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Hansel y Gretel vivían con su padre, un pobre leñador, y su cruel madrastra, muy cerca de un espeso bosque. Vivían con muchísima escasez, y como ya no les alcanzaba para poder comer los cuatro, deberían plantearse el problema y tratar de darle una buena solución. Una noche, creyendo que los niños estaban dormidos, la cruel madrastra dijo al leñador: -No hay bastante comida para todos: mañana llevaremos a los niños a la parte más espesa del bosque y los dejaremos allí. Ellos no podrán encontrar el camino a casa y así nos desprenderemos de esa carga. Al principio, el padre se opuso rotundamente a tener en cuenta la cruel idea de la malvada mujer. -¿Cómo vamos a abandonar a mis hijos a la suerte de Dios, quizás sean atacados por los animales del bosque? -gritó enojado. -De cualquier manera, así moriremos todos de hambre -dijo la madrastra y no descansó hasta convencerlo al débil hombre, de llevar adelante el malévolo plan que se había trazado. Mientras tanto los niños, que en realidad no estaban dormidos, escucharon toda la conversación. Gretel lloraba amargamente, pero Hansel la consolaba. -No llores, querida hermanita-decía él-, yo tengo una idea para encontrar el camino de regreso a casa. A la mañana siguiente, cuando salieron para el bosque, la madrastra les dio a cada uno de los niños un pedazo de pan. -No deben comer este pan antes del almuerzo -les dijo-. Eso es todo lo que tendrán para el día. El dominado y débil padre y la madrastra los acompañaron a adentrarse en el bosque. Cuando penetraron en la espesura, los niños se quedaron atrás, y Hansel, haciendo migas de su pan, las fue dejando caer con disimulo para tener señales que les permitieran luego regresar a casa. Los padres los llevaron muy adentro del bosque y les dijeron:

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Hansel y Gretel vivían con su padre, un pobre leñador, y su cruel

madrastra, muy cerca de un espeso

bosque. Vivían con muchísima

escasez, y como ya no les alcanzaba

para poder comer los cuatro, deberían plantearse el problema y tratar de

darle una buena solución.

Una noche, creyendo que los niños

estaban dormidos, la cruel madrastra dijo al leñador:

-No hay bastante comida para todos:

mañana llevaremos a los niños a la

parte más espesa del bosque y los dejaremos allí. Ellos no podrán

encontrar el camino a casa y así nos

desprenderemos de esa carga.

Al principio, el padre se opuso rotundamente a tener en cuenta la cruel idea de la malvada mujer.

-¿Cómo vamos a abandonar a mis hijos a la suerte de Dios, quizás

sean atacados por los animales del bosque? -gritó enojado.

-De cualquier manera, así moriremos todos de hambre -dijo la

madrastra y no descansó hasta convencerlo al débil hombre, de llevar adelante el malévolo plan que se había trazado.

Mientras tanto los niños, que en realidad no estaban dormidos,

escucharon toda la conversación. Gretel lloraba amargamente, pero

Hansel la consolaba. -No llores, querida hermanita-decía él-, yo tengo una idea para

encontrar el camino de regreso a casa.

A la mañana siguiente, cuando salieron para el bosque, la

madrastra les dio a cada uno de los niños un pedazo de pan. -No deben comer este pan antes del almuerzo -les dijo-. Eso es

todo lo que tendrán para el día.

El dominado y débil padre y la madrastra los acompañaron a

adentrarse en el bosque. Cuando penetraron en la espesura, los niños se quedaron atrás, y Hansel, haciendo migas de su pan, las

fue dejando caer con disimulo para tener señales que les

permitieran luego regresar a casa.

Los padres los llevaron muy adentro del bosque y les dijeron:

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-Quédense aquí hasta que vengamos a buscarlos.

Hansel y Gretel hicieron lo que sus padres habían ordenado, pues

creyeron que cambiarían de opinión y volverían por ellos. Pero

cuando se acercaba la noche y los niños vieron que sus padres no aparecían, trataron de encontrar el camino de regreso.

Desgraciadamente, los pájaros se habían comido las migas que

marcaban el camino. Toda la noche anduvieron por el bosque con

mucho temor observando las miradas, observando el brillo de los ojos de las fieras, y a cada paso se perdían más en aquella

espesura.

Al amanecer, casi muertos de miedo y de hambre, los niños vieron

un pájaro blanco que volaba frente a ellos y que para animarlos a seguir adelante les aleteaba en señal amistosa. Siguiendo el vuelo

de aquel pájaro encontraron una casita construida toda de panes,

dulces, bombones y otras confituras muy sabrosas.

Los niños, con un apetito terrible, corrieron hasta la rara casita, pero antes de que pudieran dar un mordisco a los riquísimos

dulces, una bruja los detuvo.

La casa estaba hecha para atraer a los niños y cuando estos se

encontraban en su poder, la bruja los mataba y los cocinaba para

comérselos. Como Hansel estaba muy delgadito, la bruja lo encerró en una jaula

y allí lo alimentaba con ricos y sustanciosos manjares para

engordarlo. Mientras tanto, Gretel tenía que hacer los trabajos más

pesados y sólo tenía cáscaras de cangrejos para comer. Un día, la bruja decidió que Hansel estaba ya listo para ser comido

y ordenó a Gretel que preparara una enorme cacerola de agua para

cocinarlo.

-Primero -dijo la bruja-, vamos a ver el horno que yo prendí para hacer pan. Entra tú primero, Gretel, y fíjate si está bien caliente

como para hornear.

En realidad la bruja pensaba cerrar la puerta del horno una vez que

Gretel estuviera dentro para cocinarla a ella también. Pero Gretel

hizo como que no entendía lo que la bruja decía. -Yo no sé. ¿Cómo entro? -preguntó Gretel.

-Tonta-dijo la bruja,- mira cómo se hace -y la bruja metió la cabeza

dentro del horno. Rápidamente Gretel la empujó dentro del horno y

cerró la puerta. Gretel puso en libertad a Hansel. Antes de irse, los dos niños se

llenaron los bolsillos de perlas y piedras preciosas del tesoro de la

bruja.

Los niños huyeron del bosque hasta llegar a orillas de un inmenso lago que parecía imposible de atravesar. Por fin, un hermoso cisne

blanco compadeciéndose de ellos, les ofreció pasarlos a la otra

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orilla. Con gran alegría los niños encontraron a su padre allí. Éste

había sufrido mucho durante la ausencia de los niños y los había

buscado por todas partes, e incluso les contó acerca de la muerte

de la cruel madrastra. Dejando caer los tesoros a los pies de su padre, los niños se

arrojaron en sus brazos. Así juntos olvidaron todos los malos

momentos que habían pasado y supieron que lo más importante en

la vida es estar junto a los seres a quienes se ama, y siguieron viviendo felices y ricos para siempre.

Jacob Karl Grimm y Wilhelm Grimm

Había una vez... ... Un pobre molinero que tenía una bellísima hija. Y sucedió que en cierta ocasión se encontró con el rey, y, como le gustaba darse importancia sin medir las consecuencias de sus mentiras, le dijo: -Mi hija es tan hábil y sabe hilar tan bien, que convierte la hierba seca en oro. -Eso es admirable, es un arte que me agrada -dijo el rey-. Si realmente tu hija puede hacer lo que dices, llévala mañana a palacio y la pondremos a prueba. Y en cuanto llegó la muchacha ante la presencia del rey, éste la condujo a una habitación que estaba llena de hierba seca, le entregó una rueca y un carrete y le dijo: -Ahora ponte a trabajar, y si mañana temprano toda esta hierba seca no ha sido convertida en oro, morirás. Y dichas estas palabras, cerró él mismo la puerta y la dejó sola. Allí quedó sentada la pobre hija del molinero, y aunque le iba en ello la vida, no se le ocurría cómo hilar la hierba seca para convertirla en oro. Cuanto más tiempo pasaba, más miedo tenía, y por fin no pudo más y se echó a llorar.

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De repente, se abrió la puerta y entró un hombrecito. -¡Buenas tardes, señorita molinera! -le dijo-. ¿Por qué está llorando? -¡Ay de mí! -respondió la muchacha.- Tengo que hilar toda esta hierba seca de modo que se convierta en oro, y no sé cómo hacerlo. -¿Qué me darás -dijo el hombrecito- si lo hago por ti? -Mi collar -dijo la muchacha. El hombrecito tomó el collar, se sentó frente a la rueca y... ¡zas, zas, zas! , dio varias vueltas a la rueda y se llenó el carrete. Enseguida tomó otro y... ¡zas, zas, zas! . con varias vueltas estuvo el segundo lleno. Y así continuó sin parar hasta la mañana, en que toda la hierba seca quedó hilada y todos los carreteles llenos de oro. Al amanecer se presentó el rey. Y cuando vio todo aquel oro. sintió un gran asombro y se alegró muchísimo: pero su corazón rebosó de codicia. Hizo que llevasen a la hija del molinero a una habitación mucho mayor que la primera y también atestada de hierba seca, y le ordenó que la hilase en una noche si en algo estimaba su vida. La muchacha no sabía cómo arreglárselas, y ya se había echado a llorar, cuando se abrió la puerta y apareció el hombrecito. -¿Qué me darás -preguntó- si te convierto la hierba seca en oro? -Mi sortija -contestó la muchacha. El hombrecito tomó la sortija, volvió a sentarse a la rueca, y, al llegar la madrugada, toda la hierba seca estaba convertida en reluciente oro. Se alegró el rey a más no poder cuando lo vio, pero aún no tenía bastante; y mandó que llevasen a la hija del molinero a una habitación mucho mayor que las anteriores y también atestada de hierba seca. -Hilarás todo esto durante la noche -le dijo-, y si logras hacerlo, serás mi esposa. Tan pronto quedó sola, apareció el hombrecito por tercera vez y le dijo: -¿Qué me darás si nuevamente esta noche te convierto la hierba seca en oro? -No me queda nada para darte -contestó la muchacha. -Prométeme entonces -dijo el hombrecito- que, si llegas a ser reina, me entregarás tu primer hijo. La muchacha dudó un momento. «¿Quién sabe si llegaré a tener un hijo algún día, y esta noche debo hilar este heno seco?» se dijo. Y no sabiendo cómo salir del paso, prometió al hombrecito lo que quería y éste convirtió una vez más la hierba seca en oro. Cuando el rey llegó por la mañana y lo encontró todo tal como lo había deseado, se casó enseguida con la muchacha, y así fue como se convirtió en reina la linda hija del molinero. Un año más tarde le nació un hermoso niño, sin que se hubiera acordado más del hombrecito. Pero. de repente, lo vio entrar en su cámara: -Vine a buscar lo que me prometiste -dijo. La reina se quedó horrorizada, y le ofreció cuantas riquezas había en el reino con tal de que le dejara al niño. Pero el hombrecito dijo: -No. Una criatura viviente es más preciosa para mí que los mayores tesoros de este mundo.

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Comenzó entonces la reina a llorar, a rogarle y a lamentarse de tal modo. que el hombrecito se compadeció de ella. -Te daré tres días de plazo -le dijo-. Si en ese tiempo consigues adivinar mi nombre. te quedarás con el niño. La reina se pasó la noche tratando de recordar todos los nombres que oyera en su vida, y como le parecieron pocos envió un mensajero a recoger, de un extremo a otro del país, los demás nombres que hubiese. Cuando el hombrecito llegó al día siguiente, empezó por Gaspar, Melchor y Baltasar, y fue luego recitando uno tras otro los nombres que sabía; pero el hombrecito repetía invariablemente: -¡No! Así no me llamo yo. Al segundo día la reina mandó averiguar los nombres de las personas que vivían en los alrededores del palacio y repitió al hombrecito los más curiosos y poco comunes. -¿Te llamarás Arbilino, o Patizueco, o quizá Trinoboba? Pero él contestaba invariablemente: -¡No! Así no me llamo yo. Al tercer día regresó el mensajero de la reina y le dijo: -No he podido encontrar un sólo nombre nuevo; pero al subir a una altísima montaña, más allá de lo más profundo del bosque, allá donde el zorro y la liebre se dan las buenas noches, vi una casita diminuta. Delante de la puerta ardía una hoguera y, alrededor de ella un hombrecito ridículo brincaba sobre una sola pierna y cantaba:

Hoy tomo vino y mañana cerveza, después al niño sin falta traerán. Nunca, se rompan o no la cabeza, el nombre Rumpelstikin adivinarán. ¡Imagínense lo contenta que se puso la reina cuando oyó este nombre! Poco después entró el hombrecito y dijo: -Y bien, señora reina, ¿cómo me llamo yo? -¿Te llamarás Conrado? -empezó ella. -¡No! Así no me llamo yo. -¿Y Enrique? -¡No! ¡Así no me llamo yo! -replicó el hombrecito con expresión triunfante. Sonrió la reina y le dijo: -Pues... ¿quizás te llamas... Rumpelstikin? -¡Te lo dijo una bruja! ¡Te lo dijo una bruja! -gritó el hombrecito, y, furioso, dio en el suelo una patada tan fuerte, que se hundió hasta la cintura. Luego, sujetándose al otro pie con ambas manos, tiró y tiró hasta que pudo salir; y entonces, sin dejar de protestar, se marchó corriendo y saltando sobre una sola pierna, mientras en palacio todos se reían de él por haber pasado en vano tantos trabajos.

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de Wilhelm y Jacob Grimm

Había una vez...

...Una niña muy bonita, una pequeña princesa que tenía un cutis blanco como la nieve, labios y mejillas rojos como la sangre, y cabellos negros como el azabache. Su nombre era Blancanieves. A medida que crecía la princesa, su belleza aumentaba día tras día hasta que su madrastra, la reina, se puso muy celosa. Llegó un día en que la malvada madrastra no pudo tolerar más su presencia y ordenó a un cazador que la llevara al bosque y la matara. Como ella era tan joven y bella, el cazador se apiadó de la niña y le aconsejó que buscara un escondite en el bosque. Blancanieves corrió tan lejos como se lo permitieron sus piernas, tropezando con rocas y troncos de árboles que la lastimaban. Por fin, cuando ya caía la noche, encontró una casita y entró para descansar. Todo en aquella casa era pequeño, pero más lindo y limpio de lo que se pueda imaginar. Cerca de la chimenea estaba puesta una mesita con siete platos muy pequeñitos, siete tacitas de barro y al otro lado de la habitación se alineaban siete camitas muy ordenadas. La princesa, cansada, se echó sobre tres de las camitas, y se quedó profundamente dormida. Cuando llegó la noche, los dueños de la casita regresaron. Eran siete enanitos, que todos los días salían para trabajar en las minas de oro, muy lejos, en el corazón de las montañas. -¡Caramba, qué bella niña! -exclamaron sorprendidos-. ¿Y cómo llegó hasta aquí?

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Se acercaron para admirarla cuidando de no despertarla. Por la mañana, Blancanieves sintió miedo al despertarse y ver a los siete enanitos que la rodeaban. Ellos la interrogaron tan suavemente que ella se tranquilizó y les contó su triste historia. -Si quieres cocinar, coser y lavar para nosotros -dijeron los enanitos-, puedes quedarte aquí y te cuidaremos siempre. Blancanieves aceptó contenta. Vivía muy alegre con los enanitos, preparándoles la comida y cuidando de la casita. Todas las mañanas se paraba en la puerta y los despedía con la mano cuando los enanitos salían para su trabajo. Pero ellos le advirtieron: -Cuídate. Tu madrastra puede saber que vives aquí y tratará de hacerte daño. La madrastra, que de veras era una bruja, y consultaba a su espejo mágico para ver si existía alguien más bella que ella, descubrió que Blancanieves vivía en casa de los siete enanitos. Se puso furiosa y decidió matarla ella misma. Disfrazada de vieja, la malvada reina preparó una manzana con veneno, cruzó las siete montañas y llegó a casa de los enanitos. Blancanieves, que sentía una gran soledad durante el día, pensó que aquella viejita no podía ser peligrosa. La invitó a entrar y aceptó agradecida la manzana, al parecer deliciosa, que la bruja le ofreció. Pero, con el primer mordisco que dio a la fruta, Blancanieves cayó como muerta. Aquella noche, cuando los siete enanitos llegaron a la casita, encontraron a Blancanieves en el suelo. No respiraba ni se movía. Los enanitos lloraron amargamente porque la querían con delirio. Por tres días velaron su cuerpo, que seguía conservando su belleza -cutis blanco como la nieve, mejillas y labios rojos como la sangre, y cabellos negros como el azabache. -No podemos poner su cuerpo bajo tierra -dijeron los enanitos. Hicieron un ataúd de cristal, y colocándola allí, la llevaron a la cima de una montaña. Todos los días los enanitos iban a velarla. Un día el príncipe, que paseaba en su gran caballo blanco, vio a la bella niña en su caja de cristal y pudo escuchar la historia de labios de los enanitos. Se enamoró de Blancanieves y logró que los enanitos le permitieran llevar el cuerpo al palacio donde prometió adorarla siempre. Pero cuando movió la caja de cristal tropezó y el pedazo de manzana que había comido Blancanieves se desprendió de su garganta. Ella despertó de su largo sueño y se sentó. Hubo gran regocijo, y los enanitos bailaron alegres mientras Blancanieves aceptaba ir al palacio y casarse con el príncipe.

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Había una vez... ... Un hombre muy rico que perdió a su esposa y quedó solo en el mundo con su pequeña hija. Por más que se sintieran muy tristes y solitarios, los dos vivieron reponiéndose de la dolorosa pérdida un tiempo. Pero, al realizar un viaje a otra comarca, el hombre conoció a una mujer y se casó de nuevo, y desde entonces las cosas cambiaron para la niña. La nueva esposa trajo consigo a sus dos hijas que eran tan orgullosas como poco agraciadas. En cuanto vieron que la belleza de la pequeña las opacaba, se disgustaron mucho, y decidieron deshacerse de ella. «¿Por qué vamos a permitir que la muy tonta se siente en la sala con nosotras?·», se dijeron. «¡Que se gane la vida trabajando! No sirve más que para la cocina. Pues ¡que cocine!» Le quitaron sus bonitas ropas y la vistieron con unos pobres harapos y unos zapatos rotos. La obligaron a vivir en la cocina, y la hicieron trabajar duramente. Tenía que levantarse con el alba, encender el fuego, traer agua, cocinar la comida y lavar la ropa. ¡Y eso no era todo! Por la noche, después de un largo día de trabajo, la pobre criatura ni siquiera tenía una cama donde dormir. Para abrigarse del frío se acostaba en el hogar entre las cenizas y los rescoldos, y, por esta razón, comenzaron a llamarle Cenicienta. Cierto día en que el padre se preparaba para ir a la feria, preguntó a las dos mayores qué deseaban que les trajese. -Lindos vestidos- respondió una de ellas. -Joyas- dijo la otra. -¿Y a ti, Cenicienta?- preguntó luego -. ¿Qué te gustaría? -Tráeme, papá -contestó ella-, un fresco y verde brote de avellano; el primer brote que te roce el sombrero en el camino de regreso.

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Compró el hombre en la feria ricos vestidos y resplandecientes joyas para los dos mayores; y, de vuelta, mientras cabalgaba por un estrecho camino del bosque, un fresco brote de avellano se quebró al rozar con su sombrero, al que hizo caer. -¡Vaya, vaya, por poco me olvido! -dijo el padre mientras arrancaba la ramita-. ¡Si es lo que me pidió la pequeña Cenicienta! Las dos mayores quedaron encantadas con sus lujosos regalos y muy pronto empezaron a pavonearse delante del espejo, acicalándose y adornándose como era propio de tan vanidosas criaturas. También a Cenicienta le gustó su modesto regalo, y fue a plantarlo en el jardín que había detrás de la casa. Todos los días se ocupaba del brote, así que creció y creció hasta convertirse en un pequeño árbol. Cierto día llegó una paloma e hizo en el árbol su nido. Revoloteó entre las ramas, se posó en los pequeños tallos y arrulló suavemente. Cenicienta se encariñó con ella, pues era la única amiga que tenía. Le daba migajitas y semillas, y la paloma cantaba agradecida: «¡cucurru-cú, cu-curru-cú!» Y sucedió que, por orden del rey, una gran fiesta iba a celebrarse en el palacio real. Debía durar tres días y tres noches, y todas las muchachas del reino fueron invitadas para que el príncipe escogiese su novia entre ellas. ¡Qué conmoción había en todas las casas! Todas las jóvenes del país estaban impacientes y llenas de esperanza, pero las más inquietas eran las dos hermanastras de Cenicienta. Se habían propuesto deslumbrar al príncipe costase lo que costase, y desde varias semanas antes de la fiesta ya se ajetreaban corriendo de aquí para allá con sus preparativos. Por fin llegó el primer día de fiesta y las dos hermanas empezaron a vestirse para el baile. Les tomó toda la tarde. Cuando terminaron, valía la pena verlas. De seda y satén eran sus vestidos. Los polisones les quedaron bien abombados, sus corpiños estaban cargados de filigranas; y mientras por sus sayas pululaban y revoloteaban los lazos y los volantes, era de ver cómo los faralaes les adornaban las mangas. Llevaban campanitas que tintineaban y anillos que resplandecían, ¡y rubíes, y perlas, y alita de pájaro! Se embadurnaron las pecas y se taparon las cicatrices con diminutas lunas y estrellas y corazones. Se empolvaron el pelo y se lo empingorotaron tan alto como pudieron con plumas y flechas enjoyadas. A última hora llamaron a Cenicienta para que les hiciera los bucles, les atara los lazos del corpiño y les limpiara los zapatos. Cuando la pobre muchachita se enteró de que iban a una fiesta en el palacio del rey, le resplandecieron los ojos y preguntó a su madrastra si no podría ir ella también. -¿,Tú? -chilló la mujer- ¿Toda llena de polvo y ceniza, y todavía quieres ir al baile? ¡Pero si no sabes bailar, y además no tienes vestidos! Pero Cenicienta rogó y rogó, y por fin la madrastra, para salir de ella, le dijo: -Bueno, mira lo que voy a hacer. Echaré una cazuela de lentejas en la ceniza, y si en dos horas puedes recoger las que estén buenas y ponerlas otra vez en la cazuela, te dejaré ir. Cenicienta sabía muy bien que no podría hacerlo nunca por sí sola, pero también sabía una cosa que nadie más sabía; y es que su arbolito era un

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avellano mágico, y la palomita un hada. Así que fue a colocarse debajo de las ramas y dijo suavemente: -¡Palomita y consuelo, mi hada querida, con las aves del cielo ven enseguida! A lo que contestó la paloma: ¡Cu-curru-cú! ¿Qué quieres tú? Y Cenicienta le dijo: -¡Lléname la cazuela, vuela que vuela! Y allá se fue volando la paloma y con ella todos los pájaros del cielo. Arriba y abajo, se movían las cabecitas mientras recogían las lentejas. «Pic-pec, pic-pec, pic-pec!» hacían los pájaros, y en un instante estuvieron todos los granos buenos en la cazuela. Pronto echaron a volar y desaparecieron, mientras Cenicienta se apresuraba a llevar a su madrastra la cazuela llena de lentejas. Aquello la irritó tanto, que dijo de muy mal humor: -No puedes ir de ninguna manera. Ni tienes vestido, y, además, es imposible que bailes con esos pies tan toscos. Las lágrimas rodaron por las mejillas de Cenicienta, y tanto le rogó, que por fin la madrastra le dijo: -Muy bien. Te daré otra oportunidad. Esta vez tendrás que limpiar dos cazuelas de lentejas en una sola hora - y se marchó diciendo que aquello la mantendría entretenida hasta que ya ella y sus hijas estuviesen camino de la fiesta. De nuevo fue Cenicienta a pararse debajo del avellano, y dijo suavemente: -¡Palomita y consuelo, mí hada querida, con las aves del cielo ven enseguida! Y todo volvió a pasar lo mismo que antes. La palomita mágica y todos los pájaros del cielo vinieron volando y, en un santiamén, limpiaron las lentejas de cenizas y llenaron las dos cazuelas hasta los bordes. Cenicienta las llevó a su madrastra y preguntó: -¿Puedo ir ahora? Pero la madrastra se puso furiosa: -¡No seas tonta! -gritó-. No tienes vestido para ponerte. Además, no podrías bailar con esos zuecos que llevas. Nos avergonzarías a todas. Y con esto le viró la espalda y se marchó corriendo al baile con sus dos orgullosas hijas. Pero Cenicienta no se puso entonces a llorar y a lamentarse, como podría suponerse, sino que se convirtió en la muchacha más atareada que se haya visto nunca. Se lavó la cabeza hasta dejársela sin una sola ceniza, y luego se peinó el pelo de modo que le rodeaba la cara como una nube de oro. Luego se bañó, y se frotó y restregó hasta quedar radiantemente limpia. ¡Quién iba a imaginar nunca que no era más que una pobre cocinerita que dormía entre las

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cenizas y los rescoldos de la chimenea! En cuanto estuvo lista, fue a colocarse debajo de su avellano y, mirando hacia las frondosas ramas, dijo: -¡Arbolito querido, de tu ramaje llueva pronto un vestido todo de encaje! Entre las ramas hubo como un rumor y un fulgor y al punto desaparecieron los harapos de Cenicienta y un rutilante vestido de encaje cayó sobre ella. En vez de sus zapatones de madera, dos diminutas zapatillas de oro cubrían sus pies. Una estrella de diamantes anidaba en su sedoso cabello y resplandecía con todos los colores del arco iris. Cenicienta se sentía alegre y feliz, y corrió entusiasmada a la fiesta. Cuando hizo su aparición en el palacio, estaba tan radiante y magnífica, que nadie la reconoció, ni siquiera la madrastra y sus dos orgullosas hijas. En cuanto al príncipe, no tuvo ojos para nadie más desde que la vio. La tomó de la mano y no se separó de su lado en toda la noche. A los que quisieron bailar con ella los apartó diciendo: -Lo siento mucho, pero esta pequeña bailarina es mía. Cenicienta era muy feliz; pero sabía que su dicha no iba a durar mucho tiempo. La paloma le había advertido que sus encantadores vestidos desaparecían al toque de medianoche; de modo que, a partir de las doce menos cuarto, Cenicienta no se vio por ninguna parte. Cuando el príncipe se dio cuenta, la buscó desesperadamente por todo el palacio, pero no pudo encontrarla. Entretanto, la pequeña bailarina había llegado ya al patio de su casa. Al pasar junto al avellano, el reloj dio las doce. Sus rutilantes vestidos desaparecieron, cayeron sobre ella los mugrientos harapos y entró en la casa sonando sus viejos zapatones de madera. ¡Ya no era sino Cenicienta, la pobre cocinerita de siempre! Tiritando de frío, con sus pobres harapos, se acostó junto a las cenizas y a los rescoldos, como de costumbre; pero estaba demasiado inquieta para dormirse. Cuando llegaron la madrastra y sus orgullosas hijas, todavía estaba despierta, y pudo escucharlas conversando en el cuarto inmediato: -¿Quién sería esa pequeña belleza misteriosa -dijo la madrastra-, y por qué desaparecería tan de repente? -Nadie lo sabe -dijo la mayor de sus hijas-. Yo, por mi parte, me alegro de que se fuera. ¿Quién iba a tener la menor oportunidad si llega a quedarse? -Estoy de acuerdo contigo -dijo la otra-. Pero, de todos modos, me gustaría saber de dónde vino. ¡Quién iba a decirles que la misteriosa doncella había salido de su propia casa y que, en aquel momento, vestida de harapos, dormía entre las cenizas y los rescoldos del hogar! Al día siguiente todo sucedió otra vez de la misma manera. La madrastra y sus orgullosas hijas se emperifollaron con vuelitos y faralaes y se marcharon al baile con mucho tintineo y mucho roce de colas. De nuevo el arbolito hizo que lloviese un vestido sobre Cenicienta, sólo que esta vez era aún más hermoso que

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el de la víspera. En cuanto llegó al palacio, todas las miradas se volvieron hacia ella, y mientras la hermanastras ponían caras de vinagre, el príncipe corrió a su encuentro y no se apartó de su lado en toda la noche. A los que quisieron bailar con ella los apartó diciendo: -Lo siento mucho, pero esta pequeña bailarina es mía. El príncipe se sentía en extremo feliz, pero con gran disgusto suyo la bailarina volvió a escapársele un poco antes de la medianoche. Esta vez alcanzó a verla cuando se le escurría por la puerta. Corrió tras ella, pero la fugitiva conocía el camino y él lo ignoraba. A menudo la perdía de vista mientras volaba aquí y allá entre las calles oscuras, pero no se desanimaba por eso. Todavía alcanzó a vislumbrarla en el momento en que se deslizaba por el patio de la casa, pero estaba todo tan oscuro, que no pudo precisar dónde se había metido. Cenicienta, escondiéndose entre los arbustos, llegó bajo el avellano en el preciso instante en que daban las doce. Se desvanecieron sus hermosos vestidos, y cuando el príncipe llegó a su vez al árbol, sólo pudo ver a una harapienta figurita que entraba en la casa chancleteando con sus grandes zuecos. ¿Cómo iba a imaginarse que se trataba de su pequeña bailarina? «¡Pero si entró en este patio, si yo mismo la he visto!» se decía. «Tenía que estar aquí escondida, en este jardín.» El príncipe buscó por todos y cada uno de los rincones del patio, registró cada arbusto, miró en cada uno de los canteros; pero, por supuesto, su pequeña bailarina no aparecía por ninguna parte. Por fin, regresó a palacio, meneando la cabeza tristemente. «¡Ah, pero mañana será distinto!», se dijo. «¡Ya me encargaré yo de que no se escape!» La tercera noche, después que la malvada madrastra y sus dos orgullosas hijas se hubieron marchado, con su tintineo y su rumor de colas, Cenicienta se paró, como siempre que necesitaba, debajo de su querido arbolito y dijo: -¡Arbolito querido de tu ramaje llueva pronto un vestido todo de encaje! Apenas había acabado de decir estas palabras cuando un vestido revoloteaba hacia ella desde las ramas, un vestido hermosísimo, como si estuviera hecho con rayos de sol. De lo alto bajó también flotando una minúscula corona, resplandeciente como si la formaran miles de gotas de rocío, y se posó ligera en su pelo: y dos diminutos zapaticos de oro, adornados con risueños diamantes, vinieron a calzársele con toda naturalidad. Pero todas estas maravillas no eran nada junto a la conmovedora belleza de su rostro, su aire de sencilla modestia y la fina gracia de sus movimientos. Cuando entró, se acallaron todos los rumores, y el príncipe, rindiéndose a su hechizo, dobló la rodilla y le besó la mano. No quiso apartarse de su lado en toda la noche; su sonrisa era tan alegre, y bailaba con tanto gusto, que Cenicienta, sintiéndose más feliz de lo que cabe decir en palabras, se olvidó por completo del tiempo. Faltaba sólo un minuto para las doce cuando zafó ágilmente sus manos de los dedos del príncipe y,

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escabulléndose entre los invitados, se precipitó por las anchas escaleras que conducían a la calle. Pero el príncipe, decidido a no perderla de nuevo, había ordenado que pintasen de brea la escalera, y, al bajar veloz Cenicienta, uno de su zapaticos se hundió en la brea y quedó sujeto a ella. Como no había tiempo que perder, tuvo que seguir sin el zapato. En ese preciso instante dio el reloj las doce: desaparecieron sus hermosas ropas y allí estaba Cenicienta vestida de harapos y saltando escaleras abajo. Apenas había cruzado la gran puerta de entrada cuando apareció el príncipe corriendo, desalado y sin aliento. El guardia, que estaba dormido, se restregó los ojos. -¿No has visto a mi princesita?- le gritó el príncipe. -¿Princesita? -dijo el guardia-. ¡Oh, no, Alteza! -¿Nadie ha pasado por aquí? ¿Estás seguro? -insistió el príncipe. -Sólo una pequeña pordiosera, Alteza -respondió el guardia-. Iba corriendo como si la persiguiera el diablo, aunque no puedo imaginarme por qué. El príncipe pareció muy desanimado, y ya se marchaba, cuando vio el zapatico de oro pegado a la brea de los escalones. Lo recogió, admirándose de lo pequeño y gracioso que era. Sus ojos se iluminaron. «Se me escapó, es cierto», se dijo, «pero he de buscarla hasta que la encuentre, y este adorable zapatico me enseñará el camino». Muy temprano, a la mañana siguiente, el príncipe se presentó en casa de Cenicienta y dijo a la madrastra: -La otra noche vi que mi pequeña bailarina desaparecía en tu jardín. ¿Es aquí donde vive? La madrastra sonrió de gusto y sus dos orgullosas hijas se ruborizaron y empezaron a hacer las más extrañas muecas, de tantas esperanzas como tenían. -He aquí algo que se le perdió anoche -dijo el príncipe, sacando el zapatico de su bolsillo-; sólo será mi novia aquella muchacha que pueda calzárselo. Las mayor de las hermanas se probó primero. Su pie era esbelto, pero demasiado largo. Tanta fuerza hizo para calzárselo, que se lastimó el dedo gordo; pero pensó que bien valía la pena, pues iba a ser princesa por todo el resto de su vida. Cuando el príncipe la vio con el zapatico puesto, pensó que debía ser la muchacha que buscaba. La subió, pues, a la grupa de su caballo y emprendió el camino de palacio. Pero al pasar debajo del avellano, oyeron cantar a la palomita mágica de Cenicienta: -¡Cu-curru-cú! ¡Y él no ve cómo se le puso el pie! Bajó el príncipe los ojos y vio que salía un poco de sangre del zapatico de oro. Cuando le pidió que caminara, la hermana mayor empezó a cojear que daba pena verla. El príncipe comprendió que se había equivocado; volvió atrás y dio una oportunidad a la otra hermana. Pero ésta se hirió el pie al ponerse el zapatico, pues lo tenía muy gordo. ¿Pero qué le importaba un poco de dolor si en lo sucesivo sería una princesa? Apretujó y apretujó el pie hasta que, por fin, se

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calzó el zapatico, y el príncipe la montó a lomos de su caballo y partió rumbo a palacio. Pero al pasar bajo el avellano, oyeron cantar a la palomita mágica de Cenicienta: -¡Cu-curru-cú! ¡Y él no ve cómo se le puso el pie! Cuando el príncipe bajó los ojos, vio que el pie de la segunda hermana rebosaba y que por el talón le corrían unas goticas de sangre. Al pedirle que caminara, la segunda hermana empezó a cojear que daba pena verla. De modo que el príncipe regresó con ella a casa y dijo a la madrastra: -¿Hay aquí alguna otra muchacha? -No, Alteza -dijo ella. -¿,Está segura? -dijo el príncipe-. ¡Tiene que haberla! Hace dos noches yo vi a una muchacha entrar en esta casa. -¡Oh, no! -respondió la madrastra-. No hay aquí nadie más que una torpe cocinerita. No puede ser ella de ninguna manera. -Déjeme verla -dijo el príncipe. -¡Pero es demasiado sucia y harapienta para que un príncipe la vea! -¡Tráigala enseguida! ¡Es una orden! -dijo el príncipe. Y la miró tan severamente que no tuvo más remedio que obedecer. Cenicienta había escuchado esta conversación desde la cocina y, entretanto, no había perdido el tiempo. Se había lavado, restregado y sacudido las cenizas del pelo. Al entrar, bajó modestamente la cabeza, hizo una pequeña reverencia y fue a sentarse en la silla que le ofrecía el príncipe. Se quitó el grueso zapatón de madera, extendió su gracioso piececito y se calzó con toda naturalidad el minúsculo zapato de oro. Luego alzó tímidamente la cabeza, y cuando el príncipe vio su bello rostro y se miró en sus bondadosos ojos resplandecientes, exclamó: -¡Cómo pude equivocarme! ¡Ésta sí que es mi propia, mi verdadera y única princesita! En ese momento se escuchó un zumbido y un rumor que parecía de alas, y nadie supo cómo, pero los harapos de Cenicienta desaparecieron y apareció vestida con sus magníficas ropas de fiesta. La madrastra y sus dos orgullosas hijas se quedaron mudas de asombro y furia. El príncipe las dejó rezongando y rechinando los dientes, y salió con Cenicienta de la mano. La alzó junto a sí sobre el caballo y ya se alejaban alegremente cuando, al pasar bajo el árbol, oyeron el arrullo de la paloma: ¡Esta sí que es la novia para ti! Enseguida bajó revoloteando a posarse en el hombro de Cenicienta, y los tres juntos: el príncipe, la princesa y su paloma mágica, cabalgaron lejos, muy lejos, hacia un delicioso castillo donde vivieron muy felices el resto de sus días.

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de Charles Perrault

Había una vez... ...Una niñita que vivía con su madre cerca de un gran bosque. Al otro lado del bosque vivía su abuelita, que sabía hacer manualidades y un día le había realizado una preciosa caperucita roja a su nietita, y ésta la usaba tan continuamente, que todos la conocían como Caperucita Roja. Un día la madre le dijo: -Vamos a ver si eres capaz de ir solita a casa de tu abuelita. Llévale estos alimentos y este pote de mantequilla y pregúntale cómo se encuentra, pero ten mucho cuidado durante el camino por el bosque y no te detengas a hablar con nadie. Así, Caperucita Roja, llevando su cestito, fue por el bosque a visitar a su abuelita. En el camino la observó el lobo feroz, desde detrás de algunos árboles. Tuvo ganas de devorar a la niña, pero no se atrevió, pues escuchó muy cerca a los leñadores trabajando en el bosque. El lobo, con su voz más amistosa, preguntó: -¿Dónde vas, querida Caperucita? ¿A quién llevas esa canata con alimentos? -Voy a ver a mi abuelita, que vive en la casa blanca al otro extremo del bosque -respondió Caperucita Roja, sin hacer caso a lo que le había recomendado su mamá y sin saber que es muy peligroso que las niñas hablen con los lobos. -Tus piernas son muy cortas y no pueden llevarte allá rápidamente; yo me adelantaré y le diré a tu abuelita que la vas a visitar -dijo el lobo pensando comerse a las dos. Caperucita Roja se entretuvo en el camino recogiendo flores silvestres. Mientras tanto el hambriento lobo feroz se dirigió con mucha rapidez a la casa

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donde vivía la abuelita. Estaba muy impaciente porque no había comido en tres días. Sin embargo, la abuelita se había ido muy temprano para el pueblo, y el lobo encontró la casa vacía. Poniéndose el gorro de dormir de la anciana, se metió en la cama y esperó a Caperucita Roja. Cuando la niña entró en la casa, se asustó porque encontró a su abuelita en cama y le pareció muy extraña. -¡Oh! ¡Abuelita! -exclamó Caperucita Roja-, ¡qué orejas más grandes que tienes! -Son para escucharte mejor -dijo el lobo. -Abuelita, ¡qué ojos más grandes tú tienes! -Son para verte mejor, querida nieta. -Abuelita, ¡qué dientes más grandes que tienes! -Son para comerte mejor -gritó el lobo saltando de la cama. Un leñador que se encontraba cerca escuchó a Caperucita Roja que pedía socorro por la ventana. Tomando su hacha corrió hacia la casa para salvarla. Antes que el lobo pudiera hacer daño a Caperucita Roja, el leñador le dio muerte de un tremendo hachazo. Luego lo arrastró hasta el bosque Y en ese momento la abuelita regresaba a su hogar, lo que hizo tranquilizar a Caperucita y pasar un rato de alegría junto a ella.

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de Charles Perrault

Había una vez... ...Un molinero que tenía tres hijos. A su muerte, el pobre molinero les dejó a sus hijos, como únicos bienes: su molino, su burro y su gato. Muy pronto se hizo el reparto, para el cual no se necesitó notario ni otra autoridad; nada sobró del pobre patrimonio. El hijo mayor se quedó con el molino, el segundo recibió el burro y el menor sólo se quedó con el Gato; estaba desconsolado por tener tan poco. —Mis hermanos —decía— podrán ganarse la vida honradamente trabajando juntos; en cambio yo, en cuanto me haya comido mi gato y haya hecho una bufanda con su piel, moriré de hambre. El Gato, al oír este discurso, le dijo con un aire comedido y grave: —No te aflijas en lo absoluto, mi amo, no tienes más que darme un saco y hacerme un par de botas para ir por los zarzales, y ya verás que tu herencia no es tan poca cosa como tú crees. Aunque el amo del Gato no hizo mucho caso al oírlo, lo había visto actuar con tanta agilidad para atrapar ratas y ratones, y cuando se colgaba de sus patas traseras o cuando se escondía en la harina haciéndose el muerto, que no perdió la esperanza de que lo socorriera en su miseria. En cuanto el Gato tuvo lo que había solicitado, se calzó rápidamente las botas, se colocó el saco al cuello tomando los cordones con sus patas delanteras y se dirigió hacia un conejal en donde había muchos conejos. Puso salvado y hierbas dentro del saco, y se tendió en el suelo como si estuviese muerto; esperó que un tierno conejo poco conocedor de las tretas de este mundo viniera a meterse en el saco para comer lo que en él había. Apenas se hubo acostado tuvo un gran regocijo; un tierno y aturdido conejo entró en el saco. El Gato tiró de los cordones para atraparlo y luego lo mató sin misericordia. Orgulloso de su proeza, se dirigió hacia donde vivía el Rey y pidió que lo dejaran entrar para hablar con él. Le hicieron pasar a

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las habitaciones de Su Majestad; después de hacer una gran reverencia al Rey, le dijo: —He aquí, Señor, un conejo de campo que el Señor Marqués de Carabás (que es el nombre que se le ocurrió dar a su amo) me ha encargado ofrecerle de su parte. —Dile a tu amo —contestó el Rey—, que se lo agradezco, y que me halaga en gran medida. En otra ocasión, fue a esconderse en un trigal dejando también el saco abierto; en cuanto dos perdices entraron en él, tiró de los cordones y capturó a ambas. Enseguida se fue a regalárselas al rey, tal como había hecho con el conejo de campo. Una vez más, el Rey se sintió halagado al recibir las dos perdices, y ordenó que le dieran de beber. Durante dos o tres meses el Gato continuó llevando al Rey las piezas que cazaba y le decía que su amo lo enviaba. Un día se enteró que el Rey iría de paseo por la ribera del río con su hija, la princesa más bella del mundo,. y le dijo a su amo: —Si sigues mi consejo podrás hacer fortuna; no tienes más que meterte en el río en el lugar que yo te indique y después dejarme actuar. El Marqués de Carabás hizo lo que su Gato le aconsejaba, sin saber con qué fines lo hacía. Mientras se bañaba, pasó por ahí el Rey, y el Gato se puso a gritar con todas sus fuerzas: —¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Que se ahoga el Marqués de Carabás! Al oír los gritos el Rey se asomó por la ventanilla y al reconocer al Gato que tantas piezas de caza le había entregado, ordenó a sus guardias que fueran prestos al auxilio del Marqués de Carabás. Mientras sacaban del río al pobre Marqués, el Gato se acercó a la carroza y le dijo al Rey que durante el baño de su amo unos ladrones habían llegado y se llevaron sus ropas, a pesar de que él les gritó con toda su fuerza; el Gato las había escondido tras una enorme piedra. Al instante, el Rey ordenó a los oficiales de su guardarropa que fueran a buscar uno de sus más bellos trajes para dárselo al Marqués de Carabás. El Rey le hizo mil halagos, y como los hermosos ropajes que acababan de darle realzaban su figura (pues era guapo y de buen porte), la hija del rey lo encontró muy de su agrado; además, como el Marqués de Carabás le dirigió dos o tres miradas, muy respetuosas y un poco tiernas, ella se enamoró enseguida de él. El rey quiso que subiera a su carroza y que los acompañara en su paseo. El gato, encantado al ver que su plan empezaba a dar resultado, se adelantó a ellos, y cuando encontró a unos campesinos que segaban un campo les dijo: —Buena gente, si no decías al rey que el campo que estáis segando pertenece al Marqués de Carabás, seréis hechos picadillos y convertidos en paté. Al pasar por ahí, el rey no olvidó preguntar a los segadores de quién era el campo que segaban. -Estos campos pertenecen al Marqués de Carabás, Señor.- respondieron los labriegos- Al marqués de Carabás, al Marqués de Carabás. El rey, al ver tantas riquezas del Marqués de carabás, decidió casar a su hija con el hijo menor del molinero, mientras el gato le presentaba todos los respetos y se había convertido en el gato más famoso de toda la comarca.

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Y su Señor, el marqués de Carabás, en un joven príncipe, y las puertas reales se abrieron para dar paso a la feliz pareja. y allí vivieron felices, y el gato con botas, como recompensa de su amo, vivió también en aquel castillo tan bonito.

Había una vez un pobre campesino. Una noche se encontraba sentado, atizando el fuego, y su esposa hilaba sentada junto a él, a la vez que lamentaban el hallarse en un hogar sin niños. —¡Qué triste es que no tengamos hijos! —dijo él—. En esta casa siempre hay silencio, mientras que en los demás hogares todo es alegría y bullicio de criaturas. —¡Es verdad! —contestó la mujer suspirando—.Si por lo menos tuviéramos uno, aunque fuera muy pequeño y no mayor que el pulgar, seríamos felices y lo amaríamos con todo el corazón. Y ocurrió que el deseo se cumplió. Resultó que al poco tiempo la mujer se sintió

enferma y, después de siete meses, trajo al mundo un niño bien proporcionado en todo, pero no más grande que un dedo pulgar. —Es tal como lo habíamos deseado —dijo—. Va a ser nuestro querido hijo, nuestro pequeño. Y debido a su tamaño lo llamaron Pulgarcito. No le escatimaban la comida, pero el niño no crecía y se quedó tal como era cuando nació. Sin embargo, tenía ojos muy vivos y pronto dio muestras de ser muy inteligente, logrando todo lo que se proponía. Un día, el campesino se aprestaba a ir al bosque a cortar leña. —Ojalá tuviera a alguien para conducir la carreta —dijo en voz baja. —¡Oh, padre! —exclamó Pulgarcito— ¡yo me haré cargo! ¡Cuenta conmigo! La carreta llegará a tiempo al bosque. El hombre se echó a reír y dijo: —¿Cómo podría ser eso? Eres muy pequeño para conducir el caballo con las riendas. —¡Eso no importa, padre! Tan pronto como mi madre lo enganche, yo me pondré en la oreja del caballo y le gritaré por dónde debe ir. —¡Está bien! —contestó el padre, probaremos una vez. Cuando llegó la hora, la madre enganchó la carreta y colocó a Pulgarcito en la oreja del caballo, donde el pequeño se puso a gritarle por dónde debía ir, tan pronto con “¡Hejjj!”, como un “¡Arre!”. Todo fue tan bien como con un

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conductor y la carreta fue derecho hasta el bosque. Sucedió que, justo en el momento que rodeaba un matorral y que el pequeño iba gritando “¡Arre! ¡Arre!” , dos extraños pasaban por ahí. —¡Cómo es eso! —dijo uno— ¿Qué es lo que pasa? La carreta rueda, alguien conduce el caballo y sin embargo no se ve a nadie. —Todo es muy extraño —asintió el otro—. Seguiremos la carreta para ver en dónde se para. La carreta se internó en pleno bosque y llegó justo al sitio sonde estaba la leña cortada. Cuando Pulgarcito divisó a su padre, le gritó: —Ya ves, padre, ya llegué con la carreta. Ahora, bájame del caballo. El padre tomó las riendas con la mano izquierda y con la derecha sacó a su hijo de la oreja del caballo, quien feliz se sentó sobre una brizna de hierba. Cuando los dos extraños divisaron a Pulgarcito quedaron tan sorprendidos que no supieron qué decir. Uno y otro se escondieron y se dijeron entre ellos: —Oye, ese pequeño valiente bien podría hacer nuestra fortuna si lo exhibimos en la ciudad a cambio de dinero. Debemos comprarlo. Se dirigieron al campesino y le dijeron: —Véndenos ese hombrecito; estará muy bien con nosotros. —No —respondió el padre— es mi hijo querido y no lo vendería por todo el oro del mundo. Pero al oír esta propuesta, Pulgarcito se trepó por los pliegues de las ropas de su padre, se colocó sobre su hombro y le dijo al oído: —Padre, véndeme; sabré cómo regresar a casa. Entonces, el padre lo entregó a los dos hombres a cambio de una buena cantidad de dinero. —¿En dónde quieres sentarte? —le preguntaron. —¡Ah!, pónganme sobre el ala de su sombrero; ahí podré pasearme a lo largo y a lo ancho, disfrutando del paisaje y no me caeré. Cumplieron su deseo, y cuando Pulgarcito se hubo despedido de su padre se pusieron todos en camino. Viajaron hasta que anocheció y Pulgarcito dijo entonces: —Bájenme al suelo, tengo necesidad. —No, quédate ahí arriba —le contestó el que lo llevaba en su cabeza—. No me importa. Las aves también me dejan caer a menudo algo encima. —No —respondió Pulgarcito—, sé lo que les conviene. Bájenme rápido. El hombre tomó de su sombrero a Pulgarcito y lo posó en un campo al borde del camino. Por un momento dio saltitos entre los terrones de tierra y, de repente, enfiló hacia un agujero de ratón que había localizado. —¡Buenas noches, señores, sigan sin mí! —les gritó en tono burlón. Acudieron prontamente y rebuscaron con sus bastones en la madriguera del ratón, pero su esfuerzo fue inútil. Pulgarcito se introducía cada vez más profundo y como la oscuridad no tardó en hacerse total, se vieron obligados a regresar, burlados y con la bolsa vacía. Cuando Pulgarcito se dio cuenta de que se habían marchado, salió de su escondite.

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“Es peligroso atravesar estos campos de noche, cuando más peligros acechan”, pensó, “se puede uno fácilmente caer o lastimar”. Felizmente, encontró una concha vacía de caracol. —¡Gracias a Dios! —exclamó—, ahí dentro podré pasar la noche con tranquilidad; y ahí se introdujo. Un momento después, cuando estaba a punto de dormirse, oyó pasar a dos hombres, uno de ellos decía: —¿Cómo haremos para robarle al cura adinerado todo su oro y su dinero? —¡Yo bien podría decírtelo! —se puso a gritar Pulgarcito. —¿Qué es esto? —dijo uno de los espantados ladrones, he oído hablar a alguien. Pararon para escuchar y Pulgarcito insistió: —Llévenme con ustedes, yo los ayudaré. —¿En dónde estás? —Busquen aquí, en el piso; fíjense de dónde viene la voz —contestó. Por fin los ladrones lo encontraron y lo alzaron. —A ver, pequeño valiente, ¿cómo pretendes ayudarnos? —¡Eh!, yo me deslizaré entre los barrotes de la ventana de la habitación del cura y les iré pasando todo cuanto quieran. —¡Está bien! Veremos qué sabes hacer. Cuando llegaron a la casa, Pulgarcito se deslizó en la habitación y se puso a gritar con todas sus fuerzas. —¿Quieren todo lo que hay aquí? Los ladrones se estremecieron y le dijeron: —Baja la voz para no despertar a nadie. Pero Pulgarcito hizo como si no entendiera y continuó gritando: —¿Qué quieren? ¿Les hace falta todo lo que aquí? La cocinera, quien dormía en la habitación de al lado, oyó estos gritos, se irguió en su cama y escuchó, pero los ladrones asustados se habían alejado un poco. Por fin recobraron el valor diciéndose: —Ese hombrecito quiere burlarse de nosotros. Regresaron y le cuchichearon: —Vamos, nada de bromas y pásanos alguna cosa. Entonces, Pulgarcito se puso a gritar con todas sus fuerzas: —Sí, quiero darles todo: introduzcan sus manos. La cocinera, que ahora sí oyó perfectamente, saltó de su cama y se acercó ruidosamente a la puerta. Los ladrones, atemorizados, huyeron como si llevasen el diablo tras de sí, y la criada, que no distinguía nada, fue a encender una vela. Cuando volvió, Pulgarcito, sin ser descubierto, se había escondido en el granero. La sirvienta, después de haber inspeccionado en todos los rincones y no encontrar nada, acabó por volver a su cama y supuso que había soñado con ojos y orejas abiertos. Pulgarcito había trepado por la paja y en ella encontró un buen lugarcito para dormir. Quería descansar ahí hasta que amaneciera y después volver con sus padres, pero aún le faltaba ver otras cosas, antes de poder estar feliz en su hogar. Como de costumbre, la criada se levantó al despuntar el día para darles de comer a los animales. Fue primero al granero, y de ahí tomó una brazada de paja, justamente de la pila en donde Pulgarcito estaba dormido. Dormía tan

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profundamente que no se dio cuenta de nada y no despertó hasta que estuvo en la boca de la vaca que había tragado la paja. —¡Dios mío! —exclamó—. ¿Cómo pude caer en este molino triturador? Pronto comprendió en dónde se encontraba. Tuvo buen cuidado de no aventurarse entre los dientes, que lo hubieran aplastado; mas no pudo evitar resbalar hasta el estómago. —He aquí una pequeña habitación a la que se omitió ponerle ventanas —se dijo—Y no entra el sol y tampoco es fácil procurarse una luz. Esta morada no le gustaba nada, y lo peor era que continuamente entraba más paja por la puerta y que el espacio iba reduciéndose más y más. Entonces, angustiado, decidió gritar con todas sus fuerzas: —¡Ya no me envíen más paja! ¡Ya no me envíen más paja! La criada estaba ordeñando a la vaca y cuando oyó hablar sin ver a nadie, reconoció que era la misma voz que había escuchado por la noche, y se sobresaltó tanto que resbaló de su taburete y derramó toda la leche. Corrió a toda prisa donde se encontraba el amo y él gritó: —¡Ay, Dios mío! ¡Señor cura, la vaca ha hablado! —¡Está loca! —respondió el cura, quien se dirigió al establo a ver de qué se trataba. Apenas cruzó el umbral cuando Pulgarcito se puso a gritar de nuevo: —¡Ya no me enviéis más paja! ¡Ya no me enviéis más paja! Ante esto, el mismo cura tuvo miedo, suponiendo que era obra del diablo y ordenó que se matara a la vaca. Entonces se sacrificó a la vaca; solamente el estómago, donde estaba encerrado Pulgarcito, fue arrojado al estercolero. Pulgarcito intentó por todos los medios salir de ahí, pero en el instante en que empezaba a sacar la cabeza, le aconteció una nueva desgracia. Un lobo hambriento, que acertó a pasar por ahí, se tragó el estómago de un solo bocado. Pulgarcito no perdió ánimo. “Quizá encuentre un medio de ponerme de acuerdo con el lobo”, pensaba. Y, desde el fondo de su panza, su puso a gritarle: —¡Querido lobo, yo sé de un festín que te vendría mucho mejor! —¿Dónde hay que ir a buscarlo? —contestó el lobo. —En tal y tal casa. No tienes más que entrar por la trampilla de la cocina y ahí encontrarás pastel, tocino, salchichas, tanto como tú desees comer. Y le describió minuciosamente la casa de sus padres. El lobo no necesitó que se lo dijeran dos veces. Por la noche entró por la trampilla de la cocina y, en la despensa, disfrutó todo con enorme placer. Cuando estuvo harto, quiso salir, pero había engordado tanto que ya no podía usar el mismo camino. Pulgarcito, que ya contaba con que eso pasaría, comenzó a hacer un enorme escándalo dentro del vientre del lobo. —¡Te quieres estar quieto! —le dijo el lobo—. Vas a despertar a todo el mundo. —¡Tanto peor para ti! —contestó el pequeño—. ¿No has disfrutado ya? Yo también quiero divertirme. Y se puso de nuevo a gritar con todas sus fuerzas. A fuerza de gritar, despertó a su padre y a su madre, quienes corrieron hacia la habitación y miraron por las

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rendijas de la puerta. Cuando vieron al lobo, el hombre corrió a buscar el hacha y la mujer la hoz. —Quédate detrás de mí —dijo el hombre cuando entraron en el cuarto—. Cuando le haya dado un golpe, si acaso no ha muerto, le pegarás con la hoz y le desgarrarás el cuerpo. Cuando Pulgarcito oyó la voz de su padre, gritó: —¡Querido padre, estoy aquí; aquí, en la barriga del lobo! —¡Al fin! —dijo el padre—.¡Ya ha aparecido nuestro querido hijo! Le indicó a su mujer que soltara la hoz, por temor a lastimar a Pulgarcito. Entonces, se adelantó y le dio al lobo un golpe tan violento en la cabeza que éste cayó muerto. Después fueron a buscar un cuchillo y unas tijeras, le abrieron el vientre y sacaron al pequeño. —¡Qué suerte! —dijo el padre—. ¡Qué preocupados estábamos por ti! —¡Si, padre, he vivido mil desventuras. ¡Por fin, puedo respirar el aire libre! —Pues, ¿dónde te metiste? —¡Ay, padre!, he estado en la madriguera de un ratón, en el vientre de una vaca y dentro de la panza de un lobo. Ahora, me quedaré a vuestro lado. —Y nosotros no te volveríamos a vender, aunque nos diesen todos los tesoros del mundo. Abrazaron y besaron con mucha ternura a su querido Pulgarcito, le sirvieron de comer y de beber, y lo bañaron y le pusieron ropas nuevas, pues las que llevaba mostraban los rastros de las peripecias de su accidentado viaje.

Charles Perrault

PIEL DE ASNO

Érase una vez un rey tan famoso,

tan amado por su pueblo, tan

respetado por todos sus vecinos, que de él podía decirse que era el

más feliz de los monarcas. Su

dicha se confirmaba aún más por

la elección que hiciera de una princesa tan bella como virtuosa;

y estos felices esposos vivían en

la más perfecta unión. De su

casto himeneo había nacido una

hija dotada de encantos y

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virtudes tales que no se lamentaban de tan corta descendencia.

La magnificencia, el buen gusto y la abundancia reinaban en su palacio. Los

ministros eran hábiles y prudentes; los cortesanos virtuosos y leales, los

servidores fieles y laboriosos. Sus caballerizas eran grandes y llenas de los más

hermosos caballos del mundo, ricamente enjaezados. Pero lo que asombraba a los visitantes que acudían a admirar estas hermosas cuadras, era que en el

sitio más destacado un señor asno exhibía sus grandes y largas orejas. Y no

era por capricho sino con razón que el rey le había reservado un lugar especial

y destacado. Las virtudes de este extraño animal merecían semejante distinción, pues la naturaleza lo había formado de modo tan extraordinario que

su pesebre, en vez de suciedades, se cubría cada mañana con hermosos

escudos y luises de todos tamaños, que eran recogidos a su despertar.

Pues bien, como las vicisitudes de la vida alcanzan tanto a los reyes como a los

súbditos, y como siempre los bienes están mezclados con algunos males el

cielo permitió que la reina fuese aquejada repentinamente de una penosa enfermedad para la cual, pese a la ciencia y a la habilidad de los médicos, no

se pudo encontrar remedio.

La desolación fue general. El rey, sensible y enamorado, a pesar del famoso

proverbio que dice que el matrimonio es la tumba del amor, sufría sin alivio,

hacia encendidos votos a todos los templos de su reino, ofrecía su vida a

cambio de la de su esposa tan querida; pero dioses y hadas eran invocados en

vano.

La reina, sintiendo que se acercaba su última hora, dijo a su esposo que estaba

deshecho en llanto:

—Permitidme, antes de morir, que os exija una cosa; si quisierais volver a

casaros...

A estas palabras el rey, con quejas lastimosas, tomó las manos de su mujer,

las baño de lágrimas, y asegurándole que estaba de más hablarle de un

segundo matrimonio:

—No, no, dijo por fin, mi amada reina, habladme más bien de seguiros.

—El Estado, repuso la reina con una firmeza que aumentaba las lamentaciones

de este príncipe, el Estado que exige sucesores ya que sólo os he dado una hija, debe apremiaros para que tengáis hijos que se os parezcan; mas os

ruego, por todo el amor que me habéis tenido, no ceder a los apremios de

vuestros súbditos sino hasta que encontréis una princesa más bella y mejor

que yo. Quiero vuestra promesa, y entonces moriré contenta.

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Es de presumir que la reina, que no carecía de amor propio, había exigido esta

promesa convencida que nadie en el mundo podía igualarla, y se aseguraba de

este modo que el rey jamás volviera a casarse. Finalmente, ella murió. Nunca

un marido hizo tanto alarde: llorar, sollozar día y noche, menudo derecho que

otorga la viudez, fue su única ocupación.

Los grandes dolores son efímeros. Además, los consejeros del Estado se

reunieron y en conjunto fueron a pedirle al rey que volviera a casarse.

Esta proposición le pareció dura y le hizo derramar nuevas lágrimas. Invocó la

promesa hecha a la reina, y los desafió a todos a encontrar una princesa más

hermosa y más perfecta que su difunta esposa, pensando que aquello era

imposible.

Pero el consejo consideró tal promesa como una bagatela, y opinó que poco importaba la belleza, con tal que una reina fuese virtuosa y nada estéril; que el

Estado exigía príncipes para su tranquilidad y paz; que, a decir verdad, la

infante tenía todas las cualidades para hacer de ella una buena reina, pero era

preciso elegirle a un extranjero por esposo; y que entonces, o el extranjero se la llevaba con él o bien, si reinaba con ella, sus hijos no serían considerados del

mismo linaje y además, no habiendo príncipe de su dinastía, los pueblos

vecinos podían provocar guerras que acarrearían la ruina del reino. El rey,

movido por estas consideraciones, prometió que lo pensaría.

Efectivamente, buscó entre las princesas casaderas cuál podría convenirle. A

diario le llevaban retratos atractivos; pero ninguno exhibía los encantos de la

difunta reina. De este modo, no tomaba decisión alguna.

Por desgracia, empezó a encontrar que la infanta, su hija, era no solamente hermosa y bien formada, sino que sobrepasaba largamente a la reina su madre

en inteligencia y agrado. Su juventud, la atrayente frescura de su hermosa piel,

inflamó al rey de un modo tan violento que no pudo ocultárselo a la infanta,

diciéndole que había resuelto casarse con ella pues era la única que podía

desligarlo de su promesa.

La joven princesa, llena de virtud y pudor, creyó desfallecer ante esta horrible

proposición. Se echó a los pies del rey su padre, y le suplicó con toda la fuerza

de su alma, que no la obligara a cometer un crimen semejante.

El rey, que estaba empecinado con este descabellado proyecto, había

consultado a un anciano druida, para tranquilizar la conciencia de la joven

princesa. Este druida, más ambicioso que religioso, sacrificó la causa de la inocencia y la virtud al honor de ser confidente de un poderoso rey. Se insinuó

con tal destreza en el espíritu del rey, le suavizó de tal manera el crimen que

Page 26: Hansel y Gretel vivían con su padre.pdf

iba a cometer, que hasta lo persuadió de estar haciendo una obra pía al

casarse con su hija.

El rey, halagado por el discurso de aquel malvado, lo abrazó y salió más

empecinado que nunca con su proyecto: hizo dar órdenes a la infanta para que

se preparara a obedecerle.

La joven princesa, sobrecogida de dolor, pensó en recurrir a su madrina, el hada de las Lilas. Con este objeto, partió esa misma noche en un lindo

cochecito tirado por un cordero que sabía todos los caminos. Llegó a su destino

con toda felicidad. El hada, que amaba a la infanta, le dijo que ya estaba

enterada de lo que venía a decirle, pero que no se preocupara: nada podía

pasarle si ejecutaba fielmente todo lo que le indicaría.

—Porque, mi amada niña, le dijo, sería una falta muy grave casaros con vuestro padre; pero, sin necesidad de contradecirlo, podéis evitarlo: decidle

que para satisfacer un capricho que tenéis, es preciso que os regale un vestido

color del tiempo. Jamás, con todo su amor y su poder podrá lograrlo.

La princesa le dio las gracias a su madrina, y a la mañana siguiente le dijo al

rey su padre lo que el hada le había aconsejado y reiteró que no obtendrían de

ella consentimiento alguno hasta tener el vestido color del tiempo.

El rey, encantado con la esperanza que ella le daba, reunió a los más famosos costureros y les encargó el vestido bajo la condición de que si no eran capaces

dé realizarlo los haría ahorcar a todos.

No tuvo necesidad de llegar a ese extremo: a los dos días trajeron el tan

ansiado traje. El firmamento no es de un azul más bello, cuando lo circundan

nubes de oro, que este hermoso vestido al ser desplegado. La infanta se sintió

toda acongojada y no sabía cómo salir del paso. El rey apremiaba la decisión. Hubo que recurrir nuevamente a la madrina quien, asombrada porque su

secreto no había dado resultado, le dijo que tratara de pedir otro vestido del

color de la luna.

El rey, que nada podía negarle a su hija, mandó buscar a los más diestros

artesanos, y les encargó en forma tan apremiante un vestido del color de la

luna, que entre ordenarlo y traerlo no mediaron ni veinticuatro horas. La infanta, más deslumbrada por este soberbio traje que por la solicitud de su

padre, se afligió desmedidamente cuando estuvo con sus damas y su nodriza.

El hada de las Lilas, que todo lo sabía, vino en ayuda de la atribulada princesa

y le dijo:

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—O me equivoco mucho, o creo que si pedís un vestido color del sol lograremos

desalentar al rey vuestro padre, pues jamás podrán llegar a confeccionar un

vestido así.

La infanta estuvo de acuerdo y pidió el vestido; y el enamorado rey entregó sin

pena todos los diamantes y rubíes de su corona para ayudar a esta obra maravillosa, con la orden de no economizar nada para hacer esta prenda

semejante al sol: Fue así que cuando el vestido apareció, todos los que lo

vieron desplegado tuvieron que cerrar los ojos, tan deslumbrante era.

¡Cómo se puso la infanta ante esta visión! Jamás se había visto algo tan

hermoso y tan artísticamente trabajado. Se sintió confundida; y con el pretexto

de que a la vista del traje le habían dolido los ojos, se retiró a su aposento donde el hada la esperaba, de lo más avergonzada. Fue peor aún, pues al ver

el vestido color del sol, se puso roja de ira.

—¡Oh!, como último recurso, hija mía, —le dijo a la princesa, vamos a someter

al indigno amor de vuestro padre a una terrible prueba. Lo creo muy

empecinado con este matrimonio, que él cree tan próximo; pero pienso que quedará un poco aturdido si le hacéis el pedido que os aconsejo: la piel de ese

asno que ama tan apasionadamente y que subvenciona tan generosamente

todos sus gastos. Id, y no dejéis de decirle que deseáis esa piel.

La princesa, encantada de encontrar una nueva manera de eludir un

matrimonio que detestaba, y pensando que su padre jamás se resignaría a

sacrificar su asno, fue a verlo y le expuso su deseo de tener la piel de aquel

bello animal.

Aunque extrañado por este capricho, el rey no vaciló en satisfacerlo. El pobre asno fue sacrificado y su piel galantemente llevada a la infanta quien, no

viendo ya ningún otro modo de esquivar su desgracia, iba a caer en la

desesperación cuando su madrina acudió.

—¿Qué hacéis, hija mía?, dijo, viendo a la princesa arrancándose los cabellos y

golpeándose sus hermosas mejillas. Este es el momento más hermoso de vuestra vida. Cubríos con esta piel, salid del palacio y partid hasta donde la

tierra pueda llevaros: cuando se sacrifica todo a la virtud, los dioses saben

recompensarlo. ¡Partid! Yo me encargo de que todo vuestro tocador y vuestro

guardarropa os sigan a todas partes; dondequiera que os detengáis, vuestro

cofre conteniendo vestidos, alhajas, seguirá vuestros pasos bajo tierra; y he aquí mi varita, que os doy: al golpear con ella el suelo cuando necesitéis

vuestro cofre, éste aparecerá ante vuestros ojos. Mas, apresuraos en partid, no

tardéis más.

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La princesa abrazó mil veces a su madrina, le rogó que no la abandonara, se

revistió con la horrible piel luego de haberse refregado con hollín de la

chimenea, y salió de aquel suntuoso palacio sin que nadie la reconociera.

La ausencia de la infanta causó gran revuelo. El rey, que había hecho preparar

una magnífica fiesta, estaba desesperado e inconsolable. Hizo salir a mas de cien guardias y más de mil mosqueteros en busca de su hija; pero el hada, que

la protegía, la hacía invisible a los más hábiles rastreos. De modo que al fin

hubo que resignarse.

Mientras tanto, la princesa caminaba. Llegó lejos, muy lejos, todavía más lejos,

en todas partes buscaba un trabajo. Pero, aunque por caridad le dieran de

comer, la encontraban tan mugrienta qué nadie la tomaba.

Andando y andando, entró a una hermosa ciudad, a cuyas puertas había una granja; la granjera necesitaba una sirvienta para lavar la ropa de cocina, y

limpiar los pavos y las pocilgas de los puercos. Esta mujer, viendo a aquella

viajera tan sucia; le propuso entrar a servir a su casa, lo que la infanta aceptó

con gusto, tan cansada estaba de todo lo que había caminado.

La pusieron en un rincón apartado de la cocina donde, durante los primeros

días, fue el blanco de las groseras bromas de la servidumbre, así era la

repugnancia que inspiraba su piel de asno.

Al fin se acostumbraron; además ella ponía tanto empeño en cumplir con sus

tareas que la granjera la tomó bajo su protección. Estaba encargada de los

corderos, los metía al redil cuando era preciso: llevaba a los pavos a pacer,

todo con una habilidad como si nunca hubiese hecho otra cosa. Así pues, todo

fructificaba bajo sus bellas manos.

Un día estaba sentada junto a una fuente de agua clara, donde deploraba a menudo su triste condición, se le ocurrió mirarse; la horrible piel de asno que

constituía su peinado y su ropaje, la espantó. Avergonzada de su apariencia, se

refregó hasta que se sacó toda la mugre de la cara y de las manos las que

quedaron más blancas que el marfil, y su hermosa tez recuperó su frescura

natural.

La alegría de verse tan bella le provocó el deseo de bañarse, lo que hizo; pero tuvo que volver a ponerse la indigna piel para volver a la granja. Felizmente, el

día siguiente era de fiesta; así pues, tuvo tiempo para sacar su cofre, arreglar

su apariencia, empolvar sus hermosos cabellos y ponerse su precioso traje

color del tiempo. Su cuarto era tan pequeño que no se podía extender la cola de aquel magnífico vestido. La linda princesa se miraba y se admiraba a sí

misma con razón, de modo que, para no aburrirse, decidió ponerse por turno

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todas sus hermosas tenidas los días de fiesta y los domingos, lo que hacía

puntualmente. Con un arte admirable, adornaba sus cabellos mezclando flores

y diamantes; a menudo suspiraba pensando que los únicos testigos de su

belleza eran sus corderos y sus pavos que la amaban igual con su horrible piel

de asno, que había dado origen al apodo con que la nombraban en la granja.

Un día de fiesta en que Piel de Asno se había puesto su vestido color del sol, el

hijo del rey, a quien pertenecía esta granja, hizo allí un alto para descansar al

volver de caza. El príncipe era joven, hermoso y apuesto; era el amor de su

padre y de la reina su madre, y su pueblo lo adoraba. Ofrecieron a este príncipe una colación campestre, que él aceptó; luego se puso a recorrer los

gallineros y todos los rincones.

Yendo así de un lugar a otro entró por un callejón sombrío al fondo del cual vio

una puerta cerrada. Llevado por la curiosidad, puso el ojo en la cerradura.

¿pero qué le pasó al divisar a una princesa tan bella y ricamente vestida, que

por su aspecto noble y modesto, él tomó por una diosa? El ímpetu del sentimiento que lo embargó en ese momento lo habría llevado a forzar la

puerta, a no mediar el respeto que le inspirara esta persona maravillosa.

Tuvo que hacer un esfuerzo para regresar por ese callejón oscuro y sombrío,

pero lo hizo para averiguar quién vivía en ese pequeño cuartito. Le dijeron que

era una sirvienta que se llamaba Piel de Asno a causa de la piel con que se

vestía; y que era tan mugrienta y sucia que nadie la miraba ni le hablaba, y

que la habían tomado por lástima para que cuidara los corderos y los pavos.

El príncipe, no satisfecho con estas referencias, se dio cuenta que estas gentes

rudas no sabían nada más y que era inútil hacerles más preguntas. Volvió al

palacio del rey su padre, indeciblemente enamorado, teniendo constantemente

ante sus ojos la imagen de esta diosa que había visto por el ojo de la cerradura. Se lamentó de no haber golpeado a la puerta, y decidió que no

dejaría de hacerlo la próxima vez.

Pero la agitación de su sangre, causada por el ardor de su amor, le provocó esa

misma noche una fiebre tan terrible que pronto decayó hasta el más grave

extremo. La reina su madre, que tenía este único hijo, se desesperaba al ver

que todos los remedios eran inútiles. En vano prometía las más suntuosas recompensas a los médicos; éstos empleaban todas sus artes, pero nada

mejoraba al príncipe. Finalmente, adivinaron que un sufrimiento mortal era la

causa de todo este daño; se lo dijeron a la reina quien, llena de ternura por su

hijo, fue a suplicarle que contara la causa de su mal; y aunque se tratara de que le cedieran la corona, el rey su padre bajaría de su trono sin pena para

hacerlo subir a él; que si deseaba a alguna princesa, aunque se estuviera en

guerra con el rey su padre y hubiese justos motivos de agravio, sacrificarían

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todo para darle lo que deseaba; pero le suplicaba que no se dejara morir,

puesto que de su vida dependía la de sus padres. La reina terminó este

conmovedor discurso no sin antes derramar un torrente de lágrimas sobre el

rostro de su hijo.

—Señora, le dijo por fin el príncipe, con una voz muy débil, no soy tan desnaturalizado como para desear la corona de mi padre; ¡quiera el cielo que él

viva largos años y me acepte durante mucho tiempo como el más respetuoso y

fiel de sus súbditos! En cuanto a las princesas que me ofrecéis; aún no he

pensado en casarme; y bien sabéis que, sumiso como soy a vuestras

voluntades, os obedeceré siempre, a cualquier precio.

—¡Ah!, hijo mío, repuso la reina, ningún precio es muy alto para salvarte la vida; mas, querido hijo, salva la mía y la del rey tu padre, diciéndome lo que

deseas, y ten la plena seguridad que te será acordado.

—¡Pues bien!, señora, dijo él, si tengo que descubriros mi pensamiento, os

obedeceré. Me sentiría un criminal si pongo en peligro dos cabezas que me son

tan queridas. Sí, madre mía, deseo que Piel de Asno me haga una torta y tan

pronto como esté hecha, me la traigan.

La reina, sorprendida ante este extraño nombre, preguntó quién era Piel de

Asno.

—Es, señora, replicó uno de sus oficiales que por casualidad había visto a esa

niña, el bicho más vil después del lobo; una negra, una mugrienta que vive en

vuestra granja y que cuida vuestros pavos.

—No importa, dijo la reina, mi hijo, al volver de caza, ha probado tal vez su

pastelería; es una fantasía de enfermo. En una palabra, quiero que Piel de

Asno, puesto que de Piel de Asno se trata le haga ahora mismo una torta.

Corrieron a la granja y llamaron a Piel de Asno para ordenarle que hiciera con

el mayor esmero una torta para el príncipe.

Algunos autores sostienen que Piel de Asno, cuando el príncipe había puesto sus ojos en la cerradura, con los suyos lo había visto; y que en seguida,

mirando por su ventanuco, había mirado a aquel príncipe tan joven, tan

hermoso y bien plantado que no había podido olvidar su imagen y que a

menudo ese recuerdo le arrancaba suspiros.

Como sea, si Piel de Asno lo vio o había oído decir de él muchos elogios,

encantada de hallar una forma para darse a conocer, se encerró en su cuartucho, se sacó su fea piel, se lavó manos y rostro, peinó sus rubios

Page 31: Hansel y Gretel vivían con su padre.pdf

cabellos, se puso un corselete de plata brillante, una falda igual, y se puso a

hacer la torta tan apetecida: usó la más pura harina, huevos y mantequilla

fresca. Mientras trabajaba, ya fuera de adrede o de otra manera, un anillo que

llevaba en el dedo cayó dentro de la masa y se mezcló a ella. Cuando la torta estuvo cocida, se colocó su horrible piel y fue a entregar la torta al oficial, a

quien le preguntó por el príncipe; pero este hombre, sin dignarse contestar,

corrió donde el príncipe a llevarle la torta.

El príncipe la arrebató de manos de aquel hombre, y se la comió con tal avidez

que los médicos presentes no dejaron de pensar que este furor no era buen signo. En efecto, el príncipe casi se ahogó con el anillo que encontró en uno de

los pedazos, pero se lo sacó diestramente de la boca; y el ardor con que

devoraba la torta se calmó, al examinar esta fina esmeralda montada en un

junquillo de oro cuyo círculo era tan estrecho que, pensó él, sólo podía caber

en el más hermoso dedito del mundo.

Besó mil veces el anillo, lo puso bajo sus almohadas, y lo sacaba cada vez que sentía que nadie lo observaba. Se atormentaba imaginando cómo hacer venir a

aquélla a quien este anillo le calzara; no se atrevía a creer, si llamaba a Piel de

Asno que había hecho la torta, que le permitieran hacerla venir; no se atrevía

tampoco a contar lo que había visto por el ojo de la cerradura temiendo ser objeto de burla y tomado por un visionario; acosado por todos estos

pensamientos simultáneos, la fiebre volvió a aparecer con fuerza. Los médicos,

no sabiendo ya qué hacer, declararon a la reina que el príncipe estaba enfermo

de amor. La reina acudió donde su hijo acompañada del rey que se

desesperaba.

—Hijo mío, hijo querido, exclamó el monarca, afligido, nómbranos a la que

quieres. Juramos que te la daremos, aunque fuese la más vil de las esclavas.

Abrazándolo, la reina le reiteró la promesa del rey. El príncipe, enternecido por

las lágrimas y caricias de los autores de sus días, les dijo:

—Padre y madre míos, no me propongo hacer una alianza que os disguste. Y

en prueba de esta verdad, añadió, sacando la esmeralda que escondía bajo la

cabecera, me casaré con aquella a quien le venga este anillo; y no parece que

la que tenga este precioso dedo sea una campesina ordinaria.

El rey y la reina tomaron el anillo, lo examinaron con curiosidad, y pensaron, al

igual que el príncipe, que este anillo no podía quedarle bien sino a una joven de alta alcurnia. Entonces el rey, abrazando a su hijo y rogándole que sanara,

salió, hizo tocar los tambores, los pífanos y las trompetas por toda la ciudad, y

anunciar por los heraldos que no tenían más que venir al palacio a probarse el

anillo; y aquella a quien le cupiera justo se casaría con el heredero del trono.

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Las princesas acudieron primero, luego las duquesas, las marquesas y las

baronesas; pero por mucho que se hubieran afinado los dedos, ninguna pudo

ponerse el anillo. Hubo que pasar a las modistillas que, con ser tan bonitas,

tenían los dedos demasiado gruesos. El príncipe, que se sentía mejor, hacía él

mismo probar el anillo.

Al fin les tocó el turno a las camareras, que no tuvieron mejor resultado. Ya no

quedaba nadie que no hubiese ensayado infructuosamente la joya, cuando el

príncipe pidió que vinieran las cocineras, las ayudantes, las cuidadoras de

rebaños. Todas acudieron, pero sus dedos regordetes; cortos y enrojecidos no

dejaron pasar el anillo más allá de la una.

—¿Hicieron venir a esa Piel de Asno que me hizo una torta en días pasados?

dijo el príncipe.

Todos se echaron a reír y le dijeron que no, era demasiado inmunda y

repulsiva.

—¡Que la traigan en el acto! dijo el rey. No se dirá que yo haya hecho una

excepción.

La princesa; que había escuchado los tambores y los gritos de los heraldos, se

imaginó muy bien que su anillo era lo que provocaba este alboroto. Ella amaba

al príncipe y como el verdadero amor es timorato y carece de vanidad, continuamente la asaltaba el temor de que alguna dama tuviese el dedo tan

menudo como el suyo. Sintió, pues, una gran alegría cuando vinieron a

buscarla y golpearon a su puerta.

Desde que supo que buscaban un dedo adecuado a su anillo, no se sabe qué

esperanza la había llevado a peinarse cuidadosamente y a ponerse su hermoso

corselete de plata con la falda llena de adornos de encaje de plata, salpicados de esmeraldas. Tan pronto como oyó que golpeaban a su puerta y que la

llamaban para presentarse ante el príncipe, se cubrió rápidamente con su piel

de asno, abrió su puerta y aquellas gentes, burlándose de ella, le dijeron que el

rey la llamaba para casarla con su hijo. Luego, en medio de estruendosas risotadas, la condujeron donde el príncipe quien, sorprendido él mismo por el

extraño atavío de la joven, no se atrevió a creer que era la misma que había

visto tan elegante y bella. Triste y confundido por haberse equivocado, le dijo:

—Sois vos la que habitáis al fondo de ese callejón oscuro, en el tercer gallinero

de la granja?

—Sí, su señoría, respondió ella.

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—Mostradme vuestra mano, dijo él temblando y dando un hondo suspiro.

¡Señores! ¿quién quedó asombrado? Fueron el rey y la reina, así como todos

los chambelanes y los grandes de la corte, cuando de adentro de esa piel negra

y sucia, se alzó una mano delicada, blanca y sonrosada, y el anillo entró sin

esfuerzo en el dedito más lindo del mundo; y, mediante un leve movimiento que hizo caer la piel, la infanta apareció de una belleza tan deslumbrante que

el príncipe, aunque todavía estaba débil, Se puso a sus pies y le estrechó las

rodillas con un ardor que a ella la hizo enrojecer. Pero casi no se dieron cuenta

pues el rey y la reina fueron a abrazar a la princesa, pidiéndole si quería

casarse con su hijo.

La princesa, confundida con tantas caricias y ante el amor que le demostraba el joven príncipe, iba sin embargo a darles las gracias, cuando el techo del salón

se abrió, y el hada de las Lilas, bajando en un carro hecho de ramas y de las

flores de su nombre, contó, con infinita gracia, la historia de la infanta.

El rey y la reina, encantados al saber que Piel de Asno era una gran princesa,

redoblaron sus muestras de afecto; pero el príncipe fue más sensible ante la virtud de la princesa, y su amor creció al saberlo. La impaciencia del príncipe

por casarse con la princesa fue tanta, que a duras penas dio tiempo para los

preparativos apropiados a este augusto matrimonio.

El rey y la reina, que estaban locos con su nuera, le hacían mil cariños y

siempre la tenían abrazada. Ella había declarado que no podía casarse con el

príncipe sin el consentimiento del rey su padre. De modo que fue el primero a quien le enviaran una invitación, sin decirle quién era la novia; el hada de las

Lilas, que supervigilaba todo, como era natural, lo había exigido a causa de las

consecuencias.

Vinieron reyes de todos los países; unos en silla de manos, otros en calesa,

unos más distantes montados sobre elefantes, sobre tigres, sobre águilas: pero

el más imponente y magnífico de los ilustres personajes fue el padre de la princesa quien, felizmente había olvidado su amor descarriado y había

contraído nupcias con una viuda muy hermosa que no le había dado hijos.

La princesa corrió a su encuentro; él la reconoció en el acto y la abrazó con una

gran ternura, antes que ella tuviera tiempo de echarse a sus pies. El rey y la

reina le presentaron a su hijo, a quien colmó de amistad. Las bodas se

celebraron con toda pompa imaginable. Los jóvenes esposos, poco sensibles a

estas magnificencias, sólo tenían ojos para ellos mismos.

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El rey, padre del príncipe, hizo coronar a su hijo ese mismo día y, besándole la

mano, lo puso en el trono, pese a la resistencia de aquel hijo bien nacido; pero

había que obedecer.

Las fiestas de esta ilustre boda duraron cerca de tres meses y el amor de los

dos esposos todavía duraría si los dos no hubieran muerto cien años después.

MORALEJA

El cuento de Piel de Asno parece exagerado;

pero mientras existan en el mundo criaturas

y haya madres y abuelas que narren aventuras,

estará su recuerdo conservado.

Charles Perrault

Barba Azul

Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el

campo, vajilla de oro y plata, muebles forrados en finísimo brocado y carrozas

todas doradas. Pero desgraciadamente, este hombre tenía la barba azul; esto le daba un aspecto tan feo y terrible que todas las mujeres y las jóvenes le

arrancaban.

Una vecina suya, dama distinguida, tenía dos hijas hermosísimas. Él le pidió la

mano de una de ellas, dejando a su elección cuál querría darle. Ninguna de las

dos quería y se lo pasaban una a la otra, pues no podían resignarse a tener un

marido con la barba azul. Pero lo que más les disgustaba era que ya se había

casado varias veces y nadie sabia qué había pasado con esas mujeres.

Barba Azul, para conocerlas, las llevó con su madre y tres o cuatro de sus

mejores amigas, y algunos jóvenes de la comarca, a una de sus casas de

campo, donde permanecieron ocho días completos. El tiempo se les iba en

paseos, cacerías, pesca, bailes, festines, meriendas y cenas; nadie dormía y se

pasaban la noche entre bromas y diversiones. En fin, todo marchó tan bien que la menor de las jóvenes empezó a encontrar que el dueño de casa ya no tenía

la barba tan azul y que era un hombre muy correcto.

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Tan pronto hubieron llegado a la ciudad, quedó arreglada la boda. Al cabo de

un mes, Barba Azul le dijo a su mujer que tenía que viajar a provincia por seis

semanas a lo menos debido a un negocio importante; le pidió que se divirtiera

en su ausencia, que hiciera venir a sus buenas amigas, que las llevara al

campo si lo deseaban, que se diera gusto.

—He aquí, le dijo, las llaves de los dos guardamuebles, éstas son las de la

vajilla de oro y plata que no se ocupa todos los días, aquí están las de los

estuches donde guardo mis pedrerías, y ésta es la llave maestra de todos los

aposentos. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete al fondo de la galería de mi departamento: abrid todo, id a todos lados, pero os prohíbo entrar a este

pequeño gabinete, y os lo prohíbo de tal manera que si llegáis a abrirlo, todo lo

podéis esperar de mi cólera.

Ella prometió cumplir exactamente con lo que se le acababa de ordenar; y él,

luego de abrazarla, sube a su carruaje y emprende su viaje.

Las vecinas y las buenas amigas no se hicieron de rogar para ir donde la recién

casada, tan impacientes estaban por ver todas las riquezas de su casa, no habiéndose atrevido a venir mientras el marido estaba presente a causa de su

barba azul que les daba miedo.

De inmediato se ponen a recorrer las habitaciones, los gabinetes, los armarios

de trajes, a cual de todos los vestidos más hermosos y más ricos. Subieron en

seguida a los guardamuebles, donde no se cansaban de admirar la cantidad y

magnificencia de las tapicerías, de las camas, de los sofás, de los bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos donde uno se miraba de la

cabeza a los pies, y cuyos marcos, unos de cristal, los otros de plata o de plata

recamada en oro, eran los más hermosos y magníficos que jamás se vieran. No

cesaban de alabar y envidiar la felicidad de su amiga quien, sin embargo, no se divertía nada al ver tantas riquezas debido a la impaciencia que sentía por ir a

abrir el gabinete del departamento de su marido.

Tan apremiante fue su curiosidad que, sin considerar que dejarlas solas era una

falta de cortesía, bajó por una angosta escalera secreta y tan

precipitadamente, que estuvo a punto de romperse los huesos dos o tres

veces. Al llegar á la puerta del gabinete, se detuvo durante un rato, pensando en la prohibición que le había hecho su marido, y temiendo que esta

desobediencia pudiera acarrearle alguna desgracia. Pero la tentación era tan

grande que no pudo superarla: tomó, pues, la llavecita y temblando abrió la

puerta del gabinete.

Al principio no vio nada porque las ventanas estaban cerradas; al cabo de un

momento, empezó a ver que el piso se hallaba todo cubierto de sangre

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coagulada, y que en esta sangre se reflejaban los cuerpos de varias mujeres

muertas y atadas a las murallas (eran todas las mujeres que habían sido las

esposas de Barba Azul y que él había degollado una tras otra).

Creyó que se iba a morir de miedo, y la llave del gabinete que había sacado de

la cerradura se le cayó de la mano. Después de reponerse un poco, recogió la llave, volvió a salir y cerró la puerta; subió a su habitación para recuperar un

poco la calma; pero no lo lograba, tan conmovida estaba.

Habiendo observado que la llave del gabinete estaba manchada de sangre, la

limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por mucho que la lavara y

aún la refregara con arenilla, la sangre siempre estaba allí, porque la llave era

mágica, y no había forma de limpiarla del todo: si se le sacaba la mancha de

un lado, aparecía en el otro.

Barba Azul regresó de su viaje esa misma tarde diciendo que en el camino

había recibido cartas informándole que el asunto motivo del viaje acababa de

finiquitarse a su favor. Su esposa hizo todo lo que pudo para demostrarle que

estaba encantada con su pronto regreso.

Al día siguiente, él le pidió que le devolviera las llaves y ella se las dio, pero

con una mano tan temblorosa que él adivinó sin esfuerzo todo lo que había

pasado.

—¿Y por qué, le dijo, la llave del gabinete no está con las demás?

—Tengo que haberla dejado, contestó ella allá arriba sobre mi mesa.

—No dejéis de dármela muy pronto, dijo Barba Azul.

Después de aplazar la entrega varias veces, no hubo más remedio que traer la

llave.

Habiéndola examinado, Barba Azul dijo a su mujer:

—¿Por qué hay sangre en esta llave?

—No lo sé, respondió la pobre mujer, pálida corno una muerta.

—No lo sabéis, repuso Barba Azul, pero yo sé muy bien. ¡Habéis tratado de

entrar al gabinete! Pues bien, señora, entraréis y ocuparéis vuestro lugar junto

a las damas que allí habéis visto.

Ella se echó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón, con todas las demostraciones de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente.

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Habría enternecido a una roca, hermosa y afligida como estaba; pero Barba

Azul tenía el corazón más duro que una roca.

—Hay que morir, señora, le dijo, y de inmediato.

—Puesto que voy a morir, respondió ella mirándolo con los ojos bañados de

lágrimas, dadme un poco de tiempo para rezarle a Dios.

—Os doy medio cuarto de hora, replicó Barba Azul, y ni un momento más.

Cuando estuvo sola llamó a su hermana y le dijo:

—Ana, (pues así se llamaba), hermana mía, te lo ruego, sube a lo alto de la

torre, para ver si vienen mis hermanos, prometieron venir hoy a verme, y si los

ves, hazles señas para que se den prisa.

La hermana Ana subió a lo alto de la torre, y la pobre afligida le gritaba de

tanto en tanto;

—Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?

Y la hermana respondía:

—No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.

Mientras tanto Barba Azul, con un enorme cuchillo en la mano, le gritaba con

toda sus fuerzas a su mujer:

—Baja pronto o subiré hasta allá.

—Esperad un momento más, por favor, respondía su mujer; y a continuación

exclamaba en voz baja: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?

Y la hermana Ana respondía:

—No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.

—Baja ya, gritaba Barba Azul, o yo subiré.

—Voy en seguida, le respondía su mujer; y luego suplicaba: Ana, hermana mía,

¿no ves venir a nadie?

—Veo, respondió la hermana Ana, una gran polvareda que viene de este lado.

—¿Son mis hermanos?

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—¡Ay, hermana, no! es un rebaño de ovejas.

—¿No piensas bajar? gritaba Barba Azul.

—En un momento más, respondía su mujer; y en seguida clamaba: Ana,

hermana mía, ¿no ves venir a nadie?

Veo, respondió ella, a dos jinetes que vienen hacia acá, pero están muy lejos

todavía... ¡Alabado sea Dios! exclamó un instante después, son mis hermanos;

les estoy haciendo señas tanto como puedo para que se den prisa.

Barba Azul se puso a gritar tan fuerte que toda la casa temblaba. La pobre

mujer bajó y se arrojó a sus pies, deshecha en lágrimas y enloquecida.

—Es inútil, dijo Barba Azul, hay que morir.

Luego, agarrándola del pelo con una mano, y levantando la otra con el cuchillo

se dispuso a cortarle la cabeza. La infeliz mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecidos, le rogó que le concediera un momento para

recogerse.

—No, no, dijo él, encomiéndate a Dios; y alzando su brazo...

En ese mismo instante golpearon tan fuerte a la puerta que Barba Azul se

detuvo bruscamente; al abrirse la puerta entraron dos jinetes que, espada en

mano, corrieron derecho hacia Barba Azul.

Este reconoció a los hermanos de su mujer, uno dragón y el otro mosquetero,

de modo que huyó para guarecerse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan

de cerca, que lo atraparon antes que pudiera alcanzar a salir. Le atravesaron el cuerpo con sus espadas y lo dejaron muerto. La pobre mujer estaba casi tan

muerta como su marido, y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus

hermanos.

Ocurrió que Barba Azul no tenía herederos, de modo que su esposa pasó a ser

dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; otra parte en

comprar cargos de Capitán a sus dos hermanos; y el resto a casarse ella

misma con un hombre muy correcto que la hizo olvidar los malos ratos pasados

con Barba Azul.

MORALEJA

La curiosidad, teniendo sus encantos,

a menudo se paga con penas y con llantos;

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a diario mil ejemplos se ven aparecer.

Es, con perdón del sexo, placer harto menguado;

no bien se experimenta cuando deja de ser;

y el precio que se paga es siempre exagerado.

OTRA MORALEJA

Por poco que tengamos buen sentido

y del mundo conozcamos el tinglado,

a las claras habremos advertido

que esta historia es de un tiempo muy pasado;

ya no existe un esposo tan terrible,

ni capaz de pedir un imposible,

aunque sea celoso, antojadizo.

Junto a su esposa se le ve sumiso

y cualquiera que sea de su barba el color,

cuesta saber, de entre ambos, cuál es amo y señor.

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Charles Perrault

LAS HADAS

Érase una viuda que tenía dos hijas; la mayor se le parecía tanto en el carácter y en el

físico, que quien veía a la hija, le parecía ver a la madre. Ambas eran tan desagradables y

orgullosas que no se podía vivir con ellas. La

menor, verdadero retrato de su padre por su

dulzura y suavidad, era además de una extrema belleza. Como por naturaleza

amamos a quien se nos parece, esta madre

tenía locura por su hija mayor y a la vez

sentía una aversión atroz por la menor. La

hacía comer en la cocina y trabajar sin cesar.

Entre otras cosas, esta pobre niña tenía que ir dos veces al día a buscar agua a una media

legua de la casa, y volver con una enorme

jarra llena.

Un día que estaba en la fuente, se le acercó una pobre mujer rogándole que le

diese de beber.

—Como no, mi buena señora, dijo la hermosa niña.

Y enjuagando de inmediato su jarra, sacó agua del mejor lugar de la fuente y

se la ofreció, sosteniendo siempre la jarra para que bebiera más cómodamente.

La buena mujer, después de beber, le dijo:

—Eres tan bella, tan buena y tan amable, que no puedo dejar de hacerte un don (pues era un hada que había tomado la forma de una pobre aldeana para

ver hasta donde llegaría la gentileza de la joven). Te concedo el don, prosiguió

el hada, de que por cada palabra que pronuncies saldrá de tu boca una flor o

una piedra preciosa.

Cuando la hermosa joven llegó a casa, su madre la reprendió por regresar tan

tarde de la fuente.

—Perdón, madre mía, dijo la pobre muchacha, por haberme demorado; y al decir estas palabras, le salieron de la boca dos rosas, dos perlas y dos grandes

diamantes.

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—¡Qué estoy viendo!, dijo su madre, llena de asombro; ¡parece que de la boca

le salen perlas y diamantes! ¿Cómo es eso, hija mía?

Era la primera vez que le decía hija.

La pobre niña le contó ingenuamente todo lo que le había pasado, no sin botar

una infinidad de diamantes.

—Verdaderamente, dijo la madre, tengo que mandar a mi hija; mirad,

Fanchon, mirad lo que sale de la boca de vuestra hermana cuando habla; ¿no

os gustaría tener un don semejante? Bastará con que vayáis a buscar agua a la

fuente, y cuando una pobre mujer os pida de beber, ofrecerle muy gentilmente.

—¡No faltaba más! respondió groseramente la joven, ¡ir a la fuente!

—Deseo que vayáis, repuso la madre, ¡y de inmediato!

Ella fue, pero siempre refunfuñando. Tomó el más hermoso jarro de plata de la casa. No hizo más que llegar a la fuente y vio salir del bosque a una dama

magníficamente ataviada que vino a pedirle de beber: era la misma hada que

se había aparecido a su hermana, pero que se presentaba bajo el aspecto y con

las ropas de una princesa, para ver hasta dónde llegaba la maldad de esta

niña.

—¿Habré venido acaso, le dijo esta grosera mal criada, para daros de beber? ¡justamente, he traído un jarro de plata nada más que para dar de beber a su

señoría! De acuerdo, bebed directamente, si queréis.

—No sois nada amable, repuso el hada, sin irritarse; ¡está bien! ya que sois tan

poco atenta, os otorgo el don de que a cada palabra que pronunciéis, os salga

de la boca una serpiente o un sapo.

La madre no hizo más que divisarla y le gritó:

—¡Y bien, hija mía!

—¡Y bien, madre mía! respondió la malvada echando dos víboras y dos sapos.

—¡Cielos!, exclamó la madre, ¿qué estoy viendo? ¡Su hermana tiene la culpa,

me las pagará! y corrió a pegarle.

La pobre niña corrió y fue a refugiarse en el bosque cercano. El hijo del rey,

que regresaba de la caza, la encontró y viéndola tan hermosa le preguntó qué

hacía allí sola y por qué lloraba.

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—¡Ay!, señor, es mi madre que me ha echado de la casa.

El hijo del rey, que vio salir de su boca cinco o seis perlas y otros tantos

diamantes, le rogó que le dijera de dónde le venía aquello. Ella le contó toda su

aventura.

El hijo del rey se enamoró de ella, y considerando que semejante don valía más

que todo lo que se pudiera ofrecer al otro en matrimonio, la llevó con él al

palacio de su padre, donde se casaron.

En cuanto a la hermana, se fue haciendo tan odiable, que su propia madre la echó de la casa; y la infeliz, después de haber ido de una parte a otra sin que

nadie quisiera recibirla, se fue a morir al fondo del bosque.

MORALEJA

Las riquezas, las joyas, los diamantes

son del ánimo influjos favorables,

Sin embargo los discursos agradables

son más fuertes aun, más gravitantes.

OTRA MORALEJA

La honradez cuesta cuidados,

exige esfuerzo y mucho afán

que en el momento menos pensado

su recompensa recibirán.