Hamman, A - Guia Practica de Los Padres de La Iglesia

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A. HAMMAN

GUIA PRACTICA DE LOS PADRES DE LA IGLESIA

DESCLÉE DE BROUWER

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NIHIL OBSTAT Dr. Andrés E. de Mañaricúa

Censor Ecco.

IMPRIMATUR Bilbao, 13 de diciembre de 1968 Dr. León María Martínez, Vic. Gen.

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O Editorial Española DESCLEE DE BROUWER - 1969 Henao, 6 - BILBAO-9

ut EDITORIAL VIZCAÍNA, s. A. - BILIAO - Depósito Legal BI: - 516-1969

Esos hombres llamados Padres de la Iglesia

El hombre cuyo oficio es escribir, es alienado por su obra. Se presenta no como un hombre sino como un libro. Hasta el punto de que se ha forjado la expresión: «Habla como un libro abierto», lo cual no es sin embargo una alabanza. Basta con pensar en los conferenciantes que leen el texto de su po­nencia.

Clemente de Alejandría solamente para los doctos es el autor del Pedagogo. Todo el mundo sabe que Agustín escribió Las Confesiones. Algunos, atraídos por el título, se aventu­ran a abrirlas, pero las cierran rápidamente cuando caen en la cuenta de que no desarrollan con indiscreción el film de sus amores ilegítimos. Es una lástima. El lector iba buscando al hombre que se llama Aurelio Agustín.

En lugar de enumerar las obras de un autor, más vale in­tentar antes descubrir al hombre: descubrir al hombre concreto, vivo, de carne y hueso, apasionado y rencoroso, débil o vio­lento. En definitiva, su obra nos interesa no tanto porque con sus quince volúmenes llena un plúteo en la estantería de la bi­blioteca, sino porque es la obra de un hombre excepcional que se llama Agustín. Ella nos hace descubrir a un hombre y un hombre, además, cristiano, lo cual significa: comprometido por la fe en Cristo.

Los escritores de los cinco primeros siglos del cristianismo que llamamos Padres de la Iglesia son fisonomías, caracteres bien definidos, claramente diseñados. Sería fácil aplicarles las clasificaciones de los caracterólogos y ver —con H. Marrou—

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en Agustín un emotivo activo secundario, y en Juan Crisós-tomo un retraído básico.

Más vale, puesto que es necesario desconfiar de todas las clasijicaciones, saber simplemente que Gregorio Macianceno era un angustiado con necesidad de calor y de presencia, Tertu­liano un pesimista, independiente e insatisfecho.

En literatura hay que tener en cuenta la geografía. El afri­cano Cipriano no reacciona como el poitevino Hilario; los griegos tienen una sensibilidad, un vigor jilosójico que les permite superar a la mayor parte de los latinos. Y no hablemos de la emotividad, del lirismo de los sirios, de un Efrén por ejemplo.

Al esculpir la imagen, nos hemos esforzado en levantar el yeso en el que nuestros convencionalismos han levantado estatuas a estos grandes primogénitos, impidiéndoles vivir, respirar, ser ellos mismos. Muestro constante deseo ha sido encontrar al hombre, que muchas veces hace vibrar el texto o deja caer en él una lágrima, con una sensibilidad y una inteligencia, que su misma fe pone al servicio del Evangelio.

Si la época en que vivieron heneo y Cipriano no es idéntica a la de San Agustín o Gregorio de Misa, lo es menos aún a la nuestra. Es importante, para comprenderla, acercarla a no­sotros, aclarar lo desconocido con lo conocido, las situaciones lejanas con las que nos son más cercanas pero se les parecen. Atanasio e Hilario fueron de la «resistencia». Tuvieron el coraje de decir no al totalitarismo imperial, semejante en sus métodos a todos los totalitarismos. ¿Mo hemos pensado no­sotros espontáneamente, en el transcurso de los años sombríos ¡ de 1940 al 1944, en los tiempos apocalípticos de Agustín, y\ comprendido así mejor su libro sobre la Ciudad de Dios? 1

Al conocer mejor el hombre y su medio, comprendemos mejor lm contribución que su obra aporta a la historia del cristianismo^ y quizá nos sintamos tentados a familiarizarnos con la obrm misma. Mada vale tanto como el contacto personal con el homS bre por medio del texto que prolonga su presencia. En Frañ%

cia (1) felizmente no faltan buenas traducciones, a menudo accesibles.

El retorno a los Padres forma parte de esta vuelta a los orí­genes cristianos que se ha llamado la vuelta a las fuentes. Mosotros, en el transcurso del siglo XX, somos los beneficia­rios del movimiento bíblico y litúrgico. Mo hay mejor guía que Orígenes o Agustín para llegar al alma y al espíritu de la Escritura, con la condición de no perder jamás de vista los progresos realizados por las ciencias bíblicas.

En lo que concierne a la liturgia, los Padres no se han con­tentado con comentarla a los catecúmenos y a los fieles, sino que la han forjado, la han construido, la han vivido. Ambro­sio y Basilio han desempeñado un papel determinante en la composición de los textos litúrgicos. La renovación bíblica y litúrgica sería incompleta si no fuera acompañada de una vuelta a los Padres de la Iglesia. Muestra patrología «con­creta» quisiera inclinar hacia ella al público cristiano.

Hemos intentado familiarizarnos con Justino y Ambrosio tratando de dibujar su fisonomía. Muestros retratos, está de más el precisarlo, no son una reconstrucción romántica, sino una deducción sacada del estudio asiduo y minucioso de sus escritos. Hemos reducido al mínimo las referencias para no sobrecargar el libro ni perder de vista el público al que nos dirigimos. El hombre de la calle verá fácilmente la deuda que hemos contraído ante eruditos como Mgr. Dúcheme, A. Puech, P. de Labriolle, G. Bardy, J. Quasten, H. von Campenhausen (2). Hay que decir que el libro no se dirije a especialistas. Mo llegaremos hasta el punto de prohibírselo,

ya que a veces hace falta llenar los momentos de ocio. Sin embargo, al redactarlo, en el transcurso de dos años de ense­ñanza en la universidad de Quebec, he pretendido intentar que los jóvenes estudiantes descubran a los Padres desde un ángulo visual nuevo, cercano a la vida de ayer y a la de hoy (3).

(1) Para lo referente a España véase el último capitulo. (Nota del trad.) (2) Ver H. VON CAMPENHAUSEN. Les Pires pees, París, 1963; Les Pires lalitu, Pa­

rís, 1967. (3) Agradecemos al P. Camelot que ha accedido a releer atentamente el manus­

crito. Sus observaciones nos han sido de gran utilidad. No seriamos justos si no men­cionáramos a nuestro colega, el Padre Steiner, que nos ha ayudado con amistosa cola­boración.

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siglo II

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Ignacio de Antioquía Justino de Roma Ireneo de Lyon

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ITINERARIO DE: Ignacio de Antioquía — — — — Justino de Roma + + + + Ireneo de Lyon

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El giro dado en el primer siglo cristiano es de gran importancia para la historia de la Iglesia. La Iglesia está en manos de hombres nuevos. Uno tras otro, ios testigos que han conocido a Cristo, han visto sus mi­lagros y oído sus enseñanzas, desaparecen. Pedro y Pablo han sido martirizados en Roma por los años 66-67. Solamente Juan, el último testigo, sobrevive a este primer período y viene a ser un personaje casi legendario. Permanece largo tiempo, en Asia Menor, como testigo de los orígenes. Los presbíteros recogen con respeto sus palabras. Policarpo, a quien escribe Ignacio, se cuenta entre ellos.

Alrededor del'año 100 comienza un período nuevo, a la vez oscuro y decisivo. Todos los apóstoles han de­saparecido. Las iglesias han conservado su recuerdo y se apoyan en su autoridad.

La obra del Fundador se encuentra desde entonces en las manos de hombres que no han tratado con él, que sólo le conocen por la tradición oral que se trans­mitan los fíeles y por el relato de los Evangelios, que han fijado lo esencial de su doctrina. Justino los llama «Las Memorias de los Apóstoles».

Este período representa en la historia una etapa de intenso desarrollo para organizar las comunidades, la vida litúrgica y promover el pensamiento cristiano. El cristianismo ha oscilado al principio entre Jeru-salén y Roma, entre la capital de ayer y la del maña­na, después entre el pensamiento judaico y el pensa­miento greco-romano. No se trata solamente de una rivalidad de Iglesia sino de una tensión doctrinal: ¿va a permanecer el pensamiento cristiano ligado a la cultura semítica o va a moldearse en los marcos del pensamiento griego? Los escritores del siglo segundo nos permiten seguir este debate y asistir a la victoria de Occidente.

El cristianismo hubiera podido permanecer como una secta judía, sacudiendo a Palestina, ese minúsculo

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país, con una extensión como el ducado de Luxem-burgo, que el Imperio se ha anexionado sin gran pro­vecho. Pero el Evangelio rebasa rápidamente los lin­des de Judea, alcanza las comunidades judías dise­minadas por el Imperio y después las mismas pobla­ciones no cristianas. Ignacio, obispo de Antioquía, es de origen pagano. Marca una etapa en la expansión cristiana.

£1 Evangelio pasa a las naciones. La Iglesia de la misión —Ignacio, Justino, Ireneo— piensa desde en­tonces el mensaje cristiano con categorías helénicas. Las consecuencias de este cambio aparecerán más cla­ramente en el siglo siguiente. Desde el 150, Justino inicia el diálogo entre Platón y el Evangelio.

Por eso, la segunda mitad del siglo de Ireneo es de­cisiva para el cristianismo. Los cristianos han salido del gueto en el que el paganismo quería encerrarlos. Han dejado el Oriente para expandirse por el Im­perio. Según la frase de Tertuliano, llenan ya en Roma y en Cartago el foro, los baños y los mercados. Ante esta amenaza, el Imperio se hace perseguidor, la mul­titud les desprecia y les calumnia.

Estas amenazas, lejos de parar el impulso, hacen adultas a las comunidades. Ha nacido un nuvo tipo de cristianismo. El pensamiento y el mundo greco-ro­mano han recibido la simiente evangélica. No acabará el siglo sin que surjan hombres nuevos en África y en Egipto. La acción de Ireneo contiene el empuje de los herejes, consolida lá fe y favorece el primer de­sarrollo teológico.

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¿Sabe el cristiano de hoy, que lee en el canon de la Misa: «Admítenos en la asamblea de los santos após­toles y mártires Juan, Esteban, Ignacio...», quién es ese Ignacio interpelado? ¿Es obispo o monje? ¿De dón­de es? ¿Cuándo vivió? ¿Qué sabemos de él?

Antioquía Ignacio es obispo de Antioquía en los comienzos cristiana del siglo segundo, en el momento en que la Iglesia

cumple cincuenta años de existencia. El peregrino o el turista en vano buscaría hoy la ciudad de Antio­quía, gozne entre la Turquía y la Siria actuales. Los turcos, que al concluir la Gran Guerra la reivindica­ron y obtuvieron, no velan más que sobre un nombre. Ya no queda nada. Una vista aérea permite medir la superficie de esta ciudad-encrucijada, una de las tres grandes metrópolis del Imperio romano, gozne entre Oriente y Occidente.

De Antioquía parte Pablo para plantar la cruz en Asia Menor y en Grecia. El Apocalipsis nos facilita el nombre de siete ciudades que tienen obispo; están agrupadas en la parte occidental de Anatolia. Antio­quía hereda el patrimonio espiritual de Jerusalén des­pués del saqueo de esta ciudad. Se hace uno de los centros de la fe y de la vida cristiana. Su liturgia va a penetrar y a influenciar la Iglesia griega. En Antio­quía, Juan Grisóstomo ejerce el ministerio sacerdotal en el momento de ser llamado a gobernar la Iglesia de Constantinopla.

Ignacio es sin duda, junto con el Papa Clemente de Roma, el primer escritor de la Iglesia, venido del pa­ganismo, preparado por los filósofos griegos. De Pablo a Ignacio hay la distancia que separa a un misionero que se adapta a las costumbres indias, de un indio que se convierte al Evangelio y medita el cristianismo. Mientras que la primera literatura cristiana queda bajo la dependencia judía, las cartas de Ignacio no

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retienen de la herencia más que los valores bíblicos y espirituales. Son cartas de un griego, para quien el griego es la lengua de su alma y de su sensibilidad, de su cultura y de su pensamiento. Ignacio toma del helenismo la forma literaria y las categorías filosóficas. Su lengua y sus imágenes le permiten traducir sus aspiraciones místicas con fórmulas que un platónico no hubiera desaprobado. Al expresar el más puro amor a Cristo, la lengua y el pensamiento griegos reciben su consagración suprema. Sirven en adelante a una Se­ñor nuevo, que ha bautizado con su sangre el mundo gentil' con todos sus valores auténticos.

Obispo La Iglesia que gobierna el joven "obispo es de origen estrictamente helénico. Es testigo del primer progreso de la evangelización. Desde finales del siglo primero los cristianos no se contentan con integrar las figuras relevantes, saben ponerlas al frente del timón. Ignacio hace que se enriquezcan con una personalidad de incomparable calidad.

Este obispo, preocupado por su rebaño y su marti­rio, se encargaba además de otras Iglesias que tenían dificultades. No esperó a que la colegialidad de los obispos fuera votada en el Concilio para practicarla. Por eso es uno de los primeros testigos de la colegiali­dad, citado a menudo en las aulas del Vaticano II.

En tiempo del emperador Trajano (85-117), Ignacio es arrestado, juzgado y condenado a las fieras. Toma el camino de los confesores de la fe y será ejecutado en Roma, que se reserva las víctimas de más prestigio. Sú deseo de martirio no le impide estigmatizar la crueldad imperial, que le envía «diez leopardos» para custodiarle, ni la dureza de sus tratos que responden con mal a su propio afecto.

Conducido de Siria a Roma, el obispo hace escala primeramente en Filadelfia, después en Esmirna. EST tamos en el mes de agosto, el sol es plúmbeo. En la

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ciudad abrigada al fondo de una bahía, los curiosos ven pasar un grupo de prisioneros encuadrados por una escolta militar. Los cristianos, conducidos por el joven obispo Policarpo, saben que el prisionero es el obispo de la gloriosa ciudad de Antioquía, acuden y testimonian a los confesores de la fe un respeto im­pregnado de veneración. Era tal el prestigio de Ignacio que las iglesias de las ciudades de Asia por donde no pasaba le enviaban delegaciones «que iban de ciudad en ciudad a espe­rarle». Efeso había delegado a su obispo Onésimo, al diácono Burrhus y otros tres hermanos. Magnesia al obispo Baso, dos sacerdotes y un diácono.

Desde Esmirna el obispo encarcelado escribe mos­trando su gratitud a las diversas comunidades que le han salidado: Efeso, Magnesia, Tralles. También desde allí redacta la carta más bella y más cuidada a la Iglesia de Roma, «la Iglesia pura que preside en la caridad» (4). Les pide que no hagan ninguna gestión que pudiera frustarle la alegría del martirio. «Soy e! trigo de Dios. Soy molido por los dientes de las fieras para llegar así a ser el pan inmaculado de Cristo». Después continúa, como Pablo, el camino hacia Tróa-da. Antes de embarcarse en esta ciudad para Neá-polis, la actual Kavalla, escribe aún a los cristianos de Filadelfia, de Esmirna y a Policarpo, para que en­víe delegados a su ciudad episcopal, preocupación constante de sus pensamientos, para felicitarle por la paz recobrada. Lo cual denota la delicadeza de su ternura pastoral.

El hombre No conocemos al hombre más que a través de sus siete cartas, que por sí solas nos permiten penetrar en su interioridad. Aquí «el estilo es el hombre». Qué hombre y qué corazón. En frases cortas, densas, llenas hasta reventar, de estilo sincopado, corre un río de fuego. Ningún énfasis, ninguna literatura, sino un hombre excepcional, ardiente, apasionado, he­roico pero modesto, bondadoso pero con lucidez; un don innato de simpatía, como Pablo, de doctrina sé-gura, clara, dogmática antes que moral, en la que se percibe la influencia de Juan, la experiencia mística y la santidad.

La importancia de estas cartas no ha pasado desa­percibida a los historiadores. Su autenticidad ha sido apasionadamente discutida durante dos siglos, por ra­zones en que las tesis se imponían a las conclusiones. Los críticos más severos, como Harnack, afirman su autenticidad y su originalidad. «El asunto, escribe

(4) Ver más adelante en el texto, p. 25.

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el Padre Camelot, está ahora definitivamente zan­jado». Ignacio tiene el sentido de los hombres, y res­peto al hombre. La dificultad no está en amar a to­dos sino en amar a cada uno; y sobre todo al pequeño, al débil, al esclavo, al que nos hiere o nos hace su­frir j como escribe y recomienda a Policarpo. Ama lo bastante a los hombres para corregirles sin herirles. Aplica con predilección la palabra médico a Cristo, y este apelativo le cae perfectamente a él mismo. Sir­ve a la verdad de la fe, hasta el punto de predicar en el momento en que resulta incómodo y le hace correr el riesgo de la incomprensión y aun de la misma hostilidad. El afecto que le rodea es sobre todo una estima; este «yunque bajo el martillo» no es hombre de concesiones.

Ignacio ha conquistado el dominio a fuerza de pa­ciencia, palabra que le es querida y le caracteriza. Este fogoso se ha hecho suave al triunfar sobre la irri­tabilidad que él mismo se reprocha. Qué bien se co­noce cuando escribe: «Me impongo una medida a fin de no perderme por mi jactancia». A la jactancia opone la humildad, a las blasfemias la invocación, a los errores la firmeza de la fe, a la arrogancia la de­ferencia sin tregua.

La madurez cambia su lucidez en vigilancia, su fuer­za en persuasión, su caridad en delicadeza. «No os doy órdenes». Prefiere convencer. No trata con ru­deza a nadie, prefiere esperar. Nada se le pasa de­sapercibido en Esmirna. Espera escribir su carta de gratitud para transformar su crítica en humildes su­gerencias de quien ha marchado definitivamente y cuya mirada no humillará más.

La responsabilidad de los otros no le ha hecho per­der la lucidez sobre sí mismo. Se conoce. Se sabe sen­sible a la adulación, y propenso a la irritación. Con humildad, en la ruta triunfal, rodeado de honores, confiesa: «Estoy en peligro». Los signos de deferencia no le embriagan.

místico Si en diversas cartas se le escapan confidencias, la dirigida a los romanos es una confesión. Cuando es­cribe a los de Esmirna, o a los de Efeso, es el obispo que agradece y exhorta, cuando lo hace a los romanos, es el hombre arrebatado por Dios el que habla. Este carácter singular de la carta no ha pasado desapercibi­do a los historiadores. Renán, que rechazaba las otras, la encontraba «llena de una extraña energía, de una especie de fuego sombrío e impregnada de un espe­cial carácter de originalidad».

La lengua en ella es atropellada. La llama y la pa­sión provocan la expresión y la vuelven incandescente. ¿Qué importan las palabras? Sólo le importa llegar a Dios. «Qué glorioso es ser el sol poniente, lejos del mundo, hacia Dios. Que yo pueda salir en su presen­cia» (Rom. 2,2). Para Ignacio no se trata simplemen­te de la espera de la fe, sino de una pasión que le es­trecha la garganta y le oprime, de un amor que le quema con quemadura que deja lejos, tras de sí, todas las de nuestros corazones de carne. Fuera de Dios todo está ahora clavado en la picota.

«Ya no hay en mí pasión por la materia; no hay más que un agua viva que murmura dentro de mí y me

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dice: Ven hacia el Padre. No encuentro ya placer en el alimento corruptible ni en las alegrías de esta vida; lo que quiero es el pan de Dios, ese pan que es la carne de Jesucristo, el hijo de David; y como bebida quiero su sangre que es el amor incorruptible». Los historiadores podrán buscar razones para criticar el sentido de estas expresiones. Pero el que lee la carta a los Romanos encuentra en ella uno de los testimonios más conmovedores de la fe, el grito del corazón que no puede engañar ni engañarse, que llega hasta el fondo porque es verdadero.

La Iglesia en el Las cartas de Ignacio están abarrotadas de datos siglo segundo sobre la Iglesia de principios del siglo segundo. Es un

momento crucial. Si bien los apóstoles han muerto uno tras otro, la sombra de su prestigio sigue perfi­lándose en las regiones evangelizadas por ellos.

La Iglesia se ha extendido y sigue prosperando en medio de las persecuciones. Se organiza, se estructura, se jerarquiza. El episcopado está sólidamente funda­mentado en las comunidades del Asia Menor, como lo atestiguan las cartas de Ignacio.

El cambio y el progreso chocan con las dificultades que ellos mismos provocan. La multitud abigarrada de los nuevos creyentes encierra, como la red del Evan­gelio, una mezcla. Las amenazas pesan sobre las co­munidades. La autoridad es discutida, quizá aceptada rechinando. Ignacio recalca sin cesar la unidad del clero y de los fieles en torno al obispo, que deben ar­monizarse «como las cuerdas de la lira». La fe misma está amenazada por la herejía. Asia Menor parece especialmente infectada por lo que Ignacio llama «la peste». El obispo pone en guardia a la comunidad de Efeso, a las de Magnesia y Tralles. ¿Presentía ya el misticismo gnóstico que iba a desgarrar al Oriente cristiano, más destructor que las fuerzas del Impe­rio? La persecución curte, la herejía destruye la unidad.

Ignacio es uno de los primeros y pocos testigos de la Iglesia, en el momento en que ésta se abre al mundo greco-romano. Si bien sus cartas pertenecen más a la vida que a la literatura, pero nos descubren mara­villosamente la fe que hincha las velas del navio en alta mar.

La comunidad está agrupada en torno al obispo, y más profundamente en torno a la Eucaristía, palabra que Ignacio hace adoptar para expresar en adelante la reunión litúrgica en la acción de gracias. Su carta a los Magnesios nos da a conocer la institución del domingo para conmemorar la victoria pascual. Por vez primera la carta a los de Esmirna se esfuerza por integrar el matrimonio en la vida de la comunidad.

Temas Dos temas se repiten con predilección en sus cartas: principales la fe en Jesucristo y la caridad. Le gusta volver al

tema de la enseñanza que concierne a Cristo: «No hay más que un solo médico, carne y espíritu a la vez, engendrado y no engendrado, Dios hecho carne, verdadera vida en el seno de la muerte, nacido de María y de Dios, antes pasible y ahora impasible: Jesucristo, nuestro Señor» (Ef. 2,2).

Ignacio no tiene más pasión que la de imitar a Cris­to. Es para seguirle perfectamente por lo que aspira al martirio y a dar su vida como El: perderlo todo para encontrar a Cristo: «Que nada visible o invisible me impidan alcanzar a Cristo. Que todos los tormentos del diablo caigan sobre mí, con tal de que yo llegue a Cristo... Es más glorioso para mí morir por Cris­to que reinar hasta los confines de la tierra. A El es a quien yo busco, a ese Jesús que ha muerto por no­sotros. A El es a quien yo quiero, a El que ha resuci­tado por causa nuestra. Ahora es el momento en el que comenzaré a vivir» (Rom 5,3; 6,1-2). A todas las comunidades les recomienda la caridad. Esta pala­bra se repite como un estribillo, resume para él la

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fe que quema su corazón. La fe es el principio, la ca-caridad, la perfección. «La unión de las dos es Dios mismo; las otras virtudes les acompañan para condu­cir al nombre a la perfección» (Ef 14).

«Está bien enseñar, a condición de practicar lo que se enseña», escribe también Ignacio. Este principio ha regido su vida antes de expresarse en sus cartas. Este es el primer obispo de Asia cuyo eco perpetúan sus cartas. A primera vista puede parecemos de otra era, pero basta con que removamos las cenizas: sus pági­nas han conservado el fuego que le quemaba.

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Ignacio está camino de Roma, se alegra de ver pronto a los hermanos romanos. Que no le arranquen del martirio sino que nieguen para que sea un verdadero cristiano, haciéndose «trigo de Dios»: Dejadme imitar la Pasión de Cristo e ir hacia el Padre.

Carta a los romanos

IGNACIO A LOS ROMANOS

Ignacio, llamado Teóforo, a la Iglesia misericordiosamente agra­ciada en la grandeza del Altísimo Padre y de Jesucristo, su Hijo único, querida e iluminada por voluntad del que quiere todo lo que existe, según el amor de Jesucristo, nuestro Dios; que pre­side en el lugar del territorio de los romanos (5), digna de Dios, de decoro, de bienaventuranza, de elogio, de éxito y de santi­ficación, adalid de la Caridad, sumisa a la ley de Cristo y ador­nada del nombre del Padre: a la que también saludo en el nom­bre de Jesucristo, Hijo del Padre, a los que en carne y espíritu están unidos en cada uno de sus mandamientos, llenos, sin dis­tinción, de la gracia divina, y exentos de todo tinte ajeno: ¡a todos en Jesucristo, nuestro Dios, muchísima e irreprochable alegría!

1. Después de haberlo pedido a Dios (y cada vez con mayor insistencia) me cupo en suerte ver vuestros píos semblantes. Es­pero, pues, saludaros maniatado en Cristo Jesús, si es voluntad (de Dios) hacerme digno de llegar hasta el fin. El comienzo se encaminó bien, siempre que consiga la gracia de llegar sin obs­táculos a mi suerte. Porque es que tengo miedo a vuestro amor, no sea que me perjudique. Pues a vosotros os es fácil hacer lo que queréis; para mí, sin embargo, será arduo llegar a Dios, si vo­sotros no me tenéis consideración.

2. No quiero que tratéis de complacer a hombres sino a Dios, como de hecho le complacéis. Porque ni yo conseguiré jamás otra ocasión igual de llegar a Dios, ni vosotros —quedando en silencio— de contribuir a mejor obra. Porque, quedando vosotros

(5) «El sentido más natural de este lenguaje, es que la Iglesia romana preside en el conjunto de las Iglesias» (L. Duchesne).

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en silencio y dejándome (a mi suerte), seré palabra, palabra de Dios; pero si os enardecéis en amor hacia mi carne, volveré a ser mero sonido. ¡No tratéis de prepararme cosa más grande que derramar mi sangre en libación por Dios, mientras el altar está todavía preparado, para que vosotros, hechos un coro en amor, cantéis loores al Padre, en Jesucristo, por haber Dios hecho dig­no al obispo de Siria de encontrarse en el ocaso, enviado desde el Oriente. Y bien está ocultarse del mundo (como el sol) hacia Dios, para levantarse en El.

3. Nunca envidiasteis a nadie; enseñasteis a otros. Pues yo de­seo que sea verdad aquello que enseñando encarecéis. Sólo pedid en mi favor la fortaleza interior y exterior; que no sólo hable sino que también tenga voluntad; que no sólo me llame cris­tiano sino que también sea hallado como tal. Porque si he de ser reconocido como cristiano, también puedo llamarme asi, y ser fiel aun entonces, cuando ya no aparezca en el mundo. Todo cuanto es apariencia carece de valor. Asimismo nuestro Dios, Jesucristo, mientras vive en el Padre, está más manifiesto que nunca. El cristianismo no es obra de persuasión (humana), sino de grandeza (de la virtud de Dios), cuando es odiado del mundo.

4., Estoy escribiendo a las Iglesias, y les encarezco a todas que muero libremente por Dios, con tal que vosotros no me lo im­pidáis. Os exhorto a no favorecerme con benevolencia intem­pestiva. Dejadme ser pasto de las bestias, por medio de las cuales podré llegar a Dios. Soy trigo de Dios y seré molido por los dien­tes de las fieras a fin de ser encontrado pan puro de Cristo. Más bien atraed a las bestias con halagos, para que me sean tumba y no dejen nada de mi cuerpo a fin de que, fallecido, no resulte gravoso a nadie. Entonces seré discípulo verdadero de Jesucris­to cuando el mundo ni siquiera vea mi cuerpo. Rogad a Cristo en vuestras oraciones por mí para que, por medio de esos instru­mentos, sea encontrado víctima para Dios. No os mando como Pedro y Pablo. Esos fueron Apóstoles (6), yo soy un condenado; ellos fueron libres, yo hasta ahora esclavo. Pero en virtud de mi padecimiento, seré liberto de Jesucristo, y resucitaré libre en El. Ahora, en mis cadenas, aprendo a no codiciar nada.

5. Desde Siria hasta Roma yo estoy luchando contra bestias, en tierra y mar, de noche y de día, condenado a diez leopardos, es decir, a un pelotón de soldados, quienes cuanto mejor son tra­tados, peores se hacen. Bueno, por esos malos tratos por parte de ellos, cada vez más me vuelvo discípulo; pero «no por eso es­toy justificado». Ojalá que disfrute de las bestias que están pre­paradas para mí, y ruego hallarlas ya prontas contra mí. Hasta voy a acariciarlas para que sin demora me devoren, y no (me

U

(6) Este texto supone la venida de lo» do» apóstoles a Roma y confirma el pres­tigio de que se les rodea.

suceda) como a algunos, a quienes, intimidadas, no tocaron. Y si ellas se resistieren, yo mismo las provocaré. ¡Perdonadme! Yo sé lo que me aprovecha. Ahora empiezo a ser discípulo de Cristo. ¡Ojie nada de las cosas visibles o invisibles me tenga ce­los, por llegar a Jesucristo! ¡Que fuego o cruz, manadas de bes­tias, amputaciones, desmembraciones, descoyuntamientos de los huesos, miembros cortados, tormentos de todo el cuerpo, crue­les azotes del diablo vengan sobre mí, con tal de llegar a Jesu­cristo!

6. Nada me aprovecharán los deleites del mundo ni los reinos de este siglo. Más me vale morir en Cristo Jesús que reinar en los confines de la tierra. Porque: «¿De qué sirve al hombre ga­nar todo el mundo, si pierde su alma?» A Aquel busco que mu­rió por nosotros; a Aquel anhelo que por nosotros resucitó. Mi nacimiento veo delante de mí. ¡Perdonadme,, hermanos, no me impidáis vivir! ¡No queráis mi muerte, que quiero ser de Dios! ¡No halaguéis al mundo, ni prevalezca el engaño de la materia! ¡Dejadme recibir la luz pura! Cuando haya llegado allí, entonces seré hombre (susbtancial). ¡Dejadme ser imitador de la Pasión de mi Dios! Si alguno lo tiene (a Dios) en sí, comprenda lo que quiero, y acompañadme en mi padecimiento, sabiendo lo que me oprime.

7. El príncipe de este siglo desea raptarme y destruir mi volun­tad para con Dios. ¡Ninguno, pues, de vosotros, que habéis de estar presentes, le ayude! ¡Más bien, poneos de mi lado, es de­cir, del lado de Dios! ¡No habléis de Jesucristo, mientras sigáis codiciando el mundo! ¡No existan recelos entre vosotros! Aun cuando yo, estando entre vosotros, os pidiera (por mi debilidad, vuestra intervención), no me escuchéis; seguid más bien las in­dicaciones de esta carta. Porque, viviendo, os escribo con volun­tad de morir. Mi amor está crucificado, y no hay en mí fuego para cosas materiales, sino agua viva que habla dentro de mí, diciéndome interiormente: ¡Ven al Padre! Ya no tengo gusto para la comida de la corrupción ni para los gozos de este mundo ¡Pan de Dios quiero, pan celestial, pan de vida, que es la carne de Jesucristo, del Hijo de Dios, nacido en los últimos tiempos de la simiente de David, y la bebida de Dios quiero, la cual es su sangre, su amor sin fin!

8. Ya no quiero vivir la vida humana. Y, si no la queréis, así será. ¡Queredlo, para que también vosotros seáis queridos! En pocas palabras os ruego: ¡Creedme! Y Jesucristo os revelará que hablo en verdad: su boca sin dolo, por la cual el Padre ha ha­blado en verdad. ¡Elevad súplicas en mi favor, para que lo con­siga! No según la carne os escribí, sino según la sabiduría de Dios: Si padezco será que me quisisteis bien. Si soy rechazado será que me habéis odiado.

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Acordaos en vuestras oraciones de la Iglesia de Siria, que ahora en mi lugar tiene a Dios como Pastor. Sólo Jesucristo será su obis­po, y vuestro amor. Yo, empero, me ruborizo, si me llaman uno de ellos, ya que no lo merezco, siendo el último entre ellos y un abortivo. Pero por la misericordia seré alguien, si llego a Dios. Oss aludan mi espíritu y el amor de las Iglesias que me acogie­ron en el nombre de Jesucristo, no como a un peregrino extran­jero. Pues aun las que no tocaba en mi camino según la carne, me acompañaban de ciudad en ciudad.

10. Os escribo esto desde Esmirna por los dignísimos Efesios. Junto con muchos otros está conmigo Croco, nombre querido. Confío en que ya habéis conocido a los hermanos que desde Si­ria, precediéndome, llegaron a Roma para la gloria de Dios. ¡Manifestadles que estoy cerca! Porque todos ellos son dignos de Dios y de vosotros, y conviene les atendáis en todo. Os he escrito esta carta nueve días antes de las Calendas de setiembre. ¡Adiós hasta el fin, en la constancia de Jesucristo! (7)

(7) Trad. de Sigfrido Huber, en Las cartas de San Ignacio de Antioquia y San Poli-carpo de Esmirna. Ed. Desclée de Brouwer. Buenos Aires, 1945.

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De todos los filósofos cristianos del siglo segundo, el más célebre y el más grande es Justino. Es también el que más íntimamente nos conmueve. Este laico, este intelectual, instaura el diálogo con los judíos y los paganos. Su vida ha sido una larga búsqueda de la verdad. De su obra redactada con rudeza y si» arte se desprende un testimonio cuyo valor han ido aumentando los siglos. El cristianismo para él no es ante todo una doctrina, sino una persona: el Verbo encarnado y crucificado en Jesús.

En este hombre de hace dieciocho siglos vemos el eco de nuestras inquietudes, de nuestras objeciones, de nuestras certezas. En él descubrimos una abertu­ra de alma, una posibilidad de acogida, una volun­tad de diálogo, que desarma y seduce. Si muchas de sus obras se han perdido, las que quedan nos ofrecen el diario íntimo de este cristiano y son suficientes para descubrirnos su vida, desde su nacimiento y formación, hasta su martirio.^

En tiempos de Justino los filósofos han adquirido el derecho de ciudadanía en Roma. Aunque victoriosa por sus ejércitos, Roma permanece sometida a la cultura y al fermento religioso del Oriente. Los maes­tros del pensamiento vienen de Asia para enseñar en Roma. Los romanos admiran la filosofía griega y las religiones de los misterios. Roma había absorbido, imperios, le faltaba recibir sus divinidades en el Pan­teón.

Cansados de una religión sin poesía y sin alma, los romanos vuelven su mirada hacia los filósofos. La fi­losofía se convierte en escuela espiritual de paz y de serenidad, y el filósofo en director de conciencia, en guía. El mismp emperador Marco Aurelio hace os­tentación de la moral del estoicismo.

En el momento en que Justino se convierte, la Igle­sia está en plena fermentación. El hombre de fuera,

el pagano de Roma o de Efeso, apenas podía distin­guir la Iglesia de Cristo en medio de las múltiples escuelas que proliferaban ya a su alrededor. Los falsos profetas agrupan comunidades que se opo­nen a la Iglesia. ¿Como distinguir el buen grano de la cizaña? El pagano de entonces, como el incrédu­lo de hoy, no podía menos que verse desorientado en medio de tanta proliferación de sectas que se dispu­taban a Cristo.

El medio En el interior de la Iglesia los mecanismos no están cristiano completamente montados. La tradición apenas aca­

ba de nacer. Justino ha podido ver a hombres que ha­bían conocido a Pedro y a Pablo. En Efeso ha en­contrado, ciertamente, a cristianos que habían oído a Juan el Vidente. Cien años le separan de la vida de Jesús; la distancia que separa a nuestra generación de Víctor Hugo.

Justino entra en un cristianismo joven, de fe ardiente y contagiosa, que busca la formulación de su doctri­na. El pensamiento de Justino revela su propia his­toria, argumenta como razona. Sus escritos abogan por la fe que ha escogido.

Dos cosas han cambiado: la Iglesia, en tiempos de Justino, llega hasta el público culto: filósofos y patri­cios piden el Bautismo y toman el relevo a los carga­dores y a los esclavos. La expansión cristiana provoca la zumba de los escritores paganos y las calumniosas acusaciones de la multitud. A esta oposición, los cris­tianos responden con la juventud de su fe: «Nada de literatura, sino vida», decía Minucio Félix. Justino le hace eco: «Hechos y no palabras».

El Evangelio se extendía con rapidez. Para frenarlo los mundanos propagaban habladurías que la masa, siempre crédula, creía. Los cristianos eran acusados de adorar a un Dios con cabeza de asno, de darse a excesos y tomar parte en festines de antropófagos. Fi-

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lósofos y retóricos lanzaban el descrédito sobre estos molestos competidores.

No hay por qué tachar sin más de hostilidad a la re­sistencia al Evangelio. La oposición en el siglo se­gundo, como la de todos los períodos de la historia religiosa, proviene de prejuicios, de opciones previas, de ignorancia y malentendidos que los escritores cris­tianos se esforzarán en eliminar para establecer el diálogo entre la fe y el pensamiento, entre la Iglesia y el mundo. Justino será el hombre del diálogo. Una de sus obras principales se titulará Diálogo con el judío Trifón.

El hombre Nadie mejor preparado que Justino para esta con­frontación. Había investigado, practicado y amado el pensamiento de los filósofos; lo conocía por den­tro, no habiendo buscado nunca la verdad si no era para vivirla. Se había fatigado, había viajado, había sufrido en busca del saber. Por esta razón, sin duda, encontramos en él un desasimiento tras su hallazgo, un testimonio que no engañan. Este filósofo del año 150, está más cerca de nosotros que muchos pensado­res modernos. «Justino, hijo de Prisco, hijo de Baccheios, de Flavia Neápolis, en Siria de Palestina», así es como

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Justino se presenta a sí mismo, en la primera página de sy Apología. Había nacido en el corazón de Galilea, en la villa de Naplusá, ciudad romana y pagana, construida sobre el emplazamiento de la antigua Si-quem, no lejos del pozó de Jacob, donde Jesús había anunciado a la samaritana el culto nuevo. Naplusa era una ciudad moderna, donde florecían los grana­dos y los limoneros, encajonada entre las aristas de dos colinas, a mitad de camino entre la fértil Galilea y la ciudad de Jerusalén.,

Los padres de Justino eran colonos acomodados, de origen más bien latino que griego, lo cual explica la nobleza dé su carácter, su gusto por la exactitud his­tórica y las lagunas de su argumentación. No tiene ni la. soltura ni la sutil dialéctica de un griego. Ha vi­vido; en contacto con judíos y samaritanos.

Naturaleza noble, apasionado por lo absoluto, sin­tió desde pequeño el gusto por la filosofía, en el sen­tido que se le daba en aquella época: no especulación de diletante, sino búsqueda de la sabiduría y de la verdad que lleva a Dios. Ella le condujo, paso a paso hasta el umbral de la fe. El mismo Justino nos cuenta en el Diálogo con Trifón, el largo itinerario de su pes­quisa, sin que sea posible distinguir entre el artificio literario y la autobiografía. Alternativamente sigue en Naplüsa, las clases de un estoico, y luego de un dis­cípulo de Aristóteles, al que dejó rápidamente por un platónico. Esperaba ingenuamente que la filosofía de Platón le permitiría «ver inmediatamente a Dios».

Retirado a la soledad, paseaba Justino por la playa a la orilla del mar, meditando sobre la visión de Dios, sin que su inquietud fuese acallada, cuando encontró a un misterioso anciano que disipó sus ilusiones. Este le hizo ver que, el alma humana no podía alcanzar a Dios por sus propios medios; sólo el cristianismo era la filosofía verdadera, que completaba todas las verdades

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parciales: «Platón para disponer al cristianismo», dirá más tarde Pascal.

Momento inolvidable, que marca una fecha en la historia cristiana y que Péguy evocará más tarde, en la que se encuentran el alma cristiana y el alma pla­tónica. La Iglesia acogía a Justino y a Platón. Hacia el año 130, este filósofo, cristiano ya, lejos de aban­donar la filosofía, afirma haber encontrado en el cris­tianismo la única filosofía segura que colma todos sus deseos. Se presenta siempre cubierto con la capa de los filósofos. Es para él un título de nobleza. No re­chaza, sino que introduce en la Iglesia el pensamien­to de Platón. A Justino le gusta decir que los filósofos eran cristianos sin saberlo. Y esta afirmación la jus­tifica, en primer lugar, con un argumento sacado de la apologética judía, donde se afirmaba que los pen­sadores debían lo mejor de su doctrina a los libros de Moisés (Apol 44; 40). El Verbo de Dios ilumina a

todos los hombres, lo cual explica las partículas de verdad que se encuentran en los filósofos. Los cris­tianos no tienen por qué envidiarlos, ya que poseen al mismo Verbo de Dios.

Testimonio Ya cristiano, Justino no fue nunca sacerdote. Vive de la comunidad en Roma como un simple miembro de la comunidad

cristiana cristiana, cuyas reuniones dominicales describe: el Bautismo (8) y la Eucaristía. Así nos facilita la pri­mera descripción de la liturgia y da testimonio de la fraternidad y unidad que anima a los miembros de la comunidad.

En Efeso primeramente, y después en Roma, hacia el año 150, Justino funda escuelas filosóficas cristia­nas. En la capital del Imperio, vivía^ como nos cuen­ta en su interrogatorio, «cerca de las Termas de Ti­moteo, en casa de un tal Martín». Allí tiene él su es­cuela y enseña la filosofía de Cristo.

La escuela Roma es para el cristianismo un lugar estratégico. de Roma Todas las sectas se esfuerzan por implantarse allí, y

en cuanto sea posible, dominar en ella. Interesaba mucho que la ortodoxia estuviera representada en Roma y defendiese la verdad cristiana contra la he­rejía y el paganismo.

Justino hizo adeptos. La historia ha conservado el nombre de Taciano, que más tarde caerá eií la here­jía. Seis de sus discípulos serán sus compañeros de martirio. Su éxito dejó en la penumbra al filósofo cí­nico Crescendo, que, en lugar de combatirle lealmen-te, se limitó a denunciarle cobardemente. La ense­ñanza del filósofo cristiano obligó a las autoridades y pensadores a contar con el cristianismo. El dio al pen­samiento cristiano derecho de ciudadanía. Su marti­rio prueba que su actuación y su influencia eran te­midas por las autoridades romanas.

(8) Ver más adelante, p. 33.

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Justino puso empeño en la demostración de la fe cristiana, con vistas a convertir a judíos y paganos. Su controversia debía refutar la herejía, que amena­zaba proliferar de manera peligrosa. Cincuenta años más tarde, Ireneo de Lyon atestigua su veneración al maestro de Roma, que había sido todo un precursor.

El escritor La obra literaria de Justino es considerable. Muchos de sus escritos se han perdido. Quedan tres cuya au­tenticidad es indudable: las dos Apologías y el Diálo­go con el judío Trifón, que permiten hacernos una idea de la apologética cristiana, tal como se desarrollaba hacia mediados del siglo segundo.

Justino no es un literato. «Escribe rudamente, dice Duchesne, con un lenguaje incorrecto». El filósofo no cuida más que de la doctrina. Su planteamiento es flojo y la marcha de su desarrollo entreverada de digresiones y vueltas hacia atrás. Gomo hombre, nos conmueve más por la rectitud de su alma que por el arte de su dialéctica o su composición. La originalidad de Justino no está en su calidad literaria, sino en la nove­dad de su esfuerzo teológico. Esfuerzo, tras el cual des­cubrimos el testimonio de un hombre, de una con­versión, de una opción definitiva. Los argumentos que aporta tienen una historia, la suya. Las tenta­ciones contra las que pone en guardia, las ha sentido él. Para el que sepa descubrir este testimonio, los libros de Justino no envejecen.

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El exegeta El lector moderno se ve algo desorientado por la exégesis de Justino. Este percibe a través de toda la Biblia la palabra del Verbo de Dios. Para él, la Biblia toda entera anuncia a Cristo. El Verbo que se ha en­carnado ha preexistido e inspirado a los profetas. El es la unidad de los dos Testamentos. Esta exégesis tan querida para San Pablo, se hará tradicional en el período patrístico. La volveremos a ver en Ireneo y en San Agustín.

No poseemos ninguno de los tratados teológicos com­puestos por Justino. Nos vemos obligados a limitar­nos a sus libros apologéticos. El Dios del universo no nos es conocido sino por su Verbo, que para él repre­senta el puente entre el Padre y el mundo. Para él, Dios crea el mundo, obra en él y lo gobierna, e ilu­mina a toda alma de buena voluntad. Todo lo que los poetas, filósofos o escritores poseen de verdad es un rayo de su presencia luminosa. El verbo guía no so­lamente la historia de Israel, sino toda búsqueda sin­cera de Dios.

Esta admirable pintura al fresco, esta visión amplia y generosa de la historia, a pesar de la torpeza de ciertas formulaciones, encierra la intuición de un ge­nio, a la que volverán San Agustín a San Buenaventu­ra y más cercano a nosotros, Maurice Blondel. Es una problemática muy semejante a la de nuestros días.

«Nadie creyó a Sócrates, hasta morir por lo que él enseñaba. Pero por Cristo, artistas y aun ignorantes han despreciado el miedo y la muerte». Estas nobles palabras, que pudieran creerse de Pascal, fueron di­rigidas por Justino al prefecto de Roma.

El mártir El filósofo cristiano había dirigido una primera apo­logía al emperador Marco Aurelio, para defender a los cristianos calumniados. No hablaba al emperador-filósofo como un acusado, sino de igual a igual. La Apología no había preparado a este hombre serio a

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conocer mejor la nueva secta, que unía en la misma fraternidad a esclavos y patricios. El emperador si­guió condenando sin conocer. Este hombre, nota el P. Lagrange, que hacía a diario su examen de con­ciencia y se acusaba de sus pequeñas faltas, jamás se preguntó si obraba como verdadero tirano con res­pecto a los cristianos. Justino fue denunciado por un filósofo celoso, que no tenía de filósofo más que el nombre y la placa de anuncio; se han conservado las actas del proceso. Son de una autenticidad indiscutible. El filósofo comparece ante Rústico, que había iniciado a Marco Aurelio de joven en la moral de Epicteto. La suerte está echada. Justino lo sabe. No se trata ya de convencer, sino de confesar. —¿A qué ciencia te dedicas? —He estudiado sucesivamente todas las ciencias. He acabado por adherirme a la doctrina verdadera de los cristianos. Las respuestas son sencillas y nobles, limpias como el metal. Justino fue condenado a ser azotado, des­pués a sufrir la pena capital. Glorificó a Dios con ello. Su vida, como las actas que nos lo cuentan, concluía en doxología. Era su última celebración. Justino no se encontraba solo: estaba rodeado de sus discípulos. Las actas nos citan a seis de ellos. Y esta presencia era el homenaje más conmovedor que se puede hacer a un maestro de la sabiduría.

Justino nos da la primera descripción del Bautismo, llamado también ilumina­ción. Nos describe su preparación, su rito y su significado.

LA INICIACIÓN CRISTIANA (*)

Os expondremos ahora cómo, renovados por Cristo, nos con­sagramos a Dios. Si omitiéramos este punto en nuestra exposi­ción nos faltaría algo (9).

Los que creen en la verdad de nuestras enseñanzas y de nues­tra doctrina, prometen en primer lugar vivir según esta ley. Entonces nosotros les enseñamos a orar y a rogar a Dios, con el ayuno y el perdón de sus pecados, y nosotros mismos oramos y ayunamos con ellos.

Después les llevamos a un lugar donde hay agua y allí, del mis­mo modo que nosotros hemos sido regenerados, son regenerados ellos. En el nombre de Dios padre y maestro de todas las cosas, de Jesucristo nuestro salvador y del Espíritu Santo, son lavados en el agua. Porque Cristo ha dicho: «Si no volvéis a nacer de nuevo, no entraréis en el reino de los cielos». Es evidente que los que han nacido una vez no pueden volver de nuevo al seno de su madre. El profeta Isaías, como hemos dicho más arriba, en­seña cómo borrarán sus pecados los pecadores arrepentidos. Se expresa en estos términos:

Lavaos, purificaos, quitad el mal de vuestros corazones aprendede a obrar bien, haced justicia al huérfano y defended a la viuda; venid entonces y disputemos, dice el Señor.

(*) lApol.,6\. (9) Justino quiere responder a las calumniosas acusaciones que circulan a propó­

sito de las asambleas cristianas. Los datos aportados son de un valor excepcional. Aqui tenemos la primera descripción completa de las reuniones cristianas.

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aun cuando vuestros pecados os hayan vueltos rojos como la [púrpura

os dejaré blancos como la lana; aunque estuvieseis rojos como la escarlata os dejarla blancos como la nieve, pero si no me escucháis seréis devorados por la espada. Porque la boca del Señor ha hablado (10).

He aquí la doctrina que nos han transmitido los Apóstoles sobre esta materia. En nuestro primer nacimiento hemos nacido sin saberlo y por necesidad, de una simiente húmeda, gracias a la mutua unión de nuestros padres. Después vivimos con costum­bres malas e inclinaciones perversas. Para que no permaneciéra­mos así hijos de la necesidad y de la ignorancia, sino de la elec­ción y de las ciencia, para que obtuviéramos el perdón de nues­tras faltas pasadas, se invoca en ¡el agua, sobre el que quiere ser regenerado y se arrepiente de-sus pecados, el nombre de Dios, padre y dueño del universo. Esta denominación es precisamente la que pronuncia el ministro que conduce al baño al que debe ser lavado. ¿Puede darse, en efecto, un nombre al Dios inefable?

¿No sería locura orgullosa atreverse a decir que tiene uno? (11) Esta ablución se llama iluminación, porque los que reciben esta doctrina tienen el espíritu lleno de luz. Y también en nombre de Jesucristo, que fue crucificado bajo Poncío Pilato, y en nom­bre del Espíritu Santo, que predijo por medio de los profetas toda la historia de Jesús, se lava al que es iluminado (12).

(10) Isaías, 1, 16-20. (11) Justino trata a menudo de esta trascendencia divina que expresa en fórmu­

las platónicas. Ver también, Diálogo, 126; 127. (12) Traducción francesa de G. Archambault, aparecida en La phiksoptáe paste

au Chrisl, col. lelys, núm. 3, París, 1958, pp. 88-89. En este volumen encontrará el lector toda la obra de Justino, con una presentación del hombre y su pensamiento.

Ireneo de Lyon

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Desde antiguo tomaron los mercaderes orientales la ruta de Occidente. Sólo los extranjeros pueden ad­mirarse de encontrar en Marsella o en Lyon buho­neros o vendedores de cacahuetes. ¡Están allí desde hace dos milenios! Allí se encontraban ya en tiempo de Vercingetórix, y en tiempo del Imperio romano, que gustaba de mezclar la población de su inmensa «Commonwealth» y favorecía el contacto de los pue­blos que desgastaba ios nacionalismos.

El Lyon En el siglo segundo, los orientales se habían afincado cristiano a orillas de los dos grandes ríos, en Vienne y en Lyon,

capitales contiguas. Hablaban el griego, muy pronto se expresan en latín y aun chapurrean el céltico. Sus costumbres amables hacían más sociales a los ha­bitantes de la Galia con los que comerciaban. Todos vienen de la misma región, fenómeno que se observa aún en las migraciones de hoy día. Algunos se habían convertido en Esmirna o en Pérgamo a la nueva religión de Cristo. La practicaban sin ostenta­ción, pero sin respeto humano. Hablaban a gusto ¡de la fe en casa o en el taller. Los lioneses, a los que la religión romana o gálica no les llenaba, se sentían subyugados. Los mejores de ellos venían a pedir el Bautismo.

En el momento de la persecución del 777, los cristia­nos de Lyon son un millar. Hay entre ellos un abo­gado, un médico de Frigia, una dama romana, mu­chos proletarios y esclavos, y un obispo nonagenario

asistido por su diácono. Un sacerdote iba a suceder-le, Ireneo. Estaba en la plenitud de la vida. Era inte­ligente, prudente, equilibrado, dispuesto a escribir y a combatir, preocupado por proteger la fe y propagar el Evangelio.

Desde su puesto, ve cómo la herejía amenaza la fe. El será el defensor de la fe. Situado en el extremo del mundo cristiano, se propuso hacer recular sus fronte­ras hacia el norte: Dijon, Langres, Besangon, y hacia las orillas del Rin.

¿Quién era aquel joven obispo? ¿De dónde venía? Ireneo era asiático. Venía como muchos de sus com­patriotas de Frigia, quizá de Esmirna, cuya comuni­dad cristiana conoce y donde ha tratado con el an­ciano obispo Policarpo; esto nos lo cuenta él mismo en una carta a Florino, conservada por el historiador Eusebio. Florino había caído en la herejía y él se es­fuerza en llevarle de nuevo a la ortodoxia. «Siendo yo muy pequeño, te vi en el Asia Inferior, cerca de Policarpo; tú tenías una situación brillante en la cor­te imperial y querías ser bien mirado por él. Tengo mejores recuerdos de entonces que de los sucesos re­cientes, y es que lo que se ha aprendido en la infan­cia se desarrolla al mismo tiempo que el alma, no for­mando más que una cosa con ella. Hasta el punto que puedo decir el lugar donde se sentaba para char­lar con nosotros el bienaventurado Policarpo, sus idas y venidas, su manera de ser, el aspecto de su cuerpo, los discursos que dirigía a las multitudes, y cómo nos refería sus relaciones con Juan, y con otros que habían visto al Señor, y cómo relataba sus palabras, y lo que por ellos sabía acerca del Señor, de sus milagros, de su enseñanza, en una palabra, cómo Policarpo había recibido la tradición de los que con sus ojos habían visto al Verbo de vida; en todo lo que decía estaba de acuerdo con las Escrituras.

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Yo escuchaba esto atentamente, por el favor que Dios me ha querido hacer, y lo anotaba no en el papel, sino en mi corazón y, por la gacia de Dios, no he ce­sado de rumiarlo fielmente. Puedo atestiguar delante de Dios que si el bienaventurado anciano, el hombre apostólico, hubiese oído algo semejante (las doctrinas gnósticas) hubiera gritado, se habría tapado los oídos y habría dicho como de ordinario: «Oh Dios mío, para qué tiempos me has reservado, ¿es preciso que soporte esto? y habría huido del sitio en el que, sentado o de pie, hubiera oído tales cosas» (Hist. eccl, 4>20, 5-7). Apenas una generación separa a Ireneo del apóstol Juan. Su juventud nadaba en los recuerdos que los testigos de los orígenes del cristianismo cultivaban con piedad. Esto le dejó una huella imborrable. Quizá naciera hacia el año 140. Se convirtió al cristianismo de joven. No sabemos qué razones le hicieron aban­donar el Asia Menor. De paso parece haberse dete­nido en Roma, puesto que conoce bien los ambientes romanos. Viene a Lyon, donde el obispo Potino le ordena sacerdote.

Ireneo se encuentra en Roma en el momento de la persecución de Marco Aurelio que azota a la comuni­dad de Lyon. Era portador de un mensaje de Eleute-rio, obispo de Roma. «Nosotros le tenemos en gran estima, decían los fieles de Lyon, a causa de su celo por el testamento de Cristo». Venía para intervenir en favor de la paz, con ocasión del movimiento mon­tañista que estaba tomando cierto auge en la región lyonesa, especialmente entre los confesores dé la fe. A su regreso, el anciano obispo había muerto már­tir. El le sucede. En adelante su acción se despliega en dos frentes: se consagra a la evangelización de la población gala, especialmente la campesina, cuya lengua sabe y habla. Desarrolla una poderosa acción literaria para defender la integridad de la fe contra las innovaciones gnósticas.

Hacia el año 190 desarrolla una labor conciliadora ante el Papa Víctor, que quería imponer autorita­riamente en Asia, heredera de la primitiva tradición, la costumbre romana de celebrar la Pascua no el día del aniversario sino el domingo siguiente. Ireneo debió hacerle comprender que la unidad no consistía en la uniformidad y que la paz y la concordia impo­nían a todos alguna concesión de detalle.

Es el último acto de Ireneo que conocemos. Debió morir hacia finales del siglo tercero. Jerónimo le da el título de mártir, pero guarda silencio sobre la clase de suplicio que sufrió. A los que se extrañan de que no sea doctor de la Iglesia, hay que responder que este título nunca se añade al de mártir. Si no es doctor de la Iglesia, sí es Padre de ella, y de los mayores.

Asiático de origen, galo de adopción, el hombre que se manifiesta a través de sus hechos y de sus escritos, resulta uno de los más atractivos. Es el testigo de la edad apostólica y está nutrido de las aspiraciones de Occidente. Colocado en la vanguardia, en medio de los bárbaros, este asiático juzgaba con espíritu lúcido y universal. Para los magnánimos la situación geo­gráfica importa muy poco, mientras que los débiles sienten necesidad de colocarse en el centro. El juz-

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gaba en su valor y en su gravedad las elucubraciones procedentes de Oriente, que amenazaban a la Iglesia universal. Gracias a Ireneo, Lyon fue para el cristia­nismo «un fermento de unidad, una garantía de du­ración».

El escritor Ireneo tenía una formación clásica. Conoce los au­tores y filósofos paganos. Cita a Homero a menudo. Pero desconfía del pensamiento profano, ya que su espíritu no se encuentra a gusto con él. Ve en él los furrieles de la gnosis, cuyos peligros valora mejor que nadie. Pertenece sobre todo a la Iglesia. El único sa­ber qui? le interesa lo ha sacado de la Escritura y de la tradición por medio de testigos directos. Por eso sus escritos conservan un cierto sabor primitivo.

Solamente dos libros suyos nos han llegado: el Ad-versus haereses y la Demostración de la predicación apostólica, y éstos, por medio de traducciones. Del original grie­go sólo nos quedan restos.

El Adversas haereses, cuyo título completo es Revela­ción y refutación de la falsa gnosis, queda l igado a una de las crisis más graves que ha amenazado a la Iglesia en la antigüedad. La gnosis es, en sus comienzos, un esfuerzo de reflexión sobre el dato de la fe. Pero no con­tentos con profundizar su contenido, los gnósticos vo­latilizaban la revelación como base del conocimiento religioso, mezclándola con teorías filosóficas paganas y con elementos que provenían de los cultos orientales-. De este modo, elaboraban sistemas teológicos atrevi­dos, de múltiples matices, y se esforzaban por adaptar el cristianismo al pensamiento del tiempo.

Frente a la Marción, espíritu aventurero y peligroso, oponía al gnosis Dios justo del Antiguo Testamento, a quien hacía

desaparecer definitivamente, el Dios bueno* revelado por Jesucristo. Valentín desarrollaba el dualismo, que opone el mundo a Dios. La literatura gnóstica ha sido

K v » la primera literatura teológica cristiana. En la época [fv ?« de que hablamos es mucho más considerable que la H¿V\1 l i teratura or todoxa. Invade todos los dominios, los l íMi libros apócrifos y aun la poesía. La riada gnóstica "5AJJ amenazaba con barrerlo todo. La biblioteca de obras ^Mf gnósticas descubierta en 1945 al nordeste de Nag-rWW Hammadi, tan sensacional aunque no tan pregonada « V g como la de Qumrán, permitió conocer mejor la ex-|J£>3f tensión de aquella literatura que amenazaba a la l í ^> Iglesia. Ella hace ver al mismo tiempo el sólido co-ES£? nocimiento y la perfecta objetividad de Ireneo, que H W habla de los diversos sistemas gnósticos con conocimien-VLvem t o ^ e causa. ' «S í Uno de los gnósticos más peligrosos, Markos, había

llegado a Lyon. Este pensador era un seductor que abusaba del carácter místico y apasionado de los lyo-neses. So pretexto de comunicarles la chispa mística, se permitía las peores familiaridades. Desengañados, estos cristianos volvían de nuevo a la Iglesia, confe­sando su pecado, otros se ocultaban «con el fruto que habían sacado de su contacto con la gnosis», añade Ireneo, no sin malicia.

El hombre de la En este momento, el obispo de Lyon es, en algún Tradición sentido, la conciencia de la Iglesia. Comienza por ex­

poner las doctrinas gnósticas (la escuela de Valentín, de Markos, de Simón el Mago, y todas sus ramifica­ciones), y después las refuta en nombre de la razón y de la verdad heredada de los apóstoles y consignada en los Evangelios. Los cinco libros han sido compues­tos, con sucesivos retoques y ampliaciones, sin plan alguno prestablécido.

Lo que Ireneo impugna en los dirigentes de la es­cuela, es su autoridad. No enseñan la verdad recibida, sino las creaciones de su propio espíritu. La Iglesia y los obispos fundan su autoridad no en su valía perso­nal, sino en el cargo del que están investidos y en su fidelidad a la Tradición, a la fe transmitida.

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Frente a la proliferación de las sectas, Ireneo expone la unidad de la fe, la unidad del designio de salvación. Lejos de hacer de la historia judía un conglomerado, como los gnósticos, Ireneo expone la unidad maravi­llosa en la que la Humanidad, paulatinamente arran­cada al pecado, es atraída por Dios. En Cristo, Dios lleva su obra hasta la perfección. «El Padre se compla­ce y ordena, el Hijo asiste y da forma, el Espíritu nutre y acrecienta, el hombre suavemente progresa y sube hacia la perfección, es decir, se acerca al Dios increado». La idea de desarrollo, tan grata a Newmán, ocupa un lugar central en el pensamiento de Ireneo.

La otra obra, Demostración de la predicación apostólica, se había perdido. No se encontró hasta 1904, en una traducción armenia. Es una especie de catecismo, sin carácter polémico, que presenta el contenido de la fe cristiana y la basa en pruebas sacadas de la Sagrada Escritura. En ella encontramos las etapas de la his­toria de la salvación, expuesta con claridad, sin afec­tación ni digresiones.

El hombre Las obras que quedan permiten juzgar mejor al hom­bre. Espíritu justo y equilibrado, Ireneo es no sola­mente honrado, sino que respeta a todos, aun cuando sean sus adversarios. Refutando el gnosticismo no pone ninguna pasión, ninguna agresividad. Sabe distinguir el hombre de su error. Es pastor y vigila con ternura a sus ovejas. ¿No escribió un día esta frase exquisita: «No hay Dios sin bondad»? Como pastor, tiene el sen­tido de la mesura, la riqueza de la doctrina y la llama apostólica. Algo de joaneo se desprende de su persona: un calor, una pasión contenida, un fervor que se ex­presa menos en la elocuencia que en la acción, el sen­tido de lo esencial, pero también la perspicacia, que mide la gravedad de las primeras grietas en el edificio.

Ireneo escribe con sencillez y corrección. A veces se apodera de él la emoción y su tono se eleva hasta la elocuencia. Véase cómo acaba el comentario al capítulo

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cuarto de los Hechos de los Apóstoles: «Esta es la voz de la Iglesia, de donde toda la Iglesia ha sacado su origen; esta es la voz de la metrópoli de los ciudadanos de. la Nueva Alianza; esta es la voz de los discípulos del Señor, de estos hombre verdaderamente perfectos que han recibido su perfección del Espíritu» (13).

El hombre interior es más difícil de delimitar. Pro­cede de aquella Asia donde florecen los carismas del Espíritu. El obispo ha vivido en un clima espiritual, donde la perspectiva del martirio favorecía la exalta­ción mística. Ha conocido las caras de los que confe­saron su fe en Lyon. Se le ha podido atribuir la car­ta que refiere su epopeya maravillosa a los hermanos de Frigia. Tenía cierta inclinación a las manifestaciones extraordinarias del Espíritu. Este cristiano equilibrado era milenaristat, creía en el reinado próximo del Se­ñor que duraría mil años.

En el Adversus haereses la oración llena el texto. Es como un brote espontáneo de su alma, una confiden­cia que se le escapa. Su discreción esconde la brasa bajo la ceniza. Sus impulsos místicos brotan de una fe viva, que se expresa ante Dios. Los peligros y las ame­nazas se acallan cuando se vuelve hacia el Dios de su alma.

No escribe para dar mandobles a los herejes, sino para que dejen su error, «se conviertan a la Iglesia de Dios y Cristo se forme en ellos». No se trata de confundirles, sino de hacerles encontrar el Cristo de la fe. Y añade esta confidencia que nos descubre su alma: «Por eso tratemos con todas nuestras fuerzas y sin cesar, de tenderles una mano». Este libro de refutación 16 ha escrito en presencia de Dios, es sobre todp una con­fesión del Dios de Abraham y del Dios de Jesucristo, por el que está dispuesto a dar su vida. Cuando definía al hombre cristiano como la «gloria viviente de Dios» se definía a sí mismo.

(13) Adv. h., III, 13, 5.

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Actualidad San Ireneo conoce hoy día una rivitalización de su teológica actualidad; lo cual es justo. Hay pocos escritores cris­

tianos de los primeros siglos que hayan envejecido menos, y cuyas cualidades el mismo tiempo las haga apreciar mejor. ¿No es él mismo semejante al ánfora de la que nos habla, aromatizada por el mismo per­fume que contiene? Pocos teólogos esclarecen mejor algunos de los problemas más importantes que hoy están sometidos a nuestra reflexión. No porque él haya deseado responder a nuestros interrogantes, sino porque su pensamiento estimula nuestra reflexión y nos marca un sendero.

Nos bastará con traer algunos ejemplos. Frente a los gnósticos que rechazaban el Antiguo Testamento, Ireneo se ve obligado a desarrollar una teología de la historia. En lugar de oponer los dos Testamentos, intenta esclarecer el valor pedagógico de la Ley y de los preceptos judíos. Los dos Testamentos correspon­den a dos etapas de la Humanidad. La Ley nos dis­pone para el Evangelio. El padre de familia que es el Señor, explica, da a los siervos aún no formados la Ley que les conviene, y a los hijos, justificados por la fe, les abre su herencia con los preceptos que les con­viene.

De una economía a otra, hay no solamente correspon­dencia y unidad, sino progresión. Así se desarrolla el plan de salvación, que se manifiesta desde los orí­genes del mundo en los que Dios «forma al hombre con magnificencia», y le lleva, gradualmente, desde las promesas a su realización en Cristo. Este es a la vez el perfeccionamiento, la «recapitulación» de toda la historia y la anticipación de todas las profecías.

Cristo realiza el esbozo frustrado del primer hombre. El es, pues, el nuevo Adán, arquetipo del hombre cristia­no. Ireneo desarrolla una antropología donde se vuelve a encontrar como en un espejo el designio de Dios. El hombre, cuerpo vivificado y gobernado por un alma, es modelado a semejanza divina por el Espíritu

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Santo. «Nosotros recibimos ahora una parte del Es­píritu que nos perfecciona, nos prepara a la incorrup-tibilidad y nos acostumbra poco a poco a recibir a Dios».

Los gnósticos negaban la resurrección de los cuer­pos. Ireneo muestra que la obra total de la creación, el cuerpo mismo por el que el hombre está ligado a la materia, participará en la resurrección. Lo cual su­pone no el anonadamiento de la carne, sino su comu­nión con el Espíritu, no la destrucción de la materia, sino su transfiguración. Ireneo ve en la Eucaristía el símbolo sacramental y la prenda de este proceso, que lleva al hombre y a la creación —de la que él perma­nece solidario, en la gloria como en la caída— hasta su perfección.

En otros muchos puntos el obispo de Lyon es un tes­tigo de la Iglesia. Elabora el principio de la tradición que constituye en la Iglesia la fuente y la regla de la fe. Esta tradición se apoya en la sucesión ininterrum­pida de los obispos, de las iglesias, desde los apóstoles. El afirma el primado de la Iglesia de Roma.

/' Sería fácil multiplicar los ejemplos para demostrar la riqueza de su pensamiento y las perspectivas que éste abre a la reflexión. Ningún obispo de aquel tiempo ejerció sobre las comunidades cristianas una influen­cia comparable a la de Ireneo. Las ideas que él de­fendió se impusieron en la Iglesia entera. Su visión de la historia parece una anticipación. Es el profeta de la teología de la historia.

Lo que admira en Ireneo, como hoy en Newman, es la unidad realizada entre la personalidad íntima y la doctrina. Lo que seduce es la calidad humana de su fe, su caridad con el hereje, al que no trata tanto de convencerle de su error, como de ponerle en el camino de la verdad. Es, auténticamente, el maestro del diá­logo ecuménico.

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Ireneo es a la vez el profeta del pasado y el profeta del porvenir. El enraizamienío en la verdad recibida le permite todas las audacias y produce las intuiciones teológicas de las que nosotros aún vivimos. Para nues­tro tiempo que pone todo en duda y es sensible a lo que es auténtico y suena a verdad, quizá sea él, sobre todo el profeta del presente.

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San Ireneo combate simultáneamente dos errores de los gnósticos: el que atribuye la creación a un demiurgo, distinto del Padre, y el que niega la resurrección de la carne. Uno y otro los refuta por la Eucaristía. El pan y el vino son crea-turas de Dios. ¿Los admitiría si no

fuera su autor? Estos dones consagra­dos dan la incorruptibilidad a nuestra carne.

CRISTO NOS RESCATA POR MEDIO DE SU CARNE QUE NOS DA EN LA EUCARISTÍA (*)

1. Vanos son también, los que pretenden que Cristo haya ve­nido en una carne que no era la nuestra (14), como si,'celoso de la obra del prójimo, quisiera mostrar el hombre, cuyo autor era otro, a ese Dios que no había creado nada, sino que había visto desde el comienzo que se le quitaba el poder de crear hom­bres. Su venida a nosotros es inútil, si, como ellos creen, se ha encarnado en una naturaleza diferente a la nuestra. Tampoco nos ha rescatado verdaderamente con su sangre, si no se ha hecho verdaderamente hombre y no nos ha rehecho con su propia sus­tancia, ya que como hemos recordado hace poco, el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios; y si finalmente, en lugar de tratar de arrebatar el bien del prójimo, no ha tomado sobre sí su propia creatura, con justicia y misericordia. Digo jus­ticia, porque hacía falta el precio de su sangre para rescatar a las creaturas que le habían abandonado. Digo misericordia, porque pienso en nosotros mismos que hemos sido rescatados. Porque nosotros no le habíamos dado nada antes ni él nos pide nada como lo haría un pobre; sino que éramos nosotros los que teníamos ne­cesidad de comunicarnos con él y por eso se ha incorporado a nosotros para reunimos en el seno de su Padre.

2. Insensatos, por tanto, los que desprecian la economía de Dios con respecto al mundo, niegan la salvación de la carne, toman en broma el nuevo nacimiento y la estiman incapaz de llegar a la incorruptibilidad. ¿No puede salvarse la carne? En-

(*) Adveráis haenses, V, 2, P. G., 7, 1.123-1.128. (14) Los gnósticos distinguían diversos Cristos, entre Dios y los hombres.

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tonces es que el Señor no nos ha rescatado con su sangre; el cá­liz de la Eucaristía no nos hace participar de su sangre, ni el pan que partimos, de su cuerpo. Porque no hay sangre que no pro­venga de las venas, de la carne, de la sustancia misma del hom­bre, que el Verbo de Dios ha asumido realmente. Nos ha res­catado con su sangre, también el apóstol da testimonio de esto: «En él tenemos la redención y el perdón de los pecados» (15).

Nosotros somos sus miembros y su creación nos alimenta. El es quien nos la da, cuando hace que su sol se levante y que su llu­via caiga, como él quiere. El declara que este cáliz que es crea­ción suya, es su propia sangre, de la que se impregna nuestra sangre; y este pan, que es también creación suya, es su cuerpo, que hace crecer a nuestros cuerpos.

3. Cuando el cáliz, mezclado con agua, y el pan reciben la pa­labra de Dios, cuando la Eucaristía se hace cuerpo de Cristo y nuestra propia naturaleza saca su fuerza y su consistencia de este cambio, los herejes se atreven a afirmar que la carne es incapaz de recibir el don de Dios, es decir, la vida eterna, aunque sea ali­mentada con el cuerpo y la sangre de nuestro Señor, y así haya llegado a hacerse una parte de él mismo. Como escribe el bien­aventurado Pablo a los Efesios: Somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos (16). Y no hace aquí alusión a un hombre espiritual e invisible. Porque el Espíritu no tiene ni hueso ni carne (17). Habla del cuerpo del hombre real, compues­to de carne, de nervios y huesos, que se alimenta del cáliz, san­gre de Cristo, y se fortifica con el pan, cuerpo de Cristo. Como la cepa, plantada en la tierra, se carga de frutos a su tiempo; como el grano de trigo, enterrado en el suelo, se seca primero y luego se eleva, multiplicado por el espíritu de Dios que se ocupa de todo a la vez —puestos por la sabiduría de Dios a disposición del hombre, reciben la palabra de Dios y se hacen Eucaristía, el cuerpo y la sangre de Cristo—, así nuestros cuerpos, nutridos con ella y sepultados en la tierra, se disuelven en ella, pero a su tiempo, por la palabra de Dios, resucitarán para la gloria de Dios Padre, que regala al mortal la inmortalidad y dará gratuita­mente la incorruptibilidad a su cuerpo corruptible: el poder de Dios se realiza en nuestra debilidad.

No detentamos la vida por nosotros mismos; no nos engriamos, pues, y no nos dirijamos contra Dios con corazón ingrato. Conoz­camos por experiencia propia que sólo su longanimidad, y no nuestra naturaleza, nos procurará el descanso eterno; no nos privemos de la gloria que rodea a Dios tal como es; no nos en-

(15) CoUaenses, 1, 14. (16) Efesies, 5, 30. (17) Laeoí.24,39.

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ganemos respecto a nuestra naturaleza. Veamos lo que está dentro del poder de Dios y el beneficio de que colma al hom­bre. No nos equivoquemos sobre la verdadera naturaleza de las cosas, quiero decir, sobre Dios y sobre el hombre. ¿No ha tole­rado Dios, como ya lo he dicho, que nos disolviéramos en la tierra, para que instruidos en todas las cosas, nos inquietásemos por toda la verdad, y no le ignorásemos más a él ni a nosotros mismos? (18).

(18) Traducción francesa de F. Quéré-Jaulmes, aparecida en la Mase, Liturgia emciemus el textes patristiques, col. Icíys, vol. 9, pp. 195-198. Ver también los textos escogi­dos y presentados por R. Poelman, París, 1959.

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siglo III

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Tertuliano Cipriano de Cartago Clemente de Alejandría Orígenes

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ITINERARIO DE: Clemente de Alejandría — Orígenes —

Siglo y medio nos separa de la salida misionera de Pablo, siglo y medio, de la edad de oro de los Padres. En el transcurso del siglo tercero, la Iglesia inten­sifica sus actividades y desarrolla su expansión por el Occidente. Junto a Alejandría, Cartago se convierte en centro que irradia a toda la Iglesia. El Evangelio se extiende a España, al norte de Italia y hacia las riberas del Danubio. Hasta comienzos del siglo ter­cero no existe más que un obispado en las Galias, el de Lyon. A mitad del siglo, Cipriano cita a los obispos de Arles y de Lyon. Sabemos que existían otros en Toulouse, Narbona, Vienne, París, Reims y Tréveris. El número de cristianos aumenta de manera conside­rable. Dos centros dominan en Occidente: Roma y Cartago.

El crecimiento de la Iglesia exige un esfuerzo de or­ganización. Los candidatos al bautismo son sometidos en adelante a un tiempo de preparación. Se crean escuelas para su formación. Orígenes se ha consagrado durante algún tiempo a esta tarea. Junto a la inicia­ción cristiana está la cuestión de la reconciliación: los partidarios del rigorismo y de la moderación se en­frentan. Tertuliano, Cipriano y Orígenes nos infor­man sobre estos debates, que se hicieron más agudos en el momento de las grandes persecuciones.

La Iglesia alcanza ya a los medios cultos, en Orien­te a los filósofos, en Occidente a los retóricos. Se con­vierten con armas y bagajes. Ponen su formación al servicio del cristianismo. Esta formación filosófica per­mite a Clemente y Orígenes poner todas las ciencias al servicio del estudio de la palabra de Dios. Tertu­liano y Cipriano forjan el lenguaje teológico recurrien­do a términos jurídicos. El derecho va a permitir a Tertuliano defender ante el Imperio la causa de los cristianos.

Los creyentes son ya mayoría. Invaden la sociedad. El grano echado en la tierra se ha hecho un inmenso árbol que extiende sus ramas. El enfrentamiento de

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las costumbres cristianas y las costumbres paganas se prevé más peligroso que el enfrentamiento de las in­teligencias. ¿Qué línea de conducta habría de seguir­se en una sociedad pagana? La tarea de los pastores se esfuerza por responder a esta pregunta. Tertuliano y Cipriano en Cartago y Clemente en Alejandría, se­rán los moralistas que descubrirán las exigencias cris­tianas, en la vida personal y familiar, económica y política.

La Iglesia se encuentra en plena expansión. Las fuer­zas del Imperio romano decaen. El vigor de la Iglesia no cesa de crecer. Las conversiones afectan a todos los estratos de la sociedad: la élite, la clase comerciante, los funcionarios y los necesitados. La calidad marcha difícilmente al ritmo del número. El nivel baja. Orí­genes se lamenta de esto: «Si juzgamos las cosas según la realidad y no según el número, según las disposi­ciones y no según las multitudes reunidas, veremos que ya no somos creyentes».-

La persecución da la alarma. Es el grito del Impe­rio mortalmente herido. No es una amenaza para la Iglesia, sino una advertencia para los mediocres. Ci­priano multiplica las advertencias, el huracán sacude las hojas muertas. Para los discípulos del Evangelio, Cipriano y Orígenes, es la hora del martirio para el cual no han cesado de prepararse.

Tertuliano L 0 t¡0 (t después del 220)

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El cristiano de hoy visita con melancolía el África del Norte, donde las ruinas de una Iglesia próspera se unen a las de la dominación romana, en un pasado que parece doblemente sepultado. El África que los árabes llaman Djezirat-el-Maghreb, «la isla de Occi­dente», podía reunir en el siglo tercero un concilio con un centenar de obispos. Una carta de los obispos del siglo tercero, muestra la irradiación de Cartago, clave estratégica de la economía política, antes de ser la capital de un cristianismo conquistador, apa­sionado hasta la herejía y hasta el martirio.

Tres nombres se destacan, que por encima de Áfri­ca, honran a la Iglesia y la civilización, tres personali­dades, tres nombres deslumbrantes nacidos en el sue­lo de África, que llevan las virtudes y los errores de la raza: Tertuliano, Cipriano y Agustín.

Un convertido Tertuliano, antes de finalizar el siglo segundo, escri­de clase be el Apologeticum, para acusar en nombre del derecho

al Imperio intolerante y perseguidor (19). «Vamos, queridos gobernadores, más estimados aún por la plebe si inmoláis ante ellos a los cristianos, atormentad­nos, ponednos en la tortura, condenadnos, aplastad­nos: vuestra iniquidad es la prueba de nuestra ino­cencia. Todos vuestros refinamientos no sirven para nada, redoblan más bien el atractivo por nuestra sec­ta, nos hacemos más numerosos cada vez que somos segados por vosotros: la sangre de los cristianos es una semilla». Momento solemne en la historia de la Iglesia. Fogoso, apasionado, Tertuliano no se conten­ta con parar los golpes, sino que pasa a la ofensiva.

No se trata ya de invocar la razón, la tolerancia; el africano apela al derecho romano, la instancia su­prema. Ha pasado la hora de la tolerancia; Tertu­liano reclama derechos. El joven maestro de África conocía Roma, acababa de tocarle en el punto sen­

os)) Ver más adelante, p. 72.

«2

sible. Hasta entonces la Iglesia había sido heroica, Tertuliano le da la bravura.

¿Quién era aquel joven polemista temible, fogoso y hábil? Se llamaba Quinto Séptimo Florencio Ter­tuliano. Era de Cartago, la ciudad que desde su pro­montorio vigila los mares. Su padre, militar y pagano, se había preocupado de darle una formación parti­cularmente fuerte en derecho, la disciplina de los altos empleados, y el arte de la oratoria, que hacía rentable el saber. Su curiosidad intelectual era tan insaciable como su sed de placeres y de juegos.

El joven africaiío, como muchos de sus compatrio­tas, era bilingüe. Escribía indistintamente en griego y en latín. Su cuidada formación se perfeccionó en Roma, donde el brillante estudiante encontró, como Jerónimo, la vida del espíritu y las satisfacciones de la pasión. Después volvió a Cartago, como sus com­patriotas, que preferían África a todo lo demás.

La juventud de Tertuliano fue agitada. Confiesa ha­ber sido pecador: Intelligenti pauca. Frecuentaba los espectáculos y cometió el adulterio. Las condiciones de su conversión siguen oscuras. La paciencia y el heroísmo de los cristianos le habían hecho impacto. La moral del Evangelio y el misterio cristiano ejer­cían gran atractivo en él. Jamás tuvo un espíritu gre­gario, sino que admira a los que desafían la opinión. El uso de la Escritura y la gracia hicieron el resto.

Tertuliano entra en la joven Iglesia, fuerte ya en cuanto al número, sólidamente jerarquizada, con el prestigio de su cultura, la riqueza de su naturaleza, que busca el freno de la disciplina y los rigores de la ascesis cristiana. Está casado, pero trata a su esposa, como a las mujeres, con unos celos tales, que acaba por prohibirle el que vuelva a casarse, en caso de muerte.

El hombre Este apasionado no era ni tierno ni hombre de cora­zón. San Jerónimo afirma que fue sacerdote.

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Tertuliano vivía en medio de una sociedad que ama­ba el ruido y la violencia. Unía el arrebato, la inde­pendencia y la sensualidad del africano a las cuali­dades romanas que valoran lo que es vigoroso y útil. Los historiadores se han cebadó en su lengua que al­gunos han tratado injustamente de «mal dialecto provinciano». Se ironizaba mucho en la época so­bre el acento latino de los africanos que debía pare­cerse al francés de los «pieds-noirs» de nuestros días. Este forjador del verbo ha triturado, renovado, adap­tado y enriquecido la lengua latina. Ha forjado un vocabulario para expresar las verdades de la fe. Su acción es decisiva en la literatura cristiana. Tuvo la suerte de llegar el primero, en el momento en que la Iglesia latina formulaba su pensamiento.

Es un mago de la palabra. Sus fórmulas son como flechas. El último pedante ha retenido algunas de ellas como «el alma naturalmente cristiana» o «la sangre de los cristianos es semilla». «Tantas palabras, tantos pensamientos», dijo Vicente de Lérins. Conoce todos los recursos de la retórica y de la sofística, pero también de la sutileza y de la casuística. Nada le embaraza. ¿Tiene necesidad de una palabra nueva? La crea. Si le molesta la sintaxis, la tortura. Abogado astuto, cambiará de sistema para las necesidades de una causa nueva.

Sea que polemice o predique, sea como moralista, jurista o teólogo, Tertuliano está entero en sus escri­tos. Impetuoso, violento, feroz. Retuerce el lenguaje, lo mismo que al adversario, estruja la palabra y carga la frase hasta la oscuridad. Abusa del ingenio y del artificio, y carece totalmente de gusto y de medida. Su frase, cargada de palabras explosivas, de imágenes brutales, tiene, como él, algo de cortado, de jadeante, de dislocado, que choca y agota, y jamás trae reposo. Es la desesperación de los traductores.

Los autores distinguen en Tertuliano las obras cató­licas y las obras montañistas, pero unas y otras son

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de la misma pluma, con un coeficiente de amargura y de acidez creciente. Su mismo paso al montañismo está inscrito en una conversión, en la que la discipli­na atrae más que el Salvador. Rara vez se ve un grito, una llamada a Cristo.

Lo que hiere en Tertuliano no es la maldad de su ironía, ni el arrebato de su cólera, sino una pasión que no perdona nada ni a nadie. Es un hombre de. ideas, de convicciones, parece carecer de ternura. No tenía amigos y ni aun hoy día suscita simpatías. Es un personaje de Vigny. Nos recuerda al Moisés de éste. Se le ha podido comparar con el gran Arnauld. Deslumhra, pero no encanta, brilla pero no calienta.

A la edad en que los hombres engordan y buscan la comodidad, Tertuliano se hace más seco, más nu­doso y se pasa al montañismo. Desde que conoce esta doctrina, la mira como el país de sus sueños y de sus instintos. Este espíritu lúcido, decidido, cae en las elucubraciones de una secta de profetas y de pro-

t fetisas de Frigia. Cansado de moderación, ansioso de soluciones extremas, Tertuliano busca y encuentra en el montañismo la doctrina del Paráclito y de los carismas que alarga a su espíritu de independencia, una disciplina que seduce a su puritanismo,

> ' ' • • . •

El polernista La ortodoxia más intransigente, está amenazada de infidelidad doctrinal, como lo vemos aún en nuestros días, por falta de moderación: la moderación es la humildad del saber, del cual es la percepción más verdadera.

El montañismo arrojó a Tertuliano a compromisos e incoherencias, cuyos puntos débiles debía descubrir él mejor que nadie. Demasiado lúcido para no ver, era un apasionado con demasiada violencia como para desandar el camino, demasiado agitado como para encontrar la paz, siempre dispuesto a luchar, desinteresado por todo lo que es justo y generoso, de­

jando a la historia el cuidado de desenredar la madeja de sus contradicciones. La obra literaria de Tertuliano es considerable. El habla por medio de los libros. Se da a sí mismo en sus escritos, donde aborda los temas mas variados, habitualmente en forma de alegato o de libelo. La palabra contra se repite en muchos títulos: Contra los judíos, contra Marción, contra Hermógenes, contra los Va-lentinianos, contra Práxeas, contra los síquicos. En todos estos casos se trata de personas.

Fue el martillo de los herejes del tiempo y de los ad­versarios del cristianismo, especialmente de los judíos que eran numerosos y activos en África del Norte. Cuando la protesta o la requisitoria no está en el tí­tulo, la encontramos en el texto.

El Apologético, del que ya hemos hablado, queda como una de sus obras maestras (20). Composición nervio­sa y potente: «No sólo refutaré las acusaciones que se hacen contra nosotros, las volveré contra sus propios autores». Raramente un defensor cristiano habrá co­nocido tal precisión en el argumento jurídico, tal du­reza en la ironía, tal aspereza en la lógica, donde los argumentos son asestados como martillazos; las fór­mulas martilladas, los dilemas ineludibles, sin conce­siones para con los poderes públicos o los filósofos. No solamente quiere convencer al adversario, sino que lo derriba, lo pisotea, lo humilla. En este hombre hay crueldad.

Tertuliano se manifiesta ya por entero en el Apolo­gético. No solamente es dueño de su estilo y dé su dia­léctica, sino que está en plena posesión de su arte, que a veces está cercana al sofisma, donde se manifies­ta la extremosidad, la dureza, y una cierta soberbia por defender la justicia, la tolerancia y la nobleza de cristianismo. El libro fue rápidamente traducido al griego, hecho bastante raro que nos permite medir

(20) Ver el exordio, más adelante, p. 72.

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su difusión. Es de esos que enriquecen «el tesoro co­mún de las naciones civilizadas». A pesar de algunos temas más pasajeros no ha perdido nada de su gran­deza, ni de su actualidad. Orgulloso por el éxito y la lucha, Tertuliano se vuel­ve hacia otros enemigos: los judíos y los herejes. El libro Sobre la prescripción de los herejes, uno de los mejor forjados y de los más acabados, es aún uno de los más actuales, ya que en él se esfuerza por precisar el papel de la tradición en la vida de la Iglesia y desarrollar las relaciones entre Escritura y Tradición. Frente a la multiplicación de las herejías, Tertuliano lanza dos afirmaciones: Cristo ha encargado a los apóstoles, y a nadie más, la predicación de su doctrina. Los após­toles no han confiado esta tarea más que a las comu­nidades que ellos han fundado. Sólo la Iglesia está en legítima posesión de la fe y de la Escritura. El au­tor deniega las ilegítimas pretensiones de los herejes.

Si las obras apologéticas constituyen la parte más vibrante de su obra, los numerosos tratados de moral y de ascética se encargan de caracterizar la actitud cristiana frente a una sociedad pagana. En ella encon­tramos «el espíritu de cólera y de pasión». Gomo su contemporáneo Clemente de Alejandría, Tertuliano se preocupa de poner a los cristianos en guardia con­tra el paganismo. A principios del siglo tercero, la Iglesia ha hecho estallar los grupos pequeños para in­vadir la sociedad. «Frecuentamos vuestro foro, vues­tro mercado, vuestros baños, vuestras posadas y vues­tras ferias. Con vosotros navegamos y al igual que vosotros servimos como soldados» (Apol 41,3).

Tertuliano preconiza un cristianismo de combate, que haga frente al mundo pagano, sin estrechar la­zos, sin voluntad de diálogo.

Como sacerdote encargado de la preparación al bau­tismo; como moralista, ávido de modelar a los de­más según su imagen, escribe los tratados sobre el Bautismo, la Penitencia, la oración, el tocador de las

mujeres, que ciertamente parecen situarse dentro del cuadro de la catequesis. Da leyes sobre la vida social de los cristianos, les prohibe los espectáculos, el circo, el teatro y el estadio. Una vez se pasa de la raya, cuando les consuela con masoquismo, prometiéndoles el espectáculo del juicio final: «¡Qué motivos de ad­miración, de risa y de alegría, ver a todos estos reyes expiar en las tinieblas la gloria de su apoteosis!»

El montañista Hecho montañista, el inquisidor extrema el rigoris­mo hasta prohibir las profesiones de escultor y de as-trología, por los lazos que unen a éstas con el culto de los ídolos. Es igualmente uno de los primeros ob-jetores de conciencia de la Iglesia. En el libro Sobre la corona, condena a los que abrazan la vida militar porque es incompatible con la vida cristiana. Conde­na a los que huyen de la persecución. Llega hasta la ironía hiriente: «Del Evangelio no han conservado más que la frase: huid de ciudad en ciudad».

Como numerosos ascetas, el sacerdote de Cartago se ha ocupado mucho de la mujer cristiana. Es una es­pecie de compensación a la hora de la continencia.

No las comprendió mejor que Jerónimo. Aún estamos lejos de las heroínas de Soulier de Satin y de Partage de Midi.

Tertuliano se ocupa de los menores detalles. ¿Era ne­cesario que las jóvenes llevaran velo fuera de las reu­niones litúrgicas? El determina su longitud, cómo dis­ponerlo por delante, por detrás, hasta dónde debe llegar y la edad exacta en la que se debe comenzar a llevar. Este hombre de espíritu autoritario y punti­lloso no deja nada a la iniciativa privada. Se ocupa con insistencia de la coquetería femenina, del cuidado de sus cabellos y de su cutis, de sus vestidos y de sus perfumes. Y se vale incluso de coquetería literaria, de refinamiento en el estilo, cuando escribe: «Tomad de la sencillez vuestro blanco, del pudor vuestro rojo,

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vestid vuestros ojos de recato, vuestros labios de si­lencio... ataviadas así, podréis tener a Dios por aman­te». Nos gustaría ver el diario de su mujer.

Todas estas obras contienen páginas admirables, re­pletas de datos sobre la abigarrada sociedad de los cristianos de África, a la que de grado o por fuerza, trataba Tertuliano de empujar hacia el camino es­trecho, en los acantilados del Evangelio. Este inqui­sidor temible suscita la admiración y el terror. Nos conmueve cuando reconoce, quizá con más impacien­cia que humildad, haber compuesto su libro sobre la paciencia porque carecía de esta virtud. «Desgracia­damente estoy siempre dominado por la fiebre de la impaciencia». No parece que por haber escrito al libro haya cambiado de carácter. Este hombre que nos habla con tanta frecuencia de su temperamento nos revela muy poco el misterio de su vida interior.

Tertuliano nos conmueve también en el homenaje que rindió a sus compatriotas, Felicidad y Perpetua, las extraordinarias mártires de Cartago, donde ale­tea el estremecimiento de una admiración que trai­ciona a este hombre misterioso.

Según Agustín, Tertuliano tuvo una vejez solitaria. Acabó por no entenderse mejor con los montañistas que con los católicos. Por eso reunió a su alrededor unos cuantos fieles, llamados tertulianistas, que so­brevivieron hasta el tiempo de Agustín. La fecha de su muerte no la conocemos. Su ruidosa vida acabó silenciosamente.

Así es este hombre explosivo, cuyos escritos acarrean a menudo lava de fuego. Fue apasionado, lleno de so­berbia y de coquetería literaria, pesimista, pero sin dejar de combatir. Vivió siempre en alta tensión, so­litario. Su obra marca con su impronta ai cristianis­mo en plena fermentación. África le ha admirado por su genio y su independencia. Era de Cartago y

no de Roma, era de esa África que de sus corsarios hace héroes. De esa raza es él.

Agustín ha hecho que se le olvide un poco, hasta el punto de que la historia no valora suficientemente lo que el obispo de Hipona debe al Maestro. Agustín no ha disimulado nunca su admiración ni su depen­dencia. La Edad Media a penas le conoce. Los tiem­pos modernos le han puesto en su lugar. Es difícil exa­gerar su importancia y su grandeza, porque tiene la estatura de ios más grandes.

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El exordio da la las razones de la pre­sente defensa. El pueblo odia a los cris­tianos sin conocerlos. Los que se moles­tan en conocer el cristianismo se apresu­ran a abrazarlo.

EL APOLOGÉTICO (*)

¡Magistrados del Imperio romano! Vosotros ocupáis la presiden­cia para hacer justicia ante el pueblo casi en lo más alto de la ciudad. Pero no os atrevéis ante la multitud, a instruir pública­mente 'la causa de los cristianos. Vuestra autoridad teme y se avergüenza de informar en público, según las leyes más elemen­tales de justicia. Y hace poco, aun habéis cerrado la boca a la defensa, por odio a nuestra «secta», recibiendo con demasiada alegría las denuncias familiares. Oid al menos las palabras si­lenciosas de este escrito, que os transmite la expresión de la verdad.

El odio público

La verdad no pide indulgencia para sí misma, porque no se ex­traña de su condición. Ella sabe que vive aquí abajo como extranjera, espera el odio de los que la desconocen. Sabe que su familia, su morada, su esperanza, su crédito y su gloria descan­san en el cielo. Mientras espera, su único deseo es no ser conde­nada sin ser oída.

¿Qué pueden perder vuestras leyes, que rigen soberanamente en su dominio, con que la verdad sea oída? ¿Resplandece más su poder si condena a la verdad sin dejarla hablar? Condenándola sin oírla, además de lo odioso de la injusticia, vuestra justicia merecerá el reproche de haber condenado a la verdad sin es­cucharla, por miedo a no poderla condenar después de haberla oído.

Ignorancia de los jueces

En primer lugar reprendemos vuestro odio al cristianismo, aun cuando vuestra ignorancia pueda excusarlo en parte. Es tanto más injusto y criminal en cuanto que vosotros no lo conocéis.

(*) Apokgttiaan, 1. Traducción francesa de F. PapUlon.

¿Hay algo más inicuo que odiar una cosa que se ignora, aun cuando fuera odiable? No se puede odiar más que por razones válidas, de otro modo el odio es ciego y no puede ser justificado más que por el azar. ¿Y por qué un odio tal, motivado por lo que detesta, no sería al fin completamente injustificado? Por eso os reprochamos la necedad de odiarnos por ignorancia, y la injus­ticia de hacerlo sin razón.

La prueba de su culpable ignorancia, a pesar de las excusas que se puedan encontrar, está en el hecho de que los que nos odian sin conocernos, generalmente cesan de hacerlo una vez que su ignorancia ha sido disipada. Hay incluso quienes se hacen cris­tianos con todo conocimiento de causa y comienzan luego a de­testar sus prejuicios pasados y a profesar lo que antes vilipen­diaban. Son tan numerosos que vosotros os dais cuenta de que existimos.

Por eso, se grita por todos los sitios que la ciudad está invadida por ellos, los cristianos han penetrado en los campos, en las is­las y en las ciudades fortificadas; gente de todos los sexos, de toda edad, de toda condición —aun de las más notables— pasan al cristianismo. Y vosotros os lamentáis de ello como de un desastre. Y a pesar de esto no os daréis cuenta de que allí yace un tesoro escondido. No se admite el derecho de verificar esta hipótesis, no se quiere hacer la experiencia. Se está despertando la curiosi­dad para todo lo demás. Les gusta ignorar lo que a los otros agra­da conocer. Con qué razón hubiera reprochado Anacarsis a los que no saben juzgar a los que saben.

Prefieren ignorar porque ya odian, porque el conocimiento áú cristianismo les impediría odiarlo. Efectivamente, si no existe ningún motivo legítimo para odiar, más vale renunciar a un odio injusto. Si, por el contrario, se saca la convicción^ de que el odio está justificado, no se atenúa el odio sino que se intensifica. Se añade además una razón para perseverar en él y la satisfac­ción de estar én pleno derecho (21).

(21) Sobre Tertuliano existen pocoi estudios de conjunto y biografía» recientes. Han aparecido muchas obras en la colección Sema ehrítiema, con extensas introducciones.

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Cipriano de Cartago

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Tertuliano hace pensar en esos espíritus brillantes que en una sociedad, con la semi-inconscencia de los poderosos, apagan los fulgores de los demás. ¡ No hay más que para ellos! Ellos se imponen, se afirman. Cipriano no solamente tiene conciencia de su infe­rioridad y de su dependencia, sino que descuida un tanto sus cualidades y literariamente se pone abierta­mente a remolque del que él llama «el Maestro». Esto confirma el prestigio del viejo luchador a quien África, lejos de tener rencor, rinde homenaje. En el almirante hay materia de pirata y viceversa. Es cues­tión de circunstancias. Lo importante es la estatura, él esplendor de sus acciones.

Tertuliano En Cipriano no es principalmente el escritor el que y Cipriano se impone, sino el hombre, el obispo. Su grandeza

no está en el resplandor del genio, sino en la finura de su sicología. Su retrato resultaría mejor labrado en hueco que en relieve. Tertuliano se impone, Ci­priano se descubre. No es que" tenga menos persona-dad, sino que la tiene más matizada, más equilibrada. Decididamente África produce los hijos' más diversos.

Cipriano posee las cualidades que faltaban a Tertu­liano: la moderación, la simpatía, la finura, la habili­dad para manejar a los hombres, la prudencia, el gusto por el orden y la concordia. Había nacido para el quehacer público. ^De haber permanecido pagano hubiera sido un gran procurador, hecho cristiano, será un obispó admirable, el más admirado de su siglo.

Es posible que los acontecimientos políticos del Im-, perio, los años de anarquía y los repetidos golpes de Estado militares que hacen pensar en alguna repú­blica de Sudamérica, hayan sorprendido al joven abo­gado cartaginés. El había podidq observar que sólo la administración romana, el principio de orden y je­rarquía habían salvado al Imperio amenazado.

Cipriano había nacido a principios del siglo tercero, en África, probablemente en Cartago. Sus padres

eran ricos y paganos. Siguió el curso normal de los estudios y se hizo retórico. El mismo confiesa a Do­nato que su juventud fue muy poco casta, sin dar más detalles sobre sus amores pasajeros.

El converso El retórico es ya célebre cuando se convierte al cris­tianismo bajo la influencia, en Cartago, de un ancia­no sacerdote, Cecilio. Este puso entre sus manos la Biblia. La gracia hizo lo demás. La lucha fue sin em­bargo dolorosa para este joven mundano, apasionado por la vida elegante. Lo ha contado en su carta a Do­nato que sirve de preludio a las Confesiones: «Vagaba yo a ciegas en las tinieblas de la noche, zarandeado al azar en el mar agitado del mundo, flotaba a la de­riva, ignorante de mi vida, extraño a la verdad y a la luz. Dadas mis costumbres de entonces, juzgaba di­fícil e incómodo lo que para mi salud me prometía la bondad divina. ¿Cómo podía un hombre renacer a una vida nueva por el bautismo del agua de salva­ción, ser regenerado, despojarse de lo que había sido y, sin cambiar de cuerpo, cambiar de alma y de vida?» (AdDon 3-4).

Esta conversión fue un acontecimiento en Cartago. El cambio fue radical y continuo. Cipriano nunca

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hizo una cosa a medias. Renuncia a las letras profa­nas, como Orígenes, vive en continencia y se consa­gra a dos lecturas: la Escritura y Tertuliano. Se prohi­be a sí mismo aun la lectura de los autores paganos, de los cuales no encontramos ninguna cita en sus es­critos.

Cipriano dio la mayor parte de sus bienes a los po­bres y recibió el bautismo. Recluta de calidad para la Iglesia de Cartago que le ordenó sacerdote a fines del año 248 o a comienzos del 249, fue elegido obispo de la ciudad «por el juicio de Dios y el sufragio del pue­blo», escribe su biógrafo. El pueblo había juzgado bien a pesar de algunos sacerdotes. Todo disponía a Cipriano para el gobierno: la clarividencia y la mo­deración, la suavidad y la firmeza, las cualidades de jefe y la pasión por la Iglesia. Inmediatamente se consagra al restablecimiento de la disciplina y a la reforma de las costumbres. Su actividad pastoral fue rápidamente frenada por la violenta persecución del emperador Decio, que estalló en los primeros meses del 250.

El obispo en la Fue una catástrofe. La calma y la seguridad habían tormenta multiplicado las conversiones. Numerosos neófitos,

grandes comerciantes, funcionarios, continuaban una vida poco rigurosa. Este relajamiento llegó hasta los clérigos. La persecución sembró el pánico entre los cristianos blandengues, que corrían al Capitolio para sacrificar aun antes de ser convocados. Los notables llevaban allí a sus esclavos y a sus colonos, los mari­dos a sus mujeres, los padres a sus hijos. Se vio allí a sacerdotes e incluso a obispos. Los más astutos, en lugar de sacrificar, se procuraban cédulas de confe­sión pagana, que les ponían a salvo.

Durante todo este tiempo, el obispo permanecía oculto, no lejos de Cartago, desde donde podía seguir vigi­lando con solicitud sobre la comunidad. Una veinte­na de cartas se remontan a esta época. Esta huida,

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que duró alrededor de catorce meses, provocó co­mentarios malévolos en Cartago y en Roma. Su co­rrespondencia contiene cartas en las que justifica su

7 actitud. A su vuelta tuvo que arreglar casos delicados. Muchos cristianos habían apostatado durante la persecución. Cualquiera que fuese su culpabilidad, trataban de entrar de nuevo en la Iglesia sin someterse a la peni­tencia exigida. Otros conseguían cédulas de recon­ciliación a bajo precio.

Moderado en la forma, Cipriano era intransigente en el fondo y aun algo riguroso. Excomulgó a los jefes de la oposición que se agrupaban en torno a un lai­co, Felicísimo, a los sacerdotes descontentos, e impu­so una prolongada penitencia a los apóstatas, según la gravedad de la falta. Un concilio ratificó la decisión tomada por Cipriano.

Nuevas pruebas se abatieron sobre los cristianos de África: razzias de cristianos munidas, peste espantosa de la que se hizo responsables a los cristianos. El obis­po no se contentó con sostener los ánimos, sino que or­ganizó socorros, sin distinción de religión, lo que le valió la admiración de sus compatriotas paganos. De esta época tenemos un libro sobre la Mortalidad, que añade al estoicismo de La Peste de Camus, la esperanza cristiana de los que quieren «encontrarse pronto con Cristo».

Los últimos años se vieron oscurecidos por el con­flicto que le enfrentó con el Papa Esteban a propósito de la validez del bautismo conferido por los herejes. Cipriano, como anteriormente Tertuliano, defendía la tesis regorista y se pronunció con los obispos de Asia Menor por la invalidez. Convocó un Concilio para ra­tificar el uso africano del bautismo de los herejes que se convertían. El prestigio del obispo crecía, había hecho ya de mediador en muchos litigios en tierras de España y las Galias. Occidente tenía sus ojos fijos en Cartago, como un siglo después en Hipona.

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El conflicto sobre el bautismo de los herejes pareció al Papa una ocasión favorable para afirmar el pri­mado romano. Lo hizo sin miramiento. A la postura africana, argüyó con la tradición romana que él afir­maba ser la tradición universal. La sequedad del man­dato hirió la susceptibilidad africana. Cipriano con­vocó un nuevo sínodo. Con tacto y diplomacia, el obispo de Cartago que presidía pidió a los obispos que expresasen libremente su parecer. «Vamos a de­clarar, uno tras otro, nuestro pensamiento sobre este asunto, sin pretender juzgar a nadie ni excomulgar a los que fueran de distinta opinión». La alusión al autoritarismo romano es manifiesta.

La muerte del Papa Esteban y luego el martirio de Cipriano pusieron fin a un conflicto que iba a ter­minar de mala manera. El conflicto había puesto a Cipriano en una situación corneliana. El admitía a su manera el primado romano. Reconocía «la cátedra de Pedro de donde procedía la unidad sacerdotal», es decir la unidad de toda la Iglesia. La unidad ecle-sial la encontraba simbolizada en la túnica inconsútil, en los granos de trigo y uva que no hacen sino uno en el pan y en el vino eucarísticos. Pero en nombre de esta unidad de la Iglesia, que era para él especial­mente querida, no reconocía más que una fe y un Bautismo, el que era dado por la Iglesia, porque sólo ella era la esposa de Cristo.

Más que a los principios implicados, Cipriano era sen­sible al procedimiento. Este príncipe, apasionado del orden, poseía el respeto al hombre; le repugnaba el procedimiento administrativo que rebajaba a la Iglesia a una simple sociedad.

El escritor La obra literaria de Cipriano es considerable. Es la obra de un pastor consciente de su responsabilidad, más que de un escritor preocupado por su gloria li­teraria. Es la prolongación de su catcquesis y de su predicación, Cipriano es más hombre de palabra que

m

, de pluma. Sus obras tienen relación con las contro-/versias habidas sobre disciplina religiosa y espiritual.

Su tratado teológico más importante está consagra­do a «la Unidad de la Iglesia». j£s el primer tratado de la Iglesia* Súdoctrkia tieíjejn cierto modo dos po­los, que se manifiestan en las'dos ediciones del tratado, las dos auténticas: por üm¡i parte es el campeón de la unidad de la Iglesia, que descansa sobre la unidad del cuerpo episcopal, en comunión con la Sede ro­mana, y por otra afirma el episcopado local, princi­pio concreto de la unidad écleSiál, de este modo se manifiesta también como el campeón del episcopalis-mo. Solamente el tiempo permitirá conciliar estas dos tesis y quitarles la ambigüedad. Lo cierto es que tras estos casos particulares se enfrentan el autoritarismo centralizador y el particularismo africano.

Cipriano ha reunido en dos volúmenes de Testimonia los legajos de los textos bíblicos utilizados en la catc­quesis, que confirman Su familiaridad con la Escritu­ra. Aunque no es el inventor del género literario, él es quien le dio su brillo. Lo mismo que para Orígenes, para él la Biblia es el libro de cabecera, el único li­bro. En, la palabra de Dios busca siempre la luz, la solución y las armas.

Los tratados de Cipriano son sobre todo cartas pastora­les, que tienen relación con la disciplina y con la vida espiritual. Un libro se ocupa de los lapsi, los caí­dos, que han apostatado. Recuerda con insistencia el deber de. la limosna, que es como la reguladora de la justicia social. En un opúsculo sobre este asunto, re­prende a una- noble matrona que va a misa sin llevar una parte para el pobre: «Tus ojos no ven al necesi­tado y al pobre, porque están cubiertos de una noche espesa; tienes bienes de fortuna y eres rica y piensas celebrar la cena del Señor sin tener en cuenta la ofren­da. Vienes a misa sin nada que ofrecer; tomas la parte del sacrificio que es la parte del pobre» (De el. 17).

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Como Tertuliano, el obispo de Cartago se ocupa de las vírgenes que han consagrado su vida a Cristo, en el tratado sobre el vestido de las vírgenes. Les prohibe la coquetería, acicalarse, maquillarse, teñir sus ca­bellos, asistir a banquetes nupciales que degeneraban en desórdenes y asistir a los baños públicos que eran mixtos. En otras palabras, se preocupaba por poner a salvo su virtud, y les enseñaba a no ser una tentación para los demás. Ahí encontramos sus características: la mesura, el pudor, la moderación. Aunque sigue a Tertuliano, no imita su violencia y emplea un tacto que nos hace pensar en Ambrosio.

Muchos de sus escritos siguen las huellas de Tertu­liano. Lejos de disimular esta dependencia, él la acen­túa cuando escribe sobre la oración, la paciencia, sobre el martirio o sobre la muerte. Se acusa en él un complejo de inferioridad con respecto a su Maes­tro. Se esfuma ante él. Esta dependencia no disimula, sin embargo, sus propias cualidades: la finura de ob­servación, el sentido pastoral, la delicadeza de su ca­ridad. Comparado con Tertuliano, su obra gana en inspiración bíblica lo que pierde en originalidad.

El lenguaje de Cipriano es clásico hasta la afectación. ; La elegancia de la forma es el único bien al que nun­ca ha renunciado. Le falta la petulancia, que Tertu- ¡ liano poseía hasta la saciedad. Sus consideraciones

teológicas son algo monocordes, su sentido pastoral se confirma cuando intervienen cuestiones concer­nientes al gobierno y a la moral. Es él mismo en ple­nitud «cuando toma contacto con la realidad con­temporánea».

El hombre Cipriano es quizá más natural en su correspondencia. Esto es un documento de capital importancia. Nos presenta multitud de datos sobre la organización ecle­siástica, la disciplina y la liturgia de la época. Nos permite medir el papel y la concepción del obispo según Cipriano. Nos descubre al hombre.

En ella hace el elogio de la disciplina, «guardiana de la esperanza, vínculo de la fe, guía en el camino de la salvación», y que tiene por fiador a la jerarquía. Ci­priano tiene plena conciencia de los derechos, pero también de los deberes del obispo. «El obispo está en la Iglesia, y la Iglesia en el obispo; el que no está con el obispo no está en la Iglesia». Reconoce clara­mente el lugar del pueblo cristiano y la legitimidad de sus intervenciones en la organización de la Iglesia. Este hombre de gobierno no manifiesta ningún cle­ricalismo. Organiza la jerarquía, fija sus atribuciones, echa a andar los concilios africanos. Es un precursor.

Cipriano no se contenta con gobernar, ni con impo­ner la disciplina, sino que cuida de todos y cada uno, ante todo de los necesitados, de las viudas, de los huér­fanos y de los confesores de la fe. Este hombre de or­den ama la paz, la unidad y la concordia, a las cuales sacrifica su amor propio y subordina su gusto del orden.

La correspondencia nos muestra hasta qué punto no se contenta Cipriano con formular ideas de gene­rosidad, sino que obra según los principios que ha formulado. Es el mismo en la acción y en las cartas. Este hombre de gobierno ha sabido realizar la unidad en su vida, aliar la firmeza y la suavidad, la pruden­cia y el entusiasmo, la previsión y la habilidad. Este

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hombre de acción es un místico, tan plenamente él mismo en la oración como en la eficacia. Gomo Orí­genes, se siente impulsado a una exaltación espiritual, que la perspectiva del martirio desarrollaba en él. Es chocante en sus escritos la frecuencia de visiones.

Su teología y su acción se encuentran en la oración. Ora del mismo modo que cree, con las mismas preocu­paciones de la unidad y el fervor de la Iglesia. La com­paración con Tertuliano nos permitiría esclarecer la dimensión eclesial de su oración. «Nuestra oración es pública y comunitaria, y cuan­do oramos no lo hacemos por uno solo sino por todo el pueblo, porque somos uno con todo el pueblo. El Dios de la concordia y de la paz, que nos ha enseña­do la unidad, ha querido que cada uno niegue por todos, como él mismo nos ha tenido presentes a todos en uno» (De dom. or., 8).

La acción ejercida por los escritos de Cipriano fue tal que numerosos apócrifos circularon ocultamente. Sólo se presta a los ricos, decía el proverbio. Su in­fluencia literaria fue grande en Oriente y Occidente. Ha influido en la legislación latina. La historia ha eli­minado la incoherencia de ciertas posturas y se ha quedado con el hombre de Iglesia: «Nadie puede te­ner a Dios por Padre, si no tiene a la Iglesia por ma­dre» es una frase muy repetida por Cipriano.

Bastante pronto fue confundido con un mago Cipriano y con este tapujo se ha convertido en el antepasado lejano del doctor Fausto. El mayor testimonio que nos deja es el de su martirio.

El mártir En agosto del 257, el emperador Valeriano promul­gó un nuevo edicto de persecución. Cipriano fue in­vitado a sacrificar. Se negó y fue confinado en la pe­queña ciudad de Curubis, donde estuvo durante un año. Allí continuó velando por su Iglesia, escribiendo cartas de consuelo a los confesores de la fe y envián-

doles socorros materiales que su caridad realista no olvidaba nunca. Se dispuso al martirio, sabiendo por una revelación, nos dice él, que moriría por la es­pada.

Un año más tarde un edicto imperial agravó el pri­mero. Cipriano es llamado - a Cartago. No vuelve hasta que el procónsul está ya de vuelta. Porque, es­cribía él con la grandeza que le define: «Conviene que un obispo confiese al Señor en la ciudad de su iglesia, y deje a su pueblo el recuerdo de su confesión». Se prepara a la muerte con la misma lúcida valentía que pone en todo.

Cuando los fieles conocieron la llegada de su obis­po rodearon su casa. Cipriano con el tacto que le define, pidió únicamente que se retiraran las jóvenes para evitarles las impertinencias de los soldados. La noche antes de comparecer fue como una vigilia de un martirio. A la mañana del día siguiente el obispo comparece ante el procónsul. Poseemos el proceso ver­bal, lacónico, donde cada palabra habla por sí sola.

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—¿Eres tú Tascio Cipriano? —Lo soy. —¿Tú te has hecho Papa de estos hombres sacrilegos? —Sí. —Los santos emperadores han ordenado sacrificar. —Ya lo sé. —Reflexiona. —Haz lo que te han mandado. En semejante situa­ción la reflexión es inútil. El procónsul deliberó, luego pronunció la sentencia: «Ordenamos que Tascio Ci­priano sea ejecutado por la espada». —Gracias a Dios, Deo gratias, respondió el mártir.

Seguidamente el condenado fue conducido al lugar del suplicio. Se despojó de su capa, después de su dal­mática que entregó a los diáconos, no quedándose más que con la túnica de lino. Se arrodilló para su­mergirse en una larga oración. Con regia magnani­midad hizo entregar al verdugo veinticinco piezas de oro. Se vendó él mismo los ojos, pidió que le ataran Jas manos un sacerdote y un diácono para ofrecer su último sacrificio, y recibió el golpe mortal.

Era el 14 de setiembre del año 258. Inmediatamen­te su culto se impuso en África para venerar una de las más bellas figuras de obispo de la Iglesia. Durante varios siglos fue el patrono de África. En Cartago muchas basílicas estaban dedicadas a su nombre. Aún conservamos los sermones de San Agustín pro­nunciados en la fiesta del ilustre cartaginés.

Cipriano nos hace pensar en ciertos obispos moder­nos, en un Saliege o en un von Galen, naturalezas de bronce, siempre a la altura de las circunstancias y todo ello como sin esfuerzo. Saben plegarse pero no ceden. Grandes en la desgracia como en la acción porque tal es su estatura. Heroicos sin contradicción, porque la hpra exige el heroísmo y porque nada sor­prende a su magnanimidad. Sólo su muerte nos per­mite medir su vida.

El cristiano ora siempre como miembro de una comunidad reunida por el Padre común. Aun aislado, no pierde de vista a sus hermanos. Le basta con dirigirse al Padre.

QUE NUESTRA ORACIÓN SEA PUBLICA Y COMUNITARIA (*)

Ante todo el maestro de la paz y de la unidad no ha querido que oremos individualmente y por separado, para que el que ore no niegue únicamente para él. No decimos: Padre mío que estás en el cielo, ni: mi pan de cada día dámelo. No ruega cada uno por sí para que Dios le perdone su deuda; o que no le deje caer en la tentación y le libre del mal.

Nuestra oración es pública y comunitaria, y cuando oramos no oramos por uno solo sino por todo el pueblo, porque con todo el pueblo somos uno. £1 Dios de la paz y el señor de la concordia, que nos enseña la unidad, ha querido que cada uno niegue por todos como él nos ha llevado en su oración en uno.

Los tres jóvenes en el horno observaron esta ley de la oración, estaban unidos en la oración y no formaban más que un solo corazón. La Escritura da testimonio de ello y, mostrándonos su manera de orar, nos da un ejemplo para imitar en nuestra ora­ción, a fin de poder asemejarnos a ellos. Entonces, nos dice, los tres a coro, se pusieron a cantar glorificando y bendiciendo a Dios, dentro del horno (22).

Hablaban como con una sola boca, y sin embargo Cristo no les había enseñado aún a orar. Su súplica fue poderosa y eficaz, porque una oración apacible, sencilla y espiritual obliga a Dios. Todos, se ha dicho, «con un mismo espíritu perseveraban en la oración en compañía de algunas mujeres, de María la madre de Jesús, y de sus hermanos» (23).

(*) De la oración dominical, 8-9. (22) Demiel, 3,51. (23) Hechos, 1,14.

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Perseveraban en la oración con un mismo espíritu, lo cual ma­nifiesta a la vez su fervor y su unidad. Porque Dios, que reúne en su casa a los que tienen un mismo espíritu, no admite en su divina y eterna morada más que a los que oran en comunión, unos con otros.

Decimos «Padre», porque hemos sido hechos hijos.

¡Qué numerosas y grandes son las riquezas de la oración del Se­ñor! Están reunidas en pocas palabras, pero de una densidad inagotable, hasta el punto de no faltar en este resumen de la doc­trina celestial nada de lo que debe constituir nuestra oración. Se nos ha dicho: «Orad asi: Padre nuestro que estás en los cielos». El hombre nuevo que ha renacido y ha vuelto a su Dios por la gracia, dice en primer lugar: Padre, porque se ha hecho hijo suyo. «Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron. Pero a to­dos los que le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre» (24). El que ha creído en su nom­bre y se ha hecho hijo de Dios debe comenzar por darle gracias y profesar que es hijo de Dios. Y cuando llama Padre al Dios que está en los cielos, afirma con ello que renuncia al padre te­rreno y carnal de su primer nacimiento, para no conocer más que a un solo Padre que está en los cielos. Pues se ha escrito: «El que dijo de su padre y de su madre: no les he visto, el que no reconoce a sus hermanos, y a sus hijos ignora, esos han observado tu palabra y guardado tu alianza» (25).

El Señor nos ordena también en el Evangelio no llamar padre a nadie en la tierra, ya que no tenemos más que un solo Padre que está en los cielos. Al discípulo que menciona a su padre di­funto le responde: «Deja qué los muertos entierren a sus muer­tos» (25 b). El discípulo' hablaba de un padre difunto, mientras que el Padre de los creyentes está siempre vivo (26).

(24) > » , 1,12. (25) Dattrommá, 33,9. (25 b) MtUu,Zfl2. (26) Traducción francesa de A. Hamman, aparecida en Príkts des premúrs ehré-

tieiu, París, 1952, núms. 344 y 345. Se encontrará una compilación de opúsculos -ea la colección Ecritt des Saütts y una pe­queña presentación en la colección l'Etlüt d'hUr el d'mjourd'hm.

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El viajero europeo que desembarca hoy en el puerto de Alejandría puede hacerse una idea atenuada de la importancia de esta metrópoli: mercado del mundo en la encrucijada de las rutas de África y Asia, en el gollete en que se angosta el Mediterráneo. Apenas puede imaginarse la vitalidad de aquella aglomera­ción, en constante crecimiento, no solamente en tiem­pos de los Tolomeos sino aun en el siglo tercero, en la época de Clemente y de Orígenes. Era una ciudad de un millón de habitantes.

La inteligencia disponía allí de una biblioteca incom­parable, y de un museo que era la universidad del helenismo. La industria del papiro completaba el aparejo intelectual. Si la población en su mayoría era comerciante e industrial, la ciudad, intelectual-mente, había tomado el relevo de Atenas, en manos de mujeres, e incluso de Roma. Todas las filosofías, todas las morales, todas las religiones se daban cita en ella. Alejandría era el mercado mundial de las ideas, la encrucijada de los sistemas. .

Alejandría Cuando Clemente aparece allí hacia el año 180, la cristiana ciudad puede ya catalogar diez obispos. El cristianis­

mo parece haberse desarrollado allí principalmente entre la población judía —un tercio de la ciudad era judío— conocida por su amplitud de espíritu, después había llegado a los medios paganos. Apolo, del que se trata en la epístola a los Corintios, era de Alejandría.

En la metrópoli egipcia se instalan, junto a la gran iglesia, las escuelas gnósticas de Valentín* de Basíli-des y Carpócrates, cuyas doctrinas iban a tomar,, juntamente con los tejidos y las especias, el camino de Europa. Panteno, llegado indudablemente de Si-* cilia, dirigía allí una escuela análoga a la de Justino, que se parecía a una universidad cristiana por la am­plitud de las materias enseñadas, y a un cenáculo por el carácter restringido de los estudiantes, agrupa­dos alrededor de un maestro.

Allí concluyen los viajes y las búsquedas de Clemen­te; allí encuentra el maestro y la luz. De discípulo se hace a su vez maestro. En la «didascalía», como se llama a la escuela, reúne a oyentes de ambos sexos, la clase culta y rica de la ciudad. En su enseñanza se esfuerza por establecer la alianza entre el Evangelio y la cultura. Su impulso permite al cristianismo, pro­cedente de un medio semítico, recibir la educación griega. Gracias a él Alejandría se hace, en el recodo del siglo segundo, la cuna del helenismo cristiano. Es el primero de un linaje que han ilustrado a la Iglesia.

Clemente tenía nombre romano, quizá el de su dueño, que le había manumitido. Nació probablemente en Atenas, hacia el año 150, de padres paganos. Recibió una sólida formación literaria. Parece haber sido ini­ciado en los misterios de Eleusis, después se convirtió al cristianismo. Las circunstancias de su Conversión son oscuras. Quizá fue seducido por la elevación y la pureza de la moral evangélica. Intervinieron, además, otros motivos más intelectuales: la doctrina cristiana debió parecerle el perfeccionamiento de la filosofía helénica.

Una vez convertido, Clemente viajó por la Italia meridional, Siria y Palestina, en busca de los maes­tros más famosos, hasta que encuentra a Panteno, el maestro soñado, que le fija en Alejandría. Allí per­manece hasta la persecución de Septimio Severo, el 202 ó 203. En el exilio continúa sirviendo a la Iglesia y redactando sus obras. Una carta conservada por Eusebio le presenta como «el bienaventurado pres-

La búsqueda de Clemente

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bítero». ¿Fue realmente sacerdote? Los historiadores siguen discutiéndolo. Murió el 215, sin haber vuelto a ver Egipto.

Si los detalles sobré su vida son pocos, su personali­dad se descubre a través de los escritos, en los que se manifiesta tal como es y revela su fe y su cultura. Esta última era más extensa que profunda. Admira por su facilidad de acogida a todo lo que sea noble y bello. El espíritu del Evangelio, lejos de frenarlo, desarrolla en él esta disponibilidad universal. Entu­siasta por naturaleza, poeta y místico, persuasivo y elocuente, espíritu intuitivo, cuando hace falta. Cle­mente seduce por su naturalidad, su espontaneidad, su sensibilidad y su imaginación siempre despierta.

El hombre Newman ha definido su seducción comparándola a una música. El alejandrino es de esos hombres que sa­ben hacerse amar y que con toda naturalidad suscitan cenáculos en derredor suyo. Ama al hombre con ar­dor y con tolerancia mostrándole confianza con agra­do. Es lo opuesto a Tertuliano. Al contrario de éste, asombra por su moderación, lejos de las posturas ex­tremas, como lo muestra su actitud respecto a la ri­queza y al matrimonio.

La imagen del pedagogo que él aplica a Cristo, con las debidas proporciones, le cuadra igualmente. Es un edu­cador nato, lúcido, observador y a veces socarrón, que sabe castigar con pleno conocimiento y acusar los vicios, no como el comediante que imita las ex­travagancias, sino como un sabio que distingue la inanidad ontológica y moral de la glotonería, de la coquetería, del lujo y del dinero. Su constante afán es convertir, educar, llevar los hombres a la perfección. Clemente es más bien ftiáestro qúe'no escritOrY Ha* blar no.es escribir. A pesar de su brillantez, como es- •

•critor, prolijo, difuso y difícil, parece falto df rigor, de plan y de método. Hay qué saber pasar, por; alto los defectos de la composición, para llegar al inteli­

gente .cristiano cuya enseñanza no tiene nada de pe­dante. 'Nos, mtrodüipe en el espíritu de infancia comu­nicándonos el,sefireto de su vida y él fervor de su fe. Ércontacto con ios hombres ha enseñado a este filó­sofo a abordar los problemas con realismo y dirigir la enseñanza a la vida. Los problemas filosóficos no le interesan sino en la medida en que transforman al hombre.

Se han conservado tres obras que constituyen lo que podríamos llamar la trilogía de Clemente: El Pro-tríptico, el Pedagogo, y los Stromata. Representan una progresión, un itinerario espiritual de la conversión a la perfección.

El Protréptico debería traducirse por «Exhortación a los griegos», que es su título completo. Este libro, destinado al público pagano, es también el que ha sido redactado con mayor cuidado y compuesto con más método. Se lee con facilidad, ya que en él su cul­tura es atractiva, su tono espontáneo y entusiasta, y su sicología del medió alejandrino, perspicaz para des­cubrir lo que el escepticismo ocultaba de inquietud y de espera.

El libro se abré con un himno a Cristo, rítmico, de una escritura refinada, de un lirismo comunicativo. Este nuevo canto es más bello que todos los cantos de la leyenda. «Y éste descendiente de David, el Lo-gos de Dios, que existía antes que David, ha despre­ciado la lira y la cítara, instrumentos sin alma; ha re­gulado por medio del Santo Espíritu nuestro universo y nuestro microcosmos, el hombre cuerpo y alma. Se sirve de este instrumento de mil voces para celebrar a Dios. El mismo canta al ritmo del instrumento del hombre» (1, 5, 3).

Después de este exordio lírico, Clemente pasa re­vista a las doctrinas y las instituciones para descubrir su debilidad y su indignidad. Sólo la filosofía cuenta

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con su beneplácito. Con gesto dramático Clemente trae a Platón a escena. Le interroga. La respuesta sacada del Timeo le ofrece el tema de su exposición. Después de los filósofos, los poetas. El Protréptico reco­ge la tesis de Justino: Platón ha sido iluminado por la Escritura. Pero la verdad total no se encuentra más que en los profetas que llaman a todos los hombres. Para Clemente el libro es en adelante la Escritura.

El libro se acaba, como una sinfonía, con el tema de la obertura, que interpreta la unión de la Humanidad en torno de Cristo.

Clemente habla del paganismo como quien lo cono­ce por dentro, sin cargar las tintas en las condenaciones, como lo hará Agustín en La Ciudad de Dios. No quiere humillar al adversario, sino mostrarle la debilidad del paganismo, y encaminarle, por encima de la niebla que tapa su vista, hasta el encuentro de Dios y llevar­le a la exclamación (tomada de Esquilo): «¡Salve, oh luz!»

Este es el libro de fervor y de poesía, que no se con­tenta con aclarar y conmover, sino que pretende lle­var a los paganos a la conversión, «Démonos prisa, nosotros que somos imágenes del Logos, imágenes que aman a Dios y se le asemejan. Démonos prisa, corra­mos, tomemos su yugo, persigamos la incorruptibili-dad» (12, 121, 1).

El Propríptico era el libro de la iniciación. El Peda­gogo es el manual del creyente. Se dirige a los con­vertidos, para perfeccionar su formación evangélica. El pedagogo en la antigüedad era el encargado de ve­lar por la educación del joven ateniense y formar su carácter. Hacía el papel del tutor en Oxford. Al es­coger este título, Clemente subraya el papel educativo de Cristo. Se trata, pues, de un manual de ética cris­tiana, teórico y práctico a la vez, que dispone al dis­cípulo para recibir la enseñanza del Maestro.

El Logos-pedagogo es Cristo. El toma a su cargo la educación cristiana. Tiene cuidado por transformar la vida introduciendo en ella las costumbres cristia­nas. Si el Logos es el pedagogo, los fieles son los niños. A Clemente le gusta jugar con este aspecto de la ima­gen. Le permite desarrollar el espíritu de infancia, mezcla de humildad, de sencillez, de sinceridad, de rectitud y de pureza, y también de fragilidad. El niño tiene necesidad de ser protegido, guiado, librado, para encontrar la risa, el juego, la alegría. Tiene los ojos puestos en el Logos, su ejemplo, al que trata de imitar, al que debe asimilar, según el cual debe mo­delar su comportamiento y aun los actos más insig­nificantes de su existencia. Clemente no se contenta con enunciar los principios. Ofrece un verdadero código de decoro cristiano; pasa revista al arte de comer, de beber, de comportarse en la mesa, de no hablar, como se nos ha enseñado en la infancia, con la boca llena. Se fija en el lujo de la vajilla y del mobiliario. Cuando llega en su inventario al dormitorio, habla de la vida sexual. Vuelve de nue­vo a la coquetería y a los asuntos de tocador, al abuso con los domésticos (aquí habla a la clase burguesa), y al peligro que para el pudor tienen los baños públicos.

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El Alejandrino escribe para un público aristocrático que gustaba del lujo y los placeres. Partiendo del Pe­dagogo, sería fácil reconstruir la jornada de un rico alejandrino al comienzo del siglo tercero y descubrir en él la pintura de uria sociedad rica en dinero y di­versiones. El autor mezcla con la moral que desarro­lla consejos de simple trato social, donde no siempre evita la trivialidad y el mal gusto. Enseña a eruptar, a escupir y a cuidarse los dientes. Es el código del hom­bre bien educado o, como dice Clemente, del «hom­bre bien nacido».

Estos consejos prácticos, que visiblemente imita de los moralistas paganos, no deben inducirnos a error. Clemente nunca pierde de vista su objetivo, que es el de inculcar una moral cristiana, según los princi­pios del Evangelio. Todos los principios, tomados del pensamiento griego, son insertados en una perspectiva cristiana, y cristianizados por su relación

La moral de Clemente es exigente, impone una as-cesis, que va hasta la cruz y es el preludio de la es­piritualidad monástica. Su mérito está en escribir para gente de mundo, sin sacarlos del mundo, pero esclareciendo el sentido y las exigencias de su pre­sencia. Lo hace como San Francisco de Sales, con un atractivo que arrastra. Lejos de enojarse con la natu­raleza y la vida, sabe, de paso, gustar de los encantos de la primavera y admirar las praderas en flor.

La tercera tabla del tríptico está constituida por los Stromata que se traduce por «Tapices». Mejor se diría Miscelánea o «Variedades», a la manera de Paul Valéry. La obra está inacabada. Algunos capítulos huelen a improvisación y parecen provenir de cursos explicados por Clemente. Teología, filosofía, erudi­ción y apologética se mezclan en'ella. Dos temas 0 dos estribillos sobresalen: las relaciones entre el cris­tianismo y la filosofía griega, y la descripción de la vida perfecta, que nos presenta el retrato del perfecto

gnóstico, es decir, el creyente llegado a la perfección que nos ofrece un tratado de vida espiritual. Los ocho libros de los Stromata constituyen material­mente una obra considerable; es la más larga escrita hasta entonces en la literatura cristiana. Constituye un verdadero monumento en la historia de las ideas. Es la primera vez que un filósofo cristiano escribe con tanta amplitud sobre la relación entre la fe y el cono­cimiento, y da al Evangelio derecho de ciudadanía en las grandes filosofías del mundo.

En ella trata el autor las cuestiones más difíciles que nunca han cesado de apasionar a los hombres: rela­ciones entre la filosofía y la verdad cristiana, estructu­ra del acto de fe, sentido cristiano de la historia, sen­tido y fines del matrimonio, conocimiento de Dios, simbolismo de la naturaleza y de la Escritura, grados del saber humano, itinerario de la perfección cristiana.

En estas tres obras, Clemente, con los recursos de una ciencia infinitamente más extensa, vuelve al hilo de la obra de Justino. Su ambición es guiar al creyente de la fe al conocimiento: «La fe es la simiente; el co­nocimiento, el fruto». Clemente extrae la verdad de la Escritura, su libro de cabecera, por medio de la ale­goría, utilizada ya por Filón; se trata siempre de di­rigirse a la verdad oculta, ir de la letra al espíritu. La homilía Qué rico puede salvarse nos presenta un ejemplo.

Este delicioso opúsculo, por su tema, su brevedad, y su tono directo, queda^ como una de las obras más populares y, podemos añadir, de las más actuales, Clemente comenta en ella la celebra frase de Mar­cos: «Es más difícil que un rico entre en el reino de los cielos, que un camello pase por el ojo de una agu­ja». Clemente comienza por distinguir la interpreta­ción de las palabras de Cristo. No hay que tomarlas «carnalmente», sino según el espíritu. Sólo Dios es bueno. Las riquezas nos han sido dadas por su muni­ficencia. Por sí mismas, no son ni buenas ni malas, toman el reflejo de nuestras almas. No son las rique-

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zas las que debemos destruir, sino los vicios de nues­tro corazón, que desembocan en la avaricia de los unos y en la envidia de los otros. El rico no es más que un usufructuario.

Finalmente, Clemente sitúa la cuestión social en una óptica cristiana, esclareciéndola con la fe. Utiliza la misma moderación con que trataba el tema de la fa­milia o el matrimonio. Se revela como un iniciador de la enseñanza social de la Iglesia.

La importancia Sería difícil exagerar la importancia de Clemente en el desarrollo del cristianismo. Lo presentó a su si­glo, apasionado por la filosofía, como la verdadera filosofía, según la frase de Lietzmann, «con un senti­miento de superioridad y de tranquila seguridad».

¿Sois filósofos? Yo lo soy más. Ha sabido conciliar su ideal de cultura y su ideal religioso. En la historia del pensamiento cristiano fue el primer teólogo que puso los fundamentos de una cultura inspirada por la fe y de un humanismo cristiano. Resolvió esta fusión, descubriendo en Cristo al educador del género hu­mano.

Por ello queda como un precursor, un modelo y una fuente a los que tendremos que remontarnos sin cesar para resolver el mismo problema que nos plantea, el siglo veinte. Ejerció una influencia y como una se­ducción en la literatura cristiana. Newman le rindió ese homenaje. Fenelón le comentó sin acertar siempre en su interpretación.

La respuesta de Clemente parece bastante diferente de la de los monjes que poblaron los desiertos, a las puertas de Alejandría. Pero no es menos verdad que la espiritualidad monástica debe también mucho a su enseñanza. Es el padre de la oración continua. Si es verdad que no es un autor fácil, sin embargo recom­pensa a los que le frecuentan, estimula la reflexión. Acaba por imponérsenos.

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El libro del Pedagogo concluye con el himno a Cristo, que es quizá el canto de la escuela de Alejandría. Himno en­tusiasta que canta a Cristo como Pala­bra, guía y maestro, que une y alimenta a la asamblea de los santos.

HIMNO A CRISTO SALVADOR (*)

Freno de los potros indómitos, ala de las aves de vuelo seguro, gobernalle firme de los navios, pastor de los rebaños del rey, reúne a la muchedumbre de tus hijos puros; que ellos alaben con santidad, que canten con sinceridad, _ con labios limpios de malicia, al Cristo que conduce a sus hijos.

Soberano de los santos, oh Verbo invencible del Padre altísimo, príncipe de sabiduría, apoyo en las fatigas, eterna alegría.

Oh Jesús, Salvador de la raza mortal, pastor, labrador, freno y gobernalle, ala hacia el cielo de la asamblea de los santos.

Pescador de los hombres que vienes a salvar; de la mar del vicio coges peces puros; de la ola hostil les llevas tú a la vida bien­

aventurada.

Guía a tu rebaño de ovejas que viven de la

[sabiduría; conduce, oh Rey, a tus hijos sin reproche. Las huellas de Cristo son el camino del cielo.

(•) Pedagogo, 3,12, P. G., 8, 681.

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Oh Verbo eterno, edad sin limite, luz inmortal, fuente de misericordia artífice de la virtud, vida reverenciada de los que cantan a Dios.

Oh Cristo Jesús, Tú eres la leche celestial de los suaves pechos de una joven esposa, de las gracias de tu Sabiduría.

Nosotros, niños pequeños, que acabamos de saciar la sed de nuestra tierna boca; nos henchimos de castidad abrevándonos en las fuentes del Espiritu.

Cantemos unidos cánticos puros, himnos de lealtad al Cristo soberano precio sagrado de la vida que voz nos da.

Celebremos con corazón sencillo al Hijo todopoderoso. Nosotros que hemos nacido de Cristo, formemos el coro de la paz; pueblo de la sabiduría, cantemos todos unidos al Dios de la paz (27).

(27) Traducción francesa de A. Hamman, revisada por Patrice de La Tour du Pin, aparecida en Früra dts prmitrs chrüiau, París, 1952, núm. 51. Sobre Clemente nos ofre­ce un estudio de conjunto G. Montdesert, Cltment d'AUxanJrii, París, 1944.

Orígenes & / G 0 Q0 / U (t253/54)

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Orígenes es uno de los genios más poderosos no so­lamente de la Iglesia, sino de la Humanidad. En la antigüedad cristiana sólo Agustín podría comparár­sele. Es difícil determinar qué es lo que más hay que admirar en él: la extensión y la fuerza del saber o el entusiasmo, el ardor del hombre, las cualidades re­ligiosas del cristiano, el alma fogosa del apóstol y del mártir.

Dada la riqueza de sus dotes y la diversidad de sus aspectos es difícil abarcarle. Se descubre por tramos o más bien, se entrega poco a poco, al final acaba por penetraros. Pero os deja la impresión de ser inago­table, de facilitaros sin cesar nuevos descubrimientos, ¡y qué descubrimientos!

No hay autor antiguo del que estemos mejor informa­dos que de Orígenes, y esto gracias al historiador Eusejbio, uno de sus más entusiastas admiradores. Su familia era cristiana y acomodada. Su padre, Leónidas, murió mártir. Su hijo fue educado en un clima de fervor religioso y en la perspectiva del mar­tirio. Queda marcado con ello para toda la vida. De­cididamente la ciudad de Alejandría reunía lo mejor

, y lo peor, el lujo y la ascesis, la voluptuosidad y el heroísmo.

El cristiano El niño, bautizado en su juventud, recibió una ex­celente educación. Había admirado a su padre por la viveza de su inteligencia y por las preguntas que le hacía sobre la Escritura. Cuando arrestan a su pa­dre, él quiere seguirle. Su madre se ve obligada a es­conder sus vestidos para impedir que se entregue a los magistrados. Al menos escribió a su padre para exhor­tarle a la constancia. Esta primera carta anuncia su Exhortación al martirio, que es una de sus obras más bellas. Tenía entonces 17 años. Este fervor y esta ma­durez le retratan.

Después de la muerte de Leónidas, todos los bienes de ' la casa fueron confiscados, lo cual ocasionó apuros a

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la familia. La madre había quedado viuda con siete hijos. Orígenes era el mayor. Una rica cristiana de Alejandría socorrió a la familia. Pero como estaba in­fluenciada por un gnóstico llamado Pablo, Orígenes rechazó su ayuda. La pureza de la fe le parecía el más precioso de todos los bienes.

Orígenes sentía avidez por la ciencia y la ascesis. El fervor de su vida y la precocidad de su saber deter­minaron al obispo Demetrio a confiar a este joven, aún imberbe, la escuela catequética de Alejandría para instruir a los candidatos al Bautismo. Lejos de amino­rar su fervor, Orígenes se impuso las más duras pri­vaciones, renunció por un tiempo a la cultura pro­fana y vendió los muchos manuscritos de autores griegos que había adquirido. Llevó una vida ascética. Y aún fue más lejos.

El joven El joven maestro estaba rodeado en la escuela por se* maestro ductoras egipcias que se preparaban para recibir el

Bautismo. Su talento y su juventud debía hechizar a este público sensible y entusiasta. Turbado quizá por la seducción que ejercía, Orígenes hizo el sacri­ficio de su virilidad. Una vez más escogió la solución heroica, extrema. Se hizo voluntariamente «eunuco por el reino de los cielos».

El éxito de Orígenes crecía. Paganos y herejes se api­ñaban en sus clases. Muchos de sus auditores eran versados en filosofía y ciencias profanas. Para poder discutir con ellos, Orígenes siguió los cursos de Amonio Saccas, que enseñaba la filosofía platónica y se dedicó al estudio de Platón y de sus discípulos. El maestro ale­jandrino da explicaciones sobre esto en una carta, lo que da a entender que fue criticado. El asceta no podía tomar en cuenta los arañazos y continuó dando los cursos.

La escuela, llamada didascalía, consiguió tal renom­bre que fue preciso duplicar los cursos. Orígenes con-

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fió los principiantes a Heraclas, para reservarse los cursos superiores. Varios viajes interrumpieron su en­señanza. Orígenes fue a Roma, impulsado por el deseo de conocer aquella antigua Iglesia. Fue llamado a consulta a Arabia y se estableció algún tiempo en Pa­lestina, donde el obispo le pidió que diera conferen­cias bíblicas en la iglesia. Era inaudito el que un laico predicase. El obispo de Alejandría, susceptible, le hizo volver y el joven teólogo siguió sus cursos.

Parece que por esta época Orígenes conoció a un an­ciano gnóstico, Ambrosio, al que trajo a la ortodoxia. Este hombre, a quien dedica su tratado Sobre la ora­ción, disponía de una fortuna considerable. La histo­ria de la Iglesia le debe muchísimo. El puso a dispo­sición de Orígenes un equipo de siete taquígrafos que se relevaban de hora en hora paia escribir al dictado de él. Otros tantos copistas y muchachas ejercitadas en la caligrafía, para poner en limpio y difundir sus obras. De esta época datan los trabajos sobre el texto y la interpretación de los libros sagrados.

En el 230, un incidente enojoso puso fin a la ense­ñanza alejandrina. En Palestina, a donde había vuel­to, los obispos de Cesárea y de Jerusalén le ordenaron sacerdote para facilitarle la predicación. Esto levantó un clamor de protesta en Alejandría. El obispo de la ciudad se mostró brutal (Eusebio emplea el bonito eufemismo: «Experimentó sentimientos humanos»). Le declaró privado del sacerdocio y le hizo desterrar.

Orígenes se instaló de forma definitiva en Cesárea, al noroeste de Jerusalén. Abrió una escuela y comen­zó de nuevo la enseñanza que no podía ejercer en Egipto, donde su antiguo colaborador, hecho obispo, hizo suyas las medidas tomadas por su predecesor. Orígenes simultanea la enseñanza, la predicación co­tidiana, y la composición de sus obras. Durante aque­llos años Cesárea es el hogar intelectual más brillante de la cristiandad. Orígenes ha conquistado la plena

madurez de su espíritu en la plenitud de su fe. Es un teólogo umversalmente conocido y consultado.

Algunas ausencias interrumpieron la enseñanza. En varias ocasiones marchó a Arabia para dirimir dis­cusiones teológicas. En 1941 se encontró en Toura, cerca del Cairo, un papiro que contenía su discusión con el obispo Heráclides en Arabia. Orígenes había sido invitado como experto. Pregunta al obispo y ex­pone después su modo de ver las relaciones entre el Padre y el Hijo. El texto conserva el tono directo de la conversación. Orígenes muestra en la discusión un tacto perfecto.

En el año 250 estalló una de las más temibles perse­cuciones, desencadenada por el emperador Decio. El príncipe apuntaba a la cabeza: los obispos y los doc­tores. Orígenes no podía escapar. Estaba dispuesto. Los años no habían hecho más que intensificar en él el deseo del martirio y su entusiasmo, que jamás se debilitó. Sufrió, cuenta Eusebio, «cadenas, torturas en su cuerpo, torturas de hierros, torturas de prisión en los sótanos de los calabozos. Por varios días tuvo los pies en el cepo hasta el tercer agujero y fue ame­nazado con fuego. Soportó valientemente todo lo que sus enemigos le infligieron».

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El mártir sobrevivió, pero, agotado, murió poco tiem­po después, probablemente en Cesárea. Durante años se visitó su tumba en Tiro, al sur del actual Líbano.

El índice bibliográfico minuciosamente compuesto por H. Crouzel reúne el conjunto de obras acerca del escritor, el profesor y el predicador. No se trata del hombre y sin embargo es el hombre el que nos inte­resa ante todo. Las 2.000 obras de Orígenes nos in­teresan en función de este hombre, que no fue ante todo un cerebro, sino un ser de carne y hueso, de luz y de fuego.

El hombre no se prostituye. Muestra plena reserva de pudor sobre todo en lo que toca a su fe y a su vida. Es y se mantiene reservado. No es un seductor como Clemente. No es tampoco orador, ignora ese arte. Nunca eleva la voz hasta la elocuencia. Habla en tono de confidencia, como lo hacía, más cercano a noso­tros, Guardini, siempre en el interior de la Tienda donde Dios une y habla. El Alejandrino ignora el es­pejismo del Verbo y la magia de las palabras que ma­nejaban con maestría el hombre de Nacianzo y el obispo de Hipona. Su voz es como velada, el fuego se esconde entre la ceniza. «La voz del Alejandrino se parece más bien a esos vientos del desierto, ardien­tes y secos, que pasan a veces sobre el delta del Nilo, llevada por una pasión que no tiene nada de román­tico, un soplo puro, un soplo de fuego» (Urs von Balthasar).

Orígenes, que dictaba y no escribía, está «despoja­do hasta la pobreza». Este apasionado, este ser de fuego, por una paradoja, consigue que le olviden, se borra y desaparece, como si no fuera más que el in­termediario, el introductor encargado de hacer que los dos interlocutores se encuentren: el Verbo de Dios y la Iglesia o el creyente. Nunca penetra con violen­cia en los corazones, le basta con abrir los caminos, como Juan Bautista, cuya figura retiene con predi­

lección ya que se reconocía en él. El que aplica el oído, oye latir el corazón de este hombre tierno cuan­do comenta la Escritura. Orígenes se traiciona o se descubre cuando predica, cuando ora, cuando lleva la Palabra, como el pan de la Eucaristía, a los que le escuchan como hambrientos. Los oyentes le sorpren­den rezando. Las comisuras de sus labios tiemblan de modo imperceptible, con una emoción que no engaña.

Siente vibrar el corazón de la divina ternura «en el cuerpo de humildad» que son las cartas y los volú­menes de la Escritura. Es el milagro de la multiplica­ción de los panes que se renueva sin cesar. El miste­rio de la Encarnación se prolonga y, en Orígenes, provoca el éxtasis.

Ni siquiera se puede tratar de enumerar las obras de Orígenes. Una parte se ha perdido y otra no se en­cuentra más que en traducciones o en fragmentos. Las arenas de Egipto nos devuelven de vez en cuando algunos restos. Citemos al menos las Hexaplas (o Biblia séxtuple), empresa gigantesca en la que, a seis columnas, Orígenes ofrecía el texto hebreo (en ca­racteres hebraicos y griegos) y las cuatro versiones griegas de la Biblia. Este trabajo indudablemente nunca ha sido reproducido. El único ejemplar quedó en Cesárea hasta la invasión de los sarracenos, en el siglo cuarto. Eusebio y Jerónimo lo vieron y consul­taron.

Otras dos obras no tienen relación directa con la Es­critura: Contra Celso, es a la vez una refutación del filósofo pagano Celso y una apología del cristianismo. El tratado de los Principios es una obra de juventud, compuesta durante los años 225-230. Es una verda­dera suma teológica, la primera síntesis en la histo­ria de la teología; esta obra marca una fecha. El au­tor está influenciado en ella por la filosofía platónica. En ella enseña la apocatástasis o restauración uni-

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versal, que será tan reprochada en los siglos poste­riores. Hay que notar que las tesis inculpadas no se encuentran ya en las obras de su madurez.

La mayor parte de su obra está consagrada a la exé-gesis. Está compuesta de escolios, homilías y comenta­rios; los escolios son simples notas explicativas a pasa­jes o palabras difíciles, las homilías fueron predicadas a los fieles de Cesárea. De los 574 sermones, sólo 240 se han conservado. Los comentarios son estudios más extensos, de carácter científico, sobre libros de la Es­critura. Ninguno nos ha llegado íntegro. Orígenes demuestra en ellos una erudición que abarca todas las ramas: filología, historia, filosofía y teología. No se detiene en el sentido literal, cuyo significado él conoce mejor que nadie, sino que se esfuerza por llegar al sentido espiritual, gracias al método alegó­rico ya utilizado por Clemente.

De su abundante correspondencia no nos quedan más que dos cartas. Hay que añadir los dos libros peque­ños, pero maravillosos, ya mencionados: La Exhorta­ción al martirio y el Tratado sobre la oración.

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¿Cómo caracterizar esta obra, una de las más pro­digiosas que haya producido un ser humano? Por no haber llegado al fondo y no haber calado sus in­ternos resortes, unos han deformado y otros han acu­sado tendenciosamente el pensamiento de Orígenes. Cualquier inspectorcülo eclesiástico de escuelas, anti-origenista, se ufanaba de refutarla: ¡el cabo corri­giendo la estrategia de Napoleón! ¡Qué pendantes!

La obra del Alejandrino brota del mantillo fértil de la Escritura. La palabra de Dios es el centro de su pensamiento, de su inspiración, de su vida. Todo está en ella. Orígenes cae en la cuenta, sin la mediación de ninguna filosofía, con una agudeza que quizá sólo él posee hasta ese punto, de que la Escritura no es un documento sino una Presencia. Busca, con el amor de la Esposa del Cantar de los Cantares, esa presencia que se oculta y que debe descubrir cueste lo que cueste. Para Orígenes, la Escritura es realmente el sacramen­to de la presencia de Dios en el mundo. Conoce me­jor que nadie la envoltura, el sentido literal; nadie en la antigüedad tenía su formación exegética, que admira incluso a los modernos. Pero lo que le interesa no es aferrarse al vestido, sino encontrar la Palabra encarnada. Esa búsqueda es la explicación y el mo­tivo del método alegórico.

Para dar todo su fruto, el método alegórico debe considerar la Escritura en su relación con el misterio de la Encarnación. El texto «respira», como decía Claudel, la misma presencia que la historia de la Hu­manidad. Habla del principio al fin del Verbo en­carnado. Lutero le compara con los pañales de Be­lén. Es el Verbo encarnado.

Su penetración exige, más que el estudio, la fe, el trato, la intimidad de Jesús. Lo que le parece más necesario a Orígenes es la oración. «Cuando te apli­ques a la lectura divina, escribe a Gregorio Tauma­turgo, busca cuidadosamente y con espíritu de fe lo que pasa desapercibido a muchos, el espíritu de las

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divinas Escrituras. No te contentes con golpear y buscar. Lo más importante para obtener la inteligen­cia de las letras divinas es la oración».

Tanto para el predicador como para la comunidad, la predicación y la lectura de la Escritura deben ser, en sí mismas, una oración en el sentido de búsqueda de la Presencia. Exigen una disponibilidad con res­pecto a la Palabra viva. La oración salpica sus homi­lías y sus comentarios. Se dirige habitualmente a Cris­to al que invoca como rey, amigo y esposo. Nos de­muestra una devoción a la vez viril y discreta, tierna y apasionada. Estas efusiones místicas, lejos de estar al margen de su comentario, son el centro de su pen­samiento bíblico, como el reconocimiento de una in­tuición, de un encuentro.

La palabra de Dios se revela a los hombres por su venida hasta nosotros y hasta el despojo, la kénosis, de la cruz. La fe descubre en la Escritura a Cristo crucificado, cuyo corazón traspasado en la cruz, re­vela al mundo la ternura infinita que le da vida y consistencia. El misterio del Crucificado acompasa en adelante la marcha a través del desierto e inspira a Orígenes la ascesis que le crucifica.

El hombre de la La presencia de Dios, unida antes al templo material, Iglesia habita, a partir de la Encarnación, en la humanidad

de Jesús presente en la Iglesia. La predicación tiene para Orígenes un valor vital, porque ella es la veni­da, la manifestación actual de Cristo a la comunidad reunida en su nombre. Este elemento eclesiológico es la segunda clave del pensamiento origeniano.

Orígenes no ha escrito ningún tratado de la Iglesia. Las ideas que le son más queridas, que constituyen la arquitectura de su pensamiento, no están nunca expuestas ex professo, sino que se encuentran, como el alma de su pensamiento, diluidas por todas par­tes. Hay que dejarse penetrar por ellas para perci­birlas.

fio

«La Iglesia, dice Orígenes, es el cuerpo de Cristo. Tocar a la Iglesia, es tocar la carne de Cristo». El Alejandrino compara el Bautismo, que nos agrega al cuerpo de Cristo, con el contacto directo de la hu­manidad de Cristo. Esta equivalencia es más que una convicción, es un principio de vida, es su medio vi­tal. Aquí el lector perspicaz descubre el secreto de Orígenes que hace latir su corazón.

«Quisiera ser un hijo de la Iglesia; no ser conocido como el fundador de alguna herejía, sino llevar el nombre de Cristo; quisiera llevar este nombre que es bendición en la tierra. Este es mi deseo: que mi es-

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píritu, como mis obras, me den derecho a ser llamado cristiano.

,.'* »Si yo, que a los ojos de los demás soy tu mano de-•*' recha, yo, que llevo el nombre de sacerdote y tengo -•*• por misión anunciar la Palabra, llegase a cometer al­

guna falta contra la enseñanza de la Iglesia, o contra las normas del Evangelio y convertirme así en escándalo para la Iglesia, que toda la Iglesia, por decisión unánime, me separe, a mí, su derecha, y me eche lejos de ella».

Guando habla de la Iglesia, este místico es de un realismo, de una dureza de lenguaje que sorprende y po,dría escandalizar a los débiles. Esta dureza viene de la llama que le abrasa. Compara a la Iglesia con Rahab y con María la pecadora. La Iglesia sólo es santa, porque lava sin cesar su pecado en la sangre de la cruz.

Esta doctrina de la Iglesia no tiene nada de esotéri­co, tiene siempre uña dimensión universal, cósmica. Se trata de la creación entera. El Verbo es el alma del mundo. Su acción se desarrolla en todas las esca­lones del universo. La redención restablece los lazos entre todas las esferas de la creación. Los ángeles son solidarios de los hombres, participan en la oración de la Iglesia.

Con una excepcional conciencia cósmica, Orígenes ora por la transformación universal del cosmos, para que la tierra misma se haga cielo en la reunión y la transfiguración universales. En este sentido, Orígenes interpreta la unión de la nueva Eva con el nuevo Adán, la visión de los huesos de Ezequiel, la pascua eterna en la que Cristo beberá con nosotros el vino real.

Todo fiel participa en calidad de miembro en el mis­terio de la presencia de Dios y de Cristo en la Escri­tura, en la Iglesia. El hombre lleva desde su creación la impronta divina. «Todo lo que está dotado de ra­zón participa de esta luz». El alma es el lugar de la elección. Lo mismo que la Iglesia, el hombre es pe­cador y santo, desgarrado entre la caída y la vuelta.

Camino Su caminar hacia Dios, su éxtasis, es al mismo tiempo hada Dios un caminar hacia el centro de su ser. La fe le refleja

la imagen del Logos y le permite contemplar a Cris­to. Le permite descubrir en él el paraíso en el que Dios se pasea. «Así pues, cada justo que imita en cuanto puede al Salvador, es una estatua a imagen del Crea­dor. La realiza contemplando a Dios con corazón puro, haciéndose una réplica de Dios... De este modo el espíritu de Cristo habita, si así lo puedo decir, en sus imágenes».

Hay más que presencia, hay unión mística para la cual Orígenes toma las imágenes de Luz, Voz, Per­fume, la de aliento que nos «transforma en Dios», y finalmente la imagen del matrimonio, la unión per­sonal que se realiza en el éxtasis. Esta unión hace apa­recer el carácter oblacional de la vida cristiana. La asimilación a Cristo se efectúa progresivamente en el fue­go que es puro y purifica la víctima, el cuerpo de Cristo.

Esta ofrenda interior^ este desasimiento de todo el ser, que viene a ser.su riqueza, encontrará su perfec­cionamiento en el cielo, cuando, llegado a su plena estatura, el cuerpo entero, reunido, juntura tras jun­tura, cantará un himno y dará gracias a Dios. En­tonces la creación entera se habrá hecho alabanza y acción de gracias. «Ahí está toda la teología».

Al lector de Orígenes se le impone la fascinación de una presencia que le penetra insensible e irresistible­mente. Todos los que le trataron quedaron marcados por este «hombre de acero», como se le llamó. Los Capadocios fueron los primeros en recoger su heren­cia. Hilario se deja penetrar por él, Ambrosio le co­pia, Agustín depende de él. El mismo Jerónimo le ha explotado antes de atacarle indignamente. Los siglos siguientes pueden intentar procesarle, pero todos viven de sus despojos.

Será difícil estimar en demasía a un hombre que, como nota Urs von Banthasar, doscientos años des­pués de Cristo y doscientos años antes que Agustín, ha dado a la teología cristiana la estatura que hoy tiene.

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La homilía que presentamos es una obra maestra de finura sicológica y de sensibi­lidad religiosa, cualidades que han man­tenido al texto en toda su juventud y nos hacen experimentar con fuerza el drama de Abraham, dividido entre su amor y sufe.

EL SACRIFICIO DE ABRAHAM (*)

1. Prestad oído, vosotros que habéis venido cerca del Señor, que pretendéis ser fieles; poned gran cuidado en considerar, en el relato que se os ha leído, cómo es puesta a prueba la fe de los fieles. Sucedió, dice la Escritura, después de esto, que Dios probó a Abraham y le dijo: «Abraham, Abraham». Y éste le respondió: «Aquí estoy». Considera cada detalle de la Escritura. Para el que sabe cavar a fondo, cada uno de ellos encierra un tesoro. Donde quizá menos se espera, se ocultan las joyas preciosas de los misterios.

El nombre de Abraham

El hombre del que hablamos se llamaba al principio Abram. En ninguna parte leemos que Dios le haya llamado por ese nombre o le haya dicho: Abram, Abram. Dios no podía llamarle con el nombre que iba a suprimir. Le llama con el nombre que El mis­mo le ha dado. No se contenta con darle ese nombre, sino que lo repite. A su respuesta: «Aquí estoy», Dios continúa: «Toma a Isaac, tu hijo muy querido al que amas, y ofrécemelo. Vete, añadió, a un lugar elevado y ofrécemelo en holocausto en la mon­taña que Yo te indicaré». Dios mismo explicó el nombre de Abraham que le dio: «Pues te he constituido padre de muchos pueblos» (28). Dios le hizo esta promesa cuando no tenía más hijo que Ismael; pero le aseguró que la promesa se realizaría cuando Sara tuviera un hijo. Había encendido en su corazón el amor paternal, no solamente dándole, una descendencia, sino haciéndole esperar el cumplimiento de las promesas.

(*) Homilía 8 sobre el Génesis. P. G., 12, 203. El texto griego se ha perdido. No queda mas que la versión latina de Rufino.

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La prueba de Abraham

Y he aquí que ese hijo, objetivo de promesas tan grandes y tan maravillosas, ese hijo, digo, que le ha valido el nombre de Abra­ham, el Señor le pide que se lo ofrezca en holocausto en uno de los montes. ¿Qué dices Abraham? ¿Qué pensamientos remueven tu cora­zón? La voz de Dios ha hablado para sacudir tu fe y probarla. ¿Qué dices tú? ¿Qué piensas de ello? ¿Cambias acaso de opi­nión? ¿Te dice acaso interiormente reflexionando: si la promesa me ha sido dada en Isaac y ahora lo ofrezco en holocausto, no me queda ya promesa que esperar? Quizá pienses másbien: es imposible que el que haya hecho la promesa haya mentido. Pase lo que pase la promesa permanecerá. Yo, es verdad, soy muy pequeño, no soy quién para escrutar los pensamientos de un tan gran patriarca. Jamás conocería las re­flexiones, los sentimientos que agitaron su corazón cuando la voz de Dios le puso a prueba ordenándole inmolar a su hijo úni­co. Pero como el espíritu de los profetas está sometido a los pro­fetas (29), el apóstol Pablo conoció, creo, por el Espíritu, los sen­timientos y las reflexiones de Abraham. Los precisa cuando es­cribe : «En su fe Abraham no dudó cuando ofreció a su hijo único, sobre el que se apoyaba la promesa; se dijo que Dios es suficiente­mente poderoso como para resucitar a los muertos» (30). El apóstol, pues, nos ha dado los pensamientos de este hombre de fe; la fe en la resurrección ha aparecido por vez primera con la historia de Isaac. Abraham esperaba que Isaac resucitaría; tuvo fe en que se realizaría lo que aún no se había cumplido. ¿Cómo pueden ser hijos de Abraham los que no creen cumplido en Cristo lo que Abraham creyó deber cumplirse en Isaac? Y, para hablar más claramente aún, Abraham sabía que prefigura­ba la verdad que iba a venir, sabía que, de su posteridad na­cería Cristo, que sería realmente ofrecido como víctima por el universo entero y resucitaría de entre los muertos.

El hijo muy querido

2. Pero, dice la Escritura: «Dios probó a Abraham y le orde­nó: toma a tu hijo muy querido, al que amas. No se contenta con decir: tu hijo, sino que añade muy querido». Bien; pero ¿por qué añadir: el que amas? Piensa en lo dura que es la prueba. Es­tos apelativos de amor y de ternura repetidos una y otra vez hacen más vivos los sentimientos de un padre: el recuerdo vivo de este amor hace vacilar a las manos del padre que debe inmo­lar a su hijo; todo el séquito de la carne se dirige contra la fe

(28) Génesis, 17,5. (29) 1 Corintios, 14,32. (30) Hebreos, 11,17.

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del espíritu. En la hora de la prueba, oye: «Toma, si, a tu hijo muy amado, al que amas, Isaac.» Pase también, Señor, que hagas memoria de un hijo a su padre, ¡pero llamas muy querido al que mandas inmolar! Es demasiado para el suplicio del padre. Y aún añades: al que amas. Lo cual hace el suplicio para el padre tres veces mayor. ¿Para qué recor­dar su nombre: Isaac? ¿Podía Abraham ignorar que su hijo muy querido, al que amaba, sé llamaba Isaac? ¿Por qué recordarlo en este momento? Para que recordara Abraham que tú le habías dicho: en Isaac radicará tu descendencia que perpetuará tu nombre (31). En Isaac se realizarán para Ti las promesas. Re­cuerda el nombre para poner en duda las promesas hechas en ese nombre. Todo ello para probar la fe de Abraham.

Vete a un lugar elevado

3. ¿Qué hay después? Vete, le dijo, a un lugar elevado sobre una de las montañas que Yo te mostraré. Allí inmolarás el holo­causto. Considerad detalladamente la progresión de la prueba. Vete a un lugar elevado. ¿Por qué no conducir a Abraham con el hijo a ese lugar elevado y mostrarle la montaña escogida por el Señor y allí mandarle ofrecer su hijo? Pues no: primero se le ha mandado ofrecer al hijo, luego dirigirse a un lugar elevado y allí subir una montaña. ¿Con qué intención? Para que en el camino, mientras camina, se sienta, a lo largo de todo el recorrido, importunado por sus reflexiones, para que sea atormentado alternativamente por la orden que le oprime y por el amor a su hijo único que se resiste. He aquí por qué debe re­correr el camino y subir la montaña, para darle tiempo a lo lar­go de todo el trayecto, a enfrentarse con su corazón y con su fe, con el amor a Dios y el amor a la carne, con la alegría de lo pre­sente y la espera de los bienes futuros. Le es preciso ir a un sitio elevado. No le basta al patriarca para realizar una tan gran obra en nombre del Señor, con dirigirse a un lugar elevado; es necesario que suba una montaña, lo cual quiere decir que le hace falta dejar, llevado por la fe, las cosas de la tierra para subir hacia las de arriba.

El trayecto de Abraham

4. Abraham se levantó temprano, ensilló su asna y cortó la leña para el holocausto. Tomó consigo a su hijo Isaac y dos sir­vientes; llegó al lugar que Dios le había fijado al tercer día. Abraham se levantó al amanecer. Al añadir «al amanecer», la Escritura quiere mostrar acaso que el alba de la luz brillaba ya en tu corazón. Ensilló su asna, preparó la leña y tomó a su hijo. No delibera, no apela a efugios, no descubre a nadie sus planes, sino que inmediatamente se pone en camino.

(31) GAnú.21,1.

Y llegó al lugar que Dios le había señalado al tercer día. Por ahora dejo aparte el misterio expresado por el día tercero, para no considerar más que la sabiduría y el designio del que pone a prueba. Los alrededores no tenían montes y todo tenia que acon­tecer en las cumbres; asi, el viaje se prolonga durante tres días, tres días en los que las inquietudes le asedian, en los que su ter­nura de padre se ve atormentada. Y a lo largo de toda esta es­pera, el padre puede contemplar detenidamente a su hijo, come con él. En el transcurso de estas noches, el niño abraza a su pa­dre, se acurruca contra su pecho, reposa sobre su corazón. Mi­rad: la prueba llega a su colmo. El día tercero está siempre lleno de misterios. El pueblo que sale de Egipto, el tercer día ofrece a Dios su sacrificio, el tercer día se purifica. La resurrección del Señor tuvo lugar el día tercero. Este día encierra otros muchos misterios (32).

(32) Traducción francesa de A. Hamman, aparecida en Le mjrsterc des Piques, col. Idys, núm. 10, París, pp. 45-46. Mirada de conjunto por J. Daniélou, Orfafeu, París, 1948. Excelente selección detex­tos hecha por Urs von Baíthasar, traducidos al francés: Espñt etfeu, París, 1960.

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siglo IV

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Atanasio de Alejandría Hilarío de Poitíers Basilio de Cesárea Gregorio de Nacianzo Gregorio de Nisa Efrén Juan Crisóstomo Ambrosio de Milán Jerónimo Agustín

ITINERARIO DE: Atanasio de Alejandría Hilario de Poitiers Basilio de Cesárea + + + + Gregorio de Nacianzo

ITINERARIO DE: Gregorio de Nisa Cirilo de Jerusalén Jerónimo Agustín + + + +

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Las cosas han cambiado con la subida progresiva/ al poder de Constantino, que ha llegado por fin a/ser el único dueño del Imperio. Después de dos siglos de persecución, la Iglesia se hace legal y pronto reugión del Estado. El emperador, deseoso de restablecer la unidad y la fuerza sobre bases nuevas, ha caídojen la cuenta de que el cristianismo podía ser un bueh alia­do. El cambio era inaudito, hasta el punto de que los contemporáneos creían asistir ala. realización del reino de Dios sobre la tierra. \

La realidad iba a ser completamente diferente. La Iglesia liberada de la opresión iba a conocer «una prueba quizá aún más temible que la hostilidad, la protección fácilmente onerosa del Estado». Las gran­des personalidades de la Iglesia no tardarán en darse cuenta de la amenaza y oponerse a los sucesores de Constantino. Para medirla baste recordar que el em­perador —y no el Papa— se arrogó la iniciativa de convocar el Concilio Ecuménico de Nicea que se tuvo en su palacio. El príncipe en persona pronunció el discurso de apertura (algo así como si John Kennedy o Charles de Gaulle hubiera abierto el Concilio Va­ticano II). El emperador ni siquiera estaba bautizado.

La intromisión política en el gobierno de la Iglesia amenazará gravemente a la ortodoxia. Los empera­dores están a merced de obispos cortesanos. Y se po­nen a legislar en teología como legislan en política. «La Iglesia se despertará arriana un día», nota Jeró­nimo desengañado. Los obispos como Atanasio e Hi­lario están a la altura de los acontecimientos. Ni la intriga, ni el exilio llegarán a forzar el límite de su resistencia. Es el Imperio el que se verá obligado a ceder. A lo largo de todo este siglo cuarto, los grandes doc­tores deberán luchar contra las secuelas de la herejía y taponar las fisuras que ésta ha producido en la Igle­sia. Los tres Capadocios ocupan lo más precioso de su tiempo y de sus escritos en refutar el error. Cuan­

do Gregorio Nacianceno es obispo de Constantinopla, la Iglesia ortodoxa está formada por un puñado de hombres. Gracias al esfuerzo de los Padres la orto­doxia y la unidad se saldrán con la suya.

En la segunda mitad del siglo florece lo que los his­toriadores han llamado la edad de oro de los Padres de la Iglesia. Los mayores nombres de la antigüedad cristiana, pastores y teólogos, en Oriente como en Occidente, los encontramos en esta época de intensa fermentación intelectual. Se han formado en las es­cuelas de la cultura pagana, cultura que^llos ponen al servicio del Evangelio.

«Los Padres del siglo cuarto y de comienzos del quin­to representan un momento de equilibrio de especial valor entre la herencia antigua, no muy afectada aún por la decadencia y perfectamente asimilada y, por otra parte, una inspiración cristiana llegada por su parte a su madurez», escribe H. Marrou.

Aunque nacidos en familias profundamente cristia­nas, la mayor parte de ellos no han recibido el Bau­tismo hasta la edad adulta. Después de sus estudios han ejercido una profesión profana. Todos los Padres griegos han hecho una especie de noviciado entre los Padres del desierto, después han vuelto a sus ciudades. Eran candidatos propuestos para los cargos, sacerdo­tes en primer lugar y obispos después. Es una época de grandes obispos para la Iglesia.

La enseñanza cristiana se da por medio de la catcque­sis y la predicación. Se trata de iluminar el espíritu y formar las costumbres. Los Padres, formados in-telectualmente en las escuelas de sus tiempos, toman partido en las controversias teológicas. Sirven a la fe con los recursos de la cultura filosófica. Lejos de li­mitar su acción a la élite, se mantienen cercanos a su pueblo, a la masa de los pobres y humildes. Nunca pactan con los ricos y los poderosos, sino que les re­cuerdan los grandes temas de la justicia y del respeto

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al hombre, estableciendo así los fundamentos de un orden social cristiano.

Los Padres enriquecen a la Iglesia con todos los re­cursos del patrimonio griego. Su acción y sus obras abren una nueva era y ponen las bases para una ci­vilización cristiana.

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Alejandría conoció en la antigüedad cristiana una estirpe de hombres ilustres por su cultura, su acción y su santidad. Allí se se sucedieron en el siglo tercerój Clemente y Orígenes, que formaron escuela. La ciu^ dad es célebre desde entonces por su tradición teo>| lógica. 4

Atanasio es de una generación más joven./Be peque ño conoció la persecución que, lejos de^átemorizarleJ aceró su carácter hasta la intransigencia, cosa qu< le reprocharán sus adversarios. Con la inflexibilidaí del mártir defenderá la ortodoxia del Concilio d Nicea. Toda su existencia está consagrada a combatí la herejía arriana, que negaba la divinidad de Cristo

El futuro obispo de Alejandría no es, como los Cáj padocios, un universitario, sino un hombre de Iglé sia. «Poco tiempo dio a los estudios, dice Gregorí de Nacianzo, justamente lo necesario para no parece ignorante». Nada sabemos de su formación, de sus profesora de sus estudios. El mismo nos cuenta que algunos '<¡ sus maestros murieron durante la persecución. Fu< ron, pues, cristianos. Fue la Iglesia la que formó ; Atanasio. En ella hizo su carrera. Es su medio vita su patria, su familia. El la defenderá con la intrepj dez del hijo que defiende a su madre. I Atanasio es más egipcio que griego. Habla corriel temente el copto y lo escribe. Ha nacido en medio un pueblo al que conoce bien y cuya lengua habí aprendida sin duda en la calle. Tiene al pueblo sus manos y cuando es preciso lo sabe manejar co un tribuno. Y el pueblo le permanecerá fiel en med de todas las vicisitudes de su agitada vida. Las ds

cultades no le vienen de los fieles, sino de los clérij de las disputas teológicas y de las críticas polític nunca de su comunidad, que le ama. Como alg de sus sucesores, él nos hace pensar más en un far; cristiano o en un funcionario, que en un filósofo.

Esto explica el rigor de su naturaleza intransigente pero hábil, que no retrocede ni ante las maniobras ni ante el chantage, cuando se trata de hacer triunfar la ortodoxia. ¡Otros tiempos, otras costumbres! Pero las costumbres de Alejandría nunca han sido las cos­tumbres de todo el mundo. También la geografía hace comprensible a los personajes. Nos equivocaría­mos juzgando a Atanasio o a Cirilo con nuestros es­crúpulos.

Como diácono, Atanasio acompaña a su obispo Ale­jandro al Concilio de Nicea. Toma parte, en el primer Concilio Ecuménico, en la victoria de la fe sobre la herejía de Arrio. Es posible que haya desempeñado un papel doctrinal entre bastidores. Es y seguirá sien­do el hombre de Nicea, hasta el punto de identificar­se con la causa de la ortodoxia, lo cual servirá para complicar y agravar más de un conflicto.

El obispo Alejandro muere en el 328 sin ocultar que Atanasio era su candidato para sucederle. La elec­ción no se hizo sin dificultad, a pesar de lo que de ella escribe el panegirista Gregorio Nacianceno: su ju­ventud (sólo tenía treinta y dos años), su carácter entero y su clara e intransigente toma de posición en la lucha anti-arriana, no eran un buen augurio. Esta lucha la proseguirá durante toda su existencia, du­rante cuarenta y cinco años, primero con el apoyo del poder civil y cuando éste traicione la ortodoxia, con­tra él. Cinco destierros no acabarán con su resistencia, ni debilitarán su energía.

El obispo. El nuevo obispo comienza por fortalecer en el cora-Los destierros zónn de sus fieles la fe de Nicea. Visita toda su dióce­

sis, lo que le dará ocasión para encontrarse con Pa-comio, el padre del cenobitismo. Este tenía a Ata­nasio en gran estima y le llamaba «el Padre de la fe ortodoxa de Cristo».

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La lucha empieza desde el 330. El obispo al prúgj cipio tuvo bastante con los discípulos de Melecio habían creado un cisma. Les trató con dureza. Le serij siempre difícil hacer distinción entre los hombres las opiniones que éstos mantienen. Después, el emj rador Constantino, deseoso de apaciguar los anime con vistas a su obra de contralización, devolvió »¡ favor a Arrio, después de'una nueva profesión de Í$ Una carta imperial ordenó que se permitiera a ' volver a sus actividades. Atanasio se negó categórk mente. El era el primer afectado, ya que Arrio estaí en Alejandría. Se explicó en una respuesta al emf rador: «Es imposible reintegrar en la Iglesia a hor bres que contradicen la verdad, fomentan la herejfaÉj y contra los cuales ha pronunciado anatema un Con' cilio general». El obispo no cejó. Comenzaron nuevo los complots en Alejandría, hasta el punto que el obispo tuvo que alejarse de la ciudad y oct tarse en un convento del Alto Egipto.

En el 335, aprovechando una peregrinación del el perador a Jerusalén, los adversarios de Ataña provocaron un sínodo en Tiro, que se hallaba el trayecto, para reconciliar las disidencias. _ querido el obispo de Alejandría a personarse, vinQg regañadientes y llevando una cincuentena de obis egipcios que, por no haber sido convocados, no ron oídos. La situación era grave, porque muchos

los obispos presentes le eran hostiles. Atanasio fue acusado de violencia y de ilegalidad. Viendo el giro desfavorable de los acontecimientos, el obispo se fue antes de que se pronunciara la sentencia de depo­sición.

El intrépido obispo vuelve a aparecer más tarde en Constantinopla, encuentra al emperador en una calle de la capital y le pide ser escuchado. Constantino hace venir a los obispos reunidos en el Concilio de Tiro; éstos olvidan los antiguos agravios, pero acusan a Anatasio de llevar la alta dirección en el mercado de trigo de Egipto y de amenazar con hacer detener las entregas. Constantino, que tenía en la mente malos recuerdos, montó en cólera y desterró al obispo de Alejandría a Tréveris. Este fue el primero de sus cinco destierros.

Con un poco más de flexibilidad y menos dureza asimismo con los melecianos, Atanasio, sin sacrificar nada de sus principios, hubiera podido ayudar a pa­cificar la situación y no dar motivos a los adversarios que le hicieron aparecer ante el emperador, hasta en­tonces favorable al obispo, por hombre intratable y causante de desórdenes. Con los años, Atanasio se hará más pacífico. Por el momento, el joven obispo se lanza a la lucha con impetuosidad.

En ausencia de su obispo, Alejandría se vio envuel­ta en desórdenes. Antonio, el célebre ermitaño, inter­vino personalmente ante el emperador. Este le con­testó que no podía creer que una asamblea tan gran­de pudiera equivocarse hasta tal punto, que Atanasio era «un insolente, un orgulloso, y hombre de discor­dia». El obispo tuvo que esperar hasta la muerte de Constantino (337) para volver a su ciudad episcopal.

Desgraciadamente el nuevo obispo se mostró favo­rable al arrianismo. Atanasio fue destituido de nuevo por el sínodo de Antioquía (339). Se refugió junto al Papa Julio I en Roma, quien le rehabilitó. El obis-

ro

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po aprovechó su estancia para atraer a Occidente a la causa de la ortodoxia. No pudo volver a su ciudad hasta el 348. Fue recibido triunfalmentéT^elebrado y venerado como; un confesor de la fe. Allí va a vivir los diez años más bellos y más fecundos de su epis­copado. Los acontecimientos le habían hecho distanciarse del poder imperial. Las intervenciones del empera­dor en los asuntos de la Iglesia ponían en peligro la ortodoxia. Por eso, Atanasio es el primero que, con una firmeza poco común, reclama la libertad de la Iglesia con respecto al poder.

El obispo de Alejandría renueva en su diócesis el es­píritu de Nicea; trabaja en la profundización de la vida cristiana y mantiene con los monjes relaciones fra­ternales. Se ocupa de la evangelización de Etiopía y Arabia. En esa época de calma redacta algunas de sus obras más importantes.

Diez años más tarde se ve obligado a huir de nuevo y ocultarse entre los anacoretas de los desiertos egip­cios por primera vez (356-361). Con el advenimiento de Juliano pudo volver, y el intruso Jorge fue muerto por la multitud. Por segunda vez, bajo el imperio de Juliano, Atanasio es enviado al destierro (362-363). En esta ocasión el obispo se familiariza con el mona­quisino; se encuentra con Antonio, el Padre de los monjes, y escribe su biografía que llegará a ser el mo­delo de la vida religiosa y cristiana, y ejercerá algún influjo en la conversión de Agustín. Atanasio ha cap­tado el alma de este movimiento religioso que ha con­movido a todo Egipto y ha llevado a la. soledad del desierto el fervor de los tiempos de persecución. Desde su celda monacal sigue velando por su diócesis, de­fendiendo la fe de Nicea, siendo el «patriarca invisi­ble de Egipto».

En el año 366, después de un último destierro de cua­tro meses, Atanasio puede volver a su ciudad y admi­nistrar en paz su diócesis que tan devota le era, hasta

su muerte acaecida en el 373. De los 46 años de su episcopado había pasado veinte en el destierro. Guan­do murió este intrépido luchador, la ortodoxia no estaba aún restablecida por todas partes. Pero algu­nos años más tarde, el nuevo emperador Teodosio impondrá la fe de Nicea a todos sus subditos. Era el coronamiento de la lucha comenzada por este gran obispo con su acción y sus escritos.

La obra Su obra nació de la lucha. Un hombre de acción, rara vez es hombre de letras. La formación filosófica de Atanasio era nula. Escribe para instruir y conven­cer. Nos queda una obra de su juventud, compuesta en sus horas de ocio, cuando era secretario de su obis­po. Discursos contra los paganos y sobre la encarnación del Verbo, es una refutación del paganismo y un descu­brimiento del verdadero Dios. El pensamiento no es original, pero el libro se impone por su fogosa unión a Cristo.

La mayor parte de las obras teológicas se esfuerzan en refutar el arrianismo y en defender la fe de Nicea. El obispo de Alejandría tiene conciencia de que se juega la esencia del cristianismo. En primer lugar es­cribió tres Discursos contra los arríanos, que dan una síntesis de la teología trinitaria. Atanasio desarrolla el mismo tema en una serie de cartas.

Este luchador no podía contentarse con exposiciones irénicas. A lo largo de las querellas amanas se con­firma como un violento polemista. Tiene respuestas duras. Egipto no nos ofrece apenas modelos de manse­dumbre. Atanasio encuentra una especie de placer en la lucha. El mismo nos confiesa: «No me canso, sino que por el contrario gozo defendiéndome».

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Escribió la Apología contra los arriarlos (348), que pu­blica todos los documentos de la lucha para justificar su actitud. La Apología a Constancio es un discurso al emperador, que nunca se pronunció, bello trozo de elocuencia y habilidad. En él no deja nada a la im­provisación. Había previsto hasta los movimientos que su discurso debía provocar: «Sonreís, príncipe, y esta sonrisa es un asentimiento».

En las últimas obras sube el tono, el polemista se hace libelista en la Apología para la huida (358) y en la Historia de los arríanos que dirige a los monjes, y en la que ridiculiza al adversario. Es un proscrito, no tiene nada que perder, ni nadie de quien cuidar. En ella utiliza una ironía hiriente hasta la injusticia. El es­tilo es vivo y la imagen de gran colorido. Sabe esce­nificar los episodios y hacer hablar a los personajes. Tiene palabras terribles. Los eunucos que rodean al soberano tienen el don de ejercitar su inspiración vi­ril. «¿Cómo queréis que esa gente, dice él, compren­da algo de la generación del hijo de Dios?»

Atanasio no es solamente el centinela de la ortodoxia, es también el pastor, y qué pastor. Muchas de sus obras espirituales se han perdido. En particular comenta­rios escriturísticos. Las versiones coptas y siríacas nos han conservado muchas obras pastorales. Entre estas últimas hay que citar las cartas pascuales que son instrucciones episcopales de cuaresma y un tratado Sobre la virginidad, en el que multiplica los consejos a las vírgenes de Alejandría. «La virginidad es un jar­dín cerrado que no es pisado por nadie más que por el jardinero». No hay que perder de vista que las vírgenes vivían en el mundo, como un instituto secular de hoy, viajaban y se arriesgaban a ir a los baños públicos. Conocían, pues, las tentaciones comunes.

Ya hemos tenido ocasión de mencionar la Vida de San Antonio (33) donde se encuentra la famosa Jenta-

(33) Ver más adelante un extracto, p. 136.

ción que ha sido la alegría de los pintores y ha ins­pirado la imaginación de los literatos, que la han car­gado por transferencia, de una nota erótica. Esta obra es el modelo de las futuras Vidas de los Santos.

El hombre En todas sus obras Atanasio aparece como un lucha­dor. Ama la lucha, pega fuerte, no teme los golpes, está dispuesto a soportarlos y presto a devolverlos multiplicados. Es capaz de emoción y de sensibilidad; nunca cae en lo patético que afecta al mismo Juan Crisóstomo. Es conciso sin sequedad. No pretende conmover sino convencer. Razona y prueba. Procura decir la última palabra.

Admirado por los contemporáneos por la firmeza de una acción que ningún revés ni golpe puede parar, Atanasio fue aclamado en la historia como «pilar de la Iglesia». Su mérito es haber caído en la cuenta del hecho y las consecuencias de la paz de Constan­tino. Calculó los peligros que para la libertad y la fe traía una Iglesia imperial. Defendió frente a los emperadores y los teólogos políticos, la fe de granito, proclamada en Nicea, y la fidelidad de la Iglesia a su propia misión que es llevar la salvación al mundo.

Para nosotros es difícil ser justos tratándose de tiem­pos de costumbres rudas. La sangre corrió a menudo en Alejandría. Epifanio dice de Atanasio: «Persuadía, exhortaba, usaba la fuerza y la violencia». Cuando es atacado se defiende. Cuando él es más fuerte, el adversario pasa un mal rato. Es la debilidad de los intrépidos, el no controlar sus fuerzas y sobrepasarse algunas veces; en Atanasio nada respira dulzura. A fuerza de combatir se hace polémico; a fuerza de ser atacado se complace en la apología personal; a fuerza de recibir golpes, acaba por darlos, y fuertes.

El obispo de Alejandría se yergue a menudo solo ante la herejía. ¿Puede acusársele por identificarse con la ortodoxia? Seguro de su derecho, no desperdicia nin-

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gún medio para asegurarse la victoria. Ha sabido ju­gar con habilidad y utilizar medios dudosos. Juliano acusa su espíritu de intriga. Hay que confesar que para el emperador era un sujeto poco cómodo. Cuando cuen­ta los sucesos es partidista. En su Apología contra los arríanos, calla prudentemente los acontecimientos de Tiro.

Este luchador sin matices conoce bien a sus fie­les. No es un aristócrata como Basilio, sino un tribuno y un modelo de obispo; se le podría lla­mar obispo de la resistencia, como al cardenal Sa-liége. Le preocupa su cargo pastoral y el progre­so de sus fieles. Para él la fe no es patrimonio de los círculos cultos tan queridos para Clemente, sino del pueblo menudo. No se preocupa por el refinamiento intelectual. Su teología no es especulación sino fir­meza doctrinal, afirmación más que reflexión. El teó­logo en Atanasio está íntegramente empeñado en la acción. La misma elocuencia es para él una forma de acción. Es, como su misma persona, sin fiorituras, lógica, apasionada, poderosa, eficaz.

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El obispo de Alejandría pone empeño en descubrir a su pueblo y hacerle amar la ascesis y la virginidad. El mismo cuenta en la Historia de los arríanos, cómo «mu­jeres solteras y dispuestas a contraer matrimonio per­manecían vírgenes por Cristo, jóvenes atraídos por el ejemplo ingresaban en la vida monástica, padres e hijos se convencían unos a otros a dedicarse a la prác­tica de la ascesis. Viudas y huérfanos, antes hambrien­tos y desnudos, eran vestidos y alimentados ahora por la caridad del pueblo»; ¿hay alegría más recon­fortante para un pastor?

Atanasio es de una sola pieza. Estas naturalezas mo­nolíticas provocan las actitudes más contrarias: ad­miración y amistad de unos, oposición de otros. Este hombre recto tiene más el sentido de lo esencial, que de los matices. El pueblo y los monjes comprendieron que su causa era justa, que sus palabras decían ver­dad. Seduce no por su encanto, sino por su pasión; convence porque inspira confianza. Es el secreto de su elocuencia irresistible.

Es fuerte sin miramiento, enérgico hasta la violencia. No le reprochéis haber carecido de sensibilidad. Lyau-tey decía: «No se construye un imperio con doncellas». Atanasio defiende el reino de Dios con la virilidad de los violentos. No se contentó con luchar ruda pero generosamente por la ortodoxia. Se identificó con la causas de Dios hasta el punto de sacrificarlo todo, de aguantarlo todo. La prueba le purifica y le enseña a sufrir en silencio. Este violento que se ha defendido con pasión no hablará más, cuando el Papa Liberio acabe por desautorizarle. Ha pagado con su persona, ha pagado con su vida. Toda su existencia fue una confesión de fe, bronca, ruidosa y total.

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La biografía comienza con el descubri­miento de la vida perfecta y sus exigencias. El Padre de los monjes, como más tarde Francisco, oye en la Iglesia la voz del Evangelio y la obedece a la letra. Des­pués se une a los ascetas.

VIDA DE SAN ANTONIO (*)

Nacimiento y educación de Antonio (251-269)

Antonio era egipcio de nacimiento, hijo de padres nobles bastan­te ricos. Cristianos ellos mismos le educaron cristianamente. De niño fue criado en casa de sus padres y no conoció nada fuera de ellos y la casa. Creciendo y subiendo en edad no quiso apren­der las letras para evitar la compañía de otros muchachos. Todo su deseo era, como se ha dicho de Job, vivir con sencillez en su casa. Iba con sus padres a la casa del Señor. De niño no fue pe­rezoso; al avanzar en edad no despreció a sus padres sino que les estaba sumiso; atento a las lecturas, conservaba interiormente su fruto. A pesar de la fortuna bastante considerable de los su­yos, el niño no les importunaba por tener una comida abun­dante y variada, no buscaba en eso el placer. Contento con lo que encontraba, no exigía nada.

Huérfano, se desprende de sus bienes

A la muerte de sus padres quedó solo con una hermana pequeña. Con dieciocho años de edad cuidó de la casa y de su hermana. Menos de seis meses después de su luto, yendo como acostum­braba a la iglesia, pensaba en sí mismo, meditaba caminando cómo los Apóstoles dejaron todo por seguir a Cristo, cómo, según los Hechos de los Apóstoles, los fíeles vendían sus bienes, llevaban el dinero, lo ponían a los pies de los apóstoles, y los daban para utilidad de los necesitados. ¡Qué esperanza ponía en los cielos! Ocupado el corazón con estos pensamientos, entró en la iglesia. Sucedió que se leyó el Evangelio y oyó al Señor que decía al rico:

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(*) Vida de San Antonio, 1-4.

«Si quieres ser perfecto, vete, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, luego ven y sigúeme, tendrás un tesoro en el cielo» (34). Habiendo recibido de Dios el recuerdo de los santos, cómo si la lectura hubiera sido hecha para él, Antonio salió rápidamente de la iglesia. Los bienes que poseía de sus padres, trescientas la­bradas de excelente tierra fértil, los regaló a la gente del pueblo para no verse entorpecido por ellos, él o su hermana. Vendió todos los muebles y distribuyó a los pobres el dinero que sacó, salvo una pequeña parte reservada a su hermana.

Sus comienzos en la ascesis

Entrando otra vez en la iglesia oyó en el Evangelio al Señor que decía: «No os preocupéis del mañana» (35). No aguantando más distribuyó esta reserva entre la gente sencilla. Encomendó su hermana a vírgenes conocidas y fieles, la puso en una casa de vírgenes para que fuera educada allí. En cuanto a él, se dio al aprendizaje de la ascesis delante de su casa, atento a sí mismo y sometiéndose a una dura disciplina. En Egipto no había aún muchos monasterios y el monje no sabía absolutamente nada del desierto. El que quería estar disponible para sí mismo, se ejer­citaba no lejos de su mismo pueblo. Vivía entonces en el pueblo vecino un anciano que llevaba vida solitaria desde su juventud. Antonio le vio y le emuló en el bien. Primeramente comenzó por habitar también él en los alrededores del pueblo. Desde allí, cuando oía hablar de algún asceta, como una abeja prudente, le buscaba y no volvía a su propio eremitorio sin haberle visto; habiendo tomado de él como un viático para caminar en la vir­tud, volvía a su sitio. Así pues, al principio allí permaneció, se afirmó en su resolución de no volver a los bienes de sus padres y de no acordarse de sus amistades. Todo su esfuerzo, toda su apli­cación iba dirigida hacia el esfuerzo ascético. Trabajaba con sus manos porque había oído: «El que no trabaja, que no coma»(36). Con una parte de lo que sacaba compraba pan, y lo demás lo daba a los necesitados. Habiendo oído que hay que orar sin ce­sar en el retiro, oraba continuamente. Estaba tan atento a la lectura que nada de la Escritura se le escapaba, y la memoria le hacía el papel de los libros.

Se instruye junto a otros ascetas y se esfuerza en imitar sus virtudes

Obrando así, Antonio era amado por todos. El mismo se sometía con gusto a los celosos (ascetas) a quienes visitaba y se instruía con ellos sobre la virtud y la ascesis propia de cada uno. En uno contemplaba la amabilidad, en otro la asiduidad a la oración-

(34) Mateo, 19,21. (35) Mateo, 6,34. (36) 2r« . , 3 ,10 .

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en éste veía la paciencia, en aquél la caridad hacia el prójimo; de uno subrayaba las vigilias, de otro la asiduidad en la lectura; admiraba a uno por su constancia, a otro por sus ayunos y su descanso sobre la tierra desnuda. Observaba la mansedumbre de uno, y la grandeza de alma del otro; y en todos observaba a la vez la devoción a Cristo y el amor mutuo. Así, repleto, volvía al sitio donde él mismo se daba a la ascesis, condensando y es­forzándose en incorporar en sí las virtudes de todos. De sus con­temporáneos no estaba celoso más que en un punto: no serles inferior en lo mejor. Y lo hacía de tal manera que nadie se mo­lestaba por ello, sino que todos se sentían gozosos a causa de él. Todos los habitantes del pueblo y las gentes de bien que tenían contacto con él, al verle así le llamaban amigo de Dios, y unos le amaban como a un hijo, otros como a un hermano (37).

(37) Traducción francesa B. Lavaud, aparecida en Vies des pires du désert, col. Ictys, núm. 4, París, 1961, pp. 23-26. Estudio de conjunto antiguo, pero de valor: F. CAVALLERA, Saint Athanase, París, 1908.

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El primer escritor latino de la Iglesia aparece en las Galias, es Hilario de Poitiers. En el siglo cuarto, según el juicio certero de Plinio, la Galia «es-Itafiaj más bien que una provincia». Desde hacía casi un siglo la evangelización había llegado al Atlántico, Burdeos y sin duda Toulouse tienen obispo desde el siglo tercero. Poitiers les sigue de cerca. 1

Entre las provincias romanas, Aquitania era consi^ derada en la época constantiniana como uno de h focos más resplandecientes de cultura cuya expansiói acabó por llegar a Poitiers. Hilario pertenece a uní de las familias patricias de la ciudad, ricas, ansioi dé cultura y más aún de bienestar. Su ideal es «se¡ rico y no hacer nada», según nota el mismo Hilario.

En busca de Dios Más aún que la nobleza de sangre, Hilario poseí la nobleza de alma, que le permitía estar por encir de la mediocridad y buscar algo mejor que una vid culta y fácil. Es de esos hombres exigentes que busca y toman sus decisiones después de una madura r« flexión. Nada les hace desviarse del camino que se " trazado una vez. Animosos sin fanfarronería, son coi tantes ante la prueba y la adversidad. La .historia ha comparado a menudo a Hilario co| Atanasio. Contemporáneos como eran, defienden la época del arrianismo una misma ortodoxia; uno otro soportan el destierro lejos de sus fieles por cauj de su fe. Mirándoles más de cerca aparecen las dils reñcias: Atanasio nacido en una familia cristiana automáticamente hombre de Iglesia, Hilario es buscador, que encuentra a Dios lentamente. El pí mero es un pastor excepcional, un hombre de acció|¡

' el segundo le supera por el pensamiento y la cultur" Hilario es un aristócrata en el sentido más noble término; une la finura a la grandeza de alma, COÉ| dice el obispo de Verceil, que le ha juzgado viéndc actuar. Este hombre de saber np cuida de brillar, siij

. de convencer. La gracia en él ha desarrollado los

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nes más bellos de una naturaleza rica, equilibrada y generosa.

Nacido en el paganismo, Hilario se había casado; es sin duda padre de una hija, si la carta «a su hija Abra» es auténtica. En el comienzo de su tratado de la Tri­nidad se alarga bastante sobre el camino que le condu­jo hasta el Dios cristiano. En él marca las etapas de sus sucesivos descubrimientos. El libro de Moisés le ofreció «el testimonio que el Dios creador se da a sí mismo en estos términos: jo soy el que soy... Yo estaba lleno de admiración por esta perfecta definición de Dios, que traduce en palabras apropiadas a la inte­ligencia humana el conocimiento incomprensible de Dios».

La lectura de San Juan remata su descubrimiento aclarándole que Dios era Padre y se había revelado por su Verbo hecho carne. «Mi alma recibió con ale­gría la revelación de este divino misterio. Porque, por la carne me aproximaba a Dios y por la fe era llamado a un nuevo nacimiento. En mi poder estaba obtener la regeneración de lo alto».

La fe que Hilario abraza y que quiere exponer ínte­gramente no es para él un sistema, sino ante todo una historia, su historia y su descubrimiento. Este espí­ritu reservado y parco en palabras hasta el punto de desesperar a sus traductores, nos hace aquí la confi­dencia de lo que le es más íntimo. Los arrianos no habían contradicho solamente la doctrina de su Igle­sia, sino que le herían en lo que había llegado a ser la razón de su vida, de su esperanza. Violaban la elec­ción de su corazón.

En vano intenta Hilario ocultarse detrás de una frase elíptica, sobria y reprimida; arde en frío. Este espír ritu desligado lleva dentro la fuerza de los mansos y la pasión de los silenciosos. Guando recibió el Bau­tismo nada en apariencia modifica el curso de su vida.

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Se integra sencillamente en Ja comunidad cristiana dd Poitiers y permanece laico. Se consagra a una vidi de piedad y al estudio de las Escrituras. Lee con espei cial interés el Evangelio de Mateo después del de Jua^ Hacia el 350 murió el obispo de la ciudad. Ni siquieí conocemos su nombre. ¿Se trataba quizá de Magei ció, hermano de Maximino, obispo de Tréveris, tt cuya casa se refugió Atanasio? No podemos decir! con certeza. El pueblo cristiano se reunió y, por adj mación escogió para obispo a Hilario. El aceptó co sentido de servicio y de nuevas responsabilidades. ;

.1

El obispo va directo a lo esencial; en primer lugar s consagra a la predicación. Explica a los fieles el Evajej gelio de Mateo que acababa de leer, dándoles el senj tido espiritual de la letra. Afortunadamente hemo conservado el texto de este comentario. No siempp era fácil seguirle, aun hoy día es difícil entenderlo Sus fieles más que seguirle le admiraban. Este puebl¿ de gente sencilla intuye a los hombres de calidad ; tiene la nobleza de reconocerlo. En vano intenta Hilario quedarse con Martín, el fu turo apóstol de la Galia, en calidad de diácono. Qu: zá organizó a sus sacerdotes en comunidad. Vive l«j jos de Roma y lejos también de las controversia arrianas. El mismo confiesa «no haber oído nunca hs blar del símbolo de Nicea, antes de ir al destierro? Poitiers estaba al otro extremo del Imperio. La pa| tida sólo quedaba aplazada.

Hasta el 353, en la Galia nadie se había preocupado de la disputa arriana que desgarraba a Oriente. Sólo el obispo de Tréveris, que había dado asilo a Atanasio, había estado mezclado en la controversia. Hilario se mantuvo al margen de los Concilios de Arles (353) y de Milán (355), provocados por el emperador Cons­tancio, que habían depuesto de nuevo a Atanasio, uniendo el Occidente a la causa arriana. En el 355, Hilario se pone a la cabeza del movimiento de resistencia a la acción imperial apoyada por Sa­turnino de Arles, furriel del arrianismo. ¿Cómo han llegado las cosas hasta ese punto? Nosotros nos vemos reducidos a conjeturas. Lo cierto es que el obispo de Poitiers organiza una reunión de obispos galos y les hace rectificar su decisión de Arles; éstos se separan de los obispos arrianos y se niegan a condenar a Ata­nasio. La réplica del emperador no se hizo esperar. Hilario fue desterrado al Asia Menor, al centro de la Turquía de hoy. La prueba se convirtió en provechosa, ya que le permitió familiarizarse con la teología oriental.

Desde el año 356 al 359, Hilario vive y viaja por el país. «Estoy alegre en mi prisión, ya que la palabra de Dios no puede estar encadenada». A decir verdad, el destierro dejaba al obispo una gran libertad que él utiliza para documentarse. Visita las iglesias, in­terroga a los obispos, establece comparaciones.

Halla una Iglesia próspera, un clero instruido y elo­cuente. La teología agitaba la opinión y el mismo pue­blo se apasionaba por la controversia. Pasado el pri­mer resplandor Hilario descubre con profundidad la situación religiosa y los estragos del arrianismo. Ante la confusión doctrinal y la proliferación de los errores se decide a escribir algo con el fin de establecer con claridad la doctrina ortodoxa sobre la Escritura y los argumentos teológicos. Se pone a trabajar in­mediatamente y redacta su obra principal, Sobre la Trinidad, titulada anteriormente, quizá con más acier-

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to, De la fe contra los amaños. Es un monumento teo- * lógico como el que no poseía aún Occidente. En é\r, aborda el misterio de Dios con un respeto infinito íj «Heme aquí, obligado a aplicar mi torpe palabras para explicar los misterios inenarrables y exponer a | los riesgos de la lengua humana, estos misterios quej hubiera sido necesario guardarlos en el secreto de núes* tras almas». El libro comienza con el relato de su con.-* versión.

Para Hilario la teología no es nunca curiosidad de] espíritu, sino acercamiento al Dios vivo. Su concepá ción merece ser puesta como base de toda investiga»» ción teológica digna de la Tradición. Sólo ella pone al resguardo de la esclerosis y de la decadencia llegando^ remontando el río, hasta la fuente. Frecuentando el Oriente, el obispo pierde un poo de su dureza occidental. Emprende una obra de con| ciliación, a la que le predisponía su naturaleza pacífi­ca, intentando descubrir en las fórmulas promulgada^ desde el 325 su parte de verdad. Justifica lo que no malo y se esfuerza por interpretar de manera ortodo: lo que es posible. Entra en relaciones con sus advei sarios: «Nunca he pensado que fuera criminal entrí vistarme con ellos, entrar en sus casas de oración sií compartir su fe, ni esperar que pudieran trabajar coi nosotros por la causa de la paz». Con el trato, constata la parte de verdad que h: en ellos, también la parte de confusión y el abuso la logomaquia que envenenaba el conflicto arrian<§ No fue bien visto por los medios ortodoxos, por aqu< líos que no saben conciliar la verdad con la carida» la intransigencia en la doctrina con el respeto a personas. Hilario es tenido como sospechoso y acusai por los intransigentes. El obispo asiste al sínodo de Seleucia sin conse^ avenencia. Tampoco tuvo más éxito con el empe: dor, a quien visitó en Constantinopla. Además también traicionado por sus propios compatriotas,

occidentales, cuya ortodoxia sin embargo había en" salzado. Esto le dolió. Su tristeza la expresa en una elocuente invectiva que muestra la pasión que abra­saba a este hombre calmoso: «Un esclavo, y no digo un esclavo bueno sino regular, no puede soportar que se injurie a su amor; le venga si puede hacerlo. Un soldado defiende a su rey, con peligro de su vida, ha­ciendo de su cuerpo una muralla. Un perro ladra al menor viento, acude a la menor sospecha. Vosotros oís decir que Cristo, el verdadero hijo de Dios, no es Dios. Vuestro silencio es una adhesión a ese blasfe­mo y os calláis. ¡Qué digo! protestáis contra los que re­claman, unís vuestras voces a los que quieren ahogar las de aquellos».

Hilario es enviado, por fin, a Occidente por los mis­mos arríanos como «aguafiestas del Oriente». Se con­sagra a restablecer la fe ortodoxa en Occidente. El destierro y los acontecmientos le habían mostrado la debilidad de las posiciones teológicas frente a un poder fuerte. En el sínodo de París (361), obtiene la exco­munión de los dos líderes del arrianismo en la Galia, los obispos de Arles y de Perigueux. Para los demás obispos una vez más Hilario da pruebas de moderación y juicio, lo cual desagradó a los rigoristas. Su prin­cipio fue mantener en sus puestos a los obispos que re­conocieran los errores pasados. Esto fue la salvación de la Galia cristiana. «Todo el mundo reconoció, es­cribe Sulpicio Severo, que nuestra Galia quedó libre de la criminal herejía por el celo de Hilario de Poitiers».

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La vuelta a Al volver a su ciudad episcopal, Hilario encuentrjj Poitiers a Martín, que le describe la derrota de la ortodoxi

en el norte de Italia. En el 364, en el momento di advenimiento del nuevo emperador, Valentiniano, obispo de Poitiers creyó llegado el momento de su ir tervención en Italia. Organizó en Milán una reuniój| de obispos italianos, que se esforzó, pero en vane en apartar de la sede episcopal de la ciudad al arria no Auxencio. Este supo mantenerse, gracias a su ha bilidad, hasta su muerte (373). En tiempos de su suces Ambrosio, aún serán sensibles sus daños.

Este fracaso hirió a Hilario. A su vuelta redactó libelo Contra Majencio, donde denunció con valenti la intervención del emperador en materia religiosa Después de lo cual el obispo se retiró de la escena § de la controversia. Hilario pasa los últimos años su vida en la paz y la tranquilidad. La ortodoxia it progresando. El obispo podía dedicarse a la medit ción de la Biblia. Podía volver a enseñar a los fiel y explicarles el salterio.

El escritor De este período nos queda un comentario de cierto número de salmos. Como Orígenes y Atanasio saca de ellos el sentido espiritual. Los tres libros del sal­terio que él comenta describen el itinerario del hom­bre hacia «el descenso del verdadero sábado para el que hay que prepararse». Reunió los documentos que concernían al arrianismo para describir su historia.

Hilario compone himnos litúrgicos para familiarizar a los fieles con la teología, proteger su ortodoxia e in­corporarles más íntimamente a las celebraciones. In­dudablemente había admirado la riqueza de los can­tos de la liturgia oriental y había visto la pobreza y el retraso del Occidente cristiano. Su esfuerzo no fue un éxito. Era demasiadamente hombre de pensamiento como para captar el pulso popular. Ambrosio conseguirá más en Milán. El obispo de Poitiers murió el año 368.

Hilario era un hombre de meditación, capaz de ac­ción y de iniciativa, disponible siempre para Dios y para los hombres. No tenía ambiciones humanas, pero estaba a la altura de las tareas más difíciles. Se entregó al Evangelio sin volver la vista atrás. El cargo episcopal lo recibió con tanta sencillez como hubiera vivido en los puestos inferiores. En él manifestó las cualidades de un jefe, la decisión, la moderación, la suavidad y la firmeza. Nos recuerda a San Cipriano.

Este conductor de hombres se aprovecha de la des­gracia. El destierro le instruyó. Sabe observar, sacar consecuencias, pesar una situación. Este implacable adversario del arrianismo hace gala de moderación y delicadeza en presencia de los hombres y de su sus­ceptibilidad. Su personalidad se impone por donde pasa, porque impone confianza y respeto.

Su prestigio era inmenso. Jerónimo dice que su nom­bre era universalmente conocido y admira el len­guaje de este obispo, calzado de «coturno galo: el resplandor de su confesión, el celo de su vida y el vi­gor de su elocuencia brillan a través de todo el Im­perio romano».

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Hilario es un obispo culto. Aunque no conocía el he breo, el griego lo aprendió en el destierro. Estuve en contacto con la filosofía. Es un pensador original más profundo que claro. Se vanagloria de escribii bien. Su lenguaje es vivaz pero elíptico, es amigo del lenguaje bello, pero enemigo del énfasis. Tiene cui­dado de la composición y de dar a sus obras un ar­mazón sólido. Si alguna vez se deja arrastrar, se excu­sa de ello como de una falta.

Este dominio del lenguaje oculta a un hombre sen­sible y profundamente religioso. Su calidad espiri­tual se descubre a menudo, cuando la exposición acaba en oración y nos descubre al hombre de Dios (37 b). Cuando se entrega a la discusión teoló­gica es siempre con repugnancia: eso era poner la mano sobre el arca de la alianza. El contacto con el pensamiento oriental a hecho ver mejor a este oc­cidental que Dios no es el objeto, sino el sujeto de la teología. Esta bocanada de aire llegado de Capadocia y de Alejandría, no es el menor de sus méritos. Agus­tín le ha eclipsado quizá demasiado, pero ha llegado después y se inspira en él. Hilario merecería ser mejor conocido y medido en su justo valor.

Difícilmente se le descubre y los que le descubren no le abandonan ya. El estilo, el pensamiento, es efe hombre, y el hombre es grande.

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(37 b) Ver el texto que publicamos. Con él se cierra el tratado de la Trvñiad.

Dios es la presencia universal y el mis­terio impenetrable. Lo encontramos en todos los sitios, sin que nuestra inteli­gencia pueda nunca estrecharle.

PROFESIÓN DE FE (*)

Por el tiempo que me lo permita la vida que Tú me has dado, Padre santo,, Dios todopoderoso, quiero proclamarte como el Dios eterno, y como el Padre eterno. No cometeré jamás el ri­dículo ni la impiedad de establecerme en juez de tu infinito po­der y de tus misterios, de anteponer mi débil conocimiento a la noción verdadera de tu infinidad y de la fe en tu eternidad. Ja­más afirmaré, pues, que hayas podido existir sin tu Sabiduría, tu Virtus, tu Verbo; el único Dios engendrado, mi Señor, Jesu­cristo. La débil e imperfecta palabra humana no ciega los sentimien­tos de mi naturaleza en lo que a ti toca hasta el punto de reducir mi fe al silencio, falto de posibles palabras. Si ya en nosotros la palabra, la sabiduría y la virtud son la obra de tu movimiento interior, tu Verbo, tu Sabiduría y tu Virtud están en Ti, perfecta generación del Dios perfecto. Permanece eternamente insepara­ble de Ti, el que aparece en las propiedades así llamadas, como nacido de Ti. Ha nacido de tal manera que no te expresa sino a Ti, su autor; la fe en tu infinidad permanece entera, si afir­mamos que ha nacido antes del tiempo eterno. Ahora ya en las cosas de la naturaleza no conocemos las causas, sin ignorar por ello los efectos. Y cuando nuestra naturaleza ig­nora hacemos un acto de fe. Cuando miré fijamente a tu cielo con los débiles ojos de mi luz, pensé que no podía ser más que tu cielo. Cuando considero el curso de las estrellas, los giros anua­les, las estrellas de la primavera, la estrella del norte, la estrella de la mañana, el cielo donde cada astro juega su propio papel, te descubro a Ti, oh Dios, en este mundo celeste, que mi inte­ligencia no puede abarcar. Cuando veo los movimientos maravillosos del mar, no solamen­te su íntima naturaleza, sino aun el ritmo acompasado de sus aguas, es para mí un misterio. Tengo sin embargo la fe de la ra­zón natural, incluso cuando las apariencias son impenetrables.

(•) Tratado de la Trinidad, 12, 52, 53, 57.

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Más allá de los límites de mi inteligencia, encuentro aún tu pre­sencia. Cuando me vuelvo en espíritu hacia la inmensidad de las tierras que reciben todas las semillas, las hacen germinar por ocultas virtualidades, después vivir y multiplicarse y, una vez multi­plicadas, les aseguran en su crecimiento, no encuentro en esto nada que mi inteligencia pueda explicar. Pero mi ignorancia me permite contemplarte mejor, ignoro la naturaleza que está a mi servicio, pero reconozco en ella tu presencia. Yo mismo no me conozco: pero cuanto menos me conozco más te admiro. Experimento, sin conocerlos, el mecanismo de mi ra­zón y la vida de mi espíritu: y esta experiencia te la debo a Ti, que, más allá de la inteligencia de los principios, das a tu arbi­trio, para nuestra alegría, el sentido de la naturaleza profunda. Si te conozco, ignorándome a mí mismo, y si mi conocimiento se trueca en veneración, no quiero en absoluto aminorar en mí la fe en tu omnipotencia, la cual me sobrepasa enormemente. Así, no puedo pretender concebir el origen de tu Hijo, único: sería erigirme en juez de mi Creador y mi Dios. Conserva intacto, te ruego, el respeto de mi fe, y hasta el fin de mi existencia, dame esta conciencia de mi saber, que guarde firmemente lo que poseo, lo que he profesado en el símbolo de fe de mi regeneración, cuando fui bautizado en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Concédeme el adorarte, a Ti, Padre nuestro, y a tu Hijo conti­go; ser digno del Espíritu Santo, que procede de Ti por el hijo único. Testimonio de mi fe es lo que digo: Padre, todo lo que es mío es tuyo y lo que es tuyo es mío. Señor Jesucristo, que está en Ti, que es tuyo, y está cerca de Ti, sin dejar de ser Dios, que es alabado por los siglos de los siglos. Amén (38).

(38) Traducción francesa de A. Hamman, aparecida en Les chemins vers Dieu. Col* Iclys, núm. 11, París, 1967, pp. 190-191, 194. Biografía antigua ya de A. Largent, París, 1902. Varios temas que hay en preparación van a renovar el tema.

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Basilio de Cesárea ^ / G O / l (ti»)

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La franja del Asia Menor estaba desde tiempos re­motos colonizada por la cultura griega, cuando en el interior, Capadocia, el centro de la actual Turquía, era aún un puro esbozo. Las ciudades eran poco nu­merosas, las costumbres rudas, como el clima de los dilatados inviernos. El país había producido más es­clavos que letrados. Los atenienses ironizaban sobre el acento y la pronunciación defectuosa de los capa-docios, como un parisino, al escuchar a un alsaciano. El mismo Basilio hablaba lentamente, como querie"n-do cuidar su dicción corregida en Atenas-

La Capadocia Los cristianos eran numerosos en el país, desde que cristiana Gregorio Taumaturgo, discípulo y' amigo de Oríge^

nes, predicó allí el Evangelio. Desde el siglo cuartp-Gesarea era una ciudad culta. Como las otras ciudades tenía sus teatros, sus termas y sus fiestas. Las familias^ aristocráticas enviaban a sus hijos más dotados á las escuelas. Si Capadocia había tardado en cultivarse,-

. ' ahora tomaba ración doble. Suministró simultánea-, mente a la Iglesia tres hombres de un valor excepcio-^

' • j ••• • ... nal: Basilio,,su hermano Gregorio de Nisa, y el amigo ., . • • • , . de Basilio, Gregorio de Nacianzo.

Basilio está marcado desde su nacimiento. Su fami-' lia és cristiana desde antiguo. Su padre es un retórica estimado, su madre una mujer de fe. Dos personas • tuvieron especial influencia en el joven, su abuela, viuda de un mártir y su hermana mayor, Macrina, una santa. •

Basilio no parece haber recibido el Bautismo en su edad temprana. La costumbre ,de bautizar a los ni-, ños se había perdido, lo cual denota en esta época un cierto relajamiento, hasta en las familias más cris-»: tianas. El fervor de la época de las persecuciones se ha entibiado.

De naturaleza .débil, el mayor de los hijos, se ve ro-j deado de atenciones. Parece haber sido el hijo pre-í

dilecto. Está admirablemente dotado. Su padre es su primer maestro. Después marcha a Cesárea, donde se hace gran amigo de Gregorio Nacianceno. Como más tarde en la edad media, el estudiante peregrina­ba de ciudad en ciudad, de escuela en escuela. Basi­lio frecuenta los maestros de Constantinopla y después los de Atenas, la ciudad universitaria por excelencia, donde el joven capadocio podía admirar el esplen­dor del Partenón y la suavidad de la luz ática. La amis­tad de Basilio y Gregorio se hace allí profunda. Des­de entonces son inseparables, como dicen los estu­diantes.

El joven Basilio ha asimilado profundamente la cultura clá-convertido sica para cuando vuelve a Cesárea, donde enseña re­

tórica. La vida mundana y el éxito le embriagan. Su hermana vigila. Le hace tomar conciencia de hasta

- qué punto le ha cogido la vanidad. Basilio finalmente «se despierta como de un sueño profundo, cuenta él mismo. Percibí la maravillosa luz que difundía la verdad del Evangelio» (L. 223).

En este momento sin duda recibió el Bautismo de ma­nos del obispo. Abandona su situación sumergiéndose luego en la soledad para ir a la escuela de monjes de Siria y Palestina: allí se retiraban los convertidos. Basilio lleva una vida de austeridad que agrava su enfermedad de hígado y compromete definitivamente su salud.

A su vuelta, el convertido se instala en un valle apar­tado, a orillas del Orontes, para vivir la vida monás­tica. Gregorio se le une allí. Juntos, componen la co­lección de extractos de Orígenes, que lleva el título de Filocalia. La primera obra es un homenaje al genio alejandrino. Basilio redacta en la misma época las dos Reglas Monásticas, que fueron de capital importancia en el desarrollo de la vida cenobítica de Oriente. Aun hoy día ellas soíi la base de la vida religiosa oriental.

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En el 362, el joven monje viene para asistir a los últi­mos momentos del obispo Dianio que le había bauti­zado. Su sucesor, hombre más rico en bienes que en teología, sintió la necesidad de apoyarse en un auxiliar competente. Ordenó sacerdote a Basilio. A causa de una desavenencia en la que el obispo no tenía las de ganar, Basilio decidió alejarse. El Nacianceno logró un arreglo y su amigo volvió definitivamente a Ce­sárea, que nunca abandonará.

Muchos eran los problemas que ocupaban su aten­ción desde aquella época. La cuestión social era par­ticularmente grave. Los emperadores del siglo cuarto mejor hubieran hecho si en lugar de mezclarse en cues­tiones teológicas hubieran intentado arreglar el pro­blema social. Pero no es esa la costumbre de los dic­tadores. Los terratenientes explotaban vergozosamen-te a sus colonos, estado intermedio entre la esclavitud y la libertad. Una vez descontados los tributos y el diezmo, los malos años, ya nada quedaba.

En el tiempo del hambre del 368, fue terrible la mi­seria. Basilio describe el drama de un padre obligado

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a vender a uno de sus hijos para remediar la miseria' La usura era el cáncer de la sociedad. «Las exigencias superan el colmo de la Humanidad. Tú explotas la miseria, haces dinero con las lágrimas, estrangulas al que está desnudo y aplastas al hambriento».

Lo que admira en esta época es la ausencia casi total de clase media, como en los países de América lati­na, en los que la situación hace pensar espontánea­mente. Frente a esta miseria se desplegaba el lujo de los ricos, que era un insulto permanente a la condición de los pobres.

Basilio, que había dado ejemplo distribuyendo sus bienes. Se levanta, como lo hará durante toda la vida, contra una situación social que hería la concien­cia cristiana. En su predicación aclara los grandes temas sociales de la igualdad radical de los hombres, de la dignidad de la condición humana y de la legiti­midad de la propiedad, pero dentro de unos límites. Su doctrina, equilibrada, no condena la riqueza en sí misma, sino la pasión de poseer. «Poseer más de lo necesario es privar al pobre, es robar».

Nos queda aún todo un conjunto de predicaciones sociales que se imponen por la pureza de su doctrina, la solidez de la argumentación y la vehemencia de la expresión (39). Si bien todo el contexto social ha cam­biado, la enseñanza social de Basilio conserva todo su valor y desgraciadamente toda su actualidad. Acep­tar aquellas enseñanzas es aceptar el Evangelio de los pobres.

Su comentario sobre el Hexaémeron data de esta época. Son nueve sermones de Cuaresma sobre la creación, en los que Basilio esboza el panorama del cosmos. Fi­losofía y ciencias naturales se mezclan en su descrip­ción, lo cual se explica cuando se conoce la curiosi­dad de espíritu del pueblo de Cesárea, compuesto por

(39) Publicado en Rictus tt paitares dans l'Eglise, anciemu, col. Ictys núm. 6, París, 1962.

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muchos artesanos y obreros. Al satisfacer este harnt- , intelectual, no se limita a impartir el saber adquirid^ en Atenas, sino que se gana al público al que intr<¡' duce en el universo de Dios.

Generalmente permanece fiel al sentido literal, a sar de su admiración por Orígenes, dispuesto a saca conclusiones morales que se aplican a las circunsta cias de la vida ordinaria. El todo es generalmer pausado y didáctico. Pero sabe elevar el tono cuand quiere conducir a sus oyentes «como a extranjeros, través de las maravillas de esta gran ciudad del ur verso» (H. 6). Fue uno de los libros más admirado Ambrosio se inspirará en él algo más tarde.

El obispo A la muerte de Eusebio (370), Basilio es el sucea más indicado. La elección fue laboriosa. Los adver rios objetaban con su salud deficiente. «¿Os hace falfc un atleta o un doctor de la fe?», repuso el ancianc obispo de Nacianzo, padre de Gregorio, que hizo acep tar al candidato que se imponía.

Basilio tenía cuarenta años. Su salud era frágil. Gre gorio le describe «enflaquecido por los ayunos, de macrado por las vigilias, que no tenía casi carne sangre» (D. 42,44). Pero estaba en plana madure intelectual y espiritual. Las cualidades del espíritu del carácter se equilibraban armoniosamente en é | Poseía la clarividencia, la sabiduría y la firmeza d<j los jefes, estaba hecho para el gobierno.

Tenía el sentido de lo posible y tenía energía para real fizarlo. Su firmeza sabía juntar la flexibilidad con " tenacidad. Se mantenía en un punto medio entre violencia de Atanasio y la astucia de Cirilo. Todas su^ cualidades estaban puestas al servicio de la Iglesií y del bien común.

Nueve años de episcopado van a sacar a la luz est cualidades. Su primera tarea fue defender la fe. A la acción del emperador Valente opone una resistencia

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inflexible. Después de la muerte de Atanasio él es quien personifica la ortodoxia. Renunciando a la lucha, el emperador le envía el prefecto Modesto como dele­gado suyo, el cual le amenaza. No consiguió nada. Falto de argumentos el prefecto le dice: —Nadie hasta ahora se ha atrevido a hablarme con tal libertad. —Tú nunca te has entrevistado con un obispo.

El interrogatorio tiene el estilo y la nobleza de las ac­tas de los mártires. Este obispo tenía de hecho sangre de mártir.

El prestigio del obispo era tan grande que el empe­rador no se atrevió a mandarle al destierro. Aquel dic­tador era un cobarde. Prefirió utilizar medios indi­rectos y atacar al obispo de flanco, dividiendo Capa-docia para disminuir su autoridad. El obispo no ve más que la desolación a su alrededor. Los herejes se han desencadenado y están protegidos, los fieles perseguidos. Basilio nos describe la situación en una de sus cartas. «Digamos únicamente lo que llega ya al colmo de la miseria: las poblaciones han abandonado las casas de oración y se reúnen en los desiertos. Espectáculo lastimoso: mujeres, niños y ancianos, todos los débi­les en algún sentido, están expuestos a las lluvias más violentas, a la nieve, a los vientos y al hielo de invier­no, lo mismo que lo están en el verano al ardor del sol. Y todo esto lo sufren por no haber querido la mala levadura de Arrio».

Aunque el emperador persiga, amenace y castigue Basilio no vacilará. Y no se contenta con luchar, sino que escribe contra el discípulo más violento de Arrio, Eunomio, Tres libros contra Eunomio y después un Tra­tado sobre el Espíritu Santo.

Para colmo de desgracias, un cisma desolaba la anti­gua cristiandad de Antioquía. Para ponerle fin, Ba­silio, como apóstol de la unidad, escribe primero a

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Atanasio y después se dirige al Papa: «Casi todo el " Oriente, venerable Padre, se encuentra sacudido por una gran tempestad. El prodigio de vuestra caridad: nos ha consolado siempre en el pasado... Ahora se trata de rehacer la amistad de las Iglesias de Dios» (L. 70).

El Papa Dámaso, engañado por un apolinarista Ha-i mado Vitalis, no dio respuesta a la carta de Basilio, que se sintió profundamente herido. El obispo de Ge< sarea describió a Dámaso en una carta como «homi bre altivo y sublime, que juzgaba desde arriba, ) por ello era incapaz de oir a los que le decían la ver* dad desde la tierra» (L. 215). ;

La vida La actividad diaria de un obispo era pesada en aquoí cotidiana lia época. Prepara a los catecúmenos para el Bautisíj

mo y predica a su pueblo. Los Padres son, ante todo-ministros de la palabra de Dios. Basilio tomó a pe­cho su papel de doctor. Del obispo de Cesárea noí queda una serie de homilías, discursos y panegíricos.

Sabe conciliar los procedimientos de la retórica, ei la que ha quedado como maestro, con la claridad <f pensamiento y la sobriedad de expresión. El esti1

es de una pureza ática. Formado en las escuelas de sofística, ha utilizado mejor que ningún otro Pa< el artificio para el servicio de la verdad.

Basilio es el modelo de pastor, siempre preocupad! en sacar el aspecto práctico del mensaje cristiana Es un moralista, en el noble sentido de la palabr siempre ansioso por luchar contra los vicios indrv duales y sociales y forjar las costumbres cristianas la escuela del Evangelio. Este obispo misionero es u j fino sicólogo. «Conocía a fondo los males del hor bre y es un médico para las necesidades del alma>l ha escrito con acierto Fenelón.

El obispo de Cesárea conoce al hombre. Sabe que leí ricos son a menudo piadosos y sobrios, pero rara!

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mente caritativos. Y escribe: «La virtud que debía serles la más fácil, la caridad, les parece la más di­fícil» (Hom 7,3). Nos ha dejado una descripción pin­toresca, digna de La Bruyere, del hombre airado (Hom 10,2).

Las cuestiones morales y sociales no le impiden abor­dar temas propiamente teológicos. Lo exigían las disputas arrianas. Basilio conoce el gusto de los ca-padocios, aun entre la gente sencilla, por la contro­versia y la argumentación y señala: «Todos los oídos están abiertos para oir hablar de teología y nunca se hartan en la Iglesia de oir esta clase de discursos» (Hom 15,1). El obispo trata las cuestiones teológicas con claridad, penetración y precisión.

Entre las homilía^ se ha 'perdjdo^ün escrito que me­rece particular atención, eí tratado A los jóvenes sobre el modo aprovecharse de las letras helénicas. Quiere ense­ñar a sus sobrinos, entonces en época de estudios, a hacer uso de los autores paganos y a situarlos en re­lación con los libros sagrados. El juicio de Basilio sobre la cultura clásica ha sido siempre célebre. En esta literatura, dice él, hay que seguir el ejemplo de las abejas que liban la miel y dejan el veneno. El ve­redicto equilibrado de Basilio y su amplitud de es-

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píritu, han influido profundamente en la actitud de la Iglesia, con respecto a la cultura clásica. El libro adquirió nueva vigencia en tiempos del Renacimiento. Y sigue traduciéndose en nuestros días.

El obispo social Basilio no se contentó con predicar la justicia social. El dio ejemplo, cambiando el sector de la miseria, en barrio de la caridad. Se consagra a realizaciones concretas. Organiza en los arrabales de Cesárea una ciudad que el pueblo llamó Basilíada. El obispo la describe en una carta a Elias, gobernador de Capa-docia.

«Quizá digan que hacemos perjuicio al bien público, levantando a nuestro Dios una casa construida, y a su alrededor viviendas, una reservada al jefe, las otras, inferiores y destinadas según el rango a los ser­vidores de Dios, que pueden también ser utilizadas por vosotros y por vuestro séquito. ¿A quién perju­dicamos construyendo lugares de amparo para los extranjeros, para los que están de paso¿ para los que necesitan un alivio, o precisan enfermeras, médicos, y aun para los animales de carga y los que los mon­tan? En estas construcciones es indispensable la con­currencia de los oficios que se necesitan para la vida o los que han sido inventados para hacerla decente.

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Son necesarias también otras casas para las industrias, las cuales son otras tantas cosas que contribuyen a la ornamentación del lugar, dicen bien del que nos go­bierna y cuyo honor recae sobre él» (L. 74; trad. A. Puech).

Había en ella una hospedería y un asilo de ancianos, - con un barrio reservado a las enfermedades conta­

giosas; en medio de las construcciones se levantaba una iglesia. Se hicieron también viviendas para em­pleados y obreros. Y finalmente vino a ser una ver­dadera ciudad obrera con comida popular. A los co-repíscopos, que regían las campiñas, Basilio les anima a que hagan lo mismo en las zonas rurales.

La actividad de Basilio no se limita a la ciudad de Cesárea. A pesar de su precaria salud, visita las pa­rroquias más alejadas, aisladas en las montañas. Cuida la disciplina de sus sacerdotes y pone orden en los abusos y excentricidades de los monjes. Siem­pre con tacto y sin dureza. Defiende ante el Estado las prerrogativas eclesiásticas. Con riesgo de su reputa­ción acoge a una viuda, perseguida por la excesiva asiduidad de un magistrado. El prefecto, que se de­clara en favor de su subordinado, llama al obispo ante su tribunal. La noticia corre por la ciudad. Los trabajadores de manufacturas salen de los talleres blandiendo sus herramientas y las mujeres se lanzan a la calle. Toda esta multitud amenazadora invade el palacio para lanzarse sobre el prefecto. A éste no le queda más remedio que solicitar la protección del obispo. Y Basilio tan sereno en la prueba como mo­desto en el triunfo, una vez más, dijo la última pa­labra. . . " . .

Su El obispo de Cesárea ejefgió una influencia decisiva; • en la organización del culto. Su, nombre queda li­

gado a la liturgia de San Basilio, que. sin duda dé* pende de Antíoquía, a la que dio una bella formula­ción, haciendo de ella una obra maestra de la lengua

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griega. Aún hoy día es utilizada por la Iglesia bizan­tina en algunas festividades.

Por fin su correspondencia, una de las más conside­rables —cuenta con 300 cartas— nos ofrece el cua­dro más vivo de la actividad y la cultura del autor. Nos permite, sobre todo, conocer mejor el secreto del hombre y nos presenta «la imagen de su vida».

A decir verdad su correspondencia se extiende a lo largo de toda su vida, pero dos tercios de ella datan de su episcopado. En las primeras, aún no se ha des­pojado Basilio de su coquetería literaria. Las perso­nas a quienes se dirigían eran múltiples y variadas. Una carta está dirigida al obispo Ambrosio, otra a los obispos de Italia y de la Galia.

Muchas son cartas a amigos, ya que tenía un sentido muy profundo de la amistad. Sabía consolar, animar y aconsejar. Consuela a amigos, a Padres que han perdido algún ser querido, anima a cristianos, a sacer­dotes desanimados o atacados por los herejes, a igle­sias privadas de pastor. Reprime escándalos y señala los caminos de la perfección.

Gomo su amigo Gregorio escribe muchas cartas de recomendación. Está siempre dispuesto a prestar ser­vicio. Defiende a una viuda contra las exacciones,

recomienda a pobres y hambrientos ante algunos dig­natarios, intercede por ciudades y por amigos. La co­rrespondencia con el pagano Libanio, célebre retó­rico, muestra las relaciones que podían existir entre un nombre de Iglesia y un pagano declarado.

Otras cartas tienen por objeto cuestiones teológicas o litúrgicas. Allí encontramos las cuestiones entonces en controversia, como también las relaciones entre la fe y la razón y las fuentes de nuestro conocimiento de Dios. Hay una que recomienda la comunión fre­cuente y otra que nos describe el oficio de vigilia.

Esta abundante correspondencia nos muestra las cua­lidades del hombre, la rectitud y el equilibrio de su juicio, su visión realista de las situaciones, su sentido de responsabilidad, así como su firmeza y su sensibili­dad. Este jefe, dueño de su emotividad, es a la vez un hombre tierno. Nada tiene de común con el autó­crata y con el solitario. Cultiva la amistad, pero está dispuesto a sacrificarla cuando lo exige el bien común o el deber. Tiene necesidad de sentirse respaldado.

Le gusta recibir cartas, pide que le escriban, que le envíen noticias. Encuentra en ello un alivio. Debió sufrir de soledad y aislamiento. Alivia sus penas con­fiando a otros el sufrimiento que le abruma. Y este sufrimiento es sobre todo el del prójimo.

El hombre Basilio nos ha dejado confidencias de sus horas de desaliento, cuando le traiciona su amigo Eustato: «Yo tenía oprimido el corazón, la lengua vacilante, las manos sin fuerza, me faltaba el ánimo. He estado a punto de odiar al género humano y dudar de la amistad humana». Esta carta nos dice mucho a este respecto. La prueba duró tres años, en los cuales Ba­silio sufrió en silencio.

El sufrimiento de los demás le llega a lo más profun­do. Llora con los que lloran. Encuentra la palabra que no engaña y va al corazón porque parte del co-

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razón. A una madre que ha perdido a su hijo en la flor de la vida le escribe: «En un principio pensé guardar silencio y no escribirle pensando: los cal­mantes más efectivos hacen daño al ojo inflamado; las palabras de consuelo importunan al que está su­mergido en un abismo de tristeza, en el momento en que la herida está aún sangrando... No ignoro lo que es el corazón de una madre, conozco su delicadeza y su dulzura para con todos, ¡cuánto estará usted su­friendo por la desgracia que le oprime!» (L. 6).

Aquí el estilo es el hombre. Este hombre, consumido por las contrariedades y las austeridades, muere pre­maturamente, a la edad de cincuenta años, en la que muchos obispos de hoy comienzan su actividad. La victoria está cerca, Basilio no la vio, pero la había preparado. Sus funerales fueron un triunfo. El pueblo caía en la cuenta de la pérdida. Diez años le han bas­tado para realizar todas sus posibilidades y hacer de él un obispo incomparable.

Un manuscrito de la biblioteca del Vaticano pinta a Basilio alto y delgado; lleva barba de monje, cabeza medio calva, sienes algo profundas y mirada pensa­tiva. Su lenguaje era lento, lo cual él mismo lo atri­buye a su torpeza capadocia. Era tan tímido que se resignaba con pesar a las discusiones públicas. Su va­lor es intrépido no por temperamento sino por servir a la fe. Su vida es una serie de fracasos y contrarieda­des. Con frecuencia no encontró más que oposición y contradicciones. Demasiado sereno, demasiado con­ciliador para los violentos y demasiado belicoso para los timoratos y cobardes.

Su naturaleza parecía más apropiada para el reco­gimiento que para la acción. Pero contrariamente a Juan Crisóstomo no está fuera de su terreno en el papel de obispo y de metropolitano. Este monje, como Ambrosio, tiene talla de gobernante. Si se le compara con Gregorio Nacianceno, gana en dominio de sí mismo y en disciplina de la voluntad, lo que pierde

en imaginación y naturalidad. No tiene alma de tri­buno ni el temperamento belicoso de Atanasio: Ba­silio es más flexible, es el hombre de la moderación y del diálogo al servicio de la ortodoxia. Sólo podría comparársele con Ambrosio. Pero el obispo de Milán no tiene ni su cultura ni su potencia teológica.

En la historia de la Iglesia existen hombres compa­rables al obispo de Cesárea, pero no hay ninguno que le supere. Los contemporáneos espontáneamente le llamaron —sólo a él— el Grande. El paso del tiem­po lejos de anular este apelativo lo ha confirmado. Difícilmente estaría mejor merecido.

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El rico debe atender a las necesidades de los pobres como a las suyas propias. Po­seer más de lo necesario es privar a los pobres. El avaro es un ladran.

HOMILÍA 6 CONTRA LA RIQUEZA (*)

«¿A quién perjudico, dice el avaro, guardándome lo que me per­tenece?» ¿Pero cuáles son, dime, los bienes que te pertenecen? ¿De dónde los has sacado? Te pareces al hombre que tomando sitio en el teatro, quisiera impedir a los demás la entrada, y ex¡« giera gozar solo del espectáculo al que todos tienen derechos Así son los ricos, se declaran dueños de los bienes comunes que han acaparado porque ellos fueron los primeros ocupantes. S | no guardara cada uno más que lo necesario para las necesidadet corrientes, y lo superfluo lo dejara a los necesitados, la riqueza y la pobreza estarían abolidas. ¿No has salido desnudo del seno.' de tu madre? ¿No vas a volver desnudo a la tierra? ¿De dónde ¡ te vienen estos bienes actuales? Si me respondes: «del azar» ere un impío, pues no reconoces a tu Creador, lleno de ingratit para con el que te lo ha dado todo. Y si confiesas que son doneÉJ de Dios, explícanos la razón de tu fortuna. ¿La debes a la «i justicia» de ese Dios que reparte desigualmente los bienes de tierra? ¿Por qué eres tú rico y ese es pobre? ¿No es únicament para que tu bondad y tu acción desinteresada encuentren si recompensa, mientras que el pobre será gratificado con grande premios prometidos a su paciencia? ¿Y tú que envuelves todos tus bienes en los pliegues de una in saciable avaricia, piensas que no haces daño a nadie privando ; tantos desdichados? ¿Qué es un avaro? El que no se contenti con lo necesario. ¿Qué es un ladrón? El que quita a otro lo le pertenece. Y tú ¿no eres un avaro?, ¿no eres un ladrón? bienes cuya gestión se te había encomendado los has acaparad Al que despoja a un hombre de su ropa se le llama salteador, el que no cubre la desnudez del mendigo cuando realmente pu de ¿merece otro nombre?

{*) Homilías y sermones, homilía 6,6-8.

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El pan que tu guardas pertenece al hambriento. El manto que encierra tus arcas, al desnudo. Al descalzo pertenece el calzado que se pudre en tu casa. Al menesteroso, el dinero que tienes enterrado. Así oprimes a tanta gente que podrías ayudar. Buenos sermones son éstos, dices tú, pero mejor aún es el oro. Parece como discutir de templanza con los libertinos: infamad a su querida y con ello avivaréis su recuerdo y los haréis más enamorados. ¿Cómo pondría ante tus ojos los sufrimientos del pobre, para que sepas a base de qué gemidos acumulas tus te­soros? ¡Qué preciosa te parecerá el día del juicio esta frase: «Ve­nid benditos de mi Padre, recibid como herencia el Reino que os ha sido preparado desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estaba desnudo y me vestísteis» (40). Temblores, sudores fríos y tinieblas te invadirán con la noticia de este juicio: «Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno que ha sido preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de co­mer, tuve sed y no me disteis de beber, estaba desnudo y no me vestísteis» (41). No es tu rapacidad lo que se condena aquí, sino tu negativa a repartirlo. Te he dicho lo que me parecía conforme a tus intereses; si me escuchas, son claros hasta la demasía los bienes que se te ha pro­metido. De otro modo hay una amenaza escrita. Esperemos que no se realice a tus expensas. Decídete por la mejor parte, y que tus riquezas se conviertan en precio de tu salvación y te dirijan a los bienes celestiales que se te habrán preparado. Por la gracia del que nos ha llamado a todos a su Reino, para quien sean la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén (4^).

(40) Mateo, 25,35-39. (41) Ibid. (42) Traducción francesa de F. Queré-Jaulmes, aparecida en Rictus et paliares dans l'Eglise ancienne, col. Iclys, núm. 6, París, 1962, pp. 75-77. Ver también S. Giet, Les idees et Vaction sociales de Saint Basile, Parla, 1941.

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SIGNIFICADO DE LOS SÍMBOLOS

Como es costumbre en las Guías Prácticas, bemos caracterizado con unos signos los rasgos especiales de la vida y de la obra de los Padres. He aquí su lista.

Vida

Ó 1 0 ^3; Obras

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U ty ¥

papa

obispo

mártir

misionero peregrino

obra en griego

obra en latín

obra en siríaco

filósofo

teólogo

numerosas obras

abundante correspondencia

orador

liturgia

poesía

Gregorio Nacianceno 1 &/G 6 / U $ <t389/3*D

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La historia se complace en establecer un paraleloí entre Gregorio Nacianceno y su amigo Basilio. A dq-cir verdad, estos dos hombres eran lo más diverso que pueda imaginarse: sería como casar la acción /y el ensueño, la disciplina y la poesía o el dominio y la sensibilidad. Se completaban a maravilla y se en­riquecían mutuamente. Gregorio halló en Basilio la firmeza de carácter que le hacía falta. Nunca se li­bró de su tutela, presto a quejarse cuando su amigo ejercía su influjo o su autoridad.

No hay biografía más fácil de escribir, dada la can­tidad de confidencias que llenan sus escritos. Pero no hay que dejarse engañar por un cierto lirismo li­terario. Romántico, antes de tiempo, Gregorio no podía escribir sin hablar de sus angustias y de sus su­frimientos. Comparado con Basilio, carece incluso de discreción. No oculta los defectos cuya primera víc­tima es él. Desarma toda severidad.

Juventud Al igual que Basilio, Gregorio procede de un medio aristocrático de Gapadocia„ Su familia era adinerada. El padre pertenecía a una secta judeo-pagana, la ma­dre Nonna, era una cristiana notable. Gregorio, que debía tener de ella una sensibilidad algo femenina, habla de su madre en términos exquisitos. Los padres habían estado mucho tiempo sin tener hijos, viviendo desolados.

Nonna hizo todo lo posible por atraer a su marido a la fe. Acabó por vencer, su marido se convirtió y llegó incluso a ser obispo de Nacianzo. El tardío na­cimiento de Gregorio, el primer hijo, fue una gran ale­gría. Su madre lo ofreció y consagró a Dios. No tuvo ninguna dificultad en educar religiosamente a una naturaleza tan flexible, en la que las costumbres pa­ganas no tuvieron .ningún influjo y que encontraba en la palabra de Dios «un sabor más rico que la miel». Es una de esas naturalezas privilegiadas a las que no llega el mar de fondo de la pasión. Parecen na­turalmente cristianas.

Lo cual no impedía que Gregorio libara todos los tesoros de la cultura que la antigüedad pagana po­día ofrecerle, sin sufrir nunca su influencia moral. Más tarde confesará que «tenía un amor ardiente por las letras antes de que sus mejillas tuvieran vello». Jamás traicionará esta pasión, reconciliando así la Iglesia con la poesía y la cultura. Ama a Dios tan es­pontáneamente como las letras.

Gregorio frecuentó las escuelas más célebres de su época; Cesárea, donde se unió con Basilio, Cesárea de Palestina, Alejandría, y finalmente Atenas. Du­rante la última travesía por Grecia que fue peligrosa, volvió a hacer, en nombre propio, la promesa hecha por su madre de consagrarse a Dios.

Gregorio amó la vida de estudiante. Se recreó en con­tar los recuerdos, las «novatadas» de los recién lle­gados, la variedad de los estudios que nunca pusieron en peligro sus convicciones religiosas. Su amigo Ba­silio le ayudaba mucho en este aspecto. La filosofía, el lenguaje sobre todo como medio de expresión, la poesía con la que sentía tantas afinidades y en gene­ral el estudio, le agradaban y le atraían más que la acción. Tuvo la debilidad de prolongar su estancia en Atenas más tiempo que su amigo, ya que se le que­ría ofrecer una cátedra de elocuencia. ¿Había encon­trado quizá en la enseñanza su verdadera vocación?

A su vuelta de Capadocia, se hizo retórico. «Dan­zaba para mis amigos», nota él con ironía y sin ilu­sión, en sus confesiones, llamadas Poema de mi vida. Era un orador nato. Su cultura, su sensibilidad, su entusiasmo, todo le servía. Su elocuencia correspon­día más al gusto de su época que al de la nuestra, hoy nos parece demasiado ampuloso.

Tenía el alma demasiado madura, y también dema­siado inquieta para dejarse llevar por el retintín de las palabras o por el colorido de las imágenes. Desde su vuelta, Gregorio se encuentra solicitado entre la

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vida contemplativa y la vida activa. Naturalmente esto le desgarra. Conserva la nostalgia de la vida despreocupada del estudiante; la vida cotidiana con sus sujeciones le exaspera. Durante toda su existen­cia no cesará de debatirse sin tomar nunca una de­cisión definitiva. La vida solitaria y la meditación filosófica y espiritual le atraen. «Nada me parece más maravilloso que acallar los sentidos y, Fuera de la car­ne y del mundo, entrar en sí para conversar consigo mismo y con Dios, más allá de las cosas visibles».

Su sensibilidad enfermiza no pudo nunca ser acalla­da. Tiene necesidad de simpatía, quizá simplemente de público y de presencia, como todos los angustiados. Basilio le atrae en su soledad, pero Gregorio no en­cuentra provecho en ello. La firmeza de alma le es necesaria y le violenta a la vez. El se resiste.

Bajo la presión de sus padres, a los que no quería con­trariar, Gregorio acabó por fijarse en Nacianzo. Allí recibió el Bautismo de manos de su padre. Este últi­mo era de edad avanzada, un poco superado por su cargo. Sentía la necesidad de apoyarse en una fuerza más joven. La comunidad también lo deseaba. De modo que Gregorio fue ordenado sacerdote por su padre. No le agradó la presión de que fue víctima y más tarde se quejaba de lo que él llamaba la «tira­nía». Huyó y se refugió junto a Basilio. ¿Era repug­nancia ante las responsabilidades o respeto de la grandeza del sacerdocio? Reconfortado por su amigo volvió meses más tarde, con una herida secreta debida más a su naturaleza que a las circunstancias. Aún conservamos el primer sermón que pronunció a su retorno el día de Pascua del 362 (43). Allí se descu­bre el hombre, tierno y sensible, pero también teólo­go cuidadoso de la fe; su pensamiento lo formula den­tro de una experiencia personal.

(43) Lo publicamos mas adelante, p. 182.

En adelante su padre podía apoyarse en él. Este hom­bre sensible y aun irritable, ejerció una influencia pacificadora en el momento que las discusiones teo­lógicas amenazaban con romper la unidad y la paz. Por encima de su sensibilidad, estaba imbuido por una fe que le hizo sacrificar sus gustos para servir y encon­trarse a la altura en las tareas más arduas. «Sabía exigirse, cuando era preciso, superarse a sí mismo» (A. Puech).

Cuando, hacia el 371, el emperador Valente dividió Capadocia en dos partes, Basilio, para consolidar su autoridad, multiplicó los sufragáneos y creó para Gre­gorio el obispado de Sasimes. Una vez más accedió Gregorio por no atreverse a decir que no. Fue consa­grado por su amigo, pero no llegó nunca a ocupar su puesto «poblado de extranjeros y vagabundos». Se niega a ir a defender a «las gallinas y a los lechones» escribe, en una carta a Basilio de Cesárea. Cuando diez años más tarde vuelve a acordarse de esto aún no está curado su amargor.

Por el momento, Gregorio queda junto a su padre en Nacianzo. Predica en las festividades litúrgicas y de los santos. De esta época conservamos un extraordi­nario sermón en favor de los pobres. «Todos somos po­bres ante Dios...» (44) El debate riqueza-pobreza está inscrito en el movimiento del hombre hacia Dios. El pobre es la imagen de nuestra condición dentro del mundo y de su misterio. El hombre no puede escapar a la nada y a la ilusión más que encontrando al Dios vivo

Inestable, el Nacianceno se fugó varias veces. Volvió cuando decayeron las fuerzas de su padre y permaneció junto a él hasta su muerte. Los fieles hubieran que­rido que él sucediera a su padre. Para escapar a su cerco huyó dé nuevo, para darse una vida de retiro y de contemplación.

(44) Publicado eu Rictus et potares dans VEglise col. Ictys, núm. 6, pp. 105-134.

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En Basilio muere el 379. El arrianizante emperador Va-Constantinopla lente, había caído en la batalla de Andrinópolis el

año anterior. Graciano se asocia a Teodosio en la di­rección del Imperio; juntos los dos restablecen la or­todoxia. Los desastres que se habían ido acumulando eran graves. En Constantinopla casi todas las Igle­sias —-Santa Sofía, la iglesia de los Santo Apóstoles— estaban en manos de los herejes. Los católicos no eran más que un pequeño rebaño y sin pastor. Estos se di­rigen a Gregorio para que tome su dirección. El acep­ta. Hacía falta valor. Este hombre tímido era capaz de energía, quizá para convencerse a sí mismo. Gre­gorio reunió a sus fieles en una capilla, abierta en la casa de un pariente suyo, a la que dio el nombre de Resurrección. Allí pronunció los cinco discursos teo­lógicos que le valieron el sobrenombre de teólogo. En ellos desarrolla la doctrina sobre Dios y sobre la Tri­nidad, contra los arríanos y sus cómplices. Son los días en que Jerónimo pasa por la ciudad y puede admirar el talento del capadocio «junto al que los latinos no pueden poner otro igual». La elocuen­cia y el atractivo de Gregorio causaron admiración. El auditorio aumentó, la clientela se hizo más y más selecta. No se hicieron esperar las dificultades. Gregorio tuvo una pequeña discusión con la comuni­dad en la que conspiraba un aventurero llamado Máximo, que se hacía pasar por confesor de la fe. Sus costumbres eran dudosas. El arzobispo de Ale­jandría le había puesto allí, para que hiciera de ca­ballo de Troya alejandrino en aquel lugar. Con una ingenuidad que iba hasta la credulidad, el obispo le acogió en su casa. El intruso se hizo consagrar de no­che por obispos alejandrinos. Le cortaron los cabellos que tenía muy largos, lo cual hizo, decir a Gregorio: «Era necesario esquilar al perro en la sede episcopal». Por la mañana hubo gran tumulto en la capital. Los egipcios tuvieron que replegarse. Su obispo quedó es­carmentado con esto y un tanto apaciguado en su pretensión de regir el Imperio cristiano.

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Gregorio volvió a sentir la tentación de la huida. Sus fieles le vigilaban. Hicieron mil ruegos. Gomo el obispo no se dejaba convencer, le dijeron: «Es la Tri­nidad la que va a irse contigo». Fue un argumento decisivo. Gregorio se quedó.

Cuando el emperador hizo por fin su entrada en Cons­tantinopla, instaló, en medio de un respetable des­pliegue militar, a Gregorio en Santa Sofía. El cielo estaba gris. Al entrar en la basílica, apareció el sol y toda la iglesia resplandecía de luz. Ante este pre­sagio estallaron gritos: «¡Gregorio obispo!» Pero Gre­gorio había desaparecido. Desde entonces Santa So­fía será testigo de su elocuencia.

Para poner fin a la herejía y proveer la sede de Cons­tantinopla el emperador convocó un nuevo Concilio (381). Gregorio fue instalado definitivamente en la sede de la capital. El aventurero Máximo, apoyado esta vez por el Papa Dámaso, fue definitivamente desestimado. Cuando el anciano obispo de Antioquía condujo a Gregorio al trono, cuántos evocaron la fi­gura de Basilio que triunfaba al fin en la persona de su amigo. Melecio murió y Gregorio tuvo que presi­dir desde entonces las sesiones del Concilio. La suce­sión de Antioquía fue laboriosa. Una vez más Gre­gorio intervino como pacificador. No fue escuchado. Finalmente su propio traslado de sede fue impugnado. El nombramiento forzoso de la sede de Sasimes le persiguió toda su vida.

Las deliberaciones del Concilio cansaban a Gregorio: «Los más jóvenes gritaban como una tropa de arren­dajos o se cebaban como un enjambre de avispas». Orientales y occidentales se lanzaban la pelota. Esto es muv tradicional.

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—Oriente es el que debe mandar, en Oriente es donde| nació Cristo. I —Sin duda, respondían los occidentales, pero Orienté es el que le mató. ,

Gregorio no pudo más. Cansado de luchar, renun»; ció a su cargo en un discurso lleno de dignidad. Se despide de sus fieles. Se considera viejo, él, el campe­sino capadocio, transplatado a una ciudad túmulo tuosa, en la que parece un anciano en medio de lo* juegos de los adolescentes. Prefiere predicar sobre la Trinidad. Su discurso lo acabó con una célebre pe­roración que forma parte de todas las antologías:

«Adiós, augusta basílica... Adiós, Santos Apóstoles... Adiós, cátedra pontificia. »Adiós, célebre ciudad, distinguida por el esplendor de su fe y su amor a Cristo Jesús. »Adiós Oriente y Occidente, por los que tanto he combatido, y que me habéis costado tantas batallas. »Adiós, hijos míos, conservad bien el depósito de la fe que se os ha confiado. | »Acordaos de mis sufrimientos; que la gracia de Nueajj tro Señor Jesucristo habite en vosotros». |

Antes de partir hizo el testamento, cuyo texto aú; conservamos. Dejaba toda su fortuna «a la IgL católica de Nacianzo, para el cuidado de los pobn que son de la competencia de dicha iglesia». Vol a la ciudad de su padre, la administró algún tiern^ le dio un obispo y se retiró a la propiedad de suYs milia en Arianzo, en la que se consagró hasta su mueí te a la actividad literaria y a la vida contemplativa) Murió en el 390.

• j Sus escritos De esta última época tenemos su correspondencia 1

sus poemas. La mayor parte de sus cartas, en número de 445, fueron redactadas durante su retiro. El mismti reunió una colección para su resobrino. Son general* mente cortas pero cuidadosamente redactadas. Gw>

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gorio cultiva el estilo epistolar. Una buena carta para él tiene que tener cuatro cualidades: «Brevedad, cla­ridad, gracia y sencillez».

A un sofista que recibe mal sus observaciones le res­ponde: «Me porté como un ignorante. ¡Qué torpe e incivil he sido! He criticado a un sofista por su orgullo y no he escuchado siquiera la lección de este prover­bio banal: un calvo no debe andar a topetazos con un carnero. En adelante sabré quedarme en mi lugar».

Gregorio se revela en su correspondencia. Tiene fra­ses de una delicadeza exquisita para sus amigos: «Yo te respiro más que al aire y no vivo más que para estar contigo» (L. 6). «Cada cual tiene un punto débil: el mío es la amistad y los amigos» (L. 94). «Despierto o dormido, lo que se relaciona contigo me intere­sa» (L. ,171).

Son muchas las cartas de recomendación, porque te­nía muchas relaciones y sus intervenciones eran efi­caces. El obispo no podía ver un sufrimiento o una necesidad sin socorrerla, dispuesto a verse desengañado por la falta de delicadeza y la ingratitud. Las cartas muestran sobre todo su disponibilidad para con los demás. A este hombre introvertido le abrasaba una caridad que le hacía anticiparse a las necesidades.

La poesía ocupó toda la existencia de Gregorio. Sus principales poemas datan del final de su vida. Res­ponden a una preocupación apologética: probar que la cultura cristiana no está retrasada con respecto a la cultura profana. Además, desde los gnósticos era tra­dición vulgarizar las doctrinas por medio de la forma

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poética. Arrio, para popularizar su enseñanza, había escrito una larga rapsodia llamada Thalü. Trabajado­res del puerto, marinos y comerciantes de Alejandría tarareaban sus aires por las calles de la ciudad.

Un poeta Gregorio compuso, a su vez, treinta y ocho poemas cristiano dogmáticos sobre las grandes verdades de la fe. Sus

poemas morales son aún mejores. En ellos expresa sus sentimientos íntimos, sus alegrías, sus errores y sus desilusiones. Son meditaciones poéticas a la manera de Lamartine. El poema más largo, Pro vita sua, se compone de 1949 versos yámbicos. Es una autobio­grafía que descubre la vida interior de este corazón inquieto, con una potencia y una sagacidad que ha­cen pensar en Agustín.

Gregorio se aplicó a renovar las formas del arte poé­tico en una época en la que ésta había envejecido las­timosamente y parecía carecer de alimento. El poeta encuentra en el análisis del hombre cristiano una nue­va fuente de inspiración lírica, que nos hace pensar en el Romanticismo.

«Ayer, atormentado por mis penas, solo, lejos de los demás, estaba sentado en un sombrío bosque, ator-

[mentando mi corazón. Porque no sé por qué me gusta este remedio para mi sufrimiento; distraerme en silencio con mi propio corazón. La brisa murmuraba en concierto con los

y desde lo alto de las ramas regalaba un [suave torpor,

suave sobre todo para el corazón abatido... Sin embargo yo llevaba un pesado sufrimiento como me era dado llevarlo...»

El poeta saca de Homero y Teócrito los temas cam­pesinos. Pero sólo trata de escenificación. Su agitada naturaleza estremecida en la suavidad de la luz grie­ga, percibe las vibraciones en las que la antigüedad con Eurípides, se planteaba el problema de la vida y de la muerte, que quedó sin respuesta. Gregorio lo replantea y le da la respuesta de la esperanza cristiana.

«Si al salir de aquí una existencia sin fin debe acogerme, como dicen, dime tú si la vida no es una muerte y si la muerte no se convierte para nosotros

[en vida al contrario de lo que crees» (I, II, 14).

Gregorio es un hombre desgarrado. Confronta su fe con su experiencia, la belleza de la imagen donde Dios se mira con las sombras que le oscurecen. «Por dentro y por fuera ¡cuántos combates en los que se marchita en mí la belleza de tu imagen divina!» (P. I, 1,23). El nacianceno ha vivido, con una sensi­bilidad cercana a la depresión, la tirantez del hom­bre entre su visión y la realidad, entre el impulso del alma y la lentitud de la carne, entre la viveza del es­píritu y la pesantez del cuerpo, que abre en el cora­zón una herida incurable.

Ha sentido —y nos lo cuenta— la aspiración a la fe­licidad inmutable y la inestabilidad de la felicidad efí­mera que se nos va. «Sabemos así que somos a la vez muy altos y muy bajos, del cielo y de la tierra, efíme­ros e inmortales, herederos de la luz y del fuego, o de las tinieblas, según nos inclinemos a una parte o a otra» (Ser 14,7).

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Más profundamente que los demás, Gregorio sintió el deseo de aproximarse a su Dios y de unirse a él. Per­cibe mejor la distancia a medida que se acerca. «Tú me llamas, corro hacia ti», y la luz de Dios que se aproxima le hace conocer mejor su miseria.

En esta poesía se respira algo de la oración de los sal­mos, que había brotado de una búsqueda y de un su­frimiento. También vemos en Gregorio que todos los sucesos de la vida, aun los menores, agudizan su sen­sibilidad y desarrollan su imaginación. En el discurso pronunciado en Constantinopla, compara su estado de ánimo al mar. Nos hace pensar en la música de Debussy.

La vejez de este hombre siempre enfermizo, en lugar de debilitarle, lleva hasta el paroxismo la conciencia de la tirantez: el deseo de Dios, la torpeza y la mise­ria de la carne, a las cuales se unen las enfermedades de la edad, los asaltos del demonio y la conciencia del pecado. La melancolía del anciano está sin embargo irisada siempre de esperanza cristiana. «El amor es el más fuerte» como dijo Juana en la hoguera.

La poesía de Gregorio no nos revela solamente el drama del hombre en lucha con su sensibilidad, sino también de un creyente que confronta su fe y su vida. La poesía no es una excrecencia de esta existencia, es su resplandor y su perfeccionamiento. Ella reitera y reúne la teología enseñada en el transcurso de toda su existencia. En él encontramos como en Agustín una teología hecha oración, que se desarrolla en el interior de una experiencia. La contemplación de los miste­rios cristianos termina en poema: «Oh Trinidad San­ta, tú eres la única cuya causa me interesa».

El itinerario del teólogo como del creyente, que de la purificación se eleva hasta la contemplación, descrita ampliamente en sus discursos, la volvemos a encon­trar en sus poemas: es la historia de su vida. Lo que confirma el carácter existencial de su teología, en la

que la reflexión progresa al ritmo de la purificación. La teología es para Gregorio descubrimiento de lo sagrado y del misterio y sabiduría que envuelve al hombre íntegramente.

No hay que perder nunca de vista que este poeta es un asceta como lo será más tarde Juan de la Cruz; este teólogo es un místico. Aunque su corazón sea sen­sible o esté desgarrado, él es inflexible cuando la fe está amenazada o el misterio profanado: este corazón de mujer es entonces de bronce.

Pocos teólogos nos han facilitado una enseñanza tan coherente sobre el sentido de la teología. La Iglesia griega se ha encontrado en él. Sus sermones han sido copiados, ilustrados y enriquecidos con miniaturas como evangeliarios. Algunos de sus manuscritos ocu­pan un lugar excepcional en la historia del arte. La liturgia griega utiliza su predicación y sus poemas. En los sermonarios griegos, ocupa el mismo lugar que Agustín en Occidente. No hay orador que la anti­güedad cristiana haya admirado más. El nacianceno representa a la Iglesia griega en Santa María Antica, construida en el foro romano.

Este hombre dividido ha sabido unir en un mismo cul­to a Dios y las Letras, servir al Uno y a los demás, en el seno de una Iglesia que no había mostrado siempre la misma abertura con respecto a la elocuencia y a la poesía. No siente nunca la división entre Dios y su arte, porque en ella encuentra la presencia del Verbo. Ahí está el secreto de la unidad encontrada. Su canto se une al coro de la creación que rodea a Cristo, su corifeo. Gregorio es el mismo y es él mismo cuando ha­bla a los hombres y cuando habla a Dios.

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Primer sermón de Gregorio en el que presenta la vida cristiana como la imi­tación de la vida de Dios. El cristiano comparte las pruebas, la muerte y la re­surrección de Cristo. Esta doctrina se expresa en el ejemplo del anciano obispo de Nacianzo, que entrega a su hijo si­guiendo el ejemplo de Abraham.

EL SACRIFICIO SACERDOTAL (*)

El tiempo del perdón

1. ¡Día de resurrección, feliz comienzo! Celebremos radiantes de alegría esta fiesta y démonos el beso de paz. Llamemos «her­manos» a los que nos odian, y no solamente a los amigos que nos han hecho algún favor o han sufrido por nosotros. Perdonemos todo en honor de la resurrección; olvidemos nuestras mutuas ofensas. Yo os perdono la amable violencia que me hicisteis (ahora es cuando la encuentro amable) y la suave manera de forzarme, perdonad también vosotros mi tardanza. Vosotros me la reprocháis: ¿pero quién sabe si no la prefiere Dios a la prisa de otros? Esas dudas ante la llamada de Dios que experimentaron en tiempos pasados el gran Moisés y más tarde Jeremías, valen como la pronta obediencia de Aarón y de Isaías. Basta con que las dos actitudes estén inspiradas por la piedad. Una surge del sentimiento de nuestra debilidad; la otra, del poder del que nos llama.

El nuevo ser

2. Un misterio me ha ungido y a ese misterio no le he quitado más tiempo que el de examinarme. Vuelvo a vosotros en pleno misterio, trayendo conmigo este hermoso día que me ayuda a vencer mis escrúpulos y mi debilidad; y espero que el que hoy ha resucitado entre los muertos, me renovará el espíritu, me re­vestirá del hombre nuevo y dará a su nueva creación (los que han nacido de Dios), un buen obrero y un buen maestro, presto a morir y a resucitar con Cristo.

(*) Sermón 1 sobre la Pascua. Pronunciado ante el padre de Gregorio que era obis­po de Nacianzo y había hecho construir la iglesia de esta ciudad. El había impulsado a su hijo a que le sucediera en su ministerio.

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La salvación de antaño

3. Antes se inmolaba el cordero; se ungían con sangre los din­teles de las puertas; Egipto lloraba a sus primogénitos; el Exter-minador nos exceptuaba ante ese signo que él respetaba y temía; una sangre preciosa nos protegía. Hoy, purificados, hemos huido de Egipto, del faraón, el cruel soberano, y de sus despiadados gobernadores. Ya no estamos. condenados al mortero y al ladri­llo, y nadie nos impedirá celebrar, en honor del Señor Dios nues­tro, el día en que salimos de Egipto, y celebrarlo no con la vieja levadura de la malicia y de la injusticia, sino con los ázimos de pureza y de verdad, sin llevar nada del impío fermento egipcio.

¿Qué debemos ofrecer a Dios?

4. Ayer, yo estaba crucificado con Cristo; hoy, estoy glorioso con El. Ayer, moría con Cristo; hoy revivo con él. Ayer, estaba sepultado con Cristo; hoy, salgo con El de la tumba. Llevemos pues nuestras primicias al que ha sufrido y resucitado por noso­tros. ¿Creéis vosotros que aquí hablo de oro, de plata, de tejidos o de piedras preciosas? ¡Fútiles bienes los de la tierra! No salen del suelo más que para caer casi siempre en manos de malvados, esclavos de aquí abajo y del Príncipe del mundo.

Ofrezcamos, pues, nuestras propias personas: es el presente más precioso a los ojos de Dios y el más próximo a El. Demos a su imagen lo que más se le parece. Reconozcamos nuestra grandeza, honremos nuestro modelo, comprendamos la fuerza de este mis­terio y las razones de la muerte de Cristo.

5. Seamos como Cristo, ya que Cristo ha sido como nosotros. Seamos dioses para El, ya que El se ha hecho hombre para no­sotros. El ha tomado lo peor para darnos lo mejor; se ha hecho pobre para enriquecernos con su pobreza; ha tomado la con­dición de esclavo para procurarnos la libertad; se ha bajado para exaltarnos; ha sido tentado para vernos triunfar; se ha hecho despreciar para cubrirnos de gloria. Ha muerto para salvarnos. Ha subido al cielo para atraernos hacia sí y esto a nosotros que habíamos rodado por el abismo del pecado.

Demos todo, ofrezcamos todo al que se ha dado como precio, como rescate. Nada daremos tan grande como nosotros mismos, si hemos comprendido estos misterios y nos hemos hecho por El todo lo que El se ha hecho por nosotros.

Un nuevo Abraham

6. El (45) os da un pastor, ya lo veis. Porque tal es su esperan­za, su deseo y la gracia que este buen pastor pide a los que tiene bajo su cayado. El da la vida por sus ovejas y se da así dos veces

(45) Gregorio habla aquí de su padre.

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más bien que una. De su bastón de ancianidad hace El un bas­tón del Espíritu. Al templo inanimado une un templo vivo, y a este templo magnífico y celestial añade otro templo, que es quizá mediocre, pero que le ha costado muchos esfuerzos y penas. ¡Que se pueda decir que es digno de El! /

Os da todo lo que posee. ¡Cuánta grandeza hay en él o más bien, cuánta ternura para con sus hijos! Os da su vejez, la juventud de un hijo, un templo, un sacerdote, un testador; un heredero y las palabras que le oíais. Y no eran palabras vagas que se disi­pan en el aire y no hacen más que golpear el oído; no, el Espí­ritu las ha escrito y las graba sobre tablas de piedra o de carne, con rasgos nada ligeros ni fáciles de borrar, sino que las escribe profundamente, sin tinta, por la gracia.

Las ovejas deben escuchar la voz de su pastor

7. Así es el don de este venerable Abraham, este patriarca, este jefe noble y respetable, morada de todas las virtudes, regla de la santidad, perfección del sacerdocio; él ofrece hoy al Señor, en sacrificio voluntario, a su único hijo, al hijo de la promesa. Vo­sotros ofreced a Dios y a nosotros mismos una gran docilidad, cuando os llevemos a pacer,

puestos en prados de yerba fresca, conducidos hacia las aguas del reposo (46).

Conoced bien a vuestro pastor, daos a conocer a él. Escuchad su voz franca y clara a través de la puerta, no obedezcáis al ex­traño que salta por encima como un ladrón o un traidor. No es­cuchéis las voces desconocidas que os llevarían subrepticiamente lejos de la verdad y os descarriarían por los montes, los desiertos, los barrancos y los demás sitios que el Señor no visita y os ale­jarían de la verdadera fe, la que proclama que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son más que una sola divinidad y un solo poder. Esa voz la han escuchado siempre mis ovejas; ojalá las sigan escuchando, en lugar de la que acumula engaños e infamias y nos hace perder a nuestro primer y verdadero pastor.

Que podamos todos, pastores y rebaños, pacer y apacentar le­jos de esas yerbas venenosas y fatales y ser todos uno en Cristo Jesús, hoy en el descanso celestial. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén (47).

(46) Salmos, 23,2. (47) Traducción francesa de F. Queré-Jaulmes, aparecida en le Mystire de Paques, col. Ictys, núm. 10, París, 1965, pp. 91-94. Dos estudios recientes: P. GALLA Y, La vie de Saint Grégoire, París, 1943; J. PLAONIEUX, Saint Grégoire de Nazianze, Théologxen, París, 1952. '

Gregorio ^íiseno U / G f í W U (f hacia el 394)

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Más misterioso que los otros dos capadocios y tam­bién más desconocido, hasta sus últimos años, Gre­gorio de Nisa aparece hoy, cada vez más, en su ver­dadera dimensión. Su estrella se agranda. Hay que esperar que algún día se le haga justicia nombrándole doctor de la Iglesia. Su nombramiento dará más brillo a otros nombramientos menos brillantes.

Si Basilio es ante todo un hombre de acción y de go­bierno, Gregorio Nacianceno es retórico y poeta, Gre­gorio Niseno es un místico y, fuera de Orígenes, el primer gran teólogo espiritual de la Iglesia. Herma­no de Basilio, pasó por las mismas circunstancias fa­miliares. Pero los hijos de una misma familia no tie­nen necesariamente que parecerse. La familia de Ma-crina conoció logros admirables: tres hijos obispos y cuatro santos. Es un buen cuadro de honor. Pero tam­bién un fracaso resonante con el segundo hijo, que comenzó como asceta y acabó lamentablemente.

Gregorio es muy diferente a su hermano, que le apa­bulla un tanto y parece haberle dado un cierto com­plejo de inferioridad. Para poder hacerle justicia es preciso considerarle en sí mismo.

Su vida Poco sabemos de su juventud y de sus estudios. Gre­gorio no habla mucho de sí mismo. Sus padres no le costearon como a Basilio los gastos de estudios prolon­gados. Gregorio no salió de Gapadocia. Debió for­marse en las escuelas de Cesárea ¿Era quizá menos amado? Parecía entregado a la Iglesia. De joven, es ya lector. En lugar de comprometerse en el estado eclesiástico se hizo retórico. ¿Hubo en ello vacilación, deseo de confirmar su personalidad o inestabilidad de una naturaleza ansiosa? Es difícil decirlo. Da la impre­sión de haber sido seducido por la cultura pagana y más particularmente por Libanio, en el momento en que, bajo Juliano, aquella experimenta un nuevo esplendor.

Gregorio se casó con Teosebia, mujer de grandes cualidades sobrenaturales y de vasta cultura, a la que

permanecerá apasionadamente unido. Como Hilario de Poitiers, simultaneó la vida conyugal y episcopal.

No se deberían tomar demasiado a la letra los repro­ches que se hace en el tratado sobre la virginidad de haber escogido «la vida común»; contienen mucho énfasis. Renunció a la retórica pero no al matrimo­nio. Permanece casado cuando, alrededor del 371, su hermano le nombró obispo de Nisa, en la región oriental de Capadocia. Su vida conyugal no parece haber obstaculizado su evolución espiritual más que la de Poitiers. Teosebia murió hacia el 385. Poseemos la carta de pésame que le dirigió el obispo de Na-cianzo, que calificaba a la difunta de «verdadera san­ta y verdadera esposa de sacerdote». Gregorio de

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Nisa reconoce la legitimidad de las alegrías del matri­monio, de las que nos ha dejado una descripción con­movedora. Las dudas que haya formulado sobre el cuerpo y sobre la vida sexual no parecen venir de su experiencia, si no de su filosofía influenciada por el platonismo.

Estamos poco documentados, por lo demás, sobre la vida de Gregorio. Parece haber vivido con Teosebia, retirado de la vida activa, entregado al estudio y a la vida espiritual, sin juntarse nunca, a pesar de sus llamadas, con su hermano Basilio, que vivía en la so­ledad. Permaneció en constante relación con su her­mana Macrina, con la que estaba muy unida, y que parecía haber heredado el alma de sus abuelas. Esta dirigía una comunidad de mujeres situada en la misma región. Gregorio la llama su «maestra espiritual». En un libro que es una obra maestra de sensibilidad, nos cuenta su vida y su muerte, a la que él asistió.

En esta época y desde el 371, Gregorio ocupaba la sede de Nisa. Aceptó, nos dice él, «forzado» por su hermano Basilio. Este no tenía una confianza abso­luta en la capacidad de su hermano para el gobierno. Además Gregorio ni había mostrado mucha diligen­cia en arreglar la diferencia entre Basilio y un obispo, tío suyo, ni habilidad en apaciguar las dificultades entre su hermano y Gregorio Nacianceno. Pero Ba­silio tenía necesidad de hombres seguros para su or­todoxia. Gregorio se imponía a todos por su cultura teológica. Si como diplomático era mediocre, su fe era irreprochable y su ciencia umversalmente reco­nocida. Lo cual era necesario en la época de las lu­chas amanas.

El pequeño obispado de Nisa no suponía grandes di­ficultades. Representaba un pequeño arciprestazgo ru­ral, de nuestros días. Gregorio acude sin entusiasmo. Hasta se queja de haber sido enviado a un «desierto» y juzga a la población de la villa con poca indulgen­cia. Gregorio fue un obispo celoso, entregado a su co­

munidad y muy estimado por ella. El teólogo y mís­tico sabe encontrar un lenguaje directo, presentar una enseñanza concreta, cuando predica a sus fieles. El sermón suyo de un día de Epifanía es un modelo de tacto, de sencilla bondad y de catequesis adaptada al auditorio popular (48).

A Gregorio no le olvidaron los arrianizantes. Para deshacerse de él, estos últimos le acusaron de dilapi­dar los bienes de la Iglesia. Curioso reproche para el que había defendido siempre la causa de los pobres. Fue depuesto por algún tiempo y no pudo volver a su ciudad episcopal hasta después de la muerte del em­perador Valente (378). La pequeña ciudad le recibió triunfalmente. Aún se siente conmovido él mismo cuando lo cuenta en una de sus cartas: «Estuvieron a punto de ahogarme por las muestras excesivas de su afecto».

A la muerte de Basilio, Gregorio es el heredero teo­lógico y monástico de su hermano. Esta desaparición parece darle seguridad. En adelante va a desempeñar el primer papel en la defensa de la ortodoxia. Basilio le había impedido mostrar toda su dimensión, no es­timándole quizá en su justo valor. Sus temperamentos eran demasiado diferentes y Gregorio de naturaleza demasiado reservada para imponerse.

Gregorio comienza a escribir. Su primera obra, De la creación del hombre, quiere completar las homilías de su hermano sobre la creación. En ella desarrolla una antropología cristiana, fuertemente impregnada de fisiología platónica. La redacción es concéntrica más que lógica. Las digresiones son numerosas. El autor desarrolla la teología del hombre, imagen y seme­janza de Dios. Bajo este aspecto «el hombre no es una maravilla del mundo subalterno, sino una realidad que sin duda sobrepasa en grandeza todo lo que co-

(48) Publicado mis adelante, p. 195.

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nocemos, ya que sólo él, entre los seres, es semejante a Dios» (De op. hom. Car. ord.) Gregorio muestra] de un modo maravilloso la unidad de la Humanidad,» desde los primeros hombres a los últimos. La Huma-: nidad no estará acabada más que con el último ser,.| cuando el Cristo total estreche a la Humanidad total*:' En el 379 Gregorio participa en un sínodo de Antio-1 quía que busca el acercamiento con los occidentales^ Le encargaron una gira de inspección por las iglesias! del Ponto. Sebaste, en Armenia, quiere incluso con-" servarle como obispo. El acabó por hacer que eli­gieran a su hermano Pedro. En el 381 participa con su amigo Gregorio Nacianceno en el Concilio de Gons-; tantinopla. Está en la cumbre de su carrera. Pronun­cia el discurso de apertura. El emperador le designa como responsable de la ortodoxia de toda la diócesis del Ponto. Este título le confería competencia para juzgar de la ortodoxia de todos los obispos: deponer j a los arríanos y elevar a los que admitían la doctrina i del Concilio de Nicea.

Durante estos últimos años, investido de la confianza imperial, en fecha difícil de precisar, Gregorio fue encargado de varias misiones. Viaja hasta Arabia y visita Jerusalén. Esta confianza no le volvió ni más di­plomático ni menos crítico. Tan convencional como se muestra en sus discursos, Gregorio es de un análi­sis acerbo en sus cartas, cuando cuenta su peregrina­ción a Jerusalén. «Los desórdenes, cuenta, prosperan allí más que la piedad. Más vale buscar la soledad que la agitación de las peregrinaciones buscadas».

De esta época datan sus escritos más importantes en el campo dogmático, que confirman su autoridad teológica a la vez que, simplemente, su autoridad. Redacta la Gran catcquesis que da una síntesis doctri­nal de las principales verdades de la fe. Es un ma­nual de dogmática que depende del tratado de los Principios de Orígenes, pero sin abrazar ciegamente sus tesis. La obra revela el vigor metafísico de Grego­rio de Nisa. Escribió también la Vida de Macrina, su hermana, de la que ya hemos hablado.

Gregorio no oculta su espíritu de independencia, lo cual no siempre hizo fáciles las relaciones con el su­cesor de su hermano. Hace falta virtud para aceptar el ser superado por un subordinado, y la virtud esca­seaba un poco en el metropolitano; lo cual provocó desacuerdos. Durante todo este tiempo, Gregorio fue un orador muy reconocido. La ampulosidad y la retórica de su elocuencia, que hoy día nos desagradan, entusiasma­ron a Constantinopla. Allí encontró también una mu­jer, de las más notables de aquel tiempo, Olimpia, a quien Juan Crisóstomo dirigirá una abundante co­rrespondencia. Allí pronuncia en esa época numerosas oraciones fúnebres, entre ellas la de la joven prince­sa Pulquería, en la que describe la desolación de la corte; en ésta pudo inspirarse el tema que Bossuet ha inmortalizado. Habla también en la muerte de la emperatriz Flacilla.

Después, su estrella debe borrarse ante la joven ce­lebridad de Juan Crisóstomo que conoce su primer esplendor. Poco a poco Gregorio es olvidado, relegado de la actualidad. Sufre con ello, lo cual nos vale al­gunas observaciones de desaliento.

Libre de responsabilidades, Gregorio se vuelve hacia la vida interior. Se depura y se consagra a la teología mística. Experiencia y reflexión le permiten alcanzar en este terreno un dominio y una originalidad incom­parable. En este época escribe sus admirables obras

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sobre la Vida de Moisés y el Cantar de los Cantares, a las? que hay que unir su comentario al Padre Muestro y suj tratado sobre las. Bienaventuranzas, obras maestras des la teología mística. Volviendo, en el plano espiritual a la herencia monástica de su hermano, aporta al mo*? naquismo la doctrina mística que le faltaba, especial! mente en su libro De instituto christiano.

Gregorio ha llegado ya, como dice él mismo, a 1; edad de los «cabellos blancos». Siguiendo a OrígenesJ describe el avance en la vida espiritual, en los marcos] de la Vida de Moisés y en el Cantar de los Cantares, como! una marcha incesante, a través de sucesivas purifica-» ciones, que son otras tantas aberturas a nuevas gra-l cias, hasta el desasimiento total. Allí encontramos las? etapas de la vida espiritual, la purificación, la nube y! las tinieblas, que utilizarán todos los autores espiri| tuales de la Edad Media. En este total desasimiento! el hombre se abre a Dios, en el éxtasis del puro amor,« donde Dios le reconoce como amigo, «lo cual es para mí la perfección de la vida». Aquí el pensador se r& viste de místico, la reflexión se apoya en la experiea* cia. Los gritos que le salen del alma anuncian ya a Santa Teresa de Avila.

En el 394 Gregorio asistió por última vez a un sí»: nodo. Debió morir poco después, quizá en el 395*1 La historia ha sido injusta con Gregorio Niseno. Sul nombre ha sido unido muchas veces a la disputa que| atacaba a su maestro Orígenes. Despreciado a menu-| do, raramente estimado en su justo valor, Gregorió| se impone como uno de los espíritus más vigorosos,! en una época rica en teólogos. |

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I Su retrato Es difícil trazar el retrato de Gregorio tan poco in-|

clinado a hablar de sí mismo. Sus mismas cartas no»; muestran poco de su persona. A lo más, descubrimos! en ellas su independencia de espíritu cuando habla; de las peregrinaciones. Tiene sentido de la observa*! ción y no conoce «ese mínimum de hipocreesía» qudj

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afecta a los hombres de religión. Gregorio tiene na­turaleza de hombre introvertido, secreto y reservado. No se abre, pero sucede que a veces se muestra de modo estruendoso. Está desprovisto de todo espíritu polí­tico, en ocasiones hasta la torpeza. No quiso, ni pudo afirmarse mientras vivía su hermano Basilio. Dedi­cado a sí mismo, dueño de su pensamiento, y libre de compromisos, se mostró a la altura de sus responsa­bilidades y de las circunstancias. Consigue la plena madurez de sus posibilidades cuando se retira de la escena, en la hora de los desprendimientos y del pro-fundizamiento espiritual, que es también la hora de la plenitud y del entroje. Se han desvanecido todos los espejismos, ante él está el camino escarpado que le lleva hacia Dios.

Basilio y Gregorio Nacianceno le eclipsaban. Es uno de esos hombres que mejoran al ser conocidos, que no se entregan al primero que llega, sino que son reve­lados por una asidua frecuentación. Ha sido tachado de platonismo más que ningún otro Padre, lo que ha llevado el descrédito a su obra. Es cierto que había leído íntegramente los autores paganos.

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Hay que reconocer su inferioridad literaria. No se ha formado con los métodos de las universidades como sus dos émulos. El es un autodidacta. Un self-made-man. Su frase es pesada, recargada, su estilo carece de co­lorido. No es ningún mago del verbo. Ha sufrido la influencia de la sofística. Su retórica se muestra es-1 clava de las fórmulas escolares. El estilo —y sobre todo el orador— no es el hombre. Hay que buscarlo, más allá.

La grandeza de Gregorio está en la potencia de su pensamiento, y en la profundidad de su elaboración teológica, en la que supera a Basilio y al Nacianceno. Es uno de los pensadores más originales de la historia de la Iglesia. Ningún otro Padre del siglo cuarto ha utilizado en la misma medida la filosofía para pro-: fundizar en los misterios de la revelación. Si ha su­frido la influencia del pensamiento platónico, también sabe desprenderse de él cuando se trata de expresar; la originalidad del mensaje cristiano. Compara la fi­losofía pagana con la hija del faraón que era estéril. Lo mismo ocurre con la filosofía sin la luz de la reve­lación: «Aborta antes de llegar al conocimiento de Dios». Sabe que la verdad viene de la Biblia. Su ins­piración, como la de su maestro Orígenes, viene de la palabra de Dios.

Gregorio es, en fin, el padre de la teología mística. Es!

cierto qué ha bebido en las fuentes origenianas, pero con la libertad de un espíritu autónomo. Ocupa un; lugar importante en la historia de la espiritualidad, que acaba de concedérsele en nuestros días. Une a Filón y Plotino con Dionisio Areopagita y Máximo el Confesor. Influyó profundamente en el monaquismo oriental. La Edad Media occidental que comentaba al pseudo-Dionisio apenas dudaba de que éste depen­diera directamente de Gregorio. Así es como, con vestidos prestados, el obispo de Nisa hizo su entrada en Occidente.

Gregorio presenta ejemplos de la Escri­tura para mostrarnos el cambio de vida que nos impone el Bautismo. Debemos comportamos como hijos de Dios a pesar de los asaltos del demonio, y cambiar nuestro estilo de vida.

PARA LA FIESTA DE LAS LUCES (*)

Debemos finalizar con los testimonios de la Escritura. Nuestro discurso se prolongaría indefinidamente si quisiéramos enumerar todo para ponerlo en un solo libro. Todos vosotros que os glo­riáis del don del nuevo nacimiento, y estáis orgullosos de vuestra renovación y de vuestra salvación, mostradme después de esta gracia mística el cambio operado en vuestras costumbres; que yó vea en la pureza de vuestra vida todo lo que habéis mejorado. Lo que cae bajo los sentidos no cambia, la forma del cuerpo per­manece igual y nada se modifica en la estructura de la naturaleza visible.

Nos hace falta necesariamente una prueba para discernir al hom­bre nuevo, nos hacen falta signos para distinguir el nuevo hom­bre del viejo. Y estos son, me parece, los movimientos libres del alma que se arranca ella misma de la vida pasada para adoptar un nuevo estilo de vida, mostrando claramente a los que viven con ellos el cambio operado y cómo ya no hay huellas del pasado.

He aquí en qué consiste la transformación, si queréis seguirme y conformar vuestra conducta a mis palabras. Antes del Bautis­mo el hombre era desenfrenado, avaro, ladrón, ofensivo, men­tiroso, calumniador y todo lo que proviene de aquí. Ahora hay que ser moderado, satisfecho con lo que se posee, presto a com­partirlo con los pobres, amante de la verdad, respetuoso con los demás y amable; en una palabra: debe practicar todo lo que está bien. Como la luz ahuyenta las tinieblas y la blancura a la negrura, las obras de la justicia ahuyentan al hombre viejo. Ya ves cómo Zaqueo con su cambio de vida ahogó en él al publicano: devolvió el cuádruple a los que había perjudicado; distribuyó a los pobres lo que antes les había sacado.

(*) Sermón pronunciado en el 383, P. G., 46, 580.

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Otro publicano, el evangelista Mateo, colega de Zaqueo, in­mediatamente después de su elección dejó su vida pasada como una máscara. Pablo había sido un perseguidor, por la gracia se hizo apóstol y llevó por Cristo, con espíritu de expiación y de penitencia las injustas cadenas que antes había recibido de la Ley para perseguir a los discípulos del Evangelio.

Ved cómo debe presentarse el nuevo nacimiento, extirparse la costumbre del pecado, así es cómo deben vivir los hijos de Dios, porque la gracia nos hace hijos de Dios. Debemos, pues, con­templar exactamente las cualidades de nuestro Creador de modo que nos modelemos según nuestro Padre para llegar a ser hijos verdaderos y legítimos del que por su gracia nos ha llamado a la adopción. Un hijo desnaturalizado y. decaído que, con su con­ducta, burla la nobleza de su padre, es un reproche viviente. He aquí por qué, creo yo, el Señor en el Evangelio, al trazar nuestfa línea de conducta, dice a sus discípulos: Haced el bien a los que os aborrecen, orad por los que os hieren, y os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos (49). Seréis hijos, dijo, si com­partís la bondad del Padre, expresando en vuestro comporta­miento y en vuestras actuaciones con el prójimo la bondad de Dios.

Ved por qué, una vez revestidos de la dignidad de hijos, el demo­nio nos asalta más fuertemente, porque revienta de envidia cuan­do ve la belleza del hombre nuevo que se encamina hacia la ciu­dad celeste de la que él ha sido arrojado. Enciende en vosotros tentaciones terribles y se esfuerza por despojaros de vuestras se­gundas galas como lo había hecho antes con las primeras. Cuan­do caemos en la cuenta de sus incursiones debemos repetir la frase del apóstol: Todos los que hemos sido bautizados, hemos sido bau­tizados en su muerte (50).

Si, pues, estamos muertos, el pecado está muerto para nosotros, ha sido atravesado por la lanza como lo hizo celosamente Fineas con el perverso. Vete, pues, miserable, quieres despojar a un muerto que antes te había seguido y a quien los placeres pasados habían hecho perder el sentido. Un muerto no tiene ningún atrac­tivo hacia un cuerpo, un muerto no es seducido por las riquezas, un muerto no calumnia, un muerto no miente, no toma lo que no le pertenece, no desprecia a los que encuentra.

Yo he cambiado el estilo de vida. He aprendido a despreciar el mundo, a desdeñar los bienes terrenos y a buscar los bienes de allá arriba. Pablo lo ha dicho: el mundo está crucificado para El y El para el mundo (51). Estas son las palabras de un hombre

(49) Mateo, 5,44-45. (50) Remotos, 6,3. (51) Galotas, 6,14.

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verdaderamente regenerado, así es como se expresa el hombre nuevo que se acuerda de la profesión de fe hecha a Dios, reci­biendo el misterio, en el que se ha comprometido a despreciar toda pena y todo placer por amor de El.

Esto basta para conmemorar la festividad que el ciclo del año nos presenta. Es conveniente terminar nuestro discurso por aquel que nos hace el don entregándole a cambio un modesto tributo por tantas gracias.

Oración

Tú, Señor, eres verdaderamente un manantial que mana bon­dad sin cesar, tú que nos has rechazado en tu justicia y que has tenido piedad según tu benevolencia. Tú nos has odiado y te has reconciliado con nosotros, nos has maldecido y nos has bendeci­do; nos has echado del paraíso y nos has devuelto a él; nos has vestido con modestas hojas de higuera, el traje de nuestra mise­ria, y nos has echado sobre los hombros la capa de distinción; has abierto la prisión y librado a los condenados, nos has rociado de agua pura y has lavado nuestras manchas.

En adelante, Adán no tendrá por qué enrojecer si le llamas, no tendrá que ocultarse en los arbustos del paraíso bajo el peso de su conciencia. La espada de fuego no cerrará la entrada al pa­raíso para impedir que entren los que se acercan. Todo se ha tro­cado en alegría para los herederos del pecado, el paraíso y el cielo están ahora abiertos al hombre. La creación terrestre y supra-terrestre antes divididas, se han unido en amistad; nosotros, los hombres, nos hemos puesto de acuerdo con los ángeles y comul­gamos en el mismo conocimiento de Dios.

Por todas estas razones, cantemos a Dios el cántico de la ale­gría que pronunciaron un día labios inspirados:

Mi alma se alegrará a causa del Señor, porque me ha revestido con los ropajes de salvación como el esposo se cubre con turbante, como la casada se adorna con sus galas (52).

El que adorna a la esposa es por supuesto Cristo, que es, que fue y que será; El es bendito ahora y por los siglos. Amén (53).

(52) Isaías, 61,10. (53) Traducción francesa de A. Hamman, aparecida en Le Baptime, col. Ietys, núm. 5, París, 1962, pp. 165-163. Para la obra y el nombre, ver J. DAMELOU, Platmisme et thiolo-gie myslique, París, 1954.

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Efrén

S O TT 2ES (t373)

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Estamos tan acostumbrados a seguir la expansión del ] Evangelio de Oriente a Occidente que acabamos por encontrarla inevitable. Olvidamos el movimiento que llevó la evangelización hacia el Extremo Oriente. Podríamos incluso preguntarnos qué hubiera sido del cristianismo si deliberadamente se hubiera fijado en la India o en la remota China.

La evangeliza- Al menos hay que recordar que el cristianismo se ción de Persia extendió de Antioquía hacia la Siria oriental. A prin­

cipios del siglo cuarto la Iglesia está sólidamente im­plantada en la Mesopotamia sasánida. Cruelmente diezmada, deportada hacia Seleucia-Ctesifonte, la Iglesia «persa» siguió desarrollándose en dos mitades, al norte y al sur. Una parte de la población siria, en el momento de la anexión persa, prefirió, como muchas comunidades de hoy puestas en las mismas circuns­tancias, expatriarse para evitar la autoridad del nue­vo dueño.

Santiago de Nísibe gobernaba entonces la iglesia de Nísibe. Era a la vez un asceta y un pastor, que unía la doctrina al ayuno y el trabajo apostólico a la ora­ción. Va a ejercer una duradera influencia en el joven Efrén. Santiago había fundado en Nísibe una escuela teológica, llamada a menudo «la escuela de los per­sas». Era a la vez un seminario instalado en un mo­nasterio y un centro de estudios, especie de universi­dad católica, en la que se enseñaban la escritura, la lectura, el canto y las Escrituras. La Biblia leída, transcrita, traducida y cantada, era la base de la en­señanza.

En esta Mesopotamia semítica, vemos aparecer un tipo de enseñanza que hace oficial a la lengua del país, el siríaco, la cultura nacional, y representa un lejano vastago de la cultura y de la literatura judeo-cristianas. La liturgia siria ha conservado el patrimonio de esta Iglesia hasta nuestros días.

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Lo que nos choca en la literatura siríaca es la riqueza de su lirismo y la importancia de la poesía. Cuando los sirios traducen a los griegos —y lo hacen mucho en esta época— los desarrollan y los parafrasean. Todo tema es materia de infinitas variaciones. El alma la­tina se vigila cuando ora, la siria se abandona.

Gracias a las traducciones siríacas conservamos nu­merosas obras griegas perdidas hasta hoy. La «es­cuela de los persas», fijada en Nísibe después del de­sastre militar de Juliano el Apóstata, se trasladó a la ciudad de Edesa. Allí es donde el diácono Efrén le confiere un esplendor incomparable.

Su vida I ' a v " i a de Efrén la conocemos poco. No porque ca­rezcamos de biografías, que de hecho tenemos de­masiadas, retocadas e interpoladas, hasta tal punto que es difícil distinguir lo verdadero de lo falso. Tan­to más, cuanto que los hombres grandes que eran san­tos se hacían inevitablemente personajes de leyenda y leyendas. El clásico panegírico utilizado por los cris­tianos podía dispensarse de exactitud histórica. Aquí el fin siempre parece justificar los medios.

Efrén nació hacia el 306. Es, pues, contemporáneo de Hilario y de Basilio, pero también del emperador Cons­tantino el Grande que comenzó a reinar en el 306. Sus padres eran cristianos. De joven sufrió la influen­cia de Santiago de Nísibe. Aunque llevó vida eremí­tica, Efrén no vivió entre los monjes más que de modo intermitente. Pero permaneció siempre en relación con los ascetas de Edesa, que ejercieron una profun­da influencia sobre él.

El obispo Santiago se quedó con el brillante Efrén, le ordenó diácono y le confió la dirección de la «es­cuela de los persas». Efrén no abandonó Nísibe más que cuando la ciudad cayó bajo la dominación persa. La leyenda dice que el joven diácono asistió al Con­cilio de Nicea y después visitó a Basilio de Cesárea.

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Las obras de San Efrén presentan aún más dificulta­des que su biografía. Por una parte no se han conser­vado más que en traducciones y nunca han tenido una edición crítica, que plantea dificultades a veces insolubles. Especialmente su poesía, utilizada por la liturgia, ha sufrido el impacto de este uso público. Efrén fue copiado, imitado, amplificado, con un afán insaciable que nos sorprende y que hace particular­mente difícil el trabajo de la crítica.

Asceta severo, el diácono vivía de pan, cebada y le­gumbres. «Su cuerpo estaba seco sobre los huesos, parecido a una teja de arcilla». Efrén tenía alma de místico. Y la tiasvasó a su poesía que construía sobre el silabismo y el paralelismo. Amó la imagen brillante y los colores vivos. El inagotable lirismo de sus poemas, que cansa a nuestros espíritus impacientes, causó es­tupor en su país.

La producción literaria de Efrén no carecía totalmen­te de razones. Se había propuesto neutralizar la in­fluencia de los herejes Marción, Bardesanes y Manes, padre del maniqueísmo, que predicaban un sincre­tismo religioso influenciado por el mazdeísmo iranio. Bardesanes había compuesto himnos, que eran ins­trucciones versificadas con estribillo. Efrén hizo lo mismo y compuso los Memré, poemas destinados a ser; recitados y los Madrasjé, himnos para ser cantados»; De este modo ejerció una influencia duradera en }j| liturgia oriental. |

Un biógrafo nos cuenta de manera deliciosa y vero|« símil la pedagogía religiosa del diácono. «Cuando! San Efrén vio el gusto que los habitantes de Edesai sentían por los cantos, instituyó la contrapartida d< juegos y danzas para jóvenes. Hizo coros de religiosas, a las que hizo aprender himnos divididos en estrofa^ con estribillos. En estos himnos metió pensamiento! delicados e instrucciones espirituales sobre la NativiJ dad, la Pasión, la Resurrección y la Ascensión, así como sobre los confesores, la penitencia y los difuntos.

Las vírgenes se reunían los domingos, en las fiestas grandes y en las conmemoraciones de los mártires; y él como un padre, se ponía en medio de ellas y les acompañaba con el arpa. Las dividió en coros para los cantos alternados y les enseñó los diferentes aires mu­sicales, de modo que toda la ciudad se reunió alrede­dor de él y los adversarios llenos de vergüenza desa­parecieron».

Menré y Madrasjé son, en principio, narrativos unos y didácticos los otros. En ocasiones el diácono-poeta, con un lirismo completamente oriental, da a estos poe­mas una forma dramática. Pone en escena un perso­naje, le da la palabra, hace dialogar a diversas per­sonas, es lo que preludia al misterio litúrgico de la Edad Media. Los diálogos que se establecen entre el auditorio y él, cuando describe la escena del juicio final, la inquietud de las preguntas y la terrible pre­cisión de las respuestas han sido citadas por Vicente

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/ de Beauvais en el siglo trece y fueron conocidas inj dudablemente por Dante.

Sus obras De Efrén nos quedan comentarios de la Escritura^ sermones sobre la fe y sobre el paraíso. En ellos encon tramos las tesis preferidas de la teología siria: la ma< ternidad virginal de María, la importancia de la vir* ginidad, la Iglesia y la fe descritas como una vuelí al paraíso. Cuando comenta la Escritura, cuando po> lemiza o predica, Efrén bebe siempre en las fuenfc de la Biblia. Los himnos a María son frecuentemenfc paráfrasis de citas bíblicas como Ave Maria, Benedia tu in mulieribus.

/ -Le gusta desarrollar temas de la fe y de la vida in terior. La imagen de la interioridad la ve en los tresi reyes que adoran en silencio. A la fe él junta la cari-1 dad y la oración. Canta con fervor la plegaria inte-; rior. Como la Virgen, ella no debe dejar su morada." «El silencio y la paz velan sobre su umbral».

La oración es un espejo ante tu rostro. Que sean encuadrados, Señor, tu belleza y tu

[esplendor. Que no tenga acceso allí el maligno, para que no deje su marca y su suciedad. El espejo capta la imagen de quien allí se

[perfila:

¡Que nuestros pensamientos no invadan nues-[tra oración!

Que puedan imprimirse en ella los movi-[mientos de tu rostro

y el espejo encuadre tu belleza.

La oración no se separa de la penitencia, que para Efrén es una actitud de vida. La compara a los refu­gios donde se cobijaban los judíos del Antiguo Testa­mento, pero con la diferencia de que el cristiano debe seguir siempre en ella. La perspectiva del juicio debe avivar este sentimiento: «Representémonos, Señor, llegados a tu puerta, y que aparezca nuestra peni­tencia en el umbral».

Pero aquí los interpoladores se han divertido. Han cambiado la penitencia en terror. Nace un cierto ma­soquismo en una espiritualidad decadente. Cuando la penitencia no se alimenta en los manantiales de la fe, recurre al coco. Esta es también el recurso en los tiempos modernos de los predicadores de baja clase. El sicoanálisis tendría aquí un terreno de fecunda in­vestigación. El crítico se pregunta qué texto se halla interpolado, el sicólogo busca el porqué.

La proliferación de las traducciones y de las falsifi­caciones muestra la profunda acción ejercida por el diácono Efrén. No se presta más que a los ricos. Pero los interpoladores ciertamente no han enriquecido el patrimonio efreniano. Jerónimo cuenta que el pres­tigio de Efrén fue tal que sus obras fueron leídas pú­blicamente en algunas iglesias después de la Escritu­ra. I^as traducciones griegas, latinas, armenias, geor­gianas, eslavas, árabes y siro-palestinenses, marcan la progresión geográfica de su influencia. Influencia ésta que permanecerá aún viva en la Edad Media.

La inmensa producción teológica y lírica de Efrén hizo que le llamaran «la lira del Espíritu Santo». Su influencia en la liturgia bizantina y en la liturgia si­ríaca aún perdura.

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La pasión de Jesús nos revela su mise­ricordiosa bondad. Hay que glorificarle y buscar cobijo en él.

ORACIÓN A CRISTO DOLIENTE (*)

Caigo a tus rodillas, Señor, para adorarte. Te doy gracias Dugjj de bondad, te invoco, oh Dios de santidad. Ante Ti doblo mü rodillas.

Tú amas a los hombres y yo te glorifico, oh Cristo, Hijo único y Señor de todas las cosas, que eres el único sin pecado: por mi¿ pecador e indigno, te has entregado a la muerte, a la muerte dé¡ cruz. De este modo has liberado a las almas de las ligaduras del mal. ¿Qué te devolveré yo a cambio de tanta bondad? ¡

¡Gloria a Ti, amigo de los hombres! ¡Gloria a Ti, oh misericordioso! ' ¡Gloria a Ti, oh magnánimo! ¡Gloria a Ti, que absuelves los pecados! ¡Gloria a Ti, que has venido para salvar nuestras almas! ; ¡Gloria a Ti, que te has hecho carne

en el seno de la virgen! ( ¡Gloria a Ti, que fuiste atado! 'i ¡Gloria a Ti, que fuiste flagelado! | ¡Gloria a Ti, que fuiste escarnecido! i ¡Gloria a Ti, que fuiste clavado a la cruz! -J ¡Gloria a Ti, que fuiste sepultado y has resucitado! 1 ¡Gloria a Ti, que fuiste predicado a los hombres 1

y ellos han creído en Ti! m ¡Gloria a Ti, que has subido al cielo! i

Gloria a Ti, que estás sentado a la derecha del Padre; volverá! con la majestad del Padre y de los santos ángeles, para juzgar, era esta hora horrorosa y terrible, a todas las almas que han deí l preciado tu santa Pasión.

(*) Sermón sobre los sufrimientos del Salvador, 9.

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Las potencias del cielo se conmoverán, todos los ángeles, los ar­cángeles, querubines y serafines comparecerán con temor y tem­blor ante tu gloria; los fundamentos de la tierra se bambolearán y todo lo que respira temblará ante tu soberana majestad.

En aquella hora, que tu mano me abrigue bajo tus alas, para salvar mi alma del terrible fuego, del rechinar de dientes, de las tinieblas exteriores y de las lágrimas eternas: que pueda glori­ficarte cantando:

Gloria al que se ha dignado salvar al pecador, por su misericor­diosa bondad (54).

(54) Traducción francesa de A. Hamman, aparecida en Priires des premiers ckréliens. París, 1952, núm. 269.

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Cirilo de Jeras alen T- & / G U (t386)

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Sobre el emplazamiento de la Jerusalén judía, los ro­manos habían construido una nueva ciudad, Aelia Capitolina. El Templo había cedido el sitio al Capi­tolio, consagrado a las tres divinidades romanas, Jú­piter, Juno y Minerva, cuyas huellas son aún hoy visi­bles. En el sitio donde los cristianos localizaban la crucifixión y la sepultura de Jesús, se levantó el tem­plo de Venus. A pesar de estas transformaciones, los cristianos continuaban viviendo y reuniéndose en la iglesia donde el Señor había celebrado la última cena, agrupados en torno a sus obispos Narciso, Alejandro y sus sucesores. Eusebio, obispo de Cesárea, cuya sede situa­da entre Jaffa y Haiffa no estaba lejos de los lugares, consagró una serie de obras a la geografía bíblica. Nos cuenta igualmente las pruebas pasadas por la comunidad durante la persecución de Diocleciano, en los Mártires de Palestina.

Su vida Las cosas cambiaron con el edicto de Milán en el 313. Probablemente este mismo año nació en Jerusalén o en los alrededores de la ciudad, Cirilo, que más tarde iba a esclarecer la sede. Doce años tenía cuando se reunió el Concilio de Nicea. De su familia y de su educación, sabemos muy poco. Debió recibir una bue­na formación escolar, como lo atestigua su arte ora­toria. Si bien improvisa fácilmente, sabe, sin embar­go, cuidar el estilo cuando es necesario. A falta de genio, tenía un gran talento.

Los menologios de la liturgia bizantina le describen, no se sabe apoyados en qué tradición, de estatura mediana, tez pálida, cabellos largos, nariz aplastada, cara cuadrada, cejas que continúan en línea recta,j y barba blanca espesa en las mejillas, dividida en dosl en la barbilla, «parecido en todo a un campesino».* Si es cierto que tenía un aspecto un tanto rústico, süj espíritu y sus palabras seducirán al auditorio de Tar»1

; so, que pasaba por ser una ciudad letrada y exigente j

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Su obra permitirá establecer su retrato, mejor que esta descripción probablemente fantástica.

En tiempo de Constantino, Macario era obispo de Jerusalén. Había asistido al Concilio de Nicea y con la autorización del emperador, emprendió las prime­ras excavaciones que permitieron descubrir el santo sepulcro. Enterado el emperador, hizo construir so­bre el calvario una inmensa basílica, precedida de un vestíbulo. Detrás, un gran patio cuadrado, ador­nado de pórticos conservaba en un edificio especial una reliquia de la Cruz. En la parte oeste, el santo se­pulcro se conservaba en una rotonda, la iglesia de la Resurrección (Anástasis). Allí pronunció Cirilo sus famosas catequesis. Aelia volvía a ser Jerusalén.

Macario fue reemplazado por Máximo. Era éste un antiguo luchador que el emperador Maximino Daya había enviado a las minas. De allí había vuelto tuer­to y cojo. Una vieja rivalidad oponía la sede de Je­rusalén a la del metropolitano de Cesárea. Raramente tenían los dos titulares la misma opinión. Al fin de su vida, Máximo se había entregado totalmente a Atanasio y le festejó a su vuelta de Occidente. Lo que no era del agrado de Acacio, su metropolitano.

Entre el clero de la ciudad se distinguía un sacerdote. Era Cirilo. Su elocuencia gozaba de gran reputación. Siendo simple sacerdote, había reemplazado al obis­po, para preparar a los catecúmenos al 'Bautismo durante la Cuaresma. Estas catequesis, que se han conservado hasta hoy, acreditaron su fama. A la muer­te de Máximo, hacia el 350, Cirilo fue instalado se­gún las reglas en la sede de Jerusalén, con el consen­timiento del metropolitano.

Al año siguiente, el 7 de mayo del 351, un fenómeno luminoso apareció en el horizonte de Jerusalén y to­dos reconocieron en él una cruz. Cirilo se dio prisa en contar el suceso al emperador. El prodigio pare­cía de buen augurio para el nuevo obispo.

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Pronto comenzaron los conflictos entre Cirilo y el me­tropolitano Acacio de Cesárea, al parecer por una cuestión de precedencia, no bien determinada en el Concilio de Nicea, donde no se quiso zanjar la cues­tión. Según el historiador Sozomeno, Cirilo no era un sufragáneo fácil. Argüía con el carácter apostólico de su sede para librarse de la autoridad de Acacio. Este último reprochaba a Cirilo el haber vendido objetos sagrados en tiempo de hambre, para socorrer a las necesidades de los fieles. En el teatro se había visto a una actriz vestida con paño ofrecido por Cons­tantino a Macario. El reproche tenía todo el aspecto de una interpretación tendenciosa.

En realidad Acacio pactaba con los arríanos. Se ha­llaba muy bien situado en la corte. Y se aprovechó para reunir un sínodo y deponer a Cirilo. Este no era de los que se dejaban manejar. Protestó contra lo que estimaba una decisión injusta, y apeló. Vino Acacio en persona con una patrulla militar, echó al obispo de su sede y, mam militan, puso en ella un obispo arria-no (357). Cirilo fue desterrado al mismo tiempo que su colega Hilario de Poitiers.

El obispo de Jerusalén se refugia primero en Antio-quía, después en Tarso. El obispo de esta última ciu­dad, Silvano, aunque arrianizante, le recibió bien y le permitió ejercer sus funciones sacerdotales y predi­car. Sus predicaciones fueron muy apreciadas.

El Concilio de Seleucia rehabilitó a Cirilo, pero me­ses más tarde el de Constantinopla, presidido por Acacio en persona, le depuso de nuevo. Cirilo apro­vechó, como Atanasio, las medidas tomadas por el emperador Juliano para volver a su ciudad natal, en el 362. Aún le quedaban muchos sufrimientos. Fue expulsado de nuevo por el emperador Valente, lo cual prueba suficientemente que estaba conside­rado como acérrimo adversario del arrianismo. No recuperó su diócesis hasta el 378. Su destierro había

durado once años. El Concilio de Constantinopla en el 381, en el cual participó, le reconoció solemnemen­te como obispo legítimo. Había soportado valiente­mente la persecución por la causa de la fe.

A su vuelta, el obispo tuvo que reparar los desastres que habían acumulado las divisiones y las perturba­ciones. El informe que Gregorio Niseno nos ha de­jado sobre la Jerusalén de esta época es especialmente sombrío. «Aquí no hay ahora, escribe en el 378, nin­guna clase de impureza que no aparezca con descaro. Perversidades, adulterios, robos, idolatrías, envenena­mientos, calumnias, crímenes, en pocas palabras, todo género de desórdenes ha establecido aquí su morada».

La ciudad estaba dividida entre arríanos y anti-arria-nos. El mismo Cirilo era discutido. Años más tarde, Jerónimo propagará aún los chismes que circulaban sobre el obispo en las colonias monásticas. Se le re­prochaba sus relaciones con los arríanos, mientras que el Concilio de Constantinopla, nada sospechoso de arrianismo, afirma del «muy venerable y piado­sísimo Cirilo» que había «luchado mucho contra los arríanos».

La verdad es que Cirilo era como Hilario un espíritu moderado y moderador, al que su amor a la ortodoxia no le hacía olvidar, como a ciertos «ultras», las leyes de la caridad y el deseo de la unidad. Los que más fuerte gritan no son siempre los que han sido más puros, ni más valientes en el tiempo de la prueba.

Cirilo pasa los últimos años de su vida restableciendo la unidad y cicatrizando las heridas de los años dolo­rosos. Su deseo permanente es la unidad en la fe* «El error, le gustaba decir, tiene múltiples formas, pero la verdad no tiene más que un solo rostro». Muere el 18 de marzo del 386. De treinta y ocho años de episcopado, el obispo de Jerusalén había pasado dieciséis en el destierro. León XIII le proclamó doc­tor de la Iglesia universal en 1893.

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El obispo de Jerusalén se vio íntimamente mezclado, en la lucha anti-arriana. Las circunstancias, más que el temperamento, hicieron de él un luchador. No pa | rece haber tenido una naturaleza belicosa, pero la lucha con Acacio le empuja hacia la violencia y hace áspero a este hombre pacífico. Esta dureza la inspira la defensa de la fe más que las cuestiones de precc^ dencia. Su carácter aparece más firme que flexible^ más áspero que tierno. Esta virilidad se manifiesta!: a lo largo de toda su predicación. En ella sopla un viento fuerte de alta mar: la fe que ha forjado la Igle­sia de los Apóstoles y de los mártires.

El catequista El catequista es lo que mejor conocemos, debido a; las 24 catequesis que exponen las verdades de la fe, y después la doctrina de los tres sacramentos de la iniciación cristiana: el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. Aquí tenemos un modelo de lo que po­día ser la enseñanza religiosa del siglo cuarto. Las ins-í

trucciones de Cirilo nos documentan asimismo sobre la liturgia de Jerusalén en esta misma época. La mayor parte de las 24 catequesis fueron pronun­ciadas en la basílica del Santo Sepulcro, alguna en la rotonda de la Anátasis. La autenticidad de las cinco últimas, llamadas mistagógicas porque son una in­troducción a los santos misterios (Bautismo, Confir­mación, Eucaristía), ha sido puesta en duda. Las di­ficultades son serias, pero no han convencido a todos los historiadores.

Las instrucciones comenzaban el primer domingo de Cuaresma y continuaban todos los días, excepto los sábados y domingos, hasta el Bautismo. Se explicaba la Sagrada Escritura, la historia de la salvación en sus principales conexiones y luego el símbolo de los Apóstoles. En la noche pascual los catecúmenos re­cibían el Bautismo, la Confirmación y la Eucaí istia. Durante la semana pascual su instrucción se perfec­cionaba con la explicación de los ritos de la iniciación cristiana (catequesis mistagógica). Cirilo consagra sus primeras predicaciones a la con­versión. Se trata principalmente de hacer comprender a los candidatos el cambio de vida y de costumbres, el vuelco que representa su opción cristiana. Como en la Didajé, el primer catecismo cristiano, se pone el acento en el carácter moral y existencial de la con­versión.

Las catorce catequesis siguientes comentan el sím­bolo de la fe con sello claramente trinitario. Cirilo no se contenta con enunciar las afirmaciones teológi­cas a propósito del Padre, del Hijo y del Espíritu San­to, sino que muestra de forma admirable la prolon­gación de esta doctrina en la vida del cristiano. El Padre nos introduce en el misterio de Dios y en aquel que hace de nosotros hijos e hijas suyos. Cristo es «nuestro Salvador bajo formas diferentes, según las necesidades de cada uno». El es todo para todos, per­maneciendo El mismo lo que es. «El Espíritu nos in-

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troduce en el misterio de la Iglesia que él santifica defiende». Transforma la vida del creyente. /«I ginaos alguien que vive en la oscuridad; si, por < sualidad, ve de repente el sol, su mirada se üumi y lo que antes no veía lo percibe ahora claramente Lo mismo ocurre con el que ha sido considerado no de recibir al Espíritu Santo, tiene el alma ilumi; da; ve por encima del hombre cosas hasta entoni ignoradas» (Cat. 16,16).

La catequesis de las cinco últimas instrucciones djí sarrolla la doctrina de los sacramentos de la inich ción cristiana explicando los ritos, que son una leí ción de cosas para descubrir su significación. El aguí expresa el poder de destrucción y de vida. El obispi relacionó cada sacramento con los sucesos y las figo ras del Antiguo Testamento, que era el blanco de todí catequesis en el siglo cuarto.

Características El estilo de Cirilo es claro y directo. Una cierta ses{¡ cilla bondad, una familiaridad en el tono son convi nientes para esta catequesis elemental. A veces tono se eleva, el estilo es más cuidado y Cirilo da muej tras de poseer un arte oratorio muy experimentada De ordinario, su ambición se limita a hacer compren der las verdades de la fe a inteligencias corriente! Recurre a la imagen y a la comparación. «No esperé a estar ciego para recurrir al médico». Y en otra partt¡ «Que vuestro espíritu sea forjado, que la dureza de h incredulidad sea abatida con martillo, que caigaii las escorias, que quede lo que es puro, que caiga é orín, que quede el bronce» (2,15). J

En otra parte compara la fiesta de Pascua con el na cimiento de la primavera para explicar a los candida tos al Bautismo el nuevo nacimiento. «En esta esta ción fue creado el hombre, desobedeció, y fue echad< del paraíso; también en la misma estación ha encoiji trado la fe y por la obediencia ha vuelto al paraíso

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La salvación se ha realizado, pues, en la misma es­tación que la caída, cuando aparecieron las flores y vino el momento de podar la viña» (15,10). El obispo de Jerusalén conoce al hombre y no se ex­traña de sus limitaciones o de sus debilidades. Sabe que los motivos de conversión son a veces imperfectos. Éste viene a pedir el Bautismo para complacer a su mujer o a un amigo. Poco importa, riguroso para de­fender la ortodoxia, Cirilo es comprensivo cuando se trata del hombre. «Yo te acepto, a ti, que has venido con un motivo de poco valor, estás destinado a la sal­vación, así lo espero. Quizá no sabías adonde venías, ni qué redes te iban a atrapar. Te encuentras en las redes de la Iglesia. Déjate coger vivo, no trates de es­capar. Es Jesús el que te pesca a anzuelo, no para tu muerte, sino "para darte la vida, más allá de tu muerte. El te hace morir y resucitar. En efecto, tú has oído decir al apóstol: Muertos al pecado, pero vivos para la jus­ticia. Muere a tus pecados y vive para la justicia; vive desde hoy» (1,5). Enseñanza vigorosa, concreta, siem­pre al lado de la Escritura, a la que cita como fuente.

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/ La catequesis de Cirilo es equilibrada. No cae én las exageraciones, tan frecuentes de la época, contra el matrimonio y la carne, como las que encontramos en algunas homilías de Juan Crisóstomo. No vitupera al cuerpo sino que prefiere ver en él la maravilla de la creación. Toda esta enseñanza respira un optimis­mo de buena ley. Cirilo no es solamente un fino ob­servador, sino que se eleva hasta la poesía, cuando canta a las flores y a la primavera.

Cirilo está profundamente nutrido en las Sagradas Escrituras que ha meditado extensamente durante las veladas en su soledad voluntaria a la que hace alu­sión. Las citas bíblicas le salen con naturalidad. «¿Qué hay que hacer? ¿Cuáles son los frutos de la conversión? Que el que tiene dos vestidos dé uno al que no tiene» (4,8).

Sentimos no conservar nada de la predicación de Ci­rilo después de su vuelta definitiva a Jerusalén. Dos años pasados debieron madurar al catequista, Tuvo ocasión de confesar la fe que él exponía a los catecú­menos y de ser perseguido por ella. Su fe quedó for­talecida, su espíritu se hizo más ágil. La experiencia le había enseñado que la verdad sin caridad era tuerta.

La catequesis de Cirilo conserva hoy todo su valor. Sigue siendo un modelo para el que quiere tomar en serio el «aggiornamento» de la liturgia, sacando la doctrina directamente de las fuentes, hasta hacer de la vida cristiana una conversión continua.

Cirilo da a los catecúmenos una expli­cación sumaria de los principales ritos de la misa y saca las principales en­señanzas.

EXPLICACIÓN DE LA MISA (*,

DE LA EPÍSTOLA CATÓLICA DE SAN PEDRO : Rechazad por tanto toda malicia y todo engaño, hipocresías, envidias y toda clase de maleficencias... y lo que sigue (55).

1. Gracias a la bondad divina, habéis oído en las precedentes asambleas una exposición bastante completa del Bautismo, de la unción, de la recepción del cuerpo y la sangre de Cristo. Ahora es necesario proseguir estas enseñanzas; hoy vamos a coronar el edificio espiritual erigido para provecho vuestro.

2. Las abluciones

Habéis visto al diácono dar la ablución al celebrante y a los sacer­dotes colocados alrededor del altar. No se la ha dado para qui­tarle una mancha corporal; no se trata de eso; no teníamos man­cha en el cuerpo al entrar en la Iglesia. Esta ablución sobre las manos simboliza la necesidad que tenéis de purificaros de toda falta y de todo pecado.

Siendo las manos el símbolo de la acción al lavarnos indicamos que nuestras acciones son puras e irreprochables. ¿No has oído al bienaventurado David explicarnos el misterio diciendo: l a ­varé mis manos en la inocencia, y rodearé tu altar, oh Señor» (56) Así pues, el lavatorio de las manos es el símbolo de la remisión de los pecados.

3. Beso de paz

El diácono grita después: «Volveos los unos hacia los otros y abracémonos mutuamente». No creas que este beso es de la mis­ma clase que el que se dan corrientemente los amigos en la plaza

(*) Catequesis mistagégica, núm. 5,1-23, P. G., 33, 1.109. (55) 1 Pedro, 2,1-10. (56) Salmos, 26,6.

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pública. No, no se trata de un beso así. Este opera la fusión de las'almas y pretende llegar al olvido total de nuestras injurias. Este beso es signo de que nuestras almas no forman ya más que una y que rechazan todo rencor.

Por eso decía Cristo: «Si presentas tu ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofren­da ante el altar y ve a reconciliarte con tu hermano, después vuelve y presenta tu ofrenda» (57).

El beso es, pues, una reconciliación y por eso es santo como lo proclama San Pablo al decir: «Saludaos unos a otros con un beso santo» (58). Y San Pedro al decir: «...en un beso de caridad» (59).

4. Sursum corda

El sacerdote proclama entonces: «Levantad vuestros corazones». Verdaderamente en esta hora temible es necesario elevar nuestro corazón a Dios y no bajarlo hacia la tierra y hacia los asuntos terrenos. En virtud de estas palabras, el sacerdote nos ordena dejar ahora todos los cuidados referentes al cielo con el Dios de la bondad. En seguida respondéis vosotros: «Lo tenemos levan­tado hacia el Señor», dando así asentimiento a su orden por me­dio de la fórmula que vosotros pronunciáis.

Que nadie esté con una disposición tal, que diciendo con su beca: «Lo tenemos levantado hacia el Señor», su pensamiento esté sin embargo ocupado en los cuidados de esta vida. Indudablemente debemos pensar en Dios en todo tiempo, pero si la humana debi­lidad nos impide pensar sin cesar en él, en este momento es cuan­do hay que esforzarse, sobre todo, para conseguirlo.

5. Después dice el sacerdote: «Demos gracias al Señor». Real­mente tenemos que darle gracias porque, a pesar de nuestra in­dignidad, nos ha llamado a una gracia semejante, porque, sien­do enemigos suyos, nos ha reconciliado con El (60) y porque nos ha juzgado dignos de tener el espíritu de hijos de adopción (61). Vosotros respondéis: «Es digno y justo». Y efectivamente, dando gracias hacemos un acto digno y justo; El, sin embargo, no se ha guiado por la justicia sino que ha ido mucho más allá tra­tándonos con bondad y juzgándonos dignos de tan grandes bienes.

6. Anáfora

Seguidamente mencionamos al cielo, a la tierra, el mar, el sol, la luna, los astros y todas las creaturas racionales e irracionales,

(57) Mateo, 5,23-24. (58) 1 Corintios, 16,20. (59) 1 Ptiro, 5,14. (60) Romanos, 5,10. (61) Romanos, 8,15.

visibles e invisibles, ángeles, arcángeles, virtudes, dominaciones, principados, potestades, tronos y querubines que tienen cuatro rostros (62), repitiendo de algún modo el canto de David: «Glo­rificad conmigo al Señor» (63).

Mencionamos también a los serafines, a los que Isaías con­templó en el Espíritu Santo, formando un círculo alrededor del trono de Dios, cubriendo su rostro con dos de sus alas, sus pies con otras dos y volando con las dos restantes mientras dicen: «Santo, Santo, Santo es el Dios de los ejércitos» (64).

Si repetimos esta alabanza de Dios, que nos han trasmitido los serafines, es para unirnos al canto de gloria de las milicias celestes.

7. Invocación al Espíritu o Epíclesis

Cuando nos hemos santificado por medio de estos himnos espi­rituales, pedimos al Dios de bondad que envíe al Espíritu Santo sobre las ofrendas colocadas en el altar, para que haga del pan el cuerpo y del vino la sangre de Cristo. Porque todo lo que ha sido tocado por el Espíritu Santo está totalmente santificado y trasmutado.

8. Oración de intercesión

Una vez consumado este sacrificio espiritual, este culto incruen­to, invocamos a Dios sobre esta víctima propiciatoria por la paz común de las Iglesias, por la estabilidad del mundo, por los so­beranos, por nuestros soldados y por nuestros aliados, por los en­fermos y los afligidos; y de un modo general oramos y ofrecemos esta víctima por todos los que tienen necesidad de ayuda.

9. Oración por los muertos

Después hacemos mención de los que han dormido antes que nosotros (en el Señor), primeramente de los patriarcas, los pro­fetas, los apóstoles, los mártires, a fin de que por su plegaria y por su intercesión, reciba Dios nuestra petición; después oramos por nuestros santos padres, nuestros santos obispos difuntos y en general por todos los que nos han precedido en el último sueño, ya que creemos que las almas de aquellos por los que se eleva nuestra oración pueden esperar un gran provecho de la santa víctima que descansa sobre el altar.

10. Quiero convenceros de esto con un ejemplo: ya sé que muchos dicen: «Deje el mundo con o sin pecado, ¿de qué sirve

(62) Ezeqmil, 10,21. (63) Salmos, 34,4. (64) Isaías, 6,2-3.

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a un alma el ser mencionada en esta oración?» Ahora bien, si un rey hubiera desterrado a algunos por haberle ofendido y los familiares de estos tejieran una corona y se la ofrecieran al rey por los que éste había castigado, no les concedería una remisión del castigo? Del mismo modo cuando ofrecemos nuestras ora­ciones a Dios por los que han dormido antes que nosotros, no te­jemos una corona, sino que ofrecemos a Cristo inmolado por nuestras faltas, aplacando para ellos y para nosotros al Dios de bondad.

19. Comunión

Hecho esto, el sacerdote dice: «A los santos, las cosas santas». Las cosas santas son las ofrendas colocadas sobre el altar, que han recibido el influjo del Espíritu Santo.

Y vosotros también sois santos, puesto que habéis sido juzgados dignos de recibir el Espíritu Santo. A los santos convienen, pues, las cosas santas. Pero vosotros decís:'«Un solo santo, un solo Se­ñor, Jesucristo». Ya que no hay más que uno que sea santo por naturaleza; si también nosotros somos santos, no lo es por natu­raleza, sino por participación, por ejercicio y por oración.

20. Entonces oís la voz del cantor que, con una melodía divina, os invita a tomar parte en los santos misterios y os dice: «Gustad y ved qué bueno es el Señor» (65). Para juzgar de El no os fi­jéis en vuestro paladar corporal sino en vuestra fe inquebrantable. Porque cuando gustáis, no es el pan y el vino lo que se os invita a probar, sino la representación del cuerpo y la sangre de Cristo.

21. Adelantándote, pues, acércate sin estirar la palma de la mano (66), sin separar los dedos, colocando la mano izquierda debajo de la derecha como un trono para la que va a recibir al Rey, y recibe en el hueco de la mano el cuerpo de Cristo di­ciendo: «Amén». Santifica tus ojos con precaución al contacto con este cuerpo sagrado, después consúmelo teniendo cuidado de no dejar perder nada de él. Lo que perdieres, ten por seguro que es como si perdieras algo de tus propios miembros.

Dime, si te hubieran dado pepitas de oro, ¿no las guardarías con todas las precauciones posibles, cuidando de no dejar perder nada ni dejarlo estropear? ¿Y no cuidarás con mucha más pre­caución de no dejar caer ni una migaja de lo que vale más que el oro y las piedras preciosas?

22. Después de haber comulgado el cuerpo de Cristo, acércate ahora al cáliz de su sangre. No extiendas las mimos, sino inclí­nate, di «Amén» a modo de adoración y de veneración y santi-

(65) Salmos, 34,9. Primer testimonio del canto de este salmo durante la comunión. (66) £1 comulgante recibe el cuerpo de Cristo en la mano.

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fícate tomando la sangre de Cristo; enjuga con tu mano la hu­medad que queda en tus labios y tocándolos con ella santifica tu frente, tus ojos y los otros órganos de tus sentidos. Y mientras esperas a la oración, da gracias a Dios que te ha juzgado digno de participar en semejantes misterios.

23. Conservad intactas estas tradiciones y guardaos puros vo­sotros mismos de toda ofensa. No os separéis de la comunión, para no privaros por la mancha del pecado, de estos misterios espirituales y sagrados.

Y que el Dios de la paz os santifique totalmente; que todo vues­tro ser, cuerpo, alma y espíritu sea conservado sin tacha hasta la venida de Nuestro Señor Jesucristo (67) a quien, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pertenece la gloria, el honor y el poder ahora y siempre por los siglos de los siglos. Así sea (68).

(67) 1 Tesalonictnses, 5,3 (68) Traducción francesa de H. Delanne, aparecida en la ImtiatUm chrétUmu, col-Mys, núm. 7, París, 1963, pp. 51-60. A. PAULIN, nos ofrece una presentación, Saint CyriUe it Jérmalem, Cal/chite, París, 1960

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Juan Cris os tomo 1 / G / U (t407)

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Un monje en la sede de Constantinopla: el dra de Juan, llamado Boca de oro o Grisóstomo, resjj en esta paradoja. Si no hubiera sido investido esta dignidad deseada y temida, hubiera sido un ceta, un director de conciencias, un predicador c<j tagioso. La santidad no le dio sentido político, que le volvió intransigente y le impidió siempre tenderse con el poder, utilizar las armas que Gil de Alejandría sabrá manejar. Pero este último egipcio. Juan tenía la pureza monolítica que le ponía a la animosidad de los hábiles y a la persecu<| de los políticos. Y se prestó a su juego. Muere* i haber servido con la intransigencia de los puros.| un personaje de Anouilh. En un escenario de la güedad, hubiera sido Antígona, en la Iglesia e s | confesor.

Su vida Juan es hijo de gran ciudad. Nació en la cosmof ciudad de Antioquía, la tercera del imperio, a lias del Orontes. Creció entre la masa abigarrada las grandes aglomeraciones, suficientemente pr gido para no empañar su alma en ella y bastante ciado con el pueblo como para conocerlo, amar] establecer un contacto espontáneo con él.

Su familia era culta y poseía bienes raíces. Su paij oficial superior, había muerto joven. El niño fue i' cado por su madre, mujer admirable que a los v^ años, sacrifica su juventud y renuncia a nuevas cias para consagrarse a su hijo. Ejerció gran influí sobre él. Ella fue quien provocó un día la refle de un retórico sin duda Libanios: «¡Qué mujeres entre los cristianos!»

Juan no espera hasta pasar el sarampión de la ju^ tud para recibir el Bautismo, sino que lo recibe a | dieciocho años, fecha decisiva que él evocará tarde en un sermón a unos jóvenes bautizados, al Evangelio con naturalidad, sin crisis, por la fui de la fe que se abre a Dios. En él no hay dificulta

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entre Platón y Jesús. Si su cultura es griega su alma es cristiana. En el fondo, no hay un Padre de la Iglesia que esté menos ligado al helenismo. Terminados sus estudios de cultura general, de retó­rica y de filosofía, en que fue alumno brillante de Li­banios, se estableció en la ciudad, pero pronto renun­ció a una carrera que se preveía brillante, para reci­bir las órdenes menores. Quiso marchar al desierto. Pero su madre, que lo había sacrificado todo, se lo impidió. Huyó, pues, de la agitación de Antioquía y se estableció fuera de las puertas de la ciudad para encontrar la paz. Se consagró a la ascesis y al estudio bíblico.

Antioquía era un centro teológico de gran renombre. Juan aprende de Diodoro de Tarso, el maestro in­discutible de la época, la exégesis bíblica, sensible al sentido literal del texto sagrado. Juan desconfiaba tanto de las especulaciones alegóricas, como de las controversias teológicas. Busca en el Evangelio el ca­mino y la llamada de Cristo. El Evangelio de Mateo le es especialmente querido. A San Pablo le profesa una admiración que le impulsa a releer sin cesar sus epístolas. De ellas, sin duda, saca su espíritu misione­ro que le apartará de la soledad.

A pesar de su madre, Crisóstomo acabó por ir al monte para vivir entre los monjes una vida austera de ayunos y vigilias, que comprometieron definitiva­mente su salud. Buscaba la paz interior y el estímulo de las comunidades fervorosas. Muchos escritos as­céticos se remontan a esta época, como el tratado Contra los adversarios de la vida monástica.

Juan está desde entonces dispuesto para afrontar la acción misionera. El amor a los demás, más que su salud destrozada, le hacen volver a Antioquía, donde el anciano Melecio le ordena diácono en el 380-381. Entonces esciibe el tratado del Sacerdocio que ha te­nido un extraordinario éxito hasta nuestros días. Es una obra maestra por la elegancia ática de su estilo.

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.cnionces tenia unos ireinie y cuairu anos, vjinco anos más tarde es ordenado sacerdote. Se consagra a la predicación, supliendo al obispo que era poco dotado para la palabra. Fue el período más feliz de su exis­tencia, el que respondía más exactamente a sus gustos y a sus aptitudes.

Sacerdote ya, Durante doce años predica a tiempo y a destiempo, predica ávido de extirpar las costumbres del paganismo, de

refrenar la antigua pasión por el circo, el teatro y las antiguas fiestas paganas. «Un solo hombre, si está inflamado de celo, le gustaba decir, basta para refor­mar a todo un pueblo».

Tenía un adversario temible. Era preciso delatar los abusos: las faltas de los clérigos, la cohabitación con vírgenes consagradas a Dios, defender a los pobres y denunciar las injusticias sociales. Desarrolla además una intensa actividad literaria, redactando los infor­mes que se le encomiendan, y respondiendo a todos los que le piden consejo. Escribe un tratado para con­solar a una viuda joven. El tema y la importancia del sufrimiento se repiten en otras muchas obras.

Siente más predilección por la predicación. A veces, si el pueblo tiene hambre de oírle, predica aun dia­riamente. «La predicación me cura. Desde el momento

que abro la boca para hablaros desaparece mi fatiga». A veces habla de cuestiones discutidas. Explica con preferencia la Sagrada Escritura y la aplica a la vida cotidiana.

La mayor parte de sus homilías comentan el Antiguo y el Nuevo Testamento. Como Basilio, explica el Gé­nesis. Comenta a Isaías y los Salmos. Predica muy a gusto sobre el Evangelio. Y comenta extensamente el de Mateo y el de Juan. San Pablo es su autor preferido, siente afinidad con él. Se le ha llamado el nuevo Pa­blo. El mismo nos cuenta que relee sus epístolas hasta dos veces por semana, mientras que «muchos ignoran aún el número de las epístolas». Y por desgracia esta observación no ha perdido nada de su actualidad. Su comentario sobre la epístola a los Romanos es su obra maestra.

Nos queda aún una serie de catequesis bautismales que preparaban a los catecúmenos para el Bautismo. Las últimas fueron encontradas por el Padre Wenger en 1955 en el monte Athos. A éstas hay que añadir los seimones para las fiestas litúrgicas. La mayor parte de estas predicaciones se remontan a la época an-tioquena.

La lengua es pura, el estilo vivo, las imágenes abun­dantes. Sus introducciones son particularmente lar­gas. Las digresiones que tanto debían de gustar a los antioquenos a nosotros nos cansan con frecuencia. Al­gunos sermones duraron dos horas.

Juan Crisóstomo es un orador nato. Conoce el rasgo pintoresco, maneja el sarcasmo, los juegos de palabras (que más tarde le costarán caro) y el apostrofe direc­to, franco, apasionado. Este predicador está revestido de moralista, que analiza los secretos del corazón con penetración y con una exquisita sicología. Los cuadros que pintan los caracteres y sobre todo vituperan los vicios, son de un realismo implacable. Describe al hombre encolerizado que patalea, el despertar del

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juerguista que no cesa de bostezar, la dama coqueta que hace gala de sus atavíos en la iglesia. El público admira su exactitud en el análisis y lo exterioriza. Una ironía tan chocante, en otro cualquiera, hubiera alejado a los fieles. La gente de Antioquía sabe que Juan no reprende sino para conegir y para convertir.

No está movido más que por su celo y su corazón, y la gente sencilla sabe que es amada por él. Muchas veces defiende a los pobres y a los desgraciados, a los que mueren de hambre y de sed. Nunca ha pactado con el escándalo de la riqueza y del lujo que se exhi­ben ante los ojos de los pobres. Por eso, la cuestión social la trata continuamente. Y consagra una serie de predicaciones al ejemplo de Job, al sermón de la montaña, al ideal de la comunidad apostólica.

Juan Boca de Oro se alzó con vehemencia contra las calamidades sociales: el lujo y la codicia. Recordó la dignidad del hombre aun cuando sea pobre, y los lí­mites de la propiedad. Sus frases son tajantes: «Hay mulos que pasean fortunas y Cristo muere de hambre ante tu puerta». Muestra a Cristo en el pobre y le hace decir: «Podría alimentarme yo mismo, pero prefiero caminar mendigando, alargar la mano ante tu puei-ta, para ser alimentado por ti. Por amor a ti es por lo que yo obro así». Se levanta contra la esclavitud y su alienación. «Lo que os voy a decir es terrible, pero es necesario que os lo diga. Poned a Dios en el lugar de vuestros esclavos. Librad a Cristo del hambre, de la necesidad, de las prisiones, de la desnudez. ¿Tem­bláis?» (69).

Juan comparte la vida del pueblo; conoce sus ale­grías y sus angustias. Lo demuestra al predicar la cé­lebre serie de Homilías sobre las estatuas, una de sus obras cumbres oratorias, cuando el pueblo, harto ya de la­drones, derribó las estatuas de la familia imperial

(69) Los principales textos sobre la cuestión social están traducidos al francés hiches el pauvres dais l'Eglise anciemu, col. Ietys, núm. 6, París, 1962, pp. 171-215.

para prostestar contra las exacciones del régimen. Juan se aprovecha de ello para exhortar sin aprobar los excesos. No le escatima ni su apoyo ni su simpatía.

Obispo de La fama de Juan se había extendido mucho más allá Constantínopla de Antioquía, hasta la nueva capital del imperio.

Esa fama va a ser, en lo humano, la causa de su pro­moción y de su desdicha. La elocuencia y la santidad no son suficientes para triunfar en Constantínopla.

En el año 397 acababa de morir el obispo de la capi­tal, el fastuoso y mediocre Nectario, que había suce­dido a Gregorio Nacianceno. Eutropio, ministro to­dopoderoso del insignificante Arcadio, hizo que se designara a Juan como sucesor de Nectario. Fue pre­ciso emplear un subterfugio para llevar al sacerdote de Antioquía a Constantínopla y arrancarle su con­sentimiento. El historiador Sozomeno afirma que el Crisóstomo fue arrebatado por sorpresa.

De un día a otro, el popular predicador de Antioquía es elevado al puesto más codiciado del Imperio; es obispo de la capital, primera sede de Oriente y ora­dor de la corte y del emperador. Quizá se había ele­gido al orador, pero el que se revela es el monje y el pastor. Iba a comenzar la prueba de Juan que no aca­baría sino con la soledad v el destierro.

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Juan no era para ese cargo. No era ni diplomático ni hombre de mundo. Sus adversarios le acusan de autoritario y duro. El mismo reconoce en el Tratado sobre el sacerdocio que era propenso a la vanagloria, accesible a la envidia e inclinado a la cólera. Cierta­mente era un hombre incómodo. Tiene la violencia de los mansos, desbordados por los sucesos, exaspera­dos por las resistencias. Juan es reformador por rigor y por temperamento. Cuando la reforma se lo exigía, sabia emplear los modales duros. Quizá fueron las res­ponsabilidades las que le llevaron a la aspereza y a la rigidez.

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Juan comienza la reforma por sí mismo. Quita de la casa episcopal el lujo que había acumulado su prede­cesor. Gome solo y lleva, como diría Paladio, «una vida de cíclope». Se acabaron las recepciones suntuosas. Reforma a clérigos y monjes. Funda hospitales y casas de retiro. Emprende la evangelización de los campe­sinos y se esfuerza por llevar a la ortodoxia a los go­dos que eran numerosos en aquella región. Combate las sectas heréticas, novacianos y arríanos, con un vi­gor algo rudo, apoyado por el brazo secular. Com­prensivo con el hombre, era intransigente y aun duro con la herejía. Aún nos molesta más su actitud y su intolerancia con los judíos. Juan es antisemita. Habla a menudo contra ellos en la predicación, siempre con una violencia que llega hasta la injusticia. En Cons-tantinopla como en Antioquía, continúa predicando hasta dos veces por semana en ciertas épocas. Se adap­ta al nuevo público. Su estilo es menos familiar, más cuidado. Ante la resistencia que encuentra se endure­ce y se obstina. Polemiza contra las diversiones pú­blicas y el lujo de las clases dirigentes, irritando así a los medios influyentes. Sus exigencias morales in­disponen a obispos y a clérigos, que se confabulan con­tra el incómodo monje. La eficacia de su acción —así como el éxito de los complots— dependía en último término de la actitud de la corte imperial. El empe­rador era un personaje grotesco; su mujer, Eúdoxia, todopoderosa.

Las dificultades comenzaron cuando el obispo resis­tió al autoritario Eutropio, que quería suprimir el derecho de asilo, heredado de los templos paganos. Guando cayó en desgracia, Eutropio reclamó para sí mismo el derecho de las iglesias que había aboli­do. Esta fue para Crisóstomo la ocasión de su ma­yor éxito oratorio. Constantinopla oyó de nuevo el acento y la elocuencia de Demóstenes. Comentó la vanidad de toda la grandeza humana, vanidad de va­nidades y todo vanidad, en un discurso que permanece aún como la cumbre de la elocuencia: «Era un sueño

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nocturno y todo se desvaneció con el día. Eran las flores de primavera. La primavera ha pasado, todas se han marchitado».

La oposición al reformador comenzó por las damas de la corte que influyeron en la emperatriz. Les era fácil encontrar complicidades en Constantinopla y en Egipto.

En el 402 el patriarca de Alejandría tuvo que justifi­carse en Constantinopla; hábilmente Teófilo dio vuel­ta a la situación y de acusado se convirtió en acusador. Convocó «el sínodo de la encina», que destituyó a Juan Crisóstomo. El emperador tuvo la debilidad de firmarlo y el obispo fue desterrado. La prueba fue de corta duración. El descontento —una catástrofe, un temblor de tierra o un aborto de la emperatriz— hizo que ésta revocara su decisión. Lo cual nos mues­tra los arbitrarios procedimientos de la Iglesia del Imperio.

La tregua duró poco. Las celebraciones de carácter pagano con ocasión de la erección de una estatua del emperador, fueron duramente censuradas por el obis­po, indudablemente exasperado e irritado. Eudoxia se desembarazó del incómodo predicador. El obispo fue arrestado en la catedral durante la celebración pascual. Después de unas palabras de adiós, Juan salió de su iglesia que ya no volvería a ver más.

El nuevo destierro fue penoso. Fue enviado a una al­dea, Cucuso, en la frontera de Armenia. La salud del obispo se había debilitado. El clima era duro. La ma­yor parte de sus cartas datan de esta época. Nos que­dan 236. Este hombre probado, más bien trata de consolar que de ser consolado. En la prueba piensa en los demás. Escribe diecisiete cartas a Olimpias, las más largas y cariñosas. Son las primeras cartas en las que dirige a alguien. Por fin muere antes de llegar al Mar Negro. Sus últimas palabras fueron: «Gloria a Dios por todo». Era el 14 de setiembre del 407.

Los contemporáneos nos describen a Juan Crisóstomo, pequeño de estatura, rostro demacrado, frente arru­gada y cabeza calva. Tenía la voz débil. Las austeri­dades habían arruinado definitivamente su salud.

En su palabra está todo el hombre. Le basta hablar para sentirse —gran tentación de los mejores—, ha­bla para instruir, exhortar y reformar, deseosos siem­pre de combatir las costumbres paganas y de ins­taurar la moral del Evangelio. Es un reformador, un misionero.

Aunque no es un teólogo original, es sin embargo un incomparable pastor. No tiene el lirismo de Gregorio Nacianceno, ni es jefe y organizador como Basilio el Grande, pero en la perspicacia de su sicología y en la emoción de su elocuencia, supera a todos los demás Padres.

En Antioquía primero y después en Constantinopla, hizo oir, en las horas más sombrías, los acentos que no había oído la antigüedad desde Cicerón y Demóstenes. Su predicación ha desempeñado en la liturgia bizan­tina el mismo papel que la de Agustín en Occidente.

Ha sido leído, copiado, traducido e imitado. Su pre­dicación ha conservado mayor actualidad que la de los demás Padres. Su predicación moral y social pa­rece escrita en nuestros días. Es un honor para la Igle­sia el contar con hombres como Juan Crisóstomo que no han pactado nunca con el poder, con el dinero, y han sabido tomar partido por los pobres. Toda la fe de este hombre está expresada en su palabra. Y esta palabra sigue viva.

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El sermón desarrolla el tema bíblico de la sangre, desde la sangre del cordero pascual hasta la sangre que brotó del costado de Cristo. Del costado abierto nació la Iglesia y la Eucaristía.

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SERMÓN A LOS NEÓFITOS (*)

¿Quieres conocer el poder de la sangre de Jesucristo? Recoi mos la figura que lo anuncia, los antiguos sucesos que ocurrií en Egipto y que la Escritura nos cuenta. En aquella época qj Dios enviar la décima plaga a los egipcios y matar a todo» primogénitos durante la noche, porque se impedía salir poí fuerza, a su primogénito, el pueblo elegido.

Para no herir al pueblo judío al mismo tiempo que a los ej cios —los dos, habitantes del mismo país— les dio un distint un signo maravilloso para que tú distingas el poder de la ven significada. Ya amenaza la cólera de Dios y se teme al ár exterminador que debe visitar todas las casas. En ese mome da Moisés la orden: «Inmolad un cordero de un año sin defi y marcad las puertas con su sangre» (70). ¿Cómo? ¿Puede sangre de un cordero salvar a hombres dotados de razón? Ciej mente, no porque sea sangre, sino porque es figura de la san del Maestro. La estatua inanimada del emperador protege,,! gún el derecho antiguo, a todo hombre viviente que se refi en ella, no porque sea un metal fundido, sino porque represa al emperador. Lo mismo ocurre con la sangre inanimada y?; vida del cordero, puede salvar almas humanas, no porque sangre, sino porque figura la sangre de Cristo. El ángel ex minador al ver la sangre del cordero sobre las puertas paa de largo y no se atrevía a entrar, con mayor razón se mantea a distancia el enemigo al ver no la sangre del cordero sobre! puertas, sino la verdadera sangre de Cristo en los labios de; fieles, en las puertas de los templos vivos de Dios. Si el ángel'? mía ya la figura, con mayor razón temerá el demonio la ti lidad.

(*) Sermón encontrado en Grecia por A. Wenger, publicado en Sources ehrétü número 50. (70) Éxodo, 12.

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Si quieres conocer aún mejor el poder de la sangre de Cristo, acuérdate de su origen. Ha brotado del costado del Maestro en la cruz. Cuando Jesús expiró, estando aún en la cruz, cuenta la Escritura, vino un soldado y le abrió el costado con una lanza. Salió de él agua y sangre» (71). El agua simboliza el Bautismo, la sangre es figura de la Eucaristía. Por eso se ha escrito: salió sangre y agua, pero primero el agua, después la sangre. En pri­mer lugar somos lavados en el Bautismo y después gratificados con el sacramento eucarístico.

La lanza del soldado abrió el costado y rompió el muro del san­to templo. Aquí he encontrado yo un tesoro de gracia. Lo mismo ocurrió con el cordero pascual. Los judíos inmolaban el corde­ro, y nosotros hemos recogido el fruto de esta figura: del costado brotó sangre y agua.

No pases a pie juntülas sobre este episodio, rico en significacio­nes y considera otro misterio que se esconde en él. He dicho que el agua y la sangre son símbolos del Bautismo y de la Eucaristía. En los dos sacramentos, el baño del nacimiento nuevo y el mis­terio de la Eucaristía, que tienen su origen en el costado traspasa­do de Cristo, está fundada la Iglesia.

De este costado abierto sacó Jesús la Iglesia, como Eva tuvo origen en la costilla de Adán. Por eso pudo escribir San Pablo: «Nosotros somos de su carne y de sus huesos» (72), pensando en la llaga del costado. Dios tomó la costilla de Adán para formar a la mujer y Cristo nos da del mismo modo la sangre y el agua de su costado para formar la Iglesia. Como Dios tomó la costilla de Adán mientras dormía, en éxtasis, Jesús nos da sangre y agua después de haberse dormido en la muerte. Allí el sueño de Adán, aquí el sueño de la muerte.

Ved, pues, hasta qué punto está Cristo unido a su esposa. Ved con qué alimento nos sacia. El mismo es nuestro alimento y pues-tro banquete. Como una mujer nutre a su hijo con su leche ma­terna, en cierto modo con su propia sangre, así nutre Cristo sin cesar a los que El ha dado la vida del nuevo nacimiento, al pre­cio de su propia sangre (73).

(71) Juan, 19,34. (72) Efestos, 5,30. Al comentar este versículo, Juan Crisostomo vuelve sobre el mismo tema. (73) Traducción francesa de A. Hamraan, publicada en Le BapíSmt, col. núm. 5, París, 1962, pp. 205-209. Para un estudio de conjunto, ver A. MOULARD, Saint Jean Chrytostomt, París, 1949.

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Ambrosio de Milán V L 1¿ > (t397)

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Imaginémonos al prefecto de policía de París ciendo mañana al arzobispo de la ciudad y com deremos lo que un día pasó a Ambrosio, cuando gobernador de Milán. El obispo arriano Aux acaba de morir. Se había mantenido en su p contra viento y marea, hábil en su política e invet en el error. La elección de sucesor se preveía agi Se esperaba un choque entre los dos partidos e~ tados: los arríanos y los ortodoxos. Ambrosio, gado del orden, estaba presente, sin duda para e lo peor. No tenía voz en el capítulo ya que no es¿ aún bautizado sino que era catecúmeno. Una anónima —quizá fue un niík)— gritó: «Amb: obispo», y la unanimidad se hizo en torno a ese bre.

Obispo Esta elección no agradó al interesado. Ambrosio a pesar suyo testa, objeta que no es más que un simple catecúm

que se le hace violencia. No consiguió nada, que resignarse. Le hicieron obispo a pesar suyo. ? bautizado y ocho días más tarde, probablemen 7 de diciembre del 374, consagrado obispo. La I de Milán acababa de nombrarse un obispo cuya, fluencia se hará sentir hasta nuestros días.

Nada predisponía a Ambrosio para este cargó ritual. Como Pablo a las puertas de Damasco, 1 sido él buscado y violentado por el Señor. Era cionario íntegro y profundamente honrado, sin nifestación de fervor cristiano, ya que hasta bien¿ trada la treintena no se había preocupado de r el Bautismo. Era la imagen de la sociedad de su t' po, imperfectamente cristianizada.

Ambrosio había nacido en Tréveris, cuando su p. dirigía la prefectura pretoriana de las Galias. Su dre era una de esas cristianas admirables como Juan Crisóstomo o la de Basilio. A la muerte marido se estableció en Roma con sus tres hijo* niños y una niña, a quien el Papa Liberio dio el

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de las vírgenes. El alma y la educadora del hogar era la madre. En este medio aristocrático pero austero, Ambrosio lleva una juventud recta, dedicado a los estudios clásicos y jurídicos. Su carrera es rápida y brillante, le lleva a los treinta años al primer pues­to de Milán, la capital. Este joven prefecto había conseguido con su integridad y su energía la unión de la ciudad, antes de captarse los sufragios de la Iglesia.

Comenzaba una nueva vida. Honradamente, con la conciencia que es ya para él una segunda naturaleza, aprende Ambrosio su oficio de obispo. No se conten­ta con hacerse un buen administrador de la Iglesia, sino que comienza a tomar en serio el cambio de vida que le impone su nuevo estado. Distribuye su fortuna entre los pobres y se somete a una vida austera y es­tudiosa. Se pone bajo la dirección de un sacerdote ex­perimentado. Simpliciano, que le inicia en los estu­dios teológicos, lee la Escritura con fervor y se aden­tra en la escuela de los Padres griegos, sin despreciar a Filón y a Plotino. Parece ignorar a Tertuliano y a Cipriano a los que nunca cita.

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Su exégesis y su teología están profundamente in­fluenciados por Orígenes, hasta el punto de que mu­chas veces parece traducirle. Gomo los alejandrinos, se esfuerza por superar el sentido literal para llegar hasta el sentido espiritual oculto bajo la letra. «Bebe en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, en uno y otro beberás a Cristo».

El pastor Ambrosio es ante todo pastor y padre de sus fieles. A Agustín le gustará pintarle «asediado por una multitud de pobres, hasta el punto de que era difícil llegar hasta él». Este obispo clarividente está cansagrado principalmente al ministerio de la palabra. Su obra literaria no es más que su predicación puesta por es­crito. Sus tratados dogmáticos y ascéticos no son más que la prolongación del ministerio de la palabra.

El obispo de Milán es el hombre de la Escritura. Co­mienza por predicar el Evangelio, en especial el dé San Lucas, que sin duda parecía presentar menos di­ficultades. Su comentario ha llegado hasta nosotros. Es la más extensa de las obras del obispo de Milán. En ella depende completamente de Orígenes.

También nos queda una serie de pequeños tratados predicados antes de ser escritos, sobre el paraíso, so­bre Caín y Abel, sobre Noé, Abraham, Moisés, Isaac y el alma, José y la vida bienaventurada. El comen­tario de la creación inspirado en el de Basilio el Gran­de, fue también predicado durante una Cuaresma.

Muchos de sus escritos provienen de su ministerio de catequista. La iniciación a la fe cristiana, la prepara­ción al Bautismo juegan un papel considerable en la vida del obispo de Milán. Explica a los catecúmenos los sacramentos y la liturgia, refiriéndose a las figuras bíblicas, comentando los ritos del Bautismo y de la misa. Tenemos dos versiones de su catcquesis, uno cuidadosamente tratado, otro estenografiado, en los tratados de los misterios y de los sacramentos. Pueden en-

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contrarse aquí y allá, para alegría de los historiadores, rastros de la palabra.

Ambrosio fue un maravilloso orador al que Agustín, aunque maestro reconocido en el oficio, no se cansará nunca de escuchar. Pero la predicación de Ambrosio no es más que una parte de su acción litúrgica. El obispo se esfuerza por hacer participar a los fieles en la celebración, creando el canto popular. En Milán introdujo el canto dialogado de los salmos, que había nacido en Antioquía. El mismo escribe himnos y com­pone melodías inspiradas en los cantos griegos. Algu­nas de sus composiciones nutren aún hoy la piedad de la Iglesia occidental.

El obispo de Milán sabía por experiencia hasta qué punto era imperfectamente cristiana la sociedad del siglo cuarto. Se consagra a la reforma de las costum­bres mostrando las exigencias del Evangelio. Da al Occidente su primer tratado de ética cristiana, el De officiis, que toma hasta el nombre de Cicerón. Se inspira en el gran orador latino al que se esfuerza en cristianizar. No rechaza la antigüedad romana, hace referencia a sus poetas, sin caer bien en la cuenta quizá del estado de degradación de las instituciones romanas.

Ambrosio se muestra particularmente cuidadoso de promover la vida cristiana, sobre todo la virginidad, una de las más bellas conquistas del cristianismo so­bre las costumbres paganas. Habla de ella con una delicadeza exquisita, que no conocerá Agustín. Ja­más una trivialidad, nunca la indiscreción de un Ter­tuliano. La virginidad, sacada quizá de su devoción mañana, es como la patria de su corazón.

Muchas obras ensalzan la virginidad. Una de ellas está dirigida a su hermana Marcelina, que en Milán había agrupado algunas vírgenes a su alrededor. Ambrosio se consagró igualmente a la pastoral de las viudas y compuso para ellas un tratado espiritual.

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El apóstol social £1 obispo de Milán, cara a una sociedad en qi diferencias de fortuna se muestran incluso en la sia, fue un excepcional apóstol social cuya doct demasiado poco conocida, acusa los daños del y los excesos de la propiedad, con rigor de j i severidad de moralista. Su audacia sobrepasa a la del mismo Basilio. Este conservador romane cribe en el Tratado sobre Nabot: «Por lo demás de tus bienes lo que distribuyes a los pobres, sino'í sólo les devuelves de lo suyo. Porque sólo tú has pado lo que se ha dado a todos para el uso de te La tierra pertenece a todos y no a los ricos, per que no emplean su propiedad son menos nume que los que la emplean. Por eso, lejos de hacer dé tivos gratuitos, pagas tu deuda».

La historia ha conservado sobre todo la memor la actitud de Ambrosio para afirmar la independe! de la Iglesia frente al Estado. La intromisión del, perio en los asuntos religiosos había acumulado' masiados males en la época de las querellas arria para que el obispo de Milán no recordara un cipio demasiado olvidado: «El emperador está el Iglesia, no encima de ella». Cuando el Evangel la justicia son escarnecidos, Ambrosio sabe acá los sentimientos personales y aun la amistad. Y indica valor por parte de un antiguo funcionario,; vidor del Estado. Al mismo gran Teodosio le ók

a reconocer el derecho, cuando aquél mandó matar en Tesalónica^a siete mil personas, mujeres y niños incluidos, para vengar a un comandante godo muer­to en una revuelta. Ambrosio estigmatiza el crimen y excomulga al emperador. Este, en un principio, se re­siste, pero después se arrepiente. La noche de Navi­dad del 390, el emperador más poderoso de la tierra vestido con la túnica de los penitentes, acusa y expía públicamente su pecado antes de ser reintegrado al rebaño. Época de dureza, pero también de grandeza. Cinco años más tarde Ambrosio pronuncia la oración fúnebre del emperador. El no le sobrevive más que dos años.

Este aristócrata romano convertido en padre de los pobres es un milagro del Evangelio en este cuarto si­glo decadente. Si hubiera permanecido pagano hu­biera acabado quizá su existencia solitario y desen­gañado, leyendo a Virgilio para alegrar su espíritu, desde la mañana a la noche. El Evangelio hace de este funcionario un servidor de la Iglesia, de este cé­libe el padre de la familia de los pobres. La fe ha hu­manizado a este gobernador romano y le ha hecho plenamente hombre, sumergiéndole en plena masa humana. La gracia ha hecho de él un pastor al alcan­ce de los pequeños. Se describió a sí mismo al describir a Cristo «que no buscó la sociedad de los sabios ni la compañía de los juiciosos, sino al pueblo sencillo, que no sabe poner por obra lo que ha oído» (74). Sólo Agustín lo había encontrado algo demasiado episco­pal. Quizá Ambrosio desconfiaba de este joven retó­rico ambicioso, o quería poner a prueba a este afri­cano demasiado apasionado.

Este romano ponderado oculta una sensibilidad, qui­zá heredada de su madre y avivada por la fe. Quizá

(74) Naboth, 55. Traducción francesa de los Benedictinos de la Rochette, extraída de Riches tt pauvres dans l'Eglise, col. Ictys, núm. 6, París, 1962, en la que ha aparecido todo el tratado.

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nunca aparece ésta con tanta intensidad como en la oración pronunciada en las exequias del joven empe­rador Valentiniano II , asesinado en el 392: «Señor y Dios, no se pueden tener mejores deseos para los demás que los que se tienen para uno mismo. Por eso te suplico: no me separes por favor, después de la muerte, de los que tan tiernamente he amado en la tierra».

En ninguna parte descubre mejor Ambrosio el fondo de su alma que en la oración. En ella manifiesta el secreto de su vida. Aun en sus efusiones místicas de­pende de Orígenes, o más exactamente se halla a sí en él, como los enamorados se hallan a sí en Eurídi-ce. La oración de Ambrosio expresa en tonos ardien­tes su amor a Jesús y es un anuncio de San Bernardo.

En muchos textos aflora la confidencia que traiciona la humildad de corazón, la delicadeza del alma o la sensibilidad que le hacía amar a Virgilio. Cuando este romano reservado da algo que conservaba oculto se descubre como hombre de gran sensibilidad. Como Hilario, quema en frío. Este pastor que sabe acallar su sensibilidad cuando la justicia es escarnecida o la dignidad humana violada, aun cuando lo fuera por un emperador romano, es de una delicadeza exqui­sita para con los humildes y pecadores.

Del Evangelio de San Lucas ha sacado el respeto al frágil y la ternura para con el pecador. «Concédeme, escribe él, tener campasión cada vez que soy testigo de la caída de un pecador, que no castigue con arro­gancia sino que llore y me aflija». En ningún sitio se abre tanto como en su correspondencia. En ella des­cubrimos al hombre de acción, su energía, pero tam­bién su profunda bondad que tanto sedujo a todos los que le conocieron.

El escritor La obra literaria no nos da la medida exacta de la altura de este hombre. No quiere esto decir que aque­lla no sea estimable, pero sí es verdad que la forma-

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ción filosófica y teológica de Ambrosio era algo im­provisada. No jáene ni el vigor teológico ni la imagi­nación creadora de su discípulo Agustín. Escribe a prisa, sacrifica todo al gusto de la época y su frase carece de originalidad. Estaba demasiado absorbido por sus tareas pastorales como para limar su estilo y hacer verdadera literatura. Las dos versiones que nos quedan de su catequesis sacramental prueban que es capaz de corregir su texto.

Como orador valía más sin duda que como escritor. El tono es familiar, la expresión directa y a veces au­daz. Está próximo al pueblo, tiene al auditorio en sus manos. Como diría el mismo Agustín, era un encan­tador: «Yo me quedaba allí; su palabra mantenía mi atención en suspenso. A decir verdad yo era indife­rente, aun desdeñoso en cuanto al fondo de las cosas, pe­ro el encanto de su palabra me cautivaba» (Conf. 5,13).

Como obispo, da toda su medida. Es una de las fi­guras de pastor más bellas que ha conocido la Igle­sia. Es un obispo completo: doctor, pastor, médico, director de conciencias, defensor de la justicia, abo­gado de los débiles y de los explotados y también mi­sionero que trabaja en la conversión de un pueblo germánico, los marcomanos. Evangelizó a la reina Fregitil que se había dirigido a él. Tuvo la alegría de recibir en la Iglesia a Agustín de Hipona y de mar­carle para siempre. Esta diversidad de dones contras­ta con la unidad que los reagrupa y los inspira. Rara vez están el ser y la acción tan profunda y sencilla­mente unidos en un hombre.

Al comienzo del 397, Ambrosio, debilitado, dictó el comentario del salmo 44. Al llegar al verso 24 escri­bió: «Es duro arrastrar tanto tiempo un cuerpo en­vuelto ya en las sombras de la muerte. Levántate, Señor, ¿por qué dormir? ¿Me rechazarás para siem­pre?» Estas fueron sus últimas líneas. El hombre está todo entero en este último grito que es una oración. La altura de Ambrosio como obispo se ha impuesto en los siglos cristianos.

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Dios ha hecho el día, Dios ha hecho la noche, no para el pecado sino para el descanso. La fe es una luz sin ocaso.

HIMNO DE LA TARDE (*)

Oh Dios que creaste el universo y" los cielos; Tú revistes el día con el resplandor de la luz la noche con la dulzura del sueño.

El reposo devuelve los miembros [agotados

a su tarea cotidiana; él alivia los corazones fatigados y disipa la angustia de las inquie-

[tudes.

Te damos gracias por este día, a la caída de la noche, hacemos oraciones y votos para que vengas en nuestro socorro.

Desde el fondo del corazón te can-fiamos,

con nuestros más bellos himnos; te amamos con el más puro amor y adoramos tu grandeza.

Las horas sombrías de la noche relevan a la claridad del día, pero la fe no tiene tinieblas y la noche es iluminada por ella.

¡Que nuestras almas velen siempre sin conocer el pecado! La fe guardará nuestro reposo de todos los peligros de la noche.

Aparta las solicitaciones impuras; sé Tú el reposo constante de nues­

tros corazones. No dejes que el engaño del Maligno turbe su calma.

Oremos a Cristo y al Padre, al Espíritu del uno y del otro; unida, oh poderosa Trinidad, guarda sin cesar a los que te in-

fvocan (75).

(•) Himnos, P. L., 16, 1.409. (75) Traducción francesa de A. Hamman, revisada por Patrice de la Tour du Pin, aparecida en Prtires det premiers chrétiens, París, 1952, núm. 288. Para un estudio de conjunto, ver J. R. PALANQUE, Saint Ambroise et Vempire romain, París, 1933.

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Los pintores, Jan van Eyck y Durero, han represen-j tado a Jerónimo como hombre de estudios. Está sen-á tado ante un pupitre como los evangelistas de los sat| terios carolingios. Un león dormita como un gatojj tumbado ante la mesa. La cabeza está iluminada da rayos, Jerónimo parece inspirado. Un reloj de arena un sombrero de cardenal y algunos libros completai la decoración. La historia es ligeramente diferente.

«He nacido cristiano, de padres cristianos; desd pequeño he sido amamantado en el catolicismo» Esta noble profesión de fe no debe engañarnos. J<S rónimo es durante trece años el hijo único, mimada de esta familia rica, establecida en Estridonia, en 1; frontera de Yugoeslavia e Italia. Sus padres debieroj permitirle muchos caprichos. No le hicieron bautí zar en espera de que pasara los años alocados de £ juventud.

Su vida de Jerónimo asiste en primer lugar a la escuela local. E estudios u n alumno dotado pero difícil, indisciplinado y re

voltoso; inteligencia viva, extraordinaria memoria carácter sensible, apasionado, suspicaz, celoso. Mu pronto fue enviado a las grandes escuelas de Milán y sobre todo de Roma, para estudiar la gramática, la retórica y la filosofía. Roma seduce a este pequeñí provinciano llegado de la lejana Dalmacia: «¡Oh, era

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dad poderosa, maestra del mundo, alabada por e¡ Apóstol!»

Se inicia en el lenguaje culto y lee con avidez los clá­sicos latinos, que forjan su frase y su espíritu. Má¡ tarde criticará a Cicerón pero sólo para convencer» de que ha renunciado a él. Nunca podrá ya repudia] a los maestros que le han formado. Pero Roma y sui escritores están demasiado unidos a sus recuerdos come para mostrar con respecto a ellos la serenidad que mot traron los capadocios para con la antigüedad pagana El durísimo trabajo no impide divertirse al joven j e rónimo. Parece que lo hizo con la fogosidad de SÍ violenta naturaleza. Amores fáciles y pasajeros, peit cuyo recuerdo le persigue y atormenta aún en el de sierto de Calcis. Sus amistades son más profundas Conoce a Bonosio y a Rufino. Visita las catacumba con sus compañeros. Roma es también la ciudad d< los mártires.

Jerónimo tenía el alma demasiado exigente como pan dejarse llevar por lo más fácil. Junto con Bonosio * hace inscribir al comienzo de la Cuaresma del 3€( en la lista de los catecúmenos. En la noche de Pascua recibe el Bautismo de manos del Papa Liberio. Ib; a comenzar una nueva vida.

Jerónimo marcha a las Galias y se establece en Tré veris, donde sigue sus estudios, pero a la vez descubrí la vida monástica. Por fin se decide a entrar en Aquí lea para consagrarse a la meditación y a la ascesis «Es hora de ocuparse de las cosas de Dios». A pesa del escepticismo de su familia, junto con sus amigos se pone bajo la dirección de Cromacio. Estos se de dican sobre todo al estudio de la Escritura. Este idi lio religioso no duró mucho tiempo.

«Una borrasca se abatió», nos cuenta él mismo y 1; comunidad se dispersó. Jerónimo sufre la prueba coi terquedad y no se descorazona. Por él que no quedt se pone en camino hacia el Oriente donde los monas

as

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terios hacen florecer los desiertos. Lleva la biblioteca y las notas que había recogido en Roma, echando siempre pestes contra los perseguidores. Esta mar­cha supone también la ruptura con la familia, lo cual le hace sufrir. Más tarde escribirá a Heliodoro: «Yo he conocido las desgarraduras que tú tanto temes».

Jerónimo en La estancia en Oriente permite a Jerónimo completar - Oriente su formación bíblica en Antioquía y desarrollar sus

conocimientos del hebreo. De Antioquía., Jerónimo se interna en el desierto de Calcis poblado de monjes. Va en busca de la soledad, las vigilias, la penitencia y el trabajo. Pero lleva, allí su naturaleza y sus gustos. Se siente violentado por su espíritu y su alma, divi­dido entre las letras profanas y las letras sagradas. «Cuando leía a los profetas me decía: Qué rudos me parecen estos pensamientos y qué descuidados. Y des­pués de una noche pasada en vigilias y oraciones vol­vía a Virgilio, a Cicerón y a Platón».

Un sueño que dramatizó con gusto vino a sacudir a Jerónimo, como nos cuenta él mismo. Durante un acceso de fiebre: «Fui arrebatado en espíritu y llevado al tribunal del Juez. Vi una luz tan resplandeciente que no me atreví a levantar los ojos». Interrogado so­bre la religión: «Soy cristiano, respondí yo. Mientes, argüyó el que presidía, tú no eres cristiano, eres cice­roniano. Donde está tu tesoro allí está tu corazón». Zurbarán ha pintado la escena. Jerónimo con la es­palda desnuda ante Cristo Juez. Es azotado por los ángeles, que empuñan látigos de triple correa.

El solitario no había llegado aún al fin de sus penas. Le asaltaron otras tentaciones. La soledad favorece las fantasías. Mal alimentado y mal aposentado, el cuerpo se tomaba el desquite. Le asedia el recuerdo de las bellas bailarinas de Roma. «¡Cuántas veces, estando en el desierto, en esa vasta soledad quemada por los ardores del sol, que no ofrece a los monjes más que una terrible morada, me imaginaba aún en me­

dio de los placeres romanos. Me veía mezclado en los bailes de las jóvenes. Con el rostro empalidecido por los ayunos, mi cuerpo helado ardía de deseos y el fuego del placer chisporroteaba en el cuerpo de un hombre casi muerto. Lo recuerdo. A veces gritaba, de día y de noche. No cesaba de golpear mi pecho. Por eso había cogido horror a mi celda, cómplice de mis desvergonzados pensamientos. Irritado y cruel contra mí mismo, me ocultaba solo en el desierto» (L. 12,7).

El trabajo intelectual le libera. Se sumerge profun­damente en el estudio. Aprende el hebreo, «la lengua de las palabras guturales y jadeantes», bajo la direc­ción de un judío letrado. Esta fue una ascesis más temible que la de los monjes ociosos. Sus ratos libres los ocupa en escribir la vida, o mejor diríamos el pa­negírico, del ermitaño Pablo de Tebas. «Prefiero su túnica usada a la púrpura de los reyes». Estas biogra­fías son como novelas edificantes al modo de Quo vadis o de Fabiola, para el pueblo cristiano de entonces, ávido de cosas maravillosas.

En la misma época parece haber redactado la Cró­nica, en la que tradujo y modificó en parte la obra del historiador Eusebio. Este libro es fundamental para todas las investigaciones sobre el pasado cristiano. En él mezcla gustoso con la historia, sus recuerdos perso­nales y sus rencores. En él anotó la marcha de Mela­nia la Anciana para Jerusalén y proclamó sus virtu­des. Este elogio lo tachó cuando se enemistó con ella a propósito del origenismo.

Las querellas del arrianismo y las disputas del cisma de Antioquía vinieron a turbar la paz del desierto y dividir a los monjes. Los ermitaños tomaban parte: «Envueltos en ceniza y saco, excomulgamos a los obis­pos», ironiza Jerónimo. Finalmente exasperado por estos monjes mugrientos, ignorantes y pendencieros, nuestro héroe hace su equipaje y se vuelve a Antio­quía.

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Paulino, obispo de la ciudad, le ordena sacerdote; él acepta con pesar, con la condición de poder permane­cer fiel a su vocación monástica y conservar plena li­bertad de movimientos. Comienza a viajar. En el 380-381, se encuentra en Constantinopla para con­sultar las bibliotecas de la ciudad, que son conside­rables. Queda hechizado por Gregorio Nacianceno, que le inocula el entusiasmo por Orígenes, cuya eru­dición le subyuga literalmente. Le llama «el Maestro de la Iglesia desde la era apostólica». Por el fervor que le profesaba traduce veintiocho de sus homilías sobre los profetas Jeremías y Ezequiel. Luego le trai­cionará con la misma fogosidad.

En Roma Mientras tanto, el Papa Dámaso ha obtenido del em­perador la reunión de un nuevo Concilio para el 382. Jerónimo acompaña a Roma al obispo Paulino de Antioquía. Recoge sus cosas y lleva su biblioteca y sus manuscritos a Roma. Tiene treinta y cinco años. Está dispuesto para cumplir una considerable tarea. El Papa Dámaso, erudito y poeta, le estima, le con­sulta y le toma como secretario.

Pronto se le ocurre un proyecto más importante. Pide a Jerónimo que revise la traducción latina de los Evan­gelios. Esta tarea, que extenderá a toda la Biblia, va a absorber al erudito durante veinte años, en los que pondrá al servicio de la Iglesia la erudición adquiri­da durante muchos años de trabajo. Esta traducción se llamará la Vulgata.

Jerónimo va viento en popa. Algunos cuchichean su nombre para el pontificado, al menos lo cuenta él en una carta. Mientras tanto, este misógino viene a ser el consejero bíblico y después el director buscado por algunas nobles damas romanas, como Paula, Marce­la y Eustoquio. Les explica la Escritura en las suntuo­sas villas del Aventino. La austeridad atrae a la mu­jer piadosa y la llena de seguridad. Esta actividad era

tanto más criticada cuanto más irreprochable era el hombre. Se propalan falsas sospechas. El responde: «Hablaría menos con mujeres, si los hombres me pre­guntasen cosas sobre la Escritura». No es esa la ex­periencia de la Iglesia.

La sociedad elegante de Roma y más aún los cléri­gos mundanos y perfumados de la ciudad se ceban contra este monje sabio, que viene a turbar una vida tan bien organizada y que, para colmo, les obliga a cambiar la traducción del Nuevo Testamento, a la que la rutina les había acostumbrado. Jerónimo les estigmatiza tratándoles de «asnos bípedos». Los fa­vores del Papa son un privilegio que los cortesanos no perdonan.

Los errores no eran patrimonio de una sola parte. Jerónimo perjudicaba con sus defectos las mejores causas. Su carácter irascible, quisquilloso y su tono burlón —sus retratos de los clérigos mundanos son de una mordacidad que no perdona ni se perdona— le atraen la enemistad. No se contenta con ofrecer la mejilla, sino que devuelve los golpes doblados. Se siente como aliviado cuando ha punzado al adversa­rio con una bellaquería. A Vigilantius (Vigilante) le llama Dormitantius (Dormilón). A Helvidio: «Ya es­tás satisfecho. Ya eres célebre por tu fechoría». Si bien sus costumbres son inatacables, su lenguaje es dema­siado fuerte. Una de las páginas sobre la virginidad, debió hacerle enrojecer a la joven Eustaquia. Quizá tuvo la equivocación de tomar su éxito con las nobles matronas como una competencia sicológica, que fal­tará siempre a este tosco dálmata. Como otros muchos directores espirituales él era suspicaz. ¿El origen de su disputa con Rufino, no es ante todo una rivalidad de dirigidas? A sus dirigidas les hace compartir las renuncias que él se impone, especialmente el celibato, con una aspereza que recuerda a Tertuliano. No tiene mucho tiempo para escribir porque está muy aca­parado por las patricias.

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Sé establece en Cierto es, al menos, que a la muerte prematura de la Belén joven Blelila, la hija de Paula, el rumor público acu­

sa a Jerónimo: La ha matado con los ayunos, se dice. El ambiente se caldea en Roma. Para colmo de des­dichas, muere también el Papa Dámaso. El sucesor no se hallaba tan bien dispuesto hacia él, como suele suceder. Bramando contra «la Babilonia» romana, el sabio monje prepara otra vez su equipaje; marcha con su hermano Pauliniano y se embarca para el Oriente, diciéndose con filosofía que «con buena "y mala reputación, se llega por fin al reino de los cielos». Le siguen algunas damas de la aristocracia romana, con sus amigas, seguidoras y criadas. Jerónimo se de­cide a establecerse en Judea. Pero ¿dónde? Rufino yU; el monasterio de Melania le han precedido en Jeru-salén. El pone su mirada en Belén. Con la fortuna de Paula se construyen allí tres monasterios de muje­res. Jerónimo añade un convento de hombres, sobre todo occidentales, que dirige él mismo. <j

Conservamos los sermones que dirigió a los monjes." En ellos se descubre como un maestro espiritual de piedad vigorosa y de sólida doctrina. No puede evi­tar los excursus exegéticos y, como muchos oradores sagrados, no sabe acabar. Se sorprende además de que sus oyentes dormiten. Ve con ojos celosos el éxito ; oratorio de Agustín, como lo cuenta en una carta. ; En este terreno se siente vencido. Lo reconoce con algo de humor. Como Evagrio, enseña a los monjes a co­piar manuscritos, lo cual crea una tradición que hon­rará a Occidente.

Comienza un largo período de producción literaria que durará más de treinta años, hasta su muerte. El erudito dispone de una rica biblioteca y de un fi­chero considerable, fruto de sus estudiosas peregri­naciones. En primer lugar traduce el conjunto de li­bros de la Biblia directamente del hebreo, rio yá del texto griego de los Setenta. Es el primer Padre latino que conoce el hebreo. De este modo establece el prin-

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cipio de la exégesis científica, Ésta rc$jtf$k^ levantó una tormenta contra JerónÍB(WJ, jwi. puesto la manó sobre el texto táradici^p.lEr $ Agustín se encuentra entre ellos y encofró „ "* esta empresa. ;, : /£ [t

Eli escritor SuS comentarios son pobres de doctrina y descuidados de forma. Jerónimo es un erudito y un humanista, no es ni teólogo ni místico. Se, enemistará definitiva­mente con Orígenes, cuando se haya conseguido a sí mismo plena y lúcidamente, ppr animosidad contra Rufino. Además su temperamento impulsivo le per­judica. Trabaja demasiado aprisa. No consagra más que dos noches, dice él, al comentario de Abdías y so­lamente dos semanas para comentar el Evangelio de San Mateo.

Por la misma época (392) escribe su historia de los Hombres ilustres. En él establece, siguiendo el modelo de Suetonio, el catálogo, hoy diríamos el diccionario biográfico, de los hombres célebres después de Cris-

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to. Es de alguna manera la primera patrología de la historia cristiana escrita en latín. Mide a los autores según el grado de su admiración o de su antipatía. Simón Pedro abre la serie, que modestamente se acaba por el mismo Jerónimo. Nunca ha pecado por exceso de modestia.

La correspondencia comprende 117 cartas autén­ticas. Jerónimo es umversalmente consultado. El mis­mo San Agustín le escribe. Tenemos la respuesta cuya suficiencia hubiera enemistado a los dos para siempre, si Agustín hubiera tenido el carácter de Jerónimo y menos humildad: «Te aconsejo, jovencito, le escribe, que no vengas a la arena de la Sagrada Escritura a provocar a un anciano».

Las cartas pintan al hombre, alternativamente as­ceta y director espiritual mordaz, de una ironía hi­riente, capaz de emoción y de lágrimas. Obra maestra de elegancia, de viveza y a veces de violencia, que ninguna ascesis pudo por desgracia sujetar.

En medio de esta estudiosa soledad Jerónimo es lan­zado de nuevo a la lucha por Epífanes, obispo de Sa-lamina, espíritu mezquino e inquisidor nato que, en «su tarro de venenos», donde coleccionaba las here­jías, había dado a Orígenes la matrícula 64. El hizo del maestro de Alejandría una interpretación tenden­ciosa y sin honradez, que sembró la discordia en Pa­lestina, tanto y tan bien que Jerónimo, quemando lo que había adorado, atacó a Orígenes, se enemistó con el obispo de Jerusalén y con su amigo Rufino. Todo ello fruto de un torpe celo.

Siguió luego una oposición, un momento detenida por una tregua, que escandalizó a la Iglesia entera, comenzando por Agustín. Ni la muerte de Rufino (en el 411) desarmó al viejo dálmata, que gritó al saberlo: «El escorpión está aplastado bajo el suelo de Sicilia». Odio ciego y completamente inútil, indigno del anciano asceta, en quien el hombre viejo decidi­damente se negaba a morir.

Los últimos años de Jerónimo son dolorosos. Su sa­lud es precaria, su vista se oscurece de día en día. Pierde a sus amigos más queridos, en primer lugar a Paula. «Adiós, Paula, dice él, ayuda con tu oración a tu envejecido amigo». Tiene cincuenta y siete años. Después toca el turno a Marcela. Como todo el Oc­cidente, también él se ve afectado por los sucesos po­líticos, la llegada de los bárbaros y, sobre todo, la caída de Roma, en el 410, tan violentamente sentida por el mundo como antes lo fuera la de Jerusalén. «Roma es asediada. Me falta la voz. Los sollozos cor­tan mis palabras mientras dicto. La ciudad que se apoderó del mundo ha sido tomada».

A las preocupaciones de fuera se añade su enferme­dad. En su comentario a Ezequiel aparece la confi­dencia: «Estas páginas las dicto al tembloroso res­plandor de mi lámpara. La exégesis me permite disi­par un poco la tristeza de mi alma trastornada. A estas preocupaciones externas se añaden las de mis ojos debilitados por la edad y amenazados por la ce­guera, la dificultad de releer a la vacilante claridad de una lámpara los textos hebreos, cuyos caracteres son tan pequeños que se descifran mal aun a la plena luz del día y del sol». Salteadores sarracenos le ame­nazan y se ve obligado a huir precipitadamente (410-412). La controversia pelagiana reanima su pasión por algún tiempo. La victoria sobre la herejía le vuel­ve a serenar. Felicita por ello a Agustín, a quien di­rige su última carta con la impronta ya de la paz del crepúsculo. La vida le ha despojado progresivamente, despegado un tanto de lo que nos abandona: «El que siempre piensa en morir, escribe, a menudo desprecia todo». Impotente, ciego y aislado, el viejo luchador encontró por fin el reposo del Señor el 30 de setiem­bre del 410 ó 420.

El hombre Jerónimo se llama a sí mismo «filósofo a la vez que retórico, gramático^ dialéctico, experto en hebreo, en

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¡ griego y «ni,latm,- conocedor de tres lenguas», lo cual para aquella época y para un latino era literalmente inaudito: Del hombre de letras tiene sus cualidades y sus defectos, los cuales los muestra con tanto agrado que parece liberarse de todos los complejos. Se preocu­pa1 por i la elegancia literaria. Es un clásico de la len­gua y el tipo del humanista. Su correspondencia es una obra maestra de arte, donde la violencia de la palabra nunca está falta de gusto.

Hasta el fin de su vida une a una ascesis rigurosa , una irritabilidad casi enfermiza, una sensibilidad ex­

cesiva. En Ja polémica es hiriente. Si triunfa, aplasta al adversario. Si no, le queda aún su pluma mojada en ácido sulfúrico. Es vanidoso, sensible a la crítica, ppco dispuesto a la acogida y a la simpatía. La finura de este dálmata se limita a las cartas y no se extiende nunca al¡tratG con los hombres.

Las nobles damas romanas supieron domesticar a este asceta: fogoso, venciéndole en su propio terreno, la Biblia. Su ciencia era reconocida y él no pudo resis­tirse a aprovecharla. Si con el trato de estas mujeres nó aprendió Jerónimo la suavidad evangélica, ellas al

1 rhéhbs comprendieron por intuición que este arisco era un hombre sensible e incluso tierno. El mismo que 'aplasta' a Rufino con su sarcasmo llora como un pa-

, diré 4 lá müérjé de Blesila.

i 'Este hombre es tan conmovedor que nos desarma, ya que nunda oculta sus defectos. No tiene unción ecle-siásticái, En él lá fe nó ha ocultado al hombre, ni mu­cho menos. No hay personaje con mayor relieve, con fisonomía más acusada, y palabra más truculenta. Diois se sirve de toda clase de leña para hacer fuego. Algo bueno habrá visto en el asceta de Belén. Este se vuelve lírico cuándo habla del misterio de la Na­vidad y contempla a aquella en quien: «la tierra ha dado su fruto» (75 b).

(75 b) Ver el texto publicado en la páguina 262.

El amor al trabajo y a la erudición, puesto al servi­cio d e ; ^ Escritura, la austeridad de una vida que im­pone r^sp^to^y acallalá.^(^lunirua/y el amor a la Igle­sia que, ¿ 0 juega con la ortodoxia hacen que este sabio asceta se imponga a la posteridad. La misericor­dia de Dios hizo el resto.

A Jerónimo debemos una obra que prestó inmen­sos servicios a la Iglesia. En vida, como después de su muerte, el monje de Belén es una luz de gran valor. Queda como el pionero del trabajo exegético, con la condición de completarlo con Orígenes. Su influen­cia, fue grande en la Edad Media, que aceptó el ana-cronisrúo que hizo dé Jerónimo un cardenal. Fue es­timado también entre ios hombres del Renacimiento. Erasmo publicó sus obras. Fue la alegría y la inspira­ción de los pintores del siglo quince al dieciocho. Nin­gún hombre de lá antigüedad se prestaba más a ello. El retrato auténtico del hombre se encuentra en sus

, escrito?. .

ZUí

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Jerámo comenta el relato de Navidad: un fire nace en la miseria, de tata ma­dre fbre. El austero monje que habla desdel lugar de los acontecimientos se entettce y se conmueve. La humildad del ijo de Dios nos ha salvado, su po­bres nos ha colmado.

HOMILÍA SOBRE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR (*)

Y á lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la po-sadé{76). Su madre lo recostó. José no osaba tocar a este niño, queiabía que no había nacido de él. Maravillado, feliz, no se atrria a tocar al niño. T le acostó en un pesebre. ¿Por qué un pese-brePara que se cumpliera el oráculo del profeta Elias:

Conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo.

Y a otra parte escribe:

A hombres y bestias salvas Tú, Señor (77).

Si es hombre, come pan. Si eres animal vete al pesebre. Porque no bía sitio para ellos en la posada: L a infidelidad jud í a hab ía lle­nad toda la ciudad. Cristo no encuentra lugar en el Santo de lostntos, donde resplandecían el oro, las joyas, la seda y la plata: no,o nació entre el oro y las riquezas, sino en el estiércol, es de­cir J un pesebre (porque donde está el pesebre está también el esticol), en el fango de nuestros pecados. Nace en un pesebre pan levantar a los que yacen en el estiércol:

Del estiércol hace surgir al pobre (78).

Nai en el estiércol, donde permaneció Job y donde fue coro­nad después. Porque no habla sitio para ellos en la posada. Que se

(*) p. L., Supplemcntum, vol. II, pp. 188-193. Sermón editado nuevamente por DonAorín y atribuido por él a San Jerónimo. (76)£ucttt, 2,7. 07)í«das, 1,3; Salmot, 36,7. (78) Wmoi, 113,7.

2*2

consuelen todos los pobres; José y María, la madre del Señor, no tenían el más mínimo esclavo ni sirviente. Desde Galilea, des­de Nazaret, vienen solos sin una bestia de carga; ellos son a la vez amos y sirvientes. Cosa extraña, entran en un establo, no en una ciudad. Su pobreza, tímida, no se atreve a acercarse a los ricos.

Considerad su gran pobreza: van a un establo; no se dice que estuviera en el mismo camino, daba a un pequeño sendero, apar­tado del camino: no en el camino de la ley, sino en el sendero del Evangelio. Estaban en un sendero apartado. No quedaba más sitio para el nacimiento del Señor que un establo; un esta­blo donde estaban atados bueyes y asnos. ¡Ah, si se me hubiera concedido ver ese establo donde descansó Dios! En realidad, creemos haber honrado a Cristo quitando el pesebre de barro y poniendo uno de plata; pero para mí tiene mucho más valor el que ha sido quitado: la gentilidad necesita la plata y el oro. La fe cristiana necesita el establo de barro. El que ha nacido en este establo condena el oro y la plata. Yo no condenó a los que han creído honrarle con esta riqueza (no condeno tampoco a los que han esculpido los vasos de oro del templo); pero admiro al Maestro que, siendo el creador del mundo, no nace en medio del oro y de la plata, sino en el estiércol...

La asunción del hombre

Hemos hablado mucho tiempo, hemos oído llorar al niño en el establo, le hemos adorado: adorémosle hoy todos. Levantémosle en nuestros brazos, adoremos al hijo de Dios. Un Dios poderoso que, durante mucho tiempo atronó en el cielo y no salvó nada: lloró y salvó, ¿Por qué os he dicho todo esto? Porque la elevación nunca salva, sino la humildad. El hijo de Dios estaba en el cielo y no era adorado: baja a la tierra y es adorado. Tenía bajo su dominio el sol, la luna, los ángeles y no era adorado: nace en la tierra como hombre, hombre completo, íntegramente hombre para salvar a la tierra entera.

Todo lo que no haya asumido de lo humano, no lo ha salvado: si ha asumido la carne sin asumir el alma, ésta no ha sido sal­vada. ¿Ha salvado, pues, la parte menor sin asumir lo esencial? Efectivamente se puede decir: «Salvó también el alma asumién­dola; ahora bien, así como el alma es mayor que el cuerpo, los sentidos son la parte principal del alma; si pues no salvó los sen­tidos, no salvó más que al alma, que es menos importante». Pero quizá digas: «No asumió los sentidos humanos para no in­troducir en su corazón los vicios del hombre, es decir, los malos pensamientos». Si, pues, no ha podido dominar su propia obra ¿se me reprochará a mí, por no haber podido vencer las fuerzas que él hubiera debido vencer?

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Pero hemos olvidado nuestro tema y hemos hablado más de o

r; pensábamos hacerlo: el espíritu había dispuesto las cosas modo distinto a la lengua, que. nos ha llevado a otra parte.

Preparémonos pues para oir al sacerdote y todo lo que hemos di­cho tan mal, escuchémosle ahora, con los oídos atentos, bendi­ciendo al Señor, a quien sea dada gloria por los siglos de los si­glos. Amén (79).

(79) Traducción francesa de F. Quéré-Jaulmes* aparecida en le Mystere de Jfoe, col. Ictys, vol¿ 8,París, 1963, pp. 85-86-91. Citemos entre las recientes biografías: P. ANTIN, Essai sur Saint JMmt, París, 1951 ¡ J. STEINMANN, Saint Jcrórm, 1958.

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La vida de San Agustín está íntimamente ligada a I historia del bajo Imperio. Roma se esfuerza por ea derezar una situación política amenazada en el ii terior y en el exterior, por medio de una dictadui que nos hace pensar en los Estados totalitarios de nue tra época. Este romano de África ha conocido en Gas tago, en Roma y en Milán el sobresalto del Imperií Los bárbaros están a las puertas. En su edad madi ra —el 24 de agosto del 410— vio la caída de Rom bajo los golpes de los visigodos de Alarico. Sucei tan grave para los romanos como la toma de Jerus lén el año 70, para los judíos. Agustín muere en i momento en que los vándalos, llegados de las llaní ras de Silesia y de Hungría, cercan su ciudad episcí pal y ponen fin a la dominación romana en Afric del Norte (430). 1

El último de los Padres de la edad de oro, Agustfi emerge en aquella tierra romana del otro lado d(á mar, que había producido en el siglo tercero a Tea tuliano y Cipriano. Del primero posee la magia de la palabra, la formación jurídica, del segundo, el alma pastoral; de los dos —y quizá de aquella tierra afril cana— la finura de espíritu unida a algo de exagerad ción y el orgullo de pertenecer a aquella Iglesia di África, madre de tantos doctores y mártires.

Juventud Agustín nace el 13 de noviembre del 354 en Tagaste (Suk-Ahras), pequeña ciudad de Numidia, en la Ar­gelia de hoy, en la frontera con Túnez. Su familia de la burguesía media, propietaria de tierras ¿era de descendencia romana? Nada nos lo permite afirmar. No vivía muy bien,, ya que el Imperio les ahogaba con impuestos. Agustín no podrá seguir sus estudios a no ser con la ayuda de un mecenas que le concede una beca: herida en su amor propio que dejará huella en su espíritu y en su sensibilidad.

Su padre no era cristiano y permanecerá pagano has­ta la víspera de su muerte. Dará que sufrir a su espo-

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sa por su carácter irascible. La madre, Mónica, es una ferviente cristiana, con su parte de burguesa, que prohibirá a Agustín que se case con la madre de Adeo-dato, a causa de la diferencia de clase. Le busca una mujer de condición más noble, pero en vano.

El joven Agustín es de espíritu vivo, naturaleza emo­tiva, sensibilidad excesiva, escolar indisciplinado y de­masiado seguro de sus cualidades. Asiste a las prime­ras clases en Tagaste, después sigue los cursos de un gramático en Madaura, para hacerse retórico. Es im­permeable a Homero y al griego. Virgilio hace vibrar su sensibilidad y llora por las desgracias de Dido, como el pequeño estudiante que a los quince años descubre a Lamartine.

Agustín tiene dieciséis años cuando, falto de dinero' vuelve a su casa. La ociosidad es mala consejera. Se junta con los jóvenes más alborotadores de la ciudad. En el 371, continúa sus estudios de retórica y de de­recho en Cartago, donde «la efeverscencia dejos amo­res vergonzosos crepitaba como aceite hirviendo». La unión con la Innominada, la madre de Adeodato, le estabiliza afectivamente.

Sus éxitos escolares le llenan de orgullo, desquite de la inteligencia sobre el dinero y las relaciones. La re­ligión de su madre le parece «un cuento de mujer buena». No está tranquilo en su incredulidad. Una irresistible inquietud mora en lo más íntimo de su ser. Está acorralado, sin saber discernir aún las huellas de Dios. La lectura de Cicerón despierta en su alma «el amor a la sabiduría». Lee la Biblia, pero como Je­rónimo y tantos otros espíritus fuertes después, se siente desalentado por la rusticidad de su lenguaje. Los discípulos de Manes le atrapan en sus redes. Ex­plicaban éstos la paradoja y el desorden del mundo recurriendo al doble principio del bien y del mal que lo gobierna. Hacía dos siglos que esta religión, llegada de Persia, el Irán de hoy, había irrumpido en la cuenca del Mediterráneo y puesto a menudo en peligro al

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cristianismo. Oyente entusiasta en; un princigioj tín se¡ separa podo a poco de esta ;mitolog| "" liada,-cuya falta de rigor doctrinal y cuygf'j-^y to moral percibe. Su inquietud es demando'eligent sus , interrogantes > sobre los enigmas de jairjegli&iaLtf demasiado esenciales como para qontc»|5#(^'dv'*•'0*,

mucho tiempo con semejante esoterismor

Mientras tanto, Agustín se hace profeso*^ primero Tagaste. Este oficio lo ejerce durante trefce^anés. éxito de una carrera brillante lleva a este prov&eiá de Tagaste a Gartago^ a Roma y después a Milán, capital del Imperio romano (384). Agustín es un mae tro admirado por sus discípulos a los que él sabe g narse, y atacado a veces, sobre todo en Cartas como sucede a los mejores. Tenía todo lo necesa para; seducir a la juventud, la precocidad, la cultura

, el encanto de la palabra, la penetración de los espí ritus y de los corazones. Los éxitos resarcen al beca de antaño y le hacen ambicioso. Hace antesala Roma, con la esperanza de conseguir algún puesttí de gobernador. No está ni tranquilo ni satisfecho!

m

Su conversión En Milán no se habla,, más que, del obispo Ambrosio. Este aristócrata romano hecho pastor de los pequeños. y de los pobres, elocuente, ameno y de exquisitos mo­dales, tenía todo lo que podía seducir a Agustín. Él joven retórico se reprocha por haber sido atraído en primer lugar por el hombre, ¿No era ello natural? Sigúelas predicaciones, de Ambrosio, conquistado pot el encanto de su palabra. Es un retórico incon-egiblev Pero con la elocuencia penetra el Evangelio. La tecr tura de las Enéadas orienta;defiftitivamente su evo». lueión intelectual y espiritual, que en él van siempre juntas. Las ambiciones ^honores, dinero, matrimo­nio^- le atraen todavía. ;

Se multiplican los jalones en su camino hacia Dios. La vida de San Antonio, escrita por Sari Atanasio, le producé una sacudida descubriéndole el ideal mo­nástico. Su decisión va madurando. No le queda por dar más que un pasó. Este paso lo dará Dios, que es quien le busca. El, nunca lo olvidará cuando discuta sobre la gracia con los pelagianós.

Las Confesiones nos cuentan la escena que tantas ve­ces ha tentado a los pintores. Agustín ha buscado la soledad. Está eh! el jardín de su casa en Milán. Llora con el corazón desgarrado por las contradicciones y

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las llamadas. En su desconcierto él ora, llama: «¿Ha ta cuándo, Señor, hasta cuándo?» Siempre se ha visl a sí mismo en el grito del salmista. Y oye la voz de v niño que canta como una estrofa: «Tolle, lege: toma lee». Abre la epístola a los Romanos y lee: «Nada c comilonas y borracheras; nada de lujurias y deseí frenos; nada de rivalidades y envidias. Revestios mí bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la ca: ne para satisfacer sus concupiscencias» (Rom 13,13

Fue la respuesta de Dios a su llamada. Fue la paz el reposo. Se esparció en su corazón como una luz una seguridad, que disiparon todas las tinieblas de ] incertidumbre. A él mismo le parece largo el itinerj rio que le permitió descubrir a su Señor a los treint y dos años; el descubrimiento será desde entonce objeto de una incesante acción de gracias. Es el tem de sus Confesiones: «Que tarde te he amado, oh bellez siempre antigua y siempre nueva, qué tarde te h amado. ¡Ah! tú estabas dentro de mí y yo estabJ fuera... Me has llamado y tu grito ha forzado mi soi dera, has brillado y tu resplandor ha acabado con ni ceguera; has exhalado tu perfume, yo lo he respirad) y aquí estoy suspirando detrás de ti; te he saboreado tengo hambre de Ti, sed de Ti. Me has impresionado, y he tomado fuego para la paz que me das». Nunc

amante alguno de la tierra ha encontrado palabras más ardientes.

Algunas semanas aún de enseñanza, y luego el retó­rico presenta su dimisión. Agustín, con su madre, su hijo y algunos amigos, se retira al campo, a la propie­dad de un amigo, en Casicíaco, a treinta kilómetros al norte de Milán. Recibe el Bautismo de manos de Ambrosio, la noche pascual del 27 de abril del 387. La Iglesia acogía a un hijo del que se hablaría mucho tiempo al menos en Occidente.

Mónica muere cuando juntos se disponían a volver a África. Agustín no vuelve a ver su país hasta el oto­ño del año siguiente, el 388. Vende las propiedades par ternas y agrupa a su alrededor a sus amigos con los que lleva, al modo de Basilio y Gregorio, una vida monástica repartida entre la ascesis y el profundiza-miento de su vocación, a la vez filosófica y religiosa. Fe y reflexión caminan juntas en este período feliz de su vida que dura tres años (388-391). Espera la señal de Dios. Y Dios se la da a entender contra su espera.

Un día, en Hipona —la Bona de hoy— Agustín se encuentra en la iglesia. El anciano obispo Valerio pro­pone a la asamblea que elija un sacerdote que le pue­da secundar, sobre todo para la predicación. La pre­sencia de Agustín no había pasado desapercibida. No hubo más que un grito: «Agustín, sacerdote». El can­didato protesta, se resiste, llora. No hay nada que ha­cer, está decidida la ordenación.

Le había sido impuesta una nueva forma de ascesis —inesperada— la única que no quería. Tuvo que renunciar a sus queridos estudios y a la alegría de la vida contemplativa, por un ministerio agotador. El intelectual se puso al servicio de la comunidad cris­tiana, preocupado por los problemas cotidianos, en contacto con la vida y sus miserias. Tal renuncia es siempre rentable para un cristiano. Le permite pro­fundizar en servicio de los hermanos el misterio de

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Cristo que¿ con los suyos, los turbulentos y limitadfl hiponenses, no forma más que un, solo cuerpo.

Obispo de Desde entonces su cargo dirigió su meditación y Hipona investigación hacia la Escritura y la Tradición, hac |

los problemas de teología y de pastoral. Agustín tiei treinta y cinco años. Cinco años más tarde, suceí á Valerio, en la sede de Hipona, que es la segund ciudad en importancia de tóda África, inmediat mente después de Cartago. Su irradiación sobrepa con mucho esta ciudad. Agustín se convierte en jefe indiscutible del episcopado africano, el consejeí del Occidente cristiano y la qotíciéncia teológica de * Iglesia.

El nuevo obispo es ante todo el servidor de los fíele de Hipona. «No presidir sino servir», le gusta defini| el papel de todo obispo. El cargo episcopal era apre miantev • ••<• - <.'• M

Tenía que presidir diariamente, la liturgia y adminii trar los sacramentos. Predica los domingos, los díí de fiesta y aun dos veces por. día. Nos quedan casi uí

( i millar de sermones y homilías, que representan úns de las partes más ricas de su patrimonio literario y de< muestran una particular familiaridad con la Biblia, hecha para él una segunda naturaleza. Debe ademái preparar a los catecúmenos para el Bautismo, adminis­trar los bienes temporales, administrar justicia todi las mañana, ocuparse de los pobres y de los huérfa nos, oprimidos por los poderosos, y desarrollar las obr; de caridad, porque la época era dura para los des­validos, tanto en Hipona como en Antioquía. Son muchas las veces que Agustín se confiesa «agotad© bajo el peso de su cargo episcopal».

Se da simultáneamente a su ministerio y a su irre­primible vocación teológica¿ dejando tras sí una he* rencia de unas 113 obras y 224 cartas. Está mezclado en todas las controversias de África y del mundo cris*

xa

tiano. Muere durante el tercer mes en que los ván­dalos asedian Hipona la Real, el 28 de agosto del año 430.

Su obra La obra de San Agustín desanima para un análisis, dada su amplitud y su diversidad. Sólo Orígenes pue­de presentar una producción más considerable. Agus­tín es alternativamente filósofo, teólogo, exegeta, po­lemista, orador, educador y catequista. No podemos intentar siquiera enumerar los títulos de sus obras, sería enojoso. Al menos la obra nos permite medir su genio y descubrir la diversidad de sus dones.

La urgencia y la controversia de las cuestiones dispu­tadas son las causantes de gran número de sus obras. Tuvo que entendérselas con los maniqueos, los dona-tistas y los pelagiános que desgarraban a la Iglesia. De algún modo, Agustín es la conciencia de la orto­doxia y se ve constantemente forzado a defender la fe cristiana.

Los maniqueos oponían al Dios único la dualidad de los principios del Bien y del Mal, el principio de la Luz donde habita Dios, el principio de las Tinieblas donde habitan Satanás y sus demonios. Era una vuel­ta del gnosticismo, combatido ya por Ireneo. Agus­tín, que por algún tiempo había sido seducido por esta doctrina, la conocía por experiencia y conocía los argumentos que le habían presentado. Responde como el obispo de Lyon, que el mal no es una entidad en sí y que tanto el Antiguo como el Nuevo Testa­mento son obra de Dios.

El cisma hacía estragos en África en forma endémica. Cipriano había tenido que trabajar mucho para man­tener la unidad, continuamente amenazada por estos africanos turbulentos y apasionados. El cisma dona-tista, del nombre del obispo Donato, dividía a África desde el 312, oponía Iglesia a Iglesia, abispo a obispo y comunidad a comunidad. Los donatistas eran nu-

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merosos en Hipona. Eran reclutados entre la gentí pobre, explotada por los ricos propietarios. Y est< añadía a la división un aspecto social.

Agustín escribe una veintena de tratados, de graj lealtad intelectual y también de una gran delicadeza de corazón. En la predicación vuelve muchas vece sobre el tema de la unidad, que le da ocasión parí exponer una notable teología de la Iglesia y del Cuer* po Místico, que como Cipriano, compara con la túí nica sin costura.

La unidad se rehace finalmente en Hipona, en e 411, gracias a una conferencia presidida por un dele­gado imperial. Agustín acepta, no sin pena, la coac< ción del Estado a quien reconoce «un útil terror». Su espíritu era demasiado tolerante como para provocarla) Otros no se privarán de hacerlo a lo largo de los siglo* escudándose en él. Luis XIV impondrá la unidad poj la fuerza militar.

El pelagianismo ocupa los últimos veinte años de la ac­tividad de Agustín. Pelagio, un monje asceta venido de Bretaña a Roma, reacciona contra la decadencia de las costumbres, enseñando una moral exigente y dura. Ponía el acento en el esfuerzo y en la libertad, hasta el punto de minimizar el papel de la gracia y exagerar el poder de la naturaleza humana.

Agustín acumula obra tras obra, que ocupan dos vo­lúmenes in quarto, para demostrar la concupiscencia, la miseria del hombre abandonado a sí mismo y la necesidad de la gracia, que él conoce por experiencia. Sólo ella había podido arrancarle del hechizo de las «sirenas de la carne». Su experiencia espiritual ha­bía profundizado en él la percepción de la ayuda y del misterio de Dios y le había hecho comprender hasta qué punto está dañado el hombre por el pecado del mundo. El obispo de Hipona queda para la pos­teridad como el doctor de la gracia. No quiere esto decir que su sistema no tenga defectos, pero de to­dos modos ha percibido con una agudeza excepcional la acción de Dios y la dependencia del hombre ins­critas en todas las páginas de la Escritura.

El maestro de Hipona vivió lo suficiente como para asistir a la toma de Roma por los soldados de Alari-co. Los paganos culparon a los cristianos de este hun­dimiento. Los tiempos de catástrofe inspiran al obispo La Ciudad de Dios, uno de los libros más leídos y del que se cuentan 580 manuscritos existentes en las bi­bliotecas de Europa. Trabajó en él durante catorce años, simultaneando esta obra con la redacción de su tratado Sobre la Trinidad, la obra más importante a su modo de ver. En La Ciudad de Dios plantea el pro­blema de los dos poderes y de la caducidad de las civilizaciones, y desarrolla por vez primera una filo­sofía cristiana de la historia.

La obra que mejor nos descubre al escritor es su co­rrespondencia; se conservan 226 de sus cartas. No tie­nen la elegancia ni el mordiente de las de Jerónimo.

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Nos muestran una bondad de alma inagotable, qu instruye y consuela y una autoridad universalment consultada sobre las cuestiones más diversas, referen tes a la vida y a la doctrina cristianas.

Su obra de oratoria es considerable. Nos quedaí cerca de mil sermones y homilías, colección que L_ sagacidad de los investigadores enriquece incesante mente. Nos queda el Evangelio y la Epístola de Juai comentados a los fieles de Hipona, las Ennarrationes ñ psalmos, y las homilías sobre el salterio, donde se ma nifiestan la doctrina y la calidad espiritual, pero tam bien la piedad de Agustín. Toda su teología se encuert tra en su predicación, la simplifica pero nunca 1¡ vulgariza.

Agustín está cerca de su pueblo, a quien ama y d quien es amado. Se conocen bien y se perdonan. El ningún sitio aparece mejor la ternura, la inmensa ca­ridad de este hombre, que sacrifica sus gustos perso nales para servir al rebaño que se le ha confiado. Est€ retórico prestigioso, tenido como el maestro del arte de la palabra, cuyos artificios conocía a la perfección, renun<i ció a todo esto para acomodarse a su auditorio. Se con' tenta con los medios populares: la antítesis, la rims sonora, la fórmula que se hace proverbial. La antí­tesis la maneja hasta el cansancio. Era algo más quí el método de su arte; expresaba el fondo de su espk ritu: la confrontación de las dos ciudades y la con-; frontación de los amores, el que le había abrasado antes y el que le abrasaba ahora. La predicación^ templa un poco el carácter extremoso de su polémi­ca. Hay que corregir sin cesar al polemista con el pas­tor para conocer al verdadero Agustín.

El hombre Lo que impresiona después de tantos siglos, lo qué vencido n°s hace releer las Ennarrationes y los sermones, con pre

por Dios ferencia sobre las obras polémicas, es que en aquélla descubrimos a un hombre vencido por Dios, hacia quien levanta los ojos deslumhrados y agradecidos.

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Pocos hombres nos son mejor conocidos que el obispo de Hipona. Además de todas sus obras nos quedan las Revisiones, donde al final de su vida, repasa toda su obra. Nos quedan sobre todo las Confesiones, el relato de su vida hasta el 387, en que «confiesa» a la vez su pecado y la munificencia de Dios. Es uno de los li­bros más conmovedores de la antigüedad. Pocas obras reflejan más fielmente a su autor y se confunden más con el.

A pesar de lo que se haya dicho, Agustín poseía una constitución sólida, que le permite llegar a los sesenta y seis años a pesar del aplastante peso de su cargo. Es un hombre sensible, a quien la reflexión y la intros­pección lejos de desecarle el corazón, han profundiza­do y exacerbado sus vibraciones. Cuando el asce­ta o el obispo habla de la concupiscencia, su corazón se agita aún con el recuerdo de los lazos que le han aprisionado. La concupiscencia no es para él un con­cepto, tiene un rostro, una historia.

Este introvertido es un tímido que se entrega más fácilmente a los libros que a los hombres. Con este hombre seductor no es fácil tomar contacto. Pero cuando se entrega es un amigo exquisito. Siempre le queda algo de su origen provinciano y modesto. Fal­to de la nobleza de sangre, tiene la nobleza de espí­ritu. Su superioridad se pone de manifiesto por cuanto no hay ningún otro hombre de su temple. Es cons­ciente de su valer, sin buscar en él su seguridad.

En sensible a todo, a los colores del cielo de África, al encanto de la música, a la ternura de una mirada, pero también a las alabanzas, a los aplausos que es­tallan en su catedral y a los honores que se le rinden. El lo reconoce. Y esta humildad nos conmueve más que la ascesis de Jerónimo.

El haber remoloneado demasiado en el camino de su vida y haber amado con amor demasiado carnal —amar para ser amado— explica la austeridad de

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su ascesis y los extremismos de su espiritualidad quí deja de ser inhumana sólo porque está mejor ilumi-nada sobre la humana fragilidad. Para él, el cristiaí no es un enfermo que se ignora como tal, o al menoi un anciano enfermo, amenazado siempre por la r© caída. Durante toda su vida desconfía Agustín de le sensible, del cuerpo. Se reprocha haber saboreada con gula los cantos de la liturgia. Podía haberse reí prochado la gula de la retórica. Sigue siendo retórico! incluso cuando habla a Dios. La palabra es una forJ ma de su alma y en último término el signo de la pre« sencia divina.

El místico La experiencia de Agustín se sitúa y le sitúa en la Iglesia, no en una Iglesia abstracta o ideal, sino antt todo en la comunidad de Hipona cuyos rostros y arru­gas, cuyas miserias y divisiones conoce. Con ella ora, con ella sufre y con ella peregrina. La experiencia de esta comunidad la traduce al comentar los Salmos, la oración y el alma de la Iglesia, en la que le vemos retratado: «El cuerpo entero de Cristo gime en las pruebas y hasta el fin de los siglos, hasta que las prue­bas acaben, este hombre gime y grita hacia Dios y cada uno de nosotros por su parte grita en el cuerpo de este hombre».

Este Dios al acecho de su vida, este Dios presente en sus hermanos, este Dios en lo más íntimo de su alma es también el que espera él alcanzar por encima de todas las búsquedas, hacia el que tiende con todo su ser, abrasado desde ahora por el Amor. Cuántas ve­ces otea el horizonte para ver si viene, para descan­sar en El y gozarse en El. Esta palabra de gozo, El, está desde ahora reservada no sólo a la visión sino a la posesión de Dios. Agustín se ha descrito a sí mismo bajo la tienda de Dios, «arrebatado por la música interior, arrastrado por su suavidad, que hace callar en él los ruidos de la carne y de la sangre y le encamina hacia la casa de

Dios. Pero sabe que el éxtasis no es más que para un instante. Cae en las miserias humanas y diarias.

Gime en su carne frágil. Desde ahora es llevado por una esperanza que es la razón misma de su viaje. «Canta y anda», repite él, Dios está al fin del camino; ya siente la presión de su mano... Cuando habla de esto en sus escritos su mano tiembla.

Tal es este hombre excepcional, demasiado rico para definirlo en una fórmula, demasiado veraz y, aun así que desarma demasiado para no perdonarle sus ex­cesos y sus limitaciones. No es cuestión de ser comple­tos ni asumir el papel de biógrafos. Nuestro propósito ha sido mostrar cómo nos toca Agustín en la comisura misma de la carne y del espíritu, en nuestro corazón y en nuestra alma.

El maestro de Hipona recogió la herencia de la an­tigüedad. Contempló la caída del Imperio romano en tiempos apocalípticos. Dio una nueva orientación a la teología de Occidente que sin él difícilmente hu­biera existido. En su tiempo es el maestro indiscutible, consultado siempre por la cristiandad entera. Después de su muerte, el Occidente se puso a «agustinizar». El está ahí, siempre, leído, imitado, discutido, ini­gualado.

Sus discípulos prolongan su eco. Los espíritus críti­cos acusan sus extremismos, especialmente en el asun­to de la predestinación. De esta discusión nació el semi-pelagianismo. Cesáreo de Arles hace asequibles sus sermones para la predicación y la instrucción del Occidente cristiano. El es la «autoridad» de los doc­tores de la Edad Media. Tomás lo integra en su Suma teológica; es el maestro incontestable de los doctores franciscanos.

Agustín está aún en el centro de los debates, en tiem­po de la Reforma y del Jansenismo, en quien uno y otro se apoyan. Sus obras han sido editadas con el

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mayor cuidado por los benedictinos de San Mauri en el siglo diecisiete. Su edición se enriqueció sin ce sar con nuevos textos.

El centenario de la muerte, luego el de su nacimieri te, en 1930 y 1954, han suscitado sobre Agustín mayos número de trabajos que sobre ningún otro teólogo Era justo. Es el maestro de Occidente.

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El canto nuevo es el del hombre nuevo. Su canto es la expresión de su amor. Al amar, el hombre se hace canto. El amor es una búsqueda que sólo encuentra su sosiego en Dios.

EL CÁNTICO N U E V O (*)

1. Se nos invita a cantar al Señor un cántico nuevo. El hombre nuevo conoce este cántico nuevo. El cántico es la expresión de la alegría y, si reflexionamos, es también la expresión del amor. Por lo tanto el que sabe amar la nueva vida sabe cantar este cántico nuevo. ¿Qué es la vida nueva? El cántico nuevo nos in­cita a buscarla. Porque aquí todo pertenece a la única realeza: el hombre nuevo, el cántico nuevo, el testamento nuevo y cuando cante su cántico nuevo, el nuevo hombre pertenecerá al testa­mento nuevo.

Le amamos porque El nos ama

2. No hay nadie que no ame: ¿pero qué se ama? No se exige que cesemos de amar, sino que escojamos el objeto de nuestro amor. Ahora bien ¿escogeríamos si no hubiéramos sido escogidos antes? Nosotros no amamos si no hemos sido amado antes. Es­cuchad al apóstol Juan: El es el que se reclinaba sobre el co­razón de su Maestro y que, en esta cena bebía de los secretos celestes. Esta bebida, esta feliz embriaguez le inspiran una frase: «En el comienzo era la Palabra» (80). ¡Sublime humildad! ¡Es­piritual embriaguez! Pero este gran inspirado, es decir, este gran predicador (81), entre otros secretos que sacó del corazón del Maestro, dijo éste: «Nosotros le amamos porque El nos ha amado primero» (82). Era mucho conceder al hombre decir cuando hablamos de Dios: Nosotros amamos. Nosotros, ¿a El? Hombres, ¿a Dios? Mortales, ¿al eterno? Pecadores, ¿al justo? Seres frági­les, ¿al inmutable? Creaturas, ¿al creador? Le hemos amado, sí. ¿Pero cómo lo hemos podido? Porque El nos ha amado primero. Trata de ver cómo el hombre puede amar a Dios y no encontra-

(*) P. L., 38, 210-203. Sermón 34 sobre el salmo 149. (80) Juan, 1,1. (81) Agustín juega con el doble significado de ructare, eruptar y predicar. (82) 1 Juan, 4,10.

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ras nada más que esto: Dios nos ha amado el primero. Aquel quien hemos amado se ha dado a sí mismo: £1 se ha dado pai que le amásemos. ¿Qué ha dado para que le amemos? El apóst Pablo os lo dirá más claramente: «El amor de Dios se ha < fundido en nuestros corazones» (83). ¿Por quién? ¿Por nosotra No. ¿Por quién, pues? Por el Espíritu Santo que nos ha sido dad

Un Dios fabricado

Llenos de un testimonio tan grande, amemos a Dios por Dic Ya que el Espíritu Santo es Dios, amemos a Dios por Dios. ¿Qt más os voy a decir? Amemos a Dios por Dios. El amor de DH digo, se ha difundido en nuestros corazones, por medio del E píritu Santo que nos ha sido dado. Y del hecho de que el Esf ritu Santo sea Dios y de que no podamos amar a Dios sino p el Espíritu Santo, se deduce que amamos a Dios por Dios. I conclusión se impone. Juan os lo dirá aún más claramente. «Dij es amor y el que vive en el amor vive en Dios y Dios en él» (84 es decir poco: el amor viene de Dios. Pero ¿quién de nosotr osaría repetir esta frase: Dios es amor? Ha sido pronunciada p alguien que conocía lo que ya poseía. ¿Por qué la imaginack del hombre, por qué su espíritu frivolo le representan a Dic por qué forjan un ídolo en su corazón? ¿Por qué le presentan t Dios imaginario en lugar del Dios que ha merecido encontr» Pero, ¿es Dios? No, pero helo aquí. ¿Por qué esbozar esos coi tornos? ¿Por qué disponer estos miembros? ¿Por qué trazar esti ágiles líneas? ¿Por qué soñar las bellezas de su cuerpo? Dios > amor. ¿De qué color es el amor? ¿Cuáles son sus formas y sus ] neas? Nada vemos de él y sin embargo amamos. '

El amor es invisible

4. Me atrevo a declararlo a vuestra caridad (85): busquemc abajo lo que encontraremos arriba. Aun el amor humilde y baja el amor sucio y vergonzoso que no se une más que a la belle¡t| física, este amor, digo, nos apremia sin embargo y nos eleVi hacia los más altos y puros sentimientos. Un hombre sensual i libertino ama a una mujer de gran belleza. Está trastornado pal la gracia de su cuerpo, pero por dentro, busca una respuesta.; su ternura. Si se entera que la mujer le odia, toda la fiebre, tod| las ansias que provocaban estos rasgos admirables caen. Ant este ser que le fascinaba, comprueba que siente náuseas; se ale! lleno de cólera y el objeto de su ternura comienza a inspirar! odio. ¿Sin embargo ha sufrido alteración su cuerpo? ¿Se ha

(83) Romanos, 5,5. ¡ (84) Juan, 4,8. (85) Vuestra Caridad o Vuestra Santidad son fórmulas de cortesía que Agustín d rige con frecuencia a su auditorio.

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desvanecido sus encantos? No. Ocurre que él ardía por el objeto que veía y exigía del corazón un sentimiento que no veía. Si por el contrario se da luego cuenta de que ha vuelto el amor, ¡cómo redobla su ardor! Ella le ve, él la ve, pero ninguno ve el amor y sin embargo, es el amor el que se ama, aunque invisible.

Amar a Dios es poseerle

5. Levantaos de esos deseos bajos y permaneced en la luz pura del amor. Tú no ves a Dios: ama, y le posees. ¡Tantos bienes, objetos de viles deseos son amados sin ser poseídos! Se les codicia fuertemente, pero no se les puede poseer inmediatamente. El amor al oro ¿nos da ya su posesión? Muchos lo aman y no lo tienen. Amar grandes y ricas posesiones ¿es tenerlas? Muchos las aman y no las tienen. Amar los honores ¿es poseerlos? Muchos están desprovistos de ellos y revientan por adquirirlos. Se afa­nan, y a menudo, mueren antes que el éxito haya coronado sus esfuerzos.

Pero Dios se ofrece a nosotros, así de rondón. Amadme, nos dice, y me poseeréis. Porque no podéis amarme sin poseerme.

Un cántico de gloria

6. ¡Oh, hermanos! ¡Oh, hijos! ¡Oh gérmenes católicos! ¡Oh plantas santas y celestes, vosotros que habéis sido regenerados en Jesucristo y nacidos en el cielo, escuchadme, o más bien escu­chad por mí: Cantad al Señor un cántico nuevo! Bien, dices, ya canto. Cantas, sí, es verdad que cantas. Te oigo. Pero que tu vida no tenga que atestiguar contra tu lengua. Cantad con la voz,cantad. Cantas, sí, es verdad que cantas. Te oigo. Pero que tu vida no tenga que atestiguar contra tu lengua. Cantad con la voz, cantad con el corazón, cantad con la boca, cantad con la vida, cantad al Señor un cántico nuevo. ¿Pero cómo debéis cantar al que amáis? Indudablemente es al que amas al que quieres cantar. Quieres conocer su gloria para cantarla. Habéis oído: cantad al Señor un cántico nuevo. ¿Queréis conocer su gloria? Su gloria está en la asamblea de los santos. La gloria de aquel a quien se canta no es otra que el cantor. ¿Queréis dar gloria a Dios? Sed voso­tros mismos lo que decís. Vosotros sois su gloria si vivís en el bien. Porque su gloria no está en la sinagoga de los judíos, no está en las locuras de los paganos, no está en los errores de los herejes, no está en los aplausos del teatro. ¿Estáis buscando dónde está? Dirigid los ojos a vosotros mismos, sedlo vosotros mismos. Su glo­ria está en la asamblea de los santos. ¿Sabes de dónde viene tu alegría cuando cantas? Que Israel se alegre en aquel que le ha hecho; e Israel no encuentra otra alegría más que en Dios.

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El precio del amor

7. Interrógaos, hermanos míos; destruid vuestros escondrj interiores. Abrid los ojos, considerad el capital de vuestro an y aumentad el que hayáis descubierto. Velad sobre este tea para que seáis ricos en vosotros mismos. Se llaman caros los bienes que tienen gran precio; y no por az Fijaos bien eri esta expresión: esto es más caro que eso. ¿r significa «es más caro»? ¿No significa que es de mayor pr< Si se dice más caro a todo lo que es de un mayor precio, q hay más caro que el mismo amor (86), hermanos? ¿Cuál ea vuestro modo de ver su precio? ¿Cómo pagarlo? El precio < trigo, son tus monedas; el precio de una tierra, es tu dinero; precio de una piedra preciosa, tu oro; el precio del amor, mismo. Tú quisieras comprar un campo, una piedra precio! un animal de carga, y para pagarlo, buscas una tierra, miras tu alrededor. Pero si deseas poseer el amor, no buscas más qí en ti, no te encuentras más que a ti mismo. ¿Qué temes al dart ¿Perderte? Es todo lo contrario, al darte no te pierdes. El am mismo se expresa en la Sabiduría y calma con una palabra inquietud que te provocaba esta frase: «Date a ti mismo». Po que si un hombre quisiera venderte un campo te diría: Dau tu oro; o, a propósito de otras cosas, dame tu moneda, dame ; dinero. Escucha lo que te dice el amor por boca de la Sabidurí «Hijo, dame tu corazón» (87); «Hijo, dame», dice ella. «¿Qué] «Tu corazón». Estaba mal cuando estaba en tí, cuando era pai ti; tú eras presa de futilidades, de pasiones impuras y funesta Quítale de ahí. ¿Dónde llevarlo? ¿Dónde ofrecerlo? Dame i corazón. Que sea para mí y no lo perderás. Mira: ¿ha queric dejar algo en ti que a ti mismo pueda hacerte aún querido paí ti mismo? «¿Amarás al Señor tu Dios, dice él, con todo tu cor| zón, con toda tu alma y con todo tu pensamiento?» (88) ¿QJJ queda de tu corazón, para que por su medio puedas amarte ¿Qué queda de tu alma? ¿Y de tu pensamiento? Con todo, dice él El que te ha hecho, te exige todo entero. Pero no te entristezca como si hubiera muerto en ti toda tu alegría. Que Israel se a la gre, no en sí mismo, sino en aquel que le ha hecho. J

¿Qué es amarse?

8. Pero, responderás, si no me queda nada para amarme, ya que me veo obligado a amar con todo mi corazón, con toda alma y con todo mi pensamiento al que me ha hecho ¿cómfj puedo cumplir el segundo mandamiento que me ordena amar i' mi prójimo como a mí mismo? Pero por eso mismo debes amar ¡

(86) Literalmente: ¿Qué hay más caro que la caridad? Agustín juega con el origen común de estas dos palabras; carus; caritas. 1 (87) Proverbias, 23,26. I (88) Mateo, 22,37.

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tu prójimo con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu pensamiento. ¿Cómo? Amarás a tu prójimo como a ti mismo. A Dios con todo mí yo mismo: a mi prójimo como a mí mismo. ¿Cómo amarme? ¿Cómo amarte? ¿Quieres saber cómo amarte? Así te amarás: amando a Dios con toda tu persona. ¿Crees que ayudas a Dios cuando le amas? ¿Para qué le sirve el amor que tú le das? Y si no le amas ¿qué perderá él? Tú eres el que ganas al amarle; estarás donde no puedes morir. Pero dirás aún, ¿cuándo no me he amado? No, tú no te amabas cuando no amabas a Dios que te ha hecho. Te odiabas y creías amarte. «El que ama la vio­lencia, aborrece a su alma» (89).

9. Dirijámonos a nuestro Señor, a nuestro Dios, a nuestro Pa­dre todopoderoso y con un corazón puro, en la medida de nuestra pequenez, démosle las más grandes y las más ardientes gracias. Supliquemos con toda nuestra alma a su incomparable bondad que reciba nuestras oraciones que aleje con su poder al enemigo de nuestras acciones y de nuestros pensamientos, que aumente nuestra fe, que dirija nuestro espíritu, que le inspire pensamientos espirituales y que nos lleve a su gloria. Por Jesucristo, su Hijo, nuestro Señor, que con El vive y reina en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén (90).

(89) Salmo, 11,5. (90) Traducción francesa de F. Quéré-Jaulmes, aparecida en le Mystére efe Paques, col. Ictys, núm. 10, París, 1965, pp. 240-245. Ver también los otros textos en el mismo volumen y en los otros volúmenes de la colección, que permiten medir la importancia de Agustín. Presentar una bibliografía es imposible. Bastará con referirse a H. I. MA-RROU, Saint Augustin et l'augustinisme, París, 1957.

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siglo V

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Cirilo de Alejandría León Magno

El estudio de los escritores cristianos del siglo quinto nos permite percatarnos de la fosa que les separa de la edad de oro patrística. Un cambio salta a los ojos: desaparecen, sin relevo, las grandes figuras. Ha ter­minado el gran período de intensa producción teo­lógica. La atención de la Iglesia es solicitada por los sucesos políticos que sacuden el Orbis romanas. Jeró­nimo y Agustín asisten, impotentes, a la toma de Roma por Alarico en el 410. Las grandes invasiones germánicas ocupan la Iglesia de Occidente. Los bár­baros pasan el Rin, se esparcen por lo que era el Im­perio y lo conquistan. En el 486, las últimas regiones de las Galias pasan a los francos. Se ha dado vuelta a una página, comienza una nueva historia con nue­vos problemas.

El emperador se mantiene en Ravena. Pero sólo tie­ne el papel de figurón. El Imperio se derrumba. Esta caída engrandece la autoridad de la sede romana. León I aparece como el nuevo rey de Roma. El Im­perio de Oriente se defiende mejor contra los enemi­gos de fuera. A los visigodos de Alarico y a los ostro­godos de Teodorico los desvía hacia Italia. Esta po­lítica le permite sobrevivir hasta 1453. La Iglesia oriental es desde entonces tributaria del basileus.

Políticamente las dos partes del Imperio se separan y se oponen a lo largo del siglo quinto. La unidad está virtualmente rota y ya no será nunca restableci­da más que de manera artificial y efímera. Cada una de las dos mitades de la Iglesia comienza a vivir su propio destino. Un siglo antes Atansio había hecho conocer el Oriente a la Iglesia de Tréveris, Hilario había estudiado la teología griega en la misma Gre­cia y se había impregnado de ella. Este período de fructuoso intercambio ha terminado definitivamente. En el siglo cuarto, la cultura latina se presentaba aún como una rama brotada del tronco de la cultura he­lénica. La aristocracia romana conocía el griego. El alto funcionario del Imperio, hecho obispo de Milán,

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Ambrosio, desmenuza y plagia el pensamiento de los Padres de Oriente que él leía en sus mismos textos. Agustín entiende mal el griego, León Magno lo ig­nora. La rama latina se ha separado del tronco.

El Occidente latino aprovecha el pensamiento de Agustín que le permite conquistar su autonomía teo­lógica. Han terminado las grandes controversias doc­trinales. El Concilio de Calcedonia aparece como UE¡ asunto oriental que no interesa a Occidente. Est j último se vuelve a sus propios problemas, ascéticos )f misioneros. La invasión germánica obliga a la Iglel sia a tomar conciencia de su acción evangelizadora| se pasa los bárbaros. ¿j

El pensamiento teológico, en Oriente y en Occiden| te, da impresión de ahogo. Ningún escritor del si| glo quinto tiene la estatura del Capadocio. Los nuel vos Padres, que son también los últimos, son repe| tidores más bien que creadores. Ningún teólogo originall Reparten en moneda menuda las riquezas de la edad de oro. Cesáreo de Arles transmite y repite a Agustín| Cirilo de Alejandría nos aleja de la edad patrística }¡ abre la era del bizantinismo.

Cirilo de Alejandría V G 0 <t444)

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Alejandría se había señalado en toda la Iglesia por la lucha en favor de la ortodoxia. Los sucesores de Atanasio permanecen fieles a esta misión doctrinal, pero intentan al mismo tiempo afirmar la autoridad de la sede y, si es posible, regentar el Oriente cris­tiano. Esta rivalidad había tomado cuerpo en la opo­sición entre Teófilo y Juan Crisóstomo. Había pare­cido buena la ocasión para imponer la autoridad de Alejandría sobre Constantinopla y Antioquía a la vez. En el «sínodo de la Encina», en el que Teófilo hizo deponer a Juan Crisóstomo, Teófilo iba acompañado de su sobrino Cirilo, que debía sucederle.

Durante sesenta años la misma familia va a regentar la Iglesia de Egipto. Cirilo era el predilecto de su tío, lo que le predisponía más a la ambición que a la san­tidad. Teófilo había velado por su formación reli­giosa y teológica. Su cultura profana no era muy ex­tensa. Prefería la tradición a la filosofía. Seguramente pasó algún tiempo entre los monjes, pero no estaba hecho para la soledad sino para el gobierno. Isidoro de Pelusio le reprochó en una carta el llevar dentro de su corazón el ruido y la confusión de las ciudades.

Obispo Teófilo muere el 412. Le sucede Cirilo. Aún debía ser joven, ya que ocupará la sede durante más de, treinta años. Con la sede había heredado las cuali-i dades de su tío, las buenas y las malas. Su ortodoxia] y su vida privada eran irreprochables. Había here­dado de Teófilo no solamente las ambiciones, sino también los resentimientos. Por eso, a pesar de las intervenciones de Roma, se negó a inscribir en los dípticos (lista de los obispos) utilizados para la li­turgia, el nombre de Juan Crisóstomo. Reintegrarlo, había dicho, sería poner de nuevo a Judas en el co-: legio apostólico.

Cirilo tenía sobre Teófilo una ventaja temible: co-< nocía la teología. Toda su vida permaneció como hombre de estudio, deseosos de destacar la doctrina*

de la Escritura y de la tradición. La controversia nes-toriana divide su actividad literaria en dos períodos, el primero, hasta el 428, consagrado a la exégesis y a la polémica antiarriana; el segundo, hasta su muer­te, ocupado en la refutación del nestorianismo. La producción exegética de Cirilo es considerable. En la edición de Migne ocupa seis volúmenes in-quarto. No es la mejor de su obra ni la más original.

El obispo de Alejandría es fiel a la tradición teológi­ca de su ciudad, ilustrada sobre todo, por Atanasio y Dídimo el Ciego, cuyo nombre calla, porque había sido laico y discípulo de Orígenes. No matiza lo su­ficiente como para hacer justicia a Orígenes a quien rechaza por haber imitado «las charlatanerías de los griegos». Por el contrario, se opone a la escuela de Antioquía sin tratar de comprenderla ni de enrique­cerse con su método. Tiene un rencor tenaz.

Sus escritos Las grandes obras de Cirilo son polémicas. En ellas le encontramos tal como en realidad es. Le gusta refutar y ventear la herejía. Sus primeros escritos es­tán dirigidos contra los arríanos. Todas sus obras teo­lógicas están escritas contra alguien. No sabe lo que es diálogo y menos aún descubrir la parte de verdad que hay en los adversarios. El es el responsable de la idea que tiene la historia sobre Teodoreto de Giro.

Más tarde compuso una voluminosa apología: En favor de la santa religión de los cristianos contra los libros del impío Juliano. Lo que da a entender que el paga­nismo permanecía virulento en Egipto aun en el si­glo quinto. La obra teológica más clara de Cirilo está consagrada a la refutación de las tesis nestorianas y a demostrar la unidad en Cristo.

Tenaz y aplicado, se preocupa de exponer los miste­rios de la fe con precisión y claridad. Si es verdad que el pensamiento es firme, el estilo, sin embargo, es mo­nótono y prolijo. Se expresa con más énfasis que ele-

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gancia. Se aparta de los grandes clásicos e inaugura la era de la escolástica bizantina.

Cirilo es a la vez teólogo y hombre de acción. Más que pastor es un jefe. Le gusta la lucha y muestra en ella el mismo espíritu temible que en sus afirmaciones doctrinales. Es combativo por naturaleza. Para estar a su aire, necesita adversarios como el orador necesita público. Este será el secreto de sus éxitos, la justifica­ción que da a su modo de proceder.

Sus altercados Apenas nombrado obispo, entra en conflicto con Orestes, prefecto de la ciudad. Ataca a todo el mundo, a los herejes, a los judíos, a los paganos... Es moral-mente responsable del inicuo asesinato de una noble pagana, Hípatia, que gozaba de la estima universal de los paganos y de los cristianos. Más dolorosa es aún su actitud para con los judíos. Hiérax, un maestro de escuela del que éstos sospechaban sin razón ser un agente provocador del obispo, fue el origen de una revuelta. Amenazados por el obispo, los judíos ata­caron a los cristianos durante la noche. Llegado elj día, y estimulados por Cirilo, los cristianos replicaron; invadieron las sinagogas, mataron a los judíos que en- i

contraron y saquearon sus casas. Este fue el fin de la colonia judía de Alejandría.

Para establecer su autoridad absoluta en Egipto, Cirilo controlaba el comercio de cereales y extendía sus propiedades, apoyándose en la masa de los mon­jes coptos, rudos e incultos. Este gusto por las ac­tuaciones acabó por provocar resistencias contra el jerarca egipcio. En el 428, algunos monjes egipcios llevaron sus quejas ante Nestorio en Gonstantinopla. El conflicto que había enfrentado a Teófilo y Juan Crisóstomo iba a repetirse. Nestorio, para colmo, era un antiguo monje de la ciudad rival, Ántioquía; hom­bre moralmertte irreprochable, en quien la elocuencia y la impetuosidad podían suscitar fórmulas malhada­das, criticando en particular el título ya antiguo de madre de Dios, dado a María.

Contrariamente a Juan Crisóstomo, el nuevo obispo de Constantinopla cometió también la imprudencia de aventurarse en el terreno teológico. Cirilo, bien aconsejado en este asunto por sus enviados, venteó la herejía, descubrió su punto flaco y tomó la ofensi­va, demasiado feliz con la ocasión que se presentaba para hacer callar a los monjes egipcios, intervenir en Constantinopla y humillar a Ántioquía.

Hábilmente, Cirilo escribió una carta muy obsequio­sa al Papa Celestino para denunciar los errores de Nestorio. Celestino, que no sabía griego, sin verificar el informe de Cirilo, hizo condenar a Nestorio en un Concilio en Roma y encargó además a Cirilo que ful­minara la condenación. La carta a Cirilo no precisa desgraciadamente el error que se imputaba a Nesto­rio. El obispo de Alejandría, para asegurarse el apoyo de la corte, redactó tres cartas que no le dieron buen resultado. El emperador aplazó la condenación de su obispo e hizo invocar un Concilio general. Lo cual fue aceptado por el Papa.

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La convocatoria del emperador pedía que cada pro­vincia estuviera representada por un pequeño número de obispos. Cirilo embarcó a cincuenta con muchos clérigos menores y monjes, encargados de apoyar la causa. En Efeso no se hizo ningún esfuerzo por conse­guir una discusión franca. Antes al contrario, el 21 de junio, Cirilo, por su propia autoridad y a pesar de la protesta de setenta y ocho obispos, precipitó los acon­tecimientos y convocó un Concilio para el día siguien­te. Ordenó a Nestorio que asistiera, pero sin intervenir como los demás obispos. Fue condenado en ausencia. Con esta noticia, y preparada por el séquito egipcio, la ciudad de Efeso manifestó ruidosamente su alegría. Cirilo manifestó esta condena a Nestorio con estas palabras: «A Nestorio, nuevo Judas». Decididamente, son muchos los Judas.

En realidad el Concilio no se había acabado. ¿Ha­bía comenzado válidamente siquiera? A su llegada, los obispos orientales fueron puestos al corriente de los sucesos. A su vez se reunieron en sínodo con al­gunos otros obispos que habían rechazado el Concilio de Cirilo y depusieron a Cirilo y al obispo cómplice de Efeso. Finalmente llegaron los legados romanos. Apro­baron la deposición de Nestorio. En los primeros días de agosto se presentó por fin el legado imperial con una carta de Teodosio: «Aprobamos la deposición de Nestorio, de Cirilo y de Memnón, sugeridas por vues­tra piedad». La confusión fue completa.

Nestorio y Memnón obedecieron. Cirilo, más diplo­mático, supo ganarse a la corte, por medio de suntuo­sos regalos cuya eficacia conocía bien el oriental. Epífanes nos ha conservado el inventario de los rega­los: avestruces, tapices, oro y tejidos de seda. El efec­to no se hizo esperar. Teodosio convocó en Calcedonia una reunión de delegados, que declaró disuelto el Concilio y que permitió a los obispos regresar a sus países, pero mandó a Cirilo y a Memnón que espe­raran en Efeso hasta que se arreglara su situación.

Pero Cirilo navegaba ya hacia Alejandría. Así termi­nó el Concilio de Efeso.

Incómodo y algo escaldado, por los sucesos, Cirilo comprendía, algo tarde, que había llegado el momen­to para los compromisos y para las concesiones. Lo hacía más a gusto aún puesto que Nestorio tuvo que retirarse de la escena y vivía en un convento. Fue fir­mada un acta de unión en la que Cirilo sacrificó sus ideas personales, expresadas en los doce anatemas que había querido imponer a Nestorio. Suscribió la pro­fesión de fe que le envió Juan de Antioquía. Era la paz. Una carta de Cirilo refiere el suceso. Comienza con las palabras que se han hecho célebres: «¡Que se alegren los cielos y se estremezca la tierra!» Desgra­ciadamente con esta tregua no acabó la querella, que hubiera podido concluir en una confrontación de la teología antioquena y alejandrina y en la síntesis de dos puntos de vista complementarios. El Oriente quedó dividido y los monofisitas podrán apoyarse en

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Cirilo. San Isidoro de Pelusio lo había previsto. YÉ había escrito a Cirilo la solemne advertencia: «Nj busquéis vengaros de una injuria personal a expensa de la Iglesia y no nos ocultéis tras una pretendida oí todoxia para provocar lo que quizá sea un cisma ic terminable». Ni él pensaba que iba a tener tanta razón..

A partir del 433 Cirilo no dio que hablar. «Un silen ció tal es elocuente», escribe Newman, purificó 16 extremismos de una vida de lucha. Sabemos que mu rió el 27 de junio del 444.

El reinado del tío y del sobrino fue demasiado largí como para que provocaran condolencias a su muerte Una carta, probablemente apócrifa, atribuida a Teo doreto, expresa sin disimulo el alivio egipcio: \

«Por fin ya ha llegado la muerte a ese mal hombre Su marcha alegra a los que quedan vivos, pero habr¡ afligido a los muertos». La pasión provoca siempre ; la pasión, hasta la injusticia.

,;

El hombre Así es la historia de este hombre, uno de los más dis discutido cutidos y difamados de su tiempo. No hay por qué ocultaj

sus defectos, la historia los presenta ante los ojos, lo cua hizo decir a Newman con algo de humor: «Cirilo n\ aceptaría que se juzgara de su santidad según sus actos»

Como hombre tenía la ortodoxia feroz del inquisidoi Implacable con sus adversarios, es poco sensible a respeto que se debe al hombre. Tiene seguidores, pen no amigos. En su carácter no hay nada que suavici esta dureza. Ha introducido el endurecimiento en si teología, que acentúa la autoridad, deseando a tod¡ costa que esa teología comparta su punto de vista. Una verdad más desinteresada y más irónica huí biera servido mejor a la Iglesia.

Las tradicionales pruebas escriturarias las completí con pruebas patrísticas utilizando en la demostración con habilidad, el testimonio de los Padres de la Igle sia junto con el de la Escritura. Paralelamente introj

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duce en la discusión con los arríanos la prueba de la razón, que jugará un papel glorioso en la teología.

A Cirilo le ha perjudicado su espíritu dialéctico y mo­nolítico. Nunca ha sabido discernir en el hereje la parte de verdad, ni las fronteras de las afirmaciones más ortodoxas. Su terminología es defectuosa. La fór­mula «única naturaleza» que él quiere sea canonizada por el magisterio, provenía de un apócrifo apolinaris-ta, texto que él creía de Atanasio. De cualquier modo el argumento de autoridad debe ser utilizado con dis­creción. Tomada a la letra, la fórmula conducía al monofisismo, que no quería admitir en Cristo más que una naturaleza. Será preciso un nuevo Concilio en Calcedonia, en el 451, para dar una enseñanza equi­librada sobre Cristo. Menos pasión en torno a Nestorio hubiera permitido encontrar una solución sin equívoco.

«Teológicamente, dice Newman, es grande. Los ca­tólicos de todas las épocas le son deudores». Cirilo sirvió bien a la Iglesia defendiendo la ortodoxia. Pero hubiera servido mejor y quizá hubiera podido salvar la unidad si hubiera tenido la suficiente amplitud de miras para confrontar el punto de vista alejandrino con el antioqueno. Una querella mal arreglada vuelve a estallar necesariamente.

El obispo de Alejandría es un teólogo penetrante y ortodoxo, aun cuando haya sido víctima de las fór­mulas erróneas de Apolinar, que él quiso imponer a Nestorio. Un adversario de su intransigencia hubiera podido hacer correr a sus doce anatemas la misma suerte que hizo él correr a los alegatos de Nestorio. Por eso los monofisitas que dividieron el Oriente se amparan en su autoridad.

Este hombre apasionado provocó la pasión. Aún sigue suscitando juicios afectivos a veces contradictorios. Cirilo se aleja y nos aleja de la era patrística. Abre paso al bizantinismo. Por su dialéctica es el primer escolástico de Oriente. Oriente y Occidente le pro­clamaron doctor de la Iglesia.

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Cirilo comenta el discurso joaneo del Pan de vida. Cristo no tiene su vida por otro, El es vida por naturaleza, dado que ha nacido de quien es la vida: el Padre.

LA SANTA TRINIDAD Y LA ENCARNACIÓN (*)

El sentido de este texto (Juan 6,57) es bastante oscuro y su d¡| cuitad no es común: sin embargo no es inaccesible hasta el punta de sobrepasar nuestro entendimiento; hallaremos la solució si razonamos como se debe. Cuando el Hijo dice que ha sido i viado, nos da a entender con ello que se ha encarnado y nada n y cuando nosotros decimos que se ha encarnado, queremos d«¡ cir que se ha hecho íntegramente hombre. El Padre, dice El, ha hecho hombre, y puesto que ha nacido del que es vida j naturaleza, yo, el Verbo, vivo en cuanto Dios pero hecho hon bre, con mi propia naturaleza he llenado mi templo, es decirj mi cuerpo. Del mismo modo el que come mi carne vivirá por Mí.

'•i

Yo he tomado en Mí la carne mortal, pero desde que he habita­do en ella, Yo, que soy vida por naturaleza, ya que procedo deí Padre viviente, la he transformado para hacerle vivir mi propia' vida. No he sido vencido por la corrupción de la carne; yo soy? más bien el que la ha vencido en cuanto Dios. No dudaré en re­petirme para seros útil; del mismo modo que, hecho carne (estoí es lo que significa haber sido enviado), no dejo de vivir por e l Padre vivo, es decir, conservando en mí su naturaleza privile-i giada, del mismo modo el que me recibe, tomando su parte de mij carne, vivirá en él pero transformado completamente por Mí,; que puedo dar la vida porque he salido, por así decirlo, de la raiz de donde procede la vida, es decir de Dios Padre. Si El atri-í buye al Padre su encarnación, aunque Salomón declare: La Sa-" biduría ha construido su mansión (91), y Gabriel atribuya a la acción ¡ del Espíritu Santo la formación de su cuerpo cuando dice a la ' Virgen: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te envol­verá como una nube (92), es para dar a entender que la divinidad,

(•) amentaría de San Juan, IV, 2, P. G., 73. (91) Proverbios, 1,9. (92) Lucas, 1,35.

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siendo una por naturaleza, ya se la considere en el Padre, en el Hijo o en el Espíritu Santo, ninguno de las tres obra por separado sino que lo que queda realizado por uno es de hecho de toda la naturaleza divina. Siendo la Santísima Trinidad una en razón de su misma consustancialidad, no hay mas que un solo poder en sus tres personas; todo viene del Padre, por el Hijo, en el Es­píritu.

Repitamos una vez lo que hemos dicho muchas veces; repetir las mismas cosas es enojoso pero más seguro. Es la costumbre de Cristo nuestro Salvador, la de atribuir ventajosamente al po­der divino todo lo que supera nuestras fuerzas humanas. Se hu­milló haciéndose hombre, y puesto que tomó la forma de un es­clavo, no desprecia su condición. Pero eso no excluye que todo lo haga con el Padre. El que le ha engendrado obra en todo por medio de él según las mismas palabras del Salvador. El Padre que mora en mí está llevando a cabo sus obras (93). Dando, pues, a su vida común con la carne la parte que le toca, adscribe a Dios Padre lo que sobrepasa al humano poder. Ahora bien, cons­truir su templo en el seno de una virgen está por encima del po­der del hombre (93 b).

(93) Juan, 14,10. (93 b) Traducción francesa de H. Delanne, aparecida en la Messe, col. btys, nüm 9 París, 1964, pp. 152-154. Para la doctrina de Cirilo, ver H. du Manoir de Guay, Dogmt et Spiritualüc d¡,e saiBj Cjrület'Alexandrit, París, 1944.

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León Magno Ó / L / U (t461)

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El año 440, un diácono sucede en Roma al Papa to III. Se llama León. La posteridad espontáneame le pondrá el sobrenombre de Magno para expr su significación histórica. León es en algún sentid^ último testigo de la era patrística,y de la Iglesia tigua. Los últimos Padres de la edad de oro han Hado: Agustín murió el 430 y Cirilo de Alejaní el 444, después de haberse sumido en el silencio.

Pocas cosas sabemos de los años que preceden al tificado. No conocemos siquiera la fecha de su miento. Probablemente es originario de Tosca país que une la moderación a la distinción. En el cuando Agustín cierra definitivamente los ojos en'.] pona, León forma parte del clero romano y juega! un papel preponderante en la disputa, que agití) sur de las Galias, entre partidarios y adversario^ Agustín. Al año siguiente, Cirilo de Alejandr manda intervenir contra la actuación de Juve obispo de Jerusalén.

Obispo de La elección de León para la sede romana sorprendí Roma diácono en las Galias, donde cumple una misiónf

plomática para la corte de Ravena. Lejos de Rd en el momento de la muerte de Sixto III y co!¿ contento de todos, León fue elegido para sucedí Una legación le lleva a la Ciudad Eterna que est en fiesta, donde el recién elegido recibe la consa ción episcopal. El pontificado de León, uno de^ más largos de la historia del papado, va a durar di el 440 al 461. Veinte años sobrecargados de suce durante los cuales el obispo de Roma va a lleva antiguo papado al apogeo de su grandeza.

El pontificado de León estaba sometido a Una prueba. Es la característica de los hombres grande| ponerse sin esfuerzo aparente a la altura de los a<j tecimientos; no solamente de preverlos sino de minarlos, y en caso necesario de cambiar de direcc

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El nuevo Papa tenía una idea más alta de su misión. El papado era para él el heredero de la antigua ciu­dad romana, que providencialmente había afianzado los derroteros de la Iglesia. En adelante la sede de Pedro hacía de Roma el centro de la Iglesia y la ca­beza del universo. Al Papa tocaba velar por todas las Iglesias extendidas de Oriente a Occidente. León en­cuentra no solamente las fórmulas de una «maravillo­sa plenitud» para expresar esta doctrina, sino que uti­liza todas las coyunturas para afirmarla.

León es ante todo el pastor de la ciudad de Roma. Predica regularmente. Es el primer Papa cuyos ser­mones han llegado hasta nosotros. Se preocupa por extirpar las costumbres paganas y las supersticiones, en particular las de la astrología, inveteradas en el alma romana. Ataca a los herejes y a los maniqueos, que aún hacen estragos en Roma. Establece cerca de

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San Pedro un monasterio para el servicio de Di bajo la dirección del obispo de Roma.

El Papa fortalece su autoridad en la jurisdicción su metrópoli y de las provincias más alejadas. Se i teresa por los menores incidentes, interviene en 1 conflictos. Se ocupa de las cualidades requeridas pa los candidatos al episcopado, interviene en Sicilia propósito de las fechas para el Bautismo, aporta Nicetas de Aquilea una solución a los problemas s citados por la invasión bárbara.

Hilario, obispo de Arles, se esforzó por conservar jurisdicción sobre todo lo que quedaba de romano Galia. León se inquieta ante la creciente autorid de la sede de Arles y de su titular, a quien le atri ye la segunda intención de querer sustraer los obis galo-romanos a la autoridad pontificia. El Papa vu ve a poner en su sede al obispo de Besangon, al q Hilario había destituido, y prohibe a Hilario reu Concilios fuera de su provincia. El obispo de A es un santo y obedece. La carta que le dirige el Pa está apoyada por un edicto del emperador Val tiniano III, lo cual algunos galicanos como Tillem y Quesnel han reprochado vivamente al Papa co una debilidad y un recurso inútil a un poder tempo en agonía.

León, lo mismo que Ambrosio, sin duda no cayó la cuenta del estado de decrepitud del Imperio ron no, donde la autoridad títere de Ravena ponía evidencia su impotencia. Constantinopla tomaba relevo. Ante Occidente y ante los bárbaros, el Ori te bizantino se organizaba en imperio cristiano.

Disputas con el La ruptura entre Oriente y Occidente, entre G Oriente tantinopla y Roma, a pesar de la apariencia de

hechos y de las intervenciones romanas, se acen bajo el pontificado de León Magno. Los recon mientos jurídicos disimulan muchas reticencias y deben inducir a error en cuanto a los distanciamien

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sicológicos. El Oriente no se ha sentido casi afectado por la disputa pelagiana que sin embargo se desarro­llaba en zona oriental. Los conflictos cristológicos, de Nestorio a Eutiques, son asunto estrictamente orien­tal. Ningún obispo occidental se interesa por ellos. La autoridad romana no está en juego. Los cismas comienzan y acaban a menudo por el corazón y no por el derecho.

Las dificultades procedentes de Oriente eran sobre todo de orden teológico. La primera carta de León I dirigida a Constantinopla iba destinada al monje Eutiques, que le había comunicado el resurgimiento de la herejía nestoriana. El monje, superior de un mo­nasterio de unos trescientos monjes, era muy escucha­do en la corte de Constantinopla. Era el portavoz de los herederos de la teología ciriliana, a los que no había satisfecho el acta de unión del 433. Denuncia­do oficialmente, el monje había sido condenado el 448 por un Concilio reunido en Constantinopla. De­fendido por Dióscoro, sucesor de Cirilo de Alejandría y por el todopoderoso eunuco Crisafio, Eutiques ape­ló a Roma.

El Papa León intervino en la cuestión discutida, con una carta dogmática dirigida al obispo de Constan­tinopla que en la historia tomó el nombre de Tomo a Flaviano, donde era formulada la doctrina de las dos naturalezas en Cristo con toda la precisión y la cla­ridad necesarias.

Se precipitaron los acontecimientos siguiendo el mis­mo esquema que en otro tiempo montara Cirilo. Impulsado por Eutiques, Teodosio convoca un concilio, hábilmente organizado por los amigos de Eutiques y presidido por Dióscoro de Alejan­dría. Este vuelve a utilizar los métodos que tan bien sirvieron a su predecesor, escamotea el docu­mento pontificio, rehabilita a Eutiques y depone a los adversarios. Ésta lamentable palinodia es llamada «latrocinio de Efeso», nombre que le dio el mismo Papa.

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Había que volver a comenzar todo. Fue convocado! • un nuevo Concilio en Calcedonia, en la vertiente]

asiática de la capital. La enseñanza, dogmática deu Papa León, consignada en el Tomo a Flaviano, fue proclamada solemnemente, el 25 de octubre del 451.; El Papa aprobó el Concilio, salvo el canon 28, que consagraba una vez más el primado de la sede de Constantinopla, reconocido ya por el Concilio Ecu­ménico del 381. En vano insistió su delegado perma­nente en la capital en favor de una transacción, tra-* bajo inútil, el Papa León permaneció inflexible. Opo-i sición «de difícil justificación», escribe monseñor Ba<« tiffol. Queriendo servir a la sede romana, el Papa perjudica finalmente a la unidad de la catolicidadi

Esta intransigencia no solamente hace difíciles las re* laciones entre Oriente y Occidente, sino que les hacd evolucionar en direcciones diferentes, abriendo un foso entre ellos. «La unidad no está rota, pero no está para mucho», nota Gustave Bardy.

Los últimos años del pontificado son ensombrecido! por los acontecimientos políticos. El 452, Atila de* ciende a Italia, devasta Venecia, destruye el puerto de Aquilea y se dispone a marchar sobre Roma. Enl loquecido, el grotesco emperador Valentiniano IIJ es obligado a negociar con el rey de los hunos. Y 1? envía una embajada compuesta por un cónsul, unj prefecto y el Papa.

«Atila recibió a la delegación con dignidad, cuenta el historiador Próspero, y se alegró tanto de la presencia del Soberano Pontífice que se decidió a renunciar a la guerra y a retirarse detrás del Danubio, después de haber prometido la paz». La realidad fue más matizada y Atila tuvo cuidado de cubrirse las espal­das. Lo cierto es que la gestión del Papa conmovió a la gente y aumentó su prestigio.

Tres años más tarde, Genserico, que sucedió a Atilaj juzga que es el momento favorable para tomar Roma) por el mar. Su flota aparece en la desembocadura del

Tiber. El pánico se apodera de Roma. El emperador es asesinado por sus propios soldados. El Papa León, acompañado de su clero, sale al encuentro del rey de los vándalos. Tiene menos suerte que con Atila. Sin embargo obtiene que los invasores no quemen la ciudad y que los habitantes sean respetados. El sa­queo duró catorce días. Carros en apretadas filas, transportaron las riquezas de los templos, de las igle­sias y de los palacios.

Al final de su pontificado, León I, que no había que­rido reconocer el primado de Constantinopla, se vio obligado a contar con el brazo secular para confiarle los destinos del Concilio de Calcedonia, amenazado por los monofisitas que negaban la doble naturaleza en Cristo. Los hechos son a veces más exigentes que las prerrogativas, y los servicios pedidos más compro­metedores que las concesiones rehusadas.

León I murió probablemente el 11 de noviembre del 461 y fue enterrado en San Pedro, a la izquierda del pórtico de entrada. Benedicto XIV, en recuerdo de la traslación de sus reliquias, a la que había asis­tido como canónigo de la basílica, le proclamó doc­tor de la Iglesia en 1754.

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La obra La obra literaria del Papa León está ligada a su pon" literaria tificado. Se compone de los actos oficiales de su cargo-

correspondencia y predicación. Nos quedan 143 caí" tas, que se escalonan a lo largo de los veinte años de su pontificado y nos permiten seguir su actividad eft Italia, Galia, África y España. En ellas encontramos! numerosas intervenciones del Papa en cuestiones doc4 trinales y disciplinares. Veinte de ellas están dirigida*! a Julián de Quío, su delegado ante el basileus. |

El Papa León fue el primero en dejarnos una seri* importante de sermones, casi un centenar. La mayo! parte de sus predicaciones se remonta a los diez pri* meros años de su pontificado. La mayoría de ellos hacen referencia al año litúrgico: Navidad, Epifanía Cuaresma y Pascua.. Nos da el modelo del sermój litúrgico.

León no es un improvisador. Sus sermones son cu: dadosamente escritos antes de ser pronunciados. B Papa cuida la calidad de la forma sin caer por el! en la coquetería literaria. La frase se desarrolla, and plia, majestuosa, real, como una procesión litúrgicí La emoción y la sensibilidad están amaestradas pe la serena grandeza de este romano. ¡

i Su frase contiene el ritmo y la dignidad de la liturg que comenta. Cultiva los paralelismos y las antítesí la asonancia y las cláusulas rítmicas, el período, mi dido por el cursas, que halagan el oído del romana Cuida la vivacidad y eficacia de la expresión y buse la fórmula lapidaria, cercana al lenguaje litúrgicí

León no es un pensador original. Su cultura es lira tada. No tiene comparación con Hilario, Ambrosio1

Agustín. Por la filosofía sólo manifiesta desprecio; i tiene reminiscencias clásicas. No conoce el griego, cual es molesto en el momento de las querellas cristi lógicas. Saca su doctrina más de la formulación de fe y de la tradición que de los autores eclesiástico que parece haber utilizado poco, fuera de Agustín.

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Es más hombre de razón y de orden, que de corazón y sensibilidad. No tiene nada de la penetración si­cológica de Pedro Crisólogo, ni de la bondad de Gre­gorio Magno.

Es hombre más de acción que de pensamiento, más de gobierno que de reflexión. Ante todo es un jefe. Tiene conciencia de su cargo como obispo de Roma y como sucesor de Pedro.

«Nación consagrada, pueblo escogido, ciudad de sacer­dotes y de reyes, dice él de Roma, tú has llegado a ser capital del universo, por la santa sede del bien­aventurado Pedro, hasta el punto dé imponerte con más universalidad por la religión de Dios que por la dominación de la tierra».

La dignidad que le viene de Pedro, la concibe como un servicio. Este hombre enérgico habla el lenguaje de la voluntad y del esfuerzo que se impone a sí mis­mo. Afirma y sabe que ningún cristiano puede dis­pensarse del rigor.

Se contenta con una doctrina elemental, con fórmu­las que le parecen definitivas, y no se eleva nunca por encima de las posibilidades del auditorio. Nunca comenta un libro de la Escritura. No es exegeta. A la Biblia no le pide más que citas que atestigüen la doc­trina. León carece de curiosidad metafísica y de gusto por escrutar los misterios de la fe. Nunca se mezcla en discusiones teológicas. En él la doctrina trinitaria se reduce a la formulación del Credo.

La calidad de su predicación no está en la originali­dad de su pensamiento, ni en la altura de su doctrina, sino en la sonoridad de su lengua y en la solemnidad de su ritmo que amortiguan ciertos tópicos. Una vez traducidos, sus sermones pierden atractivo y parecen poemas reducidos a prosa. Más moralista que sicólo­go, León es más apto para resolver casos de concien­cia que para sondear en las profundidades del alma.

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Como hombre de gobierno nada tiene de profeta de teólogo de la historia. Careció quizá de imaginad y de genio creador. No percibe los crujidos del I perio que se derrumba. Parece que no cae en la cue ta de los signos de los tiempos. Vislumbra menos q Ambrosio el fin del Imperio que agoniza ante su r rada. Intransigente por defender las prerrogativas r manas, pone en peligro el primado de Constantinop' reconocido sin embargo por un Concilio Ecuméni y está presto a recurrir al mismo basileus para las cu tiones teológicas. Se prestaba a un juego cuyo peli no parece haber medido. Para defender la ortodo en Oriente, pone más confianza en el emperador q en los obispos. Extrema el elogio que hace del e perador hasta reconocerle «una calidad sacerdo un alma de obispo». Rinde culto a la autoridad es" blecida, sin unirlo con un espíritu crítico o con la . serva necesaria. s

León es demasiado romano para medir la compl dad y la susceptibilidad del Oriente cristiano. _ gran pontífice que prepara el papado medieval puede tender un puente sobre el foso que separa Roma de Constantinopla. Del universalismo de Iglesia ve mejor la unidad y la autoridad que la versidad y la complejidad.

Dotado de una energía indomable, que las prueb lejos de abatir, no hacen más que aumentar, hace gJ

de valor y de perseverancia, de perdón y de humild En los sucesos adversos permanece inquebrantable, serenidad de su alma es de las que dan seguridad, altura de su misión se concilia con una humildad nunca es fingida: «No juzguéis la herencia por la dignidad del heredero». Esta frase penetra el secr de su vida.

No hay altanería en su intransigencia, ni dureza su autoridad. Reprende con moderación; quiere c la autoridad se ejerza con discreción. Este aristócr respeta las personas y las reglas de convivencia soc!

Es uno de esos hombres que en un puesto de subalter­no atraen la atención y naturalmente se imponen para los cargos de importancia. El mérito de este hombre de Iglesia es la concepción que tuvo de la unidad, de la disciplina de la Iglesia universal y del papel del obispo de Roma en esta unidad. «No es el primer Papa, pero es plenamente Papa».

En el momento en que se disloca el Imperio romano, en que Occidente pasa a manos de los bárbaros y el Oriente cristiano va hacia el cisma, León consolida la única autoridad inconmovible en medio de un Im­perio a la deriva. «Es un Papa del viejo mundo, dice Batiffol, pero la antigua Iglesia no ha conocido otro más completo ni más grande». León cierra la era pa­trística. Pero desde ahora el Papa es el rey de Roma.

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Cristo ha venido para librar a todos. Se ha hecho verdaderamente hombre, sin perder nada de su majestad divina. Reconoce, pues, tu dignidad y recuerda de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro.

SERMÓN DE LA NATIVIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO (*)

1. Amados hermanos, nuestro Señor ha nacido hoy, alegrémo­nos. No está permitido el menor resquicio a la tristeza allí donde nace la vida que aniquila el miedo de la muerte y extiende sobre nosotros la alegría de la eternidad prometida. Que nadie deje de; participar en esta dicho; el motivo de la alegría es el mismo para todos: nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, no; habiendo encontrado ningún ser humano libre de pecado, ha-venido para librarnos a todos. Que se alegre el hombre santo^ porque toca ya la recompensa. Que se alegre el pecador porqués ha sido llamado al perdón. Que se anime el pagano, porque es­invitado a la vida. Efectivamente, el Hijo de Dios, cuando liegos la plenitud de los tiempos que El había fijado en la profundidad! de sus insondables designios divinos, ha asumido la naturaleza! del hombre para reconciliarle con su Creador; de este modo eJJ diablo, inventor de la muerte, sería vencido por la misma natura* leza que El había vencido. Y esta lucha emprendida por nosotros se desarrolló en una grande y admirable lealtad; porque el Dioi todopoderoso se opuso a su cruelísimo enemigo no con el aparato, de su majestad, sino revestido solamente de nuestra bajeza, pre-< sentándole la forma y la naturaleza misma que son la herencia de nuestra condición mortal, pero exentos en este caso de todo pecado.

Pero El está exento de pecado ,;

Lo que leemos a propósito del nacimiento ordinario no puedej en efecto, aplicarse aquí. Está escrito: nadie está limpio de mancha^ ni aun el niño de un día (94). En el nacimiento especial de Cristoj no pudo introducirse ni la sombra de la concupiscencia carnal j

(.*) Samán 21, P. L., 54, p. 190. (94) Job, 14,4.

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no hubo la menor ocasión para que se aplicara la ley del pecado, Una virgen, procedente de la casa real de David, fue escogida para llevar en ella el germen santo, divino y humano a la vez, qut ella concibió en su espíritu, antes aún de concebirlo en su cuer­po. Y para que si ignorase el designio divino no se extrañara d< sus inauditas consecuencias, conoció de boca de un ángel loque el Espíritu Santo iba a obrar en ella. La que iba a hacerse máatt de Dios no temió que esto fuera con detrimento de su pudor. ¿Cómo no iba a esperar una forma inusitada de concepción aque­lla a quien se había prometido la eficacia del poder del Altísimo? La fe del alma creyente está además confirmada por el testimonie de un milagro anterior: a Isabel le ha sido dada una fecundidad inesperada: así no podría dudarse de que el que había dado a una mujer estéril la posibilidad de concebir, no se la diera tam­bién a una virgen.

Dos naturalezas sin mezcla

2. Así pues, el Verbo de Dios, Dios mismo, Hijo de Dios mit en el principio estaba con Dios, por quien todo fue hecho y nada sin El (95); no se ha hecho hombre más que para librar al hombre de b muerte eterna. Y sin disminuir nada de su majestad, se ha in­clinado para revestir nuestra bajeza hasta el punto de que, per­maneciendo lo que era y asumiendo lo que no era, unió verda­deramente la forma de esclavo con la forma que le iguala a su Padre. Soldó las naturalezas una con otra de tal modo que ls glorificación de la naturaleza inferior no la hizo desaparecer: mientras que la humillación de la naturaleza superior no la dis­minuyó. Estando, pues, a salvo los caracteres de una y otra sus­tancias y encontrándose los dos en la misma persona, la Huma­nidad fue asumida por la majestad, la debilidad por la fuens3; la moralidad por la eternidad. Para saldar la deuda contraída por nuestra condición humana, la naturaleza inviolable se unté a una naturaleza pasible, el verdadero Dios y el verdadero hombr* se aliaron en la unidad del Señor. Esto constituía para nosotros el remedio apropiado, ya que de este modo un solo y mismo mediado* entre Dios y los hombres (96), podía por una parte morir y por otr^ resucitar. Con todo derecho pues la concepción de nuestra sal' vación no causó la menor corrupción a la integridad déla Vir­gen: como había guardado el pudor, engendró la verdad. U" nacimiento así convenia, pues, mis queridos hermanos, a Cristi que es a la vez fuerza y sabiduría de Dios; de este modo se adap­taba a nosotros bajo el aspecto de la Humanidad, al mismo tiem­po que nos sobrepasaba por su divinidad.

Si no hubiera sido con absoluta verdad Dios, no hubiera podida traernos el remedio y si no hubiera sido realmente hombre, 0 ¿

(95) Jum, 1,1-3. (96) 1 Timotm, 2,5.

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nos hubiera dado ejemplo. En el nacimiento del Señor los ángeles: radiantes de alegría cantan: Gloria a Dios en las alturas y anuncian:! paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (97). Es que ven cons-i truirse la Jerusalén celeste a partir de todas las naciones del mun­do. ¡Qué alegría debe sentir la bajeza de los.hombres ante una<-obra tan indecible del amor divino, cuando los ángeles, en suí sublimidad, se alegran por ello hasta ese punto!

Grandeza del hombre

3. Así pues, mis queridos hermanos, demos gracias a Dios Pa-i dre. por su Hijo en el Espíritu Santo. Este Dios que, por la in-1 tensidad de la misericordia con que nos ha amado, se ha apia-1 dado de nosotros y nos ha vivificado con Cristo y en El, cuando es-\ tobamos muertos por el pecado (98). Así hemos sido hechos y en Elj una nueva creatura, formados por El de nuevo. Renunciemos al] hombre viejo con todas sus acciones (99). Hemos recibido participa­ción en el nacimiento de Cristo, renunciemos a las obras de la] carne. Reconoce, cristiano, tu dignidad. Participas de iá natu­raleza divina, no vuelvas, pues, con tu modo dé vivir indigno de tu linaje, a tu antigua deshonra. Acuérdate de qué cabeza y de qué cuerpo eres» miembro. Recuerda que tras haber sido arran-^ cado al poder de las tinieblas, has sido transferido al reino de la luz que es el de Dios. Por el sacramento del Bautismo has sido hecho templo del Espíritu Santo; no rechaces con tus malas ac­ciones a un huésped de esta calidad, ni vuelvas a ponerte bajo la dominación del diablo, porque el precio de tu rescate es la sangre de Cristo. Y el que te ha rescatado con su misericordia te' juzgará con su verdad, el cual reina con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén (100).

(97) Lueas.2,14. (98) Efesios, 2,5. (99) IUd., 4,22. (100) Traducción francesa de los Benedictinos de la Rochette, aparecida en Mysürk de M , col. Ictys, núm. 8, París, 1963, pp. 120-123. 1 No existe ninguna otra biografía de San León Magno desde la de A. REGNIER, ParisJ 1910. Ver también P. BATIFTOL, Le Sügt Apostoliqut, París, 1924.

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Las piedras de la Iglesia

A lo largo de los cuatro primeros siglos, los Padres de la Iglesia asisten y participan en la victoria pro­gresiva del cristianismo. La religión de Jerusalén llega a la capital romana. Los intrusos conquistan el Im­perio que pasa a la Iglesia. Este cambio revolucionario va a extirpar progresivamente el paganismo y salvar además la herencia del pensamiento antiguo.

Las obras de los escritores jalonan las etapas de la penetración cristiana. Los apologistas, Justino e Iri-neo, defienden la fe amenazada en el interior y en el exterior. Los alejandrinos y los africanos dan a la fe su primera formulación teológica. Oriente aporta fi­lósofos, Occidente retóricos y juristas. El siglo cuarto da plena madurez a esta elaboración. En él se en­cuentran todos los géneros literarios. Sólo la poesía es pobre. El lirismo está más en la palabra que en el poema. Sólo se exceptúa Gregorio Nacianceno. Pero aun así, es más lírico que poeta. Su poesía no tiene mucha inspiración.

No era necesario construir Constantinopla, en el 330, para unificar la Iglesia de Oriente y Occidente. La Iglesia es una y los intercambios son frecuentes. Ci­priano se carteaba con los obispos de Asia como con

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los de España. La influencia de Agustín se ejerce en toda la Iglesia. Un siglo más tarde esta unidad está sicológicamente comprometida. Una carta de Nes-torio enviada a Roma espera varios meses para en­contrar un traductor. La edad de oro de los grandes doctores se aleja, los intercambios son cada vez más raros. Todos se empobrecen.

El que frecuenta mucho a los Padres se admira de su calidad, su presencia humana y también su diversidad. Nada de convencional, nada de la estatua «San Sul-picio». Sus escritos nos los muestran como son: dé carne y hueso. Todos comparten una misma fe, la reacción de cada uno es original, personal. En está orquesta de élites cada uno toca su instrumento, y 3 ¡ con qué vibración, con qué sensibilidad y con quJ personalidad! I

Los Padres de la Iglesia son sobre todo pastores. Su principal actividad es la palabra, la predicación. Esta está patente en los dos genios más admirables, Orígei nes y Agustín. Esta primicia de la acción pastora caracteriza tanto a Oriente como a Occidente, p e a con ingredientes propios. El genio de los Padres orieM tales es intuitivo, especulativo, lírico, el de los occjj dentales jurídico, pragmático, moral, resumido. Leí teólogos griegos subrayan la grandeza del hombrfl la teología africana su decadencia. Los primeros dm sarrollan la divinización del cristiano, los segundos M retribución. fl

Y aun dentro de esto habría que matizar, más bi f l que generalizar. Juan Crisóstomo, el más griego <• los griegos, es ante todo un sirio hecho griego. De H raza conserva la exuberancia y la imaginación, iifl capadocios no son los alejandrinos, aunque utilioB a Orígenes con admiración y sanamente. Cirilo d 9 termina guiarse por sus impulsos y desprecia la glojH de su país. Las tesis agustinianas sobre la predestiaH ción y la gracia, son pasadas, al llegar a Galia, porjH criba de la crítica.

La unidad del Imperio romano había facilitado quizá los intercambios, pero también la herejía arriana. Occidente, libre hasta entonces de las disputas teo­lógicas, se despertó un día siendo arriano. La Iglesia resiste. Las dos grandes víctimas de las represalias im­periales son Atanasio e Hilario, un oriental que va a descubrir el Occidente y un occidental que se fami­liariza con el pensamiento griego. El año 364, el Im­perio se reparte entre Constantinopla y Roma. Esta división, que protejerá a Occidente contra las dispu­tas cristológicas, pesará sobre la Iglesia. Oriente, a pesar de la presencia de Pelagio en Palestina, no se interesará casi por el pelagianismo. Cada continente vive su propia historia. La unidad no deja de existir, pero el foso se va ahondando. Cada uno evoluciona en diferente sentido.

El Imperio cristiano de Bizancio favorece el esfuerzo intelectual. Los Padres de la Iglesia han desaparecido. Comienza un nuevo período iniciado por Cirilo de Alejandría. El bizantinismo crece en el terreno de la patrística. Durante mucho tiempo aún el pueblo orien­tal se apasiona y se divide por cuestiones teológicas.

Los Concilios marcan una tregua. Después resurge la controversia. En el siglo cuarto se enfrentan los mono-fisitas y antimonofisitas: Severo de Antioquía (f 518) y Leoncio de Bizancio. El argumento de autoridad sustituye a la reflexión personal.

Surgen dos teólogos: el misterioso Pseudo-Dionisio que recoge la herencia patrística griega y la transmite a Occidente; gracias a él, aquélla enlaza con la teolo­gía medieval. Un siglo después, Máximo el Confe­sor (f 662) más teólogo que pastor, alimentado con la filosofía aristotélica y platónica, que él funde en una síntesis a la vez teológica y espiritual, nos aleja del pe­ríodo de los Padres.

La vida monástica viene a enriquecer el pensamien­to oriental, en lugar de los monjes incultos que com-

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ponían las tropas de choque de Cirilo, encontrar en Siria y en Palestina un monaquismo «sabio», este medio salió Máximo del que ya hemos hablad Un siglo más tarde Juan Moschus ( | 619) escribe famoso Prado espiritual, obra maestra dé lozanía, col parable a las Florecillas.

El Occidente parece agotado después de haber pi ducido a Agustín. El obispo de Hipona, aún más qjj Ambrosio, es testigo de un trastorno que da al sig quinto aspecto de apocalipsis. El sueño acaba en sadilla. El obispo de Milán, aun enfrentándose al ti perador, parece no haber caído en la cuenta del ligro que amenazaba ya a la institución. Occideí pasa a los bárbaros. La Iglesia de igual modo, con vacilación que da la medida de su decepción. De chazo, la resistencia pagana aún virulenta en el glo quinto, se desvirtúa con el Imperio. Los paga parecen retrógados. Sin embargo, el paganismo dura en las costumbres.

Surgen dos figuras de obispos a quienes los historia res no han prestado toda la atención que se merecí Máximo de Turín (f antes del 423), y Pedro Gr logo ( | 440-450). Aunque la historia no ha retec nada de su vida, sus escritos vibran aún con su ser lidad. Son dos sicólogos que analizan el corazón mano con una finura y una seguridad, que a ve hacen pensar en Newman. Uno y otro censuran • superstición y las costumbres paganas que hacen tos estragos como las hordas de los hunos. Son ñeros, unidos a su pueblo, sensibles a las llama más secretas del hombre, a la fraternidad, a las 1 mensiones cósmicas de la salvación y solícitos por jí dicar el Evangelio.

Más tardíamente que Oriente, Occidente conocej ímpetu monástico, que brota aún de manera un anárquica. Braga, en Portugal, es fundado por tín (f 580), que traduce los apotemas de los Pa del desierto. La regla de San Benito da un nuevoí

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pulso al monaquismo y una legislación que va a or­denar el ímpetu. Gregorio Magno ( | 604), eco emo­cionante de la tradición patrística que ilustrará la sede de Roma, es quizá uno de sus hijos.

Galia posee monasterios desde el siglo cuarto. Basta con nombrar a San Martín. Juan Casiano introduce en Lerins los escritos del monaquismo oriental. Vicen­te de Lerins (f antes del 450), monje conventual, es un teólogo vigoroso. Es el primero que ha formulado el principio del progreso doctrinal que se opera por un crecimiento orgánico y que Newman volverá a tratar en el Desarrollo del dogma. Cesáreo, otro monje de Lerins, como obispo de Arles ( | 543), es «uno de los maestros de la Iglesia gálica, uno de los fundado­res de su disciplina y de la cultura que conservaría a través de los siglos de decadencia» (P. Lejay). Hace asequible la predicación de los Padres, sobre todo la de Agustín, para la evangelización de la Galia. Se dirige hacia los bárbaros que le rodean para predi­carles el Evangelio. La Iglesia deja que los románti­cos lloren el pasado y se dirige hacia los nuevos paí­ses. Los maestros de la edad media continuarán el trabajo de los Padres.

Se ha dado cuenta Occidente ¿hasta qué punto se ha empobrecido al perder el patrimonio griego? De una y otra parte, la pasión, la presión política y la discu­sión gratuita ocultaron la gravedad de una división, existente ya antes de ser oficialmente consumada. La discusión versaba sobre disputas teológicas, pero la ruptura era más profunda, alcanzaba a los espíritus, a los corazones...

Si es verdad que sólo estamos al final de la era cons-tantiniana, también es verdad que la Iglesia perma­necerá frustrada y mutilada, todo el tiempo que no viva de todas las riquezas de su patrimonio, tanto oriental como occidental, que compone su historia, mejor aún: su alma. La unidad cristiana exige el en­cuentro de todos.

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CUADRO CRONOLÓGICO

Historia

Muerte de Augusto Advenimiento de Tiberio

Incendio de Roma

Trajano, emperador

Marco Aurelio, emperador

Aparición del montañismo

Víctor I, Papa Septimio Severo, emperador

Comienzo de la persecución

Comienza la predicación de Manes Plotino en Roma Decio es proclamado emperador Edicto de persecución

Sínodo de Cartago Invasiones bárbaras Diocleciano, emperador Edictos de persecución de Dio­

cleciano

14 52- 56

64 95

98-117

161 163

v. 170 175-177

185 189 193 197

v.202 207-208

231 242 244 248

249-250 251 252 256

257-258 284

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Autores

Epístolas de San Pablo

Carta de Clemente de Roma

Muerte de Ignacio de Antio-quía (110) ?

Martirio de Justino de Roma

Mártires de Lyon. Ireneo obispo Nacimiento de Orígenes

Clemente enseña en Alejandría Tertuliano: Apologético Muerte de Ireneo Tertuliano pasa al montañismo Orígenes es ordenado sacerdote

Cornelio Papa Muerte de Orígenes

Martirio de Cipriano de Cartago

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Edicto de Milán

Constantino, único emperador Primer Concilio ecuménico (Nicea)

Fundación de Constantinopla

Grandes luchas amanas Constancio, único emperador Juliano el Apostata, emperador Juliano cae ante los persas

Teodosio, emperador

II Concilio Ecuménico (Constanti nopla)

Valentiniano, emperador de Oc­cidente

Muerte de Teodosio

Toma de Roma por Alarico Los vándalos en África

Tercer Concilio Ecuménico (Efeso)

313 315 325 325 328 330 350

351-361 351 361 363 367 373 374 378 379

381

383 386

389 390 394 395 396 397 398

400 407 410 429 430

431 440

Nacimiento de Hilario de Poitien

Atanasio, obispo de Alejandría

Hilario, obispo de Poitiers

Muerte de Hilario de Poitiers Muerte de Efrén Ambrosio, obispo de Milán

Muerte de Basilio

Muerte del Papa Dámaso Muerte de Cirilo de Jerusalén Conversión de Agustín Jerónimo en Belén Muerte de Gregorio Nacianceno Muerte de Gregorio de Nisa

Agustín, obispo de Hipona Muerte de Ambrosio Juan Crisóstomo, obispo de Con

tantinopla Agustín: Confesiones Muerte de Juan Crisóstomo

Muerte de Agustín

_ _ León Papa 444 Muerte de Cirilo de Alejand)

PRINCIPALES ESCRITOS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA

Ignacio de Antioquía

Siete cartas, escritas de Esmirna a Efeso, Magnesia, Tralles y luego a Roma; de Tróada a Filadelfia, Es­mirna y después al obispo Policarpo.

Justino

De sus muchas obras han llegado hasta nosotros tres: dos apologías, una a Antonino el Piadoso y la otra al Senado; el Diálogo con Trifón.

Ireneo de Lyon

Adversus haereses o Contra las herejías; Demostración de la enseñanza apostólica.

Clemente de Alejandría

Protréptico o Exhortación a los griegos; Pedagogo; Stroma-tas o Tapicerías; Qué rico puede salvarse.

Orígenes

Obras exegéticas: Hexaplas; Escolios; Comentarios; Ho­milías. Obras dogmáticas y polémicas: De los princi­pios; Charla cpn Heráclides; Contra Celso. Tratados es­pirituales: Sobre la oración; Exhortación al martirio. Co­rrespondencia (en gran parte perdida).

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Tertuliano

Obras apologéticas: A las naciones; El Apologético; Con­tra los judíos. Escritos dogmáticos y polémicos: De la proscripción de los herejes; Contra Marción; Contra Praxeas; Tratado del Bautismo. Obras de moral o de espirituali­dad: A los mártires; De los espectáculos; Sobre la oración; Sobre la penitencia; Del tocado de las mujeres. De la época montañista: Exhortación a la castidad; De la monogamia; La corona del soldado.

Cipriano

Cartas (reunidas 81, de las cuales 65 son de Cipriano) :\ A Donato; Sobre los lapsi; De la unidad de la Iglesia ca-¡ Mica; Sobre la oración del Señor. ¡

i Atanasio j

Obras de apología: Apología contra los arríanos; Apologk sobre su huida; Historia de los arríanos a los monjes; Dis­curso contra los griegos; Tres discursos contra los arríanos: Otras obras: Correspondencia; Vida de San Antonio. •

Basilio el Grande

Tres libros Contra Eunomio; Sobre el Espíritu Santo; Hd muías sobre el Hexaémeron; Reglas monásticas; CQ rrespondencia; Discursos a los jóvenes sobre una utiliza ción provechosa de las letras griegas. \

• •

Gregorio Nacianceno

Cinco discursos teológicos, que forman parte de sus 4 discursos. 244 cartas; poemas que contienen 18.00B versos. •

Gregorio Niseno fl

12 libros: Contra- Eunomio; De la creación del hombrm Discurso catequétieo; 30 cartas; Vida de Moisés; SoS^ el cantar de los cantares; La oración del Señor.

Cirilo de Jerusalén

24 catequesis, de ellas cinco sobre los misterios cris­tianos.

Juan Crisóstomo

Considerable obra oratoria: homilías sobre la Escri­tura, de ellas 90 sobre San Mateo, 88 sobre San Juan, 250 sobre las epístolas paulinas, 21 homilías sobre las estatuas. Numerosos panegíricos. Tratado Sobre el sacerdocio; Sobre la vanagloria y la educación de los niños. 224 cartas.

Efrén

Muchos comentarios de libros bíblicos. Numerosos tratados, discursos e himnos, la mayor parte en verso. Sermones, sobre todo tres sobre la fe, uno sobre Nuestro Señor; 56 madrasjé contra las herejías; 15 himnos sobre el paraíso; 77 Carmina Msibena.

Cirilo de Alejandría

Obras exegéticas: explicación de los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, sobre todo el comentario de San Juan. 12 anatemas; Contra la blasfemia de Nes-torio; Cartas pascuales y homilías, de las cuales la más célebre, que es un elogio a la Madre de Dios, no es auténtica.

Hilario de Poitiers

Comentario de San Mateo; Tratado sobre los salmos; Libro de los misterios; Tratado de la Trinidad; Frag­mentos históricos; Himnos.

Ambrosio

Tratado sobre el Hexaémeron; diversos opúsculos sobre los personajes bíblicos (Noé, Abraham, José, Nabot);

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comentario el Evangelio de San Lucas; De los/oficios de los ministros; diversos tratados sobre la virginidad y sobre las viudas; tratados sobre los misterios y sobre los sacramentos; himnos litúrgicos.

Jerónimo

Traducción y comentario de los libros de la Biblia obras históricas; continuación de la crónica de Euse bio. Tres biografías de monjes (Pablo de Tebas, Mal co de Galcia, Hilario); Hombres ilustres. Homilías ) 117 cartas.

Agustín

Las grandes obras: Confesiones, La Ciudad de Dios, Trt tado de la Trinidad; obras filosóficas: Tratado dt la Más ca, Soliloquios, Sobre el Maestro. Tratados sobre el Evaí gelio y las epístolas joaneas; exposiciones sobre U salmos (principalmente predicadas); numerosos se mones; obras de controversia: Contra los maniqueo Contra los PeUgianos (más de quince tratados); muchi exposiciones sobre la fe cristiana; 270 cartas. •

León Magno '

96 sermones para las fiestas litúrgicas; 173 cartas de l cuales la más célebre es la carta 28 a Flaviano.

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PARA LEER A LOS PADRES DE LA IGLESIA

La expresión «Padre de la Iglesia» es comúnmente empleada para designar a los escritores de la antigüedad cristiana que sobre­salieron por el esplendor de su doctrina. Se escalonan desde los orígenes del cristianismo hasta el siglo sexto según unos y según otros hasta el séptimo u octavo. La edad de oro se extiende desde la mitad del siglo cuarto hasta la muerte de San León Mag­no (t 461).

Patrología es sinónimo de literatura cristiana antigua. Trata de la vida y las obras de los Padres. El término de patrística se aplica al estudio de la teología y a la historia de las doctrinas de los Padres.

El estudio de los Padres es una vieja tradición francesa. Para convencerse basta con citar dos obras, que se han hecho ya clá­sicas: L. S. L E NAIN DE TILLEMONT. Mémoires pour servir a l'histoire ecclésiastique, en 16 vol. aparecidos en París, de 1693 al 1712; y R. CEILLIER, Histoire Genérale des auteurs sacres et ecclésiastiques, en 24 vol., aparecidos en París, de 1729 al 1763.

El francés de hoy dispone de obras sólidas y agradables que pue­den iniciarles en la lectura de los Padres. Las indicaciones que si­guen no pretenden ser exhaustivas, sino simplemente orienta­doras.

MANUALES DE INICIACIÓN A LOS PADRES

El lector que quiera completar su conocimiento literario de los Padres dispone de dos obras, de lectura agradable y documentadas, compuestas por universitarios de valía:

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P. DE LABRIOLLE, Hisioire de la litteratwre latine chrétienne (hasfc San Isidoro), París, 1920, reeditada y puesta al día por/G. Ba dy en 1947.

A. PUECH, Hisioire de la litteratwre grecque chrétietme (llega hasta siglo cuarto), 3 vol., París, 1928 al 1938, revisada por J . Zeüler.

Más recientemente, muchos manuales presentan repertorios con cisos y noticias bibliográficas cuidadosamente clasificadas:

F. CAYRE, Patrologie et hisioire de la théologie, aparecida en 192? París-Tournai, reeditado constantemente y puesto al día. S<5" el primer volumen y una parte del segundo conciernen a 14 Padres.

B. ALTANER, Précis de Patrologie, nueva traducción francesa, Mu house, 1961. Este manual en un solo volumen, traducido del ¡ " man, con numerosas traducciones extranjeras y puesto consta temente al día es aún hoy día una de las mejores.

J . QUASTEN, Initiation au Pires de l'Eglise, París, 1955-1962. Hsj aparecido tres volúmenes. Obra aún inacabada y traducida >' inglés, nos da además de la historia literaria y doctrinal una lección de textos.

Lee TEXTOS DE LOS PADRES

No hay nada que pueda reemplazar el contacto directo con escritos de los Padres. La edición de los textos, comenzada el siglo dieciséis, se ha seguido a lo largo de los siglos diecisiete diciocho, en la que se distinguieron los benedictinos de San Ma ro, residentes en Saint-Germain-des-Prés en París. Gran p a | de sus riquezas las encontramos en los 161 volúmenes de la Pati logia griega y los 221 volúmenes de la Patrología latina, pufi cadas en el siglo diecinueve por J . B. Migne.

Para que no se pierda el lector en este inmenso bosque, vamo trazarle un itinerario progresivo. La primera antología se la _ senta un libro de lectura agradable de G. BARDY, En Usant^ Pires, París, 1930. Un libro como Priéres des premiers chrétiens rís, 1952, también en libro de bolsillo, 1962) permite reco bajo un ángulo especial la literatura cristiana, desde los oríg

. hasta el siglo quinto. Para los grandes autores, hay una sele sugestiva en l'Evangile commenté par les Peres, París, 1965.

PRIMERA INICIACIÓN

Eglise d'hier et d'aujourd'hui (París, Editions Ouvriéres)

Todo lector podrá comenzar su iniciación con la ayuda de ; colección, dirigida por B. Coutaz. En un centenar de pág | esta colección de vulgarización ofrece un retrato a veces

resco de un Padre en la fe, con una selección de textos cuya tra­ducción es a menudo demasiado amplia.

Es evidentemente difícil reducir la obra de Juan Crisóstomo a las dimensiones de un digest. Pero es verdad que muchos de los volúmenes de la colección han sido verdaderos éxitos. Citemos por orden cronológico: Clemente de Roma (J. Colson), Ignacio de Antioquía (J. L. Vial), Cipriano (M. Jourjon), Clemente de Alejandría (P. Valentín), Atanasio (J. M. Leroux), Basilio (J. M. Ronnat), Gregorio de Nacianzo (P. Gallay), Juan Crisóstomo (H. Tardif), Hilario de Poitiers (M. Meslin), Ambrosio .(M.

Jourjon), Paulino de Ñola (Dr. Gorce), Cesáreo de Arles (P. Riché).

Vivante Tradition (París, Editions Freurus)

La colección «quiere contribuir, a su manera, a hacer más pre­sente en el corazón y en la vida de los hombres de nuestro tiem­po la total exigencia que tanto ayer como hoy nos presenta la Iglesia de Jesucristo». ,

Han aparecido tres volúmenes: Les Peres apostoliques. Hytnnes et priéres des premiers sueles. Aux sources de la liturgie. Los textos y ex­tractos están escogidos y traducidos por Lucien Deiss.

Les écrits des saints (Namur, Soleil Levant)

Esta colección, abierta ampliamente a los Padres, marca una nueva etapa en la lectura patrística. Se dirige a" un público más reducido, más animoso. La introducción poco desarrollada en beneficio del texto está reducida a lo esencial. Lo que presenta las más de las veces son extractos y a veces presenta el texto de una obra con gran extensión.

Citemos los textos secogidos de Ireneo (A. Garreau), de Cipria­no, Ocho tratados, Cartas (D. Gorce), Gregorio Nacianceno, Auto­biografía, Poemas, Cartas, Homilías (P. Gallay y E. L. Devolder), Jerónimo, Cartas (J. Labourt y A. Dumas), Agustín, Sermones sobre San Juan, Homilías sobre los salmos (M. Pontet, D. Gorce), Ambrosio, Salmo 118 (D. Gorce), Paulino de Ñola, Poemas, car­tas y sermón (Ch. Piétri), Hilario de Poitiers, De la Trinidad (A. Blaise), Gregorio el Grande, Libro de Job (R. Wasserlynck y Ph. Delhaye), Máximo el Confesor, El Misterio de la Salvación (A. Argynou y H. I. Dalmais). Entre los textos completos: Juan Crisóstomo, el libro de la esperanza (B. H. Vanderberghe y A. M. Malingrey), el Tratado del sacerdocio (B. H. Vanderberghe), las Catcquesis de Cirilo de Jerusalén (J. Bouvet), Vicente de Lerins, el Communitorium (M. Meslin).

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LA DOCTRINA DE LOS PADRES ESTUDIADA POR TEMAS

Ictys. Lettres chrétiennes (París, Ed. du Centurión, Grasset)

Con una cubierta acharolada, amarilla y blanca, con el dé de Délos como sigla, la colección Ictys presenta al gran pul la totalidad de los textos esenciales del cristianismo, en una nu fórmula que une el documento y la iconografía.

Los dos primeros volúmenes suministran la antología más pleta de los escritos del judeo-cristianismo y de los Padres a | tólicos. El tercer volumen, La phüosophie passe au Christ, pre las obras completas del primer filósofo cristiano, Justino.

A partir del cuarto volumen, la colección se ha orientado los temas patrísticos. Cada volumen está consagrado a un y da la información más completa posible. Los escritos traducidos íntegramente. De este modo, permiten seguir a vés de toda la literatura cristiana antigua un tema como lo eos y los pobres, el Bautismo, los sacramentos de la inicia cristiana, la Eucaristía, el misterio de Navidad o el misterio la Pascua. El volumen undécimo trata de los caminos hacia . De la colección hemos tomado gran parte de las traduccione este libro, que nos darán una idea tanto del cuidado puest la exactitud, como en la elegancia y la sencillez de estilo.

A NIVEL UNIVERSITARIO

Sources chrétiennes (París, Editions du Cerf)

Los Padres Henri de Lubac y Jean Daniélou crearon la ción Sources chrétiennes, en 1942. En un principio, el fin prind de la colección era suministrar la traducción de los Padres,! gos. Después se ha orientado progresivamente hacia una ed del texto original, a veces establecida de nuevo, junto con! rigurosa traducción. Sources chrétiennes se sitúa actualmenj nivel de la colección Budé.

Las introducciones son habitualmente muy extensas y preti aclarar la doctrina de algún texto. No se hace ninguna sión a la facilidad, ni en la presentación ni en la selección textos. La colección lleva una buena marcha. Anda ya en lumen 130.

Bibliothique augustinienne (París, Ed. Desclée de Brouwer)

En Occidente, San Agustín, como el león, se ha llevado laij ción mayor. A lo largo del siglo diecinueve, aparecieron traducciones de sus obras completas. Desde 1936, el P. F. <" dirige una nueva edición, encuadernada en tela y de fa

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pequeño, que en muchas series va editando las obras completas de San Agustín.

Esta nueva edición da, en cada volumen, texto y traducción, con aparato crítico, cuidada introducción y numerosas anota­ciones. Han aparecido ya veinticuatro volúmenes, en cinco de los cuales se encuentran las Confesiones, el tratado de la Trinidad y la Ciudad de Dios.

Muchas obras de los Padres de la Iglesia se encuentran en otras colecciones como la de Budé o la de los clásicos Garnier. Para más precisión, bastará con dirigirse a uno de los manuales de pa­trología o de literatura ya citados.

NOTA DE LA BIBLIOGRAFÍA EN LENGUA CASTELLANA

OBRAS GENERALES

En primer lugar el lector español cuenta con la traducción de dos obras de primera categoría antes indicadas: B. ALTANER, Patrología, Espasa-Calpe, Madrid, 1962. J . QUASTEN, Patrología, Ed. Católica, B. A. C. (2 vol.), Madrid, 1961.

Trabajos interesantes son: J . MADOZ, Segundo decenio de estudios sobre patrística española, Ed. Fax, Madrid, 1951. J . A. ONRUBIA, Patrología o estudio de la vida y de las obras de los Padres de la Iglesia, Palencia, 1911. M. Yus, Patrología, Madrid, 1889.

La colección Excelsa, Madrid, 1947, tiene publicados 36 volú­menes de vulgarización de los escritos patrísticos, desde Ignacio de Antioquía hasta San Isidoro.

La Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, tiene publicada toda una selección de obras cristianas en la que tiene buena parte la patrística: Padres Apostólicos, de Ruiz BUENO, núm. 65. Actas de los Mártires, D. Ruiz BUENO, núm. 75. Textos eucarísticos primi­tivos, J . SOLANO (2 vol.), núm. 88. Padres Apologistas griegos (s. II) , D. Ruiz BUENO.

OBRAS DE AUTORES EN PARTICULAR

La Biblioteca de Autores Cristianos ha publicado: Obras de San Agustín (21 vol.) Prudencio, Etimologías de San Isidoro, Obras de San Juan Crisóstomo (3 vol.), Obras de San Gregorio Magno, Cartas de San Jerónimo (2 vol.), Obras de San Cipriano.

(•) Nota bibliográfica del traductor.

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En otras colecciones tenemos: San Ignacio mártir y sus cartas, drid, 1934. Traducción de la obra de H. YABEN, San Ja i ' ' Apologías, Col. Excelsa, Madrid, 1943. Orígenes, intérprete de Sagrada Escritura, CABALLERO CUESTA, Burgos, 1956. Obras Quinto Septimio Florente Tertuliano, TR, de PELLICER DE Barcelona, 1639. El Apologético de Tertuliano, G. PRADO, Ma 1943. Homilías escogidas de San Basilio el Grande, Biblioteca de a" res griegos y latinos, Barcelona, 1915. Homilías de San Gre Nacianceno, L. DEL PARAMO. Barcelona, 1916. Las cateque' San Cirilo de JerusaUn, A. UBIERNA, Madrid, 1926. San Juan sóstomo y JU influencia social en el imperio bizantino del siglo A. CARRILLO DE ALBORNOZ, Madrid, 1934.

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EXPLICACIÓN DE LAS ILUSTRACIONES (Las cifras remiten a la página)

Cubierta. Un apóstol, marfil del siglo primero.

Ignacio de Antioquía

15. Cartas de Ignacio. 16. El emperador Trajano, moneda romana. 17. El emperador Trajano, estatua romana. 18. Lictores, bajo relieve en mármol, Roma. 19. El martirio de San Ignacio, grabado. 20. Sarcófago cristiano; en el centro: la curación de la hemo-

rroísa. 22. Instrumentos de sacrificio, moneda romana. 24. Inscripción funeraria.

Justino de Roma

29. Justino, grabado de 1615. 30. Filósofo y discípulos, detalle de un sarcófago romano. 31. Pedro y Pablo, motivo que acompaña a un epitafio cris­

tiano. 32. Platón. 33. Vasija en cristal con signos cristianos, época romana. 34. Escena de Bautismo, detalle de un sarcófago cristiano. 35. Baptisterio del siglo cuarto, detalle de un sarcófago cristiano. 36. Manuscrito de la segunda apología. 38. Estatua ecuestre de Marco Aurelio, Roma.

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Page 168: Hamman, A - Guia Practica de Los Padres de La Iglesia

heneo de Lyon

41. El antiguo teatro de Lyon. 42. Barco galo, escultura, Tréveris. 43. Cabeza esculpida del cementerio de Palmira, siglos

gundo-tercero. 45. Estatua ecuestre de Marco Aurelio, Roma. 47. Simón el Mago, mosaico de Palermo. 48. San Ireneo, obispo, grabado. 49. Cesto de pan, mosaico de Aquilea, siglo cuarto. 50. Adán en el paraíso terrenal, tabla de un díptico en mi

fil. Siglos cuarto-quinto. 52. El Fénix, símbolo de la Resurrección, mosaico de Dal

siglo quinto. 55. Cáliz de Antioquía, arte bizantino.

Tertuliano

61. Manuscrito del Apologético. 63. África, moneda romana. 65. Un retórico, estatua romana. 67. Septimio Severo, busto romano. 68. Una joven ante el espejo, escultura hacia el 300 a. 69. Joven con velo, escultura antigua. 70. Felicidad y Perpetua, mosaico de Ravena / Símbolo |

tiano, escultura de Egipto.

Cipriano de Cartago

75. Cipriano, grabado. 77. Ruinas de Timgad. 79. Sacrificio doméstico, mosaico romano. 81. Tocado de una dama romana, escultura, Tréveris. 82. Escultura de una mesa de altar, Timgad. 85. Jesús llevado ante Pilato, detalle de un sarcófago

no, siglo cuarto. 86. Memoria de dos mártires africanos, siglo quinto.

Clemente de Alejandría

89. La ciudad de Alejandría, grabado sacado de la Geo de Ptolomeo.

90. Papiro. 91. Filósofos y discípulos, sarcófago, siglo tercero. 92. Septimio Severo, busto romano. 93. Nave fenicia, relieve de un sarcófago, época romana. 94. Faro de Alejandría, reconstrucción de Tiersch. 95. Cristo da la ley a Pedro, sarcófago cristiano, hacia 97. Maestro y discípulo, escultura, Tréveris. 98. Crisma, escultura, Arles.

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Orígenes

101. Retrato de Fayoun, arte greco-egipcio, siglo tercero. 103. Carro de viaje, escultura, Tréveris. 104. Un escribe, detalle de un altar romano. 105. Monasterio del desierto de Nitria, Egipto. 106. Tintero y estilete, época romana. 107. San Juan Bautista, mosaico de Istria, siglo sexto. 108. Manuscrito de una traducción latina de los comentarios

de Orígenes sobre el Levítico. 111. Motivo simbolizando la victoria de Cristo sobre la muerte,

detalle de un sarcófago cristiano, siglo cuarto. 112. Paloma con ramo de olivo, mármol, siglo cuarto.

Átanoslo de Alejandría

125. Símbolo cristiano, escultura, Egipto. 126. El emperador Constante, moneda romana. 127. San Atanasio, mosaico de Palermo. 128. Monasterio del Alto Egipto / El emperador Constancio,

moneda romana. 129. El emperador Constantino el Grande y su esposa la empe­

ratriz Fausta, monedas romanas. 130. Menas, santo nacional de Egipto, copia de un marfil del

siglo séptimo. 131. Friso decorativo copto. 132. San Antonio, detalle de una estatua de la iglesia de Ar-

zilliéres (Mame). 133. El emperador Valente. 134. Barco y faro, mosaico de Ostia. 135. Cruz del estandarte de Constantino, escultura, Arles.

Hilario de Poitiers

139. Interior del baptisterio de San Juan de Poitiers, siglos cuar-toséptimo.

141. Pareja de aristócratas cristianos, relieve de un sarcófago, fin del siglo cuarto.

142. Sarcófago de Concordius, obispo de Arles, fin del siglo cuarto.

143. Constancio II , bronce del orden colosal, Roma, siglo cuarto. 145. Paloma con ramo de olivo, mármol, siglo cuarto. 146. La iglesia de San Hilario de Poitiers. 148. Tintero y estilete, época romana.

Basilio de Cesárea

151. Basilio, mosaico de Palermo. 153. El emperador Graciano, moneda romana.

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Page 169: Hamman, A - Guia Practica de Los Padres de La Iglesia

154. Gran «Laura» de Mar Saba, colonia de anacoretas al S. O. de Jerusalén.

155. Detalle del relicario de Santa Isabel (Marburgo/Lahn), siglo trece.

157. El emperador Valente, moneda romana. 159. Emplazamiento de las iglesias rupestres de Capadocia. 160. Cesto de pan, mosaico de Aquilea, siglo cuarto. 162. Belén. 165. Tintero y estilete, época romana.

Gregorio Nacianceno

169. Nave fenicia, relieve de un sarcófago, época romana. 171. Gregorio Nacianceno, grabado. 172. El emperador Valente, moneda romana. 173. El emperador Graciano / El emperador Teodosio, mone

das romanas. 175. Detalle de un plano manuscrito de Constantinopla; a 1¡

derecha: Santa Sofía. 177. Barco y faro, relieve de un sarcófago romano. 178. Sarcófago de los «Tres Pastores», final del siglo tercero. 180. Crisma, escultura, Arles. 181. El Buen Pastor, con una flauta, mosaico de Aquilea, si

glo cuarto.

Gregorio ¿fiseno

Apertura de los ojos del ciego de nacimiento, símbolo d< Bautismo, detalle de un sarcófago cristiano del siglo cuartc Un retórico, estatua romana. Pareja de aristócratas cristianos, relieve de un sarcófag< final del siglo cuarto. Adán, rey de la creación, tabla de un díptico en marfi j | siglos cuarto-quinto. El emperador Valente, moneda romana. De camino en el desierto de Judea. Carro de viaje, escultura época romana. Crisma, mármol, siglo cuarto.

Efrén

Efrén, grabado. El emperador Constantino. Juliano el Apóstata, busto romano. Efrén escribiendo, grabado. Músicos, capitel romano. Escenas de la Pasión de Cristo, sarcófago cristiano, glo cuarto. La Virgen en el trono, marfil, siglo sexto.

185.

186. 187.

188.

189. 190. 193. 194.

199. 200. 201. 202. 203. 204.

205.

Cirilo de Jerusalén

209. Murallas de Jerusalén. 210. Motivo que simboliza el Bautismo, mosaico de Dalma-

cia, siglo quinto. 211. Crisma en triple imagen, mosaico de un baptisterio de

Liguria, fin del siglo quinto. 212. El emperador Valente. 213. Juliano el Apóstata, busto romano. 214. Los penitentes alrededor del Maestro, relieve de un sar­

cófago cristiano, siglo cuarto. 215. Representación simbólica de la Trinidad, detalle de un

sarcófago cristiano. 217. Jerusalén, detalle de un mosaico topográfico de Madaba

(TransJordania), siglo sexto. 218. Los muros de Jerusalén, grabado en madera, siglo dieciséis.

Juan Crisósiomo

225. Juan Crisóstomo, mosaico de Palermo. 227. Crisma con cabeza, bronce y huesos, siglo cuarto. 228. Juan Bautista y los evangelistas. Fachada de la catedral

en marfil del obispo Maximiano de Ravena. 230. Persona llevando un cesto de pan, mosaico de Aquilea,

siglo cuarto. 231. Pavos reales, cruz y pámpanos, escultura, Ravena. 233. Plano manuscrito de la ciudad de Constantinopla. 235. Monograma de San Juan Crisóstomo.

Ambrosio de Milán

239. Ambrosio, obispo, escultura romana. 241. Basílica de San Ambrosio de Milán. 242. El evangelio de Lucas sobre el altar, mosaico de Ravena. 243. Una joven con velo, escultura antigua. 244. Figuras de apóstoles, sarcófago de Anicio Sexto, amigo de

Ambrosio. 245. El emperador Teodosio, moneda romana. 246. Ambrosio, mosaico de la basílica San Ambrosio de Milán. 247. Detalle del mosaico precedente.

Jerónimo

250. Jerónimo en el desierto, grabado de Diarero. 251. Jerónimo y los evangelistas, grabado del siglo dieciséis. 252. Un alumno, detalle de una escultura de Tréveris. 253. Barco y faro, mosaico de Ostia. 254. Dama de la nobleza romana. 257. Belén.

.- 33»

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ÍNDICE DE MATERIAS

INTRODUCCIÓN: ESOS hombres llamados Padres de la Iglesia 7

SIGLO I I 11

Ignacio de Antioquía ( | hacia el 110) . . . 16 Justino de Roma ("j" hacia el 165) 30 Ireneo de Lyon (f hacia el 202) 42

SIGLO I I I 57

Tertuliano (f después del 220) 62 Cipriano de Cartago ( | hacia el 258) . . . . 76 Clemente de Alejandría (t antes del 215) . . 90 Orígenes (f 253-54) 102

SIGLO IV 119

Atanasio de Alejandría (f 373) 126 Hilario de Poitiers (f 367) 140 Basilio de Cesárea ( t 379) 152 Gregorio Nacianceno (f 390) 170 Gregorio Niseno (f 394) 186 Efrén ( | 373) 200 Cirilo de Jerusalén (f 386) 210 J uan Crisóstomo (f 407) 226 Ambrosio de Milán ( | 397) 240 Jerónimo (f 419-420) 250 Agustín de Hipona (f 430) 266

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SIGLO V 287

Cirilo de Alejandría (f 444) 292

León Magno (f 461) 304

CONCLUSIÓN : Las piedras de la Iglesia 317

Cuadro cronológico 323

Principales escritos de los Padres de la Iglesia . . . 32$|

Para leer a los Padres de la Iglesia 32S

Explicación de las ilustraciones 335|