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Guillermo Martínez

Crímenes Imperceptibles

Diseño de cubierta: Mario BlancoDerechos exclusivos de edición en castellano

reservados para todo el mundo:2003, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.

Independencia 1668, C 1100 ABQ, Buenos Aires.Impreso en Verlap S.A. Producciones

Gráficas, Spurr 653, Avellaneda, en el mes denoviembre de 2003.

1° edición: 15.000 ejemplaresISBN 950-99-1128-5

Ninguna parte. de esta publicación, incluido

el diseño de la cubierta, puede ser reproducida,almacenada o transmitida en manera alguna ni porningún medio, que sea eléctrico, químico,mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin

permiso previo del editor.

CAPÍTULO 1

Ahora que pasaron los años y todo fueolvidado, ahora que me llegó desde Escocia, en unlacónico mail, la triste noticia de la muerte deSeldom, creo que puedo quebrar la promesa queen todo caso él nunca me pidió y contar la verdadsobre los sucesos que en el verano del '93 llegarona los diarios ingleses con títulos que oscilaban delo macabro a lo sensacionalista, pero a los queSeldom y yo siempre nos referimos, quizá por laconnotación matemática, simplemente como laserie, o la serie de Oxford. Las muertes ocurrierontodas, en efecto, dentro de los límites deOxfordshire, durante el comienzo de mi residenciaen Inglaterra, y me tocó el privilegio dudoso dever realmente de cerca la primera.

Yo tenía veintidós años, una edad en la quecasi todo es todavía disculpable; acababa degraduarme como matemático en la Universidad deBuenos Aires y viajaba a Oxford con una beca

para una estadía de un año, con el propósitosecreto de inclinarme hacia la Lógica, o por lomenos, de asistir al famoso seminario que dirigíaAngus Macintire. La que sería mi directora allí,Emily Bronson, había hecho los preparativos parami llegada con una solicitud minuciosa, atenta atodos los detalles. Era profesora y fellow de St.Anne's, pero en los mails que habíamosintercambiado antes del viaje me sugirió que, envez de alojarme en los cuartos algo inhóspitos delcollege, quizá yo prefiriera, si el dinero de mibeca lo permitía, alquilar una habitación con bañopropio, una pequeña cocina y entradaindependiente en la casa de Mrs. Eagleton, unamujer, según me dijo, muy amable y discreta, laviuda de un antiguo profesor suyo. Hice miscuentas, como de costumbre, con algún exceso deoptimismo y envié un cheque con el pago poradelantado del primer mes, el único requisito quepedía la dueña. Quince días después meencontraba volando sobre el Atlántico en eseestado de incredulidad que desde siempre seapodera de mí ante cada viaje: como en un salto

sin red, me parece mucho más probable, e inclusomas económico como hipótesis -la navaja deOckham, hubiera dicho Seldom-, que un accidentede último momento me devuelva a mi situaciónanterior, o al fondo del mar, antes de que todo unpaís y la inmensa maquinaria que supone empezaruna nueva vida comparezca finalmente como unamano tendida allí abajo. Y sin embargo, con todapuntualidad, a las nueve de la mañana del díasiguiente, el avión horadó tranquilamente la líneade brumas y las verdes colinas de Inglaterraaparecieron con verosimilitud indudable, bajo unaluz que de pronto se había atenuado, o deberíadecir, quizá, degradado, porque esa fue laimpresión que tuve: que la luz adquiría ahora, amedida que bajábamos, una cualidad cada vez másprecaria, como si se debilitara y languideciera altraspasar un filtro enrarecido.

Mi directora me había dado todas lasindicaciones para que tomara en Heathrow elómnibus que me llevaría directamente a Oxford yse había excusado varias veces por no poderrecibirme a mi llegada: estaría durante toda esa

semana en Londres en un congreso de Álgebra.Esto, lejos de preocuparme, me pareció ideal:tendría unos días para hacerme por mí mismo unaidea del lugar y recorrer la ciudad, antes de queempezaran mis obligaciones. No había llevadodemasiado equipaje y cuando el ómnibus se detuvopor fin en la estación no tuve problemas en cruzarla plaza con mis bolsos para tomar un taxi. Era elprincipio de abril pero me alegré de no habermequitado el abrigo: soplaba un viento helado,cortante, y el sol, muy pálido, no ayudabademasiado. Aun así pude ver que casi todos en laferia de la plaza y también el chofer paquistaní queme abrió la puerta estaban en manga corta. Le di ladirección de Mrs. Eagleton y mientras arrancaba lepregunté si no tenía frío. "Oh, no: estamos enprimavera", me dijo, y señaló con felicidad, comouna prueba irrefutable, ese sol raquítico.

El cab negro avanzó ceremoniosamente haciala calle principal. Cuando dobló a la izquierdapude ver a ambos lados, por puertas de maderaentreabiertas y rejas de hierro, los tersos jardinesy el césped inmaculado y brillante de los colleges.

Pasamos un pequeño cementerio que bordeaba unaiglesia, con las lápidas cubiertas de musgo. El autosubió por Banbury Road y dobló luego de untrecho en Cunliffe Close, la dirección que llevabaanotada. El camino ondulaba ahora en medio de unparque imponente; detrás de cercos de muérdagoaparecían grandes casas de piedra de unaelegancia serena, que hacían evocar de inmediatolas novelas victorianas con tardes de té, partidasde crocket y paseos por los jardines. Íbamosmirando los números al costado del camino,aunque me parecía poco probable, por el montodel cheque que había enviado, que la casa quebuscaba fuera una de aquéllas. Vimos finalmente,donde terminaba la calle, unas casitas uniformes,mucho más modestas, aunque todavía simpáticas,con balcones rectangulares de madera y un aspectoveraniego. La primera de ellas era la de Mrs.Eagleton. Bajé los bolsos, subí la escalerita deentrada y toqué el timbre. Sabía, por la fecha de sutesis doctoral y de sus primeras publicaciones, queEmily Bronson debía rondar los cincuenta y cincoaños y me preguntaba qué edad podría tener la

viuda de un antiguo profesor suyo. Cuando lapuerta se abrió me encontré con la cara angulosa ylos ojos de un azul oscuro de una chica alta ydelgada, no mucho mayor que yo, que me extendióla mano con una sonrisa. Nos miramos con unamutua y agradable sorpresa, aunque me parecióque ella se replegaba con un poco de cautela alliberar su mano, que quizá yo había retenido uninstante más de lo debido. Me dijo su nombre,Beth, y trató de repetir el mío, sin conseguirlo deltodo, mientras me hacía pasar a una sala muyacogedora, con una alfombra de rombos rojos ygrises. Desde un sillón floreado Mrs. Eagleton meextendía los brazos con una gran sonrisa debienvenida. Era una anciana de ojos chispeantes ymovimientos vivaces, con el pelo totalmenteblanco y esponjoso, peinado con cuidado en unaorla orgullosa hacia arriba. Reparé al cruzar lasala en una silla de ruedas cerrada y apoyadacontra el respaldo, y en la manta de cuadrosescoceses que le cubría las piernas. Estreché sumano y pude sentir la fragilidad algo temblorosade sus dedos. Retuvo la mía calurosamente un

momento y me dio unos golpecitos con la otra,mientras me preguntaba por mi viaje, y si aquellaera mi primera vez en Inglaterra. Dijo conasombro:

- No esperábamos alguien tan joven, ¿no escierto, Beth?

Beth, que se había quedado cerca de laentrada, sonrió en silencio; había descolgado unallave de la pared, y después de esperar a que yorespondiera tres o cuatro preguntas más sugiriócon suavidad:

- ¿No te parece, abuela, que deberíamostrarle ahora su habitación? Debe estarterriblemente cansado.

- Claro que sí -dijo Mrs. Eagleton-; Beth leexplicará todo. Y si no tiene otros planes para estanoche estaremos encantadas de que nos acompañea cenar.

Seguí a Beth afuera de la casa. La mismaescalerita de la entrada continuaba en espiral haciaabajo y desembocaba en una puerta pequeña.Inclinó un poco la cabeza al abrir y me hizo pasara una habitación muy amplia y ordenada, bajo el

nivel del suelo, que recibía sin embargo bastanteluz de dos ventanas muy altas, cercanas al techo.Empezó a explicarme todos los pequeños detalles,mientras caminaba en torno, abría cajones y meseñalaba alacenas, cubiertos y toallas en unaespecie de recitado que parecía haber repetidomuchas veces. Yo me contenté con verificar lacama y la ducha y me dediqué sobre todo a mirarlaa ella. Tenía la piel seca, curtida, tirante, comosobre expuesta al aire libre, y esto, que le daba unaspecto saludable, hacía temer a la vez que prontose ajaría. Si yo había calculado antes que podíatener veintitrés o veinticuatro años, ahora que laveía bajo otra luz me inclinaba a pensar quetendría más bien veintisiete o veintiocho. Los ojos,sobre todo, eran intrigantes: tenían un color azulmuy hermoso y profundo, aunque parecían algomás fijos que el resto de sus facciones, como sitardaran en llegarles la expresión y el brillo. Elvestido que llevaba, largo y holgado, con cuelloredondo, como el de una campesina, no dejabadecir demasiado sobre su cuerpo, salvo que eradelgada, aunque mirando con más atención

quedaba algún margen para suponer que estadelgadez no era, por suerte, totalmente uniforme.De espaldas, sobre todo, parecía muy abrazable;tenía algo de la indefensión de las chicas altas. Mepreguntó al volver a encontrar mis ojos, aunquecreo que sin ironía, si había algo más que quisierarevisar y yo desvié la mirada, avergonzado, y meapuré a decirle que todo estaba perfecto. Antes deque se fuera le pregunté, dando un rodeodemasiado largo, si creía que de verdad debíaconsiderarme invitado esa noche a cenar y me dijoriendo que por supuesto que sí, y que meesperaban a las seis y media.

Desempaqué las pocas cosas que habíallevado, apilé algunos libros y unas copias de mitesis sobre el escritorio, y usé un par de cajonespara guardar la ropa. Salí después a dar un paseopor la ciudad. Ubiqué de inmediato, dondeempezaba St. Giles, el Instituto de Matemática: erael único edificio cuadrado y horrible. Vi losescalones de la entrada, con la puerta giratoria devidrio, y decidí que aquel primer día podía pasarde largo. Compré un sandwich y tuve un picnic

solitario y algo tardío a la orilla del Támesis,mirando el entrenamiento del equipo de regatas.Entré y salí de algunas librerías, me detuve acontemplar las gárgolas en las cornisas de unteatro, deambulé a la cola de un grupo de turistaspor las galerías de uno de los colleges y caminédespués largamente atravesando el inmenso ParqueUniversitario. En un sector resguardado porárboles una máquina cortaba al ras el césped engrandes rectángulos, y un hombre pintaba con callas líneas de una cancha de tenis. Me quedé amirar con nostalgia el pequeño espectáculo ycuando hicieron un descanso pregunté cuándopondrían las redes. Había abandonado el tenis enmi segundo año de universidad y, aunque no habíallevado mis raquetas, me prometí comprar una yencontrar un compañero para volver a jugar.

De regreso, entré en un supermercado parahacer una pequeña provisión y me demoré un pocomás para encontrar una licorería, donde elegí casial azar una botella de vino para la cena. Cuandollegué a Cunliffe Close eran poco más de las seis,pero ya había oscurecido casi por completo y las

ventanas en todas las casas estaban iluminadas.Me sorprendió que nadie usara cortinas; mepregunté si esto se debería a una confianza quizáexcesiva en el espíritu de discreción inglés, que nose rebajaría a espiar la vida ajena, o bien a laseguridad también inglesa de que no harían nadaen su vida privada que pudiera ser interesanteespiar. No había tampoco rejas en ningún lado;daba la impresión de que muchas de las puertasestarían sin llave.

Me duché, me afeité, elegí la camisa que sehabía arrugado menos dentro del bolso y a las seisy media subí puntualmente la escalerita y toqué eltimbre con mi botella. La cena transcurrió con esacordialidad sonriente, educada, algo anodina, a laque habría de acostumbrarme con el tiempo. Bethse había arreglado un poco, aunque sin consentiren pintarse. Tenía ahora una blusa negra de seda yel pelo, que lo había peinado todo hacia uncostado, le caía seductoramente de un solo ladodel cuello. En todo caso, nada de esto era para mí:pronto me enteré de que tocaba el violoncelo en laorquesta de cámara del Sheldonian Theatre, el

teatro semicircular con gárgolas en los frisos quehabía visto en mi paseo. Esa noche tendrían unensayo general, y cierto afortunado Michaelpasaría en media hora a buscarla. Hubo unbrevísimo instante de incomodidad cuandopregunté, dándolo casi por sentado, si era sunovio; las dos se miraron entre sí y por todarespuesta Mrs. Eagleton me preguntó si quería másensalada de papas. Durante el resto de la cenaBeth estuvo algo ausente y distraída y finalmenteme encontré hablando casi a solas con Mrs.Eagleton. Cuando tocaron el timbre y después deque Beth se hubo ido, mi anfitriona se animónotablemente, como si un invisible hilo de tensiónse hubiera aflojado. Se sirvió por sí misma unasegunda copa de vino y durante un largo ratoescuché las peripecias de una vidaverdaderamente asombrosa. Había sido una de lastantas mujeres que durante la guerra participaroncon inocencia en un concurso nacional decrucigramas, para enterarse de que el premio erael reclutamiento y la confinación de todas en unpueblito totalmente aislado, con la misión de

ayudar a Alan Turing y su equipo de matemáticos adescifrar los códigos nazis de la máquina Enigma.Fue allí donde había conocido a Mr. Eagleton. Mecontó una cantidad de anécdotas de la guerra ytambién todas las circunstancias del famosoenvenenamiento de Turing. Desde que se habíaestablecido en Oxford, me dijo, había abandonadolos crucigramas por el scrabble, que jugabasiempre que podía con un grupo de amigas. Hizorodar con entusiasmo su silla hasta una mesita bajaen el living y me pidió que la siguiera, sinpreocuparme por levantar los platos: de aquello seencargaría Beth cuando regresara. Vi conaprensión que sacaba de un cajón un tablero y quelo abría sobre la mesita. No pude decir que no. Yasí pasé el resto de mi primera noche: tratando deformar palabras en inglés delante de aquellaanciana casi histórica que cada dos o tres jugadasreía como una niña, alzaba a la vez todas susfichas y me asestaba las siete letras de otroscrabble.

CAPITULO 2

En los días que siguieron me presenté en elInstituto de Matemática, donde me dieron unescritorio en la oficina de visitors, una cuenta dee-mail y una tarjeta magnética para entrar fuera dehora en la biblioteca. Sólo tenía un compañero decuarto, un ruso de apellido Podorov, con el queapenas cambiábamos saludos. Caminabaencorvado de un lado a otro, se inclinaba de tantoen tanto sobre su escritorio para garabatear unafórmula en un gran cuaderno de tapas duras quehacía recordar a un libro de salmos, y salía cadamedia hora a fumar en el pequeño patio debaldosas al que daba nuestra ventana.

En el principio de la semana siguiente tuve miprimer encuentro con Emily Bronson: era unamujer diminuta, con el pelo muy lacio y totalmenteblanco, sujeto sobre las orejas con sapitos, comoel de una colegiala. Llegaba al Instituto en unabicicleta demasiado grande para ella, con una

canasta en el manubrio donde asomaban sus librosy la bolsa del almuerzo. Tenía un aspecto monjil,algo tímido, pero descubrí con el tiempo que podíasacar a relucir a veces un humor agudo y acerado.A pesar de su modestia creo que le agradó que mitesis de licenciatura llevara como título Losespacios de Bronson. En nuestro primer encuentrome dejó las separatas de sus dos últimos paperspara que empezara a estudiarlos y una serie defolletos y mapas sobre lugares para visitar enOxford, antes -me dijo- de que empezara el nuevosemestre y me quedara menos tiempo libre. Mepreguntó si había algo en particular que yo pudieraextrañar de mi vida en Buenos Aires y cuandoinsinué que me gustaría volver a jugar al tenis measeguró, con una sonrisa acostumbrada a pedidosmucho más excéntricos, que eso seria algo fácil dearreglar.

Dos días después encontré en mi casillerouna esquela con una invitación para jugar doblesen el club de Marston Ferry Road. Las canchaseran de ladrillo y estaban a pocos minutos decaminata de Cunliffe Close. El grupo lo constituían

John, un fotógrafo norteamericano con largosbrazos y buen juego de red; Sammy, un biólogocanadiense casi albino, animoso e infatigable, yLorna, una enfermera irlandesa del RadcliffeHospital, de pelo rojizo llameante y ojos verdesluminosos y seductores.

A la felicidad de volver a pisar el polvo deladrillo se agregó la segunda felicidad inesperadade encontrar del otro lado, en el peloteo inicial, auna chica que no sólo era hermosa parte por parte,sino que tenía golpes de fondo seguros y elegantesy devolvía a ras de la red todos mis tiros. Jugamostres sets, cambiando parejas, hicimos con Lorna undúo sonriente y temible y durante la semanasiguiente conté los días para volver a entrar en lacancha y luego los gavies para la rotación que ladejaría otra vez de mi lado.

Me cruzaba casi todas las mañanas con Mrs.Eagleton; a veces la encontraba arreglando eljardín, muy temprano, cuando yo salía para elInstituto, y cambiábamos un par de palabras. Otrasveces la veía por Banbury Road, camino almercado, a la hora en que yo hacía un intervalo

para ir a comprar mi almuerzo. Usaba una sillita amotor con la que se deslizaba por la vereda comosobre una embarcación serena y saludaba con unagraciosa inclinación de cabeza a los estudiantesque le abrían paso. Veía en cambio muy raramentea Beth, y sólo había vuelto a hablar una vez conella, una tarde en que regresaba de jugar al tenis.Lorna se había ofrecido a dejarme con su auto enla entrada de Cunliffe Close y mientras medespedía de ella vi que Beth bajaba de unómnibus, cargando su violoncelo. Fui a suencuentro para ayudarla en el camino hasta la casa.Era uno de los primeros días de verdadero calor ysupongo que yo estaba con la cara y los brazos deun color subido después de la tarde al sol. Sonrióacusadoramente al verme.

- Bueno, puedo ver que ya estás establecido.¿Pero no se supone que deberías estar estudiandomatemática, en vez de jugar al tenis y pasear conchicas en auto?

- Tengo permiso de mi directora -dije riendo,e hice un gesto de absolución.

- Oh, es sólo un chiste: en realidad te envidio.

- ¿Envidiarme, por qué?- No sé; das la impresión de ser tan libre:

dejar tu país, tu otra vida, todo atrás; y dossemanas después así te encuentro: contento,bronceado, jugando al tenis.

- Deberías probarlo: sólo hace falta pedir unabeca.

Movió la cabeza, con alguna tristeza.- Lo intenté, ya lo intenté, pero parece que

para mí es tarde. Por supuesto, ellos nunca lo vana reconocer, pero prefieren dárselas a chicas másjóvenes. Estoy por cumplir veintinueve años -medijo, como si esa edad fuera una lápida definitivay agregó con un tono súbitamente amargo-. A vecesdaría todo por escapar de aquí.

Yo miré en la distancia el verde del muérdagoen las casas, las agujas de las cúpulas medievales,las muescas rectangulares de las torres almenadas.

- ¿Escapar de Oxford? A mí me costaríaimaginar un lugar más hermoso.

Una antigua impotencia pareció nublarle porun instante los ojos.

- Quizá… sí, si no tuvieras que encargarte

todo el tiempo de una inválida y hacer todos losdías algo que ya desde hace mucho no significanada.

- ¿No te gusta tocar el violoncelo?Esto me parecía sorprendente, e interesante.

La miré, como si por un instante pudiera quebrar lasuperficie inmóvil de sus ojos y acceder a unasegunda capa.

- Lo odio -me dijo, y sus pupilas seoscurecieron-; cada vez lo odio más y cada vez mecuesta más disimularlo. A veces me da miedo quese note cuando tocamos, que el director o algunode mis compañeros se dé cuenta de cómo detestocada nota que toco. Pero terminamos cadaconcierto y la gente aplaude y nadie pareceadvertirlo. ¿No es gracioso?

- Yo diría que estás a salvo. No creo que hayauna vibración especial del odio. En ese sentido lamúsica es tan abstracta como la matemática: nopuede distinguir categorías morales. En tanto sigasla partitura no me imagino una forma de detectarlo.

- Seguir la partitura… es lo que hice toda mivida -suspiró. Habíamos llegado frente a la puerta

y apoyó la mano en el picaporte. -No me hagascaso -me dijo-: hoy tuve un mal día.

- Pero el día no terminó -dije-: ¿no hay algoque pueda hacer yo para mejorarlo?

Me miró con una sonrisa entristecida yrecobró el violoncelo.

- Oh, you are such a Latin man -murmuró,como si aquello fuera algo de lo que debieraprotegerse, pero aun así, antes de cerrar la puerta,me dejó mirar por última vez sus ojos azules.

Pasaron dos semanas más. El verano empezóa anunciarse lentamente, con atardeceres suaves ymuy largos. El primer miércoles de mayo, en elcamino de regreso del Instituto, retiré de un cajeroautomático el dinero para pagar el alquiler de micuarto. Toqué el timbre en la puerta de Mrs.Eagleton y mientras esperaba a que me abrieran vique por el camino que ondulaba hasta la casa seaproximaba un hombre alto, dando largos pasos,con una expresión sería y reconcentrada. Lo miréde soslayo cuando se detuvo a mi lado; tenía unafrente ancha y despejada y ojos pequeños yhundidos, con una cicatriz notoria en el mentón.

Tendría quizás unos cincuenta y cinco años, aunquecierta energía contenida en sus movimientos ledaba todavía un aspecto juvenil. Hubo un pequeñomomento de incomodidad mientras esperábamoslos dos junto a la puerta cerrada, hasta que sedecidió a preguntarme, con un acento escocésgrave y armonioso, si ya había tocado el timbre.Le respondí que sí y toqué por segunda vez. Dijeque quizá mi primer timbre había sido demasiadocorto y al oírme el hombre distendió sus faccionesen una sonrisa cordial y me preguntó si yo eraargentino.

- Entonces -me dijo, cambiando a un perfectocastellano con un gracioso dejo porteño- usteddebe ser el alumno de Emily.

Respondí que sí, sorprendido, y le preguntédónde había aprendido español. Sus cejas searquearon, como si mirara a un pasado muy lejanoy me dijo que había sido muchos años atrás.

- Mi primera esposa era de Buenos Aires -yme extendió la mano-. Yo soy Arthur Seldom.

Pocos nombres hubieran podido despertar enmí una admiración mayor en esa época. El hombre

de ojos pequeños y transparentes que meestrechaba la mano era ya entre los matemáticosuna leyenda. Yo había estudiado durante mesespara un seminario el más famoso de sus teoremas:la prolongación filosófica de las tesis de Gödel delos años 30. Se lo consideraba una de las cuatroespadas de la Lógica y bastaba revisar la variedaden los títulos de sus trabajos para advertir que erauno de los raros casos de summa matemática:bajo esa frente despejada y serena se habíanagitado y reordenado las ideas más profundas delsiglo. En mi segunda incursión por las librerías dela ciudad yo había tratado de conseguir su últimolibro, una obra de divulgación sobre serieslógicas, y me había enterado, con alguna sorpresa,de que estaba agotado desde hacía dos meses.Alguien me había dicho que desde la publicaciónde aquel libro Seldom había desaparecido delcircuito de congresos y al parecer nadie seanimaba a arriesgar qué estaría estudiando ahora.En todo caso, yo ni siquiera sabía que vivía enOxford, y mucho menos hubiera esperadoencontrármelo en la puerta de Mrs. Eagleton. Le

dije que había expuesto sobre su teorema en unseminario y pareció agradecido por mi entusiasmo.Me daba cuenta, sin embargo, de que algo lopreocupaba y de que desviaba sin poder evitarlosu atención a la puerta.

- Mrs. Eagleton debería estar en la casa-medijo-, ¿no es cierto?

- Yo hubiera creído que sí -dije-: allí está susilla a motor. A menos que la hayan venido abuscar en auto…

Seldom volvió a tocar el timbre, se acercó aescuchar contra la puerta, y caminó hasta laventana que daba a la galería, esforzándose pormirar hacia adentro.

- ¿Sabe si hay otra entrada por atrás? -Y medijo en inglés:- Tengo miedo de que le hayapasado algo.

Vi, por la expresión de su cara, que estabaverdaderamente alarmado, como si supiera algoque no lo dejaba pensar sino en una sola dirección.

- Si a usted le parece -le dije-, podemosprobar la puerta: creo que no la cierran durante eldía.

Seldom apoyó la mano en el picaporte y lapuerta se abrió serenamente. Entramos en silencio;nuestros pasos hicieron crujir las tablas de maderadel piso. Se oía adentro, como un latidoamortiguado, el vaivén sigiloso de un reloj depéndulo. Avanzamos a la sala y nos detuvimosjunto a la mesa en el centro. Le hice un gesto aSeldom para señalarle la chaise longe junto a laventana que daba al jardín. Mrs. Eagleton estabatendida allí, y parecía dormir profundamente, conla cara vuelta hacia el respaldo. Una de lasalmohadas estaba caída sobre la alfombra, como sise le hubiera deslizado durante el sueño. La orlablanca del pelo estaba cuidadosamente protegidacon una redecilla y los lentes habían quedadosobre una mesita, junto al tablero de scrabble.Parecía haber estado jugando sola, porque los dosatriles con letras estaban de su lado. Seldom seacercó y cuando le tocó con dos dedos el hombro,la cabeza se derrumbó pesadamente a un costado.Vimos al mismo tiempo los ojos abiertos yespantados y dos huellas paralelas de sangre quele corrían desde la altura de la nariz por la

barbilla hasta unirse en el cuello. Diinvoluntariamente un paso hacia atrás y reprimí ungrito. Seldom, que había sostenido la cabeza conun brazo, reacomodó como pudo el cuerpo ymurmuró consternado algo que no alcancé aescuchar. Recogió la almohada y al alzarla de laalfombra vimos aparecer una gran mancha roja yacasi seca en el centro. Quedó por un instante con elbrazo colgado a un costado, sosteniendo laalmohada, sumido en una honda reflexión, como siexplorara las ramificaciones de un cálculocomplejo. Parecía profundamente perturbado. Fuiyo el que se decidió a sugerir que debíamos llamara la policía.

CAPITULO 3

- Me pidieron que esperásemos fuera de lacasa -dijo Seldom lacónicamente después decolgar.

Salimos al pequeño porche de la entrada, sintocar nada a nuestro paso. Seldom apoyó laespalda contra la baranda de la escalera y armó uncigarrillo en silencio. Las manos se detenían cadatanto en un pliegue del papel o repetíaninterminablemente un movimiento, como si secorrespondieran con las detenciones yvacilaciones de una cadena de pensamientos quedebía verificar con cuidado. El abrumamiento deunos minutos atrás parecía reemplazado ahora porun esforzado intento de dar sentido o racionalidada algo incomprensible. Vimos aparecer dospatrulleros, que se estacionaron en silencio junto ala casa. Un hombre alto y canoso, de traje azuloscuro y mirada penetrante, se acercó a nosotros,nos estrechó rápidamente la mano y nos preguntó

los nombres. Tenía unos pómulos filosos, que laedad solo parecía ir vaciando y aguzando más, yun aire tranquilo pero resuelto de autoridad, comosi estuviera acostumbrado a adueñarse allí dondellegara de la escena.

- Yo soy el inspector Petersen -dijo y señalóa un hombre de guardapolvo verde que nos hizo alpasar una leve inclinación de cabeza-; él esnuestro médico forense. Entren por favor unmomento con nosotros: tendremos que hacerlesdos o tres preguntas.

El médico se colocó unos guantes de látex yse inclinó sobre la chaise longue; vimos a ladistancia que revisaba cuidadosamente duranteunos minutos el cuerpo de Mrs. Eagleton y tomabaalgunas muestras de sangre y piel que pasaba a unode sus ayudantes. Un fotógrafo disparó el flash unpar de veces sobre la cara sin vida.

- Bien -dijo el médico y nos hizo una señapara que nos acercáramos-: ¿en qué posiciónexactamente la encontraron?

- La cara miraba contra el respaldo -dijoSeldom-; el cuerpo estaba de perfil… un poco

más… Las piernas estiradas, el brazo derechoflexionado. Sí, creo que estaba así. -Me miró paraque yo confirmara la posición.

- Y aquella almohada estaba en el suelo -agregué yo.

Petersen recogió la almohada y le hizo notaral forense la mancha de sangre en el centro.

- ¿Recuerdan dónde?- Sobre la alfombra, a la altura de la

cabecera, parecía que se le hubiera caído mientrasdormía.

El fotógrafo tomó dos o tres fotos más.- Yo diría -dijo el forense dirigiéndose a

Petersen- que la intención era asfixiarla, sin dejarrastros, mientras dormía. La persona que hizo estoretiró con cuidado la almohada bajo la cabeza, sindeshacer la redecilla, o bien, encontró la almohadacaída en el suelo. Pero mientras la apretaba sobrela cara, la anciana se despertó, y tal vez intentóresistirse. Aquí nuestro hombre se asustó más delo debido, hundió entonces el dorso de la mano oquizá incluso apoyó una rodilla para hacer másfuerza y aplastó sin darse cuenta la nariz por

debajo de la almohada. La sangre es simplementeeso: un poco de sangre de la nariz; las venitas aesa edad son muy frágiles. Cuando retiró laalmohada se encontró con la cara ensangrentada.Posiblemente volvió a asustarse y la dejó caersobre la alfombra sin intentar recomponer nada.Tal vez decidió que ya daba lo mismo y se fue lomás rápido posible. Yo diría que es una personaque mata por primera vez, probablemente diestra -extendió los dos brazos sobre la cara de Mrs.Eagleton para hacer una demostración-: laposición final de la almohada sobre la alfombracorresponde a este giro, que sería el más naturalpara una persona que la hubiera sostenido con lamano derecha.

- ¿Hombre o mujer? -preguntó Petersen.- Eso es interesante -dijo el forense-. Podría

ser un hombre fuerte que la lastimó al aumentarsimplemente la presión de los metacarpianos, obien una mujer que se sintió débil y descargósobre ella todo el peso de su cuerpo.

- ¿Hora de la muerte?- Entre las dos y las tres de la tarde. -El

forense se dirigió a nosotros.- ¿A qué horallegaron ustedes?

Seldom me consultó rápidamente con lamirada.

- Eran las cuatro y media -y dijo después,dirigiéndose a Petersen-: yo diría que másprobablemente la mataron a las tres.

El inspector lo miró con un destello deinterés.

- ¿Sí? ¿Cómo lo sabe?- Nosotros dos no llegamos juntos -dijo

Seldom-. La razón por la que yo vine hasta aquí esuna nota, un mensaje bastante extraño que encontréen mi casillero en Merton College.Desgraciadamente no le presté al principio muchaatención, aunque supongo que ya era tarde de todosmodos.

- ¿Qué decía el mensaje?- El primero de la serie -dijo Seldom-.

Solamente eso. En grandes letras mayúsculas.Debajo estaba la dirección de Mrs. Eagleton y lahora, como si fuera una cita: las 3 pm.

- ¿Puedo verlo? ¿Lo trajo con usted? -

Seldom negó con la cabeza.- Cuando lo recogí de mi casillero eran casi

las tres y cinco y yo estaba llegando tarde a miseminario. Lo leí mientras iba camino a mi oficinay pensé, francamente, que era otro mensaje de unperturbado mental. Publiqué hace un tiempo unlibro sobre series lógicas y tuve la mala idea deincluir un capítulo sobre crímenes en serie. Desdeentonces recibo todo tipo de cartas conconfesiones de crímenes… en fin, lo tiré en elcesto apenas entré en la oficina.

- ¿Puede ser entonces que todavía esté allí? -dijo Petersen.

- Me temo que no -dijo Seldom-; cuando salídel aula volví a acordarme del mensaje. Ladirección en Cunliffe Close me había dejado algopreocupado: recordé mientras daba la clase queMrs. Eagleton vivía aquí, aunque no estaba segurodel número. Quise volver a leerlo, para confirmarla dirección, pero el ordenanza había entrado alimpiar mi oficina y el cesto de papeles estabavacío. Fue por eso que decidí venir.

- Podemos hacer de todos modos un intento -

dijo Petersen y llamó a uno de sus hombres-.Wilkie: vaya a Merton College y hable por favorcon el ordenanza… ¿cuál es el nombre?

- Brent -dijo Seldom-. Pero no creo quesirva: a esta hora ya debe haber pasado el camiónrecolector.

- Si no aparece lo llamaremos para que le déa nuestro dibujante una descripción de la letra; porahora esto lo mantendremos en secreto: les pido alos dos máxima discreción. ¿Había algún otrodetalle en el mensaje que usted pueda recordar?Tipo de papel, color de la tinta, o algo que le hayallamado la atención.

- La tinta era negra, yo diría que de lapicerafuente. El papel era blanco, común, tamaño carta.La letra era grande y clara. El mensaje estabacuidadosamente doblado en cuatro en mi casillero.Y había, sí, un detalle intrigante: debajo del textohabían trazado prolijamente un círculo. Un círculopequeño y perfecto, también en negro.

- Un círculo -repitió Petersen pensativo-;¿como si fuera una firma? ¿Un sello? ¿O eso ledice a usted algo distinto?

- Tal vez tenga que ver con ese capítulo de milibro sobre los crímenes en serie -dijo Seldom-; loque yo sostengo allí es que, si uno deja de lado laspelículas y las novelas policiales, la lógica ocultadetrás de los crímenes en serie -por lo menos delos que están históricamente documentados- es engeneral muy rudimentaria, y tiene que ver sobretodo con patologías mentales. Los patrones sonmuy burdos, lo característico es la monotonía y larepetición, y en su abrumadora mayoría estánbasados en alguna experiencia traumática o unafijación de la infancia. Es decir, son casos másapropiados para el análisis psiquiátrico queverdaderos enigmas lógicos. La conclusión delcapítulo era que el crimen por motivacionesintelectuales, por pura vanidad de la razón,digamos, a la manera de Raskolnikov, o en lavariante artística de Thomas de Quincey, no parecepertenecer al mundo real. O bien, agregaba enbroma, los autores han sido siempre taninteligentes que todavía no los hemos descubierto,

- Ya veo -dijo Petersen-; usted piensa quealguien que leyó su libro recogió el desafío. Y en

ese caso el círculo sería…- Quizás el primer símbolo de una serie

lógica -dijo Seldom-. Sería una buena elección: esposiblemente el símbolo que admitióhistóricamente mayor variedad deinterpretaciones, tanto dentro como fuera de lamatemática. Puede significar casi cualquier cosa.Es en todo caso una manera ingeniosa de iniciaruna serie: con un símbolo de máximaindeterminación al principio, de modo que estemoscasi a ciegas sobre la posible continuación.

- ¿Diría usted que esta persona es quizás unmatemático?

- No, no: en absoluto. La sorpresa de miseditores fue justamente que el libro había llegadoal público más variado. Y todavía no podemos nisiquiera decir que el símbolo deba interpretarserealmente como un círculo; quiero decir, yo viantes que nada un círculo, posiblemente por miformación matemática. Pero podría ser el símbolode algún esoterismo, o de una religión antigua, oalgo completamente distinto. Una astróloga hubieravisto posiblemente una luna llena, y su dibujante,

el óvalo de una cara…- Bien -dijo Petersen-, volvamos ahora por un

momento a Mrs. Eagleton. ¿Usted la conocía bien?- Harry Eagleton fue mi tutor de estudios y

estuve algunas veces invitado a reuniones y acenar aquí después de mi graduación. Fui amigotambién de Johnny, el hijo de ellos, y de su esposaSarah. Murieron juntos en un accidente, cuandoBeth era una niña. Beth quedó desde entonces acargo de Mrs. Eagleton. Últimamente veía bastantepoco a las dos. Sabía que Mrs. Eagleton estabaluchando desde hacía tiempo con un cáncer, y quetuvo varias internaciones… la encontré algunasveces en Radcliffe Hospital.

- Y esta chica, Beth, ¿vive todavía aquí?¿Cuántos años tiene ahora?

- Unos veintiocho, o quizá treinta… Sí, vivíanjuntas.

- Deberíamos hablar cuanto antes con ella,quisiera hacerle también algunas preguntas -dijoPetersen-. ¿Alguno de ustedes sabe dóndepodríamos encontrarla ahora?

- Debe estar en el teatro Sheldonian -dije yo-.

En el ensayo de la orquesta.- Eso está en mi camino de regreso -dijo

Seldom-; si a usted no le importa, me gustaríapedirle, como amigo de la familia, que me permitaa mí darle esta noticia. Es posible que necesiteayuda también con los trámites del entierro.

- Seguro, no hay problema -dijo Petersen-;aunque el funeral tendrá que demorarse un poco:debemos hacer primero la autopsia. Dígale porfavor a la señorita Beth que la esperamos aquí.Todavía tiene que trabajar el equipo de huellas,estaremos quizás un par de horas más. Fue usted elque avisó por teléfono, ¿no es cierto? ¿Recuerdansi tocaron algo más?

Los dos negamos con la cabeza. Petersenllamó a uno de sus hombres, que se acercó con unpequeño grabador.

- Sólo les voy a pedir entonces que hagan unabreve declaración al teniente Sacks sobre susactividades a partir del mediodía. Es de rutina,luego podrán irse. Aunque me temo que quizátenga que volver a molestarlos con algunaspreguntas más en los próximos días.

Seldom contestó durante dos o tres minutos alas preguntas de Sacks y noté que cuando me llegóel turno a mí esperó discretamente a un costado aque yo me liberara. Pensé que quizá queríadespedirse apropiadamente, pero cuando me volvía él me hizo una seña para que saliéramos juntos.

CAPITULO 4

- Pensé que tal vez podríamos caminar juntoshasta el teatro -dijo Seldom, mientras empezaba aarmar un cigarrillo-. Me gustaría saber… -ypareció dudar, como si le costara encontrar laformulación correcta. Había oscurecido porcompleto y yo no alcanzaba a distinguir entre lassombras la expresión de su cara-. Me gustaríaestar seguro -dijo finalmente- de que los dosvimos lo mismo allí. Quiero decir, antes de quellegara la policía, antes de todas las hipótesis yexplicaciones: el primer cuadro que encontramos.Me interesa la impresión de usted, que era el únicototalmente desprevenido.

Me quedé un instante pensativo,esforzándome por recordar y reconstruir cadadetalle; me daba cuenta también de que queríademostrar alguna agudeza para no defraudar aSeldom.

- Creo -dije cautelosamente- que coincidiría

en casi todo con la explicación del forense, salvoquizá por un detalle al final. El dijo que al ver lasangre el asesino soltó la almohada y se fue lo másrápido posible, sin intentar recomponer nada…

- ¿Y usted no cree que haya sido así?- Posiblemente sea cierto que no recompuso

nada, pero sí hizo por lo menos algo más antes deirse: dio vuelta la cara de Mrs. Eagleton contra elrespaldo. Así fue como la encontramos.

- Tiene razón -asintió Seldom, con un lentomovimiento de su cabeza-. Y eso, ¿qué indicaríapara usted?

- No sé: quizá no resistió los ojos abiertos deMrs. Eagleton. Si es, como dijo el forense, unapersona que mataba por primera vez, quizá reciénal ver esos ojos se dio cuenta de lo que habíahecho y quiso, de alguna manera, apartarlos.

- ¿Diría usted que conocía previamente aMrs. Eagleton, o que la eligió casi al azar?

- No creo que haya sido totalmente al azar.Me llamó la atención lo que dijo usted después…que Mrs. Eagleton estaba enferma de cáncer. Talvez sabía eso de ella: que de todas maneras

moriría pronto. Esto parece corresponderse con laidea de un desafío sobre todo intelectual, como sihubiera buscado hacer el menor daño posible.Incluso la manera que eligió para matarla podríaconsiderarse, si ella no hubiera despertado,bastante piadosa. Tal vez lo que sí sabía -se meocurrió- es que usted conocía a Mrs. Eagleton yque esto lo forzaría a involucrarse.

- Es posible -dijo Seldom-; y tambiéncomparto que es alguien que quiso matar de lamanera más leve posible. Precisamente, eso era loque me preguntaba mientras escuchábamos alforense: cómo hubieran sido las cosas si todo lehubiera salido bien y la nariz de Mrs. Eagleton nohubiera sangrado.

- Solamente usted habría sabido, por elmensaje, que no se trataba de una muerte natural.

- Exactamente -dijo Seldom-; la policíahubiera quedado en principio afuera. Yo creo queesa era su intención: un desafío privado.

- Sí; pero en ese caso… -dije yo, dubitativo-no me queda claro cuándo escribió el mensajepara usted, si antes o después de matarla.

- Posiblemente el mensaje lo tenía escritoantes de matarla -dijo Seldom-; y aun cuando unaparte del plan salió mal, decidió seguir adelante ydejarlo de todos modos en mi casillero.

- ¿Qué cree que hará a partir de ahora?- ¿Ahora que la policía sabe? No sé. Supongo

que tratará de ser más cuidadoso la próxima vez.- O sea, ¿otro crimen que nadie vea como un

crimen?- Sí, eso es -dijo Seldom, casi para sí-:

exactamente. Crímenes que nadie vea comocrímenes. Creo que ahora lo empiezo a ver:crímenes imperceptibles.

Quedamos en silencio por un momento.Seldom parecía haberse encerrado en suspensamientos. Habíamos llegado casi a la alturadel Parque Universitario. En la vereda de enfrentese estacionó una gran limusina delante de unrestaurante. Vi salir una novia que arrastraba lacola de su vestido y se llevaba una mano a lacabeza para mantener en equilibrio un graciosotocado de flores. Hubo una pequeña algarabía degente y flashes de fotografías a su alrededor. Noté

que Seldom no parecía haber registrado la escena:caminaba con los ojos fijos y estaba absorto,enteramente vuelto dentro de sí. A pesar de esto,me decidí a interrumpirlo, para preguntarle sobreel punto que me había intrigado más.

- Sobre lo que le dijo usted al inspector,respecto del círculo y la serie lógica: ¿no cree quedebe haber una conexión entre ese símbolo y laelección de la víctima o bien, quizá, con la formaque eligió para matarla?

- Sí, seguramente -dijo Seldom algodistraído, como si ya hubiera revisado aquellomucho antes-. Pero el problema es, como le dije aPetersen, que ni siquiera estamos seguros de quesea efectivamente un círculo y no, por decir algo,la serpiente de los gnósticos que se muerde lacola, o la letra O mayúscula de la palabra"omertá". Esa es la dificultad cuando usted conocesólo el primer término de una serie: establecer elcontexto en que debe ser leído el símbolo. Quierodecir, si debe considerarse desde el punto de vistapuramente gráfico, digamos, en el plano sintáctico,sólo como una figura, o bien en el plano

semántico, por alguna de sus posibles atribucionesde significado. Hay una serie bastante conocidaque yo doy como primer ejemplo al principio demi libro para explicar esta ambigüedad… déjemever… -dijo y buscó en sus bolsillos hastaencontrar una lapicera y una libretita de notas.Arrancó una hoja que apoyó en la libreta y sindejar de caminar dibujó con cuidado tres figuras yme extendió el papel para que las mirara.Habíamos llegado a Magdalen Street y pudeestudiar las figuras sin dificultad bajo la luzamarilla y difusa de las lámparas. La primera eraindudablemente una M mayúscula, la segundaparecía un corazón sobre tina línea; la tercera erael número ocho.

- ¿Cuál diría usted que es la cuarta figura? -me preguntó Seldom.

- Eme, corazón, ocho… -dije, tratando dedarle a aquello algún sentido. Seldom esperó, algodivertido, a que yo pensara todavía durante un parde minutos.

- Estoy seguro de que podrá resolverloapenas lo piense un poco esta noche en su casa -

me dijo-. Lo que yo quería mostrarle simplementees que estamos en este momento como si noshubieran dado sólo el primer símbolo -dijo y tapócon su mano sobre el papel el corazón y el ocho-.Si usted hubiera visto únicamente esta figura, estaletra M, ¿qué estaría inclinado a pensar?

- Que se trata de una serie de letras, o elprincipio de una palabra que empieza con M.

- Exactamente -dijo Seldom-. Le hubieradado a este símbolo el significado no sólo de letraen general, sino de una letra bien precisa ydeterminada, la M mayúscula. Sin embargo apenasve usted el segundo símbolo de la serie, las cosascambian, ¿no es cierto? Ya sabe, por ejemplo, queno puede esperar una palabra. Este símbolo es, porotro lado, bastante heterogéneo con respecto alprimero, es de otro orden, hace pensar, porejemplo, en las barajas francesas. En cualquiercaso, tiene el efecto de cuestionar hasta ciertopunto el significado inicial que le habíamosatribuido al primer símbolo. Todavía podemospensar que es una letra, pero ya no parece tanimportante que sea exactamente una eme. Y cuando

hacemos entrar en juego al tercer símbolo, otra vezel primer impulso es reorganizar todo de acuerdo alo conocido: si lo interpretamos como el númeroocho, tendemos a pensar en una serie que empiezacon una letra, sigue con un corazón, sigue con unnúmero. Pero fíjese que estamos razonando todo eltiempo sobre significados que asignamos -casiautomáticamente- a lo que son en principio,solamente dibujos, líneas sobre el papel. Esta es lapequeña malicia de la serie: que resulta difícildespegar a estas tres figuras de su interpretaciónmás obvia e inmediata. Ahora bien, si ustedconsigue ver por un momento los símbolosdesnudos, sólo como figuras, encontrará laconstante que destruye todos los significadosanteriores y le dará la clave de la continuación.

Pasamos por la ventana iluminada de TheEagle and Child. Adentro la gente se agolpabacontra la barra y, como en una película muda, reíanen silencio mientras alzaban jarros de cerveza.Cruzamos y doblamos a la izquierda bordeando unmonumento. Vi aparecer delante de nosotros lapared redonda del teatro.

- Lo que usted quiere decir es que, en nuestrocaso, para determinar el contexto necesitaríamospor lo menos un término más…

- Sí -dijo Seldom-; con el primer términoestamos todavía completamente a oscuras; nopodemos ni siquiera resolver sobre esa primerabifurcación: si debemos considerar al símbolocomo un trazo sobre el papel, o intentar atribuirlealgún significado. Desgraciadamente no nos quedamás que esperar.

Había subido mientras me hablaba lasescalinatas del teatro y yo lo seguí adentro delhall, sin decidirme a dejarlo ir. La entrada estabadesierta, pero era fácil guiarse por el rastro de lamúsica, que tenía la alegría ligera de una danza.Subimos tratando de no hacer ruido una de lasescaleras y caminamos por un corredoralfombrado. Seldom entreabrió una de las puertaslaterales, que tenía un revestimiento mullido derombos, y nos asomamos a un palco desde dondese veía la pequeña orquesta en el centro delescenario. Estaban ensayando lo que parecía unaczarda de Liszt. La música nos llegaba ahora clara

y potente. Beth estaba inclinada hacia adelante ensu silla, con el cuerpo tenso, y el arco subía ybajaba con furia sobre el violoncelo; escuché eldesencadenamiento vertiginoso de las notas, comolátigos sobre caballos, y en el contraste entre laligereza y alegría de la música y el esfuerzo de losejecutantes recordé lo que me había dicho unosdías atrás. Su cara estaba transfigurada por laconcentración en seguir la partitura. Los dedos semovían velocísimos sobre el diapasón y aun asíhabía algo distante en su mirada, como sisolamente una parte de ella estuviera allí.Retrocedimos con Seldom al pasillo. Su expresiónse había vuelto otra vez grave y reservada. Me dicuenta de que estaba nervioso: había empezado aarmar mecánicamente otro cigarrillo que no podríaencender ahí. Murmuré unas palabras paradespedirme y Seldom me estrechó la mano confuerza y volvió a agradecerme que lo hubieraacompañado.

- Si está libre el viernes al mediodía -dijo-,me gustaría invitarlo a almorzar conmigo en elMerton; tal vez se nos ocurra entretanto algo más.

- Claro que sí: el viernes es perfecto para mí-dije.

Bajé la escalinata y salí otra vez a la calle.Hacía frío y había empezado a lloviznar. Cuandoestuve otra vez bajo las lámparas de la avenidasaqué del bolsillo el papel en que Seldom habíadibujado las tres figuras, tratando de proteger latinta de las pequeñas gotas. Casi reí al descubrir amitad de camino la simplicidad de la solución.

CAPITULO 5

Cuando dejé atrás la última ondulación delclose y me acerqué a la casa vi que los patrullerosseguían allí; había ahora también una ambulancia yuna camioneta azul con el logotipo del OxfordTimes. Un hombre larguirucho con rulos grisessobre la frente me detuvo cuando empezaba a bajarla escalera hacia mi habitación; tenía un pequeñograbador y una libreta de apuntes en la mano.Antes de que pudiera presentarse, el inspectorPetersen se asomó a la ventana que daba a lagalena y me hizo una seña para que me acercara.

- Preferiría que no mencione a Seldom -medijo en voz baja-. Dimos únicamente el nombre deusted a la prensa, como si hubiera estado solo alencontrar el cadáver.

Asentí y volví junto a la escalera. Mientrasrespondía las preguntas vi que se estacionaba untaxi. Beth bajó con su violoncelo y pasó muy cercade nosotros sin vernos. Tuvo que decirle su

nombre al policía de la entrada para que lepermitieran pasar. Su voz sonó débil y algoestrangulada.

- Así que esta es la chica -dijo el periodistamirando su reloj-. También tengo que hablar conella, creo que hoy ya me perderé la cena. Unaúltima pregunta: ¿qué le dijo Petersen recién,cuando le pidió que se acercara?

Dudé un instante antes de responderle.- Que tal vez tenían que molestarme con

algunas preguntas más mañana -dije.- No se preocupe -me dijo-. No sospechan de

usted.Reí.- ¿Y de quién sospechan? -le pregunté.- No sé: supongo que de la chica. Sería lo

más natural, ¿no es cierto? Es la que se quedarácon el dinero y con la casa.

- No sabía que Mrs. Eagleton tenía dinero.- Es la pensión para héroes de la guerra. No

es una fortuna, pero para una mujer sola…- Igualmente: ¿no estaba Beth ya en el ensayo

a la hora del crimen?

El hombre pasó hacia atrás las hojas de sulibreta.

- Veamos: la muerte ocurrió entre las dos ylas tres, según el informe del forense. Hay unavecina que se cruzó con ella cuando salía hacia elSheldonian un poco después de las dos. Yo llaméal teatro hace un rato: la chica llegó puntualmentepara el ensayo a las dos y media. Pero todavíaquedan esos minutos, antes de que saliera. Demodo que estaba en la casa, pudo hacerlo, y es laúnica beneficiada.

- ¿Va a sugerir eso en su artículo? -dije, ycreo que mi voz sonó algo indignada.

- ¿Por qué no? Es más interesante queatribuírselo a un ladrón y recomendar a las amasde casa que mantengan las puertas cerradas. Voy atratar de hablar ahora con ella -y me dirigió unabreve sonrisa maliciosa-: lea mi nota mañana.

Bajé a mi cuarto y sin encender las luces mequité los zapatos y me eché en la cama, con unbrazo cruzado sobre los ojos. Una vez más intentérehacer en mi memoria el momento en queentramos con Seldom en la casa y toda la

secuencia de nuestros movimientos, pero noparecía haber nada más allí: nada, por lo menos,de lo que Seldom podría estar buscando. Sóloreaparecía en toda su vividez el movimientodislocado del cuello y la cabeza de Mrs. Eagletonal derrumbarse, con los ojos abiertos yespantados. Escuché el motor de un auto que seponía en marcha y me icé sobre los brazos paramirar por la ventana. Vi cómo sacaban el cadáverde Mrs. Eagle-ton en una camilla y lo subían a laambulancia. Los dos patrulleros encendieron lasluces; al maniobrar para salir los conos amarillosproyectaron una sucesión de sombrasfantasmagóricas y huidizas sobre las paredes delas casas. La camioneta del Oxford Times ya noestaba y cuando la pequeña comitiva de autos seperdió en la primera curva, el silencio y laoscuridad del clóse me parecieron por primera vezagobiantes. Me pregunté qué estaría haciendo Betharriba, a solas en la casa. Prendí la lámpara y visobre el escritorio los papers de Emily Bronsoncon algunas de mis notas en los márgenes. Mepreparé un café y me senté, con el propósito de

retomar donde los había dejado. Estudié durantemás de una hora, sin llegar mucho más lejos.Tampoco conseguía la pequeña calma piadosa, esesingular bálsamo intelectual, el simulacro de ordenen el caos, que se obtiene al seguir los pasos de unteorema. Escuché de pronto lo que me parecieronunos golpes amortiguados en la puerta. Eché haciaatrás la silla y esperé un instante. Los golpes serepitieron, con más claridad. Abrí y distinguí en laoscuridad la cara confusa y algo avergonzada deBeth. Tenía puesto un deshabillé violeta y estabaen chinelas, con el pelo sólo sujeto adelante poruna vincha, como si algo la hubiese hecho saltar dela cama. La hice pasar y se quedó junto a la puerta,con los brazos cruzados y los labios algotemblorosos.

- ¿Puedo pedirte un favor? Sólo por estanoche -dijo, con la voz entrecortada-: no consigodormirme allá arriba… ¿podría quedarme aquíhasta la mañana?

- Por supuesto, claro que sí -dije-. Voy adesarmar el sillón, así te dejo mi cama.

Me agradeció, aliviada, y se dejó caer sobre

una de las sillas. Miró algo aturdida en torno y viomis papeles desparramados sobre el escritorio.

- Estabas estudiando -dijo-. No quisierainterrumpirte.

- No, no -dije-, estaba por hacer un intervalo,yo tampoco podía concentrarme. ¿Preparo un café?

- Preferiría un té para mí -dijo.Nos quedamos en silencio, mientras yo ponía

a calentar agua y trataba de encontrar una fórmulade condolencia adecuada. Pero fue ella la quehabló primero.

- Me dijo tío Arthur que estabas con élcuando la encontraron… debió ser horrible. Yotambién tuve que verla: me hicieron reconocer elcadáver. Dios mío -dijo, y sus ojos se volvierontransparentes, de un azul líquido y tembloroso-:nadie se había preocupado por cerrarle los ojos.

Giró la cabeza y la alzó un poco hacia uncostado, como si pudiera hacer retroceder laslágrimas.

- Realmente lo lamento mucho -murmuré-: sécómo te estarás sintiendo…

- No, no creo que sepas -dijo-. No creo que

nadie lo sepa. Era lo que había estado esperandodurante todo este tiempo. Desde hace años.Aunque sea terrible decirlo: desde que supe quetenía cáncer. Me imaginaba que ocurriría casicomo fue, que alguien vendría a decírmelo, en lamitad de un ensayo. Rogaba que fuera así, que nisiquiera tuviese que verla mientras la llevaban.Pero el inspector quiso que la reconociera. ¡No lehabían cerrado los ojos! -volvió a decir en unsusurro consternado, como si se hubiera cometidouna injusticia inexplicable-. Me paré junto a ellapero no pude mirarla; temía que todavía, de algúnmodo, pudiera hacerme daño, que pudieraarrastrarme, que no me soltara. Y creo que loconsiguió. Sospechan de mí -dijo, abatida-.Petersen me hizo muchísimas preguntas, con esemodo fingidamente considerado y después, esehorrible hombre del periódico ni se molestó endisimularlo. Les dije lo único que sé: que cuandome fui, a las dos, estaba dormida, junto al tablerode scrabble. Pero siento que no tendría fuerzaspara defenderme. Soy la persona que más deseabaverla muerta, mucho más, estoy segura, que

quienquiera que la haya matado.Parecía consumida por los nervios; las manos

le temblaban inconteniblemente y al advertir mimirada las ocultó cruzando los brazos bajo lasaxilas.

- En todo caso -dije, mientras le alcanzaba lataza-, no creo que Petersen realmente estépensando nada de eso: saben algo más, que noquisieron difundir. ¿No te dijo nada el profesorSeldom?

Negó con la cabeza y me arrepentí de haberhablado. Pero vi sus ojos azules, expectantes,como si temieran todavía dejar paso a unaesperanza, y decidí que la indiscreción latinapodía ser más piadosa que la reserva británica.

- Sólo te puedo decir esto, porque nospidieron que lo mantuviéramos en secreto. El quela mató le dejó a Seldom un mensaje en sucasillero. En la nota aparecía escrita la direcciónde la casa y también la hora: las tres de la tarde.

- Las tres de la tarde -repitió ella lentamente,como si un peso enorme la liberara de a poco-. Aesa hora yo ya estaba en el ensayo. -Sonrió de una

manera temerosa, como si una batalla larga ydifícil empezara a ser ganada y tomó un sorbo desu té. Me miró con gratitud por encima de la taza.

- Beth… -dije. Su mano junto al regazo habíaquedado cerca de la mía y tuve que contener elimpulso de tocarla-. Sobre lo que dijiste antes… siyo puedo ayudarte de algún modo con los trámitesdel funeral, o con cualquier cosa que precises, nodudes en pedirme lo que sea. Seguramente elprofesor Seldom o Michael ya te habrán ofrecidopero…

- ¿Michael? -dijo y rió secamente-. No creoque pueda contar mucho con él, está aterrado conesto. -Y agregó con una nota de desprecio, como sidescribiera a una especie particularmente cobarde:

- Es un hombre casado.Se puso de pie y antes de que pudiera

impedirlo se acercó al lavabo junto a mi escritoriopara enjuagar su taza.

- Pero supongo, sí, que siempre puedo acudiral tío Arthur, Eso era algo que solía decirme mimadre. Creo que era la única que sabía cómo erala bruja bajo su máscara. Siempre me decía que si

me quedaba sola y necesitaba ayuda recurriera altío Arthur. "¡Si se te ocurre la manera dearrancarlo de sus fórmulas!", me decía. Es unaespecie de genio matemático, ¿no es cierto? -mepreguntó con un dejo distraído de orgullo.

- Uno de los más grandes -dije.- Sí, eso es lo que decía mi madre. Mirando

ahora hacia atrás, supongo que estaría un pocoenamorada en secreto de él. Siempre estabapendiente de las visitas del tío Arthur. Pero serámejor que me calle de una vez, antes de que tecuente todos mis secretos.

- Eso sería divertido -dije.- ¿Qué es una mujer sin secretos? -Se quitó

la vincha, que dejó sobre la mesa de luz y se echócon las dos manos el pelo hacia atrás, alzándolo unpoco antes de soltarlo detrás de la cabeza.- Oh, nome hagas caso -dijo-, es el estribillo de una viejacanción galesa.

Se acercó a la cama y retiró el edredón.Subió las manos al cuello del deshabillé.

- Si te das vuelta un momento -me dijo-, megustaría quitarme esto.

Fui con mi taza al lavabo. Cuando cerré lacanilla y el agua dejó de correr me quedé todavíade espaldas un instante. Escuché que pronunciabami nombre, con un esfuerzo conmovedor,tropezando en la doble ele. Se había metido en lacama y el pelo se esparcía seductoramente sobrela almohada. El edredón la cubría casi hasta elcuello pero había dejado fuera uno de los brazos.

- ¿Puedo pedirte un último favor? Es algo quehacía mi madre cuando era pequeña. ¿Podríasdarme la mano hasta que me duerma?

- Claro que sí -dije. Apagué la lámpara y mefui a sentar en el borde de la cama. La luz de laluna entraba débilmente desde la altura del techo eiluminaba su brazo desnudo. Puse mi palma sobrela suya y entrelazamos al mismo tiempo los dedos.Su mano era cálida y seca. Miré más de cerca lapiel suave del dorso y los dedos largos, con lasuñas cortas y prolijas, que se habían abandonadoconfiadamente en los míos. Algo me había llamadola atención. Giré disimuladamente con cuidado mimuñeca para ver del otro lado su dedo pulgar. Allíestaba, pero era curiosamente delgado y muy

pequeño, como si perteneciera a otra mano, unamano infantil, la mano de una niñita. Noté queabría los ojos y me miraba. Quiso retirar la manopero yo la apreté más fuerte y acaricié con mipropio pulgar su pulgar diminuto.

- Ya descubriste el peor de mis secretos -dijo-. Todavía me chupo el dedo de noche.

CAPITULO 6

Cuando me desperté a la mañana siguienteBeth ya se había ido. Miré algo desconcertado lasuave concavidad que había dejado su cuerpo enla cama y estiré la mano para buscar mi reloj: eranlas diez de la mañana. Me levanté de un salto;había quedado en encontrarme con Emily Bronsonen el Instituto antes del mediodía y todavía nohabía leído sus trabajos. Con cierta sensación deextrañeza, puse en mi bolso la raqueta y la ropa detenis. Era jueves y en la marcha habitual de mimundo todavía tenía mi partido por la tarde. Antesde salir volví a dar un vistazo decepcionado alescritorio y la cama. Hubiera esperado encontraraunque más no fuera una pequeña nota, un par delíneas de Beth, y tuve que preguntarme si esadesaparición sin mensajes no sería precisamente elmensaje.

Era una mañana tibia y serena, que hacíaaparecer lejano y vagamente irreal el día anterior.

Pero cuando salí al jardín Mrs. Eagleton no estabaallí arreglando los canteros, y las cintas amarillasde la policía todavía rodeaban el porche. Un pocoantes de llegar al Instituto crucé a uno de losquioscos de Woodstock Road y compré una dona yel diario. Encendí en mi oficina la cafeteraeléctrica y abrí el diario sobre el escritorio. Lanoticia encabezaba la página de Locales con ungran titular: Asesinan a una ex heroína de guerra.Habían incluido una foto de una Mrs. Eagletonjuvenil e irreconocible y otra del frente de la casacon el vallado de contención y los autos de policíaestacionados. En la nota principal mencionabanque el cadáver había sido encontrado por uninquilino, un estudiante argentino de matemática, yque la última que había visto con vida a la viudaera su única nieta, Elizabeth. No había en el relatonada que yo no conociera; la autopsia, en lasúltimas horas de la noche, al parecer tampocohabía arrojado nada nuevo. En un recuadro sinfuma se hablaba de la investigación policial.Reconocí de inmediato, bajo la aparenteimpersonalidad del estilo, el tono insidioso del

periodista que me había entrevistado. Afirmabaque la policía se inclinaba a descartar que elcrimen hubiera sido cometido por un intruso, apesar de que la puerta de entrada estaba sin llave.Nada había sido tocado o robado en la casa. Habíaaparentemente una pista, que el inspector Petersenmantenía en secreto. El cronista estaba encondiciones de arriesgar que esa pista podríaincriminar "a miembros del círculo familiar másíntimo de Mrs. Eagleton". Inmediatamente dejabasaber que el único familiar directo era Beth, quienheredaría "una modesta fortuna". De todasmaneras, concluía la nota, hasta que hubiera otrasnovedades, el Oxford Times acompañaba larecomendación del inspector Petersen para que lasamas de casa olvidaran los buenos viejos tiemposy mantuvieran a toda hora la puerta con llave.

Pasé las páginas para buscar la sección denecrológicas; una larga lista de nombres seasociaba al duelo. Había uno de la AsociaciónBritánica de Scrabble y otro del Instituto deMatemática en el que figuraban Emily Bronson ySeldom. Separé Va página y la guardé en un cajón

de mi escritorio. Me serví otra taza de café y mesumergí durante un par de horas en los papers demi directora. A la una bajé a su oficina y laencontré almorzando un sandwich, con unaservilleta de papel desplegada sobre los libros.Dio un pequeño grito de alegría cuando abrí lapuerta, como si me viera regresar a salvo de unaexpedición llena de peligros. Hablamos del crimendurante unos minutos y le conté lo que pude,suprimiendo a Seldom de la escena; parecíarealmente consternada y algo preocupada por mí.Me preguntó si la policía no me había molestadodemasiado. Podían ponerse muy desagradablescon los extranjeros, me dijo. Parecía a punto dedisculparse por haberme sugerido alquilar allí.Hablamos todavía un rato más, mientras terminabael sandwich. Lo comía sujetándolo con las dosmanos y dando pequeños mordiscos en hileracomo picotazos.

- No sabía que Arthur Seldom estaba enOxford -dije en un momento.

- Bueno, ¡creo que nunca salió de aquí! -dijoEmily con una sonrisa-. Arthur piensa, como yo,

que si uno espera el tiempo suficiente, todos losmatemáticos acaban viniendo a Oxford enperegrinación. Tiene una posición regular en elMerton. Aunque es cierto que no se deja verdemasiado. ¿Dónde lo encontraste?

- Vi su nombre en el aviso fúnebre delInstituto -dije con cautela.

- Podría arreglar para que lo conocieras, si teinteresa. Creo que habla muy bien en castellano.Su primera esposa era argentina -me dijo-.Trabajaba como restauradora en el museoAshmolean, en el gran friso asirio.

Se interrumpió, como si hubiera cometido sinquerer una pequeña indiscreción.

- Ella… ¿murió? -aventuré.- Sí -dijo Emily-. Hace muchos años. Fue en

el accidente en que murieron también los padresde Beth: estaban los cuatro en el auto. Eraninseparables. Iban a Clovelly, por un fin desemana. Arthur fue el único que se salvó.

Plegó la servilleta y la arrojó cuidadosamenteal cesto para que no cayeran las migas. Tomó untraguito de su botella de agua mineral y se ajustó

levemente los lentes sobre la nariz.- Y bien -dijo, tratando de enfocarme con sus

ojos de un celeste desvaído, casi blanquecino- ¿tequedó algún tiempo para leer los trabajos?

Cuando salí del Instituto con mi raqueta eranlas dos de la tarde. Por primera vez el caloragobiaba y las calles parecían adormecidas bajoel sol del verano. Vi doblar lentamente, delante demí, con la pesadez de una oruga, uno de los busesde dos pisos del Oxford Cuide Tours, con turistasalemanes que se protegían con viseras y gorritos yhacían señas de admiración al edificio rojo deKeble College. Adentro del Parque Universitariolos estudiantes improvisaban picnics sobre elcésped. Me invadió una fuerte sensación deincredulidad, como si la muerte de Mrs. Eagletonya se hubiera desvanecido. Los crímenesimperceptibles, había dicho Seldom. Pero en elfondo, todo crimen, toda muerte, agitaba apenaslas aguas y se volvía pronto imperceptible. Habíanpasado menos de veinticuatro horas. Nada parecíahaberse perturbado. ¿No iba yo mismo, comotodos los jueves, a mi partido de tenis? Y sin

embargo, como si después de todo sí se hubieranpuesto en marcha secretamente pequeños cambios,noté una quietud desacostumbrada al entrar en elcamino curvo que desembocaba en el Marston.Sólo se escuchaba el golpe rítmico y solitario deuna pelota contra el frontón, con su agigantado ecovibrante. No estaban en el estacionamiento losautos de John y de Sammy, pero descubrí el Volvorojo de Lorna subido sobre el césped contra elalambrado de una de las canchas. Di la vuelta aledificio de los vestuarios y la encontrépracticando su revés contra la pared con un ímpetureconcentrado. Aun desde la distancia podía ver labella línea de las piernas, firmes y delgadas, quela pollera muy corta dejaba al descubierto, y cómose tensaban y sobresalían sus pechos con el giro dela raqueta en cada golpe. Detuvo la pelotamientras me aproximaba a ella y pareció sonreírpara sí.

- Pensé que ya no vendrías -me dijo. Se secóla frente con el dorso de la mano y me dio un besorápido en la mejilla. Me miró con una sonrisaintrigada, como si se contuviese de preguntarme

algo, o como si participáramos de unaconfabulación en la que estuviéramos los dos en elmismo bando pero no supiera muy bien cuál era suparte.

- ¿Qué pasó con John y Sammy? -pregunté.- No sé -me dijo, y abrió con inocencia sus

grandes ojos verdes-. Nadie me llamó. Ya estabapor pensar que se habían puesto los tres deacuerdo para dejarme sola.

Fui al vestuario y me cambié rápidamente,algo sorprendido por mi inesperada buena suerte.Todas las canchas estaban vacías; Loma meesperaba junto a la puerta de alambre. Alcé elpasador; Lorna entró delante de mí y en el pequeñotrecho hacia el banco, se dio vuelta para mirarmeotra vez, algo indecisa. Finalmente me dijo, comosi no pudiera contenerse:

- Vi en el diario lo del asesinato -los ojos lebrillaron con algo parecido al entusiasmo-. Diosmío: yo la conocía -dijo, como si todavíaestuviera sorprendida, o como si aquello hubieradebido servirle a la pobre Mrs. Eagleton deescudo-. Y también vi algunas veces a la nieta en

el hospital. ¿Es verdad que fuiste el que descubrióel cadáver?

Asentí, mientras sacaba la raqueta de lafunda.

- Quiero que me prometas que después vas acontarme todo -me dijo.

- Tuve que prometer que no iba a contar nada-dije.

- ¿En serio? Eso lo hace todavía másinteresante. ¡Yo sabía que había algo más! -exclamó-. No fue ella, la nieta, ¿no es cierto? Teadvierto -me dijo, apoyándome un dedo en elpecho-: no está permitido tener secretos con tucompañera favorita de dobles: vas a tener quecontármelo.

Reí, y le pasé sobre la red una de las pelotas.En el silencio del club desierto empezamos acruzar tiros largos desde el fondo. Hay quizá sóloalgo más intenso en el tenis que un tanto muydisputado y son justamente estos peloteos inicialesdesde la base, donde se trata, inversamente, desostener la pelota, de mantenerla en juego el mayortiempo posible. Lorna era admirablemente segura

en sus dos golpes y resistía y se amurallaba contralas líneas hasta que podía ganar el espaciosuficiente para perfilarse otra vez de drive ycontraatacar desde el rincón con un golpeesquinado. Los dos jugábamos dejando la pelota lobastante lejos y lo bastante cerca para que el otrocorriera y la alcanzara, y aumentábamos un pocomás la velocidad con cada golpe. Lorna sedefendía valientemente, cada vez más agitada, ysus zapatillas dejaban largas huellas cuandoresbalaba de lado a lado de la cancha. Después decada tanto volvía al centro, resoplaba, y seapretaba hacia atrás con un movimiento graciososu cola de caballo. El sol le daba de frente y hacíabrillar bajo la pollera las piernas largas ybronceadas. Jugábamos en silencio, concentrados,como si algo más importante empezara a decidirseadentro de la cancha. Solamente marcábamos laspelotas malas. En uno de los tantos más largos,cuando se recobraba para volver al centro despuésde un tiro muy esquinado, tuvo que girar acontrapié para alcanzar otra pelota sobre su revés.Vi que en el esfuerzo de la contorsión una de sus

piernas cedía. Cayó pesadamente de costado yquedó tendida boca arriba, con la raqueta lejos delcuerpo. Me acerqué algo preocupado a la red. Medi cuenta de que no estaba golpeada sino sóloexhausta. Respiraba afanosamente, con los brazosextendidos hacia atrás, como si no pudiera juntarfuerzas para levantarse. Pasé por encima de la redy me incliné a su lado. Me miró, y sus ojos verdestenían un extraño destello bajo el sol, a la vezburlón y expectante. Cuando le alcé la cabeza seincorporó a medias sobre uno de los codos y mepasó a su vez un brazo detrás del cuello. Su bocaquedó muy cerca de la mía y sentí el soplo calientede su respiración, todavía entrecortada. La besé yse dejó caer otra vez lentamente de espaldasarrastrándome sobre ella mientras la besaba. Nosseparamos un instante y nos miramos con esaprimera mirada honda, feliz y algo sorprendida delos amantes. Volví a besarla y sentí mientras laestrechaba cómo se hundían en mi pecho las puntasde sus pechos. Deslicé una mano bajo su remera yella me dejó acariciar por un instante el pezónpero me detuvo, alarmada, cuando intenté pasar mi

otra mano debajo de su falda.- Un momento, un momento -susurró, mirando

a los costados-. ¿En tu país hacen el amor en lascanchas de tenis? -Me entrelazó la mano paraapartarme suavemente y me dio otro beso rápido.-Vamos a mi casa. -Se puso de pie, arreglándosecomo pudo la ropa y sacudiéndose el polvo deladrillo de la falda.- Si vas por tus cosas, no teduches -murmuró-: yo te espero en el auto.

Manejó en silencio; de tanto en tanto sonreíapara sí y giraba un poco la cabeza para mirarme.En uno de los semáforos estiró la mano y meacarició la cara.

- Pero entonces -le pregunté en un momento-.Lo de John y Sammy…

- ¡No! -dijo riendo, pero con un tono menosconvincente que la primera vez-, no tuve nada quever. ¿No creen acaso los matemáticos en lascasualidades?

Estacionamos en una de las calles lateralesde Summertown. Subimos dos pisos por unapequeña escalerita alfombrada; el departamento deLoma era una especie de buhardilla en la parte alta

de una gran casona victoriana. Me hizo pasar y nosbesamos otra vez contra la puerta.

- Voy un momento al baño, ¿sí? -me dijo, ycaminó por el pasillo hacia una puerta con vidrioesmerilado.

Me quedé en la pequeña sala mirándolo todoalrededor; había un desorden abigarrado ysimpático, fotos de viajes, muñecos, afiches depelículas y muchísimos libros en una bibliotequitaque en algún momento había dejado de dar abasto.Me incliné a mirar los títulos. Eran todas novelaspoliciales. Me asomé un instante al cuarto; la camaestaba prolijamente tendida, con un cobertor querozaba el piso a los costados.

Sobre la mesa de luz había un libro abiertoboca abajo. Me acerqué y lo di vuelta. Leí el títuloy más arriba el nombre del autor con una especiede estupor congelado: era el libro de Seldomsobre las series lógicas. Estaba furiosamentesubrayado, con anotaciones ilegibles en losmárgenes. Sentí el ruido de la ducha que se abría,y luego el roce de los pies descalzos de Lorna en

el pasillo y su voz que me llamaba. Volví a dejarel libro como estaba y regresé a la sala.

- Y bien -me dijo desde la puerta, dejándomever que ya estaba desnuda-, ¿todavía con lospantalones puestos?

CAPÍTULO 7

- Hay una diferencia entre la verdad y la partede verdad que puede demostrarse: ése es enrealidad un corolario de Tarski sobre el teoremade Gödel -dijo Seldom-. Por supuesto, los jueces,los forenses, los arqueólogos, sabían esto muchoantes que los matemáticos. Pensemos en cualquiercrimen con sólo dos posibles sospechosos.Cualquiera de ellos sabe toda la verdad queinteresa: yo fui o yo no fui. Pero la justicia nopuede acceder directamente a esa verdad y tieneque recorrer un penoso camino indirecto parareunir pruebas: interrogatorios, coartadas, huellasdigitales… Demasiadas veces las evidencias quese encuentran no alcanzan para probar ni laculpabilidad de uno ni la inocencia del otro. En elfondo, lo que mostró Gödel en 1930 con suteorema de incompletitud es que exactamente lomismo ocurre en la matemática. El mecanismo decorroboración de la verdad que se remonta a

Aristóteles y Euclides, la orgullosa maquinariaque a partir de afirmaciones verdaderas, deprimeros principios irrebatibles, avanza por pasosestrictamente lógicos hacia la tesis, lo quellamamos, en una palabra, el método axiomático,puede ser a veces tan insuficiente como loscriterios precarios de aproximación de la justicia -Seldom se detuvo sólo un momento para extenderla mano hacia la mesa vecina en busca de unaservilleta de papel. Pensé que se proponía escribiruna de sus fórmulas allí pero simplemente se lapasó con un gesto rápido por el costado de la bocaantes de seguir hablando-. Gödel mostró que aunen los niveles más elementales de la aritmética hayenunciados que no pueden ser ni demostrados nirefutados a partir de los axiomas, que están másallá del alcance de estos mecanismos formales,enunciados sobre los que ningún juez podríadictaminar su verdad o falsedad, su culpabilidad oinocencia. La primera vez que estudié el teoremano estaba todavía graduado, Eagleton era mi tutorformal, y lo que más me llamó la atención, una vezque logré entender y sobre todo aceptarlo que

realmente decía el teorema, lo que me pareciósobre todo curioso fue que los matemáticos sehubieran manejado perfectamente, sin sobresaltos,durante tanto tiempo, con una intuición tandrásticamente equivocada. Más aún, casi todoscreyeron al principio que era Gödel el que habíacometido algún error y que pronto apareceríaalguna grieta en su demostración; el propioZermelo abandonó todos sus trabajos y dedicó dosaños enteros de su vida a tratar de invalidarla. Esafue la primera pregunta que me hice: ¿por qué losmatemáticos no tropezaron durante siglos conninguno de estos enunciados indecidibles, por quétambién después de Gödel, ahora mismo, lamatemática puede seguir su curso tranquilamenteen todas las áreas?

Nos habíamos quedado solos en la larga mesade los fellows en Merton College. Delante denosotros, en una hilera adusta, colgaban losretratos de los hombres destacados que habíansido alguna vez estudiantes del College. En lasplacas de bronce debajo de los cuadros yo sólohabía reconocido el nombre de T. S. Eliot. Los

mozos recogían discretamente a nuestro alrededorlos platos de los profesores que ya habían partidoa sus clases. Seldom rescató su vaso de agua antesde que lo retiraran y tomó un largo trago antes deseguir.

- En esa época yo era un comunista bastanteferviente y estaba muy impresionado con una delas frases de Marx, supongo que de Contribucióna la crítica de la economía política, que decíaque la humanidad no se plantea, históricamente,sino aquellas preguntas que puede resolver.Durante algún tiempo pensé que esto podía ser elgermen de una explicación: que en la práctica losmatemáticos quizá se estuvieran formulandoúnicamente aquellas preguntas para las quetuvieran de algún modo parcial la demostración.No por supuesto para facilitarse inconscientementelas cosas sino porque la intuición matemática -yesta era mi conjetura- estuviera ya compenetradade forma indisoluble con los métodos decomprobación y dirigida de una manera, digamos,kantiana, hacia lo que es o bien demostrable o bienrefutable. Que los saltos de caballo de ajedrez que

corresponden a las operaciones mentales de laintuición no fueran, como suele pensarse,iluminaciones dramáticas, e imprevisibles, sinomás bien modestas abreviaturas de lo que puedeser siempre alcanzado con los pasos de tortugaposteriores de una demostración. Fue entonces queconocí a Sarah, la mamá de Beth. Sarah habíaempezado a estudiar Física; era ya en esa época lanovia de Johnny, el único hijo de los Eagleton,íbamos siempre a jugar al bowling y a nadar lostres juntos. Sarah me habló por primera vez sobreel principio de incertidumbre en la física cuántica.Usted sabe, por supuesto, a qué me refiero: lasfórmulas claras y prolijas que rigen los fenómenosfísicos en gran escala, como la mecánica celeste, oel choque de bolos, ya no tienen validez en elmundo subatómico de lo infinitamente pequeño,donde todo es muchísimo más complejo yaparecen incluso, otra vez, paradojas lógicas. Esome hizo cambiar de dirección. El día que me hablósobre el principio de Heisenberg fue un díaextraño, en muchos sentidos. Creo que es el únicodía de mi vida que podría recrear hora por hora.

Apenas la escuché tuve la intuición, el salto decaballo, si usted quiere -dijo sonriendo-, de queexactamente la misma clase de fenómeno ocurríaen la matemática, y de que todo era, en el fondo,una cuestión de escalas. Los enunciadosindecidibles que había encontrado Gödel debíancorresponder a una clase de mundo subatómico, demagnitudes infinitesimales, fuera de la visibilidadmatemática habitual. El resto fue definir la nociónadecuada de escala. Lo que probé, básicamente, esque si una pregunta matemática puede formularsedentro de la misma "escala" que los axiomas,estará en el mundo habitual de los matemáticos ytendrá una demostración o una refutación. Pero sisu escritura requiere una escala distinta, entoncescorre el peligro de pertenecer a ese mundosumergido, infinitesimal, pero latente en todoslados, de lo que no es ni demostrable ni refutable.Como puede imaginar, la parte más dura deltrabajo, lo que me llevó treinta años de mi vida,fue mostrar luego que todas las preguntas yconjeturas que formularon desde Euclides hastaahora los matemáticos pueden rescribirse en

escalas afines a los sistemas de axiomas que seconsideraron. Lo que probé en definitiva es que lamatemática habitual, toda la matemática que hacendiariamente nuestros esforzados colegas, perteneceal orden "visible" de lo macroscópico.

- Pero esto no es casualidad, supongo -lointerrumpí. Estaba tratando de relacionar losresultados que yo había expuesto en el seminariocon lo que escuchaba ahora y encontrar el lugarque les correspondía en la gran figura que Seldomtrazaba para mí.

- No, por supuesto. Mi hipótesis es que tieneque ver con la estética que se propagó de época enépoca y que fue esencialmente invariable. No hayun condicionamiento kantiano, pero sí una estéticade simplicidad y elegancia que guía también laformulación de conjeturas; los matemáticosconsideran que la belleza de un teorema requierede ciertas divinas proporciones entre lasimplicidad de los axiomas en el punto de partida,y la simplicidad de la tesis en el punto de llegada.Lo dificultoso, lo engorroso, se reservó siemprepara el camino entre ambos, la demostración. Y

bien, en tanto esa estética se mantenga no hayrazón para que aparezcan "naturalmente"enunciados indecidibles.

El mozo había regresado con una jarra decafé y aún después de que las dos tazas estuvieronllenas Seldom quedó en silencio por un instante,como si no estuviera muy seguro de hasta dónde lohabía seguido, o lo avergonzara un poco haberhablado tanto.

- Lo que a mí me llamó sobre todo la atención-le dije-, los resultados que expuse yo en BuenosAires, fueron en realidad los corolarios que ustedpublicó un poco más tarde sobre los sistemasfilosóficos.

- Eso fue en el fondo mucho más fácil -dijoSeldom-. Es la extensión más o menos obvia delteorema de incompletitud de Gödel: cualquiersistema filosófico que parte de primerosprincipios tendrá un alcance necesariamentelimitado. Créame, fue mucho más sencillo perforara todos los sistemas filosóficos que a esta únicamatriz de pensamiento a la que se aferraron desdesiempre los matemáticos. Simplemente porque

cualquier sistema filosófico se proponedemasiado; todo es en el fondo una cuestión debalance: dime cuánto quieres saber y te diré concuánta certeza podrás afirmarlo. Pero en fin,cuando todo estuvo terminado y miré otra vezhacia atrás después de treinta años, me parecióque al fin y al cabo aquella primera idea que mehabía sugerido la frase de Marx no estaba tandescaminada. Había quedado, como dirían losalemanes, a la vez suprimida y recogida dentro delteorema. Sí; el gato no analiza simplemente alratón: lo analiza para comérselo. Pero también: elgato no analiza como futura comida a todos losanimales, sólo le gustan los ratones. Del mismomodo, el razonamiento histórico matemático estáguiado por un criterio, pero ese criterio es en elfondo una estética. Esto me resultaba unasustitución interesante e inesperada respecto de lanecesidad y los a priori kantianos. Una condiciónmenos rígida y quizá más elusiva, pero que teníaigualmente, como había mostrado mi teorema, laconsistencia suficiente como para poder, todavía,decir algo y dividir aguas. Ya ve -dijo, como si se

disculpara-: no es tan fácil liberarse de esaestética: a los matemáticos siempre nos gusta tenerla sensación de que podemos decir algo consentido. Como sea, me dediqué desde entonces aestudiar, en otros ámbitos, lo que llamo para mí laestética de los razonamientos. Empecé, comosiempre, con lo que me pareció el modelo mássencillo o, por lo menos, más cercano: la lógica delas investigaciones criminales. La analogía con elteorema de Gödel me parecía verdaderamentellamativa. En todo crimen hay indudablemente unanoción de verdad, una única explicación verdaderaentre todas las posibles; por otro lado, hay tambiénindicios materiales, hechos que son incontrastableso están, al menos, como diría Descartes, más alláde toda duda razonable: éstos serían los axiomas.Pero entonces ya estamos en terreno conocido.¿Qué es la investigación criminal sino nuestrojuego de siempre de imaginar conjeturas,explicaciones posibles que se amolden a loshechos, y tratar de demostrarlas? Empecé a leersistemáticamente historias de crímenes reales,revisé los informes de los fiscales a los jueces,

estudié la forma de valorar las evidencias y devertebrar una sentencia o absolución en las cortesjudiciales. Volví a leer, como en mi adolescencia,cientos de novelas policiales. Empecé a encontrarde a poco una multitud de pequeñas diferenciasinteresantes, la estética propia de la investigacióncriminal. Y también errores, quiero decir, erroresteóricos de la criminalística, quizá mucho másinteresantes.

- ¿Errores? ¿Qué clase de errores? -Elprimero, el más evidente, es la sobrevaloración dela evidencia física. Pensemos solamente en lo queestá ocurriendo ahora, con esta investigación.Recuerda usted que Petersen envió a un oficial arecuperar la nota que vi yo. Aquí aparece otra vezesa grieta típica e insalvable entre lo que esverdadero y lo que es demostrable. Porque yo vi lanota, pero esa es la parte de verdad a la que ellosno pueden acceder. Mi testimonio no sirve demucho para sus protocolos, no tiene la mismafuerza que el pedacito de papel. Y bien, esteoficial, Wilkie, hizo lo más concienzudamenteposible su trabajo. Interrogó a Brent y le preguntó

varias veces todos los detalles. Brent recordabaperfectamente el papel doblado en dos en el fondode mi cesto, pero por supuesto, no se habíainteresado en lo más mínimo en leerlo. Recordótambién que yo había ido a preguntarle si habíaalguna manera de recuperar ese papel, y le repitiólo que me dijo a mí: había volcado el cesto en unade las bolsas casi llenas, que sacó poco después alpatio. Cuando Wilkie llegó a Merton College elcamión de la basura hacía ya casi media hora quehabía pasado. Petersen intentó todavía algo más yenvió un patrullero para que lo interceptaran en surecorrido. Pero al parecer el camión tiene unsistema continuo de compactación y en definitivala última esperanza de recobrar la nota quedóliteralmente hecha papilla. Ayer me llamaron paraque diera la descripción de la letra al dibujante, ypude notar que Petersen estaba mortificado. Sesupone que es el mejor inspector que tuvimos enmuchos años, yo pude tener acceso a lasanotaciones completas de varios de sus casos. Esminucioso, exhaustivo, implacable. Pero todavíaes un inspector, quiero decir, está formado de

acuerdo con los protocolos: pueden anticiparse susoperaciones mentales. Desafortunadamente seguían por el principio de la navaja de Ockham: entanto no surjan evidencias físicas en contrarioprefieren siempre las hipótesis simples a las máscomplicadas. Este es el segundo error. No sóloporque la realidad suele ser naturalmentecomplicada sino, sobre todo, porque si el asesinoes realmente inteligente, y preparó con algúncuidado su crimen, dejará a la vista de todos unaexplicación simple, una cortina de humo, como unilusionista en retirada. Pero en la lógica mezquinade la economía de hipótesis prevalece el otrorazonamiento: ¿por qué suponer algo queconsideran extraño y fuera de lo común, como unasesino con motivaciones intelectuales, si tienen amano explicaciones quizás más inmediatas? Casipude sentir físicamente cómo Petersen retrocedía yreexaminaba sus hipótesis. Creo que hubieraempezado a sospechar también de mí, si no fueraporque ya había verificado que di clases deconsulta a mis alumnos de doctorado de una a tresesa tarde. Supongo que también habrán

corroborado la declaración de usted.- Sí; yo estaba en la Biblioteca Bodleiana. Sé

que fueron ayer a preguntar por mí. Por suerte labibliotecaria se acordaba perfectamente de miacento.

- ¿Consultaba libros a la hora del crimen? -Seldom enarcó irónicamente las cejas-. Por unavez el saber realmente nos libera.

- ¿Cree usted que Petersen se lanzaráentonces sobre Beth? Quedó aterrada ayer despuésdel interrogatorio. Piensa que el inspector estádetrás de ella.

Seldom se quedó pensativo durante unmomento.

- No, no creo que Petersen sea tan torpe. Perofíjese los peligros de la navaja de Ockham.Suponga por un momento que el asesino,dondequiera que esté, decida ahora que finalmenteno le gustó matar, o que la diversión se arruinó porel episodio de la sangre y la intervención de lapolicía, suponga que por cualquier motivo decideretirarse de la escena. Entonces sí creo quePetersen se echaría sobre ella. Sé que esta mañana

volvió a interrogarla, pero puede ser simplementeuna maniobra de distracción, o una forma deprovocarlo: actuar como si realmente no supierannada de él, como si fuera un caso común, uncrimen familiar, como sugiere el diario.

- Pero usted no cree realmente que el asesinovaya a abandonar el juego- dije.

Seldom pareció considerar mi pregunta conmás seriedad de lo que yo hubiera esperado.

- No, no lo creo -dijo por fin-. Sólo creo quetratará de ser más… imperceptible, como dijimosantes. ¿Tiene algo que hacer ahora? -me preguntó ymiró el reloj del comedor-. A esta hora empieza elhorario de visitas en el Radcliffe Hospital, yo voypara allá. Si quiere venir conmigo me gustaría queconociera a una persona.

CAPITULO 8

Salimos por una galena con arcos de piedraque bordeaba los jardines traseros. Seldom memostró a lo lejos, como una reliquia histórica, elcourt de Royal Tennis del siglo XVI en el quehabía jugado Eduardo VII, al que yo hubierapodido confundir, por sus paredes, con una canchade pelota paleta al aire libre. Cruzamos una calle ydoblamos en lo que parecía una hendidura entrelos edificios, como si un golpe de espada, en unlargo tajo, hubiera abierto milagrosamente lapiedra de lado a lado.

- Por aquí acortamos un poco el camino -dijoSeldom. Caminaba rápidamente, un poco másadelante que yo, porque no había lugar para losdos por el pasadizo entre las paredes.Desembocamos en una vereda que seguía el cursodel río.

- Espero que no lo impresionen demasiadolos hospitales -me dijo-. El Radcliffe puede ser un

poco deprimente. Tiene siete pisos. Quizá conozcaa un escritor italiano, Dino Buzzati; tiene un cuentoque se llama exactamente así: Siete pisos. Estáinspirado en algo que le ocurrió aquí, cuando vinoa Oxford a dar una conferencia: lo cuenta en unode sus diarios de viaje. Era un día de mucho calory tuvo un ligero desmayo poco después de salir dela sala. Los organizadores, por precaución,insistieron en que lo revisaran en el Radcliffe. Lollevaron al último piso, que es el piso reservadopara los casos más leves y los estudios generales.Le hicieron allí los primeros análisis y exámenes.Todo iba bien, le dijeron, pero sólo para quedarsedefinitivamente tranquilos le harían unos estudiosalgo más especializados. Debían para esodescenderlo un piso, sus anfitriones lo esperaríanarriba hasta que todo terminara. Lo llevaron ensilla de ruedas, lo que le pareció a él un pocoexcesivo, pero prefirió atribuirlo al celo británico.En el sexto piso empezó a ver por los pasillos, yen los bancos de las salas de espera, gente con lacara quemada, vendajes, camillas con cuerposhorizontales, ciegos, mutilados. A él mismo lo

hicieron recostar en una camilla para hacerle losestudios con rayos. Cuando quiso incorporarseotra vez, el radiólogo le dijo que habían detectadouna pequeña anomalía, que posiblemente no fueranada serio, pero que era preferible, hasta tantotuvieran el resultado de todos los demás estudios,que se mantuviera en posición horizontal. Ledijeron también que tendrían que retenerlo enobservación unas horas más y que preferíanbajarlo al quinto piso, donde podría estar a solasen un cuarto. En el quinto piso ya no había gente enlos pasillos, pero algunas puertas estabanentreabiertas. Pudo ver el interior de una de lashabitaciones: sólo se veían frascos de suero, gentepostrada, brazos conectados. Quedó solo en uncuarto, sobre la camilla, bastante alarmado,durante un par de horas. Una enfermera entrófinalmente, con una tijera sobre una bandejita. Laenviaba uno de los doctores del cuarto piso, eldoctor X, que haría la evaluación final, para que lehiciera una pequeña tonsura en la nuca antes de larevisación. Mientras los mechones caían sobre labandejita Buzzati preguntó si el doctor subiría a

verlo. La enfermera se sonrió, como si aquellofuera algo que sólo a un extranjero podíaocurrírsele, y le dijo que los doctores preferíanmantenerse cada uno en su piso. Pero ella misma,le dijo, lo bajaría por una de las rampas y lodejaría mientras durara la espera junto a unaventana. El edificio tiene una planta en U y desdela ventana del cuarto piso Buzzati entrevió, almirar hacia abajo, las persianas corredizas delprimer piso que describe en el cuento. Había unaspocas abiertas, casi todas estaban cerradas. Lepreguntó a la enfermera quiénes estaban en aquelprimer piso y recibió la respuesta que consigna enel cuento: allí abajo sólo el cura trabajaba. Buzzatiescribe que en esa hora terrible, mientras esperabaal médico, lo obsesionaba sobre todo una ideamatemática. Se daba cuenta de que el cuarto pisoera exactamente la mitad de la cuenta regresiva yun terror supersticioso le decía que si descendíaun solo piso más, todo estaría perdido. Escuchabaque cada tanto llegaban desde el piso inferior, conintermitencias, como si reptaran por el hueco delascensor, lo que le parecían gritos desesperados

de alguien sumido en un delirio de dolor y llanto.Se propuso resistir con su vida si con cualquierotra excusa querían volver a bajarlo. Llegófinalmente el médico. No era el doctor X, sino eldoctor Y, el médico principal a cargo. Hablabaalgunas palabras en italiano y conocía su obra. Diouna mirada rápida a los análisis y a la radiografíay se sorprendió de que su joven colega, el doctorX, hubiera ordenado la tonsura; tal vez, dijo, habíapensado en una punción preventiva, en cualquiercaso nada de eso era necesario. Todo estabaperfectamente bien. Le pidió disculpas y esperaba,le dijo, que no lo hubieran perturbado demasiadolos gritos que se escuchaban desde el piso deabajo. Era el único sobreviviente de un accidentede tránsito. El tercer piso podía ser muy ruidoso,le dijo, muchas enfermeras usaban allí algodones.Pero posiblemente pronto bajarían al pobrehombre al segundo y volvería la paz -Seldom meseñaló hacia adelante con la cabeza la mole deladrillos oscuros que había aparecido antenosotros. Dijo después, como si luchara porterminar su relato con el mismo tono calmo y

ordenado-. La anotación en el diario correspondeal 27 de junio del '67, dos días después del choqueen el que perdí a mi esposa, el choque en el quemurieron también John y Sarah. El hombre queagonizaba en el tercer piso era yo.

CAPITULO 9

Subimos en silencio los escalones de piedra.Entramos en el hall y atravesamos un largovestíbulo; Seldom saludaba en los pasillos a casitodos los médicos y enfermeras con los que noscruzábamos.

- Viví aquí adentro casi dos años enteros -medijo-. Y tuve que volver después cada semanadurante todo otro año. A veces todavía medespierto en la mitad de la noche y creo estar otravez en alguna de las salas. -Me señaló un recododonde arrancaban los peldaños gastados de unaescalera en espiral.- Vamos al segundo -me dijo-,llegaremos por aquí más rápido.

El segundo piso era un pasillo largo yluminoso, que tenía algo del silencio profundo yrecogido de las catedrales. Nuestros pasoslevantaban un eco inhóspito. Los pisos parecíanrecién encerados y relucían como si muy pocagente los pisara.

- Las enfermeras lo llaman la pecera, o lasección vegetariana -dijo Seldom, y abrió lapuerta batiente de una de las salas.

Había dos hileras de camas, demasiado juntasentre sí, como en un hospital de campaña. En cadacama había un cuerpo del que sólo asomaba lacabeza, conectada a un respirador artificial. Elefecto sumado de los respiradores era un gorgoteoreposado y profundo, que hacía pensar,verdaderamente, en un mundo sumergido bajo elagua. Mientras avanzábamos por el espacio entrelas dos filas de camas vi que del costado de cadacuerpo asomaba hacia afuera una bolsa querecogía las deyecciones. Los cuerpos, pensé,habían quedado reducidos a sus orificioselementales. Seldom interceptó mi mirada.

- Una vez me desperté en la noche -me dijo envoz baja- y escuché a dos enfermeras que habíantrabajado aquí y murmuraban sobre los "sucios".Son los que llenan su bolsa dos veces por día yellas tienen el trabajo adicional de cambiarla porla tarde. No importa cuál sea su estado real, los"sucios" no duran demasiado en la sala. De algún

modo se las arreglan, ya sabe, para que empeorenun poco y deban ser trasladados. Bienvenido alpaís de Florence Nightingale. Tienen unaimpunidad absoluta, porque los familiares casinunca llegan hasta aquí, vienen al principio una odos veces, y luego desaparecen. Es como undepósito, muchos están conectados desde haceaños. Por eso yo trato de venir todas las tardes:desde hace algún tiempo Frankie se convirtió,desgraciadamente, en un "sucio" y no quisiera quele ocurra nada extraño.

Nos habíamos detenido junto a una de lascamas. El hombre, o lo que quedaba del hombreque estaba tendido allí, era un cráneo con unospocos pelos grises y lacios cayendo sobre lasorejas y una vena perpendicular a la cejaimpresionantemente inflamada. El cuerpo se habíaconsumido debajo de la sábana, la cama parecíasobrar a su alrededor, y pensé que posiblemente notuviera ninguna de sus piernas. La delgada telablanca apenas se movía sobre su pecho y las aletasde la nariz vibraban sin conseguir empañar lamáscara de vidrio. Uno de sus brazos estaba

extendido hacia afuera, sujeto por un grillete decobre a lo que me pareció en principio unamáquina para controlar el pulso. En realidad eraun arnés que mantenía al brazo firme sobre unblock de papel. Habían atado de una maneraingeniosa un lápiz corto entre el pulgar y el índice.La mano, de todas maneras, estaba desmayada,exánime, sobre la hoja en blanco, con las uñas muylargas sobresaliendo hacia adelante.

- Tal vez oyó hablar de él -me dijo Seldom-,Es Frank Kalman, el continuador de los trabajosde Wittgenstein sobre el seguimiento de reglas ylos juegos del lenguaje.

Respondí con educación que el nombre mesonaba, pero muy vagamente.

- Frank no era un lógico profesional -dijoSeldom-: en realidad, nunca fue un matemático depapers y congresos. Apenas se graduó aceptó unpuesto en una gran consultora de empleos. Sutrabajo era preparar y evaluar los tests para lospostulantes a distintas ocupaciones. Lo destinarona la sección de manipulación simbólica y tests deinteligencia. Unos años después le encargaron

también las primeras evaluaciones de nivelaciónen los colegios secundarios de Inglaterra. Seocupó toda su vida de preparar series lógicas, deltipo más elemental, como la que le mostré yo:dados tres símbolos en secuencia, escribir acontinuación el cuarto. O bien, con números; dadoslos números 2, 4, 8, escribir el siguiente. Frank erameticuloso, obsesivo. Le gustaba revisar lasmontañas de exámenes uno por uno. Empezó adarse cuenta de un fenómeno realmente curioso.Estaban, por supuesto, los exámenes perfectos, quesólo permitían decir, como escribió después Frankcon maravillosa cautela, que la inteligencia delcandidato coincidía perfectamente con lasexpectativas del examinador. Estaban también, yeran la abrumadora mayoría, lo que Frank llamabala campana normal: exámenes con algunos erroresque caían dentro del tipo de equivocacionesesperables. Pero había un tercer grupo, siempre elmás reducido, que a Frank le llamaba sobre todola atención. Eran exámenes casi perfectos,exámenes en los que todas las respuestas eran lasesperadas salvo una. Pero la diferencia con el

caso normal es que el error en esa única respuestadistinta parecía a primera vista un despropósitoabsoluto, una continuación elegida a ciegas, o alazar, estaba realmente lejos del espectro habitualde equivocaciones. A Frank se le ocurrió porsimple curiosidad pedir a los postulantes en esapequeña franja que justificaran sus respuestas y fueentonces que se encontró con la primera sorpresa.Las contestaciones que él había consideradoincorrectas eran en realidad otra solución posibley perfectamente válida para continuar la serie,sólo que con una justificación muchísimo máscomplicada. Lo más curioso es que la inteligenciade estos postulantes había pasado por alto lasolución elemental que proponía Frank y, como enun trampolín, había saltado en algún momentomucho más lejos. La imagen del trampolín tambiénes de Frank. Los tres símbolos o números escritosen el papel correspondían para él a la carrera delclavadista sobre la tabla; desde ese punto de vista,la analogía parecía darle una primera explicación:para una inteligencia que salta hacia adelante conmucho ímpetu es más natural la solución lejana que

la que está inmediatamente debajo de sus pies.Pero esto cuestionaba en su misma base lospresupuestos de trabajo de casi toda su vida. Frankestaba de pronto desconcertado. La solución a susseries no era de ningún modo única; respuestas quehabía considerado hasta entonces equivocadaspodían ser soluciones alternativas y también, enalgún sentido, "naturales". Y no veía ni siquieraque hubiera un modo de discernir entre lo quepodía ser una respuesta al azar o la continuaciónque hubiera elegido una inteligencia excepcional,demasiado atlética. Fue en este punto que vino averme y tuve que darle las malas noticias.

- La paradoja de Wittgenstein sobre las reglasfinitas -dije yo.

- Exactamente. Frank había redescubierto enla práctica, en un experimento real, lo queWittgenstein ya había demostrado teóricamentehace décadas: la imposibilidad de establecer unaregla unívoca y ordenamientos "naturales". Laserie 2, 4, 8, puede ser continuada con el número16, pero también con el 10, o con el 2007: siemprepuede encontrarse una justificación, una regla, que

permita añadir cualquier número como el cuartocaso. Cualquier número, a continuación. Esto esalgo que no le causaría mucha gracia saber alinspector Petersen y casi enloqueció a Frank.Tenía en ese momento más de sesenta años, perome pidió las referencias y tuvo el valor de entrar,como si fuera otra vez un estudiante, en esacaverna abandonada que son los trabajos deWittgenstein. Y usted sabe cómo es el descenso ala oscuridad de Wittgenstein. En un momento sesintió al borde del abismo. Se daba cuenta de queno podía confiar ni siquiera en la regla demultiplicar por dos. Pero emergió con una idea,bastante parecida a lo que yo mismo estabapensando. Frank se mantuvo aferrado con una fecasi fanática a una última tabla en el naufragio: lasestadísticas de sus experimentos. Consideraba quelos de Wittgenstein eran de algún modo resultadosteóricos, de un mundo platónico, pero que la formaen que las personas concretas pensaban era algodiferente. Después de todo, sólo una pequeñísimaproporción imaginaba esas respuestas atípicas.Conjeturó entonces que si bien en principio todas

las respuestas eran equiprobables, había quizásalgo inscripto de algún modo en la psiquis humana,o en los juegos de aprobación-reprobación duranteel aprendizaje de símbolos, que guiaba a la granmayoría al mismo sitio, a la respuesta que sepresentaba a la razón de los hombres como mássimple, más nítida, o más grata. Pensó endefinitiva, en la misma dirección que yo, queoperaba alguna clase de principio estético a priorique sólo dejaba filtrar para la elección final unaspocas posibilidades. Se propuso entonces dar unadefinición abstracta de lo que llamaba elrazonamiento normal. Pero tomó un caminoverdaderamente extraño. Empezó a visitarhospitales psiquiátricos y a probar sus tests conpacientes lobotomizados. Recogió ejemplos depalabras sueltas y símbolos escritos porsonámbulos, participó en sesiones de hipnotismo.Sobre todo, estudió el tipo de símbolos queintentan transmitir los enfermos en estado casivegetativo, con daños cerebrales. Lo que buscabaen el fondo era algo que por definición es casiimposible: estudiar lo que queda de razón cuando

la razón no está allí vigilando. El creía que podíadetectar tal vez un tipo de movimiento o agitaciónresidual que correspondería a un surco inscriptoorgánicamente, o a un camino rutinario marcadopor el aprendizaje. Pero supongo que ya había unainclinación morbosa que tenía que ver con lo queestaba planeando. Le habían detectado pocotiempo atrás un cáncer de una variedad muyagresiva, que ataca primero las piernas, aquí lollaman el cáncer del leñador, los médicos sólopueden ir talando los miembros uno por uno. Vinea verlo después de la primera amputación. Parecíade buen humor, dentro de lo que podía esperarse.Me mostró un libro que le había regalado sumédico, con fotografías de cráneos destruidosparcialmente por accidentes, intentos de suicidio,no escribió un solo símbolo lógico, ni un solonúmero. Lo único que Frankie escribe,infinitamente, es el nombre de una mujer.

CAPITULO 10

- Salgamos un momento a la galería; quierofumar un cigarrillo -dijo Seldom. Había arrancadola hoja que acababa de escribir Frank y la arrojóal cesto después de echarle un vistazo. Salimos dela sala en silencio y caminamos por el pasillodesierto hasta encontrar una ventana abierta.Vimos avanzar lentamente hacia nosotros a unenfermero que empujaba una camilla. Cuando pasóa nuestro lado pude ver que la sábana cubría lacara y amortajaba completamente el cuerpo. Sólouno de los brazos había quedado al descubierto;una tarjeta que colgaba de la muñeca indicaba elnombre. Alcancé a ver una cifra debajo, quecorrespondía quizá a la hora de la muerte. Elenfermero maniobró para girar la camilla y laintrodujo limpiamente, con la destreza de unmaestro pizzero, por una puerta angosta de vidrio.

- ¿Es la morgue? -pregunté.- No -dijo Seldom-. Cada piso tiene una sala

como ésta. Cuando alguno de los pacientes muere,desalojan inmediatamente el cuerpo de la sala paraliberar la cama lo antes posible. El médico en jefedel piso viene hasta aquí a corroborar la muerte,escriben algo así como un acta en una planilla yrecién entonces lo trasladan a la morgue generaldel hospital, que está en uno de los subsuelos. -Seldom señaló con la cabeza en dirección a la salade Frank-. Yo voy a quedarme un rato más allí, ahacerle compañía a Frankie. Es un buen lugar parapensar, quiero decir, tan bueno como cualquierotro. Pero estoy seguro de que usted querrá visitarla sala de Rayos -me dijo con una sonrisa, ycuando vio mi sorpresa sus ojos chispearon y susonrisa se acentuó un poco más-. Después de todoOxford es sólo un pequeño pueblo. Felicitaciones:Lorna es una gran chica. La conocí durante miconvalecencia, me pasó buena parte de sus novelaspoliciales. ¿Ya vio su biblioteca? -y alzó las cejascon una admiración algo extrañada-. Nunca conocía nadie con tanta pasión por los crímenes. Tieneque ir al último piso -me dijo-: por los ascensoresde aquí a la derecha.

El ascensor subió con un pesado gemidoneumático. Atravesé un laberinto de pabellonessiguiendo las flechas que indicaban Rayos, hastaque me encontré en una sala de espera en la quesólo había un hombre sentado, con la mirada algoextraviada y un libro abandonado sobre lasrodillas. Detrás de un cubículo de vidrio vi aLorna en su uniforme, inclinada sobre una camilla,como si estuviera explicando pacientemente elprocedimiento a un niño. Me acerqué un poco másal vidrio, sin decidirme a interrumpirla. Lornaacomodaba un osito Teddy junto a la almohada.Pude ver que se trataba en realidad de una chiquitamuy pálida de unos siete años, con los ojosasustados pero valerosamente atentos y ruloslargos en tirabuzón. Lorna dijo algo más y la niñaabrazó fuertemente al osito Teddy. Di dos golpessuaves en el vidrio; Lorna miró en mi dirección,rió sorprendida y dio una pequeña exclamaciónque no alcanzó a atravesar el vidrio. Me señaló lapuerta a un costado y le hizo el ademán a lachiquita, con una raqueta imaginaria, de que yo erasu compañero de tenis. Abrió por un instante la

puerta, me dio un beso rápido y me pidió que laesperara un momento.

Retrocedí a la sala de espera. El hombrehabía vuelto a su libro. Noté que tenía la barbaalgo crecida y los ojos enrojecidos, como si nohubiera dormido en mucho tiempo. Descifré conalguna sorpresa el título: De los pitagóricos aJesús. El hombre bajó el libro de pronto y meencontré con su mirada.

- Perdón -dije-, me llamó la atención el título.¿Es usted matemático?

- No -dijo-, pero si le interesó el título debosuponer que usted sí lo es.

Sonreí, asintiendo, y el hombre me miró conuna intensidad desconcertante.

- Estoy leyendo hacia atrás -me dijo-. Quierosaber cómo eran en un principio las cosas. -Volvióa mirarme con esa fijeza un poco fanática.- Uno selleva sorpresas. Por ejemplo, ¿cuántas sectas,cuántos grupos religiosos, diría usted que había enla época de Cristo?

Supuse que sería educado contestar con unnúmero muy bajo. Pero antes de que pudiera

responder el hombre siguió hablando.- Eran decenas y decenas -me dijo-: los

nazarenos, los ácaros, los simonianos, losfíbionitas. Pedro y sus apóstoles eran sólo ungrupúsculo. Un grupúsculo entre cien. Las cosasperfectamente hubieran podido ser distintas. Noeran los más numerosos, no eran los másavanzados, no eran los más influyentes. Perotuvieron un rasgo de astucia para diferenciarse yerguirse entre todos, una sola idea, la piedra detoque, para perseguir y exterminar a los demásgrupos y quedar finalmente solos. Cuando todoshablaban únicamente de la resurrección del alma,ellos prometieron también la resurrección de lacarne. La vuelta a la vida con el propio cuerpo.Una idea que ya sonaba absurda, que ya eraprimitiva en esos tiempos. El Cristo que se levantade la tumba al tercer día y pide que lo pellizquen ycome pescado asado. Ahora bien, ¿qué pasó conese Cristo durante los cuarenta días que duró suregreso?

Su voz ronca tenía la vehemencia algo ferozde un recién converso, o de un autodidacta. Se

había inclinado un poco hacia mí y sentí el vahoacre y penetrante a transpiración de su camisaarrugada. Di involuntariamente un paso atrás, peroera difícil desasirse de la fijeza de sus ojos. Hiceotra vez un gesto de adecuada ignorancia.

- Exactamente. Usted no lo sabe, yo no lo sé,nadie lo sabe. Misterio. Sólo esto parece haberhecho: recibir un pellizcón y señalar a Pedro comosu continuador en la tierra. Qué conveniente paraPedro, ¿no es cierto? ¿Sabía usted que hasta esemomento los cadáveres solamente se amortajaban?No existía, por supuesto, la idea de conservar loscuerpos. El cuerpo era al fin y al cabo lo que lasreligiones consideraban la parte más débil, la másefímera, la parte expuesta al pecado. Y bien, unoscuantos cajones de madera nos separan de esostiempos, ¿no es cierto? Todo un mundo de cajonesdebajo del mundo. En las afueras de cada ciudadotra ciudad subterránea de cajones prolijamentealineados, conmovedoramente cerrados. Peroadentro de los cajones, todos sabemos lo que pasa.En las primeras veinticuatro horas, después delrigor mortis, empieza la des-hidratación. La

sangre deja de transportar oxígeno, la córneapierde transparencia, el iris y las pupilas sedeforman, la piel se arruga. El segundo día seinicia la putrefacción en el intestino grueso yaparecen las primeras manchas verdosas. Losórganos interiores quedan inutilizados, los tejidosse ablandan. El tercer día la descomposiciónavanza, los gases hinchan el abdomen y un verdemarmóreo invade todos los miembros. Del cuerpoemana el compuesto de carbono y oxígeno, el olorpenetrante de un bistec que estuvo demasiadotiempo fuera de la heladera: empieza el festín de lafauna cadavérica y de los insectos necrófagos.Cada uno de estos procesos, cada intercambio deenergía, involucra una pérdida irreversible, no haymodo de recuperar ninguna función vital. Sí, alcabo del tercer día Cristo hubiera sido un desechomonstruoso incapaz de erguirse, pestilente y ciego.Esta es la verdad. Pero a quién fe interesa laverdad ¿no es cierto? Usted acaba de ver a mi hija-dijo, y su voz bajó de pronto a un tono impotentey angustiado-. Necesita un trasplante de pulmón.Estamos esperando por ese pulmón desde hace un

año, está ahora en la lista nacional deemergencias. Le quedan no más de treinta días devida. Dos veces tuvimos la oportunidad. Dosveces rogué y supliqué. Pero las dos veces eranfamilias cristianas y prefirieron enterrarcristianamente a sus hijos. -Volvió a mirarme comosi se sintiera acorralado.- ¿Sabe usted que la leybritánica impide que si uno de los padres sesuicida los órganos puedan ser trasplantados a sushijos? Por eso -dijo, golpeando con un dedo lacubierta del libro- es interesante a veces volver alprincipio de las cosas, los antiguos tenían otrasideas sobre los trasplantes, la teoría de lospitagóricos sobre la transmigración de las almas…

El hombre se interrumpió y se puso de pie. Lapuerta se había abierto y Lorna empujaba haciaafuera la camilla. La niña parecía haberse quedadodormida. El hombre conversó por un instante conLorna y luego se alejó, llevando él mismo lacamilla por el corredor. Lorna quedó esperando aque yo me acercara, con una sonrisa ambigua y lasdos manos en los bolsillos. Su delantal, que era deuna tela muy delgada, quedaba bellamente estirado

sobre el pecho.- Qué buena sorpresa, que hayas venido por

aquí.- Quería verte así, en tu uniforme de

enfermera -dije.Abrió seductoramente los brazos, como si

fuera a girar para mostrarme, pero me dejó besarlasólo una vez.

- ¿Alguna novedad? -me preguntó y sus ojosse abrieron con curiosidad.

- Ningún nuevo crimen -dije-. Acabo deconocer el segundo piso, Seldom me llevó hasta lasala de Frank Kalman.

- Vi que el papá de Caitlin te había atrapado -dijo-. Espero que no te haya abrumado demasiado.Supongo que te contaba de los espartanos, o pestessobre los cristianos. Es viudo y Caitlin es su únicahija. Pidió una licencia en su trabajo, desde hacecasi tres meses prácticamente no sale de aquí. Leetodo lo que tenga que ver con trasplantes. Creo quea esta altura está un poco -hizo un gesto a mediocamino a la sien-: koo-koo.

- Pensaba ir a Londres a pasar el fin desemana -le dije-. ¿Vendrías conmigo?

- Este fin de semana es imposible, tengoguardia aquí las dos noches. Pero vamos a lacafetería, y te hago una lista de algunos bed andbreakfasty lugares para visitar.

- Hey -le dije, mientras caminábamos alascensor-: no sabía que Arthur Seldom habíaestado en tu casa.

La miré con una sonrisa despreocupada y ellatambién sonrió divertida después de un instante.

- Fue a llevarme su libro. Puedo hacertetambién otra lista, con todos los hombres queestuvieron en mi casa, pero seria mucho más larga.

Cuando regresé a Cunliffe Close y bajé a micuarto encontré debajo de uno de mis cuadernos elsobre que había preparado para Mrs. Eagleton yrecordé que desde aquel día nunca le había dadoel dinero del alquiler a Beth. Puse en mi bolso laropa suficiente para un fin de semana y subí con eldinero la escalera de entrada. Beth me pidió detrásde la puerta que la esperara un minuto. Cuandoabrió parecía relajada y serena, como si acabara

de salir de un largo baño de inmersión. Tenía elpelo húmedo, los pies descalzos y un deshabillélargo de plush cuidadosamente cerrado. Me hizopasar a la sala un instante. Apenas reconocí ellugar. Había cambiado la alfombra, los muebles,las cortinas. La casa tenía ahora un aspecto másíntimo y recogido, con una cierta sofisticación queparecía prestada de alguna revista de decoracióny, aunque de una manera totalmente diferente, seveía aún sencilla y agradable. Me pareció, sobretodo, que si se había propuesto hacer desaparecerhasta el último vestigio de Mrs. Eagleton, sin dudalo había logrado. Le dije que pasaría en Londres elfin de semana y me dijo que ella también se iría aldía siguiente, después del funeral, en una pequeñagira de la orquesta a Exeter y Bath. Escuchamos depronto un chapoteo de agua desde el baño, como sialguien corpulento se estuviera incorporando de labañera. Me pareció que Beth se poníaterriblemente incómoda, como si la hubierasorprendido en falta. Supongo que recordó, almismo tiempo que yo, el desprecio con que mehabía hablado de Michael sólo dos días atrás.

Tomé el Oxford Tube a Londres y pasé dosdías caminando por la ciudad, bajo un sol suave yamable, como un turista agradablemente perdido.El sábado compré el Oxford Times, que anunciabaen un recuadro pequeño el funeral de Mrs.Eagleton y hacía una breve revisión de los hechossin dar ningún otro detalle nuevo. El domingo todareferencia al caso había desaparecido. Elegí enPortobello Road, pensando en Lorna, un ejemplaralgo polvoriento pero bien conservado de lasmemorias de Lucrecia Borgia, y tomé el últimotren nocturno de regreso a Oxford. En la mañanadel lunes salí todavía algo dormido hacia elInstituto. En la entrada de Cunliffe Close, tendidosobre el pavimento, vi un animal que un auto habíaatropellado seguramente por la noche. Tuve quepasar muy cerca de él. Era un animal que nuncahabía visto en mi vida y apenas pude reprimir unaarcada. Parecía alguna variedad gigantesca derata, con la cola larga y oscura que flotaba en lasangre. La cabeza había quedado totalmenteaplastada, pero todavía sobresalía el hocico, conlas fosas nasales muy abiertas, que hacían recordar

las de un chancho. A la altura de lo que había sidoel estómago, como de una bolsa destrozada,asomaba la protuberancia inconfundible de lo quedebía ser una cría. Apuré el pasoinvoluntariamente, tratando de huir de aquello quede todos modos ya había visto y del horrorviolento, casi inexplicable, que me había causado.Durante todo el camino luché por deshacerme deesa imagen. Subí, como si llegara a un refugio, losescalones del Instituto de Matemática. Cuandoempujé la puerta giratoria me encontré con unpapel pegado con cinta scotch contra el vidrio. Viantes que nada el pez, en posición vertical, undibujo esquemático en tinta negra, que parecíahecho a partir de dos paréntesis enfrentados.Arriba decía, con letras recortadas de diarios: Elsegundo de la serie. Radcliffe Hospital, 2.15 p.m.

CAPITULO 11

En la secretaría sólo estaba Kim, la asistentenueva. Logré con un gesto apremiante que sequitara los auriculares de su discman y la hicelevantar de su silla para que viniera conmigo hastala puerta de entrada. Me miró con extrañezacuando le pregunté por el papel pegado contra elvidrio. Lo había visto al entrar, sí, pero no le habíaprestado ninguna atención: creyó que se trataba dealguna actividad benéfica para el Radcliffe, unaserie de partidas de bridge, o una excursión depesca. Pensaba decirle más tarde a la mujer de lalimpieza que lo retirara de allí y lo pegara en lacartelera. Vimos salir a Kurt, el sereno, de sucuartito bajo la escalera, ya vestido para irse. Seaproximó a nosotros como si temiera algúnproblema. El papel estaba allí desde el domingo,lo había visto al llegar la noche anterior; no habíaquerido arrancarlo porque supuso que alguien lohabía autorizado antes de que él tomara su turno.

Dije que iría a llamar a la policía y que alguiendebía quedarse para cuidar que no se tocaran losvidrios de la puerta ni que se despegara ese papel:podía estar vinculado con el crimen de Mrs.Eagleton. Subí en dos saltos a mi oficina y pedí enel departamento de policía que me pasaranurgentemente con Petersen o con Sacks. Mepreguntaron mi nombre y el número desde dondellamaba y me dijeron que esperara en la líneahasta que alguien se comunicara conmigo. Al cabode un par de minutos escuché del otro lado la vozdel inspector Petersen. Me dejó hablar sininterrumpirme y sólo me pidió al final querepitiera lo que me había dicho el sereno. Me dicuenta de que también creía -como yo- que elcrimen ya se había cometido. Me dijo que enviaríainmediatamente un patrullero y el equipo dehuellas al Instituto y que él mismo iría al RadcliffeHospital a verificar las muertes del domingo. Detodas maneras quería hablar conmigo después ytambién, si fuera posible, con el profesor Seldom.Me preguntó si podría encontrarnos a los dos en elInstituto. Le dije que, hasta donde sabía, Seldom

debía estar por llegar: había una conferencia deuno de sus estudiantes anunciada en el hall para lasdiez. El cartel quizá había sido puesto allí paraque él lo viera al entrar, se me ocurrió decir. Sí,quizá, dijo Petersen, para que lo vea él y otroscien matemáticos más. Parecía de pronto molesto.Ya hablaremos más tarde, me dijo secamente.

Cuando bajé otra vez al hall vi a Seldomparado junto a la puerta giratoria. Estaba inclinadosobre el papel, como si no pudiera quitar los ojosdel pequeño pez.

- ¿Usted cree lo mismo que yo? -me preguntóal verme-. Temo llamar al hospital y preguntar porFrank. Aunque la hora -me dijo, como si entrevierauna esperanza- no parece tener sentido: yo fui ayeral hospital a las cuatro de la tarde y Frank estabavivo.

- Podemos llamar a Lorna desde mi oficina -le dije-. Tenía un turno de guardia hasta hoy almediodía, debe estar allá todavía, ella podríafácilmente averiguar.

Seldom asintió. Subimos y dejé que él hicierala llamada. Después de atravesar una cadena de

operadoras logró por fin que lo comunicaran conLorna. Seldom le preguntó cautelosamente si podíabajar al segundo piso y comprobar si Frank estababien. Me di cuenta de que Lorna le hacía otraspreguntas; aun sin distinguir las palabras,alcanzaba a oír del otro lado de la línea su tonointrigado. Seldom sólo le dijo que había aparecidoun mensaje en el Instituto que lo había dejado algopreocupado. Era probable, sí, que el mensajeestuviera relacionado con el crimen de Mrs.Eagleton. Conversaron un momento más; Seldomle dijo que estaba en mi oficina y que podíallamarlo allí una vez que hubiera bajado.

Colgó y nos quedamos en silencio,esperando. Seldom armó un cigarrillo y fue afumarlo de pie junto a la ventana. En un momentose dio vuelta, caminó hasta el pizarrón y como siestuviera todavía abstraído en sus pensamientosdibujó con lentitud los dos símbolos, primero elcírculo, y a continuación el pez, que hizo con dosbreves trazos curvos. Quedó inmovilizado, con latiza en la mano y la cabeza baja, haciendo cadatanto pequeñas muescas de impotencia con la tiza

en el borde del pizarrón.Pasó casi media hora antes de que el teléfono

sonara. Seldom escuchó a Lorna en silencio, conuna expresión impenetrable. Asentía conmonosílabos cada tanto. -Sí -dijo en un momento-:ésa es exactamente la hora que figura en elmensaje.

Cuando colgó se dio vuelta hacia mí y susfacciones se distendieron por un instante.

- No fue Frank -dijo-, sino el paciente queestaba en la cama a su lado. El inspector Petersenestuvo recién en la morgue del hospital paraverificar los muertos del domingo: es un hombremuy viejo, de más de noventa años, lo habíanreportado ayer a las dos y cuarto como fallecidopor muerte natural. Aparentemente ni la enfermerani el médico principal de la planta advirtieron unpequeño punto en el brazo, como la marca quedeja una inyección. Le harán ahora la autopsiapara ver de qué se trata. Pero ya ve, creo queteníamos razón. Un crimen al que nadie vio enprincipio como un crimen. Una muerte que fueconsiderada natural y un punto en el brazo, sólo un

punto… Un punto imperceptible. Seguramenteeligió alguna clase de sustancia que no dejarastros, apuesto a que no encontrarán nada en laautopsia. Una muerte a la que sólo ese puntodiferencia de una muerte natural. Un punto, unpunto -repitió Seldom en voz baja, como sipudiera poner en marcha a partir de allí unamultitud de implicaciones todavía invisibles.

El teléfono volvió a sonar. Era Kim, desde laplanta baja, que me avisaba que un inspector de lapolicía subía a mi oficina. Abrí la puerta; la figuraalta y delgada de Petersen asomó por la boca de laescalera. Había subido solo y tenía en la cara unaexpresión indisimulable de contrariedad. Entró ymientras nos saludaba miró el pizarrón con las dosfiguras que había dibujado Seldom. Se dejó caeren una de las sillas.

- Hay una aglomeración de matemáticos alláabajo -dijo, casi acusadoramente, como si noscorrespondiera a nosotros algo de la culpa-. Encualquier momento llegarán los periodistas…Tendremos que dar a conocer una parte del asunto,pero voy a pedirles que mantengan el secreto

sobre el primer símbolo de la serie. Siempreevitamos hasta donde es posible que se difundanpúblicamente los casos de crímenes seriales, ysobre todo las constantes que se repiten. En fin -dijo, moviendo la cabeza-: vengo del Radcliffe.Esta vez fue un hombre muy viejo, un tal ErnestClark. Estaba en coma, conectado a un respiradorartificial, desde hacía años. No tenía,aparentemente, ninguna familia. La única conexiónque vemos hasta ahora con Mrs. Eagleton es queClark también participó en la guerra. Pero porsupuesto, lo mismo podría decirse de cualquierotro hombre de su edad: toda esa generación tieneen común los años de la guerra. La enfermera loencontró muerto en su ronda de las dos y cuarto yesa fue la hora que anotó en el brazalete, antes deretirarlo de la sala. Todo parecía perfectamentenormal, no había ninguna señal de violencia, nadafuera de lugar, constató el pulso y escribió "muertenatural", porque le pareció un caso de rutina.Todavía no se explica cómo pudo haber entradoalguien en la sala, porque a esa hora reciénempezaba el horario de visitas. El médico

principal del segundo piso reconoció que no habíarevisado el cadáver exhaustivamente; llegó tardeal hospital, era domingo y quería volverse cuantoantes a su casa. Sobre todo, estaban esperando lamuerte de Clark desde hacía meses, les parecía enel fondo mucho más extraño que siguiera vivo. Demodo que confió en la anotación de la enfermera,transcribió en el acta la hora y causa de la muertetal como estaban en la etiqueta y dio el visto buenopara que lo enviaran a la morgue. Estoy esperandoahora los resultados de la autopsia. Acabo de verel papel allá abajo. Supongo que no podíamosesperar que volviera a escribir con su letra, ahoraque sabe que estamos detrás de él. Pero estociertamente hace todo más difícil. Por la tipografíayo diría que recortó las letras del Oxford Times,quizá de los artículos que aparecieron sobre Mrs.Eagleton. Pero el pez está dibujado a mano -Petersen se volvió hacia Seldom-. ¿Cuál es lasensación que tuvo usted al mirar el papel? ¿Diríaque se trata de la misma persona?

- ¿Cómo saberlo? -dijo Seldom-. El papelparece del mismo tipo, y la ubicación y el tamaño

del dibujo también son similares. Tinta negra enlos dos casos… yo diría en principio que sí. Perohay algo más que usted debería saber. Yo voy casitodas las tardes al Radcliffe, a visitar a unpaciente del segundo piso, Frank Kalman. Clarkera el paciente de la cama contigua a la de Frank.También: no vengo en general muy seguido alInstituto, pero sí tenía que estar aquí esta mañana.Yo diría que es alguien que me está siguiendo decerca los pasos y sabe bastante de mí.

- En realidad -dijo Petersen, sacando unapequeña libreta de notas- sí estábamos al tanto desus visitas al Radcliffe; ya sabe -dijo con un tonode disculpa-, tuvimos que preguntar un poco porustedes dos. Veamos. En general usted hace susvisitas alrededor de las dos de la tarde, pero eldomingo llegó después de las cuatro… ¿Qué fue loque ocurrió?

- Estaba invitado a almorzar en Abingdon -dijo Seldom-. Perdí el bus de la una y treinta. Losdomingos hay sólo dos por la tarde, tuve queesperar en la estación hasta las tres -Seldom buscóen uno de sus bolsillos y le extendió con frialdad

un boleto de ómnibus a Petersen.- Oh, no, no es necesario -dijo Petersen algo

avergonzado-. Sólo me estaba preguntando…- Sí, yo también lo pensé -dijo Seldom-. Soy

en general el primero y el único que entra en esasala durante el horario de visita. Si yo hubiera idoen mi horario habitual, habría estado sentado todoel tiempo junto al cadáver de Clark, supongo queesa era su idea. Que cuando descubrieran lamuerte durante la ronda, yo estuviera allí. Perootra vez las cosas no salieron exactamente comohubiera querido. Fue, en algún sentido, demasiadosutil: la enfermera no reparó en el pinchazo delbrazo, lo confundió con una muerte natural. Ydespués, yo llegué mucho más tarde, y ni siquieraadvertí que habían cambiado al paciente de esacama. Para mí fue un día de visita totalmentenormal.

- Pero tal vez sí quería que el crimen seconfundiera en un principio con una muerte natural-dije yo-. Tal vez preparó la escena para queretiraran el cuerpo delante de sus ojos como si setratara de una muerte de rutina. Es decir, que el

crimen también fuera imperceptible para usted. Yocreo que debería contarle al inspector -le dije aSeldom- lo que piensa sobre esto, lo que me dijo amí antes.

- Pero no podemos estar seguros todavía -dijo Seldom, con un tono de protesta intelectual-,no podemos hacer inducción con sólo dos casos.

- De todas maneras -dijo Petersen-, lo quesea, me gustaría escucharlo.

Seldom pareció dudar todavía un momento.- En los dos casos -dijo finalmente con

cautela, como si no quisiera ir más allá de loshechos- los crímenes fueron lo más leves posibles,si tiene sentido esta palabra. Pareciera que lasmuertes en sí no son exactamente lo que importa.Los crímenes son casi simbólicos. No creo que elasesino esté realmente interesado en matar, sino enseñalar algo. Algo que seguramente tiene que vercon la serie de figuras que dibuja en los mensajes,la serie que empieza con un círculo y un pez. Loscrímenes son sólo la manera de llamar la atenciónsobre esta serie v está eligiendo sus víctimas losuficientemente cerca de mí con el único propósito

de involucrarme. Creo que en el fondo es unproblema puramente intelectual, pero que sólo sedetendrá si logramos demostrarle -de algún modo-que pudimos resolver el sentido de la serie, esdecir, que podemos predecir el símbolo, o elcrimen, que vendrá a continuación.

- Voy a pedir esta tarde un perfil psiquiátrico,aunque no creo que todavía pueda decirsedemasiado. De todos modos, quizá pueda ahoraresponderme a la pregunta que le hice antes. ¿Creeque se trata de un matemático?

- Me inclinaría a decir que no -dijo Seldomcautelosamente-. No por lo menos un matemáticoprofesional. Yo diría que se trata de alguien queimagina que los matemáticos son algo así como elparadigma de la inteligencia y por eso busca medirfuerzas directamente con ellos. Una especie demegalómano intelectual. No creo que sea casualque haya elegido para el segundo mensaje lapuerta de entrada del Instituto. Supongo que hay unsegundo mensaje velado para mí en esto: si yo noacepto el desafío, algún otro matemático lorecogerá. Si es por hacer conjeturas, yo diría que

es alguien que fue reprobado alguna vezinjustamente en un examen de matemática, o quizáperdió una oportunidad importante en su vida poralguno de los tests de inteligencia de la clase queimaginaba Frank. Alguien que fue excluido de loque considera el reino de la inteligencia, alguienque a la vez admira y odia a los matemáticos.Posiblemente concibió la serie como una venganzacontra sus examinadores. Ahora es él de algúnmodo el examinador.

- ¿Podría ser un alumno que usted hubieradesaprobado? -preguntó Petersen.

Seldom se sonrió levemente.- Hace mucho que no desapruebo a nadie -

dijo-. Sólo tengo alumnos de doctorado; todos sonexcelentes. Yo me inclinaría a pensar que se tratade alguien que no estudió matemática de unamanera formal pero leyó ese capítulo de mi librosobre los crímenes en serie y considera,desgraciadamente, que soy la persona a la quedebe desafiar.

- Bien -dijo Petersen-; puedo ordenar comoprimera aproximación que me envíen un listado de

las compras de su libro con tarjetas de crédito enlas librerías de la ciudad.

- No creo que eso lo ayude mucho -dijoSeldom-. Durante el lanzamiento mis editoresconsiguieron que se publicara como anticipo en elOxford Times justamente el capítulo sobre loscrímenes en serie. Muchos creyeron que se tratabade una nueva forma de novela policial. Fue poreso que se agotó tan pronto la primera edición dellibro.

Petersen se incorporó, algo desalentado, yestudió por un momento las dos figuras en elpizarrón. -¿Cree que ahora puede decirme algomás sobre esto?

- El segundo símbolo de una serie da engeneral la pista sobre el modo en que debe leersetoda la sucesión: si como representación deobjetos o hechos de algún posible mundo real, esdecir, símbolos en el sentido más usual, o bien, sinninguna connotación de significado, estrictamenteen un plano sintáctico, como figuras de tipogeométrico. El segundo símbolo es aquí otra vezastuto, porque el pez está dibujado de una manera

tan esquemática que admite las dos lecturas. Laposición vertical es interesante. Podría tratarse deuna serie de figuras con simetría respecto al ejevertical. Si debemos interpretarlo verdaderamentecomo un pez, hay por supuesto, muchas otrasposibilidades.

- La pecera -dije yo, y cuando Petersen se diovuelta hacia mí, algo sorprendido, Seldom asintióen silencio.

- Sí, eso pensé en un principio. Así es comollaman al piso donde estaba Clark en el Radcliffe -dijo-. Pero eso diría directamente que se trata dealguien dentro del hospital, no creo que hayaelegido un símbolo que lo incrimine de una formatan obvia. Además, en ese caso, ¿cómo serelacionaría el círculo con Mrs. Eagleton? -Seldom se paseó un instante con la cabeza baja.-Algo que también es interesante -dijo- y que estáimplícito de algún modo en los mensajes es que élsuponga que los matemáticos pueden solucionarlo.Es decir, debe haber algo en los símbolos que secorresponda con la clase de problemas, o deintuiciones, que tienen que ver con el pensamiento

de un matemático.- ¿Podría usted arriesgar ya cuál sería el

tercer símbolo? -preguntó Petersen.- Tengo -dijo Seldom- una primera idea; pero

veo varias otras posibilidades de continuaciónigualmente, digamos, razonables. Es por eso queen los tests se dan al menos tres símbolos antes depreguntar por el siguiente. Dos símbolos admitentodavía demasiadas ambigüedades. Preferiríatener algún tiempo para pensarlo un poco más. Noquisiera equivocarme. Él es ahora el examinador yel modo de marcarnos un error sería otroasesinato.

- ¿Cree realmente que se detendrá sí damoscon la solución? -preguntó Petersen conescepticismo.

Pero no había nada como la solución, pensé.Eso era lo que podía ser más desesperante.Entendí de pronto por qué Seldom había queridoque conociera a Frank Kalman y la segundadimensión del problema que lo preocupaba. Mepregunté cómo haría para explicarle a Petersensobre las inteligencias saltarinas, sobre

Wittgenstein, sobre las paradojas de las reglasfinitarias y los desplazamientos de las campanasnormales. Pero Seldom sólo necesitó una frase:

- Se detendrá -dijo lentamente- si es lasolución en la que el está pensando.

CAPITULO 12

Petersen se levantó de su silla y dio unavuelta por el cuarto con las manos detrás de laespalda. Recogió el saco, que había estirado sobreel borde del escritorio, volvió por un momento aclavar los ojos en el pizarrón, y con el dorso de lamano borró el círculo.

- Recuerden: hasta donde nos sea posiblevamos a mantener en secreto el primer símbolo, noquisiera tentar a un copycat. ¿Creen que losmatemáticos allí abajo podrían adivinarlo, ahoraque conocen el segundo?

- No, no creo -dijo Seldom-, pero además, noes tan claro que les interese lo suficiente paraintentarlo. Para un matemático el único problemaque cuenta suele ser el que tiene entre manos:puede hacer falta más que un par de asesinatospara desviarlos.

- ¿Es ése también su caso? -Petersen mirabaahora fijamente a Seldom; había un frío reproche

en la pregunta.- Para ser honesto, estoy un poco…decepcionado -dijo, como si eligiera con cuidadosus palabras-. No esperaba por supuesto que mediera hoy mismo una respuesta definitiva, pero sícuatro o cinco alternativas posibles, conjeturasque pudiéramos ir refínando o descartando, ¿notrabajan acaso también así los matemáticos? Peroquizá tampoco a usted le interesen lo suficiente unpar de asesinatos.

- Tengo, ya le dije, una primera idea -dijoSeldom, sosteniendo con sus ojos pequeños ytransparentes la mirada del inspector- y le prometoque me dedicaré a pensar en esto, enteramente.Sólo quiero estar seguro de no equivocarme.

- No quisiera que espere hasta la próximamuerte para cerciorarse -dijo Petersen, y luego,como si se viera obligado de mala gana a hacer laspaces-. Pero si de verdad quiere colaborar, Jepediría que venga a mi oficina mañana, después delas seis: ya tendremos el perfil psiquiátrico, megustaría leérselo, quizá le recuerde a alguien.Usted también puede venir -me dijo, mientras nosextendía rápidamente la mano.

Cuando Petersen salió se hizo un largosilencio. Seldom fue hacia la ventana y empezó aenrollar un cigarrillo.

- ¿Puedo hacerle una pregunta? -dije concautela. Me daba cuenta de que posiblementetampoco me dijera todo a mí, pero decidí quevalía la pena hacer un intento-. Su idea, suconjetura, ¿es sobre el próximo símbolo o sobre elpróximo crimen?

- Creo tener una idea sobre la continuación dela serie… sobre el próximo símbolo -dijo Seldomlentamente-, una idea que de todas maneras no mepermite inferir nada sobre el próximo asesinato.

- Igualmente, ¿no cree que ya eso, el símbolo,podría ayudar muchísimo a Petersen? ¿Hay algunaotra razón por la que no quiso decírselo?

- Venga, bajemos al parque -me dijo-, quedantodavía unos minutos para la conferencia de mialumno, quiero fumar un cigarrillo.

Aún había policías en la entrada, ocupadosde las huellas sobre el vidrio, y debimos salir poruna de las puertas traseras. Cruzamos en el caminoa Podorov, que me hizo un saludo a medias y clavó

la mirada en Seldom, como si esperara inútilmentea que lo reconociera. Bordeamos el laboratorio deFísica y entramos al Parque Universitario por unode los caminos de grava. Seldom fumaba ensilencio, y creí por un momento que no volvería ahablar.

- ¿Por qué se hizo usted matemático? -mepreguntó sorpresivamente.

- No sé -dije-. Quizá fue una equivocación,siempre creí que iba a seguir una carrerahumanística. Supongo que lo que me atrajo es laclase de verdad que encierran los teoremas:atemporal, inmortal, suficiente en sí misma, y a lavez, absolutamente democrática. ¿Qué fue lo quelo decidió a usted?

- Que fuera inofensiva -dijo Seldom-. Quefuera un mundo que no se toca con la realidad.Sabe, me pasaron algunas cosas realmenteatemorizantes cuando era muy chico, y luego a lolargo de mi vida, como señales… señalesintermitentes, pero demasiado repetidas, ydemasiado terribles como para no prestarlesatención.

- ¿Señales? ¿De qué tipo?- Digamos… la cadena de efectos que

provocaba cualquier pequeña acción mía en elmundo real. Probablemente coincidencias,probablemente sólo coincidencias desgraciadas,pero que fueron lo suficientemente devastadorascomo para inmovilizarme casi por completo. Laúltima de estas señales fue el choque en el quemurieron mis dos mejores amigos y mi mujer. Esdifícil decirlo sin que suene absurdo, pero desdesiempre, desde ya muy temprano en mi infancia,había notado que las conjeturas que hacía sobre elmundo real se cumplían, se cumplían siempre,pero por caminos extraños, de las maneras máshorribles, como advertencias de que debíaapartarme de ese mundo de todos. En laadolescencia estaba verdaderamente aterrado. Fueentonces cuando descubrí la matemática. Porprimera vez me sentí en un territorio seguro. Porprimera vez podía seguir una conjetura, tanencarnizadamente como quisiera, y al borrar elpizarrón, o tachar una página equivocada, regresarlimpiamente a cero, sin consecuencias

inesperadas. Hay una analogía teórica, sí, entre lamatemática y la criminalística: como dijoPetersen, ambos hacemos conjeturas. Pero cuandousted plantea hipótesis sobre el mundo realintroduce, sin poder evitarlo, un elemento deactividad irreversible que nunca deja de tenerconsecuencias. Cuando mira en una dirección dejade mirar en las demás, cuando persigue un caminoposible, lo persigne en un tiempo real y luegopuede ser tarde para intentar cualquier otro. Loque más temo no es, como le dije a Petersen,equivocarme. Lo que más temo es lo que me hapasado durante toda mi vida: que lo que pienso seafinalmente cierto, pero del modo más monstruoso.

- Pero callarse, negarse a revelar el símbolo,¿no es, por omisión, una forma de acción, quetambién podría tener consecuencias incalculables?

- Puede ser, pero por ahora prefiero correrese riesgo. No tengo tanto ánimo como usted parajugar al detective. Y si la matemática esdemocrática, la continuación está a la vista detodos: usted, el propio Petersen, tienen los mismoselementos para encontrarla.

- No, no -protesté-: lo que yo quise decir esque hay en la matemática un momento democrático,cuando se expone línea por línea unademostración. Cualquiera puede seguir el caminouna vez que se ha marcado. Pero hay por supuestoun momento de iluminación anterior: lo que ustedllamó el salto de caballo… sólo unos pocos, sóloa veces uno en siglos, consigue ver por primeravez el paso correcto en la oscuridad.

- Buen intento -dijo Seldom-, "uno en siglos"suena realmente dramático. De todos modos lacontinuación en la que estoy pensando es muysimple, no requiere en verdad ningún conocimientomatemático. Lo que parece mucho más difícil esestablecer la relación entre los símbolos y loscrímenes. Quizá no sea mala idea tener elementosde un perfil psiquiátrico. Bien -dijo, consultandosu reloj-, yo debería volver al Instituto.

Le dije que yo caminaría todavía un poco máspor el parque y me extendió la tarjeta que le habíadado Petersen.

- Aquí tiene la dirección del departamento dePolicía, está frente a la tienda de Alice in

Wonderland, podríamos encontrarnos allí a lasseis, sí le parece.

Seguí caminando por el sendero y me detuveen un ángulo bajo la sombra de los árboles acontemplar el enigma indescifrable de un partidode criquet. Me pareció durante unos minutos queestaba mirando sólo los preparativos anteriores aljuego, o una serie de intentos fallidos porcomenzar. Escuché en algún momento aplausosentusiastas de unas mujeres con grandessombreros, que tomaban ponche sentadas en unaesquina del campo. Evidentemente me habíaperdido una gran jugada, quizás incluso el juegohabía llegado a su climax en ese momento delantede mis ojos, sin que yo hubiera sido capaz de vermás que esa exasperante inmovilidad. Crucé unpequeño puente, donde el parque perdía algo de suprolijidad, y caminé a lo largo del río, por unospastizales amarillentos. Cada tanto me cruzabanpequeños botes con parejas que practicabanpunting. Había una idea que estaba allí cerca,como el zumbido de un insecto que no se ve, unaintuición a punto de expresarse, y por un momento

sentí que si estuviera en el lugar adecuado quizápodría reconocer un borde que me permitieraatraparla. Como me ocurría en la matemática, nosabía si debía persistir y esforzarme porconjurarla, o bien olvidarlo todo, darle la espaldadeliberadamente y esperar a que se dejara ver porsí misma. Algo en la calma del paisaje, en elsereno chapoteo del agua que desplazaban losremos, en las sonrisas corteses de los estudiantesque pasaban a bordo de los botes, parecía diluirtoda acechanza. No sería allí en todo caso, medaba cuenta, donde se me revelaría una clavesobre muertes y asesinos.

Volví por un atajo entre los árboles a mioficina. Mi compañero ruso había salido aalmorzar y decidí llamar a Lorna. Su voz me llegócon una vibración excitada y alegre. Sí, teníanovedades, pero antes quería saber las mías. No,Seldom sólo le había dicho que había aparecido unmensaje extraño pegado sobre un vidrio. Tuve quecontarle cómo había encontrado el papel,describirle el símbolo y luego reproducir hastadonde recordaba la conversación con Petersen.

Lorna me hizo varias preguntas más antes dedecidirse a contarme su parte. No habíantrasladado el cadáver a la morgue policial, sinoque el forense de la policía había preferido hacerla autopsia allí mismo, con uno de los médicos delhospital. Ella había logrado que el médico lecontara algo durante el almuerzo. ¿Eso había sidodifícil?, pregunté yo con una punzada de celos.Lorna rió. Bueno, varias veces antes él la habíainvitado a sentarse a su lado, y esta vez habíaaceptado.

- Estaban los dos bastante desconcertados -dijo Lorna-. Lo que fuera que le inyectaron no dejóningún rastro. No encontraron absolutamente nada,me dijo que él también hubiera podido firmarinadvertidamente un certificado de muerte natural.Ahora bien, queda todavía una explicación: hayuna sustancia bastante reciente, que se extrae de unhongo, la Amanita muscaria, para la que no sepudieron encontrar todavía reactivos que ladetecten. Fue presentada el año pasado en uncongreso cerrado de medicina en Boston. Locurioso, lo más interesante, es que esa droga es

como un secreto entre los forenses, parece que sejuramentaron para que no se difundiera ni siquierael nombre. ¿No indicaría eso que habría quebuscar al asesino entre los médicos forenses?

- O entre las enfermeras que almuerzan conellos -dije-; y además: las secretarias de actas delcongreso, los químicos y biólogos queidentificaron la sustancia y posiblemente tambiénla policía… supongo que a ellos les habráncontado.

- Igualmente -dijo Lorna algo ofendida- labúsqueda se reduce muchísimo: no es algo queesté en cualquier botiquín.

- Sí, eso es cierto -dije en un tonoconciliador-. ¿Cenamos juntos esta noche?

- Voy a salir muy tarde esta noche, peropodría ser mañana. ¿Seis y media en The Eagleand Child?

Recordé la cita con Petersen.- ¿Puede ser a las ocho? Todavía no me

acostumbro a cenar tan temprano.Lorna rió.- Okey-okey, hagamos por una vez el horario

gaucho.

CAPITULO 13

Una mujer policía muy delgada y enjuta, quecasi desaparecía bajo su uniforme, nos condujopor una escalera hasta la oficina de Petersen.Entramos en una sala amplia, con las paredes deun color salmón subido, que conservaba laorgullosa austeridad inglesa de posguerra, sincondescender a ningún lujo. Había algunos altosarchivos de metal y un escritorio de maderasorprendentemente modesto. Una ventana de mediopunto dejaba ver un recodo del Támesis, y en latarde indolente del verano los estudiantestumbados en la orilla para recibir el último sol yel agua inmóvil y dorada, hacían recordar loscuadros de Roderick O'Conor que había visto enLondres, en la galería Barbican. Dentro de sudespacho, echado hacia atrás en su sillón, Petersenparecía más sereno, como si desapareciera unelemento de su actitud vigilante, o tal vez fuerasimplemente que había dejado de considerarnos

sospechosos y quería mostrarnos que tambiénpodía reemplazar, si se lo proponía, su máscara depolicía por la máscara general británica de lapoliteness. Se levantó para acercarnos unas sillasseveras de respaldo alto, con el tapizado algodescosido y brilloso de roces. Pude espiar,mientras volvía a su lugar detrás del escritorio, laimagen en un portarretratos de plata que reposabaen un ángulo: se lo veía muy joven, de perfil,ayudando a montar a una pequeña niña a caballo.Hubiera esperado ver, por lo que me habíacontado Seldom, alguna documentación, recortesde diarios, quizá fotos sobre las paredes de loscasos que había resuelto y, en aquel despachoperfectamente anónimo, era difícil saber siPetersen era ejemplarmente modesto, o más bien laclase de persona que prefiere no dejar saber nadade sí para averiguarlo todo de los otros. Extrajodel interior de su saco un par de lentes que refregócon un pedazo de franela mientras echaba unamirada a unas hojas sueltas sobre su escritorio.

- Bien -dijo-, les voy a leer lo esencial delinforme. Nuestra psiquiatra parece creer que se

trata de un hombre, un hombre alrededor de lostreinta y cinco años. Lo llama en el informe Mr. M,supongo que por murderer. M, nos dice,probablemente nació en el seno de una familia declase media baja, en un pequeño pueblo o elsuburbio de una gran ciudad. Quizá fuera hijoúnico, o en todo caso, un hijo que se destacótempranamente en alguna actividad intelectual: elajedrez, la matemática, la lectura, una actividaddesacostumbrada en su entorno familiar. Suspadres confundieron esta precocidad con algunaclase de genio, y esto lo separó durante su infanciade los juegos y rituales de los chicos de su edad.Posiblemente era el blanco de sus burlas y quizáesto estuviera acentuado por algún rasgo dedebilidad física: voz afeminada, uso de lentes,obesidad… Estas burlas extremaron suretraimiento y le hicieron concebir sus primerasfantasías de venganza. En estas fantasías Mimagina, típicamente, que su talento triunfa y quepuede aplastar con su éxito a quienes lo humillan.Llega por fin el momento de la prueba, el momentoque esperó tantos años. Un certamen

particularmente importante de alguna clase o talvez el examen de ingreso a la universidad, en ladisciplina en la que se había destacado. Es su granoportunidad, la posibilidad de salir de su pueblo ysaltar a esa segunda vida para la que se hapreparado en silencio, de una manera obsesiva,durante toda la adolescencia. Pero aquí ocurre loimprevisto: los examinadores cometen unainjusticia de algún tipo y M debe volver derrotado.Esto provoca la primera fisura, lo que se llama elsíndrome Ambere, por el nombre del escritor enque se estudió por primera vez esta clase deobsesión.

Petersen abrió uno de sus cajones y pusosobre el escritorio un grueso diccionario depsiquiatría del que sobresalía un papelito en unade las primeras páginas.

- Me pareció interesante repasar ese primercaso. Veamos: Jules Ambere era un oscuro escritorfrancés hundido en la pobreza, que envió en 1927el manuscrito de su primera novela a la editorialG…, en ese momento la editorial más importantede Francia. Había trabajado durante años en ella,

corrigiéndola con una obsesión fanática. Pasanseis meses y recibe una carta indudablementecordial, firmada por una de las editoras, una cartaque guardó hasta último momento. En esa carta lemanifiestan admiración por su novela y leproponen que viaje a París para discutir lascondiciones de un contrato. Ambere empeña suspocas cosas de valor para pagar el viaje, pero enla entrevista algo sale mal. Lo llevan a comer a unrestaurante exclusivo, su ropa desentona, susmodales en la mesa no son los adecuados, seatraganta con una espina de pescado. Nadademasiado grave, pero el contrato no se firma yAmbere vuelve a su pueblo humillado. Empieza allevar la carta en su bolsillo y repite una y otra veza sus amigos, durante meses, la pequeña historia.La segunda característica recurrente es esteperíodo de incubación y fijación que puede durarvarios años. Otros autores lo llaman el síndromede la "oportunidad perdida", para acentuar esteelemento: el acto de injusticia ocurre en unacircunstancia decisiva, un punto de inflexión quehubiera podido cambiar drásticamente la vida de

la persona. Durante el período de incubación lapersona vuelve obsesivamente sobre ese únicomomento, sin conseguir reanudar su vida anterior,o bien se readapta sólo exteriormente, y empieza aconcebir fantasías furiosamente asesinas. Elperíodo de incubación termina cuando aparece loque se llama en la literatura psiquiátrica la"segunda oportunidad", una conjunción decircunstancias que recrean parcialmente aquelmomento, o dan una ilusión de semejanzasuficiente. Muchos autores establecen aquí unaanalogía con el cuento del genio en la botella deLas Mil y Una Noches. En el caso de Ambere lasegunda oportunidad es particularmente nítida,pero en general el patrón puede ser más vago.Trece años después de aquel rechazo, una lectorarecién incorporada a la editorial G… encuentracasualmente el manuscrito durante una mudanza, yel escritor es llamado por segunda vez a París.Esta vez Ambere se viste de una maneraimpecable, cuida con minuciosidad sus modalesdurante el almuerzo, conversa con un tonoperfectamente casual y cosmopolita, y cuando

sirven el postre estrangula a la mujer sobre lamesa antes de que los mozos puedan hacer nada.

Petersen alzó una ceja y dejó de lado eldiccionario para volver al informe; echó unaojeada silenciosa a la segunda página antes depasarla por alto, y recorrió rápidamente losprimeros párrafos de la tercera página.

- Recién aquí el informe vuelve a lo que nosinteresa. La psiquiatra asegura que no estamos anteun psicópata. Lo característico delcomportamiento del psicópata es la falta deremordimientos y una exacerbación progresiva dela crueldad que tiene que ver con un elemento denostalgia: la búsqueda de un hecho que puedaconmoverlo. En este caso, lo que se manifiestahasta ahora es, por el contrario, cierta delicadeza,una preocupación por hacer el mínimo dañoposible… La doctora, como usted -dijo,levantando por un instante la vista a Seldom-,parece encontrar este detalle particularmentefascinante. En su opinión, fue el capítulo de sulibro sobre los crímenes en serie lo que recreópara M la "segunda oportunidad". Nuestro hombre

vuelve a la vida. M busca a la vez venganza yadmiración, admiración de ese grupo al quesiempre quiso pertenecer y del que fueinjustamente expulsado. Y aquí al menos ella síarriesga una interpretación posible para los signos.M, en sus raptos megalómanos, se siente uncreador, M quiere dar nombre otra vez a las cosas.Se perfecciona y perfecciona su creación: lossímbolos dan cuenta, como en el Eclesiastés, delas etapas de una evolución. El próximo símbolo,sugiere, podría ser un ave.

Petersen reagrupó las hojas y miró a Seldom.- ¿Coincide esto con lo que usted estaba

pensando?- No en cuanto al símbolo. Todavía creo que

si los mensajes están dirigidos a los matemáticos,la clave también debería ser, en algún sentido,matemática. ¿Hay en el informe alguna explicaciónsobre esta característica de "levedad" en lasmuertes?

- Sí -dijo Petersen, volviendo hacia atrás alas páginas que había salteado-, lo lamento: lapsiquiatra considera que los crímenes son una

forma de cortejo hacia usted. En M se mezcla eldeseo genérico de venganza con el deseo, muchomás intenso, de pertenecer al mundo que ustedrepresenta, de recibir admiración, aunque seahorrorizada, de los mismos que lo han rechazado.Por eso elige por ahora una forma de matar que,supone, aprobaría un matemático, con una mínimacantidad de elementos, aséptica, sin crueldad, casiabstracta. M trata a su modo, como en la primeraetapa de un enamoramiento, de serle grato; loscrímenes son, también, ofrendas. La psiquiatra seinclina a pensar que M es un homosexualreprimido que vive solo, pero no descarta quepueda haberse casado y que aún ahora tenga unavida familiar convencional, que enmascare estasactividades secretas. Agrega que a esta primeraetapa de seducción puede sucederle, si no obtieneningún signo de respuesta, una segunda etapacolérica, con crímenes más sanguinarios, odirigidos a personas mucho más próximas a usted.

- Bueno, esta chica casi parece conocerlopersonalmente, sólo falta que nos diga si tiene unlunar en la axila izquierda -exclamó Seldom, y no

pude distinguir si lo que había en su tono era sóloironía o un asomo de irritación contenida. Mepregunté si le habría chocado la referenciahomosexual-. Me temo que los matemáticos sólopodemos hacer conjeturas mucho más modestas.Pero, de todas maneras, volví a pensar en lo queme dijo y quizá deba dejarle saber mi idea… -Buscó su libretita en el bolsillo, tomó prestada delescritorio una lapicera fuente y garabateó un parde trazos que no alcancé a ver. Arrancó la hoja, ladobló en dos y se la extendió a Petersen-: ahoratiene usted dos posibles continuaciones para laserie.

En el modo de doblar el papel al entregárselohubo algo confidencial que Petersen parecióregistrar. Abrió el papel, le dio una mirada y sequedó en silencio por un momento antes de volvera doblarlo y guardarlo en un cajón de su escritorio,sin preguntar nada. Quizás en el pequeño dueloque habían sostenido los dos hombres Petersen seconformaba por ahora con haberle arrancado elsímbolo y no quería forzar a Seldom con máspreguntas, o quizá, más simplemente, prefiriera

conversar luego en privado con él. Se me ocurrióque tal vez debiera levantarme para dejarlos asolas, pero fue Petersen el que se incorporó en esemomento para despedirnos con una sonrisainesperadamente cordial.

- ¿Tuvieron los resultados de la segundaautopsia? -preguntó Seldom mientras nosdirigíamos a la puerta.

- Ese es también un pequeño misteriointeresante -dijo Petersen-; los forenses estaban alprincipio desconcertados: no encontraron en elorganismo rastros de ninguna sustancia conocida,creyeron incluso que podría tratarse de una drogainvisible muy reciente, de la que yo no habíaescuchado nunca. Pero esto por lo menos creohaberlo resuelto -dijo, y por primera vez vi en susojos algo parecido al orgullo-: él puede creersemuy inteligente, pero nosotros también pensamosun poco cada tanto.

CAPITULO 14

Salimos en silencio del departamento dePolicía y caminamos de regreso por St. Aldateshasta Carfax Tower sin intercambiar una palabra.

- Necesito comprar tabaco -dijo Seldom-,¿me acompañaría al Covered Market?

Asentí con la cabeza y doblamos en HighStreet sin que yo hubiera vuelto a hablar. Seldomse sonrió para sí.

- Está molesto porque no compartí el símbolocon usted. Pero créame que tengo una razón.

- ¿Una razón distinta de lo que me contó ayeren el parque? Ahora que ya se lo enseñó aPetersen no alcanzo a ver por qué lasconsecuencias de que yo lo conozca podrían serpeores.

- Podrían ser… otras-dijo Seldom-, pero noes ése exactamente el motivo. Lo que quiero evitares que mis conjeturas interfieran con las de usted.Es lo mismo que hago con mis alumnos de

doctorado: trato de no adelantarme a ellos con mispropios razonamientos. Lo más valioso en elpensamiento de un matemático es el momentosolitario de la primera intuición. Aunque no locrea confío más en usted que en mí para queencuentre la idea correcta: usted estuvo allí en elprincipio y el principio, como diría Aristóteles, esla mitad del todo. Usted, estoy seguro, registróalgo, aunque todavía no sepa qué, y sobre todo,usted no es inglés. En ese primer crimen está lamatriz, ese círculo es como el cero de los númerosnaturales, un símbolo de máxima indeterminación,sí, pero que a la vez lo determina todo.

Habíamos entrado en el mercado y Seldom sedemoró en elegir su mezcla de tabaco en lacigarrería de una mujer india. La mujer, que sehabía incorporado de un taburete para atenderlo,llevaba un vestido largo y envolvente de seda yuna insignia en la frente de un verde esmeralda. Desu oreja izquierda pendía un aro de plata como unacinta circular. En realidad, mirando con másatención, vi que era una serpiente enroscada.Recordé de pronto lo que había dicho Seldom

sobre el uróboro de los gnósticos y no puderesistirme a preguntarle sobre el símbolo.

- Shunyata -me dijo, tocando levemente lacabeza de la serpiente-: el vacío y la totalidad. Elvacío de cada cosa por separado, la totalidad quelas abraza. Difícil, difícil de entender. La realidadabsoluta, por encima de todas las negaciones. Laeternidad, lo que no tiene principio ni fin… lareencarnación.

Pesó con cuidado en una balanza de precisiónlas hebras de tabaco y cambió un par de palabrasmás con Seldom mientras le entregaba el vuelto.Salimos por el laberinto de puestos hacia la calley en la arcada, de pie, nos encontramos a Bethjunto a una pequeña mesa de la orquesta delSheldonian, repartiendo unos volantes depropaganda. Estaban organizando una funciónbenéfica y los músicos de la orquesta -nos contó-se turnaban para ofrecer las entradas. Seldom alzóuno de los programas.

- El concierto de 1884 con cañones auténticosy fuegos artificiales en Blenheim Palace -dijo-. Metemo que no podrá escapar de Oxford sin ir, por lo

menos una vez, a un concierto con fuegosartificiales. Déjeme por favor invitarlo -y sacó delbolsillo el dinero para dos entradas.

No había vuelto a conversar con Beth desdemi viaje a Londres, y mientras buscaba lostalonarios y escribía los números de los asientosme pareció que rehuía mi mirada. En todo caso, elencuentro parecía incomodarla.

- ¿Podré verte finalmente tocar? -le dije.- Creo que será mi último concierto -y sus

ojos se cruzaron por un instante con los deSeldom, como si fuera algo que aún no le habíadicho a nadie y no estuviera muy segura de laaprobación de él-: me caso a fin de mes y voy apedir una licencia… no creo que después sigatocando.

- Es una pena -dijo Seldom.- ¿Que no siga tocando o que me case? -dijo

Beth, y se sonrió sin alegría de su propio chiste.- ¡Las dos cosas! -dije yo. Rieron

francamente, como si mi frase les hubieraprocurado un inesperado alivio, y al verlos reír asívolvió a mí lo que me había dicho Seldom, que yo

no era inglés. Aun en esa risa espontánea habíaalgo contenido, como si se tomaran una libertadinfrecuente de la que no debían abusar, y aunqueSeldom hubiera podido protestar que él eraescocés, había de todos modos entre ellos, en losgestos, o más bien en el cuidadoso ahorro degestos, un indudable aire en común.

Salimos por Cornmarket Street y le señalé aSeldom un afiche en una de las cartelerascomunales que ya había visto antes en la entradade la Biblioteca Bodleiana: era el anuncio de unamesa redonda en la que participarían el inspectorPetersen y un autor local de novelas policiales:¿Existe el crimen perfecto? El título de la charlahizo detener a Seldom por un instante.

- ¿Usted cree que es un anzuelo de Petersen? -me preguntó. Era algo en lo que no había pensado.

- No, la charla está anunciada desde hace casiun mes. Y supongo que si quisieran tenderle unatrampa lo hubieran invitado también a usted.

- Crímenes perfectos… Hay un libro con esemismo título que yo consulté cuando trataba deestablecer las analogías de la lógica con la

investigación criminal. El libro pasaba revista adecenas de casos nunca resueltos. El másinteresante, para lo que yo buscaba, era el de unmédico, Howard Green, que llegó a la formulaciónpara mí más precisa del problema. Quería matar asu esposa y escribió un diario minucioso,verdaderamente científico, sobre todas lasposibles ramificaciones adversas. No era difícil,concluía él, matarla de una manera en que lapolicía no pudiera culpar definitivamente a nadie.Proponía catorce formas diferentes, algunasrealmente ingeniosas. Lo que era mucho másdifícil era librarse a sí mismo para siempre decualquier sospecha. El peligro principal para elcriminal, sostenía, no era la investigación quepudiera hacerse de los hechos hacia atrás -esopodía siempre solucionarse borrando oconfundiendo rastros con una preparaciónsuficiente del crimen- sino las trampas sucesivasque podían tenderle hacia adelante. La verdad,escribió en términos casi matemáticos, esférreamente única: cualquier apartamiento de laverdad es siempre refutable. Él sabría en cada

interrogatorio lo que había hecho y cada coartadaen la que pensaba tenía inevitablemente unelemento de falsedad que con la suficientepaciencia podía ser puesto al descubierto. Ningunade las alternativas que analiza lo convencen:hacerla matar por otro, simular un suicidio o unaccidente, etc. Llega entonces a la conclusión deque debe proporcionarle a la policía otroculpable, uno que sea obvio e inmediato y quecierre la investigación. El crimen perfecto,escribe, no es el que queda sin resolver sino el quese resuelve con un culpable equivocado.

- ¿Y la mata finalmente?- Oh no, ella lo mata a él. Descubre una

noche el diario, tienen una pelea terrible, ella sedefiende con un cuchillo de cocina y logra herirlomortal-mente. Al menos esto es lo que le cuenta altribunal. El jurado, horrorizado por la lectura deldiario y las fotos de los hematomas de su cara,dictamina que el homicidio fue en defensa propia yla declara inocente. Es por ella en realidad que elcrimen figura en el libro: muchos años después demuerta unos estudiantes de grafología demostraron

que la letra en el cuaderno del Dr. Green era unaimitación casi perfecta, pero sin duda nopertenecía a él. Y descubrieron también estepequeño detalle fascinante: el hombre con el quese casó ella discretamente poco después era uncopista de ilustraciones y obras antiguas de arte.Me gustaría saber quién de los dos fue en todocaso el que redactó el diario: es una impostaciónmagistral del estilo científico. Fueronincreíblemente audaces porque el diario, que seleyó durante el juicio, decía y revelaba línea porlínea lo que ellos habían hecho. Mentir con laverdad, con todas las cartas sobre la mesa, comoun acto de ilusionismo con las manos desnudas…A propósito: ¿conoce usted a un mago argentinoque se llama Rene Lavand? Si lo vio alguna vez nopuede olvidarse.

Negué con la cabeza, ni siquiera me sonabaremotamente el nombre.

- ¿No? -dijo Seldom sorprendido-. Tiene queverlo actuar. Sé que vendrá muy pronto a Oxford,podemos ir juntos a verlo. ¿Recuerda nuestraconversación en Merton College, sobre la estética

de los razonamientos en distintas disciplinas? Lalógica de las investigaciones criminales fue, comole dije, mi primer modelo. El segundo fue lamagia. Pero me alegro de que no lo conozca -dijocon el entusiasmo de un niño-, eso me dará laoportunidad de ver su espectáculo otra vez.

Habíamos llegado frente a la puerta de TheEagle and Child. Vi por una de las ventanas aLorna. Estaba sentada de espaldas a nosotros, conel pelo rojizo suelto hacia atrás y hacía girardistraídamente sobre la mesa el posavasosredondo de cartón. Seldom, que había sacadomecánicamente su sobre de tabaco, siguió mimirada.

- Vaya, por favor, vaya -dijo-: a Lorna no legusta esperar.

CAPITULO 15

Pasaron casi dos semanas sin que me enterarade ninguna otra novedad en el caso. Perdí tambiéndurante esos días todo contacto con Seldom,aunque supe por un comentario casual de Emilyque estaba en Cambridge, ayudando a organizar unseminario de Teoría de Números. "Andrew Wilescree que puede probar la última conjetura deFermat", me había dicho Emily divertida, como sise refiriera a un niño incorregible, "y Arthur esuno de los pocos que se lo toman en serio". Era laprimera vez en mi vida que escuchaba el nombrede Wiles. Había creído hasta entonces que yaningún matemático profesional se ocupaba delúltimo teorema de Fermat. Después de trescientosaños de batallas, y sobre todo, después deKummer, el teorema se había convertido en elparadigma de lo que los matemáticos considerabanun problema intratable. Se sabía que la solución,en todo caso, estaba más allá de todas las

herramientas conocidas, y que era tan difícil comopara consumir la carrera y la vida de cualquieraque lo desafiara. Cuando le dije algo de esto aEmily, asintió como si también para ella fuera unpequeño misterio. "Y sin embargo", me dijo,"Andrew fue mi alumno, y si hay alguien en elmundo que pueda resolverlo, yo también apostaríapor él".

Yo mismo decidí aceptar en esas semanas unainvitación a una escuela de Teoría de Modelos enLeeds, pero en vez de prestar atención a lasconferencias me encontraba en cada sesiónescribiendo en los márgenes de mi cuaderno, comouna invocación al vacío, los símbolos del círculo yel pez. Había tratado de leer entre líneas losinformes del diario en los días siguientes a lamuerte de Clark, pero quizá por algunaintervención de Petersen, la posible conexión entrelos dos crímenes era mencionada sólo al pasar, yaunque se describía el símbolo del pez, el diarioparecía a oscuras sobre este punto y se inclinaba aconsiderarlo como una clase de firma. Le habíapedido a Lorna que me escribiera detalladamente

sobre cualquier novedad de la que se enterara,pero lo que recibí en una hoja manuscrita no fue uninforme, sino una carta de una variedad quehubiera creído desaparecida, o que no hubieraasociado con ella; larga, tierna, inesperada: erauna carta de amor. Alguien hablaba en el seminariodel experimento de la habitación china y mientrasyo releía las frases de Lorna que parecían escritasen un arrebato del que no había queridoarrepentirse, pensaba que el problema máslacerante de la traducción es saber qué dice, quéquiere decir realmente la otra persona cuandodesliza bajo la puerta una hoja con la terriblepalabra. Le transcribí en mi contestación el ruegode Qais ben-al-Mulawah en uno de los versos paraLayla:

Oh Dios, haz que el amor entre ella y yo seaparejo

que ninguno rebase al otroHaz que nuestros amores sean idénticos,como ambos lados de una ecuación.

Volví a Oxford el día del concierto. Tenía enmi casillero del Instituto un pequeño plano que mehabía dejado Seldom con indicaciones yalternativas para llegar a Blenheim Palace y unhorario para encontrarnos. A la tarde, cuandoestaba terminando de vestirme, sentí unos golpesen la puerta. Era Beth, y por un instante quedéenmudecido, sin poder hacer otra cosa quemirarla. Llevaba un vestido negro con un escoteprofundo y guantes que le enfundaban los brazoscasi hasta los codos. Tenía los hombros totalmentedesnudos, y el pelo, echado hacia atrás, dejaba aldescubierto la línea firme del mentón y el cuellolargo y esbelto. Estaba, por primera vez, pintada, yla transformación no podía ser más arrasadora.Sonrió nerviosamente bajo mi mirada.

- Pensamos con Michael que quizá quierasvenir con nosotros en el auto, si no te importallegar un poco antes. Estamos ya por salir.

Recogí un pulóver delgado de hilo y la seguípor el camino que bordeaba el jardín. Había vistoantes sólo una vez a Michael, de lejos, desde laventana de mi cuarto. Estaba cargando el

violoncelo de Beth en el asiento de atrás y cuandofinalmente se asomó para saludarme, vi una caraalegre e ingenua con las aureolas rojas en lasmejillas de un campesino o un tomador feliz decerveza. Era muy alto y corpulento, pero habíaalgo blando en sus facciones que me hizo recordarla frase despectiva de Beth. Estaba vestido con unfrac arrugado, que ya no alcanzaba a cerrarlesobre el abdomen. Un mechón largo y lacio depelo rubio le había caído sobre la frente, pero vique el movimiento de echárselo con dos dedoshacia atrás era un tic que repetía continuamente.Pensé con malevolencia que pronto se quedaríapelado.

El auto se puso en marcha y salimos a pasode hombre de la ondulación del clóse. Cuando nosaproximábamos al cruce con la avenida los farosiluminaron sobre el pavimento al animaldespanzurrado que nadie había recogido. Michaeldio un brusco giro al volante para evitar pasarlepor encima y bajó la ventanilla para mirar losdespojos, sobre la gran mancha de sangre seca.Los restos estaban ahora totalmente aplanados

pero conservaban todavía monstruosamente laforma en dos dimensiones.

- Es un angstum -le dijo a Beth-: debe habercaído del árbol.

- Está ahí desde hace días -dije-, yo tuve quepasar al lado cuando recién lo habían atropellado.Creo que tenía una cría. Nunca había visto en mívida un animal así.

Beth se asomó por sobre el brazo de Michaely dio una mirada rápida, sin mucha curiosidad.

- Es como un marsupial, con la forma de unarata grande: creo que en América también existen,en los pantanos del sur. Seguramente la cría cayóde la bolsa y la madre saltó detrás para protegerla.El angstum hace todo por salvar a su cría -dijo.

- ¿Y nadie va a recoger los restos? -preguntéyo.

- No. Los recolectores son supersticiosos.Nadie se anima a tocar a un angstum, creen quecontagian la muerte, Pero los autos se lo van a irllevando de a poco.

Michael aceleró para tomar la avenida antesdel cambio de luces y cuando el auto entró en el

cauce normal del tránsito se volvió hacia mí paraformularme las mismas preguntas corteses desiempre. Recordé que una escritora inglesa,probablemente Virginia Woolf, había excusado unavez los formalismos sociales de sus compatriotasexplicando que la conversación inicialaparentemente trivial sobre el clima era el deseode establecer un territorio común y una atmósferacómoda antes de pasar a temas más importantes.Pero yo ya empezaba a preguntarme si existiríarealmente esa segunda etapa, si llegaría alguna veza enterarme de esos temas más importantes. Lespregunté en un momento cómo se habían conocidoellos dos. Beth dijo que se sentaban uno al ladodel otro en la orquesta, como si aquello loexplicara todo, y en realidad, cuanto más losmiraba, aquella parecía, sí, la única explicación.Contigüidad, rutina, repetición, la amalgama másefectiva. No había sido ni siquiera, como podíandecir otras mujeres, "el primero que pasó"; habíasido algo más inmediato: "el que tenía sentado máscerca". Por supuesto, ¿qué sabía yo? No, no podíasaber, pero sospechaba que el único atractivo de

Michael era que otra mujer antes lo había elegido.El auto salió al anillo periférico y por unos

pocos minutos, mientras Michael aumentaba lavelocidad en la autopista y cruzábamos comorelámpagos carteles de publicidad, sentí quevolvía al mundo moderno. Doblamos en direccióna Woodstock por una franja estrecha de asfalto conárboles a los dos lados. Las ramas se entrelazabanarriba en un largo túnel que sólo permitía ver lapróxima curva adelante. Atravesamos el pequeñopueblo, hicimos unos doscientos metros por uncamino lateral y al trasponer un arco de piedra,vimos aparecer con el último sol de la tarde losinmensos jardines, el lago, y la silueta majestuosadel palacio, con las esferas doradas en el techo ylas figuras de mármol que asomaban desde lasbalaustradas como vigías. Dejamos el auto en elestacionamiento de la entrada. Beth y Michaelcaminaron con los instrumentos atravesando eljardín hasta la glorieta donde estaban acomodadoslos atriles y los asientos para los músicos de laorquesta. Las sillas para el público, todavíavacías, habían sido ordenadas por una mano

amante de los detalles en semicírculosconcéntricos impecables. Me pregunté cuántoduraría aquel pequeño prodigio de geometría unavez que llegara la gente y si alguien más alcanzaríaa admirar ese trabajo. Decidí caminar por elbosque y por el borde del lago en la media horaque quedaba. Anochecía. Un hombre muy viejocon uniforme gris estaba tratando de reunir lospavos reales del jardín para ponerlos a resguardo.Vi algunos caballos sueltos a través de los árboles.Un cuidador con dos perros me cruzó en el caminoe inclinó hacia abajo su sombrero para saludarme.Cuando llegué al extremo del lago habíaoscurecido por completo. Miré en dirección alpalacio; como si un gigantesco interruptor sehubiera alzado, todo el frente se iluminó porcompleto con la fulguración serena de una joyaantigua. El lago, alcanzado por el reflejo, parecíaextenderse mucho más allá de lo que habíaimaginado. Desistí de rodearlo y decidí volver porel mismo camino. Gran parte de las sillas yaestaban ocupadas y me asombró la cantidad degente que seguía llegando en pequeñas caravanas

perfumadas, arrastrando la cola de vestidos largos.Vi que Seldom me hacía señas con el programa enalto desde una de las primeras filas. Estabatambién sorprendentemente elegante, con unsmoking y un moño negro. Hablamos por unmomento del seminario que estaba organizando enCambridge, del secreto que rodeaba a lapresentación de Wiles y muy brevemente de miviaje a Leeds. Me di vuelta y vi que dosempleados se apuraban abriendo sillas paraformar una fila adicional.

- No imaginé que vendría tanta gente -dije.- Sí -dijo Seldom-, casi todo Oxford está

aquí: mire hacia allá -y señaló con los ojos unosasientos atrás a la derecha.

Volví a darme vuelta con más disimulo y vi aPetersen con una mujer muy joven, probablementela niñita rubia que había visto en la foto, unosveinte años después. El inspector nos hizo unpequeño saludo con la cabeza.

- Y hay alguien más que ahora encuentro entodos lados -dijo Seldom-: dos filas detrás de lanuestra, el hombre de traje gris que finge leer el

programa. ¿Lo reconoce sin el uniforme? Es elteniente Sacks. Petersen parece creer que nuestrohombre puede intentar un acercamiento másdirecto la próxima vez.

- Entonces, ¿volvió a hablar con él? -pregunté.

- Sólo por teléfono. Me pidió que escribieraen los términos más sencillos posibles lajustificación del tercer símbolo, la ley deformación de la serie, como yo la imagino. Leenvié desde Cambridge la explicación. Es apenasmedia página, contra ese informe tan…imaginativo que nos leyó. Creo que tiene un plan,pero seguramente todavía duda. Es interesante elpoder de seducción de las conjeturas psiquiátricas.Aunque sean falsas o incluso absurdas resultansiempre más atractivas que un razonamientopuramente lógico. La gente tiene una resistencianatural, una desconfianza instintiva hacia losesquemas lógicos. Y aun con todas las razonesequivocadas, en el fondo de esta resistencia, si unoestudia la formación histórica de la lógica en elcerebro humano, hay quizás algún fundamento.

Seldom había bajado insensiblemente la voz.Los murmullos a nuestro alrededor cesaron y lasluces se atenuaron casi hasta extinguirse. Unpoderoso haz blanco iluminó dramáticamente a losmúsicos en la glorieta. El director dio dos golpesbreves sobre el atril, extendió la mano hacia elviolinista y escuchamos la primera línea solitariade la sonata que abría el programa, como unavoluta de humo que se esforzaba por elevarse y seabría paso a tientas en el silencio.

Con extrema suavidad, como si recogiera enel aire hilos sutiles, el director hizo entrar enescena a Beth y a Michael, a los vientos, al piano,y por último al percusionista. Miré a Beth, aunqueen realidad ni aun cuando escuchaba a Seldomhabía dejado de mirarla. Me pregunté si allí en elescenario estaría la verdadera conexión conMichael, pero parecían los dos absortos yreconcentrados, cada uno siguiendo la partitura ydando vuelta con rapidez las páginas. Cada tantoun brusco golpe de timbal me hacía levantar lamirada hacia el percusionista. Era, por mucho, elmás anciano en la orquesta, un hombre muy alto,

encorvado por la edad, con un bigote blanco yaalgo amarillento en las puntas que alguna vezdebió ser su orgullo. Tenía un aspecto vacilante ytembloroso que contrastaba con el vigorespasmódico de sus golpes, como si estuvieraocultando a la vista de los demás un incipiente malde Parkinson. Noté que retiraba sus manos a laespalda después de cada golpe y que el director seesforzaba con una cómica seña por atemperar susintervenciones. Hubo un crescendo majestuoso y eldirector marcó el cierre con un movimientoenérgico antes de darse vuelta para recibir, conuna inclinación de cabeza, los primeros aplausosdel público.

Le pedí a Seldom el programa. La pieza quevenía a continuación era "Primavera Cheyenne",de Aaron Copland, la tercera de la serie deestaciones, para triángulo y orquesta. Le devolví elprograma a Seldom, que le echó a su vez unarápida ojeada.

- Tal vez veamos aquí -me dijo susurrandopor lo bajo- los primeros ruegos artificiales.

Seguí su mirada a lo alto, a los techos del

palacio, donde se veían, confundidas con lasesculturas del friso, las sombras movedizas de loshombres que preparaban las salvas. Se hizo ungran silencio, las luces sobre la orquesta seapagaron y el círculo del reflector iluminósolamente al viejo percusionista, que sosteníacomo una figura espectral el triángulo en alto.Escuchamos el tintineo hierático y lejano, quehacía recordar el goteo del deshielo en ríos deescarcha. Una luz con tonos naranja, que tal vezquería representar un amanecer, hizo reaparecer alresto de la orquesta. El triángulo se batió en uncontrapunto con las flautas hasta que el tintineodesapareció del motivo principal, y el reflector semovió hacia el piano para abrir la segundamelodía. De a poco los demás instrumentos sefueron sumando en lo que parecía el lentodesperezarse de flores que se abrían. La batuta deldirector marcó de pronto a los trombones el ritmodesenfrenado de caballos salvajes galopando en lapradera. Todos los instrumentos se fueronplegando a esta persecución enloquecida hasta quela batuta se elevó de nuevo hacia el pedestal del

percusionista. El haz de luz volvió a enfocarlo,como si se esperara que viniera de allí el repiquedel climax, pero vimos, bajo esa luz blanca ydescarnada, que algo estaba terriblemente mal.

El viejo, que aún tenía el triángulo en lamano, parecía esforzarse por boquear en el vacío.Soltó el triángulo, que dio una última nota en falsoal caer, y bajó tambaleando de su tarima, seguidopor el reflector, como si el ojo del iluminador nopudiera sustraerse a la fascinación horrenda de laescena. Lo vimos extender uno de sus brazos haciael director en una muda imploración de ayuda yluego llevarse las dos manos al cuello, como sitratara de defenderse de una mano invisible que loestuviera estrangulando sin piedad. Cayó derodillas y hubo entonces un coro de gritossofocados, mientras parte de la primera fila selevantaba de sus asientos. Vi que los músicosrodeaban al viejo, y pedían con desesperación unmédico. Un hombre se abrió paso desde nuestrafila para llegar a la glorieta. Me puse de pie paradejarlo pasar y no pude contener el impulsoirresistible de seguirlo. Petersen ya estaba sobre el

escenario y vi que también Sacks había saltadocon su arma a la glorieta desde un costado. Elmúsico había quedado tendido boca abajo en unaposición grotesca, con una de sus manos todavíaen la garganta, la cara de un azul amoratado, comoun animal marino que hubiera dejado de boquear.El médico dio vuelta el cuerpo, apoyó dos dedosen el cuello para revisar el pulso, y le cerró losojos. Petersen, que se había inclinado en cuclillasa su lado, le mostró discretamente la credencial yconversó un momento con él. Después se movióhacia el pedestal abriéndose paso entre losmúsicos, buscó en el suelo y recogió con unpañuelo el triángulo que había quedado junto a unescalón. Me di vuelta y vi a Seldom de pie entre lagente que se había agolpado a mis espaldas. Notéque Petersen le hacía una seña para reunirse con élen dirección a las filas de asientos que se habíanvaciado y retrocedí hasta quedar a su lado, pero nopareció registrar que lo seguía de regreso entre lagente. Estaba en completo silencio, con unaexpresión impenetrable, y caminó lentamente hacianuestros asientos. Petersen, que había bajado por

un costado del escenario, se acercaba hacia éldesde el otro extremo de la fila. Seldom se detuvode pronto, como si algo en su butaca lo hubieradejado paralizado. Alguien había recortado dosfrases del programa y los pedacitos de papelformaban sobre la silla un pequeño mensaje. Meincliné para leerlos antes de que el inspectorpudiera apartarme. El primero decía "El tercero dela serie”

[1]. El segundo era la palabra "triángulo".

CAPITULO 16

Petersen hizo un gesto perentorio a Sacks y elteniente, que se había quedado de pie custodiandoel cuerpo caído, se abrió paso hacia nosotros entrela gente exhibiendo su credencial.

- Que nadie se vaya por ahora -ordenóPetersen-: quiero el nombre de todos los que estánaquí. -Sacó de su bolsillo un teléfono celular y selo extendió junto con una pequeña agenda.-Comuníquese con el oficial del estacionamientopara asegurarse de que no salga ningún auto. Pidauna docena de agentes para tomar declaración, unpatrullero que vigile el lago, y dos más queintercepten las salidas a la ruta por el bosque.Quiero que cuenten a cada persona del público ycomparen con la cantidad de entradas vendidas yde asientos ocupados. Hable con losacomodadores para saber cuántas sillas agregaron.Y quiero otra lista que incluya a todo el personaldel palacio, a los músicos y a los hombres a cargo

de los fuegos artificiales. Una cosa más -dijo,cuando Sacks ya estaba por irse-: ¿Cuál era sutarea esta noche, teniente?

Vi que Sacks palidecía bajo la mirada severade Petersen, como un estudiante ante una preguntadifícil.

- Vigilar a las personas que pudieranacercarse al profesor Seldom -dijo.

- Entonces quizá pueda decirnos quién dejóeste mensaje en su asiento.

Sacks miró por un instante los dos pedacitosde papel y su cara se demudó. Movió la cabeza,apesadumbrado.

- Señor -dijo-, creí que realmente alguienestaba estrangulando a ese hombre, desde miasiento se veía así, como si alguien lo estuvieraahorcando. Vi que usted había sacado su arma ycorrí al escenario para ayudarlo.

- Pero no murió estrangulado, ¿verdad? -dijoSeldom suavemente.

Petersen pareció dudar antes de responderle.- Aparentemente fue un paro respiratorio

espontáneo. El doctor Sanders, el médico que

subió al escenario, lo había operado hace unosaños de un enfisema pulmonar y le había dado unasobrevida de cinco o seis meses. Apenas seexplica cómo podía tenerse todavía en pie, sucapacidad respiratoria era muy reducida. Suprimera opinión es que se trata de una muertenatural.

- Sí, sí -murmuró Seldom por lo bajo-, unamuerte natural… ¿No es asombroso cómo se vaperfeccionando? Una muerte natural, por supuesto,el extremo lógico, el ejemplo más acabado de uncrimen imperceptible.

Petersen había sacado sus anteojos y seinclinó otra vez sobre los dos papeles.

- Usted tenía razón sobre el símbolo -dijo;alzó los ojos a Seldom, como si no estuvieraseguro todavía si debía considerarlo un aliado ouna clase indescifrable de adversario. Creíentenderlo: había en el modo de razonar deSeldom un elemento inaccesible al inspector, yPetersen no debía estar acostumbrado a que otropudiera anticiparse en una investigación.

- Sí, pero ya ve, el símbolo no nos ayudó en

nada.- Hay de todos modos algunas variaciones

curiosas en el mensaje: no figura esta vez la hora ylos bordes de las dos tiras están dentados, el papelparece haber sido rasgado con cierto descuido, enun apuro, como si hubiera recortado el programacon los dedos…

- O quizá -dijo Seldom-, esa es exactamentela impresión que quiere dejarnos. ¿No fue acasotoda la escena, con el haz de luz y el climax de lamúsica, como un acto consumado de ilusionismo?En el fondo lo importante no era la muerte delpercusionista, el verdadero truco era dejarnos bajolas narices estos dos papelitos.

- Pero el hombre allá arriba en el escenarioestá muerto, sin trucos -dijo Petersen fríamente.

- Sí -dijo Seldom-, eso es lo extraordinario:la inversión de la rutina, el efecto mayor puesto alservicio del efecto menor. Todavía no entendemosla figura. La podemos dibujar ahora, podemosseguir el trazo, pero no la vemos, no la vemostodavía como él.

- Pero si lo que usted pensaba era cierto

quizá alcance con demostrarle que conocemos lacontinuación de la serie para detenerlo. En todocaso creo que ahora debemos intentarlo. Enviarleya mismo un mensaje.

- Pero si no sabemos quién es -dijo Seldom-,¿de qué modo podrá hacerle llegar un mensaje?

- Estuve pensando en eso desde que recibí lahojita con su explicación. Creo tener una idea,espero poder consultarla esta misma noche con lapsiquiatra y lo llamaría a usted después. Si nosqueremos anticipar y evitar la próxima muerte notenemos tiempo que perder.

Escuchamos la sirena de una ambulancia yvimos que también se había detenido en elestacionamiento la camioneta del Oxford Times.La puerta lateral se descorrió y apareció uncamarógrafo y luego el periodista larguirucho queme había entrevistado en Cunliffe Close. Petersenrecogió con cuidado las dos tiras de papel por laspuntas y las guardó en uno de sus bolsillos.

- Por ahora esto es una muerte natural -dijo-,no quiero que ese periodista nos vea juntos -Petersen suspiró y se dio vuelta hacia la multitud

que rodeaba el escenario-. Bien -dijo-, tengo quecontar a toda esta gente.

- ¿Cree de verdad que todavía puede estaraquí? -dijo Seldom.

- Creo que en cualquiera de los dos casos,tanto si la cuenta está completa, como si faltaalguien, sabremos algo más de él.

Petersen se alejó unos pasos y se detuvo paraconversar un momento con la mujer rubia quehabía estado sentada a su lado. Vimos que elinspector le hacía una seña hacia nosotros y que lamujer asentía con la cabeza. Un instante después lavimos avanzar decididamente a nuestro encuentrocon una sonrisa cordial.

- Me dice mi padre que no dejarán salir taxisni autos por un tiempo. Yo vuelvo ahora a Oxford,puedo dejarlos donde quieran.

La seguimos hacia el estacionamiento ysubimos a un auto con una discreta identificaciónpolicial en el parabrisas. Al salir de la explanadanos cruzamos con los patrulleros que había pedidoPetersen.

- Era la primera vez que lograba traer a mi

padre a un concierto -dijo la mujer mirando haciaatrás-, creí que lo iba a distraer del trabajo. En fin,supongo que ahora ya no vendrá a cenar. Dios mío,ese hombre sujetándose la garganta… todavía nolo puedo creer. Mi padre creyó que lo estabanahorcando, estuvo a punto de disparar sobre elescenario, pero el círculo de luz que le iluminabala cara no dejaba ver nada detrás de él. Mepreguntó a mí si debía disparar.

- ¿Y qué se veía desde su asiento? -preguntéyo.

- ¡Nada! Fue todo tan rápido… Además, yoestaba distraída mirando a lo alto del palacio,sabía que al final del movimiento se dispararíanlos primeros fuegos artificiales. Estaba pendientede eso: siempre me piden que organice la parte delos fuegos. Suponen que porque soy la hija de unpolicía debo tener una buena relación con lapólvora.

- ¿Cuánta gente había en el techo a cargo delos fuegos? -preguntó Seldom.

- Dos personas, no se necesitan más. Quizáhubiera a lo sumo una más de la guardia del

palacio.- Si no me equivoco -dijo Seldom-, la

posición del percusionista era un poco diferente ala del resto de la orquesta. Era el último, estaba alfondo de la glorieta, sobre un escalón, algoseparado de los demás. Era el único que podía seratacado por detrás sin que los otros músicos sedieran cuenta. Cualquiera en el público o desde elpalacio pudo haber rodeado la glorieta cuando seapagaron las luces.

- Pero mi padre dijo que la muerte se debió aun paro respiratorio. ¿Hay acaso alguna forma deinducir desde afuera algo así?

- No sé, no sé -dijo Seldom, y murmuró envoz baja-, espero que sí.

¿Qué había querido decir Seldom con aquelespero que sí? Estuve a punto de preguntarle enese momento, pero la hija de Petersen se habíaenfrascado con él en una conversación sobrecaballos, que derivó luego sin retorno y algoimprevistamente en una búsqueda de ancestrosescoceses comunes. Me quedé dando vueltas porun instante la pequeña frase intrigante,

preguntándome si se me habría escapado alguna delas posibles inflexiones en inglés de la expresión /hope so. Asumí que había sido simplemente unaforma de decir que aquella, la de un ataque, era laúnica hipótesis razonable, que por el bien de unacordura general era preferible que las cosashubieran ocurrido así. Que si no hubiera sidoprovocada de algún modo, que si la muerterealmente había sido natural, no cabía sino pensaren algo impensable: en hombres invisibles, enarqueros zen, en poderes sobrenaturales. Soncuriosos los pequeños remiendos, las suturasautomáticas de la razón: me convencí de que erasólo eso lo que Seldom había querido decir y novolví a preguntarle sobre esto, ni al bajar del autoni en todas las veces siguientes que conversamos,y sin embargo, en aquella frase murmurada por lobajo, me doy cuenta ahora, hubiera podidopenetrar, como en un atajo, en la recámara de supensamiento. Puedo decir quizá en mi defensa queestaba en realidad sobre todo atento a otracuestión: no quería dejar escapar a Seldom aquellanoche sin que me revelara la ley de formación de

la serie. El símbolo del triángulo, para mivergüenza, me había dejado tan a oscuras como alprincipio, y mientras escuchaba a medias laconversación en el asiento de adelante trataba envano de darle algún sentido a la sucesión círculo,pez, triángulo, y de imaginar, inútilmente, cuálpodía ser el cuarto. Estaba decidido a arrancarlela solución a Seldom apenas bajáramos del auto yvigilaba con alguna preocupación las sonrisas dela hija de Petersen. Aunque se me escapabanalgunas de las expresiones coloquiales me dabacuenta de que la conversación había tomado ungiro más íntimo y de que en algún momento ellahabía repetido en un tono seductor de niñitaabandonada que debería cenar sola esa noche.Habíamos entrado a Oxford por Banbury Road y lahija de Petersen detuvo el auto frente a la curva deCunliffe Close.

- Aquí es donde debo dejarte, ¿no es cierto? -me dijo, con una sonrisa encantadora peroinapelable.

Bajé del auto pero antes de que volviera aarrancar golpeé en un súbito impulso la ventanilla

del lado de Seldom.- Tiene que decirme -le dije en castellano, en

voz baja pero con un tono apremiante-, aunque seauna pista, dígame algo más de la solución de laserie.

Seldom me miró asombrado, pero mirepresentación había sido convincente y parecióapiadarse de mí.

- ¿Qué somos usted y yo, qué somos losmatemáticos? -me dijo, y se sonrió con una extrañamelancolía, como si volviera a él un recuerdo quecreía perdido-. Somos, como dijo un poeta de supaís, los arduos alumnos de Pitágoras.

CAPÍTULO 17

Me quedé de pie al costado de la avenida,mirando cómo se alejaba el auto en la oscuridad.Tenía en mi bolsillo, junto con la llave de micuarto, la llave de la puerta lateral del Instituto, ytambién la tarjeta magnética que me permitía entrarfuera de hora a la biblioteca. Decidí que erademasiado temprano para ir a dormir, y caminéhacia el Instituto bajo las luces amarillas. Lascalles estaban desoladas; sólo a la altura deObservatory Street vi algún movimiento detrás delventanal de un restaurant Tandoori: dos empleadosdaban vuelta las sillas sobre las mesas, y unamujer envuelta en un saree corría las cortinas paracerrar. St. Giles también estaba desierta, perohabía luces en algunas oficinas del Instituto y unpar de autos en el estacionamiento. Sabía quealgunos matemáticos trabajaban sólo de noche, yotros debían volver para vigilar cada tanto lacorrida de un programa lento. Subí a la biblioteca;

las luces estaban encendidas y cuando entréescuché los pasos amortiguados de alguien querecorría silenciosamente los anaqueles. Fui a lasección de historia de la matemática, y seguí conun dedo los títulos en los lomos. Un librosobresalía un poco de los demás, como si alguienlo hubiera consultado recientemente y no hubierasido lo bastante cuidadoso al volverlo a su lugar.Los libros estaban muy apretados entre sí y tuveque usar las dos manos para sacarlo. La ilustraciónde la tapa era una pirámide de diez puntos envueltaen llamas. El título -La hermandad de lospitagóricos- quedaba por muy poco fuera delalcance del fuego. Vistos de cerca, los puntos eranen realidad pequeñas cabezas tonsuradas, como sifueran monjes enfocados desde arriba. Las llamasaludían quizá entonces no a un vago simbolismosobre las pasiones inflamadas que podía guardarla geometría, sino más concretamente al pavorosoincendio que había acabado con la secta.

Fui hasta uno de los escritorios de labiblioteca y lo abrí bajo la lámpara. No tuve quepasar más de dos o tres páginas. Allí estaba. Allí

había estado todo el tiempo, en su simplicidadabrumadora. Las nociones más antiguas yelementales de la matemática, no separadas deltodo todavía de sus vestiduras místicas. Larepresentación de los números en la doctrinapitagórica como principios arquetípicos de laspotencias divinas. El círculo era el Uno, la unidaden su perfección, la mónada, el principio de todo,encerrado y completo en su propia línea. El Dosera el símbolo de la multiplicidad, de todas lasoposiciones y dualidades, de los engendramientos.Se formaba con la intersección de dos círculos y lafigura oval, como una almendra, encerrada en elcentro, era llamada Vesica Piséis, la vejiga delpez. El Tres, la tríada, era la unión entre dosextremos, la posibilidad de dar orden y armonía alas diferencias. Era el espíritu que abraza lomortal con lo inmortal en un todo. Pero también, elUno era el punto, el Dos era la recta que unía dospuntos, el Tres era el triángulo y era al mismotiempo el plano. Uno, dos, tres, aquello era todo,la serie no era más que la sucesión de los númerosnaturales. Di vuelta la página para estudiar el

símbolo que representaba al número Cuatro. Era elTetraktys, la pirámide de diez puntos que habíavisto en la tapa, el emblema y la figura sagrada dela secta. Los diez puntos eran la suma de uno, másdos, más tres, más cuatro. Representaban a lamateria y a los cuatro elementos. Los pitagóricoscreían que toda la matemática estaba cifrada enaquel símbolo, que era a la vez el espaciotridimensional y la música de las esferas celestes,que llevaba en germen los números combinatoriosdel azar y los números de la multiplicación de lavida que redescubrirla siglos más tarde Fibonacci.Escuché otra vez los pasos, mucho más cercanos.Alcé los ojos y vi con alguna sorpresa a Podorov,mi compañero ruso de oficina. Había rodeado elúltimo de los anaqueles y al verme en el escritoriose acercó con una sonrisa intrigada. Era curioso lodiferente que se lo veía allí, como si estuviera ensu elemento, y pensé que quizá se sintiera el dueñode la biblioteca durante la noche. Cuando llegó ami escritorio vi que tenía en la mano un cigarrilloque golpeó suavemente sobre el vidrio antes deencenderlo.

- Sí -dijo-, vengo a esta hora para poderfumar en paz.

Me miró con una sonrisa hospitalaria y a lavez algo irónica mientras daba vuelta la tapa dellibro para leer el título. Tenía la barba crecida ylos ojos duros y brillantes.

- Ah, La hermandad de los pitagóricos…¿tiene seguramente algo que ver con los símbolosque dibujaba en el pizarrón de la oficina? Elcírculo, el pez… si mal no recuerdo son losprimeros números simbólicos de la secta, ¿no escierto? -pareció hacer un pequeño esfuerzo mentaly recitó como si pusiera a prueba con orgullo sumemoria-. El tercero es el triángulo, el cuarto es elTetraktys.

Lo miré, asombrado. Recién entonces medaba cuenta de que aquel hombre que me habíavisto estudiar en el pizarrón los dos símbolos nohabía pensado nunca que podría tratarse de otracosa que de algún curioso problema matemático.Aquel hombre, que evidentemente no sabía nadade los crímenes, a la vez, todo el tiempo, con sólolevantarse de su silla, hubiera podido dibujar para

mí la continuación de la serie.- ¿Es un problema que le propuso Arthur

Seldom? -me preguntó-. Fue a él a quien escuchéhablar por primera vez de estos símbolos, duranteuna conferencia sobre el último teorema deFermat. Usted sabe, por supuesto, que el teoremade Fermat no es más que una generalización delproblema de las ternas pitagóricas, el secretomejor guardado de la secta.

- ¿Cuándo fue eso? -pregunté-. No ahoraseguramente.

- No, no, fue hace muchos anos -dijo-. Tantosaños que, por lo que pude ver, Seldom ya no seacuerda de mí. Por supuesto, él ya era el granSeldom y yo apenas un oscuro estudiante dedoctorado de la pequeña ciudad rusa donde seorganizaba el congreso. Le llevé mis trabajossobre el teorema de Fermat, era lo único en lo queyo pensaba en aquel tiempo, y le rogué que mepusiera en contacto con el grupo de Teoría deNúmeros de Cambridge, pero aparentemente todosestaban demasiado ocupados para leerlos. Enrealidad todos no -dijo-: un alumno de Seldom los

leyó, corrigió mi inglés defectuoso, y los publicócon su nombre. Recibió la medalla Fields por lacontribución más importante de la década a laresolución del problema. Ahora Wiles está por darel último paso gracias a esos resultados. Cuandole escribí a Seldom sólo me respondió que mitrabajo tenía un error y que su alumno lo habíacorregido -rió secamente y sopló con fuerza unabocanada de humo hacia arriba-. El único error -dijo- es que yo no era inglés.

Hubiera querido tener en ese momento elpoder para hacer callar abruptamente a esehombre. Sentí de nuevo, como durante aquel paseoen el Parque Universitario, que estaba a punto devery que quizá, si lograba quedarme a solas,aquella pieza elusiva que ya se me había escapadouna vez volvería para colocarse en su lugar.Murmuré una excusa vaga y me puse de piemientras llenaba rápidamente una de las fichaspara llevarme el libro. Quería estar afuera, lejos,en la noche, separado de todo. Bajé rápidamente laescalera y cuando estaba por salir a la calle casichoqué con una figura de negro que venia del

estacionamiento. Era Seldom, que se había puestoun impermeable sobre el smoking. Recién en esemomento me di cuenta de que afuera llovía.

- Si sale ahora se le va a mojar su libro -dijo,y extendió la mano para ver la tapa-. De modo quelo encontró. Y veo por su cara que encontró algomás ¿no es cierto? Por eso yo quería que tratara dedescubrirlo solo.

- Encontré a mi compañero de oficina,Podorov; me dijo que se habían conocido hacemuchos años. -Víctor Podorov, sí… me preguntoqué le habrá contado. No me acordé de él hastaque el inspector Petersen me dio la lista completade matemáticos en el Instituto. No lo hubierareconocido de todos modos: yo recordaba a unmuchachito de barba puntiaguda, algo trastornado,que creía tener una prueba del teorema de Fermat.Sólo mucho después recordé que yo había habladoen ese congreso de los números pitagóricos.Igualmente no quise decirle nada de esto alinspector Petersen, siempre me sentí algo culpablecon él, supe que intentó suicidarse cuando ledieron la medalla Fields a uno de mis alumnos.

- De todas maneras -dije yo- no hubierapodido ser él, ¿no es cierto? Él estaba aquí, en labiblioteca, esta noche.

- No, nunca creí verdaderamente que pudieraser él, pero sabía que era quizás el único quepodría reconocer de inmediato la continuación dela serie.

- Sí -dije-, se acordaba perfectamente de suconferencia.

Estábamos de pie bajo el alero semicircularde la entrada y la lluvia, que el viento arrastrabaen ráfagas, empezaba a salpicarnos.

- Caminemos por debajo de aquella cornisahasta el pub- dijo Seldom.

Lo seguí, protegiendo el libro bajo la lluvia.Aquel parecía ser el único lugar abierto en todoOxford y la barra estaba llena de gente que sehablaba con risas estentóreas, con esa alegríaexaltada y algo artificial que los ingleses sóloparecían conseguir después de muchas cervezas.Nos sentamos en una mesita sobre la que habíanquedado algunas aureolas húmedas marcadassobre la madera.

- Lo siento -dijo la camarera desde lejos,como si ya no pudiera hacer nada por nosotros-, seperdieron el último llamado.

- No creo que podamos quedarnos tampocodemasiado tiempo aquí -dijo Seldom-, pero meinteresaba saber qué piensa ahora que conoce laserie.

- Es mucho más simple de lo que cualquiermatemático hubiera imaginado ¿no es cierto?Quizá ése sea el rasgo de ingenio, pero no deja deser algo decepcionante. Al fin y al cabo no es másque uno, dos, tres, cuatro, como la serie desimetrías que me mostró el primer día. Pero quizáno sea, como habíamos imaginado, una clase deacertijo, sino simplemente su manera de ircontando las muertes: la primera, la segunda, latercera.

- Sí -dijo Seldom-, ése sería el peor caso,porque podría seguir matando indefinidamente.Pero yo todavía tengo esperanzas de que lossímbolos son el desafío y que se detendrá si lemostramos que sabemos… Petersen acaba dellamarme desde su oficina. Tiene sobre esto una

idea que quizá valga la pena intentar y queaparentemente también la psiquiatra aprueba. Va acambiar totalmente su estrategia respecto de losdiarios: mañana publicarán en la primera plana delOxford Times la noticia de la tercera muerte, conel dibujo del triángulo y una entrevista en la quedará a conocer también los dos primeros símbolos.Le van a preparar cuidadosamente las preguntas,para que se muestre absolutamente desconcertadopor el enigma y sobrepasado por la inteligenciadel criminal. Esto le dará a nuestro hombre, segúnla psiquiatra, la sensación de triunfo que necesita.En la edición del jueves, en la misma seccióndonde publicaron el capítulo de mi libro sobre loscrímenes en serie, aparecerá esa pequeña notasobre el Tetraktys que escribí para Petersen, conmi firma debajo. Esto debería bastar parademostrarle que al menos yo sé y que puedoanticipar el símbolo de la próxima muerte. De estemodo, todo quedaría en el plano de ese duelo casipersonal que él había elegido en un principio.

- Pero suponiendo que esto funcione -dijealgo asombrado-, suponiendo que ya con bastante

suerte lea esa nota suya en el suplemento deljueves, y que con muchísima más suerte esto logredetenerlo: ¿cómo haría Petersen para finalmenteatraparlo?

- Petersen cree que es sólo una cuestión detiempo. Supongo que confía en que de la lista delconcierto salga finalmente un nombre. En todocaso parece decidido a intentar cualquier cosa quepueda evitar una cuarta muerte.

- Lo interesante es que de algún modo ahoratenemos todo para imaginar el próximo paso.Quiero decir, tenemos los tres símbolos, como enlas series de Frank, deberíamos ser capaces depoder inferir algo sobre esa cuarta muerte.Vincular el Tetraktys… ¿con qué? Todavía de estono sabemos nada, cómo están relacionadas lasmuertes con los símbolos. Pero estuve pensando enlo que dijo ese médico, Sanders, y creo quetenemos por fin un elemento recurrente: en los trescasos, las víctimas estaban viviendo de algúnmodo una sobrevida, más allá de lo esperado.

- Sí, es verdad -dijo Seldom-, no habíareparado en eso… -su mirada pareció perderse

por un momento, como si estuviera súbitamentefatigado o lo hubieran abrumado de pronto lasramificaciones continuas del caso-. Perdón -dijo,no muy seguro de cuánto había durado este lapso-,tengo un mal presentimiento. Había creído que erauna buena idea publicar la serie. Pero quizá sondemasiados días desde mañana hasta el jueves.

CAPITULO 18

Guardo todavía conmigo un ejemplar delOxford Times de aquel lunes, con la cuidadosapuesta en escena para un único lector fantasmal. Almirar la foto ahora algo desvaída del músicocaído, al recorrer los símbolos dibujados en tintachina y releer las preguntas preparadas paraPetersen, puedo volver a sentir, como si metocaran unos fríos dedos a la distancia, elestremecimiento que había percibido en la voz deSeldom cuando murmuró en el pub que quizáfaltaran demasiados días para el jueves. Puedoentender sobre todo, al verlas aferradas todavía alpapel, el horror que le provocaba la imprevisiblevida propia de las conjeturas en el mundo real.Pero aquella mañana resplandeciente yo estabalimpio de premoniciones y leía con entusiasmo, enel que también había algo de orgullo yprobablemente también alguna estúpida vanidad,aquella historia de la que sabía casi todo por

anticipado.Lorna me había llamado muy temprano con un

tono de sobreexcitación. Acababa de ver, ellatambién, la nota en el diario y quería almorzar "sío sí" conmigo para que le contara absolutamentetodo. No podía perdonarse, ni perdonarme,haberse quedado en su casa la noche anteriormientras yo estaba allí en el concierto. Me odiabapor esto pero se escaparía al mediodía delhospital para encontrarme en el café francés deLittle Clarendon St., de modo que ni pensara enhacer planes con Emily para el almuerzo. Nosencontramos en el Café de París y reímos ycharlamos de las muertes y comimos crepés dejamón con esa alegría algo irresponsable,invulnerable a todo, de los enamorados. Le conté aLoma lo que nos había dejado saber Petersen: queel percusionista había tenido una operación muygrave de pulmón y que su médico estabasorprendido de que no hubiera muerto antes.

- Igual que en el caso de Clark y de Mrs.Eagle-ton -dije, y esperé su reacción a mi pequeñateoría. Loma se quedó pensativa por un momento.

- Pero no es exactamente así en el caso deMrs. Eagleton -dijo-. Yo la encontré en el hospitaldos o tres días antes de su muerte y estaba radianteporque los análisis habían dado una remisiónparcial de su cáncer. Justamente, el médico lehabía dicho que podía vivir muchos años más.

- Bueno -dije, como si aquello fuera unobstáculo menor-, pero ésa fue seguramente unaconversación privada entre ella y su médico, elasesino no tenía modo de saber sobre esto.

- ¿Elige personas que viven más de lodebido? ¿Eso es lo que estás tratando de decir?

Su cara se ensombreció por un instante y meindicó la pantalla del televisor en la barra, queella tenía casi de frente. Giré en mi silla y vi lacara sonriente de una nenita con rulos, con unnúmero de teléfono debajo y el ruego a todaInglaterra para que llamaran.

- ¿Es la nenita que vi en el hospital? -lepregunté. Asintió con la cabeza.

- Está ahora primera en la lista nacional detrasplantes, le quedan a lo sumo cuarenta y ochohoras.

- ¿Cómo está el padre? -pregunté; todavíarecordaba vívidamente sus ojos trastornados.

- No lo vi en los últimos días, creo que tuvoque volver al trabajo.

Extendió su mano sobre la mesa paraentrelazar la mía, como si quisiera apartarrápidamente aquella nube imprevista, y llamó conun gesto a la camarera para pedir otro café. Leexpliqué con un dibujo sobre una servilleta laposición en la que estaba el percusionista en laglorieta y le pregunté si se le ocurría alguna formaen que se pudiera provocar un paro respiratorio.

Lorna pensó durante un momento, mientrasrevolvía el café.

- Se me ocurre una sola que no dejaríarastros: alguien con la fuerza suficiente quehubiera trepado por atrás y le oprimiera con lasmanos al mismo tiempo la boca y la nariz. Sellama la muerte de Burke, por William Burke;quizá viste su estatua en Madame Tussaud's. Eraun escocés que tenía una posada y mató así adieciséis viajeros, para vender los cadáveres a losdiseccionistas de la época. En una persona con la

capacidad pulmonar muy reducida bastarían unospocos segundos para ahogarla. Yo diría que elasesino lo estaba asfixiando de este modo, sinsaber que el haz de luz volvería sobre él Cuandoel foco iluminó al percusionista, lo soltóinmediatamente, pero el paro respiratorio ytambién probablemente cardíaco ya estaba enmarcha. Lo que ustedes vieron después, las manosen la garganta, como si un fantasma lo estuvieraahorcando, es la reacción refleja típica de alguienque no consigue respirar.

- Otra cosa -dije-. ¿Volviste a hablar con tuamigo forense sobre la autopsia de Clark? Elinspector Petersen cree tener una explicacióndistinta.

- No -dijo Lorna-, pero me invitó variasveces a cenar. ¿Te parece que debería aceptar ytratar de averiguarlo?

Reí.- No, no -dije-: puedo vivir con ese misterio.Lorna miró con preocupación su reloj.- Tengo que volver al hospital -dijo-, pero

todavía no me contaste sobre la serie. Espero que

no sea muy difícil: ya no me acuerdo nada dematemática.

- No, lo sorprendente es justamente lo simpleque era la solución. La serie no es más que uno,dos, tres, cuatro… en la notación simbólica queusaban los pitagóricos.

- ¿La hermandad de los pitagóricos? -preguntó Lorna, como si aquello le trajera un vagorecuerdo.

Asentí.- Los estudiamos al pasar en una materia de

la carrera: Historia de la Medicina. Creían en latrasmigración de las almas, ¿no es cierto? Hastadonde me acuerdo tenían una teoría muy cruelsobre los deficientes mentales, que despuésllevaron a la práctica los espartanos y los médicosde Crotona… La inteligencia era el valor supremoy creían que los retardados eran la reencarnaciónde las personas que habían cometido en sus vidasanteriores las faltas más graves. Esperaban a quecumplieran catorce años, la edad crítica demortandad en el síndrome Down, y a los quesobrevivían los usaban como conejillos de Indias

para sus experimentos médicos. Fueron losprimeros que intentaron trasplantes de órganos…el propio Pitágoras tenía un muslo de oro. Fuerontambién los primeros vegetarianos, pero teníanprohibido comer habas -dijo con una sonrisa-. Yahora, de verdad, me tengo que ir.

Nos despedimos en la puerta del café; yotenía que volver al Instituto para redactar el primerinforme de mi beca y pasé las dos horas siguientesrevisando papers y transcribiendo referencias. Alas cuatro menos cuarto bajé, como todas lastardes, al common room donde se reunían losmatemáticos a tomar café. La sala estaba más llenade lo habitual, como si nadie se hubiera quedadoen su oficina ese día, y percibí de inmediato losmurmullos de excitación. Al verlos así todosjuntos, tímidos, desarreglados, corteses, volvió amí la frase de Seldom. Sí, aquí estaban, dos milquinientos años después, con las monedas en lamano, esperando en orden por su taza, los arduosalumnos de Pitágoras. Había un diario abiertosobre una de las mesitas y pensé que estarían todoscomentando o preguntándose sobre la serie de

símbolos. Pero me equivocaba. Emily se unió a míen la cola del café y me dijo con los ojosbrillantes, como si me hiciera parte de un secretotodavía de pocos:

- Parece que lo logró -me dijo, como sitodavía le resultara difícil a ella misma creerlo, yal ver mi cara de desconcierto dijo-: ¡AndrewWiles! Pidió dos horas adicionales para mañanaen la conferencia de Teoría de Números enCambridge. Está demostrando la conjetura deShimura-Taniyama… si llega hasta el final quedaráprobado el último teorema de Fermat. Hay todo ungrupo de matemáticos que piensa hacer el viaje aCambridge para estar allí mañana. Puede ser el díamás importante de la historia de la matemática.

Vi que Podorov había entrado con su airehosco de siempre y, al ver la cola, había decididosentarse a leer el diario en el sillón. Me dirigíhacia él haciendo equilibrio con mi tazademasiado llena y mi muffin. Podorov levantó losojos del diario y paseó la mirada en torno con unamueca de desprecio.

- ¿Y? ¿Se anotó para ir a la excursión

mañana? Puedo prestarle mi cámara de fotos -dijo-. Todos quieren tener la fotito del últimopizarrón de Wiles con el q.e.d.

[2]- Todavía no estoy seguro si iré -dije. -¿Por

qué no? Hay un ómnibus gratis y Cambridge estambién muy hermoso, a la manera británica. ¿Yaestuvo allí?

Dio vuelta la página distraídamente y sus ojostropezaron con la gran nota sobre los crímenes y laserie de símbolos. Leyó las dos o tres primeraslíneas y volvió a mirarme con una expresión en laque había algo de alarma y recelo.

- Usted sabía de todo esto ayer, ¿no es cierto?¿Desde cuándo están ocurriendo estas muertes?

Le dije que la primera había ocurrido casi unmes atrás, pero que recién ahora la policía habíadecidido revelar los símbolos.

- ¿Y cuál es el papel de Seldom en todo esto?- Los mensajes después de cada muerte le

están llegando a él. El segundo mensaje, con elsímbolo del pez, apareció aquí mismo, pegado en

la puerta giratoria de la entrada.- Ah, sí, ahora recuerdo un pequeño alboroto

esa mañana. Vi a la policía, pero creí que alguienhabía roto un vidrio.

Volvió al periódico y terminó rápidamente deleer la nota.

- Pero aquí no aparece en ningún lado elnombre de Seldom.

- La policía no quiso divulgar esto, pero lostres mensajes estaban dirigidos a él.

Volvió a mirarme y su expresión habíacambiado, como si algo lo divirtiera secretamente.

- De modo que alguien está jugando al gato yal ratón con el gran Seldom. Quizá haya entoncesdespués de todo una justicia divina. Un Diosmatemático, por supuesto -dijo, de una maneraenigmática-. ¿Cómo imagina usted la cuartamuerte? -me dijo-. Una muerte que convenga a laantigua solemnidad del Tetraktys… -miró enderredor como buscando inspiración-. Me parecerecordar que a Seldom le gustaba el bowling, porlo menos en una época -dijo-: un juego que no eramuy conocido en Rusia. Recuerdo que en su charla

comparó los puntos del Tetraktys con ladisposición de los bolos al comienzo del juego. Yhay una jugada en la que se derriban todos losbolos de una vez.

- Strike -dije.- Sí, exactamente, ¿no es una palabra

magnífica? -y repitió con su fuerte acento ruso ycon una sonrisa extraña, como si pudiera imaginaruna bola implacable y cabezas que rodaban-¡Strikel

CAPITULO 19

A las cinco había logrado terminar un primerborrador de mi informe y antes de salir delinstituto pasé por la sala de computadoras y volvía revisar mi cuenta de e-mail. Tenía un mensajebreve de Seldom en el que me pedía que loencontrara a la salida de su seminario en MertonCollege, si estaba libre a esa hora. Me apuré parallegar a tiempo y cuando subí la escalerita quellevaba a las pequeñas aulas pude ver por lapuerta vidriada que se había quedado unos minutosdespués de hora discutiendo con dos de susalumnos un problema en el pizarrón.

Cuando los alumnos salieron me hizo un gestopara que entrara y mientras guardaba sus apuntesen una carpeta me señaló la figura de unacircunferencia que había quedado dibujada en elpizarrón.

- Estábamos recordando la metáforageométrica de Nicolás de Cusa, la verdad como

una circunferencia y los intentos humanos poralcanzarla como una sucesión de polígonosinscriptos, con más lados cada vez, aproximándoseen el límite a la forma circular. Es una metáforatodavía optimista, porque las sucesivasaproximaciones permiten intuir la figura final. Haysin embargo otra posibilidad, que mis alumnostodavía no conocen, mucho más desanimante. -Dibujó rápidamente junto al círculo una figurairregular con una multitud de picos y hendiduras.-Suponga por un momento que la verdad tuviera laforma, digamos, de una isla como Gran Bretaña,con la costa muy escarpada, con una infinidadincesante de salientes y entradas. Cuando ustedintenta repetir aquí el juego de aproximar la figuracon polígonos se encuentra con la paradoja deMandelbrot. El borde es siempre elusivo, sefragmenta a cada nuevo intento en más salientes yentradas y la serie de polígonos no converge aningún límite. La verdad también podría serirreductible a la serie de aproximaciones humanas.¿A qué le hace acordar esto?

- ¿Al teorema de Gödel? Los polígonos

serían sistemas con más y más axiomas, pero unaparte de la verdad queda siempre fuera delalcance.

- Sí, quizá, en cierto sentido, pero también anuestro caso, a la conclusión de Wittgenstein yFrankie: los términos conocidos de una serie,cualquier cantidad de términos, podrían sersiempre insuficientes… -volvió a señalar elpizarrón-. ¿Cómo saber a priori con cuál de estasdos figuras estamos tratando? Sabe -me dijo depronto-, mi padre tenía una gran biblioteca, con unanaquel en el centro donde guardaba libros que yono podía ver, un anaquel con una puerta quecerraba con llave. Cada vez que abría esa puertayo sólo alcanzaba a distinguir una lámina quehabía pegado por dentro: la silueta de un hombrecon una mano tocando el suelo y el otro brazoextendido hacia lo alto. Al pie de la lámina habíauna frase en un idioma desconocido, que con eltiempo supe que era alemán. Descubrí también conel tiempo un libro que me pareció milagroso: undiccionario bilingüe que usaba para dar sus clases.Descifré las palabras una por una. La frase era

simple y misteriosa: El hombre no es más que laserie de sus actos. Yo tenía una fe de niño,absoluta, en las palabras y empecé a ver a laspersonas como figuras provisorias, incompletas;figuras en borrador, siempre inasibles. Si elhombre no es más que la serie de sus actos, medaba cuenta, nunca estará definido antes de sumuerte: uno solo, el último de sus actos, podíaaniquilar su existencia anterior, contradecir toda suvida. Y a la vez, sobre todo, era justamente laserie de mis actos lo que yo más temía. El hombreno era más que lo que yo más temía.

Me mostró sus manos cubiertas de tiza. Teníatambién una cómica raya blanca en la frente, comosi se hubiera manchado al tocarseinadvertidamente.

- Voy a lavarme las manos y en un minutoestoy con usted -me dijo-. Si baja por aquíencontrará la cafetería; ¿pediría un café doble paramí? Sin azúcar, por favor.

Ordené los dos cafés en la barra y Seldomreapareció a tiempo para llevar su taza hasta unamesa algo apartada que daba a uno de los jardines.

Por la puerta abierta de la cafetería se podía ver elpaso incesante de turistas que atravesaban elpasillo de entrada hacia las galerías internas delCollege.

- Estuve conversando con el inspectorPetersen esta mañana -dijo Seldom-, y me planteóun pequeño dilema que tuvieron con las cuentasayer a la noche. Tenían por un lado la cifra exactade personas que habían entrado a los jardines deBlenheim Palace por el corte de tickets en laentrada, y tenían por otro lado el número de sillasque se habían ocupado. La persona a cargo de lassillas es particularmente meticulosa y asegura queagregó sólo las estrictamente necesarias. Y bien,aquí viene lo curioso: al hacer las cuentas resultóque había más personas que sillas. Tres personasaparentemente no usaron sus sillas.

Seldom me miró, como si esperara a que yodiera de inmediato con la explicación. Pensédurante un instante, algo incómodo.

- Y se supone que en Inglaterra la gente no secuela en los conciertos -dije.

Seldom rió francamente.

- No, no por lo menos en los conciertos debeneficencia… Oh, no piense más, es realmentemuy tonto, Petersen sólo quería divertirseconmigo, hoy estaba por primera vez de buenhumor. Las tres personas que sobraban erandiscapacitados, en sillas de ruedas. Petersenestaba encantado con sus cuentas. En la lista quehicieron sus ayudantes no sobraba ni faltaba nadie.Por primera vez cree tener acotado el problema:en vez de las quinientas mil personas deOxfordshire, sólo tiene que ocuparse de lasochocientas que fueron al concierto. Y Petersencree que puede reducir rápidamente ese número.

- Las tres en sillas de ruedas -dije.Seldom me concedió aquello con una sonrisa.- Sí, en principio las tres en sillas de ruedas y

un grupo de chicos Down de una escueladiferencial, y varias mujeres muy ancianas quepodrían haber sido más bien otras posiblesvíctimas.

- ¿Usted cree que lo decisivo en la elecciónes la edad?

- Es verdad que usted tiene otra idea…personas que estén viviendo de algún modo unasobre vida, más allá de lo esperable. Sí, en esecaso, la edad no sería excluyente.

- ¿Le dijo Petersen algo más sobre la muertede anoche? ¿Tenía los resultados de la autopsia?

- Sí. Quería descartar la posibilidad de que elmúsico hubiera ingerido algo antes del conciertoque pudiera provocarle el paro respiratorio. Y enefecto, no se encontró nada en ese sentido.Tampoco había ningún signo de violencia nimarcas alrededor del cuello. Petersen se inclina acreer que fue atacado por alguien que conocía bienel repertorio: eligió el fragmento más largo en quedesaparecía la percusión. Eso le asegurabatambién que el músico quedara fuera del haz deluz. También descarta que haya podido ser otromúsico de la orquesta. La única posibilidad deacuerdo a la ubicación al fondo de la glorieta y laausencia de marcas en el cuello es que alguienhaya trepado por detrás…

- Y le tapara al mismo tiempo la nariz y laboca. Seldom me miró, algo sorprendido.

- Es lo que me dijo Lorna.Movió la cabeza en asentimiento. -Sí, debí

suponerlo: Lorna sabe todo de crímenes, ¿no escierto? El forense dice que el shock producido porla sorpresa pudo provocar instantáneamente elparo respiratorio, antes de que el músico intentararesistirse. Alguien que trepa por detrás y lo atacaen la oscuridad… Parece la única posibilidadrazonable. Pero no fue lo que vimos.

- ¿Usted se inclina acaso por la hipótesis delfantasma? -dije.

Para mi sorpresa, Seldom pareció considerarseriamente mi pregunta y afirmó lentamente, conuna leve oscilación del mentón.

- Sí -dijo-, entre las dos prefiero por ahora lahipótesis del fantasma.

Tomó un sorbo de su taza y volvió a mirarmedespués de un instante.

- El afán de buscar explicaciones… nodebería dejar que interfiera con sus recuerdos.Justamente le pedí que viniera porque quiero quele dé una mirada a esto.

Abrió su carpeta de clases y sacó del interior

un sobre de madera.- Petersen me mostró estas fotos cuando

estuve hoy en su oficina, le pedí que me las dejarapara mirarlas con más cuidado hasta mañana.Quería sobre todo que usted las viera: son lasfotos del crimen de Mrs. Eagleton, la primeramuerte, el principio de todo. Finalmente elinspector volvió ahora a la pregunta del origen:cómo se vincula con Mrs. Eagleton el círculo delprimer mensaje. Ya sabe, yo creo que usted vioalgo más allí, algo que todavía no registró comoimportante, pero que está guardado en algúnpliegue de su memoria. Pensé que quizá las fotoslo ayuden a recordar. Está todo otra vez aquí -dijoy me extendió el sobre-: la salita, el reloj cucú, lachaise longue, el tablero de scrabble. Sabemosque en el primer crimen se equivocó. Eso debieradecirnos algo más… -Su mirada adquirió ese airealgo ausente. Paseó los ojos en torno de las mesasy hacia afuera en el pasillo. De pronto suexpresión se endureció como si algo que hubieravisto lo alarmara.

- Acaban de dejar algo en mi casillero -dijo-;

es raro porque el cartero ya pasó esta mañana.Espero que el teniente Sacks todavía esté poralgún lado. Aguárdeme un instante que voy afijarme.

Giré en mi silla y vi que efectivamente desdeel ángulo donde Seldom estaba sentado podíaverse la última columna de un gran casillero demadera oscura empotrado en la pared. Allí habíasido entonces donde había recibido también elprimer mensaje. Me llamó la atención que toda lacorrespondencia del College quedara expuesta tanabiertamente en ese pasillo, pero al fin y al cabo,también en el Instituto de Matemática loscasilleros estaban sin vigilancia. Cuando Seldomvolvió revisaba un libro adentro del sobre y teníauna gran sonrisa, como si hubiera recibido unaalegría inesperada.

- ¿Recuerda el mago del que le hablé, ReneLavand? Estará hoy y mañana en Oxford. Tengoaquí entradas para cualquiera de los dos días.Aunque debería ser esta noche porque mañana iréa Cambridge. ¿Piensa unirse a la excursión dematemáticos?

- No -dije-, no creo que vaya: mañana es eldía libre de Loma.

Seldom alzó levemente las cejas.- La solución del problema más importante de

la historia de la matemática contra una chicahermosa… todavía gana la chica, supongo.

- Pero sí quisiera ver esta noche la funcióndel mago.

- Claro, claro que sí -me dijo Seldom con unavehemencia extraña-, es absolutamente necesarioque lo vea. La función es a las nueve. Y ahora -medijo, como si me estuviera entregando una tareaescolar-, hasta esa hora vuelva a su casa y trate deconcentrarse en las fotos.

CAPITULO 20

Cuando llegué a mi cuarto preparé una jarrade café, tendí la cama y sobre el cobertor estiradopuse una a una las fotos que había en el sobre.Recordé al mirarlas lo que había escuchado deciruna vez como un tranquilo axioma a un pintorfigurativo: hay siempre menos realidad en una fotode la que puede capturar una pintura. Algo en todocaso parecía haberse perdido definitivamente enese cuadro dislocado de imágenes nítidas eirreprochables que había formado sobre la cama.Traté de darles un orden distinto, cambiandoalgunas de lugar. Algo que yo había visto. Intentéotra vez, disponiendo las fotografías de acuerdo alo que recordaba haber visto cuando entramos enla sala. Algo que yo había visto y Seldom no. ¿Porqué solamente yo, por qué él no hubiera podidoverlo también? Porque usted es el único queestaba desprevenido, me había dicho Seldom. Sí,quizá era como esas imágenes tridimensionales,

generadas por computadoras, que se habían puestode moda en las plazas de Londres: totalmenteinvisibles para un ojo atento y que sólo aparecíande a poco, huidizamente, al dejar de prestarlesatención. Lo primero que había visto era a Seldom,caminando rápidamente hacia mí por el sendero degrava. No había ninguna imagen de Seldom allí,pero recordaba nítidamente la conversación juntoa la puerta, y el momento en que me habíapreguntado por Mrs. Eagleton. Yo le habíaseñalado la silla a motor en la galería. Esa silla éltambién la había visto. Habíamos entrado juntos enla sala; recordaba su mano al girar el picaporte yla puerta que se había abierto silenciosamente.Después… todo era más confuso. Recordaba elsonido del péndulo, pero no estaba seguro si habíamirado el reloj. De todos modos, aquella deberíaser la primera foto de la secuencia: la quemostraba desde adentro la puerta, el perchero dela entrada y el reloj a un costado. Esa imagen,pensé, era también la última que habría visto elasesino al salir. La volví a su lugar y me preguntécuál debía ser la próxima. ¿Había visto algo más

antes de que encontráramos a Mrs. Eagleton? Yo lahabía buscado, instintivamente, en el mismo sillónfloreado donde me había saludado la primera vez.Volví a alzar la foto que mostraba los dossilloncitos sobre la alfombra de rombos. Detrásdel respaldo de uno de ellos asomaba el brillo decromo de las empuñaduras de su silla. ¿Habíareparado en la silla detrás del respaldo? No, nopodía asegurarlo. Era desesperante, de pronto todose me escapaba, el único foco en la memoria era elcuerpo de Mrs. Eagleton tendido en la chaiselongue y sus ojos abiertos, como si aquella imagenirradiara una luz demasiado intensa que marginabaa la sombra todo lo demás. Pero sí había visto,mientras nos acercábamos, el tablero de scrabble ylos dos pequeños atriles con letras de su lado. Unade las fotos había congelado sobre la mesita laposición del tablero. Estaba tomada de muy cercay con algún esfuerzo podían distinguirse todas laspalabras. Ya habíamos discutido una vez conSeldom sobre las palabras del tablero. Ninguno delos dos creía que pudieran revelar nadainteresante, ni que pudieran ligarse de algún modo

con el símbolo. El inspector Petersen tampoco leshabía dado ninguna importancia. Coincidíamos enque el símbolo había sido elegido con anterioridadal crimen y no por una inspiración del momento.Miré de todos modos con curiosidad las fotos delos dos atriles. Estaba seguro de que esto no lohabía visto. En uno de ellos había sólo una letra, laA. En el otro había dos: la R y la O, estosignificaba sin duda que Mrs. Eagleton habíajugado hasta el final, hasta agotar todas las letrasde la bolsa, antes de dormirse. Me entretuve unrato tratando de pensar palabras en inglés quepudieran formarse todavía sobre el tablero conesas últimas letras. No parecía haber ninguna y entodo caso, pensé, Mrs. Eagleton puramente lahubiera descubierto. ¿Por qué no había visto losatriles antes? Traté de recordar la posición en queestaban sobre la mesa. En una de las esquinas,donde Seldom se había quedado de piesosteniendo la almohada. Quizá, pensé, lo quedebía buscar era justamente lo que yo no habíavisto. Volví a repasar las fotografías, para detectarotros detalles que se me hubieran pasado por alto,

hasta llegar a la última, la cara todavía aterradorade Mrs. Eagleton sin vida. No parecía haber nadamás allí que no hubiera visto. De modo que eranaquellas tres cosas: las letras en los atriles, elreloj en la entrada, la silla de ruedas. La silla deruedas… ¿No sería aquella la explicación delsímbolo? El triángulo para el músico, la pecerapara Clark, y para Mrs. Eagleton… el círculo: larueda de su silla. O la letra O de la palabraomertá, había dicho Seldom. Sí, el círculo podíaser todavía casi cualquier cosa. Pero erainteresante que hubiera justamente una letra O enuno de los atriles. ¿O no era interesante enabsoluto, sólo una estúpida coincidencia? QuizáSeldom sí hubiera visto la letra O en el atril, y poreso se le había ocurrido esa palabra, omertá.Seldom había dicho después algo más, el día queentramos al Covered Market… que confiaba en lamirada mía sobre todo porque yo no era inglés.¿Pero qué podía significar una manera no inglesade mirar?

Me sobresaltó de pronto el ruido de un sobreatrancado que alguien no conseguía pasar debajo

de la puerta. Abrí y vi a Beth, que se erguíarápidamente, con las mejillas coloreadas. Teníavarios otros sobres en la mano.

- Pensé que no estabas -dijo-, si no hubieragolpeado.

La hice pasar y levanté el sobre del suelo.Adentro había una tarjeta con uno de los dibujosde Alicia y Humpty Dumpty y una inscripciónimitando un bando real que anunciaba: Invitacióna un no casamiento.

La miré, con una sonrisa intrigada.- Es que no podemos casarnos todavía -dijo

Beth-. Y el juicio de divorcio puede ser muylargo… pero queremos hacer de todos modos unafiesta. -Vio por detrás de mi espalda lasfotografías sembradas sobre la cama.- ¿Fotos de tufamilia?

- No, no tengo familia en un sentido clásico.Son las fotos que tomó la policía el día quemataron a Mrs. Eagleton.

Pensé que Beth era indudablemente inglesa yque su mirada podía ser tan representativa comocualquier otra. Más aún, Beth había sido la última

en ver a Mrs. Eagleton con vida y tal vez pudieradetectar cualquier cambio en la pequeña escena.Le hice una seña para que se acercara y vi quevacilaba con una expresión de horror. Finalmentedio dos pasos al borde de la cama y las recorriórápidamente, como si temiera detenerse encualquiera de ellas.

- ¿Por qué te las dieron después de tantotiempo? ¿Qué creen todavía que pueden averiguarde aquí?

- Quieren encontrar la conexión del primersímbolo con Mrs. Eagleton. Quizá al mirarlasahora puedas darte cuenta de algo más, algo quefalte o esté en una posición distinta…

- Pero es lo que ya le dije al inspectorPetersen: no puedo acordarme de cómo estabaexactamente cada cosa en el momento en que mefui. Cuando bajé la escalera vi que se habíaquedado dormida y salí lo más silenciosamenteque pude, sin ni siquiera mirar otra vez hacia allí.Ya pasé una vez por esto: esa tarde, cuando tíoArthur me fue a avisar al teatro, ellos me estabanesperando aquí arriba en la sala, con el cadáver

todavía allí-levantó, como si se propusiera vencerun antiguo terror, la foto en la que se veía elcuerpo de Mrs. Eagleton estirado en la chaiselongue-. Lo único que pude decirles -dijo, tocandocon un dedo la fotografía- es que faltaba la mantade los pies. Nunca, ni aún en los días máscalurosos, se recostaba sin ponerse la manta sobrelos pies. No quería que nadie pudiera ver suscicatrices. La buscamos ese día por toda la casapero la manta no apareció.

- Es verdad -dije yo, asombrado de que senos hubiera pasado aquello por alto-. Nunca la visin esa manta. ¿Por qué querría el asesino quequedaran expuestas las cicatrices? O tal vez, sellevó la manta como un souvenir y también tengaguardados recuerdos de los otros dos crímenes.

- No sé, no quisiera tener que volver a pensaren nada de esto -dijo Beth dirigiéndose a lapuerta-. Ya fue una pesadilla para mí… quisieraque ya hubiese terminado todo. Cuando vimosmorir a Benito en el medio del concierto yapareció Petersen en el escenario, creí que moriríayo también allí mismo. Lo único en lo que podía

pensar es que querría, de algún modo, volver aculparme a mí.

- No: descartó de inmediato que pudiera seralguien de la orquesta, tuvo que ser alguien quetrepó para atacarlo por detrás.

- Como sea -dijo Beth moviendo la cabeza-,sólo espero que lo atrapen pronto y todo termine. -Puso una mano en el picaporte, y se dio vueltapara decirme:- Por supuesto, tu novia puede venira la fiesta también. Es la chica con la que jugabasal tenis ¿no es cierto?

Cuando Beth se fue volví a guardarlentamente las fotos en el sobre. La tarjeta deinvitación había quedado abierta sobre la cama. Eldibujo correspondía, en realidad, a una fiesta deno cumpleaños. Una de las trescientos sesenta ycuatro fiestas de no cumpleaños. El lógico que eraCharles Dodgson sabía que siempre esabrumadoramente más extenso lo que queda afuerade cada afirmación. La manta era un mensaje dealerta pequeño y desesperante. ¿Cuánto más habíaen cada uno de los casos que no habíamos sabidover? Esto era tal vez lo que Seldom esperaba de

mí: que imaginara lo que no estaba allí yhubiéramos debido ver.

Busqué en mi cajón la ropa para ducharme,pensando todavía en Beth. Sonó el teléfono. EraLoma: le habían dado un franco adicional ytambién tenía libre aquella noche. Le pregunté siquería acompañarnos a la función de magia.

- Claro que sí-dijo-, no pienso perdermeninguna otra de tus salidas. Pero seguramente,ahora que voy yo, sólo vamos a ver estúpidosconejos saliendo de galeras.

CAPITULO 21

Cuando llegamos al teatro no quedaban yaentradas en las primeras filas, pero Seldom seofreció gentilmente a cambiar con Lorna la suya yquedarse más atrás. El escenario estaba ensombras, aunque se alcanzaba a distinguir unamesa sobre la que sólo había una gran copa deagua y un sillón de respaldo alto enfrentando alpúblico. Apenas más retiradas, una docena desillas vacías rodeaban en un semicírculo la mesapor los costados y por atrás. Habíamos entrado enla sala unos minutos después de hora y cuandoocupamos nuestros asientos las luces empezaron abajar. El teatro quedó a oscuras por lo que mepareció apenas una fracción de segundo. Alencenderse de nuevo un foco sobre el escenario,vimos al mago sentado en el sillón, como sihubiera estado desde siempre allí, tratando deescrutar al público con la mano como una viserasobre la frente.

- ¡Luz! ¡Más luz! -ordenó, mientras se poníade pie, rodeaba la mesa, y se acercaba con lamano todavía sobre la frente al borde delescenario para recorrernos con la mirada.

Una luz cruel de quirófano alumbró su figuraencorvada. Recién entonces reparé con sorpresaen que era manco. El brazo derecho le faltabalimpiamente desde el hombro, como si nunca lohubiera tenido. Su brazo izquierdo volvió a alzarseen un gesto imperioso.

- ¡Más luz! -repitió. Tenía una voz ronca,poderosa, sin ningún acento-. Quiero que lo veantodo, que nadie pueda decir; era un efecto de humoy penumbras… Aun si se ven mis arrugas. Missiete pliegues de arrugas. Sí, soy muy viejo ¿no escierto? Casi increíblemente viejo. Y sin embargo,tuve una vez ocho años. Tuve una vez ocho años,tenía dos manos, como todos ustedes, y quiseaprender magia. No, no me enseñe trucos, le decíayo a mi maestro. Porque yo quería ser mago, noquería aprender trucos. Pero mi maestro, que eracasi tan viejo como lo soy yo ahora, me dijo: elprimer paso, el primer paso es saber los trucos. -

Abrió los dedos de la mano y los extendió comoun abanico frente a su cara.- Puedo decirles,porque ya no importa, que mis dedos eran ágiles,velocísimos. Tenía un don natural y muy prontoestaba recorriendo todo mi país, el pequeñoprestidigitador, casi como un fenómeno de circo.Pero a los diez años tuve un accidente. O quizá nofue un accidente. Cuando me desperté estaba enuna cama de hospital y sólo me quedaba esta manoizquierda. A mí, que quería ser mago, a mí, que eradiestro. Pero allí estaba otra vez mi viejo maestroy mientras mis padres lloraban él sólo me dijo:este es el segundo paso, quizá, quizá seas magoalgún día. Mi maestro murió, nunca nadie me dijocuál era el tercer paso. Y desde entonces cada vezque me subo a un escenario, me pregunto si habrállegado ese día. Tal vez sea algo que sólo ustedespueden decir. Por eso siempre pido luz, y pido quepasen, que pasen y vean. Aquí, por aquí -hizo subirde a uno al escenario a la mitad de la primera filapara que se sentaran alrededor de él en las sillasvacías-. Más cerca, bien cerca, quiero que vigilenmi mano, que no se dejen sorprender, porque

recuerden que hoy yo no quiero hacer trucos.Extendió la mano desnuda sobre la mesa,

sosteniendo entre el índice y el pulgar algo blancoy diminuto que no se alcanzaba a ver desde dondeestábamos nosotros.

- Vengo de un país al que llamaban el granerodel mundo. No te vayas hijo, me decía mi madre,aquí nunca te va a faltar un pedazo de pan. Me fui,me fui, pero siempre llevo conmigo esta miguita depan. -Volvió a mostrarla y paseó la mano enderredor con los dos dedos apresando la esferitablanca, antes de dejarla cuidadosamente sobre lamesa. Apoyó la palma encima con un movimientocircular, como si se propusiera amasarla.-Extraños caminos los de las migas de pan, losborran los pájaros por la noche y ya no se puederegresar. Si volvieras, hijo, me decía mi madre,nunca te faltaría un pedazo de pan. Pero no podíaregresar. ¡Extraños caminos los de las migas depan! Caminos para ir pero no para regresar -lamano giraba hipnóticamente sobre la mesa-, poreso, yo no arrojé al camino todas las migas de pan.Y adonde vaya, siempre llevo conmigo… -alzó la

mano y vimos que ahora tenía un pequeño pancitoperfectamente torneado, con los conos de laspuntas sobresaliendo de la palma-: un pedazo depan.

Giró a un costado y extendió la mano alprimero en el semicírculo.

- Sin miedo: pruébelo -la mano, como laaguja de un reloj, se movió a la segunda silla yvolvió a abrirse dejando ver otra vez una puntaredondeada e intacta-. Puede ser un pedazo másgrande. Adelante, pruébelo. -Giró y giró otra vezhasta que todos sacaron su pedazo de pan.

- Sí -dijo pensativo al terminar; mostró lapalma y allí estaba siempre intacto el pequeñopan. Extendió los dedos, los largos dedos, como sipudiera comprimirlo desde los extremos, y cerrólentamente el puño. Cuando abrió la mano sóloquedaba la esferita que volvió a mostrar entre elíndice y el pulgar-: no hay que tirar al caminotodas las migas de pan.

Se puso de pie para recibir los primerosaplausos y despidió desde el borde del escenario alos doce que habían ocupado las sillas. En el

segundo grupo que subió estábamos Lorna y yo.Sentado detrás de él, a un costado, podía verloahora de perfil, la nariz ganchuda, el bigote muynegro, como si estuviera embebido en tintura, elpelo lacio y canoso que se resistía a desaparecer.Y sobre todo la mano, grande y huesuda, con lasmanchas de vejez en el dorso. La deslizó pordebajo de la gran copa de agua y bebió un sorboantes de continuar.

- Me gusta llamar a este númeroLentificación -dijo. Había sacado del bolsillo unmazo de cartas que barajaba fantásticamente consu única mano-. Los trucos no se repiten, me decíami maestro. Pero yo no quería hacer trucos, yoquería hacer magia. ¿Puede repetirse un acto demagia? Solamente seis cartas -dijo, y separó delmazo de a una seis cartas-: tres rojas y tres negras.Rojo y negro, el negro de la noche, el rojo de lavida ¿Quién puede gobernar los colores? ¿Quiénpodría dictarles un orden? -Arrojó las cartas de auna boca arriba sobre la mesa, con un movimientodel pulgar-: Rojo, negro, rojo, negro, rojo, negro. -Las cartas habían quedado formando una hilera

con los colores intercalados.- Y ahora, vigilen mimano: quiero hacerlo muy lento -la mano avanzópara recoger las cartas tal como habían quedado-.¿Quién podría dictarles un orden? -volvió a deciry las arrojó sobre la mesa con el mismomovimiento del pulgar-: Rojo rojo rojo, negronegro negro. No puede hacerse más lento -dijoentonces, recogiendo las cartas- o quizá… quizásí, quizá pueda hacerse más lento. -Volvió aarrojar las cartas con los colores intercaladosdejándolas caer despaciosamente-: rojo, negro,rojo, negro, rojo, negro. -Giró la cabeza hacianosotros, para que no nos perdiéramos elmovimiento e hizo avanzar la mano con unalentitud de cangrejo, cuidándose de tocar sólo laprimera carta con la punta de los dedos. Lasrecogió con infinita delicadeza y cuando las arrojósobre la mesa, los colores habían vuelto ajuntarse-: Rojo rojo rojo, negro negro negro.

- Pero este joven -dijo, clavando sus ojosrepentinamente en mí- es todavía escéptico: quizáha leído algún manual de magia y cree que el trucoestá en el modo en que recojo las cartas, o en un

efecto de glide. Sí, lo haría así… yo también lohacía así cuando tenía dos manos. Pero ahoratengo sólo una. Y quizá un día no tenga ninguna. -Volvió a arrojar las cartas de a una sobre la mesa-:Rojo, negro, rojo, negro, rojo, negro -sus ojosvolvieron a mirarme, imperativos-.Júntelas. Yahora, sin que yo las toque, délas vuelta de a una -Obedecí, y las cartas a medida que las descubríaparecían plegarse a su voluntad-. Rojo rojo rojo,negro negro negro.

Cuando volvimos a nuestros lugares, mientrastodavía sonaban los aplausos, creí entender porqué Seldom había insistido en que debía ver larepresentación. Cada uno de los números quesiguieron fueron como estos, extraordinariamentesimples, y a la vez extraordinariamente limpios,como si el viejo mago hubiera accedido a unainstancia áurea en la que ya no precisaba ningunade sus manos. Parecía además divertirlosecretamente ir quebrando una por una las reglasdel oficio. Había repetido trucos, había sentadodurante toda la función gente a sus espaldas, habíarevelado técnicas con las que otros magos en la

historia habían intentado lo mismo que él. En unmomento me di vuelta y vi que Seldom estabatotalmente entregado al encantador, admirado yfeliz, como un niño que no se cansa de ver elmismo prodigio una y otra vez. Recordé laseriedad con que me había dicho que prefería lahipótesis del fantasma en la tercera muerte, y mepregunté si sería realmente posible que creyera encosas así. En todo caso, era difícil no rendirse almago: el arte de cada número era esa desnudezesencial que no parecía permitir otra explicaciónque no fuera la única imposible. No hubo intervaloy pronto, o lo que me pareció demasiado pronto,anunció su último número.

- Ustedes se habrán preguntado -dijo-, ¿porqué una copa tan grande si finalmente tomé apenasun sorbo? Hay aquí todavía agua suficiente comopara que nade un pez. -Extrajo un pañuelo rojo deseda y frotó lentamente el vidrio.- Y quizá -dijo-,si limpiamos bien el vidrio e imaginamos piedritasde colores, quizá, como en la jaula de Prévert,podamos atrapar un pez. -Retiró el pañuelo yvimos que efectivamente ahora nadaba un

Carassius rojo contra las paredes de vidrio y quehabía en el fondo unas piedritas de colores.

- Los magos, ustedes saben, fuimosperseguidos ferozmente en varias épocas, desdeaquel primer incendio que acabó con nuestrosantepasados más antiguos, los magos pitagóricos.Sí, la matemática y la magia tienen una raíz común,y custodiaron durante mucho tiempo el mismosecreto. Entre todas las persecuciones, quizá lamás despiadada fue la que se inició después delduelo entre Pedro y Simón Magus, cuando la magiafue prohibida oficialmente por los cristianos.Temían que alguien más pudiera multiplicar lospanes y los peces. Fue entonces que los magosconcibieron la que es hasta hoy su estrategia desupervivencia: escribieron manuales con lostrucos más obvios para que se divulgaran entre lagente, incorporaron en sus representaciones cajasabsurdas y espejos. Convencieron de a poco atodos de que detrás de cada acto hay un truco, setransformaron en magos de salón, se mimetizaroncon los prestidigitadores y de este modo pudieronseguir en secreto, en las narices de sus

perseguidores, su propia multiplicación de panes yde peces. Sí, el truco más persistente y sutil fueconvencer a todos de que la magia no existe. Yomismo usé recién este pañuelo, aunque para losmagos verdaderos, el pañuelo no encubre el truco,el pañuelo encubre un secreto mucho más antiguo.Por eso recuerden -dijo, con una sonrisamefistofélica-, sigan recordando siempre: la magiano existe. -Hizo castañetear los dedos y otro pezrojo saltó en el agua.- La magia no existe -volvió acastañetear y un tercer pez saltó en la copa. Cubrióla pecera con el pañuelo y cuando lo retiró de lapunta ya no había ni copa ni piedras ni peces.- Lamagia… no existe.

CAPITULO 22

Estábamos en The Eagle and Child y Seldomy Lorna se burlaban de cuánto demoraba yo enterminar mi primera cerveza.

- No puede beberse más lento… o quizá sí,quizá pueda beberse más lento -dijo Lornaimpostando la voz ronca y gruesa del mago.

Habíamos estado después de la función unosminutos en el camerino de Lavand pero Seldom nohabía conseguido convencerlo de que viniera connosotros. "Ah sí, el joven escéptico", dijodistraído cuando Seldom me presentó, y luego,cuando se enteró de que era argentino, me dijo enun castellano que no parecía haber usado en muchotiempo: "La magia está bien protegida gracias alos escépticos". Estaba muy cansado, nos habíadicho retornando al inglés; cada vez hacía susespectáculos más cortos, pero no conseguíaengañar a sus huesos. Tenemos que hablar antes deque me vaya, por supuesto, le había dicho desde la

puerta a Seldom, y espero que encuentres algosobre lo que me preguntaste en el libro que te dejé.

- ¿Qué le habías preguntado al mago? ¿Dequé libro te hablaba? -preguntó Lorna con unaconfiada curiosidad. La cerveza parecía provocaren ella un extraño efecto de camaraderíarecobrada, que había notado ya en la sonrisa conque había chocado su jarro con Seldom, y me tuveque volver a preguntar hasta dónde habría llegadola amistad entre los dos.

- Tiene que ver con la muerte del músico -dijo Seldom-. Una idea que consideré por unmomento, cuando recordé la forma en que murióMrs. Crafford.

- Ah, sí -dijo Lorna con estusiasmo-, el casodel telépata.

- Fue uno de los casos más famosos queinvestigó Petersen -dijo Seldom, dirigiéndose amí-: la muerte de Mrs. Crafford, una anciana muyrica que dirigía el círculo espiritista local. Fue enla época en que se estaban jugando aquí laseliminatorias del campeonato mundial de ajedrez.Había llegado a Oxford un telépata hindú bastante

famoso y los esposos Crafford organizaron unavelada privada en su mansión para ensayar unexperimento de telepatía a distancia. La casa delos Crafford está en Summertown, cerca de dondevive usted. El telépata estaría en Folly Bridge, enel otro extremo de la ciudad. La distanciasupuestamente iba a marcar alguna clase de récordridículo. La señora Crafford se había prestado debuena gana para ser la primera voluntaria. Eltelépata hindú le colocó con muchas ceremoniasuna especie de casquete en la cabeza, la dejósentada en el centro del salón y salió de lamansión rumbo al puente. A la hora señalada seapagaron las luces. El casquete era fosforescente ybrillaba en la oscuridad, la gente del públicoalcanzaba a ver la cara de Mrs. Crafford en unnimbo espectral. Pasaron treinta segundos y seescuchó de pronto un grito horrible seguido de unlargo chirrido como hacen los huevos al freír.Cuando Mr. Crafford volvió a encender las lucesencontraron que la anciana estaba muerta en lasilla, con el cráneo totalmente quemado, como sihubiera recibido la descarga fulminante de un

rayo. El pobre hindú fue puesto preventivamenteen prisión, hasta que logró explicar que elcasquete era totalmente inofensivo, un pedazo detela con pintura fluorescente ideado sólo para unefecto escénico. El hombre estaba tan perplejocomo todos: había hecho su número de telepatía adistancia en muchos países y en todas lascondiciones atmosféricas y aquel día eraparticularmente despejado y radiante. Lassospechas de Petersen se dirigieron por supuestode inmediato a Mr. Crafford. Se sabía que tenía unaffaire con una mujer mucho más joven, peroparecía haber muy poco más para inculparlo. Eradifícil imaginar incluso cómo lo habría hecho.Petersen levantó su acusación contra él a partir deun único elemento: Mrs. Crafford usaba ese día laque llamaba su "peluca de gala", que tenía pordentro una redecilla de alambre. Todos habíanvisto cómo el esposo se había acercado a su mujerpara darle un beso afectuoso antes de que seapagaran las luces. Petersen sostenía que en esemomento le había conectado un cable paraelectrocutarla, un cable que había hecho

desaparecer luego mientras simulaba asistirla. Noera imposible, pero como se probó luego en elproceso, era bastante complicado. El abogado deCrafford tenía en cambio una explicaciónalternativa simple y, a su manera, brillante: siusted mira el mapa de la ciudad, justo a mitad decamino entre Folly Bridge y Summertown está ThePlayhouse, donde se disputaba el campeonato deajedrez. En el momento de la muerte había casicien ajedrecistas furiosamente concentrados en sustableros. La defensa sostenía que la energía mentalliberada por el telépata se había potenciadobruscamente al atravesar el teatro con la suma deenergías de los tableros y se había desencadenadocomo una tromba en Summertown… en fin; esoexplicaría por qué lo que en principio era apenasuna onda cerebral inofensiva acabara fulminando aMrs. Crafford con la fuerza de un rayo. El juicio aCrafford dividió a Oxford en dos bandos. Ladefensa llamó al estrado a un ejército dementalistas y supuestos estudiosos de loparanormal que, como era de esperarse,respaldaron la teoría con toda clase de

explicaciones ridículas, en la jerga seudo-científica habitual. Lo curioso es que cuanto másdisparatadas eran las teorías, más dispuestoparecía el jurado -y toda la ciudad- a creerlas. Yorecién empezaba en aquel tiempo mis estudiossobre la estética de los razonamientos y estabafascinado por la fuerza de convicción que podíagenerar una idea atractiva. Uno podría decir, escierto, que el jurado estaba compuesto por genteno necesariamente entrenada en el pensamientocientífico, gente más acostumbrada a confiar enhoróscopos o en el tarot que a desconfiar deparapsicólogos y telépatas. Pero lo interesante esque toda la ciudad abrazaba la idea y quería creeren ella, no por un acceso de irracionalismo sinocon razones pretendidamente científicas. Era dealgún modo una batalla dentro de lo racional y lateoría de los ajedrecistas era simplemente másseductora, más nítida, más pregnante, como diríanlos pintores, que la teoría del cable bajo la peluca.Pero entonces, cuando ya todo parecía inclinarse afavor de Crafford, se publicó en el Oxford Timesla carta de una lectora, una tal Lorna Craig, una

chica bastante fanática de las novelas policiales -dijo Seldom, apuntando con su jarro en direcciónde Lorna; los dos se sonrieron como sicompartieran un viejo chiste-. La cartasimplemente comentaba que en uno de los cuentosde un viejo número de la revista Ellery Queen seimaginaba una muerte igual, por telepatía adistancia, con la única diferencia de que la ondacerebral atravesaba un estadio de fútbol durante untiro penal en vez de un salón de ajedrecistas. Logracioso es que en la historia se daba por cierta ycomo solución del enigma la tesis de la tormentacerebral que sostenía la defensa, pero -volublenaturaleza humana- apenas la gente se enteró deque Crafford podía haber copiado la idea, todos sepusieron en su contra. El abogado demostró hastadonde pudo que Crafford no era precisamente ungran lector y que difícilmente podía haberconocido la historia, pero todo fue inútil. La idea,en su repetición, había perdido algo de su aura, yahora sonaba a todos claramente como algoabsurdo, que solamente se le podía ocurrir a unescritor. El jurado, un jurado de hombres falibles,

como diría Kant, lo condenó a cadena perpetuaaunque no pudieron encontrar otras pruebas en sucontra. Digámoslo así: la única pieza de evidenciareal que se presentó en todo el juicio fue un cuentofantástico que el pobre Crafford no había leído.

- ¡El pobre Crafford achicharró a su esposa! -exclamó Lorna.

- Ya ve -dijo Seldom riendo-, había gente queestaba totalmente convencida y no necesitabaninguna prueba. Como sea, volví a acordarme deeste caso la noche del concierto. Usted recuerdaque la asfixia del músico se produjo cuando laorquesta llegó al climax: quise preguntarle aLavand por la clase de efectos que se pueden creara distancia. Con las entradas para la función medejó un libro sobre hipnotismo, pero todavía notuve tiempo de leerlo.

Una camarera se acercó para tomarnos elpedido. Lorna me señaló en el menú su clásicofish and chips, y se levantó para ir al baño.Cuando Seldom terminó de ordenar y la camareranos dejó solos le devolví el sobre con las fotos.

- ¿Pudo recordar? -me preguntó Seldom, y

cuando vio mi cara dubitativa me dijo-: Es difícil,¿no es cierto? Volver al origen como si uno nosupiera nada. Deshacerse de lo que vino después.¿Pudo ver algo que se le hubiera escapado antes?

- Sólo esto: el cadáver de Mrs. Eagleton, talcomo lo encontramos, no tenía la manta de sus pies-dije.

Seldom se echó atrás en su silla y cruzó unamano bajo su mentón.

- Eso… puede ser interesante -dijo-. Sí,ahora que lo dice, lo recuerdo perfectamente, ellasiempre llevaba, por lo menos cuando salía, unamanta escocesa.

- Beth está segura de que todavía tenía lamanta cuando ella bajó las escaleras a las dos.Después buscaron por toda la casa y la manta noapareció. Petersen no nos había dicho nada de esto-dije yo con algún despecho.

- Bueno -dijo Seldom, con una suave ironía-,es el inspector de Scotland Yard a cargo del caso,quizá no sintió la obligación de reportarse anosotros con cada detalle. Tuve que reír.

- Pero nosotros sabemos más que él -dije, -

Sólo en este sentido -dijo Seldom-: digamos, quenosotros tenemos más presente el teorema dePitágoras.

Su cara se ensombreció, como si algo en laconversación le hubiera hecho recordar sus peorespresentimientos. Se inclinó hacia mí como si fueraa confiarme algo.

- La hija me contó que no duerme de noche yque lo encontró algunas veces todavía despierto ala madrugada tratando de leer libros dematemática. Recibí otra llamada de él estamañana. Creo que teme, como yo, que el juevessea demasiado tarde.

- Pero el jueves es pasado mañana -dije. -Pasado mañana… -repitió Seldom, tratando dedarle sentido a la expresión castellana-. Es unamezcla interesante de tiempos -dijo-. El pasadocon el futuro… Lo que ocurre es que no esexactamente un día cualquiera mañana. Fuejustamente por eso que me llamó Petersen. Quiereenviar algunos de sus hombres a Cambridge.

- ¿Qué pasa en Cambridge mañana? -Lornahabía regresado y traía otras tres cervezas que

distribuyó sobre la mesa.- Me temo que tiene que ver con uno de los

libros que le presté yo mismo al inspectorPetersen. Un libro con una versión bastantefantástica sobre la historia del teorema de Fermat.Es el problema abierto más antiguo de lamatemática -le dijo a Lorna-: hace más detrescientos años que los matemáticos luchan contraél y posiblemente mañana en Cambridge logrenpor primera vez demostrarlo. En el libro se rastreael origen de la conjetura a las ternas pitagóricas,uno de los secretos de la primera época de lasecta, antes del incendio, cuando todavía, comodijo Lavand, no se habían separado la magia de lamatemática. Los pitagóricos consideraban a laspropiedades y relaciones numéricas como la cifrasecreta de una divinidad, que no debía divulgarsefuera de la secta. Podían difundirse los enunciadosde los teoremas, para el uso en la vida diaria, perojamás su demostración, de la misma manera quelos magos se juramentan para no revelar sustrucos. El castigo para quien infringía la regla erala muerte. El libro sostiene que el propio Fermat

pertenecía a una logia más moderna, pero nomenos estricta, de pitagóricos. Había anunciado enla famosa anotación en el margen de la Aritméticade Diofantes que tenía una demostración de suconjetura, pero después de su muerte ni esa nininguna otra de sus demostraciones pudo serencontrada entre sus papeles. Aunque supongo quelo que alarmó a Petersen son algunas muertescuriosas que rodean la historia del teorema. Claroque en trescientos años mucha gente muere, inclusolos que estaban cerca de dar una demostración.Pero el autor es astuto y se las arregla para quealgunas de estas muertes parezcan verdaderamentesospechosas. Por ejemplo el suicidio no hace tantode Taniyama, con esa carta tan extraña que le dejóa su prometida.

- Entonces en ese caso los crímenes serían…- Una advertencia -dijo Seldom-. Una

advertencia al mundo de los matemáticos. Laconspiración que imagina el libro, ya se lo dije aPetersen, me parece a mí una suma ingeniosa dedisparates. Pero hay algo que de todos modos mepreocupa: Andrew Wiles trabajó en absoluto

secreto durante los últimos siete años. Nadie tieneuna pista de cómo será su demostración: nisiquiera a mí me dejó ver nunca ninguno de suspapeles. Si algo le pasara antes de su exposición ydesaparecieran esos papeles podrían pasar quizásotros trescientos años antes de que alguien pudierarepetir esa prueba. Por eso, más allá de lo que yocreo, no me parece mal que Petersen envíe algunode sus hombres. Si algo llegara a ocurrirle aAndrew -dijo, y su cara volvió a ensombrecerse-,nunca me lo perdonaría.

CAPITULO 23

El miércoles 23 de junio me desperté cercadel mediodía. Desde la pequeña cocina de Lornallegaba olor a café y un segundo olor paradisíacode waffles recién hechos. Sir Thomas, el gato deLorna, había logrado tirar al suelo buena parte delcobertor y estaba ovillado al pie de la cama. Paséa su lado y abracé a Lorna en la cocina. El diarioestaba abierto sobre la mesa y mientras Lornaservía el café revisé rápidamente las noticias. Laserie de crímenes con los misteriosos símbolos,decía el Oxford Times con indisimulable orgullolocal, se había convertido en la noticia de tapa delos principales diarios de Londres. Se reproducíanen la primera página los grandes titulares quehabían aparecido el día anterior en los diariosnacionales, pero aquello era todo, no habíaevidentemente ninguna otra novedad en el caso.

Busqué en las páginas interiores algunanoticia sobre el seminario en Cambridge, Había

apenas un suelto muy cauteloso, bajo el título "ElMoby Dick de los matemáticos", en el que seenumeraba la larga cronología de fracasos en losintentos por demostrar el teorema de Fermat. Eldiario mencionaba al final que se estaban haciendoapuestas en Oxbridge sobre lo que ocurriría esatarde en la última de las tres conferencias y queestaban por el momento seis a uno, todavía encontra de Wiles.

Lorna había reservado una cancha para jugaral tenis a la una. Pasamos por Cunliffe Close pararecoger mi raqueta y jugamos largamente sin quenadie nos interrumpiera, sin atender a otra cosaque al cruce de la pelota sobre la red, en esepequeño rectángulo fuera del tiempo. Cuandosalimos de las canchas vi en el reloj del club queeran casi las tres y le pedí a Lorna que antes devolver pasáramos un momento por el Instituto. Eledificio estaba desierto, y al subir las escalerastuve que ir encendiendo las luces a mi paso. Entréen la sala de computadoras, que estaba tambiénvacía, y abrí mi cuenta de e-mail. Allí estaba elbreve mensaje que se propagaba como una

contraseña a todos los matemáticos a lo largo yancho del mundo: ¡Wiles lo había conseguido! Nohabía detalles sobre la exposición final; sólo sedecía que la demostración había logradoconvencer a los especialistas y que una vez escritapodía llegar a las doscientas páginas.

- ¿Alguna buena noticia?- me preguntó Lornacuando volví a subir al auto.

Le conté y supongo que percibió en el tono deadmiración de mi voz el orgullo extraño ycontradictorio por los matemáticos que medominaba.

- Quizás hubieras preferido estar allí estatarde -dijo y luego, riendo-. ¿Qué podría hacerpara compensarte?

Hicimos el amor con una felicidad imparablede conejos por el resto de la tarde. A las siete,cuando ya empezaba a oscurecer y estábamostodavía tendidos uno junto al otro en un silencioexhausto, sonó el teléfono muy cerca de mí. Lornase estiró sobre mi cuerpo en la cama para atender.Vi que en su cara aparecía una expresión dealarma y luego, de pesadumbre horrorizada. Me

hizo una seña para que encendiera el televisor ycon el auricular sostenido sólo en el mentónempezó a vestirse rápidamente.

- Hubo un accidente a la entrada de Oxford,en un lugar que llaman el "triángulo ciego". Unómnibus rompió el puente y se despeñó en elacantilado. Están esperando a que lleguen alRadcliffe varias ambulancias con heridos: van anecesitarme en Rayos.

Cambié los canales hasta encontrar elnoticiero local. Una periodista hablaba mientras seacercaba, seguida por la cámara, a un puente roto.Toqué dos o tres de los botones, pero no conseguíaque emergiera la voz.

- No funciona el sonido- dijo Lorna. Yaestaba totalmente vestida y buscaba su uniformedentro del placard.

- Seldom y todo un grupo de matemáticosvolvían de Cambridge en ómnibus esta tarde -dije-. ¿En cuál de los accesos fue el accidente?

Lorna se dio vuelta, como si un malpresentimiento la hubiera petrificado, y volviójunto a mí.

- Dios mío, debían atravesar ese puente sivenían desde allí.

Nos quedamos mirando con una fijezadesesperada la pantalla del televisor. La cámaramostraba los fragmentos de vidrios junto al puentey el lugar donde la defensa había sido destrozada.Mientras la periodista se asomaba y señalabahacia abajo, vimos aparecer, agrandado por elteleobjetivo, el guiñapo de metal en que habíaquedado convertido el ómnibus. La cámara semovía y oscilaba siguiendo a la periodista quehabía decidido descender por la pendienteescarpada del acantilado. Un pedazo de chasis sehabía desprendido en el lugar dondeaparentemente el ómnibus había dado el primerode los tumbos. Cuando la cámara volvió a enfocarel fondo del acantilado, ahora mucho más cerca,vimos que un grupo de ambulancias había logradollegar desde abajo para las tareas de rescate.Aparecieron en un primer plano desolador lasventanillas mudas y astilladas del ómnibus y luegoun fragmento color naranja de la carrocería con unemblema que no reconocí. Sentí que Lorna me

apretaba el brazo.- Es un ómnibus escolar- dijo-. Dios mío:

¡son niños! ¿Te parece que…-susurró, sindecidirse a completar la pregunta y me miró conuna expresión espantada, como si un juego al quehabíamos estado jugando despreocupadamente sehubiera convertido de pronto en una pesadillareal-. Tengo que ir al hospital ahora -dijo y me dioun beso rápido-. Si vas a salir, la puerta se cierrasola.

Me quedé mirando la sucesión hipnótica delas imágenes en la pantalla. La cámara habíarodeado el ómnibus y enfocaba una de lasventanillas, donde se agrupaba la cuadrilla derescate. Evidentemente uno de los hombres habíalogrado penetrar en el interior y trataba de sacarpor allí el cuerpo de uno de los chiquitos.Aparecieron primero las piernas delgadas ydesnudas, que se balancearon con un movimientodesarticulado antes de que las sujetaran desdeabajo una hilera de manos dispuestas comoangarillas. Tenía puesto un pantalón corto degimnasia que estaba manchado de sangre en un

costado y unas zapatillas blancas relucientes.Cuando asomó la primera mitad del torso vi quellevaba una camiseta de competición sin mangascon un gran número en el pecho. La cámara volvióa enfocar la ventanilla. Dos grandes manossostenían por atrás con infinito cuidado la cabezadel chico. Por las muñecas, como si resbalaraninconteniblemente de la nuca, se veían caergrandes gotas de sangre al piso. La cámara enfocóla cara del niño y vi con sorpresa bajo el largoflequillo rubio y desmadejado los rasgosmongoloides inconfundibles de un chico Down.Detrás asomó por primera vez la cara del hombreadentro del ómnibus. Su boca se abría en un par depalabras que repitió con desesperación mientrasextendía hacia afuera las dos palmasensangrentadas en el gesto de que ya no quedabaadentro nadie más. La cámara siguió a laprocesión que llevaba a este último chico detrásdel ómnibus. Alguien impidió el paso delcamarógrafo, pero aun así alcanzó a verse por uninstante una larga hilera de camillas con loscuerpos cubiertos por sábanas hasta arriba. La

imagen volvió a los estudios de la emisora.Mostraron una foto del grupo de chicos, antes deun partido.

Era en efecto un equipo de básquet de unaescuela de chicos Down, que volvían de un torneointercolegial en Cambridge. Cinco titulares y cincosuplentes. En una rápida sucesión desfilaron al piede la pantalla los nombres. Una frase lacónicaconfirmaba que los diez habían muerto. Aparecióen la pantalla una segunda foto: la cara de unhombre todavía joven, que me pareció vagamentefamiliar, aunque el nombre que aparecía debajo dela foto, Ralph Johnson, me resultaba totalmentedesconocido. Era el chofer del ómnibus yaparentemente había logrado saltar afuera antesdel choque, pero había muerto también, antes dellegar al hospital. La cara desapareció de lapantalla y apareció una cronología de las tragediasque habían ocurrido en aquel mismo lugar.

Apagué el televisor y me eché hacia atrás conuna de las almohadas sobre los ojos, tratando derecordar dónde había visto antes la cara delchofer. Probablemente aquella foto era de algunos

años atrás. El pelo muy corto y crespo, lospómulos afilados, los ojos hundidos… lo habíavisto antes, sí, pero no como chofer, sino en otrolugar… ¿dónde? Me levanté irritado de la cama yme di una ducha larga, repasando mentalmentecada uno de los rostros que había cruzado en laciudad desde el primer día. Mientras me vestía yvolvía a la habitación por mis zapatos traté derehacer la cara de la pantalla. Los pequeños rulosapretados, la expresión fanática… sí, me senté enla cama aturdido por la sorpresa, por la cantidadde diferentes implicaciones, pero no podíaequivocarme, después de todo no había conocidotantas personas en Oxford. Llamé al hospital ypedí que me pasaran con Lorna. Apenas la escuchédel otro lado le pregunté, bajandoinvoluntariamente la voz.

- El chofer del ómnibus… era el padre deCaitlin, ¿no es cierto?

- Sí -dijo después de un segundo y me dicuenta de que también su voz bajaba a un susurro.

- ¿Es lo que estoy suponiendo? -dije.- No sé, pero no quise decir nada. Uno de los

pulmones era compatible. Caitlin acaba de entraren el quirófano: creen que todavía puedensalvarla.

CAPITULO 24

- Durante las primeras horas creí que setrataba de una equivocación -dijo Petersen-.Pensaba que el verdadero blanco era el ómnibusde ustedes, que venía muy cerca detrás. Creo queincluso algunos de los matemáticos alcanzaron aver la caída por el acantilado, ¿no es cierto? -dijo,dirigiéndose a Seldom.

Estábamos en un pequeño café en LittleCiaren-don. Petersen nos había citado allí, fuerade sus oficinas, como si tuviera algo de quédisculparse, o algo que agradecernos. Estabavestido con un traje negro muy severo y recordéque esa mañana habría un servicio fúnebreespecial por los chicos muertos. Era la primeravez que yo veía a Seldom desde su regreso. Teníauna expresión grave y silenciosa y el inspectortuvo que repetir su pregunta.

- Sí, vimos el choque contra el puente ydespués el primero de los tumbos. Nuestro

ómnibus se detuvo de inmediato y alguien llamó alRadcliffe. Algunos decían que podían escuchargritos desde el fondo del acantilado. Lo curioso -dijo Seldom, como si recordara una pesadilla nodel todo lógica- es que cuando nos asomamos alacantilado ya había dos ambulancias allí.

- Las ambulancias estaban allí porque estavez el mensaje llegó antes y no después delcrimen. Esto es lo primero que me llamó laatención también a mí. Tampoco fue dirigido austed, como los anteriores, sino directamente alservicio de emergencias del hospital. Ellos meavisaron a mí mientras las ambulancias se poníanen camino.

- ¿Qué decía el mensaje? -pregunté yo. -Elcuarto de la serie es el Tetraktys. Diez puntos enel triángulo ciego. Fue un llamado por teléfono,que afortunadamente quedó grabado. Tenemosotras grabaciones de la voz de él y aunque trató dedistorsionarla un poco no hay dudas sobre esto.Sabemos incluso desde dónde fue hecha lallamada: un teléfono de monedas en una estaciónde servicio en las afueras de Cambridge, donde se

había detenido supuestamente para cargar nafta.Aquí encontramos el primer detalle intrigante, delque se dio cuenta Sacks al revisar los tickets:había cargado muy poca nafta, mucha menos que alsalir de Oxford. Cuando se hizo el peritaje delómnibus comprobamos que efectivamente eltanque estaba casi vacío.

- No quería que en la caída se provocara unincendio -dijo Seldom, como si asintiera a supesar a un razonamiento irreprochable.

- Sí -dijo Petersen-, yo imaginé al principio,dentro del esquema anterior, que si había avisadocon anticipación era quizá porque queríainconscientemente que lo detuviéramos, o que talvez fuera parte de su diversión: un handicap quenos otorgaba. Pero todo lo que quería era que loscuerpos no se incendiaran y que las ambulanciasestuvieran cerca, para asegurarse de que losórganos llegaran lo antes posible al hospital. Sabíaque diez cuerpos le daban una buena probabilidadpara el trasplante. Supongo que a su maneratriunfó: cuando nos dimos cuenta era demasiadotarde. La operación se hizo casi de inmediato, ese

mismo día, apenas se obtuvo el consentimiento delprimer par de padres, y según me dijeron, la chicava a sobrevivir. En realidad sólo empezamos asospechar de él ayer, cuando en una comprobaciónde rutina vimos que su nombre aparecía también enla lista de Blenheim Palace. Había llevado alconcierto a otro grupo de chicos de la escuela y sesuponía que los esperaría en la playa deestacionamiento. Estaba en una posición perfectapara rodear por atrás la glorieta, asfixiar alpercusionista y volver de inmediato a su lugardurante el tumulto sin que nadie lo viera. En elRadcliffe nos confirmaron que conocía a Mrs.Eagleton: las enfermeras lo vieron hablar con ellaen un par de ocasiones. Sabemos también que Mrs.Eagleton llevaba a la sala de espera el libro queusted escribió sobre series lógicas. Probablementele contó que lo conocía personalmente a usted, sinsaber que eso la convertiría en su primera víctima.En fin, entre los libros de él encontramos unosobre los espartanos, uno sobre los pitagóricos ylos trasplantes en la antigüedad y otro sobre eldesarrollo físico de los niños Down: quería

asegurarse de que los pulmones servirían.- ¿Y cómo hizo lo de Clark? -pregunté yo.- Ahora nunca lo voy a poder confirmar, pero

mi idea es ésta: a Clark no lo mató. Simplementevigiló el segundo piso hasta que vio salir unacamilla con un muerto de esa sala, la sala que, élsabía, visitaba Seldom. Los cadáveres quedan enun cuartito en ese mismo piso, sin ningunavigilancia, a veces durante horas. Lo único quehizo fue entrar en ese cuarto y clavar en el brazode Clark la punta de una jeringa vacía, para dejaruna marca y simular un asesinato. El hombreverdaderamente se proponía, a su modo, hacer elmenor daño posible. Creo que para entender elrazonamiento debemos empezar por el final.Quiero decir, empezar por el grupo de chicosDown. Posiblemente desde que le negaron porsegunda vez un pulmón para su hija empezó aconcebir las primeras ideas en esta dirección.Todavía no había pedido licencia en ese momentoy llevaba y traía todas las mañanas a ese grupo dechicos en su ómnibus. Empezó a verlos como unbanco de pulmones sanos, que dejaba ir todos los

días mientras su hija se moría. La repetición creael deseo, sí, y el deseo crea obsesiones. Quizápensó primero en matar a uno solo pero sabía queno era tan fácil dar con un pulmón compatible.Sabía también que muchos de los padres en estaescuela son católicos extremos: es muy común enlos padres de estos chicos el corrimiento a lareligión, algunos creen incluso que sus hijos sonángeles de algún tipo. No quería correr riesgos deque le negaran otra vez el trasplante eligiendo unoal azar, pero tampoco podía simplementedespeñarse con ellos: los padres sospecharían deinmediato y ninguno querría donar el pulmón.Todos sabían que Johnson estaba desesperado porsu hija y que poco después de la internación habíaconsultado la legislación inglesa con la intenciónde suicidarse. Necesitaba en definitiva, alguienque los matara por él. Éste, supongo yo, era sudilema hasta que leyó, quizás a través de Mrs.Eagleton, o en ese avance en el diario, el capítulode su libro sobre los crímenes en serie. Encontróentonces la idea que le faltaba. Concibió su plan,un plan simple. Si no podía conseguir alguien que

matara a los chicos por él, inventaría un asesino.Un asesino serial imaginario en el que todoscreyeran. Había leído ya, probablemente, sobrelos pitagóricos, y no le resultó difícil imaginar unaserie de símbolos que pudieran ser vistos como undesafío a un matemático. Aunque quizá el segundosímbolo, el pez, tuviera una connotación privadaadicional: es el símbolo de los primeroscristianos. Fue tal vez su modo de señalar que seestaba vengando. Sabemos también que lofascinaba particularmente el símbolo delTetraktys, está escrito en el margen de casi todossus libros, posiblemente por la correspondenciacon el número diez, el equipo completo debásquet, la cantidad de chicos que pensaba matar.Eligió a Mrs. Eagleton para iniciar la serie porquedifícilmente podría pensarse en una víctima másfácil: una mujer anciana, inválida, que se quedabasola en su casa todas las tardes. Sobre todo, noquería alertar al principio a la policía. Este era unelemento clave del plan: que las primeras muertesfueran discretas, imperceptibles, de manera que nonos echáramos de inmediato sobre él y pudiera

tener tiempo para llegar a la cuarta. Le bastaba queuna sola persona estuviera avisada: usted. Algo lesalió mal en esa primera muerte pero fue de todosmodos más inteligente que nosotros y no volvió acometer errores. Sí, a su manera, triunfó. Esextraño, pero me cuesta condenarlo: yo tambiéntengo una hija. Es difícil saber hasta dóndellegaría uno por un hijo.

- ¿Usted cree que planeaba salvarse? -preguntó Seldom.

- Eso no creo ya que nunca lo sepamos -dijoPetersen-. En el peritaje se descubrió que habíalimado ligeramente la dirección. Esto le habríadado en principio una coartada. Pero por otrolado, si pensaba saltar, podría haberlo hecho antes.Creo que quiso manejar hasta el final, para estarseguro de que el ómnibus verdaderamente cayeraal precipicio. Sólo cuando atravesó la valla sedecidió a saltar. Cuando pudieron rescatarlo yaestaba totalmente inconsciente y murió en laambulancia antes de llegar al hospital. Bien -dijoel inspector mientras llamaba al mozo y consultabasu reloj-, no me gustaría llegar tarde al servicio.

Sólo quiero decirles una vez más que apreciéverdaderamente la ayuda de ustedes -y le sonriópor primera vez a Seldom sin prevenciones-: leíhasta donde pude los libros que usted me prestó,pero las matemáticas nunca fueron mi fuerte.

Nos pusimos de pie junto con él y lo vimosalejarse hacia la iglesia de St. Giles, donde sehabía congregado ya una gran cantidad de gente.Algunas de las mujeres llevaban velos negros yotras eran llevadas de la mano adentro de laiglesia, como si les resultara demasiado penososubir solas los pocos escalones de la entrada.

- ¿Usted vuelve al Instituto? -me preguntóSeldom.

- Sí -dije-, en realidad no debería habermetomado estos minutos: tengo que terminar y enviarhoy sin falta el informe de mi beca. ¿Y usted?

- ¿Yo? -Miró hacia la entrada de la iglesia, ypor un momento me pareció que estaba muy solo ycuriosamente desvalido.- Creo que voy a esperaraquí a que termine el servicio: quiero acompañarla procesión al cementerio.

CAPITULO 25

Durante las horas siguientes llené, tropezandocada vez más a menudo, como un fatigado corredorde vallas, la sucesión de ridículos casilleros quese me pedían en el informe. A las cuatro de latarde logré por fin imprimir los archivos y juntartodas las hojas en un gran sobre de papel madera.Bajé a la secretaría, dejé el sobre a Kim para quelo enviara a la Argentina con el correo de la tardey salí a la calle en una leve euforia de liberación.Recordé, en el camino de regreso a Cunliffe Close,que debía pagarle a Beth el segundo mes dealquiler e hice un ligero desvío para retirar eldinero del cajero automático. Me encontrérepitiendo los mismos pasos que un mes atrás, casiexactamente a la misma hora. El aire de la tardetenía la misma tibieza, las calles la misma calma,todo parecía duplicarse, como si fuera una últimaoportunidad que se me daba para volver atrás, aldía en que todo había empezado. Elegí al retomar

Banbury Road el mismo lado, la vereda del sol, ycaminé rozando los setos de ligustros, paraplegarme a esa conjunción misteriosa derepeticiones. Sólo al llegar al recodo de CunliffeClose vi, todavía adherido al pavimento, el últimojirón de la piel del angstum, algo que un mes atrásno estaba. Me forcé a acercarme. Los autos, lalluvia, los perros, habían hecho su trabajo. Lasangre se había reabsorbido. Apenas quedaba eseúltimo fragmento de piel seca erizada de pelos quesobresalía del pavimento, como una cascara apunto de ser arrancada. "El angstum hace todo porsalvar a su cría", había dicho Beth. ¿No habíaescuchado a la mañana una frase casi igual? Sí,había sido el inspector Petersen: "Es difícil saberhasta dónde llegaría uno por un hijo". Me quedépetrificado, con los ojos clavados en ese últimodespojo, escuchando en el silencio. De pronto losupe, lo supe enteramente. Vi, como si siemprehubiera estado allí, lo que Seldom quería queviera desde el principio. Me lo había dicho, casiletra por letra, y yo no había sabido escuchar. Melo había repetido, de cien maneras diferentes, me

había puesto bajo las narices las fotos y yo sólohabía visto todo el tiempo emes, corazones yochos.

Retrocedí y desanduve toda la avenidallevado por un único pensamiento; tenía queencontrar a Seldom. Crucé el mercado, subí porHigh Street, y tomé el atajo de King Edward parallegar lo antes posible a Merton College. PeroSeldom no estaba allí. Me quedé por un momentoalgo desorientado frente a la ventanilla de larecepción. Pregunté si lo habían visto regresar a lahora del almuerzo y me dijeron que no recordabanhaberlo visto otra vez desde la mañana. Se meocurrió que quizás estuviera en el hospital,visitando a Frank. Tenía unos cuartos en el bolsilloy llamé desde el teléfono del College a Lorna,para que me comunicara con el segundo piso. No,Mr. Kalman no había tenido durante el día ningunavisita. Pedí que me pasaran otra vez con Lorna.

- ¿No se te ocurre ningún otro lugar dondepueda estar?

Hubo un silencio del otro lado de la línea yno pude saber si Lorna simplemente estaba

pensando, o trataba de decidir si debía decirmealgo que me podría revelar la verdadera relaciónque había tenido con Seldom.

- ¿Qué día es hoy? -me preguntóinesperadamente.

Era el 25 de junio. Se lo dije y Lorna suspiró,como si asintiera.

- Es el día que murió su mujer, el día delaccidente. Creo que lo vas a encontrar en el MuseoAshmolean.

Rehice el camino a Magdalen Street y subílas escalinatas del Museo. Nunca había estadotodavía allí. Atravesé una pequeña galería deretratos presidida por el rostro impenetrable deJohn Denwey y seguí las flechas que indicaban elgran friso de los asirios. Seldom era la únicapersona en el salón. Estaba sentado en una de lasbanquetas que habían dispuesto a cierta distanciade la pared central. A medida que me acercaba vique el friso se prolongaba como un pergamino depiedra delgado y larguísimo extendido de lado alado en la sala. Mitigué involuntariamente mispasos al aproximarme: Seldom parecía estar

sumido en un profundo recogimiento, con los ojosclavados en un detalle de la piedra, inmóviles yvaciados de expresión, como si hiciera mucho quehubiera dejado de mirar. Por un instante mepregunté si no hubiera debido esperarlo afuera.Cuando se volvió hacia mí no pareciósorprenderse de verme allí y sólo dijo, con su tonollano de siempre: -Bueno, si llegó hasta acá esporque sabe, o porque cree que sabe, ¿no escierto? Siéntese -y me señaló la banqueta a sulado-: si quiere ver el friso entero tiene quesentarse aquí.

Me senté donde me indicaba y vi la sucesiónde imágenes abigarradas de lo que parecía uninmenso campo de batalla. Las figuras eranpequeñas y estaban marcadas sobre la piedraamarillenta con una precisión admirable. En lamultiplicación de escenas de combate un sologuerrero parecía enfrentarse a legiones enteras deenemigos. Se lo reconocía por una larga barba yuna espada que sobresalía entre todas. Larepetición incansable del guerrero daba al recorrerel friso de izquierda a derecha una vivida

sensación de movimiento. Al mirar por segundavez uno advertía que las posiciones sucesivaspodían ser vistas como una progresión temporal yque al final del friso eran mucho más numerosaslas figuras caídas, como si el guerrero hubieravencido por sí solo a todo el ejército.

- El rey Nissam, guerrero infinito -dijoSeldom, con una entonación extraña-. Ese es elnombre con el que se le presentó el friso al reyNissam y todavía el nombre con que llegó alMuseo Británico tres mil años después. Pero hayotra historia que guarda la piedra para el que tienela paciencia de verla. Mi mujer logró reconstruirlacasi por completo cuando el friso llegó aquí. Si sefija en el cartel al costado verá que la obra fueencargada a Hassiri, el escultor más importanteentre los asirios, para celebrar un cumpleaños delrey. Hassiri tenía un hijo, Nemrod, a quien habíaenseñado su arte y trabajaba junto con él. Nemrodestaba prometido a una muchacha muy joven,Agartis. El mismo día en que el padre y el hijoalistaban la piedra para empezar los trabajos, elrey Nissam, durante una excursión de caza,

encontró a la muchacha junto al río. Quiso tomaríapor la fuerza y Agartis, que no reconoció al rey,trató de escapar por el bosque. El rey le dioalcance fácilmente y le cortó la cabeza con suespada después de violarla. Cuando volvió alpalacio y pasó delante de los escultores, padre ehijo pudieron ver la cabeza de la muchachacolgada de la grupa con el resto de las piezas decaza. Mientras Hassiri iba a llevar la triste noticiaa la madre de la muchacha, su hijo, en un arranquede desesperación, grabó sobre la piedra la figuradel rey que segaba la cabeza de una mujerarrodillada. Hassiri encontró al volver a su hijoenloquecido, martillando en la piedra una imagenque sería su condena a muerte. Lo apartó de lapared, lo hizo retornar a su casa y quedó a solascon su dilema. Probablemente hubiera sido fácilpara él borrar de la piedra esa imagen. PeroHassiri era un artista antiguo y creía que cada obralleva una verdad misteriosa amparada por unamano divina, una verdad que no corresponde a loshombres destruir.

Posiblemente también quería, tanto como su

hijo, que los hombres de algún futuro supieran loque había ocurrido. Durante la noche tendió unlienzo sobre la pared y pidió que se lo dejaratrabajar en secreto, oculto debajo del lienzo,porque la obra que preparaba, dijo, sería de unanaturaleza distinta a todos sus trabajos anteriores,una obra que sólo la mirada del rey debíainaugurar. A solas con esa primera imagen sobre lapiedra, Hassiri tuvo el mismo dilema que elgeneral de Chesterton en El signo de la espadarota: ¿cuál es el mejor lugar para esconder ungrano de arena? Una playa, sí, pero ¿qué ocurre sino hay playa? ¿Cuál es el mejor lugar paraesconder un soldado muerto? Un campo de batalla,sí, pero ¿qué ocurre si no hay batalla? Un generalpuede desatar una batalla y un escultor… puedeimaginarla. El rey Nissam, guerrero infinito, nuncaparticipó en una guerra: el suyo fue un períodoextraordinariamente pacífico, posiblemente sólomató en su vida a mujeres desarmadas. Pero elfriso, aunque el motivo bélico le resultara un tantoextraño, halagó al rey y le pareció una buena ideaexponerlo en palacio para intimidar a los reyes

vecinos. Nissam, y después de él generaciones ygeneraciones de hombres, sólo vieron lo que elartista quería que se viera: una sucesiónabrumadora de imágenes de las que el ojo prontose despega porque cree advertir la repetición, creecapturar la regla, cree que cada parte representa altodo. Ese es el señuelo en la multiplicación de lafigura con la espada. Pero hay una parte mínima,una parte escondida que contradice y aniquila alresto, una parte que es en sí misma otro todo. Yono tuve que esperar tanto tiempo como Hassiri.Quería también que alguien, al menos una persona,lo descubriera, que alguien supiera la verdad yjuzgara. Supongo que tengo que alegrarme de queusted finalmente lo haya visto.

Seldom se puso de pie y abrió la ventanadetrás de mí mientras enrollaba un cigarrillo.Continuó hablando de pie, como si ya no pudieravolver a sentarse.

- Esa primera tarde, cuando nos conocimos,yo había recibido un mensaje, sí, pero no era de undesconocido, no era de un loco, sino de alguien,desgraciadamente, muy cercano a mí. Era la

confesión de un crimen y era un pedidodesesperado de ayuda. El mensaje estaba en micasillero, como le dije a Petersen, desde la hora enque entré a clase, pero recién lo recogí y lo leícuando bajé a la cafetería, una hora más tarde. Fuiinmediatamente a Cunliffe Close, y lo encontré austed en la puerta de entrada. Todavía creía que enel mensaje podía haber alguna exageración. Hicealgo terrible, decía, pero no hubiera podidoimaginar nunca lo que encontramos. Alguien aquien usted alza en brazos desde que es una niña,sigue siendo una niña toda la vida para usted.Siempre la había protegido. Yo no hubiera podidollamar a la policía. Si hubiera estado a solas allísupongo que hubiera intentado borrar las huellas,limpiar la sangre, hacer desaparecer la almohada.Pero estaba con usted y tuve que hacer el llamado.Había leído ya sobre los casos de Petersen y sabíaque apenas se hiciera cargo y se echara sobre ellaestaría perdida. Mientras esperábamos a lospatrulleros tuve, yo también, el dilema de Hassiri.¿Dónde esconder un grano de arena? En la playa.¿Dónde esconder una figura con espada? En un

campo de batalla. ¿Y dónde esconder un crimen?Ya no podía ser en el pasado. La respuesta erasimple pero terrible: sólo quedaba el futuro, sólopodía ocultarse en una serie de crímenes. Eraverdad que después de publicar mi libro yo habíarecibido mensajes de toda clase de perturbadosmentales. Recordaba sobre todo uno que asegurabaque mataba a un homeless cada vez que su boletode ómnibus era un número primo. No me costabanada imaginar a un asesino que dejara en cadacrimen, como un desafío, el símbolo de una serielógica. Pero por supuesto, no estaba dispuesto acometerlos asesinatos. No estaba seguro todavíade cómo resolvería esto, pero tampoco teníademasiado tiempo para pensarlo. Cuando elforense determinó la hora de la muerte entre lasdos y las tres de la tarde, me di cuenta de que ladetendrían de inmediato y decidí dar el salto alvacío. El papel que yo había tirado al cesto esatarde era el borrador de una demostraciónequivocada que había querido después recuperar,estaba seguro de que Brent se acordaría de esepapel si la policía decidía preguntarle. Imaginé un

texto breve, como una cita. Quería sobre tododarle una coartada: lo más importante era la hora.Elegí las tres de la tarde, el límite superior quehabía determinado el forense, sabía que a esa horaella estaría ya en el ensayo. Cuando el inspectorme preguntó si había en el mensaje algún otrodetalle recordé que habíamos estado hablando conusted en castellano y que al fijarme en los atrileshabía visto formada la palabra "aro". Penséinmediatamente en el círculo: ése era exactamenteel símbolo que yo mismo sugería en mi libro parainiciar una serie con una máxima indeterminación.

- Aro -dije yo-, eso era lo que usted queríaque viera en las fotos.

- Sí: traté de decírselo de todas las manerasposibles. Solamente usted que no es inglés hubierapodido unir las letras y leer esa palabra como laleí yo. Después de que nos tomaron lasdeclaraciones, mientras caminábamos hacia elteatro, yo quería saber sobre todo si usted habíareparado en eso, o en cualquier otro detalle que seme hubiera escapado a mí y que pudierainculparla. Usted me llamó la atención sobre la

posición final de la cabeza, con los ojos vueltoscontra el respaldo. Ella me confesó después quesí, que no había resistido la mirada de esos ojosfijos y abiertos.

- ¿Y por qué hizo desaparecer la manta? -Enel teatro le pedí que me contara todo, paso porpaso, exactamente cómo lo había hecho. Por eso lepedí a Petersen que me dejara a mí darle lanoticia: quería que ella hablara conmigo antes deenfrentarse a la policía. Tenía que contarle mi plany quería, sobre todo, saber si se había descuidadoen algo más. Me dijo que había usado sus guantesde gala para no dejar huellas, pero que habíatenido, efectivamente, que luchar contra ella y queel taco de su zapato había desgarrado la manta.Pensó que la policía podía sospechar por estedetalle que había sido una mujer. Tenía todavía lamanta en su bolso y convinimos en que la haríadesaparecer. Estaba terriblemente nerviosa y creíque no resistiría ese primer encuentro conPetersen. Yo sabía que si Petersen se centraba enella estaba perdida. Y sabía que para instalar lateoría de la serie debía proporcionarle cuanto

antes un segundo asesinato. Afortunadamente ustedme había dado en esa primera conversación quetuvimos la idea que me faltaba, cuando hablamosde crímenes imperceptibles. Crímenes que nadieviera como crímenes. Un crimen verdaderamenteimperceptible, me di cuenta, no necesita ser nisiquiera un crimen. Pensé de inmediato en la salade Frank. Yo veía salir cadáveres cada semana deallí. Sólo necesité procurarme una jeringa y, comoadivinó Petersen, esperar con paciencia a queapareciera el primer muerto en el cuarto delpasillo. Fue un domingo, mientras Beth estaba degira. Era perfecto para librarla a ella desospechas. Me fijé en la hora que habían anotadoen la muñeca, para asegurarme de que me dieratambién a mí una coartada, y clavé en el brazo deese cadáver la jeringa vacía, sólo para dejar unamarca. Esto era lo más lejos que me proponíallegar. Había leído en mi pequeña investigaciónsobre crímenes irresueltos que los forensessospechaban desde hacía un tiempo la existenciade una sustancia química que se disipa en pocashoras sin dejar rastros. Esa sospecha era suficiente

para mí. Además se suponía que mi criminal debíaestar lo bastante preparado como para desafiartambién a la policía. Ya tenía decidido que elsegundo símbolo sería el del pez, y que la seriedebía ser la de los primeros números pitagóricos.Apenas salí del hospital dejé un mensaje similar alque había descripto para Petersen pegado en lapuerta giratoria del Instituto. El inspector llegó areconstruir esta parte y creo que sospechó duranteun tiempo de mí. Fue a partir de esa segundamuerte que Sacks empezó a seguirme a todoslados.

- Pero en el concierto usted no pudo hacerlo;¡usted estaba junto a mí! -dije.

- El concierto… el concierto fue la primeraseñal de lo que más temía. La maldición que mepersigue desde siempre. Dentro de mi plan, yoestaba esperando que se produjera un accidente detránsito exactamente en el lugar que eligió Johnsonpara despeñarse. Era el lugar donde yo mismo mehabía accidentado y la única posibilidad que se meocurría para el tercer símbolo de la serie, eltriángulo. Pensaba enviar un mensaje a posteriori

que reclamara ese accidente vulgar como uncrimen, un crimen que había llegado a la máximaperfección: la de no dejar ningún rastro. Esa habíasido mi elección y esa hubiera sido la última delas muertes. Yo daría a conocer inmediatamentedespués la solución de la serie que yo mismohabía iniciado. Mi supuesto contrincanteintelectual admitiría que estaba derrotado ydesaparecería en silencio o dejando quizá algunaspistas falsas para que la policía persiguieratodavía durante algún tiempo a un fantasma. Peroentonces, ocurrió lo del concierto. Era una muertey yo estaba buscando muertes. Desde dondeestábamos parecía realmente que alguien loestuviera estrangulando. No era difícil creer queestábamos presenciando un asesinato. Pero quizálo más extraordinario es que aquel hombre quemoría había estado tocando el triángulo. Parecíauna señal benévola, como si mi plan hubiera sidoaprobado en una esfera más alta y la vida meallanara el camino. Como le dije, nunca supe leerlos signos del mundo real. Creí que podía tomarpara mi plan aquella muerte y mientras usted

corría con los demás al escenario, me aseguré deque nadie se estuviera fijando en mí y recorté delprograma las dos palabras que necesitaba paraarmar el mensaje. Después simplemente las dejésobre mi asiento y caminé detrás de usted. Cuandoel inspector nos hizo señas y vi que se acercabapor el otro extremo de la fila a nosotros, me detuvea propósito antes de llegar a mi asiento, como sime hubiera paralizado la sorpresa, para que fueraél mismo quien los alzara. Fue mi pequeño acto deilusionismo. Por supuesto había tenido, o suponíaque había tenido, una ayuda extraordinaria delazar, porque incluso estaba allí Petersen parapresenciarlo todo. El médico que subió alescenario dijo lo que para mí era obvio: habíasido un paro respiratorio natural, a pesar de suapariencia tan dramática. Yo hubiera sido elprimer sorprendido si la autopsia revelaba algoextraño. Sólo me quedaba entonces el problema,que ya había resuelto una vez, de convertir unamuerte natural en un crimen y deslizar unahipótesis convincente para que también Petersenintegrara naturalmente esa muerte a la serie. Esta

vez era más difícil, porque no podía acercarme alcadáver y, digamos, apretar mis manos alrededordel cuello. Recordé entonces el caso del telépata.Sólo se me ocurría algo así: insinuar que podríahaberse tratado de un caso de hipnotismo adistancia. Sabía sin embargo que sería casiimposible convencer a Petersen de esto, aún si lehubieran quedado dudas sobre el crimen de Mrs.Crafford: no estaba, por decirlo así, dentro de laestética de sus razonamientos, en su entorno de loverosímil. No hubiera sido para él un argumentoplausible, como diríamos en matemática. Perofinalmente nada de esto fue necesario: Petersenaceptó sin problemas una hipótesis para mí muchomás burda, la del ataque relámpago por atrás. Laaceptó, pese a que estaba en el concierto y vio lomismo que nosotros: que a pesar de la teatralidadde la muerte, no había nadie más allí. La aceptópor la misma razón humana de siempre: porquequería creer. Quizá lo más curioso es que Petersenni se detuvo a considerar la posibilidad de que setratara de una muerte natural: me di cuenta de quesi alguna vez había dudado, ahora ya estaba

totalmente convencido de que perseguía a unasesino serial y le parecía perfectamente razonableencontrar crímenes a cada paso, incluso la únicanoche que salía con su hija a un concierto.

- ¿No cree que pudo haber sido Johnson elque atacó al músico, como piensa Petersen?

- No, no lo creo. Eso es solamente posibledesde la argumentación de Petersen. Es decir, siJohnson hubiera planeado también la muerte deMrs. Eagle-ton y la de Clark. Pero hasta la nochedel concierto era muy difícil que Johnson pudierahacer la conexión correcta entre las primeras dosmuertes. Yo creo que esa noche Johnson vio, comoyo, una señal equivocada. Tal vez ni siquierapresenció la muerte: se suponía que debíaquedarse a esperar a los chicos en el ómnibus.Pero al día siguiente seguramente leyó en el diariola historia completa. Vio la serie de símbolos, unaserie de la que él sabía la continuación. Habíaestado leyendo fanáticamente sobre los pitagóricosy sintió, como yo, que desde alguna esfera superiorle daban una posibilidad para su plan. El númerode chicos del equipo de básquet coincidía con el

número del Tetraktys. A su hija le quedabanapenas cuarenta y ocho horas de vida. Todoparecía decirle: esta es la oportunidad y es laúltima oportunidad. Esto es lo que trataba deexplicarle en el parque, la pesadilla que meacompaña desde la infancia: las consecuencias, lasderivaciones infinitas, los monstruos que producenlos sueños de la razón. Sólo quería evitar que ellafuera a prisión y ahora llevo once muertes sobremí.

Quedó en silencio por un instante, con lamirada perdida en la ventana.

- Todo este tiempo usted fue mi medida.Sabía que si lograba convencerlo a usted sobre laserie también convencería a Petersen, y sabíatambién que si algo se me escapaba era posibleque usted me lo señalara con anticipación. Peroquería a la vez ser justo con usted, si esa palabratiene sentido, darle todas las posibilidades paraque pudiera descubrir la verdad… ¿Cómo se diocuenta finalmente? -me preguntó de pronto.

- Recordé lo que dijo esta mañana Petersen,que es difícil saber lo que haría un padre por una

hija. El día que los vi juntos a usted y a Beth en elmercado me había parecido advertir una relaciónextraña entre los dos. Me había intrigado sobretodo que ella se dirigió a usted como si requirieraaprobación para su casamiento. Me pregunté si eraposible que usted hubiera encubierto con una seriede crímenes a una persona a la que ni siquiera veíacon demasiada frecuencia.

- Sí, aun en su desesperación supoperfectamente dónde ir a golpear. No sé enrealidad, y no creo que nunca lo sepa, si es ciertolo que ella piensa. No sé qué pudo haberle contadosu madre sobre nosotros. Nunca me había dichonada antes sobre esto. Pero quizá para asegurarsede que la ayudaría jugó su carta extrema. -Buscóen el bolsillo interior de su saco y me extendió unpapel doblado en cuatro. Hice algo terrible, decíala primera línea, en una caligrafía curiosamenteinfantil. La segunda, que parecía haber sidoagregada en un rapto de desesperación, decía encaracteres grandes y desolados: Por favor, porfavor, necesito que me ayudes, papá.

EPILOGO

Cuando bajé los escalones del museo el soltodavía estaba allí, con esa claridad benévola,largamente extendida, de las tardes de verano.Caminé de regreso a Cunliffe Close, dejando atrásla cúpula dorada del Observatorio. Ascendílentamente la cuesta de Banbury Road,preguntándome qué debía hacer con la confesiónque había escuchado. Algunas de las casasempezaban a iluminarse y vi por las ventanasbolsas de papel con provisiones, televisores quese encendían, los fragmentos civilizados de la vidaque detrás de los cercos de muérdago continuabaimperturbable. A la altura de Rawlinson Road oí amis espaldas el sonido corto y alegre, repetido dosveces, de una bocina de auto. Me di vueltacreyendo que encontraría a Lorna. Vi un pequeñoauto descapotable, flamante, de un azul acerado,desde el que Beth me hacía señas. Me acerqué alcordón y ella se pasó una mano por el pelo

alborotado y se estiró en el asiento para hablarmecon una gran sonrisa.

- ¿Puedo acercarte?Supongo que vio algo desacostumbrado en mi

expresión, porque la mano que se extendía paraabrirme la puerta quedó a mitad de camino. Elogiémecánicamente el auto nuevo y después la miré alos ojos, la miré como si la viera otra vez desde elprincipio y debiera encontrar en ella algodiferente. Pero sólo estaba más feliz, másdespreocupada, más hermosa.

- ¿Algo está mal? -me preguntó-. ¿De dóndevenías?

- Vengo… de hablar con Arthur Seldom.Una primera señal de alarma cruzó

brevísima-mente por sus ojos.- ¿Matemáticas? -me preguntó.- No -dije-. Estuvimos hablando de los

crímenes. Me contó todo.Su rostro se ensombreció y sus manos

volvieron al volante. Su cuerpo se pusorepentinamente tenso.

- ¿Todo? No, no creo que te haya contado

todo -sonrió nerviosamente para sí y un antiguorencor pareció asomar por un instante a sus ojos-:nunca se animaría a contarlo todo. Pero ya veo -dijo y volvió a mirarme con una expresión decautela-. Veo que le creíste. ¿Y qué vas a hacerahora?

- Nada, ¿qué podría hacer? Seguramente éliría a la cárcel también -dije. La miraba y entretodas las preguntas, había en realidad una sola quequería formularle. Me incliné hacia ella hastaencontrar otra vez el azul rígido de sus ojos.- ¿Quéfue lo que te decidió a hacerlo?

- ¿Qué fue lo que te decidió a venirjustamente aquí? -dijo-. Porque no vinistesimplemente a estudiar matemática, ¿no es cierto?¿Por qué elegiste

Oxford? -Vi que una lenta lágrima asomabaentre sus pestañas-. Fue una frase tuya. El día quete vi tan feliz bajando con tu raqueta de ese auto.Cuando hablábamos de las becas. "Deberíasprobarlo", me dijiste. No podía dejar de repetirmeaquello: deberías probarlo. Creía que ella semoriría pronto y que habría para mí todavía la

posibilidad de otra vida. Pero unos días despuésle dieron los nuevos análisis: el cáncer habíaremitido, el médico le había dicho que podía vivirotros diez años. Diez años más atada a esa viejaurraca… no hubiera podido soportarlo.

La lágrima que había quedado suspendidarodó por su mejilla. Se la quitó con un movimientobrusco, algo avergonzado, y estiró la mano parabuscar un kleenex en la gaveta. Volvió a poner lasmanos sobre el volante y vi por un instante supulgar diminuto.

- Entonces, ¿no vas a subir? -La próxima vez-dije-. Es una tarde hermosa, quiero caminartodavía un poco.

El auto arrancó y pronto lo vi empequeñecery desaparecer a lo lejos en la curva de CunliffeClose. Me pregunté si lo que Beth creía queSeldom nunca se animaría a contarme sería lo queSeldom ya me había contado, o si habría algo más,algo que temía imaginarme. Me pregunté qué partesabía finalmente de toda la verdad y cómo deberíaempezar mi segundo informe. En la entrada deCunliffe Close miré hacia abajo y ya no pude

reconocer dónde había caído el angstum: elúltimo resto de piel había desaparecido y elpavimento que se extendía a mis pies, hasta dondellegaban los ojos, estaba otra vez limpio, inocente,despejado.

AGRADECIMIENTOS

A la Fundación Mac Dowell, a misbenefactores anónimos y al matrimonio Putnam,por dos residencias en ese paraíso de artistasque es la Colonia Mac Dowell, donde fue escritagran parte de esta novela. Al InternationalWriting Program, de la Universidad de Iowa, poruna beca de dos meses que me permitiócorregirla.

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24/04/2009

notes

[1] The third of the series - Las palabrasestán recortadas del programa en inglés y no haypor lo tanto, distinción de sexo. (N. del E.)

[2] Sigla que se usa en matemática paraconcluir una demostración (Quod eratdemonstrandum, "Que es lo que queríademostrarse")