. Es por temperamento hombre da gran cautela, natural de Galicia, lo que en nuestra tierra equivale a decir "un hombre, de Missouri". Procedía asimismo como un "realista" práctico, pues no se forjaba ilusiones sobre la debilidad y el agotamiento derivados de los tres años de Guerra Civil. Tampoco se las hacía sobre la profunda escisión entre los españo‐les y tenía clara visión del peligro que significaba para su recientemente establecido y aún inseguro régimen, meterse en una aventura impopular, máxime sabiendo que la gran mayo‐ría de los españoles deseaba la paz y no la guerra, tanto civil como exterior.
Es muy posible que Franco tuviese además algún sentimiento caballeresco hacia Fran‐cia, y especialmente hacia el Mariscal Pétain. Francia era el único país extraño que conocía y en él había recibido parte de su instrucción militar, asistiendo a los cursos de la Escuela de Guerra como alumno de los Mariscales Foch y Pétain. Sin duda le gustaba Francia y admira‐ba enormemente sus tradiciones militares. Cuando el Mariscal Pétain fué acreditado como Primer Embajador francés en 1939, pudo renovar y reforzar los lazos de amistad, de los que se mostraba evidentemente orgulloso. Al sufrir el Ejército francés la terrible derrota de 1940 y Pétain abandonar Madrid para hacerse cargo de una triste y humillada Francia, hubiera sido para Franco algo inhumano seguir el ejemplo de Mussolini y dar a Francia (y a Pétain) una "puñalada por la espalda". El Caudillo me dijo en cierta ocasión que "ningún hidalgo español habría hecho eso".
Franco sintió sin duda en 1940 la necesidad de aplacar a los alemanes, que estaban en la frontera española con toda su potencia y envanecidos con la victoria. Por esto, probable‐mente quiso dar una impresión de condescendencia y considerar cesiones territoriales por parte de Francia como el precio de la entrada de España en guerra, indicándoselo incluso a Hitler en 1940, aun cuando Serrano Suñer, que es el informador, señala muy significativa‐mente el "alivio" que Franco demostró al ver que de aquello nada se derivaba.
Si Hitler hubiese actuado con mayor rapidez en septiembre de 1940 y hubiese ofrecido a Franco todo cuanto Ciano juzgaba que debía dársele, Franco se hubiese visto sin duda en
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muy mala postura. Pero la forma como hu biese reaccionado en tales circunstancias nos es desconocida. Mi opinión personal es que hubiese retrasado las negociaciones y que, una vez iniciadas, las hubiera llevado con extraordinaria lentitud. No era partidario de más guerra, y debo subrayar que procedió muy cautamente.
I I Pero la suposición es académica, pues Hitler no hizo ofrecimientos a Franco en su me‐
morable entrevista y se mostró incomprensiblemente indiferente hacia España. En esto era mucho menos sensato y precavido que Ciano, y posiblemente también que Serrano Suñer. Al descuidar y dejar de extender el dominio militar de Alemania a toda la Península Ibérica, cosa de fácil realización en 1940, con o sin la cooperación española, cometió el primero de una serie de fatales desatinos estratégicos.
La raíz de los errores de Hitler parten de una sobreestimación de Francia y falta de aprecio de Gran Bretaña y Rusia. Parece ser que estaba persuadido de que Francia era el único país cuyo Ejército podía organizar y llevar a cabo una seria, real y gran resistencia contra Alemania. Por eso, cuando estos Ejércitos demostraron su falta de habilidad para enfrentarse con la Blitzkrieg, derrumbándose y capitulando en menos de un mes, debió sa‐car la conclu sión de que todo lo demás le sería sumamente fácil. Los británicos habían de‐pendido de los franceses, y sin ellos eran impotentes. Los rusos tenían por el momento sus manos ocupadas con la pequeña Finlandia; ¡cuan pronto podría terminar con ellos la gran y todopoderosa Alemania!
Pasados los acontecimientos se ve con claridad suma que lo que debía haber hecho Hitler en 1940, apenas conquistada Francia, era concentrar todas sus fuerzas y recursos contra Inglaterra. Con su superioridad aérea y su potencia submarina, Alemania podría haber preparado y lanzado operaciones anfibias de gran escala desde los puertos del Canal contra la Isla en el verano y otoño de 1940 e invierno de 1941. También pudo haber apro‐vechado su exceso de fuerzas acorazadas para rebasar la Península Ibérica, sin respetar los deseos del General Franco. Gibraltar hubiera sido ocupado con seguridad inmediatamente, y mediante una apropiada ayuda alemana a Italia, habría sido cerrado también el canal de Suez. De esa forma la "línea vital" británica a través del Mediterráneo hubiera sido cortada por ambas partes, y ningún "punto flaco" de Europa hubiera quedado expuesto a posibles reacciones de Inglaterra o de cualquier otro enemigo de Hitler. La relativa facilidad con que posteriormente desembarcaron en Europa los aliados nos otorga buenas razones para creer que, en la primavera de 1941, los alemanes pudieron haber invadido Inglaterra con idéntico éxito y facilidad. Las unidades acorazadas británicas de aquel entonces no eran ni potentes ni numerosas, y los Estados Unidos permanecían en paz y sujetando a la norma del "paga y toma" cualquier ayuda material a la Gran Bretaña.
¡Pero en lugar de eliminar a Inglaterra en la primavera de 1941, Hitler atacó a Rusia! Esto constituyó su mayor disparate. Por haber proyectado probablemente este error de antemano, cometió en 1940 la gran falta de no concentrarse contra Inglaterra y ocupar Es‐paña, conquistando Gibraltar.
No deja lugar a dudas que las dificultades que había tenido Rusia para subyugar a Fin‐landia, en contraste con la facilidad con que la Alemania nazi conquistó a Francia, hicieron pensar a Hitler que la máquina militar germana podría hacerse en poco tiempo con la ex‐tensa Unión Soviética imaginándose que fácil y rápidamente podría quitar a Rusia todas las posibilidades de engañarle y trastocar su "Nuevo Orden", así como con iguales facilidad y rapidez podría convertir en realidad su ambición de toda la vida: asegurar al Herrenvolk, al pueblo de los señores, el grano de Ucrania y el petróleo del Cáucaso. Entonces, se despojó súbitamente de la máscara de colaboración con Stalin y se lanzó alegremente a la guerra contra él. Me indicó el Embajador Paulucci que Hitler ni se tomó la molestia siquiera de in‐formar de antemano a su aliada Italia.
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El Führer no pudo olvidar la necesidad de luchar, tarde o temprano, contra la Gran Bre‐taña. Tal vez pensó que el blitz aéreo mantenido contra Inglaterra durante los años 1940 y 1941, bastaría para convencer a los británicos de la orfandad de su aislada posición y la conveniencia de firmar la paz. De todas formas, debió de pensar que, una vez que su incur‐sión contra Rusia se viera premiada con un rápido éxito, le quedaría tiempo sobrado para ir contra el Mediterráneo e Inglaterra. En cuanto a España, poseedora de una de las dos llaves del Mediterráneo, estaba seguro de que la tenía en un bolsillo. Franco se encontraba ligado por obligaciones militares y económicas con el Eje y daría la bienvenida al vencedor de Ru‐sia y extirpador del comunismo. No necesitaría otra clase de soborno. No se trataba de que reconociera sus obligaciones y se aliara inmediatamente al Eje. Alemania tenía en sus ma‐nos cartas de triunfos que podía emplear en el momento que desease: divisiones acoraza‐das en sus fronteras terrestres, submarinos a lo largo de sus costas, bombarderos sobre sus ciudades. Franco no podía ser tan loco u obstinado que resistiese a Alemania al llegar para el Eje el momento de avanzar contra la Península Ibérica y cerrar el extremo occidental del Mediterráneo. Procuraría ser prudente y medir sus pasos.
No dudo de que Franco se alegraría al ver que Alemania atacaba a Rusia en junio de 1941. Prometía ser un golpe decisivo para el comunismo y, a la vez, alejaba de España acon‐tecimientos decisivos. Todavía Franco y su Gobierno, al igual que todo el pueblo español, estaban completamente seguros de que perduraba para España el grave peligro de conver‐tirse en un "país ocupado" y posiblemente en campo de batalla principal.
El peligro persistía serio y agudo en 1942, el primero de mi estancia en España. Verdad es que América acababa de entrar en la guerra, en una estrecha alianza con la Gran Bretaña. Cierto también que Rusia desplegaba una potencia inesperada y gran valor y que mantenía empeñadas a las principales fuerzas alemanas lejos del suelo español. Sin embargo, la situa‐ción militar en general era claramente favorable al Eje y desfavorable para los aliados du‐rante toda la primavera y verano de 1942. No contábamos con una sola victoria aliada con que mitigar el desaliento u otorgar fe a nuestros amigos españoles.
Por otra parte, los japoneses, con la velocidad del rayo, extendían sus conquistas por las Filipinas, las Indias Orientales holandesas, Siam y Birmania; aislaban Chunking y amenaza‐ban a la India y a Australia. Los alemanes se hallaban adentrados en Rusia, y en posesión del inmenso granero de Ucrania y amenazaban, no solamente a Moscú y a Leningrado, sino también a Stalingrado y todos los importantes campos petrolíferos del Cáucaso. Los italia‐nos ocupaban Grecia y preparaban, con ayuda alemana, un esfuerzo final para desalojar a los británicos de Egipto y del Mediterráneo oriental.
Para la gran masa de españoles, el Eje lo abarcaba todo y era aparentemente todopode‐roso. Al Norte de España, poderosas divisiones alemanas hacían guardia en Francia y en los Pirineos. En el Sur, los supuestos colaboracionistas franceses, dependientes de Vichy, con‐servaban Marruecos y Argel. Las únicas tropas aliadas próximas a la Península estaban in‐tegradas por la pequeña guarnición británica de Gibraltar y los combatientes del General Montgomery, en, el desierto, sitiados en Tobruk o retirándose desde Trípoli a Egipto, hacia el Canal de Suez.
Por aquellos días confesar cualquier parcialidad por los aliados, hubiese sido para Es‐paña tan suicida como para Turquía, Suecia o Suiza. La suerte de los escasos neutrales eu‐ropeos nada tenía de alegre. Temerosos por instinto de lo que Alemania podía hacerles, to‐dos siguieron una política de "apaciguamiento" con el Eje. El de España, tomó la forma no‐minal de "no beligerancia", por la que hacía saber que no era neutral y que podría imitar eventual‐mente a Italia y unirse a Alemania. En realidad, el apaciguamiento consistía enton‐ces en dar al Eje muchas palabras y pocas ventajas. El General Franco alabó los éxitos ale‐manes y el "Nuevo Orden" de Europa en alguno de sus discursos. En la Prensa, Radio y Ser‐vicio Postal españoles se mostraba favoritismo* hacia el Eje y oposición a las noticias y pro‐paganda aliadas. Se toleró a jóvenes falangistas demostraciones contra los "despojadores" de Gibraltar y Cuba —los británicos y americanos—. Una División de tropas españolas, su‐tilmente velada como de "voluntarios" —la llamada "División Azul"— fué enviada, con una
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escuadrilla de aviación, a luchar contra Rusia unida a Alemania en su frente "anticomunis‐ta", mientras el grueso de las fuerzas armadas españolas era concentrado, no a lo largo de los Pirineos, donde podría molestar a los alemanes, sino en el Marruecos español donde distraían a los aliados. Los propagandistas alemanes, que formaban como legión en España, difundían constantemente historias, según las cuales nada tenían que temer los españoles del virtuoso Eje y, en cambio, sí mucho de los malvados e imperialistas aliados.
I I I A principios de septiembre de 1942, el cese de Serrano Suñer en la cartera de Asuntos
Exteriores, aumentó nuestras esperanzas, a pesar de que, dadas las circunstancias del mo‐mento, difícilmente podíamos esperar de su sucesor, Conde de Jordana, una súbita modifi‐cación de la política exterior. Proseguía la "no beligerancia española".
Una visita que recibimos a fines de ese mismo mes del representante personal del Pre‐sidente Roosevelt en el Vaticano, Mr. Myron Taylor, sirvió para acentuar las dudas que ten‐íamos sobre la posible actitud futura del Gobierno Español. De acuerdo con las instruccio‐nes del Presidente y con las disposiciones especiales sobre su "salvoconducto" entre el Vati‐cano y el Gobierno de Italia, Mr. Taylor pasó sobre Madrid en un avión comercial italiano con dirección a Roma para sostener importantes y urgentes conferencias con el Papa. Hablé con él breves momentos en el aeródromo de Barajas y me aseguró que, a su regreso, se de‐tendría en la Embajada. Se realizó esto el lunes 28 de septiembre. Le acompañé al día si‐guiente en sus visitas al Nuncio de S. S. y al' Ministro de Asuntos Exteriores, quien por la no‐che asistió a una cena que ofrecí en la Embajada en honor de Mr. Taylor. Es seguro que le resultó simpático al Conde de Jordana y que quedó muy bien impresionado, aunque, aparte de divagar sobre la amenaza comunista, se mostrase muy discreto en lo relativo a la política y actitud de España.
Mr. Taylor había proyectado salir de Madrid para Lisboa en un avión español el miérco‐les 30 de septiembre. Al llegar al aeródromo se nos informó que una "alta jerarquía" había suspendido el vuelo para ese día. Al regresar a la Embajada nos encontramos con un mensa‐je del Caudillo comunicándonos que deseaba hablar con él en El Pardo.
Por consiguiente, fui a El Pardo con Mr. Taylor; allí nos encerramos durante hora y me‐dia con el General Franco, el Conde de Jordana y un intérprete. No fué ni mucho menos una sesión confortadora. Tomamos asiento en el precioso y magníficamente tapizado despacho del Caudillo, frente a los ventanales, entre los que colgaban en extraña compañía tres retra‐tos dedicados: el del Papa en el centro, el de Hitler a su derecha y el de Mussolini a la iz‐quierda.
La conversación corrió casi exclusivamente a cargo del General Franco y de Mr. Taylor. La inició el primero con un largo discurso que, sin duda, tenía preparado de antemano. Sus puntos principales consistieron en que la guerra de los Estados Unidos contra el Japón era independiente y distinta de la lucha en Europa, la cual iba contra el comunismo sin que no‐sotros debiéramos intervenir; que Hítler era un hombre honrado que no tenía nada en con‐tra de la Gran Bretaña y no pensaba atacar su independencia; y que el gran enemigo de In‐glaterra y de los Estados Unidos, al igual que de Alemania, Italia y toda la Cristiandad, era la "bárbara y oriental Rusia comunista".
La réplica de Mr. Taylor fué muy hábil. Gradualmente, mediante una serie de preguntas, obtuvo asentimientos del Caudillo sobre el básico punto de que los Estados Unidos debían luchar en una guerra que la totalidad del Eje, no solamente Japón, había desencadenado; que Hitler no respetaba la independencia de las naciones, ni pensaba respetar la integridad del Imperio británico, y que era la Alemania nazi la que se había dirigido por la senda de la guerra y no la Rusia comunista. Prestó el Caudillo grande y profunda atención a la amplia defensa que Mr. Taylor hizo de Rusia y hubo una franca discusión acerca del "duende" del
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comunismo y sobre el amplio relato de Taylor sobre el poder de América y su voluntad de vencer.
De regreso a la Embajada, Mr. Taylor me confesó que sentía gran inquietud por la apa‐rente simpatía del General Franco hacia el Fascismo y su creencia en la propaganda nazi. Inútil decir que yo también estaba preocupado. Pero, como descubrí bastante después, el ruido fué mayor que las nueces, aunque aquél resultara entonces de máxima intensidad. El que más adelante se aplacase debe atribuirse en gran parte, según creo, a esta entrevista y a su diálogo con Myron Taylor, quien al día siguiente salía en un avión español hacia Lisboa.
El 30 de septiembre, en carta al Presidente, informé "sobre el inmenso interés que hab‐ía despertado el viaje de Myron Taylor al Vaticano, ampliamente destacado y comentado por la Prensa española. Los periódicos de propiedad alemana y los de Falange lo interpre‐taban como inicio de gestiones de paz por las Naciones Unidas. Los más moderados querían ver en él un esfuerzo de los Estados Unidos por apartar a Italia del Eje, anhelando que fir‐mase una paz por separado con ellos. Los rumores —que en España están más informados que la prensa intervenida— aseguraban que el viaje era "sensacional" y "que no presagiaba nada bueno para Alemania". Tuve un diluvio de peticiones españolas para entrevistarse con "el gran Myron Taylor", y mi cena de la última noche, proyectada primeramente para diez y ocho comensales, tuvo que ampliarse hasta treinta —incluyendo a Jordana, con su jefe de gabinete y Ayudante Militar, el Subsecretario Pan de Soraluce, el Nuncio Apostólico, el Em‐bajador Chileno y los Ministros de Inglaterra e Irlanda, extraños compañeros, pero que de‐seaban acercarse a Taylor para conocer lo que podría decir durante la cena. La visita de Taylor, aparte de ser una gran alegría para mí, llegó en el preciso momento psicológico para la causa de América en España. Necesitábamos una visita casual de ese estilo".
En la misma carta mencionaba al Presidente otro asunto que en aquel crítico momento se mostró como beneficioso para nosotros y perjudicial para Alemania.
"Aparte de la visita de Mr, Taylor, el tema más discutido (en conversaciones, no en
la Prensa) es el hundimiento del barco español "Monte Gorbea", a lo largo de la Mar‐tinica. Todo el mundo cree que el hundimiento fué llevado a cabo por un submarino alemán y muchos expresan la creencia de que tenía por finalidad avisar a España que no ''flirteara'' con América, o que, por e1 contrario, no alterara la política pro‐Eje de Serrano Suñer. La impresión es muy amarga y no quedaría nada sorprendido si el hundimiento, con las numerosas vidas perdidas, produjera una violenta reacción con‐tra Alemania. El jueves pasado me indicó el Conde de Jordana que iba a ir al fondo del asunto y descubrir, si humanamente era posible, el cómo y por qué del hundimiento. Me aseguró que había consultado ya con el Embajador alemán, quien, en nombre de su Gobierno, le había asegurado categóricamente que ningún submarino alemán era res‐ponsable del acto. Jordana dio a entender implícitamente que no creía que el desastre hubiese sido causado por un submarino o mina americana, diciéndome que esperaba que yo le diera, tan pronto como me fuese posible, una respuesta categórica y oficial y que mi Gobierno cooperase para la pronta repatriación de los supervivientes."
Debo añadir que al poco tiempo dábamos a Jordana la respuesta negativa y cooperamos
a esa repatriación, y que Alemania, tras considerables discusiones, reconoció finalmente la responsabilidad del hundimiento, pagando a España una indemnización.
Lo cierto es que la Prensa española jamás hizo alusión al hundimiento por los alemanes del "Monte Gorbea", con la mayoría de sus pasajeros españoles y la preciosa mercancía de trigo de Argentina, lo que claramente indica el gran recelo con que el Gobierno español mi‐raba a Alemania, y su deseo de no excitar a la opinión pública contra ella. Necesitábamos convencernos que hasta que los aliados obtuviesen algún éxito militar decisivo nos encon‐traríamos en franca desventaja para luchar contra la no‐beligerancia española,
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I V A pesar de todo, combatimos contra ella durante los días aciagos de 1942. A falta de
armamento militar, empleamos otros medios. Uno de ellos era el que había utilizado Sir Samuel Hoare con gran arte durante las malas jornadas (para él y para Inglaterra) de 1940 y 1941. Consistía en revestirnos de una apariencia de impenetrabilidad y de seguridad. Mi familia y yo, así como todo el personal de la Embajada Americana dábamos simplemente por indudable que las Naciones Unidas podían y debían ganar inevitablemente la guerra, aprovechando cada una de nuestras palabras y acciones para infiltrar suavemente esta con‐vicción entre los españoles, fueran o no del Gobierno. Descartábamos sencillamente con una carcajada o un encogimiento de hombros cualquier expresión de duda o cualquier informe de los avances enemigos en Rusia, Egipto o Birmania. Eramos impermeables para los acon‐tecimientos desfavorables y mostrábamos gran seguridad en cuanto a la situación general. Nuestra táctica era mantenida con no pequeños esfuerzos de ánimo y singular excitación nerviosa, pero estoy seguro de que tuvo un magnífico, aunque impalpable efecto sobre Es‐paña.
Otra de nuestras armas fué una firme intensificación y mayor difusión de nuestra pro‐paganda. El 1 de junio de 1942 escribí al General William Donovan, que dirigía por entonces la organización que más tarde dió origen a la Oficina de Información de Guerra, lo siguiente:
"Dos semanas en Madrid me han convencido. de que la oportunidad presente es la más preciosa para aumentar enormemente y hacer más eficaz la propaganda americana en Es‐paña. Los ingleses cuentan con una gran organización, que realiza un espléndido trabajo, pero su director, Mr. T. F. Burns, admite con franqueza que los españoles prestarían oído antes a los americanos que a los británicos y que el trabajo inglés no tiene presentes ciertas cuestiones fundamentales que debía dilucidar la propaganda americana, como la creciente preparación y producción de guerra de nuestro país, progresos científicos, películas, actitud de los prelados católicos e intelectuales americanos frente al nazismo, las relaciones de los Estados Unidos con la América Latina y viceversa, y la resuelta determinación de América de vencer en la guerra y cooperar en el establecimiento de una paz justa... El Gobierno Es‐pañol, tal como está al presente, es, en sus palabras cuando menos, muy favorable al Eje, pero las masas españolas son genuinamente "españolas" y más anti‐germanas que anti‐americanas. Y, en vista de las inmediatas operaciones ofensivas aliadas en el Continente, existe en grado imperativo la necesidad de una adecuada propaganda americana.
"La única que hoy día se hace es la dirigida por el Segundo Secretario de la Embajada Mr. Crain. Es éste un funcionario laborioso, y hace cuanto puede con la ayuda de unos cuan‐tos oficinistas y enlaces, con los que imprime en una multicopista unos folletos, y algunas veces organiza en la Embajada sesiones de cine. A pesar de la escasez de medios y facilida‐des, logra sacar un boletín semanal en inglés y español, que se envía por correo a una lista seleccionada y distribuye algunas revistas y periódicos ilustrados, así como una abundante correspondencia. Sin embargo, esto es tan sólo un comienzo, de gran utilidad, para estable‐cer contactos, adquirir experiencia y averiguar lo que se debe y no se debe hacer. Estimo que nos llevará alguna vez hacia algo más hondo y extenso.
"Por conducto del Departamento de Estado le he dirigido un telegrama en el que le ex‐
ponía el programa que me agradaría ejecutar lo antes posible. Comienza con el alquiler de una casa (la de Byne), a cuatro manzanas de la Embajada. Mr. Byne era un arquitecto americano que vivía hace años en Madrid y cuya esposa era coleccionista y vendedora de antigüedades españolas. Ambos han muerto ya y la casa, con sus magníficos muebles, es parte de una heren‐cia administrada... en Nueva York... No sé cuál podrá ser su renta, pero me imagino que la anualidad completa no pasará de los doce mil dólares, y aún podría ser mucho menos, espe‐cialmente si se pagase en dólares en Norteamérica, en lugar de hacerlo en España con pesetas. ..
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"Tres personas integrarían la dirección: el Director en Jefe, que debe ser un periodista juicioso y de gran experiencia... Es necesario además un primer Auxiliar..., y para este puesto sugiero el nombre de Emmet Hughes, que en la actualidad presta sus servicios en la sección de investigación de su negociado... También deberíamos contar con un Agregado... especializado en películas y cine... Para ayuda del Jefe, del Auxiliar y del Agregado, serían necesarios algunos impresores, escribientes y personal hábil y con experiencia. La mayor parte de éstos podría‐mos escogerla en Madrid entre los españoles, con sueldos relativamente bajos. Probablemente sería necesario traer dos o tres de nuestro país.
"Cualquier organización de esta clase deberá funcionar, desde luego, en armonía con la Embajada, y pensaba designar a Mr. Crain como oficial de enlace entre la Embajada y yo, por un lado, y ese establecimiento y su Director por otro... Sería también necesaria una colabora‐ción del Departamento de Estado y de su Oficina para la aprobación y puesta en práctica de este programa..."
Casi al mismo tiempo que expedí esta carta para el General Donovan, escribí a Mr. Char‐
les A. Thomson, de la la Sección de Relaciones Culturales del Departamento de Estado, pi‐diendo la designación de un experto Agregado de Relaciones Culturales para la Embajada de Madrid, y también al Dr. Nicholas Murray Butler solicitando de la Fundación Carnegie el envío de algunos libros para una proyectada biblioteca y sala de lectura. Igualmente discutí con Mrs. Foltz, esposa de nuestro corresponsal en Madrid de la Associated Press, persona amabilísima y biblioteca‐ria experta, la posibilidad de que ella se encargase de la biblioteca y de las actividades sociales de la "Casa Americana", que podría abrirse en un anexo de la Embajada.
Tardamos mucho tiempo en llevar todos estos planes a efecto. El Dr. Butler, como libre de trabas burocráticas, fué el primero en contestar y lo hizo enviándonos un lote de libros sobre la historia de América, ciencias políticas y económicas, que formaron el núcleo de lo que llegó a ser, en poco tiempo, una floreciente y muy concurrida biblioteca americana en Madrid. Del General Donovan y después de su sucesor en la Oficina de Información de Gue‐rra, Mr. Elmer Davis, nos llegaron testimonios' de su vivo interés y promesas de ayuda que gradualmente fueron convirtiéndose en realidades.
En el verano de 1942 tuvo lugar la llegada de Mr. Emet Hughes, que al principio actuó como auxiliar de Mr. Crain y después —cuando éste, enfermo por exceso de trabajo, hubo de regresar a América— como jefe de la Sección de Prensa. A principios de septiembre de 1942 firmé el arriendo de la casa de los Byne, en la que quedó instalada nuestra sección de Prensa y Propaganda (o avanzadilla de la Oficina de Información de Guerra en Madrid). Muy pronto se convirtió en una gran colmena, llena de actividad y de zumbidos. En el tercer piso, además de las oficinas, estaba la biblioteca y el salón de lectura, a cargo de Mrs. Foltz. En él edificio contiguo al garaje, se encontraban las linotipias, cámaras fotográficas y máquinas de imprimir, así como los cuartos de reparto, de donde salían boletines diarios en inglés, boletines bi‐semanales en español, una "Carta de América" semanal y millares de copias en español de las revistas "En Guardia" y "Reader's Digest", así como gran número de fotograf‐ías y artículos para los periódicos y para "Efe", la oficiosa agencia española de noticias. En el piso segundo se habían organizado las salas sociales, donde se proyectaban todas las no‐ches los noticiarios y películas americanas a los distintos grupos de invitados y donde se tenían las conferencias y meriendas, incluso el "círculo de labores de punto" de la Sra. de Hayes, integrado por damas españolas e ibero‐americanas, así como la fiesta que tenía lugar todas las semanas para jóvenes españoles. Todas las señoras de la Embajada cooperaron por lograr un gran éxito de la "Casa Americana" y, sin duda, lo consiguieron. La dirección de la Casa fué aumentando de personal, hasta que llegó a estar formada, además de Mr. Hughes y Mrs. Foltz, por seis americanos encargados respectivamente del cine, boletines, fotografía, artículos, envíos, y parte económica; por tres escribientes norteamericanos y unos sesenta empleados españoles.
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El Departamento de Estado tardó no poco en designar un Agregado Cultural para Ma‐drid. Por fin nos llegó en 1943 el profesor John Van Horne, de la Universidad de Ilinois, es‐pecialista en literatura y lengua hispana. Al entablar éste relaciones especiales con los uni‐versitarios españoles, ayudó en grado sumo a complementar el trabajo de la Sección de Prensa.
Mientras tanto, la Cancillería de la Embajada extendía y distribuía sus actividades por una serie de secciones (política, economía, prensa, petróleo, refugiados, relaciones cultura‐les, etc.). Para unificar el trabajo de estas secciones y oficinas y para dirigir cada una de ellas hacia el primordial objetivo de separar a España del Eje y llevarla hacia los Aliados, organi‐zamos bien pronto conferencias semanales, a cargo de los empleados más antiguos de la Cancillería y de los Jefes de las Agregaciones. En vista de la dificultad y delicadeza de nues‐tra misión en España, mi Consejero y yo decidimos (creo que con razón) que los servicios funcionasen como un todo orgánico, dependiendo, en métodos y táctica, de una dirección e intervención centrales.
No había ningún obstáculo en ello por parte de los diplomáticos entrenados o los Agre‐gados que conocían las condiciones locales. Pero a veces era difícil y largo hacer compren‐der a los recién llegados de la Oficina de Información de Guerra o de la Oficina de Servicios Estratégicos, que no estábamos en España para luchar contra los españoles o torpedear a su Gobierno, sino para ganar la guerra contra el Eje y conseguir todo el apoyo posible para esta finalidad, tanto del pueblo español como de su Gobierno. Repetidas veces indiqué a los miembros de mi Embajada que su misión estaba por encima de sus opiniones y que, tuvie‐sen las ideas que tuviesen sobre el régimen de España, su obligación era guardar en actos y palabras la neutralidad más estricta. A la postre, era el régimen con que teníamos que tra‐tar, el régimen que determinaba la política de España hacia nosotros y hacia la guerra. Sab‐íamos que los "izquierdistas" españoles simpatizaban con nosotros. No era necesario con‐vertirlos, y el alentarles a una revolución hubiera sido para nosotros suicida y totalmente contrario a las instrucciones del Presidente Roosevelt y a los deseos clara y repetidamente expuestos por nuestra Junta de Estados Mayores Combinados. Un cambio a la fuerza del régimen español ni era probable ni siquiera posible, y el único resultado que hubiéramos conseguido, en caso de fomentarlo, hubiera sido nuestra expulsión del país y la entrega de la estratégica España a Alemania.
Nuestro interés debía radicar en que nuestra labor de Prensa y Propaganda en España sirviera a los fines de guerra aliados y no prestara ayuda o diera facilidades al Eje, por lle‐varla a cabo con ignorancia o excesivo entusiasmo. Yo, por mi parte, tengo la seguridad de que logramos aquel objetivo, hasta con cierta inteligencia y eficacia. Era un servicio en el que no se afanaba solamente el personal de la Oficina de Información de Guerra o el de la Casa Americana de Madrid, sino que todos los miembros de la Embajada, tanto hombres como mujeres, y gran parte de la colonia americana de España, especialmente nuestros co‐rresponsales de Prensa, eran decididos propagandistas. Merced a la fiel cooperación de to‐dos nuestros Consulados, el reparto de la propaganda y la influencia que ella ejercía empe‐zaba a extenderse por todo el país.
No vaya a creerse que la "propaganda" como nosotros la entendíamos tenga sentido si‐niestro. No tratábamos de "inculcar" a los españoles ningún concepto falso o decepcionante. Procurábamos tan sólo proporcionarles información real sobre la razón de la lucha de Amé‐rica contra Alemania, bases que teníamos para afirmar que la victoria era nuestra y cómo entendíamos la cooperación de todas las naciones de buena voluntad para establecer, una vez terminada la guerra, una paz justa y duradera.
Los nazis que estaban en España y los falangistas afectos al Eje, hicieron, como era lógi‐co, todo lo posible para impedir y contraatacar nuestra propaganda. En algunas ocasiones bloquearon su distribución en correos y no pocas veces atemorizaron a los españoles que eran portadores de ella. En 1942 estorbaron eficazmente su venta o exposición en los pues‐tos de periódicos u otros lugares públicos. A pesar de todo siguió circulando normalmente y
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nos es grato recordar que para ello contamos siempre con la colaboración de los ingleses y los sudamericanos.
V Acabo de hablar de dos armas que, en ausencia de victorias aliadas, empleamos en Es‐
paña durante el año 1942 en contra del Eje: una adecuada propaganda y una postura psi‐cológica especial. Pero existía otra, tal vez la más importante, empleada ya por los ingleses durante los dos años precedentes.
Al acercarse en 1940 los ejércitos alemanes, después de la ocupación de Francia, a los Pirineos españoles y abstenerse España, a diferencia de Italia, de entrar en la Guerra junto a Alemania, pese a múltiples presiones, pensaron los ingleses que existía cierta posibilidad de que España permaneciese indefinidamente al margen de la guerra sí sus lazos comerciales con Inglaterra eran mantenidos y reforzados.
No ignoraban los ingleses que España dependía de fuentes de ultramar en ciertas mate‐rias primas, como petróleo, caucho, trigo, etc., que necesitaba importar si quería reparar, aunque sólo fuese parcialmente, su economía desequilibrada por tres años de destructora guerra civil. Podía la Gran Bretaña abastecerla de algunas de ellas, de primera necesidad, y hacerle posible la obtención de las demás en su Imperio, países amigos o aliados. España, por su parte, podría facilitar a Inglaterra hierro, potasa, frutas cítricas y otros productos que necesitaba y que, por razones de proximidad, le resultaba mucho más fácil transportar de la Península que a través del Atlántico. Por eso intensificaron los ingleses su comercio con España, e impelieron a los Estados Unidos, que entonces eran neutrales, a realizarlo tam‐bién. Durante los años de 1941 a 1942, antes de encargarme yo de la Embajada, abasteci‐mos nosotros a España de petróleo, algodón, camiones y tractores, concediéndole al efecto un amplio crédito, que fué pronto saldado por España mediante la exportación de produc‐tos propios, fácilmente vendidos luego en América.
Con todo, como resultado de algunos roces de importancia entre el Gobierno hispano y mi predecesor al frente de la Embajada5 y de una ola crítica que aumentaba día tras día en los Estados Unidos respecto a lo que se juzgaba una actitud de benevolencia hacia el régi‐men del General Franco, cesaron en julio de 1940 los envíos de petróleo a España6, y se es‐tableció una especie de embargo sobre los otros fletes. No agradó esto a los ingleses y en el otoño de 1941 lograron convencer a nuestro Departamento de Estado que la continuación del embargo, en especial de petróleo, redundaría en favor del Eje. Así se lo expuso el Se‐cretario Hull al Presidente: "La situación alimenticia es tan precaria en España y en tal gra‐do depende de los medios de transporte del interior del país, que una reducción al mínimo en la gasolina desembocaría posiblemente en desórdenes civiles, que pueden dar lugar a una intervención alemana, con el pretexto de "restablecer el orden". Por eso en noviembre de 1941, inició nuestro Gobierno negociaciones con el de España para levantar el embargo del petróleo, negociaciones que a principios de 1942, poco después de nuestra entrada en la guerra, condujeron a un convenio.
Lo que sobre todo deseábamos es que no pasase a manos del Eje absolutamente nada del petróleo que suministráramos a España. Para eso tomamos dos precauciones: consistía una en restringir al mínimo la cantidad que le proporcionásemos, la imprescindible para hacer frente a las necesidades españolas más perentorias, sin que quedase un sobrante para
5 Serrano Suñer, Ministro de Asuntos Exteriores entonces, era imperdonable en su actitud respecto a Mr. Weddell, al que mantuvo apartado del General Franco durante varios meses.
6 Teóricamente, si a España se la privaba del petróleo de los Estados Unidos, podía adquirirlo todavía de Ibero‐América. Pero nuestra participación en el control británico de «navicerts» y nuestra presencia económica en las refinerías sud‐americanas, producían prácticamente el efecto de que el embargo fuese total y mantenible o levantable, a nuestra volun‐tad.
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ser reexportado a nuestros enemigos7. La segunda precaución fué procurar que los carga‐mentos de petróleo para España y su distribución en el país estuviesen intervenidos por funcionarios americanos, con el fin de que no pudiesen caer en manos de los submarinos alemanes. Esto implicaba, desde luego, que España nos concediese tal género de facilidades para inspeccionar y vigilar su economía nacional que hubieran podido tomarse como una merma de su soberanía. El Embajador británico trató, en verdad, de disuadirnos varias ve‐ces de nuestra tenaz insistencia sobre este punto. Creía él que tal procedimiento sería con‐traproducente y hasta se le llegaría a considerar como un ultraje por los españoles. Sin em‐bargo, insistimos más y más en esto, y tan deseosa estaba España de rehacer su economía nacional y vital le era el petróleo, que terminó por aceptar agradecidamente nuestras con‐diciones.
Más tarde se acordó que el petróleo para España debía provenir del sobrante de las is‐las Caribes y había de transportarlo con sus propios petroleros, ya que no podíamos distra‐er ninguno de los nuestros destinados al esfuerzo de guerra. Lo que España obtuviera habr‐ía de traerlo con sus primitivos medios y sujetándose a las necesidades de los Aliados.
Fué una gran suerte que estuviese dirigida la intervención americana desde el comien‐zo por Mr. Walter Smith, veterano técnico en asuntos petrolíferos, que hablaba el castellano como un español y poseía enormes recursos, eficacia y una gran honradez y patriotismo. Pertenecía ya a nuestra Embajada a mi llegada a Madrid en calidad de agregado, y al poco tiempo su "sección del petróleo" comprendía a otros catorce funcionarios, todos de mucha experiencia y revestidos de privilegios diplomáticos. Estos auxiliares de Mr. Smith estaban destacados en puntos estratégicos de la España metropolitana, islas Canarias y el Marrue‐cos español. Consistía su labor en inspeccionar y comprobar la llegada de los petroleros españoles, controlados ya a su salida de las Caribes, y luego vigilar la distribución del petró‐leo en los distintos puertos de descarga y por las varias instalaciones de reparto a los con‐sumidores, debiendo investigar e informar sobre cualquier anormalidad o indicio de infrac‐ción al convenio petrolífero de que hablamos.
Nos llegaron multitud de rumores, originarios siempre de los núcleos de oposición al Gobierno, sobre los abastecimientos de petróleo por España a los submarinos alemanes y a los ejércitos que ocupaban Francia. Hicimos multitud de investigaciones sobre el particular y su resultado demostró invariablemente su falta de fundamento. Sólo un caso pudimos comprobar y se redujo a la venta en mercado negro de una pequeña cantidad de gasolina para los funcionarios del Consulado alemán ce Tánger, no tardando el Gobierno Español en castigar a cuantas personas estaban complicadas en el caso. Debo decir que en la labor de llevar adelante el programa petrolífero de España, no sólo tuvimos la constante y eficaz co‐laboración de Mr. Smith, sino también la del Comisario español, General Roldan.
El Gobierno del General Franco apreció en su justo valor la necesidad vital del petróleo para el país y su dependencia respecto a los Estados Unidos para cubrir el abastecimiento. Se dió cuenta igualmente de lo que ocurriría si entregaba al enemigo cualquier porción por mínima que fuese. El interés propio de España era nuestra mejor garantía en este asunto; y el petróleo, nuestro as, en las cartas económicas que teníamos en mano y jugamos en Espa‐ña.
Existían otras intervenciones económicas, tanto de los Estados Unidos como de la Gran Bretaña en España. Una, el sistema de navicerts, administrado por los ingleses, pero escu‐chando nuestros consejos y atendiéndolos generalmente. Su objeto era la vigilancia de la navegación española —tripulaciones, pasajeros y mercancías—. Permitía a los aliados evi‐
7 La cantidad máxima de petróleo para España, fué fijada en un sesenta por ciento del consumo normal en el lustro 1931‐1936, a pesar de que las necesidades de España, respecto a ese producto, eran mucho mayores después que antes de la guerra civil. Además, ese cupo máximo era más bien teórico, pues nunca fué comunicado oficialmente a su Gobierno y, a causa de la lentitud y de la limitada cabida de los petroleros españoles que hacían el viaje a América, la cantidad de petró‐leo efectivamente importada a España durante los tres años siguientes quedó siempre por debajo de dicho sesenta por ciento autorizado.
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tar que los barcos mercantes españoles fuesen empleados por el Eje y asegurarse de su uti‐lización para el transporte de personas y mercancías favorables para los aliados y para Es‐paña.
Otra era la "lista negra", fuese pública o confidencial, de las personas o entidades espa‐ñolas que, "comerciaban con el enemigo". Fué realmente un arma conjunta anglo‐americana de guerra económica. Lo mismo la Embajada británica que la americana tenían las corres‐pondientes secciones encargadas de confeccionar las listas negras, y de sus investigaciones y resultados dependían las actividades posteriores de un comité en Londres. Contra las per‐sonas incluidas en esa lista aplicábamos cuantas sanciones económicas nos era posible. No sólo no les comprábamos lo más mínimo, sino que negábamos los suministros de petróleo solicitados para ellos. Conforme avanzaba el tiempo, crecía el número de españoles que procuraban ser borrados de esas listas y, en consecuencia, iba restringiéndose el de aque‐llos que comerciaban con el Eje.
Otra de las fases curiosas de nuestra guerra económica estuvo en las "compras preven‐tivas". Consistía en adquirir ciertos productos de importancia militar que más necesitase el Eje, y en especial Alemania, para su esfuerzo bélico, tales como el wolfram, mercurio, piri‐tas, badana, lana manufacturada, guantes de punto, etc. Muy pocos de estos productos los queríamos para nosotros, el objeto principal era privar de ellos al adversario.
España era un campo fecundo para las "compras preventivas". Al revés que Portugal y los demás mercados neutrales, conservó un "mercado abierto", permitiendo a cualquiera, ya fuesen aliados o del Eje, la compra de cuanto les interesase y pudiesen pagar, en vez de fijar cupos para los distintos beligerantes. Proverbialmente inexperta en cuestiones mer‐cantiles, tuvo en esto España una excelente vista comercial. Dióse cuenta de la ventaja económica que suponía la venta en competencia para ambos bandos, acumulando así crédi‐tos en el extranjero para adquirir artículos que le eran necesarios.
Fué la Gran Bretaña quien inició estas compras preventivas por medio de una rama madrileña de la "Corporación Comercial del Reino Unido". Posteriormente, poco después de nuestra entrada en la guerra, por los días en que yo llegué a Madrid, nuestro Gobierno, a través de la "Compañía Comercial de los Estados Unidos", auxiliar de la "Corporación de Reconstrucción Financiera"8 se unió a un programa conjunto con los británicos. La UKCC y la USCC tenían oficinas conjuntas, se repartían mutuamente la información y participaban en las negociaciones con España, pagando a medias los gastos ocasionado. Ambas contaban con personal competente y experimentado, que consiguió un elevado nivel de lealtad y efi‐cacia en la cooperación anglo‐americana. Desde junio de 1942 desempeñó el cargo de Di‐rector de la USCC para toda la Península Ibérica Mr. Walton Butterworth, diplomático de carrera y primer Secretario de nuestra Embajada en Madrid. Tuvo de primer Adjunto a otro Secretario de Embajada, Mr. Julián Harrington, pero la verdadera cabeza de la oficina era un hombre singularmente capacitado y astuto, de origen suizo, Mr. Paul Walser.
Seguían corriendo insistentes rumores de que España mantenía aún comercio con Ale‐mania. En algunos sectores se decía que se le enviaba gran cantidad de productos con la finalidad de ayudar al Eje en su guerra contra nosotros. Lo cierto es que los únicos produc‐tos exportados por España a Alemania durante los años 1942 y 1943 (cuya cantidad y va‐riedad han sido muy groseramente exageradas) lo fueron siempre por razones de orden financiero y en pago de importaciones vitales para la economía interior, importaciones que, por razones de guerra, no podían o . no era conveniente que los aliados realizasen: —maquinaria pesada, herramientas de precisión, camiones y coches ligeros, productos quími‐cos y farmacéuticos, patatas de siembra—. España no exportó jamás trigo a Alemania. Por el contrario, en enero de 1944, envió Alemania a España 20.000 toneladas de este cereal.
Nuestro objetivo en las "compras preventivas" no era reducir las importaciones espa‐ñolas de Alemania, sino aminorar el volumen de las materias que España tenía que dar en pago. El artificio empleado para conseguirlo consistía en elevar los precios de los productos españoles que los alemanes deseaban adquirir. Así, cuando los alemanes anhelaban un mi‐ 8 Luego de la «Junta de Guerra Económica» y más tarde de la «Administración de Economía exterior».
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neral y ofrecían por tonelada doscientas pesetas, los aliados proponían su compra por seis‐cientas. Como resultado de esto, empezaron los fabricantes españoles a vender a los aliados o a cobrar a los alemanes el elevado coste de la oferta aliada. Como consecuencia los alema‐nes, con una cantidad limitada de pesetas, fruto de sus exportaciones a España, y que eran su único recurso para el pago de los productos que deseaban importar, se veían precisados a no comprar más que la tercera parte de la cantidad que de otra forma hubiesen adquirido. Si querían vencer esta dificultad, no tenían otro remedio que aumentar sus exportaciones a España, desequilibrando así su economía en favor de los aliados.
Esta competencia económica implicaba, desde luego, un gran estímulo para la produc‐ción de ciertas materias primas, en especial el wolfram, viéndose los aliados en la necesidad de seguir elevando enormemente los precios ya excesivos que ellos mismos habían señala‐do. El propio Gobierno Español prestó una valiosa ayuda para la elevación del precio de este material, al fijar un impuesto de cien pesetas por cada kilogramo de producción, lo cual agravó más aún el problema de los pagos para Alemania.
No creo haber oído hablar del wolfram hasta que llegué a España. Pero de todas formas pronto supe lo que era. En efecto, todos los de la Embajada lo convertimos en un tópico de conversación durante el día y hasta más de uno soñábamos con él durante la noche. Es el material del que se extrae el tugsteno, de gran importancia militar. Empléase para endure‐cer el acero y es el principal elemento en la fabricación de los tornos, de chapas acorazadas, proyectiles perforantes, etc. Para obtenerlo, Alemania dependía casi por completo de Espa‐ña y Portugal.
Hacia fines de 1942 la USCC y la UKCC habían conseguido sacar de España 350.000 ki‐logramos de wolfram. Para esa fecha habíamos conseguido hacernos además con millón y medio de kilogramos de badana, 20.000 frascos de mercurio, 28.O0O pares de guantes fo‐rrados, 15.000 toneladas de espato flúor, 1.300 toneladas de estroncio y enormes cantida‐des de ropa de lana, mantas y Chalecos de punto. Habíamos logrado arrebatar a los alema‐nes todos estos artículos de importancia .militar. Era la guerra económica en acción.
Como es natural, tanto los británicos y nosotros como los alemanes, nos veíamos obli‐gados a vender productos a España para poder pagar los que adquiríamos cada uno en este país. Si hubiésemos negado el petróleo, cupos de caucho y algodón, abonos, trigo y otros productos que España adquiría de los aliados, nunca hubiéramos podido sostener en la Península Ibérica esta guerra económica contra Alemania, tan ventajosa para nuestro es‐fuerzo de guerra total. En efecto, rehusándolos y llevando con eso a España hacia el caos económico, hubiéramos forzado con toda probabilidad al General Franco y a su Gobierno a empuñar las armas al lado de Alemania, con desastrosas consecuencias para nuestras ope‐raciones militares del Norte de Africa.
Nuestras compras y ventas en España y nuestra activa y cada vez más afortunada com‐petencia comercial en la Península Ibérica, trabaron lazos íntimos entre España y los alia‐dos, demostrando a la primera las dimensiones de su dependencia de nosotros para su res‐tablecimiento económico y su bienestar material. Los elevados precios de los productos españoles y el aumento de producción fomentaron el auge de los negocios en el país, parti‐cularmente en las regiones de donde se extraía el wolfram. Con el aumento de importacio‐nes tanto de los aliados como de los alemanes, se reforzó considerablemente la Economía española. Paulatinamente fué decreciendo la escasez de alimentos y tejidos. Disminuyó el racionamiento y mejoraron los transportes. A la par que eso, fué incrementando el Ejército uniformándolo correctamente y pertrechándolo mejor. Así llevaba España a cabo su rehabi‐litación, convirtiéndose en una nación cuya potencia debe ser reconocida. La política del Gobierno de mantenerse apartado de la guerra en un momento en que intervenir hubiese significado hacerlo al lado del Eje, comenzaba a dar sus frutos. Recibió el casi universal apo‐yo del pueblo y fortaleció el deseo español de seguir incrementando el comercio con noso‐tros y conservarse al margen de la guerra.
El mérito máximo de la realización de nuestros diversos programas económicos en Es‐paña se debe al agregado comercial americano, Mr. Ralph Ackerman. Era el principal res‐
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ponsable de la vigilancia, comprobación y coordinación de la totalidad del programa de ad‐quisiciones, de la delicada misión de los petróleos, de las listas negras y de las secciones económicas de la Embajada americana, al propio tiempo que enlace con la Embajada britá‐nica. Era, además, el negociador directo con el Ministro de Industria y Comercio español, Sr. Carceller, perspicaz y competente hombre de negocios. El haber mantenido ambos relacio‐nes cordiales y un respeto mutuo contribuyó no poco al éxito de las negociaciones y de la guerra económica declarada contra el Eje.
VI La importantísima y dramática prueba para la "no‐beligerencia" española tuvo su mo‐
mento culminante al desembarcar los Aliados en el Africa Francesa el 8 de noviembre de 1942. En mi primera entrevista, en el mes de junio anterior, me había hecho patente el Ge‐neral Franco su gran escepticismo sobre nuestras posibilidades de transportar tropas a través del Atlántico. Aparentemente no concebía entonces que pudiéramos desembarcar en las costas africanas. No obstante, se rumoreaba ya tal operación, y, como ya indiqué ante‐riormente, el Embajador portugués me rogó a principios de junio que le tranquilizara, pues su Gobierno esperaba que fuesen falsos tales rumores y debidos solamente a la propaganda alemana. Parece ser que el Gobierno español debió de darles crédito, como también a la noticia de inspiración alemana de que intentábamos un ataque ulterior contra la propia Es‐paña. El Ministro de Asuntos Exteriores, Conde de Jordana, me hizo repetidos reproches en el mes de octubre, hablándome con aspereza, no habitual en él, sobre la agitación popular llevada a cabo por algunos periódicos americanos para conseguir una ruptura de relaciones diplomáticas con España y sobre la seria amenaza que para ella significaba el que llevára‐mos la guerra a sus fronteras, de lo cual sólo podríamos sacar resultados desastrosos. Lo único que le pude contestar en ese instante fué que estaba seguro de que en todo momento respetaríamos el territorio español (excepto en el caso de que España se uniera al Eje) y que informaría sobre sus puntos de vista a mi Gobierno.
A fines de septiembre, se me había ya informado confidencialmente de que el Presiden‐te Roosevelt y el Premier británico, Churchill, con sus Mandos combinados de Estado Mayor, habían planeado definitivamente una inmediata invasión y ocupación del Africa Francesa, como paso inicial para eliminar de la guerra a Italia, y que los aliados habían incluido en sus planes, como medida de precaución, ocupar las Islas Canarias. Protesté con la máxima energía contra esto ante el Presidente y la Secretaría de Estado, avisándoles que cualquier ataque contra las Canarias nos colocaría de seguro en pésima posición ante España y nos quitaría la posibilidad de tener un muro de contención entre los alemanes de Francia y nuestras tropas expedicionarias de Africa del Norte. Nuestras autoridades militares advir‐tieron claramente el peligro y abandonaron el proyecto de ataque contra las Canarias. El 8 de noviembre recibí una nota oficial que me permitió dar por escrito al Conde de Jordana las siguientes afirmaciones:
"Excelencia: Como confirmación y desarrollo del informe que hice verbalmente a Su Exce‐lencia el día 30 de octubre, tengo el honor, de acuerdo con mi Gobierno, de hacer llegar a S. E., y por su conducto a S. E. el Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos, la declaración si‐guiente :
"Los artículos y juicios de ciertas organizaciones que recientemente han aparecido en la Prensa americana abogando por la ruptura de las relaciones diplomáticas con España, no re‐presentan en modo alguno la política del Gobierno de los Estados Unidos de América,
"Es propósito del Gobierno de los Estados Unidos de América hacer todo lo posible por evitar que España se vea impelida a la guerra, y se le reconoce plenamente su deseo de verse apartada de ella. El Gobierno de los Estados Unidos no tiene intención de actuar contra la so‐beranía de España ni de cualquier posesión colonial, islas o protectorado españoles. Los Esta‐
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dos Unidos se abstendrán de iniciar cualquiera acción que pueda violar de cualquier forma el territorio hispano.
"Por otra parte, el Gobierno de los Estados Unidos de América ve con satisfacción la mejo‐ra de las relaciones entre ambos países durante estos últimos meses, y rechaza vigorosamente toda actividad que en el interior de los Estados Unidos se lleve a cabo por empresas particula‐res o! individuos aislados para perjudicar las buenas relaciones entre el pueblo español y el de los Estados Unidos.
Esta nota ha sido autorizada personalmente por el Presidente de los Estados Unidos y Je‐fe Supremo del Ejército y de la Marina americanos.
Quedo de V. E., etc.."
Dos días antes de nuestro desembarco en el Norte de Africa recibí instrucciones secre‐tas y detalladas mediante una cifra inglesa, estimada como más segura que las nuestras y sólo conocida en Madrid por sir Samuel Hoare y su consejero, Mr. Arthur Yencken. En ellas se contenía el texto de una comunicación del Presidente Roosevelt, que yo debía entregar personalmente al General Franco, y otra de míster Churchill, destinada al Embajador britá‐nico, para que la hiciese llegar al Conde de Jordana. Terminaban, aproximadamente, de esta forma: "Cuando alguno de los Embajadores escuche la palabra "Thunderbird" cifrada, se‐guida de un dato de tiempo, deberán ponerse de acuerdo inmediatamente y entregar sus respectivas comunicaciones a la hora dada, o inmediatamente después, ya que será ese el momento inicial de nuestro desembarco en el Norte de Africa. El Embajador británico dará cuenta de la recepción de este mensaje por el Conde de Jordana mediante una palabra del código, en claro, a Londres, comunicándolo en seguida a Gibraltar, Tánger y Lisboa. El Em‐bajador norteamericano deberá participar también, de la manera más rápida, la entrega del mensaje al General Franco, empleando la palabra clave "Jelly", sin cifrar, que repetirá igualmente a Gibraltar, Tánger y Lisboa, de la misma forma."
En la tarde del sábado 7 de noviembre, Sir Samuel y yo recibimos el telegrama cabalís‐tico de aviso con la palabra "Thunderbird", y luego, a continuación: "Domingo 8 de noviem‐bre, dos de la madrugada, hora española." Así nos llegó la noticia del desembarco que iba a iniciarse y que las horas de la próxima noche serían de enorme trascendencia, tanto para nosotros como para España. Tuvimos una consulta los dos Embajadores, en la que acorda‐mos esperar hasta cerca de las dos de la madrugada para entrevistarnos con el Conde de Jordana y solicitar de él una inmediata audiencia con el General Franco, para entregarle yo la comunicación del Presidente. Inmediatamente después, entregaría el Embajador británi‐co la de míster Churchill al Ministro de Asuntos Exteriores.
Examinamos la posibilidad de que el General Franco y su Gobierno reaccionaran violen‐tamente contra la empresa que íbamos a iniciar, y utilizasen la elevada guarnición del Ma‐rruecos Español —150.000 hombres bien pertrechados— para reforzar la resistencia fran‐cesa. Personalmente eliminé tal sospecha, pero lo que ciertamente existía era el peligro, admitido por cuantos vivíamos en Madrid, de que los alemanes realizasen un golpe de fuer‐za en los Pirineos y atravesaran España para lanzarse contra nuestro flanco. Comuniqué el secreto a dos miembros de la Embajada: al consejero, Mr. Beaulac, y al tercer secretario, Mr, Outerbridge Horsey, encargado de la quema de los documentos confidenciales. También tenía a su cargo hacer los preparativos por si se presentaba la necesidad de una rápida eva‐cuación de la Embajada y la marcha de su personal hacia Lisboa o Gibraltar en automóviles. Durante las cuarenta y ocho horas que precedieron a la noche decisiva salieron sin parar columnas de humo de las chimeneas de la Embajada. Si las cosas no ocurrían como anhelá‐bamos, mi última misión sería llamar al Ministro suizo y encargarle de la protección de los intereses americanos.
Tanto Beaulac como Horsey permanecieron conmigo durante la noche del 7 al 8 de no‐viembre. También lo hizo mi esposa. De cuando en cuando llevaba y traía Mr. Yenc‐ken los mensajes que se cruzaban entre el Embajador británico y nosotros. Para que no se enterara ni alarmara el servicio, lo mandamos a la cama, permaneciendo nosotros en un pequeño cuarto "de estar" dotado de espesas cortinas. Poco después de la una de la madrugada tele‐
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foneamos al Conde de Jordana. En el Ministerio de Asuntos Exteriores nos dijeron que esta‐ba en su casa. Telefoneamos a su domicilio y nos indicaron que estaba acostado. Le dije que debíamos verle inmediatamente. Su consentimiento nos llegó con aire de pesadilla y de sorpresa.
Veinte minutos después entraba en casa del Conde de Jordana, acompañado de Mr. Be‐aulac. Nos recibió inmediatamente, en pijama y bata, y con una ansiedad evidente. Siguió ésta en aumento al solicitar de él una entrevista inmediata con el General Franco para hacerle entrega sin demora de una comunicación urgente del Presidente Roo‐sevelt. El Mi‐nistro de Asuntos Exteriores trató de conseguir que le dijese su contenido o, por lo menos, de lo que se trataba. Le manifesté que lo sentía mucho, pero que no podía darlo a conocer excepto al Caudillo. El Conde de Jordana trató entonces de ponerse al habla con El Pardo desde un teléfono situado en el vestíbulo de su casa. Tras media hora, contada a pasos en sus continuas entradas y salidas al cuarto donde esperábamos, consiguió la comunicación, enterándose de que el Caudillo estaba ausente, en una cacería, de la que regresaría al día siguiente de madrugada, en cuyo momento me concedería la audiencia.
Eran poco más de las dos de la mañana y no ignoraba que nuestro desembarco en el Norte de Africa estaba en curso. El Conde de Jordana tenía un aspecto tan angustiado que decidí ponerle al corriente de la situación en el acto. "Como a un buen amigo", le dejé ver la carta del Presidente Roosevelt, que Beaulac fué traduciendo en español. No he visto nunca cambiar el rostro de una persona con tanta rapidez y en forma tan completa como el del Conde de Jordana. De demostrar intensa ansiedad pasó a revelar inmenso alivio, mientras nos decía: "¡Ah, luego España no está complicada!"
Beaulac y yo sentimos también un gran consuelo, y con creciente optimismo regresa‐mos a la Embajada. En ella proseguimos velando hasta que, cuando empezaba a alborear, me llegó una nota de El Pardo en la que sé me indicaba que el Jefe del Estado me recibiría a las nueve en punto. Dormí unos momentos, y a esa hora entraba yo en el despacho del Ge‐neral Franco, que estaba con el Conde de Jordana y su intérprete oficial, Barón de las To‐rres, mientras seguían colgadas en la pared las fotografías de Hítler y Mussolini. Después de expresarle mi agradecimiento por haberme recibido a una hora tan intempestiva, le entre‐gué la carta del Presidente Roosevelt, que su intérprete tradujo al español. En ella se decía:
"Querido General Franco: "Por tratarse de dos naciones amigas en el mejor sentido de la palabra, y por desear sin‐
ceramente tanto usted como yo la continuación de tal amistad para nuestro bienestar mutuo, quiero manifestarle sencillamente las razones que me han forzado a enviar una poderosa fuerza militar americana en ayuda de las posesiones francesas del Norte de Africa.
Tenemos información precisa sobre el hecho de que los alemanes e italianos intentarían en fecha próxima la ocupación militar del Norte de Africa.
Su gran experiencia militar le hará comprender que es preciso que acometamos sin de‐mora esta empresa en interés de la defensa de América del Norte y la del Sur, para evitar que el Eje se adelante en esa ocupación.
Envío un poderoso Ejército a las posesiones francesas del Norte de Africa y al Protectora‐do francés de Marruecos con el solo fin de defender a América y evitar el empleo de esas re‐giones por Alemania e Italia, confiando en que se verán de este modo salvadas de los horrores de la guerra.
Espero que V. confíe plenamente en la seguridad que le doy de que en forma alguna va di‐rigido este movimiento contra el Gobierno o pueblo de España ni contra Marruecos u otros te‐rritorios españoles, ya sean metropolitanos o de ultramar. Creo también que el Gobierno y el pueblo español desean conservar la neutralidad y permanecer al margen de la guerra. España no tiene nada que temer de las Naciones Unidas.
Quedo, mi querido General, de V. buen amigo. FRANKLIN D. ROOSEVELT."
El General Franco estaba evidentemente preparado para recibir el mensaje del Presi‐dente Roosevelt y parecía satisfecho de él. Posteriormente supe que el General Jordana,
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después de nuestra conversación a las dos de la madrugada, había conferenciado con los Ministros del Ejército, Marina y Aire, y que todos ellos le habían acompañado a El Pardo para ponerlo en conocimiento del Caudillo. Sea como fuere, cuando vi al General Franco le encontré tranquilo y cordial. Demostró, como militar, gran interés, y no ocultó su admira‐ción por la estrategia que suponía el acto. Expresó su agradecimiento por las seguridades que le daban los aliados, indicando que las aceptaba. Todo esto lo confirmó posteriormente en carta al Presidente Roosevelt, que yo le transmití debidamente.
Al regresar a la Embajada, avanzada ya la mañana de este domingo, telegrafié con satis‐facción la corta palabra "Jelly" a Washington, Gibraltar, Lisboa y Tánger. A la mañana si‐guiente todos los periódicos de España publicaron con grandes titulares la carta de Roose‐velt en la que se daba todo género de garantías a España, y a su lado la contestación del Ge‐neral Franco aceptándolas. De esta forma se dio a conocer al pueblo español que nada tenía que temer de los aliados, aunque no se le dijo que nada tuviera que temer del Eje.
El Gobierno español trató, sin embargo, de conseguir igualmente garantías de él, obte‐niendo la respuesta de que entre amigos no eran necesarias. Siguió insistiendo el Gobierno español," y finalmente, tras muchas demoras y evasivas, parece que los alemanes dieron garantías orales semejantes a las que los aliados habían ofrecido por escrito. Si fué esto cierto, no debió de otorgarles gran crédito el Gobierno español, ya que jamás las hizo públi‐cas.
No hay duda de que, a pesar de los persistentes rumores sobre una invasión aliada en el Norte del Africa francesa, y aún más, sobre un posible ataque contra la propia España, los alemanes se mostraron ignaros por completo y sorprendidos por el desembarco. La Emba‐jada alemana y su propaganda permanecieron mudas durante varios días y evidentemente perplejas, cosas ambas que aprovechamos tanto nosotros como los españoles. Pronto vol‐vieron a sus baladronadas, y nos llegó la noticia cierta de que, a consecuencia de nuestros desembarcos y cuando nuestras posiciones militares en el Marruecos francés y Argel aún estaban sin afianzar, solicitaron dos veces autorización para el libre paso de sus tropas a través de España, cosa que les fué rehusada siempre con energía.
El 7 de diciembre, un mes justo después del desembarco, me dio el Conde de Jordana garantías especiales, que, unidas a otros puntos interesantes, di a conocer al Presidente de la forma siguiente:
"La noticia más importante de España, según creo, se condensa en la enérgica garantía
que me dio el lunes por la tarde el Ministro de Asuntos Exteriores, Conde de Jórdana —que ya comuniqué al Departamento de Estado—, de que el General Franco y la totalidad de su Go‐bierno están decididos a seguir una política de "imparcialidad" hacia los dos bandos belige‐rantes, a mantener la parte de Ejército movilizada para fines estrictamente defensivos en el interior de las fronteras españolas actuales, y a resistir por la fuerza todo intento de "cual‐quier" Potencia extranjera de invadir el territorio español. Este paso del Gobierno español no se hubiese dado y hasta no podía darse antes de los sensacionales acontecimientos de Africa del Norte y de sus garantías personales a España.
"El Conde de Jordana me sugirió la conveniencia y las ventajas de que nuestro Jefe su‐premo en Africa se entrevistase con el General Orgaz, Alto Comisario de España en Marruecos. Díjome que tal visita mejoraría nuestra causa ante la opinión general de España y serviría pa‐ra evitar las dificultades que podrían presentarse entre las dos zonas marroquíes. Aparente‐mente, el General Nogués (Alto Comisario francés) y Orgaz se entienden muy bien, y Jordana desea que se establezcan las mismas relaciones personales entre el General español y el Jefe americano del Marruecos francés.
"No debemos esperar ninguna otra trayectoria en la movible política española para el próximo futuro...
"Me aseguró también el Conde de Jordana que había dado instrucciones, de acuerdo con el General Franco, a los diplomáticos españoles de los países ibero‐americanos para que no
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permitiesen actividades falangistas. Esto señala el fin de la "Falange Exterior", hija de Serrano Suñer, a quien sirvió un poco para molestarnos en América del Sur. He visto algunas de las instrucciones dadas al nuevo representante en Cuba..., y son bastante precisas y claras sobre el punto de que no tenga contacto con falangistas ni con ningún agente o intriga antiamerica‐na.
"Nuestra colonia en Madrid celebró este año con mayor fervor la fiesta del Día de Gracias. ¡Teníamos tanto que agradecer después de los recientes acontecimientos! Tanto en la misa que se celebró en la iglesia católica como en el oficio protestante de la de San Jorge fué leída vuestra declaración y se cantaron los himnos "América" y el Nacional americano. Por la tarde proyectamos la película "Abel Lincoln en Illinois" en la Casa Americana, adjunta a la Embajada. Por la noche se celebró una cena para todos los americanos a base de pavo: pavo español, que es excelente.
"En el momento actual concentro mis esfuerzos en conseguir una solución satisfactoria a alguno de los complejos problemas que se nos presentan aquí, sobre todo el de refugiados e internados. Quiero obtener la libertad de cerca de doscientos americanos—muchos de ellos aviadores y paracaidistas— que están en España y en el Marruecos español. Deseo que salgan de Miranda los polacos, checos y demás prisioneros de guerra, y que se lleguen a reformar o suprimir esos campos. Me alegraría poder ayudar a los refugiados judíos... Estoy bien infor‐mado de que desde el 8 de noviembre han entrado en España unos doce mil franceses con el propósito de ir a combatir al Africa del Norte, lo cual crea un grave problema para España y para nosotros mismos. El Conde de Jordana parece bien dispuesto a todo esto, pero las nego‐ciaciones están todavía en su primera fase."
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4 OBTENEMOS FACILIDADES El día 25 de noviembre de 1942 me escribía el Presidente Roosevelt: "Estoy muy satis‐
fecho de la reacción española y de la forma tan inteligente con que en general ha llevado a cabo la misión encomendada y nos ha informado de ella." Pero en esa misma fecha escribía yo a mís‐ter Myron Taylor: "Durante las semanas y los meses futuros seguirá aquí la situa‐ción tensa por encontrarse con las fuerzas aliadas en el Sur y las fuerzas del Eje en el Norte, y con una guerra aérea y submarina muy próxima y hasta en las propias aguas peninsulares. La Embajada americana en Madrid tendrá que convertirse toda ella en ojos y oídos, y alguna vez hacer también gran uso de la lengua."
La situación permaneció tirante durante todo el invierno 1942‐1943. Nuestros afortu‐nados desembarcos en el Norte de Africa habían podido conseguirse con fuerzas re‐lativamente pequeñas, y pasarían varios meses hasta que los suministros, comunicaciones y refuerzos fueran suficientemente completos para que los aliados pudiesen emprender una seria ofensiva contra el Eje en Túnez. Conocían los alemanes perfectamente nuestras difi‐cultades de índole militar y nuestra situación, y crecía en ellos cada día más la tentación de abrirse camino a través de España para cortarnos la retirada. Sin duda, hubieran cedido a la tentación si hubiesen contado con su consentimiento. Pero España, según el Conde de Jor‐dana —y posiblemente del mismo Franco— les puso en claro que si intentaban realizarlo entrarían los españoles en la guerra al lado de los aliados. Alemania no se atrevió a correr tal riesgo.
La España que se mostraba reacia ante los alemanes y estaba preparada para hacerles frente a finales de 1942, era una España bastante más poderosa que aquella con la que Hítler hubiese tenido que luchar en la primavera de 1940. La fortaleza española había ido surgiendo en este período gracias tanto a la ayuda alemana como a la de los aliados; sin embargo, ahora se utilizaba esta potencia para contener con ella a Alemania. La "no‐beligerancia" española se convertía en algo menos ambiguo.
La posición de España quedó más clara también después de la visita oficial que el Conde de Jordana hizo en diciembre al Dr. Salazar, con el resultado de la creación de un "bloque peninsular". España colaboraba abiertamente desde ese momento con Portugal; y este país, aunque neutral, era un antiguo aliado de la Gran Bretaña.
Pasada su consternación inicial por nuestro desembarco en Africa, redoblaron los ale‐manes sus esfuerzos por detener y contrarrestar la nueva tendencia española. Fué sustitui‐do su Embajador en Madrid, von Stohrer, al que encontraban demasiado "blando", por von Moltke, último Embajador nazi en Polonia, que tenía fama de inflexible, de hacer saltar las carteras de Ministros de Asuntos Exteriores y de apresurar la caída de un país que desagra‐dara al Führer. En el acto inundaron España con su propaganda, en que nos acusaban de comunistas y quitaban importancia a nuestro esfuerzo bélico, proclamando con voz es‐tridente su condición de invencibles. Para esto contaban con alialdos voluntariosos, o incau‐tos, en la Falange, especialmente en la Vicesecretaría de Educación Popular, que tenía el control de la Prensa y radio españolas. A pesar de las amistosas garantías del Conde de Jor‐dana y del General Franco, la mayoría de la publicidad española era en 1942 hostil a los aliados, y el Caudillo seguía expresando frecuentemente su afecto a la Falange. En enero de 1943 remitió el General Franco un atento telegrama a Hítler, en el que le deseaba el éxito contra el comunismo; el mismo mes, el Sr. Arrese, secretario de la Falange y miembro del Gobierno, efectuó una visita a Berlín, a la que se dio mucha publicidad.
Aunque tenía razones para creer que el Caudillo y su Gobierno trataban de "apaciguar" mediante palabras a Alemania en lugar de hacerlo con hechos, me pareció que tales pala‐bras podían ejercer influencia en amplios sectores del pueblo español. Por tal causa em‐prendimos una especie de contraofensiva contra la propaganda de los alemanes y de la Fa‐
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lange. El 7 de diciembre dirigí una carta de protesta, llena de frases enérgicas, al Conde de Jordana, a la que siguieron repetidas quejas verbales en una visita semanal durante los tres meses siguientes. El 15 de enero pronuncié un discurso en la Casa Americana de Madrid, en presencia de los diplomáticos aliados y de las Repúblicas sudamericanas y funcionarios es‐pañoles, que versó sobre "los fines americanos en la guerra". El 26 de febrero, 25.° aniver‐sario de la Cámara de Comercio Americana en España, pronuncié otro en Barcelona sobre "el comercio recíproco y el desarrollo de la economía española". Millares de copias de los dos discursos circularon por España, de lo que me enorgullezco, pues hicieron mucho bien en momentos tan críticos.
Como era de esperar, ciertos comentaristas de la Prensa y radio de los Estados Unidos, en especial algunos que se habían preocupado mucho más de discutir la guerra civil españo‐la (desde cierta prudente distancia, claro está) que de luchar contra Alemania, se dedicaban a propalar por su cuenta y riesgo que tanto el Departamento de Estado como yo estábamos empeñados en una nefanda campaña de "apaciguamiento" y que los Estados Unidos debían romper en el acto las relaciones con el Gobierno español, lo que implicaba dejar a este país en manos del Eje. No pudo menos de parecerme a la vea bufa y lamentable esta campaña, porque lo único que conseguía era ayudar y satisfacer a nuestros enemigos en España.
El 12 de febrero organizamos una fiesta de gala en la que se proyectó la película ameri‐cana "Lo que el viento se llevó", en uno de los principales teatros de Madrid. Los alemanes lanzaron la voz de la inmoralidad de esa cinta y emplearon a jóvenes "hoodlums" falangis‐tas en tapizar de tachuelas la calle al paso de los coches que hacia allí se dirigían. Pero hasta el Obispo de Madrid, gran amigo de Franco, desmintió esas afirmaciones asistiendo a su proyección y permaneciendo en el cine durante cuatro horas, mientras la Policía reducía a un mínimum el alboroto promovido por los enviados "hoodlums". También asistieron a la fiesta la familia del Ministro de Asuntos Exteriores y cerca de un millar de españoles. El acto resultó brillantísimo y una de nuestras mejores armas de propaganda9
Por aquellos días llegó a Madrid el Arzobispo de Nueva York Francis J. Spellman, pro‐
porcionándonos su visita no sólo un gran placer, sino un magnífico motivo indirecto de propaganda. Realizaba un viaje de inspección de los capellanes católicos del Ejército ameri‐cano y se detuvo en España durante varios días en su ruta de Lisboa hacia Africa del Norte, para tratar de conseguir el mismo avión que llevó al Vaticano a Myron Taylor para hacer una visita al Papa. No asistió a ninguna recepción y conversó libremente con multitud de católicos españoles sobre la Iglesia en América, su decidida oposición al nazismo y su magnífica disposición para ayudar a cuantos esfuerzos llevase consigo la guerra. Fué recibi‐do con gran cordialidad por el Ministro de Asuntos Exteriores y por destacadas personali‐dades eclesiásticas, entre ellas el Nuncio de Su Santidad, el Arzobispo Primado, los Obispos de Madrid y Barcelona y el Cardenal Segura, todos los cuales detestaban las doctrinas nazis y estaban favorablemente dispuestos hacia nosotros. Finalmente le recibió el General Fran‐co, durando su entrevista en El Pardo unas dos horas10
Según los informes que me llegaron de esta conversación, el Caudillo tocó en ella los mismos temas que un año antes en la audiencia de Myron Taylor: la amenaza del comunis‐mo y necesidad de eliminarlo por la fuerza; el lamentable conflicto entre las civilizadas In‐glaterra y Alemania, cuando debían de estar unidas contra la Rusia bárbara ; la teoría de las dos guerras (una en Europa y la otra en Asia y el Pacífico); lo devastador de la guerra aérea; los desastrosos efectos de un lucha de gran duración, y lo deseable que sería llegar a un acuerdo. Rebatió el Arzobispo todos estos puntos, consiguiendo que aceptase el Caudillo que Alemania no tenía probabilidades de ganar la guerra, si bien sospechaba que nadie la ganaría en realidad, exceptuando a Rusia.
En el mes de abril de 1943 tuvieron lugar dos acontecimientos que contribuyeron en
grado sumo a aumentar el valor de nuestra información. Uno fué la publicación de los prin‐cipales "Discursos" del General Franco, entre los que se incluía el que me dirigió al presen‐tarle las cartas credenciales, excluyéndose, en cambio, la bienvenida al Embajador alemán y 9 El film fue también proyectado en El Pardo a petición del Gral. Franco y exhibido luego, bajo el patrocinio de nuestros cónsules, en las principales ciudades de España 10 El relato hecho por el propio Mons. Spellman de su paso por España, se contiene en su interesante libro “Ac-tioon this day” (Nueva York, Suribuera 1943)
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todo lo que podía manifestar tendencia o simpatía hacia el Eje. El otro fué el sensacional viaje del Presidente Roosevelt a Casablanca y sus conferencias con Churchill y el General De Gaulle. Ahora fueron ya incapaces los alemanes de evitar que la Prensa española publicase la noticia con grandes titulares y evidente satisfacción.
Con fecha 3 de mayo escribí al Presidente: "Tengo deseo de enviaros un lote de comen‐tarios que hemos reunido sobre la reacción de los españoles ante su visita al Norte de Afri‐ca; pero creo que todos ellos pueden ser condensados en su palabra favorita: "¡estupendo!" Este pueblo admira, antes que nada, la valentía personal, y ahora están convencidos de que nosotros no podemos ser derrotados mientras permanezcamos bajo su jefatura. Ninguna campaña de propaganda nos hubiera merecido el respeto y admiración que nos ha valido su viaje.
"Existe una lenta, pero firme mejoría en las relaciones oficiales. Mi discurso de Barcelona,
que fué impreso y extensamente distribuido, ha ejercido notable influjo, conquistándonos amigos para una política de intercambio comercial y en pro de los principios de la Carta del Atlántico. Debo manifestarle mi hondo pesar porque mi referencia a los abastecimientos de petróleo haya causado in‐dignación en América. Sólo alegaré que si los periodistas que criti‐can nuestra política en relación con España conocieran los hechos reales y la verdadera situa‐ción de este país y pusieran el mismo interés en ganar la guerra actual contra el Eje que el que ponen en continuar la guerra civil española, lejana ya y pasada de moda, serían más caritati‐vos y menos volubles." II Aunque no conseguimos durante la primavera de 1943 una señalada mejoría en el tono
de la Prensa española, ni atenuación de la influencia alemana y falangista sobre ella, nos fué posible obtener del Gobierno español durante ese crítico período cierto número de facilida‐des y favores altamente beneficiosos a nuestro esfuerzo de guerra. En todo esto, el Ministro de Asuntos Exteriores, Sr. Conde de Jordana, fué siempre nuestro principal amigo y colabo‐rador. En contraste con Serrano Suñer, estaba durante todo el día en su despacho, trabajan‐do constantemente desde las primeras horas del día hasta las últimas, y allí podía tener y tuve fácil acceso en cualquier momento de la jornada. Puedo decir que hablaba extensamen‐te con él, al menos, una vez por semana. Desde luego, también le veía con frecuencia el Em‐bajador alemán, y llegó a mi conocimiento que cada petición que yo hacía era enérgica y vehementemente objetada, muchas de las veces hasta con amenazas, por él. Jordana era un hombre físicamente pequeño, pero dotado de tal fuerza moral, denuedo y coraje, que podía enfrentarse sólidamente contra cualquier fan‐farrón tudesco. En algunas ocasiones se vió obligado a ceder frente a las amenazas del Eje o ante dificultades con alguno de sus colegas falangistas; pero sus retiradas eran sólo temporales quedando siempre dispuesto a volver a la carga. Y, según supe, en la mayoría de los trances apurados obtuvo el apoyo del Caudillo.
Antes de describir las facilidades y favores que obtuvimos esa primavera, debo subra‐yar que se lograron en días en que Alemania tenía poderosas fuerzas en los Pirineos y había muchos, tanto americanos como españoles, que temían y hasta esperaban se estuviesen preparando para lanzarse contra la Península y ocuparla. En el transcurso del mes de mar‐zo, por ejemplo, recibí una serie de telegramas urgentes de Washington en los que se me pedía una inmediata información sobre los rumores alarmistas que habían llegado a cono‐cimiento de nuestras autoridades militares, como el que aseguraba que el Ministro de Asun‐tos Exteriores alemán estaba en San Sebastián para entregar un ultimátum a Jordana y que quinientos trenes procedentes del Norte de Francia transportaban tropas y equipos tudes‐cos a través de la frontera española, después de cruzar la región de Bayona‐Hendaya, mien‐tras que camiones y carros de combate hacían el mismo recorrido por carretera.
Como es natural, se hizo una rápida investigación de todos estos rumores para fijar su veracidad o falta de fun‐damento, sirviéndonos entonces de enorme ayuda los contactos "interiores" de nuestro agregado militar y de nuestro consejero en los Ministerios del Ejér‐cito y Asuntos Exteriores, respectivamente. Merced a esto me fué posible enviar a Washing‐ton y a Argel un informe del tenor siguiente: "La presencia de Ribbentropp en San Sebastián se ignora en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Igualmente desconocen el hecho de que quinientos trenes de tropas alemanas se dirijan hacia la frontera española. Por estar en co‐
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municación diaria con Hendaya y Vichy, y en relación frecuente con los Consulados españo‐les de Francia, tendría dicho Ministerio conocimiento de cualquier movimiento significativo que pudiese haberse registrado. Los informes consulares españoles revelaron hace algún tiempo importantes concentraciones de tropas alemanas a lo largo del ferrocarril que une el Mediterráneo con el Atlántico y pasa por Port Vendres, Perpignan, Toulouse, Pau, etc.; pero ahora no se han notado cambios importantes. El Embajador español en Berlín telegrafió al Ministerio de Asuntos Exteriores que no le es posible conseguir obreros alemanes para trasladar la Cancillería a su nueva residencia, y que sería conveniente enviar diez o doce obreros españoles para que efectuasen el trabajo, siendo necesario que lleven comida y ma‐teriales. En el Ministerio de Asuntos Exteriores se considera esto como un claro indicio de la reducción de la mano de obra y materiales en Alemania. Nuevamente se me aseguró esta mañana que, sin el menor género de duda, se opondrá España a una invasión alemana, co‐mo repetidas veces le ha indicado el General Franco al Embajador de ese país.
"Al manifestar que deducía de ello haber habido presiones alemanas sobre España, se me
contestó que, aunque probablemente hubo "insinuaciones", las "presiones" directas las había evitado el Caudillo, asegurándoles desde un principio que jamás otorgaría facilidades milita‐res y que resistiría a cualquier agresión." No me hacía yo ilusiones con los alemanes, y creo que tampoco se las forjaba el Ministro
de Asuntos Exteriores. Si hubiesen creído factible y ventajoso invadir España, lo hubiesen realizado sin tener en cuenta lo que Jordana, Franco o cualquier otro español hubiera podi‐do pensar o hacer. Afortunadamente para nosotros, la campaña rusa les consumía el tiempo y el esfuerzo y demasiada cantidad de sus reservas. Sus ejércitos de Francia eran lo suficien‐temente fuertes para alarmar y amenazar a España y a nosotros mismos; pero, en realidad, no lo suficientemente poderosos para arriesgarse a convertir en realidad la amenaza e ini‐ciar contra sí un conflicto bélico en toda la Península Ibérica.
Además de la amenaza de invasión armada a través del Pirineo, esgrimían los alemanes aquella otra de emplear sus submarinos contra los barcos mercantes españoles en alta mar. Para advertir esto y demostrar al propio tiempo su disgusto, atacaron y hundieron el "Mon‐te Gorbea" apenas abandonó la cartera Serrano Suñer. Dependiendo tan sólo de su relati‐vamente pequeña marina mercante para el transporte desde América, de las mercancías de importación vital, difícilmente podía afrontar España la pérdida de cualquiera de sus bar‐cos. Su máximo cuidado debía estribar en conservarlos a toda costa.
Pese a las amenazas y presiones de nuestros enemigos sobre un Gobierno tildado de simpatía hacia ellos, solían recibir de él principalmente palabras halagadoras, mientras nos otorgaba a nosotros favores reales de señalada importancia. Vimos esto en primer lugar en lo relacionado con nuestros aviadores, asunto en el que el Ministerio del Aire español, con su Ministro General Vigón a la cabeza, cooperó desde el primer momento con el de Asuntos Exteriores y con nuestra Embajada. En noviembre de 1942, al efectuarse los desembarcos en Africa, los pilotos de tres de nuestros mayores aviones militares de transporte (Douglas C 3), que se dirigían desde Inglaterra con paracaidistas, sin estar muy documentados en geografía marroquí, aterrizaron en la zona española, en lugar de hacerlo en la francesa. Pro‐cedieron los españoles, de acuerdo con las leyes internacionales, a internar los aparatos, llevándolos con sus tripulaciones al aeródromo de Madrid. No obstante, no se internó a las tripulaciones como se hacía siempre en países neutrales como Suiza y Suecia, sino que se entregaron a nuestro Agregado Militar, y fueron alojados confortablemente en hoteles de Madrid. Mi mujer y yo tuvimos el placer de invitar a comer un domingo en la Embajada a veinte de estos paracaidistas. Nos había avisado su joven Capitán que "eran los cachorros más rudos del Ejército americano". Lo serían probablemente, pero, no obstante, se trataba de sujetos extraordinariamente agradables.
Comencé en seguida una campaña para obtener del Gobierno español su libertad y permiso de marcha, y tropecé en la empresa con mayores dificultades de mi colega británi‐co que de los españoles. Al principio, cuando los azares de la guerra eran más favorables al Eje, existían más tripulaciones suyas que aliadas internadas en España, debido a la mayor frecuencia de los aterrizajes forzosos de bombarderos alemanes e italianos que se dirigían o regresaban de sus ataques contra Gibraltar o submarinos que habían penetrado en puertos españoles para escapar de la persecución o reparar sus averías. Por aquel tiempo, Sir Sa‐muel Hoare consiguió un acuerdo por el cual, por cada miembro de la tripulación de un
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avión o submarino del Eje que se pusiera en libertad, debía realizarse otro tanto con un miembro de alguna tripulación británica. Seguía Sir Samuel aferrándose a este concierto de "uno por uno" cuando, a mi modo de ver, había cambiado radicalmente la suerte de la gue‐rra y existía la posibilidad de que, en un próximo futuro, los internados americanos en Es‐paña (sin tener en cuenta los británicos y franceses) sobrepasarían en número a los del Eje. Nos encontraríamos entonces ante una seria desventaja utilizando ese procedimiento del "uno por uno".
A pesar de la pésima disposición de mi colega británico para unirse a nosotros, y su profecía de que nada con‐seguiríamos de los españoles, Mr. Beaulac y yo seguimos gestio‐nando en el Ministerio de Asuntos Exteriores, y nuestro Agregado Militar en el del Aire, que se juzgara a los aviadores de aterrizajes forzosos con la misma medida que a los marineros de barcos naufragados, en lugar de serlo como tripulantes de submarinos de combate. De este modo podíamos obtenerles la salida de España, mientras que de otra suerte debían ser internados. Fué aprobada nuestra proposición tras ligera demora, y en Febrero de 1943 fueron evacuados la totalidad de nuestros paracaidistas a Gibraltar para incorporarse a sus unidades en Africa del Norte.
Esto estableció el precedente para el trato español a la cantidad ya ingente de aviadores aliados durante el año 1943. Algunos de ellos realizaron aterrizajes forzosos en la propia España o fueron recogidos por los pescadores en sus aguas territoriales. Con todo, la ma‐yoría, conforme avanzaban los meses, era de aquellos que, siendo derribados en Francia, Bélgica y Holanda, recibían ayuda de los franceses "degaullistas" para librarlos de los ale‐manes y clandestinamente atravesaban Francia y los Pirineos en dirección a España. Sólo en los desembarcos de noviembre de 1942 en Africa del Norte y en los de Normandía en julio de 1944, mil cien pilotos americanos encontraron asilo en España, aparte del considerable número de aviadores británicos. A ninguno de ellos se les negó la admisión ni fué internado en España. Al declarar su nacionalidad americana, se les entregaba a nuestros Cónsules y por ellos a nuestro Agregado Militar, que realizaba cuanto era menester para su cuidado y traslado a Gibraltar. Algunos llegaron a España padeciendo heridas o desnutrición y hasta con los pies helados por el cruce de los Pirineos. Varios de ellos fueron tratados con la máxima cortesía y atención, conducidos en coches oficiales del Ministerio del Aire español, y tanto los hospitales del país como el anglo‐americano de Madrid, pusieron máximo cuida‐do en proporcionarles los tratamientos médicos o quirúrgicos que necesitaban. Perfeccio‐namos este sistema de tal forma, que sólo se necesitaba el promedio de dos semanas para que cualquiera de nuestros aviadores atravesase los Pirineos, cruzase España y llegase a Gibraltar para reunirse a nuestras fuerzas armadas.
Protestaron los alemanes y se enfurecieron, recibiendo en compensación la libertad de un puñado de aviadores nazis. Pero jamás lograron conseguir la de las tripulaciones de dos o tres submarinos que entraron en aguas españolas en el curso de 1943.
Iban nuestros aviones militares dotados de cierto equipo secreto que el Departamento de Guerra tenía gran interés no cayese en manos del enemigo. Aunque tenían órdenes seve‐ras de destruirlo en caso de aterrizajes forzosos en terreno enemigo o neutral, registráron‐se varios casos en España en que no pudo realizarse esto, bien por falta de capacidad o por inadvertencia del jefe. En el primer caso de este tipo (si mal no recuerdo, en marzo de 1943), apenas nos llegó noticia por el jefe del avión de su fracaso en destrozar el equipo secreto, corrió Mr. Beaulac al Ministerio de Asuntos Exteriores, consiguiendo con la inter‐vención del Subsecretario, Sr. Pan de Soraluce, su devolución por el Ministerio del Aire, y, acto seguido, recibió nuestro Agregado Naval aviso del Ministro de ese Departamento para que pasase a recoger el equipo del avión internado. Así lo hizo, encontrándolo sellado aún, intacto y evidentemente respetado. Un nuevo precedente favorable quedaba establecido y debo añadir que se siguió procediendo de esta forma en todos los casos similares posterio‐res.
En la primavera de 1943 obtuvimos igualmente del Gobierno español su valiosa coope‐
ración en los problemas concernientes a Francia, creados por nuestros desembarcos en Africa del Norte. Uno de ellos consistía en hacerse car‐go, cuidar y evacuar millares de vete‐ranos franceses que consiguieron franquear los Pirineos, a pesar de la guardia alemana, y que deseaban atravesar España para unirse a las fuerzas combatientes francesas en Africa. Esta corriente comenzó en el mes de noviembre de 1942, y tres meses después había en
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España cerca de diez mil "combatientes franceses". Otros seguían entrando constantemen‐te. ¿Qué debíamos hacer con ellos? Los alemanes presionaban al Gobierno español para que los obligase a volver a Francia, o, de lo contrario, que fuesen internados. Para nosotros, des‐de luego, era imperativo hacer cuanto pudiésemos para evitar que eso se realizase, y para que, por el contrario, fuesen tratados como refugiados y se les permitiese ir, como aliados nuestros, al Norte de Africa.
Otro de los problemas era las relaciones entre España y el régimen francés que se iba creando en Argel con apoyo e íntima unión de los aliados. Los alemanes y el Embajador de Vichy en Madrid (M. Pietri), porfiaron ante el Gobierno Español para que sólo tratase con el Gobierno de Vichy los asuntos franceses y considerase al de Argel como insurrecto y transi‐torio, absteniéndose del menor pacto con él. Por otra parte, nosotros estábamos convenci‐dos de que un modus vivendi amistoso entre Madrid y Argel era esencial para solucionar el problema de los millares de refugiados franceses en España, mermar, al propio tiempo, la influencia de Vichy y hacer mínimos los roces entre las zonas española y francesa de Ma‐rruecos.
Se trataba de dos problemas íntimamente relacionados, por, lo que tratamos de llevar simultáneamente a cabo las negociaciones para su solución. No obstante, en mérito de la claridad, trataré primero de lo concerniente al Gobierno norteafricano, y después del pro‐blema de los refugiados.
El día 14 de enero de 1943 hablé largamente con el Ministro de Asuntos Exteriores, Jordana, acerca de las relaciones franco‐españolas, elaborando con él un memorándum es‐crito. Los puntos que me presentaba eran los siguientes: urgente necesidad de un modus operandi entre España y el Africa francesa, que mi Gobierno tenía interés en que existiese; exigencia y ventajas mutuas de que existiesen relaciones comerciales: para España, que podría importar de Africa fosfato, cebada, etc., y para esa zona, porque así obtendría artícu‐los manufacturados españoles. Existía igualmente la necesidad de salvaguardar los inter‐eses españoles y sus representantes consulares, para lo cual España debía reconocer los mismos derechos al Gobierno de Argel. Era patente que el Gobierno de Vichy y su Embajada en Madrid no querría ni podía satisfacer tales necesidades, que sólo los agentes del Gobier‐no de Argel podían atender. Tres de ellos estaban ya en España. Figuraban al principio co‐mo agregados a la Embajada de Vichy en Madrid, con pasaporte diplomático, pero tan pron‐to como ese Gobierno rompió con el de los Estados Unidos, abandonaron a M. Pietri y su Embajada. Su jefe era el Coronel Malaise, que luego figuró como Agregado oficioso de la Embajada americana y oficial de enlace entre nosotros y Argel. El segundo, M. Pettit, espe‐cialista en asuntos comerciales, llevaba ya a cabo por entonces discusiones, en nombre del Gobierno de Argel, con nuestro Agregado comercial y con el Director de Asuntos Económi‐cos del Ministerio de Asuntos Exteriores, Sr. Taberna. El tercero, Monseñor Boyer‐Mas, co‐mo representante de la Cruz Roja francesa en España, colaboraba con la española en el cui‐dado de los refugiados.
Ya dije antes que el Embajador francés en Madrid, M. Pietri, se mantenía opuesto a ellos
y esperaba que el Gobierno español los descartase, lo mismo que a los demás representan‐tes de Argel11 . Pero el régimen de Vichy y su Embajada en Madrid, no tenían derecho, según las leyes internacionales, a seguir siendo reconocidos por el Gobierno español ni por ningún otro. Toda la Francia metropolitana estaba bajo el dominio e intervención de Alemania y Vichy no podía alegar más que ser muñeco de Hitler. Mi Gobierno, enterado de lo delicado de las relaciones de España con el Eje, no sugirió que España retirase inmediatamente su reconocimiento, pero deseaba que mantuviese, al propio tiempo, relaciones oficiosas con el Gobierno francés de Argel. Deseábamos garantías para que los tres representantes mencio‐nados no fuesen molestados en su labor, y para que agentes autorizados por el Gobierno de Argel, como el Coronel Malaise y sus ayudantes, pudieran expedir pasaportes y visados, cir‐cular libremente, al igual que los demás diplomáticos, y representar y asistir a las personas de nacionalidad francesa que profesaran fidelidad al Gobierno de Argel. También entregué una protesta contra el intento de M. Pietri de establecer un nuevo consulado de Vichy en Ceuta12 El Conde de Jordana me aseguró que España reconocía la necesidad de un modus 11 Estábamos informados de la actuación de M. Pietri por un miembro aliadófilo de su Embajada que, con nues-tro conocimiento, se quedó con él para este fin. 12 Nosotros acabábamos de establecer allí un consulado. La petición de Pietri para hacer lo mismo fue denegada
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vivendi con el régimen de Argel y que no molestaría ni pondría trabas al Coronel Malaise, a M. Petit ni a Monseñor Boyer‐Mas. Dijo, sin embargo, que debía estudiar más extensamente la naturaleza y extensión de los privilegios de que podrían gozar. Cuatro días después —el 18 de enero— insistí nuevamente y dejé al Ministro de Asuntos Exteriores otro memoran‐dum, en el que se afirmaba que el autorizar a un agente de un Gobierno de facto a expedir pasaportes y visados u otros documentos necesarios para los viajes, no implicaba, según la ley internacional, un reconocimiento de jure del régimen representado. Hasta entonces, ni los Estados Unidos ni Gran Bretaña habían reconocido al Gobierno de Argel y no podíamos exigir a España que hiciera lo que nosotros no habíamos realizado. No obstante, tratábamos con él de facto y deseábamos, tanto por su interés como por el nuestro, que España hiciera lo mismo. El Conde de Jordana me indicó claramente en ese momento que España coincidir‐ía con nosotros en asunto tan importante.
A consecuencia de ésto, los representantes en España del Comité de Argel —Coronel Malaise, M. Pettit y Monseñor Boyer‐Mas— empezaron a formar una "misión francesa", frente a la Embajada de Vichy de M. Pietri, y empezaron los trámites para tener local y ofici‐nas propios Nosotros, desde luego, los tratamos como amigos y aliados, consultando su opinión para todos cuantos asuntos concernían al Africa francesa. La "Misión" creció rápi‐damente en tamaño y prestigio. En los últimos días de marzo me fué posible informar que sólo tres funcionarios permanecían con Pietri, entre ellos un agregado de Prensa utilizado por los alemanes y otro que ya trabajaba para nosotros. Entre el último grupo que aban‐donó la Embajada y se unió a Malaise figuraban el Consejero, el Agregado militar y un pri‐mer secretario.
Ya el 10 de marzo me comunicó el Conde de Jordana la decisión del Gobierno español de conceder varias facilidades a la "Misión francesa". Se le autorizaba la apertura de oficinas y actuar con libertad. Aunque sus componentes no disfrutasen de todos los derechos di‐plomáticos, serían considerados como tales por las autoridades españolas. A pesar de que el Gobierno español no autorizaba a la "Misión" la expedición de pasaportes norteafricanos, respetaría, con todo, los visados y otros documentos de viaje que otorgasen a franceses u otras personas. Se autorizaba al Coronel Malaise para traer de Argel a otros dos Auxiliares, y el Gobierno español esperaba que, en breve, se le pudiera autorizar el empleo de una clave diplomática propia y valija.
No tropezamos, por consiguiente con grandes dificultades por parte de España para la "Misión francesa". Los ingleses y algunos funcionarios de Argel fueron los únicos que las motivaron. Irritados éstos por el anterior comportamiento español, las peticiones sobre Tánger y el retraso en poner en libertad a los refugiados franceses, propusieron la aplica‐ción de "sanciones" contra España, entre otras el cierre de las escuelas e institutos españo‐les en Oran y Marruecos francés y el embargo de las exportaciones a España. Me llegó noti‐cia de esto el 19 de marzo, e inmediatamente telegrafié a "Washington, dando cuenta del texto a Londres y Argel. Trataba yo de convencerles de que dados los progresos que se rea‐lizaban en el problema de los refugiados y en las relaciones franco‐españolas, las dificulta‐des que presentaban eran de lo más equivocado que cabía imaginar. Mr. Murphy, represen‐tante diplomático nuestro en Argel, secundó mi punto de vista, y el Departamento de Estado le dió instrucciones para que informase al Alto Mando francés que tales pasos de represalia contra España debían considerarse como inoportunos e indeseables.
Esta cuestión fué rápida y satisfactoriamente zanjada. El 6 de abril Mr. Murphy informó, al Departamento de Estado y a mi, de que en vista de la mejoría registrada en la situación, el Alto Mando francés no pensaba tomar medidas, ni siquiera de carácter limitado, contra Es‐paña. Acababa yo de recibir de nuestro Encargado de Tánger, Mr. Rives Childs, una nota en la que se me daba cuenta de la entrevista del General americano Clark con el Alto Comisario del Marruecos Español, General Orgaz, el día 2 de Abril: "A las once en punto el General Clark y su séquito fueron recibidos en la frontera, entre Melilla y Oud‐ja, por el General Or‐gaz, un grupo de Oficiales españoles y por mí, y escoltados hasta Tauima, donde tuvo lugar una impresionante revista militar, sirviéndose acto seguido un almuerzo en el Cuartel. Des‐pués de la comida los visitantes fueron de nuevo acompañados a la frontera. El General Or‐gaz se superó en sus esfuerzos por demostrar su amistosa disposición. Creo que no pudo ser más afable. También causaron una magnífica impresión el General Clark y sus Oficiales.
por Jordana.
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Si tiene ocasión propicia sería altamente conveniente que hiciese llegar el agradecimiento de nuestro Gobierno por la acogida dispensada al General Clark por el General Orgaz." Ac‐tué como se me indicaba, con alegría y prontitud.
Los inconveniente presentados por los ingleses sobre las relaciones franco‐españolas no fueron tan fácilmente vencidos. Aunque Sir Samuel Hoare estaba informado por mí de las gestiones que realizábamos desde principios de enero para establecer una misión del Africa francesa en Madrid, obtener que el Gobierno español la aceptase oficiosamente y hacerla admitir en las negociaciones comerciales, notábamos la frialdad con que la miraba la Embajada inglesa. Ni Sir Samuel ni ninguno de sus subordinados recibía a sus miembros, ni mucho menos los admitía, como nosotros, en las discusiones conjuntas de aliados. El propio Ministro de Asuntos Exteriores de España me expresó en marzo su sorpresa viendo que el Embajador británico parecía mucho más indiferente que nosotros sobre las relacio‐nes entre España y los franceses de Argel. Me vi obligado a dar cuenta de esto al Departa‐mento de Estado, desde donde, a su vez, fueron enviadas a fines de marzo instrucciones al Embajador Winant para que expusiera el caso en Londres y reclamase el apoyo británico para la Misión francesa de Madrid y la colaboración con ella en los problemas relacionados con el comercio y con los refugiados, sin esperar a que se firmase un acuerdo entre De Gau‐lle y Giraud.
A causa de esas gestiones de Londres y por declaraciones del Ministerio de Asuntos Ex‐teriores británico nos dimos perfecta cuenta de que Sir Samuel había sido hostil desde un principio hacia la Misión francesa, a la cual, el 3 de abril, en notas a su Gobierno, describía como una "oficina" que probablemente no sería admitida por el Gobierno español y, en caso de serlo, no podría ser parte en acuerdos económicos. Dos días más tarde, a modo de post‐data, informaba a Londres sobre una discusión conmigo, en la que, según él, había concedi‐do yo que ni el Coronel Malaise, ni M. Pettit, estaban capacitados para su dirección.
A todo esto siguió una serie de telegramas entre el triángulo Madrid, Londres, Washing‐ton. Nuevamente tuve el 19 de abril una larga discusión con Sir Samuel Hoare sobre ella. Le indiqué haber colegido de una serie de telegramas recientes que entre nosotros había algún mal entendido, que yo estaba deseoso de aclarar. A mi manera de ver, nuestros dos gobier‐nos habían acordado que se tratase a los franceses como aliados; que tuvieran, por consi‐guiente, una representación oficiosa en España, que en las negociaciones comerciales con Africa del Norte hubiera una participación de los franceses y que se combatiera por todos los medios la influencia de Vichy en España. La manera más segura de realizar todas estas cosas sería robustecer la representación del régimen de Africa del Norte.
El Embajador británico dijo que era cierto y que estaba de acuerdo en principio, pero que se veía precisado a plantear la cuestión personal. Yo le manifesté mi opinión sobre Ma‐laise, Pettit y Boyer‐Mas, nada desfavorable por cierto. Me asombró oirle decir que la Emba‐jada británica no había tenido nunca noticias, ni de Londres ni de Argel, de que estos indivi‐duos ni ningún otro actuasen con oficial representación, creyéndoles una mera organiza‐ción para "ayudar la pronta liberación de los refugiados". Le recordé los detallados infor‐mes que durante los meses pre‐cedentes le había dado sobre la Misión y mis conversacio‐nes con el Conde de Jordana acerca de sus funciones. Concluyó finalmente Sir Samuel que no veía qué podían hacer los ingleses hasta que Londres y Argel le dieran cuenta exacta de lo que era esa representación. Por mi parte le dejé una nota escrita con nuestro punto de vista.
Debido sin duda a nuevas notas de Washington, Londres se vió en la necesidad de man‐dar instrucciones a la Embajada británica en Madrid para que marchara de acuerdo con nosotros y con los franceses. Hacia fines de mayo pude informar a Washington que, según instrucciones de Argel, Malaise se había entrevistado con Taberna, Director Económico de Asuntos Exteriores, para notificarle que Argel, de acuerdo con los británicos y americanos, estaba decidido a iniciar un intercambio comercial con España. Pettit había sido llamado a Argel y su sucesor, Drouin, estaría en Madrid el día 26. Mientras tanto, de común acuerdo entre americanos, ingleses y franceses, se enviaron a España diez mil toneladas de fosfatos. Taberna quedó con esto muy satisfecho; se daba además la casualidad de que conocía a Drouin. Después de la entrevista con Taberna, Boyer‐Mas, en compañía de Malaise, se en‐trevistó con el Sub‐secretario, Sr. Pan de Soraluce, entregándole una carta de Giraud para Franco y otra de Saint Hardouin para Jordana. El Subsecretario les comunicó que podían expedir pasaportes, emplear su clave privada y recibir y enviar valija diplomática. Malaise manifestó entonces que Argel recibiría con gran placer un representante español de cate‐
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goría superior a la de Cónsul, a lo que el Subsecretario respondió que ya se había presenta‐do la propuesta al General Franco y que sería resuelto en el próximo Consejo de Ministros.
Poco tiempo después fué nombrado representante español en Argel, con categoría de Ministro, el Sr. Sangróniz, diplomático de carrera que anteriormente había desempeñado ese cargo en Venezuela. Llegó a entenderse magníficamente con los franceses y tanto los ingleses como los americanos y españoles estaban ya en amistosas y para todos ventajosas relaciones con la Misión francesa de Argel en Madrid mientras M. Pietri reiteraba en vano sus protestas.
IV A pesar de todo, tuvimos que hacer frente al difícil y complejo problema de los refugia‐
dos en España, agudizado con el éxodo de millares de combatientes de Francia después de nuestros desembarcos en Africa en noviembre de 1942, aunque ya antes existía en menor escala este problema. ,
No debe olvidarse que miles de hombres, mujeres y niños, huyendo de los conquistado‐res nazis, que atravesaban los Países Bajos y Francia, consiguieron escapar a España en la primavera de 1940 pasando la frontera por Hendaya o bien salvando el Pirineo. Durante los dos o tres años siguientes un continuo goteo de tales refugiados, mediante la ayuda de guías franceses pagados, consiguió burlar la vigilancia alemana de la frontera y penetró en la Península. La mayoría de ellos "carecían de nacionalidad", es decir, se trataba de personas (en gran parte judíos) cuya ciudadanía original alemana, polaca, checa, húngara u otra cual‐quiera fué anulada por los nazis, y carecían, por ende, de pasaporte. Había además grupos de holandeses, belgas y checos, otros, en menor número, de americanos y británicos y un remanente bastante amplio de la legión polaca, que había luchado en Francia hasta el últi‐mo momento. La mayoría de los que llegaron a España en la primavera de 1940 no perma‐necieron en ella, sino que tan sólo la cruzaron para llegar a Lisboa, esperando allí el mo‐mento en que pudieran partir para América o Inglaterra.
Sin embargo, una pequeña minoría se detuvo en España, ya fuese porque encontraran en ella los medios de vida necesarios y prefirieran permanecer cerca de sus países respecti‐vos, ya por no conseguir los visados o pasaportes para dirigirse a otros lugares. El número de los refugiados en España comprendía en 1942 de 1.500 a 2.000 personas "sin nacionali‐dad" (casi todos judíos, exceptuando un grupo de católicos austríacos), 800 polacos, 500 holandeses, 300 belgas y un pequeño contingente de individuos de otras nacionalidades. La Embajada británica en Madrid, tenía, hacia ya mucho tiempo, una sección de "socorros", que, a la par que los representantes diplomáticos y los agentes de la Cruz Roja de Polonia, Holanda, Bélgica, etc., atendía a los refugiados británicos y aliados. El cuidado de los refu‐giados "apatridas" había sido confiado a una variedad de organizaciones humanitarias ame‐ricanas, entre las que figuraba el Comité de la "Junta judía distribuidora", los Cuáqueros y un Comité especial de Mrs. Weddell. Todas estas organizaciones realizaron una espléndida labor, aunque existía duplicidad e interferencias de esfuerzos entre ellos y falta del contacto necesario con el Gobierno Español y con las distintas Embajadas en Madrid.
Jamás cerró el Gobierno español sus fronteras a los refugiados, antes bien permitióles entrar y cruzar el país con considerable libertad sin que sus documentos "de tránsito" fue‐ran meticulosamente inspeccionados. Pero, debido a las malas condiciones económicas y alimenticias que soportaba España por los años 1940 a 1941, el Gobierno no estaba en dis‐posición de mantener como huéspedes permanentes a un gran número de refugiados. De‐seaba que sólo estuviesen en tránsito y, si no lo hacían o no podían hacerlo, los concentraba en campos, como el de Miranda de Ebro, donde permanecían unidos y los cuidados resulta‐ban más económicos. Y no era ese de Miranda un mal campo de concentración, como acos‐tumbran a serlo estos lugares. Contaba con alojamientos decentes para 1.000 ó 1.500 per‐sonas y podía ser y de hecho era, visitado regularmente por los agentes de las organizacio‐nes de socorro correspondientes. Si empeoraron Miranda y otros campos similares fué por la súbita afluencia de un número exorbitante de nuevos refugiados durante el invierno de 1942‐1943 y la superaglomeración resultante.
La mayoría de los nuevos refugiados eran franceses que deseaban incorporarse al Nor‐te de Africa para empeñarse en la lucha contra los alemanes e italianos. Algunos de ellos confesaron su verdadera nacionalidad al cruzar los Pirineos; y, puesto que la Embajada de
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Vichy no iba a hacer, naturalmente, mucho en su ayuda, resultaban incómodos huéspedes para España. Otros, más prudentes y precavidos, alegaron ser canadienses franceses, aco‐giéndose así a la liberalidad inglesa. Ninguno de los centenares de franceses que se precipi‐taron en España en los meses de noviembre y diciembre de 1942 tenía dinero ni ropas de invierno y muchos de ellos venían medio depauperados. Además, como era de esperar, los alemanes dieron pronto la alarma al Gobierno español sobre el peligro de que tantos fran‐ceses "peligrosos" estuviesen en España y ensayaron de persuadirle de que los tratase "rígidamente" y los repatriase.
Sir Samuel acudió a mí con gran aflicción el mes de diciembre recabando la ayuda ame‐ricana para hacer frente a las grandes necesidades y asistencia de los refugiados. Organicé inmediatamente una especial "sección de refugiados y socorros", genuinamente americana, que puse bajo la dirección de Mr. Niles Bond, amable y capacitado Tercer Secretario, desti‐narlo recientemente a mi Embajada y que había de demostrar, en los dos años siguientes, gran cordura y eficacia en la ejecución del importantísimo asunto. Como resultado de una conferencia con el Embajador británico y con nuestros respectivos Consejeros y encargados de las secciones de refugiados, se tomaron las disposiciones pertinentes para la coopera‐ción y reparto de misiones entre las dos Embajadas. Los ingleses continuarían cui‐dando a los británicos y canadienses refugiados, y los americanos, tan pronto como pudiésemos conseguir los fondos y abastecimientos que esperábamos para principios de febrero, tendr‐íamos a nuestro cargo los refugiados franceses y a nuestros ciudadanos. Entre tanto, entre‐garíamos a los británicos nuestro mayor camión y les daríamos toda la ayuda posible, y tan‐to Sir Samuel como yo estimularíamos al Ministerio de Asuntos Exteriores español para que dispensase una buena acogida y trato a los refugiados en España y les facilitase su evacua‐ción al Norte de Africa.
Al asumir la responsabilidad del cuidado de los refugiados franceses y americanos, tan‐to mis colaboradores como yo teníamos otros alicientes que los meramente humanitarios. Percibíamos claramente que si el Gobierno americano abandonaba a los millares de refu‐giados franceses que habían huido de Francia a España confiando en nuestra ayuda, en la hora en que los Estados Unidos habían iniciado la lucha para liberar el Norte de Africa de la intervención militar del Eje y cuando tratábamos de conseguir la cooperación del pueblo francés, con la esperanza de establecer allí las bases de una Francia libre y democrática, perderían la fe en nosotros y lógicamente en nuestros esfuerzos en tierra africana y en nuestras futuras relaciones con su Patria.
Debíamos considerar que entre estos refugiados se hallaban algunos de los jefes milita‐res franceses de más prestigio y millares de buenos soldados, que podrían darnos una va‐liosa información sobre los movimientos y disposiciones del enemigo en Francia y, en el caso de ser evacuados al Norte de Africa, servirían para reconstruir la potencia militar fran‐cesa y de esa forma reforzar la nuestra. Esperábamos, por otra parte, que la representación diplomática del Gobierno francés de Africa del Norte, por cuyo establecimiento y fortaleci‐miento trabajábamos simultáneamente, fuera capaz de relevarnos en el cuidado de los re‐fugiados franceses, robusteciendo de ese modo su posición propia en España y la de la Francia que representaba.
El Departamento de Estado aprobó en el acto nuestros razonamientos y en tal trance acudió a la ayuda de la Cruz Roja americana que puso a nuestra disposición dos asignacio‐nes financieras de veinticinco mil dólares cada una, agotadas las cuales rápidamente, el Pre‐sidente hizo entrega de otros cincuenta mil13 . Además de estos socorros, envió la Cruz Roja grandes lotes de alimentos y medicinas desde América en barcos españoles, y encargó a uno de sus experimentados agentes (Mr. Charles McDonal) que actuase bajo la dirección de Mr. Bond y la Embajada. Adquirió además en España ropas y mantas de lana, que la Compañía Comercial de los Estados Unidos había ido comprando en su tarea de guerra económica contra el Eje.
A esta ayuda oportuna y práctica de la Cruz Roja americana debe añadirse la notable asistencia de los círculos de labores de punto y costura dirigidos por Mrs. Hayes y otras se‐ñoras de la Embajada, que, gracias a la incansable colaboración de damas españolas, y otras 13 El Presidente me escribió el día 6 de enero de 1943: “En lo que se refiere a sus esfuerzos en los problemas de los refugiados, resúltame confortador su informe telegráfico al Departamento de Estado con fecha 24 de Diciem-bre. Entiendo que desde entonces Vd. Habrá utilizado la cooperación de la Cruz Roja americana para la puesta en práctica de todos los detalles de esa cuestión.”
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de las misiones iberoamericanas de Madrid, confeccionaban centenares de cha‐lecos de punto, calcetines y ropa interior para los refugiados. Un donativo de los Obispos Católicos americanos hizo posible proporcionar a los refugiados "equipos de aseo" personales. Debe mencionarse igualmente la constante y simpática cooperación que recibimos de la Cruz Ro‐ja española, especialmente de su activo director Sr. Conde de la Granja. Algunas veces tam‐bién, al tener que dirigir alguna petición al Ministro de Asuntos Exteriores, fuimos notable‐mente secundados por el Nuncio Apostólico y nuestros colegas sudamericanos.
Gracias a tales apoyos, así de nuestro Gobierno como de Madrid, la Embajada cumplió
con la responsabilidad que había asumido, y en febrero podía hacerse cargo del gran núcleo de los refugiados franceses en España, unos doce mil por aquellas fechas14 . Durante todo este período ni los ingleses ni nosotros perdimos el tiempo tratando de contrarrestar las presiones alemanas sobre el Ministerio de Asuntos Exteriores español, o en obtener de él las garantías y concesiones que deseábamos para los refugiados. Estoy seguro que el Conde de Jordana estaba favorablemente dispuesto desde el principio, así como el miembro de su departamento que designó como representante suyo en las cuestiones de refugiados y so‐corros, Sr. Baraibar. No obstante, en el transcurso del invierno de 1942‐1943, el problema era de muy difícil solución tanto para el Gobierno español, como para la Embajada america‐na y para los refugiados.
Por una parte, al amparar a los refugiados franceses, España se exponía abiertamente a la acusación de proteger en su propio terreno el reclutamiento de fuerzas armadas para los aliados y contra el Eje y, por lo tanto, de violar las leyes de neutralidad. Y por otra, las posi‐bilidades de España para albergar y alimentar a tan enorme afluencia He refugiados eran bastante reducidas, y no cabía solucionar esto en cosa de días ni aun de meses. Por eso Mi‐randa y otros campos similares quedaron enormemente congestionados e insanos y las cárceles provinciales más pobres rebosaron de refugiados. También llevó su tiempo el que resolvieran sus cuestiones jurisdiccionales los Ministerios de Asuntos Exteriores, Ejército y Gobernación, y que los varios funcionarios locales siguiesen una política y procedimiento uniformes. Por otra parte, los alemanes continuaban con sus ruegos, protestas y amenazas.
El 14 de enero, en una conversación con el Conde de Jordana, celebré poderle agradecer sus numerosas y re‐cientes actuaciones ante el Gobierno español en pro de los refugiados, particularmente el traslado de mujeres y niños y algunos varones de Miranda y de distintas cárceles a casas de pensión y hoteles, y su colaboración con la Cruz Roja Española para me‐jorar las condiciones sanitarias de los campos de refugiados. En esta visita me aseguró tam‐bién el Sr. Ministro que aceleraría la entrada en España de los abastecimientos de nuestra Cruz Roja y de Mr. Me Donald. Cuando un mes después, llegó a Bilbao un gran cargamento, integrado por 6.500 cajas de ropas, alimentos y medicinas, siendo detenido por el Director General de Aduanas y sometido a los derechos fiscales, nuevamente recurrí al Conde de Jor‐dana y, tras considerables discusiones entre el y el Director General, con el retraso con‐siguiente, se nos entregó la totalidad del cargamento libre de impuestos.
V Aunque tratábamos de conseguir un esmerado trato y cuidado para la multitud de refu‐
giados franceses en Es‐paña, nuestro objetivo principal era sacarlos de España y' trasladar‐los al Norte de Africa. En las distintas entrevistas que sostuve con el Conde de Jordana, du‐rante los mese de enero y febrero, rebatí los argumentos que presentaban los alemanes queriendo convencer al Gobierno español para que los tratase como beligerantes y, en con‐secuencia, los internara o repatriara a Francia. Partí de la base de que los albergados eran únicamente refugiados y no beligerantes y que España no sólo no debía repatriarlos o in‐ternarlos, sino que, en caso de hacerlo, pisotearía las leyes internacionales y la práctica civi‐lizada, mientras que todo peligro o carga para España por parte de esos infelices se evitaría dejándolos pasar libre y rápidamente hacia el Norte de Africa. El Ministro de Asuntos Exte‐riores se puso decididamente a nuestro favor. Me dió garantías de que los refugiados no serían expulsados ni internados, y, a fines de febrero, haciendo frente a las acerbas protes‐ 14 Además, como pronto los ingleses se cuidaron de impedir que los refugiados franceses se presentaran como “canadienses”, tuvimos que cargar prácticamente con todos ellos.
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tas alemanas, me informó de que debíamos tomar las medidas necesarias para la evacua‐ción de los refugiados franceses utilizando el puerto de Cádiz.
Para entonces, la Misión francesa del Norte de Africa en Madrid estaba ya establecida y consolidada. A través de Mgr. Boyer‐Mas, cooperaba estrechamente con Mr. Bond y McDo‐nald en atender a las refugiados franceses, y el Go‐bierno de Argel, a quien la Misión repre‐sentaba, se iba haciendo cargo paulatinamente de gran parte de los gastos. El día 31 de marzo, recién avisado de una consignación americana de 100.000 dólares, se me indicó que el Banco Francés de Nueva York había sido autorizado para hacer una transferencia al Insti‐tuto Español de Moneda de 150.000 dólares y otra de 100.000, a nombre del Coronel Malai‐se, para que éste atendiese a los refugiados. El 10 de abril llegaba otro aviso de Argel en el que se decía que habían sido transferidos otros 2150.000 dólares a Malaise por los france‐ses, lo cual elevaba la cantidad recibida a la cifra de 500.000 dólares.
Tan pronto como el Conde de Jordana autorizó la evacuación de refugiados, la Misión Francesa, de acuerdo con nosotros y con las autoridades aliadas de Argel, realizó todo lo necesario para que la primera expedición —1.400 hombres—de los campos de concentra‐ción del Norte de España, saliese el 8 de marzo por ferrocarril hacia el puerto de Cádiz para ser recogidos allí por barcos franceses y llevados al Norte de Africa. Preparado ya todo, y la víspera misma del día señalado para dicha expedición, nos llegó una nota del Ministerio de Asuntos Exteriores en la que se nos comunicaba que no podríamos utilizar el puerto de Cádiz. Al día siguiente, 8 de marzo, me apresuré a ver al Conde de Jordana para enterarme de lo que ocurría, encontrándole en gran apuro. Insistió en que el Gobierno español no mo‐dificaba la política que yo conocía con respecto a los refugiados y que estaba deseoso de hacer cuanto estuviese en su mano por ayudar a su evacuación, pero sin poder acceder a que se realizase desde un puerto español. Pude colegir que los alemanes le habían anuncia‐do ásperamente que hundirían todo barco de refugiados que entrase o saliera de alguno de ellos. Temía un serio incidente. Podían ser hundidos los barcos en aguas territoriales espa‐ñolas, lo que motivaría que algunas personas y países acusaran a España de tomar parte en los hundimientos. También hizo referencia al torpedeamiento reciente por los alemanes de otro barco español, el "Monte Igueldo", el día 24 de febrero, mientras navegaba a lo largo de las costas brasileñas. Esto constituía una seria amenaza para España, amenaza que no se podía permitir el lujo de despreciar, dada la escasez y vital importancia de su marina mer‐cante.
Sin embargo, el Ministro de Asuntos Exteriores nos sugirió un procedimiento para lle‐var a cabo la evacuación, ¿por qué no hacerla cruzando la frontera portuguesa y llevándolos a un puerto del país vecino, como Lisboa o Setubal, donde nuestros barcos los podrían reco‐ger con mayor facilidad? España arreglaría toda la cuestión de visados de salida, hablaría con el Embajador portugués y daría todos los pasos necesarios para ayudarnos a conseguir el apoyo y cooperación de esa nación. A mi pregunta de si los alemanes ejercerían otras presiones sobre España, incluso militar y directa, me contestó el Conde de Jordana: "Puedo asegurarle que ya hemos aguantado más de lo que podíamos y que, siempre que estemos en nuestro derecho, resistirá España con toda energía cualquier presión y agresión.
Debía entrevistarme en seguida con mi amigo el Embajador portugués. Al enterarme de que había marchado a pasar unos días en Portugal para visitar su familia y conferenciar con el Dr. Salazar, cogí el avión correo español y marché a Lisboa. Allí disfruté de la hospitalidad de nuestro Ministro Mr. Bert Fish, y sostuve una larga conferencia con el Dr. Pereira, que se mostró en extremo amable y comprensivo, indicándome que trataría de conseguir la apro‐bación del Dr. Salazar para que los refugiados franceses cruzasen Portugal.
Días más tarde, cuando estábamos de regreso en Madrid, me informó el Embajador que el Conde de Jordana secundaba vigorosamente el proyecto y que el Dr. Salazar accedería, si se lo solicitaba oficialmente el Gobierno de los Estados Unido» por mediación de Mr. Fish. Hubo algún retraso mientras Washington enviaba las debidas instrucciones a nuestra Lega‐ción de Lisboa y mientras se redactaba la petición en la forma deseada por el Dr. Salazar y señalaba, finalmente, para el embarque el puerto de Setubal. Entre tanto, quedaron plena y totalmente arreglados el trámite de visados y designación de ferrocarriles por parte de los españoles: y portugueses; lo perteneciente a la alimentación y fondos, que corrían a cargo de los franceses, y las disposiciones británicas para el convoy marino. El 30 de abril, de ma‐ñana, cruzaban la frontera hispano‐portuguesa 850 refugiados franceses, todos en edad militar, y poco después de la medianoche zarpaban del puerto de Setubal en dirección a los campos de batalla tunecinos. Desde este momento, con intervalos fijos, durante la primave‐
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ra y verano de 1943, fueron saliendo otros contingentes. En total, gracias a la activa ayuda española, logramos transportar al Norte de Africa, en el curso del año 1943, diez y seis mil franceses, que se incorporaron a las Fuerzas Armadas aliadas.
Mientras esto se realizaba, respondió también favorablemente el Conde de Jordana a las representaciones británica y de otras naciones aliadas sobre la suerte de los polacos, holan‐deses y belgas, muchos de los cuales eran o deseaban ser soldados. En el transcurso de 1943 fueron evacuados de España bajo los auspicios británicos por vía Portugal o Gibraltar, uniéndose igualmente a nuestros ejércitos. Los polacos, en especial, sobresalieron por sus brillantes hazañas en la campaña italiana.
A fines de marzo intentó España detener la afluencia de tanto refugiado mediante el cierre de la frontera franco‐española, y hasta nos llegaron rumores de que algunos, que la habían atravesado después de esta disposición, habían sido repatriados y entregados a los alemanes por los funcionarios locales españoles. Lo mismo el Embajador británico que yo protestamos con energía verbalmente y por escrito ante el Ministerio de Asuntos Exterio‐res. El 29 de marzo entregué al Conde de Jordana la nota siguiente: "Tengo el honor de acu‐sar recibo de la Nota verbal del Ministro, fechada el 25 de marzo de 1943‐, por la que se ponía en mi conocimiento que el Gobierno español había ordenado el cierre completo de la frontera de los Pirineos para aquellas personas que no estuvieran en poder de una docu‐mentación legal. He transmitido el texto de esta nota a mi Gobierno. A esta Embajada se le aseguró repetidas veces por ese Ministerio que el Gobierno Español no repatriaría a los re‐fugiados de los países beligerantes u ocupados por el Eje sin el consentimiento de aquéllos. Desearía estar en condiciones para informar prontamente a mi Gobierno sobre si esta polí‐tica del Gobierno Español ha sido modificada en cualquier grado."
De nuevo volvió a actuar favorablemente el Conde de Jordana, tomando ciertas disposi‐ciones que me permitieron informar al Departamento de Estado: "Han sido canceladas to‐das las órdenes locales para el retorno a Francia de los refugiados, y el Ministerio de Asun‐tos Exteriores ha enviado una nota a la Embajada alemana dejando sólo a ese país la res‐ponsabilidad de evitar que los refugiados crucen la frontera. La nota, en contestación al ale‐gato alemán de que los refugiados deben estar sujetos a extradición, indica vigorosamente que desde que Alemania lleva a cabo la guerra total, los refugiados deben ser considerados como evadidos."
Bastante tiempo después, en la segunda quincena del mes de junio, el Embajador alemán en Madrid renovó sus protestas por las facilidades que daba España para el recibi‐miento y evacuación de los refugiados franceses en edad militar. Sin embargo, el Conde de Jordana se mostró impertérrito ante ellas. Se nos informó de buena tinta que la respuesta que recibió el Embajador alemán era que no debía insistir en tales protestas, puesto que nada más que la incapacidad alemana para controlar Francia y evitar el cruce de fronteras era lo que originaba la presencia de los refugiados en España, añadiendo que Alemania no debía dificultar los esfuerzos españoles para solucionar un problema que los propios ale‐manes habían creado. También puso de manifiesto su indignación por un artículo aparecido en el semanario alemán Das Reich en el que aparecía una queja contra la ayuda que las au‐toridades españolas prestaban a los aliados auxiliando a millares de refugiados militares franceses para que se unieran a nuestras fuerzas de Africa del Norte.
VI En estos esfuerzos por asistir a nuestros aviadores y a los refugiados militares france‐
ses, no nos olvidamos de los "apatridas" ni de otras personas civiles refugiadas, cuya condi‐ción hacía el éxodo más triste. Algunos llegaron a España con documentación en regla, con los visados debidos para viajar por España y marchar a Inglaterra o Amé‐rica. Pero prácti‐camente la mayoría de ellos habían padecido aterradoras experiencias al huir de los alema‐nes y atravesar las nevadas cumbres de los Pirineos. Recuerdo muy bien, por ejemplo, el caso de una joven americana, esposa de un Oficial del Ejército francés. A él lo habían hecho prisionero los alemanes. Poco después de la ocupación alemana de Vichy, en noviembre de 1942, acompañada de su hijita de cuatro años y llevando una maleta, recorrieron a pie enormes distancias y cruzaron bajo un intenso frío y sin casi nada que comer la nevada frontera del Pirineo. Apenas llegaron a España, fueron recogidas amable y cortésmente por soldados y Guardias Civiles españoles, y después ayudados por la Embajada a llegar a Por‐
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tugal y de allí a los Estados Unidos15 . No obstante, muchos de entre ellos, incluyendo todos los judíos, se encontraban sin do‐
cumentación legal y al‐gunos ni siquiera tenían a quien recurrir una vez en territorio espa‐ñol. El número de los que podían ser admitidos en América o en Inglaterra era limitado con severidad. Además, debido a las condiciones de guerra a que estaba sometido el Mediterrá‐neo durante el año 1942‐1943, era imposible organizar su traslado a Palestina, y el conoci‐miento de que los alemanes filtraban entre sus filas numerosos espías, hizo a las autorida‐des aliadas del Norte de Africa muy reacias a su recepción sin un control muy riguroso. Por tal causa, en el mes de noviembre de 1942 había en España unos 2.000 seres humanos que no podían partir y que carecían de una ciudadanía que les hiciera acreedores a las atencio‐nes gubernamentales y a la protección que tanto necesitaban.
En diciembre de 1942, al mismo tiempo que creábamos la "sección de refugiados y so‐corros" de Mr. Niles Bond e interveníamos ante el Ministerio de Asuntos Exteriores en favor de los refugiados franceses, conversé largamente con el Conde de Jordana y con los compo‐nentes peninsulares del Comité conjunto de Distribución y del Comité del Friend's Service, Dr. Schwartz y Mr. Connard, sobre los métodos y forma de socorrer más eficazmente a los refugiados "sin patria". El Ministro de Asuntos Exteriores estaba dispuesto a otorgar un re‐conocimiento especial, dando facilidades a una oficina común de las diversas Organizacio‐nes de socorro americanas, por lo que sus representantes acordaron crear la Sede Central de las mismas en Madrid bajo la dirección de Mr. David Blickenstaff, especialista en cuestio‐nes sociales y agregado entonces a la organización Friend en Portugal.
En el mes de enero de 1943, se inauguró en Madrid la Oficina con el nombre de "Repre‐sentación en España de las Organizaciones de Socorro Americanas". Temporalmente tuvo su sede en la Embajada, pero poco después poseía su edificio propio, y bajo la dirección de Mr. Blickenstaff, en estrecha colaboración con Mr. Bond y conmigo, se fué aumentando poco a poco el personal y el ámbito de sus funciones benéficas. Originalmente sus miembros per‐tenecían al Comité Judío Conjunto de Distribución y al Comité del Friend's Service, pero más tarde tomó parte en ella, como miembro activo, el Consejo Católico de Bienestar Nacional (National Catholic Welfare Council). Cada miembro componente contribuía a sostener el despacho central, cuyo personal era extraído de todos ellos. Corría a cargo de la oficina cen‐tral llevar por separado las cuentas de los fondos de socorro de cada entidad. Me produjo especial satisfacción, por haber sido durante tanto tiempo copresidente de la Conferencia Nacional de Cristianos y Judíos, tener la oportunidad de llevar a la práctica esta demostra‐ción en España de una sincera y beneficiosa cooperación para fines humanitarios entre los protestantes, católicos y judíos americanos.
Dos años después, cuando ya pensaba marcharme de España, recibí una carta de Mr. Blinckenstaff, que aprecio particularmente y espero me perdone por atreverme a insertarla aquí:
"Hace exactamente dos años que usted arregló mi ida España y obtuvo de las au‐
toridades españolas el consentimiento de llevar a cabo un programa de socorro a los "sin patria" y a otros refugiados que carecían de protección. El restablecimiento de es‐ta Oficina y el establecimiento de sus estatutos se llevaron a cabo durante aquellos críticos meses de 1943, cuando millares de hombres de "todas las clases, y refugiados no clasificados, afluían a través de los Pirineos y cuando la situación política (y mili‐tar)... hacía extremadamente penosa y lenta la labor de identificar, agrupar y evacuar a aquellos hombres. No puedo deciros lo que agradecimos entonces vuestro interés y ayuda. A lo largo de los siguientes meses, en todos aquellos casos n que nos era nece‐sario vuestro auxilio para realizar nuestra misión, hicisteis llegar siempre hasta noso‐tros la confianza de la Embajada y nos otorgasteis facilidades sin las cuales nos hubie‐ra sido imposible cumplir con la misión para que fué creada dicha Oficina."
Después de todo, sin embargo, debe darse a conocer, por pura justicia, el hecho que, de
no haber sido por la amistosa y constante colaboración del Ministro de Asuntos Exteriores español, Conde de Jordana, y su decidida resistencia ante las presiones alemanas, en aque‐ 15 Un relato delicioso y emocionante de peripecias de esta joven americana –Margaret Vail- en Francia y en España puede leerse en el libro “Gours is the Earth” (Filadelfia, Lipicott, 1944)
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llos días aciagos, ninguno de los representantes aliados en España hubiera podido hacer la cantidad de cosas que realizó para solucionar el complejo problema de los refugiados en el período 1942‐1943. El Ministro no se limitó sólo a esperar nuestras solicitudes. Al menos en uno de los aspectos más importantes fué él quien tomó la iniciativa. El día 18 de marzo de 1943 envió a su colaborador Sr. Baraibar para que informase a los Sres. Bond y Blickens‐taff de que el Gobierno español estaba deseando hacer uso de los medios que estaban a su alcance para salvar de la opresión y persecución nazi a todos los judíos que fuera posible, y que estaba dispuesto a dar una imaginaria ciudadanía española a los judíos sefarditas de los territorios de ocupación tudesca y basarse en ella para reclamar su libertad al Gobierno alemán y lograr así su incorporación al resto de los refugiados. Nos vimos obligados, a ex‐plicar al Ministerio de Asuntos Exteriores que entonces no veíamos otro lugar que España para que a él fuesen los refugiados "apatridas", pero que esperábamos que, sin gran tardan‐za, nos sería posible encontrar tales lugares, a donde podrían dirigirse los refugiados sefar‐ditas que España apadrinaba. Sobre esta base, consiguió el Conde de Jordana en poco tiem‐po que un grupo inicial de trescientos judíos fuese entregado por los alemanes. Cerca de unos mil fueron liberados de la tiranía nazi mediante la intervención directa del Gobierno español.
En un memorándum que redacté para el Presidente Roosevelt el 3 de mayo de 1943, resumía el estado del problema de los refugiados en España con estas palabras: "La pasada semana doscientos polacos atravesaron libremente la frontera portuguesa para trasladarse al Africa del Norte y pocos días después lo hicieron ochocientos cincuenta franceses, todos ellos en edad militar. Esto es presagio de una emigración en masa de los refugiados a Espa‐ña. Gran parte del éxito corresponde al General Jordana, Ministro de Asuntos Exteriores español. Atendió con amabilidad a todas mis peticiones y a las del Embajador británico, así como las de nuestros amigos el Nuncio Apostólico y los jefes de los misiones ibero‐americanas (incluso de la Argentina), resistiendo con firmeza todas las contra‐peticiones del Eje. Ha tenido que convencer al Caudillo y anular la oposición de importantes elementos falangistas del Gobierno. Mantúvose con firmeza en la línea de una política constructiva que, según que ha asegurado, cuenta ya con la total aprobación oficial. Esta política implica: 1) negarse a obligar el retorno de los refugiados a Francia u otros países de los que hayan huido; 2) traslado de los refugiados de los campos y cárceles, apenas puedan ser alojados u hospedados en otros sitios; 3) evacuación de los refugiados tan pronto puedan conseguirse los visados y tengan en regla su tránsito por Portugal; 4) reconocimiento oficioso de los re‐presentantes del Gobierno del Norte de Africa para que, en colaboración con nuestra Emba‐jada puedan hacerse cargo y disponer la evacuación de los refugiados franceses; 5) facilida‐des similares a los británicos y otras Embajadas y Legaciones de Madrid para tomar a su cargo y disponer la evacuación de los refugiados de sus nacionalidades respectivas; 6) re‐conocimiento de los agentes oficiales del "Comité Conjunto de Distribución", los Cuáqueros y la Cruz Roja americana y británica, concediéndoles medios para que otorguen socorro a los refugiados que deban quedarse en España, por carecer de otro sitio a dónde ir."
Y continuaba: "desde luego el problema es continuo. Seguramente los refugiados se‐guirán afluyendo a España a mayor velocidad que su evacuación, y, en cualquier momento dado, habrá millares de ellos en espera de que se les aclare el horizonte. Además, deberán ser vestidos, alojados y alimentados durante la espera, y después deberá sufra‐garse el gas‐to de su traslado. Por lo tanto, necesitamos una continua y generosa ayuda financiera del Africa del Norte y de América."
Terminé este memorándum atribuyendo nuestro éxito con el Gobierno español, en la cuestión de refugiados, en gran parte a la política seguida con respecto a España. A pesar de las vociferaciones de ciertos periodistas americanos, nunca consideré nuestra política sobre la neutralidad e integridad territorial de España y su abastecimiento de petróleo y otros productos esenciales para su economía nacional, como una especie de "apaciguamiento" hacia las fuerzas antidemocráticas o como un instrumento que reforzase y prolongase la vida del Gobierno de Franco. La consideré, más bien, como cumplimiento de los principios de la Carta del Atlántico y como medio eficaz pura atraernos comercial y políticamente al pueblo español y convertirlo de esa forma en amigo y aliado posible de las Naciones Unidas, en lugar de serlo del Eje. Estoy convencido que a ésto precisamente nos condujo esa políti‐ca.
Nuestras garantías territoriales y nuestro abastecimiento de petróleo tranquilizan y benefician al conjunto del pueblo español, desde monárquicos a
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republicanos, pasando por adictos moderados del régimen como Jordana, sabiendo —aunque algunos falangistas no lleguen a comprenderlo que la tranquilidad y el beneficio les llega de la América democrática y no de la Alemania nazi. Jordana pertenece a esa mayoría de la opinión popular que con tanto ahinco tratamos, merced a nuestra política, de crear en España.
VII Acabo de exponer someramente un conjunto de facilidades recibidas del Gobierno es‐
pañol en la primavera de 1943, época en que todavía el Eje estaba atrincherado por toda Europa y tenía apariencia de invencible. Incluíanse en la serie el no internamiento y la liber‐tad de los aviadores americanos y aliados, la entrega de los equipos secretos de nuestra aviación, el reconocimiento y colaboración oficiosa con el Gobierno francés del Norte de Africa y su Misión en Madrid, y la acogida e inicio de evacuación de millares de "franceses combatientes" y otros refugiados.
Pero existía aún otra facilidad, extraordinariamente, importante, que durante algún tiempo no pudo ser comen‐tada ni tan siquiera mencionada. Se trata del espionaje que hicimos contra los alemanes en Francia. El Alto Mando aliado estaba muy interesado en conseguir en forma continua toda la información posible sobre la disposición de las tropas alemanas y sus movimientos en Francia, sobre sus fortificaciones y equipos, y sobre el "mo‐vimiento clandestino" francés y su colaboración con nosotros. Tales informes nos eran ab‐solutamente imprescindibles, ya fuese para estar avisados de antemano y preparados para hacer frente a una invasión alemana de la Península Ibérica, o para realizar nosotros —como luego sucedió— una invasión naval de Francia con verdadera esperanza de éxito. Por eso fué Madrid, durante los 1942‐1943, un centro primordial de recogida y distribución de informes secretos; un puesto de escucha inmejorable.
Tres de nuestros colaboradores se dedicaban a esta misión: el Agregado Militar, que in‐formaba al Departamento de Guerra; el Agregado Naval, para el Departamento de Marina; y una rama local de la oficina de Servicios Estratégicos del General Donovan. El primero era, desde la primavera de 1943, el Coronel William D. Hohenthal, Oficial del Ejército y en otros tiempos Agregado Militar en Berlín, muy enterado por consiguiente de la organización mili‐tar, estrategia y táctica alemanas. Tenía por Adjunto al Capitán John Lusk16 , hombre suma‐mente inteligente, discreto y razonable. Ambos tenían auxiliares de gran valía. Cooperaban con la Embajada y mantenían un estrecho y amistoso contacto con sus colegas de la Emba‐jada británica y de las otras misiones aliadas. El Agregado Militar cultivó relaciones íntimas con la Misión francesa, cuyo jefe, Coronel Malaise, era un magnífico Oficial de Información.
Tanto el Agregado Militar como el Naval, aparte de mantener íntimo contacto con las autoridades militares y navales españolas y dar información corriente sobre la preparación bélica de España, se cuidaban escrupulosamente, conforme a la política de nuestra Embaja‐da, de evitar que los españoles pudieran sospechar que nosotros les es‐piábamos o que tramábamos algo contra su Gobierno o su paz. Actuar de otra manera hubiera sido una vio‐lación de las garantías dadas a Franco por el Presidente Roosevelt. Nos hubiese creado enemigos en el seno del Gobierno es‐pañol y nos habría privado del medio principal para conocer lo que ocurría en Francia. Por eso nuestros servicios de información se consagra‐ron directamente al espionaje de nuestro enemigo, el Eje, y en especial de los alemanes en Francia.
Para esta clase de espionaje, contábamos con excelentes medios y recursos entre los aviadores aliados y los mi‐llares de refugiados franceses (muchos de ellos Oficiales del Ejér‐cito) que pasaron por los Pirineos a fines de 1942 y durante todo el año de 1943, siendo sistemáticamente interrogados y examinados por nuestro personal o por los franceses, británicos u otros asociados. Teníamos además "cadenas" creadas por los distintos servicios de in‐formación, que funcionaban clandestinamente mediante agentes pagados y los grupos franceses de resistencia, desde la frontera pirenaica española basta el interior de Francia, llegando en algunos casos basta los Países Bajos y la propia Alemania.
El Gobierno español estaba perfectamente enterado de lo que llevábamos a cabo, por 16 Lusk sucedió al capitán White, persona genial, que habiendo a su vez sucedido al comandante Anderson, hubo de abandonar su puesto por enfermedad. El Coronel Nohental fue sucesor del Coronel Ruseubury, trasladado a Landres
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medio de su magnífico servicio secreto. Conocía nuestras "cadenas" y estaba bien enterado de cómo interrogábamos a los refugiados. Podía haberlo impedido fácilmente o al menos dificultado, y sin duda lo hubiese hecho de haber estado decidido a servir a los intereses del Eje. Pero no fué así, sino que nos dejó en plena libertad para perfeccionar las "cadenas" y los "interrogatorios" y hasta en el fondo nos los facilitaba entregándonos inmediatamente a los refugiados y permitién‐donos un constante acceso hasta ellos. Debo añadir que el Coronel Malaise se enteró de infinidad de cosas merced al servicio secreto español. Lo único sobre lo que nos vigilaban estrechamente las autoridades españolas y estaban dispuestas a im‐pedírnoslo en todo momento, era el contacto con elementos subversivos del interior de Es‐paña o que nos dedicásemos a actividades hostiles hacia el régimen existente.
No puede haber duda de que la información obtenida a través de los Pirineos por nues‐tras distintas secciones de información durante el año 1943, y las facilidades tácitamente acordadas por el Gobierno español a tales organismos, fueron de valía inapreciable para nuestras autoridades militares en el proyecto y ejecución de los desembarcos que luego se llevaron a cabo en la Francia metropolitana.
5 CORRIENTES OPUESTAS Ya en la primavera de 1943 España se inclinaba, lenta pero inequívocamente, hacia no‐
sotros, y los alemanes lo veían claramente. En el mes de enero llamaron a su Embajador von Stohrer porque fracasó en sus intentos de pro‐ducir una reacción española contra nuestros desembarcos en Africa del Norte. Pero von Moltke, su sucesor, descubrió pronto que una actitud más amenazadora por su parte podría poner al rojo la obstinación española y acele‐rar el desvío que trataba de evitar. A fines de marzo, el defraudado von Moltke fué súbita‐mente atacado por una grave enfermedad, falleciendo poco después en Madrid. Su sucesor, Dieckhoff, el último Embajador nazi en Washington, volvió a la táctica apacible pero, a la larga, también fracasó. Como nota irónica de la historia de este período, puede indicarse que yo, que pensaba pasar breve tiempo en España, resistí a tres Embajadores alemanes.
El mes de abril organizó el Gobierno español en Barcelona una magna celebración del cuatrocientos cincuenta aniversario del regreso de Cristóbal Colón de su descubrimiento de América. Apartándose de la usual norma falangista de dar a esos actos tono polémico de Hispanidad, me instó el Conde de Jordana para que, como representante oficial de los Esta‐dos Unidos, asistiera en unión de los representantes de las otras Repúblicas americanas y del Embajador portugués. Me excusé diciendo que había aceptado una invitación para ir a Sevilla, puesto que hasta que estuviéramos seguros de la nueva tendencia, mi asistencia a una fiesta identificada anteriormente con la Hispanidad y la Falange podría dar motivo a un malentendido, tanto en España como en América. Tal como se desarrolló todo, me alegré de no haber ido a Barcelona, pues aunque permaneció la Falange en segundo plano y se habló con afecto de los Estados Unidos, Portugal y Brasil, el Conde de Jordana aprovechó la oca‐sión para pronunciar un discurso en el que se mostraba deseoso de una paz entre el Eje y los Aliados. Sus palabras fueron criticadas desfavorablemente en los Estados Unidos, y se las juzgó común mente como un desesperado esfuerzo del Ministro de Asuntos Exteriores español por lograr una paz con Alemania
El 10 de mayo me llamó el Conde de Jordana y tuve con él una larga entrevista en el Mi‐nisterio de Asuntos Exteriores. Estaba profundamente contristado por "el gran número de informes" que le llegaban, tanto a él como al Caudillo, según los cuales numerosos funciona‐rios Oficiales de los Estados Unidos, como consecuencia de la campaña de prensa, aconseja‐ban la violación de la neutralidad y soberanía españolas, contra las garantías dadas a Espa‐ña en noviembre último. Añadió que lo suponía propaganda alemana para crear dificultades entre España y los Estados Unidos, pero que el Caudillo estaba verdaderamente molesto y necesitaba alguna explicación. Le dije que podía tranquilizarle por completo. Hacía pocos días precisamente que me había llegado una nota de mi Gobierno comunicándome que no se pensaba en un cambio de actitud con respecto a España y tal actitud implicaba el respeto de las garantías otorgadas el 8 de noviembre. Agradeció efusivamente mis noticias, agre‐gando que mi declaración llenaría de gozo al General Franco y haría un gran bien en aque‐llos momentos.
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Hizo luego algunas alusiones y comentarios a su discurso de Barcelona. Temía que hubiese sido mal interpretado ¿n los Estados Unidos y se hubiera atribuido a inspiración alemana. Esto era completamente falso. Sólo trató de expresar la actitud española, la misma actitud indicada a Myron Taylor en el mes de septiembre último. España no era para Ale‐mania la garra de un gato, ni lo sería jamás. Ni él ni el General Franco eran tan ingenuos que se imaginasen poder acortar la guerra o evitar que cesase la lucha antes de una victoria aliada. Sin embargo, el discurso quedaría como un recuerdo permanente de que España, al igual que la Santa Sede, laboró por la paz, por una paz humanitaria, y llegaría el día en que sería considerada como baluarte de ella. Deseaba subrayar además que, aunque España no era una democracia igual a la de los Estados Unidos, tampoco era totalitaria como Alemania y le eran repugnantes las doctrinas nazis. España quería una total independencia tanto ex‐terior como interna. No tenía el menor compromiso con Alemania o con alguna nación del Eje, ni deseaba tenerlo. Estaba firmemente resuelta a defenderse contra cualquier potencia extranjera, con el mismo vigor frente a Alemania e Italia que contra los Aliados o Rusos. Añadió, para concluir, que quería me convenciese de que siempre me había dicho la verdad sin reservas, y que, si algún día se veía obligado a no hacerlo, disfrazar la verdad o retrac‐tarse de sus palabras, ese día dejaría de ser Ministro de Asuntos Exteriores.
Existían ciertos indicios de que el General Franco preparaba por aquellos días un cam‐bio del régimen interior de España, con una tendencia más liberal y en consonancia con las preferencias de los Aliados. Mi colega británico abrigaba enormes esperanzas de que podría terminar rápidamente en una restauración de la Monarquía liberal, dé molde inglés, ciñen‐do la corona D. Juan, educado en Inglaterra y que había servido en la Marina británica cuan‐do Sir Samuel Hoare era el Primer Lord del Almirantazgo. por lo que disfrutaba recordándo‐lo como "uno de sus mu‐chachos". El primero de marzo dio el General Franco ei paso sin precedentes de organizar y asistir con todo su Gobierno, y el pleno del Cuerpo Diplomático, a un solemne funeral en El Escorial "por todos los Reyes de España". También decretó la creación de un organismo pseudo‐parlamentario, llamado Las Cortes, cuyos miembros se reclutaban más bien por nombramiento que por elección, pero que incluía entre ellos a un considerable número de monárquicos y antifalangistas destacados. En la sesión inaugural del 17 de marzo, el Caudillo, aunque seguía repudiando el "liberalismo" para España, admi‐tió por primera vez que no era una calamidad universal, sino que podía servir a las necesi‐dades de otros países.
Sin embargo, estos gestos realizados por el General en marzo eran algo tempestuosos y no faltos de ambigüedad. Mucha gente decía, cínicamente, que la Misa por los Reyes era en realidad un responso por la Monarquía y que en el discurso a las Cortes se destacaba la alu‐sión a la dinastía borbónica como fenecida y a las clases antes dominantes (monárquicas) como "decadentes".
Al celebrarse en abril la fiesta colombina en Barcelona, fui a Sevilla con mi familia para asistir a las famosas e interesantes procesiones de Semana Santa. Permanecimos allí toda la semana siguiente para asistir al baile de gala dado por el Duque de Alba en la puesta de lar‐go de su hija. En él vimos a lo más granado de los monárquicos españoles, pero ni el General Franco ni ningún miembro de su Gobierno o Falange estaban presentes. Dos semanas des‐pués, a guisa de equilibrio, realizó el Caudillo un viaje oficial por Andalucía en el que recibió los aplausos de las multitudes a quienes la Falange había movilizado a la largo del camino.
A pesar de las grandes esperanzas y enorme actividad de los ¡monárquicos durante este período, yo seguía escéptico sobre el verdadero deseo o intención del General Franco res‐pecto a su substitución. El victorioso término de la campaña militar aliada en Túnez y la expulsión total del fije, de Africa, en el mes de mayo, mucho antes de lo que esperaba el Caudillo, parece que tuvo el paradójico efecto de convencerle de que, aun cuando debía apresurar una nueva orientación de la política exterior española favorable a los aliados, su mano firme y la de la Falange eran más que nunca necesarias para mantener el orden inter‐no y evitar que los elementos revolucionarios utilizasen nuestro éxito como ocasión para levantarse o rebelarse. De todas formas, cuando en junio veinticinco miembros de las Cor‐tes firmaron una petición pidiéndole que restauraste la Monarquía, muchos de ellos fueron destituidos de sus cargos o sancionados 17 . 17 Entre ellos estaba el Profesor Valdecasas, de la Universidad de Madrid, antiguo amigo de José Antonio Primo de Rivera y coofun-dador de la Falange, y Manuel Halcón, Canciller del Consejo de la Hispanidad. Pero no fueron sancionados ni el Duque de Alba, Embajador en Londres; ni el General Ponte, Capitán General de Sevilla; ni el Almirante Moreu, Jefe del Estado Mayor fa Armada.
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El 11 de mayo de 1943 me había asegurado el Conde de Jordana que España no se in‐
miscuiría en las operaciones militares que se desarrollasen en el Mediterráneo e Italia. Hac‐ía entonces casi un año que había llegado a España y los progresos conseguidos eran alen‐tadores. Demostraban, a mi modo de ver, que España no se uniría voluntariamente al Eje, sino que, por el contrario, ofrecería toda la resistencia posible contra cualquier intento de invasión por parte suya, y que cada vez estaba más dispuesta a facilitar nuestras demandas, ventajosas siempre para nosotros y funestas para el Eje. Reconocía, desde luego, que la Península Ibérica seguía siendo un punto altamente estratégico y que iría teniendo más que menos interés a medida que nuestras operaciones militares en Europa se centrasen en el Mediterráneo. Los alemanes seguían extremadamente activos y tenaces. Contaban con ami‐gos e incautos por todo el país. Y seguían teniendo en la vecina Francia grandes y poderosos ejércitos, con numerosas bases submarinas y aéreas, que podían emplear para conquistar y ocupar la Península. El peligro no quedaba, pues, eli‐minado con nuestra victoria en Túnez en mayo de 1943, Nos sentíamos, sin embargo, más tranquilos en España. Si algún contra‐tiempo se nos originaba en la Península, no tendría otro impulsor que los alemanes. Pues ahora podíamos pensar que en tal ocasión España estaría de nuestro lado. En vista de esta grata situación, obtuve en mayo de la Universidad de Columbia un nuevo año de prórroga (hasta el 30 de junio de 1944). También sugerí al Presidente Roosevelt y al Secretario Hull la conveniencia de realizar un viaje a los Estados Unidos para consultar y renovar mi con‐tacto personal con los funcionarios del Departamento de Estado y otros organismos rela‐cionados con asuntos españoles, siguiendo el ejemplo de mi colega británico, que realizaba dos viajes anuales a Londres. La sugerencia fué aceptada y hubiese salido en el acto para Washington, si el Embajador español, Sr. Cárdenas, no hubiera elegido la misma fecha para efectuar una visita a España. Tanto nuestro Gobierno como el español juzgaban que produ‐ciría mala impresión la marcha simultánea de los dos Embajadores de sus respectivos pues‐tos. Volví más tarde a proponer de nuevo el proyecto, pero antes de partir ocurrieron acon‐tecimientos que me hicieron retrasar nuevamente el viaje. Estaba predestinado que debía permanecer ininterrumpidamente en la Península durante bastante más de dos años.
II Los acontecimientos a que acabo de referirme tuvieron mucho menos que ver con los
españoles que con los bri‐tánicos y con la "opinión" pública de los Estados Unidos. Venía afrontando la Embajada en el transcurso de mi permanencia en España dificultades deriva‐das de una lucha sobre tres frentes. Teníamos guie habérnoslas primero con el Gobierno español, al principio muy inclinado al Eje, pero estoy seguro de que nuestro éxito en este frente habría sido más rápido y más completo si no hubiéramos tenido que luchar simultá‐neamente con los movimientos de flanco de la Embajada británica y con las emboscadas y duros disparos de la retaguardia.
Nadie mejor que yo y mis colaboradores de la Embajada reconocíamos la primordial necesidad de una completa y leal cooperación anglo‐americana para apoyar nuestro esfuer‐zo de guerra conjunto, y lo imprescindible que era dar esta impresión de unidad a los espa‐ñoles y a nuestro común enemigo. Puedo asegurar que la Embajada americana no cejó ni un solo momento en su empeño y firme voluntad de cooperar total y lealmente con nuestros colegas británicos. Les consultábamos invariablemente y en cada conferencia poníamos abierta y lealmente nuestras cartas sobre la mesa.
No quiero decir que no existiese una buena parte de cooperación real y eficaz por el la‐do británico. En efecto, era evidente la magnífica actitud de los Agregados Militar y Naval, la VKOC y la mayor parte de los funcionarios de su Embajada. Debo afirmar, además, que el propio Embajador hacía intención de colaborar, y lo realizaba a veces, efectivamente, como lo subrayo en este libro. Personalmente siempre encontré interesante a Sir Samuel Hoare y me entendí muy bien con él.
Pero Sir Samuel Hoare intentaba hacer solitarios y rara vez era franco con nosotros so‐bre sus tratos con Londres o el Ministerio de Asuntos Exteriores de España. Su práctica Puede decirse que prácticamente todos los firmantes eran aliadófilos.
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normal consistía en obtener la información que nosotros podíamos proporcionarle, mien‐tras nos escondía la suya a nosotros, por aquello de que siempre es más grato recibir que dar. De este modo podía efectuar gestiones independientes en el Ministerio de Asuntos Ex‐teriores, aunque luego nos solicitase que les pusiéramos el sello. Tal procedimiento era, sin duda, natural y necesario hasta que los Estados Unidos entraron en la guerra, pero su em‐pleo a partir de 1942 tuvo efectos perjudiciales. Se manifestaron claramente tales conse‐cuencias durante la primavera de 1943, en el caso de la representación del Gobierno francés del Norte de Africa y en el de la evacuación de los internados aliados; a medida que el tiempo pasaba tuvimos nuevos ejemplos de lo mismo. Y, aunque muchos miembros de la Embajada británica disentían de su jefe en estas materias, no tenían más remedio que cum‐plir sus órdenes.
Debo recordar que Sir Samuel tenía convicciones muy personales y definidas sobre ciertos reajustes políticos, que ligaba a permanentes intereses británicos. Quería para todos los países de Europa occidental, Gobiernos que colaborasen estrechamente con Inglaterra, constituyendo su "esfera de influencia", y para esto deseaba una restauración monárquica en España y un Gobierno en Francia formado exclusivamente por franceses exacerbada‐mente pro‐británicos. En cierta ocasión me dijo que deseaba que fuese liberado Marruecos lo mismo de españoles que de franceses y puesto bajo el patrocinio anglo‐americano, con acento puesto en lo de "anglo". Ignoro hasta qué punto reflejaban estos deseos las intencio‐nes de su Gobierno. Sólo sé que dieron tonalidad a su actitud hacia España, hacia la Francia del Norte de Africa y hacia la Embajada americana de Madrid, que no pudo cooperar con ellos como deseaba. Sospecho que lo que más picó al Embajador británico con el Conde de Jordana fué la falta de cooperación de éste en el restablecimiento de la Monarquía.
Las dificultades con los británicos eran, con todo, limitadas. Y, si a veces resultaban fas‐tidiosas y molestas, podían ser vencidas con paciencia y habilidad y, en algunos casos, me‐diante intercambios oficiosos y amistosos entre Washington y Londres.
III El obstáculo que se nos oponía en nuestro país era menos tangible, pero más serio en
posibles consecuencias. Consistía en una exasperada opinión pública contra el régimen es‐pañol; y la presión consiguiente sobre el Departamento de Estado para una ruptura de rela‐ciones diplomáticas y comerciales con España.
No era cuestión de personas. Se trataba más bien de la política que el Gobierno de los Estados Unidos seguía con respecto a España y que consideraban los jefes de los Estados Mayores combinados de los Ejércitos y Marinas anglo‐americanos, esencial para la derrota del Eje. Yo era un mero agente de esta política, y cualquiera que en mi lugar lo hubiese sido, difícilmente habría evitado la crítica y las acusaciones de un ruidoso sector de la "opinión pública" americana.
Yo compartía sinceramente con la aversión sentida en la América democrática contra el régimen del General Franco, sus aderezos fascistas y su originaria orientación pro‐Eje. Igualmente comprendía y apreciaba la simpatía de gran número de periodistas y publicistas y del pueblo americano en general por la República española, vencida por la fuerza armada, y la esperanza de que llegase el momento de su resurgimiento. Pero creía, no obstante, que la gran mayoría de mis compatriotas, al igual que mi Gobierno, se darían perfecta cuenta de la importancia estratégica vital de la Península Ibérica en la guerra, y de la evidente necesi‐dad de subordinar un conflicto en potencia con el establecido Gobierno español al real y crítico conflicto con la Alemania nazi. Una prueba evidente de esto mismo la tenemos en que los más serios y responsables periódicos norteamericanos apreciaron la situación y jamás impugnaron nuestra "política española", es decir, no sirvieron a los intereses del Eje en España.
Sin embargo, no ocurrió lo mismo con un grupo de periodistas que trocaron en ruido y furor su carencia de cifras y datos concretos. Su incesante campaña, que el Departamento de Estado, debido a la delicada situación internacional, no podía o no quería afrontar abier‐tamente, consiguió un éxito rotundo, no sólo en el grupo de inveterados críticos de toda política del Departamento de Estado sino también entre las masas de americanos que creen
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siempre a pie juntillas cuantas historias divulgan la prensa y la radio. En la misma línea que estos sensacionalistas actuaban dos grupos de gran fuerza proselitista: los republicanos o comunistas españoles refugiados, que querían que los Estados Unidos les ayudasen a con‐seguir de nuevo el Poder en España, y los comunistas y "agentes" americanos, que recibían sus consignas, como siempre, de Moscú.
Tengo bastante simpatía por los refugiados políticos, incluso por los de España, pero aunque sea para ellos natural tratar de conseguir la amistad y ayuda de los países extranje‐ros, no creo se les debiera autorizar a que atacasen el Gobierno y la política exterior de un país del que disfrutan la hospitalidad, particularmente cuando esa nación se encuentra en plena contienda a vida o muerte. En el caso de los refugiados españoles se les escuchaba con gran interés y se registraban sus alegatos por creerlos (casi siempre equivocadamente) co‐nocedores perfectos de los acontecimientos internos de España, y porque cuanto afirmaban parecía justificar la tendencia general en los Estados Unidos de juzgar siempre lo peor del Gobierno del General Franco, tanto en política interior como exterior.
En realidad, para la mayoría de los exilados españoles, derrocar a Hitler era menos im‐portante que derribar a Franco, al paso que para los comunistas y sus "agentes" secretos, la victoria de la Rusia Soviética implicaba la des‐trucción de todos los "fascistas", y especial‐mente la del régimen de España. Por lo tanto, lo que ambos grupos desea‐ban era una inter‐vención aliada, directa o indirecta, en España, sin pensar ni un instante en los efectos que esa intervención pudiera tener en las operaciones militares aliadas o en las masas del pue‐blo español. Un grupo servía a los intereses españoles de partido y el otro a loa de Rusia. Ninguno pensaba en América ni comprendía las necesidades y los fines de los aliados.
En el trascurso de la primavera de 1943, algunos periódicos de los Estados Unidos rea‐lizaron una campaña de prensa harto violenta contra el Gobierno español y nuestro propio Departamento de Estado. No hicieron alusión siquiera a las grandes facilidades obtenidas en España para nuestro esfuerzo de guerra contra el Eje; se dedicaron tan sólo a publicar historias, fruto de una imaginación propagandística, en las que se hablaba de los suminis‐tros de armas y alimentos a Alemania y del abastecimiento a los submarinos nazis por pe‐troleros españoles. Simultáneamente aparecieron una serie de libros y artículos de revista de carácter igualmente tendencioso. De algunos de ellos sacaron provecho los alemanes, vertiéndolos al español y distribuyéndolos por toda España.
Un amigo mío del Departamento de Estado me escribió a fines del mes de febrero: "Habrán llamado su atención los virulentos y casi siempre infundados ataques contra el Departamento de Estado, que han sido muy entorpecedores. No obstante, muy poco es lo que podemos hacer por refutarlos sin dar a conocer nuestra postura al enemigo y compro‐meter los planes que nos proponemos realizar."
El Departamento de Estado, al contrario que los españoles exilados y los "recalentados" periodistas, estaba en condiciones de conocer lo que ocurría en la Península y las relaciones hispano‐americanas, y valorarlas con respecto a nuestro esfuerzo de guerra total. Pero, por desgracia, en otros importantes organismos gubernamentales, e incluso dentro del mismo Departamento de Estado, existían individuos que sólo abrigaban ideas parciales, si es que algunas tenían, sobre la realidad de las cosas, aceptando en su lugar las caricaturas que di‐chos periodistas proporcionaban. Tal fué el caso de cierto elemento extremista de la Oficina de Información de Guerra y otro de la Junta de Guerra Económica, aunque debe decirse que el jefe de la primera frenó a sus empleados, impidiendo que desempeñasen un ambicioso papel de toro en la tienda de porcelanas de España. La Junta de Guerra Económica (BEW) era menos dócil y consistente. De vez en cuando lanzaba o trataba de lanzar un puñado de arena en el delicado mecanismo de nuestro muy importante instrumento de guerra econó‐mica contra el Eje en España, principalmente reteniendo las necesarias licencias de expor‐tación. En junio escribía yo en carta particular: "Estoy un poco alarmado por lo que me su‐giere de los posibles efectos de la campaña del "P. M."18 y otras similares sobre los dirigen‐tes más susceptibles de nuestra BEW. Es fácil abrigar la idea de que, ahora que la campaña tunecina ha terminado, debemos "ser duros" con España. Pero la realidad es que la campa‐ña de Túnez puede ser tan sólo el preludio de mayores y más críticas campañas en la zona mediterránea —Italia, los Balcanes, Francia, etcétera—, y que la influencia geográfica de España en toda esta zona hace que su neutralidad vaya siendo más importante estratégica‐
18 Periódico neoyorkino de filiación izquierdista (n. del T)
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mente a medida que pasa el tiempo. Además, no basta con pensar en una estricta neutrali‐dad española. Se trata de hacer que su neutralidad sea "benevolente" hacia nosotros, que sus recursos (minerales, fábricas y navegación) sean empleados para la causa aliada y se nieguen al Eje. Nuestras principales armas son: el programa económico (incluyendo el petróleo) y la propaganda. Si la BEW fuese razonable y previsora, estoy seguro que gra‐dualmente iría atrayendo a España hacia una alianza económica, que podría resultarnos enormemente valiosa en las últimas fases de la guerra.
"A mí no me agrada ciertamente el régimen político actual de España. Pero tampoco me ha gustado, ni me gusta ahora, el régimen político de Rusia. Sin embargo, ¿por qué no tener a Rusia como aliada, y no tratarla como a un sincero y gran aliado? Y si, del mismo modo, podemos tener a España como neutral benevolente y útil aliado eco‐nómico, ¿por qué im‐pedirlo? Nosotros, los americanos, tentemos bastante con derrotar y desarmar a Alemania y al Japón, sin intervenir en Rusia y en España para establecer en ellos, por la fuerza, un go‐bierno de nuestro gusto. Estoy completamente convencido de que debe confiarse a los es‐pañoles el cuidado de sus propias asuntos. Los hombres del "P. M." deben ser, o gentes de "poca fe", o tenerla tan abundante como para "mover montañas".
El Departamento de Estado estaba en situación embarazosa ante la presión popular desatada por los vociferantes críticos de nuestra política sobre España. "No os podéis ima‐ginar—me escribía el 3 de mayo uno de sus funcionarios— el diluvio de correspondencia que nos ha caído de todo el país". Uno de sus resultados fué el creciente choque con la Junta de la Guerra Económica, que cedía más fácilmente a los ataques, con el retraso consiguiente en el despacho de los requerimientos urgentes que hacíamos desde Madrid.
IV En marzo de 1943, cuando nuestra situación militar en Africa del Norte era aún preca‐
ria y España empezaba a reaccionar favorablemente ante nuestras peticiones de no internar a los aviadores aliados, devolviéndonos el equipo secreto de los aparatos que se vieron pre‐cisados a un aterrizaje forzoso, reconociendo oficiosamente a nuestros aliados de Argel, y dando libre paso a millares de refugiados franceses y de otras nacionalidades, nos advertía el Conde de Jordana que, si no facilitábamos una pequeña cantidad de gasolina de 87 octa‐nos, las líneas aéreas comerciales españolas tendrían que dejar de prestar servicio. Estos aviones se movían basta estos momentos con un remanente de gasolina sobrante de la gue‐rra civil; pero se acababa por momentos, y la que nosotros les suministrábamos desde 1942 no incluía para nada a la aviación.
Dirigí en el acto una solicitud a Washington poniendo todo el empeño de la Embajada en que fuese pronta y satisfactoriamente atendida, y Sir Samuel realizó otro tanto con un telegrama dirigido a Londres. Ambos reconocíamos las grandes ventajas que se derivaban para los aliados de conservar en funcionamiento las líneas de la Iberia. Las otras comunica‐ciones aéreas existentes en España eran una línea alemana de Stuttgart a Lisboa, pasando por Bar‐celona y Madrid, y dos italianas de Roma a Lisboa, una vía Madrid y otra vía Sevilla. Si la compañía española Iberia suspendía el servicio, todo el que desease hacer un viaje rápido a Lisboa, Barcelona, Madrid o Sevilla, no tendría más remedio que utilizar los apara‐tos del Eje, cosa que nunca podríamos hacer nosotros.
Por otra parte, las líneas de la Iberia nos eran ciertamente de gran utilidad. La de Ma‐drid a Lisboa la empleaban constantemente nuestros correos para hacer los enlaces con el Clipper trasatlántico de la Pan American. La importancia de la línea Madrid‐Sevilla‐Tanger también era grande; reducía de cuarenta y ocho a cinco el número de horas entre la Emba‐jada y la Legación de esa última ciudad, y era imprescindible mantener este estrecho con‐tacto, dada la proximidad de las fuerzas aliadas. Conservando un servicio aéreo a Sevilla poseíamos una comunicación rá‐pida con Gibraltar y, por ende, con Argel. Igualmente, la línea de Madrid a Barcelona era empleada frecuentemente por nuestro personal para esta‐blecer rápidos contactos con la mayor agencia consular de España y con una región que, por su proximidad a Francia, era de gran importancia para nuestro servicio de información; y ¡he de decir que la Iberia siempre nos concedió prioridad, muy útil en casos imprevistos.
Había tenido también la Iberia líneas a las Canarias y Baleares, pero, por sugerencia de nuestras autoridades militares, las había suspendido durante el período de los desembarcos
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en el Norte de Africa. Para nosotros hubiera sido de gran ventaja que pronto hubiesen vuel‐to a prestar servicio, ya que nos permitía estar en contacto con nuestros dos consulados de las Canarias y con los de las Baleares, que, según se rumoreaba, anhelaban ocupar los ale‐manes si nosotros desembarcábamos en Sicilia o Cerdeña. Pero dándonos cuenta del peli‐gro que podía existir en el vuelo de aparatos neutrales sobre nuestros convoyes y operacio‐nes navales, no insistimos en la reanudación de esas líneas, sino sólo en el mantenimiento de las ya existentes en el interior de la metrópoli y con Lisboa y Tánger. Al cursar la petición del Conde de Jordana sobre la gasolina, indiqué que se necesitaba tan sólo una pequeña can‐tidad y que el Gobierno español aceptaba ejerciéramos un rígido control de los cupos y de su empleo, estando yo seguro de que podríamos utilizar esta oportunidad para eliminar los intereses financieros alemanes de la Compañía Iberia y obtener el control del tráfico de pa‐sajeros del Eje entre Europa y el Norte de Africa.
Nuestro informe fué telegrafiado a Washington el día 4 de marzo ¡y repetido los días 15 y 18 del mismo mes. Este último día se personó en la Embajada el Subsecretario del Minis‐terio de Asuntos Exteriores español para comunicarme que el remanente español de gasoli‐na de aviación se había terminado y que, por lo tanto, se suspendían todos los servicios de la Iberia. El día 22 se dirigió nuevamente a mí el Ministro de Asuntos Exteriores para que Washington accediese. Este mismo día cablegrafié yo al Departamento: "Los Agregados Mi‐litar y Naval y el Coronel Hohenthal están de acuerdo en considerar las enormes ventajas militares derivadas de acceder prontamente a la petición, que no implica el menor riesgo militar. Sir Samuel Hoare apoya firmemente esta petición y ha telegrafiado de nuevo con urgencia a Londres. Espero que pueda tomarse una decisión rápida y favorable".
No tuvimos contestación de Washington. El Departamento de Estado recibía consejos dispares y tropezaba con dificultades en la BEW. A principios de abril informó Londres a Sir Samuel que los británicos habían acordado pro‐porcionar gasolina de aviación a España, y unos días más tarde mi Agregado Militar recibió un aviso del Departamento de Guerra en el que se le decía que la Junta de Jefes de Estado Mayor había acordado y recomendado con urgencia el abastecimiento a España de cuatrocientas veinte toneladas de gasolina de avia‐ción mensuales. Pero seguía sin autorizarlo el Departamento de Estado.
El día 30 de abril me pidió el Departamento que tratase de vender a España los aviones de transporte que habían aterrizado en el Marruecos español durante el pasado mes de no‐viembre y que desde entonces estaban internados en Madrid. A esto contesté: "Es inútil dis‐cutir con el Ministro de Asuntos Exteriores cualquier venta de aparatos americanos hasta tanto no reciba permiso para asegurarle que España podrá adquirir gasolina de aviación. Estamos perdiendo un tiempo precioso. Por favor, expida autorización.
Sin tener respuesta a esto, me llegó el 6 de mayo una indicación del Departamento de que tantease en el Ministerio de Asuntos Exteriores español, "con mucha discreción y ofi‐ciosamente", la posibilidad de una extensión hasta España de las líneas aéreas comerciales americanas. Obedeciendo, vi al Conde de Jordana y se lo indiqué. Le pareció de mucho in‐terés, diciéndome que instaría al General Franco y al Gobierno para que acordasen la conce‐sión de tales derechos. De nuevo me expresó su esperanza de que pronto le fuera concedida a España la gasolina de aviación, por ser de suma importancia para el país, y además por‐que, si continuábamos reteniéndola, la gente podría interpretarlo como cambio de nuestra política hacia España, lo cual resultaría difícil de comprender, ya que el pueblo español se daba perfecta cuenta de que el Gobierno orientaba su política exterior cada vez más a favor de las Naciones Unidas. Por mi parte le expresé la esperanza de que fuese rápidamente re‐suelto este asunto, añadiendo que le tendría en todo momento bien informado.
Transcurrió un mes más sin que el Departamento de Estado y la Junta de Guerra Económica se pusieran de acuerdo con la Embajada, con la Junta de Jefes de Estado Mayor y con los ingleses, sobre que España pudiera importar "gasolina de aviación en cantidades limitadas". Se trataba, con todo, de una aprobación "en principio". Hasta el 26 de junio'—casi cuatro meses después de suspenderse las vitales comunicaciones aéreas de España con Tánger y Lisboa, obligando a permanecer en tierra a los aviones de la Iberia, y tres meses después de que nuestras superiores autoridades militares y las británicas declararan la ur‐gencia del abastecimiento de la gasolina— el Departamento de Estado me notificó las con‐diciones específicas, "aprobadas por los organismos pertinentes del Gobierno americano", bajo las cuales se la podríamos proporcionar a España. Como nota curiosa debo añadir que, aunque el cupo mensual de cuatrocientas veinte toneladas aprobado por la Junta de Jefes de Estado Mayor en el mes de abril quedaba reducido a trescientas veinte, fué omitida la cláu‐
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sula que la Embajada había propuesto de exigir el control de los pasajeros del Eje entre la metrópoli y Tánger. Siguió insistiendo la Embajada en esto por propia iniciativa, hasta que lo consiguió. La autorización del Departamento, fechada el 26 de junio, indicaba significati‐vamente que los británicos habían sido muy activos en sus presiones acerca de la aproba‐ción de un programa para abastecer a España de gasolina de aviación, y que por ello el re‐sultado debía ser ofrecido a los españoles conjuntamente por mi colega británico y yo. Así lo fué.
Este funesto y absurdo retraso en hacer frente a una, esencial necesidad militar de los aliados se explica única‐mente por el peso de una "opinión pública", inflamada por ciertos grupos más inclinados a molestar al Gobierno español (y dificultar al Departamento de Es‐tado) que a derrotar al Eje, y que lograba infundir en nuestros funcionarios civiles una ex‐traordinaria timidez. He de confesar con un sentimiento de vergüenza que fué precisa la contra‐presión británica para dar fin a este gran retraso.
V Pero esas dificultades con respecto a la gasolina en aquella primavera crítica de 1943,
fué realmente un obstáculo de mínima importancia comparado con otro que surgió a me‐diados de ella y que debió su origen y gravedad a las mismas presiones políticas en nuestro país. Tuve los primeros indicios de este nuevo obstáculo en unas instrucciones que recibí el 19 de abril del Departamento de Estado sobre suspensión de la salida de dos petroleros españoles que se dirigían, previamente autorizados, en busca de petróleo a las islas del Ca‐ribe. Telegrafié que los petroleros habían salido ya. Posteriormente, el día 27, me informó el Departamento que se había acordado con la Junta de Guerra Económica (aunque los Jefes de Estado Mayor y los británicos no habían concurrido) que la cantidad total de carburantes que en adelante se proporcionara a España no debía exceder de cien mil toneladas cada trimestre, pidiendo acerca de ello la opinión de la Embajada.
Nuestra reacción fué instantánea y unánime. El Consejero (Mr. Beaulac), el Agregado Comercial (Mr. Ackerman), el Agregado Militar y la totalidad de los funcionarios se dieron cuenta de que nos enfrentábamos con una seria crisis. En diciembre de 1942 había sido es‐tudiado y aprobado, después de varias deliberaciones, por las autoridades militares y nava‐les, americanas y británicas, por el Departamento de Estado, por el Foreing Office británico, por la Junta Americana de Guerra Económica y el Ministerio británico similar un programa de suministro de petróleo para España durante el año 1943. Se le facilitarían, según él, 541.000 toneladas al año, o sea, 135.000 por trimestre. Desde ese momento funcionaba con regularidad, bajo la dirección y estrecha vigilancia de Mr. Walter Smith, un grupo de "ob‐servadores del petróleo". Como ya antes dije, el petróleo constituía nuestra principal arma para luchar contra el Eje en España y conseguir que su Gobierno cooperase con nosotros. Ahora, a finales de abril, súbitamente y sin el consentimiento previo de los Jefes de los Esta‐dos Mayores y de los británicos, el programa era reducido arbitrariamente de 541.000 a 400.000 toneladas, con un grave perjuicio para la economía española y, sobre todo, en de‐trimento de la posición aliada en España. Nuestra arma principal había perdido alcance.
Washington recibió de la Embajada gran número de comentarios. Manifesté nuestra opinión en las líneas siguientes:
"La consideración primordial que se tuvo cuando estaba en preparación el pro‐
grama de 1943, fué la de permitir a la economía española el actuar con ritmo suficien‐te —pero solamente suficiente— para asegurar la producción interior y la distribu‐ción de los artículos más esenciales. Se llevó a cabo un cuidadoso estudio acerca de las cantidades requeridas por cada componente de la economía hispana. La suma de estas necesidades fué entonces comparada con los medios de transporte, es decir, con los petroleros españoles, y el resultado neto fué el programa presentado por Mr. Smith en su informe de noviembre, y posteriormente aprobado por todos los organismos britá‐nicos y americanos interesados. Ningún hecho posterior ha demostrado que estos cálculos fueran erróneos. Estamos convencidos de que el abastecimiento a razón de
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541.000 toneladas anuales acordadas en el programa, bastan apenas para cubrir las necesidades más apremiantes.
"El programa tal como ha funcionado hasta ahora, nos ha proporcionado resulta‐dos más favorables que lo que habíamos podido imaginar el año pasado. En el campo político robusteció a los elementos del Gobierno que nos eran favorables e inclinó a otros hacia nuestra causa. Nos fué posible conseguir de esa forma no pocos objetivos que, de otro modo, hubiese sido extraordinariamente difícil lograr, como la aceptación de nuestras garantías al ocurrir los desembarcos del Norte de Africa (si no hubiesen sido aceptadas, el talón de Aquiles del Eje habría quedado protegido durante mucho tiempo), la decisión de los españoles de resistir cualquier agresión del Eje, la libertad de todos nuestros internados militares y de los refugiados franceses, la devolución de un importante equipo militar secreto, el consentimiento para el establecimiento de una Misión francesa norteafricana. En el campo económico, facilitó y aumentó nues‐tros éxitos en la competencia y perjuicios al Eje. La benevolencia popular hacia noso‐tros, que se extendía desde las clases más altas hasta las más bajas, exceptuando úni‐camente algunos falangistas, a los que hubiese satisfecho el fracaso de nuestro pro‐grama petrolífero, fué creada por él. Ya nuestros funcionarios militares informan al Departamento de Guerra que consideran hoy a España como una aliada en potencia, más bien que como una potencial enemiga.
"El programa aprobado finalmente en diciembre último durante la visita de Mr. Smith a Washington, otorgaba 341.0000 toneladas anuales. Esta cifra representa tan sólo el sesenta por ciento de las necesidades normales de España, lo cual está en con‐sonancia perfecta con la política marcada por el Departamento y que rige los suminis‐tros de petróleo. España consume los productos que le fija el cupo y no se beneficia de él ni directa ni indirectamente nuestro enemigo. Las reservas de fin de mes han sido y serán conservadas dentro de los límites de ese acuerdo. Son transportados los produc‐tos por petroleros españoles, y las autoridades del país saben perfectamente que se dispone de grandes cantidades en el Caribe.
"Estamos explorando además la posibilidad de una mayor explotación de la eco‐nomía española en beneficio de nuestro esfuerzo de guerra. La ejecución de tal pro‐yecto podría ser seriamente perjudicada por una reducción arbitraria de los abaste‐cimientos de carburante a España, a cifras inferiores a las del programa aprobado. En vista de todo lo anterior, no veo razones para rebajar este programa a 440.000 tone‐ladas o modificar cualquiera de las cifras indicadas, que aprobó también el Departa‐mento de Estado, el BEW y Londres tras la conferencia del pasado diciembre. Ruego que se haga lo posible por mantener este programa."
En un mensaje complementario dije que no podía creer que la política española
del Departamento fuese a ser revisada a base de los errores populares acerca de Es‐paña (derivados en parte del fracaso en poner en claro, en los Estados Unidos, las ven‐tajas de esa política), en lugar de hacerlo basándose en los cuidadosos informes de la Embajada (a los cuales era de esperar que la BEW tuviese acceso), que demostraban que la neutralidad española nos había sido de gran valor militar durante nuestras operaciones del Norte de Africa y prometía serlo aún más en el futuro. Y en una nota personal para el Secretario, preguntaba: "Si la reducción de petróleo que se propone no tiene relación directa con la presente actitud de España y si usted afirma que esa actitud va mejorando firmemente a nuestro favor ¿cómo puede justificarse tal reduc‐ción arbitraria, en vista de los términos de la Carta del Atlántico y de su política, tan inculcada por mí al Gobierno y pueblo español, de que ninguna nación carecerá de po‐sibilidades para adquirir las materias primas sobre las que ejercemos una interven‐ción eficaz?" El Secretario Hull en respuesta personal confesó francamente la verdadera razón para
reducir arbitrariamente el programa de petróleos sin el consentimiento de los Jefes de los Estados Mayores combinados y de los británicos. Dejar todo tal y como había sido aproba‐do, me dijo, no hubiera sido visto favorablemente por la opinión pública de los Estados Uni‐dos y temía, por la lectura de mis telegramas últimos, que yo no diera a esto su real impor‐tancia. Las críticas que levantaba el suministro de petróleo a España eran mayores que las dirigidas contra cualquier otro punto de política exterior bajo su mando, a pesar del cuida‐
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do que ponía en aquél. A esto repliqué: "Conozco perfectamente el peso e importancia de la opinión pública en
un país democrático como el nuestro. Pero, cuando gran parte de esta opinión está mal in‐formada, como ocurre hoy respecto a España, dudo que deba ser el factor determinante de la política exterior de nuestro Gobierno en un período crítico de la guerra. Admitiríamos que nuestra política hacia España fué equivocada, si redujéramos el programa del petróleo en más de un cuarto de lo que acordamos el pasado mes de diciembre, por contentar a la equivocada opinión pública. Ni tampoco creo que tal reducción satisfaga a los ruidosos e irresponsables forjadores de tal opinión, pues lo que ellos anhelan es privar a España de todo petróleo. Por otra parte, no puedo creer que los sectores más instruidos y juiciosos del pueblo americano, sin tener en cuenta su actitud con el actual Gobierno español, quieran privar al pueblo de España del acceso a los alimentos y otros artículos vitales que son pro‐ducidos y transportados gracias al petróleo y sus congéneres". Subrayé las ventajas econó‐micas que con tal programa lográbamos en España, indicando que, mientras nuestra guerra económica en Portugal estaba seriamente comprometida por repartir el Gobierno portu‐gués las materias estratégicas entre los dos bandos beligerantes, el Gobierno español, gra‐cias principalmente al programa de petróleos, nos permitía utilizar sus productos en mer‐cado abierto y en competencia con el Eje. "De España adquirimos en la actualidad un cien por cien de su estroncio, noventa por ciento de su espato fluor y setenta y cinco por ciento de su wolfram. Las compras alemanas de artículos de lana manufacturada, que necesitan apremiantemente, fueron paralizadas por nosotros el pasado invierno. El programa de petróleo es fundamental para nuestro éxito."
Los efectos económicos de la reducción de este programa afectaban más a los británi‐cos que a nosotros. América no necesitaba artículos españoles; los compraba para evitar que el Eje cubriera sus necesidades. En cambio, la Gran Bretaña dependía positivamente de España en ciertos artículos importantes, sobre todo hierro y potasa, y ansiaba que no se paralizase su afluencia a Inglaterra. Por esto estuve respaldado siempre por Sir Samuel Hoare, y sus llamadas a Londres y a la Embajada británica de Washington motivaron una respuesta inmediata y favorable y la correspondiente y enérgica queja a nuestras autorida‐des. Supongo que las críticas furiosas y volubles sobre nuestra política en España fueron tantas en la Gran Bretaña como en los Estados Unidos, pero el Foreign Office jamás se dejó arrastrar por ellas a desatender su principal objetivo de derrotar a Alemania cuanto antes.
Hacia fines de mayo, dirigí un último llamamiento al Departamento de Estado, diciéndo‐le, en esencia, esto: "Con respecto a lo que parece ser la razón principal para la reducción del programa del petróleo, a saber, el intento de apaciguar a la opinión pública mal infor‐mada de los Estados Unidos, no quiero en modo alguno dudar de la importancia de ella, pe‐ro, sin embargo, insisto en que mantener fuera de la guerra a este Gobierno que el Eje apoyó, en sus orígenes, y atraerlo progresivamente al lado de las Naciones Unidas, será juz‐gado por una opinión pública consciente y bien informada como una de las más sobresa‐lientes victorias diplomáticas de la guerra y un medio decisivo de producir la derrota del Eje, al asegurar el dominio aliado del Estrecho de Gibraltar y del Mediterráneo Occidental y de hacer posible nuestro desembarco en el Norte de Africa. Mantengo además que nuestro éxito en España se presta a una adecuada explicación al Congreso de los Estados Unidos y al público americano. Espero que el Presidente tenga una oportunidad de discutir este asunto con Mr. Churchill antes de que éste último marche de la Casa Blanca."
Apelé directamente al Presidente Roosevelt para conseguir su intervención personal en el mantenimiento del programa del petróleo. Debió actuar de forma rápida y decisiva, sin duda, en unión de Mr. Churchill. En todo caso, el tono y texto de los telegramas del Depar‐tamento de Estado cambiaron bruscamente. El día primero de junio se llamó a Mr. Walter Smith para que fuese a Washington a discutir los detalles del programa para el segundo se‐mestre de 1943. Seguiríamos proporcionando a España 541.000 toneladas de productos de petróleo de las Caribe. Durante su breve estancia en América, Mr. Smith fué recibido caluro‐samente en el Departamento y en la BEW. Aprobaron todas sus peticiones y le felicitaron por la eficacia con que funcionaba en España nuestra intervención del petróleo. El mismo mes que era testigo de la feliz terminación de las dificultades sobre nuestro programa gene‐ral del petróleo, señalaba también el término de las dificultades sobre gasolina para los aviones de la Iberia.
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VI El mes de junio se presentaba realmente lleno de buenos augurios. Los Ejércitos ameri‐
canos acababan de expulsar al Eje de su último reducto de Africa del Norte, y supe por un telegrama recibido de Washington que los aliados llevarían su ofensiva a través del Medi‐terráneo contra Sicilia y la metrópoli italiana. Washington estaba intranquilo sobre la posi‐ble actuación de España y de los Ejércitos alemanes en Francia contra nuestras extensas líneas de comunicación del Norte de Africa y contra nuestros nuevos y necesarios movi‐mientos de tropas a través del Atlántico y sobre el Marruecos español. El día 17 informé al Departamento: "El Conde de Jordana me asegura que comprende y espera que sigamos mandando refuerzos al Norte de Africa. Me asegura positivamente que nunca se empleará en contra nuestra a las tropas españolas. Nuestras garantías continúan siendo aceptadas totalmente por el General Franco y por su Ministro de Asuntos Exteriores."
Pudimos registrar una sensible mejoría en la actitud de la Prensa española y de la cen‐sura de la Falange hacia nosotros. Parecía que dos de los escritores más destacados de Es‐paña, Manuel Aznar y Manuel Halcón, habían sido autorizados para llevar a cabo una gran campaña pro‐aliada. Los diarios Ya y Madrid, de la Capital, y la Vanguardia y Diario, de Bar‐celona, hablaban bien de nosotros. El mismo jefe de la censura falangista, Arias Salgado, dijo a nuestro Agregado de Prensa que pronto nos percataríamos de una señalada y general me‐joría en la Prensa, radio y agencias españolas. El 7 de junio fui informado por el Ministro de Asuntos Exteriores de que había estudiado cuidadosamente la serie de comunicaciones que yo le había enviado sobre la Prensa y que esperaba que me hubiese dado cuenta, durante la pasada semana, del avance dado hacia una estricta imparcialidad. Me dijo que era el resul‐tado de un acuerdo entre él y la Dirección de Prensa y Propaganda, el cual sería mantenido, a pesar de las protestas que ya se habían recibido del Eje. Me pidió que le informase sobre cualquier declaración específica futura de la Prensa española que pudiera parecemos no neutral o que nos mereciera alguna objeción. Me expresó también su esperanza de que el cambio de actitud por parte de la Prensa española se viera reflejado paralelamente en una posición más amistosa hacia España de la Prensa americana.
En verdad, había habido un notable progreso durante la semana precedente: aumento de noticias y fotografías de fuente aliada; sensible mejora en los titulares; reducción del vo‐lumen y peor presentación de las noticias favorables al Eje. Distintos informes de varios Cónsules indicaban que la Prensa de todo el país había recibido instrucciones de presentar los titulares y las noticias de una forma más imparcial, cesar en los comentarios de los bombardeos aéreos y demostrar la oposición española hacia el comunismo y no hacia el pueblo ruso.
Casi al mismo tiempo el Subsecretario de Industria y Comercio presentó a nuestro Agregado Comercial el problema de surtir a España de pertrechos militares. Le indicó que Alemania, no hallándose en condiciones de pagar lo que fuera comprando en España me‐diante la entrega de materias necesarias para usos civiles, se había ofrecido a hacer efectiva la diferencia con material militar y que un acuerdo con nosotros sobre una venta aliada de ese mismo material libraría al Ministro de la Guerra de la presión de los alemanes, aparte de privar a éstos de poder adquisitivo para el futuro en España. Tal sugerencia tenía importan‐tes posibilidades, que lo mismo Mr. Beaulac y Mr. Ackerman que yo percibimos al instante. No pensamos ni por un momento recomendar entonces a nuestro Gobierno la venta de ningún equipo militar a España, ya que estábamos seguros de que una petición de esa clase sería rechazada de plano dadas las circunstancias del momento. Sin embargo, tenía grandes ventajas para nosotros aceptar la "discusión" del asunto "en principio". Por eso informamos de todo al Departamento de Estado el 6 de junio, y otro tanto hizo el Embajador británico a Londres. Dábamos a entender claramente que "no implicaba el compromiso de un inmedia‐to suministro de pertrechos militares."
Otros varios síntomas sirvieron para comprobar que el mes de junio era de felices au‐gurios. Uno de ellos fué la negativa del Gobierno español a ceder ante las peticiones alema‐nas de que se les entregara un cargamento de caucho recogido por unos pescadores espa‐ñoles de los restos de un barco alemán que, dedicado a burlar el bloqueo, fué después de un largo y azaroso viaje desde el lejano Oriente, hundido en el Golfo de Vizcaya por los británi‐cos. Otro, la promesa del Conde de Jordana de volver a revisar los acuerdos, según los cua‐les, para evitar serios disgustos con el Eje, eran evacuados los refugiados franceses por vía
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Portugal en vez de hacerse desde un puerto español. El 15 de junio tuve el placer de recibir en mi despacho a un influyente y distinguido es‐
pañol. Estuvo al lado de Franco durante la Guerra Civil, pero desde entonces disentía de la Falange y estaba notoriamente en nuestro favor. Acababa de celebrar una larga entrevista con el Caudillo, manifestándome confidencialmente cuanto dedujo de ella. El General Fran‐co había estado seguro, dijo, de que los alemanes ganarían la guerra hasta que con los japo‐neses empujaron a los Estados Unidos a ella. Entonces, aunque durante algún tiempo abrigó serias dudas, terminó por quedar completamente convencido de que la perdería. Pero, de todos modos, seguía existiendo un peligro para España. Por los informes que le habían lle‐gado, sabía que los alemanes disponían de cuarenta y dos divisiones en Francia, incluyendo algunas acorazadas. Los nazis podrían intentar abrirse camino por la fuerza a través de la Península. Como militar, pensaba que lo harían por su propio interés. Pero, en el caso de que llegaran a intentarlo, estaba resuelto a resistir, y en el plan elaborado a tal efecto preve‐ía que las fuerzas españolas aguantasen a toda costa en la línea del Ebro hasta poder lograr una ayuda de los aliados.
Comprendí que había llegado el tiempo de una nueva ofensiva en nuestra importante campaña peninsular contra el Eje. La situación era favorable. Los aliados habían logrado una gran victoria en Túnez. En España nuestra guerra económica marchaba muy bien. La Embajada en Madrid era un todo activo y enérgico, y los británicos y nosotros trabajábamos de nuevo en plena colaboración. En la retaguardia, en nuestro país, se registraba una calma temporal en la campaña difamatoria.
Tendríamos una gran fiesta en la Embajada con motivo del 4 de julio. El año anterior, 1942, cuando nuestro hori‐zonte aparecía dudoso, limitamos las invitaciones a los miem‐bros de la Colonia Americana de Madrid. Este año de 1943 teníamos razones para ser más confiados e invitaríamos a la celebración de nuestra Fiesta Nacional a la intelectualidad es‐pañola, sociedad y autoridades y a todo el Cuerpo Diplomático de las Naciones Unidas.
Pasada esta fiesta solicitaría una audiencia con el General Franco y hablaría abierta‐mente con él de numerosos asuntos.
6 PROGRESOS DE LA NEUTRALIDAD ESPAÑOLA I El mes de julio se inició con una recepción de gala en la Embajada para celebrar el día
"Cuatro". Fué acompañada por dos aguaceros y algunos truenos, pero, como escribí al Pre‐sidente, "la recepción reflejó simbólicamente el cambio de la actitud pública. Dos años antes no se hubiera permitido a ningún funcionario oficial hacer acto de presencia; el año siguien‐te nosotros no invitamos a ninguno; este año, en cambio, recibimos no sólo a la colonia americana y al Cuerpo Diplomático aliado y neutral, sino también a cerca de mil españoles, entre ellos el Conde y la Condesa de Jordana, casi todo el Ministerio de Asuntos Exteriores, algunos otros Ministros, el Conde de Romanones (antiguo jefe liberal), el Obispo de Madrid, el Vicerrector de la Universidad y nutridas representaciones de la nobleza, hombres de ne‐gocios, profesores, artistas, republicanos y ¡hasta algunos falangistas!
En la misma carta le decía al Presidente: "Nuestros desembarcos en Sicilia, relatados ampliamente por la Prensa española, dan una refutación rotunda a la propaganda del Eje y de la Falange sobre la "inexpugnabilidad de la fortaleza de Europa" y confirman de modo palpable el buen sentido del Gobierno español al conservar a su país fuera de la guerra y orientar su política exterior hacia las Naciones Unidas... El grano de arena en el engranaje sigua siéndolo la parcialidad contra nosotros en la Prensa, policía y radio falangistas. Es cierto que disminuyó mucho durante el pasado mes, pero es aún suficiente como para justi‐ficar, mi continuo bombardeo de notas y cartas de queja sobre el Ministerio de Asuntos Ex‐teriores. El mal, sin embargo, no está en esto sino en no haber podido aún lograr el Caudillo que los funcionarios falangistas obedezcan las órdenes de Asuntos Exteriores. Mi cúmulo de protestas no tiene otro objeto que proporcionar al Conde de Jordana armas para su campa‐ña con Franco. Los éxitos militares de Sicilia robustecerán este argumento."
A pesar de cuanto el mes anterior me dijo el Conde de Jordana y el propio jefe de la
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prensa falangista, Arias Sal‐gado, sobre el acuerdo a que habían llegado ambos, cuyos resul‐tados veríamos pronto en una actitud más imparcial hacia los beligerantes en la Prensa y en la radio, no tardamos en darnos cuenta de que la Falange no sabía lo que era imparcialidad, o si lo sabía, no estaban decididos a pro‐ceder honestamente acerca de ello ni con el Minis‐tro de Asuntos Exteriores ni conmigo. Una especie de excusa indirecta de la nueva actitud de la censura de Falange iba implícita en su vehemente ataque contra la película americana "En el interior de la España fascista" y algunas de sus escenas, reproducidas en los números de la revista Life, que nos habían llegado para su reproducción en España.
Estas fotografías llevaron realmente al Ministro de Asuntos Exteriores a dirigir una no‐ta verbal a la Embajada, protestando contra ellas y diciendo que no comprendía por qué se presentaba siempre a España en los Estados Unidos corno país fascista, cuando esto era "completamente falso" y cuando "en varias declaraciones públicas de las autoridades espa‐ñolas había sido afirmado repetidamente que el régimen no era una copia de ningún siste‐ma extranjero, sino exclusivamente español". La nota verbal nos dió ocasión de desencade‐nar un ataque frontal, no sólo contra la censura de Prensa española, sino contra la Falange, su organización, actitud y métodos. Nuestra réplica, en lenguaje muy poco diplomático, sub‐rayaba que algunas de las declaraciones del Ministro de Asuntos Exteriores y de otras auto‐ridades de Gobierno habían sido muchas veces criticadas y contradichas por la Falange, que constituía, después de todo, el "único partido político de España" y, por tanto, parte del Go‐bierno. El alegato detallaba y relacionaba los aspectos en que se asemejaba a los regímenes totalitarios de Italia y Alemania, origen de la universal creencia en el exterior de que España era un "país fascista". Nunca me volvió a hacer alusión alguna a esta controversia el Minis‐terio de Asuntos Exteriores. Me imagino que al Conde de Jordana, que personalmente nin‐guna simpatía experimentaba por la Falange, no le desagradaría tener nuestro enjuicia‐miento en su "fichero de referencias".
El primero de julio le envié nueva protesta, y, como la anterior, en forma poco diplomá‐tica y algún tanto brusca, sobre la persistente parcialidad de la censura de Falange en con‐tra nuestra y a favor del Eje. Llamé su atención en especial por la reciente aparición en la Prensa de todo el país de una serie de claras manifestaciones sobre la "auto‐suficiencia de la fortaleza de Europa" y la necesidad de que España vendiera todos sus productos a Alema‐nia. ¿Deseaba el Gobierno español—pregunté—suspender el comercio con los Estados Uni‐dos? Si así era debería arreglárselas sin el petróleo que nosotros le proporcionábamos. El Ministro de Asuntos Exteriores se mostraba conturbado por tales incidente». Claro está que España quería seguir en relaciones comerciales con América. Eran falangistas los que cau‐saban el trastorno. Volvería a recurrir al Caudillo.
En compañía de mi esposa, de los Beaulacs y de miss Willis, asistí la tarde del 18 de ju‐lio a la habitual fiesta en la residencia de campo de La Granja. Estaba allí todo el Cuerpo di‐plomático, y la cena, servida en las terrazas al caer la noche y cerca de las heladas fuentes, fué frío asunto. Admiré el valor y tacto de la esposa del Ministro turco, que siendo la única barrera entre el Embajador alemán y yo, nos dedicó a ambos con gran exactitud el mismo número de minutos.
Debo decir que me sentía bastante incómodo en aquel trance, no por la proximidad a Herr Dieckhoff, sino por el discurso dirigido por el Caudillo el día anterior a la Falange. Fué una amarga alocución hostil a monárquicos, re‐publicanos y a todos los grupos que no fue‐sen la Falange. Cerró violentamente la puerta a cualquier intento de liberalización del régimen interior, desembarazándose de todas las críticas como originadas por "la propa‐ganda y maquinaciones extranjeras", que en aquellos momentos únicamente podían referir‐se a las aliadas. Aludió en un pasaje, además, a los recientes éxitos aliados en Túnez y Sicilia, afirmando que permitirían a la Rusia comunista extender su influjo hasta el Africa del Nor‐te.
Al día siguiente, 19 de julio, me apresuré a ir al Ministerio de Asuntos Exteriores para protestar enérgicamente contra todos estos alegatos y alusiones. Nuestro interés no radica‐ba directamente en la política interior de España, le dije, pero sí nos importaba mucho que su política exterior fuese neutral, verdadera y sinceramente neutral. Había lle‐gado el mo‐mento de que el Jefe del Estado observase de palabra y hechos una estricta neutralidad y obligase a hacer lo mismo a la Falange. Deseaba decir esto directamente al Caudillo. ¿Podría el Ministro de Asuntos Exteriores conseguirme una pronta audiencia? Me prometió hacerlo y, efectivamente, consiguió que pudiese ser recibido por el General Franco.
Mientras tanto, de acuerdo con las instrucciones de Washington, y para que las líneas
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aéreas comerciales espa‐ñolas—de importancia tan vital para nosotros—pudiesen reanu‐dar el servicio, presenté al Conde de Jordana las condiciones que debían regular la entrega de la gasolina de aviación. Aceptolas sin demora. Recalcaba con insistencia Washington las cuatro siguientes. "Primero: La importación mensual no sobrepasaría las 320 toneladas, en ningún momento tendrían los depósitos más de 640 toneladas y el grado de octanos no pa‐saría de los 87. Segundo: Con‐cedería España a nuestro Agregado del Petróleo y a sus auxi‐liares todo género de facilidades para ejercer una ins‐pección e intervención eficaces. Ter‐cero: La gasolina de aviación se emplearía por la Compañía Iberia para sus líneas normales a Lisboa, Valencia, Barcelona, Sevilla y Tánger; pero no para vuelos sobre territorio de ocu‐pación o intervención enemiga ni para otro fin no aprobado especialmente por los Gobier‐nos americano y británico. Cuarto: El Gobierno español eliminaría de la Compañía Iberia todos los intereses financieros del Eje y la haría netamente española en cuanto a propiedad y dirección." Debo hacer constar que esto último se llevó a efecto frente a enérgicas protes‐tas de Alemania, que tenía grandes intereses en la Compañía.
Comuniqué otras dos peticiones de Washington relacionadas también con la gasolina, aunque no como condiciones al modo de las anteriores. Una era que el Gobierno español tratase de gestionar con los alemanes la creación de una línea aérea directa entre España y Suiza que pudiese funcionar libremente con aparatos españoles o suizos, o de ambas nacio‐nalidades. Y la otra que se estudiase la concesión de los derechos de aterrizaje en España para las líneas aéreas comerciales americanas. El Conde de Jordana accedió a ambas de‐mandas. Pero fracasó, como era de esperar, en la obtención del asentimiento alemán para la primera. En cuanto a la otra, que no necesitaba del asentimiento del Eje, actuó sobre ella como luego pude comprobar,
Por iniciativa propia fui más lejos que Washington en las peticiones, añadiendo, como condición adicional para que nosotros proporcionásemos gasolina a la Compañía Iberia, que España nos facilitase el control del tráfico de pasajeros en la línea entre Tánger y la Península. Tenía el Eje numerosos agentes en Tánger y en el Marruecos español, que infor‐maban sobre nuestras operaciones militares en Africa del Norte, efectuando viajes a Sevilla o Madrid para comunicarse con la Embajada alemana o la Gestapo. Permitiéndoles venir a la Península y no dejándoles luego que regresasen, nos sería fácil contrarrestar y detener el espionaje e influencia del Eje en Marruecos. Los británicos, gracias a sus "navicerts", dis‐ponían de medios para intervenir el tráfico por mar, y aunque Sir Samuel Hoare dudaba sobre la posibilidad de obtener de España facilidad similar para el control aéreo, decidí in‐sistir sobre ello. Se lo comuniqué al Conde de Jordana en carta personal el 22 de julio, y, con gran sorpresa de nuestros amigos británicos, obteníamos dos días más tarde una respuesta favorable. Aún transcurrió un poco de tiempo hasta que quedaron resueltos todos los deta‐lles del control y éste en plena ejecución, pero a mitad de aquel verano de 1943 ya nos serv‐ía para dar un muy serio golpe a los germanos en Marruecos.
II Hacia fines de julio me telegrafió el Departamento de Estado, en contestación a mi in‐
forme sobre el áspero discurso pronunciado e1 día 18 por el General Franco, di‐riéndome que veía con disgusto sus palabras y su persistente tolerancia de la actitud no neutral de la Prensa frente a los acontecimientos militares. "Él enérgico tono de su nota del 22 de junio al Conde de Jordana ha sido visto con satisfacción en el Departamento. No abriga este
Gobierno intención alguna de intervenir en los asuntos internos de España, como usted correctamente hizo notar; antes bien cree que es el propio pueblo español quien debe de‐terminar la forma de régimen definitivo en España, en conformidad con "el derecho de to‐dos los pueblos a elegir la forma de gobierno bajo la cual hayan de vivir", según se declara en el punto tercero de la Carta del Atlántico. No obstante, nos preocupan extraordinaria‐mente los siguientes puntos: las actividades de la Falange en lo que directamente nos afec‐tan, tanto en España como en el Extranjero; el tono de la Prensa, y la actitud frente a la gue‐rra del Gobierno español y sus funcionarios."
Celebré la entrevista con el General Franco el 29 de julio, en El Pardo, antes de que este telegrama llegase. Estuve con él una hora y cuarenta minutos. Presenciaba las conversacio‐nes el Conde de Jordana y el intérprete oficial, Barón de las Torres. Por haber tenido efectos de especial importancia, debo resumir aquí todo lo que se dijo en la entrevista.
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Después de reiterar las promesas hechas por el Presidente de que respetaríamos la so‐beranía española y su in‐tegridad territorial, y subrayar que, aunque no nos concerniese la política interior de España, nos interesaba extraordinariamente su política exterior, le ma‐nifesté mi persuasión de que durante los quince meses de mi estancia en España se había registrado una notable mejoría en las relaciones hispano‐americanas, especialmente en el terreno económico‐comercial. No obstante, la mejoría había sido lenta y entrecortada, y no era suficiente para contrarrestar la impresión universal de que el Gobierno español se in‐clinaba al Eje y de hecho no era neutral. La reciente caída de Mussolini y el derrumbamiento del fascismo italiano debían convencer al Caudillo, como nosotros lo estábamos, de que las Naciones Unidas ganarían indefectiblemente la guerra y de que todo Gobierno poco simpa‐tizante con ellas se encontraría, tarde o temprano, en una posición intolerable.
Me manifestó el Caudillo que no le había sorprendido en gran medida la situación en Italia, porque desde nuestro éxito militar en Africa del Norte y por el conocimiento del bajo nivel de la moral italiana, tenía previsto que Italia no sería capaz de ofrecernos resistencia. A su juicio, no suponía esto que la guerra fuese a terminar en breve. Alemania seguía fuerte y elevada la moral de los alemanes. A esto le contesté que no quería profetizar el último día de la guerra, pero que debía admitir que la iniciativa había pasado del Eje a las Naciones Unidas. Asintió con la cabeza.
Tres aspectos hay—añadí—que en interés propio de España deben ser modificados rápidamente en su política exterior. Primero: es necesario que el Gobierno español abando‐ne su ambigua "no beligerancia" y declare en términos netos su neutralidad. El Caudillo me contestó diciendo que su política era de hecho neutral. Estaba firmemente decidido a que España no tomase parte en la guerra y conservase esa neutralidad. Sin embargo, no le gus‐taba la palabra "neutral" porque suponía indiferencia, y España no podía ser indiferente en una lucha contra el comunismo. Le indiqué que cualquiera que fuese el sentido de la palabra "neutral" para él, la de "no beligerante" recordaba a todo el mundo la política seguida por el ya desacreditado y vencido Mussolini. Imitar a Italia, aunque sólo fuese en palabras, parecía algo irreal y tremendamente peligroso para España. A esto, Franco, nada me objetó.
En segundo lugar—proseguí—, si el Gobierno español pretendía ser en verdad neutral, como acababa de decirme, tanto la Falange como el Ministerio de Asuntos Exteriores debían conducirse de acuerdo con esa idea. Otorgué que el Ministerio de Asuntos Exteriores, a las órdenes del Conde de Jordana, deseaba seguir honradamente una política imparcial; pero nadie ignoraba que había sido constantemente obstaculizado y contrariado por organismos gubernamentales dirigidos por la Falange. "¿Qué organismos?", interrogó el Caudillo. Men‐cioné al Ministerio del Partido, la Vicesecretaría de Educación Popular, muchos de los Go‐bernadores civiles y otras dependencias relacionadas con Correos y con la Policía. El Gene‐ral Franco dijo que el Conde de Jordana le había manifestado repetidas veces estas dificul‐tades, y que suponía que sus órdenes a la Falange habían sido obedecidas. "¿No se había observado una gran mejoría, por ejemplo, en el tono de la Prensa?" "Se ha registrado efecti‐vamente—indiqué yo—durante los dos últimos meses; pero se trata de algo esporádico y lejos de lo suficiente."
Le hice entonces un resumen de las dificultades y falta de imparcialidad con que tro‐pezábamos en la censura de Prensa y el servicio postal. El Caudillo pareció muy sorprendi‐do, manifestándome su satisfacción por haberle dado informes tan concretos. Se ocuparía inmediatamente de todo eso. Deseaba que los organismos gubernamentales no hiciesen la menor diferencia entre los dos bandos beligerantes. La propaganda democrática era censu‐rable muchísimas veces por sus críticas de los asuntos internos de España. Le hice notar que mientras los falangistas, inclinados al Eje, tuvieran un papel central en los asuntos in‐ternos de España, no sería fácil desligar a éstos de la política exterior ni librarlos de las críticas democráticas. Me replicó que comprendía el sentido de mi observación y que se enfrentaría rápida y seriamente con el asunto.
En tercer lugar, el Gobierno debía retirar la "División Azul" del Ejército alemán que lu‐chaba contra los rusos. Comprendía muy bien—le dije—la repugnancia de España hacia el comunismo y hacia cualquier intervención rusa en los asuntos de la Península; pero no por eso veía la razón de que España interviniese por la fuerza en loa asuntos rusos que era, a mi juicio, lo que estaba haciendo aquella División, máxime cuando no había sido creada en el año 1939‐1940, en que Alemania y Rusia actuaban como aliadas, sino sólo en 1941 cuando la primera se lanzó sobre la segunda, lo que daba a los extraños la impresión de que España tenía más interés en prestar ayuda militar, aunque fuese puramente simbólica, a Alemania,
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que en combatir contra el comunismo. Era ésta la primera vez que se hacía al General Franco una protesta aliada contra los
"voluntarios" españoles en el frente Oriental. No había recibido instrucciones de Washing‐ton para tratar del asunto con él, y me imaginaba yo que su reacción —para decirlo con suavidad— sería explosiva. Me sorprendió la calma y serenidad con que me contestó. De‐seaba bosquejarme —me dijo— el antecedente histórico de aquella situación. La guerra civil española había implicado una lucha en el interior del país contra las influencias comu‐nistas, inspiradas y dirigidas por agentes soviéticos; influencias tan grandes y amenazado‐ras que en el curso de aquélla había firmado, con Alemania y otras Potencias, el pacto anti‐Comitern. Podía imaginarme su asombro al conocer, apenas finalizó el conflicto en España, que Alemania iniciaba negociaciones con Rusia para conseguir una especie de "entente" con el régimen comunista. Protestó ante Hítler por tal violación del pacto anti‐Comitern. Hízolo también con Mussolini y se inclinó hacia Inglaterra, Francia y el Vaticano, en contra de esta nueva liga germano‐rusa.
Cuando Alemania atacó a Polonia en ¡septiembre de 1939, él y todos los españoles se pusieron resueltamente al lado de ese católico país, y en su favor se hicieron enérgicas ges‐tiones en el Vaticano e Italia. Y al ver que Alemania permitía a Rusia adueñarse de la mitad de aquella nación, descartó la posibilidad de que España se uniera nunca a Alemania, Luego, al ser atacada Finlandia por Rusia, estudió la posibilidad de enviar una división de volunta‐rios españoles a luchar al lado de los fineses, idea que no pudo ser puesta en práctica por la carencia de material adecuado y de transportes. Sólo últimamente, al lanzarse Alemania contra Rusia, se hizo factible el envío de voluntarios españoles al frente oriental. No fueron allí para ayudar a los alemanes contra nosotros, sino para demostrar la hostilidad de Espa‐ña hacia el comunismo, al que consideraba como la mayor amenaza del mundo.
Me mostré satisfecho y le aseguré que mi Gobierno lo estaría también después de reci‐bir esa explicación de la División Azul y las razones históricas que la habían motivado. No obstante, no veía justificación alguna para que continuase en el frente Oriental. Ayudaba activa y abiertamente en una agresión bélica contra Rusia, que no había atacado a Alemania, sino a la inversa. Alemania tenía apetencias imperialistas e intentaba, si le era posible, anexionarse extensos territorios rusos. Si el Caudillo se oponía a una intervención rusa en España, ¿cómo podía justificar una intervención española en Rusia? El asunto urgía. La po‐tencia alemana decrecía y aumentaba la rusa". España podría verse pronto en una situación comprometida. ¿Qué pasaría si Rusia le declaraba la guerra a España? Se trataba de un alia‐do de los Estados Unidos y de la Gran Bretaña, quienes tenían que convivir con él, tanto en‐tonces como en el futuro.
El General Franco admitió que la situación había variado notablemente desde que la Di‐visión Azul había salido para el frente Oriental. Los Estados Unidos habían entrado en la guerra. "Podría, con todo, ser de gran utilidad—sugirió él—conservar algunos oficiales y soldados españoles en el frente Oriental para conseguir una valiosa información de lo que ocurría en Alemania." Le repliqué a esto que tal información la podría conseguir por con‐ducto de su Agregado militar en Berlín, sin que fuese necesario conservar una División en aquel frente.
En las conversaciones que con él tuve un año antes, me había expuesto su teoría de las "dos guerras": una en Europa y la otra en el Pacífico. Ahora hablaba de tres. Era la primera la que existía entre los países de habla inglesa por una parte y Alemania e Italia por otra: en ésta permanecía España neutral, y, sin género de duda, en una neutralidad "benevolente" hacia nosotros. La segunda tenía por escenario el Pacífico, y resultaba de una importancia primordial. Era preciso que los japoneses fuesen derrotados. La civilización europea nunca pasó en ellos de ser una capa superficial y en el fondo se trataba de un pueblo bárbaro. In‐tentaban dominar a China y a la totalidad del lejano Oriente, y su promesa de independencia a las Filipinas era completamente falsa. España no experimentaba simpatía alguna por el Japón y deseaba cooperar con nosotros en el Pacífico. La tercera era la guerra contra el co‐munismo. Por desdicha, la totalidad del Continente europeo parecía un gran panal de abejas con sus activas y virulentas células comunistas, a causa de una especie de decadencia y de‐rrumbamiento de su civilización tradicional. A medida que la Rusia comunista se fuese haciendo con lo mejor de los alemanes, llevaría a cabo en provecho propio agitaciones en Italia y Alemania y en todos los países ocupados, para conseguir con estos manejos dominar algún día la totalidad del Continente.
De nuevo le recordé cuan arbitrario e imposible era dividir en tres o en otra cifra cual‐
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quiera el número de "guerras" en este conflicto mundial, del que el Eje era el único respon‐sable. Le pregunté si no creía que los Estados Unidos e Inglaterra estaban ganando la guerra al igual que Rusia. Se mostró conforme con esto, pero añadiendo su temor de que, aunque poníamos gran energía y entusiasmo en ganar la guerra, ambos nos retiraríamos del Conti‐nente finalizada la misma, dejando en él a Rusia. En eso difería yo mucho de él Seguiríamos actuando junto a Rusia después del conflicto, al igual que lo hicimos mientras duró. Además, yo tenía más fe en Europa que él. Existían sin duda grupos de comunistas, al igual que de fascistas, en los países que había mencionado; pero también existía en ellos un gran número de personas que odiaban toda clase de totalitarismos. No era preciso elegir entre comunis‐mo o fascismo. Existía también la democracia, y yo estaba seguro de que ella sería la forma elegida por la gran mayoría de las masas de cualquier pueblo.
De todas formas—proseguí—no veía claro cómo una División española en el frente Oriental podía evitar que triunfase el comunismo, ni por qué quería ligar la suerte de Espa‐ña a la de la Alemania nazi. Después de todo, España era un país más americano que euro‐peo. A esto asintió rotundamente. Dijo que su mayor deseo era una mutua comprensión entre España y los Estados Unidos en lo concerniente a Hispanoamérica, donde sabía que los Estados Unidos tenían especiales intereses económicos, políticos y estratégicos, y donde radicaban los mayores lazos de cultura y sangre de España. Esperaba que mi Gobierno comprendería que la "Hispanidad" carecía de todo fin político, ni estaba en modo alguno dirigida contra los Estados Unidos. Aunque recientemente se había registrado en verdad alguna mejora a este respecto con el Conde de Jordana, el anterior Ministro de Asuntos Ex‐teriores, Serrano Suñer, había utilizado la "Hispanidad" en relación con actividades falangis‐tas y antiamericanas. Me replicó que si esto había sucedido en realidad, lo sentía profunda‐mente; pero que no creía que ese fuera el caso reciente, expresándome su satisfacción por nuestra política de "buena vecindad" hacia la América latina y su esperanza de que España fuese incluida en ella. No había ninguna razón para que los Estados Unidas, España e Hispa‐noamérica no pudiesen colaborar juntas en forma de una amistad triangular. Sabía que no pensábamos ejercer un dominio político sobre Hispanoamérica, ni tampoco España, cuyos intereses allí eran puramente de cultura y sentimiento.
Le indiqué que todo esto reforzaba lo que yo había dicho previamente. Ya que en His‐panoamérica se sentía gran repugnancia por el imperialismo nazi, se acercaría España ^ fácilmente a sus hijas del Nuevo Mundo cesando de favorecer, aunque sólo fuese en apa‐riencia, a la Alemania nazi. Debía convencerse además de que la gran mayoría de los espa‐ñoles, al igual que los sudamericanos, eran antigermanos. Así lo creía él también, me con‐testó. España tuvo una deuda con Alemania por su ayuda en la guerra civil, pero tal deuda había sido hacía largo tiempo pagada con creces. Concluyó la conversación prometiéndome prestar la máxima atención a cuantas cuestiones habíamos discutido.
III Abandoné El Pardo pensando que había arrojado al agua un buen pedazo de pan y pre‐
guntándome cuánto de él me sería devuelto. No fué larga la duda. Cinco días después, el 3 de agosto, fué llamado a la Vicesecretaría de Educación Popular nuestro Agregado de Pren‐sa y se le dijo que el General Franco había ordenado que la Prensa, radio y agencias españo‐las se guiaran por la norma de una estricta imparcialidad. Aunque durante el mes siguiente se pudieran observar distintos grados de sumisión a estas órdenes y hasta alguna desobe‐diencia palpable por parte de autoridades locales, periódicos entregados a Alemania y de una de las radios españolas, los informes que envié a Washington fueron generalmente fa‐vorables.
Había cesado prácticamente la oposición a nuestras noticias, fotografías y artículos de prensa, a los anuncios de nuestros programas de radio, a la venta de nuestras revistas de propaganda. Tres corresponsales americanos radiaban regularmente sus crónicas desde Madrid a nuestras principales agencias, y, como resultado de esa entrevista del 29 de julio, y de las consignas que con tal motivo dió el General Franco, empezaron a publicar todos los periódicos en conjunto más noticias e ilustraciones de las Naciones Unidas que del Eje. "Me satisface—dije al Presidente Roosevelt el 22 de septiembre—que nuestra posición en la Prensa baya mejorado tanto."
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La Oficina de Información de Guerra de Washington se dió por enterada, el 7 de agosto, de ese progreso en unas "normas de propaganda para España", firmadas por míster Robert E. Sherwood, jefe de la rama ultramarina de la OWI. "1.° Nuestra política hacia España con‐siste en mantener y reforzar este flanco de nuestra línea de abastecimiento, evitando toda ocasión de desórdenes en ese importante sector estratégico.—2.° Los Estados Unidos no se proponen intervenir en los asuntos internos de España, de exclusiva incumbencia del pro‐pio pueblo español. Está esto en perfecto acuerdo con el punto tercero de la Carta del Atlán‐tico, la mejor réplica a la propaganda enemiga de que una victoria aliada traería el bolche‐vismo a España e iría en menoscabo de la independencia española.—3.° Estamos enterados de la gran cooperación recibida del Gobierno español y esperamos que las manifestaciones de hostilidad hacia nosotros y hacia otras Naciones Unidas, que aparecen en algunos secto‐res de la Prensa y de la Falange, serán refrenadas y eliminadas rápidamente por él."
Debió de dar el General Franco férreas instrucciones a los jefes falangistas más inclina‐dos a combatirnos de hecho y de palabra. Lo cierto es que, a partir de agosto, se registró una notable disminución en la oratoria falangista y uno de los principales portavoces del "mo‐vimiento", que no podía ser reducido al silencio más que en operación de mayor enverga‐dura, empezó a tocar con clave diversa. Sus anteriores denuncias contra el comunismo y sus alabanzas al "nuevo orden" quedaron subordinadas a la tesis de que la Falange no era una "ideología" ni una "plataforma", sino algo genuinamente español y que no debía ser confun‐dido con ningún otro producto extranjero, como el fascismo o el nazismo; que su misión era estrictamente patriótica y social y, sobre todo, que era "adaptable".
Entre tanto, el primero de agosto —dos días después de mi visita al General Franco— salía el Conde de Jordana de Madrid, con la mayor parte del Ministerio de Asuntos Exterio‐res, para una estancia de seis semanas en la famosa playa veraniega de San Sebastián, en el país vasco y cerca de la frontera francesa. Así se renovaba una antigua costumbre, inte‐rrumpida por la guerra civil y la inseguridad de la guerra mundial. Esto era muy significati‐vo, pues no obedecía sólo a la admiración de Jordana por San Sebastián, sino al deseo de mostrar al mundo que España volvía a la normalidad y se sentía segura de su frontera pire‐naica. La mayor parte del Cuerpo Diplomático siguió al Ministro de Asuntos Exteriores a San Sebastián, y allí permaneció más de un mes. Desgraciadamente el Gobierno de los Esta‐dos Unidos no tenía consulado ni provisión para una Embajada veraniega en esa ciudad. Lo mejor que por tal causa podía hacerse era alternar durante aquellas seis semanas entre un cuarto de hotel en San Sebastián, para mantener así un contacto periódico con el Ministro de Asuntos Exteriores, y la Embajada de Madrid, donde permanecían nuestros Secretarios y personal de cifrado.
Una de las ironías del momento estribaba en la presencia en mi mismo hotel donostia‐rra de los Embajadores de Alemania e Italia. El italiano se mantenía dignamente apartado del alemán, aunque éste se veía compensado por los contactos con el Ministro japonés y el Embajador de Vichy. Un funcionario del hotel me brindó hacer una derivación del teléfono del Embajador alemán para mi cuarto, pero decliné el ofrecimiento. Sabía perfectamente que ni él ni yo utilizaríamos el teléfono para transmitir secretos. Pronto descubrí que era mi teléfono el que estaba interferido. Aparentemente, el funcionario del hotel había sido com‐pletamente "imparcial"; pero el Embajador tudesco le había resultado más condescendiente que yo.
En mi primera conversación con el Conde de Jordana en San Sebastián el 7 de agosto, se mostró satisfecho de la discusión que yo había tenido la semana anterior con el Caudillo, indicando su confianza en que serían atendidas las sugerencias que yo había hecho en aque‐lla ocasión. El General Franco había ya intervenido personalmente con la censura de la Fa‐lange, para hacer cesar la parcialidad contra nosotros. Además, podíamos esperar que en el primer momento propicio se haría una declaración oficial de "neutralidad" que sustituyera a la pasada "no beligerancia". Sobre la división Azul me dijo que desde hacía tiempo estaba convencido que había sido un error enviarla al frente oriental, y que debía ser retirada. Había quedado profundamente impresionado el Caudillo por lo que yo le dije el 29 de julio, y consultado el caso con el Consejo Supremo de Guerra, estando presentes los Ministros del Ejército, Marina y Aire y los Jefes de Estado Mayor. Todos estaban de acuerdo ent que se llevase a cabo una retirada progresiva de la División, lo cual exigía, no obstante, algunas negociaciones delicadas y penosas con los alemanes, que, aunque fuesen iniciadas inmedia‐tamente, llevarían algún tiempo.
No se dió publicidad entonces, ni largo tiempo después, a mi audiencia del día 29 con el
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General Franco. Yo informé inmediatamente al Departamento de Estado y a mi colega británico, Estaba seguro de que teníamos más probabilidades de conseguir una rápida y favorable respuesta a las peticiones que le hice, dejando ver que la iniciativa partía de Es‐paña y no de una presión ejercida poi nosotros. Me pareció que dar publicidad prematura a nuestras peticiones serviría tan sólo para herir el orgullo español y alarmar a los alemanes, moviendo a estos últimos a realizar la máxima presión en contra.
Sir Samuel Hoare pensó, con todo, de otra manera. El no era sólo un diplomático en Es‐paña, sino un político en Inglaterra. Estaba a punto de hacer un viaje a su país para reunirse con los miembros del Parlamento y dar pruebas a la Prensa británica y a sus partidarios de su fortaleza y éxitos en España. Si ésta declaraba la total neutralidad y retiraba la División Azul, podía él ganar la pública confianza.
Lo cierto es que la Embajada británica anunció a mediados de agosto que Sir Samuel iba a mantener una im‐portante entrevista con el General Franco el día 20 en su residencia ve‐raniega de La Coruña. Fueron invitados los corresponsales de Prensa americanos y británi‐cos y se les dió el texto de los "telegramas dirigidos" que podrían enviar. Volaba Sir Samuel hacia La Coruña, mientras la noticia del vuelo y de su "gran significado" era radiada por la BBC y comentada por toda la Prensa mundial. Le vi poco después de su regreso a Madrid, antes de su salida para Inglaterra, y, a juzgar por su versión, discurrió la charla por el mis‐mo cauce que la mía del 29 de julio, exceptuando alguna mención a ciertos agentes alema‐nes y silencio sobre Hispanoamérica. El General había estado con él suave y afectuoso.
Pero apenas llegó a Inglaterra Sir Samuel, tanto la BBC como los corresponsales ameri‐canos y británicos en Londres comenzaron a transmitir informes detallados, sustancialmen‐te de acuerdo con lo que me había dicho en Madrid, aunque con una notoria excepción. Se afirmaba que el Embajador británico había "pedido" la retirada de la División Azul. Y esto no era verdad. Estoy seguro de que Sir Samuel no hizo entonces petición alguna, ni más ade‐lante tampoco.
Lo mismo el General Franco que Jordana se molestaron, como es natural, por toda esta publicidad y noticias deformadas. El 26 de agosto me habló el Ministro de Asuntos Exterio‐res de ello. El resultado había sido, me dijo, una enérgica protesta del Embajador alemán, lo que no contribuía a facilitar la salida de la División Azul de las trincheras y su regreso a través del territorio germano. Además, el gesto de retirar la División tenía pocas ventajas para España si no aparecía como espontáneo, y el Embajador británico, tal vez inconscien‐temente, hacía todo lo posible por presentarlo como forzado. De ahí que se creasen dificul‐tades adicionales y posiblemente un gran retraso. Me pidió el Conde de Jordana que lo com‐prendiéramos y tuviésemos paciencia.
Al relatar esto a Washington indiqué que "aunque pudiera ser tomado como un esfuer‐zo del Ministro español para meter una cuña entre los británicos y nosotros, no tenía en absoluto ninguna razón para creerlo así. El Encargado británico me anunció que Jordana había formulado directamente una protesta similar, y que la publicidad era "idea de Lon‐dres".
De todas formas, el resultado neto del episodio fué que Sir Samuel Hoare obtuvo la con‐fianza pública, al menos de momento, por haberse mostrado "duro" con el General Franco, aunque la condescendencia española hacia la más importante de mis peticiones originales se viese aplazada.
IV En Agosto presenté al Ministro de Asuntos Exteriores una solicitud especial para obte‐
ner derechos de aterrizaje en España para las líneas aéreas comerciales americanas, ase‐gurándome que lo sometería, con su recomendación personal, al General Franco y al Conse‐jo de Ministros. A fines del mismo mes hice también otra petición oficial para la evacuación directa de los refugiados franceses desde un puerto español, a ser posible el de Málaga. Si‐multáneamente trató el Conde de Jordana conmigo la cuestión de que América suministrara armas a España, asunto ya previamente expuesto a nuestros correspondientes Agregados por los Ministerios del Ejército y Comercio. El Ministro expresó su duda sobre nuestro de‐seo de vender armamento a España, pero puso de relieve que si lo hacíamos le permitiría dejar de importarlas de Alemania, privando así a los alemanes de su principal poder adqui‐
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sitivo en España. Washington me había informado ya, contestando a los primeros sondeos españoles, que
la Junta de Jefes de los Estados Mayores, al ser consultada sobre la materia, no había esti‐mado oportuno entonces proporcionar a España equipos militares. Pero era posible, sin embargo, que se presentaran acontecimientos que lo aconsejaran, por lo cual proponía que se indicase a las autoridades militares españolas tuvieran informados a nuestros Agregados Militar y Naval en Madrid de sus necesidades. En realidad, era esto una aprobación de la propuesta hecha por la Embajada, y, de acuerdo con ello, dije al Conde de Jordana que, aun‐que no podíamos en absoluto tomar compromisos de ninguna clase sobre inmediatos sumi‐nistros de armamento a España, nuestros Agregados Militar y Naval estaban autorizados para discutir tales necesidades con los Ministerios correspondientes. Sin embargo, debió de sentar esto como ducha fría al Gobierno español. El primero de septiembre tuve que enviar el siguiente comunicado: "Un alto funcionario nos ha informado que se llevan a cabo nego‐ciaciones para importar material de guerra alemán por una suma de quinientos millones de pesetas. Realízanse las gestiones en San Sebastián entre el Ministro de Asuntos Exteriores y los alemanes, en provecho del Ejército español. Parece evidente que habíamos sido tantea‐dos sobre la posibilidad de que España obtuviera material de guerra de los Estados Unidos, con el único deseo de encontrar una alternativa a esta negociación, que, desde luego, mejora enormemente la posición económica de los alemanes en España." Pero, como los aconteci‐mientos del invierno siguiente habían de demostrar, creo que subestimé los efectos de esas negociaciones de septiembre de 1943.
Estábamos enterados, desde los últimos días de julio, de unas conversaciones británicas secretas en Lisboa para obtener de Portugal bases aéreas y navales para los aliados en las Azores Ni nosotros ni los británicos podíamos desdeñar la evidente probabilidad de que, si tales negociaciones eran concluidas satisfactoriamente y se dirigían los aliados a las Azores, tomarían los alemanes contramedidas frente a Portugal y avanzarían a través de España. Implicaba este proyecto una crisis comparable a la que habíamos afrontado en noviembre de 1942 en la Península Ibérica, al desembarcar los primeros ejércitos aliados en Africa del Norte.
El Departamento de Estado y nuestras autoridades militares estaban intranquilos y nos aconsejaron tomar en Madrid precauciones extraordinarias. El 8 de septiembre contesté en carta particular: "He enviado a todos nuestros Consulados de España una carta circular se‐creta recordándoles las instrucciones del Departamento y diciéndoles que, en caso de ocu‐rrir el hecho previsto, destruyan todos los materiales ultraconfidenciales y tengan dispuesta la marcha urgente del personal en dirección a Lisboa o Gibraltar, según las circunstancias, y que aseguren, en consecuencia, una reserva de gasolina suficiente para alimentar sus auto‐móviles en tal viaje. No creo que efectivamente llegue el caso. Sospecho que los alemanes están en la actualidad duramente empeñados en el Frente Oriental y tan recelosos de lo que podemos hacer en Italia, Francia o los Balcanes, que serán incapaces o no querrán correr el riesgo de una aventura en España. No perdemos de vista, sin embargo, la posibilidad ni las medidas que debemos tomar para el supuesto de que se convierta en realidad."
La situación militar se iba haciendo cada vez más favorable a nosotros y más amenaza‐dora para los alemanes.
El 17 de agosto dimos fin a la conquista de Sicilia y el 23 capturaron los rusos Kharkov. Roosevelt y Churchill se entrevistaron el 24 en Quebec. El 3 de septiembre las fuerzas alia‐das cruzaron el Estrecho de Messina e iniciaron la invasión de la metrópoli italiana. El día 8, a través del Mariscal Badoglio, se rendía Italia "incondicionalmente". El 26, Smolensko caía en manos de los rusos y el día primero de octubre Nápoles era conquistado por los aliados.
Entre tanto, el Embajador portugués en Madrid nos iba informando sobre el desarrollo de las negociaciones acerca de las Azores, finalizadas a principios de octubre, y sobre la re‐acción consiguiente del Ministerio de Asuntos Exteriores español El Dr. Salazar, Primer Mi‐nistro Portugués, antes de hacer público el acuerdo con la Gran Bretaña, dispuso una entre‐vista con el Conde de Jordana para el día 7 de octubre en la frontera hispano‐Lusitana. Duró cuatro horas y fué sostenida por los dos Ministros a solas. El Embajador español en Portugal (Nicolás Franco), al igual que el Embajador portugués en España (Dr. Pereira), realizaron el viaje, pero no participaron en ella. En el camino de regreso a Madrid, el Conde de Jordana manifestó al último su declaración al Dr. Salazar de que la decisión de Portugal era sensata y conveniente y que no perturbaría las relaciones entre ambos países de la Península. Poco después informó Jordana a Pereira que el Caudillo había sido consultado y no veía ninguna
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razón para que la concesión portuguesa a los aliados fuese incompatible con el Bloque Ibé‐rico o con la neutralidad de España.
El 12 de octubre, el Embajador británico informó oficialmente al Ministro de Asuntos Exteriores del acuerdo anglo‐portugués concerniente a las Azores, y reiteró las garantías británicas a España. A mí me comunicó inmediatamente que la noticia había sido recibida con gran serenidad y que esperaba no tener dificultades con España. Ese mismo día, según otro informe del Embajador portugués, llamó el Conde de Jordana al Embajador alemán diciéndole que España permanecía leal al Bloque Ibérico y que no creía que la acción portu‐guesa diera motivo ninguno a llevar la guerra a la Península. El alemán "escuchó la nueva sin mostrar la menor reacción". Al atardecer, después del banquete del día de Colón, el pro‐pio General Franco dijo al Embajador portugués que Portugal no debía temer por su reta‐guardia, pues "sería guardada por España".
Aún guarnecían la frontera franco‐española poderosas fuerzas alemanas, pero tampoco se movieron esta vez. En tales fechas sabían muy bien las autoridades alemanas que cual‐quier intento de invasión de la Península tropezaría con una decidida resistencia española, lo cual aumentaría inmensamente sus crecientes dificultades en todas partes.
V La "rendición incondicional" de Italia el 8 de septiembre tuvo importantes repercusio‐
nes en España, creando varios y serios problemas para nosotros y para el Gobierno español. El Gobierno fascista italiano había tenido una amplia Embajada en Madrid, con numerosos servicios auxiliares y gran número de Consulados, instituciones culturales y agentes espar‐cidos por todo el país. Existía en España, además, un gran número de italianos establecidos hacía muchos años, hombres de negocios y trabajadores, furibundos fascistas unos y anti‐fascistas otros.
Desgraciadamente, bajo cualquier punto de vista que se la mire, la "rendición" de Italia fué más bien nominal que efectiva. Era la rendición de Badoglio, del Rey y de la mayor parte de la flota italiana, pero no la rendición de las regiones de Italia ocupadas por los alemanes. Y mucho después del mes de septiembre, no sólo ocupaban los alemanes toda la Italia cen‐tral y septentrional (incluso Roma), sino que continuaba Mussolini a la cabeza de un fan‐tasmal Gobierno fascista, designado con el nuevo término de "Social Republicano".
De ahí que los italianos de España se encontraran ante el dilema de seguir al Rey y a Badoglio y marchar con los aliados o aferrarse a Mussolini y a los alemanes. El Embajador italiano, Paulucci, no tuvo la menor duda. Había sido confidente de Mussolini en los asuntos exteriores en los primeros tiempos del fascismo y admirador de ciertas reformas interiores efectuadas por el régimen. En septiembre de 1943 le llamó Mussolini por teléfono a Madrid, rogándole que aceptase el cargo de Ministro de Asuntos Exteriores del "Gobierno Social Republicano" del Norte de Italia, demanda personal y vivamente urgida por el Embajador alemán en Madrid. Mas Paulucci, diplomático de carrera, había servido al Rey y a varios go‐biernos liberales antes del advenimiento del fascismo, y su lealtad a la Monarquía y ani‐madversión a los nazis fueron superiores a los ruegos de Mussolini y Diekhoff. Pronto se pasó a nuestras líneas y se las compuso hábilmente, gracias a su tacto y paciencia, para lle‐varse consigo a la gran mayoría de los miembros de la Embajada, de los consulados e insti‐tuciones culturales de toda España. Como dato curioso puedo indicar que uno de sus prin‐cipales colaboradores en estos días de transición fué Farinacci, Cónsul en Sevilla, hijo del estridente colaborador fascista de Mussolini, pero destacado antifascista, aliadófilo y asiduo colaborador nuestro.
Paulucci y sus colaboradores encontraron enormes dificultades en su labor durante el mes de septiembre y algún tiempo después, debido a que apenas mantenían contacto con el Gobierno del Mariscal Badoglio, cuya representación teóricamente ostentaban, y a que no recibían otras noticias de Italia que las que les proporcionaba una radio intervenida por los alemanes. No sólo carecían de consignas, sino también de fondos, lo cual estaban prestos a explotar los alemanes mediante la provisión de ellos a los italianos que desertaran volunta‐riamente de Paulucci y permanecieran fieles a Mussolini, esforzándose en convencer, con su propaganda, a italianos y españoles, de que Badoglio y el Rey eran unos fugitivos y fanto‐ches aliados y el único gobierno real el de Mussolini.
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Algunos de los funcionarios de Paulucci le abandonaron, y se registraron algunos inci‐dentes en distintos lugares fuera de Madrid. En Barcelona, donde el Cónsul era indiferente —por decirlo de suave manera—, ganaron la mano los fascistas, conquistando toda la colo‐nia italiana. En San Sebastián, actuando el Cónsul según las instrucciones del Embajador, se vió precisado a llamar a la policía española para que evitase que el Vicecónsul fascista to‐mase posesión del Consulado. En Tánger, un grupo de fascistas, inducidos por los alemanes, realizaron una serie de demostraciones ante el Consulado que, no obstante, permaneció leal a la Monarquía. En Tetuán y Málaga se declararon los cónsules en favor de Mussolini, quien poca después nombró al último, un tal Morreale, su "Ministro" para España. Tales desercio‐nes fueron sin embargo excepciones y no la regla. Los funcionarios más relevantes de la Embajada italiana y la mayoría de los cónsules en España permanecieron fieles, al igual que Paulucci, al Rey y a Badoglio y cooperaron sinceramente con nosotros.
Las necesidades de los italianos originaron una nueva y pesada carga para la "Sección de socorro y refugiados" de nuestra Embajada. El Secretario, Mr. Niles Bond, afrontó valien‐temente la situación, al igual que lo había hecho anteriormente en el caso de los franceses. Había trece o catorce barcos mercantes italianos fondeados en puertos españoles el año 1940 y cuyas tripulaciones quedaban ahora a nuestro cuidado. Además, una flotilla de bar‐cos de guerra, que, al intentar entregarse a los aliados, quedó sin carburante y había sido internada en las islas Baleares. Constaba de un crucero y varios destructores que llevaban, además de su dotación, setecientos cincuenta supervivientes del acorazado "Roma", hundi‐do por los alemanes.
A fines de septiembre, en armonía con la Embajada británica, envié el siguiente infor‐me: "Las dificultades económicas de los representantes italianos en España aumentan cada día. El personal diplomático y consular no ha sido pagado desde hace cinco meses. Los gas‐tos normales de las tripulaciones de los catorce barcos representan unas 350.000 pesetas mensuales y se deben 250.000 pesetas, que deben ser pagadas con anterioridad a su posible salida. Para abastecer a los barcos de guerra de las islas Baleares y pagar a sus tripulaciones se necesitará un millón de pesetas mensual. Pedimos urgentemente la autorización para adelantar al Embajador italiano 500.000 dólares con que hacer frente a las necesidades más imperiosas. Puesto que los alemanes financian generosamente a los italianos que cooperan con ellos, es de la mayor urgencia proveer de fondos a la representación oficial italiana que colabora con nosotros." Después de ciertas negociaciones entre Washington, Londres, el Mariscal Badoglio y las autoridades aliadas de Argel, se llegó a un arreglo por el que Gran Bretaña y los Estados Unidos proporcionarían conjuntamente los fondos en forma de empréstito.
Mientras tanto temía el Departamento de Estado que el Gobierno español, por iniciativa propia o por presiones alemanas, reconociera al "Gobierno Social Republicano" de Mussoli‐ni y rompiera las relaciones con el Gobierno Real reconocido por los aliados. El 20 de sep‐tiembre, apenas llegó el Conde de Jordana de San Sebastián, me entrevisté con él en el Mi‐nisterio de Asuntos Exteriores y le expuse el asunto de las representaciones italianas en España y el de los barcos de guerra de las Baleares.
Recordé al Ministro que, desde el punto de vista de mi país y de las restantes Naciones Unidas, uno de los más señalados acontecimientos de las dos últimas semanas era el armis‐ticio entre nuestras autoridades militares y las del Gobierno legalmente constituido en Ita‐lia. El Rey y su Gobierno, presidido por el Mariscal Badoglio, actuaban ya en la parte meri‐dional de Italia, cooperando al cumplimiento del armisticio. Mi Gobierno esperaba que Es‐paña resistiese ante cualquier presión que el Eje pudiese ejercer para obtener el reconoci‐miento de un gobierno fantasmal y rebelde, que trataba de ser establecido bajo la jefatura nominal de Mussolini. Debía de pensar el Ministro de Asuntos Exteriores como yo, que todo lo que favoreciera la escisión y la lucha en el pueblo italiano sólo haría peligrar el restable‐cimiento del orden en Europa. Deseaba yo alguna seguridad de que España seguiría al lado del Gobierno real italiano y de que se abstendría de reconocer a cualquier otro rival que Mussolini y los alemanes intentasen crear.
El Ministro me contestó que no había recibido petición alguna de que los españoles re‐conocieran a ningún otro Gobierno italiano que no fuese el Real. En el caso de que fuese formulada en el futuro, España seguiría ateniéndose estrictamente a las leyes internaciona‐les sobre el caso, y continuaría reconociendo al único Gobierno legalmente constituido en Italia, que a todas luces lo era el Gobierno real, que había acreditado al Embajador existente en España. Me dijo también que había dado instrucciones a los Cónsules españoles en Italia
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para que observaran una estricta neutralidad y a los Gobernadores civiles de España para que prohibiesen las manifestaciones fascistas. En modo alguno permitiría que España se convirtiera en campo de batalla para los italianos.
En cuanto a los barcos de guerra manifesté que, según las noticias que yo tenía, habían llegado a las Baleares después del armisticio a fin de obtener el carburante necesario para seguir su rumbo. Parecía ser que no se les había facilitado y que las autoridades locales es‐pañolas estimaban que debían ser internados. A mi modo de ver, le dije, existía una cuestión fundamental y era si debía considerarse a los barcos como beligerantes o como no belige‐rantes. En el caso último no debían ser internados, sino más bien autorizados para marchar a donde les conviniera, y si el Gobierno español los consideraba como beligerantes, era pre‐ciso, según el acuerdo de La Haya de 1907, que se les abasteciera del carburante suficiente para llegar al puerto más próximo de su nacionalidad, y se les dieran veinticuatro horas, y excepcionalmente hasta cuarenta y ocho, contadas a partir del momento en que se les pro‐porcionase el carburante, dentro de las cuales tendrían que zarpar. La norma de las veinti‐cuatro o cuarenta y ocho horas —añadí— presupone claramente la existencia de un sumi‐nistro de carburante, sin que los autores del artículo 19 de dicha Convención hubieran pre‐visto el caso de un país neutral incapaz de hacer el suministro. No era justo invocar el plazo de las veinticuatro o cuarenta y ocho horas contra los barcos cuando éstos no podían obte‐ner el carburante, sin culpa de su parte. Sugerí que nuestros agregados de petróleo colabo‐rarían gustosos con las autoridades españolas en remediar la situación, haciendo que el carburante necesario fuese proporcionado. Entre tanto, esperaba que se demorasen las órdenes de internamiento.
Me manifestó entonces el Ministro de Asuntos Exteriores que la información que tenía sobre la materia era aún exigua y algo incompleta, pero que, según ella, esos barcos se diri‐gieron a las Baleares no tanto para obtener carburante y proseguir su viaje como para llegar a puerto seguro. Tres de los destructores habían sido hundidos ya por sus oficiales y sospe‐chaba que los otros no deseaban en realidad abandonar las Baleares, sino que preferían más bien ser internados. Me sugirió que nos sería más ventajoso lo último. Pero yo disentí de esto, manifestándole además mis dudas sobre la exactitud de su información. Me prome‐tió investigar el caso con detención apenas le fuese posible y fijar la situación jurídica de los barcos en mención, en la seguridad de que llegaríamos a un acuerdo amistoso.
VI El mes de octubre rebosó en pruebas de que el General Franco había tomado en serio
mi conversación del 29 de julio y que el Gobierno orientaba su política exterior decidida‐mente a favor de los pueblos de habla inglesa, particularmente hacia los Estados Unidos. Ya en septiembre, en un discurso pronunciado en la Coruña, afirmó significativamente que "el futuro de España, al igual que su pasado, está en el mar y cara a las Américas".
Más tarde, el primero de octubre —Día del Caudillo—, dió a su acostumbrada recepción del Cuerpo Diplomático y del personal de los distintos Ministerios españoles en el Palacio de Oriente, un carácter diferente al de los años precedentes. Si el año anterior apareció en uniforme de Falange, este año ostentaba el de Almirante de la Armada. Si entonces recibió a los representantes de la Falange y a numerosos afiliados al partido, ahora ninguno de ellos fué visto. Y si en aquel año se mostró francamente cordial con los Embajadores del Eje, en éste los saludó por puro protocolo. El Embajador alemán y el italiano permanecieron en silencio, pero mientras el último era cordial‐mente atendido por mí y por los diplomáticos aliados y neutrales, el primero quedaba casi por completo aislado.
La alocución que en ese momento dirigió el Caudillo contenía la declaración oficial de la neutralidad española. Pronunció esa palabra y ya nunca volvimos a oir la de "no‐beligerancia", ni nos intrigó saber lo que quería decirse con ella.
El discurso, en bloque, fué un paso patente de aproximación a las democracias. El Cau‐dillo reiteró que la Falange no era un programa ni una ideología. Modificaría su política sin vacilaciones ni temores para afrontar los cambios de situación. Afirmó que el régimen era esencialmente español y que no debía ser identificado con ningún sistema extranjero. Hablando en general de la Falange y sus juventudes, dijo "que se aproximaba la hora del relevo de la guardia". La mayor parte de la alocución estuvo dedicada a pasar revista a las
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obras del régimen, principalmente en el aspecto económico‐social. Se extendió hablando de la necesidad de una reforma agraria. Hizo llamamientos en pro del capital, trabajo y agricul‐tura, y especialmente de los campesinos. No tuvo la menor alusión al Eje ni a la duración de la guerra. Como todo el mundo esperaba, no faltó el ataque al comunismo y su futura ame‐naza en la Europa de la postguerra, desorganizada y arruinada. Pero la diatriba principal fué dirigida contra los "exilados españoles" a los que acusó de haber sido los autores mora‐les, si no materiales, de la revolución de Asturias de 1934 y de la muerte, durante la guerra civil, de "trece Obispos, 5.255 sacerdotes, 2.669 religiosos y 112 monjas". Acusóles también el Caudillo de haber llevado a España comisarios soviéticos y provocado últimamente una campaña difamatoria en todas las naciones americanas. Lo que intentaban, dijo, es que Es‐paña entrase en la guerra para aprovecharse de los disturbios que se registrarían en el país a consecuencia dé ello. Pero España estaba decidida a permanecer al margen del conflicto.
Por aquella misma época recibí una carta del Ministro de Asuntos Exteriores comu‐nicándome que el General Franco y el Consejo de Ministros habían accedido a nuestra peti‐ción de que se evacuase a los refugiados franceses di‐rectamente desde España, en lugar de hacerlo en forma indirecta y complicada a través de Portugal, y diciéndonos que podríamos utilizar para tal fin el puerto de Málaga. Participé inmediatamente estas buenas noticias a la Embajada británica y a la Misión francesa. La última dispuso en el acto el transporte por ferrocarril de grupos de combatientes franceses de los distintos campos del Norte de Espa‐ña a Málaga y su alojamiento en la gran plaza de toros de esta ciudad, en tanto esperaban el momento de embarque para el. Norte de Africa. Los ingleses, por su parte, tomaban las me‐didas necesarias para los convoyes y el transporte por mar. Un primer contingente de cerca de 1.200 hombres zarpó con fortuna de Málaga el día 21 de octubre y otro el día 26 del mismo mes. A partir de esta fecha los viajes a través de España y los embarques se realiza‐ron con regularidad y prontitud. Al finalizar el año, el número total de franceses llegados al Norte de Africa alcanzaba la cifra de 20.000.
En octubre vióse reforzada la Misión francesa en Madrid por la llegada de personal y de un nuevo jefe, M. Jacques Truelle, con rango de Ministro, diplomático de carrera, Consejero en otro tiempo de la Embajada francesa en Washington y Ministro en Rumania. Fué recibido cordialmente por el Conde de Jordana y por el Subsecretario Sr. Pan de Soraluce, y era por‐tador de cartas amistosas del General De Gaulle y del Ministro francés de Asuntos Exterio‐res de Argel
Los alemanes no miraron con buenos ojos todos estos acontecimientos. Al no obtener ninguna satisfacción del Ministerio ni del General Franco y viéndose incapaces de llevar a efecto el hundimiento de los barcos de refugiados que zarpaban de Málaga, apelaron al económico procedimiento de contratar agitadores falangistas para que se manifestasen contra la Misión francesa en Madrid y asaltasen a los refugiados franceses en Barcelona. Puse en conocimiento del Conde de Jordana estas actividades cobardes por medio de un memorándum que le entregué el 5 de noviembre y debo hacer constar que obtuve cuantos resultados apetecía.
También realizamos algunos progresos durante el mes de octubre en las negociaciones concernientes a los problemas italianos, iniciadas el mes de septiembre. Mientras los britá‐nicos concentraban sus esfuerzos en obtener la libertad de los barcos mercantes italianos, la Embajada americana trabajaba por recuperar los barcos de guerra. Expuse los fundamen‐tos jurídicos para esto último en una nota que presenté personalmente al Conde de Jordana el 22 de octubre, apoyada por otra complementaria del Embajador italiano. El Ministro de Asuntos Exteriores me dijo que las entregaría a una Comisión de juristas de su Ministerio, que ya estudiaba el asunto, y suponía que fácilmente se encontraría una fórmula para satis‐facer nuestros deseos sin hacer violencia a los principios del Derecho internacional. Volvió a manifestarme la decisión del Gobierno español de mantener relaciones amistosas con el Gobierno real italiano y no reconocer al nuevo régimen de Mussolini.
En relación con los problemas de Italia, le dije francamente que desde la rendición del país el 8 de septiembre, y como resultado de nuestros posteriores contactos con la Embaja‐da italiana y consulados en España, habíamos obtenido, en gran cantidad, detallada infor‐mación sobre lo que los alemanes e italianos realizaron en territorio hispano contra las operaciones navales y militares de los aliados, particularmente en lo concerniente a sabota‐je en las proximidades de Gibraltar y a espionaje en el Marruecos español. No era un bello cuadro, y aunque el Gobierno no estuviese implicado, podía ser de lo más perjudicial para la reputación de España en el extranjero y exigía correctivos inmediatos y enérgicos por su
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parte. Debería someterse a los agentes del Eje a una vigilancia más estrecha y era preciso que se expulsase sin demora a quienes aparecieran complicados en espionaje o sabotaje. Tenía que realizarse esto sobre todo en el Marruecos español, donde ningún agente del Eje podía tener otra misión que espiar o sabotear. Negó el Ministro de Asuntos Exteriores la complicidad del Gobierno español en las actividades ilegales de esas gentes, indicando su convencimiento de que tales maniobras eran tan perjudiciales a España como a nosotros. Me prometió actuar contra cualquier queja que pudiéramos presentarle con hechos especí‐ficos.
Fueron igualmente satisfactorios los progresos conseguidos en la retirada de la División Azul del Frente Oriental. El Agregado Militar británico supo el 15 de octubre, por el Jefe del Estado Mayor español, que se había llegado a un acuerdo con los alemanes, y que la División había iniciado su retirada del frente el día 12. Aquellos de sus miembros que quisieran li‐bremente seguir como voluntarios, pasarían a una legión extranjera bajo mando exclusiva‐mente alemán; el resto regresaría inmediatamente a España.
A fines de mes me dijo el Ministro de Asuntos exteriores que la totalidad de la División estaba siendo reunida a retaguardia en Königsberg, y se realizaría su transporte tan pronto como los servicios de ferrocarril lo hicieran posible. Ya habían llegado a San Sebastián, has‐ta la fecha, cuatro contingentes de seiscientos hombres cada uno. Me declaró que el deseo del Gobierno español era que regresase toda la División y que haría lo posible por desalen‐tar a quienes quisieran quedarse con los alemanes, si bien admitió que lo harían "unos po‐cos, ya fuese por obstinación o por irresponsabilidad". A mi indicación de que España, en interés propio, diese publicidad a la retirada de la División, contestó que no podía imagi‐narme los trastornos habidas con los alemanes por esta causa y que la publicidad no haría más que aumentar los disgustos y crear probablemente nuevos obstáculos para el regreso del resto de los efectivos.
Dos semanas más tarde supo nuestro Agregado Militar de fuente digna de crédito de‐ntro del Ejército español, que cuatro mil hombres, del total de doce mil de la División, hab‐ían sido ya repatriados; los restantes estarían de regreso en un plazo de cinco semanas. Rumores sobre nuevos alistamientos para la División, eran totalmente falsos. La cifra de cuatro mil fué confirmada por nuestro servicio de información, que registraba cuidadosa‐mente las idas y venidas por ferrocarril a través de la frontera. Nos llegaron también datos sobre intentos de reclutamiento, por elementos extremistas en Falange, de gente para la "Legión Extranjera alemana", y existía la tendencia, especialmente en la Prensa extranjera, de confundir esto con los reclutamientos del Ejército regular para la "Legión española" en Marruecos. Por nuestra parte, según escribí al Presidente, confiábamos en que "todos los muchachos españoles habrían sido retirados de las trincheras de Rusia antes de Navidad".
Pensé que había llegado el momento favorable para que el Gobierno español adoptase una actitud menos intransigente hacia la Unión Soviética. Adelanté algo en términos genera‐les en mi conversación con el Caudillo el día 29 de julio. Proseguiría el asunto con mayor número de detalles y con peticiones específicas en carta particular al Ministro de Asuntos Exteriores. El 21 de octubre le dirigí tal misiva. Estaba escrita por cuenta propia y sin la menor indicación o mandato de Washington. Por eso quise poner bien en claro que se tra‐taba de una comunicación "personal y confidencial". La extensa contestación del Conde de Jordana, fechada el 29 de octubre, en la que exponía abiertamente el sentir de su Gobierno sobre el comunismo ruso, iba igualmente señalada con el consabido "personal y confiden‐cial".
A mi parecer, la réplica era poco satisfactoria. En realidad no contestaba a las preguntas que yo le hacía ni afrontaba de lleno las cuestiones fundamentales. Con todo, no fué un gol‐pe en vano, pues hizo que el Ministro de Asuntos Exteriores expusiera "una gran dosis de su visión", que condicionaba el pensamiento de muchos españoles y que los críticos extranje‐ros debieran, cuando menos, tener en cuenta. Preparé una contrarréplica; pero, en vista de ciertos acontecimientos desfavorables en nuestras relaciones con España durante el mes de noviembre, no la envié sino mucho más tarde, y cuando lo hice obtuve una comprensiva respuesta .
Nuevamente apelé por propia iniciativa y en forma estrictamente personal al Conde de Jordana en favor de ciertos exilados españoles, capturados —según se decía en los países aliados— en Francia por los alemanes y entregados a las autoridades españolas para su eje‐cución. Le dije que reconocía que se trataba de un asunto de política interior y, por lo tanto, de exclusiva incumbencia del Gobierno español, sin que mi Gobierno deseara inmiscuirse en
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el caso. Sin embargo, debía manifestarle —añadí— un grave temor personal de que las bue‐nas relaciones entre los dos países se vieran perjudicadas al aceptar España a esas gentes y condenarlas a muerte. Si se llegara a ese extremo, la indignación en los Estados Unidos no tendría límites, y no por tal o cual individuo, ni por lo que éste pensara o hiciera en el pasa‐do, sino porque se iba a ejecutar mucho tiempo después de cometer los crímenes que se alegaban y por haber sido capturados por los alemanes. El Ministro de Asuntos Exteriores me tranquilizó sobremanera al negarme que los alemanes hubieran ofrecido o España hubiese pedido la entrega de ningún exilado español. Ninguno de esos individuos, según sus noticias hasta la fecha, estaba en España o camino de ella. Ni él ni el General Franco desea‐ban a tales personas, ni las aceptarían de los alemanes.
A su vez el Conde de Jordana me hizo una petición personal en octubre de 1943, para que le ayudase a conseguir pasaje en el Clipper para su hijo, D. Rafael Jordana, que quería realizar su primer viaje, mitad de negocios, mitad de estudios, a los Estados Unidos. El joven en cuestión era una persona encantadora, estudiante de la carrera diplomática, y amigo no‐torio nuestro. Anhelaba ver algo del país que admiraba, y su padre quería igualmente que lo visitara. Me complací en poderle atender y el joven Jordana realizó su viaje.
VII Ya he explicado en un capítulo anterior que una de nuestras actividades más importan‐
tes en España durante los años 1942 y 1943, seguramente la de mayor trascendencia, fué la guerra económica contra el Eje, y, en especial, el programa de las "compras preventivas", llevadas a cabo conjuntamente por la USCC y la UKCC en estrecha relación con las Embaja‐das americana y británica, con el fin de despojar al enemigo de los materiales estratégicos que necesitaba. El plan nos resultó muy fructífero porque mantuvo a España como "merca‐do abierto" en el que teníamos idéntica libertad de compra que los alemanes, y porque te‐niendo nosotros más recursos financieros que éstos, podíamos elevar las ofertas y privarles de su adquisición. Merced a la "elevación de precios" de ciertos artículos, derivados del petróleo, que España importaba19 de las regiones del dólar o de la libra esterlina, consegui‐mos acumular mayor número de pesetas para adquirir productos españoles, que los alema‐nes con todas sus exportaciones a España.
En el mes de octubre la batalla económica de España parecía haber sido ganada por no‐sotros. Ya en la primavera de 1943 habíamos eliminado a los alemanes del mercado de cue‐ros, pieles de conejo, tejidos de lana y guantes forrados. Con ello teníamos la satisfacción de saber que no precisábamos gastar más dinero en tales artículos, ni serían dedicados a res‐guardar a los soldados nazis del frío y congelación de las heladas estepas rusas. Algunos artículos, sin embargo, los seguíamos comprando a España para cubrir nuestras necesida‐des, como mercurio, espato flúor y estroncio.
El mayor desembolso lo constituía la adquisición de wolfram. Era éste el producto que más apremiantemente necesitaban los alemanes de España y Portugal, por lo que concen‐traron para adquirirlo la totalidad de sus recursos financieros contentándose con lograr el precioso mineral, aunque ya nada más pudieran comprar y sus soldados temblaran de frío en Rusia.
Hasta el mes de julio de 1943, la batalla del wólfram fué reñida y furiosa entre los ale‐manes y nosotros. Pero ellos no pudieron mantener la dura competencia. Carecían de me‐dios para competir con nosotros en el mercado abierto, viéndose obligados a contentarse con la extracción relativamente pequeña de las pocas minas que poseían en derecho y con lo que podían recoger clandestinamente. Esto nos permitió reducir en agosto nuestras compras de wolfram y los precios que pagábamos por él. Durante los siete primeros meses de 1943 compramos un promedio de 112 toneladas mensuales a 243 pesetas kilo, mientras que los últimos cinco meses del año adquirimos sólo unas 63 toneladas, a 86 pesetas el kilo.
Según los cálculos de la USCC, la cantidad de wolfram vendida en España durante los once primeros meses de 1943 se elevó a 3.743 toneladas, de las que compraron los aliados 2.563 y los alemanes 1.180. De estas 1.180 toneladas, 701 procedían del mercado libre, 309 19 En el petróleo, por ejemplo, fijamos un precio doble del normal, con el fin de obtener mayor cantidad de pesetas para nuestras «compras preventivas» en España.
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de las minas de su propiedad y 170 del comercio clandestino. Debo indicar, sin embargo, que las adquisiciones extranjeras de wolfram no entrañaban
su automática expor‐tación. Para ello necesitaba pagar el comprador al Gobierno español un elevado "impuesto de producción" y obtener luego un "permiso de exportación". La cau‐sa que obligó a los alemanes a abandonar el mercado libre, en julio, fué precisamente su imposibilidad de conseguir los ocho millones de pesetas necesarios para pagar los impues‐tos sobre los depósitos acumulados, pues aunque ya tenían los permisos de exportación, no podían sacarlos de España sin pre‐via paga de ese impuesto. El total de los permisos expe‐didos por el Ministerio de Industria y Comercio durante el año 1943, fué de 3.003 tonela‐das: 690, o sea el 23 por 100, para los alemanes; y 2.313, es decir, el 77 por 100, para los aliados.
En octubre de 1943 eran tan favorables para nosotros las brisas de España, que tanto el Departamento de Estado como la Embajada creyeron llegado el momento de persuadir al Gobierno español que detuviese las exportaciones de wolfram a Alemania y dar así el golpe de gracia a nuestro adversario en la guerra económica. Se trataba de un punto en el que no existía disparidad de pareceres entre Washington y nuestro personal de Madrid. Nosotros, por la proximidad, teníamos una idea más clara y real de los obstáculos con que tropezar‐íamos. Eramos, con todo, optimistas sobre las posibilidades de triunfo, aunque teníamos pleno convencimiento de que la mejor y más rápida manera de conseguirlo se encontraría en el terreno económico, mediante una especie de concierto comercial recíproco.
España tenía en el wolfram un enorme interés. Proporcionaba ingresos extraordinarios al Tesoro, bonitos be‐neficios a varios centenares de propietarios de minas e intermediarios y empleo y medios de vida a millares de obreros. Además, lo elevado de los precios pagados por la competencia entre los compradores extranjeros aseguraba a España balances favora‐bles en dólares, libras esterlinas y marcos, con los que podía comprar no sólo petróleo, tri‐go, algodón y otros productos vitales del Nuevo Mundo, sino también armas, maquinaria y otros artículos proporcionados por los alemanes. Sabían muy bien los españoles que elimi‐nar a los alemanes del mercado del wolfram, sin obtener compensaciones económicas, sig‐nificaba tanto como matar la gallina de los huevos de oro. Pues, si ellos quedaban descarta‐dos, dejarían de comprarlo inmediatamente los aliados, que no lo necesitaban en realidad. El auge de ese negocio se trocaría en el acto en pánico. Y ¿cómo podría entonces hacer fren‐te España a sus necesidades de importación de petróleo, trigo, abonos, maquinaria y arma‐mento?
Teníamos que tener preparada alguna respuesta convincente a esa cuestión económica fundamental, antes de dirigir cualquier petición de embargo de las explotaciones de wol‐fram a Alemania, si deseábamos una decisión pronta y favorable. Por esa causa los funcio‐narios de la Embajada directamente interesados, en especial el Agregado Comercial (Mr. Ackerman), el Consejero (Mr. Beaulac), y los Primeros Secretarios de enlace con el USCC (Butterworth y Harrington) reflexionaron mucho, durante la última parte de septiembre y octubre, sobre las fórmulas que tanto los Gobiernos aliados como el español pudieran acep‐tar, inclinando al último a romper las relaciones comerciales con Alemania. Los ingleses, que compartían a partes iguales con nosotros la dirección y gastos del programa "de com‐pras excluyentes", y dependían además de España para ciertos artículos, como hierro, pota‐sa y frutas cítricas, dieron extraordinaria importancia al asunto, estudiándolo conjuntamen‐te con nosotros y por su lado.
El Gobierno británico, sin duda aconsejado por su Embajada en Madrid, notificó al nues‐tro de Washington en septiembre que, después de repasar cuidadosamente la situación, era poco partidario de cancelar los acuerdos exis‐tentes o de seguir una política económica más severa hacia España. Un mes más tarde, reiteró y subrayó su satisfacción por el statu quo económico.
De esa forma quedaba Washington perfectamente enterado —al igual que nosotros en Madrid— de que los británicos no deseaban acompañarnos, en el caso de hacer nuevas "pe‐ticiones" económicas a España. Por esta causa nos persuadimos en Madrid que, para que cesasen las exportaciones a Alemania del wolfram español, era imprescindible elaborar an‐tes un plan comprensivo que fuera convincente, no sólo para el Gobierno español, sino tam‐bién para los ingleses.
El día 26 de octubre notifiqué a Washington los propósitos de la Embajada sobre tal plan. Indicaba claramente que nuestro deseo del momento era esbozar simplemente una posible línea de conducta para ulteriores negociaciones, que podrían aconsejar importantes
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modificaciones en él y que esperábamos su respuesta ante» de entablar las discusiones con los españoles y con los británicos. Creímos, sin embargo, que no convenía perder tiempo en preparar al Gobierno español para que atendiese a las indicaciones que pudiéramos hacerle en relación con el wolfram y con acuerdos comerciales en general.
Por eso tuve una conversación inicial con el Conde de Jordana el 22 de octubre, antes de someter nuestras con‐clusiones detalladas a Washington. Después de asegurarle en ella la inminencia de una victoria aliada, le indiqué la ventaja de que España pusiera a disposición nuestra su marina mercante y que redujera sus exportaciones de materiales estratégicos al Eje, incluso el wolfram. La clave de mi argumentación estaba expuesta en un memorándum personal que le entregué y en el que se leía:
"Ya no cabe la más pequeña duda razonable sobre el desenlace de la guerra. Pue‐
de predecirse con claridad una victoria total de las Naciones Unidas. Lo único que aún se ignora es el tiempo que transcurrirá hasta la victoria definitiva.
"Los crecientes y poderosos golpes asestados por las Naciones Unidas a Alemania y al Japón pretenden acortar la guerra lo más posible. El Gobierno de los Estados Uni‐dos hará cuanto esté de su mano en este sentido, y nada que pueda alargarla.
"A medida que la guerra avanza y decrece la potencia militar, política e industrial de Alemania, se ven obligados los Estados Unidos a revisar su comercio, no sólo con España, sino con otros países del mundo, para asegurarse de que ninguna parte de ese tráfico proporciona apoyo, directo o indirecto, a Alemania y por ello prolonga la gue‐rra.
"A medida que el esfuerzo bélico de los Estados Unidos aumenta, aumenta tam‐bién el porcentaje de material de todas clases que sale de sus fábricas. El volumen to‐tal de los Ejércitos americanos no participa aún en la lucha, aunque lo hará muy pron‐to, y la fabricación de medios para la guerra total contra Alemania y Japón aumentará también en forma adecuada. Se empleará todo ese material para dar fin a la guerra en el plazo más breve posible. Esta norma debe aplicarse también al petróleo, al igual que a los restantes productos.
"El Gobierno de los Estados Unidos ha continuado comerciando con España de‐ntro de los límites permitidos por el esfuerzo bélico y ha abastecido a España, no sólo de aquellos artículos que hasta la fecha podían ser adquiridos libremente, sino tam‐bién de productos escasos incluso en los Estados Unidos.
"Por su parte, España proporcionó a los Estados Unidos materias que le sobraban. Los artículos de pequeño o nulo valor estratégico fueron transportados por barcos es‐pañoles, mientras que pocos o ninguno de los que tenían ese valor viajaron en aqué‐llos.
"La Economía de los Estados Unidos y de sus aliados está dirigida a ganar la gue‐rra en el menor plazo posible. De ahí se deduce que nunca facilitaran productos cuya exportación no contribuya en el mayor grado posible a acortar la contienda.
"De acuerdo con esta política, el Gobierno de los Estados Unidos espera que, a cambio de los productos facilitados a España, se comprometerá el Gobierno español, no sólo a que tales productos sean transportados a España en barcos españoles y que luego no sean empleados ni directa ni indirectamente en beneficio de sus enemigos, sino también a que los artículos que España dé en intercambio sean transportados prontamente a los Estados Unidos en barcos españoles, si así fuera solicitado.
"Como resultado del comercio entre España, los Estados Unidos y Gran Bretaña y otros países de América, la Economía española ha experimentado una sensible mejor‐ía. En lo que al petróleo se refiere, España tiene una posición favorecida y hasta ha re‐cibido un porcentaje mayor a las importaciones de otros países americanos activa‐mente asociados con los Estados Unidos en la guerra contra Alemania y el Japón.
"La conservación y mejora de la Economía española, logradas principalmente merced a un activo comercio con las democracias, hizo posible además que España continuase la producción y el transporte a Alemania y territorios ocupados de gran cantidad de productos alimenticios y otros materiales, algunos incluso de primordial importancia para la guerra.
"Ya que los Estados Unidos no pueden continuar el intercambio comercial con un país, si tal comercio ayuda directa o indirectamente al enemigo, es natural que si el Gobierno español desea continuar haciéndolo con los Estados Unidos deberá dar los
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pasos precisos para reducir su comercio con Alemania, especialmente en lo que se re‐fiere a productos alimenticios y materiales de bélica exigencia." El Ministro de Asuntos Exteriores prestó gran atención a cuanto dije ese día. Por sus
observaciones me di cuenta que tanto él como el Ministro de Industria y Comercio (Sr. Car‐celler) esperaban que les presentáramos alguna propuesta y estaban prontos a otorgarla cuando menos una "amistosa consideración". Parecía que todo se presentaba bien para lo‐grar que España atendiera nuestros deseos sobre el wolfram, como había hecho en octubre con muchas de nuestras aspiraciones: declaración de neutralidad en lugar de "no‐beligerancia"; retirada de la División Azul; cese de la campaña en contra de la Gran Bretaña y de los Estados Unidos por la Prensa y radio; intervención aliada en el control del tráfico de súbditos del Eje entre la Península y Marruecos Español; evacuación directa de los refugia‐dos franceses; no reconocimiento del nuevo Gobierno de Mussolini; respaldo de la conce‐sión portuguesa de bases en las Azores. Se habían logrado además progresos en las nego‐ciaciones sobre los barcos de guerra y mercantes italianos, agentes del Eje, y derechos de aterrizaje en España para los aviones de las líneas comerciales americanas.
Pero en los últimos días de octubre surgió un acontecimiento que paralizó las negocia‐ciones y acarreó una serie de desgraciadas consecuencias durante varios meses. Me refiero a lo que se llamó el "incidente Laurel".
VIII El 25 de octubre recibimos una nota de la Oficina de Información de Guerra en que se
nos decía que este organismo había captado las emisiones de radio Tokio y Berlín en las que se alababa al Gobierno español por haber enviado un mensaje de felicitación a José P. Lau‐rel, antiguo juez en las Filipinas y colaborador de los japoneses, quienes le habían colocado a la cabeza de su Gobierno de paja en las islas. ¿Cómo podía reconocer España de ese modo un régimen especialmente japonés en las Filipinas? ¿Podríamos investigar inmediatamente la veracidad de las emisiones y mandar rápidamente un informe a Washington?
Nuestra primera reacción en Madrid fué de incredulidad. Se nos antojaba otro ejemplo de la propaganda del Eje para dificultar las relaciones hispano‐británicas, sin duda tan in‐fundado como docenas de otros bulos, cuya autenticidad se nos había hecho investigar. Muy recientemente me había indicado el General Franco (29 de julio) en términos nada ambi‐guos, su hostilidad hacia los japoneses y, por ende, su simpatía hacia nosotros en la guerra contra ellos. El Conde de Jordana me había repetido y recalcado mucho desde entonces es‐tas palabras. En la Prensa y radio españolas no se había hecho mención del "mensaje a Lau‐rel" ni de cosa alguna que pudiera estar en contradicción con las palabras del Caudillo o del Ministro de Asuntos Exteriores. Además, nos era notorio que ningún español ignoraba que Laurel había sido siempre abiertamente antiespañol, al par que antiamericano, mientras que el Sr. Quezón, Presidente de la Comunidad filipina reconocida por nosotros, era parti‐dario de la cultura española y un leal aliado de los Estados Unidos.
Seguro de que no podía el Ministerio de Asuntos Exteriores haber enviado un mensaje de felicitación a Laurel, no me tomé la molestia de ir yo personalmente a ver al Conde de Jordana, sino que envíe al Consejero de la Embajada. Mr. Beaulac, para que se entrevistase con el Subsecretario, Pan de Soraluce, y consiguiese una negativa oficial de la historieta. ¡Figúrense su extrañeza —y a su regreso la mía— al saber que tal mensaje había sido en‐viado! Pan de Soraluce trató de convencer a Beaulac que se trataba de una natural y cortés respuesta a un telegrama personal de Laurel, en el que se hacía mención a las antiguas e íntimas relaciones culturales entre España y el pueblo de Filipinas, y que en modo alguno significaba un reconocimiento actual o futuro de la "República Filipina" de Laurel por el Gobierno de España.
En la discusión con el Subsecretario, Beaulac adoptó una posición enérgica, como solía hacerlo siempre. Le dijo que con toda seguridad no aceptaría nuestro Gobierno como válida la explicación del Ministerio de Asuntos Exteriores acerca del telegrama. Que en sus muchos años de experiencia jamás había conocido un precedente igual de que un Gobierno enviase un mensaje a otro, que no reconocía o no pensaba reconocer. La antigua e íntima amistad que unía a España con el pueblo filipino y su decisión de no reconocer a esa "República"
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eran razones poderosas para no contestar al telegrama de Laurel. Al hacerlo, había propor‐cionado España al Japón una valiosa propaganda, y, fuese consciente o inconscientemente, un apoyo a sus planes políticos y militares en el lejano Oriente. Además, violaba cuanto el General Franco había dicho el 29 de julio. El Gobierno de los Estados Unidos vería las cosas con extrema seriedad.
Esa tarde telegrafié al Departamento indicando que debía presentarse una Nota enérgi‐ca al Conde de Jordana, en la línea de la conversación mantenida por Beaulac. "Le rogaré que me informe a la mayor brevedad si desea el Departamento que yo prepare tal Nota o si prefiere ser él quien redacte su texto. En mi opinión debe pregutársele en ella si España tiene intención o no de reconocer a la llamada "República filipina". También debe insistirse en una rápida contestación, y tanto la mencionada Nota como la respuesta se harán públicas por nuestro Gobierno."
Dos días más tarde sometí al Departamento, para su aprobación, un bosquejo de la Nota proyectada. Se cruzó con un telegrama del Departamento afirmando la "gravedad del caso" y añadiendo: "Antes de darle cualquier instrucción, tiene que consultar el Departamento, como es natural, con los pertinentes organismos del Gobierno, pero le avisará tan pronto le sea posible. Le rogamos no actúe por propia iniciativa ni tenga otra conversación con el Mi‐nistro de Asuntos Exteriores sobre ningún otro asunto hasta que haya recibido instruccio‐nes del Departamento."
Cinco días más tarde, sin haber recibido aún ninguna palabra de Washington, telegrafié lo siguiente: "Proyecto, y así pensará también sin duda el Departamento, emplear el inci‐dente del telegrama de Jordana a Laurel para mejorar nuestra posición en España y acarre‐ar un mayor quebranto al Eje aquí y en cualquier otra parte. Me inquieta el retraso en reci‐bir instrucciones sobre este incidente. Tenemos multitud de asuntos de importancia pen‐dientes con el Gobierno español y ansío hablar de ellos con el Conde de Jordana cuanto an‐tes, por lo que ruego se me permita reanudar con él sin tardanza mis relaciones. Debe ser nuestro objetivo utilizar el incidente para servir los intereses de los Estados Unidos y no para castigar a Jordana. Solicito instrucciones urgentes sobre la entrega de la Nota que transmití en mi anterior telegrama, pues la creo adecuada para enfrentarme con la situa‐ción." El Departamento me contestó el 3 de noviembre, diciéndome que podía reanudar las relaciones con el Ministro, aunque sin "tomar ninguna iniciativa sobre el telegrama de Lau‐rel".
El envío del mensaje a Laurel fué realmente un gran desatino por parte del Conde de Jordana o de cualquier otro funcionario español que en ello interviniera. Era algo totalmen‐te equivocado y por completo, indefendible.
Luego nos enteramos que ninguno de los funcionarios del Ministerio que debiera haber sido normal y previa‐mente consultado —el Subsecretario, el jefe de la sección de Asuntos de Ultramar, la Sección de Protocolo o los asesores jurídicos— se enteró del mensaje, ni del proyecto siquiera, hasta después de haber sido enviado. No tengo yo completa seguridad en lo que voy a decir, pero me inclino a creer que fué urdido por un empleado subalterno, con intereses económicos en las Filipinas, a los que pensó proteger con el telegrama, que fué deslizado a la firma o visto bueno del Ministro sin que este último se diera cuenta de su al‐cance y consecuencias. Como es natural, el Conde de Jordana, como Ministro de Asuntos Exteriores, tenía que asumir la responsabilidad, pero su reiterada insistencia en que él y sólo él era responsable me produjo la impresión de que, por alguna razón personal o por un sentido de caballerosidad, estaba protegiendo y escudando a un "niño mimado" del Ministe‐rio o del séquito del Jefe del Estado.
De todas formas, después de la entrevista de Beaulac con Pan de Soraluce, comenzó a actuar el Conde de Jordana para deshacer el mal paso dado ante nuestro Gobierno. De acuerdo con las instrucciones del Ministro, el Embajador de España en Washington, Sr. Cárdenas, acosó al Departamento de Estado los días 29 y 30 de octubre con sus explicacio‐nes y garantías. Hizo constar "una firme negativa oficial de cualquier intención por parte de Jordana o del Gobierno español de reconocer al régimen de Laurel o la independencia de la titulada "República Filipina", o de actuar en contra de las buenas relaciones que reinaban entre Estados Unidos y España". Ofreció, al mismo tiempo, dar todo esto en un memorán‐dum escrito, que podría servir de base para una declaración pública y para la "liquidación del caso",
El Departamento de Estado no deseaba, sin embargo, que el caso fuese "liquidado". No aceptaría el memorándum del Embajador Cárdenas, ni indicaría la clase de declaración que
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podría aceptar, y durante varios días trató al Embajador español con escasa cortesía20. De esa forma creía "amansar" a los españoles y prepararles para que accediesen a nuevas y perentorias "peticiones". Estaba, sin duda, respaldado por la mayoría de la opinión pública americana, que, naturalmente, se había encolerizado por el mensaje a Laurel y que, a falta de una nota del Departamento, pedía que se le pusieran las cartas sobre la mesa a España.
Algunas personas del Departamento quizá pensaran en utilizar el incidente Laurel para una ruptura abierta con España. De todas formas, fué discutido "en el más alto plano mili‐tar", donde se indicó que "los planes aliados para la guerra no proyectaban la invasión de Europa a través de España", siendo, por ende, de máxima importancia evitar cualquier tras‐torno que obligase a una diversión de los esfuerzos aliados y cualquier incidente que pudie‐ra turbar el statu quo español en uno u otro sentido."
A pesar de esta advertencia de nuestras más elevadas autoridades militares, sin previa consulta a su propia Em‐bajada en Madrid, y, lo que es más importante, sin asegurar la co‐operación británica, me dió instrucciones el Departamento, el día 6 de noviembre, para que solicitase del Gobierno español: a) Embargo total e inmediato de las exportaciones de wol‐fram, fuese cual fuese su destino, sin un solo quid pro quo; y 6) Actuando en unión del Em‐bajador británico, la eliminación de los agentes nazis en Tánger. Cuatro días más tarde un alto funcionario del Departamento de Estado comunicó al Embajador Cárdenas que para zanjar el incidente de Laurel debería dictar España, sin dilación, "un embargo en las expor‐taciones de wolfram; dar libertad a los barcos de guerra y mercantes italianos; expulsar a los agentes alemanes de Tánger, y conceder derechos de aterrizaje a los aviones america‐nos". El telegrama en que se me informaba sobre estas peticiones seguía así: "Comprende el Departamento las dificultades que V. expone en lo que concierne al embargo del wolfram; pero juzga que, a pesar de estas dificultades, por la necesidad vital de wolfram para el ene‐migo, resulta necesario y urgente conseguir un embargo total de ese producto en España."
Para entonces ya había telegrafiado al Departamento que el Embajador británico había recibido "instrucciones de Londres para que se abstuviese de actuar de momento sobre Tánger", y que él opinaba que no debía hacerlo yo hasta que él lo hubiese realizado.
El 10 de noviembre sostuve una larga conversación con el Ministro de Asuntos Exterio‐res, en la que le hice, según las instrucciones del Departamento, la petición de que se decre‐tase un inmediato y total embargo de las exportaciones de wolfram y una pronta y favora‐ble solución a ciertos problemas pendientes, especialmente el de los barcos de guerra y mercantes italianos y el de los derechos de aterrizaje de los aviones comerciales america‐nos. Una casual observación del Ministro de que "el Embajador británico parecía dar más importancia a los barcos mercantes italianos que a los de guerra" me avisaba de que tanto los británicos como los españoles podrían no acceder a nuestras demandas con la rapidez que el Departamento deseaba. Aunque el Conde de Jordana se mostraba afable en cuanto a la petición relativa al wolfram, pidiéndome un memorándum escrito sobre el particular, se esforzó en recalcar que hasta que el incidente Laurel se diese por terminado en los Estados Unidos y manifestase el Gobierno americano una disposición amistosa, no debíamos espe‐rar que España accediese en los asuntos pendientes con ella. No era justo reprochar a Espa‐ña una "falta leve". Apenas se zanjase el incidente podríamos tener la seguridad de que re‐doblaría su sincera colaboración con nosotros.
En vano traté de subrayar el justificable estado de excitación de la opinión pública de los Estados Unidos y la necesidad de apaciguarla mediante una acción que sólo España pod‐ía llevar a cabo accediendo a nuestras peticiones. Replicó el Ministro que también pasaba lo propio con la opinión pública española, que estaba convencida de que los Estados Unidos trataban de aprovecharse injustamente de un episodio trivial y acaso concebían in‐tenciones siniestras contra España. Dijo que no necesitaba asegurarme, pero que reiteraba que él, por su parte, se sentía ansioso y decidido a estudiar cualquier petición nuestra razo‐nable. Pero que nada podría hacer si el General Franco y el Consejo de Ministros creían que los Estados Unidos amenazaban a España con una pistola en la sien.
El resultado final del incidente Laurel no fué acelerar la sumisión de España a nuestras demandas, sino más bien demorarla y originar una crisis en las relaciones hispanoamerica‐nas, Se debió principalmente esto a que el significado y las consecuencias del incidente fue‐ron apreciados de modo muy distinto por el Departamento de Estado y la opinión pública 20 Véanse detalles de todo esto, con datos seguramente del Departamento de Estado, en el citado articulo de E, K. Lindley y E Weintal «Cómo tratamos a España>.
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de América y por el Gobierno español. Veía en el caso el Departamento un claro y delibera‐do insulto hacia los Estados Unidos, un obsequio al Japón y Alemania, y, por lo tanto, una magnífica justificación y coyuntura para "mostrarse duro" con España y asustarla hasta que cediera rápidamente ante algunas muy ásperas "peticiones" nuestras.
Por otra parte, el Gobierno español, particularmente el Ministro de Asuntos Exteriores, aunque reconocía el error cometido, recalcaba que no había sido deliberado ni podía consi‐derarse como un gesto pro‐japonés o antiamericano. No comprendiendo, pese a nuestras mejores explicaciones, la causa de que los Estados Unidos juzgasen el incidente como de tanta magnitud, y profundamente ofendido por la frialdad estudiada del Departamento de Estado hacia su Embajador en Washington, sacó el Gobierno español la conclusión de que estábamos utilizando el asunto para fines ulteriores y hacíamos peticiones imposibles de conceder, en preparación de ataques contra España o, al menos, de intervención en los asuntos de su política interna. La propaganda alemana, como es natural, se dió prisa en in‐culcar esta conclusión entre los españoles.
De aquí que se originase una seria y prolongada tensión, no sólo entre los Gobiernos de ambos países, sino dentro del propio Gobierno español, entre el Conde de Jordana y algunos de sus colegas, que comenzaban a criticar el "fracaso" de su política pro‐aliada. En tal trance se debilitaron enormemente la influencia del Conde de Jordana y la nuestra ante el Gobier‐no español, y las numerosas negociaciones que desde octubre de 1943, antes del incidente Laurel marchaban perfectamente, se torcieron y durante varios meses resultaron extrema‐damente difíciles, y, en gran medida, estériles.
7 LA CRISIS DEL WOLFRAM
I
Ya indiqué en los capítulos precedentes cuan esencial era para la máquina de guerra
alemana contar con el tungsteno, derivado del wolfram y endurecedor de aceros, y la ex‐trema importancia que tenía para la guerra económica de los aliados, en la Península Ibéri‐ca, la compra preventiva de este mineral. Alemania no poseía, a diferencia de nosotros, ya‐cimientos de wolfram. Le era preciso importarlo
para poder continuar la guerra. Presumiblemente hubiera podido conseguirlo de Rusia o del Japón. Pero, en la práctica, sólo conseguía traer un pequeño tonelaje cada vez, y eso con gran riesgo, por medio de un submarino preparado al efecto o algún otro medio de na‐vegación que burlase el bloqueo en su viaje desde el Lejano Oriente a Europa. El éxito mili‐tar ruso ante Stalingrado, en enero de 1943, eliminó por completo la posibilidad de obte‐nerlo de las regiones soviéticas. En consecuencia, Alemania dependía casi por completo de la Península Ibérica como única fuente de abastecimiento de ese precioso mineral. Portugal era en ella el productor más importante; luego, España.
Añadí también en el capítulo anterior cómo en el mes de agosto de 1943, gracias a nuestros recursos económicos superiores y a la libre competencia permitida por el Go‐bierno, eliminamos a los alemanes del mercado abierto de wolfram en España, quedando reducido su suministro al producto de las pocas minas propias en el país, a más de lo que
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podían sacar de sus depósitos previamente acumulados. El siguiente paso, que todos juzgá‐bamos conveniente dar, consistía en persuadir a España que negase los permisos de expor‐tación, imponiendo de esa forma, prácticamente, el embargo contra las adquisiciones ale‐manas de wolfram en España. A este fin presentamos en Washington un plan de tanteo en octubre de 1943i, y llevé a cabo una gestión preliminar con el Ministro de Asuntos Exterio‐res de España el 22 del mismo mes.
A mi modo de ver, fué grandemente desafortunado que sobreviniera entonces el inci‐dente Laurel, pues lo único que logró fué interrumpir el proceso lógico de las negociaciones, que pasase la iniciativa de Madrid a Washington, y que en lugar de actuar en una línea pu‐ramente económica (como deseaba y pidió la Embajada) se aparentase en España que si "exigíamos" un pronto y total embargo del wolfram, al par que otras muchas cosas, era co‐mo a guisa de castigo político por el mensaje del Ministro de Asuntos Exteriores a Laurel.
Todos compartíamos en Madrid la "justa indignación" de la opinión pública americana y del Departamento de Estado a raíz del "incidente Laurel". Creo, sin embargo, que por en‐contrarnos nosotros más próximos al terreno, vimos el incidente en su perspectiva y pudi‐mos apreciar que constituía una excepción y no la norma del comportamiento español hacia nosotros; Por eso dudamos que la "indignación", dejando aparte su "justicia", fuese el mejor ambiente político para tan complejo asunto como convencer a España dé que embargase las exportaciones de wolfram a Alemania.
Al darme órdenes el 6 de noviembre el Departamento de que pidiese al Gobierno espa‐ñol un "embargo pronto y total", procedió, sin duda, de modo excesivamente impulsivo, sin pensar detenidamente el asunto. Decían las instrucciones que debía formular yo la petición "en la forma que desease", pero sin indicar que "el Gobierno de los Estados Unidos conce‐dería alguna compensación material".
Obedecí las instrucciones y presenté debidamente la petición el 10 de noviembre. No necesitábamos que el Ministro de Asuntos Exteriores nos recordase de nuevo —lo sabíamos ya muy bien—que el negocio del wolfram era una piedra angular en la economía española, y que su inmediata anulación, como exigíamos, tropezaría con una fuerte oposición, no sólo de gran cantidad de hombres de negocios y obreros, sino también de los Ministros de Hacienda, Industria y Comercio, Ejército, Marina y Aire. El Estado español percibía grandes ingresos de la producción de wolfram, y con su venta a Alemania obtenía los medios para la compra de maquinaria y armamento, que, por grande que fuese su deseo, no podía conse‐guir de nosotros.
Sabíamos que los alemanes, después de ser eliminados del mercado abierto en agosto, volvían a entrar en él en dicho mes de noviembre. Acumularon en ese período las suficien‐tes pesetas para iniciar de nuevo la competencia, subiendo automáticamente los precios del wolfram. Dos medios emplearon los alemanes para volver a llenar sus cofres en España. Uno consistió en sacar partido del regreso de la División Azul a España. Entrañaba esto, desde luego, desagradables consecuencias, así políticas como militares, para Alemania, pero como precisaba más del wolfram que de la División Azul, consintió en renunciar a la última a trueque de mejorarse en lo primero, proyectando que fuese pagada su cuenta por los "vo‐luntarios" facilitados al General Franco durante la guerra civil española con la factura de los "voluntarios" de la División Azul, y que el saldo a su favor se hiciera efectivo por medio de envíos de wolfram.
El segundo consistió en elevar el volumen de sus exportaciones a España. A pesar de sus propias necesidades y de la merma en la producción, aumentó la cantidad de material de guerra y de maquinaria industrial que hasta entonces había proporcionado. En el invier‐no de 1943‐1944 envió incluso buen número de productos alimenticios, como patatas, trigo y cebada. Sólo en el mes de enero de 1944 llegaron a España más de 20.000 toneladas de trigo. Por eso desde noviembre de 1943, restauradas sus finanzas, se hallaban en condicio‐nes de reanudar en España sus compras de wolfram en gran escala.
Esto nos obligaba a detener de alguna manera el negocio del wolfram, cosa difícil en ex‐tremo. Porque no eran los alemanes los únicos que de él se beneficiaban. También redun‐
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daba en provecho de España, y cuanto más reñido fuera el litigio mayores serían los benefi‐cios. Algunos extremistas hubieran deseado la presentación de nuestra demanda en forma de ultimátum, y que en el caso de que España no se doblegara, invadiera un ejército aliado el país y se apoderase de las minas de wolfram. Pero una solución de esa índole, era defini‐tiva y categóricamente rechazada por el Presidente y por nuestras más altas jerarquías mili‐tares. Todos opinaban que teníamos harto quehacer en nuestros frentes para empeñarnos en dudosas acciones de diversión en los flancos.
En este caso, ¿cómo conseguiríamos el deseado y apremiante embargo del wolfram? Al solicitarlo el 10 de noviembre me pidió el Ministro de Asuntos Exteriores un memorándum escrito. ¿En qué términos debería redactarlo? No ignoraba que circularía por todo el Go‐bierno y que, si se deseaba que fuese benévolamente recibido por los colegas del Conde de Jordana interesados directamente en el asunto, menester era que fuese redactado en forma tan favorable para los intereses de España como para los nuestros. Pero ¿cómo podía reali‐zarlo ante las tajantes instrucciones del Departamento, según las cuales no se debía sugerir ni discutir un quid pro quo?
La noche siguiente a mi conversación con el Ministro de Asuntos Exteriores permane‐cimos Mr. Beaulac (nuestro consejero), Mr. Ackerman (nuestro Agregado comercial) y yo, hasta muy tarde redactando un telegrama razonado para el Departamento, que salió para Washington al día siguiente, 11 de noviembre. Por tratarse de algo fundamental y conden‐sar además el pensar unánime de la Embajada sobre la táctica a seguir, lo inserto aquí re‐sumidamente:
"Logrando demostrar que un embargo de las exportaciones de wolfram va en beneficio
de España, es de creer que el Gobierno español lo haga. Pero su resultado inmediato será grandemente desventajoso para España, ya que tendría como consecuencias: 1) Pérdida au‐tomática del medio principal de adquisición de dólares y libras esterlinas. 2) Anulación de los ingresos derivados de los impuestos de exportación de wolfram. 3) Oposición de los producto‐res, muchos de los cuales dependen desde hace años de la exportación de ese mineral. 4) Opo‐sición alemana. 5) Oposición de las fuerzas armadas españolas. Necesitadas de armamento, lo vienen adquiriendo de Alemania, ya que no lo consiguen de alguna otra fuente. A cambio de ese armamento, pretenden los alemanes conseguir wolfram en España.
"Sin perder de vista estos factores debemos demostrar a España que tal embargo le pro‐porcionará ventajas superiores a esos perjuicios indicados. Existen tres formas posibles de probárselo:
"I. Un plan razonado para inducir al Gobierno español a tal embargo en las exportaciones, como el que presentamos el 26 de octubre. Algunas ventajas obtendría España según él, pero ciertamente muy escasas en relación con el coste de nuestras compras continuas de wolfram. El plan es económicamente sólido y constituye una base razonable para la discusión con las autoridades españolas.
"II. El principal beneficio para España de sus relaciones comerciales con los Estados Unidos consiste en el abastecimiento de petróleo. Con tal de seguir recibiendo esos suminis‐tros, realizará España cuantos sacrificios sean necesarios. El petróleo no podría obtenerlo de ninguna otra fuente en las cantidades precisas y es algo extraordinariamente vital para la marcha de su economía nacional. Si tiene que elegir España entre quedarse sin los suministros de petróleo o imponer un embargo de las exportaciones de wolfram, su decisión será, sin du‐da, la de asegurar lo primero.
"De todas formas, no debemos amenazar a España con la reducción o suspensión del abastecimiento de petróleo. Nuestras relaciones económicas con ella se han basado siempre en los intereses mutuos y en la cooperación. Hasta ahora esa política ha dado buenos resulta‐dos y no debemos abandonarla sin llevar a cabo nuevos tanteos.
"En el pasado esgrimieron los alemanes mucho el arma de la amenaza contra España. La resistieron instintivamente los españoles, y, a pesar de que les impresionaran los éxitos mili‐
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tares germanos, tuvieron siempre la tendencia de acercarse a nosotros. Este método de su política aquí no tuvo, pues, ningún éxito. Alemania cuenta ahora en España con un inteligente y hábil Embajador, que hace, en cambio, uso de procedimientos persuasivos. Debemos cuidar, por consiguiente, de no caer ahora nosotros en el primitivo error alemán.
"Como una alternativa a la amenaza, podríamos presentar a los españoles un "hecho con‐sumado", que fuese racionalmente explicable y vinculable luego a la cuestión del wolfram. La reducción o cese, sin previo aviso, del abastecimiento de petróleo a España podía ser ese "hecho consumado". Ya ha preparado el terreno la Embajada para este paso. Les dimos a en‐tender claramente que, debido al gigantesco esfuerzo bélico de las Naciones Unidas, no po‐dríamos prescindir de los productos petrolíferos, ya que consumimos toda nuestra produc‐ción. La extensión sin precedente de la guerra, con su gigantesco despliegue de medios, agota rápidamente las reservas y nos resultaría un notable sacrificio prescindir de tales productos. "III. Recomendamos la táctica siguiente:
A ) Ofrecer a los españoles un plan razonado, tal como se dijo en el apartado I. B ) Si éste no da resultado, y transcurrido un tiempo prudencial, suspender los envíos
de petróleo y dar las explicaciones señaladas en el apartado II, con sentimiento y cortesía. C ) Realizado esto, indicar paulatinamente a los españoles que sólo en el caso de alguna
ventaja, como el embargo del wolfram, proporcionada a dicho sacrificio nuestro, podríamos facilitarles los productos petrolíferos.
"A nuestro parecer, existen grandes probabilidades de que esta forma de llevar el asunto dé buenos resultados.
"Dado el secreto que esto exige, el plan no ha sido tratado fuera de la Embajada. Caso de que el Departamento lo apruebe, me atrevo a sugerir que sea comunicado al Gobierno británi‐co o se me autorice a mí para discutirlo muy confidencialmente con el Embajador inglés." La contestación del Departamento, el día 15 de noviembre, fué descorazonadora. Aun‐
que expresando su aprobación en "principio" a nuestras proposiciones, indicaba que, por el momento, no se había llegado en Washington a una decisión, ni había acuerdo con los britá‐nicos sobre tales puntos. No debíamos esperar ese acuerdo o algún programa aprobado, sino "proceder rápidamente". Una vez conseguido el embargo, podíamos considerar alguna compensación. Mientras tanto, el Departamento consultaría con los británicos. Yo, por mi parte, debía conferenciar con Sir Samuel Hoare, y aun en el caso de que mi colega no reci‐biera en breve plazo instrucciones que le autorizaran a colaborar en el asunto, deseaba el Departamento que presionara yo ante el Gobierno español para conseguir un embargo de las exportaciones de wolfram, dejando el quid pro quo (si resultara indispensable) a ulte‐riores deliberaciones de Londres y Washington.
Un día después de recibir este telegrama tuve una entrevista con Sir Samuel. Informé al Departamento sobre su conclusión: "Subraya el Embajador británico que no ha recibido instrucciones sobre ningún embargo de wolfram. Expresa su gran preocupación de que, si Portugal no acuerda también ese embargo, obtendrán los alemanes mayor cantidad aún."
Ya habíamos presentado a la atención del Departamento el punto de vista portugués sobre la cuestión. "Debe tenerse en cuenta que los alemanes reciben una cantidad con‐siderablemente superior de wolfram de Portugal que de España y que, por lo mismo, un embargo exclusivamente español no bastaría. Mientras el wolfram pueda adquirirse a pre‐cios asequibles, se emplearán todos los medios para pasar de contrabando el producto em‐bargado en España hacia Portugal, y el hecho de que las minas españolas principales estén próximas a la frontera lusitana haría imposible, o muy difícil, al Gobierno español el impe‐dirlo. Calculan nuestras expertos que lo mínimo que de esa forma atravesaría la frontera, dados los precios portugueses actuales, serían unas cien toneladas mensuales, mientras que la cantidad que los alemanes adquieren de momento en España asciende a sesenta tonela‐das. Los funcionarios españoles han preguntado si pensamos pedir a los portugueses el em‐bargo de las exportaciones de wolfram. Desde luego, procuraremos precipitar en España el embargo, como se nos ha indicado, aunque creemos que, sin una acción paralela en Portu‐
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gal, será peor el remedio que la 'enfermedad, pues proporcionará a Alemania más wolfram de la Península que el que ahora percibe."
A esto contestó el Departamento el 17 de noviembre manifestándonos haber sido ya es‐tudiado el caso portugués y tomadas las disposiciones oportunas para "el momento conve‐niente", aunque no debía informar de ello al Gobierno español. No tuvimos ninguna otra aclaración de Washington sobre el particular hasta casi pasados dos meses. El 6 de enero de 1944, se nos indicaba que la cuestión del wolfram de Portugal sería abordada en el momen‐to oportuno, aunque por razones de índole secreta se había aplazado indefinidamente toda actuación.
Las "razones secretas", según supimos por Lisboa, eran que el Departamento venía pre‐sionando sobre Portugal, con anterioridad ya a nuestra petición de embargo a España, para que concediese a los Estados Unidos la misma clase de bases militares y aéreas en las Azo‐res que había concedido a los británicos, y que hasta que este asunto quedase zanjado, no quería el Departamento complicarlo con la cuestión del wolfram. El caso fué que las nego‐ciaciones por las bases de las Azores se prolongaron durante meses. Ignoro la causa, pero sospecho que los portugueses no dejaban de intuir que, prolongándolas, deshacían la ame‐naza de un colapso en su gran negocio del wolfram. De todas formas, no se presionó a los portugueses, como lo hicimos con les españoles, para obtener el embargo de este mineral, y durante todo el crítico período comprendido entre noviembre de 1943 y mayo del año si‐guiente, Portugal siguió enviando wolfram a Alemania.
Tampoco estaban dispuestos los británicos a cooperar con nosotros en la consecución de esa medida que queríamos en España. Londres había notificado claramente a Washing‐ton, en septiembre y de nuevo en octubre de 1943, antes de que el Departamento hiciese su petición independiente de embargo, que el Gobierno británico sería contrario a todo cambio de la política económica de España por ser este país una valiosa fuente de suministro de varias materias primas de gran importancia para Inglaterra, como hierro y piritas. Afirmaba Londres que esto no suponía que no se aprovechase cualquier oportunidad para obtener envíos de España en condiciones más favorables y convencer al Gobierno español de que redujera las ventas al Eje; pero era de opinión que tales resultados se obtendrían con mayor facilidad manteniendo la política económica presente que mediante presiones.
Parece ser que no fueron consultados los británicos cuando el Departamento de Estado decidió ejercer presión y exigir imperiosamente a España un embargo del wolfram. Fué bas‐tante tiempo después, el 15 de noviembre, cuando me indicó aquel organismo que "iba a consultar a los ingleses". Fuera lo que fuese, esta consulta no proporcionó resultados favo‐rables. El Embajador británico en Madrid estuvo más de un mes sin tener una sola noticia de que Inglaterra apoyaría nuestra demanda. Unas extensas instrucciones que le llegaron de Londres el 20 de diciembre, aunque trataban de una serie de problemas pendientes, no hacían ni una sola sugerencia sobre iniciación de gestiones respecto al wolfram, sino que, por el contrario, revelaban satisfacción por la situación existente, al señalar que los españo‐les, por deferencia a nuestras demandas y a pesar de la reanudación de los envíos alemanes a España, mantenían sus exportaciones de wolfram a Alemania en un bajo nivel.
II Creo que hubiésemos podido obtener de España el embargo total de todas las exporta‐
ciones de wolfram durante el invierno de 1943‐1944, si Washington hubiera valorado antes todas las dificultades prácticas que entrañaba y establecido un plan comprensivo para su‐perarlas. Pero de hecho, conforme se procedió, los británicos y los portugueses quedaron al margen, mientras que nosotros teníamos poco que ofrecer a España en sustitución de los muy pingües beneficios derivados de la exportación del wolfram. Lo más que podíamos hacer era referirnos a la "opinión pública" americana, enarbolar vagas esperanzas —o te‐mores— para el futuro, o reafirmar sencillamente que queríamos un embargo total e inme‐
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diato. Y todo esto en un momento en que se daban cuenta los españoles de que los ingleses no insistían y de que nosotros procedíamos de distinta forma con Portugal.
Como es lógico, sacaron aquéllos la conclusión de que fanfarroneábamos o de que ten‐íamos alguna finalidad ulterior, bien fuese política o militar. En el primero de los casos, pod‐ían dar largas; en el segundo, esgrimirían a los ingleses contra nosotros; pero, en una u otra suposición, estaban lejos de querer renunciar al pájaro del wolfram, que tenían en la mano, por creer que hubiera volado.
Pienso que nuestra Embajada en Madrid procedió del mejor modo posible en esas cir‐cunstancias. El memorándum escrito que preparamos para el Ministro de Asuntos Exterio‐res, como nos indicó el 10 de noviembre de 1943, era una obra maestra, aunque sea inmo‐destia decirlo, debiéndose, sobre todo, a nuestro Agregado comercial, Mr. Ackerman, quien lo redactó en términos que resultara de interés económico, tanto para España como pava los Estados Unidos, sin dejar de imponer un máximo de exigencias a aquélla contra un mínimo de ofrecimientos por parte nuestra. Se había redactado, al propio tiempo, con el fin de excitar la curiosidad española e inducirles a iniciar negociaciones detalladas.
El 18 de noviembre de 1943 entregué en mano al Conde de Jordana el citado memorán‐dum, y durante las semanas que se sucedieron urgí repetidas veces para obtener una res‐puesta. Además, Mr. Beaulac presionaba sobre eí caso también con el Subsecretario, Pan de Soraluce, y con otros funcionarios del Ministerio, y Mr. Ackerman sostuvo numerosas y lar‐gas conversaciones sobre el particular con el Ministro de Industria y Comercio, Sr. Carceller, con su Subsecretario y con el Oficial de enlace entre este Ministerio y el de Asuntos Exterio‐res, Sr. Iturralde (que babía sido Agregado Comercial de España en Londres). Este último manifestó en 30 de noviembre a Mr. Ackerman que los dos ministros y el de Hacienda esta‐ban enterados del memorándum y le concedían la máxima atención, ya que evidentemente implicaba consideraciones políticas fundamentales. Una de ellas sería, de reflejo, sobre la Hacienda nacional al acceder al embargo pedido, y otra, que afectaba a la neutralidad espa‐ñola. Carceller estaba preocupado por lo primero; Jordana, por lo segundo.
A tales objeciones contestó Ackerman de la forma más persuasiva posible —y Arker‐man era siempre convincente—. Por otra parte, Beaulac y yo hicimos cuanto pudimos por eliminar el que parecía principal obstáculo para el Ministerio de Asuntos Exteriores, negan‐do enérgicamente que ese embargo entrañase una violación de la neutralidad española. Se trataba de un asunto puramente interno y ningún país extranjero tenía derecho a objetar contra él. Si Alemania lo censuraba, podía objetarle España que tampoco en 1940 y 1941 hubo exportación de aceite de oliva a las Naciones Unidas, sino suministro exclusivo a Ale‐mania e Italia, lo cual era una medida de favor más amplia que la que nosotros pedíamos ahora.
El día primero de diciembre me indicó el Ministro de Asuntos Exteriores que no pensa‐ba diferir la respuesta a nuestra petición sobre el wolfram, pero que en vista de sus múlti‐ples facetas y de su relación con problemas técnicos correspondientes a otros varios orga‐nismos gubernamentales, se había visto preciado a pedir el parecer de sus colegas de Gabi‐nete y de sus expertos, cuyos informes debía esperar antes de darme una contestación, "que vivamente deseaba —me dijo— permitiera llegar a una fórmula que ni fuese en menoscabo de la economía española, ni perjudicase las relaciones entre nuestros países".
I I I Entre tanto se progresó algo en otros asuntos. El 18 de noviembre se nos informó que el
Consejo de Ministros, a propuesta del Conde de Jordana, había aprobado nuestra solicitud sobre los derechos de aterrizaje de los aviones comerciales americanos, acordando crear una comisión especial bajo la presidencia del Sr. Gómez Navarro, del Ministerio de Asuntos Exteriores, quien, en unión de los representantes de nuestra Embajada, tomaría las disposi‐ciones necesarias sobre itinerario y aeródromos, número y tipo de aviones, etc. Nombré
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representantes nuestros, al primer Secretario George Haering y al Capitán John Lusk. Se entablaron por fin las negociaciones de detalle, que discurrieron apaciblemente durante un mes o poco más, y que si quedaron luego suspendidas fué por indecisiones en Washington sobre lo que específicamente deseábamos y por la agravación de la crisis del wolfram.
También mejoró el asunto de los barcos italianos. El Ministerio de Asuntos Exteriores acordó dar libertad a todos los buques mercantes, excepción hecha de dos que España de‐seaba conservar en compensación de otros dos españoles que fueron hundidos al principio de la guerra por submarinos italianos. Esto pareció a mi colega británico y al Almirantazgo inglés un justísimo acuerdo y fué aprobado. En el momento oportuno lo hizo también nues‐tro Gobierno. En el plazo de un mes fueron entregados a los aliados seis de los once barcos en cuestión, y el resto hubiera seguido igualmente, a no ser por el retraso en aceptar la re‐tención por España de las dos unidades, y por la creciente pesadilla del wolfram que a todos dominaba.
Los barcos de guerra italianos eran un hueso más duro de roer. Pero no obstante está‐bamos seguros de que contábamos con grandes probabilidades de éxito. E1 9 de diciembre me dió a entender el Ministro de Asuntos Exteriores que sus consejeros estudiaban concien‐zudamente, a la luz del Derecho internacional, el caso planteado en nuestra nota del 12 de octubre sobre liberación de los mismos y posibilidad de encontrar una justificación para no internarlos. Por la misma época, Beaulac supo confidencialmente que el informe de los con‐sejeros, ya casi terminado, nos resultaría favorable; y yo estoy plenamente convencido de que hubiésemos logrado aquel invierno la libertad de los barcos de guerra italianos, a no ser por el mínimo interés que, por alguna extraña razón que no llegué a sondear, puso en ello Sir Samuel Hoare, y a no ser también porque este asunto, como los otros, quedó sepul‐tado bajo el del wolfram.
Sir Samuel concentró todos sus esfuerzos en los barcos mercantes y en los agentes ale‐manes, empuñando, como es natural, las riendas de la gestión sobre el cierre del Consulado de Tánger, ya que la Gran Bretaña era parte —y los Estados Unidos no— en la complicada maraña de Convenios internacionales concernientes a Tánger, y, como tal, estaba mejor si‐tuada, desde el punto de vista del Derecho Internacional, para protestar contra la existencia de un Consulado alemán en esa zona. En todos estos casos secundé, desde luego, sus esfuer‐zos ante el Ministro de Asuntos Exteriores, y tenemos razón sobrada para creer que este organismo no estaba dispuesto a apoyar a los agentes alemanes de Tánger ni de ningún otro sitio.
En realidad, estoy seguro de que no hubiera habido trastornos o dilaciones en la acep‐tación por España de las nuevas "exigencias" formuladas por el Departamento de Estado el 6 de noviembre de 1941, si no se hubiera cruzado la cuestión del wolfram. Todas las demás gestiones se encontraban claramente en vías de éxito, hasta que las "nuevas demandas" fueron presentadas.
Nuestra Embajada se interesaba por entonces particularmente en otro asunto. Quería‐mos nuevos locales para las oficinas de la Cancillería, cuyo personal había aumentado rápi‐damente durante los años precedentes, hasta el punto de no poder tenerla instalada toda en el tercer piso del edificio de la Embajada. Por aquellos días habíamos desbordado incluso los cuatro pisos que teníamos alquilados fuera. El Ministerio de Educación utilizaba, como anexo de la Universidad de Madrid, un cómodo edificio próximo a la Embajada. Se trataba de una hermosa casa construida durante la Monarquía por una Corporación americana —el "International Institute for Girls— y utilizada como escuela‐internado de muchachas espa‐ñolas y pensionadas de los colegios de América. La Junta americana, dirigida por el Dr. Wi‐lliam A. Neilson, lo alquiló al Ministerio de Educación español, pasando después de la guerra civil a estar bajo el control de la Falange21. Apenas llegué a España puse en él mis ojos para la Sección de Prensa de la Embajada, pero fué necesario esperar casi un año para obtener el
21 Véase la «Advertencia al lector español». (Nota del Editor español),
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consentimiento de la Junta Americana. AI llegarnos ya estaba instalada nuestra Sección de Prensa 'en la pequeña, pero más apropiada "Casa de Myne".
Pero entonces, ¿por qué no contar con el edificio del Instituto Internacional para alber‐gar a la desparramada y crecida Cancillería? A mediados del mes de diciembre de 1943, me dirigí al Ministro de Asuntos Exteriores, rogándole sin rodeos que me obtuviera el desalojo del edificio por las universitarias falangistas que lo ocupaban y nos lo entregase. Su res‐puesta fué inesperadamente amable, y hubiéramos entrado probablemente en posesión del inmueble de no interponerse también aquí el wolfram.
Volví a reanudar además mi correspondencia particular con el Conde de Jordana sobre Rusia, consiguiendo de él una expresión más conciliatoria sobre la actitud de España res‐pecto a nuestro aliado oriental. Simultáneamente también el Ministro de Asuntos Exteriores reconocía al Ministro polaco en Madrid y reanudaba el intercambio de notas diplomáticas oficiales con él.
Al par que esto, proseguía metódica y regularmente la evacuación de nuestros aviado‐res y de los refugiados franceses y de otras nacionalidades casi único asunto que no sufrió interrupción ni alteración durante la crisis del wolfram.
Cuando nuestros principales agentes consulares de España se reunieron en Madrid, a fines de 1943, para su conferencia anual, el tono espiritual en la Embajada era de esperan‐zado optimismo. El incidente Laurel parecía haber sido relegado a segundo plano, y España dispuesta a dar los pasos para ultimar los detalles de nuestras solicitudes pendientes. Hasta el mismo problema del wolfram, a pesar del cúmulo de cartas en contra nuestra, podía ob‐tener un arreglo satisfactorio si los. españoles aceptaban rápidamente nuestro memorán‐dum del 18 de noviembre como base de las negociaciones, y Washington nos concedía cier‐to margen para el quid pro quo.
IV No obstante, a mediados de diciembre llegábamos a un punto muerto en el proyectado
embargo de wolfram. Por una parte, el Gobierno español, apoyado por la indiferencia britá‐nica hacia nuestras negociaciones, procuraba dar largas. Por otra, el Departamento de Esta‐do, cediendo ante la Prensa extremista de los Estados Unidos, insistía más que nunca en que lográsemos el embargo de una vez. Empezaron a circular una serie de historias dispa‐ratadas, que contribuyeron a vigorizar una recelosa y hasta maliciosa actitud hacia España. No puedo suponer que el personal del Departamento de Estado se creyera toda esa propa‐ganda, pero fué suficiente para que acosaran con sus quejas a la Embajada y desbaratasen los planes realistas que hubieran conducido al deseado embargo.
Causó especial alboroto, por ejemplo, el llamado "incidente de Valencia". La realidad, según expliqué en un informe al Departamento, fué que dos jóvenes falangistas de diez y nueve y veintidós años edad, procedieron indecorosamente en el Consulado de Valencia a las seis de la tarde del sábado 18 de diciembre, quitando algunas de las fotografías de pro‐paganda y haciendo observaciones desagradables. El lunes, 20 del mismo mes, me entre‐visté personalmente con el Conde de Jordana, quien me dio todo género de disculpas y ga‐rantías de que serían trasladados a Madrid los dos jóvenes, recibirían un castigo y se haría todo lo posible para evitar que tales incidentes se repitieran. Mientras estaba yo en el Minis‐terio de Asuntos Exteriores, dos altos Jefes de la Falange visitaban por mandato del Ministro del Partido la Embajada y daban a Mr. Beaulac iguales excusas y las mismas garantías. El martes, 21 de diciembre, el Gobernador civil de Valencia hizo una visita similar a nuestro Cónsul Mr. Galbraith, y los periódicos publicaron un relato del incidente y la expulsión de ambos jóvenes de la Falange.
El estado de ánimo general en los Estados Unidos, fustigado por la Prensa extremista, no era propicio a una actuación razonable y fructuosa en las difíciles negociaciones que se
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llevaban en Madrid sobre el wolfram. Y cualquier intento de proporcionar a nuestra opinión pública algunos hechos reales verídicos sobre la situación española —como el veterano co‐rresponsal del New York Times, Mr. Harold Deeny, trató de hacer en una serie de artículos durante los meses de diciembre y enero—, era inmediatamente contrarrestado por los ex‐tremistas con virulentos ataques contra el autor al que tildaban de "pacificador" y "fascista" y con un torrente de artículos propagandísticos sobre la "España pro‐Eje". El Gobierno es‐pañol estaba magníficamente enterado de todo esto y, como es natural, lo interpretaba co‐mo reflejo de una consciente finalidad americana de utilizar nuestra petición sobre el wol‐fram para fines ulteriores.
Previendo una crisis inminente, volví a plantear al Departamento todo el problema del wolfram en un telegrama redactado por varios miembros de la Embajada y que remitimos a fines de diciembre; diciendo en síntesis:
"Por las últimas conversaciones con la Embajada Británica, vemos claro que Sir Samuel
Hoare y sus principales colaboradores no son partidarios de embarcarse en ninguna acción enérgica para obtener un embargo del wolfram ni cualquier otra de las medidas solicitadas al Gobierno español. Declaran que están respaldados en esto por Londres. En estos momentos consideran a España como una fuente de aprovisionamiento y como una zona para la guerra económica.
"Es igualmente claro que los españoles tratan de emplear tácticas dilatorias en este asun‐to. Durante los últimos meses mejoraron los alemanes extraordinariamente su situación fi‐nanciera y han estado abasteciendo a España con cantidades crecientes de productos quími‐cos, carbón, maquinaria, equipos militares y otras materias primas. La política del Gobierno español en estos momento consiste en sacar fruto del gran negocio del wolfram entre tanto no se corten las comunicaciones entre España y la zona de ocupación alemana en Francia.
"Si nuestro Gobierno quiere lograr una pronta decisión, debemos estar dispuestos a ofre‐cer al Gobierno español ventajas sustanciales y concretas como compensación. Si fuesen re‐chazadas o se produjera un indebido retraso en la respuesta, habríamos de ejercer entonces presiones económicas que, sin duda, les harían ceder en su posición. Las ventajas se verían mermadas, no obstante, por un aumento del contrabando en las fronteras francesa y portu‐guesa (a no ser que Portugal embargara también sus exportaciones de wolfram).
"En todo caso es preciso que Londres y Washington lleguen a un acuerdo sobre la política y procedimientos a seguir en este asunto de interés común, determinando hasta dónde se está dispuesto a llegar en el ofrecimiento de ventajas compensatorias a lo exigido por el embargo solicitado y en las sanciones que serían aplicadas, caso de que fracasase el ofrecimiento.
"Seguiremos urgiendo al Gobierno español para que conteste a la demanda que le tene‐mos entregada. Entre tanto esperamos que Washington y Londres estudien la posibilidad de aplicación de ciertas sanciones económicas con la aprobación de los jefes de los Estados Ma‐yores combinados." En un telegrama adicional remitido el mismo día añadí que durante mis primeras dis‐
cusiones sobre el embargo del wolfram con el Ministro de Asuntos Exteriores, al igual que en mi memorándum del 18 de noviembre, insinué la posibilidad de suspender los suminis‐tros de petróleo. Haciéndolo, por consiguiente, con cautela, yo no era contrario a esgrimir en norma decisiva nuestra potencia económica en España. No obstante, aconsejé que, caso que‐ esto fuese necesario, debería llevarse a efecto conjuntamente por los Estados Unidos e Inglaterra, procurando incluso incluir a Portugal en el programa del wolfram. Además, si se acordaba aplicar las sanciones a España por el Gobierno británico, el Departamento de Es‐tado y los Jefes de los Estados Mayores combinados, esperaba que se especificaran cuidado‐samente las razones que lo exigían y diese conocimiento anticipado a la Embajada de Ma‐drid para que pudiera desempeñar su labor con eficacia. El informe de una conversación que sostuve con Sir Samuel Hoare el 28 de diciembre pone al descubierto la situación a fi‐nes de 1943. Pregunté al Embajador si nos apoyaría en el caso del wolfram. Contestó que lo
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haría efectivamente, aunque era contrario a las sanciones. Podrían ser utilizadas éstas, a lo más, para obtener amplios beneficios, pero no debían vincularse a un asunto determinado. "Recuerdo demasiado vivamente —me dijo— las funestas consecuencias de las sanciones impuestas a Italia durante la guerra de Etiopía. Considero que la amenaza de emplearlas será más valiosa que las propias sanciones. También creo que ni los Estados Unidos ni la Gran Bretaña impondrán sanciones a Portugal y, si no se obtiene un embargo del wolfram en ese país, será inútil conseguirlo en España". Opinaba que estábamos consiguiendo gran‐des concesiones por parte de España, como la retirada de la División Azul y una gran mejor‐ía en la Prensa. Y según su opinión, era de mayor importancia y urgencia la expulsión de los agentes nazis de los alrededores de Gibraltar, que el embargo del wolfram.
Cerré el informe diciendo que evidentemente la Embajada británica se oponía al em‐pleo de sanciones económicas contra España, por cualquier motivo, en el próximo futuro. Mi opinión, por el contrario, era, según lo había ya indicado, que para obligar a España a conceder alguna de nuestras peticiones podría ser necesario acudir a presiones económi‐cas.
El arma de que disponíamos era el petróleo. Siempre me había parecido un arma de ex‐cesivo calibre para descargarla contra objetivos de menor importancia. Respecto a éstos bastaba con que España supiera que la poseíamos. Pero para el asunto de enorme trascen‐dencia que ahora nos preocupaba estaba dispuesto a emplearla con energía, y así lo indiqué el 22 de diciembre.
Con todo, me hallaba plenamente convencido que tal procedimiento podría ser peligro‐so sin la colaboración de nuestros altos jefes militares, y que no sería factible sin la confor‐midad y apoyo británicos. Convencido de esto, hablé con Sir Samuel Hoare el 28 de diciem‐bre, y mi informe sobre su dudosa y desalentadora reacción, buscó incitar a Washington para que en Londres apretaran las clavijas.
El nuevo año de 1944 comenzó en forma poco satisfactoria. El día 3 de enero sostuve una conversación no muy halagadora con el Conde de Jordana en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Parecía encontrarse molesto y abatido, y sospeché por su actitud y por ciertas observaciones que me hizo, que la propaganda alemana, combinada con los ataques del "P. M." y de otros sectores extremistas de Norteamérica, habían alarmado seriamente al Go‐bierno español e impulsado a varios de sus miembros a que mirasen nuestras peticiones con menos simpatía que las del Embajador alemán.
A mis quejas sobre el inopinado retraso en la contestación a nuestro memorándum so‐bre el wolfram de fecha 18 de noviembre, y a nuestra nota sobre los barcos de guerra italia‐nos del 12 de octubre, replicó el Ministro también con quejas acerca de la "excesiva presión por parte de los Estados Unidos". Cuanto más teníamos —dijo— más queríamos. Y todo llega al límite. España necesitaba conservar en sus manos algunas cartas. Y si había de man‐tenerse en una genuina actitud neutral y al margen de la guerra, tenía que conceder sus productos a ambos bandos y no a uno solamente. El embargo del wolfram supondría una ruptura con Alemania, sencillamente porque no lo toleraría. Y en cuanto a los barcos de guerra, era preciso tener en cuenta consideraciones políticas, ya que en el Derecho interna‐cional no había razones que apoyaran la liberación pedida, no habiendo él querido —concluyó— enviarnos por escrito una decisión contraria a nuestra demanda.
Por otra parte, cuando pregunté al Ministro sobre las emisiones de Radio Roma y Berlín acerca de que España había reconocido a Morreale, el renegado ex cónsul italiano de Mála‐ga, como agente del Gobierno fantoche de Mussolini, me admitió la veracidad de la noticia. Le indiqué en tono de protesta que esto constituía una violación de las garantías que pre‐viamente me había dado, y se excusó débilmente diciendo que España "no reconocería" al Gobierno de Mussolini ni de jure ni de facto, pero era necesario que tuviese "relaciones ofi‐ciosas" con él para proteger los intereses españoles en el Norte de Italia.
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V Toda esta conversación del 3 de enero me resultó muy dolorosa. Evidentemente, Espa‐
ña cedía a la presión germana y nos daba largas a nosotros. Era imprescindible que ejercié‐ramos una fuerte contrapresión y no sólo con palabras. Al día siguiente envié un informe detallado al Departamento de Estado, advirtiéndole que, a mi juicio, había llegado el mo‐mento de obtener la aprobación de nuestras altas autoridades militares y de los británicos para suspender los envíos de petróleo a España. El 8 de enero me contestó el Departamen‐to: "Aprobamos por completo la línea de conducta que adoptó usted con Jordana. Su pro‐puesta fué leída con gran interés y será sometida a un cuidadoso estudio. Se le indicará en breve qué debe hacer sobre el particular."
Mientras esperaba instrucciones del Departamento, sostuve distintas conferencias con el Embajador británico. Seguía lleno de dudas sobre las sanciones económicas e indicaba que, si por fin se decidía su aplicación, no debería ejecutarse hasta que se hubiesen realiza‐do desembarcos coronados por el éxito en Francia y soslayado el peligro de contraataques alemanes sobre España a través de los Pirineos. A esto contesté que, por tratarse de algo de suma utilidad para nuestro esfuerzo bélico, las sanciones debían preceder a cualquier ope‐ración de desembarco, máxime teniendo en cuenta que sus efectos no serían inmediatos y era necesario cortar cuanto antes los suministros de wolfram a Alemania.
No sé exactamente lo que pasó sobre el particular entre Washington y Londres ni entre el Foreing Office y la Embajada inglesa en Madrid. Lo cierto es que al poco tiempo, y en la segunda quincena de Enero, aproximadamente, Sir Samuel Hoare modificó su actitud. A la par que las instrucciones que probablemente recibiera de Londres, le movieron, sin duda, dos serios descubrimientos que hicimos en España por aquellas fechas, y abonaban la nece‐sidad de una aplicación inmediata de las sanciones. Uno de ellos fué la pretendida concesión a Alemania, por el Tesoro español, de un crédito de cuatrocientos veinticinco millones de pesetas, cuya mayor parte, según el Ministro de Industria y Comercio, podría ser dedicada a la compra de wolfram. El otro, un pacto, a punto de ser concluido, por el que los propieta‐rios de la mayor mina de wolfram de España, la de "Santa Comba", se obligarían a vender la totalidad de su producción —alrededor de ciento veinte toneladas mensuales— a los ale‐manes.
Ante semejantes acontecimientos, adoptó Sir Samuel la línea de conducta que yo reco‐mendé a Washington en nota de 1S de enero, haciendo él posiblemente lo mismo con Lon‐dres. En ella requerí una suspensión de envíos de petróleo a España durante el mes de fe‐brero, sin darle publicidad ni explicación previa al Gobierno español. Nuestra idea era que Mr. Smith—nuestro Agregado para el petróleo—comunicase sencillamente al Comisario español,
General Roldan, la "imposibilidad" de que el personal americano de las Caribes abaste‐ciese a los petroleros españoles del cupo fijado para la carga entre los días 11 y 12 de febre‐ro. Hecho esto, si el Ministerio de Asuntos Exteriores nos preguntaba la causa, le haríamos saber lisa y llanamente que el petróleo era un producto precioso para el esfuerzo de guerra aliada. Más tarde notificaría nuevamente Mr. Smith al General Roldan que seguía siendo "imposible" proporcionar a los petroleros españoles los cupos fijados para los días 21 y 22 del mismo mes. Juzgábamos que para entonces estaría el Gobierno español suficientemente agobiado, y el Ministerio de Asuntos Exteriores dispuesto a atender nuestra petición y ace‐lerar las gestiones sucesivas. Tranquilamente se reanudarían luego los suministros de petróleo, como si nada hubiera ocurrido. Ni ultimátum ni publicidad. Una actuación silencio‐sa nos parecía harto más eficaz. Entre tanto la USCC y la UKCC emprenderían la labor de deshacer el pacto de "Santa Comba" y el Embajador británico y yo proseguiríamos nuestra presión sobre el Conde de Jordana.
Pronto aceptó este plan el Departamento de Estado y en el acto lo pusimos nosotros en vigor. El 22 de enero telegrafié a Washington que el General Roldan había sido informado por Mr. Smith aquella mañana que no podía darse autorización para la carga por los petro‐
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leros del cupo correspondiente a los días 11 y 12' de febrero. No dimos ninguna explicación. Roldan no manifestó la menor sorpresa, de lo que dedujo Smith que tal vez hubiera recibido alguna confidencia sobre nuestra decisión.
Como esperábamos, me llamó en el acto el Ministro de Asuntos Exteriores para aclarar los motivos de la suspensión del abastecimiento y manifestarme su gran disgusto. Dijo que la situación económica de España sería muy grave si los cargamentos de los días 21‐22 quedaban igualmente suspendidos. Le informé que no teníamos la menor instrucción res‐pecto a esa posibilidad.
Volví a ver al Conde de Jordana el 27 de enero y le encontré en tono más conciliatorio. Contestando a mis enfáticas protestas contra los recientes pactos sobre el wol‐fram, me confirmó la noticia de que los alemanes habían presionado sobre España para que se liqui‐dasen las antiguas deudas económicas, pero que la información del Ministerio de Industria y Comercio era errónea. El Gobierno español había reconocido simplemente que se debía una cantidad a Alemania, mas estaba aún por determinar cuánto podría ésta gastar en Es‐paña. En el convenio no figuraba ninguna cantidad determinada de wolfram. Sabía él per‐fectamente que las compañías comerciales americano‐británicas seguían comprando wol‐fram y el Gobierno español estaba decidido a que su mayor parte fuera a parar a manos de las Naciones Unidas. Por lo que respecta a la mina de ""Santa Comba", acababa de dar ga‐rantías al Embajador británico de que no se daría paso alguno en favor de los alemanes en tanto no se concluyeran las negociaciones pendientes. Aproveché esta oportunidad para pe‐dir seguridades de que mientras no llegásemos nosotros a un acuerdo satisfactorio para ambas partes no se otorgaría permiso alguno de exportación de wolfram para Alemania.
Añadió el Ministro que haría cuanto estuviese de su mano para satisfacerme en esto y proporcionarme sin tardanza contestación detallada a mi memorándum del 18 de noviem‐bre. Debía recordarme de nuevo—añadió—que en España, como sin duda en otros países también, había importantes intereses privados que se opondrían a cualquier arreglo perju‐dicial para el desenvolvimiento de sus negocios. A esto le contesté que España había llegado a un punto en que los intereses nacionales debían ser antepuestos a cualquier interés pri‐vado, y que, aunque no simpatizaba con la filosofía utilitaria, juzgaba muy exacto el dicho de Jeremías Bentham de "el bien mayor para el mayor número".
Al día siguiente, 28 de enero, recibimos la autorización del Departamento para notificar a las autoridades competentes españolas que quedaban suspendidos los envíos de petróleo correspondientes a los días 21‐22 de febrero. Fué inmediatamente comunicado al General Roldan por míster Smith. Nuestro plan entraba en su segunda fase.
Pero en ese momento surgió una complicación y fué la publicidad, que tanto deseába‐mos evitar lo mismo el Embajador británico que yo. La BBC desencadenó y mantuvo duran‐te dos semanas una serie de emisiones contra el régimen del General Franco, asegurando que los aliados habían cortado los suministros de petróleo a España por su inclinación al Eje y por no atender nuestras "exigencias". Sir Samuel estaba profundamente contristado, si bien se consoló un poco al recibir de Londres la indicación de que las noticias radiadas por la BBC tenían su origen en Washington. De todas formas, la Prensa de ambos países se aprovechó vehementemente de las "revelaciones" de la BBC, y asaeteó a nuestros Gobiernos respectivos con una serie de preguntas que originaron inmediatas declaraciones de sir Ant‐hony Edén en Inglaterra y de Mr. Cordell Hull en América. Ambos tuvieron que reconocer sin veladuras que, efectivamente, los aliados habían suspendido el suministro de petróleo a España por causa del mal resultado de las gestiones sobre el embargo del wolfram, el pro‐blema de los barcos italianos y el de los agentes alemanes. Esto fué, desde luego, la señal para que la Prensa extremista se lanzase a desenfrenados ataques contra el General Franco, exigiendo furiosamente la ruptura de relaciones diplomáticas con su Gobierno y hasta una intervención armada en España.
Tanto la Embajada británica como la americana de Madrid se dieron cuenta muy pronto de que esa publicidad, volcada sobre España a través de la radio, acarrearía obstáculos más bien que ayuda en la consecución de nuestros objetivos. Lo único que con ella conseguiría‐
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mos sería predisponer al Gobierno contra nuestras exigencias y robustecer la obstinación española contra las "presiones extranjeras". Tanto Sir Samuel como yo sugerimos a nues‐tros respectivos Gobiernos que no otorgasen protección a la campaña y prohibiesen que las agencias oficiales participasen en ella. Debo decir que, a este respecto, mi colega británico fué menos afortunado que yo. Mientras que la Oficina de Información de Guerra impuso un inmediato silencio a las emisiones de onda corta de América para España, la BBC continuó ruidosa y vehemente, para fastidio y dolor de Sir Samuel.
Cuando volví a ver al Ministro de Asuntos Exteriores—la tarde del 29 de enero—su sorpresa y disgusto por la suspensión de los suministros de petróleo eran cosa de poca monta comparada con el enfado por dicha publicidad. "Su pueblo—me dijo—no comprende la mentalidad española. Los ataques desde el Extranjero sólo despiertan resentimientos y obstinación, sirviendo en el caso presente de ayuda a los alemanes y de motivo para descar‐tar un acuerdo con los aliados, pues España no puede ni quiere ceder nunca ante públicas amenazas." ¿Apelaría yo a mi Gobierno sobre este asunto de la publicidad? En verdad lo hice, pudiendo informar al Conde de Jordana, el 3 de febrero, que Washington la desapro‐baba sinceramente y quería tratar con España por los conductos diplomáticos normales y no a través de la radio.
El 3 de febrero propuso el Ministro de Asuntos Exteriores un plan para el estudio y re‐solución de los asuntos pendientes: plan que, con ciertas variaciones, notifiqué yo al día siguiente al Departamento de Estado. El Ministro de Asuntos Exteriores daría su conformi‐dad por anticipado: 1) A una pronta liberación de los barcos de guerra italianos. 2) A igual medida para todos los barcos mercantes italianos, exceptuando dos que el Gobierno espa‐ñol retendría en la forma que fuese acordada. 3) A una suspensión, hasta el término de las negociaciones sobre el embargo del wolfram, de todos los permisos de exportación para Alemania durante un mes por lo menos. 4) A la supresión del Consulado de Tánger y expul‐sión de los agentes alemanes de espionaje y sabotaje de esa ciudad y del Marruecos español, prohibición de estas mismas actividades por parte de los nazis en el territorio peninsular hispano, y expulsión de los agentes encargados de esas misiones. 5) A la retirada de Alema‐nia, o del territorio de ocupación alemana, del remanente de los soldados españoles de la División Azul. Una vez dada garantía por el Ministro de Asuntos Exteriores de que estos acuerdos serían aprobados y llevados a la práctica, el Secretario de Estado americano haría una declaración, posiblemente en respuesta a preguntas en una conferencia de Prensa. Y luego se reanudarían nuestros envíos de petróleo a España.
Añadí a esto que me veía precisado a poner en claro al Ministro que tales exportaciones podrían verse suspendidas de nuevo si no se cumplían al pie de la letra los compromisos, o si no se llegaba a un acuerdo satisfactorio en el problema del wolfram, debiendo considerar que si esa nueva suspensión se producía, la situación resultante tendría aún caracteres de mayor gravedad.
La Embajada británica aprobó la totalidad del plan citado, y yo, por mi parte, requerí de Washington un urgente examen. Su aprobación inmediata entrañaría la consecución de los fines que tanto el Embajador británico como yo perseguimos al solicitar el día 18 de enero la suspensión de los envíos de petróleo correspondientes a febrero. Estábamos consiguien‐do una solución favorable de todos los asuntos pendientes, excepto el del wolfram, y tam‐bién respecto a éste, España sabía perfectamente que la carta decisiva estaba en nuestra mano.
El 5 de febrero sugirió el Ministerio de Asuntos Exteriores, como base para las negocia‐ciones sobre dicho mineral, la reducción de exportaciones del mismo en 1944 a unas sete‐cientas veinte toneladas, incluidas las trescientas que salieron para Alemania en el mes de enero. La cantidad total sería distribuida en semestres o trimestres, por lo que, contando las trescientas toneladas entregadas el primer semestre, sólo sesenta toneladas saldrían para Alemania hasta el primero de julio, y desde esa fecha en adelante únicamente sesenta tone‐ladas mensuales. La Embajada británica, a la que también fué hecha la sugerencia, opinó
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que suponía una "draconiana limitación", que podíamos aceptar perfectamente. Así lo co‐muniqué en el acto a Washington.
VI Me llegó la contestación el 9 de febrero, leyéndose en ella que el plan de Jordana era
"inaceptable" y que Washington insistía en un "embargo inmediato y total". Y como en re‐fuerzo de la decisión del Departamento de Estado, recibí dos días después instrucciones para que pusiese en conocimiento del Ministro de Asuntos Exteriores y del Embajador británico que los Estados Unidos no reanudarían los envíos de petróleo hasta que se llegase a un embargo efectivo y permanente del wolfram, aunque, en consideración a los ingleses, se podría acceder a un compromiso sobre los barcos de guerra italianos.
La suspensión del suministro de petróleo, propuesta originariamente por nosotros para el plazo de un mes, debía prolongarse indefinidamente, tanto como lo fuese la crisis del wol‐fram. Inmediatamente hizo España más severas las ya duras restricciones de la gasolina, para que su exigua reserva le durase el mayor tiempo posible. Los "turismos" y las motoci‐cletas desaparecieron de la circulación, excepto los que funcionaban con gasógenos. Se re‐dujo un cincuenta por ciento el número de taxis y camiones. La mayor parte de los autobu‐ses fueron eliminados, al igual que las embarcaciones de pesca y los tractores agrícolas. Los cupos para los trabajos públicos quedaron reducidos a la tercera parte.
Las Misiones extranjeras en España y los altos funcionarios del Gobierno español conti‐nuaban haciendo uso de los automóviles, sin que apenas sufriesen las consecuencias. Tanto los británicos como nosotros recogíamos la gasolina en Portugal o en Gibraltar; los alema‐nes compartieron cor‐tesmente con los amigos del Eje los sobrantes de la que traían direc‐tamente desde Alemania. Donde más fuertemente apretaba el zapato era entre el pueblo trabajador español —agricultores, conductores de camiones y taxis, etcétera.— Con fre‐cuencia tenía que preguntarme si las personas que tanto presumían en América de "amigos del mundo obrero" y que gritaban estentóreamente para que nos pusiéramos "duros con España", habrían pensado alguna vez en los efectos que tendrían sobre la clase obrera es‐pañola aquellos actos que reclamaban.
Como consecuencia de la repulsa por Washington, el 9 de febrero, del "plan Jordana", y de su insistencia sobre el embargo total del wolfram, mantuve una tirante conversación con Sir Samuel Hoare, de cuyos resultados di cuenta en la forma siguiente: "Me informa Hoare que el Gobierno británico discrepa sobremanera de nosotros en la cuestión del embargo. Sostiene que, de acuerdo con las instrucciones de su Gobierno, no puede ejercer sobre el Ministro de Asuntos Exteriores ninguna presión sobre el "embargo", sino que Inglaterra, eventualmente, estará dispuesta a aceptar una "limitación drástica". Juzgo realmente fun‐damental, y esto por motivos evidentes e imperiosos, que nuestros dos Gobiernos, que jun‐tos se embarcaron en las gestiones actuales, permanezcan unidos basta que se consiga una solución satisfactoria. Por lo tanto, solicito que se actúe urgentemente a fin de que tanto Sir Samuel como yo recibamos las mismas instrucciones. Creo un deber repetir que estas nego‐ciaciones son difíciles y delicadas y es contraproducente que la actitud de los dos Gobiernos aliados sea tan dispar que haga sospechar que no actuamos unidos y en plena conformidad con los Jefes de los Estados Mayores Combinados."
Cuando el 15 de febrero fui a ver al Ministro de Asuntos Exteriores para notificarle nuestra repulsa a sus proposiciones y nuestra insistencia sobre un embargo total del wol‐fram, me tuvo en grata conversación durante dos horas y media exactamente y me rogó que volviera por la tarde para otras dos horas de charla. Largamente discutimos el problema del wolfram, hasta que indicó finalmente el Conde de Jordana que ya no era necesario repesar los pros y los contras, pues habían quedado totalmente apurados. Sentía enormemente —me dijo— verse obligado a tener que volver al Consejo de Ministros llevando algo que vir‐
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tualmente era un ultimátum por nuestra parte, y me adelantaba su pesimismo sobre el des‐enlace. Una de sus observaciones a lo largo de la conversación,‐ sirvió para confirmar mis temores sobre los efectos de la división de pareceres entre nosotros y los británicos. "El Embajador inglés y su Agregado Comercial (Ellis‐Rees)", afirmó el Ministro, "han declarado repetidas veces que el asunto del wolfram no es una cuestión cerrada y que el objetivo alia‐do se cifra en conseguir una "limitación" en las exportaciones a Alemania y no un embargo total."
Una semana más tarde —21‐23 de febrero— Jordana hizo, por iniciativa propia, una nueva proposición de "limitación drástica" en las exportaciones de wolfram para el año 1944, reduciéndolas al diez por ciento de las exportaciones del año anterior. Según las ci‐fras del Ministro, las exportaciones de 1943 habían alcanzado la cifra de tres mil cien tone‐ladas. El diez por ciento de esta cantidad eran únicamente trescientas diez y como ya habían sido exportadas trescientas en enero de 1944, sólo restaban diez toneladas para exportar en lo que quedaba de año. Tanto a mí como a Sir Samuel nos pareció que había aquí las ba‐ses para un acuerdo. Quería salvar España las apariencias mediante lo que se llamaba una "limitación drástica", pero lo que nosotros conseguíamos era un embargo total.
El día 28 de febrero, el Conde de Jordana confirmó la propuesta del diez por ciento, ex‐plicando, sin embargo, que las cifras de las exportaciones del año 1943 habían sido facilita‐das por el Ministro de Industria y Comercio, Sr. Carceller, y era probable que quedasen algo bajas. No obstante, cualquiera que fuese el exceso, podría ser distribuido entre todo el año, y como ya no era cosa de hablar de las trescientas toneladas enviadas a Alemania en enero, no quedaría nada más para exportar hasta el primero de julio. Podría llegarse andando el tiempo a un acuerdo para el segundo semestre de 1944, teniendo siempre por base el diez por ciento en cuanto se conocieran las cifras exactas para 1943.
El Departamento de Estado me había telegrafiado que, "debido a las recomendaciones británicas", cejaba en su empeño de un embargo permanente e insistía sobre otro de seis meses, pero a contar desde "la fecha del definitivo acuerdo con España". Me vi, por ende, precisado a comunicar a Jordana que no podíamos aceptar su última proposición de un em‐bargo hasta el día primero de julio, sino que debería extenderse seis meses más a partir de la fecha, o sea hasta el primero de septiembre por lo menos.
Contestó Jordana que no estaba autorizado para conceder esto, sino que tendría que consultar de nuevo al Gobierno —papeleta nada fácil— según me indicó.
Su prevención era justificada. No conozco exactamente lo ocurrido en aquella reunión ministerial, pero, según las versiones que circularon, no apoyó Carceller a Jordana y todos le atacaron por haber sido demasiado condescendiente. En este preciso momento, además, realizó el Ministro portugués de Hacienda una visita a España, según se dijo para asuntos particulares, pero extraño sería que no se hubiera entrevistado con su colega español e in‐dicado que Portugal se negaba al embargo. Entre tanto, la Prensa y la radio intervenidas por los soviets, se dedicaban a propalar una serie de virulentas mentiras sobre España, re‐petidas sumisamente por el "PM", nada de lo cual podía prestarnos apoyo en la reunión del Gabinete.
El 7 de marzo de 1944 se vió obligado el Conde de Jordana a informarme de su derrota en el Consejo de Ministros, que había acordado rechazar la propuesta de un embargo hasta el mes de septiembre y retirado, incluso, su autorización para ofrecer la fórmula del diez por ciento. Come se deseaba, no obstante, un acuerdo, se había creado una comisión espe‐cial interministerial de técnicos, dirigida por el Subsecretario, de Asuntos Exteriores, señor Pan de Soraluce, y con la participación de representantes del Ministerio de Industria y Co‐mercio.
Pronto supimos que existían roces entre Jordana y Carceller. Expresó éste su desilusión por la falta de sentido comercial de su colega, dando la impresión de que deseaba eliminarlo del Gobierno. Carceller nos hizo insinuaciones claras, lo mismo a los británicos que a noso‐tros de que tenía "hilo directo" con el General Franco y que, por lo tanto, debíamos arreglar estos asuntos con él mejor que con el Ministro de Asuntos Exteriores. Nos indicó que como
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Ministro de Industria y Comercio había prometido anteriormente a los alemanes conceder‐les permiso de exportación para doscientas nueve toneladas de wolfram, además de las trescientas que habían obtenido en el mes de enero. Si accedíamos a que esas 209 toneladas fuesen exportadas antes de septiembre, podía garantizarnos él un embargo sobre todo el resto.
Por su parte, el Ministro de Asuntos Exteriores nos presentó otra proposición el 11 de marzo. Constituía, dijo, "la última y máxima concesión". España debería limitar sus exporta‐ciones de wolfram a seiscientas toneladas anuales: trescientas habían salido ya para Ale‐mania en enero; no se exportaría más, por consiguiente, hasta el mes de junio, en que se le enviarían sesenta, y desde julio hasta diciembre se le entregarían doscientas cuarenta tone‐ladas mensuales.
Por estos días comenzó la comisión especial de expertos, dirigida por Pan de Soraluce, a celebrar reuniones a las que asistían Ackerman, de nuestra Embajada, y Ellis‐Rees, de la británica, pero rechazando ésta también el embargo total y ciñéndose a barajar ligeras va‐riantes de las "limitaciones" propuestas por Jordana y Carceller.
V I I En la última quincena del mes de marzo la situación era, desde luego, bastante compli‐
cada. Los españoles a pesar de la enorme carestía progresiva de gasolina, estaban ín‐timamente unidos en la oposición a nuestros deseos de un embargo permanente o a largo plazo del wolfram, aunque estuvieran en desacuerdo sobre la amplitud de las limitaciones que deberían conceder. Mientras el Departamento de Estado y nuestra Embajada seguían insistiendo en un embargo, los británicos nos dieron a entender claramente (y más o menos a los españoles) que estaban deseando llegar a un acuerdo sobre la base de una mera limi‐tación en el sentido de la propuesta de Caroeller.
Habíamos llegado en la crisis del wolfram al punto álgido, en que la decisión dependía del acuerdo entre Londres y Washington. Si prevalecía el parecer de éste sobre el de Lon‐dres, tendríamos grandes probabilidades de mantener en suspenso los envíos de petróleo hasta que España se viese precisada a conceder un embargo total del wolfram. Por el con‐trario, si Londres prevalecía sobre Washington, nos veríamos obligados a una retirada y a la aceptación de un compromiso en la forma que se pudiera.
El Embajador británico me urgió el 21 de marzo para que llegásemos a un acuerdo. Al mismo tiempo, el Foreing Office indicaba al Departamento de Estado su complacencia en conceder a España el permiso para exportar a Alemania cien toneladas de wolfram durante los meses próximos y, posteriormente, otras doscientas nueve. Justificaron los británicos tal compromiso por su constante y perentoria necesidad de potasa y hierro, que les serían ne‐gados si la crisis continuaba. Además, carecía Inglaterra de pesetas para continuar indefini‐damente las compras previstas de wolfram, y juzgaba que un acuerdo logrado amis‐tosamente, y no a la fuerza, sería la mejor garantía contra los futuros contrabandos de wol‐fram.
Como réplica a estas prisas de Londres, realizó el Departamento una retirada de escasa importancia. El día 24 de marzo me dió instrucciones para que tratara de conseguir un em‐bargo hasta el día 1 de agosto, en vez del primero de septiembre. Al día siguiente su retira‐da fué aún más marcada. Podía aceptar un embargo hasta el primero de julio y una exporta‐ción de doscientas nueve toneladas para los meses posteriores.
El 30 de marzo me dijo Sir Samuel que Londres no estaba satisfecho con las concesio‐nes hechas por Washington. Era preciso otorgar más, y Mr. Churchill realizaba gestiones personales ante el Presidente Roosevelt para que no insistiéramos en lo del embargo basta el primero de julio, sino que accediéramos a que España exportase doscientas nueve tone‐ladas de wolfram, a razón de cincuenta mensuales. Añadió Sir Samuel que su opinión per‐sonal era que no debíamos oponernos a una anterior proposición de la Comisión española
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de exportar cuatrocientas cincuenta toneladas, además de las trescientas entregadas ya en el mes de enero.
Unos días más tarde me notificó él Departamento que, "debido a gestiones del Primer Ministro británico Con el Presidente", se había llegado a un acuerdo entre Washington y Londres según el cual deberíamos seguir insistiendo sobre el embargo hasta el primero de julio, si bien autorizaríamos que España exportase cincuenta toneladas mensuales a Alema‐nia durante el segundo semestre. Pero este aparente "acuerdo" no lo fué en realidad. Las instrucciones recibidas de Londres por Sir Samuel sobre este mismo asunto contenían un extremo que no figuraba en las mías, y era que los británicos se reservaban el derecho de apremiar a Washington, si llegaba a ser necesario, para que aceptase envíos "simbólicos" antes del primero de julio. El 7 de abril telegrafié al Departamento lo siguiente: "Está muy claro que aún no se ha llegado a un acuerdo completo entre Washington y Londres, y hasta que esto se consiga no puedo esperar un apoyo completo de Hoare para el futuro como tampoco lo tuve en el pasado."
El día siguiente me presentó otra proposición el Conde de Jordana, que en ciertos as‐pectos quedaba dentro del margen que me había sido autorizado por el Departamento. Consistía en limitar las exportaciones después de julio a cuarenta toneladas mensuales en lugar de cincuenta —un total de 240 en vez de 300. La gota de aceite para el engranaje es‐taba en que accediéramos a un envío "simbólico" de sesenta toneladas antes del primero de julio: quince en abril, veinte en mayo y veinticinco en junio. En el curso de la discusión ad‐mitió la posibilidad de reducir las sesenta por cuarenta y cinco, suprimiendo el envío del mes de abril. Tres días después me informó que tenía en su poder la autorización del Go‐bierno a su propuesta. Era extraordinariamente más favorable que la recomendada por los británicos y, por lo tanto, me apresuré a informar sobre ella a Washington.
El Departamento de Estado no se declaró satisfecho. Mr. Cordell Hull realizó una ges‐tión personal ante el Embajador británico en Washington, Lord Halifax, para que Inglaterra se uniera firmemente a nosotros a fin de lograr un embargo hasta el primero de julio. Re‐chazó Londres esta idea y apoyó la propuesta de Jordana de que se exportasen sesenta to‐neladas antes del primero de julio y otras doscientas cuarenta posteriormente. Así las cosas, el 17 de abril, Mr. Hull, muy irritado y —cosa rara en él— complaciente con la "opinión pública", dijo a Lord Halifax que los británicos podían intentar por separado un acuerdo con los españoles, pero tomando entonces a su cargo el abastecerles de petróleo. Debo hacer constar que la Embajada quedó profundamente impresionada por la noticia. Míster Hull no había seguramente pensado en las implicaciones y consecuencias de la decisión que anun‐ciaba.
El 22 de abril realizó Churchill un nuevo llamamiento al Presidente Roosevelt, pero el Departamento se mantuvo firme en su idea del embargo hasta el primero de julio. El día 24 protesté enérgicamente ante el Conde de Jordana contra la amenaza de levantar el embargo que se mantenía virtualmente desde el mes de enero, y obtuve de él la promesa de que vol‐vería a presentar de nuevo al Consejo de Ministros nuestra petición de un embargo hasta el primero de julio y sobre la posterior limitación de las exportaciones a cincuenta toneladas mensuales.
Al día siguiente, 2 de abril, realizó Churchill otra gestión ante el Presidente Roosevelt, sugiriendo que si los Estados Unidos no marchaban al lado de la Gran Bretaña, concluiría ésta un acuerdo por separado con España, proporcionándole el petróleo, lo que revelaría al mundo la división existente entre los aliados de habla inglesa. El resultado de esto fué la capitulación del Departamento de Estado.
Durante los días 26 y 27 tuve dos reveladoras conferencias con mi colega británico, cu‐ya importancia destacará mejor con las siguientes citas, tomadas del memorándum que so‐bre ellas redacté el 27 de marzo.
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"Dije a Sir Samuel ayer que pensaba que todavía teníamos una probabilidad de convencer al Gobierno español y conseguir un rápido acuerdo sobre las bases de la proposición que pre‐senté a Jordana el día 24, quien me prometió someterla a la reunión del Consejo de Ministros e informarme, apenas le fuese posible, sobre su resultado. También le indiqué que, en el caso de una respuesta desfavorable, solicitaría del Conde de Jordana que me consiguiera una au‐diencia con el General Franco. Estaba convencido de que podríamos mantener el embargo existente y conseguir prolongarlo hasta mayo.
"Me contestó Sir Samuel que ya había llovido mucho desde mi conversación con Jordana el día 24. Había recibido el día siguiente una serie de telegramas de Washington y Londres comunicando que nuestros dos Gobiernos habían llegado por fin a un acuerdo para aceptar la propuesta de Jordana del 8 de abril. En contestación a mi pregunta de si tenía instrucciones concretas sobre el particular, contestó afirmativamente. Me las expuso del modo siguiente:
"Debíamos conseguir un acuerdo para que fueran exportadas cuarenta toneladas de wol‐fram a Alemania entre la fecha actual y el 30 de junio. Si los españoles se negaban a acceder, podíamos aumentar la autorización de exportaciones hasta sesenta toneladas hasta el 30 de junio, a partir del cual podrían exportarse cuarenta toneladas mensuales.
'"Comuniqué a Sir Samuel que me estaban llegando instrucciones en aquel preciso instan‐te, aunque aún no habían sido descifradas. Me dijo que creía conveniente que obtuviese una entrevista inmediata con el Ministro de Asuntos Exteriores y le informase del acuerdo logrado entre los Gobiernos británico y americano. A esto le contesté que me parecía preferible espe‐rar que él me llamase y cerciorarme antes si había conseguido o no la autorización del Go‐bierno español para firmar un acuerdo en los términos que le propuse el día 24. De todas for‐mas, yo no estaba en condiciones de solicitar una entrevista con el Conde de Jordana hasta que estuviese totalmente enterado de las últimas instrucciones."
"Momentos antes de despedirme del Embajador británico, me transmitió Beaulac un mensaje telefónico que acababa de recibir de Mr. James Dunn desde Washington. Lo puse en conocimiento de Hoare, diciéndole que reforzaba mi convicción de que, en tanto no hubiese plena claridad sobre el asunto, ninguno de nosotros debía entrevistarse con el Ministro de Asuntos Exteriores. Hoare se mostró de acuerdo y se despidió diciéndome que se marchaba a casa para cumplir con ciertos compromisos contraídos. Eran las siete y cuarto de la tarde cuando nos separamos.
"Volví a ver a Hoare esta mañana. Me dijo, prosiguiendo en el tema de nuestra conversa‐ción de la tarde precedente, que le había llamado Jordana, y al llegar al Ministerio de Asuntos Exteriores para entrevistarse con él, le había encontrado desasosegado por la perspectiva de tener que enfrentarse con el Consejo de Ministros en una reunión aplazada desde la mañana. Deseaba Jordana contar con algunas probabilidades de que se llegaría muy pronto a un acuer‐do en la cuestión del wolfram. Hoare, le había comunicado entonces que no tenía ninguna co‐municación que darle, pero que esperaba que el Consejo de Ministros no daría pasos que pu‐siesen en peligro la conclusión del acuerdo. Le aconsejó hablase con Franco antes de la reu‐nión, indicándole la conveniencia de evitar discusiones sobre el particular durante el Consejo y que aplazase una semana cualquier decisión. Añadió Hoare a Jordana que creía que lo mis‐mo Washington que Londres estaban dispuestas a llegar, con la cooperación del Gobierno es‐pañol, a un acuerdo en breves días. No sería esto difícil, pues eran realmente mínimas las dife‐rencias existentes entre España y los Aliados. Añadió el Embajador británico que después de esto parecía el Ministro más animado y mejor dispuesto para acudir al Consejo." El Conde de Jordana se había "animado", sin duda, con esta hazaña de Sir Samuel Hoare.
Pero yo no lo estaba. Efectivamente, Sir Samuel había alejado toda posibilidad de que el Consejo de Ministros o el General Franco se ablandasen ante las renovadas peticiones ame‐ricanas sobre un embargo del wolfram hasta el primero de julio. La única materia sujeta aún a discusión era si España rebajaría sus exportaciones anteriores a esa fecha, a sesenta o a cuarenta toneladas.
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Vi al Conde de Jordana el 28 de abril por la tarde y le dije que estaba autorizado por mi Gobierno para llegar a un acuerdo con él si España limitaba sus exportaciones de wolfram a veinte toneladas para el mes de mayo y una cantidad similar para junio, y a cuarenta las de los meses siguientes. Procuró él mantenerse en las sesenta o, por lo menos en las cuarenta y cinco toneladas hasta julio, pero ante mi insistencia de que el límite absoluto eran las cua‐renta, me ofreció finalmente que pediría autorización para llegar a un acuerdo basado en esa cantidad.
Y a la mañana siguiente me comunicaba el Ministro que había conseguido ya los pode‐res necesarios. En consecuencia, procedimos a trazar los términos para un acuerdo general, que luego fueron confirmados en cartas cruzadas entre él y yo de una parte y entre el Conde de Jordana y el Embajador británico de otra. Por fin, después de tanto tiempo, la crisis del wolfram había concluido.
V I I I El acuerdo que la ponía punto final, a últimos de abril de 1944 suponía no sólo una limi‐
tación de los envíos de wolfram a Alemania y países "ocupados por ella" y la reanudación del suministro de petróleo a España, sino también la libertad de todos los barcos mercantes italianos, excepción hecha de dos. El asunto de los de guerra quedaba relegado a futuras negociaciones. También se otorgaba el cierre del Consulado alemán de Tánger y la expul‐sión de los agentes tudescos dedicados al sabotaje y al espionaje.
Dos cuestiones quedaban por arreglar entre nosotros y los británicos. Una de ellas se refería a la publicidad que debía darse al acuerdo y la otra al abastecimiento de petróleo. Sobre esto último informé al Departamento, el 27 de abril, que Hoare alegremente sostenía que al reanudarse los envíos se harían de fuentes inglesas y bajo el control británico, mien‐tras yo, por mi parte, afirmaba que eso correría de nuestra cuenta en el futuro al igual que lo había sido en el pasado y que así se lo había hecho saber. Si pasaba el control del petróleo de nuestras manos a las inglesas, desaparecería todo móvil para que los británicos coopera‐sen con nosotros y perderíamos la influencia y prestigio fundamentales no sólo ante el Go‐bierno, sino ante el pueblo de España.
Hasta este momento el Departamento de Estado había tenido tiempo de reflexionar so‐bre la bastante impulsiva sugerencia de Mr. Hull a Lord Halifax de que se hiciesen cargo los ingleses de los suministros de petróleo, lo cual, después de todo, había sido ligado al su‐puesto de que Inglaterra llegase independientemente a un acuerdo con España. Ahora que nos habíamos unido —y aun dejado llevar— con Inglaterra en la conclusión del acuerdo, no existía razón alguna para que le entregáramos el control petrolífero, sino que todas estaban con nosotros para conservarlo. El 5 de mayo me telegrafió el Departamento que, de acuerdo con la Embajada británica en Washington se había comunicado por cable a la Embajada británica en Madrid que quedaba restaurado el anterior statu quo del petróleo. No obstante llegó de Inglaterra a Madrid un Agregado del Petróleo propio, y nos costó un mes de presio‐nes ante Sir Samuel Hoare y el Foreing Office para que sometiese su autoridad a la de Mr. Smith, restableciendo así la dirección genuinamente americana en este campo.
El asunto sobre la publicidad del acuerdo se resolvió más rápidamente, si bien desde el punto de vista de nuestra Embajada, menos satisfactoriamente. La víspera de su firma rogó el Conde de Jordana que los Gobiernos español, británico y americano colaboraran para preparar y publicar simultáneamente un escueto comunicado oficial en el que se subraya‐sen los términos del convenio y se expresara su aceptación y estima. Los británicos admitie‐ron el procedimiento, pero Mr. Hull me notificó el 28 de abril que "debido a la situación aquí" se vería obligado a enviar a la Prensa una declaración recalcando que habíamos llega‐do a ese acuerdo a petición del Gobierno británico, cuya situación de suministros en España difería mucho die la nuestra.
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Los que estábamos en Madrid juzgamos esto un gran error por las razones que expuse en una comunicación personal al Secretario el 29 de abril:
"No veo la necesidad de considerar esta victoria diplomática como una derrota ni de con‐
ceder todo el mérito a los británicos, ya que estos acontecimientos han sido logrados merced al esfuerzo e iniciativa de los americanos. Aunque hubiéramos podido, sin duda, conseguir mucho más con un apoyo total inglés, eso no quita que lo conseguido sea espléndido. Habien‐do logrado un embargo total durante tres meses, quedan de hecho limitadas las exportaciones de wolfram a Alemania durante los últimos once meses de 1944 a doscientas ochenta tonela‐das, que han de ser entregadas tan espaciadamente, que podemos estar seguros de que la ma‐yoría de ellas no llegarán nunca a exportarse.
"Estoy enterado de que en algunos de los sectores de la opinión pública americana reina una gran animosidad contra España. Pero si he de juzgar por mi impresión personal sobre los periódicos de ahí, estoy convencido de que ese sentimiento de hostilidad ha sido fomentado por medio de una sistemática propaganda de ciertas gentes o grupos más empeñados en lle‐var adelante sus intereses e ideologías que en apoyar nuestro esfuerzo de guerra y que inclu‐so en méritos de la propulsión de esa ideología y esos intereses, no dudan en comprometer nuestros esfuerzos.
"Me parece que nuestro Gobierno ha perdido las ocasiones que se le han presentado de mostrar el reverso del cuadro español, para que nuestro pueblo pudiera juzgar con exactitud, a la luz de los hechos reales, las bases tan ventajosas, desde el punto de vista de nuestro país, en que descansan nuestras relaciones con España.
"Recomiendo seriamente que se presente públicamente ahí este acuerdo con España so‐bre el wolfram y otros puntos, como un destacado acontecimiento logrado por los Estados Unidos, como de hecho lo es, reservándose el Departamento de Estado para él una parte del mérito en su consecución." Mr. Cordell Hull rechazó amablemente nuestra sugerencia. "Aprecio la sinceridad y el
fin de sus comentarios", me telegrafió el 1 de mayo, "y en ningún caso quiero menospreciar los resultados que usted obtuvo. Pero una transación don España no sería ahora popular, ni la salvaría de la crítica el hecho de sernos favorable. Sin disminuir la importancia de lo ob‐tenido por usted, creo que debo informar a nuestro pueblo de que, debido a la insistencia de los ingleses, llegamos a un acuerdo sobre bases inferiores a nuestros deseos". De esa forma actuó el Secretario, creo que para gozo de mi colega británico de Madrid, pero también, en cambio, para temporal embarazo de nuestras relaciones con España.
La Oficina de Información de Guerra, perdiéndose por el camino de las profecías, lanzó inmediatamente instrucciones a sus "avanzadillas" en los países neutrales bombardeando los hechos de nuestro acuerdo con España, con la expresión del descontento del pueblo americano con respecto a él y la desfavorable reacción de la Prensa de los Estados Unidos. Esta curiosa instrucción dio origen a una inmediata protesta de nuestro Embajador en Tur‐quía, Mr. Steinhardt. "Todo este empeño de la Oficina de Información de Guerra en demos‐trar el descontento americano por la actitud de España traerá consigo, sin género de duda, un motivo para que piensen los turcos que, habiendo suspendido sus envíos de cromo a Alemania, no necesitan darse prisa en hacer concesiones para reducir sustancialmente sus exportaciones de otros materiales estratégicos".
La reacción de la Prensa americana no siguió con puntualidad la profecía de la Oficina de Información de Guerra. Es cierto que lo mismo el PM, que Walter Winchell y la radio de Moscú arremetieron contra el convenio, pero cualquier acuerdo realizado con el Gobierno español hubiera sido objeto de sus ataques. Por otra parte, también se publicó una sorpren‐dente cantidad de comentarios favorables em algunos periódicos de importancia de los Es‐tados Unidos. Entre otros, escribía el Baltimore Sun el 3 de mayo: "... Jamás es cosa sencilla pactar y nunca produce resultados perfectos. Pero los términos del nuevo acuerdo con Es‐paña publicado ayer, demuestran que se ha logrado el principal objetivo. Los envíos espa‐
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ñoles de wolfram a Alemania han quedado sencillamente reducidos a meros goteos... Pode‐mos ser duros, pero no demasiado. En gran parte de cosas tenemos que depender de la apreciación de los propios neutrales sobre el cambio de actitud de las potencias en oposi‐ción".
El New York Times comentaba igualmente el día 3 de mayo: "Después de la suspensión turca de exportaciones de cromo a Alemania, el cese de envíos de tunsgteno por España supone un nuevo golpe contra la industria germana de armamentos, imperiosamente nece‐sitada de ambos productos. Y lo más doloroso de esto, para Alemania, es que, mientras Tur‐quía era aliada de la Gran Bretaña, a España se la juzgaba aliada suya... Una vez más queda demostrado que la potencia es la mejor propaganda, capaz de vencer muchas diferencias ideológicas. Pero también es un mérito de la pericia y paciencia de la diplomacia aliada que se hayan logrado esos resultados sin llegar a una ruptura con Franco, recomendada por una minoría, que parece acariciar la idea de que cuantos más enemigos, mejor."
Si nuestro Departamento de Estado (y la Oíicina de Información de Guerra) menospre‐ciaban el significado de nuestra victoria diplomática en España, no hacía lo mismo el Minis‐terio de Asuntos Exteriores alemán. Se nos mostró confidencialmente un telegrama del Em‐bajador español en Berlín, del 4 de mayo, informando que acababa de entrevistarse con el Subsecretario de Asuntos Exteriores del Reich, quien, "pálido de rabia", había protestado en el lenguaje más violento contra el acuerdo de España con los Estados Unidos y Gran Breta‐ña. Nos enteramos también de que, simultáneamente a esto, el Embajador alemán en Ma‐drid hacía ante el Conde de Jordana y ante el propio General Franco enérgicas e iracundas protestas.
No obstante, el Gobierno español procedió con gran serenidad y con una razonable dili‐gencia a la puesta en vigor del convenio. El 6 de mayo nos comunicó el Ministro de Asuntos Exteriores que había sido enviada una conminación escrita a los alemanes para que aban‐donasen Tánger, y el día 16 —el segundo aniversario de mi llegada a Madrid— desaparecía ceremoniosamente la cruz gamada del Consulado alemán.
Con respecto al wolfram, nos concedieron los españoles toda clase de facilidades para que pudiésemos cerciorarnos de que se actuaba escrupulosamente y de que el contrabando era impedido o, si descubierto, gravemente penado. Ya en marzo de 1944, en pleno embar‐go temporal, colaboraban las autoridades españolas con un enérgico y joven funcionario de la Embajada, Robert Brandin, al que habíamos destacado, en unión de otros agentes secre‐tos de nuestro servicio de información, para mantener estrecha vigilancia en la frontera franco‐española sobre los movimientos ilícitos del wolfram. Esta vigilancia fué intensificada en mayo y sistemáticamente ampliada a todas las zonas de producción del citado mineral.
Desde antiguo se ha practicado en España el contrabando como un verdadero arte. En‐tre nuestras terribles discusiones sobre la forma y medio para descubrir y combatir el del wolfram o el del petróleo, uno de los miembros de nuestra plana mayor nos recordó un despacho que Jares Russell Lowell escribió al Departamento de Estado en 1878, siendo Mi‐nistro en España. Lo iniciaba en forma ceremoniosa y solemne, y luego describía el "inge‐nioso" artificio de cierto M. Fourcade para introducir de matute en Madrid cantidades de petróleo sin tener que pagar los arbitrios municipales. Lowell seguía diciendo:
"Para este objeto M. Fourcade montó una serie de almacenes en los suburbios, asalarian‐
do luego á todas las hembras flacas y de escaso pecho que pudo encontrar, a quienes corregía los defectos físicos mediante botes de hoja de lata llenos de petróleo, llegándoles a dar lo que el doctor Johnson hubiera llamado las proporciones pictóricas de Juno. Y sin duda maldijo la indiscreta parsimonia de la Naturaleza en negar a las mujeres en general los ampulosos senos de ciertos ídolos hindúes. Tales mujeres, que parecían verdaderas amas lactíferas, tuvieron durante largo tiempo, y, sin molestias, acceso al interior de la inocente ciudad, abasteciendo a millares de domicilios de ese económico medio de alumbrado del que suelen renegar los cíni‐cos. Entre tanto, los bolsillos de M. Fourcade se rellenaban en proporción exacta a los ampulo‐sos contornos de las improvisadas nodrizas. Lástima que no recordara a tiempo el ne quid
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nimis; pero cierto día fatal envió a una damisela cuyos perfiles excitaron en uno de los guar‐dianes del postigo las mismas emociones que Maritornes en el corazón del arriero. Y cuando, con la traviesa galantería de un superior, daba unos golpéenos sobre el procaz objeto de su admiración, la cencerrada no fué pequeña. Había descubierto "petróleo" inopinadamente. Cu‐pido abrió sus alas y se esfumó, dando paso al deber ceñudo, y se secaron las fuentes ambu‐lantes de M. Fourcade.
"Ante el caso de este caballero tan ingenioso, está perfectamente justificado que el Go‐bierno español se halle siempre en guardia. Porque hasta la misma caridad tiene ojos y oídos.
"Tengo el honor de quedar respetuosamente su obediente subordinado, J.R. Lowell."
Durante el mes de mayo de 1944 exportó España las veintidós toneladas de wolfram acordadas para Alemania. Era el primer envío que se hacía desde enero. Pero al descubrir nuestros agentes de frontera que los alemanes habían sacado de contrabando algunas otras toneladas, voluntariamente España negó a Alemania las veintidós que le correspondían pa‐ra el mes de junio. Desde enero hasta el 1 de julio obtuvieron los alemanes de España tan sólo de 2® a 30 toneladas dé este indispensable mineral, y al realizarse más tarde nuestros afortunados desembarcos en Normandía, destruyendo antes con múltiples bombardeos la red ferroviaria francesa, se hizo de todo punto imposible el envío de otros cupos de wol‐fram desde la Península Ibérica a Alemania. Por eso podemos decir que, desde cualquier ángulo que lo consideremos, obtuvimos un embargo casi completo en España desde el mes de enero en adelante.
Lo cual es extraordinariamente significativo si se tiene en cuenta que Portugal siguió enviando libremente cupos bastante elevados de wolfram a Alemania hasta el mes de junio (pudiendo calcularse que fueron unas 600 toneladas, por lo menos, la cantidad remitida en los cinco primeros meses de 1944) y que España siguió recibiendo hasta esa fecha grandes cantidades de artículos importados de Alemania, y que ésta, disponiendo de gran cantidad de fondos, había acumulado en España unas mil trescientas toneladas, para cuya exporta‐ción jamás pudo conseguir permiso. Si a las 2(8 ó 30 que salieron de España en mayo aña‐dimos las 300 de enero, tendremos un total de 328 ó 330 toneladas para el año 1944, en comparación con la cifra de 1.200 a que, por lo menos, se elevaron las exportaciones del año 1943.
De esta forma ya no necesitábamos ni nosotros ni los británicos gastar sumas enormes de dinero en las compras preventivas del wolfram español. Hasta firmar el acuerdo a fines de abril, nos vimos precisados a mantener ese comercio de competencia contra los alema‐nes, adquiriendo en ese tiempo, desde la primavera de 1942 en que iniciamos las compras, un total de 21.860 toneladas. A partir de mayo nos era ya posible interrumpir las adqui‐siciones y la USGC podía prepararse para abandonar España y la misión que durante tanto tiempo había desempeñado a maravilla.
IX Era natural que los; británicos, y especialmente Sir Samuel Hoare, se apropiasen las
alabanzas y elogios de las concesiones y favores que España nos otorgó en la primavera del año 1944.
Inmediatamente al acuerdo, voló a Inglaterra Sir Samuel, y Mr. Churohill, en un discurso pronunciado en mayo ante la Cámara de los Comunes, dedicó múltiples frases elogiosas a España y al General Franco. El efecto de esto vióse realzado en España por el contraste tan notable que existía entre esa actitud y la declaración oficial de Washington, en la que se da‐ba a entender que nuestro Gobierno estaba avergonzado del acuerdo sobre el wolfram y "echaba la culpa" de él a los británicos. Nuestra habitual repugnancia a apropiarnos los méritos de una victoria que, tanto en su concepción como en su ejecución, se debía a la ini‐
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ciativa y esfuerzo americanos, y que se había logrado contra un denso escepticismo y gran resistencia de los británicos, hizo que fuese muy fácil para los ingleses atribuirse el mérito sin que nadie se lo discutiese.
Sir Samuel tenía sumo deseo de explotar para fines británicos la extendida impresión de que, mientras yo y nuestro Gobierno habíamos procedido con "dureza" con España, él y el suyo habían conseguido un acuerdo ventajoso para ambas partes. A fines de mayo re‐gresó a España, y no en el avión británico de Londres a Lisboa, y de allí a Madrid en el apa‐rato español, sino en un avión especial inglés directo a Madrid. Debo advertir que en este viaje venía acompañado por el Vizconde Kenollys, director de la Aviación Civil Comercial inglesa. Pronto, llegaron, ambos a un acuerdo con el Gobierno español para establecer un servicio aéreo semanal entre Londres y Madrid, vía Lisboa y otorgaron igualmente un im‐portante acuerdo comercial con España, por el que Inglaterra se aseguraba no sólo un au‐mento de hierro y potasa, sino también todo el exceso de producción de las frutas cítricas.
Pero nunca falta a los españoles el sentido del humor o del respeto ante una potencia material y moral. Pronto me percaté de que el Ministro de Asuntos Exteriores, al igual que el Gobierno en pleno, estaban dispuestos a darnos las mismas facilidades que a nuestros aliados. Una semana antes de que Sir Samuel regresase de Inglaterra reanudé mis negocia‐ciones con el Conde de Jordana para obtener los derechos de aterrizaje de las líneas aéreas comerciales americanas, a la expectativa desde el mes de noviembre, en que habíamos con‐seguido los derechos en "principio". Y ahora llegamos a firmar el acuerdo de que viniese una Comisión técnica de los Estados Unidos en julio para estudiar los detalles preliminares con una Comisión española dirigida por el Sr. Gómez Navarro.
También reanudamos las gestiones para conseguir que la Falange desocupara el edifi‐cio del Instituto Internacional que destinábamos a la Cancillería de nuestra Embajada. En el Ministerio correspondiente se iban dando largas al asunto; pero el del Exterior, después de exponer el caso al Caudillo, consiguió finalmente que nos hiciéramos cargo del edificio el día 1 de julio.
Mientras acaecían todas estas cosas sobrevino un cambio en nuestra Embajada. En marzo, en plena crisis del wolfram, llegó la orden de Washington de que nuestro consejero, Willard Beaulac, pasase como Embajador al Paraguay. Esto motivó en mí reacciones diver‐sas. Por una parte, me halagaba y regocijaba su ascenso, que suponía el reconocimiento de su valía, y bien sabía yo cuan merecido era. Por otra, sentía perder, al mismo tiempo que a mi primer auxiliar, al hombre que había estado constantemente a mi lado desde mi llegada a España, y al que de verdad apreciaba como amigo y admiraba como hábil y poderoso con‐sejero. En la Embajada celebramos una fiesta en honor suyo y de su esposa el 25 de marzo. Asistió todo el personal de la casa y nuestros colegas ibero‐americanos, entrelazándose las felicitaciones para los homenajeados y las condolencias para nosotros. Pocos días después salían la señora de Beaulac y mi esposa —que realizaba el viaje por motivos personales y familiares— de Madrid para Lisboa, y de Lisboa a los Estados Unidos en el Clipper.
Beaulac permaneció en Madrid hasta mayo, en que terminó la crisis del wolfram y se llegó al acuerdo con España. Hízolo así en parte porque yo deseaba y necesitaba su experi‐mentada colaboración en aquella difícil coyuntura, y también por el múltiple trabajo que llevaba consigo su traslado y el de sus cosas al lejano Paraguay.
Debo decir que el Departamento de Estado se tomó siempre el cuidado de proporcio‐narnos, de entre la exigua lista de diplomáticos de carrera, un personal realmente compe‐tente y apropiado para España. Fué una verdadera fortuna el que nombrase en abril para sucesor de Beaulac en Madrid a Mr. W. Walton Butterworth, oriundo de Nueva Orleans, graduado en Princeton, Rhodes Scholar en Oxford y diplomático que ocupó distintos pues‐tos en Inglaterra, Canadá y el Lejano Oriente. Desde la primavera de 1942 prestó sus servi‐cios como jefe de la USCC para la Península Ibérica, tanto para Portugal como para España, y por esa causa tenía grandes conocimientos sobre los aspectos más importantes de las rela‐ciones hispano‐americanas. Se encontraba en Lisboa al llegarle su nombramiento de Conse‐jero de la Embajada en Madrid. Llegó poco después a la capital española y en el mes de ma‐yo se hizo cargo de las funciones que le fueron traspasadas por Beaulac.
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Estaba predestinado a permanecer a mi lado durante el último año de mi misión en Es‐paña, siguiendo luego en el mismo cargo con mi sucesor. Mostró ser una persona sobre‐saliente en todos los aspectos: enérgico, prudente, inteligente y agudo. Cualquier éxito que pueda verse en mis tres años de misión en España debe atribuirse en muy alto grado a los magníficos consejos que recibí durante los dos primeros de Willard Beaulac, y en el tercero de Walton Butterworth.
La prolongada crisis del wolfram fué realmente agotadora. Una vez terminada, mientras Beaulac preparaba su viaje a América, decidí tomarme unas breves vacaciones con mi hija Mary Elizabeth y acompañarle a Lisboa siguiendo un itinerario turístico. Salimos el 7 de mayo y pasamos la primera noche en Salamanca, donde vagamos por la maravillosa plaza (la más preciosa de toda España) y visitamos la antiquísima Universidad (similar en otro tiempo a las de París y Oxford). Al día siguiente tomamos un camino que nos llevaría al pin‐toresco castillo de Ciudad Rodrigo, cerca de la frontera portuguesa, y, a través de un alegre paisaje del Portugal septentrional, a Oporto. Permanecimos aquí dos noches, recorriendo y admirando la "segunda capital" portuguesa, de situación tan bella; catando sus buenos vi‐nos y gozando de la hospitalidad de nuestro Cónsul local. Desde Oporto seguimos hacia el Sur, para visitar los preciosos patios de la Universidad de Coimbra y pasar la noche en el atrayente refugio de Busaco. Dos días después llegábamos a Lisboa, donde conversamos con el Embajador Norweb y conocimos a varios de sus colaboradores. Al despedir a Beaulac en esta ciudad noté como si se nublara mi vista. ¡Habíamos compartido tan íntimamente los cuidados y fatigas —y hasta los malos humores— durante nuestros críticos momentos en España...!
Mi regreso a Madrid estaba fijado de modo que pudiera presenciar en Barcelona el can‐je de prisioneros, previsto para el día 17 de mayo. Como resultado de las negociaciones con España y Suiza, pudo ser dispuesta la llegada simultánea de dos barcos de la Cruz Roja, por‐tador el uno de 1.5O0 heridos alemanes, que procedían de los Estados Unidos, y el otro de un número igual de prisioneros ingleses y americanos, que venían del puerto francés de Marsella. Ambas embarcaciones debían zarpar también a la vez, apenas sus pasajeros hubieran sido trasladados de uno a otro barco.
Al efecto, salimos Mary Elizabeth y yo de Lisboa el día 13 de mayo, y después de reco‐rrer los antiguos monumentos romanos de Mérida y detenernos durante la noche en el pa‐rador de Oropesa, llegamos a Madrid el domingo, día 14. Pensábamos salir para Barcelona el martes en el avión de la Embajada; pero hacía un tiempo tan pésimo para volar que nues‐tro piloto, teniente John Emmanuel, nos aconsejó desistir de ello y hacer el viaje por tren. Un gran número de funcionarios efectuaron el viaje a Barcelona para asistir al canje: el Mi‐nistro suizo, representantes del Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Cruz Roja Es‐pañola, el Embajador alemán y varios secretarios de la Embajada británica. De la Embajada americana fuimos Mr. Niles Bond, Agregado de "Socorros", el Coronel Sharp, nuestro Agre‐gado militar y yo mismo.
Presencié el canje en el muelle de Barcelona. Fué un momento de honda emoción. Los muchachos alemanes parecían tristes y abatidos. Era evidente que no esperaban un alegre retorno al hogar. En cambio, los americanos y británicos se mostraban risueños y felices. Algunos de ellos estaban gravemente heridos: pérdida de brazos y piernas, en algunos casos de ambos miembros a la vez; heridas terribles en la cara y en el cuerpo. Al pasar por entre las camillas de nuestros muchachos y saludarles uno por uno, sólo vi y oí sonrisas y bromas típicamente americanas. Se atendían los unos a los otros y no podían olvidarse de los com‐pañeros que quedaban atrás en los campos alemanes de prisioneros, donde habían estado expuestos a morir de hambre, si bien se les proporcionó un laudable servicio médico‐quirúrgico.
Las autoridades españolas, sobre quienes pesaba la dirección del canje, se portaron con notable eficacia y la mayor cortesía, valiéndose de un pequeño ejército de solícitas enferme‐ras de la Cruz Roja Española que repartían entre los prisioneros cajas de chocolates, frutas,
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jabón, etc. Al día siguiente los representantes aliados fueron invitados a una comida por las autoridades locales —Capitán general, Gobernadores civil y militar, Alcalde, etc.—. Esa misma noche mi hija y yo salimos de Barcelona en tren para Madrid, a donde llegamos la mañana siguiente, día 19 de mayo, con el tiempo justo para recibir a mi esposa, que llegaba en avión desde América.
Una de las notas trágicas del canje de prisioneros fué la muerte de Arthur Yencken, Consejero de la Embajada británica, Encargado de Negocios entonces por la ausencia del Embajador. A pesar del pésimo tiempo y las alarmas que le dieron en el aeródromo, insistió a última hora en salir para Barcelona en avión. Se estrelló el aparato contra unas montañas escondidas tras las nieblas, pereciendo Yencken y su piloto instantáneamente. Habíamos alternado mucho con el Consejero británico y con su hospitalaria esposa, tanto social como oficialmente, y a todos nos impresionó profundamente su dolorosa desaparición.
Réstame añadir unas palabras sobre la participación americana en la Feria de Barcelo‐na, celebrada en la primavera de 1944. Barcelona, como capital comercial de España, tiene desde hace ya muchos años una Feria de Muestras anual, en la que los españoles y extranje‐ros pueden exponer sus productos y cuantos artefactos deseen vender en el país. La serie de estas Ferias se vió interrumpida por la guerra civil desde el año 1936 hasta 1939, y, al re‐anudarse después, la guerra mundial eliminó de ellas a muchos países de ultramar y espe‐cialmente a los Estados Unidos.
Sin embargo, había en España numerosos representantes de casas americanas, como la Ford, General Motors, General Electric, Westinghouse, Remington Rand, Tel. y Tel., Baldwin Locomotives, Máquinas de coser Singer, Maquinaria para calzado, etc., que constituían la fuerza principal de la Cámara de Comercio Americana, con cuartel general en Barcelona y una sucursal floreciente en Madrid. Todos ellos estaban, desde luego, interesados en resta‐blecer los magníficos negocios que en otro tiempo habían tenido en España, y solicitaron de nuestra Embajada y de las autoridades de Washington que se lea facilitasen las debidas ex‐portaciones de los Estados Unidos para poder exponer sus muestras en la Feria de Barcelo‐na. Ya habíamos indicado repetidas veces a nuestros amigos españoles que, debido a la gue‐rra en que nos hallábamos empeñados, gran parte de los artículos que ellos pretendían es‐caseaban en el comercio de los Estados Unidos o faltaban por completo. A pesar de todo, siguieron insistiendo en que sería una magnífica propaganda para nosotros y para ellos tra‐er y exponer algunas muestras de nuestras últimas innovaciones industriales y mecánicas, que estimularían a los españoles a comprarnos después d‐e la guerra, apenas los productos abundasen en el mercado.
Ya en el invierno de 1942‐1943 la Embajada había recomendado a Washington una "simbólica" participación de los Estados Unidos en la Feria de 1943 con fines propa‐gandísticos. Era aquella una época en que los caminos normales de propaganda y de anun‐cio nos estaban casi totalmente cerrados. El Gobierno español seguía siendo "no be‐ligerante" y la casi totalidad de las importaciones provenían de las fuentes del Eje. En gene‐ral, los periódicos tenían un matiz "pro‐Eje", y lo mismo ocurría con las emisoras de las ra‐dios locales. Se proyectaban muy pocas de nuestras películas de cine y ninguna con argu‐mento sobre la guerra en que nos batíamos. En tales circunstancias, pensó la Embajada uti‐lizar la Feria de Barcelona como medio para dar a conocer nuestra historia a gran número de españoles, siempre que la exhibición fuese digna, amplia y bien presentada, pensando además que lo expuesto en Barcelona podría serlo más tarde en otras ciudades de España. Los suizos se habían especializado en esto. ¿Por qué no podíamos hacerlo también noso‐tros?
No obstante, nuestra propuesta fué en aquella ocasión rechazada. Y nosotros compren‐dimos y apreciamos los motivos, pues entonces no contaban los Estados Unidos con ningún organismo capaz de desempeñar satisfactoriamente esta misión; dábase una absorción total por el esfuerzo de guerra, bajo una rígida intervención, que permitía producir sólo lo im‐prescindible para el consumo interior, y existía, por último, el pavoroso problema de los transportes.
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Un año más tarde, durante el invierno de 1943‐1944, la propia Embajada recomendó a Washington la ausencia de los Estados Unidos en la Feria organizada para el mes de junio. No teníamos ninguna prueba de la relajación de las restricciones de guerra para la exporta‐ción de mercancías que interesaban a los españoles, aparte de que ya no nos era imprescin‐dible utilizar la Feria como medio de propaganda. Para estas fechas teníamos acceso a las masas y clases de los españoles, y les íbamos narrando a través de la Prensa, de la radio y de la enorme profusión de boletines de la Oficina de Información de Guerra, a más de los salo‐nes cinematográficos, donde se proyectaban más películas americanas que de ningún otro país y un número considerable de nuestros reportajes de guerra.
También esta vez el Departamento desechó nuestra recomendación y se adentró por el camino opuesto, decretando, a instancias sobre todo de la O. W. T., que los Estados Unidos participasen en la Feria de Muestras de Barcelona, y dándome las instrucciones debidas para que lo notificase al Gobierno español. El resultado fué que muy pocas muestras de la industria americana actual pudieron ser enviadas a España, en un lote escasamente repre‐sentativo, limitándose en gran parte la exposición a fotografías, carteles y libros, proporcio‐nados la mayoría por la Oficina de Información de Guerra. Como detalle curioso debo decir que hasta esto arrancó un torrente de fluída lava a ciertos fácilmente eruptivos diarios nuestros, y que algunas editoriales americanas se negaron a proporcionar libros para ser expuestos en la España de Franco junto a la exhibición de otros artículos del Eje", como si la Feria fuese para los fascistas y los nazis y no para los españoles.
También debo indicar que ninguno de los países del Eje estuvo representado en aquella Feria de Muestras del año 1944. Los únicos países extranjeros que concurrieron a más de los Estados Unidos, fueron Suecia, Suiza y Chile.
Como representante oficial de una de las naciones concurrentes, me trasladé a Barcelo‐na, al igual que el Ministro suizo y el Embajador chileno, para la inauguración de la Feria el 10 de junio. Se nos agasajó con vinos y almuerzos, se nos rindió honores militares, ocupa‐mos los sitios de honor en las ceremonias y nos acompañaron guardias de honor a través de las espaciosas y realmente interesantes salas de la exposición. Los miembros de la "Cámara de Comercio Americana", siendo buenos españoles a la par que entusiastas aliadófilos, hicieron maravillas, con verdadero sentido artístico hispano, para lograr que nuestra exigua colección tuviese atractivo y nuestros libros expuestos llamasen la atención de los visitan‐tes. Pero, comparada con la extensa y en realidad magnífica exposición de los suizos, la nuestra resultó francamente pobre.
Me detuve en Barcelona para participar en la reunión anual de la Cámara Americana de Comercio —la tercera y mayor de las que presencié—, y asistir a una función nocturna de gala organizada por ella, con proyección de una película de costumbres americanas, y a la recepción ofrecida por nuestro Consulado general. Terminados estos festejos —13‐14 de junio—, mi esposa y yo, acompañados por el primer Secretario George Haering y la suya, recorrimos placenteramente la ruta costera del Mediterráneo, pasando por Tarragona, Be‐nicarló y Valencia, y de allí regresamos a Madrid.
Como la crisis del wolfram pertenecía ya al pasado, la neutralidad española se iba haciendo cada vez más "benevolente".
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8 LA BENEVOLA NEUTRALIDAD ESPAÑOLA I La negativa española a suministrar a Alemania el inapreciable wolfram a partir de fe‐
brero de 1944, y la forma del acuerdo con nosotros, no coincidió con ningún triunfo bélico espectacular de los aliados en Francia. El General Franco se daba cuenta, sin duda, de que la iniciativa de la guerra iba pasando de las manos del Eje a las de los aliados, y de lo prudente que había sido adoptar una política de neutralidad. Mas las concesiones que se nos hicieron durante la primavera de 1944 rebasaban nuestras peticiones de una "estricta neutralidad" y tenían más bien la índole de lo que podríamos llamar una "neutralidad benévola". El cierre definitivo del Consulado nazi en Tánger era una abierta ofensa para Alemania, y el corte casi total de las exportaciones de wolfram contribuía enormemente a su militar colapso.
Todos estos acontecimientos acaecieron, si se me permite repetirlo, antes de que consi‐guiéramos ningún señalado éxito militar en Europa. Bien es cierto que los rusos iban recon‐quistando progresivamente parte del territorio perdido. Habían recuperado en noviembre de 1943 la ciudad de Kiev, y luego Odesa en abril de 1944. Pero no consiguieron liberar la totalidad de la península de Crimea hasta ya mediado el mes de mayo, y estaba muy avan‐zado julio cuando reconquistaron Minsk y pudieron avanzar hacia el Vístula, más allá de sus antiguas fronteras,
Nosotros y los ingleses habíamos desembarcado en la Italia meridional en el mes de septiembre de 1943, tomando Nápoles el primero de octubre; pero después fuimos conteni‐dos durante varios meses en la "línea Gustavo", que no se rompió definitivamente hasta el éxito aliado de Monte Cas‐sino, en mayo del mismo año, tres semanas después del acuerdo con España. Aún estábamos entonces bastante lejos de Roma, y aunque nuestros desembar‐cos y ofensiva en Francia habían sido ya prolijamente estudiados, pertenecían más bien al reino de los proyectos que al de la realidad.
Desde la Conferencia de Teherán entre Roosevelt, Churchill y Stalin a principios de di‐ciembre de 1943 y desde el nombramiento a fines de ese mes del General Eisenhower como Jefe Supremo de las fuerzas británicas y americanas en Europa, era creencia general que en cualquier momento de la primavera de 1944 llevarían a cabo los Aliados un gran desembar‐co en las costas de Francia y establecerían en el Oeste un "Segundo Frente" contra Ale‐mania. ¿Pero era posible el éxito de tal intento? El optimismo reinante en los Estados Uni‐dos y en la Embajada de Madrid era débilmente compartido por personas imparciales, de la clase militar especialmente, en el Viejo Continente. Se sabía que los alemanes contaban aún con grandes y poderosos ejércitos en Francia, que reforzaban continuamente sus defensas a lo largo de la costa y empezaban a lanzar contra Inglaterra, con graves resultados, las nue‐vas armas "secretas" —las bombas cohete—. Desde luego, lo mismo los alemanes que el resto de las gentes, esperaban que intentásemos desembarcar en Francia en la primavera de 1944. Esta nos explica el hecho de que aceptasen nuestro acuerdo con los españoles sin oponerle más que protestas verbales. Se veían precisados a conservar todas sus fuerzas disponibles en Francia para contener la esperada invasión.
El "día D" fijado para los desembarcos iniciales en la península de Normandía, era el seis de junio de 1944. Siguiendo instrucciones de Washington, informé al Gobierno español con unos días de antelación sin hacer referencia a fecha y sitio precisos, sino al significado del hecho en general, pidiendo al Conde de Jordana dos favores relacionados con él. Uno, la autorización para evacuar las bajas aliadas del Sur de Francia a través de Cataluña y del puerto de Barcelona. El otro, el establecimiento en esta ciudad de un puerto franco para la entrada y transporte de alimentos y otros suministros para la población civil francesa. A
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ambas peticiones accedió en seguida el Ministro después de consultarlo con el General Franco.
Ninguna de estas facilidades fué utilizada inmediatamente. Ambas hubieran sido real‐mente de gran interés si al desembarco en Normandía hubiese seguido, según lo habían planeado nuestras autoridades militares en un principio, otro desembarco en la costa medi‐terránea francesa, y se hubiese tropezado allí con una fuerte resistencia alemana. Sin em‐bargo, resultó todo de modo muy distinto. La invasión de Normandía el día 6 de junio, aun‐que aparecía coronada por el éxito desde su fase inicial y era lo suficientemente fuerte para vencer la resistencia alemana y sus desesperados esfuerzos por rechazarla, hizo lentos pro‐gresos durante los dos primeros meses. Hasta agosto no logró un éxito espectacular y deci‐sivo, irradiando desde Normandía en todas direcciones y llegando a París. El proyectado desembarco en la costa del Mediterráneo, entre Niza y Marsella, tuvo que retrasarse hasta el 15 de agosto, y para esta fecha ya no estaban en condiciones de oponer una seria resis‐tencia los alemanes, que se iban retirando hacia el Norte.
En junio de 1944 llegamos a un acuerdo de relevante importancia con España concer‐niente a otra materia. Con frecuencia disparaban los antiaéreos españoles contra los avio‐nes aliados que, en servicio de patrulla, violaban la neutralidad española al volar sobre las poblaciones costeras de Marruecos y de las Islas Canarias. Nuestro Encargado en Tánger, Mr. Rives Child, concertó inicialmente un afortunado acuerdo con el General Orgaz, Alto Comisario de Marruecos, merced al cual podían volar nuestros aviones sobre las aguas ju‐risdiccionales españolas en persecución de los submarinos alemanes, y si nuestras patru‐llas, empujadas por los vientos adversos, aparecían sobre el territorio español, no serían atacadas por el fuego de las baterías antiaéreas que estuviesen dentro de la jurisdicción de su Alta Comisaría. Este acuerdo fué ratificado más tarde por el Ministerio del Aire y de Asuntos Exteriores y se hizo extensivo a las Islas Canarias.
Otro asunto al que dedicamos atención especial durante el mes de junio, y en el que lo‐gramos seria victoria, fue la conclusión de los envíos a Alemania, no sólo de wolfram, sino de todo género de abastecimientos. Logramos un embargo duradero hasta el primero de septiembre, sobre los artículos de lana manufacturada, otro temporal sobre las pieles y prácticamente otro para el aceite de oliva. Finalmente, en junio, podríamos haber consegui‐do un embargo "total y permanente" sobre el wolfram, si hubiese accedido Washington a ofrecer a España, para después de la guerra, ciertos equipos hidro‐eléctricos que necesita‐ba. De todos modos, se vieron privados de hecho los alemanes, en el curso de sus últimos meses en Francia, de toda clase de útil comercio con España, situación que al ser expulsados de ese país se hizo permanente.
El estado de los asuntos era tan favorable a fines de junio que, con la aprobación del Presidente y del Secretario Hull, planeé una visita, que desde hacía tiempo se venía demo‐rando, a Estados Unidos para hacer ciertas "consultas".
Quería realizarla apenas pasaran las fiestas del "Cuatro de Julio" y me hubiese despedi‐do del General Franco. "El Cuatro de Julio" de 1944 —mi tercer año en España— invité a la Embajada mucha más cantidad de gente que los años precedentes: casi la totalidad del per‐sonal del Ministerio de Asuntos Exteriores, los Jefes del Estado Mayor, Autoridades de cate‐goría, todos los diplomáticos neutrales y aliados, numerosos representantes del Clero, Uni‐versidad, sociedad, Prensa, arte, etc. Fué un día realmente espléndido.
El 6 de julio me recibió el Caudillo, sosteniendo con él una conversación de hora y cuar‐to en el Palacio de El Pardo, en presencia del Conde de Jordana y del Barón de las Torres. Una de las primeras cosas que noté fué que desde mi última visita en julio de 1943, habían sido quitadas las fotografías con autógrafos de Hítler y Mussolini, anteriormente en la sala de recepciones, y que tan sólo quedaba una de Pío XII. Sic transit..., pensé.
Discutimos extensamente las medidas necesarias para que entrase en vigor el acuerdo del 29 de abril. Presioné de modo especial para que no sólo se tomaran las precauciones debidas contra el posible contrabando de wolfram, sino también para que en propio interés
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de España, y por su sola iniciativa, se renunciara a todo envío "simbólico" de los autorizados en aquel convenio. El Caudillo me dijo que tomaba todo género de precauciones contra cualquier salida clandestina e ilícita de wolfram para Alemania. Los grandes depósitos de Irún y de otros puntos próximos a la frontera se estaban trasladando a distancias superio‐res a cien kilómetros y se sometían a una estricta vigilancia.
Dos pequeñas embarcaciones que intentaban pasar de contrabando una mínima canti‐dad de dicho mineral desde la costa gallega a Portugal, habían sido apresadas, puestas bajo el control naval y sus patronos estaban detenidos. Tenía el firme propósito de hacer cuanto fuera preciso para castigar a cuantas personas estuviesen complicadas en el contrabando o se beneficiaran de él. Suponía que el problema del wolfram ya no daría muchas preocupa‐ciones, puesto que, según sus noticias, la red de ferrocarriles franceses estaba tan desorga‐nizada y deteriorada que era imposible que los alemanes pudiesen sacar nada apreciable de la Península Ibérica.
El Caudillo se extendió luego en consideraciones sobre la guerra, emitiendo interesan‐tes juicios. Estaba convencido de que la derrota alemana era inevitable y acaecería antes de un año. Seguían los alemanes diciéndole que aún contaban con grandes reservas de muni‐ciones, estaban en posesión de nuevo y secreto armamento, capaz de hacer cambiar el rum‐bo de la guerra, y que la moral del pueblo era excelente. El General Franco ponía en duda que las nuevas bombas causaran en Inglaterra los daños que decían, y se preguntaba por qué, si las armas secretas existían, no las habían empleado ya en Italia, Normandía y Rusia con alguna eficacia. Un año antes, cuando se iniciaron duros bombardeos contra Alemania, se le había asegurado que el Alto Mando alemán temía que influyeran eficazmente en la mo‐ral de los ciudadanos. Sus últimos informes sobre el particular decían que la moral interior de Alemania, aunque relajada al primer golpe de nuestras operaciones aéreas, había vuelto a elevarse desde entonces. Esto le hacía pensar que los alemanes se iban acostumbrándola ellos, como sucedió en Inglaterra durante los años de 1940 y 1941, y que los bombardeos aéreos por sí solos no obligan a un pueblo a pedir la paz. Claro está que podrían reducir y dificultar la producción y los transportes de material, prestando de esta forma una señalada colaboración al éxito militar. Suponía que el Estado Mayor alemán reconocería la derrota y desearía la terminación de la guerra mucho antes que las gentes civiles y fanáticas del Par‐tido.
Inmediatamente después de la guerra nos encontraríamos los Aliados ante gravísimos problemas más agudos incluso que los que ahora teníamos que afrontar. No sólo nos sería necesario alimentar a la mayor parte de la población da Europa, sino reconstruir las ciuda‐des y rehabilitar el campo. La mayor dificultad estribaría en evitar las luchas civiles en el interior de los distintos pueblos. Pensaba que la única solución de esto radicaba en la ocu‐pación militar aliada de los diversos países. Pero sería ineficaz si era demasiado breve o demasiado benévola, a causa de la fatiga y cansancio de la guerra entre los aliados; como, en el caso de ser muy prolongada o excesivamente dura, podría suscitar una temible oposición en los países ocupados. A su juicio, el mejor procedimiento sería una ocupación militar, uni‐da a una limitación de las actividades políticas, de cinco años de duración, período en el que se llevaría a cabo la reconstrucción interna y se otorgaría de nuevo a los pueblos el hábito del trabajo en común.
No dio el Caudillo esta vez tanta importancia a la "amenaza del Comunismo" como lo había hecho en anteriores audiencias, sino que distinguió entre un "comunismo disciplina‐do" en el interior de Rusia y otro "revolucionario" de las minorías de los demás pueblos de Europa. Concedió que el primero era "constructivo" y "destructivo" el segundo.
Expresó su esperanza de que nuestra victoria libraría a Alemania de Rusia y de los pro‐pios comunistas alemanes. Había, dijo, una gran parte del partido nazi que simpatizaba fun‐damentalmente con el comunismo y tenía información secreta y de confianza con arreglo a la cual los jefes de ese sector preferirían que el país se rindiese y fuese ocupado por Rusia antes que por Inglaterra y los Estados Unidos. También había recibido noticias de que los japoneses laboraban sin descanso para conseguir un entendimiento entre Alemania y Rusia,
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y que esto recibiría el apoyo de una parte de los jefes del partido nazi, si bien Hitler perso‐nalmente se oponía a ello, e imaginaba que en esta cuestión la mayoría del pueblo alemán estaría con el Führer. Daba como posible que Rusia, después de rectificar el resultado de la guerra del 14 al 18 y recobrar los territorios del antiguo imperio en Europa, se volviese con‐tra el Japón para tratar de deshacer las consecuencias de la guerra ruso‐japonesa de 1904‐1905 en el lejano Oriente.
Creía que la guerra del Pacífico duraría un año más que la guerra en Europa. Podríamos entonces, dijo, concentrar nuestra potencia naval y aérea contra el Japón y cercenar sus co‐municaciones con las Filipinas, Indias Orientales Holandesas y China.
Expresó su sentimiento por la indecisa suerte de Finlandia, Rumania y Polonia. Había conversado recientemente con los Ministros de las dos primeras. Cada uno de ellos le había explicado la triste situación de su país con los alemanes, que eran profundamente odiados y que ocupaban militarmente el territorio; con los rusos, a los que igualmente se odiaba, pre‐parados para la invasión y la ocupación, y con terribles e inciertas luchas intestinas entre los partidarios y adversarios de las teorías comunistas.
Al concluir la entrevista me encargó el General Franco que asegurase al Presidente de los Estados Unidos que podría contar con la colaboración sincera y continua, así de él como de España entera.
Al despedirme expresé al Caudillo, ante el Ministro de Asuntos Exteriores, mi gran re‐conocimiento por los constantes y valiosos esfuerzos de este último en pro de las buenas relaciones entre nuestros países. Esta sería la última vez que viera al Conde de Jordana.
I I El 8 de julio de 1944 dejé la Embajada en manos de nuestro Consejero Mr. Butterworth,
y partí para América. Hice el viaje por carretera hasta Gibraltar. Tras una agradable entre‐vista con el Gobernador británico y una interesante conversación con Lord Gort, llegado recientemente de Malta, volé hasta Casablanca en un avión militar en el increíble espacio de una hora. En esta ciudad fui magníficamente atendido por nuestro Comandante Naval y sus Ayudantes, y visitado por nuestro Cónsul y por las Autoridades locales francesas. Partí de esta ciudad en un magnífico avión militar de transporte a la una de la madrugada del lunes 10 de julio y, después de breve parada en las Azores y Newfoundland, aterricé en el aeró‐dromo de La Guardia, Nueva York, a las nueve de la noche del mismo día.
Mi hijo Carroll, que había regresado a los Estados Unidos un año antes para proseguir los estudios y que esperaba ingresar pronto en el Ejército, salió a mi encuentro al aeródro‐mo acompañado de nuestros íntimos amigos los señores de Robert L. Hoguet. Mi esposa e hija se quedaron en España, y aprovecharon mi ausencia para hacer grandes excursiones en coche por las provincias noroccidentales.
El 12 de julio fui en tren de Nueva York a Washington, y durante las tres semanas si‐guientes alterné mis conferencias en la capital con las que tuve en la ciudad de Nueva York. Vi al Secretario Hull, el Subsecretario Stettinius y a la mayoría de sus colaboradores en el Departamento de Estado. Charlé igualmente con numerosos funcionarios de los Departa‐mentos de Guerra, Agricultura, Comercio y del Tesoro, y con los representantes de la FEA, OWI, OSS, con la Junta de la Aviación Civil y con la de los Refugiados de Guerra. Me agradó hondamente enterarme de que los señores de Bieaulac no habían salido aún para el Para‐guay, sino que estaban en Washington, donde tuve el gusto de verlos de nuevo, al igual que a otros amigos. También vi en Nueva York a varios de mis colegas de la Universidad de Co‐lumbia y pasé un fin de semana con el Dr. Nicholas Murray Butler en Southampton.
Visité a gran número de periodistas, entre ellos a los del Club de Escritores de Washing‐ton, y les hablé oficiosamente y al margen "de los archivos". Tanto de ellos como de los fun‐cionarios de nuestro Gobierno recibí las atenciones más corteses y amables. Como escribí a Mr. Hull, apenas regresé a Madrid, "las distintas conferencias y conversaciones que sostuve
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fueron muy útiles para mí y para mi misión en España, y espero que hayan tenido valor in‐formativo para usted y para el Departamento".
Había estado ausente de los Estados Unidos desde mayo de 1942, en que nuestro país daba sus primeros pasos en la guerra, hasta este viaje del mes de julio de 1944. Esperaba descubrir mayores cambios que los que en realidad encontré. Todo me parecía igual que lo había dejado, aunque se me antojaba más acabado y "más grande". Más uniformes por todas partes. Más congestión en los ferrocarriles, en los hoteles, en los restaurantes. Más fábricas de munición. Más restricciones en la comida, vestuario, gasolina, etc. Más empleados y más oficinas y organismos gubernamentales. Pero la misma firme determinación de vencer, uni‐da ahora —esto me chocó sobremanera— a la decisión de no eludir la responsabilidad de establecer y mantener la paz futura. El mismo idealismo, pero conjugado a un más genuino sentido realista.
Los periódicos —y en general la opinión pública— me parecieron excesivamente opti‐mistas sobre la duración de la guerra. Los Aliados habían penetrado ya en Normandía y el posterior avance de nuestras fuerzas motorizadas hacia el interior de Bretaña y hacia París eran interpretados como el derrumbamiento total de la resistencia enemiga, no sólo en Francia, sino también en Alemania. Se creía unánimemente, a pesar de los avisos de las au‐toridades del Gobierno, que el fin de la lucha sobrevendría en el Continente europeo hacia el otoño y en el Pacífico a mediados del verano siguiente. Si alguien ponía en duda tales predicciones era considerado como huero de inteligencia, si no de patriotismo.
Me asombró la falta de una sólida información sobre la postura de España y sobre las facilidades que el Gobierno español nos concedía. La propaganda de los exilados españoles y del elemento extremista de nuestra Prensa, había impreso en el pensamiento americano unos tópicos hostiles, rayanos en la caricatura, que el silencio de nuestro Gobierno ayudaba a confirmar. No era asunto mío ni mi intención empeñarme en controversias o "defender" a España. En mis conversaciones oficiosas con los periodistas quise sólo presentar los hechos escuetos y dejar que hablasen por sí solos. Debo decir que los encontré, sin excepción, an‐siosos de conocer la verdad y respetuosos ante la sinceridad con que invariablemente les informé.
Varias personas del Departamento de Estado me animaron —entre ellos Mr. Beaulac— a que tomara parte en esas conversaciones "al margen de los archivos". Esas mismas gentes cooperaron también con los señores Ernest Lindley y Edward Weintal, de la dirección del Newsweek, que deseaban escribir un artículo sobre nuestra política en España, poniendo a su disposición ciertos documentos de las carpetas del Departamento. Supe antes de regre‐sar a España que se había proyectado tal artículo, pero no conocí su contenido hasta des‐pués de publicarse en el Harper's Magazine del mes de diciembre de 1944.
Estando aún en Nueva York quedé seriamente impresionado al conocer por los periódi‐cos de la tarde del 3 de agosto la muerte repentina del Conde de Jordana en San Sebastián, a donde acababa de llegar para las acostumbradas vacaciones de verano del Ministerio de Asuntos Exteriores. Inmediatamente telegrafié mi pésame a la Condesa de Jordana y al Ge‐neral Franco. Luego me enteré que el Ministro había sufrido una caída de caballo en una cacería, pero insistió en que se le curara ligeramente para realizar el viaje fijado hacia su querida ciudad de San Sebastián. La causa inmediata de la muerte fué una embolia.
En casi dos años de contactos oficiales y personales con el Conde de Jordana —desde septiembre de 1942 a julio de 1944?— llegué a conocerle bastante bien y a sentir hacia él un no pequeño respeto y un verdadero afecto personal. Era una persona honrada y amable. Lo que le faltaba de brillantez y audacia, lo suplía su tenacidad. Y, aunque ante todo y sobre todo era español, mantenía, sin duda, una clara actitud pro‐aliada, especialmente pro‐americana, tanto en su vida privada cuanto en su política. Fué providencial que ocupara el Ministerio de Asuntos Exteriores durante el crítico período de 1942 a 1943. El día de su fu‐neral —15 de agosto— leí con íntima satisfacción, de nuevo, en los periódicos de Nueva York, un comunicado oficial del Departamento de Estado expresando el "gran dolor de los
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miembros del Gobierno" y un elogio y recuento de las principales ocasiones en que su ac‐tuación fué especialmente favorable para los Estados Unidos. Era debido y justo.
Una semana más tarde, encontrándome de nuevo en Washington, llegó la noticia de que el General Franco había designado como sucesor del Conde de Jordana al señor José Félix de Lequérica, Embajador de España en Francia desde 1939 y estrechamente ligado con el régimen de Pétain y de Laval en Vichy. Este hecho, unido a las historias que corrían sobre la simpatía de Lequérica hacia el Eje en 1940, fueron motivo de considerable desazón en el Departamento de Estado y de no muy halagüeños presagios por mi parte sobre nuestras futuras relaciones con éL De todas formas no podía concebir que ningún Ministro de Asun‐tos Exteriores español tratase, en aquellas fechas, de modificar la política exterior del Conde de Jordana. Me picaba la curiosidad de descubrir por mí mismo, lo antes posible, la clase de hombre con quien tendría que habernielas, y al efecto aceleré los preparativos para mi viaje de regreso a España.
Despegué del aeródromo de La Guardia en un avión de transporte militar el 16 de agos‐to y, tras las paradas consabidas de Newfoundland y las Azores, llegué a Casablan‐ca la tar‐de siguiente. El día 18, el Teniente Sheppard, de nuestro Estado Mayor Naval, me llevó en coche hasta la frontera del Marruecos español, donde fui recibido por funcionarios del Go‐bierno peninsular y por nuestro Encargado en Tánger, y en el coche de este último segui‐mos a Larache, donde se nos sirvió un espléndido almuerzo, y de allí a nuestra Legación de Tánger. Me ofreció el banquete el Gobernador militar del distrito, un auténtico moro, sentándose a mi derecha el hijo de Raisuli, aquel famoso y antiguo jefe y bandido moro, al que hace referencia el lacónico ultimátum que el Presidente Teodoro Roosevelt enviara, hace algunos años, al Sultán de Marruecos: "Perdicaris vivo o Raisuli muerto."
En Tánger fui recibido del modo más hospitalario por el matrimonio Childs. En una ce‐na celebrada en la agradable Legación conocí a varios miembros de la misión norte‐americana y al veterano Cónsul británico Mr. Gascoigne. Más tarde hice en compañía de Mr. Childs mis visitas de cortesía a las autoridades españolas, entre ellas al Alto Comisario en Marruecos, General Orgaz. Mi secretario particular, Michael George, estaba pasando sus vacaciones en Tánger y para ambos tomé pasaje en el avión de la Iberia del día 19. En dos horas cruzamos el Estrecho y llegamos a Sevilla, y en otras dos nos plantábamos en Madrid.
Después de pasar unos días en la Embajada haciéndome cargo de los asuntos, soste‐niendo conferencias y tomando las disposiciones necesarias, salimos para San Sebastián mi esposa, mi hija y yo, llegando a la "capital veraniega" el 26 de agosto.
I I I No sólo el americano, sino en general todo el "dispositivo" diplomático era totalmente
diferente en San Sebastián en este mes de agosto de 1944 de lo que había sido durante el verano del año anterior. En el intermedio el Departamento de Estado había aceptado mi recomendación de que la Embajada estableciese un Consulado americano regular en esta ciudad, para tener oficinas adecuadas y el servicio necesario. Gracias a esto nos fué posible este año atender los asuntos, fuera de los cuartos de un hotel, utilizando los servicios de un personal consular local (dirigido por un diplomático de experiencia, Mr. Willard Galbraith), al propio tiempo que los escribientes y funcionarios de la Embajada de Madrid, agregados a él temporalmente. Desde el día primero de agosto, en que el Ministerio de Asuntos Exterio‐res se trasladó a San Sebastián, hasta su regreso a Madrid el 15 de septiembre, fué cons‐tantemente visitado y sujeto a información por el inteligente y activo primer Secretario de Embajada Mr. Fayette Flexar, quien durante el tiempo de mi permanencia en esta ciudad fué mi brazo derecho. Merced a una clave secreta podíamos este año comunicar, rápida y sigilo‐samente, desde San Sebastián, lo mismo con Madrid que con Washington.
Los británicos tenían también este verano una hermosa casa en las afueras de San Se‐bastián, donde residían Sir Samuel Hoare y Lady Maud, esto aparte de las oficinas en la ciu‐
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dad. La Misión francesa disponía igualmente de una villa confortable. Los diplomáticos del Eje, en cambio, eran escasos y no se hacían muy visibles. No se percibió el Ministro japonés, al menos en público. El Embajador italiano, que sólo pasó allí una semana, figuraba ya, natu‐ralmente, junto a los aliados. Y los Ministros satélites de Rumania, Bulgaria y Croacia se mantenían apartados de los del Eje y trataban de entablar contacto con nosotros. Al pri‐mero de ellos lo recibí en San Sebastián, al segundo apenas regresé a Madrid.
Los alemanes estaban prácticamente aislados y notoriamente divididos. Los "baluartes" nazis de la Embajada, encabezados por el Consejero von Bibra, arremetían contra su propio Embajador. Parece ser que lograron superiores ayudas, pues poco después de mi llegada a San Sebastián, recibió Dieckhoff órdenes perentorias de que fuera inmediatamente a infor‐mar a Berlín. Acompañado de su esposa y dos o tres ayudantes, abandonó España con tal prisa que ni siquiera se despidió del Ministro de Asuntos Exteriores ni del Caudillo. A fines del mes de agosto salía para Alemania el tercero y último de los Embajadores de Hitler que viera yo en España. Desde ese momento no hubo Embajador alemán en Madrid, sino sólo un Encargado de Negocios.
Llegué a San Sebastián el 26 de agosto. El día siguiente de mañana tuve mi primera en‐trevista con el nuevo Ministro de Asuntos Exteriores, a quien encontré extraordinariamente amable e interesante. Ofrecía en muchos aspectos un gran contraste con su predecesor. Le‐quérica era un vasco oriundo de Bilbao, alto y de mentalidad muy despierta y viva. No per‐tenecía ni a la nobleza ni a la milicia, sino a la burguesía industrial y financiera, de la que era un ilustre y adinerado miembro. Tenía una personalidad esencialmente "política", y bajo la Monarquía Constitucional fué miembro del Parlamento y lugarteniente del jefe conservador Maura. Ni era falangista ni se tomó la molestia de disimular su desagrado por el "Partido". Pertenecía a las filas monárquicas del sector "liberal" más que del sector "tradicionalista", aunque durante la Guerra Civil se adhirió a los "Nacionales", apoyando desde entonces al General Franco.
Residió Lequérica durante cinco años —desde el 1939 a 1944)— fuera de España, co‐mo Embajador en Francia, y en una etapa anterior de su vida habitó en Inglaterra y fué alumno de la Escuela de Ciencias Económicas de Londres. Poseía grandes conocimientos de Historia y del mundo en general. Era un solterón a quien agradaba la buena mesa y no le faltaban caprichos. Hablaba el inglés y el francés, por lo que todas mis conversaciones con él pudieron realizarse en nuestra lengua, sin necesidad de ayuda ni presencia de un intérpre‐te. Era poco ceremonioso y me recordaba más a un hombre de negocios americano que a un español típico. Sentí desde mi primera visita que se ajustaría a las circunstancias pronta y tenazmente. El mismo hecho de haber estado durante cuatro años en Vichy, y su fama de inclinación al Eje, al menos en el período 1940‐1941, era suficiente para hacerle más deseo‐so de cooperar con nosotros en el momento en que nuestras armas triunfaban en Francia.
En mi primera entrevista con él, después de un intercambio preliminar de parabienes, le expresé de nuevo mi profundo sentimiento por la muerte de su ilustre predecesor, al que había visto por última vez en compañía del Caudillo en el curso de mi última audiencia en El Pardo, el día antes de partir para los Estados Unidos. Le manifesté mi sólida persuasión de que Jordana, aunque muy cuidadoso de no perjudicar ningún interés español, había sido siempre un verdadero y respetado amigo mío y de mi país. Daba por descontado que sería continuada y desarrollada la misma política, incluso con mayor rapidez y éxito en razón de la mayor oportunidad y necesidad que entonces se manifestaba. El Ministro contestó que podía contar por completo con la prolongación de la política citada, ya que particularmente deseaba poner a España mucho más cerca de los Estados Unidos y Gran Bretaña.
A petición suya le narré brevemente mi viaje a los Estados Unidos. De él había sacado, dije, las siguientes impresiones: de una parte la indudable existencia de un subyacente aprecio popular de España, como país, y del pueblo español, y de otra la convicción casi universal de que el Gobierno español no había avanzado lo suficiente en el ajuste de su polí‐tica interior y exterior al rápido cambio de la situación militar mundial. Declaré con fran‐
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queza que el pueblo americano no sentía simpatía por la Falange y no comprendía cómo esta organización esencialmente fascista era mantenida y reforzada en España en los mo‐mentos en que desaparecía rápidamente el fascismo de todas las partes del mundo.
Añadí que estaba seguro de que el Gobierno de los Estados Unidos no deseaba ni tenía intención de intervenir en los asuntos internos de España, pero que el Ministro y el Caudillo no debían abrigar la ilusión de que el pueblo americano llegase a simpatizar con la Falange. Además, en conjunto, no llegaba a entender por qué ante la inminente derrota de Alemania, el Gobierno español no se alineaba con Estados Unidos y Gran Bretaña en todos los aspec‐tos, fuera de la activa participación en la guerra. A algunos de nosotros nos era posible comprender por qué España se había sentido obligada a seguir una política oportunista de neutralidad benevolente hacia Alemania durante los años 1940‐194)1, pero ningún ameri‐cano acertaba a ver por qué tenía que seguir adherida a una neutralidad legalista, cuando, en vista del rápido desarrollo de los acontecimientos militares, debía observar una neutra‐lidad benévola hacia los Aliados. Era España en muchos aspectos más importante que Suiza, Suecia, Portugal y Turquía, pero su política temía yo que se estuviese quedando a la zaga. El Ministro me indicó que le alegraban sobremanera mis sinceras declaraciones y sentía per‐sonalmente que era necesario y urgente dar una nueva orientación a la política exterior .española, en lo cual esperaba colaborar estrechamente con el Embajador británico y con‐migo.
Manifestóle que tenía multitud de asuntos que tratar con él, todos ellos relacionados con los primeros pasos hacia el eficaz viraje de la política que preconizaba para España; pero consideraba que una primera entrevista no era el momento propicio para detallarle todos ellos. Había dos o tres, sin embargo, de carácter especialmente urgente de que desea‐ba, con su autorización, hablarle, dejando los otros para discusiones ulteriores.
Abordé el caso de la censura de Prensa en España, indicándole una serie de quejas con‐cretas acerca de su arbitrariedad y parcialidad que los jefes de la Prensa Asociada y de la Prensa Unida acababan de comunicarme. Si continuaba tal estado de cosas, creería la Pren‐sa americana con razón que el Gobierno español trataba de tenerla en ignorancia sobre los acontecimientos del interior del país. El Ministro es mostró bien consciente de este escollo. Me dijo que ya había recibido a los corresponsales y estaba convencido de que les habían dado trato desfavorable. Por eso había cursado órdenes para una liberalización de la censu‐ra. No quería que fueran remitidos informes falsos o tendenciosos de los asuntos internos, pero tampoco veía la razón de que nuestros corresponsales no informasen libre y totalmen‐te sobre el desarrollo de la guerra y sobre los acontecimientos íntimos de España.
También abordé con Lequérica en esta primera entrevista el asunto relevante de las re‐laciones franco‐españolas. Le pregunté si España pensaba retirar su reconocimiento al régimen de Pétain. Me dijo que dos días antes había comunicado al Encargado de España en Vichy y a la Legación de Berna, que informasen al Mariscal Pétain que, 'en vista del cambio de las circunstancias y de la nueva actitud de los alemanes contra el Mariscal, no podía Es‐paña mantener por más tiempo relaciones diplomáticas con su Gobierno, entonces estable‐cido —según se decía— en Belfort, y que los diplomáticos españoles acreditados ante él debían regresar inmediatamente a su Patria. También había informado a Pietri de la deci‐sión acordada, con el resultado de que éste, previa la autorización del Gobierno español, entregase a la Prensa una nota en la que diría que su misión en España había terminado.
Con esto llegábamos a un punto interesante, ya que, según había observado en una cláusula de la declaración de Pietri, aunque daba éste por terminada su misión, proseguiría protegiendo temporalmente los intereses franceses en España. Le dije que juzgaba yo que esta responsabilidad debía pasar automáticamente a M. Jacques Truelle, representante ofi‐cial del Comité Francés de Liberación Nacional, con el que España mantenía relaciones di‐plomáticas de jacto sobre lo concerniente al Africa francesa, las cuales podrían hacerse ex‐tensivas en aquel momento a la Francia metropolitana.
El Ministro me dijo que ya pensaba tratar en lo sucesivo todos los asuntos concernien‐tes a Francia exclusivamente con M. Truelle. El día anterior le había presentado éste una
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declaración sobre la materia, y aprobada por él aparecía la noticia en los periódicos de la mañana. Añadió que Pietri era un íntimo amigo suyo desde hacía muchos años, pero le hab‐ía sacado de la cama a las dos de aquella noche, para protestar contra la publicación de cualquier declaración de Truelle, a lo cual se había contentado con responderle, a "hora tan intempestiva", que no detendría la publicación de la nota y que desde ese mismo instante el Gobierno español trataría oficialmente con Truelle y no con él.
Para concluir, solicité del Ministro que me consiguiese una audiencia con el General Franco, para poder informarle de mi viaje a América y tratar con él de la situación general. El señor Lequérica me dijo que hablaría con el Caudillo por teléfono inmediatamente y tra‐taría de obtenerme una entrevista para fecha próxima.
El General Franco se hallaba veraneando por entonces en Galicia. No obstante, se dispu‐so rápidamente que yo sería recibido por él en El Pardo, apenas regresara a Madrid. La au‐diencia tendría lugar el 11 de septiembre.
Mi breve estancia en San Sebastián durante el verano de 1944, entre finales de agosto y principios de septiembre, coincidió con acontecimientos de gran interés e importancia.
Los alemanes retiraban sus fuerzas de la frontera pirenaica, y nuestros Ejércitos avan‐zaban hacia el interior de Francia partiendo de Normandía y de la costa Mediterránea. París fué liberado el 25 de agosto. Una ofensiva de gran envergadura comenzó en el valle del Marne el 28 de ese mismo mes. Se ocupó Tolón el día 28; Bruselas y Amberes caían el 4 de septiembre, y el 11 se pisaba por primera vez territorio alemán. Simultáneamente los ejér‐citos del Frente Oriental recorrían a marchas forzadas el camino hacia Alemania. Los rusos rebasaron Varsovia el 22 de agosto y Rumania desertaba del Eje y se unía a los Aliados el 2i3. Finlandia cesaba en la guerra el 4 de septiembre.
El Ministro de Asuntos Exteriores actuó con rapidez durante estos días para ajustar las relaciones internacionales a la grandemente cambiada situación militar. No sólo abolió prácticamente la censura de prensa de nuestros corresponsales y aceleró el traspaso de la representación de Vichy a la Francia del General De Gaulle, sino que hizo llamar y recibió oficialmente a los Jefes de las Misiones de los países ocupados: Holanda, Bélgica, Noruega, Polonia, Checoeslovaquia, Grecia y Yugoeslavia. Decretó, en colaboración con el Ministro de Marina, el internamiento de los barcos de guerra alemanes que se refugiasen en los puertos españoles de Pasajes, Bilbao y del Golfo de Vizcaya.
Prestó también rápida atención a los distintos asuntos que le había presentado en mis anteriores entrevistas, los cuales indicaré aquí someramente (sin perjuicio de volver luego sobre el detalle de su desenvolvimiento):
Primero.—Deseábamos que España cortase la única línea aérea de la Lufthansa entre Alemania y la Península Ibérica, desde Stuttgart a Barcelona, Madrid y Lisboa.
Segundo.—Debía asegurarnos que no recibiría ni daría albergue a los "criminales de guerra" del Eje, ni protegería los tesoros procedentes de saqueos.
Tercero.—Queríamos que España expulsase o internase a los agentes alemanes. Cuarto.—Deseábamos un acuerdo aéreo definitivo con España. Quinto.—Aspirábamos a una comunicación directa ra‐diotelegráfica entre España y los
Estados Unidos. Sexto.—Queríamos un arreglo justo de las antiguas dificultades entre el Gobierno espa‐
ñol y la Compañía Telefónica americana. Séptimo.—Deseábamos la libertad de los barcos de guerra italianos que, a consecuencia
del acuerdo del 29 de abril, habían permanecido internados en las islas Baleares.
I V
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San Sebastián queda tan sólo a media hora del "Puente Internacional" de Irún, que se‐para a Francia de España. En el mes de agosto del año anterior fuimos Beaulac y yo en coche hasta el puente, pudiendo ver en la orilla opuesta los destacamentos alemanes y su temible artillería. A la pregunta de un guardia español del Puente de si deseábamos cruzarlo, con‐testó Beaulac: "Por ahora no, gracias; pero lo haremos el año que viene."
Y pasado poco más de un año, crucé el "Puente Internacional", aunque no con Beaulac. Esta memorable excursión, realizada el domingo 27 de agosto por la tarde, fué la primera visita de los representantes aliados en España a la liberada Francia. Habíala organizado la Misión francesa y consistía en un pequeño cortejo de tres automóviles escoltados por miembros del "maquis" francés en moto. En uno de los coches iba el Ministro francés M. Truelles con los miembros de su misión y dos autoridades españolas. En el segundo, el Em‐bajador británico Sir Samuel Hoare, con su Agregado Militar y un Secretario. Yo iba en el tercer coche con Fayette Flexer, Monseñor Boyer‐Mas y Micha el George.
Al cruzar él puente recibimos los saludos españoles en uno de sus extremos y los fran‐ceses en el otro. Habían desaparecido las cruces gamadas y los alemanes. Seguimos cruzan‐do Hendaya y San Juan de Luz, hasta Biarritz. La carretera estaba cubierta por franceses que aplaudían a nuestro paso —hombres, mujeres, niños, labriegos y gente de la ciudad, curas y monjas, veteranos heridos y juventudes de la "resistencia"—. No sé de donde saldrían tan‐tas banderas americanas e inglesas pero lo cierto es que había profusión de ellas, y que de cuando en cuando se veía alguna rusa. Arrojaban ramos de flores a nuestro paso y por las ventanas de los coches, y, al ser detenidos por la multitud, nos entregaban los niños para que los besáramos.
Al llegar a la plaza de Biarritz, pasamos revista a una Compañía de Maquis, formada por individuos que oscilaban entre los diez y seis y sesenta años, vestidos con una serie de uni‐formes improvisados y 'con toda clase de armas, desde la ametralladora a la pica, aunque todos con aspecto muy militar. El Alcalde nos dió la bienvenida y nos introdujo en el edifi‐cio, donde pronunciamos discursos Sir Samuel y yo y se brindó con auténtico champagne francés. Pude darme cuenta de la situación general del Sudoeste de Francia y de la imperio‐sa necesidad de materias alimenticias, al igual que de armas para vencer a las relativamente numerosas fuerzas alemanas que aún permanecían en los alrededores de Burdeos.
Tan pronto como regresé a San Sebastián, inicié las gestiones con la Misión francesa pa‐ra proporcionarle los depósitos de alimentos que estaban en el puerto de Cádiz, y con las autoridades españolas para el libre transporte de los mismos vía Barcelona a la Francia me‐ridional. Tardó bastante en ser realidad* pero de todas formas los alimentos cruzaron los Pirineos, ayudando a mitigar el hambre allí reinante.
En aquellos momentos prestaba el Alto Mando Aliado muy poca atención a esa región de la frontera pirenaica. Concentraba sus esfuerzos más bien al Norte y al Este siguiendo las carreteras que conducían hacia la propia Alemania. Esto hizo que quedasen algunas bolsas de fuerzas armadas alemanas, particularmente en la costa occidental, que a las tropas loca‐les francesas, defectuosamente armadas, les era imposible vencer. También quedó abando‐nada gran parte de la Francia meridional a un estado de anarquía virtual. Desde el mes de agosto al de noviembre estuvo esta región unida a París mediante escasas y lentas vías de comunicación y en manos no de funcionarios oficiales de De Gaulle, sino de auto‐constituidos y frecuentemente violentos grupos del "maquis", quienes siendo, es cierto, miembros militantes del movimiento de resistencia, habían hecho espléndida labor contra los alemanes, pero que tendían ahora a tachar de "colaboracionista" a cualquier francés que estimasen menos "militante", tratándole de forma extremadamente violenta. Algunos de ellos —aunque no todos— eran comunistas, y por estar mejor organizados y ser más deci‐didos, ejercían prácticamente una dictadura en ciudades como Toulouse, Carcassonne y Perpignan, donde condenaron arbitrariamente a muerte a un gran número de personas.
Fueron relativamente escasos los desórdenes registrados en el sector occidental de la Francia meridional vecina a España, es decir, en los departamento de las Landas, Gers, Altos y Bajos Pirineos; pero en los sectores central y oriental, donde la influencia comunista era mayor, fueron mucho más frecuentes los desmanes. Había allí también varios millares de
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exilados republicanos españoles, en su mayoría catalanes, y entre ellos un gran número de anarquistas y comunistas. Unidos al maquis le prestaron valiosa ayuda para limpiar de ale‐manes la región pirenaica; pero, realizado esto, tuvieron menos interés en continuar lu‐chando hacia el Norte contra los alemanes que en recabar el apoyo del maquis francés para realizar incursiones hacia el Sur en contra de la España de Franco.
La radio Toulouse, de filiación comunista, haciéndose eco de radio Moscú, esparció una serie de cuentos contra el General Franco y su Gobierno y sensacionales relatos del tipo si‐guiente: "En España se registran rebeliones. Las fuerzas armadas "leales" operan en Extre‐madura y Asturias y Málaga está ya en su poder. Se registran tumultos en Barcelona, donde han muerto mil quinientas personas en luchas callejeras. Esto mismo sucede en Bilbao y Sevilla. Los ejércitos de los españoles exilados cruzan la frontera de los Pirineos y realizan grandes progresos en Cataluña y Aragón. El General Franco reconoce que ha "empezado la danza" y se apresura a marchar a los Pirineos para arreglar una rendición ante los repre‐sentantes del "Gobierno exilado Español" (cuya presidencia afirmaba tener el republicano Miguel Maura). Entre tanto —también según las emisiones comunistas—, España enviaba grandes cantidades de petróleo, armas y alimentos a los alemanes bloqueados en La Roche‐lle y otros lugares de la costa francesa.
De fuentes como la de Toulouse llegaban las "noticias" a Londres y de allí eran transmi‐tidas a Nueva York por cable o por radio; y serios periódicos conservadores de Inglaterra y América hacían el juego a la maniobra comunista contra España, mientras la prensa extre‐mista se superaba a sí misma ofreciendo todavía a sus lectores, a final de octubre, las "pruebas" de que España continuaba haciendo grandes exportaciones bélicas a la Alemania nazi.
Durante las dos semanas que permanecí en San Sebastián y los dos meses siguientes en Madrid todo el mundo estaba enterado de los trastornos que agitaban a la Francia meridio‐nal. Pero los disturbios dados a la publicidad como cosa ocurrida en España eran totalmente ignorados de todos los habitantes del país. No se registraban trastornos ni luchas en ningu‐na de las ciudades de España. Exceptuando algunos exiguos paquetes transportados por los aviones de las líneas comerciales de la Lufthansa, nada salía de España para Alemania. Aun en el caso de que los españoles hubiesen deseado enviar abastecimientos, carecían de me‐dios en aquellos momentos para realizarlo. Los aliados intervenían todas las carreteras y ferrocarriles a lo largo de Francia. Podría haber salido de Galicia algún contrabando, que cruzando el Golfo de Vizcaya llegara a las guarniciones alemanas bloqueadas en la costa francesa, pero sería en todo caso muy insignificante, ya que para entonces la totalidad de la costa estaba bloques da y guarnecida por los británicos.
La única brizna de verdad en las noticias de inspiración comunista era la incursión del
maquis español a través de los Pirineos. Penetraron unos centenares tratando de incitar a la rebelión popular en Cataluña y Aragón; pero, desde luego, no profundizaron y además fra‐casaron rotundamente en su intento de reclutar gente en territorio español. Lo único que consiguieron fué la muerte, la prisión o el retorno a Francia con algún ganado robado a los pacíficos aldeanos. La primera reacción en el interior de España fué de alarma y temor; más tarde de fastidio y disgusto, y finalmente, de descanso; sentimientos éstos no sólo del Go‐bierno y de sus partidarios, sino también de la mayor parte de los "izquierdistas", opuestos a una reanudación de la guerra civil. De momento, al menos, estas incursiones fronterizas reforzaron más que debilitaron al régimen de Franco. Por otra parte, las incursiones cesa‐ron pronto, al ser reforzadas las guardias fronterizas por tropas regulares, y mejorar las condiciones de orden público en el lado francés. Hacia el mes de noviembre consiguió el General De Gaulle imponer su autoridad en la parte meridional, privando a los comunistas de Radio Toulouse.
V
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El día 9 de septiembre de 1944 regresaba yo de San Sebastián a Madrid para celebrar
una entrevista con el General Franco el día 11 en El Pardo. Permanecí con el Caudillo en compañía del Ministro de Asuntos Exteriores y del Barón de las Torres, hora y media, en‐contrándole de excelente salud y espíritu. Le repetí todo cuanto había dicho al Sr. Lequérica el 26 de agosto sobre mi viaje a los Estados Unidos y las impresiones que saqué de él; pero especifiqué acto seguido varios puntos sobre los cuales esperábamos que España se deci‐diera en el futuro próximo a tomar medidas de "benévolo neutral".
En primer lugar, el asunto de las líneas aéreas comerciales para y desde España. Debido al hecho de que Francia y el Norte de Italia eran entonces teatuo de operaciones aliadas, al igual que la parte del Mediterráneo enclavada en esa zona, le indiqué que España no deber‐ía prestarse a servir de base para los aviones germanos que por allí volaban, llevando in‐formación y pasajeros sospechosos. Hacía ya un año que habíamos pedido que España esta‐bleciese un servicio propio con Suiza, a través del territorio galo, y sabía muy bien que el Conde de Jordana hubiera llevado a cabo este proyecto de no haberse opuesto los alemanes a que los aviones españoles volaran sobre Francia, ocupada entonces por su Ejército. ¿Por qué no emplear ahora las mismas razones para impedir en España .el vuelo de los aparatos alemanes? El General Franco contestó que había discutido con el Ministro de Asuntos Exte‐riores una hora antes este mismo punto y que pensaba continuar la conversación aquella misma tarde, confiando en que encontraría la forma y medio de atender a nuestra demanda.
Mi Gobierno esperaba y deseaba —le dije en segundo lugar—que se le diera pie para anunciar públicamente pronto que España se negaría a recibir jefes militares o políticos del Eje, que pudieran buscar en ella refugio, y que se darían los pasos necesarios para el eficaz cumplimiento, de lo cual constituiría la mejor garantía contra futuras "exigencias" embara‐zosas para España por parte de los Aliados, y sería algo que, acordándolo voluntariamente España, redundaría en su beneficio en la postguerra. Repuso a esto el General Franco que, según sus noticias, ningún jefe de los países del Eje, tenía proyectado buscar refugio en Es‐paña. Al menos ninguno había llegado hasta la fecha y se imaginaba que la mayoría de ellos morirían suicidándose o asesinados, o serían hechos prisioneros por nosotros antes que pudieran escapar del Norte de Italia o de Alemania. No juzgaba, pues, que el asunto urgiese a España. Por mi parte me manifesté disconforme con su aserto y le dije que temía que Es‐paña se viera cualquier día ante un hecho consumado. Debería prestarse atención a la acti‐tud adoptada por Suecia sobre este particular, según me había enterado recientemente. Me preguntó cuál era esa postura, indicándole yo que Suecia había declarado que no recibiría a jefe alguno del Eje, y que, para llevarlo a la práctica, había dado detalladas instrucciones al Ejército, Marina, Policía, Guardias costeras y Aduanas. El dato interesó mucho al Caudillo, quien me dijo se ocuparía de ello con el Ministro de Asuntos Exteriores.
Todavía quedaba otro asunto, proseguí, sobre el que quería llamar su atención. El Sr. Lequérica había dado algunos pasos, sin duda con la aprobación del Caudillo, para acordar el reconocimiento oficial del Gobierno Provisional del General De Gaulle y reanudar las re‐laciones diplomáticas con los representantes de los países que se iban liberando —Bélgica, Países Bajos, Noruega, Polonia, Checoeslovaquia, Yugoeslavia y Grecia—. Asintió el General Franco, diciendo que eso precisamente era lo que estaba haciendo España. Contesté que lo juzgaba excelente, pero que quería sugerirle, como ulterior medida de largo alcance, la rup‐tura de relaciones diplomáticas con el Japón y con sus peleles de Manchukuo y China de Nanking. La guerra en Europa quedaría bien pronto terminada, aunque la lucha contra el Japón durase un año más. España tenía grandes intereses en las Filipinas que no habían respetado los nipones. Además, una vez terminada la guerra, la independencia de estas islas sería cosa segura, con lo cual se tendría en el mundo otro miembro de la familia de naciones de habla española. Estaba seguro de que España, mediante un gesto llamativo, desearía po‐ner en evidencia la solidaridad que le unía con el pueblo filipino y con los Estados Unidos en su lucha conjunta contra el Japón. Y evoqué a este propósito las observaciones que el Caudi‐llo me había hecho el año anterior sobre el Japón y sobre la simpatía de España hacia los Estados Unidos en su guerra en el Pacífico.
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A esto respondió el Caudillo que estaba dispuesto a repetir con toda fuerza cuanto me había dicho sobre el Imperio nipón el año precedente. Podíamos tener mi Gobierno y yo la seguridad de que sus simpatías y las del pueblo español estaban puestas junto a los Estados Unidos en su guerra contra el Japón. No era partidario de los japoneses y estaba preparado para romper las relaciones diplomáticas con ellos apenas llegase el momento oportuno. Hacía aproximadamente un año que había rechazado por tercera vez su petición de elevar a la categoría de Embajada su Legación de Madrid, y desde entonces tuvo que amenazar dos veces al Ministro japonés con la ruptura de relaciones diplomáticas y la negativa a seguir representando los intereses) japoneses en cualquier otro país.: una de ellas, al saber el trato dado a ciertos obispos católicos de las Filipinas y de Guam, y la otra al enterarse de los ata‐ques perpetrados contra los ciudadanos y bienes españoles en aquellas islas. En ambas oca‐siones había prometido el Ministro japonés que tales cosas serían reparadas, pero estaba lejos de creer que así ocurriese, y quería que yo me diera por enterado de que la idea de una ruptura de relaciones con el Japón estaba presente en su ánimo. Deseaba además declarar su magnífica opinión sobre la forma en que los Estados Unidos habían tratado a los ciuda‐danos y bienes españoles en las Filipinas durante el período de la ocupación americana.
Agradecí al General Franco cuanto acababa de decirme e iniciamos las discusiones so‐bre la vieja cuestión entre el Gobierno español y la Compañía Telefónica. Dió su con‐formidad a que nombrase el Gobierno un representante oficial o una comisión que tuviera plenos poderes para negociar con la Compañía. Estaba convencido de que España necesita‐ba más que nunca las aportaciones americanas y que era menester tratarlas honesta y jus‐tamente.
Al terminar la conversación hizo el General Franco algunas observaciones sobre nues‐tra campaña militar en Francia y Bélgica. La consideraba magnífica. Opinaba que el General Patton y el General Bradley pasarían a la historia como unos de los mejores Generales de la Segunda Guerra Mundial. Me aseguró su satisfacción por nuestro éxito. Era de gran tranqui‐lidad para España verse libre de las graves asechanzas de una invasión extranjera, que hab‐ía sido la amenaza de cinco años. Se alegraba además de que Francia quedase liberada y en condiciones de asumir de nuevo, gracias a los Estados Unidos y la Gran Bretaña, su posición histórica de baluarte de la civilización occidental. España, que había pasado ocho años de experiencias perturbadoras, podría de ahora en adelante respirar más tranquila. Me des‐pedí del Caudillo a las dos en punto de la tarde y me dirigí a la Embajada para el almuerzo, ya un poco retrasado, incluso para el horario español.
Dos días después de mi audiencia con el General Franco envié une nota al Ministro de Asuntos Exteriores, de acuerdo con instrucciones recibidas de Washington, invitando a Es‐paña a que participase en la Conferencia Internacional de Aviación Civil, cuya inauguración se celebraría el día primero de noviembre en Chicago. El 22 de septiembre me informó el Sr. Lequérica que España aceptaba gustosa la invitación y que enviaría a la Conferencia una nutrida delegación en representación de los Ministerios de Asuntos Exteriores, del Aire y de Industria y Comercio.
Este mismo día 22 de septiembre, y siguiendo igualmente instrucciones de Washington, transmití al Ministro del Exterior el agradecimiento del Gobierno de los Estados Unidos por el amistoso y hospitalario recibimiento acordado a la Comisión técnica que había visitado España el anterior mes de julio para estudiar la realización práctica de los derechos de ate‐rrizaje de aviones comerciales americanos, concedidos por España "en principio" en no‐viembre de 1943. Indiqué que mi Gobierno estaba ahora en condiciones de negociar con España un acuerdo definitivo a base de reciprocidad y que le agradaría tener facilidades para tres líneas aéreas: 1.a, de Nueva York a Lisboa, Madrid, Barcelona, Marsella y regreso; 2.a, de Nueva York a Lisboa, Madrid, Argel y regreso, y 3.a, de Nueva York a América del Sur, Africa Oriental, Río de Oro, Sevilla, Madrid, París y regreso. El Ministro me dijo que le parec‐ía muy bien nuestro proyecto y haría cuanto estuviese en su mano por facilitar la firma de un acuerdo aéreo bilateral. En consecuencia, el día 28 de septiembre presentamos un esbo‐zo de ese acuerdo. Fué aceptado por el Ministro de Asuntos Exteriores el 3 de octubre y sir‐vió de base para las negociaciones concretas:, llevadas inteligentemente por nuestro primer
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Secretario, Mr. George Haering, pero caracterizadas también por una colaboración decidida de parte de España, que no puso ningún obstáculo de importancia.
Conseguimos al mismo tiempo magníficos progresos en las gestiones que se hacían pa‐ra obtener satisfacción de otros deseos nuestros. En la cuestión de los "criminales de gue‐rra" me dio seguridades el Ministro de Asuntos Exteriores el 28 de septiembre, diciéndome que, como resultado de las conversaciones sostenidas entre él y el General Franco, podía informar a mi Gobierno que si las Potencias aliadas adjudicaban oficialmente a una deter‐minada persona la calidad de "criminal de guerra" y ella buscaba refugio en España, no tendría el Gobierno español inconveniente alguno en entregarla a la justicia extranjera.
Para aquella fecha los mil o más guardias alemanes, soldados y enfermeras que habían entrado en España en agosto, al efectuarse la retirada general del sur de Francia, quedaban internados en el Campo de Miranda de Ebro. Por otra parte, gran número de agentes nazis cuya presencia en España había dado origen a repetidas quejas de nuestra parte y de los británicos, fueron detenidos y repatriados por medio de la Lufthansa en el avión que salía de Barcelona o bien internados en Miranda. Aunque corrieron frecuentemente bulos de que tal o cual personaje nazi o fascista estaba en camino hacia España —Himmler o Ribbentrop, incluso Mussolini o Hítler—, lo cierto es que ninguno de ellos hizo aparición. De hecho, hubiera sido imposible que cualquiera de los mencionados entrara en el país sin ser locali‐zado por alguno de los servicios de información aliados o por algún español, que nos lo hu‐biera hecho saber. Y aun en el caso de una efectiva entrada, teníamos el compromiso del Gobierno de hacernos su entrega.
El Gobierno español salió también al paso de los que proyectaban la importación de bienes procedentes de robos y haberes particulares. Se apropió de gran cantidad de ellos en Irún durante el mes de septiembre. Acentuó sus inspecciones de aduana en la frontera y proporcionó valiosa información a los funcionarios de la Embajada que estaban encargados, a las órdenes de nuestro Agregado Comercial, de la investigación de las inversiones alema‐nas en España.
En la gestión para obtener de Asuntos Exteriores el corte de la línea aérea comercial alemana entre Barcelona y Stuttgart, tuvimos un doble escollo. En primer lugar, los británi‐cos, con su Embajador a la cabeza, eran, al principio, reacios a secundar nuestros esfuerzos. Concretándose todavía al aspecto de los "agentes alemanes", juzgaba Sir Samuel que debían ser repatriados! mejor que internados en el país, y sólo podían ser enviados a su patria me‐diante el servicio aéreo de la Lufthansa. Por otra parte, Washington era lento en apreciar o aceptar lo que el Gobierno español consideraba como requisito previo y necesario para dar la orden de que cesasen los servicios aéreos alemanes.
Estoy seguro de que, a pesar de la opinión británica sobre la materia, podíamos haber obtenido en septiembre de 1944 el corte de este único lazo de unión entre Alemania y Es‐paña, si hubiéramos asegurado a esta última el establecimiento de una comunicación con Suiza. Siempre que hablé a Lequérica de la suspensión de la Lufthansa, me señaló la necesi‐dad de que España tuviese los medios necesarios para mantener contacto con sus misiones diplomáticas y sus conciudadanos de la Europa Central. El día 28 hízome referencia a nues‐tra propuesta del año anterior sobre establecimiento por los españoles o los suizos, o por ambos a la vez, de un servicio entre España y Suiza, manifestándome que si esta fórmula se ponía en práctica, España paralizaría a los aviones comerciales alemanes. Sugirió además que los aparatos .de la línea hispano‐suiza proyectada podrían aterrizar en algún lugar de Francia, que deberíamos determinar nosotros, para la inspección y control de los pasajeros y equipajes que llevaran. De esta forma, dijo, tendríamos la seguridad de que la nueva línea prestaría un servicio estrictamente neutral y no favorecería a los intereses alemanes.
La Misión francesa de Madrid quedó favorablemente impresionada por la proposición de Lequérica y recomendó al General De Gaulle su aprobación. También la Embajada britá‐nica la consideró aceptable y así lo comunicó a Londres. Pero nuestras autoridades milita‐res tenían muchas otras cosas, en que pensar y, según parece, el Departamento de Estado nos las presionó para obtener la resolución propicia. Y, en suma, todo quedó en agua de bo‐rrajas.
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Había también otra propuesta del Gobierno español en el sentido de que si no accedía‐mos a una comunicación aérea entre España y Suiza, permitiéramos, al menos, un servicio de correos por ferrocarril o carretera entre los dos países, con lo cual España podría pres‐cindir de la línea alemana. No obstante, pasaron varios meses sin que obtuviéramos la aprobación de tal propuesta, que no llegó a darse hasta después de mi salida de España en enero de 1945, quedando entonces cortada la línea aérea de los alemanes.
Entre tanto, faltándonos la posibilidad de suspenderla, hicimos todo lo posible por re‐ducir al mínimo su utilidad para los alemanes. Por medio de nuestros servicios de informa‐ción, sabíamos perfectamente cada día los pasajeros y paquetes que salían de Barcelona, Madrid y Lisboa. Nos era imposible saber si las valijas diplomáticas de las misiones alema‐nas en Portugal y España eran portadoras de importantes documentos en dirección Sur, y de informes militares, valiosos productos industriales, etc., hacia el Norte. Pero con nues‐tras enérgicas protestas en el Ministerio de Asuntos Exteriores, conseguimos de España limitar el número de las valijas que podían transportarse y la prohibición de paquetes de alimentos concentrados, vitaminas y otros artículos que pudieran ser de cierto valor militar para Alemania.
V I En el capítulo precedente hice mención del "Instituto Internacional femenino" en Espa‐
ña y de las negociaciones que nos proporcionaron en primero de julio de 1944, la devolu‐ción de su hermoso edificio de Madrid. Esta casa fué entonces alquilada por el Departamen‐to de Estado a la Junta de Síndicos americanos por un plazo obligatorio de cinco años, con opción a otros cinco, y se efectuaron renovaciones y reparaciones) bajo la vigilancia y su‐pervisión de los Sres. Larkin y Amateis del Departamento y del Primer Secretario de la Em‐bajada Sidney Redecker. A fines de septiembre pudimos, por fin, trasladarnos a este ade‐cuado y espacioso edificio e instalar en él las dispersas y aglomeradas oficinas de la Emba‐jada.
Perteneciendo ya el wolfram y las "compras preventivas" al reino de la historia y sin otro interés que el arqueológico, comenzó la USCC a recoger sus bártulos y, como los árabes, a desaparecer silenciosamente, aunque algunos meses más tarde, sin embargo, reanudó sus actividades para adquirir víveres con destino a nuestras fuerzas armadas y a la población civil de las regiones que se iban liberando.
En septiembre de 1944 era totalmente evidente que algunas de las cosas que veníamos realizando en España no necesitábamos hacerlas por más tiempo, y otras, que hasta enton‐ces habían tenido poca importancia, requerían crecientemente nuestra atención. Por esto, mientras eliminábamos la sección dedicada a las compras preventivas, nos veíamos preci‐sados a organizar otras secciones encargadas de la "fiscalización de la propiedad proceden‐te de los saqueos" y de "la compra de abastecimientos", con lo cual las obligaciones comer‐ciales y económicas de la Embajada crecieron, en lugar de disminuir.
Nuestro servicio de información no tenía ya por qué mantener la "cadena" en los Piri‐neos y en Francia, ni inspeccionar los movimientos del enemigo, como tampoco existían aviadores aliados ni refugiados que hubieran de ser atendidos por nosotros22. Podía redu‐
22 En conjunto, desde noviembre de 1942 a junio de 1914, España salvó más de mil den aviadores americanos. Refi‐riéndose a la muerte de uno, en la etapa última, Mrs. Harry Hawley, esposa de nuestro Cónsul en Bilbao, escribía a Mrs. Hayes el 12 de junio: «Ayer enterramos el cadáver de un joven aviador americano que fué devuelto a la costa por el mar, no lejos de aquí. Resultó realmente un hermoso funeral. La colonia inglesa acudió en su casi totalidad y los españoles en‐viaron un amplio grupo de aviadores y de oficiales de marina. Las flores que ofrecieron no hubieran sido más bellas si se hubiese tratado de uno de nuestros hijos. Todos sentimos que aquello tenía un valor simbólico de largo alcance. Mi marido leyó el oficio episcopaliano de difuntos, porque la placa de identidad del muchacho indicaba su condición de protestante y no hay pastor en la ciudad. El cementerio británico es un bello lugar, a pocas millas de distancia de Bilbao, y allí el pobre y golpeado cuerpo de Albert Smith, de Pensylvania, yace bajo los pinos, junto a los de un aviador inglés y otro canadiense, que fueron también lanzados por el mar a la costa española. Todos quedamos muy profundamente emocionados por la amplia presen r cia de los oficiales de España.
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cirse, por consiguiente, muy bien la plantilla en las oficinas de los Agregados militar y naval y en la OSS.
Lo mismo ocurría con la Oficina de Información de Guerra. Ya no necesitábamos soste‐ner contra el Eje una guerra psicológica ni de propaganda en España. Para entonces estaba ganada y toda la Península sabía que llegaba la hora de una rendición incondicional de Ale‐mania. Ya no hacía falta que siguiésemos gastando grandes cantidades de dinero en impri‐mir y repartir propaganda bélica. Era menester reducir el numeroso personal de la Casa Americana. Pero al mismo tiempo veía la conveniencia a largo plazo de mantener en funcio‐namiento y desarrollar las actividades de nuestros Agregados de Prensa y de Relaciones Culturales, que deberían seguir dentro de la Embajada y dependiendo del Departamento de Estado cuando una organización de circunstancias de guerra, como la Oficina de Informa‐ción, hubiese desaparecido. Con este fin dirigí al Departamento en septiembre un informe cuidadosamente redactado en el que abordaba en detalle estos puntos. Se mostró conforme en todo con ellos el Director de Ultramar de la Oficina de Información de Guerra, T. L. Bar‐nard, quien nos hizo una visita en Madrid a comienzos de octubre. Se acordó que, aunque Mr. Emmet Hughes y algunos otros miembros de la avanzadilla local de la Oficina de Infor‐mación permanecieran en España algún tiempo, sus funciones serían reducidas gradual‐mente y quedaría la avanzadilla supeditada al Agregado de Prensa, elegido entre los di‐plomáticos de carrera de la Embajada. Designé para este cargo al Primer Secretario Philip Bonsal, quien demostró, con su actuación, el acierto de la elección.
Gracias al Departamento de Estado, contábamos en España con un competente y abne‐gado cuerpo Consular. Desde mi llegada al país, elevé a práctica normal el citar a todos los Cónsules a una Conferencia anual de tres días de duración que se celebraría en Madrid, para conseguir que la Embajada se beneficiara de su experiencia personal y consejos, y que ellos, por su parte, pudieran observar de cerca las distintas formas de funcionar y las actividades de la Embajada. Tuvieron lugar coincidiendo con la Fiesta Nacional americana del "Cuatro de Julio" en 1942 y 1943. Pero en 1944 nos pareció conveniente variar la fecha de la Confe‐rencia y fijarla para la semana del 12 de octubre. Los avances de nuestros Ejércitos en Fran‐cia y el viraje de la atmósfera de España hacían necesaria una nueva orientación de nuestra estrategia y táctica, que afectaba por igual a nuestros Consulados y Embajada. Además, co‐mo la misión de guerra que se me había encomendado y por la que acudí a España ya estaba cumplida, había decidido que, tan pronto como se celebrasen las elecciones presidenciales, presentaría mi dimisión como Embajador y regresaría a la Universidad de Columbia. De mo‐mento guardé en secreto esta decisión, pero quise ver de nuevo a los Cónsules antes de mi cese. A todos les tenía afecto y siempre se mostraron conmigo amables y activos coopera‐dores.
La conferencia de 1944 se celebró con la asistencia de los siguientes: Key, de Barcelona; Hawley, de Bilbao; Quarton, de Málaga; Hamlin, de Sevilla; Galbraith, de San Sebastián; Cowles, de Vigo; Anderson, de Valencia, y Furnald, de las Palmas. La mayoría de ellos hicie‐ron el viaje con sus esposas. Los señores Butterworth y Askerman, y otros miembros de la Embajada, así como los Agregados Militar y Naval, asistieron a la Conferencia. Tuvo lugar en los locales de la nueva Cancillería y en la Casa Americana, dándose en el edificio de la Emba‐jada un baile y una cena. Verdaderamente saqué la impresión de que había sido una confe‐rencia sumamente agradable y muy ventajosa para todos los participantes.
El 12 de octubre, día de la clausura, quedó truncado para mí, por la celebración en el Ministerio de Asuntos Exteriores de una fiesta Panamericana. La totalidad del Cuerpo Di‐plomático americano y el Embajador portugués fueron invitados a una recepción y exposi‐ción de libros por la tarde y a una cena por la noche. El señor Lequérica se superó en las atenciones, y durante la recepción tributó en un breve discurso, un sentido homenaje a los tres "forjadores" de América: España, Portugal y los Estados Unidos.
En el transcurso del mismo mes terminó prácticamente la larga misión de mi colega británico. Samuel Hoare me indicó al hacer su visita de despedida a la Embajada, que creía no ser ya necesario en España y que estaba deseando volver a la vida política activa en In‐glaterra, donde podría ser elegido para un puesto en el Gobierno y donde dentro de algunos
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meses se celebrarían elecciones generales. Probablemente regresaría a España por unos días para despedirse oficialmente del Jefe del Estado Español, pero de todas formas su mi‐sión debía darse por terminada.
No dejaba de haber tristeza en la marcha de Sir Samuel. Noté su desilusión por el fraca‐so de sus esperanzas y esfuerzos en pro de una restauración monárquica en España. "Jamás conocí a tantas gentes haciendo acto de fe monárquica", me dijo, "y, en realidad, no desean‐do a un Rey". A pesar de las diferencias entre Sir Samuel y yo sobre táctica a seguir en gran número de asuntos durante dos años y medio, sentí realmente la marcha de una figura tan familiar.
Desde entonces fué dirigida la Embajada británica por su Consejero, Mr. James Bowker, en calidad de Encargado de Negocios, y nosotros, los de la Embajada americana, no pudimos aspirar a tener un colega más amical y colaborador que él.
Cuando llegué a España en mayo de 1942 era yo el último de los Embajadores en orden de prelación. Por delante de mí, a más del Nuncio de Su Santidad, estaban el Embajador de Portugal y los de Alemania, Italia, Francia, Gran Bretaña, Brasil, Argentina, Chile y Perú. De entonces se habían registrado grandes cambios en la escala. Tan sólo los de Portugal y Chile seguían siendo los mismos. Habían pasado tres Embajadores alemanes por Madrid y desde el mes de agosto estaba sin cubrir el puesto. Dos Embajadores italianos habían sido retira‐dos; de ellos, el último, nuestro buen amigo Paulucci había sido recientemente sustituido por un Encargado de Negocios. Desde que Pietri se vió obligado a retirarse en agosto de 1944, no existía Embajador francés, sino tan sólo un Ministro de De Gaulle, M. Truelle. Los embajadores del Brasil y del Perú fueron también cambiados y, desde la marcha de Palacios Costa, hacía un año, no hubo Embajador argentino. Y ahora se iba el Embajador británico.
Un mes después de la marcha de Sir Samuel Hoare, y a raíz mismo de las elecciones de noviembre en los Estados Unidos, solicité con urgencia del Presidente Roosevelt que me relevara de la millón en España y me permitiera regresar a nuestro país para ocuparme de mis actividades universitarias. Pero no me fué posible abandonar España hasta el siguiente mes de Enero. Mientras tanto pude llevar a cabo satisfactoriamente algunas negociaciones que teníamos pendientes con el Gobierno español.
V I I En noviembre de 1944 participó España en dos Asambleas Internacionales celebradas
en los Estados Unidos. Una fué la Conferencia Comercial Oficiosa de Rye, Nueva York; y otra la Conferencia Oficial de Aviación Civil, en Chicago. Nuestra Embajada ayudó a facilitar el viaje de los delegados españoles. El 19 de octubre dimos una fiesta para los delegados de la Aviación, a la que asistió el Ministro de Asuntos Exteriores y otras personalidades del Go‐bierno. Es indudable que ambas delegaciones se beneficiaron grandemente de su estancia en los Estados Unidos y volvieron a España con una sincera y elevada impresión de nuestro país y de las amabilidades de que fueron objeto.
Habíamos abrigado la esperanza de que se llegara a un acuerdo aéreo bilateral entre los Estados Unidos y España antes de la reunión de la Conferencia Internacional de Aviación Civil de Chicago. El año anterior, en noviembre de 1943, había aceptado España en principio la concesión de los derechos de aterrizaje a las líneas aéreas comerciales americanas y, en julio de 1944, un comité de técnicos americanos visitó España e hizo un estudio, con la amistosa colaboración del personal del Ministerio del Aire, para convertir en realidad tal proyecto. Las propuestas fueron después redactadas en Washington y remitidas a Madrid en el mes de septiembre. El día 28 presenté un esbozo de ellas al Ministro de Asuntos Exte‐riores, quien dio su conformidad el 3 de octubre. El día 9 le dirigí la siguiente carta particu‐lar:
"Mi querido Señor Ministro y amigo:
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"He agradecido sobremanera la amable carta de su Excelencia del 3 del corriente en que me dice que el resumen de las proposiciones para llegar a un acuerdo aéreo entre nuestros Gobiernos ha sido transmitido a las autoridades españolas competentes para información y estudio.
"Deseo aprovechar esta ocasión para decirle que he transmitido a mi Gobierno las obser‐vaciones de Su Excelencia del 22 de septiembre, en las que indica deberíamos tener el mismo punto de vista sobre la mutua conveniencia de los Estados! Unidos y España de llegar a un acuerdo definitivo sobre la materia antes de la Conferencia Internacional que se celebrará a principios del mes próximo.
"El Gobierno de los Estados Unidos está muy agradecido por la actitud de cooperación adoptada por el Gobierno español en los asuntos concernientes a la Aviación y vería con sumo agrado que se estrechasen los lazos que en esta materia unen a nuestros dos países. Desde luego, mi Gobierno está dispuesto a facilitar la colaboración técnica, con la correspondiente entrega de material, a fin de que pueda ser rápidamente realidad la utilización de las amplias facilidades españolas para el tráfico internacional. Creo que deberían iniciarse las gestiones para asegurar los frutos de tal cooperación, a pesar de las dificultades del momento, origina‐das por las condiciones de la guerra. Por esta causa, y teniendo en cuenta nuestros deseos, el único obstáculo que parece interponerse a la conclusión del acuerdo antes de la conferencia parece ser el factor tiempo. Se me ha ocurrido que podría ser vencido disponiendo que un re‐presentante autorizado del Gobierno español se entrevistara con un representante de la Em‐bajada y sin pérdida de tiempo se dedicaran a las detalladas negociaciones del convenio aéreo, celebrando frecuentes sesiones que permitan llegar a un acuerdo en el corto período de tiem‐po con que contamos hasta la iniciación de la conferencia de Chicago.
"Si estas sugerencias merecen la aprobación de Su Excelencia, desearía que fuese nuestro Primer Secretario, Mr. Haering, el que actuase como representante de la Embajada.
Con la consideración..."
Fué inmediatamente designado el Sr. Navascués como jefe de la representación españo‐la, y durante los dos meses siguientes, tanto él como Mr. Haering dedicaron todo su tiempo a las discusiones de detalle entre ellos y con otros expertos de los Ministerios del Aire, In‐dustria y Comercio y Asuntos Exteriores. Como es natural, la Embajada tuvo que consultar a Washington sobre algunas cuestiones determinadas. No cabe duda que desde un principio el Gobierno español estaba tan interesado como el nuestro en llegar a un acuerdo; pero los detalles eran demasiado numerosos y complejos para poder finarlos todos antes de no‐viembre. Los españoles presentaron un esbozo de contrapropuesta en el mes de octubre, y un compromiso entre ésta y lo que originalmente habíamos presentado nosotros fué formu‐lado en Washington y discutido con la Delegación española en la Conferencia de Chicago a mediados de noviembre. El día 21 de este mismo mes presenté el nuevo boceto al Ministro de Asuntos Exteriores.
El único obstáculo que se interponía en la aprobación por parte de España era la inter‐pretación de ciertas cláusulas referentes "al trato de nación más favorecida". Logramos vencerlo mediante autorización recibida de Washington de dar al Ministerio de Asuntos Exteriores la aclaración solicitada a través de un cambio de notas simultáneo a la firma del propio acuerdo.
Finalmente, el 2 de diciembre de 1944, mientras proseguía la Conferencia de Aviación Civil en Chicago, se concluía oficialmente en Madrid el acuerdo aéreo bilateral entre España y los Estados Unidos, con su aclaración complementaria, en un intercambio de notas entre el Sr. Lequérica y yo mismo, las cuales fueron ceremoniosamente firmadas en el Ministerio en presencia de altas autoridades del Gobierno y representantes de la Prensa americana, in‐glesa, francesa y española. Me acompañaban los señores Butterworth y Haering, en calidad de representación oficial americana proporcionada a la magnitud de la ocasión.
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Este acuerdo aéreo con España era un acontecimiento de gran importancia. Sentaba el precedente y la regla para otros convenios futuros. Sus ventajas inmediatas para nosotros serán expuestas en el capítulo siguiente.
El Departamento de Estado me telegrafió amablemente el 11 de diciembre que "desea‐ba alabarme, al igual que a los miembros de la Misión, particularmente a Mr. Haering, por el éxito de las negociaciones y la conclusión del acuerdo aéreo con España". Por aquella época se tomaron disposiciones para enviar a España otro grupo de expertos americanos a fin de que estudiaran con las autoridades españolas las modificaciones y mejoras necesarias en los aeródromos de Madrid, Barcelona y Sevilla, y la entrega de los materiales y equipos ne‐cesarios para llevarlas a efecto. Pusimos igualmente nuestro empeño en satisfacer el an‐tiguo deseo de la Compañía Iberia< de reanudar el servicio de sus líneas a las Islas Baleares y Canarias, obteniendo el material necesario de los Estados Unidos.
Desde antiguo había en España considerables inversiones americanas que debía la Em‐bajada salvaguardar contra posibles actuaciones arbitrarias e injustas por parte del Go‐bierno español. En general debe decirse que el régimen del General Franco estaba mejor dispuesto hacia los capitales extranjeros que lo había estado la República desde 1931 a 1936, y no se registró ningún indicio durante mi estancia en España que indicase mala dis‐posición del Gobierno hacia los bienes aliados o deseos de favorecer a los del Eje. No tengo ningún motivo para dudar de la total sinceridad del General Franco cuando me declaró el 11 de septiembre de 1944 que "España necesitaba incrementar, más que disminuir, las inver‐siones americanas, las cuales serían tratadas justa y honradamente".
Desde luego dábase en España, al igual que en toda i partes, una continua y marcada tendencia hacia la nacionalización de las empresas públicas, muy aptas para la colocación dé capitales extranjeros, y se insistía en que las sucursales de las corporaciones extranjeras se constituyesen en Compañías españolas, sometidas totalmente a las leyes del país. En ge‐neral, la política del Gobierno del General Franco sobre el particular se cifraba en conseguir una nacionalización que asegurase para España la intervención y mayoría de acciones, aun‐que respetando la minoría de capital extranjero invertido y autorizando una cierta cantidad de personal técnico y dirigente de sus respectivos países.
Sin embargo, algunos elementos u organismos del Gobierno, para acelerar el proceso de la nacionalización, querían imponer condiciones terriblemente gravosas a las Compañías de propiedad o dirección extranjeras. Así tuvimos ocasión de protestar por la imposición de una multa, virtualmente confiscatoria, por infracción de las leyes españolas, a la Compañía de máquinas de coser Singer y por la negativa a autorizar un aumento de tarifas de la Com‐pañía americana de Gas y Electricidad de Palma de Mallorca, cosa necesaria para sacar a esta última de la bancarrota. Al iniciar esas protestas se abstuvo la Embajada de emitir jui‐cios y de pedir cualquier arreglo particular. No éramos un organismo de consulta para los negocios particulares americanos. Lo único que buscábamos con toda la energía que nos resultaba posible era asegurarnos de que las inversiones americanas fueran rectamente tratadas y no confiscadas o perseguidas. En los casos que acabo de citar nuestras protestas fueron amablemente recibidas y las autoridades españolas actuaron respecto a ellas favo‐rablemente.
También nos llegaron algunas quejas de las casas productoras de cine en Estados Uni‐dos concernientes a elevados impuestos y otras cargas con que España gravó la importación y proyección de las películas americanas. Con la aprobación del Departamento de Estado, presenté ciertas notas sobre este particular al Ministerio de Asuntos Exteriores los días 28 de agosto y 6 de octubre de 1944, y nuestro Agregado Comercial, Ackerman, discutió sobre ello repetidas veces extensamente con el Ministro de Industria y Comercio, Sr. Carceller. Sobre este asunto apenas logramos nada, aunque en las circunstancias reinantes no po‐díamos esperarnos mucho. De hecho no se perseguía a las películas americanas, y, a pesar de los que podíamos considerar elevados impuestos, se importaban entonces más películas de los Estados Unidos que de ningún otro país. Además Carceller estaba plenamente con‐vencido de que el número de películas importadas debía restringirse aún más, no sólo para favorecer y construir una industria de cine española, sino para acoplar los balances comer‐
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ciales de España en el exterior. Todos los fondos disponibles que tuviera España en el cam‐po del dólar, dijo, deberían gastarse en la compra de productos de primera necesidad, como el petróleo, equipos hidroeléctricos, tractores, etc., en lugar de emplearlos en artículos de lujo, como las películas de cine.
La mayor inversión americana en España era la de la Compañía Internacional de Telé‐fonos y Telégrafos, que dirigía y controlaba el monopolio de la Compañía española, creada en el año 1924 durante la dictadura de Primo de Rivera, y que había funcionado desde en‐tonces con arreglo a un favorable contrato, de veinte años de duración, firmado por el Go‐bierno español. Este contrato había sido criticado (creo que injustamente) por las "izquier‐das" españolas, utilizándolo para sus acusaciones contra el General Primo de Rivera, y en los años de la República se llevó a cabo un serio, aunque infructuoso, intento de anulación del mismo y de nacionalización de la Compañía. Al principio del régimen del General Franco hubo un pensamiento similar, y durante algún tiempo quedaron sin empleo los funcionarios americanos. Aunque esta tentativa estaba ya abandonada y se volvió a admitir a esos fun‐cionarios, siguieron existiendo muchas dificultades entre la Compañía y el Gobierno. Algu‐nas de éstas se vieron agravadas por las condiciones anormales que se derivaron de la gue‐rra civil y de la mundial que le siguió; otras, por la perspectiva de expiración del Contrato en el año 1944 y la duda sobre lo que ocurriría a la Compañía y a sus grandes intereses ame‐ricanos.
Un aspecto del problema de la Telefónica ocupó nuestra atención durante cierto tiem‐po. El convenio original entre la Compañía Internacional de Teléfonos y Telégrafos y el Go‐bierno español había previsto posibles circuitos radiotelegráficos, en relación con el siste‐ma Mackay, entre Madrid y Buenos Aires y Madrid y Nueva York. El primero de ellos, el de Madrid‐Buenos Aires, pudo establecerse debidamente. Pero durante mucho tiempo el es‐tablecimiento de un circuito directo entre Madrid y Nueva York fué bloqueado por la Sec‐ción de Telecomunicaciones del Ministerio del Interior (Gobernación), aparentemente por razones técnicas, pero en realidad (existen motivos para creerlo) por la presión de inter‐eses británicos rivales. La Compañía Telefónica llevó el asunto al Tribunal Supremo, quien, en abril de 1942, dictó sentencia afirmando los derechos de la Compañía para poner en fun‐cionamiento el circuito de Nueva York. En agosto del mismo año el Ministro de la Goberna‐ción dio instrucciones a la Sección de Telecomunicaciones para que se cumpliese el fallo del Tribunal Supremo tan pronto como la Compañía resolviese cuatro puntos técnicos.
Llevó algo de tiempo esto último; pero en octubre de 1943 puso la Compañía en cono‐cimiento del Ministro que ya había cumplido los requisitos y estaba en disposición de inau‐gurar el circuito. Como Gobernación o Telecomunicaciones aplazaban aún la autorización, hube de recurrir sobre este punto al Ministro de Asuntos Exteriores (Conde de Jordana), que obtuvo un Decreto ministerial para que el Ministerio de la Gobernación expidiese la correspondiente licencia. Pero aun así no la dió.
Apenas cesó la crisis del wolfram en mayo de 1944, reanudé y repetí mis intervencio‐nes sobre el circuito ante el Ministro de Asuntos Exteriores y ante el propio General Franco. En octubre de 1944, me informó el Sr. Lequérica que el Ministerio de la Gobernación, gra‐cias a una intervención personal del General Franco, había concedido por fin la autoriza‐ción, y poco tiempo después el servicio radio‐telegráfico directo entre España y los Estados Unidos se convertía en una realidad. De esta forma conseguimos, hacia fines del año 1944, lo que habíamos deseado infructuosámente obtener de la Monarquía el año 1920 y de la República en 1931.
El asunto del circuito directo era uno en los que mayor interés tenía el Gobierno de los Estados Unidos. Pero, como ya he dicho anteriormente, estaba ligado a cuestiones mucho más complejas y antipáticas de la propia Compañía. Sobre este particular la Embajada no pensó detenerse en los pros y los contras ni empeñarse en negociaciones de detalle con vis‐tas a un acuerdo, sino que tan sólo hizo patente al Gobierno español la esperanza y el deseo de que se llevasen a cabo honrosas negociaciones, entre él y la Compañía, que condujeran a un rápido arreglo, equitativo para todos los interesados, incluyendo los accionistas ameri‐
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canos, y se enfrentó enérgicamente contra cualquier atropello a la Compañía. Con este fin dirigí una serie de Notas al Ministerio de Asuntos Exteriores durante el año 1944: 4 de abril, 6 de mayo, 7 de julio, 12 y 24 de agosto, 12 y 30 de septiembre y 16 de octubre; y con la misma finalidad traté repetidas veces de este asunto con el Sr. Lequérica, y el día 11 de sep‐tiembre con el propio General Franco.
No detallaré aquí las muchas y complejas dificultades y negociaciones. A primeros de diciembre de 1944 el Ministro de Asuntos Exteriores me comunicó que el General Franco había designado al Sr. Carceller Plenipotenciario del Gobierno para tratar con la Compañía Telefónica, y el día 6 de diciembre el Sr. Carceller abrió oficialmente las negociaciones con Mr. Frederik Caldwell, de la Compañía en presencia de nuestro Agregado Comercial, Mr. Ackerman, quien se retiró tan pronto como las negociaciones estuvieron en marcha. Era evidente que ambas partes querían llegar a un acuerdo, el cual se consiguió satisfactoria‐mente para los dos en marzo de 1945. España compraría en forma razonable la mayoría de las acciones intervenidas por la Compañía Internacional de Teléfonos y Telégrafos, y conti‐nuaría, bajo nuevo contrato, obteniendo de ella ciertos servicios técnicos y de dirección.
Otra cuestión económica muy diferente requirió nuestra atención durante el invierno de 1944‐1945. Consistía en la utilización de España como abastecedora de algunos artículos como tejidos y cierta clase de alimentos para nuestras fuerzas armadas y para las poblacio‐nes civiles de los países liberados de Europa. Aunque los alemanes contaban aún con poten‐cia militar suficiente para lanzar una contraofensiva contra Lieja en las últimas semanas de 1944, no fué en realidad más que un esfuerzo desesperado capaz de retrasar, pero no de evitar, el triunfo aliado en Europa. Y a medida que nuestra victoria se aproximaba, se hacía más necesario movilizar los recursos de los países neutrales, al igual que los de los vence‐dores, para las misiones de socorro y rehabilitación que vendrían después.
Siguiendo instrucciones de Washington, presenté personalmente al Ministro de Asun‐tos Exteriores Sr. Lequérica en enero de 1945 una Nota por la que se solicitaba del Gobierno Español que autorizase y diese facilidades para la compra de abastecimientos de socorro por un organismo de nuestro Gobierno y que eximiese a tales compras de los impuestos aduaneros. La contestación fué favorable, y tanto la USCC como nuestras autoridades mili‐tares se beneficiaron de las garantías recibidas, realizando gran cantidad de compras pro‐vechosas en España.
V I I I
Entre tanto, también nos beneficiábamos de la "benévola neutralidad" de España en otros aspectos. El 3 de noviembre, de acuerdo con las instrucciones del Departamento de Estado, expresé al Ministro de Asuntos exteriores la esperanza de que, a medida que fuera progresando la guerra en el Pacífico y se fueran liberando las regiones de la dominación japonesa, España dejaría de tomar bajo su protección diplomática a las misiones y consula‐dos del Japón o de los distintos Gobiernos peleles que hubieran podido establecerse en aquellas zonas. El Sr. Lequérica me aseguró que los Estados Unidos podían contar con una conformidad total y sincera de España a esta petición, recordándome lo que el Caudillo me dijo sobre Japón en julio de 1943 y de nuevo en julio de 1944; y aun me anticipó que se hab‐ía llegado al punto de ruptura en las relaciones hispano‐niponas.
No quedé nada sorprendido al leer, poco después de mi regreso definitivo a América en la primavera de 1945, que el Gobierno español había roto sus relaciones diplomáticas con el Japón y sus satélites. Claramente me lo había indicado el General Franco en julio de 1944.
En el curso de la conversación con el Sr. Lequérica, el 13 de noviembre, volví a subrayar lo que ya varias veces había dicho, a él y al Conde de Jordana, sobre el punto de que, aun cuando nuestro Gobierno no tenía la intención de intervenir en los asuntos internos de Es‐paña, la prolongación de la dictadura falangista desagradaba a nuestro pueblo y constituía una remora para una íntima y cordial relación entre España y América. Y entonces el Minis‐
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tro me confesó que el Caudillo y él prestaban atención al asunto y que en un próximo futuro se produciría decididamente una solución evolutiva.
Puede ser tal vez que la ejecución de cualquiera de los planes que el General Franco y el Sr. Lequérica tuvieren en estudio se viera aplazada por la breve visita de despedida que Lord Templewood realizó a España en la primera semana de diciembre. El Embajador británico no se tomó la molestia de disimular su descontento porque no había sido restau‐rada la Monarquía. Lo puso de manifiesto, con considerable acritud, no sólo en las conver‐saciones particulares conmigo y otros miembros del Cuerpo Diplomático y en la entrevista final con el Caudillo y el Ministro de Asuntos Exteriores, sino también en un discurso semi‐público pronunciado en una gran cena celebrada en su honor en la Embajada portuguesa, a la que asistieron numerosos y bien conocidos monárquicos españoles. Rumoreóse que esto molestó enormemente al Caudillo y en la Prensa española aparecieron algunos artículos sarcásticos sobre Lord Templewood.
Por otra parte, en una conversación que sostuve el 14 de diciembre con el Ministro de Asuntos Exteriores, me declaró que el General estudiaba seriamente la manera de efectuar una evolución del régimen actual sin debilitar al Estado. Los Estados Unidos e Inglaterra deberían darse cuenta —dijome— de que la gran masa del pueblo español había apoyado a Franco durante la guerra civil y obtenido la victoria, y de que esa mayoría ni podía ni quería abdicar ante la minoría y dejarla desencadenar otra guerra civil o un nuevo caos. No podía decirse exactamente cómo sería resuelto el problema; pero podía asegurarme que los pasos hacia una evolución se darían en breve. Reconoció que la Falange, en sus corrientes, formas y adornos, era impopular, tanto en los Estados Unidos como en la Gran Bretaña. Algo debía hacerse acerca de esto. Sin embargo, había que dar por descontado que una mera evolución en el régimen español, incluso la misma abolición de la Falange, no satisfaría a los sectores extremistas de la opinión pública en los países de habla inglesa, que sólo quedarían satisfe‐chos con la repetición de la guerra civil en España y el triunfo de las fuerzas representativas de la violencia y el caos. Al mismo tiempo, debía esperarse que se podría encontrar y efec‐tuar una evolución satisfactoria para la parte más juiciosa de la opinión en los países sajo‐nes y que permitiera a nuestros Gobiernos aceptar una estrecha colaboración con España. "El mayor deseo de España —concluyó el Ministro— es trabajar estrechamente unida a los Estados Unidos."
Una de las cosas que más ardientemente deseaba conseguir antes de abandonar España era la libertad de los barcos de guerra italianos internados en las Islas Baleares. Fondeaban allí desde septiembre de 1948, y estaba convencido de que podíamos haberlos libertado en el invierno de 1943‐1944 si >el entonces Embajador británico hubiera apoyado en seguida nuestras peticiones o si Washington las hubiera reforzado en Londres. Pero de hecho se estaba en la situación de que nuestros Gobiernos —el americano y el británico— habrían accedido, en el acuerdo general con España, a que el caso de los barcos de guerra italianos se sometiera a un futuro arbitraje.
En septiembre, él Embajador italiano en Madrid, de acuerdo con el Gobierno de Roma, nos propuso al Embajador británico y a mí que iniciáramos las negociaciones con el Minis‐terio de Asuntos Exteriores español para tratar de conseguir el arbitraje prometido. Yo es‐taba más que deseoso, pero Sir Samuel Hoare pensó que el momento no era aún propicio para suscitar la cuestión.
La promoví, sin embargo, en el momento en que Sir Samuel renunció a su cargo y partió para Inglaterra. Ese mismo día dije al Ministro de Asuntos Exteriores que deseaba hablar con él oficiosamente acerca de los barcos italianos de guerra y manifestarle la idea de que, debido al cambio de la situación militar, resultaba posible y conveniente para el Gobierno español adoptar una actitud menos legalista en ese asunto y darles libertad. Sabía que mi Gobierno no había pensado ni por un momento anular el acuerdo del 29 de abril, y, si Espa‐ña insistía, no dejaríamos de adherirnos al principio de un arbitraje. Debía señalar, sin em‐bargo, que si éste era desfavorable a España, como, estaba seguro que lo sería, ésta tendría que hacerse cargo de los daños y perjuicios que resultasen de un internamiento injustifica‐
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do de los barcos. Tenía conocimiento de que el Embajador italiano había señalado ya esta posibilidad al Ministro de Asuntos Exteriores.
Además argüí que una pronta libertad de los barcos de guerra italianos entrañaría una posibilidad para España de demostrar, en forma práctica, su simpatía hacia los Estados Unidos en la guerra contra el Japón, pues si podíamos emplear los barcos italianos en aguas europeas, tendríamos mayores facilidades para concentrar una equivalente cantidad de nuestras fuerzas navales en el Pacífico.
Lequérica quedó indudablemente interesado e impresionado. Dijo que estudiaría el asunto a fondo, y que si encontraba un fundamento, en consonancia con las leyes interna‐cionales, para libertar los barcos, en el acto lo realizaría.
Un día después de sostener esta conversación con el Ministro me telegrafió el Departa‐mento de Estado comunicándome que debía apoyar a los italianos en esta cuestión y que rogase a los británicos que hicieran lo mismo. Con este refuerzo proseguí mis discusiones con el Sr. Lequérica el 2 de noviembre. Me dijo que había estudiado el asunto, según me lo había prometido el 9 del mes anterior, y que había leído todos los documentos concernien‐tes al caso, sacando la conclusión de que había mucho que decir, desde el punto de vista del Derecho internacional, en favor de una y otra tesis, pero que se inclinaba a la liberación de los navíos en señal de especial benevolencia para con el Gobierno italiano y los aliados.
El 13 de noviembre el Ministro de Asuntos Exteriores me aseguró que los barcos de guerra italianos serían posiblemente liberados, aunque no podía especificarme la fecha. El día 30 sugirió el arbitraje de personas competentes, probablemente bajo la presidencia del Embajador portugués.
Al comunicar el 5 de diciembre al Ministro mi proyectada marcha de España para el mes siguiente y solicitarle el placet para mi sucesor, me dijo que haría todo lo posible para que "partiese de España con los barcos de guerra italianos puestos en bandeja de plata". Entonces me indicó con nitidez el procedimiento. Designaría como árbitro a un distinguido profesor español de Derecho internacional, si esto era aceptado por los jefes de las Misiones americana, británica e italiana de Madrid.
Tratábase de una forma poco frecuente de arbitraje y fué preciso pensarla y estudiarla bastante. El 29 de diciembre se llegó a un acuerdo mediante un intercambio de cartas entre el Sr. Lequérica y yo, con otras de aceptación de Mr. Browker, Encargado de Negocios britá‐nicos, y del italiano, Sr. Mascia. Entonces; el Ministro de Asuntos Exteriores designó como arbitro a D. José Yanguas Messía, profesor de Derecho internacional de la Universidad de Madrid, miembro del Instituto de Derecho Internacional y antiguo Embajador de España en el Vaticano.
Durante las vacaciones de Navidad y Año Nuevo el profesor Yanguas Messía preparó un extenso y técnico estudio de las leyes internacionales referentes al caso, sacando la conclu‐sión de que, si bien España como país neutral no estaba en la obligación de libertar a los barcos de guerra italianos, tampoco la tenía de internarlos; de lo que deducía como solu‐ción, que debería dárseles en aquel momento veinticuatro horas para tomar carburante y zarpar.
Esta decisión no nos sería oficialmente comunicada hasta que consiguiéramos el petró‐leo necesario para los barcos y las autoridades navales italianas pudieran poner en plan de marcha a las unidades y sus tripulaciones. Terminado todo esto, en mi última tarde de es‐tancia en Madrid —14 de enero de 1945— se reunieron conmigo, en el salón de Goya de la Embajada, el profesor Yanguas Messía, el Subsecretario del Ministerio de Asuntos Exterio‐res, los Encargados de Negocios británico e italiano y el Consejero americano míster But‐terworth. Pronuncióse entonces la decisión oficial y fueron firmados los documentos. Antes del amanecer del día siguiente todos los barcos de guerra italianos! habían zarpado para un viaje libre y seguro hacia los puertos de su patria.
El 15 de enero el capitán Giuseppe Marini, comandante de la flotilla, me radió desde su barco insignia: "En el momento de abandonar España con los barcos de la Real Marina ita‐liana bajo mi mando, me tomo la libertad de enviar a Su Excelencia las muestras más pro‐
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fundas y sinceras de mi gratitud por el admirable y tenaz trabajo dedicado a la devolución de estos barcos y hombres a Italia: barcos y hombres que están en la actualidad listos para combatir por la causa común."
La libertad de los barcos de guerra italianos fué la cima de mi misión en España. La neu‐tralidad española era sin duda alguna "benévola".
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9 DE COMO DEJE A ESPAÑA
I DURANTE los dos primeros años de mi misión en España —desde 1942 a 1944— existió
siempre la posibilidad de que las fuerzas armadas alemanas invadieran la Península y crea‐ran una desconcertante si no desastrosa situación militar para los aliados, y, naturalmente, para la propia España. No obstante, a pesar de esta grave posibilidad, el Gobierno, al igual que el pueblo español, dieron una creciente prueba de su decisión, no sólo de resistir ante cualquier intento de invasión, sino también de conceder valiosas ayudas a los aliados. Espa‐ña pasó, durante esos dos años, de la "no beligerancia" a la "neutralidad", y de ésta a la "neu‐tralidad benévola" en nuestro favor.
En la primavera de 1944 había terminado en realidad la crítica y verdaderamente peli‐grosa fase de mi misión en España. Con la conclusión del acuerdo sobre el wolfram el 29 de abril y con el éxito del desembarco aliado el 6 de junio en las costas de Normandía desapa‐reció todo riesgo real de que los alemanes atacasen a través de los Pirineos o pudieran ex‐traer de la Península materiales estratégicos.
Fui a España sintiendo cierta predilección por el país y su pueblo, nacida de una familia‐ridad con la Historia y la Literatura españolas. Cuanto más tiempo permanecía en ella más se confirmaba y fortalecía esta simpatía merced a los contactos personales y a la experiencia práctica. Me di cuenta de que España era encantadora y "simpáticos" sus habitantes. Des‐pués de pasar dos años entre ellos sabía que sentiría gran pena al abandonarlos.
Pero deseaba volver a América y a mi Universidad. Mi vida y mi trabajo estaban allí, no en España ni en la carrera diplomática. La misión en España era una tarea estrictamente de guerra.
El 17 de abril de 1944 dirigí una carta al Secretario de Estado, Mr. Cordell Hull, sugi‐riéndole mi sustitución en España. El Secretario me contestó el día 8 de mayo: "He hecho saber al Presidente la indicación que me hacía en su carta... El Presidente... desea que le diga a usted que no ha pensado ni remotamente en su relevo del puesto de Madrid, donde ha rea‐lizado una tarea espléndida."
El resultado fué que permanecí un tercer año en España, entre los acontecimientos que he narrado en el capítulo precedente. Fué un año de siega para la cosecha de la "neutralidad benévola", y en conjunto un placentero y agradable período. Pero mucho antes de que ter‐minase me hallaba convencido de que la labor para la que había sido enviado estaba comple‐tamente lograda, por lo cual, inmediatamente después de las elecciones presidenciales, en noviembre de 1944, volví a insistir a fin de que fuese aceptada mi dimisión como Embajador en España.
El día 9 de noviembre dirigí a Mr. Hull la carta siguiente :
"Estimado Sr. Secretario: Tengo el honor de adjuntarle una carta para el Presidente, y una copia de la misma
para usted, en la que presento mi dimisión como Embajador en España. Creo que es costumbre, después de una elección presidencial y antes del comienzo
de la nueva Administración, que los jefes de Misión presenten su renuncia. Pero en mi caso, por razones que se señalan en la carta, no quisiera que fuese tomado como gesto protocolario. Creo firmemente que la misión para la que fui enviado a España ha ter‐minado y que, por lo tanto, puedo ser de mayor provecho en los Estados Unidos. Desde luego, usted y el Departamento de Estado en general, han sido de lo más aten‐
tos, y recordaré siempre con el mayor placer y satisfacción la oportunidad que he te‐nido de trabajar en colaboración con ustedes en momentos críticos para nuestra histo‐
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ria nacional. También estoy satisfecho de que nuestro pueblo, en las elecciones del martes, haya dado una ratificación tan enérgica e incontrovertible a la política exterior patrocinada por el Presidente y usted mismo, i Qué tranquilidad ésta de contemplar míe la misma jefatura y la misma dirección seguirán no sólo en lo que queda de guerra, sino también en los momentos, aún más difíciles, de forjar la paz! Espero que podrán tomarse las medidas convenientes para míe cese debidamente
en mi cargo y regrese a los Estados Unidos en el próximo mes de enero. Con mis mayores respetos y mis mejores deseos personales, quedo de usted, CARLTON J. H. HAYES."
La carta que adjuntaba para el Presidente Roosevelt llevaba la misma fecha y decía lo si‐
guiente: "Mi estimado Sr. Presidente: En la primavera del año 1942 me honrasteis confián‐dome una misión de guerra
como Embajador vuestro en España. Creo que la misión ha sido ya cumplida. España no sólo se abstuvo de tomar parte en ella al lado del Eje o de poner en peligro las ope‐raciones aliadas en el Norte de Africa—1942—, en Italia—1943— o en Francia—1944—, sino que de hecho nos ha procurado un creciente número de facilidades de gran valor para nuestro esfuerzo bélico.
Ahora que nuestra favorable posición en España ha sido decisivamente confirma‐da y fortalecida por nuestros grandes éxitos militares en todos los frentes, mi misión en
España pierde propiamente va carácter de operación de guerra, y, en consecuencia, me atrevo a pedir que se me releve de ella. La desempeñé con alegría, por saber que o» prestaba un servicio y a la Patria, y que gozaba de vuestro apoyo y confianza; pero de‐bo confesarlo francamente, sin embargo, fué una tarea costosa y fatigante para mí y ya ardo en deseos de retornar a mi vida semiprivada y al trabajo de la Universidad.
¿Querrá aceptar, por favor, mi dimisión como Embajador en España, si lo creyese conveniente, y de forma que me permitiera estar de regreso en los Estados Unidos al comienzo del nuevo año?
A esta solicitud deseo añadir la expresión de mi sincero agradecimiento por la con‐fianza que puso en mí y por la inagotable ayuda que recibí de usted, del Secretario y del Departamento de Estado.
Con mi mayor consideración personal y continua fidelidad, quedo sinceramente suyo.
CARLTON J. H. HA YES." Por la misma época informé confidencialmente al doctor Nicholas Murrav Butler sobre
el particular y le sugerí que, si le parecía bien a él y a los síndicos de Columbia, reanudaría mis ocupaciones universitarias en la primavera del año 1945. Me respondió inmediatamen‐te, y quedó convenido que aprovecharía la primavera como paréntesis para preparar algu‐nos escritos y que volvería a mis funciones docentes en el otoño del mismo año.
El 22 de noviembre me contestó el Presidente de esta forma:
"He leído con verdadero pesar su carta del 9 de noviembre, en la que me presenta su dimisión como Embajador en España. Habéis desempeñado una misión de grandes dificultades con éxito sobresaliente, y al hacerlo habéis contribuido enormemente al esfuerzo de guerra.
Me hago cargo de sus sacrificios personales y del precio particular que esta apor‐tación os ha supuesto. Al verme moralmente obligado a aceptar contra mi voluntad su dimisión por las razones particulares que usted describe y hacer que sea realidad a partir del próximo mes de enero, ya que esta fecha parece ser de su conveniencia,
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quiero agradecerle calurosamente, en mi nombre y en el del Gobierno, sus servicios, prestados en un crítico período de nuestra historia, con tan notable fidelidad y eficacia.
Con mis mejores deseos para el futuro, quedo smcera‐mente suyo. FRANKLIN D. ROOSEVELT.''
El día 30 de noviembre, Mr. Hull, escribiéndome desde el Hospital, añadía este amable
mensaje: "Quiero que usted sepa lo que aprecio su apoyo y cooperación eficaces. También
deseo deciros que personalmente realizasteis una gran labor por el bienestar de nues‐tro pueblo y que yo participo del orgullo que sé ha de sentir por sus relevantes servi‐cios. Con mis mejores deseos para su salud y felicidad futuras, quedo sinceramente su‐yo.
CORDELE HULL." El 3 de diciembre recibí un telegrama del Departamento die Estado comunicándome
que el Presidente deseaba nombrar como sucesor mío al honorable Norman Armour y me rogaba que gestionase el placet del Gobierno español. Así lo hice en una entrevista con el Mi‐nistro de Asuntos Exteriores, señor Lequérica, el día 5 de diciembre.
Expliqué al Ministro que había sido durante casi tres años Embalador de los Estados Unidos en España; que mi posición fué muv difícil, especialmente durante los años 1942 y 1943: que los asuntos iban mejorando a todas luces; que yo no era un diplomático de carre‐ra, sino un profesor de Universidad que había aceptado el cargo de Embajador debido a una petición urgente del Presidente Roosevelt y para hacer frente a una necesidad; que esta ne‐cesidad había pasado, y que deseaba retornar a mi vida ordinaria. De todo ello había infor‐mado al Presidente Roosevelt hacía un mes, apenas se celebraron las elecciones presidencia‐les en los Estados Unidos. Le indiqué también que el Presidente había aceptado mi dimisión y me pedía que solicitase del Gobierno español el placet para mi sucesor, pareciéndome muy acertada la designación de Mr. Norman Armour, diplomático de carrera y uno de los más distinguidos en el servicio, punto sobre el cual di amplios datos al Ministro, dejándole un detallado memorándum.
El Ministro fué extraordinariamente amable, expresándome su sincero pesar por mi marcha. Me aseguró que consultaría con el General Franco lo antes posible sobre el placet, y esperaba contestarme en breve tiempo. Aquellos días estaba el Caudillo de cacería y no re‐gresaría probablemente hasta el fin de semana o principios de la siguiente.
El señor Lequérica aprovechó la ocasión para hablarme de su tema favorito: la conve‐niencia de que los Estados Unidos y España marchasen más unidos. "España —dijo—, es una cabeza de puente natural entre el Continente americano y el europeo y desea tener los más estrechos vínculos con toda América y desempeñar su papel de lazo de unión entre la del Sur y la del Norte." Por otra parte, entendía que si los Estados Unidos —evidentemente la mayor potencia militar del mundo—habían de desempeñar un gran papel en la postguerra, deber‐ían con sentido realista utilizar a España como un especial baluarte en. Europa. Esperaba que hubiese entendimientos mutuos y concretos entre los Estados Unidos y España, de or‐den económico, político y militar, los cuales podrían conseguirse dentro del marco de cual‐quier organización mundial que fuese establecida después de la guerra y sin perjudicar en nada los intereses británicos en España.
Comprendía que el principal obstáculo a este respecto era la hostilidad de la opinión pública de los Estados Unidos hacia el actual Gobierno de España. Podía asegurarme que se llevaría a cabo, en la forma debida, una evolución considerable en el régimen español, la cual sería facilitada si el Gobierno de los Estados Unidos daba muestras de amistad hacia España. Después de todo, la forma de gobierno del país —ya fuese una dictadura militar, una mo‐narquía restaurada o una República socialista—tendría una importancia secundaria en el
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dispositivo total del mundo. España existiría siempre, con independencia de su forma de gobierno; y esa España podría ser de gran utilidad para los Estados Unidos.
El 11 de diciembre el Ministro de Asuntos Exteriores me avisó que el General Franco acababa de regresar de la cacería y había aprobado inmediatamente nuestra solicitud de placet para Mr. Armour. Lo telegrafié a Washington el mismo día, e inmediatamente después el Presidente le designó oficialmente como sucesor mío, siendo aprobada y confirmada la propuesta por el Senado.
Parte de la Prensa americana afirmó que yo había sido "destituido", y que esto, unido al regreso definitivo a Inglaterra de Sir Samuel Hoare, era síntoma claro de un cambio radical en la política de la Gran Bretaña y de los Estados Unidos respecto a España. Pero los hechos probaron, sin embargo, que no hubo ninguna relación entre la dimisión de Sir Samuel y la mía. Prácticamente, él declinó su puesto voluntariamente, y por propia iniciativa, a primeros de octubre. Mi dimisión la tenía yo prevista con varios meses de antelación y fué urgida por mí, con plena independencia, algo después. Y el mismo hecho de que fuese nombrado Emba‐jador una persona de la categoría de Mr. Norman Armour, con tanta diligencia de nuestra parte, difícilmente podría indicar un cambio de política de nuestro Gobierno.
Estaba francamente contento por dos cosas: por mi regreso a los Estados Unidos y por‐que me sustituía míster Norman Armour. Era un veterano de nuestro Cuerpo diplomático y con gran experiencia para los países de habla española. Además de sus largas misiones en París, Roma y Tokio, fué Embajador nuestro en Chile y la Argentina, y posteriormente había actuado como jefe de la Sección para las Repúblicas americanas en el Departamento de Es‐tado. No podía pensar en ninguna otra persona en mejores condiciones que él para llevar a cabo con dignidad y éxito la política amistosa de nuestro Gobierno hacia España y su pueblo.
A un mensaje de felicitación que le remití, me contestó Mr. Armour el 18 de diciembre: "No tengo palabras para expresarle mi agradecimiento por su cariñosa carta, que acaba de llegarme, y por sus buenos deseos en mi nuevo cargo. Es usted algo más que generoso en sus referencias... Tengo el proyecto, a no ser que el Departamento piense lo contrario, de pasar algún tiempo en Washington enterándome de las cosas de España, hacia la que saldré en avión a fines de febrero. Esto me dará la oportunidad de sostener con usted varias entrevis‐tas, que han de serme muy útiles..."
II Decidí partir de España en barco, con mi esposa e hija, a mediados de enero. El único
que tenía la salida hacia esa fecha era el trasatlántico español "Marqués de Comillas", que zarpaba de Bilbao y llegaría a Nueva Orleans a mediados de febrero. Gracias a las amabilida‐des del presidente de la Compañía, conde de Ruiseñada, pudimos lograr que se nos reserva‐se el pasaje deseado.
Entre tanto, era mucho lo que teníamos que hacer. Había una gran cantidad de asuntos normales de oñcina que debían despacharse en la Embajada, incluidas las negociaciones pendientes para el acuerdo aéreo, la libertad de los barcos de guerra italianos, etc., a todas las cuales hemos hecho referencia anteriormente. Además, el último mes de mi estancia en España estuvo plagado de fiestas de "despedida" y de compromisos sociales.
El protocolo imponía un intercambio de visitas de "adiós" a los jefes de todas las Misio‐nes aliadas y neutrales de Madrid. Y nos fueron ofrecidos banquetes, ya fuesen almuerzos o cenas, por muchas de ellas, especialmente por los Embajadores de Portugal, Perú y Brasil; por los Ministros de Polonia, Holanda y Venezuela, y por los Encargados de Cuba y Bélgica.
La hospitalidad tradicional de España se desplegó de espléndida manera, no sólo por parte de las autoridades del Gobierno, sino también por la de una gran cantidad de amigos privados. Siempre que nos fué posible tratamos de corresponder en la Embajada.
Por esa misma época recibimos la agradable sorpresa de la visita de nuestros colegas de Lisboa, Embajador Harry Norweb y su esposa; también tuvo lugar la celebración de una cena en honor del Coronel Sharp, nuestro Agregado militar cesante, y de su sucesor, Coronel Johnson; y posteriormente otra para los diplomáticos pan‐americanos.
157 MISIÓN DE GUERRA EN ESPAÑA
Con no poco pesar y tristeza realicé mi visita de despedida a mi antiguo amigo Pan de Soraluce, Subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores durante casi toda mi estancia en España, pero que se había tenido que retirar y permanecer en su domicilio debido a una enfermedad grave. Mi esposa y yo realizamos también una visita similar a la Condesa de Jor‐dana.
El 30 de diciembre el Ministro de Asuntos Exteriores dió un almuerzo en mi honor, al que asistieron todas las figuras relevantes de la vida cultural española. El 10 de enero tuvi‐mos en la Embajada una recepción final, a la que asistieron unos ochocientos españoles, además de los miembros de la Misión americana, de nuestra colonia y de las Misiones alia‐das y neutrales. Al día siguiente celebré mis últimas conversaciones en el Ministerio de Asuntos Exteriores. El 12 de enero, después de mi visita de despedida al Caudillo y de mi mujer a la esposa del General en El Pardo, asistimos a un banquete dado por el Ministro de Asuntos Exteriores para el pleno del Cuerpo diplomático americano (junto con el Embajador portugués), y por la noche a una velada organizada por nuestra Embajada en la Cancillería.
El sábado 13 de enero —nuestro último día en Madrid— cerramos la serie de nuestras visitas. Fué la última al Ministro francés, M. Jacques Truelle, a quien había echado una mano dos año‐ antes y por quien desde entonces sentía un sincero afecto. Por la noche de ese día tuve cinco invitados en una cena íntima en la Embajada: el Ministro de Asuntos Exteriores, señor Lequérica; el célebre pintor señor Zuloaga; el Encargado británico, Mr. James Bowker; el Embajador portugués, Dr. Pereira, y nuestro Consejero, Mr. Walton Butterworth, que sería el Encargado americano, a partir de mi marcha, hasta la llegada de Mr. Norman Armour.
El tiempo en España, por regla general espléndido, se tornó pésimo durante nuestros últimos días de Madrid. Una nevada seguía a otra, alcanzando terribles proporciones que hacían decir a los periodistas aficionados a la historia, que era el peor invierno que España había tenido desde "el año 1567". La nieve impedía el tráfico por Madrid y sus calles y había bloqueado los puertos y carreteras principales que cruzaban las sierras del Norte. En esas circunstancias hubimos de desistir del proyecto de realizar un viaje por carretera hasta Bil‐bao, y tuvimos que contentarnos con hacerlo por tren. Y hasta el mismo tren en que salimos el domingo por la tarde, 14 de enero, tuvo que ser ayudado por máquinas exploradoras, lle‐gando a Bilbao después de un viaje de veinte horas sin calefacción ni comida.
Fuimos cariñosamente recibidos en esta ciudad por el Cónsul, Mr. Harry Hawley, y su esposa, y por las autoridades locales, los marinos del trasatlántico y otros españoles. Des‐pués de cumplir con algunas obligaciones sociales e inspeccionar la gran fábrica de la Com‐pañía de gomas Firestone, embarcamos en el "Marqués de Comillas" el jueves 18 de enero, iniciando nuestro viaje de regreso hacia la patria, en el que empleamos un mes. El barco no era muy grande, pero sí limpio y confortable. Sus oficiales y tripulantes nos dieron muestras de afecto y cortesía, y su cocina era excelente. Entre los compañeros de viaje se contaban el Encargado de Costa Rica, el Cónsul general del Salvador, un equipo de "pelotaris", contrata‐do para una serie de partidos en Cuba y Sudamérica, y dos miembros del Consulado general americano de Barcelona: uno de ellos —Mr. McKinney— había sido trasladado como Cónsul general a Winnipeg, y el otro —Mr. Joseph Caragol— iba a alistarse en el ejército.
Tras un desapacible viaje desde Bilbao y dando vuelta al cabo Finisterre, llegamos el viernes 19 de enero a Vigo, último puerto español que tocaríamos, siendo allí recibidos por los Gobernadores militar y civil, el Alcalde y nuestro Cónsul, Mr. Marelius, con sus colabora‐dores. En este puerto el barco permaneció hasta el lunes 22 por la tarde, tratando nosotros de emplear agradablemente el tiempo. El sábado almorzamos con nuestros compañeros del Consulado de Vigo y cenamos con unos excelentes amigos españoles, los señores de Dávila. El domingo realizamos una excursión con los señores de Marelius a la famosa ciudad ca‐tedralicia y relicario de Santiago de Compostela. El lunes nos fué engeñada la ciudad de Vigo y sus encantadores suburbios y comimos con el Alcalde y Gobernador civil.
En el instante de dejar atrás Vigo, y con él a España, remití telegramas de despedida al Jefe del Estado español y a su Ministro de Asuntos Exteriores. Radié al General Franco: "Permitidme que al abandonar el territorio español haga llegar a Su Excelencia las segurida‐
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des de mi mayor aprecio por las amabilidades que S. E. y el pueblo español me demostraron en el curso de mi misión en un país, y que exprese la sincera esperanza de que los vínculos de amistad entre España y los Estados Unidos sean cada vez más estrechos en beneficio de ambos." El mensaje para el señor Lequérica rezaba: "En el momento de abandonar el último puerto de España en ruta hacia mi patria, quiero darle mis gracias más sinceras por la serie de amabilidades y favores que siempre tuvo para conmigo, y expresarle mis mejores deseos para usted y para España."
En la tarde del martes día 23 llegamos a Lisboa, donde permanecimos hasta el miércoles por la noche. En la capital portuguesa tuvimos la grata sorpresa de unas flores del Dr. Sala‐zar, y otras de Nicolás Franco —hermano y Embajador del Caudillo—, y una visita de la en‐cantadora familia de nuestro buen amigo el Embajador de Portugal en España, Dr. Pereira. Nuestro Embajador en Lisboa, míster Harrey Norweb, acababa de marchar en avión para los Estados Unidos; pero su esposa y los miembros de la EmbajaDa hicieron gala de su hospita‐lidad y nos trataron con gran deferencia.
También vi en Lisboa a Mr. Perry George, que acababa de llegar de América y me dijo que estaba encargado por el Departamento de Estado de la misión especial de persuadir a los Gobiernos portugués y español que permitiesen a nuestros aviones militares cruzar y aterrizar en la Península. Le dije que, por lo que concernía a España, no encontraría muchos inconvenientes, ya que la petición podría relacionarse can nuestro tratado aéreo del 2 de diciembre y ser presentada como un medio temporal de cumplirlo.
Posteriormente supe que esta profecía se había convertido en realidad. El Gobierno es‐pañol concedió prontamente el privilegio deseado para nuestros aviones militares —ventaja que jamás otorgó al Eje, ni siquiera en aquellos días en que la suerte de la guerra le era favo‐rable. En un avión militar de transporte realizó su entrada inicial en España, en el mes de marzo de 1945, mi sucesor, Mr. Norman Armour. El acuerdo hispano‐americano del mes de diciembre de 1944 comenzaba a dar sus frutos tempranos y buenos.
III Al abandonar España tomé conmigo un retrato pintado por D. Ignacio Zuloaga. Había in‐
sistido el Gobierno ‐español en que lo realizase y me lo había donado cuando expresé clara‐mente que no podía aceptar ninguna de las condecoraciones que tradicionalmente se ofre‐cen a los Embajadores en el momento que cesan en el cargo. Era una magnífica obra de arte del mejor y más maduro estilo de Zuloaga, y siempre lo conservaré como un tesoro, en re‐cuerdo de la grande e imperecedera cultura de un país que durante tres años fué mi hogar y por el que siento una sincera admiración y respeto.
Fueron innumerables las amabilidades y cortesías que nos brindaron los españoles al efectuarse nuestra marcha definitiva —flores, telegramas, cartas, recuerdos—. Todos las periódicos españoles publicaron algún elogio y saludo. Espero que seré perdonado si repro‐duzco aquí, en inglés;, uno o dos de ellos, porque no los miro cual un tributo de simpatía mía como Embajador, sino como señal de un real deseo de comprensión para España por parte de los Estados Unidos; y su hipérbole por ser natural en el lenguaje y carácter españoles, puede ser descontada sin poner en duda la sinceridad que les alienta.
En un artículo especial del periódico "Ya", de Madrid, decía:
"El Gobierno español ha querido testimoniar, mediante un admirable retrato de Zuloaga, su estima y simpatía ha cia el Embajador de los Estados Unidos, quien de‐mostró un sincero conocimiento de nuestro pueblo y una total comprensión de sus costumbres y acontecimientos históricos. Míster Hayes realizó todos los esfuerzos po‐sibles por acercarse a nuestra personalidad tradicional y demostró conocimientos ex‐cepcionales sobre nuestro carácter, nuestra especial concepción de la vida y los demás rasgos permanentes de nuestra cultura. Todo esto explica el eco de profunda simpatía que la labor del Embajador ha despertado en nuestro país, que conoce la misión di‐
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plomática de estrechar íntimamente a los Estados Unidos y España, misión que ha sido realizada brillantemente por Mr. Hayes.
Nos atrevemos a esperar que el regalo del Gobierno español sea bien recibido por quien ha demostrado ser profundamente sensible al inmarchitable encanto de España. El precioso cuadro entregado a Mr. Hayes en el momento de su marcha es, debido a una feliz interpretación de Zuloaga, algo más que un retrato. Es una combinación de psicología e historia, en el que se presenta a la persona del Embajador con el halo del afecto sincero de toda una nación." El día 14 de enero la Gaceta del Norte, de Bilbao, publicó una larga entrevista que tuve
con su director, don Antonio González, en noviembre anterior, corregida y releída luego por nuestro Agregado de Prensa, Mr. Philip Bonsal y reproducida luego en la mayor parte de los periódicos de España, total o parcialmente, entre ellos "Madrid" del 16 de enero y "A B C" del 18 del mismo mes. El pasaje más repetido era aquel en que expresaba mis puntos de vis‐ta respecto al interés conjunto de los Estados Unidos y España en el hemisferio occidental:
"Nosotros, los americanos, hemos aprendido mucho acerca de España en nuestras
crecientes y estrechas relaciones con las Repúblicas americanas de habla española. Nuestro conocimiento del idioma, cultura e instituciones de las Repúblicas libres del mundo occidental, desarrolló nuestros conocimientos y aumentó el afectuoso respeto con que mirábamos a España. La influencia y el carácter español son una realidad en esos países. No hay nada incompatible u hostil entre esa influencia y carácter y las ba‐ses políticas o económicas sobre las que se montó la defensa de este hemisferio en la gran guerra mundial. Tampoco hay nada de incompatible u hostil entre la continua de‐voción de esos países hacia la herencia artística y cultural que les llegó de la Península y su creciente atención a los acontecimientos culturales de las naciones de habla ingle‐sa. Ciertamente, hay en el mundo sitio suficiente para Lope de Vega y Shakespeare.
"Quiero aventurarme a hacer la profecía de que las relaciones entre España y sus hijas del mundo occidental y entre los Estados Unidos y las Repúblicas soberanas de América se desarrollarán y serán cada vez ;nás fructíferas, codo con codo. En este des‐envolvimiento va implícito, desde luego, un aumento de la comprensión entre España y el pueblo de los Estados Unidos. Muchos eximios españoles y muchos excelsos ameri‐canos nos enseñaron el camino a seguir."
Quiero también hacer mención de dos cartas que me emocionaron sobremanera en el momento de partir. Una de ellas era de Ramón Pañella y Francisco Font, presi‐dente y secretario, respectivamente, de la Cámara de Comercio americana en España. A ella contesté: "Una de las colaboraciones más valiosas y alentadoras con que conté du‐ranto mis tres años de estancia en España fué la de los funcionarios y miembros de la Cámara. Aunque siento alegría al regresar a mi vida universitaria normal y al trabajo en los Estados Unidos, no puedo disimular mi sincera y profunda pena al abandonar España y todas estas relaciones tan agradables... Estoy muy contento de que el Presi‐dente Roosevelt haya designado como sucesor mío a un diplomático tan inteligente y distinguido como Mr. Norman Armour. Este último me dice, en carta que acabo de reci‐bir, que espera poder llegar a España para mediados de marzo. Sé que le encontrarán especialmente cooperador y agradable. Con mi mayor gratitud y mejores deseos para ustedes dos y para los demás miembros de la Cámara, quedo... etc." La otra fué dirigida por el Embajador del Brasil en Washington al Departamento de Es‐
tado, con fecha 29 de enero, y en ella se decía:
"En cumplimiento de instrucciones de mi Gobierno, tengo el placer de expresar a Su Excelencia el agradecimiento de mi Gobierno hacia el Embajador Carlton Hayes por los grandes servicios que prestó durante su misión en España a nuestra Embajada en
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ese país. El espíritu de cooperación y camaradería que siempre inspiró las relaciones de Mr. Hayes con nuestro Embajador en Madrid y la confianza con que le honró en mo‐mentos difíciles como los que atravesamos actualmente, son cosas todas muy gratas al Gobierno brasileño quien, por mi mediación, ruega a Su Excelencia que exprese sus gracias al Embajador Hayes." Poco puede decirse de la última etapa de nuestro largo viaje de regreso en el "Marqués
de Comillas". Desde Lisboa, de donde zarpamos el miércoles por la tarde, día 24, tomó apa‐riencias de un crucero de recreo en pleno verano. El viernes, 2 de febrero, divisamos la isla francesa de Martinica, en las Indias Occidentales, y, tras de navegar al Oeste de las Pequeñas Antillas, arrojamos el ancla la tarde del día 3 en Puerto España, en la isla británica de Trini‐dad situada al largo de las costas venezolanas. Era un puerto de control en el que durante la guerra los oficiales británicos llevaban a cabo la inspección y registro de los barcos mercan‐tes, de sus pasajeros y tripulaciones. Según parece no se encontró nada que no estuviese en regla en nuestro barco español, pero mientras se efectuaba el registro tuve tiempo de hacer una visita al Gobernador de Trinidad, Sir Bede Clifford, y comer con él el domingo, para re‐correr la magnífica base naval americana acompañado por su Comandante, Comodoro C. C. Boughman, y su Ayudante, Teniente Tanner, y visitar el Consulado americano de Puerto Es‐paña.
Al salir al atardecer del martes 6 de febrero, de la isla de Trinidad, navegamos a través del mar Caribe, dimos vuelta ai cabo occidental de Cuba la noche del domingo 11 y llegamos a la Habana la mañana siguiente. Aquí fuimos recibidos por el Consejero de la Embajada en Cuba, Mr. John Muccio, que nos sirvió de magnífico guía durante nuestra estancia en ese puerto. Tuvimos el placer de cenar con el Embajador y la señora de Spruille Braden y de sa‐ludar a varios amigos españoles conocidos en Madrid: señor García Olay, Encargado de la Embajada de España y al Marqués de Rialp, representante oficial del General Franco en la toma de posesión del nuevo Presidente cubano, así como a la Marquesa, de nacionalidad cubana.
Por la tarde del día 14, un mes exactamente después de nuestra salida de Madrid con tiempo invernal, zarpamos de la Habana en medio de una calma tropical. El día 16 de maña‐na llegamos a la desembocadura del Mississippi y esa misma tarde alcanzábamos Nueva Or‐leans. Atracamos y desembarcamos a la mañana siguiente. Estábamos de nuevo sanos y sal‐vos en nuestro propio país.
Los periodistas de Nueva Orleans me suplicaron unas frases sobre España, pero resistí a sus asaltos. Seguía siendo "funcionario", y el asunto era demasiado complejo para disertar sobre él. Descansamos tranquilamente un día en esta ciudad, sosteniendo una agradable conversación con los Condes de Fontanar, amigos nuestros que regresaban a España, y con la madre de Mr. Butterworth, nuestro Consejero en la Embajada de Madrid, mientras el agente local del Departamento de Estado disponía con maestría nuestro viaje y el transporte del equipaje basta Nueva York.
Lo hicimos en tren y a ella llegamos el martes, 20 de febrero. Al día siguiente habló mi esposa con la de Mr. Norman Armour sobre los arreglos de la Embajada de Madrid, y al otro el matrimonio Armour era mi compañero de viaje en el tren de Washington. Aquí pasé va‐rios días, solventando los asuntos oficiales y sosteniendo agradables conversaciones con el Embajador Armour, con el Subsecretario del Departamento de Estado, Joseph Grew, y otras personalidades de ese organismo, y con otros muchos funcionarios gubernamentales. Entre‐gué al Presidente un memorándum particular, en el que trataba de darle una visión comple‐ta de nuestras relaciones con España durante los tres años de mi misión en Madrid, y haciendo indicaciones de lo que a mi manera de ver debería ser nuestra política futura hacia España.
El 24 de marzo me escribía el Presidente de esta forma:
"Me ha interesado sobremanera su memorándum de febrero sobre "la situación española en lo que se refiere especialmente a las relaciones entre España y los Estados
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Unidos". Doy un gran valor a sus puntos de vista y recomendaciones y estoy seguro de que este trabajo será de gran utilidad y provecho para el Departamento de Estado. Su labor en España ha sido sobresaliente y quiero que sepa lo mucho que agradezco su ayuda.
Muy sinceramente suyo Franklin D. Roosevelt."
Esta sería la última carta que había de recibir de Fran‐klin Roosevelt. Fué escrita des‐pués de instalarnos mi familia y yo en nuestra casa de campo, Jericho Farm, en Afton, Nueva York, y su firma era evidentemente tan débil y vacilante en relación con la de las cartas par‐ticulares que me escribió anteriormente, que formé la trágica convicción de que Franklin Roosevelt sufría grave enfermedad. Dos semanas más tarde, había muerto.
I V Permítaseme sacar ahora algunas conclusiones de mi experiencia y reflexiones del
tiempo de guerra en España. Durante mi estancia allí, desde mayo de 1942 a enero de 1945, pude comprobar cons‐
tantemente que la mayor parte del pueblo español deseaba con ardor: 1.° Permanecer fuera de la lucha internacional. 2.° Evitar que se reprodujese la guerra civil. 3.° Ser amigo de las democracias anglosajonas, especialmente de los Estados Unidos. Estos deseos eran comunes no solamente a la masa de los "izquierdistas" (republicanos y socialistas), sino también a la mayor parte de las "derechas", que apoyaron al General Franco en la Guerra Civil (liberales monárquicos, tradicionalistas y conservadores de Gil Robles) y consecuentemente a los miembros de estos grupos que desempeñaban cargos en el Gobierno (que era una coalición más bien que un Gobierno de partido único).
El General Franco se encuentra en una curiosa posición. Es un político cauto, con un fuerte apoyo militar y aunque, sin duda, una gran parte tanto de las "derechas" cuanto de las "izquierdas", preferirían idealmente cambiar la Jefatura del Estado (si pudiera hacerse sin alteración del orden), muchos de ellos reconocen con diversos grados de gratitud, que en virtud de su prudente política ha logrado mantener a España libre de la guerra exterior e interior durante un extraordinario período de prueba.
Mientras le pareció inevitable la victoria del Eje, con la casi totalidad del Continente eu‐ropeo, bajo el control de Alemania, con los ejércitos teutones agrupados junto a los Pirineos y los mares inmediatos a España plagados de submarinos germanos, hizo creer a Hitler y al mundo entero que se inclinaba por el Eje. Sin embargo, cualquiera que fuese su íntimo pen‐samiento y su preocupación personal, el hecho es que, al menos desde la fecha en que privó a Serrano Suñer del Ministerio de Asuntos Exteriores y de la dirección de la Falange —septiembre de 1942—, eI General Franco dirigió o respaldó a los miembros de su Gobierno en el esfuerzo por aproximar la posición oficial de España a la actitud aliadófila de la gran mayoría del pueblo español.
Desde septiembre de 1942 a junio de 1943, mientras el Gobierno seguía ostensiblemente siendo "no beligerante" y por lo tanto, técnicamente "no neutral", no sólo no puso ningún obstáculo a nuestros desembarcos y operaciones militares en el Norte de Africa y en el Sur de Italia, lino que nos dió significativas facilidades, tales como el reconocimiento de jacto del Comité francés de Liberación Nacional en Argelia y el de sus representantes oficiales en Es‐paña; libre tránsito a través de sus tierras de unos 25.000 voluntarios (principalmente fran‐ceses), aptos para el servicio activo en nuestras fuerzas armadas del Norte de Africa; no in‐ternamiento de varios cientos de nuestros aviadores militares que hubieron de aterrizar forzosamente y su evacuación por Gibraltar; inmediata entrega y en forma intacta del equi‐po secreto de los aviones que se vieron precisados al aterrizaje; y libertad y oportunidad de hacer la guerra económica contra el Eje en el territorio español por medio de compras pre‐ventivas de wol‐fram, mercurio, pieles, géneros de lana, etc., y de inclusión en las listas ne‐gras de las firmas españolas que co‐' merciaban con él.
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Desde junio de 1943 a mayo de 1944 cambió el Gobierno español su declarada posición de "no beligerancia" por la de "neutralidad", y fué aumentando gradualmente las facilidades que nos había concedido, en detrimento del Eje. No solamente frenó las diferencias contra nosotros en la Prensa de inspiración falangista, retiró la División Azul y la Escuadrilla del Frente del Este, y reemplazó a los diplomáticos partidarios del Eje por otros aliadófilos en las representaciones de Europa e Hispanoamérica, sino que permitió la venta de nuestras revistas de propaganda, garantizó nuestro control sobre el tráfico de pasajeros de las líneas aéreas y marítimas entre España y el Marruecos español y no reconoció al Gobierno "Social Republicano" de Mussolini en el Norte de Italia.
Además de acelerar la evacuación de los refugiados aliados y de los pilotos de aviación, permitió huir de España a un considerable número de judíos húngaros, alemanes y de los Países Bajos y toleró, hasta extremas de complicidad muy importantes actividades clandes‐tinas de nuestros servicios secretos de espionaje dirigidas a obtener, a través de los Pirineos, valiosa información militar acerca de los movimientos de las tropas alemanas y sus desplie‐gues en Francia. Finalmente, como resultado de una serie de negociaciones, urgidas por no‐sotros y vehementemente atacadas por Alemania, embargó todas las exportaciones de wol‐fram al Eje, de febrero a mayo, permitiendo después solamente pequeños envíos (cortados radicalmente apenas se realizó nuestro desembarco en Francia en junio de 1944). Al mismo tiempo, el Gobierno español convino en someter a un arbitraje la cuestión del internamiento de los barcos de guerra italianos que habían permanecido varios meses en las islas Baleares, cerró el consulado alemán en Tánger y expulsó a sus miembros y a otros agentes del Eje, sospechosos de espionaje o sabotaje contra nosotros.
Desde julio de 1944 manifestó repetidas veces de palabra y de hecho, que su política hacia nosotros era de "benévola neutralidad". Nos autorizó el uso de Barcelona como puerto libre para la entrada de abastecimientos a Francia y a otras zonas "liberadas". Expulsó e in‐ternó varios centenares de agentes alemanes. Nos aseguró que no daría asilo a ninguna per‐sona calificada por Tribunales Aliados competentes como "criminal de guerra". Levantó prácticamente todas las restricciones de la censura a los periodistas americanos en España y concertó con la United Press la utilización de su servicio de noticias para la Prensa española.
Fué el primer Gobierno extranjero que concertó un acuerdo aéreo con nosotros, y con arreglo a él obtuvimos derechos de tránsito y aterrizaje en España para tres líneas aéreas y para nuestros aviones militares. Finalmente, hizo efectivo el circuito radiotelegráfico directo entre Madrid y Nueva York, que había sido objeto de prolongadas e infructuosas negociacio‐nes entre nosotros y la Monarquía antes de 1931 y con la República en los años que prece‐dieron a la Guerra Civil. En la víspera de mi partida de España, en enero, el Ministro de Asun‐tos Exteriores me notificó que su Gobierno había libertado a los barcos de guerra interna‐dos. Inmediatamente después de mi marcha, las dificultades entre el Gobierno español y la Compañía americana de la Telefónica fueron objeto de amigables negociaciones, que termi‐naron en un acuerdo satisfactorio para ambas partes. Además el Ministro de Asuntos Exte‐riores había ya aceptado suspender el transporte de cualquier mercancía por la línea aérea alemana entre Barcelona y Stuttgart (único medio que tenía Alemania para llevar géneros de España o traerlos) y había expresado el deseo de suspender esta línea por completo, si noso‐tros le autorizábamos a mantener algún medio de comunicación entre España y Suiza. Tam‐bién se realizó esto poco después de abandonar yo España. Tanto el Ministro de Asuntos Exteriores como el General Franco manifestaron repetidas veces, no sólo en conversaciones conmigo, sino por medio de artículos en la Prensa española, su hostilidad contra el Japón y su anhelo de romper las relaciones diplomáticas con él, lo que también se convirtió en reali‐dad poco tiempo después de mi salida.
Tratando de investigar las razones del cambio español hacia nosotros y el aumento de facilidades de 1942 a 1945 —en otras palabras, las causas por las que tuvo éxito mi misión en ese tiempo de guerra—llego a cuatro juicios fundamentales.
El primero y principal es que España actuó como lo haría cualquier otra nación, en la forma que juzgó más apta para su propio interés. Ese interés le aconsejaba que permanecie‐se fuera de la guerra. Si se hubiera unido al Eje en 1940, hubiese llevado más temprano o
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más tarde la guerra al interior del país. De haberse mostrado parcial para los Aliados antes de 1942, hubiera metido a los alemanes dentro de España y, como consecuencia natural, a España dentro de la guerra. Desatender las razonables peticiones de los Aliados desde 1943, podía muy bien haberla conducido a una acción hostil de su parte, lo que la hubiera llevado también a la guerra. En cualquiera de estos casos hubiera carecido de previsión política y dejado de servir a su propia y máxima conveniencia. La táctica que nuestra diplomacia pro‐curó emplear fué la de establecer y ampliar una zona común de intereses españoles y nues‐tros. No estábamos nosotros en España para alzar a los españoles contra su Gobierno, sino para lograr que ellos nos ayudaran en la lucha contra el Eje.
En segundo término, he de destacar el valor del arma económica que nosotros y los in‐gleses poseíamos. España obtenía de nosotros ciertos productos, el más importante de todos el petróleo, que le era imposible lograr en cantidades suficientes de otra parte. Estaba en nuestra mano darlo o quitarlo. Cómo manejamos este arma, antes incluso de obtener victo‐rias militares, ha quedado ya suficientemente aclarado en anteriores capítulos. Sin embargo, debemos tener en cuenta que la mera privación de una materia prima como la gasolina no constituye por sí solo un arma decisiva. Unicamente el asociarla a la voluntad de hacer el suministro, bajo condiciones razonablemente satisfactorias para nosotros, constituyó un arma de verdadera eficacia.
Una buena parte de nuestro éxito en España —y este es el tercero de los puntos— lo de‐bemos al Eje y en particular a la subestimación alemana del carácter español. Al principio estaban los nazis demasiado seguros de que tenían a España en el bolsillo y después la ago‐biaron con su propaganda y su exceso de amenazas. Ni la invadieron cuando les era factible, ni cejaron en su empeño de dominarla en horas inoportunas. Además, su regimentación, su aire de superioridad, su actitud protectora y su mortal seriedad fueron motivos de repulsa, cuando no de ridículo para una nación notablemente individualista, obstinada y orgullosa. La táctica que exigían algunos críticos de la Prensa americana con respecto a España era esencialmente alemana. Fué de enorme fortuna que no la siguiéramos, y sinceramente espe‐ro, en nuestro propio interés nacional, que jamás se adopte.
El cuarto punto es el apoyo inmenso que nos prestaba nuestra superioridad moral con respecto al Eje. Tuvo que reconocer España que cuando nosotros prometíamos algo, por ejemplo, el respeto hacia su integridad territorial o la provisión de algún artículo, siempre estábamos dispuestos a mantener nuestros compromisos, mientras el Eje se basaba en la fuerza bruta y hacía promesas sin ánimo de cumplirlas. El mantener intacta nuestra posición moral, es algo imprescindible para nuestro prestigio en cualquier país extranjero, y, como consecuencia, para la consecución del éxito en todas nuestras relaciones internacionales. Cuando tengamos que hacer peticiones a otros países debemos apoyarlas en razones nobles y honrosas. Si hubiésemos actuado de otra forma en España, habríamos debilitado so‐bremanera nuestra posición moral, con grave perjuicio para nosotros mismos.
V Mi misión en España se hizo extremadamente difícil por culpa del sentimiento popular
predominante en los Estados Unidos contra el Gobierno del General Franco. Las relaciones hispanoamericanas del presiente y del futuro se verán enturbiadas probablemente por estas o similares causas.
Nuestro Gobierno americano, como demócrata, es natural y necesariamente responsa‐ble ante la opinión pública. Y la de los Estados Unidos, según aparece reflejado en nuestros periodistas y publicistas, fué y sigue siendo predominantemente hostil al régimen de Espa‐ña. Anhela su pronto derrumbamiento y se opone a cualquier medida o consejo de colabora‐ción con él, que juzgue susceptible de fortalecerle o de prolongarle. Esta opinión está refor‐zada, además, por una actitud bastante parecida en Inglaterra por la propaganda partidista
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de los exilados de la guerra civil y por la interesada y acusatoria propaganda de la Rusia So‐viética, que inspira a la Prensa y a la radio.
El juicio más extendido sobre el régimen de Franco en los Estados Unidos ha sido que su Gobierno fué impuesto a España por Hitler y Mussolini, que es, por consiguiente, completa‐mente fascista y afín al Eje, y que, según recientemente afirmaba uno de nuestros periódicos "si se retirara el apoyo diplomático y económico a Franco por todas las Naciones Unidas, sn Gobierno se derrumbaría por la acción espontánea de las masas del pueblo español a las que ha explotado y torturado por espacio de una década"23. Desde luego, no voy yo a argüir en favor del régimen de Franco. Soy americano y demócrata y no desearía, ciertamente, tener un Gobierno de esa índole instalado o reproducido en Estados Unidos, ni indefinidamente prolongado en ninguna parte. Pero tuve que enfrentarme con el hecho, al igual que nuestro Gobierno tiene que seguir haciéndolo, de que si se desea tratar con España, se debe negociar con el Gobierno existente, sea cual sea, y para hacerlo inteligentemente y con fruto hay que acercarse a él con sentido realista y no bajo el peso de caprichosos pensamientos o de fábu‐las.
En realidad, el régimen de Franco debe su origen tan sólo en parte a la ayuda militar que durante la Guerra Civil recibió de Italia y Alemania. Se ha exagerado mucho esta ayuda, mientras que la de Rusia y Francia a los "leales" se ha querido desvalorar. La guerra civil fué ante todo un asunto español, en el cual media nación y más de medio ejército apoyaron al General Franco.
Pero, además es cierto, como lo demuestra el relato de este libro y claramente lo declaró Mr. Churchill en la Cámara de los Comunes en mayo de 1944, que el Gobierno del Caudillo no fué totalmente pro‐Eje", sino que otorgó y proporcionó gran número de facilidades al esfuerzo bélico aliado. La contribución recibida de España puede compararse favorablemen‐te con la de otros países neutrales—Suiza, Suecia, Turquía y Portugal. Como he explicado previamente. la dictadura del General Franco no se apoyó en la ideología nazi, ni fué dirigida solamente por fascistas, sino que participó más bien de la naturaleza del mando militar dic‐tatorial, consuetudinario en los pueblos de lengua hispana.
En realidad, también resulta difícil comprender por qué "las masas explotadas y tortu‐radas del pueblo español" tengan que esperar a que los países extraños retiren el apoyo di‐plomático a su gobierno antes de alzarse ellas "espontáneamente" y derribar al régimen. No temen, seguramente, que Francia, Rusia, Inglaterra, China y los Estados Unidos intervengan para impedirles que lo realicen. La verdad es que existe un gran número de españoles que no se consideran "explotados" o "torturados" y prefieren una evolución tranquila del régi‐men de Franco a una tempestuosa revolución y a las inciertas alternativas que la acompa‐ñarían.
En América se ha registrado una curiosa y renovada es‐pectación sobre el derrumba‐miento automático del Gobierno del General Franco. Fué altisonantemente voceado por los periódicos durante la primavera de 1943, apenas se realizaron nuestros desembarcos en el Norte de Africa. Se repitió con más fuerza aún al caer Mussolini en septiembre de 1943 y firmar Italia el armisticio; posteriormente aún, al ocuparse Roma y desembarcar en Nor‐mandía. Desde entonces se ha afirmado a coro, repetidas veces, que el triunfo de las armas aliadas no podía dejar de producir la rápida abdicación y desaparición del General Franco y de quienes le rodeaban.
Lo más curioso de todo esto es que lo que en realidad ha ido aconteciendo en España en nada corresponde a las suposiciones del extranjero. En lugar de debilitarse su posi‐ción en el interior del país, los sucesos que se desarrollaron en el exterior durante la primavera de 1943 y luego en septiembre, al igual que los de la primavera del año siguiente, sirvieron, al menos, por entonces, para fortalecerla. Debe, pues, por el momento, juzgarse mal informado o con noticias fantásticas y erróneas a quien dé por seguro el derrumbamiento inminente del régimen español, exceptuando, desde luego, el caso de que se ejerciera presión aliada para derribarlo. No es probable que se derrumbe mediante una abdicación voluntaria, ni, 23 Dayten (Ohio), Dayli News, 28 mayo 1945.
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según creo, por una revuelta del pueblo español. La oposición interior está demasiado divi‐dida y disgregada entre los grupos litigantes monárquicos, republicanos, socialistas, sindica‐listas, anarquistas, comunistas y nacionalistas vascos y catalanes, que carecen totalmente de experiencia y de prestigio. El recuerdo de los horrores de la reciente Guerra Civil es aún de‐masiado vivo, y el temor de precipitarla de nuevo es una obsesión nacional, si se exceptúa a la minoría comunista.
Después de todo, el régimen existente representa aquella parte del pueblo español que ganó la guerra, y sería totalmente inédito en la historia del mundo que los vencedores de una lucha como esa dijesen a los vencidos a los cinco o seis años: "Lo sentimos; no debíamos haber ganado; hemos ocasionado un desorden considerable; que‐remos devolveros el poder y dar la bienvenida a vuestros jefes, dejándoles que hagan lo que quieran de nosotros". ¡Imaginémonos al General Grant diciendo algo parecido a los Jefes de la Confederación del Sur en plena reconstrucción de nuestra guerra civil!
Desde luego, creo que las Naciones Unidas tienen fuerza para ejercer conjuntamente una. presión suficiente, mediante la ruptura de relaciones diplomáticas y más en especial merced al boycot económico, hasta acarrear la desintegración del Gobierno del General Franco. Pudiera ser, además, que entonces la parte de la nación española que sirvió en el bando "leal" durante la Guerra Civil desechase temporalmente sus diferencias de partido y aclamase al unísono el regreso al territorio español del Gobierno en exilio fraguado en Méji‐co. Pero es en extremo dudoso que la aclamación inicial y la unidad pudieran ser mantenidas por mucho tiempo, que se obtuviese el asentimiento de la otra parte de España, incluido el Ejército, y que las Naciones Unidas siguieran poniendo en juego la misma armonía en el apoyo continuo hacia un régimen nuevo, que la empleada para desembarazarse del existen‐te.
Creo que a toda nación importante le agradaría ver a todas las demás naciones modela‐das a su imagen y semejanza. A muchos americanos les gustaría, sin duda, que se es‐tableciese en España una república democrática con su tabla de derechos y funcionamiento semejante a la nuestra, y algunos hasta esperan que más temprano o más tarde nuestro Go‐bierno hará uso de su potencia económica y, si fuese necesario, de sus fuerzas armadas para sustituir el régimen político existente en España por una república de esa clase. Pero, por otra parte, la Rusia soviética y los comunistas de todo el mundo esperan que España se con‐vierta en un estado soviético, en una "dictadura del proletariado", con el doctor Negrín o alguien de su estilo haciendo las veces de Franco. Mientras tanto, el estadista que prestó los servicios de Embajador británico en Madrid de 1940 a 1944, ha expresado repetidamente la esperanza de que sea restaurada en España una Monarquía constitucional del tipo inglés.
Si he de juzgar por mis observaciones y experiencia en la Península, tengo que confe‐sarme en extremo escéptico acerca de una pronta y feliz realización de tales esperanzas. Las masas del pueblo español son indiferentes, sino hostiles, a la Monarquía Borbónica, y si ésta fuera restaurada mediante algún golpe militar, carecería del valioso apoyo popular y tan sólo podría mantenerse con el auxilio extranjero (probablemente británico). Por otra parte, un gran número de republicanos y socialistas de la izquierda acusan a la minoría comunista, no menos que los "derechistas", de la tragedia de la Guerra Civil, y por lo menos una parte de ellos haría causa común con la fortificada y no desconsiderable fuerza de la "derecha" frente a cualquier régimen comunista, haciendo que éste tuviera que ser impuesto en España me‐diante una ayuda extranjera (rusa, sin la menor duda).
Pudiera ser que una república democrática quedara establecida con una gran parte de apoyo popular. Pero no debemos hacernos la ilusión de que no tropezaría con dificultades que la asediarían y que dificultarían su adecuado funcionamiento de acuerdo con las tradi‐ciones e ideales americanos. Los españoles no tienen la misma historia política que nosotros. Sus dos experiencias de gobiernos republicanos —una en el año 1870 y la otra en l931— no fueron afortunadas, ni dejaron el rescoldo de entusiasmo suficiente para llevar a cabo una tercera prueba. Además, cualquier mayoría de españoles que pudiera apoyar a la república no comprendería dos grandes partidos moderados, como el Republicano y el Demócrata de nuestro país, sino que comprendería una variedad de partidos tan dispares entre sí que har‐
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ían enormemente difícil el mantenimiento de una unidad y de un frente realmente democrá‐tico contra los comunistas que trabajan por una "dictadura del proletariado" y contra los "derechistas", adalides de una monarquía o de una dictadura militar. La dictadura, en una forma u otra, no es una novedad, sino una antigua costumbre en la vida política española, e históricamente ha sido ejercida tanto por la "izquierda" como por la "derecha".
Algunos americanos parecen ser de la idea que los Estados Unidos deberían proseguir la derrota infligida a la Italia fascista y a la Alemania nazi, empeñándose en una especie de cru‐zada mundial contra cualquier gobierno que no nos guste o que tenga algunos atisbos "fas‐cistas" o "totalitarios". Ahora bien, si es una de nuestras finalidades derrocar a todas las dic‐taduras del mundo, deberíamos intervenir en los asuntos españoles y emplear todos los me‐dios a nuestro alcance para derribar la dictadura del General Franco. Para este objeto, me imagino, contaríamos con la cooperación de la Unión Soviética, posiblemente con la de Fran‐cia y menos probablemente con la de la Gran Bretaña. Pero ¿existiría igualmente acuerdo entre los Aliados sobre quién habría de ocupar el puesto del General?
Y si fuéramos a intervenir en los asuntos de España y a emplear todos los procedimien‐tos posibles para triturar la dictadura de Franco, ¿por qué nos íbamos a reducir a eso? Gran número de otros países del mundo contemporáneo, incluidas varias de las Naciones Unidas, están regidos por dictaduras militares y hasta totalitarias. ¿Qué haríamos de Portugal? ¿Y de Turquía o de Brasil o de media docena y más de Repúblicas hispano‐americanas? ¿Y de la misma Unión Soviética? Ciertamente el Mariscal Stalin no fué demasiado útil a las democra‐cias en el período de 1939 a 1941.
En tales circunstancias parece lo más político, por lo menos desde el punto de vista nor‐teamericano, asegurar la solución pacífica de las dificultades y conflictos reinantes entre los pueblos recientemente liberado de la Alemania nazi y de la Italia fascista antes que interve‐nir en España o en cualquier otro país sea aliado o neutral. Mi convicción personal es que no debemos mezclarnos en los asuntos internos o en la forma de gobierno de ningún pueblo extranjero, a no ser que este país se convirtiera, o amenazara convertirse, en peligro para la paz e independencia de sus vecinos y, por ende, del mundo y de nosotros misinos. Nunca me gustó el régimen nazi de Alemania, ni el fascista de Italia, ni, por la misma causa, la dictadura comunista de Rusia. Creo que todos ellos adolecen de los mismos defectos fundamentales y son antitéticos a la democracia que conozco y admiro en América.
Pero mientras conservaban la paz y no se preparaban para la guerra o amenazaban nuestra seguridad, pienso que nuestro Gobierno actuó sabiamente manteniendo relaciones diplomáticas con ellos y dejando como cosa de su incumbencia propia todos sus asuntos internos y su forma de Gobierno. Cuando la Alemania nazi y la Italia fascista se tornaron amenazadoras y agresivas contra sus vecinos, tuvimos razones para romper con ellas y opo‐nernos; y lo hicimos finalmente cuando se unieron al Japón en su ataque contra nosotros.
La no‐ingerencia en los asuntos internos de un pueblo extranjero no es únicamente un consejo personal mío. Se ha practicado hace mucho tiempo, y por lo menos parecía haber sido generalmente aceptado por los políticos americanos. Una de sus clásicas expresiones fué aquella del Presidente James Monroe de 1823, a la que me referí al comienzo de este li‐bro, pero que para dar más relieve, vuelvo a resumir aquí: "Nuestra política con respecto a Europa... sigue siendo la misma, esto es, no intervenir en los asuntos internos de ninguna de sus naciones; considerar al gobierno de facto como el legítimo para nosotros; cultivar rela‐ciones amistosas con él, y mantenerlas mediante una política franca, firme y varonil, aten‐diendo en todos los casos a las peticiones justas de cada potencia; no tolerando injurias de ninguna". Esta fué la política que reafirmó el Presidente Franklin Roosevelt en las promesa? específicas que hizo a España, y la política que condujo los pasos de mi misión en este pue‐blo. Y no creo que deba ser con ligereza rectificada.
En realidad yo dejaría España a los españoles. Abandonados a sí mismos, no constituyen amenaza alguna para los países vecinos o para la paz del mundo, y son gente por tradición y por temperamento inflexiblemente opuestos a regimentación interior y a injerencia externa. El régimen existente en España es juzgado por la mayoría de los españoles, ya sean "dere‐chistas" ya "izquierdistas", y admitido además por el propio General Franco, como algo tem‐
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poral. Están seguros de que se cambiará en el momento oportuno. Pero este cambio se vería probablemente dificultado, en lugar de facilitado, con una intervención o entrometimiento extranjero, que implicaría con seguridad un sufrimiento adicional para el pueblo español y conduciría a importantes escisiones entre las principales potencias aliadas.
Mientras tanto, con el Gobierno existente, al igual que con cualquier otro que le pudiera suceder merced a una evolución o revolución interior, los Estados Unidos obrarían bien, según mi opinión, manteniendo una política de relaciones amistosas. España y el pueblo es‐pañol pueden ser, sin tener en cuenta su forma de gobierno, de gran ayuda para los intereses americanos tanto en el presente como en el futuro.
Mas queda el punto, claro está, de la opinión pública de los Estados Unidos, a la par que la de la Gran Bretaña v Rusia, contraria a la continuidad de esa política. Pero la más hostil de todas estas opiniones públicas sufre el lastre, estoy seguro, de una pésima información o de una propaganda egoistamente interesada y dirigida para formarla. No puede existir la duda acerca de la importancia y de la necesidad de la opinión pública en una democracia. Pero si una democracia quiere actuar sabiamente, especialmente en el terreno de la política exte‐rior, y al mismo tiempo reflejar, como debiera, la mayor parte de la mente del país, es de suprema importancia que la opinión pública democrática esté bien informada y proceda con honradez. La opinión pública que sea modelada y extendida de otra manera llevará irrevo‐cablemente a una democracia como la de los Estados Unidos, por la más desenfrenada y pe‐ligrosa de las carreras.
Como el deseo de los Estados Unidos es dirigir su supremacía mundial, hacia la recons‐trucción de la postguerra y la organización y mantenimiento de una paz y una seguridad internacionales, es de suma importancia que nuestro Gobierno, particularmente el Depar‐tamento de Estado, refuerce con energía y haga más eficaz su enlace con la Prensa y otros forjadores de la opinión pública americana y trate de conseguir que contribuyan activamen‐te para que esté y siga siendo informada en forma veraz y seria. Debe aplicarse esto tanto a nuestras relaciones con España como con los restantes países.
V I
España desea cultivar relaciones especialmente amistosas con los Estados Unidos. Creo
firmemente que en el futuro, sin tener en cuenta su tipo de Gobierno, sea el de un régimen evolucionado a partir de Franco, sea la Monarquía restaurada o la República, debemos tra‐tarla con reciprocidad y cultivar esas especiales relaciones con ella.
En apoyo de tal política por nuestra parte, quiero presentar cinco consideraciones fun‐damentales:
1) España (con Portugal) ocupa una posición geográfica de extrema importancia en lo que respecta a la aviación comercial del presente y del futuro, especialmente a la que ha de enlazar los continentes americano y europeo. No hay necesidad de barajar la importancia generalmente reconocida del avión como medio de comunicación y transporte en la post‐guerra entre las naciones y los continentes, ni sobre las rivalidades que se suscitarán proba‐blemente entre las grandes naciones industriales para conseguir la supremacía en la pro‐ducción de aparatos y en el aumento de rutas aéreas a través del mundo. Deben convencerse los Estados Unidos que uno de sus objetivos principales para el desarrollo de cualquier pro‐grama mundial de aviación, está en la Península Ibérica. España obtendría beneficios con ello y está totalmente dispuesta a colaborar con nosotros en tales asuntos — estando estipu‐lado que recibirá un tratamiento recíproco noble y considerado.
2) España (con Portugal) ocupa igualmente, como la última guerra lo ha demostrado en
forma palpable, una peculiar posición estratégica relacionada con la amenaza a la paz en Europa y por ella al mundo entero. Si España se hubiera unido al Eje en 1940, o no hubiera
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estado dispuesta a ofrecer resistencia ante una invasión alemana, debemos pensar que la máquina de guerra tudesca hubiese reducido a Gibraltar, cerrado el Estrecho, asestado un golpe mortal a los británicos en el Mediterráneo y Norte de Africa antes de que estuviése‐mos nosotros en disposición de prestarles ayuda eficaz o imposibilitados para emprender una contraofensiva contra el "blando bajo vientre" de Europa. En este caso, la guerra se hubiese prolongado enormemente y su resultado final hubiera aparecido un poco más oscu‐ro.
Debe estar ahora claro para los americanos que cualquier potencia, ya sea la Francia na‐poleónica, la Alemania nazi o cualquier otra locamente ambiciosa, que desee lanzar a Europa por los derroteros de la guerra e intente dominar el Continente, pone en peligro automáti‐camente la paz y la seguridad del resto del mundo y tarde o temprano envolverá a los Esta‐dos Unidos en una horrible y costosa guerra de ultramar. Por ello nos conviene cultivar y mantener relaciones especialmente amistosas con aquellas naciones que por su parte no tienen posibilidades de provocar un conflicto de ese género y pueden proporcionar, en caso necesario, una cabeza de puente conveniente en Europa para nuestras Fuerzas Armada». Es‐paña es precisamente una nación de estas características, y unas relaciones futuras amisto‐sas en grado sumo con ella no socavaría sino que más bien apuntalaría cualquier política o programa de sana seguridad mundial colectiva. Pero para hacer de España un amigo se ne‐cesita ante todo ser amigo de España.
3 ) Muchos de los males de España se derivan de su retraso económico. Esto está total‐
mente reconocido por el Gobierno español y por la totalidad de los hombres de negocios y agricultores, que desean que los Estados Unidos les proporcionen maquinaria, materiales y técnicos para mejorar las condiciones de la industria y del campo. En su mayoría, los espa‐ñoles son activos y muy trabajadores; una ayuda económica de los Estados Unidos sería de lo más beneficiosa para ambos países. En un futuro inmediato, España podría ser utilizada como un importante proveedor de tejidos, neumáticos y alimentos para nuestras Fuerzas Armadas de las zonas liberadas de Europa, si le otorgamos nosotros algodón, caucho y los abonos que necesita. Tiene las fábricas y los obreros. En lugar de abrumarla con exportacio‐nes de los Estados Unidos que podemos considerar, y así lo considera el Gobierno español, como artículos de lujo que agotan los dólares, deberíamos levantar algunas de nuestras res‐tricciones en la exportación de materias de primera necesidad para la economía interior y exterior de España, y al mismo tiempo rebajar nuestra tarifa en las importaciones con las que España debe pagarnos, todo lo cual sería incomparablemente beneficioso para nosotros y para el pueblo hispano.
España necesita especialmente gran número de camiones, gran cantidad de material hidro‐eléctrico y gran variedad de aperos de labranza, herramientas mecánicas y piezas de repuesto. Desea importar de los Estados Unidos todas estas cosas, y si acudimos a ella, la tendremos como un buen parroquiano, al igual que un buen vecino.
4) Algunos de los defectos de España se derivan de la falta de una educación popular y técnica suficiente. También en esto, sin distinción de filiaciones políticas, los españoles jui‐ciosos miran hacia los Estados Unidos para tomar ejemplo y pedir ayuda. Quieren saber lo que hicieron los americanos, tanto científica como prácticamente en lo que respecta a la me‐dicina, agricultura, química, capacitación profesional y en las artes industriales. España a su vez dispone de escuelas artísticas, literarias e históricas de las que los americanos sacarían gran provecho. Un programa de relaciones culturales entre ambos países que se desarrolla‐ra amistosamente, en la escala en que lo hacen las relaciones culturales entre los Estados Unidos y los pueblos sudamericanos, sería de beneficios mutuos.
5 ) No creo que podamos seguir con éxito una política en Hispano‐América y otra dis‐tinta en España. Si continuamos dando a España la impresión de que somos malos vecinos, aumentaremos las dificultades y riesgos para seguir siendo buenos con las repúblicas ame‐ricanas. Estoy seguro de que España no tiene ningún objetivo material en el Continente
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americano, aunque tenga en él un gran Imperio cultural. Su historia y sus empresas durante cuatro siglos y medio estuvieron siempre más ligadas a América que a Europa. Mira hacia Occidente más bien que hacia el Norte o el Este. Dió a diez y ocho de las veintiuna repúblicas americanas su idioma, su religión, su arte, sus hombres y mentalidad, sus virtudes y sus vi‐cios. No conozco familia española, ya sea de la nobleza o del pueblo, de las clases profesiona‐les o de las obreras, que no tenga parientes e intereses en América. Hay cientos de miles de oriundos españoles en Buenos Aires, Montevideo, Lima y la Habana, y, para bien o para mal, ejercen su influencia en los medios políticos sociales, económicas y culturales de los pueblos que colindan por el Sur con nosotros.
Pero el tráfico no se realiza jamás en un solo sentido. Quedé asombrado al ver el número de hispano‐americanos y su influencia en España. Junto con Francia, España fué, y posible‐mente seguirá siéndolo, el principal imán para los turistas y estudiantes, artistas, atletas y periodistas de Sudamérica. Casi todo español de fuste tiene una esposa o madre, o por lo menos una tía que procede de Cuba o del Perú, de Méjico o de la Argentina; en casi todas las importantes ciudades de España la "colonia" de ciudadanos de cada principal país sudame‐ricano sobrepasa a todas las restantes "colonias", ya sean alemana, francesa o británica.
Existen grandes diferencias, desde luego, entre España y sus naciones hermanas del Nuevo Mundo —diferencias normales entre un país antiguo y de larga Historia, de tradición monárquica y población relativamente homogénea y un grupo de países de vanguardia, con tradiciones republicanas y separatistas y las poblaciones más diversas. Pero tales diferen‐cias son, creo yo, menores que las que separan a Inglaterra de los Estados Unidos, y no de‐ben ser exageradas. Entre España e Hispano ‐ América existe enorme semejanza en lo políti‐co, cultural y social. La estructura general es idéntica y, por lo tanto, también lo son las co‐rrientes políticas, la complejidad e individualismo de los partidos, los conflictos sin fin entre "derechistas" e "izquierdistas", entre "clericales" y "anticlericales", entre el federalismo y la centralización, los movimientos revolucionarios periódicos y los resortes igualmente regu‐lares de la dictadura militar. Tales corrientes en cualquiera de los pueblos de habla española se reflejan tarde o temprano, en mayor o menor grado, en los demás. Tampoco en esto, por sus estrechas relaciones culturales y humanas, puede desentenderse España de los aconte‐cimientos de Hispano‐América y viceversa.
Estimo que la política de "buena vecindad" de los Estados Unidos hacia los países de la América Española implica que nos aseguremos su máxima cooperación para la defensa mu‐tua y el reparto de los beneficios comerciales recíprocos, sin que vaya en menoscabo de su independencia ni deseemos nosotros intervenir en sus asuntos internos. Que tengan ten‐dencias "derechistas" o "izquierdistas" es cosa suya y no de nuestra incumbencia, mientras permanezcan siendo amigos y cooperadores y no pongan en peligro los puntos fundamenta‐les de una política de buena vecindad. Pero si una política de este tipo ha de dar duraderos y beneficiosos resultados, tendré que deducir de todo lo anterior, que habrá de ser de más alcance y extenderse no sólo a los países Hispano‐Americanos‐ con el Brasil, sino también a España y Portugal.
FIN
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Carlton J. H. Hayes, Embajador de los Estados Unidos en España de 1942 a 1945, nació en Atton (Nueva York) el año 1882; se educó en la Universidad de Columbia, obteniendo el titulo de Bachiller en Artes en 1904 y el Doctorado en Derecho en 1909.
El profesor Hayes ostentó la cátedra de Historia Moderna de Europa desde el año 1907, y la de Historia desde 1935. Esta cátedra fué la que de nuevo ocupó a su regreso de España. Durante cortos periodos, fué también profesor en la Universidad de Chicago, en la de California y en la Universidad de Johns Hopkins y Stanford.
Ha escrito varios libros y artículos sobre asuntos históricos; es el Presidente de la Asociación Histórica de América, Presidente de la Conferencia Nacional de Cristianos y Judíos y miembro de otras varias sociedades históricas y docentes. Durante la Primera Guerra Mundial ostentó el grado de Capitán del Ejército, sirviendo en la División de Información Militar y Estado Mayor General; posteriormente ascendió a Comandante del Cuerpo de Reserva.
El profesor Hayes ha viajado por la Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia y el Próximo Oriente. Cuando no esta en Nueva York o en el extranjero, él y la señora Hayes viven en Jericho Farm — Atton Nueva York. Tiene un hijo y una hija.