Gorditas a la carta

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CAPÍTULO 1

Si las miradas mataran… y el pasado

pudiéramos eliminarlo de un soplido…

Elena caminaba a paso ligero por la avenida. Era hora punta y

todos salían de trabajar. Giró repentinamente para dirigirse a la

panadería. Si. Una barra de pan para hacerse esa noche un bocadillo

para la cena. Y lo que sobrara, como siempre, se lo daría a la vecina,

que una vez a la semana hacía torrijas y le regalaba un platito con

ilusión.

Entró en la tienda y pidió la tanda. Casi le tocaba a ella, cuando

entró una mujer con dos niños. Al verla chilló con alegría.

—Elena!!!!!!!

—Hola Clara —se sobresaltó la susodicha alegrándose de la

visión— Dios mío, hace años que no te veía.

Clara era una compañera de escuela, hacía mas de cuatro o cinco

años que no coincidían.

—¡Qué bien te veo Elena! —la miró de arriba abajo— Estas gordita

pero preciosa.

¡Ya empezamos! pensó Elena mirando a la casi esquelética Clara.

Había sido la Top-fashion de la clase. Y siempre iba a la moda del

momento. Asistía regularmente al gimnasio: en él habían coincidido

ocho años atrás durante un tiempo. Luego perdieron contacto. Elena

cambió de trabajo, su marido se fugó con la delgada mujer de la

limpieza y tras una depresión de órdago, zanjó su vida sentimental y

decidió empezar una nueva vida sin pareja.

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—Tú estás tan bien como siempre —dijo cumplidamente Elena,

mientras se volvía para pedir una barra de pan— Una de medio por

favor—. Habló a la dependienta— o mejor una chapata — corrigió.

—Se diría que has dejado la dieta. —rió Clara benévolamente.

Elena sintió que le empezaban a rechinar los dientes. Cambió de

tema antes de que saliera de su boca una frase ofensiva.

—¿Son tus hijos? —miró hacia los dos niños.

—Si. Rubén de tres años y Saúl, de once.

—¡Qué guapos! —sonrió Elena acariciando la cabecita del pequeño.

—¿Y tú? ¿No tienes hijos?

—No, todavía no.

—Pues se te va a pasar el arroz. Tenemos la misma edad Elena.

Dile a tu marido que le de caña al asunto —rió de su propio chiste.

—No estoy casada —mencionó mientras pagaba el pan y cogía la

barra para irse lo antes posible.

Finalmente Clara le había amargado el día con los dos comentarios

claves: “gordita pero preciosa “, y “se te va a pasar el arroz”. Apenas

se despidió rápidamente, con la vista nublada por agua sentimental.

¿Por qué la gente tenía tan mala leche? Se preguntó mientras se

ponía las gafas de sol y retenía un puchero. ¿Es que no tiene

sensibilidad?

Era septiembre, hacía menos de un mes que había cumplido

treinta y ocho años. Estaba soltera y sola. Tenía muchos amigos y

amigas. Su vida era estable y feliz, pero no tenía hijos ni marido.

Vivía al día y pesaba veinte kilos más de lo que los cánones actuales

establecían.

Y todo iba bien. Pero de vez en cuando se encontraba con

personas como Clara que le hacían acordarse de lo que no tenía y la

melancolía se cernía sobre ella durante días. Entonces lloraba, y

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quería cambiar todo su mundo. Preguntándose cuando podría

escuchar esos comentarios sin que le dolieran.

Elena llenó la basura de bombones, chocolatinas y pastas dulces. Y

por… “taitantas vez” inició una dieta. Con un té y una tostada en el

estómago, se fue al parque a dar a las palomas el pan que guardaba

para las torrijas y luego se fue al cine a ver una película romántica.

De regreso se compró una revista de alimentación natural y vio un

anuncio de talleres alimenticios de fin de semana.

Dos horas después ya había reservado plaza.

Cinco horas más tarde hacía las maletas.

Y con dieciocho horas más, estaba de camino a una casa rural, en

no se sabe donde, para compartir cuarto con no se sabe quien, donde

le impartirían un curso de cocina Light energética un profesor

seguramente extremadamente delgado.

—¿Y qué tal el seminario de alimentación equilibrada? —preguntó

Marisa a Elena el lunes siguiente mientras se tomaban el primer café

de la mañana.

—Largo —susurró Elena después del primer sorbo.

—Este miércoles mi Paco tiene una cena de empresa. —continuó

Marisa con mirada inquieta y voz casual— Lo mejor es que van las

esposas —lanzó una risita tonta.

—Qué bien —dijo Elena mecánicamente.

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—Y su compañero Pablo no tiene pareja y me ha dicho Paco que si

te apeteciera acompañarnos sería estupendo. Así seríamos cuatro. —

finalizó rápidamente.

—Es decir, que es una invitación con segundas. —carraspeó

Elena— Una cita a ciegas.

—Más o menos. —se disculpó Marisa— Pero te prometo que no es

como el último. Éste es normal…. Quiero decir —corrigió rápido— que

es un soltero muy agradable. Dentista como mi marido. De nuestra

edad. ¡Y hasta es guapo! —miró ilusionada a su compañera de

trabajo— Yo lo he visto un par de veces y me ha hecho reír. Es bueno

con los niños y muy trabajador.

—¿Y por qué no consigue pareja que le acompañe a una cena de

empresa? —indagó mientras pensaba si añadir o no azúcar al café

que era terriblemente amargo y malísimo.

—Ya te he dicho. Es muy trabajador. No tiene tiempo para buscar

pareja. Es un buenazo. Estoy segura que te lo pasarás

estupendamente.

—Claro. ¿A que hora es? —puso finalmente dos sobrecitos de

azúcar para poderse tomar el líquido oscuro.

—A las ocho. Te recogemos a las siete y media porque es mejor

estar temprano.

—Bien. —Elena miró de reojo la puerta de entrada.

Marisa siguió su mirada y apuró el café.

—La jefa llega tarde hoy. ¿Nos tomamos otro?

—Prefiero trabajar —dijo definitivamente Elena yendo a su mesa al

lado de la ventana.

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Embutirse en un vestido estrecho para parecer mas esbelta fue un

error. Lo único que consiguió fue deshacer las costuras y darse

cuenta de que no podía estar tres o cuatro horas conteniendo la

respiración y aguantando barriga.

Resopló, mientras la faena de quitarse por la cabeza el estrecho y

elegante disfraz, se convertía en una titánica tarea.

Con las medias puestas y en sujetador negro, fue al armario a

revolver el vestuario.

Un vestido negro de gran escote y mayor vuelo, fue el escogido.

La verdad era que ese traje era el más usado de la historia. No sabría

que hacer si hubiera alguna vez una segunda cita.

Se lo puso con conformidad y con un aire de desastre en su

mente. Como si todo fuera una película que se repetía una y otra

vez: el mismo vestido, una cita a ciegas, una cena aburrida o como

mucho una ilusión que pronto se rompe. Y por consiguiente, ya no

hay una segunda cita. Fin de la historia.

Cuatro años usando esa tela elegantemente simple. A un mínimo

de 5 citas anuales propiciadas por su amiga Marisa, más otras dos

planeadas por Luisa, y una que otra hecha por su amigo Beto.

—Aquí estoy de nuevo —dijo mirándose al espejo. Aun sin

maquillaje tenía unas facciones muy agradables. Su madre siempre le

decía que era guapa. Ojos grandes y de un color miel claro que a

veces resultaban de un amarillo imposible. Nariz pequeña y recta y

boca grande de labios generosos. Dientes blancos y ligeramente

grandes.

Sus grandes pechos formaban un valle prometedor semi-cubiertos

por la tela negra. Bajo los senos, una cinta de terciopelo que se ataba

a la espalda. Desde ahí, la tela caía sin forma, cubriendo su cuerpo

hasta debajo de las rodillas. Sus veinte kilos de excedencia, ocultos

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bajo un vestido de otra época. Siglo y medio atrás, se hubiera

encontrado en su época ideal.

Se animó para cambiar su semblante tristón. Se hizo un recogido

sencillo en la nuca y se pintó los labios de un rojo intenso para

contrastar con el vestido.

Se enfundó unos zapatos de tacón rojos y un bolso a juego del

tamaño justo para meter las llaves y un pintalabios y regresó al

espejo.

—Ya no puedo hacer más. El resto corre por tu cuenta Diosito —Se

dijo mientras oía el timbre del interfono.

Paco no dijo ni “mu”. Pero Marisa frunció el ceño cuando reconoció

el vestido.

—Por Dios, Elena, ¿cuando vas a cambiar tu vestuario? Pon un

poco de tu parte.

—Marisa, sabes que me hice una promesa. No compro otro traje

de noche hasta que tenga la garantía de una segunda cita. —contestó

entre dientes.

El trayecto en coche fue corto y en un pesado silencio solo roto por

Paco que, en aras de la paz, intervino y comenzó a hablar de la cita

de Elena.

—Tiene cuarenta y cuatro años. Es Escorpio. Dentista como yo.

Especialista en niños. Un nuevo socio de la empresa. Soltero. Un tipo

agradable. No conoce a mucha gente en la ciudad. Acaba de llegar.

Después de una descripción tan halagüeña se preguntó que le

habrían dicho al dentista perfecto sobre ella.

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No indagó. Si la cita seguía en pie era una buena señal.

—Tienes una dentadura casi perfecta —le dijo el dentista

perfecto— cuando sonríes se pueden observar los colmillos de un

tamaño algo exagerados. Tienes boca de vampiresa. —rió el mismo

su propio chiste— Si fueras actriz te contratarían para hacer ese

papel y lo bordarías. —hizo un gesto vampírico, amenazante mientras

siseaba— Aunque tu madre debería haberte llevado a un dentista y

que corrigieran con aparatos esos dos colmillos para que no se vieran

tan perversos.

—Vaya, nunca me habían dicho que parecía una vampiresa. —

Elena tomó un poco de vino mientras miraba a lo lejos un lugar

donde esconderse. Menuda mierda de cita. El tipo no sabía hablar de

otra cosa que no fuera su profesión y su única obsesión era

convencerla de que, aún a su edad, unos aparatos dentales podrían

corregir esas pequeñas imperfecciones.

—Tener colmillos aviesos no convierten a una mujer en vampiresa,

—dijo el estúpido innecesariamente— tienes cara de buena.

—Disculpadme, voy al tocador —dijo Elena mientras se levantaba

sosteniendo la respiración.

—Te acompaño. —se apresuró Marisa a seguirla.

Todavía no habían llegado al lavabo de señoras cuando Elena ya

estaba despotricando.

—Es un tipo horrible. Acaba de insultarme y no se ha dado ni

cuenta.

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—¡Tranquila Elena. Tranquila! —Atravesaron las puertas y se

sentaron en ambas sillas de terciopelo rojo que se hallaban al frente

del gran espejo que abarcaba todo el tocador.

—No me lo puedo creer —decía Elena mientras abría la boca y se

miraba los colmillos en el espejo— ¿No encontrasteis un gilipollas

más grande?

—Lo siento. La verdad es que el tipo es algo pedante. Pero creo

que es muy tímido y le falta práctica en los diálogos con las mujeres.

—Puedes apostar a que si. —sacó la barra de labios y la abrió—

¿Nadie le ha dicho a este neandertal que no se liga a una mujer

resaltando sus defectos? Lleva toda la noche hablando de las

maravillas de su profesión y la otra media de las excelencias de una

prótesis dental que quiere meter en mi boca. No me he sentido peor

en mucho tiempo.

—Está nervioso. Pero es muy guapo. —intentó meter baza Marisa.

—Por favorrrrrrrrrrrrr! —canturreó Elena— No es normal. Es joven,

supuestamente heterosexual, y lo único que quiere meterme en la

boca en un aparato dental. Esta cita es un desastre.

—La cena ha estado bien. Las croquetas del aperitivo estaban

deliciosas.

Elena miró con cara de malas pulgas a su compañera de trabajo.

—Esta es la última cita que me preparas. Voy a volver a esa mesa,

me voy a comportar, y dentro de… —miró su reloj— media hora, vas

a encontrar una excusa para que nos larguemos, porque sino, la

encontraré yo. —se pintó los labios agresivamente— Y que conste

que no me voy ahora porque soy educada y no quiero hacerte quedar

mal. Tu marido trabaja con ese asno.

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El cabreo le duró días.

Días que usó para renovar proyectos y…. Tirar toda su ropa vieja.

En realidad tiró prácticamente toda su ropa de más de un año. Leyó

alguna vez que eso era un modo de dejar claro al universo que tenía

una evidente intención de cambiar su vida.

Cambió los muebles de sitio, cosa difícil en un pisito de dos

habitaciones, y se deshizo de libros, y adornos varios.

La consecuencia fue un saneamiento de espacio y un ataque de

compras del todo necesario para tener que ponerse sobre sus curvas.

La tarde del martes, cuando salió del trabajo cerca de las cinco, se

convirtió en carrera con el feliz final de la tienda de tallas grandes del

centro. Sería la segunda vez que compraba allí. Por lo general iba a

grandes almacenes, pero en un arranque de aceptación literal de su

estado, decidió ir donde seguro podría encontrar trajes de su medida.

La tienda constaba de dos plantas. La de abajo tenía ropa

deportiva, ropa interior y demás suplementos. La de arriba, trajes y

piezas variadas. Era un comercio muy completo. Atendido por un mini

ejercito de dependientas minis.

¿Quién diablos aconsejaría a los dueños de la tienda para contratar

a mujeres de talla infantil para un mercado de tallas grandes?

Definitivamente el mundo era un absurdo.

Empezó por la ropa interior. Y luego, con ya una docena de piezas

cómodas, más que sexys, subió a las alturas para agrandar su

guardarropa en algo más que dos tejanos y varios jerseys de

invierno.

La mujer que corrió a atenderla era amable y tenía ganas de

complacerla. Con paciencia le proporcionó su talla en varias piezas:

tops, faldas, y pantalones. Elena pasó a los probadores mientras la

dependienta se ocupaba de otra clienta.

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Tras seleccionar unas cuantas piezas. Elena salió de cuarto y se

dirigió al mostrador, satisfecha con lo decidido. Fue inevitable que se

fijara en el único hombre de toda la planta. Parecía un Dios griego.

Moreno. Mejor dicho, morenísimo. Con una piel también morena y

unos ojos azules vivaces bordeados por unas pestañas del largo del

Missisipi y una sonrisa “profident” de infarto. Oyó campanillas y

parpadeó mientras sonrió burlona por lo adecuado del sonido en un

momento de deleite mágico. Las campanillas venían de la caja

registradora que tenía al lado. Otra clienta pagaba sus compras.

Eso pareció despertarla. Volvió a mirar al hombre que se inclinaba

para besar en los labios a una mujer de dimensiones considerables.

Elena abrió la boca algo sorprendida. No era habitual ver a un adonis

de metro ochenta y que parecía recién salido del cuento de hadas de

turno, besarse con una mujer de metro sesenta, si llegaba, y talla 54.

Él se inclinó y la mujer miró hacia arriba para encontrarse a medio

camino. El beso fue sonoro en el silencio del local. Elena desvió la

mirada hacia sus alrededores para percatarse de que no era la única

que contemplaba la misma película.

—Te espero en el café de enfrente, amor —dijo una voz varonil

que completó el cuadro irreal.

—Tardaré un ratito —ronroneó la gatita del bombón.

—Bien, si cargas mucho mándame una llamada perdida y te ayudo

con las bolsas.

Joder pensó Elena. Esa frase es la que, definitivamente, hace de la

escena algo imposible. Seguro que había una cámara escondida.

Miró de nuevo alrededor mientras el caballero andante se largaba.

Suspiró volviendo al presente para decirle a la dependienta que le

cobrara.

La mujer del bombón se giró, caminando hacia el mostrador donde

ella se encontraba. Lucía una sonrisa de oreja a oreja y otra

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dentadura de anuncio dentífrico. De verdad parecía feliz. Sus ojos

brillaban, su rostro resplandecía y rezumaba satisfacción por todos

sus poros.

Un “nosequé” de envidia se coló por sus fosas nasales. Una envidia

sana, se entiende. Elena no pudo menos que corresponder a esa

sonrisa, que sin ser para ella en particular, la hizo sentirse cómplice

absoluta de su escena de gloria.

—Hola —dijo la susodicha llegando hasta Elena y la dependienta,

que sonrió con gesto estudiado de: “estoy aquí para atenderle y mi

sonrisa será mas sincera cuando vea el mondo de lo que se lleva

porque tengo comisión”.

Elena contestó otro “Hola” apenas susurrante, mientras miraba

embelesada el rubio teñido de la recién llegada, que enmarcaba un

rostro de duende y una expresión de “secreto” que hacía que

cualquier mirada que lanzara pareciera que era una conspiración.

—¡Qué bellezas te llevas! —canturreó mirando las piezas de Elena.

Elena podía haberse callado y sonreir simplemente. Pero una

corriente de aire invisible le dio en la nuca y las palabras acudieron a

sus labios como un torrente sin control.

—Estoy haciéndome un guardarropa nuevo. —explicó a la

desconocida con la misma voz entusiasmada de su compañera.

—Oh! —exclamó la aludida— yo también he venido con esa

intención. ¿Me ayudarías? —imploró con la mirada fija en Elena,

apenas unos centímetros por debajo, pues casi eran de la misma

altura— Por favor. Tienes un gusto maravilloso. Y bien sabe Dios que

yo convino de forma horrenda. Mi madre no me perdonaría que fuera

a visitarla con ropa de mal gusto. Solo un ratito. Unos consejillos.

—Bueno… —comenzó a hablar Elena siendo interrumpida por la

dependienta, muy al loro de la situación.

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—Señora, yo estoy aquí para ayudarla y aconsejarla en todas sus

compras —dijo solemne la comercial.

—Verá señorita —la miró atentamente la recién llegada— ¿qué

talla usa usted?

—La ….treinta y ocho ….. y a veces la cuarenta…. De vez en

cuando…. —contestó insegura la mujer.

—Claro. No se ofenda señorita, le agradezco su interés, pero no

me interesa la opinión de alguien que no usa una talla similar a la

mía y además su apreciación puede verse afectada por el hecho de

que está usted aquí haciendo su trabajo. En cambio ella no tiene

ningún interés adicional en que yo compre una pieza u otra y su

opinión puede serme de mucha utilidad pues tenemos mucho en

común — sonrió inocentemente a Elena— Por favor, dime que si.

—Bien. Será divertido. —se oyó Elena decir ignorando el gesto

adusto de la dependienta.

—Ok. Guarde las piezas de la señorita mientras me ayuda a

seleccionar mis ropas. —le dijo a la dependienta mientras arrastraba

a Elena hacia los colgadores de piezas multicolores.

Durante más de una hora, Carol, como se llamaba la clienta

potencial, se probó docenas de prendas. Desfiló cual modelo de

pasarela, con poses afectadas incluidas. Riendo, alborotando,

disfrutando. La dependienta se contagió de su alegría y corría arriba y

abajo con las prendas, ayudando a Elena a proveer material para el

espectáculo. Cuando Carol sugirió piezas sexys, la dependienta fue

rauda al piso de abajo para traer un montón de conjuntos de

sujetador y bragas que también se probó la modelo en ciernes.

Elena se lo pasó en grande. Incluso se olvidó de su vergüenza

ajena al ver a Carol desfilar en ropa interior. Era tan segura,

caminando con sus grandes curvas y excelsas carnes. Pocas veces

una gordita luciría tan bien, bella y sexy. Pensó Elena.

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Finalmente y a cinco minutos de cerrar, con el semblante contento

de la dependienta, añadida la felicidad de Carol con su vestuario

nuevo y a la contagiada Elena, fueron a caja a pagar.

La cantidad de cuatro cifras no hicieron pestañear a Carol, que con

una sonrisa permanente, pidió a la comercial que añadiera las piezas

de Elena a la factura. Tras el escarceo de Elena para impedir que le

pagara su ropa, venció el entusiasmo de Carol, que, además, mandó

un mensaje a su enamorado para que viniera a hacer de cargador de

paquetes.

—Y vienes a cenar con nosotros, —informó Carol mientras le daba

las bolsas a su paladín— faltaría mas. Después de lo que me has

ayudado. Mira amorcito, esta es Elena. Elena este hombretón es

Carlos, mi marido.

Elena fue a darle la mano, pero como el aludido las tenía ocupadas

con tropecientas mil bolsas, Carlos le dio dos sonoros besos en las

mejillas acompañados de su inevitable sonrisa “profident”.

Es más guapo de cerca pensó Elena. Y le pasó por la cabeza que,

el hecho de que estuviera tan pendiente de su “mujercita” podía

deberse a que ésta, era la que pagaba las cuentas. Ohhhhhhhh! Se

riñó Elena mentalmente. Que mala soy. Por qué pensar que un

hombre no estaría con una mujer como ella…. O como Carol, por

amor. Ohhhhhhhhh, si es que recordando a su ex, era fácil asociar el

interés villano. Frunció el ceño al recordar a su exmarido y sus

hirientes comentarios. De hecho, las últimas palabras como marido

que dijo fueron: “quiero el divorcio. Yo creo que ya he cargado

bastante con la vaca. Ahora quiero una flaca”.

—He reservado una mesa en “La forca del diablo”. —informaba

Carlos metiendo los paquetes en el portamaletas del Mercedes todo

terereno.

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Abrió la puerta caballerosamente para que entraran las dos. Su

esposa delante y Elena detrás.

Elena tuvo la sensación de que se había perdido algo. Como si

estuviera en una película de extra.

Mientras Carol explicaba entre risas el pase de modelos de un rato

antes, y Carlos hacía comentarios invasores medio en broma, Elena

se sintió muy cómoda, aunque con pocas ganas de hablar. Asentía

con monosílabos a las explicaciones de Carol y fingía que seguía con

el mismo entusiasmo del inicio. La verdad es que empezaba a decaer.

Como si todo hubiera sido un sueño que tenía fecha de caducidad

pronta.

En un abrir y cerrar de ojos, estaban en el restaurante. Carlos, con

ambas mujeres cogidas de cada uno de sus brazos, entraba en el

salón como si fuera un rey con su capa.

Elena lo miró y pestañeó al percatarse de una verdad como un

templo; ese hombre estaba orgulloso de llevarlas del brazo.

—¡Qué me aspen! —susurró casi atragantándose Elena— O es el

mejor actor del mundo. O…. me pido uno igual por Navidad.

—¿Decías algo Elena? —le preguntó Carlos inclinándose hacia ella,

como si la diferencia de altura hubiera impedido que escuchara las

palabras que había dicho en voz baja una Elena casi en estado de

flipe.

—Oh! Que este restaurante es precioso. —disimuló

correspondiendo a su exquisito gesto educado.

—A Carol y a mi nos encanta. Hacen unos pimientos asados

deliciosos.

—Siiiiiiiiiiiii —casi saltó Carol— y unos espárragos trigueros

flambeados con salsa de arándanos y queso brie que te catapultan

directamente al cielo.

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—Que tal si cenamos para que pueda subir al cielo también ella —

rió Carlos mientras las guiaba hacia la mesa que el metre les indicara.

Elena flotó hacia la mesa. Había empezado siendo un día de lo

más normal. Ahora caminaba hacia un “cielo” culinario. ¿Se podía

pedir mas para un Martes cualquiera?

Cárol y Carlos resultaron ser encantadores en más de un sentido.

Lejos de ser Carlos un cazafortunas o gigoló, era un inversor

multimillonario, tal como lo definió Cárol.

Elena vio rotos todos sus esquemas. Dejó de juzgar y se lanzó a

una amistad tan rápida como apabullante.

Y una cosa llevó a otra. Tras dos semanas de conocerse y tratarse,

convinieron en que eran almas gemelas y que el universo había

confabulado para que coincidieran y pudieran consolidar su amistad.

Mientras tomaban un té en el último piso del Corte Inglés, Elena y

Cárol hablaban de sus cosas en común.

—Pues insisto en que ese trabajo no explota todas tus

posibilidades.

—Bueno, soy una especie de secretaria y relaciones públicas. Mi

creatividad queda un poco mermada por las limitaciones económicas

de la empresa, pues es una compañía pequeña y familiar, pero me

tratan bien y es un trabajo cómodo.

—Ohhhhhhhhhhhh, Elena. La palabra “cómodo” es mortal por

necesidad. Dios me libre de la comodidad.

—Pues la verdad, Carol, desde que mi marido me dejó, he tratado

de construir una vida tranquila y sin sobresaltos. Y lo he conseguido.

Mi vida es algo monótona, pero estable.

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—Y aburrida —dijo Carol haciendo un mohín con la boca— No te

gustaría tener un empleo más... —hizo aspavientos con las manos—

más... no sé... más tú.

—Jajajaj, se admiten sugerencias —bromeó Elena. Luego, ya seria,

chasqueó la lengua— Verás. Tener un empleo fijo hoy en día es un

lujo. Arriesgarse a cambiar de trabajo a mi edad es una temeridad.

—Ni que fueras una vieja.

—Laboralmente hablando, no soy un crack, ni tengo una super

carrera, y mi currículo es de lo más normal.

—Verás, no estoy hablando por hablar. Ahora que te conozco sé

que lo que estoy pensando es una buena idea. Estoy por montar un

negocio. Yo viajo mucho por el trabajo de Carlos y necesito a alguien

de absoluta confianza. Pensaba contratar un abogado o administrador

y buscar un par de personas válidas, pero, he hablado con Carlos y

está de acuerdo conmigo. Deseamos proponerte que te asocies con

nosotros en esta nueva empresa.

—Me dejas sorprendida —dijo Elena con un ataque de ansiedad

que pudo disimular a duras penas— Estoy... pues no sé que decirte.

—Te explico y luego tú lo consultas con la almohada.

Elena escuchó con atención e ilusión.

—Hace menos de tres meses recibí una herencia inesperada de un

tío abuelo soltero. Ni sabía que lo tenía, así que fue del todo una

noticia que trajo un aire de novedad a mi vida. Este patrimonio, de

más de seiscientos mil euros, viene a dar vida a una idea que me

ronda desde hace años. La verdad es que Carlos hace tiempo que me

dice que me ponga a ello, pero por alguna razón siempre encontraba

excusas o no tenía ganas. Cuando llegué a Barcelona, hace

aproximadamente un mes, fui a varias fiestas, y me relacioné con un

montón de gente que tiene problemas para encontrar pareja. Todos

son solteros y solteras de éxito o profesionales tímidos o con falta de

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tiempo y ganas de ocuparse de sus vidas sentimentales. —hizo una

pausa— Una agencia matrimonial era mi idea inicial, pero ya las hay.

—sonrió con picardía— Pero me siento muy identificada con las

gorditas que por baja autoestima se esconden tras un vestuario

ancho, y que tienen miedo de no ser amadas como una mujer

delgada. Así que mi intención es crear una agencia dedicada

mayormente o prioritariamente a encontrar pareja a mujeres de

tallas grandes.

—Me dejas... me parece.... es un poco....

—Si, ya lo sé. Puede parecer una locura. Pero te asombrarías de la

cantidad de hombres que se sienten atraídos por mujeres gorditas.

Todo el mundo está demasiado influenciado por la publicidad que hay

sobre el peso perfecto y las medidas perfectas. Actualmente la falta

de seguridad en sí mismas de las mujeres con sobrepeso las aleja de

la felicidad y de los hombres que, aunque las encuentren atractivas,

se decantan por otras opciones por que son más accesibles o más

fáciles de abordar. Las gordas suelen ser muy recelosas y protegen

su ego con el típico y prudente ofrecimiento de amistad, y los

hombres, cómodos, aceptan ese estado y se lían con las otras que

dejan claro que buscan pareja, y no un amigo.

—Si, eso es verdad. Mis amigas gordas tienen muy buenos amigos

varones, pero todos se acaban liando con sus amigas.

—¿Y crees que es porque ellas no son atractivas? —casi se enfadó

Carol —Noooooooo, amiga, es porque dejan pasar su oportunidad por

miedo a ser rechazadas por ser gordas.

—¿Y como puede cambiar eso una agencia matrimonial para

gordas? —torció el gesto Elena.

—Fácil. Es evidente. —explicó Carol— El problema que tenemos las

mujeres gorditas es que creemos que no somos lo suficientemente

deseables, hermosas, o digamos, suculentas —rió la última palabra—

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para los hombres, que pensamos las prefieren de tallas, que se

suelen llamar “normales” —hizo el gesto de comillas con las dos

manos— Si en la agencia tenemos clientas gorditas y los hombres las

escogen y desean citas con ellas, es porque están dejando patentes

sus preferencias. Están escogiendo la opción libremente y cuando

ellas acuden a la cita, lo hacen seguras, con la autoestima bien alta,

pues esos hombres las prefieren a ellas.

—Bueno. Visto así, suena estupendo.

—Solo requiere una buena campaña de publicidad. Tener una

buena cantidad de clientas y los clientes llegarán solos.

—¿Y si no obtiene el éxito que esperas?

—Eso es imposible —rió— El éxito es seguro. ¿Sabes que cantidad

de gordas y gordos hay en el país?

—No —contestó curiosa Elena.

—Ni yo tampoco. Eso es algo que tengo que estudiar con más

detalle —dijo seria Carol mientras tomaba un sorbo largo de su té.

—¡Eres increíble! —rió escandalosamente Elena mirándola

sorprendida.

—Si. Lo soy —sonrió coqueta— o eso me dice mi marido.