guillermo abril. bolivia · lida como la de una acuarela aguada. La alti tud, cercana a los 4.000...

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os soldados uniformados, de tez morena y cara adolescente, se asoman por la puerta de la garita. Con ellos se asoma también una melodía árabe que brota de

algún transistor, la misma que se podría es­cuchar en algún locutorio madrileño regen­tado por marroquíes. O en una cafetería de El Cairo. O quizá solo se trate de una canción de Shakira. La barrera está bajada impidien­do el paso. El recinto, vallado. Un perro de color canela cruza la separación sin proble­

67EL PAÍS SEMANAL

Es uno de los países más pobres de América Latina. Pero ha encontrado un recurso para invertir la tendencia.

El metal más ligero de la tabla periódica. Cuyos iones hacen latir las baterías de la tecnología portátil y del

coche eléctrico. El litio. Viajamos al salar de Uyuni, una enorme costra de sal en los Andes. La mayor reserva

de este mineral del mundo. Por guillermo abril. Fotografía de guillermo de torres.

mas y husmea entre la tierra dura y fría, donde no crece nada, salvo cactus, espinos y matojos parduscos. La luz del sol resulta pá­lida como la de una acuarela aguada. La alti­tud, cercana a los 4.000 metros, le obliga a uno a respirar a poquitos, a caminar lento, a comer como un pájaro. O a pasar un día en cama con náuseas y un dolor punzante en la cabeza, como si le sujetaran al cráneo una diadema de alfileres: el mal de altura. Han sido varios días de viaje hasta llegar aquí, in­cluida una noche en un tren que tosía y ca-rraspeaba por unos raíles casi ocultos; se

bolivia

el precio de la sal. en el salar de Uyuni, las cooperativas salineras trabajan desde hace años sin variar su método: pican sal y la dejan secar en los montones que se ven en la imagen. la venden a menos de 1,5 euros cada 50 kilos para consumo casero. en esa misma salmuera se encuentra el litio.

El delirio del litio

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salar de Uyuni, 10.500 kilómetros cuadrados de un viejo mar emergido por el choque de dos placas tectónicas y desecado, convertido en una inmensa costra de sal blanca, cega­dora como una plancha de acero a mediodía; cristalizada entre cordilleras y volcanes, ro­deada de lagunas moradas, rosas y turquesas, y de formaciones rocosas retorcidas, como rostros u hombres de barro a medio hacer. Entre la sal, mezclado con ella, se encuentra el litio. El metal más ligero de la tabla perió­dica, altamente inflamable y cuyos efectos en el cerebro amortiguan desde hace tiempo las subidas y bajadas de humor de los bipo­lares (existe una canción de Kurt Cobain so­

iban formando carámbanos de hielo en las ventanillas mientras los vagones cruzaban el Altiplano a menos 10 grados, bajo el cielo acribillado de estrellas del hemisferio Sur. Antes transcurrieron varios meses de con­versaciones telefónicas, correos y tramita­ción de permisos con personal de minis­terios y gerencias, con “licenciados” e

“ingenieros”, como les dicen aquí. Un esfuer­zo en vano: no figura ninguna visita en la agenda desvencijada de los soldados. La ba­rrera sigue echada, suena la melodía orien­tal y el perro se da media vuelta. Parece que tendrán que llamar a algún responsable, y dar aviso en La Paz. Esto es Bolivia, el país

donde las citas existen para ser olvidadas y el ritmo suele ir un par de pistones por debajo.

Tras un tiempo de expectación confusa, aparece con aire marcial un hombre robusto, de mostacho poblado, enfundado en un mono rojo con el escudo de la Corporación Minera de Bolivia (Comibol). Se presenta como el “jefe de seguridad” y ya no se sepa­rará de nosotros. “Nada de nombres, es la consigna”, será la frase que más se oiga en su compañía, siempre oculto tras unas gafas de sol y una braga. A sus órdenes, los militares nos entregan unos cascos de obra, suben la barrera y dejamos atrás la garita.

Nos adentramos en el sueño de un país por romper su espiral de pobreza. Un sueño ubicado bajo una superficie lunar, extrate­rrestre, por donde uno camina y cree haber conocido la Tierra hace millones de años: el

el salar conforma un paisaje lunar. es un mar seco emergido por el choque de dos placas tectónicas

la evaporación. a la izquierda, una de las tres piscinas donde evaporan y tratan la salmuera para obtener carbonato de litio. arriba, algunos operarios junto a una de las vagonetas donde viven y trabajan. abajo, hora de la comida frente a chamizos de madera y latón.

bre el asunto, Lithium). Pero al contrario que en el cerebro, aislados en el interior de una celda compuesta por dos electrodos y sepa­rados convenientemente por un electrolito, sus iones son capaces de bailar de un polo a otro, liberando energía. Quienes comenza­ron a explorar este hallazgo en los setenta lo denominaron batería mecedora, por ese mo­vimiento de ida y vuelta. Los japoneses de la multinacional Sony, la primera empresa que comercializó el invento a principios de los noventa, lo bautizaron simplemente: batería de ión­litio. La mayoría de ordenadores, ta­bletas y teléfonos móviles llevan una. Con­centran más energía en menos volumen. Aguantan más ciclos de carga. Conforman la pieza clave que dota de autonomía a la tec­nología portátil; el corazón que hace latir sobre el asfalto al coche eléctrico, un fenó­meno “imparable ya”, según José Manuel Amarilla, científico del CSIC, uno de los po­cos españoles que investigan esta tecnología. Las baterías, de unos 300 o 400 kilos, supo­nen casi un 60% del coste de los vehículos enchufables.

En 2007, la revista especializada Mate-rials Today nombró los derivados de este metal entre los 10 avances de las ciencias materiales más revolucionarios del último

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de bajo coste. el proceso para obtener carbonato de litio es “de coste poco elevado”. a la derecha, químicos tomando muestras de salmuera con cubos de latón y plástico; analizan la velocidad de evapora-ción. abajo, caseta donde guardan sus utensilios.

el litio no se aprecia a simple vista. se encuentra disuelto en el agua

medio siglo. A partir de 2009, Bolivia comen­zó a ser conocida como “la Arabia Saudí del litio”. En 2010, su presidente, el indígena Evo Morales, aseguró que su país le proporcio­naría al mundo un abastecimiento del nuevo recurso en volúmenes tales que permitirían

“un cambio total de la matriz energética glo­bal”. El paso a una green economy, baja en carbono, independiente del crudo, o como quiera llamarse, necesitará cantidades in­gentes de litio. Si el cambio de paradigma transita por donde se espera, en 2020, el 10% de los vehículos serán eléctricos, según cálcu­ los de Renault. Y en Bolivia creen estar en condiciones de convertirse en uno de los principales productores mundiales del mi­neral que les da vida, porque este desierto de sal, el mayor conocido, similar a una man­cha de nieve desde el espacio, constituye “de largo, la reserva de litio más grande del pla­neta, con cerca del 70% del que hay en el mundo, digamos unos 100 millones de tone­ladas, suficientes para 5.000 años”, en pala­bras de Luis Alberto Echazú, el ingeniero al que el presidente Morales encargó la perfo­ración, evaporación y transformación de la quimera andina en una realidad tangible (el servicio geológico estadounidense le reco­noce unos nueve millones de toneladas).

Y en eso andan. Penetramos en un edificio al que el hombre sin nombre denomina “la planta piloto”. Tiene forma de U, y por sus pasillos nos cruzamos con empleados con

bata blanca, otros con el citado mono de fae­na, similar al de los astronautas o al de los presos de máxima seguridad estadouniden­ses, de color caqui o rojo, para distinguir sus tareas, y todos con casco, porque el edificio sigue en obras desde que se colocó la prime­ra piedra en 2008. Como es la hora del al­muerzo, nos ofrecen unas empanadas de queso, tentempié típico que constituye hoy el alimento de Comibol. Mientras dejamos un reguero de migas por uno de los corredo­res impolutos, recién estrenados, llama la atención una puerta cuyo acabado hi-tech contrasta con los suelos y las paredes del res­to de la construcción; una cerradura electró­nica a su derecha exige reconocer la topogra­fía de una mano para ser traspasada. El jefe de seguridad responde con evasivas a la pre­gunta de qué hay al otro lado: “Es secreto”, y uno comienza a tener claro desde el princi­pio que se nos irá proporcionando una infor­mación dosificada, sutilmente dirigida.

La primera parada nos lleva hasta un la­boratorio que recuerda al de un colegio. Allí nos atiende una ingeniera metalúrgica lla­mada Cecilia Quispe, joven y didáctica. Ella y sus colegas dedican 14 días seguidos al análi­sis de las salmueras que les traen a diario des­de el salar. Por turnos, descansan en su hogar una semana y vuelven a la planta piloto situa­da en ninguna parte, donde conviven bajo un régimen estricto, sin que puedan mantener relaciones entre ellos, ni tomar bebidas alco­hólicas, por ejemplo. Aprenden sobre la mar­

cha; “no existe ninguna universidad que nos prepare”, cuenta Quispe; y conversan mucho sobre sales. A estas alturas, los científicos re­conocen su concentración solo con probar­las o echar un vistazo a su aspecto. “El litio no es un mineral que tengamos al cien por cien puro”. Pero es ahí adonde quieren aproxi­marse. Les llegan muestras más o menos cristalizadas, más o menos concentradas, después de haber sido sometidas a un proce­so de “evaporación fraccionada” en diferen­tes piscinas con el fin de obtener un mineral rico en iones, competitivo en el mercado in­ternacional, útil para las baterías. Digamos que aún se encuentran en fase de pruebas. Sobre las mesas se ven matrices, botes, tubos de ensayo con nombres y fórmulas escritas en rotulador. Y Quispe aclara que no es el litio de forma aislada lo que persiguen, sino un compuesto, el carbonato de litio (Li2CO3), cuyo aspecto sólido resulta similar al de la sal común, al menos en un principio: “A medida que se incrementa su concentración, se vuel­ve de color miel. Nosotros lo hemos obtenido hasta de color chocolate”. No pudimos com­probarlo. Las muestras de gran pureza que­dan custodiadas en otro lugar. Tras la puerta de cerradura electrónica y acceso vedado, in­sinuó. Fin de la visita al laboratorio.

Ahora nos encontramos a bordo de un todoterreno, junto a nuestro guía con aspec­to de húsar, de camino a las piscinas de eva­poración de salmuera. Las ruedas muerden una estrecha lengua de tierra. Todo a nues­tro alrededor es salar, y el sol hace brillar es­camas doradas sobre los pliegues de agua que lo recubren. Cada año, la época de llu­vias anega este mar seco y arrastra desde las montañas y los volcanes el litio y otros mine­rales, como manganeso y potasio. Se van depositando hacia lo profundo, sin que se conozca dónde acaba la salmuera rica en materias primas y dónde empieza el suelo firme. En el año 2000, un grupo de climatólo­gos de la Universidad estadounidense de Duke perforó el salar de Uyuni hasta los 220 metros. No tocaron fondo.

Al otro lado de las ventanillas, la fina capa de agua, producto de unas lluvias re­cientes, refleja los objetos como un espejo perfecto. Dos mundos enfrentados cosidos por la base. Bajo el manto cristalino se ve la costra de sal dura de la superficie. De mane­ra natural ha ido formando hexágonos de un metro de ancho, como si fueran las casillas de un tablero de juego. Las piscinas de eva­

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“podríamos abastecer de mineral al mundo durante 5.000 años”, comenta el director del proyecto

el pozo. “esta es nuestra mina”, dijo nuestro guía al pie de esta máquina de bombeo. extrae salmuera del fondo del salar y la vierte a las piscinas para su tratamiento y evaporación.

poración se encuentran unos kilómetros al norte de la planta piloto. Seguimos en ruta y, de vez en cuando, hay que echarse a un lado para dar paso a camiones que vienen en di­rección opuesta, cargados con desechos. Cruzamos unos controles militares y el co­che se detiene en una explanada de barro y sal en el extremo sur del salar.

El lugar tiene algo de asentamiento cha­bolista. Se ven chamizos de latón y madera tras un grupo de operarios que comen al aire libre; al lado, unas barracas abovedadas en cuyo interior se aprietan filas de camas; más allá, unos tráileres de chapa y dos gruesas vagonetas soviéticas que podrían haber ser­vido en la II Guerra Mundial. “Y esto es nues­tra mina”, dice el húsar. A sus pies descansa una sencilla máquina de bombeo de color cobalto, robusta, marca Denver, de la que sale un tubo, incrustado en la costra salina como la trompa de un mosquito. Es de ori­gen estadounidense y por eso fue adquirida

a través de empresas interpuestas, cuenta mirando al cielo, dejando caer que les sobre­vuelan aviones o satélites norteamericanos, quizá ambos, observando cada uno de sus avances. Puede que sea cierto. O que su ma­nía persecutoria se deba exclusivamente a sus funciones de policía. En cuanto a los he­chos, las relaciones con Washington son ten­sas desde 2008, cuando se expulsó al emba­jador estadounidense en Bolivia, al que Evo Morales acusó de “conspirar contra la de­mocracia”. En los noventa, la empresa de EE UU Lithium Corporation posó sus ojos en este lugar. Negoció con el Estado un contra­to a 40 años para explotar la zona de mayor concentración de litio, donde hoy chupa la Denver, pero se frenó porque no generaba

“valor agregado”, se lee en una memoria del Gobierno de Morales. “Era insostenible y perjudicial para las comunidades del país”.

Bolivia acumula una larga tradición de expolio de sus recursos, comenzando por el colonialismo español, que halló en 1545 y no muy lejos de aquí, en Potosí, “el cerro del que manaba plata”, del que no se sabe con certeza cuánta salió de camino a Europa, fi­nanciando el capitalismo primitivo. “Algu­nos escritores bolivianos, inflamados de ex­

cesivo entusiasmo, afirman que, en tres siglos, España recibió suficiente metal de Potosí como para tender un puente de plata desde la cumbre del cerro hasta la puerta del palacio real al otro lado del océano”, escribió Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina. A los pies del cerro, cuya imagen recuerda hoy a una ubre seca y ave­jentada, agujereada, parcheada, hecha como a jirones de distintos ocres, la guía de una iglesia franciscana añadía a la leyenda:

“De vuelta, se podría construir otro puente con los huesos de las personas que murieron dentro”. Llegó a haber 1.500 bocaminas, hoy quedan unas 200 en cuyo interior los mine­ros escupen el moco verde de la hoja de coca y buscan por cuenta propia el poco estaño, zinc, cobre y oro falso que aún aparecen. Más allá, en una de las plazas de esta ciudad en la que se acuñaron las primeras monedas de plata de América, un bufón de cara sucia, nariz de cuervo y ojos negros, que se ganaba la vida divirtiendo a la gente en la calle, reco­

noció enseguida a los extranjeros. Dijo: “Nos cagaron los españoles. Si no llega a ser por ellos, mediríamos tres metros”. Hubo risas entre la audiencia. “Ustedes nos cagaron. Hagan rodar sus euros”. En este país, el cuar­to más pobre de América Latina, con un 65% de población indígena y un pasado bélico en el que se dejaron la salida al Pacífico y el ac­ceso a unas ricas minas de cobre, en Antofa­gasta, la fijación por otorgar un lugar en la historia al colonialismo sigue presente.

“Sabemos que nos están viendo”, murmu­ra el hombre de bigote, mientras sigue el re­corrido de una manguera hasta una inmensa piscina donde vierten sus sueños. De esta pasa a una segunda y a una tercera. La sal­muera extraída hace unos meses se ha vuelto turquesa. “Pues esto es el litio”, señala. “Al principio nos costó estabilizarlo. Los iones nos desaparecían”. El punto de inflexión se produjo en 2009, cuando un grupo de quími­cos halló en el laboratorio un método autóc­tono para obtener carbonato de litio a partir de la salmuera de Uyuni. Cada salar es un mundo, y el proceso químico de lixiviación y evaporación varía según los minerales. “Ese es nuestro secreto”, dice el jefe de seguridad antes de reclamar anonimato –“nada de nombres”– para los científicos que dieron con la fórmula. El equipo recibió en 2010 el Patujú de bronce, galardón que concede el diario El Deber, por sus logros. Sus nombres son públicos y conocidos. De hecho, en el

último momento de la visita se manifestó de la nada un miembro de ese equipo, Viviana Tarqui, e hilvanó una clase de química al borde de las piscinas: “En la salmuera que extraemos, de cada 100 litros, 80 son agua. Vamos eliminando mediante evaporación el excedente de agua para concentrar los iones. Lo curioso es que en Uyuni, aparte de litio, hay sulfato y magnesio. Por eso hacemos una evaporación fraccionada, en tres pisci­nas. En la primera, la Halita, se elimina el sodio. En la segunda, la Silvinita, el potasio [esta es la turquesa]. Y en la tercera, llamada Carnalita, eliminamos el magnesio. Así se obtiene el litio. El coste del proceso es poco elevado. A medida que se va concentrando, la solución se vuelve ácida. Picante al con­tacto con la piel. Pero el litio no se aprecia a simple vista. Está disuelto en el agua”.

Poco después emprendimos el camino de vuelta, cruzando puestos militares al atar­decer con cierta sensación de vacío. ¿Eso era todo? Allá se quedaron las excavadoras y los camiones, los peones y albañiles, los cientí­ficos, los chamizos, las barracas y el litio que nunca pudimos ver. Resonaba una frase que pronunció un anciano, sentado al sol en un pueblo de barro al borde del salar. “La sal no vale nada, hermano”. Vendía 50 kilos a me­nos de 1,5 euros, para consumo casero. Te­nía las manos duras y un tajo en la oreja.

Y, sin embargo, en un edificio del barrio financiero de La Paz, Luis Alberto Echazú comenzó a hablar de millones de dólares,

acentuando la impresión de bipolaridad del país. El tratamiento para alcanzar el objetivo, obviamente, sería el litio. Mientras se oía de fondo el hormigueo de los vehículos circu­lando por una ciudad con aspecto de cráter, recortada por la cordillera andina, inagota­ble, a pesar de hallarse a 3.650 metros de al­titud, este ingeniero metalúrgico, educado en Europa y al frente de la Gerencia Nacional de Recursos Evaporíticos, detalló los tiem­pos de un ambicioso plan: “De momento tenemos tres piscinas y un campamento. Pero estamos en la fase terminal de la planta piloto. En 2014 esperamos construir la indus­ trial, mucho mayor. Con capacidad para producir 30.000 toneladas de carbonato de litio al año a partir de 2017”. En 2011, la pro­ducción mundial rondó las 180.000 tonela­das, con Chile, Australia, China y Argentina a la cabeza. Y se espera que la demanda crez­ca al ritmo de producción de baterías (un 450% en cinco años, dice la consultora Pike Research). A finales de la década, Bolivia se colocaría como el tercer productor mundial, según la GNRE, siendo fieles al estilo que propugna Evo Morales desde que llegó al po­der en 2005 con un lema –“Necesitamos so­cios, no patronos”– y cierta obsesión por el control estatal de los recursos –nacionalizó reservas de hidrocarburos en 2006–. En boca del ingeniero Echazú: “Siguen pensando que somos unos tontitos, que tienen que venir a ayudarnos los gringuitos”.

Hay quien vislumbra en esta estrategia el descalabro de Bolivia, por su incapacidad para captar inversión extranjera. Otros ven un espejismo de prosperidad; incluso hablan de una futura OPEP del litio, en la que Bolivia marcaría las pautas del mercado con Chile y Argentina. Lo cierto es que el país ha puesto rumbo comercial hacia Asia, firmando acuerdos con empresas chinas y surcoreanas. Pero, en cualquier caso, no fue hasta la vuelta a España cuando pudimos mirar por fin al mineral de frente. Ocurrió en la fábrica de CEGASA (Vitoria), donde sonríen cada vez que sube el precio de la gasolina, y ya han fa­bricado prototipos de baterías para Seat. El litio, después de haber sido sometido a un proceso de oxidación, lo guardaban en el in­terior de un bidón azul, envuelto en un papel plateado, como el envase del café. El encar­gado de su custodia descubrió el recipiente y mostró un polvo negro, similar al carbón ma­chacado. Disuelto en agua se volvió un gru­mo oscuro y espeso. Parecía petróleo. P

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“siguen pensando que somos tontos, que tienen que ayudarnos los gringos”, se queja luis alberto echazú

en rUta. la infraestructura aún está por llegar a este lugar perdido en el altiplano, a 500 kilómetros de la paz. abajo, el camino que comunica los laboratorios con las piscinas de evaporación.