GREGORIO PECES BARBA La Inocencia Historica de La Iglesia 290790
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GREGORIO PECES BARBA
La inocencia histórica de la Iglesia
EL SOL 29/7/1990
Siempre resulta sorprendente el grado de distanciamiento de la realidad histórica que suelen
tomar en España los obispos y cardenales cuando hablan o actúan en nombre de la Iglesia, y
tengo la impresión de que esa misma actitud es hoy mayoritaria en el Vaticano y en otras
iglesias nacionales. El esfuerzo autocritico de Juan XXIII y Pablo VI y del Concilio Vaticano
II, no están de moda, e incluso algunos les atribuyen responsabilidad en la desafección social
que ha tenido la Iglesia, por ejemplo en materia de vocaciones en los últimos años. El favor
que movimientos como el Opus Dei y Comunión y Liberación tienen en las esferas romanas
y en muchas conferencias episcopales es un signo relevante de esa orientación. El triunfalis-
mo también ha acompañado durante algún tiempo a los grandes movimientos políticos como
el liberalismo y el socialismo, pero la autocritica ha sido mayor, no tenían una organización
jerárquica y sus hechos negativos han sido descritos y condenados desde sus propias filas.Hoy nadie defiende la parábola del banquete de la primera edición del Ensayo sobre la po-
blación de Malthus, ni tampoco la dictadura del proletariado marxista leninista, cuyos here-
deros históricos están derrumbándose estrepitosamente. Algunas han utilizado esas crisis de
aspectos del liberalismo y del socialismo como desaparición total de los movimientos e, in-
cluso, el fascismo y su versión española, el franquismo, partieron de esa profecía falsa. Tam-
bién la Iglesia, en el siglo XIX, aceptó complacida y defendía con todo el peso de su autori-
dad esa opción.
En nombre de la Iglesia, sus dirigentes religiosos, empezando por el Papa, y en España el
presidente de la Conferencia Episcopal, el secretario y otros obispos, hablan ex cátedra sobre
los derechos humanos, valoran sus violaciones, juzgan a los movimientos sociales, y todo
ello es perfectamente licito y positivo, si no se hiciese desde una insufrible inocencia históri-ca, desde la superioridad de los que han tenido siempre las manos limpias. Me recuerdan a
esa anécdota que se atribuye a Franco, quien, para identificar ante un -grupo de amigos a una
tercera persona, que aquellos no recordaban, les decía: "Si, a su padre le fusilaron los nacio-
nales".
Por la seguridad con la que se pronuncian puede dar la impresión que siempre la Iglesia ha
estado en la vanguardia del progreso y en la defensa de la libertad y de la igualdad, y que la
alta opinión que tiene de si misma se justifica por esa constante y perpetua lucha.
Parece que las encíclicas Mirari Vos, de 1932; Quanta Cura, de 1864; Quod apostolci
muneris, de 1878; Diuturnum, de 1881; Humanurn genus, de 1884, o Libertas de 1888, casi
un siglo después de las grandes declaraciones americanas y francesas de finales del XVIIInunca han existido, y que las denuncias de los errores modernos nunca se han producido. Y,
sin embargo, eran el núcleo doctrinal de la Iglesia aliada de la contrarrevolución y de los
regímenes monárquicos nacidos del Congreso de Viena.
Los ataques a los filósofos, a la desenfrenada libertad, al liberalismo, al contractualismo, a
la soberanía popular, al derecho de sufragio, al principio de las mayorías, a los derechos
humanos, a la libertad de conciencia, o a la libertad de imprenta, son demasiado patentes
para que se puedan borrar. Eran ataques a todo lo que hoy constituye el núcleo doctrinal de
la sociedad democrática.
Cuando se pide a los obreros en la Quod apostolici numeris que constituyan asociaciones
bajo la tutela de la religión y "... se habitúen a contentarse con su suerte, a soportar merito-
riamente los trabajos y a llevar siempre una vida apacible y tranquila...", al tiempo que en la
misma encíclica se defiende el derecho de propiedad "... procedente de la naturaleza misma"
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y que "se mantenga intacto e inviolado en las manos de quien lo posee..." porque "no es lici-
to ni aún desear los bienes ajenos..." se ve que no todo el liberalismo es malo, y como la
Iglesia influye para impedir la toma de conciencia del movimiento obrero.
La libertad de conciencia es un pestilente error, la libertad de imprenta nunca esta suficien-
temente condenada, es un error afirmar que "... los hombres todos tienen iguales derechos y
son de igual condición en todo..." se intenta "trastornar los fundamentos de toda sociedad ci-
vil" por aquella secta de hombres que, bajo diversos y casi bárbaros nombres de socialistas,
comunistas o nihilistas, están esparcidos por todo el orbe. Frente a eso, la Iglesia defiende
los "hermosos ejemplos de sumisión a los príncipes, consecuencia de los santísimos precep-
tos de la religión cristiana", intentando legitimar el absolutismo político a finales del siglo
XIX.
Bienvenida la Iglesia, después de la segunda guerra mundial, a la cultura de la democracia,
pero no intentando hacer creer que esa ha sido siempre su postura, ni queriendo dar magiste-
rio, donde aún tanto tiene que aprender, como en la libertad de expresión en su propio seno.
Esta especie de ceguera ante la historia, le lleva a producir agravios a veces innecesarios, por
mantener esa idea de la inocencia histórica, como en el caso de las consecuencias de nuestrahorrible guerra civil. Sin duda, los sacerdotes y religiosos que murieron asesinados en aque-
lla sangría eran seres inocentes, sacrificados injustamente, pero también otros fueron sa-
crificados inocentemente en las filas contrarias por venganza o por odio. Sin duda, también
las causas que condujeron a aquella situación, como ha reiterado la mejor investigación
histórica, son complejas, y las responsabilidades pluridireccionales. Eran de todos los secto-
res políticos y sociales y, también, de la Iglesia, muy influyente en el siglo XIX y en el XX
en España, y que defendía esa doctrina antimoderna a través de la jerarquía o de autores co-
mo Zeballos, Vila y Camps, Capmany, el padre Alvarado, el filosofo rancio, o mas tarde
Rodríguez de Cepeda, el padre Mendive, Ortí y Lara, etc.
En este contexto, después de un activo protagonismo en la guerra civil, declarándola Cruza-
da, no se puede acudir, al cabo del tiempo, al recurso de la inocencia histórica, separarse delo que allí ocurrió y hacer mártires o santos a aquellos sacerdotes y religiosas injustamente
asesinados, olvidándose de las demás muertes inocentes y de las propias responsabilidades
en los orígenes de la tragedia.
No entro a valorar las dimensiones religiosas o de fe, sólo digo que no dan ningún tipo de
superioridad en la vida social que permita un magisterio distinto de la propia ejemplaridad y
con la capacidad de que los conceptos que se manejan reciban una aceptación suficiente en la
comunicación intersubjetiva que supone la sociedad moderna.
Aceptar el pluralismo y la libertad con todas sus consecuencias exige renunciar a privilegios
y a posiciones preponderantes, y a mantener una inocencia histórica, una no contaminación,
que la realidad, insistente y tozuda desmienta clamorosamente.