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HABITACIÓN ONCE

Autor: Paula Aguilera. Mario Serrano

Diseño de la portada: Rui Cavaleiro

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ISBN: 978-84-613-8477

Depósito legal: B-13769-2010

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A mis padres, a Mario y a toda mi familia,

por estar a mi lado en los momentos más

difíciles.

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INDICE

- REGRESO

- HABITACIÓN ONCE

- ALBA

- PRIMERA VISITA

- EL TRABAJO

- PABLO

- SEGUNDA VISITA

- PRIMEROS PASOS

- TOCANDO FONDO

- REACCIÓN

- ENCIERRO

- SALIDA

- HABITACIÓN ONCE

- CRUDA REALIDAD

- ÚLTIMA SESIÓN

- ADIÓS

- SOBREVIVIENDO

- EPÍLOGO

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REGRESO

Cruzo la calle y entonces lo veo, imponente, al otro lado. Han pasado muchos años y sigo estremeciéndome al ver sus paredes. Quizás esté más limpio, intente ser más acogedor, pero no creo que nunca logre tener este efecto en mí. Entro en el hospital y me dirijo al pabellón de pediatría, donde internan también a los niños con problemas mentales.

No me he presentado. Me llamo Aurora y tengo 30 años. Hace diecisiete años permanecí demasiado tiempo encerrada en este sitio, tratando de recuperar mi cuerpo y mi cordura. He vivido durante años con una terrible enfermedad, la anorexia nerviosa, que nos ha hecho sufrir a mí y a quienes me quieren. Quisiera olvidarlo pero no puedo. «Me presentaré también. Soy Pablo, el marido de Aurora. Hace mucho que estamos juntos y creo que puedo transmitir una visión más objetiva de todo, al menos voy a intentarlo.» Me dirijo a un reencuentro de ex-convictas, me explico, de ex-compañeras de hospital durante nuestro internamiento para recuperar el peso perdido. El tiempo perdido no podremos recuperarlo jamás. Me costó aceptar, hacía tiempo que había roto con todo esto, o al menos esto es lo que quería pensar, pero ella me convenció. Marta, mi psicóloga, me convenció que acudiera para celebrar la jubilación de Él, el médico de la mente que me hizo entrar en razón. Lo hago por Él, y por Marta, pues no me apetece ver al resto de la gente, ¡han pasado tantos años!

Subo las escaleras que me llevan a la planta de pediatría y todo mi cuerpo se estremece. Recuerdos y sentimientos acallados vuelven a mi mente. Me veo, menuda, triste, con un pijama azul raído, mirando a la calle desde la ventana, mirando a la libertad. Vuelvo a tener esa sensación de desamparo, de incertidumbre, de futuro incierto. Sigo mi camino y llego por fin a mi destino. Me encuentro a Marta que está entrando a la sala y se alegra de verme. ¡La quiero tanto, sabe tantas cosas de mí, me ha ayudado tanto!

A Marta la he seguido viendo todos estos años, primero como psicóloga que me ayudó a enfrentarme al mundo, después como vecina de barrio. Durante muchos años la he estado visitando a su consulta, primero varias veces por semana, después varias veces al mes, una vez al año, y finalmente dejé de visitarla cuando yo asumí que no lo necesitaba. Ahora nos encontramos a menudo en el quiosco o en el bar

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de la plaza, y charlamos de nuestras vidas. Marta tendrá ahora unos 55 años. De estatura media tirando a baja, tiene los ojos y la piel muy claros que contrastan con su pelo intensamente oscuro. Tiene una forma particular de caminar y de moverse, lentamente pero sin pesadez, lo que transmite mucha calma.

A Él hace muchísimo tiempo que no le veo. Él era el que coordinaba todo, el que sabía cómo estaba y que medicación debía tomar, el que me conocía a la perfección. Sólo lo visitaba cuando estaba realmente mal. Creo que hará unos 15 años que no le veo.

—¡Bienvenida Aurora! Estás guapísima.Antes no soportaba que me dijeran que estaba guapa, para mí

era sinónimo de estar gorda. La gente nunca te dice que estás guapa cuando estás delgada, muy delgada.

—Hola Marta, ¿están todas? –susurro.—Ha venido mucha gente, creo que están algunas de las chicas

que coincidieron contigo. Pero las conoces a casi todas de verlas en la sala de espera de las consultas externas, excepto a las más nuevas.

Nos damos dos besos y entramos a la sala. Un latigazo me sacude toda la columna. Recuerdo perfectamente este pasillo, las habitaciones situadas a ambos lados, el mostrador de enfermería, el cuartito con el instrumento de tortura: la báscula. Al final del pasillo, el comedor. Una sala cuadrada con grandes ventanales y estantes llenos de juegos y libros. Allí está, el Doctor Él, tan imponente como siempre. Han pasado 15 años. Lo veo a lo lejos, alto, con los mismos ojos cálidos, comprensibles, y tan azules. Tiene el pelo más cano de lo que recordaba y las arrugas en su piel denotan el paso del tiempo. Transmite serenidad, como siempre. Paso rápidamente por delante de la puerta de la habitación once, como si temiera que me engullese y no me dejara salir jamás. Distingo algún niño enfermo en su camita a través de los cristales. ¡Qué crueles son las salas de pediatría! Finalmente atravesamos la puerta del comedor. Entre un montón de gente con bata blanca, que pienso deben ser personas importantes del hospital que también quieren despedirse de Él, Él se gira y posa su mirada en mí.

—Aurora, ¿eres tú? ¡Qué buen aspecto tienes!Me parece increíble qué Él se acuerde de mí, pero no nos olvida,

a ninguna de nosotras. Ha vivido parte de nuestras vidas. Ha salvado la vida de la mayor parte de nosotras. Nos sentamos y hablamos de mi trabajo, y Él me cuenta sus planes de futuro. Veo un destello de felicidad y aprobación en sus ojos, sé lo que significa. Estoy aquí sentada con Él, sentada al fin, sí. Creo que la última vez que me vio todavía no quería

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sentarme. Otra de mis muchas extrañas manías que tanto me costó vencer. Han pasado muchos años. He rehecho mi vida y he superado todos mis miedos, y Él lo ve.

— Te debo mucho. –le digo mientras miro a mi alrededor.

«Dice que ha rehecho su vida, quizás sí, y aquí es donde entro yo. Pero no creo que haya superado todos sus miedos, no creo que esté curada y no sé que hacer para ayudarla. Lo he intentado casi todo, hay épocas en las que creo que lo ha logrado, que lo hemos logrado todos, pero luego, otra vez el infierno.»

Me doy cuenta de que están todas. Mis compañeras de encierro: Sara, Laura y Nieves. Sara, la bailarina, tiene buen aspecto. Le ha cambiado la cara. Ya no tiene los ojos hundidos ni los pómulos tan marcados, aunque sigue teniendo un cuerpecito grácil. Su estatura menuda es la cicatriz de una época pasada en la que su negativa a comer interrumpió su desarrollo. Tiene el pelo rubio y sano, y las mejillas sonrosadas. Laura está irreconocible. Tiene los mismos ojos marrón oscuro, la misma mirada avispada, pero su tamaño se ha multiplicado por tres. No sé si la hubiera reconocido si me la encuentro por la calle. Me mira, y al ver mi cara de sorpresa, veo un gesto de culpa en su cara. Creo adivinar su problema. ¡Pobre Laura! La gran temida bulimia, seguramente la ha atrapado y la hace ser tan o más infeliz que la enfermedad anterior.

Y Nieves, madre mía, ¡qué horror! Está allí de pie, enferma todavía después de tantos años. Tiene los ojos hundidos, tristes, el pelo ralo, y está tan delgada que da miedo mirarla. Puede que antes me hubiera dado envidia, pero ahora ya no, no después de todo lo que hemos pasado. Aunque sigo pensando que siempre quedará algo de anoréxicas en nosotras, quizás el negarlo es más por querer creer que estamos curadas. A veces soy un poco escéptica, quiero creer estar curada, pero no puedo, siempre quedará algo en nuestro interior.

—Hola chicas. ¿Cómo estáis? –nos damos besos y noto los huesos de Nieves que se clavan en mis labios—. Ha pasado mucho tiempo. Desde el día aquél que quedamos para comer. –entonces recuerdo ese día en el que las cuatro nos reunimos alrededor de una mesa, todavía con nuestros miedos, todavía con nuestros rituales, intentando aparentar normalidad, una normalidad jamás conseguida. Ese día quedamos para comer en una pizzería, y ninguna de nosotras fue capaz de terminar el plato. En cuanto una decidió que ya no comía más, las otras nos miramos de reojo, miramos nuestros platos y los de

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nuestras compañeras, y sentimos esa angustia en nuestro interior, ese temor a comer más que nadie, a engordar más que las otras. Así que nadie comió más. Y en este mundo de contrastes, donde un elevado porcentaje de la población muere de hambre, nos hallamos en una sociedad occidental, con una cultura que ha hecho que niñas que deberían estar pensando en otras cosas, estén tirando la comida a la basura por miedo a engordar.

—Cuéntanos qué has hecho todo este tiempo –me pide Sara, aunque a las otras dos no parece interesarles mucho, así que Sara y yo nos apartamos del grupo y vamos a sentarnos. Reconozco esta falta de interés y esta desconexión del mundo, yo también los he vivido.

Al cruzar la sala pasamos por delante de otros rostros que me son vagamente familiares, aunque no llego a identificarlos. La mayoría de chicas se conocen, ya que han estado internadas múltiples veces. Varias de ellas han recuperado el color en las mejillas, la chispa en los ojos y, por su comportamiento y su forma de sonreírme y mirarme, puedo adivinar que también lo han logrado, en la medida en la que lo hemos logrado todas. Conversan animadamente, beben vino, y comen canapés mientras hablan, sin pensar en cuántas calorías están consumiendo. Y los comen de un bocado, ¡de un bocado! No pegando pequeños mordiscos como si fueran ratoncitos. Él puede estar muy orgulloso, estoy segura de que lo está.

«Como cada día con ella, es mi mujer, y contemplo todavía atónito sus rarezas. Es posible que llegara a desarrollar unos comportamientos tan sumamente extravagantes que ahora piensa que actúa de modo normal, pero francamente, a mí a veces me da vergüenza salir a cenar con otra gente.»

Sara y yo nos ponemos al día de nuestras cosas, y recuerdo todo lo que compartí con ella durante ese período tan intenso. Le cuento mi antigua intención de estudiar medicina con Él, y la decisión final de abandonarlo por miedo a volver a entrar en este mundo.

Veo a otro grupo de chicas con ojos tristes, huesos marcados, de las que dan mordisquitos y no beben alcohol. A la mayoría no las conozco, deben ser las nuevas, aunque por desgracia, alguna es también de las de mi época. ¡Se nos ve tan distintas! Nosotras somos ya mujeres, ellas continúan encerradas en su cuerpo de niña. Me pregunto cómo lo resisten tanto tiempo. Yo no sé si hubiera sido capaz. Me miran cómo si quisieran decirme que yo no puedo entenderlas....si ellas

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supieran cuán bien las entiendo, si es que hay algo comprensible en todo esto.

—Sara, ¿dónde están Susana y María? –pregunto, temiéndome una de las posibles respuestas.

Sara me mira con los ojos profundos, y enseguida comprendo. Se dejaron llevar.

—Me ha dicho Él que fue hace ya cinco años. Nos podía haber pasado a cualquiera. ¡Estuvimos tan a punto!

Dos vidas truncadas por una estúpida obsesión, aunque puede que no sea tan distinto de algunas de las que continúan, desgraciadamente. Una lágrima se desliza por mi mejilla.

—Me alegro de verte tan bien Sara. ¿Sigues bailando?—Sí, aunque la danza casi acaba con mi vida, es también mi

vida. No me veo haciendo otra cosa. Ahora no me exigen tanto. Pero me va muy bien. El mes que viene empezamos una gira con un nuevo musical.

—¡Es fantástico! Me encantaría verte algún día.Inicialmente Sara adelgazó hasta un punto extremo por

exigencias de su dedicación, después fue la enfermedad la que la capturó. Muchas de las niñas y adolescentes que se dedican a la danza y a la gimnasia artística están presionadas a mantener unas determinadas medidas corporales muchas veces patológicas que pueden ser el inicio de una enfermedad. La profesora de danza de Sara la tenía sometida a una presión difícil de aguantar. Nunca estaba contenta con su trabajo, siempre pensaba que Sara podía dar más. Tenía unos horarios muy estrictos y las comidas muy controladas para poder mantener un cuerpo ligero para poder triunfar en la danza.

Seguimos charlando. ¡Hemos cambiado tanto! Ahora somos maduras, aunque cuando nos conocimos éramos dos niñas que maduraron a la fuerza, enfrentándose solas al encierro.

Volvemos al otro lado de la sala. Se está haciendo tarde. Miro desde un extremo todo el cuadro que tengo delante y me parece curioso. Un grupo de anoréxicas –curadas, enfermas y recién diagnosticadas— estamos alrededor de una mesa llena de comida, cada una con su peculiar comportamiento. Y Él nos conoce a todas, y sólo con mirarnos ya sabe quienes lo hemos conseguido. Y está orgulloso, porque sabe que Él ha ayudado mucho.

Me acerco a Él para despedirme. Lo observo, sigue transmitiendo tanta calma y serenidad como siempre. Lo abrazo y le deseo lo mejor en su nueva etapa. ¡Realmente Él se lo merece tanto! Me

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despido de Marta y desaparezco.

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Camino deprisa a través del interminable pasillo, sin mirar en el interior de las habitaciones por temor a lo que pueda ver. Y entonces la veo, veo la que fue mi habitación. ¡Cuánto he odiado en sueños estas cuatro paredes! Quiero pasar muy rápido pero su cara hace que me detenga. Escalofrío. Me veo a mí misma, de niña, en la puerta de la habitación. Mi primer día.

—Hola –ella se dirige a mí— ¿Has venido a la despedida de Él?Está con los pies muy juntos mirando de no traspasar la línea, de no cruzar el umbral de la puerta, de no quebrantar las normas. Está desesperada por ver una cara, por hablar con alguien.

—Así es –le contesto— ¿Quién eres?—Soy Alba. Hoy es mi primer día. Estoy asustada. Quiero estar

con mis padres.Y entonces viene una enfermera y sin apenas mirarle a la cara le

cierra la puerta en las narices. Me estremezco. Han pasado muchos años pero hay cosas que no han cambiado. Imagino a Alba llorando en su cama impotente ante lo que ella cree es una gran injusticia.

Hace un día estupendo de inicio de enero, así que decido caminar hasta la estación de ferrocarriles. El cielo está empezando a oscurecer y las luces de la ciudad lo inundan todo. Los comercios, resacosos después de la campaña navideña, empiezan a cerrar sus barreras mientras bares y restaurantes inician su jornada nocturna. Es sábado en una ciudad con mucha vida.

Mientras vuelvo a casa no puedo quitarme a Alba de la cabeza. Caquéctica, pálida, los ojos verdes hundidos con grandes ojeras alrededor. Poco pelo castaño y seco, mucho vello en los brazos. Tendrá unos 15 años, y lleva un pijama azul que le está demasiado grande, y una bata de franela verde, seguramente para calmar su frío. Diecisiete años después, y es como si yo siguiera estando en esa habitación.

Vivo en un ático en un pueblo del extrarradio de la ciudad, con las ventajas de vivir fuera y de estar en el centro de la ciudad en sólo veinte minutos. Nuestro piso tiene una gran terraza con el suelo de madera, desde la que se contemplan unas maravillosas vistas del parque y las montañas. Subo en el ascensor, giro la llave en la cerradura, y el sonido de la llave girando me hace pensar en el encierro de la pobre Alba.

—¿Pablo, estás en casa?No os he hablado de Pablo. Es mi marido. Nos casamos hace tres años,

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llevamos seis años viviendo juntos, y nos va muy bien. ¡Tuve tanta suerte de conocerle! Él me dio la estabilidad que tanto necesitaba, y es cómo si fuera mi alma gemela, es capaz de comprender todo lo que pasa por mi mente en cada momento, aún y cuando yo no tenga intención de declararlo. Es el único, junto con mis padres, que ha llegado a comprender el mecanismo de todo.

—Cariño, estoy en el despacho. ¿Cómo te ha ido?Me acerco al despacho y le cuento cómo me he alegrado de ver

a Él, lo bien que me he sentido al saberme curada, y la enorme tristeza de ver como todavía hay quienes se debaten entre la vida y la muerte por culpa de esta enfermedad, y quienes no lo consiguen.

Pablo está entre montones de libros, como siempre. Es médico internista. Trabaja en la unidad de cuidados intensivos del mismo hospital del que ahora vengo, del mismo hospital al que un día juré que no volvería.

—¿Te apetece cenar algo? –Le pregunto– Yo tomaré algo de fruta, piqué unos cuantos canapés en el hospital.

Ahora es real, ya no invento el haber picado en otra parte para evitarme comer.

Preparo una tortilla de calabacín, un melocotón para mí y un par de copas de vino tinto. Cenamos en la terraza. ¡Se está tan bien! Espero que llegará algún día en el que el acto de comer será algo natural, pues si bien quiero convencerme de que ha dejado de tener importancia para mí, en el fondo yo sé que la sigue teniendo, y mucha.

Mientras contemplamos las luces de la ciudad, le cuento mi encuentro con Alba, lo que me pareció un encuentro conmigo misma, tantos años atrás. No puedo quitármela de la cabeza, parecía tan sola.

Sentados en la terraza, cenando con una copa de vino, me pregunto por qué decidí un día privarme de todo esto. Estos pequeños placeres de la vida son los que nos hacen continuar, por eso en esta enfermedad hay tantas ganas de abandono.

Entonces siento un impulso, así es mi vida, dominada por los impulsos. Me levanto sin apenas decirle nada a Pablo y me dirijo, como si una fuerza exterior me guiara, al teléfono. Llamo a Marta y le pregunto por Alba. Marta se sorprende, se sorprende porque la llamo a su casa y porque le pregunto por Alba. No la lleva ella, pero la conoce. Ha oído hablar de ella en los comités de trastornos de la conducta alimentaria que se realizan en el hospital cada semana para discutir los casos más complicados. Es una niña difícil, y está grave, ha perdido mucho peso.

Sin saber por qué, le digo que me gustaría ayudarla, poder

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hablar con ella, al menos intentarlo. No entiendo qué es lo que me lleva a desear tanto ayudar a esa niña. No quiero que pase lo mismo que yo.

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ALBA

La mañana siguiente la tengo libre, así que, después de meditarlo, decido ir a hablar con Andrés, el terapeuta que se hace cargo de Alba. Cojo los ferrocarriles que me llevan a la ciudad y me dirijo hacia el hospital. Como de costumbre en invierno, voy demasiado abrigada para adaptarme a la temperatura del interior del vagón. Insoportable, y apenas tengo espacio para quitarme el abrigo. Las puertas se abren en la parada de Muntaner y todavía sube más gente, me cuesta respirar, siento una opresión en el tórax, palpitaciones. Intento concentrarme en otra cosa y sin darme cuenta llegamos a Provenza, mi destino. Las puertas se abren y ante la mirada atónita de mucha gente, me precipito estrepitosamente al exterior, subo casi corriendo las escaleras que me llevan a la superficie; por fin una bocanada de aire fresco. Tengo que detenerme unos minutos para recobrar el sentido de la realidad cuando por fin me oriento. La calle Roselló, esta es la que tengo que coger. Otra vez se me aparece el edificio al final de la calle, imponente, y vuelvo a sentir que me arañan la piel. Entro en sus fauces y me dirijo a las consultas externas de psiquiatría. Mis pasos sobre el embaldosado resuenan como martillazos por toda la planta.

Estuve meditando qué podía contarle a Andrés para que me permita mi propósito, pero no encontré ninguna historia fehaciente. Pienso que a veces hago cosas sin sentido, sin pensar, otra vez los dichosos impulsos. Le diré simplemente la verdad. Andrés nunca me ha caído muy bien, siempre he tenido la sensación que no me miraba con buenos ojos, cuando para mí era tan importante la actitud de mis carceleros hacia mí. Le recuerdo alto, fuerte, con el pelo rubio y la piel muy clara. No recuerdo el color de sus ojos, para mí siempre fueron demasiado oscuros, su mirada siempre inquisidora.

Acudo a las consultas externas que son los despachos situados delante del edificio del hospital, donde se atiende a los pacientes que no están ingresados. Allí acuden las niñas que ya se han recuperado de un ingreso pero que siguen requiriendo un control, o bien aquellas que nunca han precisado un ingreso pues físicamente no han llegado a estar tan mal. Atiendo en la salita de espera a que Andrés acabe su última visita. Algunos de los rostros me son familiares. Niñas demacradas, demasiado abrigadas para la época del año, esperan de pie a ser llamadas mientras sus padres, impotentes, intentan comprender. Recuerdo las horas interminables en la salita de espera de las antiguas consultas externas, con alguno de mis padres. Inicialmente siempre de

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pie, quizás también demasiado abrigada, siempre muerta de miedo. Recuerdo la vergüenza que sentía al subirme a la báscula a sabiendas que mi peso habría descendido en picado, después de todo.

Ana, la chica de recepción, me hace señas conforme ya puedo pasar.

—Hola Aurora –Andrés está de pie y me tiende la mano, que invita a sentarme–. Te veo muy bien. ¿Estás bien, cierto?

—Estoy bien, finalmente –no me gusta su mirada, nunca podría tenerle confianza.

—Ya sabes que nunca confié en ti. Sabía que transgredías las normas, y estaba convencido que recaerías en cuanto salieras. Siempre supe que comías más de lo que te ponían para poder salir antes, en contra de nuestro programa. Por eso me sorprende verte tan bien, aunque ha pasado ya mucho tiempo.

Sus palabras me duelen y me hacen recordar el miedo que me hacía sentir, sus miradas de desaprobación, los mensajes subliminales de “lo sé todo”.

—Sabes que no hice nada malo, todo lo hice para salvarme y poder estar con mi familia lo antes posible –digo, mientras recuerdo el sentimiento de soledad, el vacío del encierro, la impotencia de no sentirse querida ni valorada por los más poderosos.

—Bien, vamos a dejarlo. Perdona. Y ahora, dime ¿qué quieres de mí? –su voz suena ahora amable.

No sé cómo explicárselo, tampoco yo me explico muy bien qué es exactamente lo que quiero. Por unos momentos me parece todo absurdo y estoy a punto de salir corriendo, por miedo a que él me juzgue de modo equivocado. Le comento que me gustaría hablar con una de sus pacientes, si me está permitido. La vi el otro día y algo me hizo pensar que podría ayudarla.

Ante mi sorpresa no hace ningún comentario ni me pone ninguna pega, puedo venir cuando quiera, siempre que ella quiera verme. Aunque no cree que sirva de mucho.

No puedo esperar más. Subo a la planta. Es una sensación extraña el poderme mover libremente por el interior de este edificio, sin barreras, sin límites, sin normas. Recuerdos aun punzantes se remueven en mi interior. Me parece incluso que las paredes se ríen de mí conforme voy avanzando. Respiro. Entro en la sala y al pasar por delante del mostrador noto que las miradas de algunas enfermeras se clavan en mí, como si me reconocieran.

—Vengo a ver a Alba –digo sin apenas mirarlas, no quiero

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reencontrarme con sus caras.—¿Eres su hermana? –pregunta una de ellas. Aunque yo ya

estoy demasiado lejos para responder.Abro la puerta, la misma que tantas veces me cerraron, la misma

que hubiera deseado romper con todas mis fuerzas.Y todo sigue igual. El ventanuco, la pica, la fría cama y esas

cuatro paredes de infierno.Y allí está ella, con el cuerpo encogido encima de la cama, con

los puños cerrados con fuerza. Encima de la mesita todavía tiene el desayuno intacto, y frío.

—Hola Alba, soy Aurora.

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PRIMERA VISITA

Me examina atentamente, con su mirada triste, y finalmente dice, con un hilo de voz:

—Te vi ayer. Estabas en la despedida de Él. ¿Quién eres?—Me llamo Aurora –intento que mi voz suene lo más serena

posible–. Hace muchos años, yo fui como tú. Permanecí encerrada en esta misma habitación, con las mismas negativas –mientras pronuncio estas palabras me pregunto si realmente somos tan diferentes.

Ella permanece allí, tumbada, incrédula. Su mirada se posa en mí y me examina, intentando encontrar una explicación. Me ve una chica delgada, guapa, y no puede creer que yo tenga nada que ver con ella. Obviamente, yo no me considero así. Veo en la pared una gráfica donde se anota el peso a diario, la pendiente sigue bajando. Recuerdo entonces mi propia gráfica, de papel, pegada a la pared con una cinta adhesiva verde chillón, unos puntos trazados a lápiz y líneas que los unían. Líneas para arriba, victoria de ellos, líneas para abajo, victoria mía. Como el juego de la escalera, sólo que aquí la victoria significaba la libertad, aunque se tenía que pagar un precio muy alto por ello.

Me estremezco al vislumbrar su piel seca, recubierta de vello, sus huesos marcándose por todas partes. Da la sensación que se esté clavando su esqueleto en el somier.

—¿Tú estuviste aquí internada? ¿Por qué? –me pregunta. Su voz es apenas un susurro, carente de melodía.

—Tuve anorexia nerviosa, igual que tú. Mi vida peligraba, mis órganos internos estuvieron a punto de pararse. –No sé si alguna vez han vuelto a su estado normal, al menos mi cerebro—. En el hospital salvaron mi físico. –aunque me costó mucho más tiempo salvarlo todo. Y soy consciente de que muchas cosas no se han salvado, jamás volverá a ser lo mismo.

—Yo no estoy enferma –replica ella–. No sé por qué se empeñan en encerrarme.

Aunque yo pasé por lo mismo, creí lo mismo, me sigue pareciendo inexplicable que una persona moribunda se sienta sana y feliz. Ahora es distinto, soy consciente de mi distorsión de la realidad, que lo que a mí me gusta no es normal. Y a pesar de ello me sigue gustando. Pero hubo una época en que me estaba muriendo, y no era consciente de nada.

—Claro que estás enferma, muy enferma –intento que mi voz suene comprensible—. Yo al principio también lo veía todo como tú. Era

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el mundo en mi contra –le explico—. Creía que la gente estaba envidiosa de mi delgadez y lo único que querían era fastidiarme obligándome a comer. Estoy aquí para intentar ayudarte. Puedo entenderte muy bien.

—No creo que nadie me entienda. No puedo hablar con nadie, ni siquiera quienes eran mis amigas parecen comprender –se levanta de la cama y acude a la silla próxima a la mía.

Cuando se levanta reparo en sus piernas minúsculas, los pantalones del pijama demasiado holgados, probablemente de una talla para niñas de ocho años. Tiene una estatura seguramente por encima de la media para las niñas de su edad, el pelo castaño oscuro por encima del hombro, ralo. Los ojos verdes demasiado hundidos para seguir brillando han decidido ocultarse detrás de unas enormes ojeras negras que han aparecido por avanzado. Y su piel probablemente era aterciopelada, blanca. La imagino con las mejillas sonrosadas. Ahora está pálida, la piel llena de vello. Pero eso a ella no le importa. Lo único que le importa es perder peso, a cualquier precio.

—¿Qué edad tienes? —le pregunto—. ¿Por qué no me cuentas el motivo que te hizo dejar de comer? –noto que ella se va relajando ante mi presencia. Al fin y al cabo, soy una extraña para ella, aunque la desesperación por hablar con alguien, porque alguien te escuche durante el encierro, hacen las cosas más fáciles, lo sé muy bien.

—Tengo quince años, cumpliré dieciséis en dos meses —dice–. No sé por qué lo hice. Pero ahora no puedo dar marcha atrás. La gente cree que existe un motivo concreto. Te hacen preguntas sobre tus problemas, tus preocupaciones, tu infancia, tu relación con tus padres. Yo no soy consciente de nada, simplemente me pasó a mí, ella se apoderó de mi mente y no hubo vuelta atrás. Estuve en Irlanda los meses de verano, para perfeccionar mi inglés. Eran las vacaciones después de un curso duro. Un año en el que empezaron a gustarme los chicos y empecé a preocuparme por mi físico. Quería perder algún kilo. Acabé perdiendo diez kilos en dos meses —se observa los muslos—. Pero me hacían falta. De hecho, ahora estoy bastante mejor, aunque todavía me sobra algo de trasero —añade mientras yo contemplo su huesudo trasero, su huesudo cuerpo, e imagino la imagen distorsionada que debe tener de sí misma. No hago ningún comentario. Sé que serían halagos para ella, no pienso decirle lo delgada que está, pues le encantaría. Ella me observa, pensativa, y añade:

—Aurora, ¿por qué no me cuentas tu historia? Me gustaría escucharla.

Me coge por sorpresa. No había pensado que podría pedirme

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que recordase todo, desde el principio. Evidentemente es una época de mi vida que no voy a olvidar jamás, creo que podría recordar cada momento, cada olor, cada palabra pronunciada, o silenciada.

—Lo intentaré. Intentaré recordar del modo más realista, intentaré no intensificarlo por el odio y el rencor de todos estos años. El odio hacia aquellos que me privaron de mi libertad a la fuerza, me separaron de los míos y, a pesar de haberme salvado de una muerte segura, no consiguieron curarme. Intentaré ser lo más objetiva posible.

«No puedo precisar cuándo empezó todo, supongo que alguna sustancia en mi cerebro hizo que todo comenzara a ir de mal en peor, quizás estaba predeterminado genéticamente y tenía que suceder, no lo sé. No soy consciente de ningún motivo objetivo que me llevara a destruirme. Tenía 13 años y era una niña feliz, con amigos, una familia que me quería e iba bien en los estudios; entonces, ¿por qué sucedió todo? Es un misterio.»

—Eras muy joven –dice Alba.Me sorprende su comentario. Ella es lista, guapa, estudia en un

buen colegio, no baja del notable, lee muchísimo, hace deporte y tiene buenos amigos. Pero ella no se ve así. Cuando ella habla de sí misma, es lista pero no brillante, fea. De ningún modo sobresaliente. La amistad le resulta difícil y las relaciones con los chicos, casi imposibles. Sin duda, por su culpa.

«La mayoría de mis amigas en la escuela estaban relativamente preocupadas por su peso, hacían dieta esporádicamente y siempre hablaban en las horas del recreo de comidas “light”. A mí nunca me habían preocupado estas cosas, siempre fui demasiado delgada, y más bien me preocupaba cómo conseguir ponerme un poco de carne encima. Todas mis amigas tenían formas y pecho, mientras yo continuaba siendo lisa como una tabla de planchar. La verdad es que, a diferencia de mis amigas, no me importaba en absoluto mi cuerpo, hasta que empecé a fijarme en los chicos, hasta que uno en concreto empezó a gustarme. Él no se fijaba en mí, seguramente debido a mi cuerpo de niña, creía yo. Las chicas “jamonas” tenían mucho más éxito, yo no existía para él. Puede que este fuera el motivo de que ese verano intentara concienzudamente aumentar de peso comiendo sin

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cesar bollería y chocolatinas, estaba harta de que me dijeran cuán delgada estaba. Quizás entonces empezó todo. Este aumento de ingesta junto con el cambio hormonal que se produjo en mí, hicieron aparecer las primeras curvas en mi silueta, seguía estando delgada pero ya no era un palo.»

—¿Intentaste engordar? –pregunta sorprendida.—No quería “engordar”. Quería tener lo que los chicos decían

“un tipazo”. Quería tener formas, que es lo que realmente les gusta a los chicos. Por aquél entonces tenía un cuerpo de niña, sin formas. El cuerpo que tanto anhelaría más adelante. Pero la llegada de la pubertad ensanchó mis caderas. No pude soportarlo. Era una niña que se revelaba dentro de un cuerpo que no le pertenecía.

Entonces se abre la puerta y alguien interrumpe nuestra conversación.

—Se acabó la visita –dice la enfermera que acaba de entrar en la habitación–. Alba tiene que reposar.

Lanza una mirada de desaprobación a la bandeja del desayuno y añade:

—No te has comido el desayuno. Tu misma. Hasta que no engordes no podrás salir de aquí. Todo depende de ti –y desaparece con la bandeja, cerrando la puerta.

—La odio, las odio a todas –casi está llorando–. ¡Me tratan tan mal!, no entienden nada. Piensan que lo hago todo por capricho.

—Tranquila. Pero en parte tienen razón, aunque tú ahora no lo ves, ya lo sé. Alba, estás enferma y te puedes morir si no comes. Y aunque ahora te parezca imposible, a medida que recuperes peso, te sentirás menos triste.

Me despido de ella. Pregunta si voy a volver. Quiere que vuelva. Le debo esta historia.

Le prometo que volveré mientras me alejo de mi habitación once. Noto las miradas de las enfermeras posadas en mí. Y como si no quisiera reencontrarme con aquella época que desearía borrar, salgo corriendo de la planta.

Por primera vez voy a ver a Pablo al trabajo, sólo tengo que bajar una planta. Lo veo allí, con su bata blanca, lleva una plancheta y está pasando visita. Detrás de él un corro de estudiantes y residentes escuchan atentamente sus palabras. Asomo la cabeza y le saludo.

—Aurora –dice sorprendido mientras viene hacia mí.—He venido a ver a Alba. No lo sé, esa niña despierta un

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sentimiento extraño en mí. Creo que me veo a mí misma, es una sensación muy difícil de explicar.

—¿Cómo ha ido? –pregunta mientras una enfermera lo reclama desde la puerta.

—Bien, ya te contaré esta tarde –le doy un beso–. Nos vemos en casa.

«No entiendo por qué motivo tiene que volver a empezar con todo. Creo que todo estaría mucho mejor si nunca hubiera conocido a esta niña, si nunca se hubiera reencontrado con el pasado.»

Reflexiono durante toda la tarde. Creo que estoy preparada para hablarle de mí, pero espero que ella no lo utilice en su contra. Recuerdo la cantidad de trucos mágicos que aprendí de las otras niñas enfermas. Siempre consideré un error que se nos encerrara juntas.

«Lo que todavía no sabe Aurora en el momento que escribe este relato es que ella misma lo utilizará en su contra. No entiendo por qué no puede ser una persona normal. Por qué no puede ser feliz. Por qué no podemos ser felices.»

Vuelvo a recordar la cara de miedo de esa niña y me veo a mí el primer día, asustada. Cómo me di cuenta al levantarme de la cama después de la primera noche de que me había orinado encima. Con trece años. De terror.

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EL TRABAJO

Hacia las ocho me despierta Pablo. Me he quedado dormida en el sofá.Pablo es alto y delgado, tiene el cabello moreno y los ojos

castaños. Me encanta cuando va vestido con esos pantalones vaqueros gastados.

A él nunca le he contado mi historia, me refiero a todo. Sabe de mi enfermedad, pero sin detalles. Siempre he tenido miedo a descubrirme completamente, pero con esa niña es distinto. Quiero que escuche mi testimonio. Quiero que no cometa mis mismos errores. Nunca me ha gustado demasiado hablar de mi enfermedad, aunque desgraciadamente hoy en día es bastante conocida (no era así cuando empezó en mí), la gente la sigue considerando como una lacra de la sociedad, como si fuera nuestra elección.

—¿Cómo te ha ido el día? –pregunto.—No ha ido mal. Me ha hecho ilusión que te pasaras a verme. –

dice sonriendo– No entiendo cómo es que has cambiado de opinión. Dijiste que jamás ibas a entrar en mi hospital. Y en dos días has venido dos veces. Permite que me sienta un poco celoso de esa tal Alba.

—No ha sido fácil, pero creo que ya he eliminado los fantasmas del pasado –digo, convencida de que ese edificio ya no puede hacerme más daño—. Ahora me preocupa esa niña. Siento que me necesita, ¡si pudiera hacerle ver la realidad! Estoy segura de que puedo ayudarla, me recuerda mucho a mí. Yo sé todo lo que se siente, conozco sus falsas creencias, sus falsos argumentos para mantener esa actitud. Puedo entenderlo todo. Quizás a mí también me hubiera gustado tener una Aurora que me ayudara, aunque no sé si me hubiera dejado.

Durante años pensé en estudiar medicina para hacer psiquiatría y dedicarme a los trastornos alimentarios. ¿Quién puede entenderlo mejor que alguien que lo ha vivido? Pero reflexionando mejor, quizás fuera a implicarme demasiado.

Finalmente fui a una escuela de diseño y ahora tengo mi propio negocio. Soy decoradora de interiores. Tengo el despacho en el centro de la ciudad, muy cerca de la parada de ferrocarriles, lo cual resulta muy cómodo. Al principio me costó un poco arrancar el negocio, pero ahora marcha viento en popa. Somos tres personas trabajando, y nos encanta lo que hacemos. Me permite tener un buen horario y muy flexible, lo que se agradece, sobretodo cuando los comparo con las jornadas esclavas de mi marido.

—¿Crees que me implico demasiado con esa niña? –pregunto.

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—No lo sé. Pero no deberías pensar tanto en ella, al fin y al cabo, antes de ayer no la conocías.

Puede que tenga razón, pero es cómo si se tratase de mi propia vida, algo me mueve a ayudar a Alba.

Cenamos los dos juntos en la cocina, hoy la temperatura es demasiado fría para estar en la terraza. Pablo me cuenta que ha recibido una llamada de Julia, una de nuestras amigas, que está organizando una cena para algún día de la próxima semana, a ver si conseguimos reunirnos varios del grupo. Últimamente he estado quedando bastante con Julia, la ha dejado su pareja y ha estado muy triste. Entre Pablo, yo y los otros amigos del grupo estamos intentando que pase el menor tiempo posible a solas. Y la verdad es que a nosotros tampoco nos va mal, ha sido el modo de que nos veamos todos más a menudo. ¡Aunque a veces me siento tan mal cuando hablo con ella de sus sentimientos! Mientras me cuenta cómo se siente yo no puedo hacer más que sentirme terriblemente vacía, no soy capaz de pronunciar ninguna frase adecuada, tan sólo palabras banales salen de mi boca.

Ella ha propuesto ir a cenar a algún restaurante del céntrico barrio del Raval. Propone uno en concreto que inauguraron hace unas semanas de comida india que le han dicho está muy bien. Nos parece perfecto.

Después de cenar vemos una película y vamos a dormir enseguida.

Sueño que estoy otra vez en esa habitación. Son mis dibujos los que cuelgan en la pared, es mi cuerpo el que está en ese colchón duro. Veo las caras distorsionadas de las enfermeras que se están riendo de mí, sus caras dan vueltas a mi alrededor y su risa es demasiado estridente. Sueño que me ahogo en un plato enorme de macarrones, y de pronto, me despierto. Estoy sudando, pero estoy en mi casa.

Tras darme una ducha, desayuno con Pablo antes de que él se vaya hacia el hospital. Preparo tostadas y zumo para él y pongo la cafetera en el fuego. ¡Me encanta el olor de café y tostadas que inunda la casa! Yo, como siempre, no pruebo bocado, me tomo sólo un café muy cargado, con la excusa de siempre de que por la mañana tengo el estómago cerrado. Una vez termina, Pablo me da un beso y se marcha. A continuación me dispongo a vestirme. Abro el armario y escojo la ropa que voy a ponerme. ¡Tengo tanta ropa que no me pongo nunca porque no soporto cómo me queda! O porque me aprieta demasiado la barriga, los muslos, en mi imaginación, claro. Prefiero llevar cosas holgadas, aunque no estén tan de moda. Excepto en mis épocas de semi—recaída

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(voy a llamarlas así), cuando adelgazo bastante y soy consciente de ello, entonces me gusta ir apretada y con prendas cortas para enseñar mi victoria. He aprendido a aceptarme, pero esto no quiere decir que me guste. Hay días en los que me pondría a llorar al verme en un espejo.

Finalmente escojo unos vaqueros de tiro bajo y una camisa azul. Un pañuelo le da el toque elegante que me falta para la reunión que tenemos hoy a primera hora con los distribuidores de una conocida casa de muebles.

Al bajar del tren me dirijo al despacho andando, nunca me miro en los escaparates, no me gusta ver mi figura reflejada, nunca me ha gustado. Si alguna vez se me olvida girarme y mi cerebro procesa mi imagen reflejada en el cristal, no puedo reprimir una mueca desagradable.

El día transcurre tranquilo, y a media tarde, cuando ya no queda más trabajo por hacer, decido volver al hospital. Habitualmente estoy hasta más tarde en el trabajo, avanzando proyectos o, simplemente, conectada a internet. No me gusta estar sola en casa, así que apuro el máximo tiempo que pueda en actividades en compañía de otra gente. Por eso el hecho de ir a visitar a Alba supone otra actividad que me mantiene ocupada y me ayuda a pasar los días. Recuerdo su cara preguntándome si iba a volver, casi suplicándome que volviera pronto. Recuerdo los días largos y tristes sin nadie con quien me estuviera permitido intercambiar palabra. Recuerdo los eternos domingos encerrada en mi habitación, sin siquiera la visita de mi terapeuta. Quizás esta sea la explicación de este miedo a la soledad y al abandono. Así que finalmente voy.

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PABLO

«Desde que acabé mi formación académica nada dejaba de mejorar. Allí había conocido a mis mejores y verdaderos amigos que aun me acompañan, y fue donde aprendí que en la vida también existen placeres. Para mi sorpresa y pese a un expediente dentro de la mediocridad pero inmaculado (nada era para aquél entonces más trágico que verme obligado a pasar los veranos estudiando) entré entre los 30 primeros números del examen MIR. Seguramente Aurora no hubiera estado muy satisfecha consigo misma obteniendo esta posición. Para los no iniciados, el MIR es la guindilla después de 6 duros años de una carrera donde la competencia empieza en el momento que nos toca elegir facultad. Se trata de un examen de 5 horas que equivale a los 6 años de penurias anteriores, y que tiene por premio sentarte en las primeras filas delante de una pantalla donde aparecen todas las plazas de especialización del país, unas 4.500. No cabe decir que a mejor número más posibilidades de elegir aquello para lo que uno cree haber nacido, en el hospital e incluso en la ciudad que soñó. Así suena muy romántico, pero a la práctica se convierte en el último sufrimiento adolescente, lejos de la dura realidad del día a día de un adjunto de hospital. Y acaba convirtiéndose en un mercabarna más glamuroso (alguna vez aparece hasta el o la ministra de turno) en la Capital del Reino (el traslado para la mayoría no es sino un punto más de épica y sacrificio). Y allí, en vez de lubinas, gambas o percebes, te llevas una plaza de dermatólogo en Barcelona, una de anestesista en Lugo, o una de médico de familia en Teruel. Si no llevas la lección aprendida con una buena lista de la compra, puedes pasarte 4—5 años en la ciudad que nunca quisiste, o aun peor, haciendo aquello para lo que nunca serviste; a no ser claro, que pienses como un acérrimo culé y pensando que “aquest any si” te atrevas a volver a jugar el año que viene.

Realmente debí tener mucha suerte pues ahora no me lo explico, pero lo cierto es que después de 6 años y medio arrastrándome por las aulas y devorando las calles de jueves a domingo ahí estaba, sentado en tercera fila con mi lista de especialidades a cual más dispar, pues en la vida me había puesto realmente a pensar qué clase de médico quería ser. Siempre había creído que sólo había una clase.

Las semanas previas me dediqué sobretodo a saborear mis

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últimas horas de verdadera libertad. Nunca fui más consciente, y nadie a estas alturas podrá cambiar mi opinión de que fuera realmente así, y a pesar de que después he disfrutado de los mejores años de mi vida, esa palabra y sus consecuencias nunca tuvieron más significado que entonces y ahora.

Me pasé las primeras 3 semanas no acostándome nunca antes de las 4 de la mañana, cerrando alguno de los míticos bares de estudiante como todavía me sentía. Destrocé mis esquemas y me enamoré durante 28 días por primera vez. Vagueé por las calles de mi antigua Berlín, agoté las existencias de “Bier” en München, Viena, Praga y Budapest. En Bruselas volví a la sobriedad pues fui incapaz de elegir entre tanta variedad y así me encomendé al encanto rancio de las gentes y las rúes de Paris donde una vez acabados todos mis euros, terminé por regresar a mi Barcelona más añorada. Allí fui consciente del nuevo mundo de posibilidades que se abría ante mí, una vez mi mejor amigo pronunció el número 28 de mi plaza MIR. Aún lo recuerdo, aquella noche no fuimos a dormir.

Sin tiempo casi de pensar me encontré en el altar del jurado junto a 3 víctimas más del vértigo a unos 2 minutos de decidir mi futuro tan solo inmediato, pero de unas consecuencias inimaginables entonces y paradójicas ahora. Cerré un momento los ojos y lo siguiente que recuerdo es la mirada atenta y apremiante de la delegada encargada de asignarte el puesto.»

—Hmmm. ¿Medicina Interna en el Clínico de Barcelona?—¿Si? Está vacante.—Vale.

«Ahí aparecía en la pantalla del ordenador.Clica ENTER—y pulse decidiamente la maldita tecla.Y así mi futuro quedó marcado para siempre.Mes y medio después, recién estrenado el verano, uno de

los más calurosos que se recuerdan, encaminé mi paseo por la calle Rosellón con la mirada fija en aquel edificio de estilo neoclásico venido a menos, eternamente empeñado en recuperar su antiguo esplendor. Hacía unos siete años que mis pasos y mis ojos habían recorrido el mismo camino envueltos en la misma incertidumbre que ahora, y con aquella tímida ilusión… ¡era como comprarme unos zapatos de última moda a precio de saldo sin habérmelos probado!»

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SEGUNDA VISITA

Al cruzar la puerta de la habitación la veo allí, sentada en la mesita, dibujando algo en un papel, algo con muchos colores. Se alegra de verme, y esboza una tímida sonrisa. Le cuesta sonreír porque prácticamente no le queda musculatura en la cara, su cuerpo ha empezado a consumirla como último recurso.

—¿Cómo has pasado el día? –pregunto. Veo que la gráfica del peso sigue bajando.

—Me siento fatal. Me he bebido un zumo de naranja para merendar. Y ahora no puedo hacer gimnasia para quemarlo. Me tienen vigilada las 24 horas y no puedo moverme de la cama. Voy a engordar –dice casi llorando.

Me dan ganas de gritarle que tiene que comer, que un zumo de naranja no es nada, que si no lo hace va a morir. Aunque puede que lo desee. Quizás hubo un tiempo en que también yo lo deseé.

—Alba, tu misma has visto cómo continúas bajando de peso. Si sigues así, tendrán que alimentarte por sonda y, créeme, no es muy agradable –digo mientras recuerdo el dolor de la sonda al pasar por mi esófago, y todavía peor, al ser retirada. La impotencia de ver como se introducen calorías insulsas en grandes cantidades en tu organismo. Las ganas de desconectarme de la vida, la ira contenida, por negarme el derecho a morir de hambre.

Se seca las lágrimas.—¿Vas a continuar tu historia?——A ver –digo—. ¿Dónde lo dejamos?—Querías cambiar tu cuerpo y no ser tan delgada –me recuerda.

Y a mí me sigue pareciendo increíble que en alguna etapa de mi vida a mí no me gustara estar delgada. Otra prueba más de cómo me cambió todo, de que jamás seré la misma.

«Empezó un nuevo curso y, con él, el infierno. Los niños del colegio hacían comentarios positivos sobre mi nueva imagen. Eso fue el inicio de la autodestrucción. Esos comentarios inocentes y seguramente halagadores a oídos de cualquier persona normal, resonaban en mi mente continuamente, y me hicieron odiar mi cuerpo. Como yo era una chica muy abierta y muy integrada en el grupo de los chicos, se suponía que se me podía decir todo. Nadie suponía que esos comentarios inocentes iban a hacerme odiar mi cuerpo hasta la locura. Cada mañana, cuando llegaba al colegio, era lo primero que oía, y me

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recordaba que algo tenía que cambiar.Entonces decidí, como una más de mis amigas, que iba a hacer dieta. La tarea no sería fácil, pues yo sabía que no podía decir en casa que hacía dieta, porque en el fondo sabía que no era racional, ¡yo no lo necesitaba!Empecé cambiando el pan blanco de mi bocadillo del recreo por un sucedáneo de pan de molde negro que se etiquetaba en el supermercado como bajo en calorías. Mis padres se extrañaron pero yo alegaba que me gustaba más este tipo de pan. Los desayunos del fin de semana en casa también se tornaron “light”, con esos cereales que en la tele anunciaban que debías tomar si querías estar delgada.»

Alba me escucha atenta.—¿Las niñas de tu clase estaban muy delgadas? –me pregunta.—La mayoría eran normales. Muy preocupadas por sus pesos y

siempre decían estar a dieta, pero no adelgazaban. Porque realmente no hacían dieta. Eran personas normales, que hacían vida normal, sólo con el pensamiento ligeramente corrupto por los estereotipos de la sociedad. Yo deseaba que todas ellas engordaran, así yo me veía más delgada.

—Mis compañeras de clase están todas obsesionadas con el peso. Todas quieren tener anorexia para estar muy delgadas. Se pasan el día en internet visitando esas webs pro ana y mía, donde un montón de niñas enfermas se explican trucos para adelgazar y se felicitan por no haber comido. Yo al principio estaba muy enganchada, compartía todos mis trucos y mis pensamientos con las demás compañeras virtuales, hasta que me obligaron a dejarlo. Después vi un reportaje sobre esto en televisión. Nunca me había planteado que fuera algo tan destructivo. Al verlo explicado por otras víctimas, comprendí.

Me pongo a pensar y me parece increíble como ha cambiado todo. Aparte de haberse incrementado muchísimo el número de personas con trastornos alimentarios, me doy cuenta que han pasado de ser entidades casi desconocidas, a ser una moda, ¡hasta con paginas web! Me horroriza pensar que en la mente de las niñas de hoy, ser anoréxica pueda ser algo bueno, cuando es un infierno. Se refieren a ella como a Ana, igual que si fuera su amiga más íntima. Es una amiga con piel de lobo, que quiere destruir todo lo que está a su alrededor.

«En aquellos comienzos, aunque ya se estaba cociendo algo en el interior de mi organismo, estoy convencida de que todavía estaba

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sana, no era muy diferente de la mayoría de mis amigas. A pesar de hacer este tipo de dieta, no me moría si algún día comía un trozo de pastel.

Siempre fui una persona muy responsable y con una increíble fuerza de voluntad, quizás hubiera preferido ser de otro modo para que todo esto no me sucediese.

Muy rápidamente, lo que fueron los desayunos con ese pan miserable, desaparecieron completamente, ya no me bastaba con comer ese pan de pajarito, ahora tenía que conseguir no comerlo. Si un día comía poco, al día siguiente tenía que superarme y comer menos, y así fui reduciendo la ingesta progresivamente. Las cenas familiares después del colegio se convirtieron en una pesadilla. Mi reto diario era conseguir cenar lo mínimo posible, sobretodo menos que el día anterior, lo que significaba una discusión diaria con mis padres. Esto fue al principio, al final ya no había discusión. Entraba en la cocina mientras mi madre preparaba la cena y fiscalizaba el menú, nunca me parecía bien. Mientras permanecía en la cocina contemplando lo que después tendría que comer, una batalla interna se libraba en mi interior. Me invadía una sensación nueva y muy desagradable, como de angustia, y sin darme cuenta, de repente me percataba de que tenía absolutamente todos los músculos de mi cuerpo en extrema tensión. Creía que mi madre hacía comidas hipercalóricas para engordarme, siempre veía demasiado aceite o demasiada mantequilla. Rehuía las reuniones sociales de todo tipo, pues estaban invariablemente acompañadas de comida. Si tenía que enfrentarme a alguna, siempre encontraba una excusa para evitar comer. Me encantaba el sonido de mis tripas vacías. Y así fui alejándome cada vez más de la gente, de mi familia, de mis amigos.»

—Yo ya no siento nunca la sensación de hambre, la he llegado a controlar totalmente –dice Alba—. Yo lo tuve más fácil, quiero decir para esquivar a mi familia. Cuando me fui los dos meses de verano a Irlanda ya iba preparada para dejar de comer. Y cuando regresé ya era demasiado tarde, ya no podía pararlo. Pero lo que no consigo entender es ¿por qué tengo que pararlo, si yo soy feliz sin comer?

Entendía perfectamente sus sentimientos, yo me había sentido igual, igual de engañada, obligada a hacer lo que más odiaba en este mundo. Pero sólo después de tanto tiempo me doy cuenta de lo equivocada que estaba, de mi distorsión de la realidad, y de cómo podía

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haber muerto si no llega a ser por Ellos.—Mira, tú ahora no ves las cosas de modo objetivo. Ya sé que a

ti te da igual lo que yo te diga ahora, pero tienes que entender que no se puede sobrevivir sin comer. Ahora lo ves todo muy difícil precisamente por tu bajo peso. Cuando tu cuerpo recupere peso y a tu cerebro le lleguen las sustancias necesarias, te sentirás mejor, aunque ahora te parezca imposible. De verdad, créeme. He pasado por esto antes. Es real, el cerebro se apaga sin comida, la vida se vuelve gris.

Ella me mira, pensativa. Y por primera vez veo en sus ojos un destello de intención, como si realmente me estuviera escuchando y tuviera en consideración mis palabras. ¡Cuán pocas veces había yo hecho caso de las sabias palabras de quienes me querían!

—Inténtalo, confía en mí, por favor –suplico mientras me sorprendo a mí misma deseando con todas mis fuerzas que esta niña se cure.

«Bien, como ya te dije, me las iba arreglando para comer lo mínimo en casa, tras las discusiones iniciales con mis padres. El otro obstáculo que había que superar era la comida en el colegio. Todo empezó como un juego: hoy lo escondo en el túper de una compañera, hoy lo distribuyo por la bandeja todo desmenuzado....incluso conseguí simular una enfermedad digestiva que me llevo a visitar muchos hospitales y que me permitía un menú especial, “light”, claro, en la escuela. Visité a múltiples médicos, que me examinaban, me hacían pruebas, me sacaban la poca sangre que quedaba en mi cuerpo, sin llegar a ninguna conclusión. Todo parecía normal, pero yo refería un terrible dolor de barriga que me impedía comer, y que sólo estaba dentro de mi cerebro. Hubiera deseado tener alguna enfermedad muy grave con tal de que me permitiera no comer.

Uno de los médicos que me examinó aseguró que yo no tenía anorexia, pues yo le había dicho que mantenía una buena relación con mi madre. En aquellos tiempos cuando la enfermedad era todavía una gran desconocida, existía el criterio freudiano de que la “culpa” de esta enfermedad era de la madre de quién la padecía. Mi madre me cuenta cómo se sintió tras ser acusada de culpable y haber recibido instrucciones de cómo debía tratarme a partir de entonces. Ahora cuando lo pienso, haría cualquier cosa por volver atrás, por evitar todo este sufrimiento innecesario a las personas que más quería.»

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—¿Inventaste que estabas enferma para poder no comer? –me pregunta.

—Realmente no lo inventé. Llegué a creerlo, llegué a notar ese dolor inexistente, a padecer esa no enfermedad, convencida de que estaba viviendo esa “no vida”. A desear morir de una grave enfermedad.

Y ahora, al recordarlo, me sabe muy mal por mis padres, porque ellos estuvieron engañados, sufriendo, preocupados intentando descartar múltiples enfermedades digestivas graves. Perdiendo horas de trabajo para acompañarme al médico. Pero todo estaba en mi cerebro. No podía hacer nada. Recuerdo una vez recuperada tras mi internamiento, cómo se entristeció mi padre al confesarle yo que todos mis males digestivos fueron inventados. Él seguía creyendo que fueron reales, supongo que no podía imaginar a su hija trazar un plan con tantas mentiras para no comer.

«Enseguida no pude soportar ni el comer la verdura y la carne a la plancha, y se lo hacía comer a uno de mis compañeros, que inicialmente estaba encantado, la carne a la plancha era un lujo en el colegio, pero finalmente se dio cuenta de la situación. Se dio cuenta que la carne que él comía dejaba de comerla yo, y se dio cuenta de lo importante que era para mí asegurarme que él se comería mi comida. Yo sabía que él estaba preocupado y esto me inquietaba, necesitaba que comiera mi carne, y llegué incluso a hacerle trabajos de clase a cambio de que se la comiera. Mi objetivo cada mañana al levantarme era conseguir que él aceptara mis platos. Sé el daño que le hice a esta persona, que siempre se culparía un poco, obviamente sin motivo, de mi extrema delgadez. Mis padres fueron informados de mi comportamiento alimentario por los padres de mis amigos. No sé por qué motivo no hicieron nada. Supongo que no habría hecho caso, y sólo hubiera empeorado las cosas. Mi madre era maestra de la escuela donde yo estudiaba, y después me contó cómo tenía que aguantar viéndome, a diario, deambulando como un fantasma. Yo, que siempre había tenido tantos amigos, en las horas de recreo me arrastraba apoyada en la pared con la mirada perdida, absolutamente triste y completamente sola. Por eso debo ser de las pocas personas con esta enfermedad que seguía queriendo estar con sus padres, ellos no me obligaban a nada.

Empecé a perder peso rápidamente. Me pesaba compulsivamente muchas veces al día. Aunque perdía peso y esto

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hacía sentirme mejor, seguía creyéndome “gorda”. Quizás cuando estuve peor, cuando ya mi masa muscular

empezaba a consumirse porque no quedaba un gramo de grasa en mi cuerpo, quizás entonces no me veía gorda. Pero tampoco me gustaba. Seguía anhelando un cuerpo de niña, sin formas, que yo no era consciente hacía tiempo que tenía.»

Veo que Alba me mira algo asombrada. Puede que le parezca increíble que alguien a quién ella ve como una persona normal, haya tenido los mismos sentimientos que ella. Creo que tras todo esto, me he ganado su confianza, pues se sincera conmigo y me cuenta cuáles son sus temores. No le gusta su trasero, es demasiado grande, y sus caderas son demasiado anchas. Empezó a adelgazar por este motivo, pero llegó a un punto que no podía parar, y el hecho de que la gente la considerara enferma le gustaba, le hacía tener algo especial. Tenía miedo de volver a ganar peso porque perdería esta característica que la hacía distinta.

—Tienes, razón –susurro–. Eres distinta porque estás enferma. Pero este no es un motivo del que yo me enorgullecería. Con el tiempo vas a aprender a estar orgullosa de haberte curado, créeme. Vas a aprender a ver muchas cosas en ti que te hacen distinta, y que no son peligrosas para tu salud.

En ese preciso instante irrumpe una enfermera en la habitación y deja una bandeja con la cena encima de la mesita. Se marcha sin soltar una palabra. Alba mira aterrorizada la bandeja repleta de comida.

—Haz lo que puedas, y mañana me cuentas –digo a modo de despedida. Y me marcho de la habitación. Creo que es mejor que ella sola se enfrente a sus miedos.

Al salir, noto como la mirada de las enfermeras se vuelve a posar en mí, creo que están tratando de recordarme. Yo no las he podido olvidar.

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PRIMEROS PASOS

Al día siguiente he quedado con Pablo para comer. Me acerco en autobús al barrio donde está el hospital, hemos quedado en un restaurante nuevo que se encuentra cerca. Hacía tiempo que evitaba este barrio. Ahora recuerdo los bares, los restaurantes donde, cuando disfrutaba de unas pocas horas de libertad, iba con mis padres, que tenían que sacrificar horas de trabajo y mucho dinero para seguir las normas. Había que comer fuera de casa las veces que se me permitía salir, y evitar que ello me angustiara. Lo que se supone que debía de ser una dura prueba para mí, comer en un restaurante, no lo fue en su momento. Pero ahora me sigue costando más que comer en mi casa, donde yo puedo controlar lo que ingiero.

Entro en el restaurante. Es un sitio acogedor, con mobiliario colorido, probablemente adquirido en Ikea, y una carta donde predominan las ensaladas y tortas saladas. Pablo está sentado en una mesa del fondo.

—Hola cariño –digo. Y nos damos un beso—. ¿Qué tal tu día?—Bastante bien, hoy hemos estado tranquilos. ¿Y tú?—Bien, vengo de visitar aquella casa que te comenté nos han

encomendado para hacer un proyecto integral de reforma. Los propietarios no tendrán más de veintiocho años, de verdad. ¡Y la casa es tan sumamente preciosa!

—¿Y entonces?—Es bastante antigua. La verdad es que necesita una reforma.

Pero les va a costar una fortuna –respondo.En mi trabajo estoy harta de ver a parejas jóvenes que lo tienen

todo: dinero, una casa preciosa, una buena familia, y no son felices. A veces me digo que la reforma de la casa no esconde más que un grave problema matrimonial. Yo también lo tenía todo y no fui feliz, aunque entonces no lo sabía.

Viene el camarero a tomar nota. Yo pido una ensalada y compartimos una torta de sobrasada con queso. No me gusta comer demasiado al mediodía, especialmente si después tengo que trabajar. Habitualmente tomo un sándwich rápido o una ensalada. Prefiero el estilo de vida europeo, desayunar fuerte y comer poco y pronto. Y rápido, así se aprovecha más el tiempo en el trabajo. Odio el perder dos horas para comer dos enormes platos, postre y vino, y después pretender continuar trabajando. Hay gente que puede pensar que son vestigios de

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mi enfermedad, pero no creo que sea tan raro. Aunque quizás a veces lo llevo a un extremo, seguramente sigue siendo el fantasma de la anorexia, que no me abandona. Los días que no tengo tiempo de comer por culpa del trabajo, me siento muy bien, demasiado bien para una mente sana completamente.

«¡Vestigios de la enfermedad! ¿Qué no es raro? Tiene la suerte que yo la conozco y no le recrimino sus comportamientos. Pero la comida sigue controlando su vida, nuestras vidas. Cada día gira alrededor de la comida, la cena, día siguiente, comida, cena...y así sucesivamente. Sus horarios son estrictos e inquebrantables, pueden dejarse de hacer un montón de cosas antes que saltarse una cena que obviamente tiene que disfrutar ya que no ha comido para poder permitirse disfrutar de la cena. Puede que algún día llegue a comprenderlo, incluso espero que algún día ella llegue a superarlo, pero hasta entonces, y no sé si hago bien o mal, me limito a jugar su juego.»

Hacemos planes para un fin de semana dentro de quince días, pues el que viene Pablo tiene guardia el sábado. Probablemente vayamos con una pareja de amigos a una casa rural en la montaña y hagamos algunas excursiones. Él se encargará de llamar por teléfono para reservar.

Después del café nos dirigimos al hospital, él a continuar su trabajo, yo voy a ver a Alba. Pablo se queda en el tercer piso y tras despedirnos, yo continúo hasta la planta. Mientras camino por el largo y frío pasillo me imagino vestida con bata blanca, mientras los familiares de los pacientes esperan desesperados mi veredicto. Sé de buena tinta lo que es estar esperando las palabras del médico como si del único dogma se tratara, la desesperanza de la incertidumbre cuando el médico no llega, sé lo que es, es horrible. No creo que hubiera soportado trabajar en este hospital.

Al entrar en la sala, una de las enfermeras se dirige hacia mí.—Por fin ayer cenó el bistec y el postre. Esta mañana sólo ha

desayunado la leche, pero se acaba de comer la sopa y los macarrones. Creo que sus visitas le sientan bien. Está menos arisca.

Este cumplimiento por parte de la enfermera me ha cogido por sorpresa, no sé que responderle.

Entro en la habitación y la encuentro estirada en la cama. Es la hora de reposo, ya no me acordaba. Después de las comidas, una hora estiradas en la cama, para asimilar lo que se haya comido, si es que se

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ha comido, y evitar conductas purgativas.—¿Cómo te encuentras? —pregunto—. Las enfermeras me han

contado que has comido.Veo en su cara una mezcla de ilusión y culpa. Tiene ganas de

gritar, de olvidarse de todo, pero no puede.—Es una sensación extraña. Estoy como ilusionada. Tengo

ganas de hacer las cosas bien, pero no he podido terminarlo todo, enseguida me lleno.

—Es normal –replico—, estás acostumbrada a tener el estómago vacío. Date tiempo. Pero está muy bien, estás siendo muy valiente.

Sigo con mi historia, creo que se ha dado cuenta que fui y sentí lo mismo que ella, y ha decidido confiar en mí.

«Así pues, seguía perdiendo peso rápidamente. Mis padres, desesperados, compraban los mejores manjares, los más caros y que una vez fueron mis favoritos, con tal de que comiera. Solomillos a la plancha, sin un gramo de grasa, pasta fresca con queso parmesano, las más exquisitas verduras a la plancha... pero nada, yo seguía con mi dolor de barriga imaginario, que me estaba consumiendo.En alguna ocasión en que me cogieron desprevenida, mis padres descubrieron horrorizados el aspecto real de mi torso desnudo. Las escápulas y las clavículas hacían prominencia como si quisieran salirse de mi cuerpo, y las vértebras se marcaban en mi columna como un collar de cuentas. Tenía el cuerpo recubierto de vello, como si quisiera hacerme un abrigo en sustitución de la grasa que me faltaba. Podían contarse todas mis costillas sin dificultad. La imagen era espeluznante, pero a mi me encantaba notar cómo los huesos se marcaban en mi piel fría. Y evidentemente ya no tenía la regla, había eliminado de mí todo lo que me hacía ser mujer. Mis padres intentaban hacerme ver lo que significaba el hecho de no tener la regla. Para mí sólo era un alivio, un hecho más que me anclaba a mi estado infantil. A las niñas que volvían a tener la regla mientras estaban internadas se les permitía alcanzar un peso inferior al que había sido determinado inicialmente, pues parecía suficiente para que el cuerpo funcionara con normalidad. Pero volver a tener la regla significaba que Ellos tenían que comprobar que se sangraba durante un mínimo de tres días seguidos. Marcaban las compresas con rotulador para asegurarse que no nos las intercambiábamos para beneficiarnos así unas a otras y controlaban

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cada uno de nuestros rasguños en el cuerpo como potencial fuente de la supuesta regla.»

—¿Tienes la regla, Alba? –pregunto, ya conocedora de la respuesta.

—No –dice ella con cara de vergüenza—. Ya hace tres meses.—Esto es una muestra de hasta qué punto se está trastornando

tu cuerpo. Tu sistema reproductor se ha parado. Como medida de protección, estás tan enferma, tan débil, que no eres capaz de tener un hijo. Tu cuerpo no tiene fuerzas. Pero hoy has dado un gran paso, y deberías estar contenta. –digo, sabiendo los sentimientos contradictorios que en estos momentos pasarán por su cabeza.

«Al llegar del colegio, estaba obsesionada en dedicar absolutamente todo el tiempo al deporte. Intentaba hacer los deberes en el coche durante el trayecto hacia casa, con palabras torcidas por culpa de algún bache, y problemas matemáticos rápidamente y mal resueltos. Corría por el pasillo de casa hasta la extenuación. Me encerraba en mi habitación y empezaba a saltar, hacer abdominales, de todo con tal de no dejar ni un gramo de grasa en mi cuerpo, aunque yo no era consciente de que ya hacía tiempo que no lo había. Me movía sin cesar derramando las últimas gotas de sudor. Tenía cara de poseída. Roja, hiperventilando, era incapaz de parar. Incluso por las mañanas, me encerraba en el baño y mientras dejaba el grifo abierto para apaciguar el ruido, me ponía a saltar una y otra vez delante del espejo.

Realizaba toda una serie de rituales pensando que su incumplimiento me haría engordar de forma inmediata. Cuando salía de la ducha tenía que tocar con el pie tres veces el borde de la bañera.

Mi persona estaba cambiando mucho. De ser alegre y en cierto modo líder del grupo de amigas, me volví una persona taciturna, encerrada en mí misma, sin ilusiones, poco a poco me fui aislando. No tenía a nadie con quién hablar aunque tampoco quería, quería convencerme a mí misma de que no me sucedía nada. No me interesaban las conversaciones, estaba desprendida de todo. La gente que me conoce afirma que era otra persona.

Pasaban los días. A mi cuerpo le quedaban pocas reservas. Muchas veces me levantaba por la mañana y caminaba el largo pasillo que separaba mi habitación de la cocina con la vista nublada, completamente a oscuras, por la falta de sustrato energético en mi

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cuerpo, pero a mí me encantaba la sensación. Me apoyaba en la pared hasta que mi cabeza dejaba de dar vueltas y el mundo volvía a aparecerse ante mí. Esto era el signo que demostraba que estaba respetando mis reglas. En ningún momento pensé que yo pudiera estar mal, tan enferma estaba mi mente que era incapaz de ver algo tan obvio. En dos meses ya había adelgazado quince kilos, y mi intención era seguir. No sé hasta dónde pretendía llegar, a la desaparición.»

De pronto, un estruendo me hace interrumpir mi narración. Oímos gente corriendo por el pasillo. Me asomo. Los médicos empujan corriendo una camilla con lo que me parece un espectro. Una niña de unos doce años, esquelética, está sangrando por el cuello. Pregunto. Se ha arrancado la vía central que llevaba para alimentación. No ha soportado que le introdujeran calorías en su cuerpo tan necesitado. ¡Hasta qué punto nuestra mente puede hacernos desvariar!

Alba contempla, atónita, la escena. Una lágrima resbala por su mejilla. Me mira y dice:

—Quiero salir de aquí.

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TOCANDO FONDO

Por la noche, mientras cenamos en la terraza, Pablo me cuenta que la niña que vi esta tarde ha sido trasladada a la UCI. Está muy grave, no saben si va a sobrevivir.

Me estremezco pensando cuántas niñas se dejan morir por la obsesión de su cuerpo, cada vez más, ¡y tan pequeñas! Niñas que tendrían que estar pensando en jugar con sus muñecas, se preocupan porque unos pantalones les hacen el culo demasiado gordo. No sé hacia adonde vamos. Y ahora existe internet, con todas esas webs horribles, que te invitan a hacerte anoréxica, como si se tratara de hacerte socio de un club. Me parece horroroso. Otro ejemplo más de degeneración social, física y mental inspirada por los medios. Y es que resulta tristemente curioso comprobar la influencia que pueden tener los cánones de belleza inducidos por la publicidad, televisión, cine... etc, en personas de cualquier nivel cultural. Doy gracias a que antes no existía todo esto. Webs pro anorexia. Escoger poder ser anoréxica...cuando escoges un comportamiento escoges las consecuencias de ello. Si escoges pasar hambre, estás escogiendo también perder a tus amigos, perder tu pelo, perder tu vida. Ser anoréxica no es algo que uno pueda escoger. Yo no lo elegí. Ahora lo veo tan claro. No elegí a los trece años de edad mi autodestrucción.

Al día siguiente tengo una mañana bastante complicada intentando conseguir unos materiales para el cerramiento de una terraza. Después de muchas llamadas y algunas peleas, por fin lo consigo. Curiosamente, y como si de un alivio se tratara, vuelvo al hospital a media tarde. Al entrar a la sala veo a Alba que camina por el pasillo. Ha cruzado la barrera.

— Alba, ¡ya te permiten salir de la habitación! —exclamo.— Sí. Estoy empezando a ganar peso. Él vino hoy a verme y me

ha dicho que está muy contento con mi actitud.— ¿Le has contado sobre mis visitas? —exclamo.— Sí, dice que cree que es muy positivo para mí. Sabes, Aurora,

¡su opinión es tan importante para mí! Estar encerrada en este sitio es horrible, me invade la incertidumbre de saber cuándo podré salir, quizás días, meses, años. Él es la persona que tiene el poder sobre todo, el que toma las decisiones. Necesito que me diga que me ve por buen camino, necesito alguna garantía de mi salida.

—Sí, pero no te equivoques. Las decisiones al fin y al cabo las

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tomas tú. Él sólo te supervisa, te intenta ayudar.Al fondo del pasillo una niña con una bata rosa fucsia y los labios

pintados se dirige hacia nosotras.—¿La conoces? —pregunto.—Es Lucía. Tiene bulimia. Ingresa frecuentemente, todas las

enfermeras la conocen. Cada vez que el programa le permite salir, en vez de ir a ver a su familia, se pasa las horas vagando por la ciudad, entrando en tiendas distintas, comprando comida, hartándose. Después vuelve aquí y vomita. Y tiene la habitación llena de laxantes. Han advertido a los padres de los pacientes porque cuando tiene la necesidad de salir para comer, si no tiene dinero, lo roba.

—Es muy duro –sentencio.—Una vez la vi comiendo las sobras de las bandejas. Hay otras

anoréxicas que le dan su comida.—Vaya —digo— Eso no la ayuda mucho.Miro a esta niña con cara asustada, un poco ida, no parece que

esté en el mismo lugar que nosotras. Me pregunto qué pasará por su cabeza. Adivino el calvario que está pasando, incluso peor que el ayuno prolongado.

—Bueno, cambiando de tema –digo—, ¿qué te parece si subimos a la terraza? Continuaré mi historia allí, te sentará bien un poco de luz.

Subimos en ascensor hasta el último piso y accedemos a la terraza, desde la que se ven los tejados de la ciudad. Muchas personas con pijama azul que delata su condición de enfermos suben al tejado para fumar o simplemente para sentirse un poco más libres. Empieza a anochecer, pero la temperatura es agradable. Alba tiene frío y se pone la bata. Yo continúo con mi historia.

«Dedicaba horas enteras leyendo y releyendo trucos mágicos para adelgazar de las miles de revistas para chicas jóvenes. Sabía las calorías de cada cosa, cuando yo ingería menos de 500 al día. Preparaba comidas hipercalóricas para los demás componentes de mi familia, y me satisfacía ver como comían, yo jamás probaba nada. Era necesario que el resto de la gente engordara a la vez que yo desaparecía, así el efecto era mayor. Quería tener un cuerpo de niña. Mis conversaciones siempre giraban en torno a la comida, y, en cambio, no quería saber nada de ella. Ahora me parece increíble el hecho deque pudiera ir por la calle tranquilamente, sin ninguna

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vergüenza de enseñar mi cuerpo destruyéndose. Supongo que no era consciente.»

«Meses después de escribir este relato, la veo caminar tranquilamente por la calle con su cuerpo en estado de semidestrucción, y está orgullosa de ello. Ya es la tercera vez desde que estamos juntos, espero que todo esto termine algún día.»

«Como yo seguía con mi inventada enfermedad intestinal y estaba tan triste, el médico supuso que estaba deprimida y lo estaba somatizando en forma de dolor de barriga. Le engañé y se dejó engañar. Me recetó antidepresivos, y nos recomendó a la familia un viaje por navidad, así yo me distraería y quizás recuperaría la alegría perdida. Nada más lejos de la realidad. Durante ese viaje toqué fondo; sólo ingería un vaso de leche caliente con cacao al día, y estábamos en una ciudad a 10 grados bajo cero (o esa es la temperatura que sentía yo, pues no tenía ni un gramo de grasa que me protegiera). París: la ciudad del amor y de la luz se convirtió para mí en la ciudad de la muerte y la oscuridad. Era una tortura salir a la calle cada día, tapada con tres o cuatro capas de ropa que sustituían al tejido graso que había perdido junto con mis amigos y mi felicidad. Esperaba con ansia la llegada de las comidas, sólo para no comer. Disfrutaba no comiendo, y viendo a los otros comer. Pero el frío me paralizaba, se calaba en mi piel, en mis huesos. Me dolía mucho el frío. La cantidad de abrigos que me ponían no podían suplir la capa de grasa que había perdido. Era como un cadáver de color morado. Desde entonces, siento pánico del frío. No puedo soportarlo, mi mundo se paraliza con el frío, quizás porque me une con un pasado lejano. Cuando regresábamos al hotel, me metía en la ducha con agua hirviendo, tan hirviendo que casi me arrancaba la piel, pero era reconfortante, me sentía bien. Disfrutaba sintiendo el dolor en mi cuerpo, una de mis normas decía que era necesario sentir dolor y sufrir para adelgazar. Mis padres debieron de adelgazar mucho con todo lo que sufrieron.

Los camareros de los restaurantes me miraban con cara de pena, y me ofrecían zumos y panecillos, que yo invariablemente rechazaba. Miraban atónitos a mis padres y, ellos, en un idioma que no era el suyo intentaban expresar su desesperación, aunque sus caras

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hablaban un lenguaje internacional bien entendido por todos. Mi hermano de 9 años no podía comprender, pero veía que algo sucedía en su familia. Su hermana estaba consumiéndose, y nadie era igual, el buen humor y la vida de familia había desaparecido.

Cada mañana, al abandonar el hotel, salíamos los cuatro en un ascensor con las cuatro paredes de espejo; por primera vez, fui consciente de lo que me estaba haciendo. Vi mi cara en el espejo, con forma de calavera, los pómulos marcados, los ojos hundidos, y lo peor, cada día que pasaba iba en aumento, a paso acelerado. Por primera vez me di cuenta, y tuve miedo, pero ya era demasiado tarde, no podía hacer nada. Hubiera preferido morir antes que comer, y casi lo consigo.»

—¿Te diste cuenta de que te estabas muriendo? —pregunta Alba, sorprendida.

—Nunca fui consciente de que podía morir. Ni siquiera fui consciente de tener anorexia. Yo conocía algo de la enfermedad porque lo habíamos vivido con una compañera de clase, y si alguna cosa tenía claro, es que a mí no me sucedía nada de eso, lo veía como algo muy lejano. Cuán equivocada estaba.

«Mi madre me vigilaba por las noches mientras dormía, para ver si respiraba, pues estaba convencida de que cualquier día me moriría. Ni el llanto de mis padres por las noches en el hotel me hizo reaccionar, inicialmente. Esto fue en navidades de 1992. Había tocado fondo.»

Miro a Alba, su pelo ralo ha recuperado algo de brillo. Mira al infinito. En su cara veo la mía hace tantos años, cuando anhelaba tanto la libertad.

Me gustaría gritarle que reaccione, que la enfermedad le arrebatará la adolescencia, ¡que hay tantas cosas más importantes! Pero tiene que darse cuenta ella, el monstruo tiene que abandonar su cuerpo.

Bajamos a la sala de pediatría. Una de las enfermeras me comunica, con cierto tono de reproche, que la niña de la UCI ha muerto hace una hora. Su corazón se ha parado, para siempre. Esto es lo que puede pasar cuando, por error, escoges este camino. La última voluntad que tuvo fue desconectarse la vía de alimentación, ella se desconectó de esta vida, pero de esto hace ya mucho tiempo.

¡Cuántas veces a lo largo de esta enfermedad habré deseado desconectarme de la vida, no tener que seguir viviendo en este mundo

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de sufrimiento interior! Y no hace tanto tiempo. Vuelvo a casa sin poder parar de pensar en la familia de esa

niña. En la impotencia de ver como un ser querido se destruye, la impotencia de saber que tu hija te pide a gritos morir. Cuando yo enfermé, la sociedad conocía muy poco de la enfermedad, y quizás se puede pensar que no reaccionamos porque no sabíamos sus consecuencias. Pero hoy, con toda la información con la que se cuenta, y las niñas enfermas sólo la utilizan en su contra.

Al llegar a casa, Pablo me pregunta si me he enterado.—Estaba en el hospital –digo.—No sabía que hoy también irías –dice, sorprendido.—Lo necesito. Sabes, jamás le he contado mi historia a nadie.

Quiero decir absolutamente todo. Esa niña me lo pidió, y ahora me doy cuenta de que lo necesito, necesito acabarla.

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REACCIÓN

Como una necesidad, al día siguiente salgo pronto del trabajo y recorro caminando lugares donde ya he estado. Cierro los ojos y recuerdo. Intento ponerme en mi papel diecisiete años atrás. Me veo caminando, siempre caminando, triste. Camino sin pensar, rápido. Un paso, dos pasos, tres, quemar calorías, tengo que caminar más rápido, tengo que quemar calorías. Rápido, salta, no puedo tocar las baldosas grises, solamente puedo pisar las blancas, si no, estoy convencida que empezaré a engordar y nada podrá pararlo. Mi mente seguramente pensando en comida, en cómo evitar la comida, en calorías, en cómo deshacerme de ellas. La vista nublada, caminando, siempre caminando. Camino deprisa, con rabia, estoy llorando. No quiero que nadie me siga. Me veo en ese mundo que yo creé, un mundo de infierno, donde yo pensé que podría llegar a ser feliz. Y me doy cuenta realmente de cómo me engañé a mí misma, de cómo malgasté todos esos años, no vividos. Me veo corriendo, llorando, con rabia sin saber hacia qué.

Mientras tengo esas imágenes de mí dentro de ese cuerpo destrozado, reparo en que realmente a quién veo es a Alba, que camina, no para de caminar. Las nuestras son vidas paralelas. Los mismos argumentos que nos hacen mantener la misma negativa. Líneas paralelas separadas por diecisiete años en que han cambiado muchas cosas, y sin embargo, las mismas creencias, los mismos comportamientos, la misma enfermedad. Las dos caminamos igual de deprisa con la misma meta, el mismo objetivo. Me pregunto si realmente he salido de la línea o sigo caminando inevitablemente hacia delante. Me pregunto si es posible salirse de esta línea destructiva.

Entonces cambio la dirección de mis pasos y me dirijo al hospital. Voy caminando por el pasillo que une las varias plantas, miro por la ventana que da a la calle. Las mismas tiendas, los mismos bares, la misma visión, ¡durante tanto tiempo!

Ya ha pasado la hora de cenar cuando llego a la planta. Ya se sabe, en los hospitales se cena temprano. Entro en la habitación y ella permanece como siempre, tumbada en la cama, con el cuerpo encogido. Entonces soy capaz de verme a mí, en esa misma cama, intentando luchar contra todos mis temores, venciendo todas mis negativas, para conseguir la tan ansiada libertad.

—¡Has venido! —dice, con tanto entusiasmo que me da un vuelco el corazón. Me ha estado esperando.

Contemplo con gratitud la pendiente hacia arriba que marca el

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gráfico en la pared y dirijo una mirada de aprobación a Alba. Continúo.

«Estábamos en navidades de 1992, y yo había tocado fondo. Una noche, sentada, como siempre observando como los otros comían, tomé con decisión un trozo de pan y lo mojé en la salsa de la carne, y me lo comí. ¡Dios, qué increíblemente bueno estaba! Era un sabor ya olvidado. Ante la atónita mirada de mis padres y hermano, empecé a comer trozos de pan. Sentía un torbellino en mi interior, no podía parar, ¡cuántas cosas me había estado perdiendo! Mis familiares estaban quietos, observando, prudentes, pero muy contentos. No se hacía ningún comentario por temor a que se rompiera la magia del momento. Nadie daba crédito a lo sucedido, y yo estaba como ilusionada, como quién deja de fumar, y, al recaer, siente la ilusión de cada nuevo cigarrillo que todavía puede fumar. Pues bien, yo había redescubierto la comida, pero había un monstruo dentro de mí, que no me lo iba a poner tan fácil. Aquella noche, no podía dormir de la emoción con sólo pensar que a la mañana siguiente podría desayunar, como si mis normas inquebrantables hubieran desaparecido. Era la noche de Reyes Magos y este era el regalo que nos habían traído.»

Muchas veces me ha sucedido el tener un episodio de recuperación en medio de una mala época, en el que parece que todas las preocupaciones se evaporan y realmente vuelvo a ser una persona normal, pero nunca dura más de unos pocos días y, habitualmente, va seguido de un período de ayuno prolongado debido a la supuesta transgresión de las normas. Es y será la eterna lucha. Es curioso pero me pasa muchas veces cuando viajo. No sé si es porque estoy relajada al estar de vacaciones, porque estoy contenta o quizás el situarme en un entorno nuevo y distinto hace que temporalmente me abstraiga de todo. Sucede así, en muchos viajes, me “curo”. Es curioso que fuese también en un viaje donde casi muero.

—Recuerdo la sensación del primer bocado después de tanto tiempo.—dice Alba. ¡Como si junto con el alimento nacieran dentro de mí tantas esperanzas! Y a la vez un terrible sentimiento de culpa, por haber quebrantado mi moral.

Otra vez lo entiendo, pero es todo falso. Sólo ahora puedo verlo.—Pero es una moral falsa. Falsas creencias que mantienen tu

actitud. Poco a poco vas a ir olvidando este sentimiento de culpa.

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«A la mañana siguiente desayuné lo que a mí me pareció un enorme tazón de leche con cereales, lo cual no sirvió de nada para mantener mi integridad física, pues mis intestinos, acostumbrados a la calma, se alborotaron y mi cuerpo no pudo aprovechar ni un gramo de ese primer desayuno después de tanto tiempo. Lo peor es que en el fondo yo me alegré, como si quisiera desaparecer.

Empezó un nuevo año y una nueva etapa en la que me esforzaba por derribar a ese monstruo en mi interior que me prohibía comer, pero mi realidad por aquel entonces estaba ya tan distorsionada, que podía tener la impresión de haber hecho una comida normal solamente por haber comido un canapé. Recuerdo con exactitud aquél día de Reyes. Después de mi desayuno frustrado yo estaba entusiasmada porque iba a sentarme a la mesa con todos mis familiares y por fin iba a poner algo en el plato. Mi madre hacía de primero “tosta holandesa”: una rebanada de pan de molde frita en la sartén con mantequilla en la que se coloca encima huevo revuelto y salmón ahumado. Como una niña pequeña que quiere imitarlo todo en su tamaño yo me hice mi propia “tosta holandesa”, con una tostada ridícula de canapé, obviamente no frita con mantequilla, y con un poquito de revuelto y salmón. La puse en medio del plato y pude ver mi comida. El plato estaba medio vacío, daba pena, pero yo lo veía llenísimo. Tardé más de media hora en comer ese bocadito que una persona en su sano juicio engulliría de un bocado, y me sentí llenísima. Me había hecho demasiado daño ya, y las cosas no podían resolverse tan fácilmente.

Mis ojos ya no estaban tan hundidos, había un destello de esperanza en mi mirada. La gente que me quería lloraba de felicidad al verme, pero yo seguía luchando sin saber muy bien qué es lo que quería. Luchaba en silencio, veía varios caminos, pero no sabía muy bien cuál escoger, ni me atrevía a preguntar.

Me sentaba en mi habitación, ¡qué extraña me resultaba! Era la habitación de una niña, con sus ositos de peluche y sus dibujos, de una niña de catorce años. Ya no podía saber mi edad, ¿es que acaso tenía edad? Había hecho una regresión, volvía a ser una niña, que lloraba fácilmente ante cualquier contradicción, que no podía separarse de sus padres, una niña frágil, una niña consentida, una niña que no comía. Y ese cuerpo de niña se veía forzado a unos pensamientos y preocupaciones que le eran extraños, sensaciones de desesperación,

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de tristeza, de soledad, de angustia, que no tenía edad para sentir.Habían pasado cuatro meses de lucha. Por entonces

prácticamente sólo comía cereales, cosa inconcebible por mi familia y por cualquier familia sana meses atrás, pero tal y como había ido todo, era un regalo de Dios cualquier cosa que yo pudiera comer. Hasta el punto que con mis padres habíamos recorrido las calles de la ciudad al anochecer, buscando un comercio abierto donde poder comprar esos ansiados cereales, pues se habían terminado y yo me negaba prácticamente a ingerir otro alimento.

Pero esas pequeñas que para mí eran enormes cantidades de comida y ayudaron a salvar mi integridad física de una muerte inminente, no eran suficientes para frenar mi continuo descenso de peso, y yo no podía imaginar comer más de lo que comía, que realmente era muy poco. Fue entonces cuando me llevaron al médico, que confirmó que tenía un trastorno alimentario y no una enfermedad intestinal, es decir, la enfermedad estaba en mi cerebro, no en mi estómago. Pero lo que ahora peligraba realmente era mi salud física. Recuerdo ese día frío de invierno en que entré junto con mis padres en un bonito piso del Ensanche barcelonés habilitado a modo de consulta. Allí nos sentamos en la sala de espera, y no recuerdo nada más hasta que nos llamaron.

El médico era Él, y desde el primer instante me transmitió una sensación de tranquilidad que hacía meses que no sentía. ¡Su voz era tan cálida y tan serena! Sabía exactamente cómo me sentía y qué es lo que pasaba por mi cabeza, incluso sabía más que yo misma. Me explicó que con mi peso tendría que ingresar directamente en el hospital, pero como había visto la voluntad en mí de recuperarme, me daba la oportunidad de curarme en casa, cerca de los míos, aunque tenía que aumentar de peso. Terror, miedo otra vez.

Me sentía inútil. Todo este tiempo de sacrificio para conseguir estar delgada, y ahora me obligaban a engordar para evitar un encarcelamiento.

Pasó una semana, igual que las últimas, con muy poca comida que para mí era muchísima. Había estado acostumbrada a tan poco que mi mente estaba totalmente engañada. Y aunque yo estaba convencida que de tanto comer habría engordado una barbaridad, no fue así en la siguiente cita con el médico. La báscula marcaba la sentencia de muerte, peor, de cadena perpetua. Mi realidad estaba tan

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distorsionada que durante mucho tiempo pensé que habían trucado la báscula para retenerme.

Y así fue como mis padres y Ellos decidieron ingresarme en un hospital. Yo no quería. Encerrada, sin querer.»

—Yo también entré aquí convencida de que sólo les importaban mis kilos, que no querían saber nada de mí –digo—. Sentía mucha rabia, por todo el tiempo de sacrificio, porque me obligaban a quebrantar mi moral a cambio de mi libertad. Ahora me doy cuenta de que Ellos me salvaron. No sé si hubiera reaccionado si no me hubieran privado de mi libertad. Y sin reacción mi muerte hubiera sido inevitable.

Me despido de Alba cuando una enfermera antipática entra en la habitación y sentencia que es hora de dormir y que apagará las luces. Sólo le falta un látigo.

Se apagan las luces y el pasillo se queda a oscuras. Y como una columna de humo, el monstruo se marcha de la habitación once. Y yo voy detrás de él.

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ENCIERRO

Al salir del hospital me dirijo a la zona céntrica de la ciudad, he quedado para cenar con unos amigos. Pablo me está esperando en la entrada del restaurante que ha escogido cuidadosamente. Él siempre se preocupa por los pequeños detalles, de que siempre sea el lugar y el momento adecuado para mí. Seguro que pasó un montón de rato preguntando y consultando guías para saber cuál era el mejor restaurante para quedar con nuestro grupo de amigos. Es genial que le guste tanto organizar cosas, a veces pienso que si fuera por mí, yo habría perdido muchas amistades. Muchos de mis amigos son médicos como Pablo. Me encanta porque así él se siente más a gusto, aunque no soporto que no sepan hablar nada más que de medicina.

Unos minutos más tarde llega el resto del grupo y nos disponemos a entrar. Es un sitio moderno pero acogedor a la vez, nada frío. La cena transcurre de maravilla. Comemos muy bien, y nos sorprende la originalidad de los platos. Yo pido un “wok” de fideos negros vegetal y Pablo un curry de pollo con arroz de coco. El tema principal gira en torno a cuán mal pagadas están las horas de guardia en los hospitales. Mi trabajo es totalmente distinto, también tiene sus momentos duros, pero jamás soy responsable de la vida de las personas. Como mucho soy responsable de la decoración del contenedor de sus vidas. Y me pagan bastante más. Puede que no sea justo. Después de bebernos unas cuantas botellas de vino entre todos, decidimos probar los postres y seguidamente pasamos a los cafés. Estamos muy cómodos charlando y alguien sugiere que podríamos pedir algún mojito y continuar la reunión, pero los más sensatos recordamos que trabajamos la mañana siguiente, y puede que no sea la mejor idea.

De camino a casa me siento un poco llena, y culpable por haber comido más de lo que comería habitualmente. Y eso que realmente no he escogido los platos de la carta que más me apetecían, ya me he cuidado de que fuesen de los menos calóricos. Si todo me hubiera importado un carajo, si hubiera sido la Aurora de antes de la enfermedad, estoy segura que habría pedido un plato de pasta, un plato de carne y postre. Realmente es lo que me apetecía, no el plato vegetal, con un tofu insulso que he pedido. Entonces pienso cómo hubiera sido mi vida si todo esto no hubiera sucedido. Creo que sería una persona distinta, yo era una niña distinta. Todo esto cambió mi carácter, y en cierto modo, creo que una parte de mí no se va a curar jamás. Siempre tendré miedo de la comida y, por mucho que me guste, no sé si algún día volverá a ser

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como antes. Y no es que me sienta enferma o anormal, pues seguramente mucha gente tiene estos mismos pensamientos, pero yo antes no era así, y me gustaría recuperar mi despreocupación.

Llegados a casa nos vamos a dormir.

«Son las 3:35 a.m. La tenue luz por el bajo de la puerta se vuelve una llama incandescente sobre mis pupilas excepcionalmente dilatadas por el cóctel del hastío de otra semana de culto al trabajo, el efecto atropínico de una noche barcelonesa y la profunda oscuridad que reinaba hace tan solo 5 o 6 segundos. Así y antes de que mi conciencia vuelva del mundo de Morfeo mi débil cuerpo ya se acomoda de nuevo a la realidad ocasional y nuevamente desgraciada. Mis oídos comienzan a sentir como martillos el gorgoteo de las arcadas. Cierro los ojos y aprieto las manos en torno a mi peluche Keroppi creyendo así una ultima oportunidad para detener lo inevitable; pero ya es tarde y los fragmentos de lo que fue un magnifico wok vegetal se entremezcla con la bilis y el jugo gástrico en un torrente expulsado violentamente en una sola dirección y sin retorno hasta las entrañas del inodoro todo ello bañado por el aroma rancio y ese tono oporto de un gran reserva del 1999. Como un resorte mis piernas se abalanzan contra el suelo mientras mi yo más adolescente se aferra todavía al calor de las sábanas y de quién sabe qué sueño ya olvidado. Un, dos, hasta tres veces pico suavemente con dos dedos el marco de la puerta sin obtener respuesta. El torrente agota ya sus últimos coletazos, entre un jadeo entrecortado pero autosuficiente que denota una vez más veteranía y grado. La puerta, como no, infranqueable. Bajo un pestillo de metal ya oxidado, aún recuerdo el día que yo mismo lo enclavé y atornille hace unos dos años. Fue adquirido en uno de nuestros míticos paseos livianos por el centro, que inevitablemente acaban en algún que otro comercio para cubrir nuestra última y absoluta gran necesidad. Esta vez fueron unas baldas de metacrilato para los estantes del comedor, una manguera extensible para la terraza, unos tacos, unos tornillos… y el maldito pestillo.»

—¿A-aurora? –Silencio— ¿Es…estás bien?—Si, mejor, gracias.

«Unos segundos después resuena el chirriar del pestillo que lucha por mantener su posición natural. Afortunadamente cede y la puerta se abre. Está claro que mis pupilas todavía no se han

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acomodado y entre el pestañeo de medio ojo, el otro cede inexorablemente y también adopta su situación más natural, entreveo la sombra pálida y satisfecha de mi mujer, entre abatida de sueño y asco. Acerco mi hombro sobre el que se posa su cabeza, aún fría y sudorosa de su última hazaña.»

—Estaba muy mareada, todo me daba vueltas. ¿Crees que fue el vino?

«Respiro hondo mientras beso su cabeza con ternura.»

—¿Estás bien? Ya pasó cariño. Volvamos a la cama que hace frío.

—Voy. Sólo déjame que me lave los dientes.—Claro –le sello los labios aún trémulos y húmedos con un

beso formal— Te quiero.—Y yo.

«Y mientras ella se dirige a completar la purgación con el dentífrico de moda yo vuelvo mis pasos a tientas sin evitar rascarme el lateral de la tibia con el tan estúpido como afilado canto del somier.

—¡Mierda! —exclamo en un susurro, más por lo absurdo de lo que parece a veces inevitable, que por el supuesto dolor bajo mi piel queloide entumecida por la hipoestesia del etanol, el frío y los opiáceos.

Tres pasos más a la pata coja y me dejo caer sin más sobre la dureza aparentemente contenida del “foam form” mientras mi mano estira con firmeza las sábanas para apaciguar mi incipiente tembleque.

—Mierda, que frío. ¡Mierda! —y golpeo con mi último aliento el puño contra la almohada cervical. La otra mitad claudica y se cierne la oscuridad mientras lentamente la paz momentánea repuebla mis neuronas. Mi próximo recuerdo es el cuerpo de Aurora recostado en mi pecho bajo los primero rayos de un nuboso amanecer de enero.

Mierda, como odio ese mes.»

Al día siguiente me levanto con un terrible ardor de estómago. Me ducho y tomo el café mientras acabo de vestirme. El día amanece nublado, al igual que mi alma y la de mi marido Pablo, que me mira, derrotado,

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desde el otro lado del marco de la puerta. Me da un fuerte abrazo y se marcha. Su andar es hoy más pesado que ayer, arrastra los pies como si llevara en cada suela el peso de todo el sufrimiento que le estoy ocasionando.

El pinchazo en mi estómago al recibir las primeras gotas de café no es más que un irónico recordatorio de la noche anterior, para que no llegue a creer que realmente pueda lograrlo. Hoy es uno de esos días que me gustaría quedarme en casa, se me hace una montaña ir al trabajo, pero tengo una visita de obra en una de las casas que estamos reformando en un céntrico barrio de la ciudad. Me armo de valor y finalmente salgo.

Cuando llego a la obra ya es lo suficientemente tarde como para que los obreros lleven ya un buen rato trabajando, sin embargo, da la sensación que han llegado hace muy poco. O seguramente, habrán llegado a su hora, pero sólo para dejar sus bártulos e ir a desayunar. Me peleo con uno de los albañiles porque está colocando las baldosas del baño completamente al revés, y pierden toda su gracia. Me noto crispada, irritable, es la resaca de la noche anterior. Me doy una vuelta por el piso para intentar relajarme. Tiene mucho encanto. Es de esos pisos con suelo de mosaico y techos altos, cuya cocina y baños necesitan una reforma. Tiene muchísima luz, pero ninguna salida al exterior. Y aunque es mucho más céntrico que nuestro piso, el hecho de que no tenga terraza hace que no lo cambiara por nada del mundo. Puede que el tiempo de encierro en aquella habitación con aquél alto ventanuco me hagan odiar las casas sin salida y sin luz. Ahora mismo necesitaría salir a la terraza para respirar profundamente aire fresco. Al poco rato aparece la mujer propietaria del piso. Puedo ver la tristeza impresa en su cara, aunque cuando llega al piso, la preocupación por el desarrollo de la obra le cambia su expresión. Me divierto pensando que otra vez sucede lo que yo siempre digo: un problema matrimonial detrás de una reforma. Pablo siempre se ríe de mí cuando comento esta teoría. Seguramente no sea real, pero me gusta imaginarlo. Me imagino al marido o compañero de esta mujer poniéndole los cuernos con otra, seguramente más joven, aunque no por ello más guapa ni mejor, mientras ella intenta evadirse de la realidad distrayéndose con unas obras, y obviamente él no puede impedírselo. Es el momento justo para realizar todas esas reformas a las que él siempre se ha negado.

Al salir del piso, aprovechando que me encuentro en el mismo barrio, me dirijo al hospital. Está lloviendo a cántaros, y sopla un fuerte viento que hace que sea imposible controlar mi paraguas. Finalmente

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consigo llegar sin haberme empapado demasiado. El embaldosado del suelo está mojado, y hay que andar despacio para no resbalar. Grandes carteles amarillos advierten de la condición traicionera del suelo. Las grandes cristaleras antiguas están todas salpicadas por pequeñas gotas de agua y ningún rayo de sol quiere atravesarlas. Y de pronto me doy cuenta de que soy incapaz de recordar qué tiempo hizo los días eternos en que permanecí aquí. No podría decir si hubo lluvia, nieve, sol. Para mí no contaba el exterior, me olvidé del tiempo que hacía, del día en que vivía y de la edad que tenía.

Entro en la habitación once y por primera vez veo a Alba leyendo un libro, sentada.

—Hola —exclama—. Ya me han devuelto mis libros, ya me está permitido leer.

—Enhorabuena –digo, mientras observo la pendiente hacia arriba de su gráfico en la pared–. Me alegro mucho.

Recuerdo el día en que a mí también me confiscaron los libros, mi gran pasión, compañeros en los momentos difíciles. Continúo con mi relato mientras Alba escucha atentamente.

«Se decidió que me ingresarían un jueves. Me quedaban dos días de libertad. Puedo recordar cada minuto de esos días. El día antes nos fuimos con mi madre a unos grandes almacenes a comprar un pijama y una bata nuevos para mi estancia en el hospital. ¡Qué cruel el hecho de saber que vas a comprar atuendo para tu encarcelamiento! Quería aprovechar cada minuto a su lado, sentía una opresión en el pecho, un nudo en la garganta, tenía ganas de llorar. Me separaban de mi familia cuándo más los necesitaba. Tenía la sensación que me dirigía a una condena interminable. No tenía ninguna certeza de volver a salir, y en caso de salir, podía pasar un mes, ocho meses, ¿quién lo sabía? Todo dependía de mí. Y yo me sentía incapaz de asumir tal responsabilidad.Fue ante esta sensación de soledad, desamparo y desesperación cuando reaccioné y fui capaz de derrotar a mi monstruo interior, al menos temporalmente.

Veintiuno de enero, lo recuerdo bien, cada año me viene en mente, inevitablemente. Jueves por la mañana, me acompañaron mis padres. Al salir del parking subterráneo la imagen del hospital apareció ante mis ojos, la que iba a ser mi cárcel, el fin de todos mis anhelos, mi sala de torturas o, quién sabe, de ejecución.

Era un edificio antiguo, con el suelo embaldosado. Los techos

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altos daban una sensación de frialdad que todavía hoy sigo sintiendo. Ya desde el primer momento su antigüedad se hizo patente y, como si quisiera decirme que él llevaba más tiempo que yo en esta vida, despertó en mí una mezcla de miedo y respeto. El pabellón de pediatría alojaba a los niños con enfermedades mentales, donde estaba destinada los próximos días o meses. Empecé a ser consciente y a comprender que me había vuelto loca. ¿Lo entiendes ahora Aurora? ¡Estás LOCA, LOCA, LOCA! El mostrador de enfermería se apareció a mi izquierda, varias enfermeras clavaron la mirada a mi extrema delgadez. Sus ojos me decían que no aprobaban mi estancia allí. ¡Cómo si yo lo hubiera escogido!

Esta enfermedad no es un estilo de vida, como muchos creen, no es algo en que tú puedas decidir convertirte de la noche a la mañana. Pero tuve la mala suerte de estar enferma en una época en que la gente desconocía el tema.»

—¿Las enfermeras te trataban mal? —me pregunta sorprendida.—No es que me trataran mal. Pero para ellas yo era una niña

mimada, caprichosa, que había decidido dejar de comer. Y estaba ocupando una cama de hospital durante mucho tiempo, mientras niños “realmente” enfermos tenían que esperar para una cama –noto el rencor en mí mientras pronuncio estas palabras—. Ninguna entendía que yo estaba tan enferma como los otros niños, o puede que más.

—A mí no me tratan mal, sólo algunas veces que no termino la comida me hacen algún comentario.

—Es normal –contesto— Ellas quieren que te cures. Ven que está en tus manos, y el hecho de que no reacciones les da rabia. Es comprensible. Pero ahora es distinto. Por desgracia, la enfermedad es mucho más conocida y la gente es más consciente de que no es una elección. Nadie escoge estar enfermo. Aunque por lo que he visto, tampoco te tratan como a los demás pobres niños enfermos. Es complicado.

«Como si de una aduana se tratase, en el mostrador examinaron atentamente mis papeles (además de mi delgado cuerpo) y, después de varias firmas por parte de mis padres me asignaron LA HABITACIÓN.

Llevaba una bolsa con mi pijama y mi bata nuevos y algunos libros que había escogido detenidamente. El neceser que había escogido no tenía dibujitos ni era alegre. Era de piel marrón, frío,

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aburrido, de mayores, pero era el de mis padres y necesitaba tener algo de ellos conmigo. Me quitaron los libros, no me estaban permitidos, leyendo podía gastar la poca energía que me quedaba. –Más adelante ya veremos. Me separaban de mis dos grandes amores: mi familia y mis libros.

Mis padres desaparecieron por el fondo del pasillo, no sabía cuándo les iba a volver a ver. No sé si ellos lloraron o quizás se sintieron aliviados de que por fin alguien fuese a salvar mi físico; yo lloré muchísimo.

Me condujeron a mi habitación: cuatro paredes de baldosas amarillentas que en su día fueron blancas daban una sensación de frialdad como la que reinaba en mi cuerpo. Una ventana pequeña y demasiado alta para poder escapar dejaba pasar los pocos rayos de luz que iluminaban la oscura habitación. En una de las paredes, una pica para lavarse las manos, sin espejo que permitiera ver la imagen distorsionada de mi cuerpo. Una taquilla de aluminio de apenas veinte centímetros de ancho era el acogedor armario, y la cama, fría y dura como la piedra, ocupaba gran parte de la habitación. Ningún objeto punzante por si se me hacía insoportable. Muchas veces soñé que era una piedra, nadie ignora lo profundo que es el sueño de las piedras, y no temí el no despertar jamás.

“Ésta va a ser tu cárcel hasta que comas”, me pareció que decía la persona que acababa de entrar en mi habitación. Me explicaba las reglas del juego. Yo tenía las de perder, Ellos me vigilaban, y no me obligaban a comer, pero si no aumentaba de peso me pondrían una sonda nasogástrica para alimentarme. Cómo si de un perrito se tratase, el sistema consistía en una serie de premios a medida que aumentabas de peso; premios tan preciados, al menos para mí, como la visita de los familiares. Después descubrí que las otras niñas estaban mejor sin sus familias. Porque sus familiares las habían obligado a comer, sembrando la discordia entre ellos .Yo veía a mis padres como las personas que habían intentado comprender y ayudarme, sin obligarme a nada en ningún momento, y a quienes yo no había hecho caso. Aunque ellos se sentirían culpables durante mucho tiempo por no haber reaccionado antes. Es absurdo, si algo he aprendido es que no hay ningún culpable en esta enfermedad, salvo la sociedad en la que vivimos.

Se trataba de un régimen conductista: hasta que no llegara a un peso determinado solamente podría ver a mis padres unas horas los

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domingos. Pero no este próximo domingo, tendría que esperar al siguiente. ¡Qué cruel! No hay nada más triste que un niño ingresado en un hospital sin visitas, mientras contempla como al resto de los niños “normales” sus padres no les dejan ni un minuto solos. Un sentimiento de desesperación se apoderó de mí. En aquél mismo momento supe que quería salir de allí, pero para conseguirlo tenía que hacer lo que más miedo me daba: comer. Me dieron todas las normas y todo el programa por escrito. En la etapa final se leía bien grande el peso que tenía que alcanzar para poder salir, una ola de terror invadió mi cuerpo y me creí atrapada en este hospital, en este mundo, para siempre.

Empecé por ponerme el pijama de dibujitos y la elegante bata roja y verde que me había comprado mi madre. Al mirarme con ese pijama infantil, pensé que no encajaba dentro de él, pero eso es lo que había intentado todo el tiempo, encajar mi cuerpo en una edad que no tenía.Esperé sentada encima de la cama, no podía hacer nada más, no me estaba permitido. Los minutos se hicieron interminables hasta que, desesperada, triste, decidí entreabrir la puerta para poder ver al menos la cara de alguna persona, pero alguien se dio cuenta y decidió cerrarme la puerta en las narices. Allí estaba, encerrada, sin poder hacer nada, sin poder ver ni hablar con nadie. No podía llorar, ya no me quedaban lágrimas. Una pena porque las lágrimas pueden ser muy reconfortantes.

Entró una enfermera y sin dirigirme la palabra me lanzó una mirada de desaprobación. Dejó encima de mi mesita la bandeja de comida nauseabunda de hospital, y yo, que había rechazado los manjares preparados con amor por mi madre, comí hasta la última miga de pan. Y me supo a gloria, ¡hacía tanto que no comía de verdad! Me veía y no podía creer que realmente fuera yo, que volver a comer fuera tan fácil. Es como si el hecho de estar allí encerrada me hubiera devuelto el sentido de la realidad. No me sentía mal, al contrario, estaba contenta porque era un paso adelante hacia mi salida. Otra vez esa ilusión, la ilusión de empezar algo que se había abandonado hacía tiempo.

Por las noches soñaba. Los sueños desfilaban, no tenía más que elegir. Imaginaba una presencia llena de ternura hacia mí, me hablaba, me sonreía. Él no iba a hacerme daño. Sabía que no era real, que no se trataba más que de un sueño que se desvanecería enseguida

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y me dejaría llena de tristeza. ¿Por qué no trataba de aferrarme a esta presencia que podría transformarse en mi sueño? Pero, ¿podría hablarle? Él me había visto llorar al ver a esa niña. Ahora me sonreía. Nudo en la garganta, no podía pronunciar una sola palabra. ¿Te sienta bien la libertad? Quería hablarle, decírselo todo. Terrible silencio.

Y así fueron pasando los días, monótonos, lentos, encerrada en esa fría habitación, sola. Llegué a golpearme la cabeza contra la pared para hacer que mi nariz sangrara y así poder salir para ir a la enfermería, donde las enfermeras que me odiaban por mi enfermedad, me taponaban los capilares rotos. Lo hice varias veces, no resultaba muy difícil. Tres o cuatro cabezazos contra la pared y la sangre empezaba a brollar de mi nariz. Al menos así tenía contacto con otras personas. Años después tendría que lamentarme de mi excesiva fragilidad capilar y fácil sangrado nasal. Decoré las paredes de mi habitación con coloridos dibujos, cuando ellos decidieron que dibujar no me hacía gastar demasiada energía.

Otro de los sucesivos premios a mi recuperación fue la concesión de las comidas en el comedor, en compañía de otros, en ese caso de otras dos chicas con mi misma enfermedad, un par de años mayores que yo y ya veteranas en el tema. Las dos habían ingresado ya varias veces en el hospital, y parecían estar bien allí, en ese mundo alejado de los suyos, donde el día y la noche eran iguales, en el interior de ese pasillo de hospital, donde la deformidad de los cuerpos no cuenta. Se sentían dueñas del lugar, y yo no era más que una principiante, aunque no tenía ninguna intención de aprender nada más, ya había tenido demasiado.

Estábamos obligadas a asistir a varios grupos de terapia, en los que se trataban nuestros distintos temores. Los lunes era el más temido: había que enfrentarse al espejo. Supongo que yo realmente llegué a tener una imagen distorsionada de mi cuerpo en alguna ocasión, si no, no habría llegado sin duda a dónde llegué. Pero desde mi encierro, y al lado de las otras, yo parecía ser normal. Todavía estaba extremadamente delgada, pero no me causaba ningún estrés verme en el espejo, con mi mallot negro. Me extrañaba al ver llorar a las otras delante del espejo, lloraban porque estaban gordas, y eran auténticos cadáveres, aunque a mí me gustaban. Todas vestidas con un mallot negro que nos quedaba demasiado grande, cuál bailarinas en su primera clase de danza, nos observábamos en la pared de espejo. Yo

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veía a las otras dos cómo se palpaban las distintas partes del cuerpo al tiempo que se observaban aterrorizadas, antes de empezar a sollozar. Para la segunda parte de la terapia teníamos una silueta de persona construida con cuerdas móviles de color rojo vivo. Debíamos construir la que nosotras creíamos era nuestra silueta moviendo las cuerdas. Yo más o menos acertaba mi físico, mientras asistía atónita a las construcciones deformes de sí mismas de las otras chicas, siempre llorando.

Los martes había sesión con una doctora nutricionista que pretendía reeducarnos, tarea bastante difícil, al menos a mí no me sirvió de mucho. En todo caso puede que me enseñara algunos trucos que hasta entonces desconocía, como que tal comida aportaba menos calorías que tal otra, o que cierta fruta contenía más azúcar que otra. Otro día de la semana, no recuerdo cuál, teníamos clase de relajación. Eso nos debía servir en momentos de mucho estrés como cuando nos enfrentábamos a una comida, a mí me servía para dormir durante las clases. Me sentía como si todo eso no fuera conmigo, me había convertido otra vez en una persona normal con un objetivo: salir. Asistía a todas esas clases que yo creía tan absurdas como mero pasajero, ajena a todo, sólo para cumplir las preciadas normas.»

—¿Quieres decir que desde el principio te curaste? ¿Sin esfuerzo? —pregunta Alba sorprendida.

—No avances acontecimientos— Por desgracia no me curé tan rápido. Pero mientras permanecí en el hospital es como si me hubiera olvidado de la enfermedad y mis obsesiones, si no fuera porque Ellos me lo recordaban a diario. Al contrario, comía más de lo que me ponían, no podía soportar la idea de no aumentar de peso. ¿Increíble, no?

Ahora pienso que ese período no fue nada más que una de esas conocidas etapas de semi-recuperación, tras la cual iba a volver inevitablemente la oscuridad.

—Te entiendo un poco, a mí me empieza a pasar. Pero yo todavía tengo mucho miedo de engordar. Tengo miedo de perder el control de todo. Sin embargo, las ganas de salir y de estar con mi familia pueden más. ¿Cómo lo hacías para comer más de lo que te daban?

Recuerdo entonces que el conseguir comida extra que adelantara mi salida era algo que me inquietaba tanto como en otra época no muy lejana me había inquietado el hecho de poder regalar mi comida.

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—Eso no era realmente difícil. Tampoco comía mucho más. Pero las otras chicas anoréxicas estaban encantadas de “robar” de la cocina más galletas para mí, otro yogurt, un bocadillo, y me lo traían y contemplaban satisfechas como yo lo comía, sin reparos. Eran como mis siervas, constantemente me traían alimentos. Yo había hecho lo mismo antes, disfrutaba viendo a los otros comer. Por la noche se escabullían en la cocina sumergidas en un silencio solamente roto alguna vez por un grito histérico y se las arreglaban para traerme algo dulce que yo aceptaba con tal de salir de allí lo antes posible.

«Fue como si durante mi estancia en el hospital mis ansias por salir de allí me hubieran curado; cuando estaba en compañía de las otras dos chicas, yo no me sentía como ellas, yo quería salir de allí. Comía con ellas y me daba cuenta de sus extravagancias, algunas de las cuales yo también había hecho, y otras adquiriría como rutina posteriormente: desmenuzaban la comida, aplastaban todos los alimentos y los esparcían por todo el plato, vaciaban los bocadillos y comían todas sus partes por separado, secaban las patatas fritas y los macarrones con servilletas de papel, y nunca terminaban lo que había en sus platos. Pasaban largo rato en el baño después de las comidas, ya sin vigilancia por hastío de las enfermeras. Yo por aquél entonces, ignoraba lo que hacían, creía realmente que si tardaban tanto en salir era porque jugaban a la Game Boy. Por las mañanas, antes de ser pesadas habían hecho barbaridades como introducirse objetos pesados en el ano, como una pila de las grandes, para engañar unos cuantos gramos.

Yo ya no era como ellas, había vuelto a ser la de siempre, o eso creía. Ellas disfrutaban conmigo igual que yo había disfrutado viendo a otros comer, y por las tardes siempre me traían su paquete de galletas de merienda. Yo me lo comía pensando en poder salir antes, aunque estaba transgrediendo las preciadas normas, y Andrés me miraba mal por ello. Cuando el programa me permitió algunas salidas a restaurantes con mis padres, lo que significaba un trauma para la mayoría de chicas, yo disfrutaba pidiendo platos tan ansiados como pizza, pasta y deliciosos postres. Comía más de lo normal con un solo objetivo: salir de mi encierro lo antes posible. Los camareros de los restaurantes me miraban atónitos, asombrados de que yo fuera capaz de comerme un plato de pasta, una pizza y un postre. Era capaz, con tal de salir de allí. Un día mi cuerpo no aguantó más y en una de las salidas con mis padres vomité en medio de un centro comercial, no me

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dio tiempo de llegar al servicio, y acto seguido sentí un terrible retortijón en la barriga y una terrible urgencia de ir al baño, donde se vaciaron mis intestinos haciendo un estruendo cual tormenta de verano, no me atrevía a salir de allí temerosa de que todo el mundo se hubiera percatado de todo. Al llegar al hospital no dije nada y cené, pero me sentó tan mal que no pude parar de vomitar, me dolía mucho la barriga, y me pasé la noche llorando porque eso me haría perder peso, lo que retardaría mi libertad. Las enfermeras me riñeron convencidas que lo hacía a propósito. Mi compañera de habitación no alcanzaba a comprender el motivo de mi llanto, me había desecho de la comida por todos los medios posibles, totalmente, sin dejar ni un gramo, era el sueño de toda anoréxica.

En mis compañeras veía comportamientos extraños que después fueron tan familiares para mí: jamás se montaban en un ascensor, siempre íbamos a todos sitios caminando, escalera arriba, escalera abajo. Nunca se sentaban a no ser que fuera estrictamente necesario, siempre de pie, dormían las mínimas horas posibles. Yo en cambio, me pasaba el día durmiendo, así el tiempo se pasaba más deprisa.»

Mientras le estoy contando esto a Alba recuerdo el sentimiento de terror que me empujaba a querer salir de allí, y a hacer cualquier cosa para ello, como comer mucho más de lo que nunca había hecho. Pero me sentía vigilada. Andrés me miraba siempre muy mal. Él sabía que comía más de la cuenta, estoy segura, y no lo aprobaba. Pero entonces ¿qué es lo que querían? Aunque quizás mi forma de recuperación no era la más adecuada, como se vería después, y Ellos lo sabían. Ellos siempre tuvieron la razón.

Ese sentimiento de terror se repetiría muchos años más tarde, cuando permanecí internada en un país lejano, sola, por una infección en un riñón. Tenía el mismo miedo, la incertidumbre de no saber cuándo podría salir, el miedo por la ignorancia de los acontecimientos.

Entonces miro a Alba y me percato de sus ojos cansados. Me he extendido demasiado. Le he contado en una tarde toda una etapa que fue interminable para mí. Me sorprende lo rápido en que he resumido lo que para mí fue toda una vida, una vida de infierno.

Entonces siento ganas de estar con Pablo y me marcho a casa. Cuando llego siento una terrible ansia por sentir los brazos de Pablo alrededor de mi tronco, siempre tan protectores. Al cerrar la puerta de

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entrada se sobresalta y se frota los ojos, medio adormilado. Está ensimismado ante una libretita que me resulta vagamente familiar y que veo que ha sacado de una de las cajas de cartón que todavía no hemos desempaquetado desde que nos mudamos aquí. Ahora lo reconozco: es el cuaderno de mi madre, en el que escribía sus reflexiones y me contaba por escrito cómo se sentía a lo largo de lo que fue tan terrible pesadilla. Después quiso que yo lo guardara. Pablo tiene los ojos rojos, brillantes.

Aurora,

mientras releía estas líneas, he vuelto a recordar una época que fue terrible para ti, pero que también lo fue para la gente que te quiere y sobretodo para tus padres y tu hermano, cada uno en el papel que le tocó interpretar o pudo asumir. Esta clase de enfermedades son un infierno para quien las padece, pero está claro que afectan, y mucho, al entorno familiar.

Tú, Aurora, ya naciste pequeñita. Pero a pesar de ser una niña no demasiado comedora, por lo demás eras (y sigues siendo) un encanto de criatura. Te entretenías con cualquier cosa, eras muy cariñosa y sensible, muy rápida en adquirir nuevos aprendizajes, y muuuuuy ágil, parecías un mono. Cuando empezaste el colegio te mostrabas un poco tímida de entrada, pero siempre tenías buenas amigas y con el tiempo acabaste siendo un poco líder: tus dotes de organización las aplicabas para empezar cualquier proyecto: un juego, una obra de teatro, un concierto... ¡Tus calificaciones escolares fueron siempre inmejorables! En esta época nunca quisiste ir de colonias en verano. Lo de separarte de tu entorno familiar cercano no te hacía ninguna gracia. Nunca te forzamos porque siempre creímos que llegaría un momento en que lo superarías y tú misma pedirías ir. Y así fue. Cuando acabaste sexto de EGB, fuiste 15 días a Francia y lo pasaste genial. El año siguiente repetiste.

Al empezar octavo, empezaron a gustarte los chicos y a alocarte un poco. Perdiste tu timidez y te veíamos muy feliz. Al terminar el curso fuisteis de colonias y te nombraron “reina de las colonias”. Entrabas en una época maravillosa pero a su vez terrible, la adolescencia. Pasamos el verano en la costa, como cada año. Empezabas a salir de noche (siempre te quejabas porque te parecía un horario demasiado restringido, pero ya sabes que soy un poco

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sargento). Daba la impresión que lo tenías todo: familia, buenos amigos, pequeños éxitos....

Empiezas primero de BUP y empieza el infierno. Comes menos, ya no quieres tus bocadillos de siempre. Vas adelgazando, pero todavía mantienes una cierta normalidad a la hora de comer: quiero decir que no das muestras de nerviosismo. Empezamos a pensar que quizás escondas una depresión, te vemos muy triste y apagada, sin ganas de nada. A mí empieza a rondarme el fantasma de la anorexia, pero me parece extraño porque nunca habías hecho ningún comentario sobre tu cuerpo y no eras una niña nada frívola. El puente del Pilar vamos a la montaña, y es aquí donde me doy cuenta que quizás haya algo más. En esa época la anorexia nerviosa era casi una desconocida para la gente profana, pero recuerda que una chica de tu clase sufrió de ello, y por tanto yo tenía información y sabía de la existencia de una unidad especializada en este trastorno en el Hospital Clínic. Pensé en hacerte visitar por Él, para descartar que no sufrieras de anorexia, pero me convencieron de no hacerlo. ¡Cuántas veces me he culpabilizado de no haber seguido adelante por mi cuenta! Me culpo a mí misma. Como tantas otras veces en mi vida, no sé si por miedo o por qué motivo, no actué según mi criterio. Esto no me lo perdonaré nunca. Al menos, no habrías llegado a tal extremo, seguramente la enfermedad no hubiera arraigado tanto.

Ahora ya comes muy poco, te pones muy nerviosa cuando se acerca la hora de las comidas, entras en la cocina, fiscalizas el menú, nunca te parece bien....Empiezas a decir que te duele el estómago.

Yo tengo que pasar por la horrible situación de verte en el recreo del colegio como una especie de fantasma. Tú, que siempre habías tenido amigos, que el teléfono no paraba de sonar en casa... en la hora del recreo te arrastras apoyada en la pared con la mirada perdida, absolutamente triste y siempre completamente sola. Y yo me quería morir.

Pido a los demás profesores que te vigilen disimuladamente mientras comes y me lo dicen claramente: cortas todo en trocitos, te entretienes, les pasas comida a tus compañeros.

En casa lloras por cualquier motivo. Si cocino macarrones montas un cirio y me dices que quiero verte como una vaca. Por las noches lloro y lloro, te veo muy mal y no reconozco a Aurora: es otra persona.

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Te mira el estómago un especialista y le comenta a tu padre que está todo en orden. Él no cree que tengas anorexia nerviosa porque te ha preguntado si tienes buena relación con tu madre y tú le has contestado que sí. En aquellos tiempos se ve que la culpable de la anorexia era la madre de la criatura: un criterio freudiano que a mí me acabó de hundir. Y no fue la única persona que lo sugirió, hasta se me comunicó cómo debía tratarte, ya que hasta entonces lo había hecho todo muy mal. Tanto, que te había provocado la enfermedad.

Evidentemente todos podemos mejorar nuestras relaciones y ya sé que no soy la mejor madre del mundo, pero yo en aquellos momentos quedé tocada y hundida. ¿Qué había hecho mal? ¿Por qué nadie me había dicho nada hasta ahora?

Tu padre te lleva al psiquiatra de su confianza, ya no recuerdo el nombre. Diagnóstico: depresión mayor. Tratamiento: psicofármacos. Resultado: bajas en picado.

Eres piel y hueso. Cuando llegas a casa te pones a correr por el pasillo hasta la extenuación. Me pides continuamente que vayamos a caminar. Cuando puedo lo hacemos, pero ¡no caminamos, corremos! Me encuentro muy cansada y veo que la cosa va de mal en peor.

Por Navidad tenemos la maravillosa idea de ir a París. Nos azota una ola de frío, no comes absolutamente nada, eres como un cadáver viviente de color morado. Sólo tomas por las noches un vaso de leche hirviendo.

Por las noches me despierto y vengo a tu lado para ver si todavía respiras, porque estoy segura que cualquier día morirás. La noche de Fin de año estoy derrotada, no puedo ni comer las uvas y me voy a dormir. A partir de este momento tu padre y yo tomamos una decisión: cuando lleguemos a Barcelona llamaremos a Él para que te ingrese y no te mueras.

Fue suficiente una entrevista con nosotros y una contigo para diagnosticar con facilidad lo que te estaba pasando. A los pocos días ya había cama en el hospital e ingresaste.

Fue un golpe durísimo para todos, especialmente para ti tal y como lo cuentas. Todavía puedo verte en esa tétrica habitación, sin absolutamente nada, sólo la cama y una especie de sillón de dentista donde tenías que pasar tantas horas. En realidad el sillón era para que durmieran los acompañantes, sólo que tú no tenías acompañantes. Nos dolía, pero era la única salida posible. Nos explicaron muy bien el

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régimen conductista que aplicaban. No tendríamos comunicación alguna contigo hasta que alcanzases un peso determinado. Durante la primera semana, sólo nos llamaron dos veces para decirnos que todo marchaba bien, que comías y ganabas peso. Más adelante ya nos dejaron venir a visitarte algunas horas y también nosotros asistíamos a terapia de padres. La primera vez que te visitamos, tenías un semblante relajado y se te veía contenta. Parecías otra, parecías Aurora. Si tengo que decirte la verdad, nunca supe identificar los problemas de las demás niñas ingresadas contigo. Yo te veía distinta. Recuerdo algunas entrevistas con Él y muchas (iba una vez a la semana cuando ya habías salido del hospital), con tu psicóloga. Dos personas maravillosas, auténticos profesionales y que en ningún caso nos culpabilizaron de nada.

A partir de tu ingreso en el hospital, tuve que seguir unas pautas que el equipo que se ocupaba de ti me daba. Como yo era la que cocinaba en casa, me tocó la parte más dura y desagradecida del proceso, pero en ningún momento no me planteé nada que no fuera tu curación. Primer plato, segundo plato, postre. Primer plato, segundo plato, postre. Primer plato, segundo plato, postre. Primer plato, segundo plato, postre. Creo que no pensaba en nada más. Tú venías a la cocina y controlabas todo lo que ponía en la comida. Te mostrabas excesivamente nerviosa.

Nunca olvidaré la primera noche sin ti en casa. Estábamos muy tristes, incluido tu hermano que no terminaba de entender muy bien qué sucedía. Le contamos que estabas enferma porque no comías, pero que en el hospital te curarían y pronto volverías a casa. La mañana siguiente, al llegar al colegio, escuché como se lo explicaba todo a su mejor amigo, con las mismas palabras con las que se lo habíamos contado nosotros. Y me dio mucha pena.

Ahora yo también estoy llorando. Pablo me abraza.

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SALIDA

—Perdona –digo—. ¿Te he interrumpido?—No te preocupes, lo he leído cinco veces –dice mientras estira

su cuerpo como si fuese su primer despertar—. ¿Dónde has comido?—la temida pregunta.

—Comí en un bar con la propietaria del piso que reformo y aprovechamos para resolver algunos asuntos –otra mentira. Me sorprendo de cuán naturales me salen.

Fuera está ya oscuro, de todos modos me apetece dar un paseo por el parque. Mientras caminamos bajo la luz de las estrellas consigo por fin olvidar a Alba, aunque no soy capaz de ahuyentar la comida, el control del hambre, el peso…todo esto ocupa tanto espacio en mi cerebro que hace que mi vida sea un desastre. He perdido muchos amigos, suerte que Pablo está siempre conmigo.

«No sé si algún día logrará superarlo. Con la cronificación de esta enfermedad está malgastando su salud y lo está torciendo todo. Es muy duro continuar al lado de alguien que quiere más a su cuerpo que a ti, que sólo piensa en seguir siendo un esqueleto, ese es el motor de sus días.»

Seguimos paseando bajo la luz de la luna. Yo, totalmente ajena al hecho de que a Pablo pueda estar afectándolo mi comportamiento.

Al día siguiente voy a visitar dos casas que hay que reformar. La primera está un poco lejos, así que voy en coche.

La casa se aparece ante mí, imponente. De líneas modernas y con grandes ventanales, la contemplo y no puedo más que admirarla. Es una casa sola, en medio del bosque. Eso sí que sería impensable para mí: las noches en que Pablo tuviera guardia, dormir sola en una casa tan grande, ¡imposible! Prefiero la polución de la gran ciudad. Con los años me he vuelto más temerosa. Quizás a medida que te haces mayor adquieres conciencia de tu caducidad, no lo sé, pero yo antes era una niña atrevida, y ahora todo me da miedo. La velocidad del coche, los aviones, el metro, el ascensor, las inofensivas atracciones de un parque, el mar... Cosas y situaciones con las que antaño había disfrutado, ahora no puedo soportar, aunque muchas tengo que soportarlas si quiero llevar una vida normal. Lo bueno que tiene este miedo es que es un miedo a tener un accidente y hacerme daño, a morir. Miedo a que se caiga el avión, el ascensor, a que pongan una bomba en el metro, a ahogarme en

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el mar. Este miedo a morir traduce mis ganas de vivir, y eso es gratificante, sobretodo cuando una vez sólo tenía ganas de desaparecer.

Mientras releo esto que escribí hace unos meses, me doy cuenta de que hace pocos días, ante una situación estresante, no me importó lo más mínimo pensar que podría morir. Estoy tranquila ante la caducidad de una vida que me aporta demasiado sufrimiento. Esta dualidad de sensaciones, dualidad de estados de ánimo, es ya una característica que creo que no me va a abandonar jamás. Paso de estar bien a estar mal, y luego otra vez bien, por un tiempo. Es siempre así, ya llevo demasiados años. A veces cuando estoy bien, me convenzo que es para siempre, pero nunca ha sido así.

Camino por las diferentes estancias e intento imaginar que es mi casa. Siempre hago esto para poder pensar en una buena decoración. Me parece increíble que gente extraña me encomiende la difícil tarea de decorarles su hogar. Es como una especie de intrusismo, estoy eligiendo el decorado de sus vidas.

Al salir de la primera casa me doy cuenta de que se me hecha el tiempo encima, así que cojo el coche y me dirijo de vuelta a la ciudad. Aparco en un parking céntrico y me dirijo andando hacia la segunda casa. Como no me dará tiempo a comer, cojo una manzana de mi bolso y la como por el camino. Sé que no es correcto, pero más tarde me siento tremendamente bien pensando que casi no he comido. Sé que estos pensamientos son patológicos, pero no puedo remediarlo, no puedo controlar mi mente. Creo que hay ciertas cosas que jamás cambiarán.

Recorro con prisa la segunda casa, pues tengo ganas de acabar mi historia, lo necesito. Y veo en la cara tan familiar de Alba, que ella también necesita que termine esta historia.Tras hablar con el propietario acerca del inicio de las obras, me marcho. Al salir a la calle, un rayo de sol me ciega de repente. Pongo mi mano a modo de protección ocular y al quitarla una vez ya en la sombra, la primera imagen que tengo es la del edificio: el hospital.

Cuando entro me encuentro a Pablo vestido de calle. —¡Aurora! –Grita—. Hoy he terminado temprano. ¿Qué te

parece si nos vamos a tomar algo?—Es que tengo que ver todavía a Alba –me excuso.—¿No puede esperar hasta mañana?—Necesito terminar al menos el capítulo actual de mi historia —

digo–. Es como si de ello dependiera que ella pueda también pasar página.

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—No lo entiendo, francamente –dice. Y veo un gesto de decepción en su cara.

—Yo tampoco lo entiendo del todo, pero es como si se tratara de mi vida. Algo extraño y familiar en esa niña hace que me sienta obligada a ayudarla –digo en tono suplicante.

—Está bien, no te preocupes –me coge de la mano mientras pronuncia estas palabras–. Iré a tomar algo con unos compañeros. ¿Nos vemos en casa?

—¡Claro! No llegaré tarde. Y gracias por comprender –le tiro un beso de despedida.

Sé que está dolido, desde que Alba ha entrado en mi vida estoy todavía más obsesionada con todo este mundo delirante, no puedo remediarlo.

Me encuentro con Andrés en el pasillo. Está gratamente sorprendido del efecto que han tenido mis visitas en el comportamiento de Alba. Me cuenta que ha hecho un cambio de actitud muy importante, reconoce estar enferma, y, lo más importante, tiene ganas de curarse. Me alegro mucho de pensar que la he ayudado a menguar su sufrimiento y a facilitar su recuperación, que sin duda estará siendo muy difícil para ella. Y sobretodo, me alegro de que sea Andrés el que lo reconozca.

Al llegar la encuentro hablando con Lucía. Lucía no es un esqueleto como el resto de las chicas ingresadas aquí, tiene lo que se llama un cuerpo diez. No le sobra ni le falta nada. Tiene el pelo muy oscuro, los ojos azules y la tez muy blanca y la piel de terciopelo. Creo que es preciosa, hasta que me regala una sonrisa y toda su belleza se cae por los suelos. Tiene la dentadura más espantosa que jamás haya visto: dientes oscuros, de un color gris marrón, y muy, muy pequeñitos, como si se los hubiera estado limando. Me acerco. Lucía, un poco avergonzada, cuenta su última salido con excesos incluidos.

—Tenía permiso de fin de semana y me pasé toda la tarde del sábado comprando porquerías en supermercados distintos –susurra—. Sabes, es importante no comprarlo todo de golpe en el mismo sitio, pues si ven a una chica delgaducha con más de quince mil calorías en la bolsa, sospechan. Siempre intento comprar alguna cosa para despistar, como un desodorante, un paquete de arroz o una bandeja de carne. El resto siempre muy dulce: pastelillos, bollería variada, chocolate, helados, yogures, cereales.

—Después fui a casa de mis padres –continúa—, ya sabiendo que ellos estaban en el cine. Dispuse toda mi mercancía encima de la cocina, saqué una botella enorme de cola, y empecé a comer todas esas

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cosas prohibidas por mis mandamientos. Todo bien rociado de bebida con gas para que resultara más fácil deshacerme de todo. Cruasanes de chocolate, pastelitos de colores chillones, yogures con cereales, cañas rellenas de crema, donuts, enormes trozos de pizza con demasiados ingredientes. Cuando hube llegado a la mitad sentía que mi barriga iba a explotar, me levanté la camiseta y realmente su perímetro había aumentado considerablemente. Con dificultades para caminar, fui hasta el baño y fácilmente lo vomité todo, no me molesté ni en cerrar la puerta del baño, pues no había nadie en casa que pudiera descubrirme. Continué con mi festín privado hasta terminar con la última migaja y volví al baño a repetir mi purga.

—¿Tan fácil es para ti vomitar? –pregunta Alba.—Sí — responde—. Mi cuerpo está acostumbrado. Llevo mucho

tiempo haciéndolo. Lo odio, después quiero morirme. Pero la sensación que me invade cuando estoy preparando el festín es increíble. Aún sabiendo lo mal que me voy a sentir después, soy incapaz de detener mis planes. Aunque este fin de semana pasó una cosa terrible.

—¿Te hiciste daño? —pregunto, alarmada.—No, peor. De tantas veces que he vomitado, obstruí las

tuberías de mi casa, y ya os podéis imaginar el percal. A parte de la vergüenza que sentí. Habían descubierto mi fiesta secreta. Mares de vómito y excrementos rezumaban por los desagües de toda la casa, y aún peor, también de las casas de los vecinos.

Mis padres están furiosos. Dicen que van a prohibirme el dinero, así no podré comprar nada.

Me da pena esta niña, lleva ya mucho tiempo enferma, y a saber si podrá algún día cambiar su conducta autodestructiva. Aunque si no sonríe parece una chica de lo más normal, incluso muy guapa, su bulimia representa un grave problema y el hecho de que vomite para no engordar sólo hace que empeorar las cosas y cronificar su enfermedad.

Cuando Lucía es llamada por una de las enfermeras, Alba y yo nos dirigimos a la habitación once para con continuar otra historia muy distinta, o quizás no tanto.

—No puedo imaginar lo que le pasa a Lucía, me parece tan raro.—Mejor –sentencio—. La anorexia es muy dura y muy peligrosa

para la vida, pero quizás la bulimia sea aún más dura, es más difícil de modificar el comportamiento, y más fácil de ocultar a ojos de terceras personas.

Miro el reloj y me doy cuenta de que se nos va el tiempo.—Bien, ¿qué te parece si seguimos con nuestra historia? –digo

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mientras Alba se acomoda en la dura cama.

«Llegó un punto en el que alcancé el peso anterior a mi enfermedad, pero estaba por debajo al peso requerido para abandonar aquella cárcel. Yo siempre había sido una persona delgada con un peso por debajo del que dictan las tablas. Pero ahora había que seguir las normas y no se me permitía estar tan delgada como antes de enfermar.

Y como pasaban los días y no conseguía aumentar de peso incluso comiendo absolutamente todo lo que me ponían delante, empecé a beber mucha agua antes de pesarme. Me levantaba media hora antes de que nos pesaran e ingería enormes cantidades de agua, después de la báscula iba rápidamente al baño. Incluso algún día me había comido un paquete entero de pastelitos antes de pesarme. Y así conseguí los dos quilos que me faltaban, y mi carta de libertad.

Me preguntaron si quería quedarme a comer y marcharme después o prefería marcharme en ese momento. Miré a mi padre suplicándole que nos fuéramos en ese preciso instante.

No quise permanecer en ese hospital ni un minuto más de lo necesario, me fui sin volverme atrás, jurando no regresar.El corazón me daba un vuelco al pasar delante de los muros de ese hospital, al pasar por las rejas de un parque sentía que me arañaban la piel, demasiadas cosas me recordaban el encarcelamiento. Aunque durante mucho tiempo seguí encerrada en aquella habitación, sin poder salir.

Pero la salida a la calle fue el regreso a la realidad, volvía a enfrentarme a los mismos temores que me habían llevado a mi enfermedad. Ahora ya no podía pasear todo el día en un holgado pijama sin conciencia de mi cuerpo. No, debía ponerme los vaqueros que ahora me apretaban y hacían sentirme asquerosamente gorda. Caminaba por la calle y sentía que todo el mundo me miraba. Y pensaba: desgraciada, todos estos meses de sufrimiento y finalmente estás peor que antes. Mi rápido aumento de peso en los últimos días había redondeado mi cara, y solamente llegar al colegio, tuve que oír como un chico mayor que yo me miraba sorprendido y exclamaba: ¡qué gorda! Me encerré en uno de los baños y permanecí todo el recreo llorando. Lloraba por sentirme incomprendida, por el tiempo perdido, porque volvía a estar gorda después de todo el sacrificio. Porque no era la misma de antes.

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Nada más salir ya empecé a comer menos y volví a llenarme de mis extraños pensamientos, el monstruo volvía a hacerse un hueco en mi interior.

La reducción de comida sumado a que los últimos quilos ganados fueran de agua, hicieron que perdiera peso rápidamente nada más salir. Y volvíamos a estar como al principio, sólo que ahora mi vida no corría peligro físico, y me estaba terminantemente prohibido saltarme una comida, al menos debía sentarme delante el plato y apuntar absolutamente todo lo que comía para enseñarlo a mis terapeutas. Siempre primer plato, segundo plato y postre. Primer plato, segundo plato y postre. Mi madre se acuerda muy bien, le tocó la parte más dura, aunque, como la mejor madre que es, no se planteó en ningún momento nada que no fuera lo mejor para mi curación. Y yo siempre nerviosa antes de las comidas, merodeando por la cocina y controlando todos los ingredientes. Si había demasiado aceite, demasiada mantequilla, demasiada grasa, me invadía una sensación de rabia y desespero. Pienso que el hecho de que durante tanto tiempo mi vida dependiese de la comida hizo que la venerara. Disfrutaba comiendo, esperaba cada minuto del día hasta que llegaba la hora de comer, y entonces empezaba con mis comportamientos extraños, quizás aprendidos: cortaba todo en trocitos minúsculos, masticaba mucho, realizaba mezclas insospechadas hasta conseguir unas pastas que sólo a mí parecían gustar, jamás usaba cucharas grandes, siempre comía todo con cucharita de postre. Comía muy lentamente para que este acto tan esperado durara el máximo posible. Abría los bocadillos en dos mitades y cortaba el pan a trocitos con unas tijeras, y comía trocito a trocito. Quizás por eso no me gustaba que me vieran extraños comer, porque era consciente de mis rarezas.

Las horas de sueño eran también un reto; no podía soportar dormir más de 7 horas, temiendo que si descansaba en exceso, se acumulara demasiada grasa en mi cuerpo. Recuerdo los madrugones, sola, esperando a alguien para que me vieran desayunar. Mi peso volvió a estar en el límite, aunque no peligraba mi vida, peligraba mi mente, pues llega un punto que cuando disminuyes de peso, llega la melancolía, lo sé porque lo he sufrido varias veces. Volvieron las discusiones y los lloros, otra vez era delgada y muy triste. Estaba siempre en tensión y a punto para llorar, no sé cuántas lágrimas derramé en esos años, siempre con los ojos hinchados. Creo que los

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vecinos llegaron a quejarse de mis incesantes llantos. No lo comprendían. Tenía quince años. ¿Qué puede hacer que una niña de 15 años que aparentemente lo tiene todo, se pase el día llorando?

Fui acumulando otras manías como no querer sentarme más que cuando fuera estrictamente necesario, como para comer y en la escuela. Incluso había llegado a ver películas enteras o hacer punto de cruz de pie. Y a mi no me parecía tan raro. No soportaba estar sentada y notar la gordura de mi cuerpo espachurrada contra el asiento. Una de las cosas que me impresiona, es que estos comportamientos no aprendidos y tan sumamente fuera de lo común, eran una práctica habitual para la mayoría de Nosotras, como si de un criterio más de la enfermedad se tratara.

Necesitaba hacer deporte a diario, y si algún día llovía y no me era posible, lloraba desesperada pensando en lo que iba a engordar. Subía corriendo las escaleras para llegar a nuestro piso, sólo que vivíamos en un tercero y solía equivocarme a propósito y subía corriendo hasta el octavo o noveno. Me ataba pesos a los tobillos mientras corría o mientras levantaba la pierna una y otra vez.

No soportaba comer sola, ya que me obligaban a comer, era necesario que algún miembro de mi familia me controlara, si no, no comía. Y no soportaba que fueran otras personas que no fueran mis padres o mi hermano las que me vieran comer. Si alguna vez estaba merendando y entraba alguien fuera del círculo familiar a casa, paraba de comer en seco, y me ponía muy nerviosa hasta que no se iba y yo podía continuar. Creo que a veces debí de resultar muy desagradable con las personas amigas de la familia.

Y así pasé unos tres años, hasta que un día, por el mismo motivo por el que no sé cómo empezó, pareció que se acababa. Puede que coincidiera con el inicio de un amor, el sentirme querida por un chico tal y como yo era, con todos mis defectos. Y fui feliz durante bastante tiempo, hasta que un día, aprendí a vomitar. Y otro monstruo parecido al primero, se apoderó de mi cuerpo y de mi mente. Y no es que después ya no fuera feliz, tuve épocas de todo, pero ya no fue lo mismo. Por culpa de la anorexia empecé a comer compulsivamente.

Recuerdo que fue una noche en casa de unos amigos de mis padres, cuando empecé a comer desenfrenadamente, y después me sentí tan mal que fui al baño, y vomité. No fue fácil, me lloraban los

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ojos y la cabeza estaba a punto de estallarme, pero aún así me sentía mucho mejor. Lo había escuchado explicar a alguna de mis compañeras de encierro, y si ellas podían, no veía por qué yo no. Y era muy tentador, podía comer todo lo que quisiera, alimentos prohibidos por mi estricta dieta, y después iba al baño y vomitaba. Pero no era tan sencillo, la gente se extrañaba de esa hambre tan voraz en una persona tan delgada, mis largas visitas al baño, y la cara que me delataba al salir. Ojos hinchados, pupilas dilatadas, mareos incomprendidos, sudor frío. Prefería estar sola. Cuando estaba en casa ajena, lo primero que investigaba era si el baño tenía cerradura para poderme encerrar, si no, ya ni lo intentaba. Tenía una táctica: ingería primero algún alimento con un color especial, de modo que al vomitar fuera capaz de identificar cuándo ya lo había sacado todo, intentaba beber bebidas gaseosas que ayudaban al procedimiento, y si comía mucho pan, había que mezclarlo con líquido, si no, era muy complicado. No sé de donde aprendí todas estas cosas.»

—Quizás como me ha pasado a mí hoy –dice Alba—. Alguien te contó como lo hacía.

—No estoy segura. Creo que lo aprendí con la “experiencia”, por desgracia.

«Llegaba a comer cualquier cosa sin poder parar, sin orden, a escondidas de todo el mundo. Los restos de macarrones de la cena de ayer, el trozo de pastel del cumpleaños de papá, medio litro de helado, un bote de salsa de tomate frito, mantequilla, un paquete de carne cruda, e incluso me llegaba a comer los bocadillos que mi madre congelaba para el desayuno de toda la semana…¡congelados! Entonces empezaba la segunda parte de la dantesca película: había que mentir compulsivamente para justificar la desaparición de toda la cantidad de comida. Los macarrones y el pastel los tiré porqué olían mal; ¿helado? te confundes, debiste comprarlo la semana pasada y lo comimos el fin de semana anterior; ¿las salchichas? no, estoy segura que no las llegaste a descongelar; y, por cierto, ayer cogí tres bocadillos del congelador porque comimos en el parque con María y Susana… Era imposible seguir mintiendo. Por eso siempre que el dinero me lo permitía, prefería comprar la comida. Y cuando no tenía dinero para comprarla, la robaba. Por suerte nunca me descubrieron.

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Me sentía tan mal física y mentalmente que no me compensaba el buen rato que pasaba comiendo, que era poco, pues cuando mi cerebro decidía que iba a vomitar, comía con ansia y tensión Podía estar comiendo tranquilamente cuando de repente se disparaba una especie de gatillo en mi cerebro que decidía que iba a vomitar, entonces cambiaba mi comportamiento. Ya lo había decidido, así que se abría la veda: comía vorazmente, repetía platos y comía postres calóricos, si era posible. Había que aprovechar que ya había decidido vomitarlo todo para ingerir todo aquello que más me gustaba. Si estaba sola en casa, empezaba a comer alimentos prohibidos, principalmente dulces, tan vorazmente que no tenía tiempo ni de disfrutarlo, bebía grandes cantidades de bebida con gas para que vomitar fuera más fácil, iba tranquilamente al baño y me deshacía de todo aquello que yo creía podía deformar mi cuerpo. Si había alguien en casa, era más complicado, a veces dejaba el grifo abierto largo rato para que no se me oyera, pero mis padres acabaron por entenderlo todo. El corazón me latía desenfrenadamente, un sudor frío me corría por las sienes mientras se me nublaba la vista, por no hablar de la terrible quemazón de mi esófago. Dolor, cerraba los ojos e imaginaba la destrucción en mi interior. Podía sentirme morir, y a veces lo había deseado. Es un milagro que no sufriera ningún desequilibrio electrolítico que me provocara una parada cardíaca, o que no me desgarrara el esófago. Hay gente que piensa que la bulimia no es tan peligrosa porque hay ingesta de alimento, pero puede serlo incluso más. Mis manos tenían cicatrices que revelaban mis actos purgativos. Mis padres se dieron cuenta y tuvieron que poner cerraduras en la despensa y en la cocina. Pero más que las cerraduras, me dolió el hecho de haberlos defraudado. El que me hubieran descubierto, era en el fondo un alivio, yo no sabía como pedir auxilio, y me hallaba en un callejón sin salida. Pero a pesar de las cerraduras, recuerdo haber accedido a la despensa por un ventanuco minúsculo, haciendo mil malabares, y encontrarme encerrada en ella con todos los alimentos prohibidos por devorar. Y al salir, como los baños estaban cerrados, recuerdo haber vomitado en la papelera de mi habitación.

Lo bueno de ser descubierta es que ahora podrían ayudarme. Ahora estaba vigilada. No podía llevar dinero encima para no caer en la tentación de pararme en alguna pastelería y vaciarla para después inmediatamente vomitarlo todo. La cocina y la despensa estaban

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cerradas con llave. Si alguna vez iba al baño después de una comida, alguien me hablaba desde el otro lado de la puerta. Este control que podía haber exasperado a cualquiera, a mí me ayudó mucho. El hecho de saberme descubierta y controlada me hacía comportarme de un modo normal.»

—¿Seguías estando delgada? –pregunta ella, sorprendida.—Estaba delgada, pero no tanto como antes. Comía mucho y

supongo que no lo vomitaba todo. Además, los vómitos eran cada vez menos efectivos. Pero cuando empecé a “ser normal” después de que me descubrieran, entonces mi peso se estabilizó, y sorprendentemente también mi mente y mis ansias. Finalmente había encontrado el equilibrio, volvía a ser una persona alegre, con un comportamiento dentro de lo común. Tenía amigos, era una persona divertida y con ganas de vivir. Tenía un chico que me quería.

—¿Te avergonzaba vomitar?—Sí. Así como el no comer y la anorexia los sentía como algo

“bueno”, algo valioso de lo que uno podía enorgullecerse (¡cuán equivocada estaba!), la palabra bulimia me daba mucho miedo y sentía desprecio y asco hacia ella. Prefería ser una anoréxica que vomitaba de vez en cuando. Supongo que la anorexia significaba para mí el autocontrol, mientras que la bulimia revelaba todo lo contrario. Los dos son comportamientos autodestructivos.

—Espero que no me pase nunca –dice, como pensando en voz alta—. Parece muy duro.

—Es muy duro, quizás es más difícil que el no comer. Porque te desprecias, te gustaría verte muerta porque estás quebrantando tus reglas, y sin embargo, no puedes parar. Tienes miedo porque sabes que estas provocándote grandes desastres en tu organismo, pero aún y así, no puedes parar. El secreto es que hagas una vida normal. Cuando salgas, no te obsesiones de nuevo con la comida.

—Me ha dicho Andrés que cree que podré salir pronto. ¡Tengo unas ganas! –dice, realmente ilusionada.

Y entonces veo que es como yo. Quiere salir. No tiene miedo de estar fuera, necesita estar fuera, con los suyos, no soporta estar encerrada. Sólo deseo que una vez fuera desee estar bien tanto como ahora. Que no lo estropee todo como hice yo. Creo que es esto lo que quiero transmitirle.

Me marcho del hospital y llamo a Pablo. Me reúno con él y sus compañeros en un bar y tomamos unas cañas mientras le explico la

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probable pronta salida del hospital de Alba. Creo que él tiene ganas de que ella desaparezca de mi vida, lo veo en sus ojos.

Yo tengo ganas de que pueda salir del hospital, y quizás, por qué no, también de que desaparezca de mi vida, para siempre. Y de que no volvamos a cruzarnos jamás.

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HABITACIÓN ONCE

A la mañana siguiente tengo una sensación extraña al despertar. No logro en ese momento adivinar de qué se trata. No estoy nerviosa por nada, no tengo ningún proyecto entre manos. Puede que sienta que debo acabar mi historia antes de que Alba desaparezca, tengo que acabarla para que no se vuelva a repetir. Es la misma sensación de incertidumbre que sentía durante mi encierro, al no saber qué sería de mi vida.

—Levanta amor, que ya es de día.

«Son las 9:30 A.M. Antes de que mi neurona aturdida vuelva a recobrar el sentido, un estrepitoso castañeo se acerca inevitablemente hacia mí como una tormenta de verano y rápidamente descargan sobre mí cantidades ingentes de saliva en forma de lametones de nuestro querido y cariñoso Cosmo, un dogo francés tan compacto como inquieto, deseoso no tanto de darte los buenos días, que de que le lleves a pasear, dícese a liberar esfínteres.»

—¡Hola Cosmo! Guapo, guapo. ¡Quieto! ¡Uy! Vale, vale, guapo.

—Hoy te toca sacarlo a pasear. Yo mientras prepararé el desayuno—me dice sonriendo.

«Uf, que pereza. Uno de mis últimos esbozos de adolescencia se tambalea ya desde hace años sin acabar de sucumbir. Acostumbrado a no levantarme antes de las 12 A.M. el fin de semana, ya no sólo como vicio, incluso ritual, hasta como absoluta necesidad. Desde que estoy con Aurora habré reincidido siquiera un par de veces con gran remordimiento posterior. Con ella descubrí que la playa puede ser un lugar agradable, que se puede ir a correr sin acabar deshidratado y que se puede pasear tranquilamente por el centro del pueblo sin tener que ir apartando atascos de carritos de bebé, todo si se disfruta la mañana. Quizás hoy no era el día idóneo para hacerlo excepcional así que nuevamente con un ojo entreabierto me puse lo que tenia a mano y abrí la puerta para que saliera la bestia al ruedo. En dos minutos, tras cien metros de esprín tras de Cosmo, envuelto en la niebla heladora característica ya volví a ser persona. Y volví a recordar.

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Recuerdo aun la primera vez que nos cruzamos, para mí es toda una proeza de mi caprichosa memoria, incapaz de recordar ideas, promesas, incluso acontecimientos enteros, es especialmente dotada para desechar cualquier anécdota sentimentalmente importante; ella lo habrá olvidado. Era el primer día de trabajo y ella entró tarde, acompañada de mi compañera de curso Mireia. Ahí estaba su delgada y esbelta figura, flanqueada por una firme y oscura melena iluminada por dos esmeraldas brillantes de mirada tan profundas que me estremeció con un escalofrió. Una dulce sensación ya olvidada enterrada en mis abismos y tinieblas se desperezaba de su letargo y escalaba desde la gruta del miedo; pasarían semanas de nuevas sensaciones y apenas nos cruzaríamos un par de veces, hasta que tras varios meses de inconciencia, por fin un día que no debía ser cualquiera, despertara.

Tan cercano como ahora, cada día con cada despertar se entremezclan cual cielo y tierra, agua y aceite o fuego y hielo, las increíbles sensaciones de aquella primera vez, con las terribles y cotidianas de ahora. Quizás lo peor es la sensación de descontrol que a ambos nos produce. Curtidos, que no acostumbrados por nuestra profesión a conocer los límites y distinguir perfectamente lo podrido de lo sabroso, cuando se trata de nosotros adoptamos el semblante de dos parvulitas incapaces de distinguir entre el placer y el dolor, lo bueno de lo innecesario, los grises desaparecen y todo se pasa del blanco a negro sin fundido.

Ciegos sin lazarillo nos tambaleamos en nuestra penumbra intentando no pisarnos, juntos de la mano bajo el regocijo de mantenernos unidos, invadidos de ansiedad entre la nada y el todo. Hemos descubierto que es cierto que el amor y el dolor son dos puntos en un mismo plano, y mentiría por mi parte si dijera que no soporto esta situación, que son circunstancias de la vida y sólo un ejercicio de responsabilidad con mis actos o todo lo contrario me obligan a seguir. Si algo aprendí y puedo afirmar en voz alta, si hay algo que he elegido sin presión con convicción, si hay algo de lo que no me arrepiento y si existe un fin necesario, Aurora es el cáliz de mi salvación. Lo bueno y lo malo son hechos colaterales, inherentes están el disfrute y la peregrinación, en los días buenos y no tan buenos, en el amor y la amistad. Diferente pero inexplicable cuando se trata de hablar del Tema, de afrontarlo y sobretodo plantear buscar un remedio. La epidemiología, etiopatogenia son un

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día cualquiera, una cena normal pero excesiva en nuestro universo. La clínica es una madrugada de sollozo, gorgoteos y silencios. El pronóstico la recidiva, el tratamiento la aceptación, el diagnóstico silencio.

Sin atisbo de objetividad, la diaria visión profesional se convierte en una convencional utopía. El optimismo, la confianza, los consejos, la atención, se vislumbran como auténticos desconocidos cual planetas de una lejana galaxia aun no descubierta. Cual rompecabezas para un infante de tres años, encajar una sola pieza, una palabra se antoja como una gesta inalcanzable.

Intento encontrar una explicación sin respuesta. Me siento como un hada que pierde por una maldición momentáneamente las alas, perdida en un frondoso bosque lleno de ogros y enanos, y ese momento se torna una eternidad, no puedo evitar salir en busca y nos aleja lenta pero inexorablemente de nuestra senda de ladrillos amarillos, tan afortunadamente encontrada y pese a todo tan reconfortante.

No cabe decir que aquí la cirugía esta contraindicada, ya que aun aplicándola, las lesiones si bien no son extensas, no están focalizadas. Intento buscarla, me tiembla el pulso, siento palpitaciones y un sudor frío recorre mi coronilla al tiempo que se nubla la vista y pierdo cualquier capacidad de pensar. Si se tratara de una emergencia sin duda habría fracasado, certificado amarillo, explicaciones, lágrimas y funeral. Por suerte el tiempo corría a mi favor, y todavía había esperanza, no sé si fue la propia realidad o más la incapacidad para afrontarla de una forma natural, social y resolutiva lo que a todas luces y sin querernos darnos cuenta todo comienza ya a afectar a nuestra relación personal.

Largos silencios, palabras no encontradas, la ilusión se desvanece en una de esas mañanas de niebla espesa en la que apenas se intuyen las sombras que esconden la realidad oculta, los sentidos engañados, la ficción se vuelve un lugar inhóspitamente agradable. ¿Y la verdad? Si alguna vez existió desde luego ya no forma parte ni de este ni del mundo de las sombras.

Sin darme cuenta me encuentro subiendo las escaleras del rellano y en unos instantes dejo tras de mí la puerta. Otro escalofrío se despide dándole la bienvenida al reconfortante calor del hogar.»

—Hola, ya estoy aquí –mientras dejo mis zapatillas aun

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húmedas en el baño y me dirijo a la cocina donde Aurora saborea las últimas gotas de su te matutino. La mesa realmente luce. Zumo recién exprimido. Tostadas humeantes, surtido de quesos, mantequilla, miel y mermeladas, cereales varios y yogures.»

—Venga cariño a desayunar —reclama Aurora.»

«Y me siento a disfrutar del espectáculo de Aurora otra vez pura belleza que come despreocupada sin resentimientos de todo y con gozo hasta las últimas migas del que sería nuestro último desayuno convencionalmente juntos.»

Me visto a toda prisa y decido ir al hospital. Llamo al trabajo para decirle a mi compañera que llegaré más tarde. Aunque hoy es sábado, dejamos algunos asuntos pendientes, y quedamos con Pablo que él también aprovecharía para trabajar en el hospital. Le pregunto si vamos juntos, pero dice que irá más tarde.

El edificio se vuelve a aparecer delante de mí. He conseguido que deje de impresionarme, aunque nunca conseguiré olvidar. Miro los balcones donde teníamos la terraza, y todavía puedo verme, menuda, triste, con mi pijama de dibujitos, envidiando a los peatones que permanecían libres.

Al llegar a la planta de pediatría, las enfermeras me observan, inquisidoras, creo que han recordado quién soy. Alba corre desde el fondo del pasillo hacia mí para darme la buena noticia: ha alcanzado su peso y hoy podrá marcharse.

—Me han preguntado si prefería quedarme a comer, pero tengo ganas de salir de aquí –dice—. Además, la comida del hospital no me gusta. Vendrá mi padre a recogerme dentro de un rato.

La observo mientras se deshace del pijama del hospital, el uniforme de preso, y se viste con sus ropas. Parece tranquila. Quizás mi inquietud de esta mañana estuviera motivada por la partida de Alba, quién sabe.

—Sabes —me dice—, me has ayudado mucho. Me has hecho sentir distinta, y lo más importante, me has explicado lo que podía haber sufrido, lo que puedo todavía sufrir, y creo que esto me ha hecho reaccionar. Te admiro por haber sabido reconocer todos tus temores y tus extrañas conductas. Te admiro porque eres capaz de llevar una vida normal.

—Siento como si debiera afrontar mi última etapa en todo esto –

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digo, sin comprender muy bien—. No sé que es lo que tienes que ver, pero algo me dice que mucho. Sólo sé del cierto que debes curarte. Y antes de que me emocione, ¿acabamos “nuestra” historia? –pregunto, deseosa de terminar con esto.

«Mis padres me habían descubierto y ello me hizo reaccionar. Aprendí que con la normalidad todo lleva a la normalidad, y todo el mundo se encuentra mejor. Con el tiempo dejé de vomitar, las puertas se abrieron y todo estaba mucho mejor, pero no sé por qué algún día todo empezó de nuevo, y entonces fue peor, porque mi cuerpo se había acostumbrado a vomitar y ello no suponía ya ningún esfuerzo, solamente tenía que agachar el cuerpo y todos mis pecados volvían fácilmente al exterior. Perdí a mi pareja, a mis amigos, a mi felicidad. Otra vez. Mi peso llegó otra vez al límite, pero esta vez era más fácil, a los ojos de la gente yo era una persona que comía. Vomitaba absolutamente todo lo que comía, mis días se tornaban grises, me sentía sucia, enferma. Pasaba días enteros en que sólo comía y vomitaba. Me traicionaba a mi misma, me estaba destruyendo, y me costaba mucho pararlo. Otra vez al disminuir de peso volvía la melancolía, el llanto fácil, el aislamiento. Sólo que ahora ya lo conocía y, aunque no era fácil, sabía la solución.

Los fármacos, la psicoterapia y el apoyo de quienes me querían, me ayudaron a acabar con todo. Durante muchos años me negué a curarme, tenía miedo; estar enferma, ser extremadamente delgada, me hacía ser diferente. Y curarme hacía que perdiera esa diferencia que me hacía destacar, me volvía “vulgar”. Aunque aprendí que es mejor ser una chica vulgar y sana. Y aprendí que tengo muchas cualidades bastante mejores que mi delgaducho cuerpo.

Finalmente descubrí que no valía la pena destruirse de ese modo, supongo que recuperé las ganas de ser una persona normal.

Han pasado ya muchos años y, aparte de alguna pequeña recaída accidental, se puede decir que estoy curada. Creo que siempre estaré obsesionada con el peso, pero ahora es de una forma más sana, si es que hay alguna obsesión sana en esta vida. Hago una vida normal, me cuido, pero me gusta comer, y lo más importante, conseguí no vivir para ello. Ahora lo veo todo claro y de forma objetiva, y si pudiera cambiaría el pasado para evitarme a mí y a quienes me

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quieren haber pasado por todo esto que nos ha marcado para siempre.»

«Me parece increíble leer las palabras que salen de la boca de mi mujer y darme cuenta de que realmente está totalmente engañada, a ciegas, cree realmente estar curada. Dice que consiguió no vivir para comer, cuando las comidas dirigen totalmente nuestras vidas. Me da miedo que si ella cree estar curada, no luche para curarse realmente.»

—Fin de la historia —exclamo, y me doy cuenta que por la mejilla de Alba cae una lágrima.

«Espero que algún día no muy lejano ella pueda poner fin a su historia, yo no sé si seré capaz de seguir a su lado.»

Ha llegado la hora de enfrentarse al mundo, otra vez. Nos abrazamos y se despide de mí. La acompaño con la mirada hasta el mostrador de enfermería, donde un hombre la está esperando con su maleta. Y entonces, lo veo. Ese hombre es mi padre, hace diecisiete años. El mismo pelo, la misma barba, no cabe ninguna duda, somos nosotros, alegres por abandonar el hospital. Seguramente mi madre está esperando en casa, ansiosa por abrazarme, por volver a tenerme con ellos. Miro el calendario de mi reloj y me doy cuenta del motivo de mi nerviosismo. Me doy cuenta del día que es hoy. ¡Cómo pude olvidarlo!

Alba se gira hacia mí y me guiña un ojo antes de desaparecer por la puerta.

Dos vidas paralelas, dos mismas enfermedades en dos épocas distintas. Con los mismos argumentos falsos. Pero con un final distinto. Ahora sé seguro que he podido salir definitivamente de la habitación once, y nunca más entraré allí. He podido acabar mi historia, he derrotado al monstruo.

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CRUDA REALIDAD

Al salir del hospital ya lo he decidido. Es una lástima porque llevaba una buena racha, muchos días buenos. Pero la decisión ya está tomada, no vuelvo al trabajo. Me ha invadido de repente esa sensación tan conocida, esas ganas de comer desenfrenadamente todas las cosas que tanto me gustan y que me tengo prohibidas. Sé que ahora es el momento en el que DEBO rechazar estos pensamientos intrusos, pensar en otra cosa, llamar a alguien para que me haga compañía. Pero en mi fuero interno sé que una vez penetran en mi mente raramente soy capaz de ahuyentarlos. La conjunción tiempo libre, soledad y pensamientos intrusos es casi siempre maléfica.

Me siento culpable por no volver al trabajo, pero una extraña fuerza me arrastra a lo largo de la calle. Camino muy rápido; sólo tengo un objetivo: hacerme con las provisiones para mi plan. Primera parada: panadería. Adquiero dos tipos distintos de pastas: palmeras (me chiflan, sobretodo cuando el hojaldre está bien crudo) y esas en forma de herradura, con almendras encima y rellenas de cabello de ángel (se me hace la boca agua, el corazón me late a ritmo acelerado). Para disimular pido también un par de barras de pan, para que parezca que hago la compra normal, no la de una comedora compulsiva. Miro el escaparate; me llevaría muchas más cosas pero presiento que la panadera me está interrogando con su mirada. Pago. Pongo los paquetes a salvo en el interior de mi mochila, mi eterna aliada, siempre manchada de migas y de pegotes de chocolate derretido por el calor. Segunda parada: supermercado. Solamente entrar tengo la sensación (probablemente paranoica) de que todo el mundo me está mirando y adivinan ya mis intenciones. Me pierdo entre los innumerables pasillos, ansiosa. Tuerzo por el pasillo de los dulces y me lleva un par o tres de minutos de intensa deliberación interna decidir exactamente que me llevo sin que resulte demasiado sospechoso, si no, me lo llevaría todo. ¡Mmmm! Cojo un paquete de pastelitos de chocolate rellenos de nata, otro de galletas bañadas en chocolate blanco, un plum cake de esos de molde rectangular, relleno de mermelada de frambuesa y con cubierta de delicioso chocolate. Este último me recuerda a mi infancia. Mi abuelo me los traía muy a menudo, cuando todavía era inocente y capaz de comer lo que me gustaba y apetecía sin remordimientos. Me dirijo a los refrigerados para hacerme con una botella de yogurt líquido para ayudar a diluirlo todo y, muy importante: bebida con gas que me permita vomitarlo todo con mucha más facilidad. Dispongo los productos en la

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cinta y la cajera, mientras pasa cada uno por el lector de código de barras me mira, incrédula. Yo estoy convencida que adivina mis intenciones; pero me da igual. La próxima vez iré a otro supermercado. Además, seguro que se encuentran ante esta situación un montón de veces. Cargo con todo y me dirijo a los ferrocarriles que me llevan a casa. Mientras camino no puedo resistir la tentación y meto la mano en la mochila. Palpo algo de consistencia hojaldrada y rompo un pedazo. Me lo llevo a la boca con el ansia propia de quién hace un mes que no prueba bocado. Las migas me caen por encima pegándose en mi camiseta, no me importa, sigo caminando. Mi único objetivo es llegar a casa cuánto antes para poder proceder con mi festín ante los ojos de nadie. Bajo apresuradamente al andén. Miro el monitor que anuncia que el tren que me lleva a casa todavía tardará diez minutos en llegar. Genial, empiezo a engullir la pasta de cabello de ángel. Todo el azúcar glas y las almendras de la superficie se derraman por encima de mi camiseta y se pegan alrededor de mi boca. Una mujer de unos cuarenta años sentada a mi lado me mira de reojo. Intento masticar sin hacer mucho ruido para intentar que el momento parezca menos salvaje. Otra vez esa sensación de que todo el mundo me está observando. Subo al tren y sigo comiendo. Ahora estoy manchando también los asientos. Una vez terminada la pasta no me atrevo a sacar otra de las que tengo en mi mochila y seguir comiendo, no al menos delante de toda esta gente que ha sido testigo de cómo engullía el dulce anterior. Así que me apeo en la siguiente parada. Me bajo en una estación ya fuera de la ciudad, en medio del bosque, donde se respira un aire mucho más puro, donde los árboles que han conservado sus hojas a pesar de la estación del año tiñen de verde el paisaje. Y aquí, en este contexto bucólico, prosigo con mi destrucción. Como vorazmente dos pastas más y engullo grandes cantidades de bebida con gas antes de volver a subir al vagón del siguiente tren. Ahora la gente es nueva, no me han visto en acción todavía, sus mentes creen que soy una persona normal, así que puedo permitirme el lujo de seguir comiendo. Saco el paquete de pastelitos y lo abro. El ruido del envoltorio al romperse me parece escandaloso, la gente me mira, o puede que no, pero yo tengo esa sensación. Como un pastelito. ¡Mmmm, qué rico! Otro, y otro más. Seguiría comiendo hasta terminar los seis que conforman el paquete pero debo aparentar una cierta normalidad. Dudo por unos instantes si volver a apearme en la siguiente estación y proseguir mi hazaña, pero decido que lo mejor es terminarlo todo en casa, cerca del purgatorio, cerca del baño.

Una vez que el tren llega a su destino empiezo a caminar rumbo

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a casa. Camino deprisa, podría estar en cualquier lugar; el mundo que me envuelve no parece real, los coches pasan por mi lado y apenas los oigo, el entorno me es familiar pero no estoy segura de donde estoy. Y entonces ocurre lo temido: me cruzo con un conocido que se empeña en saludarme y en hablar conmigo mientras yo intento escabullirme sin que se note mi propósito. Me pregunta por Pablo, por el trabajo y por la familia. Típicas preguntas de cortesía. Sudo, nerviosa. Estoy siendo muy desagradable con esa persona, no soy yo, pero quiero que me dejen sola, ahora no me importa nada más. Al fin, y cuando ya pensaba que no lo lograría, cierro la puerta de casa tras de mí. Miro el reloj: tengo todavía una hora de libertad antes de que llegue mi marido. Lanzo la mochila al suelo, cojo lo que me interesa de su interior y termino con los miles de calorías que todavía guardaba. Otro pastelito, la última palmera, un vaso de yogurt líquido, galletas de chocolate blanco, un vaso de cola, otro pastelito….y así hasta terminar con todo. Levanto la cabeza y veo a uno de los vecinos de enfrente mirándome atónito desde su ventana. Creo que se ha percatado de que no he parado de comer de modo desenfrenado en media hora. Miles de manchas surcan mi camiseta, el suelo, mi cara. No me importa. Es mi momento.

Me dirijo hacia el baño mientras contemplo atónita mi barriga, tremendamente hinchada debido a la gran cantidad de comida que ha tenido que acomodar en tan poco tiempo. Me cuesta caminar, imagino por un momento si esta será la terrible sensación de pesadez que tienen las embarazadas, espero que no. Me dirijo al baño abiertamente, sin excusas, no tengo que disimular nada porque estoy sola. Cuando me hallo delante del retrete agacho mi cabeza y automáticamente, tan sólo con este movimiento y sin necesidad de ningún esfuerzo, expulso de mi cuerpo todas las calorías en forma de masa semisólida. Sale en escopetazo, de golpe, casi no me deja ni respirar. Yo observo atenta e intento identificar cada uno de los ingredientes para asegurarme que no queda nada en mi interior. ¿Qué era lo primero que engullí? Hojaldre, bien. Está fuera. Tiro de la cadena. Todavía es pronto así que, casi instintivamente, vuelvo a la cocina. Me planto delante del frigorífico cromado último modelo, no frost, y veo mi reflejo en la puerta. Me asusto ante la visión de una cara enajenada, los ojos rojos, totalmente ida. Abro el frigorífico y sigo devorando yogures, queso, fruta, me hago tostadas con mantequilla y mermelada....engullo todo lo que encuentro. Voy dejando las marcas de mis dedos untuosos por toda la superficie de la cocina, por mi ropa. Hasta siento mi pelo grasiento. Miro el reloj y me percato que ya no tengo tanto tiempo. Tengo

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que deshacerme de todo y limpiar la escena del crimen. Antes vuelvo al baño donde repito sin problema mi acto purgativo; abro bien las ventanas para difuminar el consecuente olor agrio. Ya en la cocina meto todos los recipientes y bolsas de la compra en una bolsa de basura. Mientras limpio lo que yo misma he ensuciado minutos antes, noto ardor en mi estómago. ¡Zas! Otra vez, como si me acuchillaran las paredes del sufrido órgano. Se me nubla la vista y me tiemblan mucho las manos. Me siento desfallecer, casi pierdo el control, pero no puedo parar, mi marido puede llegar en cualquier momento y descubrir mi fiestecita privada. Con la vista todavía nublada bajo a la calle para deshacerme de la basura y justo cuando se cierra la puerta del portal oigo a alguien gritar mi nombre. Me giro y allí está él, al otro lado del paso de peatones. Su mirada me dice que soy lo más importante para él en este mundo, y entonces vuelvo a sentirme segura.

—¡Aurora! –grita mientras esboza una de sus mejores sonrisas. Mira a ambos lados de la calzada y cruza corriendo, con los brazos abiertos de par en par. Su pelo ondea al viento, tiene la nariz roja a causa del frío.— ¿Has salido antes del trabajo?

—No me encontraba demasiado bien, así que pedí permiso para marcharme. –miento mientras me abalanzo sobre él y lo abrazo con todas mis fuerzas. Sigo sintiendo un sudor frío, pero el temblor ya ha cesado. Estoy destemplada.

—¿Y por qué has bajado? —pregunta, mientras mira, inquisitivo, la bolsa de basura que llevo en la mano. Me apresuro a esconderla detrás de mí y con un movimiento brusco me aparto y lanzo rápidamente la bolsa al contenedor. Salvada.

—El cubo de la basura estaba muy lleno y empezaba a oler, así que lo he bajado. –vuelvo a mentir. Me doy cuenta de que mi vida está construida sobre cimientos de mentiras.

Nos abrazamos y subimos juntos a nuestra casa, el que hace unos minutos era el escenario de mi crimen.

—¿Te apetece que salgamos a cenar esta noche? –pregunta –Tú y yo.

—¡Claro! Como me encontraba mal, no he comido nada, así que tengo un hambre que me muero.

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ÚLTIMA SESIÓN

—Buenas tardes doctora Rodríguez —la saludo con una sonrisa forzada.

—Hola Pablo. ¡Vaya cara me llevas hoy! ¿Qué pasa? ¿Estás bien?

«Siempre he deseado poder ocultar mis sentimientos en estas situaciones, y precisamente al intentarlo consigo siempre lo contrario.

Y con Sara es totalmente inútil. Me conoce ya demasiado.Hace año y medio cuando tuve mi primer gran bajón, la

encontré en la lista de psiquiatras de mi mutua. Siempre, toda mi vida había sido reacio a buscar ayuda. Durante mi infancia tuve muchos tutores, y todos, uno a uno, fueron saliendo por donde habían entrado. Estaba solo y yo mismo me bastaba. Pero ahora todo era diferente, como nunca antes: había descubierto el amor con una relación verdadera y lo que eso conlleva, máxima entrega, perdida de intimidad y confianza mutua, luego vinieron las inevitables dudas, pero sobretodo una espantosa enfermedad que no entendía y que inexorablemente y sin piedad nos distanciaba un poquito más cada día.

Sólo fueron unas cuantas sesiones, pero la verdad es que me ayudaron mucho. Sobretodo a comprender a qué monstruo me estaba enfrentando, pero también a vislumbrar y aceptar que, después de todo, quien estaba allí y necesitaba mi ayuda era mi mujer.

Así creí que todo se podría solucionar entre nosotros sin más ayuda que el diálogo y la paciencia. Nada más lejos de la realidad. Tras unos meses de reencuentro la rutina diaria fue el mejor escondite para que el elefante continuara excavando su propia tumba. No habíamos vuelto a vernos hasta hace cosa de un par de meses en que harto de esperar llamé nuevamente a su puerta, pero todo fue inútil.

Esa mañana la niebla se dispersó más rápido que de costumbre, y sin quererlo, lo vi todo nítido y cristalino: debía intentar algo diferente.

Al volver del trabajo envié unos cuantos e-mails obteniendo la respuesta que necesitaba. Así que compre un billete de ida en el

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lastminute. Llené una maleta con la ropa que tenía a mano, y en la otra empaqueté cuatro libros, mi portátil con mi disco duro lleno de recuerdos, mi play y sus juegos. Achuché a Cosmo como nunca antes, me colgué mi guitarra del hombro y con mis dos maletas cerré la puerta sin mirar atrás.

El camino a la consulta apenas lo recuerdo, únicamente me dediqué a dirigir el coche hasta allá, bajo un torrente interminable de lágrimas que vaciaron mis sacos lacrimales. En el ascensor me vi de reojo en el espejo; había envejecido 10 años. Tras lavarme la cara varias veces recuperé las fuerzas suficientes como para entrar en la consulta. Necesitaba decirle a alguien lo que había hecho antes de ir al aeropuerto, era mi forma particular de pasar el duelo. Ya antes de entrar sentía un hormigueo en el abdomen y ahora ya eran auténticos pinchazos epigástricos.»

—Bueno, sí, hoy realmente no creo que sea un gran día—así realmente lo pensaba.

—Bueno, bueno, ¿ya será menos verdad?

«En su cara resolví que el agua fría aun no hace milagros; ella ya sabía lo que iba a contarle.»

—Sinceramente no. He hecho algo...he tomado una decisión—noté como mis ojos se humedecían de forma galopante, suspiré hondo y me concentré para evitar el lacrimeo.

—Vaya Pablo, no pensaras en serio...«Los pinchazos ya eran una harmoniosa rapsodia con puntados de náusea hasta el bajo vientre. Asentí con la cabeza sin poder mirarla todavía a la cara.»

—¿Qué ha pasado? Explícate.

«Empezaba a arrepentirme de mi visita. Es increíble a veces esa necesidad nuestra de buscar comprensión en el prójimo; esa complicidad de nuestros pensamientos y sobretodo de nuestros actos en situaciones que se nos hacen difíciles de sobrellevar. Y sin duda saber escuchar se ha vuelto un don exiguo de unos pocos, capaces de reinar en el mundo del desapego, especialmente incluidas las relaciones personales.

Si bien y es de naturaleza humana la necesidad de “hablar”, dado su desuso como tal en pro del parloteo insustancial o la

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independencia del silencio, se ha sabido comercializar de tal manera que se ha convertido en un gran negocio. Cada día se llenan los diarios, luego las consultas de parapsicólogos, curanderos, chamanes hasta magos, la mayoría de dudosa o nula capacidad o preparación, pero ofreciendo el bien más preciado: tiempo y orejas, y con ello la posibilidad de confesarse por módico precio, para disfrute del personal.

Y lo peor es que de alguna manera yo había caído en sus redes. Acostumbrado toda mi vida a resolver mis propios problemas, me vi desbordado cuando estos se multiplicaron, y mi verdadera amiga, a quien podía contarle todo era precisamente Aurora. La verdad es que lo llevé muy mal durante un tiempo. Siempre esforzándome en no exteriorizarlo, comencé a obsesionarme, a desconfiar absolutamente de todo y todos, acabé por convertirme en una caricatura de mi mismo. Me volví taciturno, me volqué más en el trabajo que de costumbre..., lo que también ayudó a deteriorar nuestra relación.

Pero la verdad es que ahora, más que nunca debía hablar y contárselo a alguien. Y con Sara si alguna cosa se podía hacer era hablar. Tristemente ella era lo más cercano a una amiga que tenía.»

—Bueno, pues lo que debía pasar. He tirado la toalla.—¿Ha pasado algo?—No. Solo que en algún momento de repente, creo que he

despertado. Miro atrás y veo que antes todo era sencillo, salía solo... Los días pasaban sin darme apenas cuenta. Sin familia, los pocos amigos pasaron a un segundo o tercer plano pero no eran un problema. Podía pasarme semanas durmiendo 3-4 horas y sin embargo tenía más energía que en toda mi vida. Me había adaptado a casi todo. A la convivencia, a sus manías, a su familia, sus amigos, y ella a mí. Disfrutaba enormemente cada segundo. Básicamente, era feliz. Es cierto que había cosas y situaciones que veía que no eran normales pero suponía que eran pasajeras. Y si no, que como cualquier otro problema tendría solución. Ya sabes que si algo sé hacer en esta vida es intentar identificar los problemas y arreglarlos. Pero esto es diferente.

Mira, no tengo ya fuerzas. Llevo año y medio esforzándome. Haciendo como si no pasara nada. Pero ya estoy cansado, sólo estoy engañándome a mí, engañándola a ella; así nunca la ayudaré.

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Ella esta en esa fase de inconsciencia de todo. Cree haberlo superado pero nunca la había visto así. De hecho su aventura con Enrique no fue más que un impulso, un exceso, como tantos otros pero con consecuencias irremediables en nosotros. Aquí la purga es insuficiente.

—Así que es eso. ¿De repente te has dado cuenta que todavía no has podido perdonarla?

—Sí la he perdonado. Pero no se trata de eso. Fue como nuestro big bang. Descubrí que en cualquier momento puede cometer cualquier locura sin pensar en las consecuencias, mermando nuestra confianza hasta este punto de equilibrio inestable. Lo que sentimos el uno por el otro lo sabemos, y difícilmente se puede explicar con palabras. Pero no sé, es como si ahora hubiera una fuerza que lejos de estrecharnos nos separara.

Siempre fue difícil llegar a ella pero ahora es exagerado. Hasta tal punto que se cierra en banda en cuanto a sus sentimientos. Confunde mi inquietud con recelo por lo que evita el conflicto a toda costa. Auque es consciente es incapaz todavía de renunciar a sus impulsos pero a su vez le es prácticamente imposible reconocerlo.

—Bueno Pablo, ¿todo esto es un poco contradictorio no? Veo que tienes sentimientos encontrados, y noto cierto aire de rencor, incluso de reproche. La enfermedad es así. Un trastorno conductual que aviva los impulsos por irracionales que te parezcan, todo tiene un significado para ella. Tengo la sensación de que estás de vuelta de todo, que ya nada te importa, y te necesita más que nunca.

—¿Quién? ¿Ella? ¡Claro que me importa! Es todo lo que me importa.

—Pues entonces no te entiendo.—No lo sé, igual es que no sé como explicarlo. Sí que es

cierto que nuestro desencuentro nos distanció y que me estuve preocupando más en averiguar qué pasó, cómo pasó, que por qué. Poco a poco entendí que las cosas ya habían empezado a estropearse mucho antes. Víctimas del día a día íbamos cada uno ya más pendientes de nuestras propias cosas, de esa asquerosa rutina diaria que nos arrastra. No me di o no quise darme cuenta de lo que ella necesitaba, básicamente iguales atenciones, pero más libertad y diversión también ajena a la pareja... Y así lo fue a buscar.

Entonces experimenté la rabia, celos, pero sobretodo mucha tristeza y decepción. Me sentí despreciado, como un actor

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secundario, y casi nos separamos. Al borde del abismo nos reencontramos, no podía ser de otra manera... Ella se esforzó en enseñarme que fue sólo eso, un impulso, y en demostrarme que realmente todavía me quiere. Pasamos unas semanas increíbles. Después de todo creímos haberlo superado y de hecho recordándolo parece o es casi anecdótico. Pero sólo fue el principio de su transformación. El hecho es que desde entonces nada ha vuelto a ser como antes. A pesar de los sentimientos la convivencia se ha hecho insoportable. Pronto empezaron los síntomas, esa absurda obsesión que todo lo abarca. La Comida y el Peso, que lo envuelve todo. Con ella vinieron las discusiones, las mentiras, la irritabilidad, alimentando la desconfianza día a día. Los pocos ratos juntos en constante actividad consumista: belleza y salud, restauración y viajes inagotables, lo imposible para estar lejos de casa. En ella atracones y purgas, purgas sin atracones. Las comidas un auténtico suplicio. ¿Qué has comido? Me duele la tripa. ¿Qué cenaremos? Ensalada ¿no? Cada cena, cada noche es lo mismo. Cenas copiosas para compensar todo el día de ayuno. Me siento continuamente observado y pobre de mí con no acabarme el plato. No puedo dejar de mirar de reojo como come con absoluta voracidad, como si fuera la última cena, acabando con todo y dejando el plato brillante. Al rato, claro, vienen las purgas, disfrazadas pero de “momento de intimidad” y de “tratamientos de belleza”. El baño se ha convertido en su auténtico fortín, infranqueable por el pestillo que en su día yo coloqué. Luego apenas un rato juntos en el sofá. Seguidamente a dormir porque está agotada. Hace meses que le sexo desapareció de cualquier forma. Sólo el hecho de insinuarlo es como una ofensa, siente casi una aversión, lo que me hace sentir rechazado.

Así me paso los días deseando que vuelva a ser de día. Por la mañana, por unos minutos, aparece la autentica Aurora. Si pudiera detener el tiempo lo encarcelaría eternamente de 7:30 a 8:00.

Lo único que sé es que ahora la felicidad es un objetivo y no una realidad. Tengo que esforzarme cada día para no enviarlo todo al carajo. Y me siento culpable. Siento como si hubiera adoptado un papel, no sé, como de “marido ejemplar”, en que todo está bien, nada importa, nos queremos, el futuro será nuestro. Ella estará bien y con eso lo superaremos, pero la verdad es que mi repertorio como actor está agotado. Si no marcho estallaré de rabia.

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—A ver si lo he entendido. Sigues lleno de rencor y eso no te permite querer solucionar las cosas de verdad. Si es verdad todo lo que dices que sientes ¿Por qué echarlo todo a perder?

—No, no es eso. Como te dije la rabia que sentí sólo fue temporal, y estaba asociada a todo lo que le envolvía a él. Cuando quedaban, cuando se llamaban. Pero él hace tiempo que dejó de estar presente. Es ella en sí misma. Cuando se transforma, cuando se convierte en otra Aurora totalmente diferente. No sabes qué es convivir cada día con la persona que quieres y que solías admirar por su determinación, por su inteligencia, dedicada ahora exclusivamente a perpetrar su autodestrucción. Pero es curioso...

—¿El qué?—Como pueden cambiar tanto las cosas de puertas adentro.

Supongo que hay una parte de nosotros que también está bien, que quiere evitar el conflicto, sobretodo por que la discusión ya no tiene diálogo. De puertas afuera las cosas tampoco nos van tan mal ¿no?

Ella, una mujer guapa, inteligente, independiente, dueña de su empresa, envidia de muchas, felizmente casada, que vive en una casa preciosa, con toda una vida por delante... Yo, un reputado médico que ha alcanzado a sus 30 años lo que mucha gente no consigue en toda la vida, un trabajo tan apasionante como exigente, y con una nueva familia a su medida. Para muchos aún somos la pareja perfecta. No sé, es como si esa idea de perfección siempre nos hubiera rodeado y protegido, y de alguna manera me cuesta renunciar a ella. Hubo un tiempo que hasta yo lo creí. Supongo que era un estado de éxtasis propio del principio, de la superficie embelesada por la pasión y el sexo. Cuando todo pasó a ser más profundo y más problemático sólo me he parado a esperar. He dejado pasar el tiempo pensando que todo volvería a mi concepto de normalidad, pero no lo ha hecho. Supongo que no estoy preparado para volver a estar solo y no he sabido afrontar la situación. Con ello he dejado de ser sincero con ella y con mis sentimientos. Supongo que también partía de unas expectativas irreales, propias de la inexperiencia y de mi permanente estado postraumático. No, si ya ves que casi me sé psicoanalizar y todo...

—Vale, vale, Pablo. Veo que has avanzado mucho y me alegra. Pero justamente ahora no se trata de ti, no es el momento de ser racional, de analizar por qué te pasan las cosas sino simplemente de averiguar qué es lo que sientes realmente hacia Aurora, recuerda que los sentimientos no tienen en sí mismo un porqué...

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Las relaciones siempre han sido y serán complejas. Se mezclan los egos, los sentimientos, las perspectivas y expectativas de las dos personas. Nos vemos obligados a tomar decisiones y no todas son acertadas o de nuestro agrado. Por eso muchas de ellas terminan al poco de haber empezado. Pero de vez en cuando esas diferencias se superan y con la madurez se llega al compromiso. El compromiso, Pablo, radica en la confianza y la tolerancia, envueltas del manto del amor, cariño o bienestar, como quieras llamarlo, no es sino el deseo y la promesa de estar con alguien a pesar de las circunstancias, y es lo que nos diferencia y nos hace especiales. Pero sobretodo porque a pesar de todo no deja de ser más que una elección, libre, como ninguna otra. Si a pesar de tus pensamientos son también tus sentimientos los que han cambiado, debes de ser sincero. Lo contrario es traición a la otra persona, pero sobre todo a ti mismo.

—Pues no me malinterpretes. Eso es lo que quiero que entiendas. Sé que la quiero, coño, es lo mas importante de mi vida, y sinceramente, no creo que vaya a encontrar una mujer como ella. Pero supongo que mis sentimientos aunque sigan siendo fundamentalmente los mismos, han cambiado. Creo que eso explica por qué me acerco peligrosamente a la locura. Puede ser que esté perdido pero siento que para reencontrarme debo alejarme de ella. Fíjate que a pesar de todo, de esta situación de amor –odio, de padecer y verla padecer, ahora más que nunca me siento atraído por otras mujeres constantemente. Supongo que en parte alimenta esa sensación de evasión cuando no estoy con ella. Es una atracción puramente física, que no va más allá de unas miradas y alguna fantasía con que la evadirme. Pero es continuo e inevitable, lo que también me hace sentir estúpido y a la vez culpable.

—Vamos Pablo, no me vengas con éstas ahora. No, si parece que hayas descubierto la penicilina...A ver, es absolutamente natural y normal sentirse atraído sexualmente por otras mujeres. De hecho me empezaría a preocupar si después de tanto tiempo no te pasase. Y evidentemente en esta situación de crisis en la que el sexo no juega un papel es donde cobra más sentido

—Bueno pues no estoy de acuerdo con eso. Pero tampoco quiero entrar en una discusión “filosófica “sobre el amor y el sexo—y era verdad, no tenía ganas de discutir un tema que por experiencia conlleva interminables discusiones sin conclusión. Yo siempre he creído en el amor verdadero y hasta entonces más que nunca estaba convencido de que cuando era así el resto del mundo

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no importaba, y que evidentemente no podía haber sexo sin amor. Ahora las cosas son diferentes pero he descubierto que al menos para mí, estaba en lo cierto.

—Entonces que quieres que te diga. Lo que está claro es que por mi parte, y la del 99% de la población mundial no por ello debes sentirte culpable. Y menos tomar una decisión basándote precisamente en esto. Pero claro, por otra parte no debes esperar más que lo mismo de Aurora. Y mientras no lo comprendas puede ser un obstáculo insalvable.

Evidentemente hay una raya, un límite preestablecido, entre lo que se puede y no se puede hacer. Pero es algo que debéis acotar únicamente entre vosotros, dónde está la fantasía, incluso el deseo y hasta dónde llega la realidad. Si ese límite se sobrepasó, ya lo dejasteis claro, no puedes pasarte eternamente pensado a ver si vuelve a cruzar la raya.

—No, si eso ya lo sé. No quiero que pienses que me he convertido en un mojigato. Me va más el papel de idealista frustrado. Supongo que al final no estoy realmente preparado para comprometerme a querer y ser querido, con lo que conlleva. Nunca pactamos permisividad y es algo que en el fondo no he sabido olvidar. Se me hace imposible compartir una vida con una persona que no puede controlar sus impulsos porque son ellos los que dictan su vida. Y me arrastra. Y como sigo sin entenderlo, ahora tengo la sensación de que de una forma más o menos inconsciente ahora soy yo que tengo como la necesidad de cruzar también ese límite. Es algo totalmente irracional, por no decir patético, pero si no, no me lo explico. Y no quiero, no quiero hacerle más daño.

—Bueno, lo que está claro es que realmente estás, diría, que profundamente confundido. Y ésa es la peor de las situaciones para tomar una decisión, tú ya deberías saberlo.

Voy a ser totalmente sincera contigo, en como veo vuestra situación.

Eres una persona diría casi que demasiado madura, hasta la rigidez extrema. Partes de ideas preconcebidas, no te fijas metas pero sí continuamente límites, vives continuamente entre el bien y el mal ideales, sin parar a pensar en vuestra felicidad, simplemente en lo que crees que es correcto. Creo que su aventura, más allá de que tuviera lugar en un momento en el que ella realmente se reencontró con la enfermedad, en sí misma afectó más que a la relación, a tu visión de ella, más de lo que previamente pensaste o quisiste reconocer. Y ahora que ella realmente

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sigue mal, está realmente enferma, y aún habiendo pasado el tiempo suficiente y habiéndoos dicho todo lo que creíais debíais deciros, la fractura está ahí, la brecha crece, y son tus sentimientos encontrados, que dificultan tanto vuestra relación como con ello su recuperación.

Para ti ahora es la pregunta del millón; qué estaba antes ¿el huevo o la gallina? Qué es lo correcto no es la pregunta, pero la respuesta esta ahí. No olvides que la enfermedad distorsiona la realidad no sólo de la paciente sino también a veces de quienes la rodean. Creo que debes seguir tu instinto, pero antes de tomar cualquier decisión deberías estar seguro de tus sentimientos hacia ella. Puede ser una decisión muy traumática para los dos. Si te alejas de ella debe de ser para su bien y el tuyo, evidentemente, pero no una huída infantil de tus responsabilidades como marido, o peor, un castigo por sus errores.

Hazme caso. Intenta relajarte y concéntrate en pensar porque un día decidiste compartir la vida con ella. ¿Piensas realmente que ella ha cambiado tanto?

«Comenzaba a estar un poco harto de esta discusión. Que se había pensado. Ni que la hubiera contratado ella en su defensa. ¿Si ha cambiado? Realmente ya no estaba seguro, lo que sabía es que no podía seguir así, pero buscando comprensión únicamente encontraba reproche. Creo que nunca sabrá cómo cuesta levantarse cada día viendo como la persona que quieres se autodestruye trocito a trocito, de forma consciente y sin arrepentimiento.»

—¿Realmente lo crees así? Yo no creo que esté huyendo de mis responsabilidades. Conozco cuáles son mis obligaciones, he hecho todo lo que he sabido para intentar ayudarla. Tienes razón en que estoy confundido. Llevo mucho tiempo así. La frontera entre la Aurora sana y la enferma es cada vez más irreconocible, ya no sé realmente con cuál convivo. La culpo a ella, luego a mí, haciendo del día a día un suplicio. Por eso una cosa ahora tengo clara y es lo que he intentado que entendieras. Ya no sé cómo afrontar un mañana.

Continuar ha sido en cierto modo la vía fácil. Sé cuáles son mis sentimientos, y sé que cuando lleve sólo unas horas separado de ella ya querré morirme. Pero la decisión está tomada. No, no podemos seguir así.

—Bien, está bien. Pero no te confundas. No busques de mí una amiga. Ahora soy tu terapeuta y a veces la comprensión no es

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precisamente nuestra misión. Yo no te juzgo, ni siquiera te aconsejo. Mi misión es establecer diálogo entre tu razón y tus sentimientos para ayudarte a tomar tus propias decisiones. El hecho que las comparta contigo o no, es irrelevante. Respeto tu decisión, y sé cuán difícil resulta para ti, no lo dudes. Así, ¿qué vas a hacer?

— Me voy mañana a EEUU. He contactado con uno de mis colegas en Baltimore y de momento me han conseguido un fellowship de un año en el Mount Sinaí en NY.

«De repente el rostro de Sara que había estado con gesto tenso, realmente se afligió. »

—Mañana.... O sea que ésta es realmente nuestra última sesión.—Sí, Sara. De hecho debo marcharme ya. Todavía tengo que

resolver algunos asuntos en el hospital.—Y despedirte de ella—Le he escrito una carta. No soy capaz de enfrentarme a

ella, ni como ves tampoco a ti. Adiós Sara. Gracias.

«Y sin más, me levanté y abandoné la habitación sin tiempo siquiera a oírla decirme adiós.

Ya en el aeropuerto, cuando nos llamaban para embarcar, tuve un último impulso.

Cogí el móvil y escribí un sms, no podía hacer otra cosa: “Lo siento, lo siento mucho. Siento no ser quién te he hecho creer. Siento no quererte por encima de todas la cosas”.

Fui incapaz de enviarlo. »

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ADIÓS

Querida Aurora,

querría decirte que me cuesta escribir esta carta, que no quiero hacerlo, que todo es mentira, que la rompas, la olvides... o simplemente que no la leas. Pero lo cierto es que no hay nada que quiera ahora decir más alto, más claro. Lo que tengo que decirte es una necesidad por el bien de los dos, y espero sólo que si no lo entiendes al menos lo aceptes. Y eso a pesar de que es cierto, de que es posible que luego me arrepienta, pues desconozco las consecuencias. Antes de que continúes sí quiero que sepas que es algo impulsivo de estos instantes, que nunca pensé que acabaría haciendo, y que por nada del mundo quiero que las cosas acaben así.

Soy incapaz de continuar, al menos así. Te quiero, de eso no tengo dudas, y no creo que nunca vuelva a amar así, lo cierto es que no sé si nunca podré. Podría buscar muchas razones en ti, en nosotros, pero no sería justo, después de todo, es posible que sea lo último que sepas de mí. Es mezquino, pensarás, que intente dejar un buen recuerdo en una carta de despedida, pero esa es mi intención, pues es más bien un hasta luego. Y no me malinterpretes por el hecho de que obvie las cosas que de ti me desagradan, sería absurdo ignorarlas, pero bien las conoces ya y menos es mi deseo reprocharte nada. Quédate simplemente con eso, que todo lo “malo” que puedas haber hecho es anecdótico, normal en cualquier relación, nada extraordinario. Esto no tiene que ver sólo contigo sino más bien conmigo y con mi convicción de hacerte feliz. Me explico, y probablemente me odies ahora, sólo espero no equivocarme y lo que ahora desprecies puedas, ni mucho menos tener que agradecérmelo, simplemente compartirlo.

El fallo es mío. Nunca debí dejar que confiaras en mí, que abrieras tu pequeño y cerrado corazón y me lo entregaras. Te tengo atrapada y te estoy haciendo daño y eso no puedo permitirlo. Por eso me voy. Deseo liberarte. Si existe la felicidad, está ya demasiado lejos de nuestro camino. Perdida la ilusión, después la fuerza y al final la fe y las ganas. He olvidado ya quién soy y me arrastro por el mundo hacia el abismo y no pienso arrastrarte conmigo.

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Soy incapaz de amar de una forma constante. En realidad poco ha cambiado, pero ya no aprecio las cosas buenas, sólo detesto las malas, por pocas que sean. Ya no puedo escuchar, he olvidado aconsejar. No puedo proponerte nada, porque la nada me llena y me ahoga. Y cuando busco alguna razón para continuar te miro a los ojos y ya no veo mi reflejo, el brillo se ha disipado, sólo veo tus preciosos ojos verdes que aguantan exiguos segundos para buscar el alivio en otro lado. Tus besos son apenas un recuerdo y cuando regresan son tristes caricias piadosas que no hacen más que evocar el dolor metastático. Intento pensar cuándo fue la última vez que besé tus pequeños dulces pezones, algún día que me dejaras hacerlo. Tu clítoris, no recuerdo apenas ni el tacto que tiene. Añoro esos sábados, en los que tus besos me devolvían a la realidad, mientras tus manos se posaban en mi entrepierna saludando alegremente la mañana, firme y preparada para gozar de ti y correrse en tu interior durante eternos minutos de placer y disfrute de los dos.

Lo cierto es que es contagioso; mi falta de ilusión se propaga por los poros de tu piel hasta la mucosa de tus labios, incapaces ya apenas de esbozar siquiera una sonrisa forzada, hastiada de no recibir lo que quieres, asustada de no querer saber lo que pasa.

Y tu aventura con Enrique no fue más que una consecuencia de nuestro estado de embriaguez que nos despertó de esta amarga resaca y que por muchas tiritas que pongamos, por fuertes que nos hagamos, sí, nuestra relación ha madurado, demasiado , tanto que la fruta ha caído y no hay nadie para recogerla. Creo que no debemos culparnos, a pesar de todo lo hemos intentado. A veces los hechos no son malos en sí mismos, sólo son consecuencias de una determinada situación. Pero evidentemente no quiero que pienses que es ese hecho en concreto, por mucho que se perpetuara en el tiempo, la causa de todo, pues más bien ya te perdoné y casi lo olvidé. Es nuestra concepción de vida tan distinta.

Tu enfermedad es sólo ese reflejo de esa relación amor— odio contigo misma de la que soy incapaz de liberarte, y no me corresponde. Necesitas de una libertad que soy incapaz de darte y te pido que no te refugies en mi necesidad pues no es más que un refugio del mundo al que debes enfrentarte y mi percepción es que no es nuestro destino hacerlo juntos.

Esto, lo que despertó en nosotros, sobretodo en mí y que

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hace que todo sea insostenible. Y me duele, no sabes como. Dudo que vuelva a encontrar el amor tal y como lo he conocido contigo. Y te quiero y te querré siempre. Pero el amor y la felicidad son sólo estados finitos y el nuestro caducó en el momento en que nos preguntamos si lo éramos: felices y enamorados. Eso se sabe y se busca sólo cuando se pierde.

Busca en tu interior, no me odies, no me llores, pero sobretodo no te culpes, y menos a tu aspecto, pues sigues siendo la más guapa del mundo. Simplemente libérate, no me necesitas, sólo debes volverte a encontrar. Vuelve a salir y a disfrutar de tus amigas y de otros hombres. Explota tu tiempo, y sé tú misma. Vuelve a gozar de tu cuerpo, a reencontrarte con el sexo y recuerda cuando te mires cada día al espejo que sigues siendo la princesa más maravillosa, sólo es cuestión de tiempo que encuentres tu príncipe azul, que sea capaz de entenderte, enfrentarse a ti, hacerte olvidar tus miedos. Convencerte de que la vida es un camino en el que lo material, el cuerpo y las cosas son esos complementos que acompañan; así verás que el tiempo sólo existe para los infelices o aburridos, por lo que vale la pena disfrutar los minutos de cada día.

Acude a mí siempre que quieras, yo siempre estaré a tu lado, no lo olvides. Te quiero, por siempre.

Pablo

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SOBREVIVIENDO

Escribo este relato convencida de haber derrotado al monstruo y de haber podido salir de la habitación al fin. Pero aquí estoy otra vez, a los pocos meses, torturándome. Parece que vivo y me escondo para llorar. Mi vida vuelve a tomar un rumbo erróneo, he vuelto a equivocar el camino, y me cuesta encontrar a alguien que me tienda la mano, probablemente no quiera encontrarlo. Me deprimo al pensar que hace unos meses, al inicio de este relato, me sentía llena de vida, de salud. Creía haber derrotado todos mis temores, pero me doy cuenta de que esta enfermedad nunca me abandona, y me pregunto si algún día lo hará. Quizás sea como una característica intrínseca mía, como un defecto de fábrica. No sé si podré soportarlo.

Puede que al empezar a escribir me reencontrara con absurdas y erróneas creencias antiguas que fueron dogmas para mí. Quizás me transformé de nuevo en esa niñita menuda que anhelaba ser cada día más menuda. Compré una báscula: error. Había vivido quince años sin báscula y me había ido más o menos bien, el retorno del instrumento de tortura lo empeoró todo.

Ahora ha sido todo más fácil, soy adulta, ya no vivo con mis padres, tengo control sobre mi vida y nadie puede obligarme a nada, con lo que empezar a suprimir comidas no ha sido nada difícil. El resultado: pérdida de 10 kilos en unos tres meses, estoy en los huesos, frío otra vez, pantalones demasiado anchos, mareos matutinos. Lo peor es que me siento muy bien así. Otra vez esa cualidad que me desmarca del resto. Aunque soy consciente que me desmarca de la vida, me arranca la felicidad, si es que algún día la he conocido.

La gente me mira y tengo la sensación que deben pensar que estoy enferma, me siento observada en cada momento. Seguramente no sea así, o quizás me observen porque gusto, pero claro, este pensamiento no va a salir nunca de mi mente. Eso es lo que ha cambiado desde el principio: soy consciente de todo, y el hecho de ser consciente permite que no pueda llegar a extremos como a los que llegué hace tantos años. Pero creo que ahora es todo mucho más peligroso. Tengo autonomía, soy dueña de mi cuerpo y no parece que tenga muchas ganas de conservarlo. Ahora no tengo a ningún carcelero que me vigile, tengo las puertas abiertas a todo. Y parece mentira lo kafquiana que puede llegar a ser la mente humana, o mi mente, después de todo lo sufrido, estoy siguiendo los mismos pasos, directa a la destrucción. Me refugio en mi mundo de fantasía. Me refugio en la

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música, en los libros, en la familia y en los pocos amigos que siguieron a mi lado después de todo, los verdaderos y grandes amigos. Aquellos capaces de mirarme a la cara y decirme que estoy mal, decirme que estoy jugando con mi salud. Aquellos que no se quedan indiferentes cuando digo que no quiero comer porque ya he comido antes. A los que realmente importo, les importo más de lo que me importo yo a mí misma.

Lloro repetidamente sin motivo aparente concreto. Y cada vez mi llanto se refuerza al aparecerse en mi mente la imagen de mí misma de pequeñita, sonriente, feliz. Entonces repaso las múltiples fotografías de esa niñita que tendría que haber sido mucho mejor, y lloro.

Miro hacia delante y tengo miedo. Tengo miedo de no curarme jamás, tengo miedo de morir en el intento. Estoy segura de que moriré de alguna complicación derivada de mis actos. ¿Cuándo? No lo sé, pero estoy segura. Y a pesar de ello continúo con mi tentativa.

Ya casi he abandonado, no sé si soy capaz de seguir luchando. Solamente pido, que si algún día tengo hijos, ninguno de ellos no sufra lo que su madre sufrió. Solamente pido esto.

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EPÍLOGO

Han pasado demasiados años, y sigo revelándome y luchando contra este monstruo que casi termina con mi vida. Me gustaría ayudar para que nadie más tenga que pasar por lo que pasé, y por ello me decidí a escribir estas páginas. Aunque doy gracias de que esta no es realmente mi historia, podría haberlo sido, y es la de muchas y muchos adolescentes atrapados.

Todo lo contado está parcialmente basado en la realidad, pero gracias a todos los que me ayudaron puedo decir que estoy curada. La enfermedad no ha logrado perpetuarse en mí cómo narro en este relato, pero en ocasiones siento que no he sido capaz de ahuyentarla totalmente.

No soy diseñadora de interiores, finalmente estudié medicina, y trabajo en el mismo hospital en el que juré no volver jamás. Soy médico y a pesar de todo, a pesar de conocer el cuerpo humano, casi consigo destruir el mío. No trabajo con enfermedades de la mente, pero cada día paso por la planta y las habitaciones en las que permanecí encerrada, camino por los mismos pasillos, incluso a veces creo reconocer a alguna enfermera. Sólo deseo que ellas no me recuerden.

Mi marido no me ha dejado, permanece incansable a mi lado, consciente de todos mis problemas. Me obliga a hablar de mis sentimientos, cosa que no he hecho antes nunca con nadie. Me entiende y reconoce cada problema como sólo lo hicieron en su día mis padres. Aunque la mayor parte del tiempo estoy bien, “curada”, a veces me siento derrotada por esta enfermedad y no quiero reconocerlo.

Han pasado muchos años pero muchas cosas no han cambiado. He madurado, quizás crecí a la fuerza. He aprendido a valorarme por otras cosas, aunque hay algo que sigue siendo demasiado importante para mí y no sé si algún día dejará de serlo.

Solamente quiero no hacer sufrir a la gente que me quiere, y si algún día puedo volver a ser la de antes sin volver a recaer, para siempre, sería el mejor regalo de Reyes.

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Autor:

Página personal:

Página del libro:

PaulaAP

http://aguilisha.bubok.com

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