Gregorio Condori

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GREGORIO CONDORI MAMANI1

I

Me llamo Gregorio Condori Mamani, soy de Acopia y hace cuarenta años que llegué de mi pueblo. Vine de mi pueblo porque no tenía padre ni madre. Era totalmente pobre y huérfano y estaba en poder de mi madrina. Ella me cortó los cabellos; y un día, cuando ya era grandecito, me dijo:

–Ahora que ya tienes fuerzas y los huesos duros, tienes que ir a trabajar. Te haré, pues, tu fiambre para que vayas a buscar un trabajo, a ver si traes plata siquiera para la sal de la lawa2 que comes. Porque como ya tienes los huesos duros y con fuerza, ya no puedo tenerte en mi poder, manteniéndote; mañana tendrás mujer e hijos, y a lo mejor te toca una mujer que no te va a ayudar en nada, y me puedes maldecir. Y yo no quiero que después de mi muerte, alguien me maldiga; porque me puedo volver penante. Así, será mejor que tú solo, desde ahora, aprendas a tejer tu vida para que mañana mantengas a tu familia.

Así me habló mi madrina. Y le dije:

–Bueno, mamá.

Entonces, desde ese día, en mi corazón se prendió, como alfiler, la idea de salir de la casa de mi madrina para ir a buscar trabajo. Ya no podía ni dormir. En eso llegó un arriero a mi pueblo, trayendo sal y azúcar en muchos caballos y mulas para canjear con lana, chuño y moraya. Me dijeron que ese arriero, llamado don Jacinto Mamani, sabe llevar chiquitos al Cusco para muchachos de sus compadres. Al saber esto, lo busqué en el corral de sus mulas, y le dije:

–Papay Jacinto, quiero que me lleves al Cusco a trabajar en la casa de tus compadres.

Al escucharme, el wiraqocha Jacinto me miró de pies a cabeza y dijo:

1Autobiografía, con la traducción y publicación de Ricardo Valderrama y Carmen Escalante. “Se trata de la autobiografía de Gregorio Condori Mamani y de su esposa Asunta Quispe Huamán que fue publicada en edición bilingüe en la serie "Biblioteca de la tradición oral andina" por el Centro Bartolomé de Las Casas, en el Cusco en el año 1977. El texto tuvo su origen en la oralidad: fue grabado magnéticamente, transcrito, editado, y traducido al castellano por dos antropólogos bilingües en quechua y castellano, oriundos de la misma región de donde procedían sus entrevistados. Desde entonces, la Autobiografía de Gregorio Condori Mamani ha sido reeditada varias veces, y traducida al noruego, al alemán, al holandés, y más recientemente, al inglés, en una versión publicada por la Universidad de Texas en 1996. Examinaremos el texto en su lengua original, y en las traducciones al castellano y al inglés que se han hecho de él. Gregorio Condori Mamani, según su propio testimonio, nunca aprendió a hablar castellano y nunca supo usar la escritura alfabética. Durante los años 70, cuando los antropólogos Ricardo Valderrama y Carmen Escalante lo entrevistaron, él vivía con Asunta en un "pueblo joven" de los alrededores del Cusco, trabajando como cargador en los mercados, mientras ella trabajaba de cocinera2. El libro se ha vuelto un ejemplo sobresaliente del género de la literatura testimonial.” (Rosaleen HOWARD-MALVERDE).

2Mazamorra

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–Todavía eres chico.

Ante eso, yo no sé de dónde todavía salieron mis lágrimas, y llorando le dije:

–No papá, soy huérfano, solo; mi madrina ya no quiere mantenerme.

Después me contestó:

–Entonces, me esperas el martes en el camino junto al puente de Yuracmayo.

Hasta ahora recuerdo, cuán largos fueron esos cuatro días que esperé para partir de mi pueblo. Nunca los días fueron tan grandes y largos, como los días que esperé para venirme al Cusco. Sólo una vez, en una faena, había escuchado al tayta Laureano Cutipa hablar del Cusco. El tayta Laureno estaba de Alcalde Varayoq y en esa faena dijo que cuando el Inka estaba construyendo el Cusco, donde vivieron nuestros abuelos, todo era pampa; no había cerros y el viento, dice, entraba como toro bramador por estas pampas derribando cualquier pared o casa que levantaba el Inka. Así, un día, el Inka había dicho a su mujer:

–¡Carajo! Este viento no me deja trabajar, voy a encerrarlo en una cancha hasta que termine de hacer el Cusco.

De ese modo el Inka se fue a La Raya a encerrar al viento, para lo que había construido una cancha muy grande. Ya cuando estaba arreando al viento para apresarlo, había aparecido3 el Inka Qolla -dice que el viento pertenece al Inka Qolla, por eso en el lado Qolla hay mucho viento y es puro pampa- el Inka Qolla le había dicho:

–¿Para qué quieres encerrar mi viento?

–Para construir mi pueblo.– Había contestado el Inka.

–Si tú quieres hacer tu pueblo, te voy a consentir que encierres mi viento sólo por un día; si no terminas en ese día, nunca podrás acabar, porque a mi viento voy a ponerle más fuerza de la que tiene, y barrerá con todo.

Al verse en esta situación, el Inka amarró el sol, de ese modo el tiempo se convirtió en largo día. Cuando había terminado de construir el Cusco, su mujer le había sugerido al Inka:

–Tienes que construir hartos tajamales, porque cuando el Inka Qolla suelte al viento, lo soplará de nuevo.

Y al comprender esto, el Inka había hecho todos los cerros que rodean al Cusco y así estos cerros existen desde aquella vez.

Yo pensaba en esta historia: En el Inka, tratando de prolongar el día, construyendo el Cusco, cuidándose del viento del Inka Qolla.

Entonces era tiempo de lluvias; la lluvia y la nevada caían día y noche, hasta que las lomas y las pampas quedaban blancas, cubiertas de nieve. Creo que partimos un día martes..., casi sin saber a dónde íbamos, porque no se veía el camino. Las mulas y los caballos andaban al tanteo, y ya por

3Sic “aperecido”.

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la tarde, cuando el padre sol estaba bien inclinado, salió un ratito; los cerros se pusieron blancos, reverberando, hasta empezaron a arder como espejos. Esto parecía haber quemado mis ojos, porque me dio surunpi;4 ya casi de noche llegamos a una lomadita donde había una posada a donde también había llegado otro arriero con su señora y media piara de mulas; la señora estaba embarazada, ya en los últimos días. Cuando estábamos bajando las cargas de la piara de mulas, empezó una lluvia fuerte y los truenos caían a nuestro lado, reventando como camaretazos muy fuertes, por lo que todos estábamos asustados. Las mulas y los caballos, de puro susto también, querían saltar la cancha para escaparse, hasta que el wiraqocha Jacinto ordenó a sus dos peones:

–Atajen desde los cercos; y tú, Gregorio, agarra mi mula de montar.

En medio de esa lluvia, todo mojadito, estaba agarrando la mula. La señora del arriero -¡pobrecita!- estaba con dolores de barriga, gritando entre truenos y rayos, de puro miedo. Nunca vi caer tantos rayos ni tronar tanto como esa noche, como queriendo hacer pampas de los cerros. Así en la lluvia, en medio de rayos y truenos que caían a nuestro lado, la huahuita salió de su mamá, también gritando, como asustada por la tormenta. Esa vez, ya cuando estaba por amanecer, mis ojos empezaron a dolerme, como si me hubieran metido a los ojos ese fierro candente para marcar caballos. Como nunca me hablan dolido con ese dolor que da ganas de arrancarse los ojos, yo también empecé a gritar como esa señora, y en lo que estaba gritando, sentía que en mis ojos había candela que me estaba quemando el cuerpo. En eso me dijo el peón de la señora:

–No seas bruto, indio: bájate el pantalón, amontona harta nieve y siéntate encima; verás que tu dolor va a pasar.

Hice lo que me dijo, y llorando estaba sentado sobre la nieve, agarrando la mula; era cierto, el dolor de mis ojos bajaba poco a poco. Pero al día siguiente, mi culo estaba hinchado, todo rojo, como si me hubieran quemado con agua hervida, y no podía caminar.

Esta mala suerte padecí aquella vez cuando quise llegar al Cusco a emplearme como sirviente; pero seguro mi estrella no era para llegar al Cusco a trabajar de muchacho, era más bien para estar dando vueltas, penando pueblo tras pueblo. Porque esa vez, mis ojos y mi culo estacan hinchados totalmente, y no podía caminar al paso de la tropa de mulas. Ellos avanzaban y yo me quedaba atrás más y más. De esto se dieron cuenta los peones y le avisaron al patrón; el patrón ordenó a uno de los peones para que me dejara pagado en una estancia de ovejeros y me curaran de mi mal. El peón me dijo:

–Cuando sanes te regresas a tu casa.

Pero la noche de ese día, en la casa de estos ovejeros, estuve muy mal, ya para voltear a la otra vida, enfermo con calentura, ya volteando los ojos. Mi cuerpo era como brasa ardiendo, pero la dueña de la estancia me salvó. Ojalá a esta señora de buen corazón el Señor la haya hecho sentar a su lado, porque ella es la que me salvó de lo que ya estaba caminando a la otra vida. Me curó,

4“La RAREFACCION del aire y el reflejo de los hielos produce dos enfermedades conocidas en el país [i.e. Perú] con el nombre de Soroche y Surumpi. […] EL SURUMPI causa mayores sufrimientos y peligros. EL reflejo de los rayos del Sol sobre las nieves produce una súbita oftalmia, ó irritación á los ojos, que á muchos les causa una ceguera instantánea, acompañada de agudos dolores. Se evita este peligro pintando de negro los párpados, ó bien frotándoselos con nieve. El mal ataca á veces de modo tan brusco que batallones enteros quedan privados de la vista […] ” (PAZ SOLDÁN, Mariano Felipe, Historia del Perú Independiente, Vol. 1, p. 95).

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haciendo orinar en una vasija grande a todos los de su casa, desde su esposo hasta su hijito menor. Este orín con harta sal lo hizo hervir, y con este orín hervido me bañó todo el cuerpo de pies a cabeza, y con una bayeta grande que calentó en el fogón, me envolvió. Así, todo mi mal era para esto, porque al día siguiente de nuevo estaba sano. Y desde ese rato, solo, en mis adentros empecé a pensar que podía alcanzarlos a ellos, pero vi que era difícil. Era tiempo de lluvias y no conocía los caminos. Al verme así empecé a llorar a ocultas de los dueños de la estancia. Como yo estaba llora y llora, el dueño de la estancia me dijo:

–Quédate con nosotros, a pastear ovejas.

Como no podía ir a ningún lugar, me quedé con ellos a pastear ovejas; así, al amanecer del tercer día que me quedé en la estancia, estaba junto con ellos apacentando ovejas. Pero el dueño de la estancia tenía hartos chiquitos que eran unos diablos pendencieros, que querían pegarme a menudo. Yo no me dejaba. Ellos jode y jode, hasta que ya no había paciencia para aguantarles; yo les hacía chillar. Por eso varias veces me fuetearon:

–Abusivo carajo, habías pegado a mis hijos.

Como me maltrataban ellos y sus hijos, y había poca comida -en las estancias siempre hay poco de comer- no encontraba el día para irme a cualquier lugar. En lo que estaba caminando así tras las ovejas, con el corazón puesto ya en otro pueblo, un día pasaron unos arrieros con dirección a Acopia. Yo me fui tras ellos, dejando las ovejas que pasteaba en una lomada.

Yéndome tras esos arrieros, aparecí de nuevo en Acopia. Así, ya en Acopia, no sabía a dónde entrar, tenía vergüenza de regresar a la casa de mi madrina. Como aquí en Acopia no había otro hueco donde meterme, ya de noche regresé a la casa de mi madrina. Estaba entrando a su casa, despacio, caminando con la punta de los pies para no hacerme notar con el esposo de mi madrina. Pero este desalnado siempre me vio:

–Ah ¡carajo! Este mañoso había regresado; seguro le ha falt tado tragadera.

Ante sus palabras estaba temblando de vergüenza y sólo dije:

–Fui a trabajar.

En cambio mi madrina, creo, al verme se alegró, porque me dijo:

–¿Si ibas a trabajar por qué no avisaste?

Así aquella noche dormí en casa de mi madrina entre miedo y vergüenza. Pero al día siguiente, de nuevo estaba en sus mandatos. Aunque yo ya no estaba en mí, siempre estaba pensando en irme donde sea a trabajar. Así pasé algunos meses más en casa de mi madrina sufriendo, porque fui un niño huérfano; que no sé si mi madre me parió para un casado, para un soltero o para un viudo; no sé del todo para quién me parió mi madre, de esto sólo sabe ella, que ahora ya es alma. Cuando era muy niño y no reventaba mi boca ni a mi nombre, mi madre me entregó a mi madrina que no tenía hijos. Pero el esposo de esta mi madrina era muy tacaño y me pegaba de todo, a veces hasta sangrarme, incluso de lo que comía. Sólo una vez mi tío Luis me dijo que el pueblo donde me arrojó mi madre a esta vida es Layo, mi legítimo pueblo, donde nací.

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Pensando en esto salí de Acopia para Layo, junto a un carnicero del Cusco, que caminaba por todas partes comprando ovejas. A este carnicero le decían ladrón, porque nunca se alojaba en el pueblo, pues siempre acampaba en un toldo al canto del pueblo. Dentro de este toldo se cocinaba. La noche que fui donde ellos, hacía mucho frío; y como hacía mucho frío, me entré dentro del toldo, sin que se dieran cuenta. Ya cuando estaba dentro del toldo me cogieron riéndose:

-Había entrado ladrón, -dijeron, y me amarraron los pies y las manos. Dormí con ellos en el toldo aquella noche. Esto me sucedió cuando era qorito.5 Mi madrina, cuando se enteró, seguro que lloraría; porque no sabe nada de mí, desde que salí de Acopia hasta ahora; seguro que lloró siempre, porque de mí no se sabía si me había perdido subiendo al cielo, o entrando al ukhu pacha.6 Seguro que mi madrina siempre me buscó:

–¿Dónde está mi pobre hijo? -diría.

–¿Dónde está mi Gregorio?

–¿Dónde se ha ido?

–¿Lo llevó el río?

–¿Lo enterró el cerro?

–¿Qué le ha pasado a mi Gregorio?

Así habría caminado llorando mi madrina, porque ella me quería. Pero yo, ya caminaba con el carnicero por todas partes arreando ovejas. Íbamos siempre por detrás de las ovejas, al ritmo del andar de estos animalitos. Así me hacían caminar, también me daban su comida; esa temporada había bastante comida; no era como ahora escasa. Así en una de mis andanzas con estos carniceros, un día me había dormido en la pampa de Langui. Esa pampa está llena de ichhu y q'oya.7 Mientras dormía, estos carniceros se habían ido, abandonándome. En esa pampa, abandonado, me vi solo, solito en la vida. Entonces empecé a corretear de estancia en estancia, de arriba-abajo, preguntando por mis compañeros. La gente me decía:

–Hace rato han pasado por aquí.

Así, en lo que estaba caminando entre las q'oyas, llorando y penando mi suerte amarga como la sal, una mujer de buen corazón me llevó:

–Ya no llores, hace mucho rato se han ido, -me dijo.

En la casa de esta señora estuve dos meses, pasteando sus ovejas. Un día ella viajó a Sicuani por harina de trigo que aquella vez costaba ochenta centavos la media fanega. Esa vez circulaba

5Muy muchacho.

6Debajo de la tierra.

7Paja andina y otra yerba.

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sólo la moneda blanca; ya después Benavides hizo aparecer la moneda amarilla de ahora. En ese pueblo la señora me había entregado a unos compradores de trigo, que me llevaron a Sicuani montado en burro:

–No podría caminar, -diciendo.

Así llegué a Sicuani, donde, de nuevo, estuve trabajando con otro carnicero. Pero este carnicero también era otro diablo. Me pegaba mucho. Mi oreja ya no era oreja. Mi espalda ya no era espalda. Me pegaba demasiado. Allí pasteaba vacas. En lo que pasteaba, como todo chico, me quedaba dormido. Otras veces se me hacía tarde. De eso me pegaba, colgándome con soga de un tirante, me daba orín fermentado con hollín:

–Toma esto. A ti te gusta, -decía.

Yo tenía que tomar aquello, por miedo a ser castigado, a ser azotado en la espalda, hasta sangrar.

Así me hacía este cristiano, que ahora seguro ya ha muerto. Actualmente cómo estará dando cuenta a Nuestro Señor Dios. Esto me hacía por lo que era huérfano, sin madre. En otra ocasión me dejó al cuidado de la casa, cuando vivíamos en Acotapampa, en Sicuani. En ese tiempo, había un gran señor hacendado apellidado Valdivia. Este hacendado tenía tierras por todas partes, y este mi patrón decía:

-Nosotros también seremos Valdivia menor por lo menos.

Pensando así, compraba terrenitos, que en esos tiempos eran baratos. Un día cuando todos salieron a hacer tratos sobre compra de terrenos, yo me quedé solito en la casa y no regresaron en varios días. Entonces por juguetón, me olvidé de darles pasto a los cuyes. Como no habían comido en varios días, los cuyes murieron y los gatos se los comieron. Al retornar luego de tres días, se dieron cuenta que faltaban los cuyes. De ese modo empezó a castigarme:

–Habla, mañoso, seguro los has vendido. Si hablas no te voy a castigar,–decía.

Entonces, para que no me castigara más, hablé mintiendo: –Sí, los he vendido, –dije.

–Y ¿a cuánto los has vendido?

–Sólo los cambié por cuatro panes.

–Conque los has vendido, indio mañoso.

Recién vino el verdadero castigo. Me colgó..., me latigueó hasta sangrarme la espalda y dejarme todo morado.

Otras veces cuando iba a pastear las ovejas, jugando, me quedaba dormido y mientras, las ovejas se dañaban, se comían todos los papales y trigales que recién brotaban. Por los daños de aquellas inocentes ovejas, aquel cristiano, por castigarme, me obligaba a bañarme en el Huillcamayo a las cinco de la mañana, en tiempo de helada.

Este carnicero no paraba nunca en su casa, siempre estaba viajando. Yo solo tenía que estar en la casa, pasteando los ganados; las veces que no iba de viaje, cuidaba su asnito que tenía la

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costumbre de irse a Suyopampa a comer. Un día de ésos el asno desapareció definitivamente. Por temor de ser castigado por esta pérdida, ya no volví a esa casa. Al lado de la casa de este carnicero había un canchón donde se levantaban grandes amontonamientos de piedras; allí, en un rinconcito, acurrucado, me oculté. En eso vi pasar a mi patrón con un zurriago grande en la mano, resoplando de cólera. Tuve mucha suerte, seguro que Nuestro Señor me habrá ocultado; pues buscándome, no me vio al pasar por mi lado. Entonces para que no me encontrara yo me encomendaba al papacha Dios:

-Ocúltame, Señor, que este cristiano diablo no me vea.

Así, me fui, de noche, de Sicuani con dirección a San Pablo, por el canto del río Huillcamayo, no por el camino, por temor de encontrarme con este diablo. En el trayecto me encontré con un hombre y una mujer que habían estado truchando,8 así de noche. Creo que ellos se asustaron, aunque yo también me asusté mucho. Entre asustado y asustado, temblando, me acerqué a ellos:

–¿Eres de esta vida o de la otra vida? -me dijo el hombre. -Soy de esta vida, -contesté.

–¿Quién eres y a dónde vas? -Me volvió a preguntar. -Así estoy caminando, no tengo padre.

Ellos eran runas no más, como yo, de buen corazón, porque me dijeron:

–¿Quisieras irte con nosotros?

Me dieron su fiambre sacando de su atadito. Sólo eso comí. Así regresamos a Sicuani. Yo dije en mis adentros: como ya tengo otro patrón, ese diablo no me buscará. De Sicuani nos fuimos con este Gumercindo Qhuru –así se llamaba– a la tierra de su mujer, al ayllu de Ariza. Aquí ellos eran de buen corazón y alma limpia. No sé, así será mi suerte. Como he andado de casa en casa, desde

la vez que vi la luz del día, haciendo renegar a nuestro Dios; será así la suerte de los que hemos sido arrojados a este mundo para sufrir. De esa manera -dice- los pobres curamos las heridas de Dios que está lleno de llagas, y cuando estas heridas estén totalmente curadas, el sufrimiento desaparecerá de este mundo. Eso nos dijo una vez en el cuartel, un cabo que era del lado de Paruro v nosotros los soldados le dijimos:

–Cómo, carajo, cuan grandes son esas heridas que, con tanto sufrimiento, no desaparecen. Ni que fuera mata caballo.- Y él nos respondió:

–No sean herejes, ¡carajo! ¡Ya Cuatro últimos! formarse.

Así fue.

Ahora, recordando, digo que hay más sufrimiento que antes. Esta vida ya no es para aguantar. Esta vida está más pesada que la carga en mis espaldas. Cuando los días y los años pasan, esta espalda siente más la carga. Así está la vida. En mi ignorancia digo, si las llagas de este Dios son causa para tanto sufrimiento, para cuatro días de vida... ¿Por qué no se le busca y se le cura?. Así le dije a mi mujer hace años y ella me respondió:

8Pescando.

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-Dice, para eso, los extranjeros han ido en avión a la Mama Killa.9

Y como para eso, todos esos días, en las calles hablaban de que los gringos caminando una semana en avión, habían llegado a la Mama Killa. Pero yo creo que eso es habladuría.

Así es el sufrimiento. Aquí en el Ayllu de Ariza, este hombre Gumercindo, me tenía muy estimado, porque yo desde chiquito sabía arar con la yunta. Iba al aporque cargadito del yugo de la yunta, y por eso me querían más. Aunque aquí mi estómago andaba bien, mi ropa siempre estaba haraposa como ahora; esas veces que trajinaba de chacra en chacra, no sabía todavía tomar chicha ni trago, pero comida me daban en abundancia. A veces me mandaba a trabajar donde su compadre, o donde su amigo o familiar, por mink'a o ayni.10 Así estaba en la casa de Don Gumercindo más de un año. Pero cierto día me pasó mala suerte. Yo creo que la mala suerte está en mí pegada como lunar negro. Esa vez, con este mi patrón, vinimos a Sicuani en dos asnos cargados de harina de triso para vender, y mientras trataba de montar un asno, el otro volteó una esquina, pero cuando fui tras el asno, ya no había. Así se desapareció, se hizo noche. Volví con un solo asno: -El otro he dejado en Sicuani, -dije.

Después salí a buscar el asno, andaba preguntando en los caminos; esa vez habían muchos asnos; todos caminaban en asnos; no había carro, ni uno; no se conocía. En lo que andaba buscando el asno, cerca a San Pablo me encontré con un misti.11 Y este misti me dijo:

-¡Chico! ¿dónde andas?

-Ha desaparecido mi asno y ando buscándolo, -dije.

-¡Qué va a haber tu burro! Lo habrán ocultado. Y ahora ¿a dónde vas a ir?

-Ahora que el asno ha desaparecido como tragado, ya no voy a regresar a mi casa, -contesté.

-Vamos conmigo a arrear caballo, -me dijo.

Así me fui tras el caballo de este misti. No recuerdo su nombre, porque éste, al día siguiente me entregó a otro misti, en Maranganí. Aquí en la casa de este otro misti, esa misma mañana me dijeron:

-Anda a pastear ovejas.

Así me convertí de nuevo en ovejero. Yendo a los cerros tras las ovejas, armé amistad con otros chicos ovejeros, con quienes jugábamos mientras las ovejas comían, haciéndonos bolas de trapo para patear, trompos que hacíamos de unos troncos de chachacomo. Yo no sé, hasta ahora no he perdido esa costumbre de dormir al instante, donde me siento; siempre he sido así desde chico. Bueno, en lo que pasteaba a las ovejitas en los cerros, mientras jugaba o mientras dormía, éstas se

9Luna.

10Trabajo comunal y trabajo por reciprocidad.

11Hombre blanco.

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dañaban o el zorro se las comía. Por eso un día mi patrón me dijo:

-Tú puedes terminar con mis ovejas. Será mejor que te vayas, ya no te necesito. ¿Para qué voy a necesitar a uno que termina con mis animales?

La ropa que me puso estaba nueva. Me la quitó y me dio la otra, toda haraposa, y me dijo: -Anda vete.

Así me botó de su casa a la calle. Ese día, llorando todo el día, caminé por las calles de Maranganí, hasta que al último, fui a la casa de ese misti que me entregó:

-Esto me ha sucedido, -diciendo.

También en la casa de este misti, pasteaba sus ovejas. Este tenía asnos, vacas y ovejas; pero con él ya no iba tras los ganados de cerro en cerro; tenía canchones y wayllares,12 donde cuidaba los rebaños; pero, yo no sé cómo, un día, una oveja se perdió, y sin más compasión me botó:

-¡Fuera mañoso, carajo! -diciendo.

Trajinando por el camino grande, llorando, aparecí en el ayllu Ttiobamba, más arriba de Maranganí, en la casa de Leandro Cutipa. Este era un paisano; no era misti; allí me quedé nuevamente de pastor. En esta casa también tenía que cuidar las ovejas. Aquí estuve cerca de un año. Como ya era grandecito, me enviaban como pongo, semanas enteras, a la casa del cura en Maranganí. Antes, a los curas, en los pueblos de las provincias había que servirles por turno. Esto hacían los priostes, personas que empiezan a hacer los cargos. Bueno, aquí no me convenía, por eso, calladito, me perdí al pueblo de San Pablo a la casa de la señora Águeda Palomino, que no tenía hijos ni ganado. Aquí ya también todos los días tenía que ir a traer leña de los cerros y recoger bosta de los wayllares. Pero los dueños, que eran unos hacendados, se atajaban la leña y la bosta de los cerros. Como yo ya era grandecito y pendejo, tenía que pelear con esos mayordomos lambes cuando me querían quitar la leña o la bosta. Así, cuando un día fui al wayllar de ese hacendado Zavaleta en Onocora, él mismo me quitó mi ponchito, por la leña que recogía. De modo que me regresé sin nada:

-Así me han quitado, -diciendo.

Estando bien en esta casa, yo en mi cabeza de asno pensé y le dije a la señora Águeda:

-Mamá, iré al Señor de Huanca a vender ollas.

Así partí a esta ermita, cargado de ollas en el asno de mi patrona y en otro que fleté. Estas ollas las compré en San Pedro y las llevé para truequear13 con maíz de la quebrada. Por una olla me daban maíz, la mitad de la olla. Aunque la olla fuese chiquita o grande, era la mitad. Eso era sabido; como también nadie compraba con plata, ni había ollas para plata, todo era para truequear con víveres.

12Pajonales.

13i.e. trocar, cambiar, intercambio comercial.

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Hará tres o cuatro años que volví a esta ermita con mi mujer. Ahora ya no es como antes, donde la gente venía desde el lago de Puno, en cientos y cientos de llamas, caballos, asnos. Ahora la ermita del Señor de Huanca es para estar asustado o zonzo; todo es plata y van carros como hormigas.

Cuando llegué a la feria de la ermita, el mismo día cambié todas las ollas. Los asnos comían junto con los caballos y llamas de otro ollero que era paisano de Sicuani. Así estando entropados, comiendo todo tranquilos los asnitos, yo los separé para hacerles tomar agua. En el Señor de Huanca, a unos pasos de la capilla, hay cuatro peñas; al pie de estas peñas hay manantes de agua que salen de la Pachamama. El agua del primer manante es de la mamacha Virgen María. Cuando se toma su agua, se es más cristiano, y además cura la fatiga de los viejos. El agua del segundo manante es de San Isidro Labrador. Su agua está bendecida y hay que llevar en cántaros y botellas, para echarla al ojo de los manantes dé riego. Así el agua del manante no escasea; siempre sale el mismo caudal en épocas de sequía. El agua del tercer manante es del Arcángel. Ese agua es para los niños y cuando la toman, mata sus gusanos y cura la sarna. El último manante es el que tiene más caudal y es del saqhra demonio. Su agua no hay que tomarla, tiene maleficios; dicen que esta agua sólo la toman los layqas para hacer sus brujerías.

Bueno, como había salido en negocio de ollas, como todo sicuaneño, llevando mí negocio en asnos, yo quería que estos asnitos tomaran el agua de la mamacha Virgen María y se hicieran cristianos, con suerte para cargar los negocios. Pero al poco rato los asnos estuvieron enfermos con fiebre, eso era anuncio, mal agüero. Yo no iba a ser hombre para andar con negocios. Así, junto con el paisano curamos a los asnos, les bañamos y qué no hicimos para quitárselos de la muerte. Pero, carajo, estos cristianos siempre se murieron. Por eso, ese fue el día que se me partió el corazón para el Señor de Huanca, porque dejó morir a mis asnos a su lado. Así llorando mi mala suerte, con el corazón volteado me estaba yendo con dirección a Sicuani, cargando la carona de los asnos muertos y me quedé en Kay-Kay. Como los asnos murieron, no había maíz. Cómo iba a regresar a mi casa sin nada, por eso me quedé en Kay-Kay, en la casa de un misti panadero, que hacía pan dos veces a la semana, entonces yo le ayudaba a hacer panes. Este misti era buen cristiano, no me pegaba; un total tacaño, pero bueno; por eso haciendo panes dos veces a la semana, sólo comí dos o tres panes durante todo el tiempo que estuve en su casa. Pero como por Kay-Kay pasaba el camino grande de Sicuani a Cusco, un día, mi patrón, el esposo de la señora Agueda, se encontró conmigo, cara a cara y de frente me dijo:

–¿Dónde están los burros? ¿Qué los has hecho, so mañoso?

Yo le dije:

–Se murieron con fiebre, pero aquí están las caronas.

Así, ese mismo día que nos encontramos por casualidad,14 me recogió para llevarme a Sicuani. Aquí en Sicuani le serví durante dos años, como pago por los asnos muertos.

La señora Águeda tenía su hermanita; yo en ese tiempo ya era jovencito. Esta su hermanita se llamaba Justinacha, con ella conversábamos comprometiéndonos, era ya como mi enamorada, y a veces ella me decía:

14Sic. Casualildad.

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–Llévame.

Cuando le preguntaba:

–¿A dónde?

Me contestaba:

–A la chacra, zonzo.

En lo que conversábamos y andábamos al campo, afianzamos nuestro compromiso; nuestros cuerpos ya se juntaban.

Aquí en esta casa, no estuve los dos años completos, como me había dicho mi patrón. Faltando dos o tres meses para completar el pago de los asnos, me desaparecí. Siempre quería volver a Acopia. Es cierto que no tenía papá y mamá, pero tenía unos tíos a quienes quería saludar. Con este pensamiento que maduró durante años en mi corazón me fui a Acopia. Como ya era jovencito cuando llegué, ninguno de mis tíos me reconoció. Claro, yo tampoco podía reconocerlos, ni sabía cuántos eran, pero quería siempre que me reconocieran. Y para eso, desde la madrugada, me senté al pie de la cruz en la plaza durante el día, con la esperanza de ser reconocido. La gente pasaba y pasaba; algunos comentaban:

–Hay un forastero sentado al lado de la cruz.

Yo estaba sin moverme, sentado, ese día. Era ya tarde, los ganados ya regresaban de lo que fueron a pacer y yo seguía sentado allí. En eso pasó un paisano arreando una tropa de ovejas y me preguntó:

–Joven, ¿aún sigues sentado?

–Sí, tayta, estoy esperando que algún tío venga a reconocerme. Soy Gregorio Condori Mamani, hijo del alma Doroteo Condori Mamani.

Este nombre no era el de mi padre, era el del único tío de quien sabía su nombre.

–¡Ah!, el tayta Doroteo no es alma todavía, él está en la cárcel de Yanaoca y es mi compadre. Entonces vamos a mi casa.

Ya en su casa me enteré que mi tío, tayta Doroteo, con sus amigos, había traído llamas del lado de Livitaca, del ayllu Totora. Seguro no habrían podido voltear a este lado con las llamas, hasta que en la Apacheta de Huamani se hizo alcanzar con pelo. De eso estaba en la cárcel, mi tío.

Cuando llegué a Acopia, ya era tiempo de cosecha y se necesitaba brazos. Primero anduve de chacra en chacra, ayudando a escarbar papas. Por un día de ayuda, el pago no era en dinero; era un atado de papas, lisas u ocas. Trabajando todo el tiempo de la cosecha, reuní harta papa como para un troje. Al final de la cosecha un paisano me dijo:

–Quédate en mi casa, sólo me ayudarás a cuidar las ovejas.

Yo le dije:

–Bueno.

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Así estaba de nuevo como ovejero, y al segundo día me fui a la estancia con las ovejas. Esta estancia era una chocita en las faldas del cerro. Aquí viví solo, acompañado por tres perros. En esta estancia no había agua para tomar. Todos los días, sea por la mañana o por la tarde, había que ir como a media legua, por agua. Desde cuando el día rayaba en la punta de los cerros, diciendo "q'aq", yo tenía que empezar a cocinar en una sola olla, tarde y mañana, para mí y para mis perros. Durante el día caminando tras las ovejas recogía leña. Así estuve en la estancia, hasta que este mi patrón, que era paisano, ya no se acordaba de mí como al principio que me mandaba o me traía, aunque sea un poquito de víveres; era tacaño y tomador. Cuando me hallaba olvidado, un día, un partido de mi patrón me propuso ir con él. Así estaba caminando de casa en casa hasta que me cogieron para movilizable.15

15Reclutamiento militar.

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II

Cuando era pollito chico y estaba en el ayllu Ariza, vino el aeroplano por lo alto, ése que ahora llaman avión. De éste hablaban antes: en lo alto, sobre el aire, va a caminar el hombre. ¿Cómo podríamos ver al hombre caminando en el aire? ¡qué vamos a poder ver! Así como hablan ahora por radio, por publicaciones en periódicos, que ha de haber o venir tales o cuales cosas, así la gente antes hablaba de boca en boca: "el hombre va a caminar a trote sobre el viento". En lo que hablaban así, llegó este animal grande con el nombre de aeroplano. Cuando llegó el aeroplano la gente decía:

–¡Ay señor, qué animal nos ha llegado!

Y con el orín que se hace fermentar para lavarse los cabellos, hacían aspersiones al aire y con el ajo masticado escupían:

–¡Phufh, phufh, mal agüero! ¡Qué cristiano es éste! -diciendo.

Un día, en tiempo de la era, nosotros estábamos trabajando entre doscientos a trescientos hombres, y en eso por detrás del cerro Silquincha, apareció un pájaro grande, parecido al cóndor, gritando como condenado. Y todos los que estábamos en la era nos asustamos. Ese rato me acordé de un cuento que narró una vez mi tío Gumercindo, que faltando unos días para el fin de este mundo va a venir un alqamari con cabeza de cóndor y pies de llama a avisarnos a los runas, familias del Inka, para esperar listos el fin de este mundo. Y mi tío dijo:

–El Inkarrey, que está viviendo ahora en el Ukhu pacha, desde la vez que lo mató el señor cura Pizarro, va a salir ese día del fin de este mundo en alcance de los runas.

Cuando el aeroplano avanzaba tomando dirección hacia nosotros, dijeron:

–Este es Taytacha milagro, que viene hacia nosotros.

Y se pusieron de rodillas a rezar: – ¡Ay, taytay, habías llegado!

Al ver que realmente se venía en dirección hacia nosotros pensé: "será, pues, taytacha milagro". Como todos, arrodillados, murmuraban de todo al taytacha aeroplano, también en mis adentros dije: "Ay, taytay, yo no soy pecador, siempre he trabajado la chacra ayudando a mis padres". Y mientras decía esto, el aeroplano se pasó ruidosamente por encima de nosotros. Entonces, como el aeroplano se pasó y no bajó a nosotros, todos los que estábamos rezando y otros que le contaban sus pecados, nos callamos y vimos que se perdió en dirección a Sicuani. Ahí el paqo Machaca dijo:

–Va a bajar en Sicuani, vamos a ver qué dirá, a qué habrá venido.

Unos cuantos se animaron para ir a Sicuani, pero el resto seguíamos trabajando la era. Así, aquella vez, en todas partes la habladuría general era del aeroplano. Enrique Rondán es su chofer, decían. También los paisanos de las alturas bajaron a preguntar si era cierto o no que un milagro había pasado por el alto.

También antes del tren hablaban como del avión. Pero yo antes de conocerlo, sólo escuchaba

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lo que hablaban: –El tren, el tren, ¿cómo será? – Se arrastra como gusano. Otros en cambio decían:

–Es animal de color negro, puro fierro, parecido a la culebra, que para caminar abre su boca, donde tiene fuego. También había canciones del tren, cuando éste apareció, como ésta:

Dónde está mi yana machu16

ya está en Santa Rosa, mi carreta, ya está en Kisa-Kisa. Si es que Rosalina no me amas, Si es que Rosalina no me quieres, que me trague el yana machu.

Como todo el mundo hablaba del tren, en mí también creció la curiosidad. Ya después, cuando fui jovencito, vi el tren en Sicuani. No me asusté, pero casi grito al verlo; era cierto su color negro y que se parecía al gusano en su caminar. Más bien a mí me impresionó lo que jalaba mucha carga. Esa vez sólo en una de sus plataformas habían cargado cientos de cajones de alcohol "Martínez".

Así también vi por primera vez el carro, en San Pedro. El carro, creo que era un camión chiquito que sólo andaba con carga, porque la gente en esos tiempos andaba a pie, o en mulas, caballos o asnos; y los que viajaban en carro eran criticados. Decían:

–Claro: tiene plata, es rico, por eso anda en carro.

Así se observaban, y por esta razón la gente casi no quería viajar en carro.

16Tren = viejo negro.

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III

Meses antes que me cogieran para movilizable, yo estaba queriendo salir de Acopía a trabajar donde sea. Y como ya había pensado irme, un día en un camino a las afueras de Acopía, me encontré con la mujer de mi tío Doroteo, no recuerdo qué conversamos, pero al despedirme le dije:

–Ipay con suerte, ya me voy a ir y quizás ya no nos veremos.

Entonces, como aquella vez ya apestaban mis ganas a mujer y ya era jovencito maduro como para una mujer, me dijo:

–Quédate en nuestro ayllu, junto a nosotros. Te ayudaremos a conseguir terreno y te buscaremos una mujer.

Y yo le dije:

–Bueno.

La mujer que miraron para mí se llamaba Laureana, pero sus padres eran ricos, con muchos ganados y extensos terrenos. Desde el día que me señalaron a ella, cada vez que hacían chacra iba a trabajar para hacerme conocer y enamorarla. Así le estaba dando vueltas y vueltas hasta que le hablaron de mí, de que yo era trabajador y la quería para mi mujer. Pero ella no quiso. Más bien me insultaron ella y sus padres:

–Qué troje tiene ese viento desconocido; mi hija no va a entrar donde un forastero vagabundo a ver su troje de piojos.

Así dijeron. Desde ese día se enojaron para mí y nunca más aceptaron mi voluntad de ayudarles en sus chacras. Cuando pasó todo esto es que me cogieron para movilizable y ya no se podía salir porque en todas partes preguntaban por el papel que daban a todo movilizable para saber si estaba marchando o no. Eso de ser movilizable, era marchar al compás de "un, dos, tres" y hacer ejercicios. Estos ejercicios consistían en correr, saltar para arriba y para abajo, llevando un palo que decíamos arma. El entrenador era un ex-sargento del ejército, llamado Layme; éste nos dividía en dos grupos. Un grupo era peruano y el otro era chileno. Así cada domingo después de los ejercicios teníamos que pelear hasta sangrarnos, como soldados en la guerra. Era mucha pelea, si nos ganaban los chilenos había castigo, igual para el que no iba los domingos a los ejercicios, lo metían al calabozo del Gobernador, y tenía que pagar multa, trabajando un día en la chacra del Gobernador. En esta pelea siempre había que ganar al chileno, si no: castigo o multa. Haciendo los ejercicios de costumbre, un domingo vimos guardias que habían venido de Combapata y nos cogieron por traición a todos los movilizables para soldados.

El sargento Layme nos hizo formar. Cuando estábamos formados, los guardias aparecieron apuntando sus armas: entonces yo sólo dije:

-¡Ala, carajo!, éstos serán chilenos, ¡Ahora a escapar!

Esta última palabra reventó en mi boca, pero nadie intentó escapar, estábamos asustados, ya no eran palos, eran armas. Así vinimos todos los movilizables para soldados. Cuando estuve de

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movilizable era tiempo de Sánchez Cerro, quien dio orden de guerra. Tenía que haber guerra en la frontera. El objetivo de la guerra era:

–Rescataremos Tacna y Arica.

Los chilenos se habían apoderado de Tacna y Arica, también haciendo la guerra en el antiguo tiempo de Cristóbal Colón. Así se habían apropiado de la frontera Tacna-Arica. Ahora mismo Tacna y Arica ya no son de nuestra patria. Si Sánchez Cerro no hubiera pensado construir un camino por el Ukhu pacha, para emboscar a sus enemigos chilenos, la Pachatierra no le hubiera comido; habría hecho siempre guerra por Tacna y Arica. Pero también nosotros hubiéramos muerto en la frontera. En esta guerra, dice, el chileno quería venir hasta el Cusco, porque los soldados peruanos eran pocos. Ya cuando estos chilenos venían por el canto de la mar-qocha, (cómo así habrían pensado los paisanos de San Martín), al ver que había pocos soldados peruanos, éstos para espantar a los enemigos chilenos, habían reunido cientos de tropas de llamas y a cada llama le habían amarrado espejos en la frente. Así habíamos ganado la guerra, cuando ya murió el paisano San Martín. Cuando estas llamas avanzaban reflejando sus espejos y levantando polvareda como nube que cubría los cerros, los chilenos habían dicho, asustados:

-¡Ay! ¡tanta gente! El batallón peruano avanza gritando como alud.

Cuando uno mira de lejos una tropa de llamas caminando, uno ve que se parece al hombre en su caminar, por eso los chilenos las habrían confundido con el batallón. Así el peruano había ganado la guerra, por las llamas; por eso es que en las monedas y en las cajitas de fósforos está el retrato illa de la llama.

Sánchez Cerro le quitó la presidencia a Leguía. Este Sánchez Cerro, había hablado en España:

–Yo voy a ser Gobierno.

Y en España le habían regalado un aeroplano para que se viniera a Lima. Pero en España le habían preguntado:

–¿En verdad vas a entrar de Presidente? ¿Vas a ser Presidente?

–Sí, voy a entrar, –había contestado.

Entonces, cuando Augusto Leguía cumplía diez años de Gobierno, Sánchez Cerro le quitó la Presidencia.

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IV

Antes de venir para ser soldado, todos los jóvenes de mi pueblo íbamos a trabajar la chacra. Allá nadie puede estar ni un día sin trabajar la chacra; eso no se puede. Quizá uno puede desatender u olvidar hasta a su mujer, pero a la chacra no se puede, no se puede olvidar la chacra, la pachamama. Si uno la olvida, también la pachamama se olvida de uno. Así es ser chacarero. Teníamos que ir a sembrar y después de la siembra teníamos que ir a lampear. Luego las andanzas en la cosecha; aquí es donde más se necesita gente que trabaje. Tenías que ayudar a trabajar a tus familiares, a tus paisanos amigos, desde un día hasta semanas, de eso ellos también venían a ayudarte cuando tú necesitabas, para esto bastaba avisarles:

–Hermano fulano, tal día hacemos chacra. –Ya, listo ¿dónde? –Y te decían el lugar. Este era el único contrato.

Y venían a ayudarte. De todo esto nunca se pagaba en dinero: de lo que ayudabas, ni de lo que te ayudaban. Esto era el ayni. Aquí en Cusco, he visto poco esta costumbre del ayni, desde que vine. Los paisanos, cuando vienen aquí, se olvidan esta forma de ayudarse. Muchas veces he dicho a mi mujer y también a otros paisanos:

–¿Por qué no hacemos ayni? Así, estas casas no estarían como huecos de ratón.

Ayni sólo hacemos algunos paisanos, entre parientes o amigos, uno que otro. Si todos hiciéramos ayni, estas casas de Pueblos Jóvenes, no estarían como se ven, como casas de condenados; será porque el corazón de todo paisano que se instala en el Cusco, ya no escucha las costumbres del pueblo. Por eso todo trabajo que hay aquí en la barriada, es por plata, ya no hay ayni.

Esta forma de ayudarse a través del ayni no sólo es en la chacra, está en todo: Te casas, te ayudan en ayni; cuando alguien de tu familia muere, en el entierro te ayudan por ayni. Cuando en la cosecha te faltan caballos o burros para trasladar la cosecha de papas de la chacra al troje, te prestan en ayni, pero eso sí, todo ayni tienes que devolver con todo corazón. Si tienes estos animales y parientes o amigos que los necesitan, tienes que prestarlos. Si uno no tiene estos caballos, burros y otros animalitos que carguen guano no puedes hacer la chacra. A ver, ¿cómo, pues, harías si no hay animales que carguen el guano, la semilla? Así también tiene que haber animales que caguen guano, porque si no hay animales que caguen guano, menos habrá para cargar en la siembra o en la cosecha. Por eso, necesariamente, tienes que ayudar en el trabajo a las personas que tienen estos animales, por su guano, por sus animales de carga. Por eso las personas con más animales hacen harta chacra, porque los pobres sin animales van a ayudarles, ya sea por su guano o por sus animales de carga. Quienes no tienen animales y quieren hacer chacrita en un layme17 o, a veces, ciertos años, se presentan dos laymes; no pueden hacer harta chacra salvo que ayuden también hartos días a los que tienen animales.

Uno tenía que trabajar mucho cuando había dos laymes. Pero eso era sólo cuando el

17Vez o sembrar por partes para alternar la siembra adelantando el primer layme para setiembre y el segundo para noviembre.

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chakrakamayoq,18 mirando en la coca o en las estrellas determinaba dos laymes. Esto era cuando en la coca o en las estrellas había mal agüero que anunciaba helada o granizada. Cuando el chakrakamayoq decía: "Helada", entonces, en la siembra, se adelantaba un layme y el otro se atrasaba.

Esto no era común, pues el chakrakamayoq era la única persona que podía empezar a sembrar. Este chakrakamayoq tampoco podía iniciar comúnmente, cualquier día; la primera siembra tenía que ser siempre un martes, jueves o viernes; son los días en que la pachamama está dispuesta. Ella también es como mujer: que se pone contenta cuando le haces justo el rato que está con ganas. Así es la pachamama19 que quiere la semilla sólo estos días y no los otros que son qollori.20 Lo mismo era cuando el chakrakamayoq decía: "Chikchi".21

Había dos laymes y en cada layme la papa se sembraba en varios lugares y nunca en un solo sitio. Porque cuando el chikchi viene, entra a los laymes, como abriendo un camino recto o a veces zigzagueante, salvándose sólo los cultivos que están a los cantos.

Estos sufrimientos también pasan los paisanos pobres en el pueblo. Los paisanos con hartos animales, claro, te ayudan si eres su pariente o amigo, pero siempre tienes que ayudarles, por eso ellos hacen harta chacra y tienen buena cosecha, son ricos porque hay muchos paisanos que les ayudan por su guanito, por sus animalitos de carga. Para cargar el guanito en la siembra, para cargar la cosecha, siempre hay que hacer ayni.

También en épocas de lluvia se les ayuda a pastear las ovejas, las llamas, y en las noches a velar contra los ladrones y los zorros. Estos zorros son mañosos, justo en las noches de lluvia o de harta nevada, vienen a robarse los corderitos. De esta ayuda te pagaban en carne o en lana para la bayeta.

Así yo también iba a pastear las ovejas de un compadre y en las noches velábamos ganados. Por toda esta ayuda me pagaban en lana. Cierta vez me pagó por un mes de apacentar, con la trasquila de una oveja; en otra ocasión les acompañaba a dormir en su casa para carne y me pagaron, por tres meses de acompañamiento, con un borrego muerto; su carne la comimos con mi madrina, un martes de carnaval.

Esa es la vida del chacarero-runa;22 si no tienes hartos familiares, sufres y tienes que estar

18¿Chacarero?

19La tierra.

20Qollori = interrupción de la germinación de la planta, o cualquier cosa que tiene la mala suerte de ser interrumpido su normal proceso.

21Granizo o granizada.

22Agricultor.

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haciendo ayni23 o mink'a.24 En esto de ayni uno tiene que ser cariñoso; si vienen a ayudarte, tienes que atenderlos bien, porque si no hay cariño en tu casa, pocos vienen a colaborarte, porque algunos paisanos van a la chacra por tomar chicha, trago. Entonces el chakrakuy es como hacer un pequeño cargo. Era gasto; a estos paisanos que vienen a ayudarte tenías que darles, por un día, un atado de papas; esto si la ayuda en la cosecha no es por ayni. Así en la cosecha se necesita harta gente. Si se hace los cultivos en dos laymes, necesitas más trabajadores. Esto de hacer dos laymes era de vez en cuando, porque siempre se hacía en un solo layme; por eso cada año en lunes carnaval, se ponía un arariwa. Y era como un cargo para todo el año; el arariwa tenía que cuidar los cultivos de la papa, del chikchi, de la rancha, de la helada. Para esto hacía su chocita en una lomadita, cerca del layme de papas. Aquí tenía que estar todos los días en época de lluvia, mirando al cielo. Si el cielo se armaba con nubes negras, era seguro para granizar, entonces el arariwa tenía que estar en su chocita rezando –dice hay ciertas oraciones de San Ciprián para hacer pasar al chikchi–. También hacía humear incienso y cebolla seca, y con kerosene y agua bendita hacía aspersiones en la dirección donde había nubes negras listas para caer. Si con esto el chikchi persistía en malograr los papales, el arariwa se desnudaba todo y así, como salido de la barriga de su madre, le hondeaba insultándole con terrones de tierra rociados con kerosene y agua bendita.

Dice que en el chikchi andan tres hermanos, que siempre están juntos. El primero es Bernaku, quien es el más bullanguero, de todos, que está andando siempre para arriba y para abajo, solo, haciendo bulla, reventando. Eso es el illapa, él sólo amenaza. El segundo es Elaku, es algo bueno. Dicen que, cuando se le insulta con las oraciones de San Ciprián y cuando se le hace aspersiones con kerosene y agua bendita, se escapa, porque el kerosene y el agua bendita llegan quemando a sus ojos, como ají. El último hermano es el Chanaku; es el más loco de todos, pues no respeta nada, él es pallapero, que cuando entra a una chacra se roba todo: las papas, las habas; se lleva todos los cultivos. Se lleva su espíritu. ¿Y cómo ha de haber cosecha si los cultivos han quedado sin espíritu?

Estos maldadosos son asunto de cuidado, porque son unos perfectos ladrones. Por eso, si el arariwa no está vigilante a su aparición y se descuida, son capaces de llevarse todos los cultivos y dejar el ayllu sin cosecha. Por eso, si era un buen año de abundante cosecha, había razón para que el arariwa pudiera escarbar un surco en todas las chacras y nadie debía decir nada. Él podía escogerse cualquier surco, grande o chiquito, de papas, ollucos, ocas. Era su voluntad y así sacaba harta semilla. Pero si ese año era de mala cosecha, por el granizo o la helada, el pobre arariwa era insultado. Le decían:

–Perro, carajo! ¿Acaso eres hombre? Hasta que estés dentro de las piernas de tu mujer ha granizado; ¿dónde está la papa, carajo?

Y no le daban agasajo en martes carnaval. Pero si había buena cosecha, era fijo que tenían que hacerlo emborrachar. Estos arariwas siempre eran gente joven: los recién casados, ésos que recién se ponen a vivir con la mujer. Esos, claro, tenían que ser jóvenes, con fuerza como para combatir a

23Trabajo recíproco.

24Trabajo comunal o trabajo pagado con productos o alquiler de animales.

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hondazos con el chikchi. Cuando el chikchi mandaba un hondazo con el rayo, el arariwa tenía que contestarle entre insultos con otro hondazo. Cuando más liso era el arariwa, el chikchi casi nunca se animaba a robar los cultivos.

Así son estos tres hermanos que siempre andan juntos, donde sea. La mamá de ellos es rit'i, una viejita con la cara muy arrugada, y canosa, que siempre está sentada. De sus ojos nacen dos grandes zanjas como acequias que surcan sus mejillas, por donde noche y día, le chorrean legañas. Estas legañas que le chorrean son la nieve que se derrite todos los días en los cerros de respeto.

Una vez, un forastero del ayllu Pinchimuro estaba caminando por unos pajonales silenciosos; y allí empezó a golpearle la lluvia y en lo que caminaba en esos pajonales, lo alcanzó la noche, con su oscuridad total, y así en lo que caminaba, a lo lejos, había visto una lucecita y se dijo en sus adentros:

–Allá hay una estancia, allí me alojaré.

Así se había acercado a esta casa. Pero, dice, no era casa estancia, sino una simple cabaña sin cancha y sin perros que ladren. Y cuando pidió alojamiento, salió una viejita con canas que vencían su cabeza. El forastero le había dicho:

–Alójame mamita.

Y la viejita había contestado:

–No puedo alojarte mis hijos son muy locos, te matarían.

El forastero rogó:

–¿A dónde ya puedo ir mamita? Alójame por favor

Y así ante la súplica, la viejita le había hecho pasar a su casa: -Bueno, aquí te alojarás, dijo mostrándole un rincón.

–Te voy a tapar con una vasija y tienes que estar sin moverte.

Y así había sido.

Pero afuera, la lluvia seguía y empezó a tronar, desatándose una tormenta como para hacer desaparecer la casa. Dice que los truenos caían con más fuerza a la puerta de la casita: ¡raqhaq, punrun! Así, en medio de esos truenos, un hombre entró a la casa. Era el hijo mayor de rit'i.25 Después llegó también entre truenos, el otro hijo, renegando. Así empezaron a caer más truenos, y entre trueno y trueno, llegó el chanaku, refunfuñando, quién ingresó a la casa, carajeando:

–¡Carajo! ese gran puta fulano me estaba asperjando con kerosencito. Pero, ¡carajo, siempre lo he levantado todo!

Así ese fulano, era el nombre del arariwa del ayllu del forastero. Y por un hueco del raki había visto, que en unas mulas había cargado papas, habas y las sogas con que amarraba las cargas a las mulas, eran culebras vivas, coleando, de color amarillo, y en eso se había dormido el forastero.

25La nevada.

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Cuando despertó ya era de día y no había la casa donde se alojó en la noche: se había dormido al borde de una laguna.

La casa del chikchi es la mamaqocha.26 Aquí está todo lo que roban los tres hermanos: habas, papas, maíz. Todo lo mejor está ahí, amontonado como en troje y se puede ver en las noches de San Juan, a las doce de la noche, en luna llena. Esos runas que han muerto cogidos por el illapa,27 cuando llegan a la otra vida, se convierten en peones del chikchi y tienen que pasar toda su existencia en esa vida cargando y descargando a las mulas del chikchi, todo lo que roban. Aunque estos peones vivirán en abundancia de comidas, pero son maldecidos, porque ¿en qué ayllu no maldicen al chikchi, cuando no hay cosecha?

V

Cuando mataron al presidente Sánchez Cerro, el Gobierno lo recibió Benavides. En ese tiempo de Benavides, yo entré de soldado, cuando me trajeron de recluta, de mi pueblo Acopia. Así estaba de soldado en el cuartel de Maruripampa durante tres años completos. En el ejército yo estaba en la Tercera Compañía de Ametralladoras. Era conductor de una mula. Esta mi mula se llamaba Renunciable, y con ella tenía que caminar donde sea: a las marchas de resistencia, descansando cada legua, pues yo tenía que vivir o morir con la mula. Para que coman las mulas había pensión mular. Allí daban cebada en grano, que se les hacía comer en costales que se les colgaba al cuello de las mulas. En estas campañas, sea de mañana o de tarde, siempre andaba con mi mula, no la soltaba. Para cada mula había cargadores, ellos eran los que cargaban. En cambio, yo tenía que estar al cuidado de la mula; tenía que limpiarle sus pies, limpiarle con un trapito su moco, lavarle su ojete con agüita, y rasquetearle después. Esas eran mis obligaciones para la mula. Los cargadores también eran los que ponían la carona. En el cuartel ya usé fusil mosquito. Los primeros meses que entré, usé todavía fusil máuser original. Después ya llegó el fusil mosquito, muy chiquito. El casco también llegó junto a éstos; entonces sólo se usaba kepí. Tampoco había botas; no había nada, sólo con bandas nos envolvíamos las pantorrillas, como con faja.

Dentro del cuartel todo es robarse. Se robaban bandas, botones, zapatos; después, cuando te faltaba alguna prenda, te decían:

–Yo tengo, te lo vendo. Te vendo sólo en setenta centavos.

Cuando lo que ofrecían era de ti mismo.

Los soldados también teníamos nuestra pensión morral. De esa pensión te robaban tu cacerola, tu cuchillo, tu cuchara, tu trinche, todo tu servicio. Y no había nada para pasar el rancho.

26Las lagunas.

27Rayo.

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Sin esto no podías pasar el rancho, así tenías que estar sin rancho. Porque al rancho se entraba por compañías. Cuando se perdían los servicios, le responsabilizaban al cuartelero-puerta y le decían:

–¿Por qué no has mirado lo que han robado los servicios?

Así, a mí también, una vez, me robaron mi polaca y mis zapatos.

Dentro del cuartel todo es robarse; ahí no pueden estar sin robar; todo es robarse, hasta tu agujita te roban. Más bien aquí afuera están tranquilos. Así ahí dentro te roban tus zapatos, tu kepí, tu cuchillito. Si no te robaban tu polaca, de tu capote cortaban los botones. Así fastidiosos eran. Y así a la fuerza tenías que comprar o robar las cosas que te faltaban. Cuando estás de soldado, así como al sastre no le falta su aguja, su hilo; así tenías que estar para coser con todo listo, corriente. Si te faltaba, te llevaban a la cantina y ahí te daban las cosas que necesitabas, a cuenta de tu propina, haciéndote descontar después de tu propina.

En el cuartel todo era robarse unos a otros. Así era su costumbre. Ahora, yo no sé cómo sacaban afuera. Todas estas cosas se perdían en la cuadra, de noche, cuando dormíamos. Yo creo que entraban en combina con el cuartelero para sacar. Cuando se perdía la chompa que daban en el cuartel, también entraba a cuenta de tu propina. Y cuando tenías que salir de franco, ya no había propina. A veces se perdía de tus zapatos sólo un lado. Eso hacían, carajo, por joderte; y también entraba a la cuenta, porque te daban otros calzados de acuerdo a tu número. Ya cuando salí de franco, escuchaba decir:

–Ladrón, ladrón.

Pero eso no era ser muy ladrón; en el cuartel sí, todo es robarse; no te dejan nada; ni dormir puedes, pues, para que no te roben, tienes que dormir agarrando tus cosas. Después en las salidas de los domingos, en la calle, te encontrabas con tus amigos, con tus paisanos, que te decían:

–¿Cómo estás? No hemos venido a visitarte. Vamos a tomar chicha.

Así te llevaban a tomar chicha. Esa vez la chicha no valía tanto; el vaso era a real. A veces salíamos a media semana, después del tiro, pero sólo cuando hacíamos un buen puntaje. Con veinte o veinticinco puntos ya tenías salida. Yo en tiro siempre hacía veinticinco puntos. Eso hacíamos en la pampa del rodadero. Las salidas de los domingos eran ansiosamente esperadas. Salíamos a pasear, a hacer cocinar con las enamoradas, porque la comida del rancho no es como aquí afuera con sabor. Allí es como para el perro, sal botada al agua y eso no te convenía. Cuando estaba de soldado, tenía mi enamorada, se llamaba Elenacha, era de Pomacanchi. Antes las cocineras no salían, como ahora, todos los domingos de franco; tenían que servir día y noche, sin descanso, a sus patrones. Pero ella, como ya sabía que yo salía cada domingo, no sé cómo se escapaba y me esperaba, a veces, ya en la puerta del cuartel. Pero cuando estaba de soldado tenía otra, aparte de Elena, porque las mujeres estaban paradas en la puerta del cuartel, esperando a sus hermanos, a sus enamorados, paisanos, ahí nos conocíamos.

Los domingos, después de izar la bandera, podíamos salir hasta las diez de la noche. Pero cuando hacías pasar esta hora, había castigos, rigor-castigo. Con este castigo no daban propina o uno tenía que estar encerrado en el calabozo. Había también otro castigo: te quitaban tu salida de los domingos por un mes. Estos castigos eran por lo que llegabas tarde o de lo que guapeabas borracho a los guardias o de lo que querías pegar a los clases. Todo esto era el castigo rigor.

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Los clases eran como los jueces: los cabos, los sargentos; el sargento segundo tenía que mandar, pero el sargento primero era como nuestro padre. El sabía si tu ropa estaba gastada o no; si el zapato ya estaba viejo, te hacía dar otro. El zapato se cambiaba cada siete meses. Si estaba gastada tu polaca, tu chompa o tu pantalón, también te hacían dar otros; para esto pasaba revista y teníamos que mostrarle nuestras ropas. El decía:

–"A formarse, indios. ¡Todos! Sácate la ropa interior".

Tenías que sacarte todo, se presentaba otro cabo o sargento y apuntaba:

–"Tal fulano, ya está gastado ropa".

Los sargentos y los cabos eran para respetarlos como a tus padres; de ellos no podías burlarte. Tu banda tenía que estar bien amarrada. Tu polaca no podía estar sin botones o rota. A todo pasaban revista. Si tu polaca estaba rota, ellos la rompían más: ¡caj - caj!

–¡Por qué, carajo, no coses ésto! ¡So gran puta, indio!

Para eso tenías que comprarte hilo, aguja, botones, crema para calzado; después, había escobilla de dientes, para lavarse los dientes. También tenías que tener tres pañuelos limpios: Uno era para bailar con tu enamorada, el otro era para prestarle a tu enamorada, si no tenía; y otro era para limpiar tu moco. También había medias de lana. No acostumbraban las medias extranjeras, como ahora.

Así era la vida de soldado; tenías que vivir o morir con lo que eras, en tu puesto. Si eras tirador o proveedor, con eso tenías que estar reglamentado, si no, carajo, patada. En el cuartel todo es recto, "patria servir obedecer todo". Ahí no se puede decir no a nada. Si dices no o haces de mala voluntad, es castigo, calabozo o patadas. Si te ordenan matar a tu mamá, también tienes que hacerlo, si no, eso no es obedecer a la patria. También en el cuartel hay abecedario para el que no sabe leer, letras en madera ensartadas en alambre: a, b, c, d, j, k, p. Los clases enseñaban todo el abecedario, y cuando terminabas, te daban primer año. Cuando entrabas te preguntaban:

–¿Sabes leer?

Si decías: No sé leer, traían esas letras para enseñarte. los sargentos, el subteniente. El abecedario siempre se hacía después del almuerzo. Después del abecedario teníamos que barrer, rasquetear a nuestras mulas. Eso era por las tardes, pero por las mañanas, así como nosotros lustrábamos con crema los zapatos, así también teníamos que lustrar con sebo los cascos de las mulas.

Si no hacías buen puntaje en el tiro, eras castigado: te tenían parado sobre una tarima, cargado del morral con equipo completo y dos fusiles, durante tres horas, o hasta cuatro horas. Otro castigo era cuando peleabas. Los cabitos te fastidiaban y, cuando al no aguantar, te dolía el corazón, tenías que pelear. Estos cabitos te decían:

–¡Cuádrese, carajo! ¡Cuádrese, carajo!

Te pateaban y eso hacía rebalsar de cólera el corazón. Entonces, tú le decías:

–Espérate, carajo. Vamos a salir de aquí. Pasajeros no más somos. Cuando salgamos te voy a

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matar, ¡carajo!

Estos mis compañeros incluso eran indios, runas como yo, porque ahí no había mistis. Cuando ascendían a cabitos, a clase, eran bien jodidos; ahí adentro son igualitos que Dios todavía. Después, en la noche no dormíamos comunmente, nos hacían formar afuera y después de que estábamos formados, nos decían:

–Cuatro últimos. Sargento de semana...

Entonces todos, atropellándonos, corríamos. Teníamos que desvestirnos en un instante. Una vez desvestidos teníamos que volver a vestirnos en un ratito. Para esto, desde antes de la prueba, ya tenías que tener todo listo. El zapato tenía que estar listo, con los pasadores aflojados. Después de hacer esto, dormíamos con la ropa amontonada a nuestro lado, sin movernos, pues si te movías ya te llamaban y tenías que vestirte en un ratito y te mandaban para imaginaria, desde las diez hasta las doce de la noche; luego venía otro relevo hasta el amanecer. Todo era aburrido, eso de estar parado, con sueño, con frío, cuidando la puerta o la torre. Yo decía:

–Para qué se cuida tanto, carajo, si aquí no entran ladrones. Más bien cuidaríamos la ropa, para que no roben tanto.

Así le dije a mi amigo, que era imaginaria como yo, una noche, cerca al veintiocho de julio, y él me dijo:

–No seas cojudo, Gregorio. El sargento ha dicho que los chilenos vienen a Lima y quieren hacer la guerra en Cusco, porque ellos se antojan las mujeres de aquí.

Y yo le dije:

–¿Y vamos a ir a la guerra por esas arrechas? Lo que es yo carajo, no suelto mi mula.

Así, en la cuadra no te dejaban dormir. Cuando estabas en dulce sueño, te despertaban y te llevaban a relevar. Si no ibas a relevar a las dos o a las cuatro de la mañana, te hacían barrer las cuadras y caballerizas. Hasta por gusto te hacían barrer.

Cuando ascendían, carajo, a cabito o clase, ésos ya no pisaban tierra, al soldado raso lo miraban como a perro.

Cada semana, para salir el domingo, la propina era de dos soles cincuenta centavos.

Una vez me castigaron, todo un mes dejándome sin propina, por culpa de un cabito que me judía mucho. Entonces, con otros amigos soldados, nos emborrachamos y yo me recogí muy tarde, todo borracho; y a mi cabito lo carajeé, lo perseguí para pegarle. Por mí quería hasta matarlo.

Ahora pienso que la vida en el ejército es muy fácil, porque no es como antes, que había que estar amarrando la banda, caminar a las campañas jalando a la mula...

En el ejército me enseñaron el abecedario. También firmaba mi nombre, las letras a, o, i, p, reconocía en el papel. Pero yo creo que no tenía cabeza para el abecedario porque no aprendí. Las letras que sabía leer y mi nombre, me olvidé al poco tiempo de salir del cuartel. Ahora dicen que los que entran al cuartel como ésos sin ojos, salen con los ojos abiertos, sabiendo leer. Esos que no tienen boca, también salen con la boca reventando a castellano.

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Así era. Se entraba al cuartel sin ojos y sin ojos se salía, porque no podías salir con abecedario correcto. También sin boca entrabas y sin boca salías, apenas reventando a castellano la boca. Hasta antes de entrar al cuartel no sabía castellano; ya en el cuartel mi boca reventó al castellano. En el cuartel esos tenientes, capitanes, no querían que hablásemos runa simi:28

-Indios, carajo, ¡castellano!- decían.

Así, a pura patada, te hacían hablar castellano los clases.

28Runa simi = quechua.

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VI

De recluta me trajeron desde Combapata, en tren, al puesto de Saphi; de aquí me pasaron al cuartel de Manuri, donde me examinaron todito el cuerpo: la boca, la nariz, las orejas, los ojos, hasta mi pene, y me dijeron:

–Buen cholo, carajo; pasa.

Me quitaron mi ropa y me dieron traje de soldado para vestirme: polaca, chompa, morral y zapatos.

Al día siguiente, ya de soldado, salimos a hacer ejercicios a las alturas de Saqsaywaman. Aquí, nos enseñaron a marchar. Si no podíamos nos pegaban a patadas. Aquí, en un principio todo fue sufrimiento, puro castigo.

Antes de entrar al ejército, yo había estado de movilizable, por lo que ya sabía esos ejercicios y para mí fue fácil. Así, ya no me hacía pegar mucho, como los que entraron recién. Esos sí se hacían pegar mucho. Nuestro primer cabo apellidaba Calle y ése fue el que nos enseñó a marchar y hacer ejercicios. Era un perro desalmado. Ese, si ha muerto, no creo que esté al amparo de la mirada de nuestro señor Dios. Debe de estar en el Coropuna, de condenado penante. Nunca vi, en la vida, a otro como a ese cabito Calle del ejército que le gustaba pegar a un hombre. Este perro, carajo, pateaba a mis compañeros, hasta que orinen sangre cuando no podían hacer los ejercicios. Perro era, carajo, que hacía arder la sangre.

En el ejército no ascendí ni a cabo, porque no avanzaba en el abecedario. No podía pasar las lecciones, era para los prácticos. Yo siempre quería ascender, por eso, muchas veces, me soñaba de cabo, para vengarme, carajo, de lo mucho que me pegaban. Con las personas de quienes quiero vengarme, nunca he vuelto a verme, hasta ahora. Parece29 que la pachatierra se los ha tragado, de lo perros que eran, sin corazón.

En el cuartel nunca estuve contento. A uno lo cogen como a animal, lo meten a la bodega del tren como a animal, y en el Cusco le cortan el cabello, le amontonan ropa y ya es soldado. Eso de hacer ejercicios diarios, carajo; eso de estar de vigía, con sueño y frío, cuidando la puerta, no me gustó. Tarde y mañana, carajo, hasta para orinarte están persiguiendo con:

–"Cuatro últimos. A ver cholos, a quitarse los zapatos. ¡Cuatro últimos al baño!".

Así era el ejército; toda la vida cuatro últimos, sin terminar. El ejército no es cristiano.

Mientras cargo ahora, escucho lo que habla la gente:

–El Gobierno, Lima, Velasco, ha dicho: "todos van a servir a la patria". Antes los soldados eran puro indio, la vida del cuartel ya no es como antes, dicen.

Cuando salí de baja del cuartel, no quería ir a mi pueblo con ropa de soldado, al ver la ropa del cuartel, los paisanos dicen:

29Sic. Parce.

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–Estará de misticito, sólo hasta que le dure la ropa del Estado.

Por eso cuando salí, buscando trabajo, encontré uno para hacer adobes en el panteón, durante dos semanas. Hicimos adobes para reponer una pared que se había caído. Después de haber hecho los adobes; durante casi un mes, abrimos los nichos para sacar a las almas; las sacábamos y las botábamos a un hueco. En este hueco, echándoles kerosene, se les quemaba. Así hacíamos con los muertos, pero un día le pregunté a mi compañero de trabajo:

–¿Para qué molestamos a estas pobres almas? No vaya a ser que, con estas cosas, nuestro Señor Dios se moleste con nosotros.

Y él me dijo:

–No tengas miedo, Gregorio. Nuestro Señor sabe que estas almas son morosas, dice no pagan de lo que están aquí.

Hasta ahora, muchas veces, desde aquella vez que quemé a las almas, digo: No debí haber hecho eso. Porque me sigo soñando, que unos mistis wiraqochas, ya viejos, ya jóvenes; unas señoras vestidas con hábitos negros, jalando unos chiquitos, vienen a la puerta de mi casa, a llorar. Muchas veces, en mi sueño, veo unos mistis, hombres, mujeres y niños, vestidos de negro, con sus caras blancas como papel, todos juntos están llorando como muertos y desde la puerta de mi casa, me dicen:

–Gregorio, para qué nos has quemado, nuestros cuerpos están con llagas.

Pero nunca en mis sueños los he visto entrar a mi casa, siempre me están diciendo sólo desde la puerta:

-Gregorio, Gregorio, para qué nos has quemado, nuestros cuerpos están llenos de llagas y ampollas.

De esto mi mujer me ha dicho:

–Seguro el día que entren a la casa, nos vamos a morir.

Para que me cure de esto, muchas veces acudí al hanpeq,30 para que les ponga alcanzo a las almas. Pero el hanpeq dice:

–No resulta. Las almas son puro misti wiraqocha y no quieren recibir.

El primer pago y todos los pagos que recibí por los trabajos que hice como peón, fue cuando salí de licenciado. Nuestros pagos los hacíamos agarrar –junto con mi amigo Bernaco Ttito– a la señora Teodolinda Baca. Hasta ahora recuerdo su nombre. Era muy buena, dueña de una chichería, en Pampa del Castillo. Aquí nos alojábamos, no pagábamos de lo que nos alojábamos, sólo teníamos que ayudarle, sea por las mañanitas o por las tardes, a lavar su isanga. Era muy honrada, la plata que le dábamos la guardaba en una servilleta, en uno de los cantitos guardaba lo mío y en el otro lo de Bernaco; y así, nunca faltó un centavo.

30Hanpeq = (hampiq) el que cura, el curandero.

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Como en el Cusco se podía ganar plata, haciendo cualquier cosa, como peón o cargando, para ir a mi pueblo, después de salir de soldado, con la plata que gané me compré harta ropa: Dos pantalones, un chaleco, un saco, una camisa, dos pares de medias blancas -de ésas que decían alemán- eran muy bonitas, hasta la rodilla, como de los futbolistas. Todo esto me costó ocho soles. Era como tener un terno. Por todo esto, ya no me acostumbré a mi pueblo.

En ese tiempo también cargaba por las mañanas o por las tardes. Esas veces no había plata en sencillo como ahora. Sólo a veces pagaban en plata, cinco centavos por una cargada, y eso cuando era de la estación al centro, o del mercado a los cantos. Un buen pago era un real. Siempre el pago era en rocoto o en ají, que lo llevábamos a los que vendían mote. Por cinco centavos se podía almorzar tres platos rebalsando, con grandes presas de carne. Antes se comía bien, ¡ah, eran tiempos buenos para comer carne!

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VII

Túpac Amaru era de Tungasuca, paisano, hijo de Inkas, pero un día esos enemigos españoles lo mataron. Le habían sacado su lengua, sus ojos, desde la raíz. Así lo habían matado a Túpac Amaru sus contrarios. Los contrarios de Túpac Amaru eran los mismos contrarios de nuestros abuelos, los Inkas. De Inkarrey, del tiempo de los abuelos, dicen esto:

Nuestro Dios había preguntado, caminando de pueblo en pueblo:

-¿Qué trabajo quieren que les dé?

A lo que Inkarrey había contestado:

–Nosotros no queremos ninguno de tus trabajos. Está en nuestras manos todo trabajo si queremos trabajar.

Así habían contestado:

–Nosotros hacemos caminar las piedras; con un solo hondazo construímos montañas y valles. No necesitamos nada, sabemos de todo.

Bueno, este Dios había sido de dos caras y había ido donde el enemigo de nuestro antiguo abuelo Inka, a España, también a caminar de pueblo en pueblo. Y les había dicho:

–¿Qué quieren? Les voy a dar trabajo. Pídanme lo que quieran.

Mientras el Inka le había despreciado, aquí, en el pueblo de España, todos eran ambiciosos y le habían pedido de todo:

-Queremos esto, aquello, – diciendo.

Por eso ahora, nosotros los runas, no sabemos hacer caminar las máquinas, los carros, esos aparatos que caminan por lo alto como pájaros: helicópteros, aviones. No sabemos hacer ninguno de esos aparatos, pero esos españas son prácticos, saben de todo. Así un wiraqocha españa había inventado la luz, sólo mirando el agua, con unos vidrios inventó la luz del foco; ahora mismo, esta luz es del agua de Calca.

Así, pues, el Inka, nuestro Inkarrey fue sobrado y no quiso trabajo. Pero esos españas, pidieron todo tipo de trabajos, "queremos nosotros", diciendo. Por eso ahora, ellos trabajan carros, maquinarias y ollas de fierro. Todo lo que nosotros no hacemos. Esto es porque a ellos, el propio Dios les dio esos trabajos y no como nosotros que despreciamos los dones de Dios.

Nosotros somos peruanos, indígenas, ellos eran inka runas, pero somos sus hijos por eso también mataron esos españas a Túpac Amaru.

Así como ahora hay monjas en el Convento Santa Teresa y en San Pedro, así, dice había mujeres del Inka. Sacando a estas mujeres, estos españas se habían casado y ellas parieron sus hijos.

El Inka, cuando estos españas querían matarlo, había dicho:

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–No me maten.

Y les hacía dar choclos de oro a sus caballos.

–Así les vamos a dar oro, pero no nos maten.

Bueno, ambicionando totalmente los españas31 habían matado a nuestro Inka. Los Inkas no conocían papel, escritura: cuando el taytacha quería darles papel, ellos rechazaron; porque se enviaban noticias no en papeles sino en hilos de vicuña: para malas noticias eran hilos negros; para buenas noticias eran hilos blancos. Estos hilos eran como libros, pero los españas no querían que existiesen y le habían dado al Inka un papel:

-Este papel habla,- diciendo.

-¿Dónde está que habla? Sonseras; quieren engañarme.

Y había botado el papel al suelo. El Inka no entendía de papeles. ¿Y cómo el papel iba a hablar si no sabía leer? Así se hizo matar nuestro Inka. Desde esa vez ha desaparecido Inkarrey. Los Inkas Huayna Ccapac, Inka Roca, eran sus tíos y el Inka Rumichaka era su hermano. A todos ellos habían matado los españas.

Pero ahora yo digo:

–¿Qué dirían los españas, cuando vuelva nuestro Inka?

Así había sido la vida.

31Sic. Espinas.

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VIII

Cuando salí del cuartel, al año, nos fuimos en busca de trabajo a Quincemil, con un amigo de Pomacanchi. Porque todo el mundo se iba a Quincemil y volvía con mucho dinero.

-Hay oro en el río para sacar con la mano,- decían.

Y todos se iban. Y también yo y mi amigo nos alistamos. Así partimos para Urcos. Cuando llegamos a Ccatcca, se hizo de noche y nos alojamos en la casa de un conocido de mi amigo. Nos dormimos. Pero el dueño de la casa había sabido andar de noche, por ganados; era ladrón, y trajeron, a eso de la media noche, una vaca y entre todos sus hijos y su mujer, degollaron en wayka. En una olla grande, pusieron agua para el caldo, y así empezaron a sacar trozos de carne, uno para caldo, otro para kanka. Al poco rato, la kanka empezó a oler por toda la casa y nosotros alojados en un rinconcito, sobre dos cueritos, haciéndonos los dormidos, sin movernos. Comieron toda la noche, pura carne.

Ya cuando estaba por amanecer nos invitaron un poquito de caldo. Y como no durmieron todita la noche, comiendo carne, tampoco nos dejaron dormir a nosotros; después de tomar caldo, nos habíamos dormido todos, hasta de día. Mientras, los dueños del ganado, junto con las autoridades: Gobernador, Teniente y otros acompañantes, habían seguido las huellas del ganado hasta la casa de nuestro amigo. Como los dueños habían dado parte y vinieron con otros acompañantes, entraron a la casa. Y ya cuando estaban buscando y ante el ladrido de los perros, despertamos. Encontraron carne en las ollas. Seguían buscando y encontraron carne trozada que habían ocultado en la cancha, en unos costales, enterrada con guano. También a nosotros nos encontró el Gobernador de Ocongate, y nos dijo:

–A ver, ustedes.

–No papay, somos alojados, estamos de viaje a Marcapata.

El Gobernador llamó al teniente:

–A ver, teniente, a estos ladrones.

Así nos tomaron presos.

Pero el amigo de la casa no había robado sólo una vaca, sino tres. Cargados de carne en hartas llamas nos trajeron a la cárcel de Urcos. Aquí después de estar encerrados tres días en el calabozo, nos sacaron para prestar nuestra declaración. Nuestro amigo declaró:

–Sí, papay, señor Juez, empujado por mis pecados, para hacer comer a mis hijitos, robé esas vacas.

Escribieron todo lo que hablaba el amigo en el papel y el juez dijo:

–Esos alojados pasen: Gregorio Condori, prestar declaración.

Primero me preguntó a mí:

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–Tú, hijo, ¿has visto lo que trajo las vacas o han traído contigo más? Avisa, hijo para ti no habrá pena. Entonces, ¿juntos han vaqueado estas vacas?, avisa sin miedo.

–No señor, no nos hemos metido a eso nosotros. Eramos alojados. Cómo íbamos a robar esa noche si sólo éramos alojados. Claro, el dueño de la casa caminaba esa noche, pero no hemos visto que degolló la vaca esa noche.

En ese rato, yo pensé para mí: ya estamos perjudicados cuatro días del viaje. Avisaré lo que comieron carne toda la noche.

–Sí, señor, han comido toda la noche?

Y el Juez:

–¿Comieron toda la noche?

–Sí, señor, han comido toda la noche.

–Y a ustedes ¿no les invitaron siquiera un poquito para comer?

–No nos dieron nada para comer.

–¿Cómo? Avisa, entonces, si han robado con ustedes más. Avisa toda la verdad, yo no te voy a castigar.

–No, papay.

–Entonces, nada les invitó.

–Nada, papay.

Así preguntaba. Pero después volvía a preguntar:

–Y cómo ¿nada les ha invitado? ¿Ni siquiera un poquito?

Entonces, como tanto preguntaba, yo le dije:

–Sí, nos invitó sólo caldito, pero no su carne; sólo su caldito.

Y el Juez decía:

-No, hijo; ahora, de eso vas a ir a la cárcel. Ese caldo vale, era sustancia de la vaca. La carne no vale sin el caldo, en el caldo está la sustancia. De eso vas a ir a la cárcel. Si estabas comiendo carne robada has debido avisar a la justicia; ésa es tu culpa: no haber avisado.

Así, ese juez nos mandó a la cárcel, por haber tomado caldo invitado en la casa de un amigo. Así es la justicia que también manda a la cárcel por seis meses, como a nosotros, por haber tomado caldo. Esa fue la causa para no llegar a Quincemil a sacar oro del río. Yo siempre he dicho: si los jueces y todos los mistis están comiendo carne tarde y mañana y eso también es de ganado robado y ellos lo saben. Como ese Luis L. que es juez en Urcos, quien conversa con los ladrones, que roban para él. Ni va a la cárcel, ni a la justicia avisa. Así es la justicia, que no tiene ojos para los mistis.

Así, en falso, por haber tomado un caldo que nos invitó un amigo, estuve en la cárcel,

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injustamente.

Los primeros días que estábamos en la cárcel, los pasamos pensando, preocupados. No teníamos nada para comer, nada para dormir, estábamos sólo con nuestros ponchitos. sin hacer nada. Los otros presos sólo nos miraban. Ya al tercer día, empezamos a armar amistades; unos nos decían:

–Vengan, ayúdenos a tejer.

Y otros:

–Vengan, ayúdennos a hilar.

Pero de ese oficio de hilar y tejer, no sabía nada. En mi pueblo este oficio era sólo para las mujeres. Como en la cárcel, el que no hila o teje, no tiene nada para comer, yo también tuve que aprender a hilar. A un comienzo sólo miraba. Así mira-mirando hilaba todo chambón. A veces grueso, a veces delgado, pero al último, salí diestro en el oficio de hilar. Desde el día que aprendí a hilar, la vida en la cárcel se me hizo fácil. Desde el momento que nos soltaban de la celda al patio hilábamos hasta el rato que nos encerraban de nuevo. Dentro de las celdas también seguíamos hilando, porque en la cárcel nunca faltaba trabajo para hilar y tejer. Traían de todas partes, en costales, lana para hilar y tejer: ponchos, costales, frazadas, mantas. Nunca faltaba lana ya sea de alpaca, oveja o llama. Todo esto hilábamos de día y de noche. De día todos los presos hacían sus cosas: ya hilando, tejiendo o atendiendo a sus visitas, a su abogado, a sus testigos. Pero de noche, todos los presos, que llegábamos quizá a doscientos, entre hombres y mujeres, estábamos encerrados. En una celda las mujeres y en otra celda nosotros, los hombres. Aquí en nuestra celda, los varones, todas las noches nos juntábamos en medio de velas y mecheros, haciendo círculos como para la merienda de una faena. Aquí seguíamos hilando entre risas y sin preocupaciones, escuchando los cuentos de los cuentesteros.32

Nunca, como en la cárcel, he escuchado tantos cuentos que hasta ahora los recuerdo todavía, muchos de ellos.

Como el cuento de un ganadero que había ido a comprar ganado a las comunidades que están al lado del Apu Ausangate. Este ganadero, cansado de no encontrar ganados, se había sentado frente al Apu, sobre una roca grande. Cuando estaba así el ganadero, se le había acercado un runa vestido a la usanza de ese lado, a preguntarle:

–¿Qué cosa haces, señor, aquí?.

–Quiero comprar ganados. Soy comprador de ganados, -había respondido.

Al escuchar esta respuesta, el runa, en un cerrar de ojos había desaparecido. Después, casi al atardecer, mientras el ganadero seguía sentado, inmóvil sobre la misma piedra, el runa había vuelto a aparecer para preguntarle:

-Señor, si es verdad que quieres ganados, yo te vendo. Tengo harto ganado... y también tengo hijas que quieren casarse. Si quieres casarte, yo te hago casar con mi hija. Mi hija no ordena, yo

32¿?

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ordeno.

Y el ganadero había aceptado casarse con su hija: -Bueno, vamos a que conozcas a mi hija; como yo digo, mi hija no ordena, yo ordeno.

Así, mientras caminaban, a la mitad del cerro Ausangate se abrió la roca, como puerta; allí habían entrado. No recuerdo si esa noche le hizo dormir con su hija o no; pero sí, que el ganadero al día siguiente estaba como en un extraño pueblo, lleno de ganado, donde las llamas y las alpacas cubrían como nubes los cerros.

A los pocos días, el ganadero se casó con la hija de ese runa. Pero este runa había sido el Apu Ausangate. Por eso, para el matrimonio de su hija, el Awki Arequipa Maisisco y el Apu Cunurana se habían llamado de cerro a cerro para ser sus padrinos.

Desde el día que el ganadero se casó, había pasado mucho tiempo hasta que un día le dijo a su suegro:

–Papay, ya es mucho tiempo que no sé nada de mi ayllu, iré a averiguar con mi mujer más.

Él Apu había aceptado. Así habían partido contentos, con carguita en una llama que le dio su suegro. Seguro que la carga estaba llena de plata. Caminando como marido y mujer, habían llegado al Cusco, como todos los caminantes, cansados y sedientos. Entonces, el marido había dicho:

–Tomaremos chicha.

Pero la mujer no quería tomar; más bien le aceptó que le hiciera samincha.33 Esto es que, de todo alimento que se ingiere o bebe, antes de tomarlo se tiene que soplar su olor a la tierra y a los machu Awkis, pues ellos se alimentan saboreando el olor de la samincha. Como ella era hija de un Apu, quería que le hiciera la samincha para saborear la chicha que tomamos nosotros. Pero este bruto no entendía esto. Más bien se puso a tomar él solo, sin hacer la samincha a su mujer. Al cabo de un rato, dice, borracho la empezó a carajear:

–Tú, carajo, no quieres tomar la chicha que tomo yo, toma, carajo; toma, carajo.

Así, este asno le había pegado. Le había echado con chicha. Como le pegó, ella desapareció del lado del ganadero, en un abrir y cerrar de ojos, junto con la llama y la carga. Entonces, ya al día siguiente, cuando le pasó su borrachera y al verse sin mujer, sin llama y sin carga, arrepentido, viajó de nuevo a sentarse sobre la misma piedra en que había estado sentado antes de conocer a la hija del Apu Ausangate. Así dice que este asno animal estaba sentado sobre la misma piedra, mañana y tarde, durante varios días. En lo que estaba sentado, cierto día en el cerro se abrió una puerta, con harto ruido que hacía retumbar los cerros. Era esa misma puerta por donde él había entrado a la entraña del Ausangate. Pero esta vez, por esa puerta salió una mano gigante que lo atrapó como a mosca y lo metió a la entraña del Ausangate, donde se encuentra hasta hoy día. No se sabe si lo castigaron o lo mataron.

Este cuento escuché en la cárcel, y en otra ocasión escuché también otro de mismo Apu Ausangate. Dice el Apu Ausangate había ido hasta Lima a conversar con el Gobierno, en su misma

33Ritual?

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casa. Para esto el Apu se había vestido con su mejor ropa, lindo, puro oro; y como alumbrando había entrado a la casa del Gobierno y como esta ropa no hay en ninguna parte, hasta el Gobierno le había envidiado su ropa al Apu:

–¡Lindo, carajo!- diciendo.

Pero el Apu había ido a decirle al mismo Gobierno, que sus guardias y sus compadres andaban matando a sus vicuñas. Si seguían matando, él se las iba a arrear al Ausangate a todas las vicuñas y así en el mundo del Perú, no iba a haber más vicuñas.

Ya después pensé por qué ahora no hay vicuñas. Dice que han desaparecido todas. Como el Gobierno no cumplió en decirles a los guardias "no maten a las vicuñas"... ¿O habrá dicho y no le hicieron caso? Pero el Apu Ausangate, seguramente encolerizado, se ha arreado sus vicuñas. Por eso no hay vicuñas ahora en el mundo del Perú.

En la cárcel, a las cinco de la tarde ya estábamos formados para pasar lista. Inmediatamente, temprano todavía con el sol encima, ya estábamos encerrados en la celda. Las celdas eran cuartos muy grandes, uno era para los hombres y el otro era para las mujeres. Pero, estas mujeres presas, de día estaban en el patio junto con todos nosotros. Ellas también hilaban, tejían, cocinaban para vender. Para todo preso en la cárcel, sea hombre o mujer, la vida era tejer o hilar. Nadie podía estar sin trabajar. También había carpinteros y sastres, pero eran pocos. Esos que entran a la cárcel por ladrones como nosotros, ésos eran los que más trabajaban. Ganaban harta plata hilando, tejiendo, de ese modo tenían plata para el abogado, para el escribano, para el papel. La cárcel también es puro plata, si no das plata al abogado, y no compras papel, puedes estar olvidado durante años, en la cárcel.

Como uno estaba encerrado desde temprano en la celda, galpón totalmente oscuro, siempre había algo en qué ocuparse. La celda era un solo cuarto para todos los presos, cada preso tenía un rincón para dormir, amontonar su cama y sus cosas. Pero como siempre te hacen quedar preso, apenas con tu ponchito... así solo te ves en la cárcel, sin cueros y sin frazada para dormir, y tienes que pasar frío y hambre, porque en una cárcel de pueblo, hasta ahora no dan comida; te encierran como quien dice: "que muera, carajo, este perro". Y tú, va adentro, tienes que ver por ti. Así no podías estar sin hacer nada en la cárcel, tenías que hilar o tejer. Si no sabes tejer, tienes que aprender a tejer, porque aquí no hay eso de: "la gente me va a ver haciendo oficio de mujer". Más bien salen prácticos y en sus pueblos también siguen tejiendo, aunque sea a ocultas. Así también yo, en el tiempo que estuve en la cárcel, salí práctico hilando. Porque en mi pueblo eso de hilar y tejer era oficio sólo de mujer. Si a uno le veían con este oficio se burlaban:

–Pobre llamero, mujer de llamero.

Pero hilando me mantuve en la cárcel. Como no tenía ni ollas ni platos, ni nadie que me llevase leña para cocinar, peor víveres, comía como en pensión, lo que cocinaba una paisana del lado de Quiquijana; por una semana de pensión -almuerzo y comida- le pagaba ochenta centavos que me ganaba hilando. Pero eso sí tenía que hilar todo el día y toda la noche.

De noche, la celda parecía un matrimonio, llena de velas y mecheros a kerosene. Así, entre hilando e hilando, nos contábamos cuentos hasta altas horas de la noche. Para esto de cuentos, Matico Quispe era especial. El era preso del pueblo de Oropesa y su mujer era de Huaro donde él vivía. Aquí, cuando estaba de pondo tendalero, en la hacienda de un señor Díaz, cierta noche del

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tendal desaparecieron tres costales de semillas de maíz. El era inocente, pero el hacendado no creía.

Más bien lo denunció en Urcos, donde su cuñado que era juez, como ladrón de su tendal. Por eso Matico estaba preso. Matico era especial, pues desde aquella vez de la cárcel de Urcos, hasta ahora, nunca me he topado con otro paisano que sea tan cuentestero como Matico. El era tan cuentestero que nunca le escuché, el tiempo que estuve en la cárcel, narrar un cuento hasta dos veces. Todo estaba listo en su cabeza.

Así también, en eso de avisarnos cuentos todas las noches, escuché de otro preso contar de la Pachamama. Yo no sé en qué tiempo todavía nuestro Taytacha había ordenado para que de una sola planta, con una sola raíz, creciesen todos los frutos que come el hombre. Así, en la cabeza de esta planta tenía que estar el trigo; en sus costados, diez o cinco mazorcas de maíz y en la raíz, papas. Aquí la Pachamama había hablado protestando, coléricamente:

–Yo no puedo dar tantos frutos. Más bien uno por cada planta con raíz aparte.

Desde esa vez la papa, el maíz v el trigo, son apartes con sus propias raíces. Si aquella vez la Pachamama no hubiera protestado para dar simultáneamente tantos frutos en una sola planta, con una sola raíz; también hoy las mujeres en cada parto hubieran alumbrado cinco o diez hijos, entre varones y mujeres. A esto, todos decíamos en coro:

–O sea, ¡carajo, íbamos a ser más hartos que las hormigas!

Y Matico decía:

–Zonzos, si una planta iba a dar tantos frutos. ¿Por qué las mujeres no hubieran podido parir hartos hijos?

Había también otro preso, cuentestero como Matico. El era del lado de Ccatcca, de la Comunidad de Ccamara. Este ccamara estaba preso por el robo de una tropa de llamas, que le había ocasionado a su compadre de matrimonio. Estos ccamaras, en la cárcel, eran hartos y bien machos. Algunos de ellos vivían con sus mujeres más en la cárcel; ellas cocinaban para todos sus paisanos, que vivían juntos. De lo que nos contó este ccamara, sólo algunas cosas recuerdo. Dice que en otros tiempos nuestro Dios era conocido por brujo y ladrón en este mundo. Estos eran tiempos cuando nuestro Dios tenía muchos enemigos que le perseguían:

–¿Dónde está ese brujo? ¿Dónde está ese ladrón? ¿Por aquí pasó un ladrón brujo?

Y las gentes contestaban:

–Por aquí no pasó ningún brujo ni ladrón.

Así preguntando le buscaban por todas partes. En lo que andaban preguntando pueblo tras pueblo, un día estos enemigos se habían tropezado con San Isidro Labrador, cuando estaba sembrando trigo. Pero, rato antes, nuestro Dios había pasado por la chacra de San Isidro Labrador, dejándole un encargo:

–Si preguntan por mí, di: "Sí pasó, pero hace un año, cuando recién sembraba el trigo".

Al poco rato, los perseguidores de nuestro Dios, habían preguntado:

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–¿Por aquí no pasó un brujo, un ladrón?

Y San Isidro Labrador, había contestado:

–Sí pasó un brujo, pero hace un año, cuando recién sembraba este trigo. Hasta el trigo ya está maduro.

Así el trigo que estaba sembrando San Isidro Labrador, en un solo mirar, ya estaba para la trilla.

En otra ocasión, en tiempos atrás, cuando las vacas eran de puro color negro, nuestro Dios, aburrido de tanta persecución que le hacían, ocultó las vacas de sus enemigos, para ordeñar su leche. Y con esa misma leche –como agua bendita– roció a la tropa de vacas. Y de ese modo las vacas cambiaron de color, haciéndose irreconocibles ante sus dueños. Entonces los dueños empezaron a caminar por todas partes:

–¿Qué será de mis vacas? No hay mis vacas. Hay unas vacas como las mías, pero su color es distinto.

A partir de entonces, los enemigos de nuestro Dios dejaron de perseguirle, porque ya también empezaron a buscar las vacas, caminando pueblo tras pueblo.

De esta manera, eso de robarse las vacas había empezado con esta chanza que hizo nuestro Dios.

Bueno, estos ccamaras eran bien pendejos, por eso les decían azote de los pueblos. En la cárcel más que de nadie, había que cuidarse de ellos; se te acercaban y yo no sé cómo estos brujos, te sacaban aunque sea una aguja o tu trapito de limpiar el moco. Pero como nosotros también éramos paisanos, que estábamos presos por ladrones, ya éramos como amigos. Ellos en el pueblo de Urcos eran bien conocidos y nunca les faltaba cueros de lana para hilar. Siempre les traían, y los que no teníamos lana para hilar les ayudábamos. Pero estos pendejos ccamaras eran también interminables contando sus pendejadas.

Así, una vez a un ccamara, en el juzgado, cuando pasaba juicio oral, el juez le había preguntado:

–Oye fulano, sí quieres salir libre, tu obligación es decir la verdad a este tribunal.

El ccamara había contestado:

–No, papá, como tú sabes, todos los pobres sabemos caminar. Yo nunca he robado esa vaca, papá. Yo pasaba montado en mi caballo por el canto de la comunidad y esa vaca había estado comiendo en una hondonadita. Yo, por travieso, como jugando boté una de las puntas de mi lazo y lo dejé así, arrastrándose, pero cuando llegué a mi casa, esa maldita vaca había seguido a mi lazo, tras mi caballo. Y ese rato, con intensa alegría, dije: ¡Gracias a nuestro Dios! Seguro esta vaquita nos está enviando él. Pensando así, papá, señor Juez, la degollé para comerla junto con toda mi familia. Como ves, papá, papacito, señor Juez, yo no soy ladrón. La vaca había seguido a mi lazo hasta mi casa.

Así, para este pendejo ccamara la vaca le había seguido tras él hasta su casa. Seguro que esos

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ccamaras han nacido con esta estrella, porque ellos creían que hasta los condenados se escapaban de ellos cuando están en sus andanzas. Así también cierta noche avisaron que un ccamara, durante sus andanzas nocturnas, se había cansado. Entonces, para descansar, había entrado a una casa abandonada en la puna. En esta casa sólo había unos perros grandes y lanudos, que, al ver al ccamara, se escaparon. Entonces, como el ccamara tenía hambre y cansancio, se puso a buscar comida por todos los rincones.

Buscando encontró unas ollas repletas de mote y chicharrones y se puso a comer. Pero quería más chicharrones y en lo que estaba buscando más ollas, encontró otras ollas llenas de chicharrones, pero eran chicharrones de orejas de gente y las ollas de mote, eran dientes humanos. Mientras el ccamara miraba las ollas que había comido, con los ojos que se le saltaban, a lo lejos escuchó un grito de lamento como de una corneta y cuando los gritos de lamento estaban ya cerca a la casa, el ccamara de un salto, se prendió como taparaku del mojinete de la casa. Entre tanto, lamentándose, había entrado un hombre oliendo a azufre, terriblemente harapiento, lleno de llagas sangrientas en los pies y en las manos. Era un condenado. Y entre lamento y lamento, en un instante, se comió los chicharrones, haciendo sonar el mote de dientes como tostado de habas. Ya en lo que lamía las ollas, husmeó:

–¿Qué es eso que huele a madeja de gente?

Busca, buscando se lamentaba y en cada lamento que daba, le salía por la nariz, como viento fuerte, humo de azufre. En esto el palo del mojinete crujió con el peso del ccamara. Entonces el ccamara tuvo que saltar, dando un grito descomunal sobre el condenado:

–¡Jukuy! ¡Jukuy! – diciendo.

Así cayó sobre la cabeza del condenado, y este penante escapó de su casa gritando:

–¡Wauuuuuu! Y haciendo caer al suelo su cucuruchu.

Una vez que se escapó el condenado, abandonando su casa, le robó todas sus cosas. Entonces el ccamara, con su botín llegó a su casa diciéndole a su mujer:

–¡Trabajo también, carajo, estoy pasando! Así se avisaban estos ccamaras, no tienen miedo, roban hasta la casa del condenado.

Ahora qué será de los ccamaras, seguro deben seguir en el mismo camino, porque ellos han nacido con esa estrella. Por eso eran hasta chistosos, como un ccamara que en un año cae a la cárcel hasta tres veces: la primera vez que lo soltaron, al mes ya estaba robando una tropa de ovejas y para su mala suerte lo capturaron. Entonces de nuevo lo habían despachado desde Ccatcca a la cárcel de Urcos. Después de haber estado seis meses nuevamente en la cárcel de Urcos, había salido pagando caución. Entonces este zamarro, el mismo día que lo soltaron de la cárcel por segunda vez, se había ido arreando un toro que encontró en las afueras del pueblo de Urcos. Seguro que el toro era de algún misti conocido de Urcos, porque cuando preguntaron por el toro, avisaron fácilmente:

–Tal fulano está llevando-, diciendo.

En casos de robo, cuando la persona que busca es sólo un runa chacarero sin amigos de confianza, qué le van a avisar, ni los parientes así que hayan visto el acto mismo del robo, no le avisan. Porque si los ladrones se enteraran siquiera por noticia de que el robo que hicieron está por

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descubrirse o ya se descubrió por una acusación, también le roban a la persona que anda cargada de chismes. Siendo así, quién va a querer perder sus cosas, sus ganados. Por eso los ladrones siempre son personas para tenerles temor y cuidado.

Bueno, este ccamara había llegado a su pueblo arreando el toro; sus paisanos, contentos por su regreso degollaron al toro y ese mismo rato lo banquetearon. Cuando ellos seguían festejando el retorno del paisano, la noche de ese día, el dueño del toro preguntando y siguiendo las huellas, había llegado a la casa del ccamara, cuando aún ellos seguían tomando. Entonces el dueño del toro y sus acompañantes buscaron toda la casa, ya no había ni un pedazo de carne, ya todo se habían repartido; sólo encontraron el cuero y una parte de las menudencias. Así, el ccamara, al día siguiente, borracho todavía, llegó de nuevo a la cárcel cargado del cuero y de las menudencias del toro que robó. Entonces el Juez antes de destinarlo a la cárcel, le había tomado una declaración:

–Ni un día pasó y ya robaste, carajo. Ahora vas a saber, so matrero abigeo. Tu condena por no escarmentar, ahora es por diez años. ¿Estás contento?-Así la había dicho el Juez.

–Por últimamente, señor Juez, aunque sea de tu boca que sean cien años. Pero, ¿qué maldad te he hecho a ti, señor, para que tú a cada rato me mandes a la cárcel, abigeo, diciendo? ¿Yo te he quitado a tu mujer, señor Juez, para que me odies tanto?

Así había contestado el ccamara.

Así era la vida de estos ccamaras.

Mi condena en la cárcel era por seis meses, por cómplice de robo de ganado, pero ellos me tuvieron nueve meses. Un día martes, del mes de abril, en la tarde, me llamaron:

–Gregorio Condori: ¡Alistar cosas!

Como me llamaron a mí solo y no a mi amigo más, no pensé que era mi libertad. Pensé: ¿dónde me mandarán estos diablos? Ya en la puerta, donde habían estado todos los carceleros, al verme se reían a carcajadas y uno de ellos me dio una patada con lo que casi me estira al suelo:

–Fuera, gran puta indio. A las piernas de tu mujer.

"Carajo, estos cristianos me han sacado para castigarme", pensando así, caminaba despacio asustado mientras ellos detrás mío seguían riéndose. Así avancé sin mirar hacia atrás hasta perderme en las calles. Ya para voltear una esquina miré si alguien venía por mi detrás y como no había nadie, recién creí que en verdad era mi libertad y me puse contento.

Allá en Urcos yo era un desconocido, nadie me conocía y para averiguar si había viajeros al Cusco, entré a una casa donde habia una banderita colgada, indicando venta de chicha. Aquí compré cinco centavos de chicha. Era harto, dos jarritas llenas lo que ahora serian seis caporales, que valen treinta soles. Antes valían sólo cinco centavos. Una de estas jarras le invité a la dueña de la chichería y la otra la tomé yo. Como aceptó mi invitación, le conté que yo era forastero y que acababa de salir de la cárcel, que quería saber si iban viajeros al Cusco para poder pasar en compañía de ellos la apacheta de Kumiccolcca. Esta señora me dijo:

–Martes y miércoles siempre hay arrieros que salen de Marcapata al Cusco.

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Así, ese mismo día, no pude viajar yo solo al Cusco, porque la apacheta de Rumiccolcca era bien mentada: habían asaltantes que mataban a los viajeros para quitarles su plata o su carga. Era posible pasar sólo de día, haciendo una tropa entre hartos viajeros. Así una vez en Rumiccolcca, ya en Piñipampa unos asaltantes habían golpeado, hasta matarla, a una mujer para quitarle su atadito y muerta la habían botado a un hueco, fuera del camino. Al cabo de unos días, cuando las mulas de un arriero de Quincemil se cansaron en la cuesta y sus peones arreglaban la carga de las mulas de pronto habían escuchado llorar a una huahua. Como eran varios empezaron a buscar qué era éso que lloraba como una huahua, toda esa apacheta está regada de casas antiguas, cuando se aproximaban más entre el matorral al lugar de la huahuita que lloraba, ellos contentos habían pensado que quizás era un idolito de oro del ñawpa machu, que estaba llorando. Y antes de acercarse, todos botaron, en un solo acto, sus sombreros y como en bacenicas orinaron en su sombreros, para que el idolito de oro no se encante. Pero cuando se aproximaron al hueco vieron, al fondo, una mujer muerta y la huahuita que lloraba le estaba lactando a su mamá, que ya estaba descomponiéndose.

En otra vez, a un viajero qolla, para quitarle su carga, en esta apacheta le cortaron la cabeza, después de matarlo. Por estas razones esta apacheta era bien mentada y temida por todo viajero.

Estos asaltos creo que han desaparecido en esta apacheta, desde la vez que pasa la carretera, desde cuando llegó el primer carro para pasajeros.

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IX

Cuando llegué al Cusco después de estar en la cárcel de Urcos, trabajé durante varios meses en el Convento La Merced, abriendo puertas y ventanas a unos cuartos que daban a la calle y que ahora son tiendas en la avenida Sol. Trabajando aquí, en el descanso de las doce iba a almorzar al mercado de Cascaparo. En ese tiempo era soltero, pero ya con ganas de tener una mujer que me cocine. Yendo todos los días a almorzar a este mercado conocí a mi primera mujer, Rosa Puma. Ella era chupi qhatu, natural del ayllu de Sullumayu, que está en las alturas de Urpay, junto a Urcos. Era muy conocida en este mercado. Ella antes de mí, ya había tenido marido, pero la había abandonado. Como sabía cocinar y me atendía bien y ella estaba sin marido, la enamoré. Ella me aceptó y desde ese día dormí con ella en mi casa y en lo que venía a dormir o yo iba a su casa, también para dormir, una noche ella se vino a mi casa cargando su cama y sus ollas. Así empezamos a vivir haciendo un solo cuerpo, en mi cuarto, donde apenas entramos yo y sus ollas. Desde ese día pasaron dos meses. Entonces empezó la cosecha de papas en el ayllu de ella. De Sullumayu empezamos a trasladar, en hartas llamas, la cosecha de papas a Urpay. En todos estos viajes ella me acompañaba y seguro que ella no estaba acostumbrada a caminar varias veces al día, de la quebrada a la puna. Y en uno de los viajes le dio mal viento, pues no podía caminar, estaba como paralizada. Y así, apenas llegué cargado de ella tras las llamas, hasta Huaro. Aquí los curanderos qué no hicieron para curarla. Fui a Urcos para comprarle medicamentos, hice de todo para que la curen; pero así habrá sido la suerte, no podía. A los tres días amaneció sin poder hablar y a nadie ya reconocía. La noche de ese día, su mal era peor, tenía fiebre y sudor frío y ya para el amanecer del cuarto día, sudando sudor frío, se estiró y allí murió. Para los gastos del entierro vendí las papas que estábamos juntando como nuestro pago, y la enterramos en el panteón de la capilla del Señor de Kaninkunka.

Ella había salido de su comunidad, traída por la dueña de la hacienda, cuando recién era chiquita, para su muchachita de cocina. Por eso ella sabía cocinar y cuando su primer marido la abandonó, se salió de esa casa y se dedicó al negocio de comidas.

Después de esa mala suerte en Huaro me vine de nuevo al Cusco, junto con un familiar de ella, quien se llevó todas sus cosas: su cama, sus ollas. A los pocos días empecé a trabajar en la calle Saphi, reparando una pared que estaba por caerse. En esta casa había una picantería y la dueña, cuando terminé el trabajo me propuso:

–Si tú vives aquí, en Cusco, te puedo dar un cuartito, no pagarás arrendamiento, sólo molerás jora de maíz para la chicha.

Como no iba a pagar arrendamiento y de nuevo estaba yo solo, acepté quedarme. Por el pago del cuarto, que era un perfecto hueco de ratón donde yo apenas podía entrar, molía todas las mañanas una arroba de jora de maíz: para sábados y domingos, dos arrobas. Claro, chicha me invitaban todos los días pero era mucho moler los pulmones todos los días por un hueco de ratón. Así, siempre todas las mañanas, después de moler la jora, tenía que irme a mi trabajo; a las doce, en el descanso, a veces te invitaban almuerzo en el mismo trabajo. Porque en aquel tiempo, si trabajabas de peón en la reparación o construcción de casas, a veces te invitaban comida, y otras veces nada; cuando no había almuerzo, iba al mercado de Cascaparo. A este mercadito ahora llaman comedor de agachados. Yendo todos los días, conocí a una pampamarquina, que fue mi segunda

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mujer. También ella era chupi qhatu,34 se llamaba Josefa Tuna Quispe. Ella, cuando la conocí ya tenía dos hijitas: su marido era de Abancay; la había abandonado para irse a otro pueblo con otra mujer. Para vivir con mi mujer Josefa, que era muy buena, conseguimos un cuarto en la calle Belén, por tres soles de alquiler al mes.

Pero después de tres años nos trasladamos a la calle Matará, a la casa de un señor Quintanilla, donde viví como portero de una casa grande, con dos patios. Aquí vivimos durante muchos años haciendo de todo, trabajando de peón, cargando, hasta haciendo negocio de comidas para poder mantenernos con ella y sus hijas. Con esta mi mujer Josefa, vivimos haciendo de nuestras vidas un solo atado de pecados para darnos de comer: yo sé que ahora esas sus hijas me reconocen en la calle, pero ellas se hacen como si yo nunca hubiera existido para ellas. Esto da asco, que tengan vergüenza de su padrastro, ahora que son mesticitas y que no digan este mi padrastro, nos dio un día algo de comer. Por eso hasta pienso que estas mis entenadas no se acuerdan de mí ni al cagar.

Con Josefa, quizá después de cinco o seis años, nos vinimos de la casa de la calle Matará, porque el dueño Quintanilla, cuando se volvió más viejito, quería que esté en su casa sin moverme. Cuando le decía:

-Tengo que ir a trabajar.

-No se puede, para eso eres portero,- me respondía.

Yo aquí era portero por el alquiler del cuarto que ocupábamos, pero no había pago. Por esta razón nos salimos y fuimos a vivir al Puente Rosario donde el dueño de una chacra nos dio, en un rincón, una laderita donde hice mi casa. Era como la choza de un estanciero, pero con paredes de adobe, techo de pedazos de lata, plancha de cilindro y con palos de pino. Todo este material de construcción lo tenía reunido de toda construcción a donde iba a trabajar; cuando esta chocita estaba concluida, nació mi hijo único Tomasito Condori. Cuando mi Tomasito ya tenía tres años, le dio una fuerte diarrea, que no pudimos hacer sanar con nada y por consejo de una vecina lo llevé al hospital Lorena. Allí un doctor lo hizo quedar en la sala de niños, cama número veintiuno. A los tres días ya estaba casi sano de la diarrea, pero en cambio aquí en el hospital, le dio fuerte tos convulsiva que cada vez que tosía, le hacía desmayar. Así, cuando ya estaba sin diarrea, un día le pusieron una inyección en su nalguita, seguro que esta inyección no se esparció por todo su cuerpo, y se hinchó ese lugar donde le pusieron la inyección. A los pocos días empezó a salir abundante pus, como de una bolsa. Esta herida de la inyección se hizo una llaga grande que empezó a hincharse expandiéndose la hinchazón por todo su cuerpito. Con esta hinchazón murió mi Tomasito Condori, en el hospital Lorena. Si él hubiera vivido, éste sería el rato en que hubiera estado joven y seguro yo no estaría así, porque mi hijo siempre me hubiera dicho:

–No papá, si ya no puedes con la carga, aquí está tu hijo, con este brazo.

Aún cuando hubiera sido traguero, como todo hijo para con su padre, me hubiera preguntado:

–¿Te falta para tu pan, para tu chicha, para tu trago? Toma, papá, yo estoy trabajando.

Pero desde que se murió Tomasito, no hay nadie que diga esto. Por eso cada vez que recuerdo

34Vendedora de comida.

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a mi hijo me dan ganas de llorar, porque Tomasito era roba corazón.

Mi Tomasito Condori no está en el limbo, porque él es bautizado y se le ha dado sepultura de cristiano, en cajón. Por eso él debe estar en el jardín del Taytacha, como guardián y jardinero; las flores del cantu35 allá se convierten en cántaros donde llevan agua para regar las flores del jardín. Y no creo que esté callado, al ver arrastrándose con la carga a su padre. El, que es un angelito guardián del jardín del Taytacha, seguro que siempre pide a Dios por mí.

El limbo está en el ukhu pacha, es noche oscura, totalmente negra. Aquí van las almas de las huahuas que han muerto sin bautizarse. Estas almitas, dentro de esta oscuridad total, están gateando para arriba y para abajo, leguas íntegras, buscando el huato del badajo de la campana. Cuando en esta búsqueda, una huahua o un grupo de huahuas dan con el huato, hacen sonar la campana: bunnn. Cuando suena esta campana, entra un rayo de luz en dirección de las huahuas, con lo que les crece alas y por este rayo de luz salen como por un camino, convertidas en palomas. Así se salvan estas almitas del limbo, como palomas, para irse de jardineros al hanaq pacha.36

El único hijo que nació de mi sangre es Tomasito Condori. Esto no es voluntad de mí, esto es voluntad de nuestro Dios, porque hay cosas que no son de nuestra voluntad. Así él no quiso darme más frutos, pero si él quiere darnos frutos, uno puede tener cuantos sean, hasta veinte hijos.

Cuando empecé a vivir con Josefa, ella era todavía una mujer de piernas duras, que podía parir hijos, después de Tomasito, descansa, descansando la subía hasta cinco a seis veces, pero mi sangre ya no fermentaba en sus entrañas. Por eso andaba preguntando a mis amigos qué era bueno para tener hijos. A esto unos me decían: toma cerveza hasta emborracharte y anda a subir a tu mujer, pero otros amigos, cuando les preguntaba, se reían y se burlaban. Me decían uspha aransach'a; pues así dicen a los que no tienen hijos. Este árbol aransach'a, es árbol pequeño, puro palo, sin hojas y sin ramas, que crece sólo en los roquedales de las cuestas o barrancos. En otra ocasión, después de conversar con un amigo que tampoco tenía hijos, comencé a pensar que a los cinco o cuatro meses que empecé a vivir con Josefa, me enfermé hasta estar tirado en la cama con inflamación a los ríñones, orinando sangre con bastante dolor y estaba sin poder dormir noche tras noche. Para curame de esto, le habían aconsejado a mi mujer, sus amistades del mercado, que por lo menos durante un mes tomara mate de hierba alonso, rábanos, cerraja, llanp'u qhana, llantén, lengua de buey, haciéndolos hervir. Mi mujer juntó estas raíces y queriendo sanar bien, tomé no sólo un mes, sino durante dos meses con lo que sané de este mal. Pero seguro va también el zumo de estas hierbas atravesando mis huesos llegó hasta mi médula espinal, quemándola. Así mi sangre está negada para tener hijos.

Esta mi mujer Josefa siempre se enfermaba, va con dolor de cabeza, va con dolor de estómago, de espalda. Y como ella era del pueblo de Pampamarca, donde tenía sus familiares, faltando una semana para el día de la feria del Señor de Pampamarca, le dije:

–Mira Josefa, yo estoy trabajando en la reparación de esa casa; si dejo mi trabajo para ir contigo al Taytacha, a mi vuelta ya no me recibirían y de nuevo estaría sin trabajo. Anda tú al

35Flor nacional de Perú y Bolivia (cantuta).

36Paraíso.

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Taytacha y pide por todos nosotros.

Diciendo así, para que llegue a su pueblo decentemente, le di cien soles para sus gastos y para que mandara celebrar una misa en salud de ella. Pero ella, al llegar a Pampamarca, al lado del Taytacha, seguro se antojó en la feria de las comidas y ropas y se olvidó de la misa. Llegó al Cusco con ropa nueva, a los cuatro días de la octava del Señor de Pampamarca. Como estando a su lado, en su día se olvidó del Señor de Pampamarca, a las pocas semanas se enfermó gravemente. Esto era castigo del Señor de Pampamarca para ella.

Este Señor es bien milagroso; tiene su historia y no es todo común como nosotros. Desde ese día su enfermedad aumentaba hasta amontonarla en un rincón. Como esta mi señora era pampamarquina y este Señor milagroso está en su pueblo, la castigo por haberse olvidado de él.

Este señor de Pampamarca es milagroso, por eso vienen de todas partes en busca de él. Pero este Taytacha no es pampamarquino, él es del pueblo de Curahuasi, de donde se había venido al lado de Pampamarca. Cansado de tanto caminar, este Taytacha había acampado bajo un arbusto de llaulli, en la quebrada de Chhallakacha. Y una mujercita pampamarquina, muy pobre, que recogía yuyo, le había saludado:

–Buenos días, papay. Ah papay, estás cansado.

–Sí, hija.

–Pero, papay, te habías cansado mucho, estás sudando sangre.

–Sí, hija, estoy cansado y me estoy sombreando.

Esta mujercita andrajosa, como en un cuento, en dos pasos, ya estaba en Pampamarca con la noticia.

–Allá en Chhallakacha hay un wiraqocha con ojotas de plata, cansado, sudando sangre bajo un arbusto de llaulli.

Y las gentes del pueblo habían empezado a murmurar:

–Sudando sangre, sudando sangre; no puede ser misti común, para sudar sangre. Vamos a traerlo.

Y se echó todo el pueblo tras la mujercita andrajosa, mientras otros habían pasado papel al cura de Pampamarca, que estaba en Surimana; también el cura, al recibir la noticia, se vino, jalado de azotes, tras sus sacristanes cargando la Cruz Alta. Bueno, lo habían encontrado y zaumeando con incienso entre cantos y oraciones lo habían traído a Pampamarca. Pero aquí no había querido vivir, se había regresado al mismo lugar donde lo encontraron. Ya después de unos días, se habían dado cuenta:

–No hay ese wiraqocha, se ha desaparecido.

Y de nuevo el pueblo fue en su busca, hasta el mismo lugar donde lo encontraron la primera vez. Al encontrarle nuevamente le volvieron a traer todo bonito, zaumeándole siempre con incienso, hasta Pampamarca. De Pampamarca a Chhallakacha es más de una legua. Ya cuando todo el pueblo estaba tranquilo, volvió a desaparecer este wiraqocha. Entonces las autoridades y

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todo el pueblo de Pampamarca fueron con azotes y banderas peruanas al compás de pitos y tambores. A la cabeza fue el cura y cargó descalzo la Cruz Alta en acto de penitencia. Volvieron a encontrarlo siempre bajo ese arbusto de llaulli y como era ya dos veces su majadería de no quererse quedar en el pueblo de Pampamarca, todo el pueblo, junto con el cura, le había rogado para que nunca más se volviera a ir y que se quedara como en su pueblo, en Pampamarca. Entonces el cura, zaumeándole con incienso, cantando oraciones, se había lavado sus pies para cargarle descalzo de Chhallakacha hasta Pampamarca. Desde esta vez, este wiraqocha se ha quedado y es el Señor de Pampamarca.

Por eso dicen que desde que se quedó él en Pampamarca, nunca permite que surja ningún mozo con dinero y poder. El es el único señor de este pueblo. Ahora mismo sus autoridades: Juez, Gobernador, Alcalde, que son los principales del pueblo, son mocitos tristes. El no consiente porque él es alta vara de justicia, justo Señor Juez, por eso no permite a los mocitos ricos, sólo a los mozos tristes. Y como no admite a éstos, ellos no pueden vivir en este pueblo, siempre se van.

Este Señor de Pampamarca también tiene sus hermanos, que son cinco. Uno de ellos es el Señor de Pampak'uchu; él también había caminado por Acomayo, por el lado de Pillpinto, hasta el pueblo de Cochirihuay y llegando ya a este pueblo, cansado, en una cuesta se había cobijado bajo un arbolito para sombrearse. Este arbolito era el aransach'a. Ya cuando estaba por sentarse a su sombra, el aransach'a se escapó lejos, y lleno de ira el Señor de Pampak'uchu le había negado:

–¡Carajo! Tú todavía, aransach'a, te has burlado de mí; desde ahora serás negado.

Y continuó andando. El aransach'a ahora es arbusto, puro palo, con diminutas hojas pegadas al tronco, que crece en las cuestas desiertas, llenas de piedras. Pero antes de ser negado, el aransach'a era árbol frondoso, con ramajes como de sauce que cobijaba a su sombra a los caminantes cansados en las cuestas secas de los valles a las punas. El señor de Pampak'uchu no descansó en esta cuesta y arrastrando su cansancio llegó apenas, sediento de agua, a la loma junto a un manante, aquí tomó agua de puna y le dio costado, porque seguramente el agua era fría para él. Como le dio costado, escupió sangre; hasta hoy día, con lo que escupió, esa loma está teñida con su sangre. Esto había pasado con el señor de Pampak'uchu, aunque su verdadero nombre es Jacinto Roque. Así, botando sangre por la boca, apenas había llegado hasta el lugar donde ocurrió su milagro. Yo no sé cómo lo encontraron, pero seguro fueron los hombres de Cochirihuay; tampoco sé de dónde haya venido el cura para darle misa; de Nayhua, de Cocha, de Paruro, no sé; pero cuando se enteraron del milagro, de todas partes vinieron los bailarines, como llegan hasta hoy el canchi, el cachampa, el aucachileno el molino tusoq. Estos bailarines vienen de todas partes: de Sicuani, Tinta, Ocongate, hasta veinte o quince conjuntos sólo de un tipo de danza. Aquí bailando, y jugando, como si fuera cierto, cultivan papas, maíz, hasta con yuntas de ganados, amarrados con la bandera peruana, y las mujeres, tras la yunta, cantando, ponen la semilla, también con la bandera peruana amarrada a la espalda. Así también trillan la era y cuando ya está terminada, dejan como cuidantes a cinco o seis chanacos37 juguetones que incendian la era jugando, mientras los bailarines, al ver la era en llamas, correa a apagar:

–¡Carajo!, ahora van a ver, hijos del diablo.

37Niños pequeños, menores.

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Diciendo esto, azotan a los chanacos, esto era chistoso. La gente miraba en medio de grandes carcajadas. Este señor Jacinto Roque, está en una capilla, en el mismo lugar donde paso el milagro, con la boca ensangrentada, sudando sangre, sus ojos son fieros, como balas persiguiendo a uno, él está cargado de una pesada cruz, de eso el cura sermoneaba:

–Miren bien, hijos, pobre Nuestro Señor, nunca descansa. Nuestros pecados son sufrimientos para el. Cuanto mas pecados hay en el mundo, su carga le pesa más. Pobre Nuestro Señor.

Así le compadecía el cura de su carga; ahora, dicen, el Señor San Roque, se ha ido lejos, pero yo no sé a dónde. A lo mejor no le han atendido bien en este pueblo por eso se ha ido.

El otro hermano del Señor de Pampamarca es el Señor de Huanca. Su milagro sucedió en las alturas de la Comunidad de Huacoto que está muy cerca al Machu Pachatusan. Junto a Huacoto está el abra de Atas donde hay una pampa; dicen que era el lugar donde los chiquitos de Huacoto llevaban a pastear sus ganados, ovejas, llamas. En esta pampa, un día había aparecido un niño misticito llevando panes, quien se hizo muy amigo de estos pastorcitos. Así empezaron a jugar y ya no cuidaban el ganado; se pasaban los días íntegros jugando; tampoco el ganado se perdía, ni era devorado por los zorros, ni por los pumas. Más bien el ganado empezó a engordar y a reproducirse. Los pastorcitos no comían su fiambre; lo regresaban sin haberlo tocado.

–¿Qué no más comen? ¿No les da hambre? Así les preguntaban sus padres a los pastorcitos. -No papá, un misticha nos trae rico pan. Eso comemos; por eso ya no probamos nuestro fiambre.

Entonces los padres de los pastorcitos se preguntaban: -¿Quién puede ser ese misticha?

Un día, uno de los padres, fue a catear a ese misticha que jugaba con sus hijos y no vio a nadie más que a sus hijos que jugaban descuidando los ganados.

Antes, este niño vivía en la misma apacheta de Atas, pero aquí hacía mucho frío y el viento soplaba fuerte, silbando. Esto no le gustaba al niño, que entonces ya era joven. De esta apacheta bajó a vivir a un lugar llamado Huanca Huanca. Entonces este niño, ya joven, hizo un viaje. En este viaje encontró en el camino a un hombre enfermo de bubónica, de quien todo su cuerpo era una sola llaga hedionda, supurando pus, y el Taytacha, días después, fue a curarle hasta su casa. Este enfermo era Pedro Arias, un macuquero rico y con dos mujeres, aunque ellas ya no le atendían como a ser humano, le alcanzaban la comida de lejos, escapándose luego como de un perro rabioso, asustadas.

Yendo a su casa el Señor le había dicho:

–¿Qué te pasa, Pedro?

–Así, papay, ningún curandero puede ya con mi mal, ¿qué mal puede ser, papá?

–A ver, yo te curaré, hijo.

Y sacó una botella de agua con la que le bañó, y su llaga empezó a secar como secan las heridas de viruela, todo limpio. Así le había purificado el agua del Señor de Huanca. Entonces Pedro Arias, contento y agradecido, le preguntó al Señor:

–Y ¿dónde vives papá, para que te visite?

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–Si quieres visitarme, ven tú solo a Pumac-Huancananpata, en Huanca Huanca.

Como era macuquero, Pedro Arias tenía mucha plata y un día partió despidiéndose de sus mujeres, montado en una mula y cargando harta plata en otra mula; así empezó a andar, preguntando pueblo tras pueblo:

–¿Dónde es Huanca-Huanca?

Anduvo por todos los rincones de valles y punas, preguntando a todo caminante por Huanca-Huanca, Pumac-Huacananpata; pero ninguno de los miles a quienes había preguntado daba razón. Cansado y rendido, ya sin fiambre y sin plata, volteó de los valles al Cusco.

–¿Dónde puede vivir?- diciéndose.

Ya en el Cusco Pedro Arias se había alojado en un tambo en San Blas, y en una chichería de ese barrio se había encontrado con un comunero del lado de Huanca-Huanca, a quien le había preguntado:

–¿De dónde eres, amigo?

–Soy de Huanca-Huanca.

–¿Y en Huanca-Huanca, está Pumac-Huancananpata?

–Sí,- había respondido.

–¿Y podrías llevarme a tu pueblo?

–Bueno, señor.

Y contento le había llenado de caporales de chicha. Al siguiente día, se hizo llevar con el comunero por el camino de San Salvador, y dejando sus mulas en este pueblo, había ido a pie, hasta Pumac-Huacananpata. Bueno, aquí el Señor vivía entre matorrales de tumbos; y acercándose le había dicho:

–¡Ah, papay, dónde no te he buscado! Aquí habías vivido. –Pero, hijo, si te dije que vivía en Huanca-Huanca. -De eso nadie, en ningún lugar donde he estado, me ha dado razón.

Y Pedro Arias, al ver que el Señor sudaba sangre, le preguntó: –¿Aquí no más vas a estar, papá?

–Sí., le había respondido.

Así, impresionado y asustado, Pedro Arias se vino a San Salvador a avisarle al cura. Entonces el cura y sus sacristanes fueron al sitio ése, llevando una Cruz Alta. Pedro Arias había sido el primero en llegar al lugar donde se vieron, pero el Señor ya no estaba en el lugar donde se vio con Pedro Arias; se había ocultado; pero buscando, Pedro Arias le había encontrado:

–Papay, ya no te ocultes, te estamos buscando.

Al ver al cura y a tanta gente, el Señor se escapó, pero la gente empezó a perseguirle. Y ya cuando faltaba sólo un pelito para que lo chaparan, fatigado, se estiró de espaldas sobre una

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inmensa roca, donde, temblando, se pegó. Y en la roca sólo quedó el retrato de su cuerpo.

Bueno, como pasó este milagro, rezando, le dieron misa, y Pedro Arias le hizo una casita que ahora la han tapado con un convento grande. Para conjurar la capillita que le hizo Pedro Arias, vino un padre capellán, desde el lado de los chilenos y desde esa vez también este capellán se ha quedado en Huanca Huanca, hasta ahora.

Ya cuando pasó su milagro, un día el Señor se le había aparecido a Pedro Arias, llamándole:

–Pedro, Pedro, don Pedro, bueno hijo, desde ahora sólo vas a vivir la vida con una de tus mujeres, con la casada, si no es así, te voy a degollar.

–Bueno papay, no te voy a olvidar.

Así había contestado. Y contento, había llegado a su pueblo, Pedro Arias; pero su mujer con la que era casado, se hizo la desentendida, incluso la que no le conocía; mientras su otra mujer, hasta llorando de alegría, le recibió con harta chicha y comida. Así Pedro Arias seguía conviviendo con ambas mujeres. Pero, después de un tiempo, nuestro Señor lo mató con fiebre, por haber olvidado su encargo.

Esta es la vida del Señor de Huanca. Por él la gente viene de todas partes, como hormigas. Ya para rezarle, ya para vender o comprar o para purificarse con su agua. Cuando fui esa vez, de chico, con negocio de ollas, la gente caminaba a pie para ir al Señor y regresaban como en un desfile, todos jalando cántaros o botellas, con agua del Señor. Este Señor de Huanca no quiere a los bailarines, "me fastidian", dice; tampoco quiere que tomen trago o chicha, al lado del Señor toman leche, leche para la sed, diciendo. No le dicen trago al trago que toman.

Bueno, su otro hermano es Qoyllurit'i, pero no sé nada de su milagro. Dicen que es milagroso, pero para qué voy a decir que sé. De su otro hermano también dicen que es milagroso y está en Acllamayu, tampoco sé dónde será eso.

Con mi segunda mujer, Josefa, viví nueve años; ella murió en el hospital Lorena, en la sala cuatro, con pulmón resfrío, eso que llaman tisis. Estaba muy mal. Día a día decaía va sin fuerzas; al último, de lo que estaba amarilla, cambió de color, era medio amarilla y medio negra. Su cuerpo estaba ya vacío, sin carne, puro hueso. Así, muchas veces, la cargué al hospital para que la curaran los doctores. Pero éstos cada vez sólo le miraban su boca, sus ojos y me daban unas pastillitas, diciéndome:

–Traer a la otra semana.

En lo que le cargaba semana tras semana al hospital, su pulmón se iba enfriando. Al último ya me dijeron: para mañana hay cama. Esto era verdad, cuando al día siguiente la llevé, la internaron, pero ya estaba mal. Yo creo que no la curaban, porque todos los días iba al hospital y esas señoritas vestidas de blanco, no me dejaban visitarla. En el hospital, ella ha estado sólo dos semanas, y durante ese tiempo apenas me dejaron ver a mi mujer sólo tres veces. Pero aún así iba todos los días; cuando preguntaba a esas señoritas, me decían:

–"Está bien, está bien".

Así, mientras me decían: "está bien, está bien", al ir una mañana, como de costumbre, una

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señorita de blanco me dijo en mi idioma:

–Gregorio, tu mujer ha muerto. Tienes que llevártela.

Entonces recién me dejaron ver a mi mujer; esa misma señorita me llevó donde estaba ella. Abrió un cuartito y desde la puerta vi cuatro almas tiradas en el suelo, tapadas con frazadas, y la misma señorita me dijo:

–Aquélla es.

Destapé la frazada y era ella. En verdad mi mujer estaba muerta, con los ojos como mirándome. Aquí es donde mi corazón se puso amargo y como sonámbulo, desesperado, la sacudí agarrándola de sus cabellos:

–Oye Josefa, oye Josefa, – diciendo.

Pero estaba muerta, desnudita, la ropa de enferma que le dieron ya le habían quitado.

Si no hubiera llevado a mi mujer al hospital, creo que no hubiera muerto. Porque ya después me enteré que se podía curar fácilmente el pulmón-resfrío, haciéndole tomar qonchu caliente con trago y huevo batido. Porque con la tos de este resfrío nuestro pulmón se llena de huecos y este medicamento tapa los huecos como barro. Así, ella no hubiera muerto, hasta ahora me hubiera estado acompañando.

Mi pobre alma, en la morgue, estaba botada en el suelo. Unos me decían: llévatela, y otros me decían: para sacar tu alma primero haz esto, haz aquello. En eso intervino un panteonero, diciendo:

–Es alma pobre, que la boten a la fosa común.

Mi corazón que estaba amargo de dolor, se volteó, hirviendo, al odio. Parecía que de mis ojos salían llamas de fuego que lo iban a matar a ese panteonero. ¿Cómo, a ver, la iban a botar a la fosa común a mi pobre alma, si yo estaba a su lado y podía darle sepultura de cristiano, en cajón? Y a esa señorita de blanco, le dije:

–No, mamitay, a mi mujer como a cristiana le voy a dar sepultura en cajón.

Pero no tenía plata que alcanzara al precio de un cajón, que costaba trescientos cuarenta soles. Y, derecho, sin pensar, me fui a la casa de un paisano que era del lado de Sicuani a prestarme plata. Que Nuestro Señor Dios se lo pague a este buen cristiano. No me negó. Me prestó doscientos sesenta soles; era todo lo que tenía y con lo que prendé mi poncho y el mantón de ella, alcanzó para los gastos del entierro. Así para que no la botaran a la fosa común a mi pobre mujer, regresé rápido al hospital. Pero cuando estaba llegando a la puerta, cargando el cajón, esos porteros estaban cerrando y ya no me dejaron entrar. Cuando estaba parado con el cajón en la puerta, seguro después de terminar de almorzar, abrieron la puerta. Cuando entré, mi mujer ya no estaba botada en ese cuartito. La habían llevado a otro cuarto, donde estaba sobre un povo de adobe, envuelta con un trapo blanco. Como estaba yo solo, no me animé a cambiarla con la ropita que le llevé. Ahí llegaron los parientes de mi mujer que esa vez estaban aquí, en Cusco; mi compadre y un amigo. Ya con ellos, tomando el trago que habían traído, nos alistamos para cambiarle su ropa. Cuando la desenvolvimos de ese trapo blanco, vi que mi pobre mujer estaba, cuartoneada como carne de oveja. Cortando le habían descalabrado, su pecho y su barriga también le habían cortado. Desde ese rato

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mi fuerza se murió, no podía va ni hablar. Pero ¿para qué ya la cortaron así, si ella estaba muerta?

Así la tarde de ese mismo día, la enterramos en compañía de seis paisanos.

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X

Ya eran cuatro meses que vivía solo en Puente Rosario, pues desde que murió mi mujer Josefa, yo solo andaba trabajando y cocinándome. Ya para que me vendieran sut'uchi para los cuyes, iba a la chichería "Chuspi Cárcel" de Mercedes Cusi, en Puente Rosario, como a tomar chicha. En esta chichería, tomando chicha conocí a mi mujer actual: Asunta. Ella estaba empleada de cocinera; como yo estaba sin mujer y ella servía muy bien, empecé a buscar su amistad invitándole chicha; ella aceptó y a veces ya nos bromeábamos, hasta que un día ella salió de su trabajo, como quien va de visita a su mamá, pero yo la llevé a otra chichería donde tomamos chicha con cerveza, hasta estar muy borrachos y así, borrachos, nos fuimos a mi casa a dormir.

Desde ese día que Asunta pisó mi casa, estamos viviendo juntos hasta ahora. Ella, aquella vez, ya era separada, con una hijita que estaba a su lado.

Pero en Puente Rosario ya no podíamos vivir. Desde que amanecía hasta que anochecía, todo era pelear, insultarse y estar en queja en el puesto de los guardias. Teníamos un vecino que trabajaba de soldado técnico en el ejército. Su mujer era una huayllabambina, totalmente endiablada. Desde el día que vino como mujer del soldado, rompió la tranquilidad que había con nuestro vecino. Ella se nos prendió como enemiga y nos insultaba todos los días. Mi mujer no se aguantaba y le contestaba también. Así se insultaban hasta que ya no podían ni hablar. Entonces ya también, cuando no podían ni hablar, peleaban hasta ensangrentarse, o estar con la cara amoratada. Por este motivo muchas veces hemos estado en quejas, pero ni con las quejas terminaban las peleas, porque después de haber pasado la demanda en el puesto, ni bien llegábamos a nuestras casas, ya empezaban de nuevo los insultos y la pelea. Entonces, al día siguiente, con la cabeza rajada y la cara ensangrentada de nuevo estábamos pasando la justicia en el puesto policial. A raíz de estos colerones, mi mujer, una vez, se enfermó, y como de caballo envenenado su lengua se puso toda morada y se hinchó llenando su boca. Cuando pregunté qué mal era, me dijeron "colerina". Entonces yo razoné y me dije:

–Bueno, carajo, antes que también se me muera ésta, mejor la hago escapar de las cóleras.

Así me vine aquí, a Coripata. Primero viví donde ahora es el chalet de los militares. Antes era un canchón grande, de la señora Baca Rivero. En este canchón había un chiquero, y la casita de este chiquero la arreglé poniéndole como techo unas latas que siempre he tenido. No pagaba ni un centavo de alquiler, pero los domingos siempre tenía que trabajar en algo, bajo la orden de la dueña del ranchón. Cuando estaba viviendo aquí, sin que ningún vecino me jodiera, un domingo vino mi compadre Leocadio Mamani. El hizo bautizar a mi Tomasito; esa vez vino a visitarme, y me ayudó a arreglar la casita, diciéndome:

–Ah. compadre, la agrandaremos, ahora habías estado viviendo en un chiquero.

Así. bajando las latas, agrandamos la casa. Al terminarla, me puse a tomar con mi compadre, hasta emborracharnos, hasta el día siguiente. Ese domingo no fui a trabajar donde la dueña del canchón, eso fue la causa para que la dueña se enojara y me dijera:

–Desocupa mi canchón.

En ese canchón, creo que viví cinco o seis meses. Entonces me trasladé a Dolorespata, mi

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mujer siempre seguía mal de su colerón, queriendo morir. Por eso mi compadre, un día me dijo:

–Gregorio, como no hay suerte y toda mujer muere a tu lado, cásate, así tu suerte va a cambiar. Y yo dije:

–Cuánto gasto sería, compadre. Este hombre de buen corazón me dijo:

–Te ayudaremos, compadre. Si no quieres matar a esta mujer, cásate.

–Bueno, compadre, gracias. Pero, tú serás, entonces, mi padrino.

Para qué decir, este mi compadre que ahora es alma, ha cumplido conmigo. Que Nuestro Señor siempre le ayude, aunque ahora ya se habrá salvado. El me dijo, entonces:

–Carajo, Gregorio, no seremos cojudos, no estamos en hawallaqta, para que tu compadre de matrimonio también sea otro runa como tú. Estamos en hatun llaqta, de misti puro; cómo no vamos a poder conseguir a un misti para que alguna vez hable por ti.

Pero en esos momentos, yo no sabía a qué misti ir.

Bueno, yo no tenía mucha amistad con los mistis. Pero mi mujer, en la chichería "Chuspi Cárcel" conocía a mucha gente que iba a tomar chicha. Y con uno de esos mistis había armado amistad. Este señor que fue mi compadre, se llamaba José Díaz. El era brequero del tren Santa Ana y su señora, mi comadre, también era mestiza. Ella atendía su tienda en la calle Avenida. Conversando con mi mujer más, empezamos a alistarnos para ir a hablarles. Aquí en el Cusco o en hawallaqta, conseguir un compadre misti es siempre gasto, no es como un paisano:

–Quiero que seas mi compadre, tomaremos esta t'inka, compadre.

Y listo, el compadre está armado.

Para pedirle a ese señor José Díaz, que sea nuestro compadre de matrimonio, fuimos acompañados de mi compadre Leocadio, cargando un atado de choclos, un cuarton de carne de cordero, una docena de cerveza y jalando dos jarras llenas de leche. Todo esto es gasto. Los choclos, la carne y la leche, los trajo mi mujer desde San Jerónimo, que es su tierra, donde fue arrojada a esta vida.

Gracias a nuestro Señor, este mi compadre no fue como otros mistis que se hacen de rogar. El nos aceptó y ya cuando estábamos comadre dijo: medio tomaditos, fijamos la fecha. Era el mes de marzo; entonces, mi

–Que sea un sábado de gloría, casarse los sábados, es casarse con la suerte.

Nosotros dijimos:

–Bueno, mamitay.

Nuestro matrimonio iba a ser en la primera semana de abril, pero no fue así. Se retrasó tres meses, mientras nos preparábamos en el rezo. No sabíamos rezar yo ni ella; y como cuando uno se casa hay confesión y comunión, había que alistarse; el cura hace rezar si es que uno es runa; cuando uno no puede el rezo le hace regresar del confesionario: "hereje" diciendo. Esto era pasar

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vergüenza. Los rezos, el padre nuestro y el credo, no podían entrar a la cabeza de mi mujer. Pero para San Juan, ya estábamos diestros en el rezo y recién nos casamos, el mismo día de San Juan.

Para el matrimonio, un día antes de la misa, nos bañamos los dos. La noche de ese mismo día fuimos a la iglesia de San Pedro, a confesarnos. Y como yo estaba pensando, el cura, cuando nos acercamos, preguntó si sabíamos rezar o no; entonces el cura ordenó:

–A ver, reza.

Y recé; no había ya nada para que el cura corrigiera: todo estaba bien, y de nuevo el cura dijo:

–Ahora cuéntame tus pecados.

Como nunca me había confesado, le conté mis pecados. Lo que dormí con mujeres casadas, con otras mujeres sin haberme casado, lo que me emborraché. Aquí ya estaba como zonzo, ya no sabía dónde estaba mi cabeza y ya no encontraba más pecados para avisarle y el cura dijo:

–¿Eso es todo, hijo?

–Sí, papay.

–Cómo; no puede ser, avisa la verdad hijo.

Y yo le dije:

–Papay, de haber pecados hay, pero mi cabeza se ha ido. -Reza, hijo.

Empecé a sudar, pero los rezos no se habían ido y así sudando salvé la confesión.

Al día siguiente era San Juan; a las seis de la mañana pasó nuestra misa en la iglesia de San Pedro. Después de misa, en automóvil de plaza que pagó mi compadre, nos fuimos hasta su casa en la calle Avenida, donde se preparó todo. Para ese día vinieron los parientes de mi mujer, de San Jerónimo, trayendo chicha; por el lado mío, sólo estaba mi compadre Leocadio. Ese día comimos, bailamos, tomamos; pero no me gustó, pasé vergüenza. Mi compadre había invitado a sus hermanos, cuñados, vecinos, y el almuerzo no alcanzó. Casarse con compadre misti, siempre es gasto. Al día siguiente, tempranito, yo y mi mujer fuimos a saludar a nuestro compadre. Nos hizo invitar té sin trago, pero con pancito; después de saludarle nos vinimos a nuestra barraca de Dolorespata, donde nuestros familiares, con quienes tomamos hasta el día siguiente el trago que habían traído.

Con esta mi mujer Asunta, aunque no se iguala a Josefa en ser buena, pero estamos bien. En ella ya no he tenido ningún hijo, pero por su parte tiene una hija, ya con marido y dos hijos. Su hija es buena: papá, me dice. No nos olvida, siempre está con nosotros. También mi mujercita Asunta se porta bien. Desde el día que vivimos juntos, ha dejado de ser cocinera de las chicherías, y como sabe cocinar bien, siempre hace su negocio de comidas en el mercado de Huánchac. En este su negocito que trabaja dos veces a la semana, a veces gana de diez a veinte soles, pero muchas veces fracasa. Porque ahora todos los recados de cocina están muy caros. Los días que no cocina, anda comprando botellas de las tiendas de Coripata, Dolorespata, Santiago y también va al basural de San Sebastián, donde escoge las botellitas, botellas y pedazos de fierro. Todo eso lo lavamos conmigo más, para que lo lleve el sábado al baratillo, a venderlo. Esto también ya deja algunos

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soles para el estómago.

Bueno, esta barraca de Dolorespata, la estábamos ocupando ya durante cuatro años, y desde que la ocupábamos reforcé con mis latas sus paredes de carrizos y su techo de calaminas gastadas. Así la tenía bien arreglada. No pagaba arrendamiento por esa barraca, era como su cuidante, pero las veces que me hacía llamar esta viuda para trasladar fruta de su casa de Santiago al mercado, tenía que ir a cargar. Pero un día empezó la urbanización de Dolorespata, y la señora había vendido su terreno-barraca, sin decirnos nada. Al mes de la venta, vino el dueño, acompañado de dos peones para desatar la barraca, ese día yo estaba trabajando de peón en el techado de una casa en Almudena, a donde mi mujer llegó gritando, como loca:

–¡La casa! ¡La casa!- diciendo.

Entonces corrí, pensando: "se estará quemando". Pero cuando llegué, mi casa ya estaba pampa. Nuestras cositas amontonadas, los cuyes espantados, correteando por todos lados. Sus peones ya estaban cargando las calaminas, con mis latas más. Entonces, carajo, por la cólera hasta me estaba saliendo espuma por la boca. Y como no sabía qué hacer, gritar o ir corriendo a quitar mis latas a los peones, dije:

–¡Carajo! Quién hizo así mi casa.

Un misti, medio mozo, me contestó:

–Yo soy el dueño.

Y ya no podía aguantar mi cólera. A este mocito ratero, carajo, le di un puñetazo, con lo que se cayó como adobe este mal tragado. Pero, al poco rato me hizo llevar con los guardias al Puesto de Santiago; allí, un guardia civil me dijo:

-Indio liso, habías pegado a un misti, ahora por tu lisura vas a ir a la cárcel. ¡Toma, gran puta, indio!

Me dio una patada. Pero no me mandaron a la cárcel; después de veinticuatro horas, salí. Entre tanto, mi mujer había correteado, llorando, por donde ahora es la oficina Inca Motors, donde venden carros. Ahí vivía un misti, criaba hartos perros, y este misti había visto llorar a mi mujer, como a una loca; compadeciéndole, le había señalado un galpón que había entre papales, aquí en Coripata:

–Anda a vivir allá.

Cuando me soltaron estos guardias granputas, mi casa ya era total pampa; ya no estaban ni mi mujer, ni nuestras cositas. Entonces fui donde un vecino, también cuidante de un canchón junto al bosque de eucaliptos en Dolorespata, a preguntar por mi mujer y nuestras cosas, y él me dijo:

–Sí, ayer hemos cargado tus cosas al galpón de Coripata. Era cierto, mi mujer estaba botada en ese galpón, junto a nuestras cosas. Ella me dijo:

–Aquí nos quedaremos a vivir, el señor dueño dice que necesita alguien que viva aquí, cuidando estos cultivos.

Fui donde el dueño a agradecerle y a preguntarle si quería que viva en su terreno. Le dije:

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–Gracias, papacito, la habías llamado a mi mujer, que nuestro Dios te lo pague. Nos hemos quedado sin casa; si quieres, papacito, yo cuido tus cultivos.

Este buen cristiano aceptó que cuide los cultivos de su terreno. Bueno, esa vez Coripata estaba llena de cultivos de papas, cebada, arvejas, pero en un canto, junto a una zanja, donde actualmente es mi casa, no sé en qué tiempo todavía, los soldados habían hecho una casita, cuando venían a hacer ejercicios. Pero para entonces, de esa casa sólo quedaban los cimientos, que ya se habían estado haciendo pampa. Y el dueño me dijo:

–Arregla esa cimentación; ahí será tu casa.

Entonces yo arreglé la cimentación, la pared, con adobes y piedras; y unos palos, que conseguí en préstamo de mi compadre Leocadio, los puse de mojinetes y teché con mis latas que aún quedaban. Así hice esta mi casa, donde actualmente vivo. Pero aquella vez, junto a mi casa, ya había un vecino, llamado Puma. El era albañil y su mujer, frutera. Este mi vecino Puma y yo, hemos sido los primeros en vivir aquí en Coripata, como cuidantes de la chacra. Cuando el número de perros de este misti aumentó, mi obligación era traer comida para sus perros, del Hotel Savoy, que empezaba a funcionar. Iba cada mañana, a las seis, a sacar la comida que era la sobra de los alojados. Era buena comida y también siempre había algo para nosotros. Por esto empezó a envidiarnos la mujer de mi vecino Puma. Se volvió una diabla; esta mujer no es cristiana; así que anda de dame lawa. Así que muera o algo pase con ella, se va a condenar, porque esta mujer es el infierno andando. Tambien con esta mujer era insultarse a diario, pelear, de eso muchas veces hemos estado de puesto en puesto: en Huanchac, en Santiago, pasando la queja. Añora esta mujer está amontonada, con reumatismo, en su casa, toda vieja. Mi mujer dice contenta:

–Dios es justicia, mis lagrimas no han sido agua de lluvia: ha caído en mis maldiciones. Así amontonada como esta, así va a morir esta perra.

De un momento a otro se dejó de cultivar la tierra. Su dueño era un extranjero llamado Repeto; él lo había vendido a los urbanizadores. Estos, como en sindicato, empezaron a hacer sesiones, asambleas, domingo tras domingo para repartir los lotes. Yo también fui a conversar con ellos y me dijeron:

–Como ya vives muchos años aquí, si quieres te hacemos socio, pero los lotes se van a vender, y tienes que dar tu primera cuota de aportación.

Conseguimos mil soles, prestándonos de nuestros conocidos para que nos consideraran como urbanizadores, y nos designaron un lote, junto al bosque. Pero todos los domingos era asamblea, puro cuota, cuota para todo, y como ya no se podía afrontar las cuotas, traspacé mi lote a un conocido, y así recuperé las cuotas que puse. Coripata parecía lugar de faenas, todos construían casas como a la gana-gana, y cuando todos estaban terminando de pagar el precio de los lotes y muchos ya tenían hasta los títulos de sus lotes, vino esa ley de Pueblo Joven. También nosotros estábamos pensando, preocupados: como no somos de la asociación, seguro que nos sacan. Entonces un domingo vinieron unos señores oficinistas, un jefe militar y un señor cura, a una asamblea grande a declarar a Coripata, Pueblo Joven. Era chistoso, los asambleístas no sabían qué hacer; entonces, uno no más empezó a silbarles; de ahí empezó todo: arrojando piedras, entre insultos, los sacaron corriendo, a estos señores. Con esto había más asambleas y a menudo. Todos decían:

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–Nosotros no podemos ser Pueblo Joven, estos terrenos son nuestro sudor, nos cuesta, no es invasión, no es regalo. Coripata no puede ser Pueblo Joven.

Así hablaron unos dos años, resistiéndose a ser Pueblo Joven. Pero ahora se han hecho ganar; Coripata siempre es Pueblo Joven. Hasta ahora, a nosotros, nadie nos ha dicho nada; más bien dicen que con Pueblo Joven, el que ocupa un lote, ya es su dueño. Pero esta nuestra casa no aparece como lote, porque no está en el plano; según ese plano, está en la calle, como espacio que han dejado para construir un malecón con jardín. Así me dijo una vez el secretario de Coripata, cuando quise hacer instalar agua en mi casa. Aquí ya todas las casas tienen agua, luz, desagüe; pero en mi casa no se puede instalar, porque no está registrada como lote. Por eso me proveo de agua en la casa de mis amistades, para quienes cargo. Pero, carajo, he sido uno de los primeros que vivió aquí, en Corípata. Ni Pueblo Joven ni Asociación me van a poder sacar, ni con cuentos de calle o jardín, porque en estas pampas está derramada mi sangre, mi fuerza. No se puede permitir que me hagan eso.

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XI

Para reponer una pared que se había caído en la Fábrica Huáscar, necesitaban peones, pero no aceptaban a desconocidos; eran desconfiados. Uno tenía que ser llevado por alguien conocido de esos señores de la fábrica. Pero yo sólo tenía un amigo: Leandro Mamani Tito, que trabajaba de obrero en la fábrica. El habló por mí; creo que dijo:

–Este hombre es albañil -yo no era albañil, sólo era peón- y sabe trabajar con barro.

Así me aceptaron en la fábrica, creyendo que era albañil. Como era fácil eso de colocar un adobe encima de otro, me desempeñé muy bien de albañil. Ya cuando eran varios meses que estábamos trabajando, un día vino mi amigo a avisarme que tenía que ir a la asamblea de obreros. Esto era de tarde, en la misma fábrica y es aquí donde vi a todos los obreros, que eran como cuatrocientos, reunidos como uno solo.

En esa asamblea decían:

–Compañeros, ha subido el precio de la gasolina, ha subido el precio del kerosene... Esto no conviene, afecta al pueblo, a nosotros. Sube la gasolina y sube todo: el pan, la ropa... todo. Y no sube el jornal.

Y esa misma noche se salió a la plaza de Armas, vivando, con banderas y cartelones:

–¡Abajo gasolina! ¡Abajo gasolina!

Cuando llegamos a la plaza de Armas, ya éramos hartos. Tras nosotros también habían salido los obreros de la cervecería y también en la plaza hablaban sobre lo mismo, los dirigentes: sobre la gasolina, y todos los obreros vivaban con fuerza. Yo también vivaba con todos mis pulmones. Cuando terminaron de hablar, junto con mi amigo Leandro, nos vinimos de nuevo a la fábrica, aquí me dijo:

–Te voy a hacer conocer a un gran compañero.

Yo le dije:

–¿A quién?

-Al compañero Emiliano Huamantica.

Claro, yo ya le conocía. Esa noche, en la plaza, habló con fuerza, puro macho. Yo me puse contento. Iba a ser amigo de un compañero de buen corazón. Cuando me presentó, el compañero Emiliano Huamantica, me dio la mano:

–¿Qué tal, compañero?

Y agarrando su mano, le contesté en runa simi:

–Para servirte compañero, Gregorio Condori Mamani. Así fue.

Desde que lo conocí personalmente a Emiliano Huamantica, pasó un mes, hasta que una tarde

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nos avisaron a todos los peones contratados:

–Desde mañana descansan.

Los peones contratados éramos algo de diez, y con la noticia de despedida, nos pusimos preocupados. De nuevo íbamos a estar en la calle, sin trabajo fijo, mirando ¿Dónde hay trabajo o carga para cargar?

Esa misma tarde, al salir le esperé en la puerta de la fábrica a mi amigo Leandro a quien le conté:

–Desde mañana no hay trabajo. Nos han despedido.

Y Leandro, inmediatamente, dijo: -Vamos donde Emiliano.

Cuando nos acercamos a Emiliano Huamantica, éste conversaba con un grupo de obreros; le esperamos a que terminara; mi amigo le dijo:

–A este Gregorio lo han despedido de su trabajo, compañero ¿no podemos hacer algo por él?

El compañero Emiliano Huamantica, se puso preocupado y después de breve silencio, contestó:

–Que venga no más mañana.

Cuando fui al día siguiente, ya había conversado con los de la fábrica para que yo trabajara de obrero. Me dijo:

–Compañero Gregorio, ya hemos conversado para que te quedes a trabajar. Hace unos días, un compañero se ha enfermado gravemente, él es barrendero; por ahora ocuparás su puesto.

Ya después supe que ese compañero se había enfermado con pulmonía y que murió a los pocos días. Así fue como ocupé el puesto de un compañero muerto, en la fábrica.

En la fábrica, durante el tiempo que estuve, mi ocupación era barrer todo el local de la fábrica: el patio, la sala de máquinas, las oficinas, los pasadizos. Tenía que estar barriendo y trapeando. Así, el tiempo apenas me alcanzaba. Yo barría contento, no era cansado, sólo era el tiempo. El trabajo en la fábrica no me duró mucho, porque un día, en lo mejor, se dijo:

–La fábrica va a cerrar.

Todos afuera, desde el oficinista hasta el barredor. De nuevo, carajo, a estar preocupado. La fábrica va a cerrar; la fábrica va a cerrar; eso jodía más. Se hicieron varios mítines en la plaza, pero ya no se podía: el sindicato ya se había hecho comprar. Los dirigentes decían más bien, justificando: No hay material para trabajar. Estos ya se habían hecho comprar con la fábrica una casa en Ttio a condición de callar. El secretario era un tuerto; muchas veces me he tropezado con él en la calle, en lo que estoy cargando. Si tuviera balas en mis manos, las veces que me encuentro, su otro ojo más lo haría reventar, porque, por culpa de este desgraciado, se cerró la fábrica; e hizo botar a la calle a más de cuatrocientos obreros. Si éste reclamaba como sabía reclamar el compañero Emiliano Huamantica, la fábrica no se hubiera cerrado. Porque el dueño Lomellini decía: No hay material, no hay plata, con qué voy a hacer traer algodón; y el sindicato no decía nada.

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Así salimos de la fábrica, pues ya no se podía hacer nada. Desde esa vez me estoy dedicando a cargar, porque la carea es segura. Si el compañero Huamantica no hubiera muerto, yo no hubiera sido cargador como soy ahora, porque este compañero era de carácter macho. El jamás hubiera permitido el cierre de la fábrica, porque él hubiera hecho, como están haciendo en la fábrica La Estrella, una cooperativa. Lo mismo seguro hubiera pensado. Así nuestra suerte, de cuatrocientos obreros, cambió rápidamente con la muerte del compañero Emiliano Huamantica, quien era paisano del lado de Calca y murió en mala forma: yendo a conversar con el Gobierno el carro en que viajaba, cavó a un abismo en Santa Lucía, más arriba de Arequipa. Pero él todavía había logrado vivir, pero los hacendados ricos le habían dado un calmante (veneno), por ser sus contrarios; con esto había muerto.

La fábrica había fracasado por culpa de los hijos de Lomellini. El padre de ellos había hecho bien la fábrica, trayendo maquinarias del extranjero. Pero cuando murió el viejito Lomellini, sus hijos empezaron a administrar la fábrica. Estos gastaban el dinero, sin ninguna medida; ya no había plata para comprar materiales, para pagar jornales; entonces la fábrica iba cayendo.

Aquí, dice hay muchas mujeres que hacen gastar la plata, por miles, en tomadas de primera. Te hacen bailar y después, entre todititas, te violan y te sacan toda tu plata. Este rancho wasi, primero funcionaba en Tullumayu, al lado de la picantería "El Bayo". Después pasó más abajo, al frente del colegio La Salle; allí iban los hombres como nosotros, como a la fiesta de un santo. Allí siempre habían muchos borrachos peleanderos. No sé por qué iban a esa casa, no tendrían su mujer, estarían peleados con su mujer, o no quería darles su mujer: porque eso de dormir con una mujer que se acuesta con todo el mundo, es suciedad; mejor es tener una mujer que sea de uno y de nadie más. Después esta casa se trasladó a Quilque, donde está funcionando ahora. Esta costumbre de estas casas es sólo aquí; afuera, en los pueblos, no hay esa costumbre. Cada uno tiene su mujer, para hacer cuando uno quiere. Aunque el rancho wasi es sólo para los ricos, que gastan toda su plata allí, la mitad de la plata que ganan las mujeres de estas casas, dice, es para el Gobierno, pues ellas son como sus empleadas.

Así era.

El compañero Emiliano Huamantica siempre estaba andando, ya a Lima, ya a Arequipa, reclamando por los obreros. Esto, en el pensar de los Gobiernos, era dolor de cabeza, seguro; por eso, desde tiempos de Odría hasta el de Belaúnde, siempre lo mandaban preso. Junto con Huamantica trabajaba el abogado del sindicato, Dr. Angles. Ellos eran partidarios de las gentes pobres, conocidos como comunistas. Por eso les odiaban los hacendados apristas, pues estos enemigos ricos, eran de mala fe.

Estos apristas ricos, querían poner de Presidente a Haya de la Torre. Para eso le habían traído en tren, aquí, al Cusco, de noche, vistiéndole de simpática dama. Entonces así, de dama, habían venido desde la estación hasta la Plaza de Armas. Ya cuando estaba en la Plaza la gente había dicho:

–Este no es una dama, es Haya de la Torre.

Y le empezaron a apedrear. Ese día corrió mucha piedra, mucha bala silbando. Después de la pelea había muchos heridos; unos con los ojos hinchados, otros con la cara y la cabeza reventadas, sangrando; todo pasó ese día, hasta que hicieron escapar a ese Haya de la Torre del Cusco. En el tiempo del Gobierno de Bustamante era habladuría general: "Haya de la Torre presidente, Haya de

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la Torre presidente". Pero ahora se han olvidado de él, ya no se escucha ni su nombre.

Cuando cinco grandes panes de puro trigo costaban un real y tres panes, medio; Odría le quitó la presidencia a Bustamante. Este Odría le había quitado la presidencia a Bustamante por haber hecho subir el pan, de lo que era tres por medio y cinco por un real. En tiempo de Bustamante, un pan subió a un real. Lo peor es que no había plata. Ahora hay harta plata, pero no es plata que sirve, porque no alcanza para nada. En ese tiempo, un real de pan te duraba toda la semana y todavía era de trigo puro. Ahora, en mi casa, diario se compra cinco soles de pan para el desayuno, y esos panes, carajo, parecen botones de mi polaca de cuando era saldado. Cinco soles de pan en ese tiempo hubiera sido para pasar un buen cargo y no como ahora para tragar diario cinco soles de hambre.

Así está la vida, jodida. Esta vida, carajo, jode; jode al estómago y esta espalda ya no puede con la carga.

Cuando Odría le quitó la presidencia a Bustamante, yo no sé si Odría vino o no al Cusco a hacerse conocer como Gobierno. Yo no lo he visto, pero sí a Bustamante. El sí vino al Cusco para hacerse conocer, antes que Odría le quitara la presidencia. Bueno yo no sé; estos Gobiernos siempre se están quitando entre ellos. Parecen hermanos que se pelean una herencia. Uno está de Gobierno como este Bustamante, entonces viene otro, como ese Odría que le quitó a Bustamante. Y otro viene a quitarle a Odría, y éste que le quitó a Odría está de Gobierno; luego viene otro, encima de este Gobierno. Pero sobre este Gobierno también viene otro, que le quita, como al Gobierno de Belaúnde le quitó Velasco. ¿Hasta cuándo también estará el Gobierno de Velasco? Aunque he escuchado que a él no le van a sacar, porque está apoyado por todos los cuarteles y está favoreciendo a los pobres haciendo desaparecer las haciendas.

Cuando no se hablaba todavía de la Ley Agraria, se empezó a hablar de Hugo Blanco. El vivía como cualquier otro arrendire en el valle. Ya después, su nombre salió del valle, cuando formaron sindicatos y él se hizo cabecilla. Y en la asamblea de estos sindicatos Hugo Blanco había dicho:

–Que ya no haya ninguna hacienda, las tierras de las haciendas van a ser tierras del ayllu.

Por eso los hacendados se habían opuesto haciéndole la contra. Pero Hugo Blanco había respondido:

–No importa que se opongan esos hacendaditos, nosotros derramaremos contentos nuestra sangre, por la tierra.

Asustados con esta amenaza, los hacendados pidieron guardias. Los días que se hablaba de Hugo Blanco en el valle, los soldados y guardias eran como hormigas para buscar a Hugo Blanco. Pero él estaba oculto como gentil machu, en el hueco de una peña. Aquí, dice, sus amigos le llevaban comida sólo de noche. Desde ese hueco miraba durante el día, cómo le buscaban los guardias, tonteando, por todos los lados. Pero cierto día, cuando un guardia pasaba cerca del hueco donde estaba Hugo Blanco, había pisado una mina de dinamita que había hecho volar en pedazos al pobre guardia. Iban otros guardias y también se hacían volar con otras dinamitas. Entonces llegaron más guardias y agarraron a Hugo Blanco, cuando estaba escapando de su hueco.

Cuando lo chaparon, fueron aviones y helicópteros al valle, para traerlo a la cárcel. Dice que Hugo Blanco estando preso en el cuartel, un día había pensado escaparse, y yá cuando estaba en la

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puerta, lo habían chapado los vigías. Como el cuartel también ya no era seguro para Hugo Blanco, el Gobierno lo había despachado a la Colonia Penal del Frontón. Pero del Frontón también el Gobierno lo había despachado al extranjero. Así, ahora, Hugo Blanco está preso en el extranjero.

XII

Desde que soy cargador, día tras día, desde las cinco de la mañana, empiezo a trabajar cargando. En el mismo mercado central o del mercado a las casas, o cumpliendo con mis contratas. La carga siempre es variada, desde un paquete de panes o de ropa, hasta cajones, canastas de víveres o costales de papa. Esto depende de la fuerza, pero siempre hay que estar desafiando a la fuerza.

Aunque no es mucho, siempre hay para la casa, desde veinte o veinticinco hasta setenta soles por día. Pero para ganar setenta soles al día, hay que corretear por lo menos de veinte a veinticinco veces y estar mirando a todas partes buscando quién necesita un cargador. En el mercado o en las puertas de las tiendas, super market, hay que estar así. Antes, cuando sobraban fuerzas, se podía hacer una contrata en la estación del ferrocarril, sea para cargar o descargar del tren. Pero ahora no quieren, le miran a uno como a extraño y no le aceptan ni para ayudar, al ver que uno ya es viejo. Por eso estoy entre el mercado central y las calles, buscando carga. Pero no faltan algunas señoras, que en lo que me estoy poniendo comedido para cargar, me empujan:

–Tú ya eres viejo, ya no puedes, a descansar. Llamen a otro joven.

Estas señoras ricas, bien vestidas, son las más regateadoras. A uno le hacen cargar del mercado o de las tiendas y ya en la puerta de su casa, sin preguntar el precio de la cargada, le botan de dos a tres soles. Por eso, muchas veces, con la cólera, dan ganas de hacer regresar la carga a donde se levantó. Y si uno reclama, peor; le dicen:

–Ya eres viejito, anda a descansar.

Eso dicen estas señoras, sin consideración, como si el estómago descansara. Pero otras señoras son razonables, pagan lo que uno pide. Y creo que hacen esto porque a uno le ven viejo. No hay estos contratiempos cuando uno carga las contratas, por eso yo quisiera tener más contratas, pero durante la semana apenas tengo seis contratas. Una de mis contratas es cargar tres bloques de hielo, desde Coripata, donde fabrican, hasta el mercado central, todos los días a las seis de la mañana. Esta contrata es de una señora que vende pescado y camarones, y por cada viaje me paga seis soles. La otra, es de un zapatero, desde Rosaspata, también al mercado central, cargo tres grandes cajones de zapatos. Los cajones, son puro porte, casi no pesan mucho; estos mismos cajones, a eso de las seis de la tarde o siete de la noche tengo que volver a llevarlos. De la llevada y traída me pagan trece soles. Y la otra contrata que tengo es con la señora Angélica Salas: desde el Puente Belén hasta el mercado Central. Cada mañana, a las ocho, cargo sus ollas de comida. De esto sólo me paga trece soles, pero me aumenta con un plato de sopa o de segundo. Esta comida la vende a esos chicos que lustran zapatos o venden periódicos y a algunos choferes.

Esa señora Angélica tiene mucha suerte para vender sus comidas, porque a las diez ya no hay

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comida. Por eso sus compañeras que venden comida, la envidian. Comentan: "Esa señora tiene mucha suerte, está curada con despacho para tener venta; ese viejo también es suerte". Dicen: "toda la comida que carga, nunca regresa, y de lo que carga mi cargador, regresa casi todo". Así, los cargadores también somos suerte para las personas que cargamos y según la suerte que llevamos en las espaldas, nos quieren. Pero hay otros compañeros salados. El negocio que cargan no se termina de vender; por eso dicen: "La espalda de este cargador es mala suerte", y nunca más hacen cargar con ellos. Pero desde que soy cargador, mi espalda siempre ha sido buena suerte para cargar negocios. Por eso, aunque pocas, no me faltan las contratas durante el año. Mi espalda tiene suerte porque está curada a mi marka. Esos compañeros que están andando en las calles y que nadie los llama, es porque cargan común, sin hacerse curar.

Las otras contratas que tengo son eventuales durante la semana, para traer algunas mercaderías que faltan en las tienditas de aquí, de Coripata o Rosaspata. Pero esto de cargar mercaderías a las tiendas, se presta a chanzas. Hace un año, cuando traía una caja de pisco para una de estas tiendas, cuando pasaba por Limacpampa, se me acercaron unos jóvenes, diciéndome:

–Taytay, la señora nos ha dicho que ya no cargues la caja, porque nosotros ya lo vamos a llevar en el carro, con más cajas.

Y yo, zonzo, les entregué la caja de pisco, creyendo en el encargo, cuando los que me pidieron la caja, habían sido rateros. La dueña pensaba que yo había ocultado o vendido la caja y me exigía, todos los días, que le pague más de quinientos soles. Como no había, ¿con qué se lo iba a pagar? Hasta que se cansó de cobrarme. Pero eso sí, cerca de un año estuve en sus mandados, con lo que seguramente pagué el doble de la caja de pisco.

De aquí a unos días tendré una contrata más para cargar todos los días jora de maíz al molino y llevarla ya molida a la chichería. El pago va a ser de siete soles, con aumento de dos caporales de chicha. Según la dueña de esta chichería, su cargador de jora ha abandonado la contrata, sin decir nada, porque hace semanas que no aparece. Pero yo escuché que su cargador está enfermo. Así es la vida de un cargador. Cuando ya estamos viejos en lo que vamos cargando, nos dan enfermedades, y las personas para las que hemos cargado durante toda nuestra vida, año tras año, cuando dejamos de aparecer en su casa, nunca más preguntan por nosotros: "nuestro cargador no viene, ¿qué le habrá pasado? ". Nunca ellos pueden preguntar así. Ellos sólo quieren que uno les sirva. Aunque uno esté botado, como perro sin dueño, en el rincón de una casa o de una calle, no preguntan por uno.

Cuando por viejos, los cargadores no tienen ya ni fuerza para cargar sus propios huesos, doblados, raras veces son recogidos al Asilo de Ancianos. Pero aquí piden papeles, partida de nacimiento, preguntan de dónde es uno, qué se llama, si tiene familiares. Si los papeles les gustan a ellos, te hacen ingresar, pero como ningún cargador tiene papeles de ninguna clase, nunca los reciben. Y así, en lo que van limosneando por todas las calles, mueren.

Por eso los cargadores siempre morimos andando, con las manos extendidas. Quizás algo de esto pase conmigo, quizá me atropelle38 un carro, me lleven al hospital y me hagan autopsia y de ahí me arrojen al panteón.

Cuando muere un cargador que no tiene a nadie en algún rincón de alguna calle o casa,

38Sic. Atrepelle.

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alguien que le ve da parte a la Comisaría. Van los guardias para hacerlo llevar a la morgue. Si tiene familiares, ellos reclaman y lo hacen enterrar. Pero cuando no hay ningún reclamante, esa alma está tirada sobre una piedra fría, dos o tres días, en la morgue. De ahí la llevan para botarla a la fosa común, la tapan con poquita tierra, con su misma ropa, no hay hábito ni cajón; la botan como a perro callejero. En la fosa común están, va niños, va mujeres, ya viejos, amontonados como leña, unos encima de otros. Aquí es donde lo botan al cargador y a otros que no tienen familiares.

Así, hace poco, vi la muerte de un amigo cargador llamado Purificación Quispe Seguro que la carga le aplastó su pulmón él murió escupiendo sangre en la Calle Belén, en el paradero de los carros de Santo Tomás y Urubamba. Este alma Purificación Quispe estaba tirado sobre un amontonamiento de ichhu que descargaron de un camión; así muerto, estaba tirado casi todo un día. Ya al anochecer fueron guardias del Puesto de Santiago y lo hicieron llevar a la morgue. Como en la morgue no apareció ninguno de sus familiares hasta el segundo día, tuvieron que botarlo a la fosa común. Para no ver esta vida de cargador, yo, como viejo, quisiera que todos los cargadores que vivimos aquí en Cusco, viejos y jóvenes, nos juntásemos en un sindicato. Así haríamos una sola fuerza, con una sola voz. A ver si así se abren los ojos de la justicia hacia nosotros y viéndonos nos ayuden en algo y ya no moriríamos como perros, en las calles, arrastrando nuestros harapos tras la carga.

Así estamos nosotros los cargadores, en las calles y mercados, arrastrando nuestros harapos como condenados. Estos harapos se pueden remendar todavía, pero el hambre de nuestro estómago, no se puede remendar. Así estamos los cargadores, viejos y jóvenes. Aunque los cargadores jóvenes no están como nosotros los viejos, en las calles; pues ellos paran en las estaciones, cargando y descargando las bodegas del tren. Si aquí en las estaciones no hay carga, están en las agencias de los camiones que viajan a Lima o a Arequipa, cargando o repartiendo la carga a domicilio. El trabajo en las estaciones o agencias de los camiones es a destajo. El pago es regular, pero hay que sudar como caballo o mula. Aquí hay tarifa fija. Por descargada o cargada de un camión, es desde ciento cincuenta a doscientos cincuenta soles. Y por la cargada o descargada de un camión a una bodega del tren, es la misma tarifa. En estos lugares, en un día, puede haber de uno hasta dos camiones para cargar o descargar, como también puede no haber ningún camión. También hay otros cargadores que son paisanos de las alturas, ellos vienen al Cusco sólo ciertos meses al año, después de la cosecha, entre julio y agosto. Ellos permanecen una, dos, tres semanas o un mes, o hasta un poquito más; se dedican a cargar, si no consiguen contratarse como peones de los contratistas de adobes. Desde el mes de mayo hasta setiembre u octubre, aquí en el Cusco, empieza la construcción de casas. Casas que se construyen con adobes, sobre todo en los Pueblos Jóvenes, donde necesitan peones. En las grandes construcciones casi nunca aceptan a los paisanos; no saben trabajar, dicen; y prefieren a los peones de construcción. También en los meses de enero, febrero, o marzo, después de la siembra o del primer lampeo de los cultivos, la paisanada llena las calles del Cusco. Ciertas semanas de estos meses pareciera haber más cargadores que carga.

Para uno que conoce el sufrimiento que hay en las calles, ver a estos paisanos que no conocen la maña del sufrimiento, en la ciudad, duele en el corazón. Porque aquí ellos son desconocidos, no tienen familiares y duermen donde pueden, en suelo pelado, en los tambos, en el portal de las chicherías, en el pasadizo del alojamiento Melgar. Y cuando está rayando la mañana empiezan a caminar en busca de carga. Ellos vienen porque en su comunidad no pueden ganar dinero; son pobres, trabajan la tierra sólo para ellos, y como no se puede comprar si no es con dinero ciertas cosas que faltan en la casa, como sal, azúcar, ají; herramientas para el trabajo, vienen en busca de

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trabajo. Y como tampoco aquí en la ciudad hay trabajo seguro, si no es la carga, se hacen cargadores para reunir dinero que les falta para las compras.

FIN

(LUEGO VIENE LA HISTORIA DE ASUNTA, LA MUJER DE GREGORIO.

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ASUNTA, mujer de Gregorio

I

Cuando ya era jovencita y estaba empezando a enfermarme de mi sangre, mi hermana mayor Juliana, se casó con un comunero de Rundubamba quien, después de casarse, se la llevó a su

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comunidad. Aquí ella vivía haciendo la chacra y cuidando sus ganaditos, al lado de su esposo. Y cuando ya llevaban cinco años de matrimonio, nos llegó la noticia de que en esa comunidad las gentes estaban muriéndose de canto a canto con fiebre. Mi hermana también ya había muerto. Ella, esa vez, tenía tres huahuitas, también éstas sus huahuas se habían muerto con el mismo mal. Al enterarse esto, mi papá se alistó para ir a Rundubamba, y estar a los ocho días para el lavado de ropa. Mi papá regresó a las dos semanas, pero al segundo día de su llegada a la casa, se enfermó con fiebre. Así le había seguido la fiebre peste. Con este mal quemaba el estómago, y dolía fuerte la cabeza, como para no aguantar. Así se moría la gente. Mi papá le contagió su fiebre a nuestra abuelita, a la mamá de mi mamá. Ella se murió a los dos días que le empezó a quemar su estómago, no aguantó más. A la muerte de nuestra abuelita le saltó la fiebre a nuestro hermano mayor, Juanico, que era ya joven. El apenas aguantó la fiebre sólo cuatro días, Juanico murió loqueándose:

-¡Mi cabeza está ardiendo!- así gritaba.

El que más peleó con la fiebre fue mi papá, él murió a los seis días que le empezó la quemazón de barriga. A raíz de este incidente en nuestra casa, en menos de una semana, todos nuestros vecinos escaparon de sus casas:

-Contagio, -diciendo.

Se fueron a vivir a sus chacras. Otros se fueron a las estancias. Nuestra casa era en Coñipata, ya al canto del Pueblo de San Jerónimo, al pie del camino que iba a la hacienda de Pata-Pata. Cuando todo el pueblo se enteró que en nuestra casa había fiebre peste, ya nadie pasaba por este camino, tenían miedo. También recuerdo que otros murieron con esta peste que, seguro, se propagó de nuestra casa. Pero ellos dijeron: es por la vacuna. Claro, cuando apareció la peste en nuestra casa y empezó a morir la gente, vinieron vacunadores del Cusco. Pero los que se hicieron vacunar aparecieron con fiebre y muchos se murieron. Al ver que los vacunados se morían, ya nadie quería hacerse vacunar. Como nadie quería las vacunas, vinieron guardias para hacer vacunar, cogiendo a la gente como a presos, a la fuerza. Al ver esto, todos escapaban de los vacunadores hacia las punas.

Como mi papá y nuestro hermano mayor murieron con fiebre, no había nadie que pudiera ir a trabajar a la hacienda Pata-Pata de los padres Dominicos. Aquí éramos arrendires de tres topos de terreno maicero y de dos topos de terreno trigal. El terreno trigal era temporal, quedaba en la puna de la hacienda. Aquí se cultivaba trigo cada cuatro años y el resto de los años descansaba la tierra. Por estos terrenos, todos los arrendires que trabajaban en las tierras de la hacienda, tenían que hacer condición. Esto era que por cada topo de terreno maicero, había que trabajar gratis para la hacienda, seis días cada mes del año, y un mes de pongueaje -por cada topo maicero- al año. Si se hacía uso de los terrenos trigales, al mes se hacía condición, tres días por topo, y un mes de pongueaje al año. Entrar de pongo por los terrenos trigales era fácil. Sólo era para cocinar, entre dos pongos, por las mañanas hasta las doce o por las tardes, comida para más de veinte perros de la hacienda. Para eso había tres turnos, porque estos perros estaban acostumbrados como los padres, a comer tres veces al día. Así, en la hacienda, había pongos para todo. Si los pongos estaban completos en la hacienda, a uno lo mandaban al Cusco, al Convento, a pasar el pongueaje sirviendo a los padres. Aquí, al Convento de Santo Domingo, venían hartos arrendires de pongos. Unos eran lavanderos, que lavaban las ropas de todos los padres. Otros eran ayudantes de cocina. Y otros barrenderos. Los que venían a pasar su pongueaje al convento, se venían para todo el mes con su cama, y el que menos quería que le enviaran al Convento, porque aquí daban comida y el trabajo no era muy fuerte ni

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mirado por el capataz, como en la hacienda.

Así era ser arrendire, todo era trabajar para la hacienda y ya no había días para trabajar la chacra de uno. En cambio, para ir a trabajar a la hacienda, todos los días venía un capataz mayordomo a avisar el lugar donde se iba a trabajar y dejaba una azada o una reja. Esto era para obligar a que, de todas maneras, uno tuviera que ir al trabajo. Pero, en caso de que uno no fuera a pesar de que el capataz le dejaba la azada o la reja, le descontaban de su trabajo acumulado, dos o tres días. Y era aparte los días ya acumulados que se perdían en la lista de control del mayordomo capataz. Entonces, si uno tenía que trabajar por tres topos de terreno, tres semanas, uno resultaba trabajando cuatro a cinco semanas, porque ya era sabido que los días trabajados se tenían que perder en la lista y era la razón para que uno se pasara trabajando en la hacienda mes tras mes, durante todo el año.

Eso hacían estos padres ¡qué tiempos demonios habrán sido ésos! Así los días que debíamos trabajar para la hacienda empezaron a acumularse y el mayordomo también empezó a exigirnos que debíamos mandar un peón. Cada vez que el mayordomo venía a carajear a mi mamá por el peón, ella lloraba, y nosotras también rodeándola, llorábamos. Nosotros hemos sido cinco hermanos: nuestro hermano mayor, que murió con la peste, y cuatro mujeres. Yo era la tercera de las mujeres; y como todas éramos mujeres, ninguna de nosotras podía ir a trabajar de peón a la hacienda. Entonces mi mamá vino al Convento a hablar con el Padre Prior, a pedir que le aceptara a ella y a mi hermana mayor trabajar en la hacienda, porque el mayordomo no consentía que alguna mujer trabajara. El Padre Prior le había aceptado, diciéndole:

-Como eres mujer y no vas a trabajar como un peón, deja un topo, y que tu hija venga al Convento, de cocinera, y tú trabaja en la hacienda.

Mi mamá llegó llorando:

-Nos han quitado un topo de terreno maicero.

Pasada una semana, mi hermana mayor, Justina, tuvo que entrar de cocinera a la hacienda de los padres. Mi mamá y nosotras tuvimos que ir a la hacienda, y así empezamos a arrastrar nuestro sufrimiento. Teníamos que ir a la hacienda a hacer condición, ver nuestra chacrita y nuestros animalitos; ya no podíamos bastarnos para nada. Nuestra mamá se volvió una loca renegona, que no se contentaba con nada de lo que hacíamos y nos pegaba. Nuestros cabellos ya no eran cabellos, pues agarrándonos de la cabellera nos golpeaba a las paredes, cuando no hacíamos las cosas para su contento. Así mi mamá entró de lechero pongo. Estos pongos eran dos y tenían que ordeñar, todos los días, a más de ochenta vacas; en unos porongos. Una parte de esa leche la dejaban en el Convento y la otra parte la repartían a las contratas en el Cusco y regresaban ya de noche. Como mi mamá era mujer, le dijeron que sólo ordeñara la leche de las vacas en los porongos, y otros la traían al Cusco. Todas las mañanas, desde tempranito, se empezaba a ordeñar rápido. Y en eso de ordeñar, toda cansada, ya con la espalda partiéndose de cansancio, yo ayudaba a mi mamá. Y como era tiempo de helada, las tetas de las vacas estaban llenas de rajaduras sangrando; y seguro que esas sus heridas le hice doler, pues de un momento a otro, la maldita vaca, de lo que estaba toda quietecita, dio un brinco y echó el porongo de leche que ya estaba casi lleno. Mi mamá, al ver la leche en el suelo, me dio un golpe con el

balde. Esto me dolió un poco, pero cuando vi que de mi cabeza chorreaba sangre, me puse a gritar como loca, y seguramente al escuchar que estaba gritando, vino un padre corriendo y al ver la leche

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blanca en el suelo, Le dijo a mi mamá:

-Ay, maldita mujer, carajo, ¡qué has hecho!

También vino el capataz; este cristiano sí castigó a mi mamá:

-Perra, carajo, vas a pagar esto. Nueve días de trabajo de condición ¡Adentro!

Y le apuntó en su libreta y así mi mamá perdió nueve días ya trabajados.

Yo no sé por qué, desde chiquita cuando me hago algún corte, me sale sangre sin parar. Así cuando seguía gritando vino mi mamá, ardiendo de cólera, y tumbándome al suelo, me rellenó la boca con excremento de vaca:

-¡Grita más! -diciendo.

Con las justas me escapé. Pero pobre mi madre; cuando volteé, seguía ordeñando, llora-llorando. Que Dios me perdone, ése fue el día que abandoné a mi madre en este sufrimiento, escapándome al Cusco. Seguro habría pensado: "ahora, cuando me vaya a mi casa, qué me hará todavía". Ese mismo rato fui a la chacra, a recoger habas que crecían en el cantito. Y cargando un atado de habas, que recogí de nuestra chacra, me vine a pie al Cusco, como quien viene en negocio, a vender habas.

Así, en esta condición llegué al Cusco por primera vez, escapando de ese sufrimiento, pensando que a lo mejor aquí estaría bien. Cuando llegué al Cusco, vendí las habas en el mercado central, pero después no sabía qué hacer ni a dónde ir; como el día se hacía tarde, estaba por llorar, pero aquí me encontré, seguro por mandato de las almas benditas, con una señora que me llevó a su casa, para ser su empleada. Esa señora era maestra preceptora en la Comunidad de Llullucha, a un día de camino de Urcos. Allí nos fuimos, después de haber estado un mes en el Cusco, y en esa escuela atendía a la maestra, cocinando y cuidando a sus tres hijos. Pero también con esta maestra seguía el sufrimiento. La escuela estaba en la puna; con el frío, la nevada, la granizada que caía casi a diario, mis piernas empezaron a rajarse hasta chorrear sangre. Esta señora maestra era una gran tacaña y renegona; no estaba contenta con nada de lo que yo hacía; quería que durante todo el santo día estuviera cargada de sus huahuas. Esos inocentes angelitos no eran mañosos, pero estaban acostumbrados a estar sólo en la espalda, por eso muchas veces los pellizcaba para que gritaran; eran las únicas veces que la señora maestra los atendía.

Esta señora tenia de todo en la escuela, como en una tienda: coca, azúcar, sal, velas, kerosene, ají, cigarros. Y hasta de otras comunidades venían a cambiar sus víveres: papa, chuño, moraya; por un poco de sal, azúcar o coca. Nunca vendía, todo lo que tenía en su tienda sólo era para cambiar. Así, ella sola juntaba la cosecha de las comunidades hasta por cientos de cargas y estas cargas las despachaba con sus propios alumnos, en treinta o cuarenta llamas, a la estación del tren de Urcos y de aquí al Cusco.

Su casa parecía un almacén. Esta señora maestra, era bien negociantera. Ya no se acordaba de enseñar a los chicos a leer, pues todo era atender a su negocio, y sus chacras se las trabajaban sus propios alumnos y sus ahijados que eran hartos. Esta señora maestra estuvo más de diez años en la Comunidad, por eso una gran parte de los comuneros eran sus ahijados. Entre estos sus ahijados u otros comuneros, la señora maestra escogía a un Regidor de la Escuela, que tenía que estar durante el año escolar en los recados de la maestra. Estar de Regidor era como pasar un cargo de la Escuela.

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También estos Regidores eran los que hacían cumplir que todos los comuneros dieran por familia, en turno de un extremo a otro, un cordero cada tres semanas; por el que se les pagaba dos soles y tres manojos de coca. De toda esta carne se comía una partecita y el resto se hacía cecina, para mandarla al Cusco.

Estas cosas vi cuando estaba en la Escuela de esta señora. Cuando finalizó el año escolar, el día de la clausura, nos vinimos acompañados por todos los alumnos a la Estación de Urcos, cargados de carne, papas, lana de llama. Con todo este cargamento llegamos al Cusco. Cuando ya estaba dos semanas en su casa, un día me mandó a comprar fideos gruesos, pero la dueña de la tienda me había dado fideos muy delgaditos y cuando regresé con los fideos, la señora preceptora me jaloneó de las orejas, gritándome:

-¡So india bruta! ¿estas orejas no escuchan? ¡Te he dicho fideos gruesos!

Y llorando, sorda de dolor, regresé a la tienda a que me cambiaran los fideos. Y en la tienda una señora me dijo:

-Oye. chica, seguro tu patrona te ha pegado, si quieres nos vamos conmigo.

Entonces, como si hubiera estado borracha, al escuchar a esa señora, volví a mi juicio. Como la señora maestra era malvada y me maltrataba pegándome y no me pagaba; además de que su esposo también era un diablo que había querido violarme ya tres veces, mientras no estaba la señora; ese mismo rato, fideos y todo me fui a la casa de la otra señora.

En esta casa, recién empezó la vida para mí. Esta señora, llamada María Pérez, era realmente muy buena. Vivía en San Blas, en el tercer patio de la casa de un cura. Todas las cosas que yo tenía que hacer me ordenaba con estimación, pues nunca me gritó ni me insultó. Como había buen trato, yo también las cosas se las hacía con voluntad: cocinar, barrer la casa, lavar la ropa de todos, que eran más de once personas. Sus hijos eran puro mujeres, como nueve niñas. La mayor de las nueve niñas era preceptora en San Sebastián. Gracias a esta niña aprendí a conocer las letras; ella me enseñaba en las noches, cuando iba a acompañarla a dormir a San Sebastián, donde vivía. Ahora mismo, lo que ven mis ojos puedo todavía deletrear, aunque nunca he entendido las letras que leo.

Cuando ya iba a ser más de dos años, desde que me perdí de mi casa, un día se presentó mi mamá, muy tempranito, cuando todos estaban durmiendo aún. Sólo yo estaba levantada, alistándome para barrer el patio; en eso empezó a ladrar el perro; salí a ver qué sucedía: eran mi mamá y mi hermana Justina, quienes al verme, con caras contentas, llorando me abrazaron:

-¡Ingrata, que no quieres a tu madre! -diciéndome.

Y yo les dije:

-Estoy bien no más aquí.

Mi mamá y mi hermana, sentadas, esperaron a que se levantara la señora. Y ya cuando el desayuno estaba enfriándose salió la señora y yo le dije:

-Son mi mamá y mi hermana.

La señora le dijo a mi mamá:

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-Yo siempre quería conocerte; tu hija ya va a estar un año en mi casa. No la hago sufrir, es como mi hija en esta casa, no le falta nada y le pago...

Por todas estas cosas que le decía la señora, yo estaba contenta, porque mi mamá y mi hermana se fueron comprendiendo que yo aquí no sufría. Para irse, las niñas le regalaron hartos panes y bastante azúcar. El sueldo que me pagaban era de quince soles al mes, y yo ya tenia ciento treintaicinco soles. De este mi pago, le di cien soles a mi mamá, con lo que meses después habían comprado un toro arador, de un tío que necesitaba plata para hacer enterrar a su mamá, nuestra tía. Desde esa vez, mi mamá y mi hermana, cuando venían al Cusco, siempre me visitaban.

En esta casa me trataban bien, pero tenía que trabajar como trabaja un burro en su mejor tiempo, día y noche. Ya cocinando, ya lavando, ya ordenando la casa, ya planchando por las noches, hasta altas horas, con esas planchas a carbón, sopla-soplando. Las niñas eran las únicas que se descontentaban con lo que planchaba o con lo que cocinaba. En esta casa, aunque la comida era controlada, no faltaba. Tampoco me faltaba ropa, pues las niñas me regalaban su ropa usada, y yo, arreglándolas, las terminaba de usar.

II

Cuando ya iba por los cinco años de empleada en esta casa, conocí en la Octava de Corpus de San Cristóbal, a mi marido Eusebio Corihuamán, con quien viví catorce años y tuve siete hijos: tres varones y cuatro mujeres, de los cuales sólo vive mi hija Catalina que es sietemesina.

Cuando empecé a vivir con ese mi marido Eusebio, yo ya conocía cómo era eso de estar con el hombre, desde la vez que estuve en la escuela de Llulluch'a, en la Fiesta de San Juan. En el mes de junio había una fiesta grande, para alegrar a las ovejas. En la víspera de San Juan todos los dueños, con música de pitos y tambores hacían fogatas. Así, tomando trago alegraban a las ovejitas en su noche. Al día siguiente, muy temprano, borrachos todavía, los dueños cogían a las ovejitas maltonas, machos y hembras y colocándolas en filas, en parejas, las hacían abrazar. Los dueños, con brujerías las zaumeaban, mientras los ahijados, haciendo aspersiones, en copitas les hacían tomar trago a cada pareja de ovejitas. Esto era el matrimonio de las ovejas, que se hacía el día de San Juan.

Estando empleada en la escuela, fui a esta fiesta, llevada por el teniente escolar, con quien tenía amistad. Como aquí todos los que tienen ovejas, bailan y toman junto a la cancha de los animales durante la noche, también me embrocaron harto trago, a la fuerza, y este teniente liso, con qué maleficio me habría dado el trago, pues al poco rato caí totalmente borracha. Mis pies y mis manos estaban como muertos; no podía accionar, mi boca también se amarró, no podía hablar. Ya cuando estaba bien de noche, todos cantaban borrachos, y como no había quién me cuidara, me cargaron como a costal de papas a la choza de otro corral. Allí me hicieron la maldad y conocí cómo eran los hombres; eso fue cuando ya iba a dos años y más, desde que empecé a enfermarme de mi sangre.

Cuando me llegó mi sangre por primera vez, estaba asustada, llorando. Porque desde que tengo uso de razón, soy como el qolla que, al ver su sangre se pone furioso y grita. Y como esa vez empezó a salirme sangre de la nada sin dolerme, yo estaba asustada y no sabía qué hacer, hasta pensé que iba

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a dar un parto. Porque meses antes, en la chacra, un cholo liso me quiso jalar dentro de las chacra, "ven", diciéndome.

Yo pensé, entonces, que, a lo mejor, así se quedaba embarazada; porque cuándo salió mi hermana, de mi mamá, las dos estaban llenas de sangre. Como ya iban a tres días que, sin que me note, me regaba con sangre, llorando le avisé a mi mamá:

-Así me está saliendo, -dije.

Ella ni caso hizo a lo que le conté; sólo me dijo que eso era mi menstruación. Ya preguntando a la amiguita de mi hermana mayor supe qué cosa era eso de la menstruación.

Estando en la casa de la señora María, aparecí embarazada. Ellos no notaron mi barriga hasta los siete meses, porque pensando que me iban a botar, siempre estaba con mantón y amarrada con faja. Pero como no comía a gusto y mi barriga estaba rara, una noche, cuando planchaba la ropa, esta señora se me acercó y me dijo:

-A ver.

Descubrió la faja. Entonces, empezó a preguntarme de quién era y cómo había sido. Yo sólo me ponía a llorar. Así durante cuatro días, me estuvo preguntando:

-¿De quién es? ¿De quién es? ¡Habla!

Yo no abría la boca para nada. Como en cuatro días no hablé ni una palabra, esta señora empezó a sospechar llorando:

-Como no quieres avisar será, pues, de mi marido.

Así, ya al quinto día, avisé. Y le hicieron llamar a Eusebio. Cuando vino a la casa, la señora le dijo:

-Lisura, te habías burlado de mi casa, está embarazada y tienes que casarte, si no te mandamos a la cárcel.

Y Eusebio dijo:

-Sí, me voy a casar.

Así pasaron dos meses; yo continuaba en esa casa. Pero una noche llegaron los dolores del parto, cuando todos habían ido a un matrimonio; yo sola me quedé al cuidado de la casa y como nunca faltaba ropa para planchar en la noche, estaba planchando y ahí empezaron mis dolores. A un principio dije:

-Serán los dolores de siempre.

Pero no era así, los dolores aumentaban más y más, hasta tumbarme al suelo, donde me retorcía de dolor. Esa noche no había ni un alma en la casa, sólo el perro de la casa antes de que empezaran mis dolores aullaba. Eso habría sido, pues, mal agüero. Esa noche, por mí ya me estaba yendo a la otra vida, retorciéndome de dolor. Pero gracias a las almas benditas, salió la huahua y eso fue como si me hubieran sacado una aguja pinchada del cuerpo. Pobre angelito, estaba gritando, entre mis piernas, ahogándose con mi sangre. De mis siete partos, ése fue el más feo. Seguro que esa noche ya

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pagué una parte de mis pecados, pues no podía levantarme y todo mi cuerpo estaba pesando como piedra, con el dolor. No había con qué cortar el cordón mubilical; entonces, agarrándolo con toda mi fuerza, lo arranqué como se arranca una pita. Cuando estaba en este trance, entró -seguramente al escuchar mis gritos- una paisana de Anta, que era la portera del primer patio. Ella me ayudó, dándome un matecito.

Así fue mi primer parto, hasta que vino ese mi marido, ya a los dos días, para cargarme a su cuarto, en Santa Ana, donde empezamos a vivir.

El trabajaba como chiflero, llevando mercaderías a los pueblos: ropa, agujas, botones, hilos, cuchillos, ojotas de llantas de carro, que él mismo hacía. El viajaba y yo me quedaba en el cuarto. Así todo estaba bien al principio. Cuando nuestro hijo Marianito iba a cumplir un año, le dio una tos muy fuerte, hasta matarlo. Tuve que hacerle enterrar yo sola, porque él estaba de viaje con mercaderías, por el lado de Yanaoca, y llegó ya después de una semana del entierro de nuestro hijo. A partir de entonces él cambió totalmente, empujado por las mujeres que conocía en los pueblos a los que viajaba. Empezó a emborracharse y a pegarme, diciendo que yo había matado al angelito. Desde esa vez, nuestra vida ya no era igual. Cuando él seguía viajando, yo también ya me había hecho conocer como lavandera, y así me ganaba para mi barriga, porque él no me daba ni un centavo, ni me hacía ver la plata que ganaba. Estando así, tuve mi segundo parto; esa vez la huahua fue mujercita, que también se murió antes de cumplir un año. Seguro que le daría viento, porque lloraba sin parar. Así la llevé al hospital donde me dieron seis pastillitas para que le hiciera tomar diluidas en mate de manzanilla; pero no le hizo nada. Más bien, cuando terminó las pastillitas, se murió llorando, por eso, hasta pensé:

-¿O me habrán dado veneno?- diciendo.

Cuando murió esa huahua, tampoco él estaba con nosotros. Estaba de viaje, por el lado de Ayaviri, donde compraba las mercaderías.

Desde esa vez ya no era como mi marido, era como visita, llegaba y se iba con su negocio. Y como me quedaba yo sola, mientras viajaba, me empleé de cocinera en una picantería, en la cuesta de Santa Ana. El no viajaba solo, tenía un compañero que también era chiflero; en esta chichería empezaron a llegarme más cuentos, de que él y su amigo eran unos mujeriegos, y en cada pueblo que llegaban se emborrachaban. Para eso cada vez que llegaba de sus viajes me celaba y me pegaba como a su peor enemiga. Así, una vez, cuando llegó del lado de Paucartambo, me avisaron:

-Tu marido está borracho en la esquina.

Así, derecho me fui a nuestro cuarto. Cuando llegué al cuarto, él y su amigo estaban cantando borrachos y al verme parecía como si hubiera visto su veneno, pues empezó a celarme y a pegarme, y su amigo chiflero, en vez de atajarme, le animaba:

-¡Dale más, carajo! ¡Dale más, carajo!

Me pegó hasta que esté totalmente cansado. Por las patadas que me dio, aborté nuestro tercer hijo, cuando ya iba a tener cinco meses. Si este su amigo chiflero me atajaba, me salvaba. Pero Dios es justiciero; este malvado ha tenido mal fin. El era del lado de Limatambo, se llamaba Donato Mayta y vivía solo con su mamá, como cuidante de un canchón en Almudena. Así, mientras él viajaba, la viejita que era ya de edad avanzada se quedaba sola, al cuidado del canchón. Para carnaval viajó

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con chinerías, él solo, como nunca, al lado de Yauri. Pero no sabemos si fue por las lluvias o por lo que se emborrachaba, que no regresó del viaje cerca de un mes. Cuando este pobre regresó del viaje después de cerca de un mes, cargado de mercaderías, su mamá ya no estaba viva; su casa estaba apestando hasta la puerta a carne podrida. Dice que cuando abrió la puerta de su cuarto, su mamá estaba muerta, tirada en el suelo, totalmente agusanada, y unos ratones se la habían estado royendo de los pies. Donato, al ver esto, asustado, desde los pies hasta los cabellos, se puso a gritar y a reir a carcajadas. Así se volvió loco. Cuando éste ya estaba caminando por las calles, loco, llegó una hermana que había tenido en Limatambo; desde esa vez qué habrá sido de él. Habrá muerto así loco o lo habrán curado, porque a los locos, dice, se les cura haciéndoles tomar caldo de cabeza de perro negro, sin sal.

Desde que pasó esa desgracia a Donato mi marido Eusebio no tenía compañía para los viajes; dejó de salir a los viajes, cerca de un mes, pero en cambio me desafiaba:

-¿Para qué sirves, carajo? Yo no quiero a una perra que sólo sabe ladrar en mi casa. ¡Sirve para algo, carajo!

Diciéndome asi, me jaloneaba de los cabellos. Pero yo habré sido zonza para recordar en ese rato, lo que me dijo mi patrona, la señora María Pérez:

-Si te has metido con este hombre, como mujer cristiana, al lado de él tienes que morir o vivir.

Así dejé mi empleo de la cuesta de Santa Ana y salimos de viaje, cargados de las chiflerías, a Ocongate. De aquí a Paucartambo; de Paucartambo nos pasamos a Urcos, de donde empezamos a caminar pueblo tras pueblo, ofreciendo nuestras mercaderías, hasta Sicuani, donde llegamos a casi un mes de viaje, ya sin nada de mercadería. De Sicuani nos fuimos en tren hasta Santa Rosa, donde compramos de unos conocidos de él: polvo, cintas labradas, pañuelos;

todo esto era boliviano y su conocido era contrabandista. Cuando ya teníamos todos los bultos, nos fuimos con otro chiflero más, a pie, por las lomas de Yauri. Aquí, cuando en menos de una semana, la mercadería estaba por terminarse, mi marido empezó a emborracharse y a gastar plata como enseñado. Yo estaba alojada en la casa de unos conocidos que había tenido; aquí pasé hambre. Cuando él se emborrachaba ya dos semanas, un día, en la casa donde estábamos alojados, conoció a un carretero ayavireño que había sido capataz en la construcción de la carretera Puno-Arequipa, quien le dijo:

-Te daré trabajo, serás mi pasatiempo.

Y él aceptó. Entonces nos alistamos para ir a ese trabajo; ya sin mercadería salimos de Yauri a Santa Rosa. Pero yo empecé a sufrir en las caminatas, ya tenía cinco meses de embarazo y mi barriga ya estaba empezando a hincharse. En Santa Rosa tomamos el tren, hasta más allá de Juliaca. Aquí el tren nos dejó en una estación, desde donde caminamos a un campamento cerca de una laguna. Muchos trabajadores vivían con sus mujeres y sus hijitos, pero hacía mucho frío y el viento corría como cuchillo. Por eso sería que las casas del campamento eran unos huecos en el suelo, tapados con calaminas. A nosotros también nos dieron uno de esos huecos para vivir, y así empezó a trabajar, no como pasatiempo, sino como peón en la construcción de un puente. Cuando terminaron el puente, pasaron a otro lugar, más lejos del campamento, para hacer cunetas y otro puente chiquito. Hasta allí teníamos que llevar el almuerzo todas las mujeres a nuestros maridos, sin hacer caso al viento que soplaba.

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Cuando ya iba a ser más de tres meses de trabajo en este campamento un día llegó orden para que la cuadrilla donde estábamos nosotros, se trasladara más lejos. Esto era ya cerca a Arequipa. ¡Ay Dios mío! ¿por qué pecados habrá sido esto? Fue justo cuando mi barriga ya iba a reventar. Pero así fuimos en tren, toda la cuadrilla, que era como de cincuenta peones. Este tren nos dejó en una loma; de ahí pasamos a otra loma, donde iba a ser el campamento. Desde esta loma ya se veían las chacras de Arequipa. Este campamento era nuevo; no había ninguna choza; el capataz repartió calamina y los peones empezaron a construir sus chozas, con paredes de piedras. También nosotros hicimos nuestra choza; los trabajos empezaron al segundo día de nuestra llegada. A las dos semanas, nació mi Martina. Este parto fue fácil, no sufrí mucho, probablemente debido a las largas caminatas.

Durante el tiempo que trabajó, no supe exactamente cuánto ganaba. Pero en esos campamentos siempre había un almacén donde había de todo: víveres, ropa. Y se podía sacar, a cuenta del jornal, lo que se necesitaba, y también hasta el campamento unos vendedores o taytas traían de todo: carne, papas, maíz, para vender a precio barato. Había de todo para cocinar. Cuando después de mi parto, ya estaba sana, empecé a cocinar, dando pensión a cinco peones, almuerzo y comida. Ya no estaba como antes. Con los centavos que me ganaba, ya tenía para mis gastos y dejé de estar mirando los bolsillos de él. Así estábamos bien, de lo mejor: yo hacía mi negocito y él trabajaba, todo bien. Yo, al ver que estábamos juntando unos realitos entre los dos, estaba muy contenta. Pero, de un día para otro, mi esposo cambió del todo, como embrujado. Empezó a tomar con frecuencia. A un principio siempre trataba de ir al trabajo, aunque fuera borracho, pero después, como su borrachera avanzaba, empezó a faltarse. Al último ya no iba al trabajo; pasaba los días borracho, gastando la platita que estábamos juntando y para eso el campamento, después de unos meses, se convirtió en un campamento grande, donde nunca faltaba trago.

Cuando íbamos a estar allí, ya más de un año, él desde hacía meses, ya no trabajaba; sólo yo hacía mi negocito, dando de comer a mis pensionistas que se aumentaron de número, ya al último llegó la orden para trasladar nuevamente el campamento, sólo en tres días, esta vez cerca a Arequipa. Y como él ya no trabajaba y todos le conocían de borracho, ya no le dijeron nada, porque de borracho le daba diablos azules y todavía era pendenciero y peleandero. Cuando este campamento estaba totalmente vacío, nosotros fuimos los últimos en salir. Cojimos el tren y nos vinimos al lado de Juliaca, con nuestra única carguita de ollas y platos. De la vida que pasé en este campamento, ahora que han transcurrido tantos años, digo: !Qué inútil habré sido yo! Haber estado en Arequipa y no haber entrado siquiera a conocer sus calles. Eso es ser inútil. Si hubiera entrado a conocer Arequipa esa vez, ya hubiera tenido por lo menos para que hable ahora a los hijos de mi hija Catalina, de que conozco Arequipa.

III

Pero así es: por los pecados que hay en este mundo, pasar la vida en esta vida, es sufrir. Aunque todos los hombres, desde la simple polilla diminuta, hasta el feroz puma awki de las montañas o hasta el árbol más grande o la insignificante yerba que se arrastra por el suelo, todos, desde los tiempos de nuestros antiguos abuelos, sólo somos pasajeros en esta vida. Pero nuestra alma, que es nuestro espíritu, no desaparece. Así también el alma de los antiguo ñawpas, como también de nuestros familiares y conocidos no han desaparecido, están viviendo la otra vida, en el ukhupacha o

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en el hanaqpacha. Allí se descansa de los sufrimientos de esta vida de llanto y no falta nada. A la otra vida sólo pasaremos al morir, todos los que vivimos en esta vida, y nuestra alma sólo saldrá de la otra vida el día del Juicio, en busca de nuestros cuerpos. Ese día del Juicio, todas las almas de esta vida nos presentaremos en cuerpo y alma ante nuestro Señor del Hanaqpacha, para ser juzgados. Y cuando nos estén juzgando, seremos como reos de un tribunal de audiencia: allí, nuestros cuerpos, ante Nuestro Señor, aparecerán transparentes como cristales de vidrio, si es que en esta vida hemos sido hombres de buen corazón y si nuestros corazones están llenos de maldades, nuestro cuerpo no será transparente; será opaco, lleno de manchas, como cristal oscuro. Así seremos juzgados ese día, por Nuestro Señor de acuerdo a los buenos o malos actos que hicimos en esta vida. También hay condenados en la otra vida.

Cuando dejamos esta vida, nuestra alma se presenta ante el Señor; aquí él destina dónde debe ir nuestra alma, hasta el juicio. Si un alma en esta vida se ha ensuciado haciendo el pecado que ofende a Nuestro Señor, es destinado a regresar a esta vida, de condenado. Estas almas que han ensuciado su cuerpo en vida, haciendo el pecado con su madre o con sus hijas o pegando a sus padres, ésos son negados, no pueden ni acercarse a Nuestro Señor. Por eso dicen hasta en las habladurías, que para uno que ha hecho el pecado con su madre o con su hija, no hay sitio ni hasta en el infierno. Así al volver de la otra vida, estas almas recogen su cuerpo del lugar donde se les ha enterrado. Por eso, cuando las familias del alma saben de su suciedad, antes de enterrarlo, le repelan sus cejas y sus pestañas, le arrancan, desde la raíz, las uñas de los pies y con ichhu le tuestan los pies y las manos. Así lo entierran de bruces, de espalda al Padre Sol, poniéndole sobre la espalda una pesada roca. Así impiden que el condenado, regresando a su tumba se lleve su cuerpo. Ahora, a la persona con quien ha ensuciado su cuerpo el alma, sea su hermana o su madre, la cuidan desde el rato del entierro, encerrándola dentro de una habitación llena de cruces, hasta los ocho días, ya que durante estos días puede volver el condenado, queriendo llevársela en vida a la persona con quien hizo el pecado.

Cuando llegamos a Juliaca estaba sola ya tres días, pasando hambre, cargando a mi huahua y mis ollas amontonadas; porque él, al siguiente día que llegamos a Juliaca, se encontró con su amigo que era carretero del primer campamento, que también estaba despedido y con éste su amigo se perdió. Posiblemente para tomar. Ya a los tres días, apareció borracho todavía:

-Nos vamos a la mina, -diciendo.

Era cierto lo de la mina. Al día siguiente empezó a alistar el viaje, compró un primus marca cóleman con sesenta soles, con el dinero que había tenido todavía del capital de las chiflerías. Yo también vendí tres de mis cuatro ollas, así usadas, en el mercado de Juliaca: con eso compramos media arroba de azúcar, un galón de aceite de comer y otro galón de kerosene. Todo esto era nuestro bulto para el viaje. Así viajamos en tren hasta más allá de Ayaviri, de donde caminamos por unas lomas, durante tres jornadas de caminata, hasta que llegamos a esa mina, que estaba cerca de Santo Tomás, en la cordillera, donde también había un pequeño campamento, en el que vivían quizá cuarenta a cincuenta familias. Aquí nos dieron una choza para nuestra vivienda.

Así, mi marido Eusebio entró a trabajar. Al segundo día regresó diciendo que lo habían destinado al socavón, de barretero. Desde ese día, de lo contento que estaba, iba y regresaba del trabajo, todo aburrido. Empezó a maltratarme de nuevo, me carajeaba y se descontentaba con la comida que cocinaba hasta me echaba la comida a la cara:

-Mujer, perra, carajo; cocinas como para tu perro. ¡Toma, carajo, trágatelo!

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Así me lo echaba a la cara.

Seguro su trabajo era pesado, para que él esté aburrido, porque el pobre siempre regresaba todo mojadito, jalando una linterna de carburo. De aquí lo cambiaron, después de meses, a carretillero, para sacar desmonte del socavón. Cuando él estaba de carretillero en esta mina, nació mi hijo Ubaldito, pero a las dos semanas le dio el viento y murió. Como me seguía maltratando y yo vi a varias mujeres que trabajaban de pallaperas en la mina, al ver esto, yo también fui a emplearme. Aquí los peones sacaban en baldes y carretillas el cobre en pedazos de roca; estas rocas, ya afuera, otros peones las chancaban con grandes combos hasta desmenuzarlas, y las mujeres llamadas pallaperas eran las que escogían el cobre, haciendo montones de copre de primera y cobre de segunda. Cuando fui a pedir trabajo, el capataz me aceptó para que yo también fuera pallapera. Así empecé a trabajar escogiendo mineral. El trabajo era descansado, porque se escogía sentada, pero uno tenía que estar todo el santo día, ya peleando con el frío, ya con la lluvia, ya con la nevada. Con esto no más se sufría. La vida que pasé en esta mina fue un engaño, pues una trabajaba mes tras mes, pero nunca llegaba el pago completo. Si una ya tenía dos meses trabajados, sólo le pagaban un mes. Así, el que quería irse, siempre tenía que esperar el pago, y seguir trabajando, pero nunca llegaba completo el salario, de modo que aquél que se iba de la mina tenía que dejar dos o tres meses trabajados gratuitamente. El pago a los peones era de tres soles veinte centavos por día, sin dominical; el de las mujeres era de un sol cincuenta centavos también por día, sin dominical. El mineral que trabajábamos lo cargaban unos arrieros, en costalitos, en unos cincuenta a sesenta caballos y mulas hasta la punta de carretera; yo no sé dónde sería eso, pero decían que estaba a unas dos jornadas de la mina.

La vida en esta mina, para todos, era sufrimiento. Se trabajaba y no había plata. Aunque había bastante recado para cocinar en las comunidades cercanas a la mina. Todo el tiempo que estuve en la mina, nos pasamos comiendo carne de llama, que no faltaba. Por eso, en mi parecer, no es de cristianos que, aquí en la ciudad, la gente misti desprecie y tenga asco a una carne tan rica. En esta mina también había un pequeño almacén para poder sacar víveres, azúcar, sal, arroz, a cuenta del jornal, además otros vendían trago, que nunca faltaba.

En esa mina estuve cerca de tres años porque allí han nacido mis hijos, dos varoncitos, uno llamado Ubaldito y el otrito que nació muerto. En esa mina, a las mujeres nos ocupaban de pallaperas cada vez que necesitaban, y también nos despedían cuando el capataz quería. El resto del tiempo que una estaba desocupada, no podía hacer ningún negocio, ni siquiera teniendo pensionistas, porque todos estaban con sus familiares. Así era la vida en la mina.

Desde el día que me junté a este hombre para mí todo era llorar y sufrir, como si hubiera sido una hija natural negada, vivía con mi cruz que era mi propio marido. Si no me celaba, me maltrataba peor que a su enemiga a muerte. Además nunca me hacía conocer lo que ganaba, se olvidaba totalmente de mi barriga, y para qué hablar ya de mi ropa. Nuestra hija Martinacha también ya estaba grandecita, y no se acordaba tampoco de ella, que siempre estaba sin ropa, toda harapienta, como chiquita sin padre y sin bautismo. Así era él como un fantasma para mí y para mis hijos. Si él me hubiera cuidado cada vez que estaba embarazada, mis hijos no hubieran muerto como han muerto, en mala forma. Hubieran estado ya jóvenes, seguro trabajando y viéndonos. Como vivir a su lado era bien feo, y era mi marido sólo para celarme y maltratar mi cuerpo, pedí protección a las almas benditas de mi padre y de mi hermano, para separarme de este mal cristiano. Y dije:

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-¿Cómo puede ser la vida para no separarme del lado de un hombre, si tengo manos, pies, boca para hablar y ojos que miran? ¿Acaso soy una inválida? ¡Si estas manos hacen la cocina!

Pensando así, me vine de su lado, abandonando la mina y a mi marido.

El día que salí de este calvario, era ya cerca de navidad, un día en que los arrieros alistaban la carga de mineral; para venirme, sólo tenía veinte soles ocultados, y en otros viente soles prendé el primus en el almacén. Alisté mi fiambre, que consistía en moraya sancochada y carne de llama hervida. Asi, mientras él estaba en el socavón, de barretero, me vine tras los arrieros, sólo cargada de un poco de fiambre y de mi huahua Martina; tras estos arrieros vine hasta cierta parte, porque ellos desviaron al lado de Yauri, con todo el cargamento de mineral. Yo me fui con otros viajeros, hacía Santa Rosa, y de allí me vine en tren, directo al Cusco, salvándome así de este mi marido.

Al llegar al Cusco, en la picantería de una señora Chihuantito, en Huanchac, me empleé de cocinera. Cuando toda contenta y tranquila trabajaba en esta picantería, nació mi hija Catalina, que es sietemesina. Ella es la única hija que vive de entre todos mis hijos. De la mina vine seguramente ya embarazada de tres o cuatro meses. Es así que a los meses di a luz a Catalina. Cuando vino a esta vida, era una noche que yo cocinaba en la chichería de la señora Chihuantito. Estaba en el fogón, haciendo hervir el agua en grandes ollas, para preparar la chicha. Ya cerca del primer canto del gallo, empezaron los dolores, esos dolores yo ya los conocía. Cuando aumentaron los dolores, agarrándome de la pared del fogón y abriendo mis piernas me puse de cuclillas. Cuando, en medio del dolor, estaba pujando, lloriquendo salió la huahua; sin que me diera cuenta, ya estaba gritando entre mis piernas. Entonces, la puse sobre un cuerito y a su lado me eché. Pero los dolores me seguían; ya al amanecer salió, con dolor más fuerte, la placenta. Ya de día, vino la dueña de la chichería. Cuando vio que estaba con huahua, se puso alarmada:

-Entonces... ¡No has hecho la chicha! - diciendo.

Pero, me dio matecito y bañó a la huahua. La huahua era para asustarse; era muy chiquita y parecía un montoncito de seda que se iba a descomponer al tocársele. Su cabecita era más blanda que la papaya madura. Así la bañaron y bien envuelta en trapos, porque no tenía pañales, la acomodaron al lado del fogón grande:

-Aquí no le va a hacer frío, -diciendo.

Allí este angelito durmió un día, dos días; hasta tres días estuvo durmiendo; no lloraba ni lactaba y como no lloraba ni lactaba, de vez en cuando la miraba:

-¿O se habrá muerto? -diciendo.

Pero seguía respirando aunque difícilmente; así estuvo durante varios meses y así completó su crecimiento. Pero cómo es el destino: quienes miraban a mi pobre hija, decían:

-Esta huahua va a morir.

Pero por la voluntad de nuestro Señor, siendo plato de la muerte, la ha desafiado. Ahora, es la única hija que nos ve y es nuestro consuelo.

Ya irían a tres años que yo vivía junto a mis dos hijas: Martina, que era ya grandecita e incluso ya hacía mis mandatos, y Catalina que ya estaba hablando bien. En eso, ese hombre maldecido y

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negado (si con esto ensucio mi boca, que Nuestro Señor me perdone) mientras yo estaba en la cocina, estaría cateando a la chiquita que, cuando ésta salió a la calle, con qué engaños se la habría llevado para dejarla de muchacha en la casa de una mestiza, por Santiago, que había sido su comadre, desde su pueblo. Así su padre me robó a mi hija Martina una mañana cuando ella salió a la calle. De su pérdida me di cuenta ya por la tarde y como no aparecía hasta de noche empecé a asustarme: Qué le habrá pasado, diciendo. Y esa noche, llorando dónde no he ido a preguntar por ella: a la comisaría, al hospital. En Huánchac, creo que pregunté a todas las casas, que aquella vez no eran muchas como ahora. Así desapareció, como en milagro, y no había ninguna noticia sobre ella, ya por espacio de tres días. Yo ya estaba caminando como loca, al ver que no había ninguna noticia; pero al cuarto día me llegó un encargo de su padre Eusebio, indicándome que mi hija Martina estaba con él. Seguro, este condenado también estaría observando lo que buscaba a mi hija, por eso, al verme ya mal, mandó ese encargo.

Desde ese día no supe nada de mi hija. Cuando ya iban a ser dos años desde su pérdida, me llegó la noticia de que mi hija había viajado junto a esa señora, a un lavadero de oro en la selva de Quincemil, donde el marido era contratista. Allá, seguro por el calor, le dio el mal de anemia, pues inmediatamente despues de su regreso había sido internada en el Hospital Lorena. Asi, como estaba botada, sin que nadie la visite, a las dos semanas le habían contagiado la viruela. Así murió Martina con anemia y viruela, sin que nadie la vea. Esta su patrona, desde el día que la había internado en el hospital, nunca más había vuelto a preguntar por ella. Asi, solita, murió sin que nadie la vea; tampoco nadie vio su entierro y seguro que esos empleados de la morgue la botaron a la fosa común. Así, feo, murió mi Martina, por culpa de su padre. Si él no me la robaba, ella siempre hubiera estado a mi lado y hasta ahora me hubiera estado acompañando.

Después que me pasó esto con mi Martina, mi marido tuvo todavía cara para ir hasta San Jerónimo, a decirle a mi mamá:

-Siquiera por la Catalina que vive, quisiera amistarme con la Asunta, mamá suegra.

Cómo la habrá convencido, haciéndole tomar trago. Pues mi mamá vino hasta el Cusco, a decirme que debía seguir viviendo al lado de mi marido, para no estar sufriendo sola. Entonces le dije a mi mamá:

-Mira bien, mamá. ¿Acaso tú sabes cómo este hombre me celaba y me maltrataba? Lo que es yo, no vuelvo a amistarme con él, ni aunque me paguen una hacienda, porque ése es mi cruz en vida.

Creo que esa vez, después de conversar esto mi mamá se regresó. Años después, serían tal vez cuatro o seis años, cuando ya vivíamos años con Gregorio, unas amistades me contaron que el padre de mi hija Catalina, andaba borracho, día tras día, pidiendo plata como limosnero en las calles de Sicuani. Así, en lo que estaba andando borracho, un día había aparecido muerto bajo el puente de Sicuani. Así había muerto. El, que ha sido tan malo conmigo en esta vida, qué será de su pobre alma. El ha muerto cargado de sus pecados, sin perdón.

IV

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Mi hija Catalina, de huahua, era muy enfermiza y tenía que pasarme todo momento atendiéndola. Por ello, la dueña de la chichería en Huánchac, empezó a aburrirse y me puso mala cara. Entonces tuve que conseguir otra chichería para emplearme. De esa forma me fui a la picantería "Chuspi Cárcel", de la señora Mercedes, en Puente Rosario. Allí estaba ya un buen tiempo, quizá unos dos años, haciendo chicha y cocinando extras. Entonces la casa de Gregorio quedaba cerca a esta picantería y él dice que desde antes siempre iba a tomar chicha. Y desde que aparecí, me estaba mirando cómo era, porque había notado que yo no tenía marido. Así un día la dueña de la picantería se enfermó, y no fue varios días: quedé sola atendiendo a los caseros. Uno de esos días que estaba sola se presentó Gregorio y me invitó un vaso de chicha, con eso yo me puse a conversar no sé de qué. Pero así armamos amistad, y desde ese día, él venía todas las veces y siempre trataba de invitarme chicha. Así fue creciendo nuestra amistad, a veces ya nos bromeábamos y cogimos confianza. Gregorio, esa vez, para mí y para mi hija Catalina, nos llevaba como regalo, pasteles y chicharrones. Pero desde el día que nos pusimos a vivir, ya no hubo pasteles ni chicharrones. Cuando cogimos más amistad, él me dijo, un día:

-Pídete permiso, iremos al Corpus de San Sebastián.

Entonces pedí permiso a la dueña, para ir a San Jerónimo. Pero ese día no fuimos ni a San Gerónimo ni al Corpus de San Sebastián, porque me llevó a una picantería de Almudena, donde creo que comimos dos o tres platos. Esos platos estaban mal cocinados, no estaban aderezados en su punto, pero los chicharrones sí estaban buenos, por eso, muchas veces, le digo en broma:

-Tú me has engañado haciéndome comer dos platos mal cocinados.

A Gregorio, desde antes y hasta ahora, le gusta bastante los chicharrones. Por eso siempre he querido criar un chanchito, aunque aquí no se puede; se necesita campo. Así, una vez traje una chanchita que compré en el baratillo; la tenía bien amarrada en la puerta de la cocina. Cuando ya estaba grandecita, esa chancha arrecha, se había soltado y se hizo pisar con un auto.

Aquella vez que Gregorio me invitó, en esa picantería, después de comer me hizo tomar dos o tres caporales de frutillada, y después chicha con cerveza. Yo sólo con eso, estaba totalmente borracha. No soy mujer borracha, de ésas que toman con su marido, hasta no poder y después se pelean. Las veces que tomo, mi cuerpo se pone como de una muerta, es como si yo fuera piedra amontonada. Así, seguramente, estaría esa vez; por eso, esa noche, él me cargó directamente a su casa para dormir a su lado hasta el día siguiente. Así pisé la casa de este mi marido por primera vez. Después de esto fui todavía a la picantería de la señora Mercedes, pero ya fue por pocos días, porque Gregorio me decía:

-Pídete licencia y vente aquí vamos a vivir, para eso ya eres mi mujer.

¡Y yo, a ver, hacía todo lo que me decía para ponerme a merced de este hombre, como una zonza! Así volví a pedir licencia por tres días. Y ese mismo día parece que me vine jalando a mi hija que va era grandecita, con mi cama y todo, pues eso era lo único que tenía: mi cama y mi hija.

Para qué, sería hacer renegar a nuestro Dios, si hablo en falso. No, eso no se puede hacer. Para qué, aunque Gregorio nos ha pegado muchas veces, a mí y a mi hija, hasta botarnos de la cama en fustanes bajo la lluvia, noches enteras: pero con él estamos bien, aunque peleando e insultándonos. A mi hija también desde el primer día la ha visto siempre con preocupación. Ahora mismo dice: "Mi hija". También lo que ha trabajado siempre ha sido para nosotras. Cuando empezamos a vivir, él ya

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estaba trabajando, como barredor en la fábrica Huáscar. Por eso él decía, a veces, como un alabancioso:

-Carajo, yo huascarino, aunque gano medio, pero seguro.

En esta fábrica trabajó unos años más hasta que se habló de que la fábrica iba a cerrar: En lo que estaba murmurando "la fábrica va a cerrar", Gregorio se puso preocupado; un tiempo después la cerraron siempre. Cuando cerraron la fábrica nosotros seguíamos viviendo en Puente Rosario. Durante el tiempo que estuvo en la fábrica, yo paraba más en la casa, cocinando, pero siempre iba a la picantería de la señora Mercedes a ayudarla, a fin de que me diera sut'uchi, para mis gallinas y cuyes que empecé a criar. Desde el día que vivo con Gregorio, siempre tengo gallinas y cuyes. Cuando él dejó la fábrica, sólo a veces trabajaba en alguna construcción, y como lo de las construcciones es trabajo que termina siempre, empezó a pasarse los días buscando trabajo. Así, desde aquella vez se quedó sin trabajo fijo; iba a un lugar a ofrecerse de peón, lo rechazaban; en otro sitio le recibían por una semana, o le decían "regresa a la otra semana", o "a la otra quincena ". Cuando pasábamos así los días, conté a unas amistades, mi marido está así, diciendo. Ellas eran clientes de la señora Mercedes y chupi qhatus en el mercado central, a quienes dije:

-Yo también, aquí no gano; sólo me pagan en sut'uchi para mis animalitos.

Entonces me dijeron:

-Si tú sabes cocinar bien, ¿por qué desde mañana no cocinas alguna cocita? y nosotras te daremos un campito a nuestro lado para que vendas tu comida.

Desde el día siguiente, ya no fui a la picantería, sólo envié a mi hija Catalina, que ya era grandecita, para que ayudara en algo. Pero su pago en sut'uchi que le habían dado, era menos de la mitad que me daba a mí. Yo fui al mercado de Cascaparo esa mañana, sólo a ver la sección de comidas, para saber cómo estaban cocinando. Comí un plato de tarwi-uchu y soltero. Al ver cómo era el negocio de las comidas, yo regresé animada, pensando en convertirme en cocinera de picantería, en negociantera de comidas. Empecé a alistarme, durante tres días, para ir al mercado con mi olla de comida. No tenía buenos platos, estaban totalmente desportillados y llenos de soldaduras; por eso me presté de mi comadre Rosa Salas, tres platos de fierro y dos cucharas. Yo no se qué más hice, pero a los cuatro días fui cargando mi olla. Cuando aparecí en el mercado, mis amistades me llamaron y haciendo un campito entre las dos, me colocaron junto con mi olla.

La calle constituía la plaza, no había carpas ni mesas para vender. Así, todas las cosas para vender estaban en el suelo; la plaza siempre estaba llena de gente, hasta pasadas las doce. Ese primer día, no vendí ni siquiera un plato, hasta pasadas las doce, ya después dos runas que parecían ser peones, comieron cuatro platos. Luego vinieron cinco o seis personas que, creo, eran viajeros; pero no había platos para servir y tuve que prestarme de mis amistades. Estos viajeros comieron a un plato y cuando me pidieron aumento ya no alcanzó para todos; esa vez el plató de chupe costaba ochenta centavos: al ver que la olla de comida que llevé esa vez había sido sólo para dos vendidas, mis amistades me dijeron:

-¿Ves? ¡has empezado con suerte! Para mañana cocina en otra olla más grande.

Así empecé a cocinar en otra olla de mayor capacidad, esos dos peones que habían almorzado el primer día, empezaron a frecuentar todos los días y se volvieron mis clientes y comenzaron a llevar

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a otros peones y, al último, me dijeron todo formales:

-Cocina sólo para nosotros.

Desde ese día ya no iba al mercado por la mañana, sino ya cerca de las doce, calculando la hora del descanso de mediodía. Pero, como no falta la envidia desde que los cristianos aparecieron sobre la tierra, y crece de día y de noche en todas partes, aún sobre la cara de nuestro Dios; a mis amistades, al ver que yo tenía mis caseros fijos todos los días para la comida que cargaba al mercado, empezó a crecerles la envidia y comenzaron a aburrirse conmigo, por lo que iba al lado de ellas, y ya no querían prestarme platos ni cucharas, cuando me faltaba. Entonces, desde días antes, a todos mis caseros que ya eran como mis pensionistas, les decía:

-De este lugar me voy a ir, me están teniendo envidia.

Y les señalaba un lugar al canto de la sección comidas. Así pasaron estas cosas, cuando empecé a vender comidas, pero gracias a las almas ya estaba de alivio con el negocio. Como no había trabajo fijo para Gregorio, él también, desde esa vez empezó a cargar:

-El trabajo de la calle es seguro.- decía Gregorio.

Pero, desde el día que hice negocio, hasta ahora, ya no es todo para la espalda de Gregorio. Pues yo también hago chorrear algunos centavos para nuestros estómagos.

Cuando todo estaba bien con el negocio de las comidas, un día fueron los empleados del Concejo, todos uniformados como guardias, y empezaron a pedir licencia municipal. Yo no sabía qué era eso de licencia municipal y seguí yendo a vender. Hasta que un día esos mismos municipales, requisaron nuestras ollas y platos. Los que tenían papeles (documentos) sacaron sus cosas del Concejo, pagando multa, y como yo, aquella vez, no tenía ningún papel, no pude sacar mis ollas ni mis platos, hasta hoy. Aún siento pena por mis seis platos de fierro, ésos cuestan. Después que pasó esto, seguí yendo a vender comida, a ocultas de esos perros municipales. Pero un día, seguro por castigo de las almas, me hice coger. Fue un día que, después de llegar no más, estaba esperando la presencia de algún casero; de un momento a otro, un municipal apareció por la esquina y ya no había tiempo para escapar con la olla. Este municipal me dijo:

-Carajo ¿Eres sorda? ¡So gran puta india! ¡Pun - Pun! Pateó la olla de comida y pisoteó mis platos que eran de puro tiesto; al ver toda la comida en el suelo y los platos rotos, me puse a gritar pidiendo auxilio, de cólera y odio para el municipal, unas mestizas, que pasaban por allí, dijeron: ¡Abusivo!

Que Dios me perdone, en ese rato, con la sangre hirviendo de puro odio, quería matar a ese municipal. ¿Qué le hizo la olla a ese cristiano para que la patee? ¡Nada! ¿por qué no me pateó a mi? Cuando pasó esta cólera, ya no volví al mercado. Ya también iba al campo a recoger pasto para cuyes. Esto lo vendía al atardecer, justo cuando empezaba la noche, en una de las esquinas de Limacpampa. A esa hora salían hartas mujeres a vender pasto para cuyes; para eso no había atajo.

En puente Rosario, desde el día que me fui al lado de Gregorio, vivíamos tranquilos. Era una casita que Gregorio había hecho cuando vivía todavía con su mujer Josefa, que ahora es alma. Estaba en un canchón donde vivían solos, pero al lado había otro canchón donde vivía un soldado. La mujer de este soldado era una arrecha pendenciera que, desde el primer día que me vio, como si yo le

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hubiera quitado su soldado, se hizo mi enemiga. Así empezaron los interminables días de pejeas e insultos. Con esa mujer, la menor cosa era razón de pelea. Me hacía escuchar indirectas sobre cualquier cosa, y yo le contestaba con un insulto más grueso y terminábamos peleando a arañazos y jalándonos de nuestros cabellos. Pero eso sí para una arrecha pendenciera, yo también soy más pendenciera; pobre misticha era como la polilla, puro bulto, sin nada de fuerzas. Por eso exaltada de cólera, muchas veces, agarrándola de los cabellos, la arrastraba por los suelos, diciendo entre mí:

-Con esto escarmentará.

Pero nada; era más lisa, como perra enferma. Muchas veces, por ese motivo hemos llegado al puesto de los guardias a pasar quejas. Aunque de esta casa yo no quería irme, pero un día Gregorio se asustó de un mal que me dio por la cólera. Mi lengua se hinchó hasta llenar mi boca y no podía ni hablar, ni pasar la saliva. Entonces Gregorio me llevó, estando enferma todavía, a otra casa en Coripata, y ya aquí sané de ese mal que era, dice, envenenamiento por colerina. Esa casa también era otro canchón, donde ahora están las casas de los militares. Era una choza que Gregorio había arreglado; por esa casa él tenía que estar, todos los domingos, trabajando en todo, a las órdenes de la dueña, que era una señora de voz gruesa, como de hombre. Esta señora, porque Gregorio no fue un domingo, nos hizo desocupar su choza, y tuvimos que irnos a una barraca que Gregorio había conseguido en Dolorespata.

Ya cuando vivíamos aquí en Dolorespata, nos hemos casado con Gregorio. El ya había vivido con dos mujeres, pero las dos habían muerto, por eso cuando me enfermé con colerina, estaba asustado, y su compadre Leocadio le dijo:

-Compadre, si tu mujer va a vivir a tu lado bendecida, no va a morir, cásate.

Entonces, como yo no era casada con mi anterior marido, ni él era casado con ninguna de las mujeres con las que había convivido, ambos dijimos:

-¿O podemos estar bien si nos casamos? Bueno, recibiremos bendición.

Así pensamos para casarnos. Todo en mi matrimonio fue bien. Y entre las cosas que más recuerdo, es lo que Gregorio me anda diciendo:

-Mujer de sesos de barro.

La vez que conseguimos nuestros padrinos, fijamos una fecha para el día del casamiento, pero se postergó por mí, tres o cuatro meses, porque no podían entrar los rezos a mi cabeza y eso que me enseñaban todos los días.

Después que me casé, volví al negocio de las comidas en el mercado de Huánchac, donde actualmente sigo trabajando, y aquí también tengo mis clientes fijos; ellos son los mecánicos de primus y los empleados barrenderos del mercado. A ese mercado empecé a ir desde que nos botaron de la barraca de Dolorespata. Esa vez que nos desalojaron de allí, arrojando nuestras cosas, seguro por compasión al verme llorar, un señor gringo me dijo:

-Anda vivir galpón,- diciendo.

Ese galpón quedaba en medio del papal. Aquí nos acomodamos por unos días. Ya después arreglamos esta casa donde ahora vivimos, que entonces estaba toda caída. Coripata aquella vez era

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chacra.

El mercado de Huánchac era pequeñito; ya después lo agrandaron. Cuando estaban agrandándolo a la pampa, empecé a ir a hacer mi negocio. Por eso soy antigua y todos me conocen. Aquí también, un tiempo después de mi establecimiento pidieron licencia a los que hacían permanentemente negocio. Cuando pidieron licencia yo tuve que sacar mi papel de matrimonio, pero aquella vez que quería sacar ese papel, los padres del Convento no encontraban nuestros nombres en el libro. Todos los días iba a preguntar, pero ellos decían: no hay, no aparece; así hasta acabar con la paciencia de los padres, iba a preguntar día tras día, cerca de dos meses, y al último, los padres, aburridos, como cansados de verme todos los días, me dieron mi papel de matrimonio. Con esto saqué licencia para vender y me dieron mi carnet de sanidad. Por lo que vendo todos los días en el mercado, tengo que pagar sisa al Concejo, dos soles cincuenta centavos, diario.

Antes iba todos los días al mercado con el negocio de comida, pero desde hace cuatro años voy sólo los martes y los viernes. Ahora ya no resulta el negocio, todos los recados están por los cielos y muchas veces no hay ganancia. Los días que no voy al mercado con el negocio de comida, me dedico a comprar botellas de las tiendas de mis conocidos aquí en Coripata y en Santiago. Unas veces con Gregorio, otras veces voy sola al botadero, a buscar botellas y fierros. Es trabajoso, van también otros y se busca a la quita-quita, y hasta hay peleas el rato que llegan los carros basureros con su carga; aunque depende de la suerte encontrar más cosas. Las botellas que compro y las que recogemos con Gregorio, las lavamos bien, con ace y escobilla, y las vendo en el sábado-baratillo. Una botella, a veces, se vende hasta en cuatro soles. Ahora si yo tuviera plata o capital, haría negocio de ropa, comprando ropa usada de los doctores para venderla en el sábado-baratillo. Veo que eso tiene salida y se gana, aunque yo no puedo hacer porque no tengo educación y mi fuerza se está muriendo, arrinconándome en mi casa, y me estoy moviendo poco.

Así estos últimos tiempos, después de haber dormido bien toda la noche, me levanto sin fuerzas, con las piernas y los muslos totalmente cansados, como si durante la noche hubiera caminado leguas y leguas. Seguro que mi espíritu alma ya empezó a caminar, porque faltando ocho años para morir, nuestras almas empiezan a caminar recogiendo la huella de nuestros pies, de todos los lugares por donde hemos caminado en vida. Así nuestra pobre alma se detiene infinidad de veces para penar en los lugares donde, por algún descuido, pudimos haber hecho caer al suelo una aguja de coser. Por eso la aguja, al coser o al zurcir, se debe manejar con cuidado. Así, seguro mi alma ya empezó su peregrinación, por eso mis piernas amanecen cansadas no más.