Habermas Jurgen - Identidades Nacionales Y Postnacionales

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  • fomenta, ha de nutrirse de la herencia de tradiciones culturales consonantes. Las tradiciones nacionales si-guen acuando todava una forma de vida que ocupa un lugar privilegiado, si bien slo en una jerarqua de formas de vida de diverso radio y alcance. A estas for-mas de vida corresponden, a su vez, identidades co-lectivas que se solapan unas con otras, pero que ya no necesitan de un punto central en que hubieran de aga-villarse e integrarse formando la identidad nacional. En vez de eso, la idea abstracta de universalizacin de la democracia y de los derechos humanos constituye la materia dura en que se refractan los rayos de las tra-diciones nacionales del lenguaje, la literatura y la historia de la propia nacin.

    Al considerar este proceso de apropiacin, no pue-den sobreextenderse las analogas con el modelo kier-kegaardiano de la asuncin responsable de la propia biografa individual. Ya en lo tocante a la vida indivi-dual, el decisionismo del "o lo uno o lo otro" significa una fuerte estilizacin. El peso de la "decisin" tiene aqu por fin el acentuar el carcter autnomo y cons-ciente del hacerse con uno mismo. En el plano de la apropiacin de tradiciones intersubjetivamente com-partidas, de las que ningn individuo puede disponer a voluntad, a ello slo puede corresponderle el carc-ter consciente y autnomo de una discusin sostenida pblicamente. Por ejemplo, nosotros discutimos cmo queremos entendernos como ciudadanos de la Repblica Federal. En el modo de esta discusin en torno a interpretaciones se efecta el proceso pblico que es la tradicin. Y en tal proceso las ciencias hist-ricas al igual que otras culturas de expertos slo se ven envueltas bajo el aspecto de su uso pblico, no como ciencias.

    Igualmente importante es otra diferencia. Kierke-

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  • gaard coloca el acto de autoeleccin enteramente bajo el punto de vista de la justificacin moral. Pero a valoracin moral slo est sujeto aquello que pode-mos imputar a una persona individual; de los procesos histricos no podemos sentirnos responsables en el mismo sentido. Del plexo histrico de formas de vida que se reproducen de generacin en generacin, slo se sigue para los nacidos despus una especie de res-ponsabilidad intersubjetiva. Y en este punto aquel momento de arrepentimiento que tan de cerca sigue al cercioramiento de s tiene ciertamente un equiva-lente, a saber: esa melancola ante las vctimas a las que ya no puede ofrecerse reparacin alguna, una me-lancola que nos pone bajo una obligacin. Y conside-remos o no esa obligacin histrica en trminos tan amplios como lo hace Benjamin, lo cierto es que, en lo tocante a continuidades y discontinuidades de las formas de vida que nos ha tocado proseguir, nos com-pete hoy una responsabilidad mayor que nunca.

    En un revelador pasaje Kierkegaard utiliza la ima-gen del redactor: el individuo que vive ticamente sera el redactor de su propia biografa, pero tiene que hacerse consciente de que "es el redactor responsa-ble" (827). Despus que el individuo ha decidido exis-tencialmente quin quiere ser, asume la responsabili-dad de lo que en adelante va a considerar esencial o no esencial en su propia biografa de la que se ha hecho moralmente cargo: "Quien vive ticamente cancela en cierta medida la distincin entre lo acci-dental y lo esencial, pues se asume por entero a s mismo como igualmente esencial. Pero esa distincin retorna, pues, tras haber hecho eso, pasa a distinguir de suerte que asume una responsabilidad esencial por lo que ha excluido como accidental, precisamente en el aspecto de que lo ha excluido como tal" (827). Hoy

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  • podemos ver que en la vida de los pueblos se da un equivalente de esto. En el proceso pblico de la tradi-cin se decide acerca de cules de nuestras tradiciones queremos proseguir y cules no. La disputa en torno a ello se encender con tanta ms intensidad cuanto menos sea la confianza que podamos poner en ningu-na historia triunfal de la nacin, cuanto menos poda-mos fiarnos de la compacta normalidad de aquello que ha resultado imponerse y cuanta ms clara con-ciencia cobremos de la ambivalencia de toda tradi-cin.

    V

    En lo personal habla Kierkegaard, pues, de una "distincin" que hacemos cuando nos recobramos de la disipacin, recogindonos en el foco de un respon-sable "ser uno mismo". Es entonces cuando se sabe quin se quiere ser y quin no, qu es lo que ha de per-tenecer esencialmente a uno mismo y qu no. A la mentalidad de toda una poblacin no puede transfe-rirse sin ms la conceptuacin de autenticidad e inau-tenticidad que la filosofa de la existencia acu para el individuo. Pero tambin aqu las decisiones histri-cas de alcance poltico y cultural dejan tras de s sus rasgos distintivos como ocurre en el caso de la orientacin de la Repblica Federal hacia Occiden-te. Cabe muy bien hacer la pregunta de si en tal de-cisin se refleja la autocomprensin poltico-cultural de la poblacin, de si funda una "distincin", un que-rer ser de otra manera. Significa hoy para nosotros la integracin en Occidente tambin una ruptura con el contexto de una peculiar y distintiva conciencia ale-mana, o la entendemos slo como una decisin opor-

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  • tunista que, segn estaban las cosas, fue la que mejor nos permiti mantener toda la continuidad que nos era posible en la economa vital de la nacin?

    La integracin de la Repblica Federal en Occiden-te se ha efectuado de forma gradual: econmicamen-te, con la reforma del sistema monetario y la integra-cin europea; polticamente, con la divisin de la nacin y la consolidacin de cada uno de los dos Esta-dos; militarmente, con el rearme y la entrada en la OTAN; culturalmente, con una internacionalizacin lenta, slo cerrada a fines de los aos cincuenta, de la ciencia, la literatura y el arte. Estos procesos se han desarrollado en una constelacin que, en lo tocante a poltica de bloques, vino determinada por Yalta y Potsdam y ms tarde por la relacin entre las superpo-tencias. Pero en la poblacin alemana occidental die-ron desde el principio con "un sentimiento proocci-dentalista ampliamente difundido, que se nutra del radical fracaso de la poltica nazi y del odioso espect-culo que ofreca el comunismo sovitico" 9. Un doble consenso antitotalitario vino determinando hasta bien entrados los aos sesenta la mentalidad que caracteri-za nuestra cultura poltica. La ruptura de este com-promiso nos pone hoy por primera vez explcitamente ante la cuestin de qu significa en verdad para noso-tros esa orientacin hacia Occidente: una simple adaptacin a una constelacin histrica o una reorien-tacin intelectual enraizada en convicciones y dirigida por principios.

    Naturalmente, la muda capacidad de persuasin que ejercen el xito econmico y crecientemente tam-

    D. Thranhardt, Geschichte der Bundesrepublik Deutschland, Francfort, 1986.

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  • bien las adquisiciones del Estado social ha sido el mejor garante del asentimiento a procesos que ya se haban puesto en marcha con independencia de ello. Algo ms fue lo que hizo el rechazo de la Unin So-vitica, es decir, el anticomunismo de los expulsados del Este, que haban hecho con el comunismo sus pro-pias experiencias, el anticomunismo del SPD *, que no haba podido impedir en la otra parte de Alemania la formacin del SED **, y el anticomunismo de aquellos que siempre haban sido anticomunistas, sobre todo ese anticomunismo bajo cuyo signo los partidos del gobierno impusieron el rearme. Bajo Adenauer stos no se anduvieron con melindres en su propaganda y pusieron estereotpicamente en cone-xin al oponente interno con el enemigo externo.

    Mientras las primeras medidas relativas a organiza-cin econmica pudieron entenderse como restaura-cin del tipo de relaciones econmicas transitoria-mente quebrantadas, mientras el nuevo orden polti-co e institucional pudo entenderse, pese a todo, como una reforma del Estado de Weimar, se registraron en efecto nuevos comienzos, tanto hacia el exterior, en la poltica de alianzas, como hacia el interior, en la cul-tura poltica. En torno a temas provenientes de esos dos mbitos se iniciaron las grandes controversias que acuaron la mentalidad de la nueva Repblica. La po-ltica de rearme y ms tarde la Ostpolitik fueron temas debatidos entre gobierno y oposicin, a veces sobre el trasfondo de movimientos extraparlamentarios. Las disputas relativas al carcter de nuestra cultura polti-ca se iniciaron en torno a lo que primero una capa es-

    * Partido Socialdemcrata Alemn. (N. del T.). ** Partido de la Unin Socialista Alemana. (N. del T.).

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  • tablecida de intelectuales y ms tarde tambin la re-vuelta estudiantil y los nuevos movimientos sociales perciban como tendencias autoritarias o como insen-sibilidades frente a los fundamentos morales (cuando se tomaba a stos la palabra) del Estado social y de-mocrtico de Derecho y, en general, de una forma de organizacin poltica expresamente inspirada por principios antifascistas. Naturalmente, no puedo pre-tender caracterizar aqu en pocas frases la historia de la mentalidad de la Repblica Federal. Slo quiero subrayar una cosa: esas dos controversias, bien dura-deras entre nosotros, se efectuaron siempre sobre la base (si prescindimos de grupos marginales) de una opcin por Occidente, que nadie puso nunca seria-mente en cuestin 10.

    Sin embargo, el segundo complejo de temas afecta-ba al consenso antitotalitario, cuya composicin haba experimentado inmediatamente despus de la guerra una transformacin caracterstica: el anticomunismo, en el sentido de un rechazo del comunismo sovitico, era algo que resultaba obvio para todos, incluyendo a los estudiantes antitotalitarios del 68; pero el antifas-cismo la propia palabra resultaba ya sospechosa fue muy pronto objeto de una especificacin: por an-tifascismo no se entenda mucho ms que un rechazo sumario de un perodo puesto globalmente a distancia y adjudicado a la "poca de los tiranos". El consenso antitotalitario, en la medida en que una a toda la po-blacin, descansaba sobre una asimetra tcita. Slo era consenso a condicin de que el antifascismo no se

    10 Conviene subrayar a este respecto ese prejuicio tan extendido en nuestro pas de que la opcin por Occidente se identifica con la opcin por la poltica de Adenauer o por la doctrina que la OTAN sostiene en cada caso.

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  • convirtiera en un antifascismo de principio. Pero fue-ron precisamente estas condiciones las que han veni-do siendo una y otra vez problematizadas por mino-ras liberales y de izquierdas:

    al tematizar pblicamente en todos sus detalles el perodo nazi, un perodo considerado por todos negativamente, pero slo en la forma de ponerlo globalmente entre parntesis (discusio-nes relativas a desagravios y reparaciones, "en-frentamiento con el pasado", procesos de Aus-chwitz, debates sobre prescripcin de los crmenes nazis, etc.);

    al apelar a los principios del Estado constitucio-nal y a los principios de un orden social justo contra prcticas que se venan convirtiendo en habituales en la Repblica Federal (escndalo Spiegel, campaa Springer, prohibicin de acce-so a la funcin pblica a miembros de grupos marginales de izquierda, discusin sobre las pe-ticiones de asilo poltico, etc.);

    o al juzgar por el mismo rasero las polticas de la potencia protectora Amrica, es decir, a la po-tencia considerada como modelo de antitotalita-rismo (Vietnam, Libia, obstculos a la poltica de distensin, etc.).

    La "disputa de los historiadores" pertenece tam-bin a este contexto. Las intenciones polticas, a las que sin disimulo alguno sirve esa distanciadora histo-rificacin del perodo nazi montada de cara a la opi-nin pblica, no necesita de ninguna investigacin de motivos. Si cada vez resulta menos posible cumplir aquella condicin del consenso antitotalitario de los aos cincuenta, es decir, la discrecin frente a la pro-

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  • pia historia, la nica alternativa es precisamente sta: una intrpida desproblematizacin de un pasado que ya no puede seguirse poniendo entre parntesis y la adhesin un tanto obstinada a continuidades que pasan incluso por el perodo nazi.

    Es, pues, hoy cuando est por primera vez a debate cmo queremos entender nuestra orientacin hacia Occidente: pragmticamente, como una simple cues-tin de alianzas o, tambin intelectualmente, como un nuevo comienzo en nuestra cultura poltica n . Quien se contenta con un retrico "tanto lo uno como lo otro" no hace ms que quitarse el problema de enci-ma, convirtiendo una cuestin existencial en una dispu-ta sobre trminos: el "o lo uno o lo otro" de Kierke-gaard se refiere al modo de la aceptacin consciente de un fragmento de historia. Y, en ese punto decisivo que representa el abandono de nuestras fatales tradi-ciones, nuestra historia de posguerra no debera que-dar al arbitrio de esas habituales confesiones de bo-quilla, tan retricas como apticas.

    1 ' Este aspecto de la disputa de los historiadores lo ha subrayado Dahrendorf: "Bajo la ancha y benvola sombra que proyecta la fi-gura del canciller se ha iniciado una bsqueda de identidad cuya nota caracterstica es el deseo de una continuidad histrica ininte-rrumpida. Aunque para muchos resulte desconcertante, la bsque-da de esa forma de identidad viene siendo protagonizada sobre todo por aquellos que en la poltica actual apuestan por Estados Unidos o, quiz mejor, por el presidente Reagan, mientras que, a la inversa, los crticos de izquierda de la poltica americana invocan la Ilustracin occidental. Surgen as combinaciones aparentemente contradictorias: quien est por el SDI y la prosecucin de la carrera de armamentos, se muestra tambin dispuesto a comparar Ausch-witz con precedentes asiticos y a compensar unas con otras las bar-baries de la historia. Y a la inversa" ("Zur politischen Kultur der Budesrepublik", en Merkur, enero 1987, pp. 71. s.)

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  • IDENTIDAD NACIONAL E IDENTIDAD POSTNACIONAL

    ENTREVISTA CON J. M. FERRY

    Pregunta. La llamada "disputa de los historiado-res", que se inici en la Repblica Federal el verano de 1986, viene teniendo en Francia desde hace unos meses una importante repercusin; eso s, en la recep-cin francesa de esta controversia se ha tratado sobre todo de un debate acerca de la metodologa de las ciencias histricas y sobre la deontologa de una argu-mentacin cuya importancia poltica latente e implci-ta se ha hecho explcita con la enrgica y clara toma de postura por parte de usted contra el neohistoricis-mo...

    Respuesta. Tal vez convenga ponernos primero bre-vemente de acuerdo sobre la expresin "neohistori-cismo". En la Repblica Federal se inici desde los aos setenta una reaccin contra la penetracin en las ciencias del espritu de los mtodos y formas de consi-deracin tpicos de las ciencias sociales. Esta reaccin se entiende tambin a s misma como un retorno a la importante tradicin alemana de ciencias del espritu del siglo xix. En ese aspecto el lema ms importante es "rehabilitacin de la narracin", es decir, la exposi-cin narrativa de los sucesos frente a las pretensiones de explicacin teortica. Bajo el epgrafe "ciencias del espritu" el Frankfurter Allgemeine Zeitung ha intro-ducido una nueva seccin con el fin de prestar apoyo a este giro ante la opinin pblica.

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  • Durante la disputa de los historiadores fue sobre todo Sal Friedlnder quien llam la atencin sobre los lmites y peligros del neohistoricismo en lo tocante a la exposicin histrica de la catstrofe de Ausch-witz. En esta controversia nadie se opuso a una "his-torizacin", es decir, a una consideracin cientfica-mente distanciada del perodo nazi. Lo preocupante es slo la falta de reflexin hermenutica en el mto-do. Cuando uno pretende colocarse lisa y llanamente en la situacin de los participantes con el fin de enten-der a los actores y sus acciones a partir de su propio contexto, se corre el peligro de perder de vista el plexo fatal que fue ese perodo en su conjunto. En ese caleidoscopio de normalidades menudas, diversas, grises, queda desintegrada toda perspectiva que pu-diera permitirnos reconocer el doble fondo de aquella aparente normalidad. No es lcito limitarse, por mor de una "comprensin" en sentido enftico, a conside-rar los detalles desde la perspectiva de lo prximo, lo que, por cierto, tampoco hace Martin Broszat, que ha sostenido con Friedlnder una interesante controver-sia al respecto. Dolf Sternberger ha venido insistiendo una y otra vez en que "la venerable doctrina del Vers-tehen (comprensin) choca aqu con un muro masi-vo... El monstruoso y demencial crimen que designa-mos con el nombre de Auschwitz es algo que no puede en realidad entenderse."

    P. En cualquier caso, hoy est claro que la "dispu-ta de los historiadores" no es una controversia esco-lstica, sino que ha de considerarse como un debate acerca de la autocomprensin de la Repblica Fede-ral. Segn su opinin, Auschwitz cambi hasta tal punto las condiciones de continuacin de los plexos de vida histricos, que hoy resulta imposible aceptar

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  • el modo de consideracin de la historia que el neohis-toricismo pretende renovar. En qu sentido hay que entender esta protesta de usted contra el neohistori-cismo?

    R. El neohistoricismo se basa en un supuesto que, por lo dems, hoy es defendido tambin en la Filoso-fa prctica por el neoaristotelismo. Una prctica ni sera comprensible ni podra enjuiciarse si no es desde las formas de vida y tradiciones en que est inserta. Una prctica slo podra justificarse desde su propio contexto. Esto slo es plausible si pudiramos confiar en que a las prcticas, con tal de transmitirse de gene-racin en generacin y cobrar consistencia en esa transmisin, les basta para acreditarse el venir susten-tadas por la solidez de una tradicin. Esta conviccin responde a una especie de ntima confianza antropo-lgica.

    De esta confianza vive el historicismo. Tal confian-za no es del todo incomprensible. Pues en cierto modo, pese a todas las bestialidades espontneas y cuasinaturales de la historia universal, nos abandona-mos siempre a esa profunda capa de solidaridad en el trato de los hombres entre s, en el trato de los hom-bres face toface. De esta confianza se nutri tambin la incuestionada continuidad de nuestras tradiciones. Pues "tradicin" significa que proseguimos aproble-mticamente algo que otros han iniciado y hecho antes que nosotros. Normalmente suponemos que estos "predecesores", si hablsemos con ellos cara a cara, no podran engaarnos del todo, no podran re-presentar el papel de un deus malignus. Pues bien, a mi juicio, es esta base de confianza la que qued des-truida con las cmaras de gas.

    La compleja preparacin y la ramificada organiza-

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  • cin de ese asesinato de masas framente calculado, en el que estuvieron implicados cientos de miles, e in-directamente todo un pueblo, se efectu bajo una apariencia de normalidad e incluso dependi de la normalidad de un trfico social altamente civilizado. Lo monstruoso sucedi sin perturbar el tranquilo aliento de la vida cotidiana. Desde entonces ya no es posible una vida consciente sin desconfiar de toda continuidad que se afirme incuestionadamente y que pretenda tambin extraer su propia validez de ese su carcter incuestionado.

    P. Quisiera insistir en la cuestin acerca del modo como podran articular hoy su identidad colectiva los miembros de la Repblica Federal y quiz tambin los alemanes en general. En el plano poltico de una iden-tidad y soberana nacionales, "Alemania" ofrece cuando menos el aspecto de una entidad problemti-ca, a la que no corresponde ninguna organizacin es-tatal. La forma de identidad nacional remite a la con-ciencia histrica, en cuyo medio se forma la autoconciencia de una nacin. Usted, en cambio, habla de "patriotismo de la Constitucin", de un pa-triotismo que encuentra sus lmites en los postulados de universalizacin de la democracia y de los derechos del hombre. Podra usted explicar algo ms esta op-cin universalista?, renuncia usted simplemente a todo tipo de articulacin de la identidad colectiva en trminos de la propia historia nacional, para sustituir-la por una identidad meramente prctico-formal, que en principio no necesitara estar referida a la propia tradicin?

    R. No, la identidad de una persona, de un grupo, de una nacin o de una regin es siempre algo concre-

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  • to, algo particular (aunque por supuesto siempre ha de satisfacer tambin criterios morales). De nuestra identidad hablamos siempre que decimos quines somos y quines queremos ser. Y en esa razn que damos de nosotros se entretejen elementos descripti-vos y elementos evaluativos. La forma que hemos co-brado merced a nuestra biografa, a la historia de nuestro medio, de nuestro pueblo, no puede separar-se en la descripcin de nuestra propia identidad de la imagen que de nosotros nos ofrecemos a nosotros mismos y ofrecemos a los dems y conforme a la que queremos ser enjuiciados, considerados y reconoci-dos por los dems.

    Pasemos ahora a la identidad colectiva de los ale-manes tras la Segunda Guerra Mundial. Para nosotros no es nada nuevo el que la unidad de nuestra vida cul-tural, lingstica e histrica no coincida con la forma de organizacin que representa el Estado. Nunca fui-mos uno de los Estados nacionales clsicos. Sobre el trasfondo de una historia de casi un milenio, los seten-ta y cinco aos del Reich de Bismarck son un perodo bien corto. E incluso despus, y aun prescindiendo de los alemanes suizos y de minoras alemanas en otros Estados, hasta 1938 el Reich alemn hubo de coexistir con Austria. En esta situacin considero que para no-sotros, los ciudadanos de la Repblica Federal, un pa-triotismo de la Constitucin es la nica forma posible de patriotismo. Pero esto no significa en absoluto la renuncia a una identidad que nunca puede consistir slo en orientaciones y caractersticas universales, morales, por as decirlo, compartidas por todos.

    Para nosotros, ciudadanos de la Repblica Federal, el patriotismo de la Constitucin significa, entre otras cosas, el orgullo de haber logrado superar duradera-mente el fascismo, establecer un Estado de Derecho y

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  • anclar ste en una cultura poltica que, pese a todo, es ms o menos liberal. Nuestro patriotismo no puede negar el hecho de que en Alemania la democracia, slo tras Auschwitz (y en cierto modo slo tras el shock de esa catstrofe moral), pudo echar races en los motivos y en los corazones de los ciudadanos o, por lo menos, de las jvenes generaciones. Para este enraizamiento de principios universalistas es menes-ter siempre una determinada identidad.

    P. En la opcin universalista que usted defiende radica, a mi entender, el inters universal de la actual controversia alemana. Me refiero a que esta dinmica postconvencional de la identidad colectiva, esta forma de identidad postnacional que usted defiende, se presenta tambin con la pretensin de ser la forma de vida vlida en principio, que con carcter general podra sustituir con provecho en un futuro ms o menos prximo a la forma de identidad nacional, si bien el nacionalismo representa la forma especfica-mente moderna de identidad colectiva. Me equi-voco?

    R. Hemos de distinguir bien dos cosas. El naciona-lismo qued extremado entre nosotros en trminos de darwinismo social y culmin en un delirio racial que sirvi de justificacin a la aniquilacin masiva de los judos. De ah que el nacionalismo quedara drstica-mente devaluado entre nosotros como fundamento de una identidad colectiva. Y de ah tambin que la supe-racin del fascismo constituya la particular perspecti-va histrica desde la que entre nosotros se entiende a s misma una identidad postnacional, cristalizada en torno a los principios universalistas del Estado de De-recho y de la democracia. Pero no slo la Repblica

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  • Federal de Alemania: todos los pases europeos han evolucionado tras la Segunda Guerra Mundial, de suerte que el plano de integracin que representa el Estado nacional ha perdido peso e importancia.

    Tambin estos pases se hallan en camino de con-vertirse en sociedades postnacionales. Baste recordar la integracin europea, las alianzas militares suprana-cionales, las interdependencias en la economa mun-dial, la migraciones motivadas por situaciones econ-micas, la creciente pluralidad tnica de las poblacio-nes, y tambin el adensamiento de la red de comuni-cacin, que ha agudizado en todas partes la percep-cin de, y la sensibilidad para, la violacin de los dere-chos humanos, la explotacin, el hambre, la miseria, las exigencias de los movimientos nacionales de libe-racin, etc. Esto conduce, por un lado, a reacciones de miedo y defensa. Pero, simultneamente, se difun-de tambin la conciencia de que ya no hay alternativa alguna a las orientaciones valorativas universalistas.

    Pero qu significa universalismo? Que se relativi-za la propia forma de existencia atendiendo a las pre-tensiones legtimas de las dems formas de vida, que se reconocen iguales derechos a los otros, a los extra-os, con todas sus idiosincrasias y todo lo que en ellos nos resulta difcil de entender, que uno no se empeci-na en la universalizacin de la propia identidad, que uno no excluye y condena todo cuanto se desve de ella, que los mbitos de tolerancia tienen que hacerse infinitamente mayores de lo que son hoy; todo esto es lo que quiere decir universalismo moral.

    La idea subyacente en el Estado nacional, una idea que naci de la Revolucin francesa, tuvo en su ori-gen un sentido completamente universalista. Baste pensar en el entusiasmo que a principios del siglo xix provoc en toda Europa la lucha de los griegos por su

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  • libertad. Este elemento cosmopolita habra que reavi-varlo y desarrollarlo hoy en el sentido de un multicul-turalismo.

    P. Si bien es verdad que ese cambio de forma de la identidad colectiva sugiere un cambio estructural fle-xible de las formas de vida modernas, que sera sus-ceptible de efectuarse en los Estados nacionales clsi-cos, no puedo, sin embargo, imaginarme cmo bajo tales supuestos de un plexo de vida radicalmente des-centrado podra quedar cubierta la necesidad fctica de autoafirmacin y autoconfirmacin. Se trata de la cuestin de qu capacidad de fundar identificaciones y de motivar pueden tener las pretensiones de validez universalistas puramente formales. Cmo puede la opcin radicalmente universalista, o ese "patriotismo de la Constitucin" de que usted habla, ofrecer una fuerza formadora de identidad, que no slo disponga de legitimidad moral, sino tambin de plausibilidad histrica?

    R. La vinculacin a los principios del Estado de Derecho y de la democracia slo puede, como he dicho, cobrar realidad en las distintas naciones (que se hallan en vas de convertirse en sociedades postna-cionales) si esos principios echan en las diversas cultu-ras polticas unas races, que sern distintas en cada una de ellas. En el pas de la Revolucin francesa, tal patriotismo de la Constitucin habr de tener una forma distinta que en un pas que nunca fue capaz de crear una democracia por sus propias fuerzas. El mismo contenido universalista habr de ser en cada caso asumido desde el propio contexto histrico y quedar anclado en las propias formas culturales de vida. Toda identidad colectiva, tambin la postnacio-

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  • nal, es mucho ms concreta que el conjunto de princi-pios morales, jurdicos y polticos en torno a los que cristaliza.

    P. Cuando usted invoca un uso pblico de la tradi-cin, en el que cabra decidir "cules de nuestras tra-diciones queremos proseguir y cules no", surge la imagen de aquella relacin radicalmente crtica con la tradicin, que caracteriz a la actitud racionalista de la Ilustracin. Pero precisamente esa actitud se con-virti en su da en blanco de la crtica de Hegel, y hoy, de forma distinta, vuelve a ser objeto de la crtica de Gadamer. Voy a distinguir brevemente entre ambos tipos de crtica a la Ilustracin. En la lnea de Gada-mer la objecin contra la Ilustracin es que en princi-pio no podemos trascender la tradicin, en particular con la (supuesta) intencin ilusoria de proseguir selec-tivamente determinados planteamientos contenidos en esa tradicin y excluir otros. Por lo que se refiere a la crtica de Hegel me voy a limitar a recordar una idea cuya cita saco de Filosofa del Derecho: "El hom-bre vale porque es hombre, no porque sea judo, cat-lico, protestante, alemn, italiano. Esta conciencia, que hace justicia al pensamiento, es de infinita impor-tancia, y slo resulta deficiente cuando, adoptando, por ejemplo, la forma de cosmopolitismo, pretende afirmarse contra la vida concreta del Estado."

    Qu-tiene que replicar a esto esa profundizacin (en trminos de teora del discurso) o renovacin del universalismo kantiano, que, si no me equivoco, es la que sirve de marco pragmtico-formal a la idea de pa-triotismo de la Constitucin?

    R. Hegel dio a la palabra "hombre" un sentido pe-yorativo, porque consideraba "la humanidad" como una "mala abstraccin". Como actores de la historia

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  • universal aparecen en l los "espritus de los pueblos" o los grandes individuos, y sobre todo los Estados. Por el contrario, la totalidad de todos los sujetos capa-ces de lenguaje y de accin no constituye una unidad que pueda actuar polticamente. De ah que Hegel pusiera la moralidad, que se refiere a la vulnerabili-dad de todo lo que tiene rostro humano, por debajo de la poltica. Pero esto es una perspectiva que vena muy determinada por el contexto histrico de Hegel.

    Hoy, a diferencia de lo que ocurra en 1817, el cos-mopolitismo no puede enfrentarse a la vida concreta del Estado, por la sencilla razn de que la soberana de los Estados particulares ya no consiste en la capaci-dad de stos de disponer sobre la guerra y la paz. Sobre la guerra y la paz ni siquiera pueden disponer ya libremente las superpotencias. Hoy, la propia vo-luntad de autoconservacin somete a todos los Esta-dos al imperativo de abolir la guerra como medio de solucin de los conflictos. Para Hegel el dulce et deco-rum est pro patria mori era todava el supremo deber tico sobre la Tierra. Hoy el deber de "servir a las armas" en cierto modo se ha convertido en cuestiona-ble. Tambin el comercio internacional de armas, tal como se practica hoy, tambin por Francia, hace mucho tiempo que ha perdido su inocencia moral. La abolicin del estado de naturaleza entre los Estados est por primera vez en el orden del da. Con ello cambian tambin las condiciones de autoafirmacin de los pueblos. Y tampoco la jerarqua entre deberes polticos del ciudadano y deberes morales del "hom-bre" permanece intacta ante esta situacin. Es la si-tuacin misma la que obliga a una moralizacin de la poltica.

    Y lo mismo cabe decir de la actitud crtica frente a las propias tradiciones. Ya Hegel haba convertido en

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  • objeto de su filosofa aquella transformacin de la conciencia del tiempo, que se efectu en Europa en torno a 1800: la experiencia de la peculiar aceleracin de la propia historia, la perspectiva unificadora sobre el conjunto de la historia universal, el peso y actuali-dad del propio presente en el horizonte de un futuro cuya responsabilidad haba que asumir. Las catstro-fes de nuestro siglo han introducido una nueva mu-danza en esta conciencia del tiempo. Ahora nuestra responsabilidad se hace extensiva incluso al pasado. ste no puede aceptarse simplemente como algo fc-tico y acabado. Walter Benjamn defini con suma precisin las demandas que los muertos hacen a la fuerza anamntica de las generaciones vivas. Es cierto que no podemos reparar el sufrimiento pasado ni re-parar las injusticias que se hicieron a los muertos; pero s que poseemos la fuerza dbil de un recuerdo expiatorio. Slo la sensibilidad fente a los inocentes torturados de cuya herencia vivimos es capaz tambin de generar una distancia reflexiva respecto a nuestra propia tradicin, una sensibilidad frente a la terrorfi-ca ambivalencia de las tradiciones que han configura-do nuestra propia identidad. Pero nuestra identidad no es solamente algo con que nos hayamos encontra-do ah, sino algo que es tambin y a la vez nuestro pro-pio proyecto. Es cierto que no podemos buscarnos nuestras propias tradiciones, pero s que debemos saber que est en nuestra mano el decidir cmo pode-mos proseguirlas. Gadamer piensa en este aspecto en trminos excesivamente conservadores. Pues toda prosecucin de la tradicin es selectiva, y es precisa-mente esta selectividad la que ha de pasar hoy a travs del filtro de la crtica, de una apropiacin consciente de la propia historia o, si usted quiere, por el filtro de la "conciencia de pecado".

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