Gustos de Clase y Estilo de Vida

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Bourdieu, Pierre, “Gostos de classe e estilos de vida”, Coleção Sociología, S.P., Ática, 1983, pp. 82-108. Traducción de cátedra. 3. GUSTOS DE CLASE Y ESTILO DE VIDA A las diferentes posiciones en el espacio social corresponden estilos de vida, sistemas de desvíos diferenciales que son la traducción simbólica de diferencias inscritas objetivamente en las condiciones de existencia. Las prácticas y las propiedades constituyen una expresión sistemática de las condiciones de existencia (aquello que llamamos “estilo de vida”) porque son el producto del mismo operador práctico, el habitus, sistema de disposiciones durables y transferibles que expresan, bajo la forma de preferencias sistemáticas, las necesidades objetivas que lo han producido: 1 la correspondencia que se observa entre el espacio de las posiciones sociales y el espacio de los estilos de vida resulta del hecho de que condiciones semejantes producen habitus sustituibles que engendran, a su vez, según su lógica específica, prácticas infinitamente diversas e imprevisibles en su detalle singular aunque siempre encerradas en los límites inherentes a las condiciones objetivas que las han producido y a las cuales están objetivamente adaptadas. Constituido en un tipo determinado de condiciones materiales de existencia, ese sistema de esquemas generadores, inseparablemente éticos o estéticos, expresa, según su propia lógica, la necesidad de esas condiciones en sistemas de preferencia cuyas oposiciones reproducen, bajo una forma transfigurada y muchas veces irreconocible, las diferencias ligadas a la posición en la estructura de distribución de los instrumentos de apropiación que se transforman, así, en distinciones simbólicas. El conocimiento de las características correspondientes a la condición económica y social (el volumen y la estructura del capital aprehendidos sincrónica y diacrónicamente) sólo permite comprender o prever la posición de tal individuo o grupo en el espacio de los estilos de vida y sus prácticas si se considera de manera paralela con el conocimiento (práctico o erudito) de la fórmula generativa del sistema de disposiciones generativas (habitus) en el cual esa condición económico–social se traduce y que la reproduce: hablar de ascetismo aristocrático de los profesores o de la pretensión de la pequeña burguesía no es solamente describir esos grupos por una de sus propiedades, aunque se trate de la más importante, es intentar nombrar el principio generador de todas las demás propiedades. La sistematicidad y la unidad están en el opus operatum sólo porque están en el modus operandi: están únicamente en el conjunto de las “propiedades”, en el doble sentido del término, de que se rodean los individuos o grupos – casas, autos, cuadros, libros, muebles, alcohol, cigarros, perfumes, ropa – y en las prácticas en que se manifiesta su distinción – deportes, juegos, distracciones culturales – porque están en la unidad originalmente sintética del habitus, principio unificador y generador de todas las prácticas. El gusto, propensión o aptitud a la apropiación (material y/o simbólica) de una determinada categoría de objetos o prácticas clasificadas o clasificadoras, es una fórmula generativa que está en el principio del estilo de vida. El estilo de vida es un conjunto unitario de preferencias distintivas que expresan, en la lógica específica de cada uno de los subespacios simbólicos – mobiliario, vestimenta, lenguaje o hexis corporal – la misma intención expresiva, principio de la unidad de estilo que depende directamente de la intuición y que el análisis destruye al recortarlo en universos 1 Las correlaciones estadísticas entre propiedades como los sueldos o el nivel de instrucción con tal o cual práctica (la fotografía o la visita a museos) no autorizan a hacer de ellos factores explicativos: no es propiamente un bajo o alto salario lo que dirige las prácticas objetivamente ajustadas a esos medios, sino el gusto, gusto modesto o gusto de lujo, que es la transcripción durable de ellas en las tendencias y que encuentra en esos medios las condiciones de su realización. Esto se torna evidente en las todos los casos en que, enseguida de un cambio de posición social, las condiciones en las cuales el habitus fue producido no coinciden con las condiciones en las cuales funciona o donde podemos aprehender un efecto autónomo del habitus y, a través de él, las condiciones (pasadas) de su producción. 1

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Bourdieu, Pierre, “Gostos de classe e estilos de vida”, Coleção Sociología, S.P., Ática, 1983, pp. 82-108.Traducción de cátedra.

3. GUSTOS DE CLASE Y ESTILO DE VIDA

A las diferentes posiciones en el espacio social corresponden estilos de vida, sistemas de desvíos diferenciales que son la traducción simbólica de diferencias inscritas objetivamente en las condiciones de existencia. Las prácticas y las propiedades constituyen una expresión sistemática de las condiciones de existencia (aquello que llamamos “estilo de vida”) porque son el producto del mismo operador práctico, el habitus, sistema de disposiciones durables y transferibles que expresan, bajo la forma de preferencias sistemáticas, las necesidades objetivas que lo han producido:1 la correspondencia que se observa entre el espacio de las posiciones sociales y el espacio de los estilos de vida resulta del hecho de que condiciones semejantes producen habitus sustituibles que engendran, a su vez, según su lógica específica, prácticas infinitamente diversas e imprevisibles en su detalle singular aunque siempre encerradas en los límites inherentes a las condiciones objetivas que las han producido y a las cuales están objetivamente adaptadas. Constituido en un tipo determinado de condiciones materiales de existencia, ese sistema de esquemas generadores, inseparablemente éticos o estéticos, expresa, según su propia lógica, la necesidad de esas condiciones en sistemas de preferencia cuyas oposiciones reproducen, bajo una forma transfigurada y muchas veces irreconocible, las diferencias ligadas a la posición en la estructura de distribución de los instrumentos de apropiación que se transforman, así, en distinciones simbólicas.

El conocimiento de las características correspondientes a la condición económica y social (el volumen y la estructura del capital aprehendidos sincrónica y diacrónicamente) sólo permite comprender o prever la posición de tal individuo o grupo en el espacio de los estilos de vida y sus prácticas si se considera de manera paralela con el conocimiento (práctico o erudito) de la fórmula generativa del sistema de disposiciones generativas (habitus) en el cual esa condición económico–social se traduce y que la reproduce: hablar de ascetismo aristocrático de los profesores o de la pretensión de la pequeña burguesía no es solamente describir esos grupos por una de sus propiedades, aunque se trate de la más importante, es intentar nombrar el principio generador de todas las demás propiedades.

La sistematicidad y la unidad están en el opus operatum sólo porque están en el modus operandi: están únicamente en el conjunto de las “propiedades”, en el doble sentido del término, de que se rodean los individuos o grupos – casas, autos, cuadros, libros, muebles, alcohol, cigarros, perfumes, ropa – y en las prácticas en que se manifiesta su distinción – deportes, juegos, distracciones culturales – porque están en la unidad originalmente sintética del habitus, principio unificador y generador de todas las prácticas. El gusto, propensión o aptitud a la apropiación (material y/o simbólica) de una determinada categoría de objetos o prácticas clasificadas o clasificadoras, es una fórmula generativa que está en el principio del estilo de vida. El estilo de vida es un conjunto unitario de preferencias distintivas que expresan, en la lógica específica de cada uno de los subespacios simbólicos – mobiliario, vestimenta, lenguaje o hexis corporal – la misma intención expresiva, principio de la unidad de estilo que depende directamente de la intuición y que el análisis destruye al recortarlo en universos

1 Las correlaciones estadísticas entre propiedades como los sueldos o el nivel de instrucción con tal o cual práctica (la fotografía o la visita a museos) no autorizan a hacer de ellos factores explicativos: no es propiamente un bajo o alto salario lo que dirige las prácticas objetivamente ajustadas a esos medios, sino el gusto, gusto modesto o gusto de lujo, que es la transcripción durable de ellas en las tendencias y que encuentra en esos medios las condiciones de su realización. Esto se torna evidente en las todos los casos en que, enseguida de un cambio de posición social, las condiciones en las cuales el habitus fue producido no coinciden con las condiciones en las cuales funciona o donde podemos aprehender un efecto autónomo del habitus y, a través de él, las condiciones (pasadas) de su producción.

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separados.2 Así, la visión del mundo de un viejo ebanista, su manera de administrar su presupuesto, su tiempo o su cuerpo, su uso del lenguaje y sus elecciones de indumentaria están enteramente presentes en su ética de trabajo escrupulosa e impecable, en el cuidado, el esmero, la buena terminación y en su estética del trabajo por el trabajo que lo hace medir la belleza de sus productos por el cuidado y la paciencia que exigirán. Pars totalis¸ cada dimensión del estilo de vida simboliza a todas las otras, las oposiciones entre clases se expresan tanto en el uso de la fotografía o en la cantidad o calidad de las bebidas consumidas así como las preferencias pictóricas o musicales. De mismo modo, la oposición entre bebida y abstinencia, intemperancia y sobriedad, el bar y el hogar, simboliza todo un aspecto de la oposición entre las clases populares y la pequeña burguesía que identifica sus ambiciones de ascenso y sus preocupaciones de respetabilidad a través de la ruptura con todo lo que se asocia al universo repudiado al interior del universo de los connaisseurs, para los que tanto poseer una cave seleccionada como ornamentar sus paredes con cuadros de los maestros es una cuestión de honor, la oposición entre champagne y whisky condensa lo que separa a la vieja y a la nueva burguesía, de la misma forma que las oposiciones entre los muebles Luis XV y los muebles Knoll, o entre el gaullismo y el atlantismo. Las diferencias sociales más fundamentales conseguirían, sin duda, expresarse a través de un paralelo simbólico reducido a cuatro o cinco elementos (tales como Pernod, vino espumoso, agua mineral, Bordeaux, champagne, whisky) más o menos tan completamente como a través de sistemas expresivos aparentemente tan complejos y refinados como los que los universos de la música o la pintura.

El lujo y la necesidad

La más importante de las diferencias en el orden del estilo de vida y, más aún, de la “estilización de la vida”, reside en las variaciones de la distancia con el mundo – sus presiones materiales y sus urgencias temporales – distancia que depende, al mismo tiempo, de la urgencia objetiva de su situación en el momento considerado y de la disposición para tomar distancia frente a esa situación. Tal disposición, que mal podemos llamar subjetiva, puesto que ella es objetividad interiorizada y sólo puede constituirse en condiciones de existencia relativamente liberadas de la urgencia, depende, a su vez, de toda la trayectoria social.3 Así que las preferencias de los obreros recaen, con más frecuencia que para las otras clases, en interiores aseado y limpios, fáciles de mantener o en ropa de corte clásico sin los riesgos de la moda tal como lo imponen su necesidad económica. Donde las clases populares, reducidas a los bienes y las virtudes de “primera necesidad”, reivindican la limpieza y la comodidad, las clases medias, ya más liberadas de la urgencia, desean un interior cálido, íntimo, confortable o cuidado, o un vestuario a la moda y original. Por estar ya muy arraigados, esos valores

2 Destinado a manifestar la unidad, que la intuición inmediata aprehende y por la cual se guían las operaciones ordinarias de clasificación, de todas las propiedades ligadas a un grupo, el esquema teórico de las prácticas y de las propiedades constitutivas de los diferentes estilos de vida yuxtapone informaciones relativas a dominios que el sistema de clasificación ordinario separa – a punto de tornar impensables o escandalosas simples aproximaciones: el efecto de disparate que de allí resulta tiene la virtud de romper las jerarquías ordinarias, es decir, las protecciones que envuelven las prácticas más legítimas, y de dejar transparentar las jerarquías económicas y sociales que ahí se expresan bajo una forma irreconocible.3 Mostramos, en otros escritos, como la disposición muy general – que podríamos llamar “teórica” por oposición a práctica – de que la disposición estética es una dimensión, no puede ser adquirida sino sobre ciertas condiciones económicas, aquellas que tornan posibles la experiencia escolar y la suspensión de las necesidades y urgencias que ella presupone y realiza.(ver Bourdieu, P. y Boltanski, L, “Le fetichisme de la langue”, en Actes de la Recherche en sciences Sociales, I, (4), julio 1975, p. 2-32).

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les parecen como naturales, evidentes y son relegados a un segundo plano por las clases privilegiadas. Enfrentándose a las intenciones socialmente reconocidas como estéticas, tales como la armonía y la composición, las clases privilegiadas no pueden distinguirse mediante las propiedades, prácticas o virtudes que, poseídas desde hace mucho, no precisan más ser reivindicadas o que, por haberse tornado comunes, mantienen su valor de uso pero han perdido su valor distintivo.4 Los gustos obedecen, así, a una especie de ley de Engels generalizada: a cierto nivel de distribución, lo que es raro y constituye un lujo inaccesible o una fantasía absurda para los ocupantes del nivel anterior o inferior, se torna banal o común y se encuentra relegado al orden de lo necesario, de lo evidente, por la aparición de nuevos consumos, más raros y, por lo tanto, más distintivos.5

Ajustadas a una condición de clase y en tanto conjunto de posibilidades e imposibilidades, las disposiciones son también adecuadas a una posición, a un nivel en la estructura de clases y, por lo tanto siempre, son referidas, al menos objetivamente, a las disposiciones asociadas a otras posiciones. Por una especie de adhesión de segundo orden a la necesidad, las diferentes clases consideran como ideal ético las elecciones implícitas del ethos que esa necesidad les impone rechazando, al mismo tiempo, las que otros, por sus propias necesidades, consideran “virtudes”. No hay práctica pequeño-burguesa de ascetismo, ni elogio de lo limpio, lo sobrio, lo bien cuidado, que no encierre una condena tácita a la suciedad, ni existe inconveniencia en las palabras o en las cosas, que no condene tácticamente la intemperancia, la imprevisión, el impudor o la imprudencia; como si los agentes sólo pudiesen reconocer sus valores en aquello que los valorizan, en la última diferencia, que es también, muchas veces, la última conquista, en la distancia genética y estructural que propiamente los define. Del mismo modo, no hay reivindicación burguesa de la desenvoltura o de la discreción, del desprendimiento y del desinterés que no repare en las pretensiones – siempre marcadas por demás o de menos – de la pequeña burguesía, tacaña y extravagante, arrogante y servil, inculta o escolar. En cuanto a las llamadas al orden (“¿quién se cree que es?”, “no es para personas como nosotros”) donde se enuncia el principio de conformidad, única norma más o menos explícita del gusto popular y que pretenden promover las elecciones modestas impuestas, en todo caso, por las condiciones objetivas, ellas mismas encierran una amenaza contra la ambición de identificarse con otros grupos, de distinguirse y , por lo tanto, de distanciarse del grupo- Esta pretensión es particularmente condenada en los hombres, dado que todo refinamiento en materia de leguaje o de vestuario es inmediatamente percibido no solamente como una señal de aburguesamiento sino también, inseparablemente, como un indicio de disposiciones afeminadas. Vemos que toda tentativa de producir un organon estético común a todas las clases está condenada de antemano, a menos que se juegue sistemáticamente con el hecho de que la lengua, así como toda moral universal, es al mismo tiempo común a las diferentes clases y capaz de recibir sentidos diferentes (o incluso opuestos) en los usos particulares que de ella se hacen.

Los grupos se invisten enteramente, con todo lo que los oponen a los otros grupos, en las palabras comunes donde se expresa su identidad, es decir, su diferencia. Así, bajo su aparente neutralidad, palabras tan comunes como práctico, sobrio, funcional, gracioso, fino, íntimo, distinto, están divididas ellas mismas, sea porque las diferentes

4 La proporción de elección de adjetivos que acentúan las propiedades propiamente estéticas del interior - composición, lleno de fantasía, sobrio, discreto, armonioso – aumenta a medida que nos elevamos en la jerarquía social (la misma tendencia se observa para el adjetivo artista, al respecto del amigo).5 Un aspecto de acción “moralizadora” de la clase dominante consiste en un esfuerzo para fijar el estado de la estructura de distribución de bienes, exhortando a las clases que ella llama “modestas” a la “modestia” y para reforzar, con llamadas al orden explícitas, disposiciones de antemano ajustadas a ese orden.

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clases les confieren sentidos diferentes, sea porque aunque les den el mismo sentido le atribuyen valores opuestos a las cosas nombradas: así ocurre, por ejemplo, con la expresión bien cuidado, tan fuertemente apropiada por aquellos que la utilizan para manifestar su gusto por el trabajo bien hecho, bien acabado, criterio de toda perfección estética, que está cargado de connotaciones sociales confusamente sentidas o rechazadas por los otros; o aún divertido, cuyas connotaciones sociales, asociadas a una pronunciación o una elocuencia socialmente marcada, más burguesa o snob, entran en contradicción con su sentido evidente y se aleja de aquello que podría reconocerse como su equivalente popular (gracioso o alegre).6

La propia disposición estética, que, junto con la competencia específica correspondiente, constituye la condición de la apropiación legítima de la obra de arte, es una dimensión de un estilo de vida en el cual se expresan, bajo una forma irreconocible, las características específicas de una condición. Capacidad generalizada de neutralizar las urgencias ordinarias y de colocar entre paréntesis los fines prácticos, inclinación y aptitud durables en una práctica sin función práctica, la disposición estética se constituye en una experiencia del mundo liberada de la urgencia y de la práctica de actividades que tengan en ellas mismas su finalidad. Dicho de otro modo, ella supone la distancia con el mundo que está en el principio de la experiencia burguesa. El consumo material o simbólico de la obra de arte constituye una de las manifestaciones supremas del desprendimiento, en el doble sentido de condición y disposición que la lengua ordinaria da a esa palabra. El desprendimiento propio de la observación pura no puede ser disociado de una disposición general a lo gratuito, a lo desinteresado, producto paradojal de un condicionamiento económico negativo que engendra una distancia con relación a la necesidad. De este modo, la disposición estética se define también, objetiva y subjetivamente, con relación a las demás disposiciones: la distancia objetiva con relación a la necesidad y a los se encuentran prisioneros de ella, se suma una toma de distancia intencional, reduplicación deliberada para exhibir la libertad. En la medida en que crece la distancia objetiva con relación a la necesidad, el estillo de vida se torna, siempre y cada vez más el producto de una “estilización de la vida”, decisión sistemática que orienta y organiza las prácticas más diversas, ya sea la elección de un vino y de un queso o la decoración de una casa de campo. Afirmación de poder sobre la necesidad dominada, ella encierra siempre la reivindicación de una superioridad legítima sobre aquellos que, no sabiendo afirmar ese desprecio por las contingencias en el lujo gratuito y en el desperdicio ostentatorio, permanecen dominados por los intereses y las urgencias cotidianas: los gustos de libertad sólo pueden afirmarse en cuanto tales con relación a los gustos de necesidad y, en el orden de la estética, se constituyen frente a los vulgares. Esa pretensión tiene menos chances que cualquier otra de ser cuestionada, puesto que la relación sobre la cual ella se funda – de la disposición “pura” y “desinteresada” con relación a las condiciones materiales, de las existencias más raras porque más se encuentran liberadas de la necesidad económica – tiene todas las chances de pasar desapercibida. El privilegio con mayores facultades de distinción y clasificación tiene, así, el privilegio de aparecer como el más fundado en la naturaleza.[…]Distancia respetuosa y familiaridad

Las distintas clases se distinguen menos por el grado en que reconocen la cultura legítima que por el grado en que la conocen: las declaraciones de indiferencia son

6 De allí el interés y la extrema complejidad del “test ético” que consiste en proponer a todos los entrevistados, cualquiera sea su clase social, la misma lista de objetivos para caracterizar al amigo, la vestimenta o el interior ideal.

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excepcionales – al menos en la situación de imposición de legitimidad que hace de la pesquisa cultura casi un examen. Pero ese reconocimiento no excluye en sentimiento de exclusión. Para más de la mitad de las personas interrogadas, la cultura erudita es un universo extraño, remoto, inaccesible y es solamente para los poseedores de un título de enseñanza superior que el sentimiento de estar en el mismo nivel que las obras legítimas cesa de ser un privilegio de una minoría y se torna un atributo estatutario.7 Podríamos decir que la distancia en relación con las obras legítimas se mide por la distancia en relación con el sistema escolar si la educación familiar no tuviese un papel tan insustituible, en razón de su propiedad y de su precocidad, en la transmisión de los instrumentos y del modo de apropiación legítimo. No es por casualidad que las investigaciones sobre las prácticas y las opiniones en materia de cultura tienden a tomar la forma de un examen en el cual los entrevistados, que son y se sienten siempre medidos en relación a la norma, obtienen resultados jerarquizados de acuerdo con su grado de dedicación escolar y expresan preferencias que siempre corresponden bastante estrictamente a sus títulos, tanto en su contenido como en su modalidad. La verdad, a primera vista paradojal, es que cuanto más nos elevamos en la jerarquía social, más reside la verdad de los gustos en la organización y funcionamiento del sistema escolar, encargado de inculcar el programa que gobierna a los espíritus cultos. Ligados a la trayectoria social e imputables a una transmisión de capital cultural no sancionada por el sistema escolar, las discrepancias entre los títulos escolares y la competencia cultural son bastante frecuentes para que sea salvaguardada la irreductibilidad de la cultura auténtica al saber escolar, desvalorizado en cuanto tal.

No sería necesario demostrar que la cultura es adquirida o que esa forma particular de competencia que llamamos gusto es un producto de la educación o que nada es más banal que la búsqueda de originalidad si todo un conjunto de mecanismos sociales no viesen disimular esas verdades primeras que la ciencia debe establecer, estableciendo un aumento en las condiciones y las funciones de su disimulación. Es así que la ideología del gusto natural, que reposa en la negación de todas esas evidencias, obtiene su eficacia del hecho de que – como todas las estrategias ideológicas que se engendran en la lucha de clases cotidiana – naturaliza las diferencias reales, convirtiendo en diferencias de naturaleza las diferencias en el modo de adquisición de la cultura. Este se ve en las palabras de un esteta del arte culinario que no diverge de Francastel cuando, en una confesión – para un historiador del arte autodestructiva – no reconoce otra competencia legítima en materia de pintura más que aquella que permite, no comprender, sino sentir:

No se puede confundir el gusto con la gastronomía. Si el gusto es un don natural de reconocer y de amar la perfección, la gastronomía, al contrario, es el conjunto de reglas que presiden la cultura y la educación del gusto. La gastronomía es, para el gusto, lo que la gramática y la literatura para el sentido literario. Y es aquí colocado el problema esencial: si el gourmet es un conocedor refinado, ¿será el gastrónomo un pedante? (….) El gourmet es su propio gastrónomo, como el hombre de gusto es su propio gramático (…) No todos son gourmets, he aquí porqué es preciso que haya gastrónomos (…) Es preciso pensar de los gastrónomos lo que pensamos de los pedagogos en general: que

7 El efecto de imposición de legitimidad que se ejerce en situación de entrevista es tan fuerte que podemos, si no tenemos cuidado, producir literalmente, profesiones de fe estéticas que no corresponden a ninguna práctica real. Así, en una investigación sobre el público de teatro, el 74 % de los entrevistados del nivel primario (y el 66 % del secundario) aprueban juicios pre-formados, tales como “el teatro eleva el espíritu” y se pierden en un discurso de complacencia sobre las virtudes “positivas”, “instructivas”, “intelectuales” del teatro, por oposición al cine, simple distracción, fácil, ficticia y hasta vulgar. Por más ficticias que ellas sean, esas declaraciones encierran una realidad y no es insignificante que sean los más desguarecidos culturalmente, los más viejos, los que viven más lejos de París, en pocas palabras, aquellos que tienen menos chances de ir realmente al teatro los que reconocen más frecuentemente que “el teatro eleva el espíritu”.

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son, a veces, pedantes insoportables, pero que tienen su utilidad. Pertenecen al género inferior y modesto y de ellos depende la mejora de ese género un poco subalterno a fuerza de tacto, de medida y de elegante levedad (…) Existe un mal gusto (…) y los refinados sienten eso por instinto. Para aquellos que no lo sienten, es preciso una regla.8

Así, lo que la ideología del gusto natural opone, a través de dos modalidades de competencia cultural y de su utilización, son dos modos de adquisición de la cultura: el aprendizaje total, precoz e insensible, efectuado desde la primera infancia en el seno de la familia, y el aprendizaje tardío, metódico, acelerado, que una acción pedagógica explícita y expresa asegura. El aprendizaje casi natural y espontáneo de la cultura se distingue de todas las formas de aprendizaje forzado, no tanto como quiere la ideología del “barniz” cultural, por la profundidad y la durabilidad de sus efectos, sino por la modalidad de relación con la cultura que favorece. Él confiere la certeza de sí, correlativa a la certeza de detentar la legitimidad cultural, verdadero principio de desenvoltura al cual identificamos la excelencia; él produce una relación más familiar, más próxima y más desenvuelta con la cultura, especie de bien de familia que siempre conocemos y del cual nos sentimos el heredero legítimo: la música no son los discos y el fonógrafo de los veinte años gracias a los cuales descubrimos a Bach y a Vivaldi, sino el piano de la familia olvidado desde la infancia y vagamente practicado hasta la adolescencia; la pintura no son los museos, de repente descubiertos en la prolongación del aprendizaje escolar, sino el escenario del universo familiar.

Más allá de eso, como bien lo sienten los profetas del gusto natural, todo aprendizaje racional supone un mínimo de racionalización que deja su marca en la relación, más intelectual, con los bienes consumidos. El placer soberano del esteta dispensa el concepto. Él se opone tanto al placer sin pensamiento del “ingenuo” (que la ideología exalta a través del mito de la mirada nueva de la infancia) como al pensamiento (presumido) sin placer del pequeño-burgués y del parvenu, siempre expuestos a esas formas de perversión ascética que llevan a privilegiar el saber en detrimento de la contemplación de la obra a la manera de los cinéfilos que saben todo lo que se puede saber sobre los filmes que no miran.

No es que, nosotros los sabemos, el sistema escolar realice completamente su verdad: lo esencial de lo que la escuela comunica es adquirido también por incremento, tal como el sistema de clasificación que inculca a través del orden de inculcación de los saberes o de la propia organización de la institución encargada de asegurarla (jerarquía de las disciplinas, de las clases, de los ejercicios, etc.) Pero el sistema escolar debe operar siempre, para las necesidades de transmisión, un mínimo de racionalización sobre aquello que transmite: así que sustituye los esquemas prácticos de clasificación por las taxonomías explícitas y estandarizadas, fijadas bajo la forma de esquemas sinópticos o de tipologías dualistas (por ejemplo, clásico/romántico) y expresamente inculcadas, conservadas en la memoria bajo la forma de saberes susceptibles de ser restituidos por todos los agentes sometidos a su acción. Produciendo los instrumentos e expresión que permiten llevara al orden del discurso casi sistemático las preferencias prácticas y organizarlas expresamente en torno a principios explícitos, el sistema escolar torna posible en el dominio simbólico de los principios prácticos del gusto, tal como lo hace la gramática al racionalizar el sentimiento de belleza, dándoles la posibilidad de referirse a reglas, preceptos y recetas en lugar de remitirse a los azares de la improvisación, sustituyendo la sistematicidad intencional de una estética por la sistematicidad objetiva de la estética producida por los principios prácticos del gusto. Pero por ahí – y es lo que determina el furor de los estetas contra los pedagogos y la pedagogía – él provee sustitutos para la experiencia directa, ofrece atajos al largo

8 Pressac, P. de, Considérations sur la cuisine, París, NRF, 1931, p. 23-4.

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camino de la familiarización, torna posibles prácticas que son el producto del concepto o de la regla en lugar de serlo de la pretendida espontaneidad del “gusto natural”, ofreciendo, así, un recurso para aquellos que esperan poder recuperar el tiempo perdido.

El desposeimiento cultural

Reintegrando la relación con la cultura en el estilo de vida (del cual constituye la dimensión más privilegiada en tanto principio altamente distintivo de clasificación social), podemos caracterizar al estilo de vida de las diferentes clases sociales, su “cultura” en el sentido amplio de la etnología, considerando la posesión o desposesión de “cultura”, en el sentido estricto y normativo del uso ordinario. Sería tan inútil tratar de definir el gusto dominante sin referirlo al estilo de vida del cual es una manifestación entre otras, como intentar definir por sí mismo y fuera de cualquier referencia a la cultura legítima y al estilo de vida dominante, un estilo de vida que, como el de las clases populares, debe precisamente lo esencial de sus propiedades a la privación.9 El culto a la “cultura popular”, podría no ser, en más de un caso, sino una forma irreprensible de racismo de clase que conduzca a ratificar el desposeimiento cultural. El estilo de vida de las clases populares debe sus características fundamentales al hecho de que representa una forma de adaptación a la posición ocupada en la estructura social: por ello encierra siempre, aunque sea bajo la forma de sentimiento de incapacidad, de incompetencia, de fracaso o de indignidad cultural, una forma de reconocimiento de los valores dominantes. Lo que separa a las clases populares de las otras clases es menos la intención objetiva de su estilo que los medios económicos y culturales que ellas pueden colocar en acción para realizarla. Este desposeimiento de capacidades para formular sus propios fines (y la imposición correlativa de necesidades artificiales) es, sin duda, la forma más sutil de alienación. Así, el estilo de vida popular se define tanto por la ausencia de todos los consumos de lujo como por el hecho de que esos consumos están presentes bajo la forma de sustitutos, indicios de una desposesión de segundo grado que se somete a la imposición de la definición de los bienes que son dignos de ser poseídos.

La relación que los miembros de las clases populares mantienen con la cultura dominante, no es tan diferente de la que mantienen con su universo de trabajo. Excluidos de la propiedad de los medios de producción, son también despojados de los instrumentos de apropiación simbólica de las máquinas a las que sirven, no poseyendo el capital cultural incorporado que es la condición de apropiación del capital cultural objetivado en los instrumentos técnicos. Es bajo la forma de oposición entre la competencia y la incompetencia, entre el dominio práctico y el dominio teórico, entre el conocimiento de los principios y el los discursos de acompañamiento, que ellos sienten concretamente su desposeimiento. Dominados por las máquinas y por aquellos que detentan los medios legítimos - es decir, teóricos – de dominarlos, ellos reencuentran la cultura (en la fábrica como en la escuela, que enseña el respeto por los saberes inútiles y desinteresados) como un principio de orden que no tiene necesidad de desmontar su utilidad práctica para ser justificado.

Del mismo modo que el pueblo elegido lleva inscrito sobre su frente su pertenencia a Jehová, la división del trabajo imprime en el trabajador de manufactura un sello que lo consagra como propiedad del capital.10

9 No basta recordar, contra el relativismo semi-erudito, que la “cultura” dominada está marcada de punta a punta, por la cultura dominante y por la desvalorización de la cual ella es objeto. La propia cultura dominante debe también sus propiedades más fundamentales al hecho de que ella se define, sin cesar, negativamente con relación a las “culturas” dominadas.10 Una de las principales funciones de la enseñanza técnica consiste precisamente en fundar esa orden en la razón, naturalizarla confiriéndole la autoridad de la razón pedagógica y científica. (ver Grignon, C.,

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Ese sello del cual habla Marx, ese estigma, no es otro sino el propio estilo de vida, a través del cual los más desposeídos se denuncian inmediatamente, hasta en el uso de su tiempo libre, sirviendo de contraste para todos los intentos de distinción y para contribuir de manera enteramente negativa con la dialéctica de la pretensión y de la distinción que está en el principio de los cambios incesantes del gusto. No contentos con no tener por lo menos algunos de los conocimientos valorizados en el mercado de los exámenes escolares o de las conversaciones mundanas y con no poseer sino habilidades y saberes que no tienen ningún valor en ese mercado; no contentos, en resumen, con estar despojados del saber y de la buena educación, ellos son encima aquellos que “no saben vivir”; aquellos que más se sacrifican por los alimentos materiales y por los más pesados, los más groseros y los que más engordan – pan, papas y frituras – por los más vulgares también, como el vino; aquellos que destinan menos al vestuario y al cuidado corporal, a los cosméticos y a la estética; aquellos que “no saben descansar”, que “encuentran siempre algo que hacer”; que van a estacionar su casilla a campings superpoblados, que se instalan para hacer en la vereda, que se meten con su Renault 5 o su Simea 1000 en los estacionamientos a las salidas de las ferias, que se dedican a los prefabricados concebidos por los ingenieros de la producción cultural de masas; aquellos que, por todas estas elecciones tan mal inspiradas, confirman el racismo de clase en la convicción de que no tienen sino lo que se merecen.

El obrero y el pequeño burgués

No es significativo que los principios más visibles de las diferencias oficiales (registradas en estatutos y salarios) que se observan en el seno de la clase obrera sean el “tiempo de servicio” y la instrucción (técnica o general); al respecto de los cuales podemos preguntarnos si son valorizados a título de garantía de competencia o de “moralidad” (sobretodo entre los contramaestres de los cuales el 10,3 % poseen un título escolar al menos igual al brevet11, contra el 4,4 % de los trabajadores cualificados)? La parte de los individuos desprovistos de cualquier diploma (o nacidos de un padre también sin diploma) decrece fuertemente cuando vamos de los operarios sin calificación a los contramaestres, pasando por los trabajadores especializados y los calificados, y los índices de una disposición ascética como la tasa de fecundidad (o la práctica de la gimnasia o de la natación) varían en el mismo sentido, así como los índices de buena voluntad cultural, tales como la visita a castillos o a monumentos, la frecuencia a teatros o a conciertos, la posesión de discos (o la inscripción en una biblioteca) (ver cuadro).

No se puede, por lo tanto, concluir que los trabajadores colocados en el tope de la jerarquía obrera se confundan con las camadas inferiores de la pequeña burguesía. Ellos se distinguen de muchas maneras por el hecho de que se comportan, en tanto trabajadores manuales, hasta en el uso que hacen de su tiempo libre (el 53,9 % de los contramaestres y el 50,8 % de los operarios calificados hacen pequeños servicios al menos una vez por semana contre el 35,4 5 de los funcionarios y el 39,5% de los cuadros administrativos medios) Esa solidaridad como estilo de vida popular se manifiesta en todos los dominios y, en particular, en todo lo que se refiere a la simbolización de la posición social, como la vestimenta, donde todos los operarios calificados y los contramaestres, mostrándose menos preocupados por la economía que

L’ordre des choses, París. Ed. De Minuit, 1971).11 En el sistema educacional francés, el brevet es el título escolar obtenido después de la realización de un curso profesional de dos años, inmediatamente posterior al 1° ciclo (equivalente a nuestro 1° grado). (Nota del organizador)

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los operarios especializados y los no-especializados, no manifiestan la preocupación por la apariencia que caracteriza a las profesiones no-manuales, comenzando por los empleados.

Con un salario más o menos equivalente, los operarios gastan más en alimentación y menos en todo lo que concierne a los cuidados concedidos a la persona (vestuario, higiene, peinado, farmacia). Entre los funcionarios, los hombres dedican a la vestimenta el 85,6 % de aquello que gastan y las mujeres, el 83,7%. Ellos compran la misma ropa más barata (el 83%, por ejemplo, para los sacones, el 68,7 para los abrigos, el 83,5 % para los zapatos, diferencia que es mucho más marcada en las mujeres) y, sobretodo, ropas diferentes: sacos de cuero o de imitación y sobretodos en oposición a los chaquetones de los funcionarios; conjuntos, jardineros u overoles por oposición a las blusas, delantales, chaquetas, sacos y chaquetones. Los operarios calificados, única categoría aislada en las estadísticas disponibles, se distinguen casi tanto de los funcionarios, tengan o no el mismo salario, como del conjunto de los operarios (salvo en un punto: los gastos en materia de filmes y de discos)

En pocas palabras, todo parece indicar que entre los obreros y los funcionarios pasa una verdadera frontera, por lo menos en el orden del estilo de vida.12 El conjunto de los obreros, cualquiera sea su estatuto profesional o su sexo, permanece subordinado al principio de conformidad que, en más de una ocasión, cesa de ser un principio negativo para llevar a una solidaridad activa. No es en el terreno de la cultura, por lo tanto, que podemos esperar encontrar una distancia o un distanciamiento, salvo que sea enteramente negativa, a la rebeldía con respecto a la clase dominante y sus valores: existe ciertamente todo lo que es del orden del arte de vivir, una sabiduría adquirida a costa de la necesidad, del sufrimiento, de la humillación, y depositada en un lenguaje heredado, densa hasta en sus estereotipos, un sentido del regocijo y de la fiesta, de la expresión de sí y de su solidaridad práctica para con los otros (todo aquello que resume el adjetivo bon vivant en que las clases populares se reconocer), en suma, todo aquello que se engendra en el hedonismo realista (y no resignado) que constituye, a su vez, una forma de adaptación a las condiciones de existencia y una defensa contra esas condiciones; también está todo lo que se refiere a la política, a la tradición de las luchas sindicales, donde podría residir el único principio verdadero de una contracultura. Pero aquellos que acreditan la existencia de una “cultura popular” – verdadera alianza de palabras a través de la cual imponemos, queramos o no, la definición dominante de la cultura – deben esperar encontrar nada más que una forma mutilada, disminuida, empobrecida, parcial, de la cultura dominante y no lo que llaman contracultura, cultura realmente dirigida contra la cultura dominante, conscientemente reivindicada como símbolo de un estatuto o profesión de existencia separada.

Si no existe arte popular en el sentido de arte de la clase trabajadora urbana es, tal vez, porque esta clase, aún cuando tenga sus jerarquías, en el fondo todas negativas, definidas por la distancia en relación a la miseria y a la inseguridad absolutas del subproletariado, permanece definida fundamentalmente por la relación desposeído/

12 Sería interesante determinar, por un análisis propiamente lingüístico, como se define esa frontera en el dominio del lenguaje. Si acertamos el veredicto del “sentido social” de los entrevistadores, buena parte, no del estatuto lingüístico de la lengua utilizada por los entrevistados sino de la imagen social que de ella pueden hacer los interlocutores cultos (las taxonomías empleadas para clasificar los lenguajes y las pronunciaciones son las de uso escolar), veremos que esa diferencia es, en efecto, muy marcada entre los operarios (y también los artesanos y los pequeños comerciantes) y los funcionarios: entre los primeros, el 42% solamente hablan un lenguaje considerado “correcto” frente al 77% de los funcionarios (a los que es preciso sumar el 4% de lenguaje “pulido” que se encuentra totalmente ausente entre los obreros); del mismo modo, la “ausencia de acento” pasa del 12,5% al 28%.

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poseedor lo une a la burguesía en materia de cultura tanto como en el resto.13 Lo que se entiende comúnmente por arte popular, esto es, arte de las clases campesinas de las sociedades capitalistas y precapitalistas, es el producto de una intención de estilización correlativa de la existencia de una jerarquía: los poblados relativamente autónomos con base local tiene también su jerarquía del lujo y la necesidad, que las marcas simbólicas como el vestuario, lasa joyas, los muebles, expresan y reproducen. Ahí, también, el arte marca diferencias que presupone. No es por casualidad que el único dominio de la práctica de las clases populares en que el estilo en sí mismo tiene acceso a la estilización es el de la lengua, como el argot que encierra la afirmación de una contralegitimidad, por ejemplo, por la intención de burla y de desacralización de los “valores” de la moral y de la estética dominantes, tanto en los terrenos como en el arte de vivir.

Olvidarse de que toda lógica específica de dominación simbólica hace que, muchas veces, un fuerte reconocimiento de la legitimidad cultural puede coexistir y coexista con una contestación muy radical de la legitimidad política. Y también que la toma de conciencia política es frecuentemente solidaria de un verdadero emprendimiento de restauración de la dignidad cultural que, vivida como libertadora, implica una forma de sumisión a los valores dominantes y a los principios sobre los cuales la clase dominante funda su dominación, como el reconocimiento de las jerarquías ligadas a los títulos escolares o a las capacidades que la escuela supuestamente garantiza. Sobre este punto (que exige, solamente él, toda una investigación que coloque en relación la posición en la división del trabajo, la conciencia política y la representación cultural), la investigación establece que el reconocimiento de la cultura dominante, manifestada, por ejemplo, a través de la vergüenza de la ignorancia o del esfuerzo para conformarse, es casi universal y que, si dejamos de lado la cultura histórica y política – que no medimos aquí, pero cuyas variaciones probablemente obedezcan a los mismos principios – las diferencias más marcadas que se observan en el seno de la clase trabajadora conciernen a todos los grados de conocimiento de la cultura dominante y están ligadas a las diferencias de escolarización.

Más viejos que los operarios especializados y que los no especializados y más largamente escolarizados, los operarios calificados y los contramaestres manifiestan una competencia cultural ligeramente superior: ellos no son sino el 17,5% de los que conocen de nombre menos de dos obras de música, contra el 48,5 % de los primeros, que se abstienen (en una proporción bien elevada) de responder a las preguntas sobre pintura y música; ellos citan más frecuentemente a los pintores canónicos – Da Vinci (38% contra 20%), Watteau, Rafael – en tanto que los trabajadores especializados localizan más o menos ocasionalmente los nombres conocidos – Picasso, Braque, Rousseau – confundiendo, sin duda, al aduanero con el escritor. 14

Y, sobretodo, en tanto los obreros especializados y los no-especializados admiten fácilmente que la pintura no les interesa o que la “música erudita” les parece “complicada”, los obreros calificados, más sometidos a la legitimidad cultural, se reconocen más frecuentemente en una

13 La “carrera” que se ofrece a los trabajadores es, sin duda, vivida en primer lugar, como lo inverso de la carrera negativa que conduce al subproletariado; lo que cuenta, en las “promociones” son, junto con las ventajas financieras, las garantías suplementarias contra la amenaza, siempre presente de la recaída en la inseguridad y en la miseria. (La potencialidad de la “carrera negativa” es tan importante para explicar las tendencias de los trabajadores calificados como la potencialidad de la promoción ara comprender las tendencias de los funcionarios de los cuadros medios).14 El 10,5% de los obreros especializados y de los no-especializados y el 17% de los pequeños comerciantes citan a Rousseau entre los pintores, contra, por ejemplo, el 6% de los obreros calificados, el 3% de los maestros y de los técnicos, y el 0% de cuadros administrativos medios (parece que el nombre de Braque, citado por el 10,5% de los trabajadores calificados, es objeto de un conocimiento ex auditu, ya que la investigación coincidió con la muerte de Braque que fue objeto de numerosos comentarios en la televisión y en la radio).

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profesión de reconocimiento acompañada de una confesión de ignorancia (“a mi me gusta la música erudita, pero no la conozco” o “la pintura es bonita, pero es difícil”).15

Todo lleva a pensar que la fracción de clase más consciente de la clase obrera permanece profundamente sumisa, en materia de cultura y de lengua, a las normas y a los valores dominante: por ello, profundamente sensible a los efectos de imposición de autoridad que puede ejercer, inclusive en la política, todo detentor de una autoridad cultural sobre aquellos en los que el sistema escolar – siendo ésta una de las funciones sociales de la enseñanza primaria – inculcó un reconocimiento sin conocimiento.

15 Los efectos de la diferencia de edad y de instrucción se combinan para producir diferencias bien marcadas en los gustos en materia de música: los contramaestres y los obreros calificados tienden a los cantores más antiguos y más establecidos, pero también los mejor colocados en la jerarquía de los valores culturales – Piaf, Bécaud, Brel, Brassens – en tanto que los obreros especializados y los no-especializados citan a Johnny Halliday y Francoise Hardy.

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