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H. P. Lovecraft

ED ITOR IAL PER I FÉR ICA

EL RESUCITADORTRADUCCIÓN DE JUAN CÁRDENAS

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© de la traducción, Juan Cárdenas, 2014© de esta edición, Editorial Periférica, 2014Apartado de Correos 293. Cáceres 10.001

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I S B N : 978-84-92865-86-4D E P Ó S I T O L E G A L: CC-13-2014

I M P R E S O EN ESPAÑA – P R I N T E D IN SPAIN

El editor autoriza la reproducción de este libro, total oparcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siemprey cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

P R I M E R A E D I C I Ó N : febrero de 2014T Í T U L O O R I G I N A L : Herbert West: Reanimator

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P R I M E R A P A R T E

D E S D E LA O S C U R I D A D

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Sobre Herbert West, que fue mi amigo en la uni-versidad y en años posteriores, sólo puedo hablarcon extremo horror. Este horror no se debe única-mente a la siniestra manera en que se produjo sureciente desaparición: en realidad fue engendradopor la naturaleza de toda su obra y adquirió suacuciante forma hace más de diecisiete años, cuan-do estábamos en el tercer curso de nuestros estu-dios en la Facultad de Medicina de la Universidadde Miskatonic, en Arkham. Mientras estuvo juntoa mí, la maravilla diabólica de sus experimentos mefascinó sobremanera, y en todo ese tiempo fui sinduda su compañero más cercano. Ahora que hadesaparecido y el hechizo parece haberse roto, elmiedo no ha hecho más que crecer. Las posibilida-des y los recuerdos son incluso más espantosos quela realidad.

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El primer incidente aterrador de nuestra rela-ción fue, sin duda, la conmoción más grande demi vida hasta esa fecha y sólo puedo repetirla aquítras vencer fuertes reticencias. Como ya he dicho,ocurrió cuando estábamos en la facultad de me-dicina, donde West ya había cobrado notoriedadpor sus intrépidas teorías sobre la naturaleza de lamuerte y la posibilidad de sobreponerse a ella re-curriendo a medios artificiales. Sus ideas, que fue-ron ridiculizadas hasta la extenuación por el profe-sorado y los demás estudiantes, se apoyaban en lanaturaleza esencialmente mecanicista de la vida, yello implicaba dar con los medios para operar la ma-quinaria orgánica del cuerpo a través de una calcu-lada acción química efectuada tras el fallo de losprocesos naturales. En estos experimentos con di-versas soluciones reanimadoras, West había sacri-ficado y experimentado con una enorme cantidadde conejos, conejillos de indias, gatos, perros y mo-nos, hasta el punto de convertirse en el mayor fas-tidio de toda la universidad. Lo cierto es que, ennumerosas ocasiones, había obtenido algunas se-ñales de vida en animales presuntamente muertos;en muchos casos, señales violentas. No obstante,pronto se dio cuenta de que la perfección de esteproceso, si es que de hecho era posible, implicaría

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por fuerza toda una vida de investigaciones. Igual-mente, dado que las soluciones nunca funcionabandel mismo modo en especies orgánicas distintas, de-dujo que necesitaría sujetos humanos para obteneravances nuevos y más especializados. Fue allí don-de por primera vez entró en conflicto con las auto-ridades académicas, y sus experimentos fueron pro-hibidos nada menos que por el célebre decano dela facultad en persona, el sabio y benévolo doctorAllan Halsey, cuya obra en beneficio de los conva-lecientes es recordada por todos los antiguos resi-dentes de Arkham.

Yo siempre me había mostrado excepcionalmentetolerante con las ambiciones de West, con quien amenudo discutía acerca de unas teorías cuyas ra-mificaciones y corolarios parecían infinitos. Soste-niendo con Haeckel que toda la vida es un procesoquímico y físico, y que la mal llamada «alma» no esmás que un mito, mi amigo creía que la resurrec-ción artificial de los muertos sólo dependería delestado de los tejidos y que, a menos que tuvieralugar una descomposición en toda regla, un cadá-ver totalmente equipado con sus órganos podría,con los procedimientos adecuados, ser devuelto aese peculiar estado al que llamamos vida.

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West era plenamente consciente de que la vidapsíquica o intelectual podría verse afectada por unligero deterioro de las delicadas células cerebrales,algo que, incluso, un breve lapso de muerte basta-ría para provocar. En un principio, tenía la espe-ranza de hallar una sustancia que restituyera la vi-talidad antes de que acaeciera la muerte, y sólo trasrepetidos fracasos con animales se había dado cuen-ta de que los principios naturales de la vida eranincompatibles con los artificiales. Luego procuróque sus especímenes fueran extremadamente fres-cos, inyectando sus soluciones en la sangre justodespués de la defunción. Fue esta circunstancia loque avivó el escepticismo de los profesores, puesestaban seguros de que la muerte no había tenidolugar de manera inequívoca. No se detuvieron aanalizar el asunto con la atención y el raciocinionecesarios.

No fue mucho después de que la facultad inte-rrumpiera sus trabajos cuando West me confió sudecisión de conseguir cadáveres humanos frescosde alguna manera, a fin de continuar en secreto conlos experimentos que ya no podía desarrollarabiertamente. Oírlo divagar sobre las posibles for-mas de conseguirlos era algo bastante tétrico, puesen la escuela de medicina nunca nos habíamos en-

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cargado de conseguir especímenes anatómicos pornuestra cuenta. Si por alguna eventualidad la mor-gue no los proporcionaba, dos negros del pueblose encargaban del asunto sin que nadie indagara ma-yor cosa.

West era entonces un joven con gafas, de bajaestatura, esbelto y con rasgos delicados, rubio, losojos de color azul pálido y una voz suave, así queresultaba siniestro oírlo sopesar los méritos relati-vos del Cementerio Cristiano y las fosas comunes.Al final optamos por las fosas comunes, ya queprácticamente todos los cuerpos del CementerioCristiano estaban embalsamados, algo que por su-puesto constituía una adversidad para las investi-gaciones de West.

En aquel entonces yo actuaba como su asisten-te, siempre diligente y entusiasta, y lo ayudaba atomar todas sus decisiones, no sólo en lo concer-niente a la procedencia de los cuerpos, sino tam-bién a la hora de hallar un lugar adecuado para nues-tro ignominioso trabajo. Fui yo quien pensó en lagranja abandonada de los Chapman, más allá deMeadow Hill, en cuya planta baja instalamos unasala de operaciones y un laboratorio, cada espaciode trabajo cubierto con cortinas oscuras para ocul-tar nuestros quehaceres nocturnos. El sitio queda-

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ba lejos de cualquier camino y no había ningunaotra casa en los alrededores, si bien las precaucionesno estaban de más, pues los rumores acerca de unasextrañas luces, rumores propagados por ocasionalescaminantes nocturnos, no tardarían en conducirnuestro proyecto hacia el desastre. Acordamos que,en caso de que nos descubrieran, diríamos que setrataba de un laboratorio químico. Poco a poco equi-pamos nuestra siniestra guarida científica con ma-teriales que comprábamos en Boston o sacábamosa escondidas de la facultad –materiales cuidadosa-mente alterados para volverlos irreconocibles anteojos inexpertos–. Asimismo tuvimos que hacernoscon picos y palas para los numerosos enterramien-tos que debíamos realizar en el sótano de la casa.En la universidad usábamos un incinerador, peroel aparato era demasiado costoso para nuestro labo-ratorio secreto. Los cuerpos eran siempre un fasti-dio, incluso los cadáveres de los pequeños coneji-llos de indias que West usaba para sus experimentoscasi clandestinos en su cuarto de la pensión estu-diantil.

Estábamos pendientes del registro de decesoslocales como dos demonios, pues nuestros especí-menes debían tener unas cualidades particulares. Loque necesitábamos eran cadáveres enterrados poco

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después de morir y sin ningún tipo de profilácticoartificial; preferiblemente sin malformaciones con-génitas y, desde luego, con todos sus órganos com-pletos. De ahí que pusiéramos casi todas nuestrasesperanzas en las víctimas de accidentes.

Pasaron varias semanas sin que tuviéramos no-ticias de algo apropiado para nuestros fines, pormucho que indagáramos con las autoridades delhospital o en la morgue, hablando siempre en nom-bre de la universidad para no levantar sospechas.Descubrimos que la facultad tenía prioridad en to-dos los casos, así que quizás tendríamos que que-darnos en Arkham durante el verano, cuando sólose impartían unos pocos cursos. Sin embargo, la suer-te acabó por sonreírnos, pues un buen día oímoshablar de un espécimen casi ideal en las fosas co-munes, un joven trabajador mestizo que se habíaahogado un día antes en el pantano Summer y ha-bía sido enterrado a expensas del ayuntamiento sinninguna demora o embalsamamiento. Esa tarde en-contramos la tumba nueva y resolvimos empezar atrabajar pasada la medianoche.

Fue una tarea repugnante la que emprendimos enla oscuridad de la madrugada, si bien entonces aúnyo no sentía ese particular horror hacia los cemen-

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terios que los acontecimientos posteriores suscita-rían en mí. Llevamos palas y lámparas de aceite, puesaunque en aquella época ya se fabricaban las linter-nas eléctricas, éstas no eran tan eficaces como losartilugios de tungsteno que se usan hoy en día. Elproceso de exhumación fue lento y sórdido –talvez nos habría resultado macabro y poético si hu-biéramos sido artistas en lugar de científicos–, demodo que nos alegramos cuando nuestras palasdieron con la madera. Una vez que el cajón de pinoestuvo totalmente al descubierto, West bajó de unsalto al agujero, levantó la tapa y procedió a ex-traer el contenido. Yo estiré los brazos para ayu-dar a sacar el cuerpo de la tumba y, luego, ambosnos esforzamos al máximo para devolver a aquellugar su apariencia inicial.

La situación resultó muy tensa, en especial porla rígida figura y el semblante vacío de nuestro pri-mer trofeo, pero al final conseguimos borrar hastala última huella de nuestras acciones. Cuando ter-minamos de apisonar la tierra, metimos el cuerpoen un saco de lona y emprendimos el camino haciala vieja granja Chapman, al otro lado de MeadowHill.

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Sobre una mesa de disección improvisada en la an-tigua casa, a la luz de una poderosa lámpara de ace-tileno, el espécimen ya no nos pareció tan espec-tral. Se trataba de un joven robusto y al parecermuy corto de mientes, con todas las trazas del tipoplebeyo, la frente amplia, los ojos grises y el pelocastaño, un animal simple y llano, carente de todasutileza psicológica y, probablemente, dotado deunos procesos vitales de lo más elementales y salu-dables. Ahora, con los ojos cerrados, más parecía dor-mido que muerto; sin embargo, el experto escruti-nio de mi amigo pronto despejó cualquier duda alrespecto.

Por fin teníamos lo que West había deseado siem-pre, una persona muerta con las características idea-les, lista para recibir la solución preparada segúnlos cálculos y teorías más indicadas para el uso hu-mano. Por nuestra parte, la excitación era mayús-cula. Sabíamos que las posibilidades de obtener untriunfo definitivo eran escasas, y la sola probabili-dad de que una reanimación parcial arrojara resul-tados grotescos nos hacía temblar de espanto. Nues-tros temores más concretos residían en la mente ylos impulsos de la criatura, dado que en el lapsoposterior a la defunción algunas de las más delica-das células del cerebro podrían haberse deteriora-

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do. En aquel entonces yo mismo albergaba ciertasnociones pintorescas acerca del «alma» humana ysentía una especie de temor reverencial ante los se-cretos que podría revelar alguien que hubiera re-gresado de la muerte. Me preguntaba qué visioneshabría tenido aquel joven sencillo en las esferas inac-cesibles y qué podría contarnos al respecto si lo-grábamos devolverle la vida. No obstante, mi per-plejidad no llegaba a sobrecogerme por completo,ya que predominaba en mí el materialismo que com-partía con West. Él se mostraba aún más impasiblemientras inyectaba una gran cantidad de fluidos enuna vena de aquel cuerpo, antes de vendar la inci-sión con premura.

La espera resultó espantosa, pero West no titubeóen ningún momento. Cada cierto tiempo auscultabaal espécimen con su estetoscopio y soportaba losresultados negativos con actitud filosófica. Despuésde unos tres cuartos de hora sin percibir la más mí-nima señal de vida, West declaró con pesar que lasolución no era la adecuada, pero resolvió que apro-vecharía al máximo aquella oportunidad e intenta-ría modificar la fórmula antes de deshacerse de suabominable botín. Esa misma tarde habíamos ca-vado una tumba en el sótano y planeábamos usarla

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antes del amanecer, pues aunque habíamos puestouna cerradura en la puerta de la casa, no queríamoscorrer el más mínimo riesgo de que se produjeraalgún espeluznante descubrimiento. Además, elcuerpo no estaría ni mucho menos lo bastante fres-co a la noche siguiente. De modo que, llevándonosla única lámpara de acetileno al laboratorio conti-guo, dejamos a nuestro silencioso huésped en me-dio de la oscuridad e invertimos todas nuestras ener-gías en la elaboración de una nueva solución; Westsupervisó los pesos y medidas con una atención casifebril.

El terrible acontecimiento fue repentino y del todoinesperado. Yo me encontraba vertiendo algo de untubo de ensayo a otro y West estaba ocupado frentea la lámpara de alcohol que hacía las veces de me-chero Bunsen en aquel edificio sin gas, cuando des-de la oscura habitación contigua brotó la sucesiónde chillidos más escalofriante y demoníaca que ja-más hubiéramos oído. No más inefable habría sidoel caos de ruidos infernales si el mismísimo pozode las almas se hubiera abierto para exhumar el su-frimiento de los condenados, pues en aquella in-concebible cacofonía parecía resumirse todo el te-rror supremo y la angustia sobrehumana de toda la

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naturaleza animada. Aquello, sin duda, no podíaser humano –no era propio de ningún hombre pro-ducir semejantes sonidos–, y sin pararnos a pensaren nuestras recientes tareas o en su posible descu-brimiento, tanto West como yo saltamos por la ven-tana más cercana como dos animales aterrados, ti-rando al suelo tubos, lámpara, retortas y corriendoal fin despavoridos bajo el abismo estelado de lanoche rural.

Creo que gritamos a lo largo de todo el acciden-tado trayecto hasta el pueblo, y sin embargo, al acer-carnos a los suburbios, adoptamos un semblantemás contenido, lo justo para dar la impresión deque éramos dos trasnochados juerguistas que vol-vían a casa después de una noche de excesos.

No nos separamos, sino que logramos llegar a lashabitaciones de West, donde cuchicheamos bajo laluz de gas hasta el amanecer. Para entonces ya noshabíamos calmado un poco recurriendo a algunasteorías racionales y a los planes de investigación,así que pudimos dormir durante el día –descarta-mos la idea de asistir a clases–.

Pero dos artículos publicados en el periódicode la tarde, dos eventos sin ninguna relación apa-rente entre sí, nos impidieron conciliar el sueño nue-

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vamente. La vieja granja Chapman había ardidoinexplicablemente hasta quedar reducida a un amor-fo montón de cenizas, cosa que nos pareció com-prensible a causa de la lámpara que tiramos al salir.Por otro lado, alguien había intentando profanarotra tumba en las fosas comunes, como si hubieraestado arañando inútilmente la tierra sin ayuda deuna pala. Esto último no lo entendimos, pues ha-bíamos apisonado el suelo con mucho cuidado.

Durante los siguientes diecisiete años, West viviríaacosado por el ruido de unos pasos imaginarios quelo seguían.

Ahora West había desaparecido.

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