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GOBIERNO DEL ESTADO DE VERACRUZ DE IGNACIO DE LA LLAVE
Cuitláhuac García JiménezGobernador del Estado
Eric Cisneros BurgosSecretario de Gobierno
Israel Hernández RoldánDirector General de la Editora de Gobierno
Octavo Concurso de Cuento Infantil 2018Categoría infantil y juvenilPrimer lugarTítulo de la obra: Un pájaro en la ventanaAutor: Alonso Castañeda AguirreDirectora de arte: Alejandra Palmeros Montúfar (Universidad Gestalt de Diseño)Ilustraciones: Joan Michelle Zurita Salazar(Universidad Gestalt de Diseño)
Primera edición: 2019ISBN: 978-607-8489-52-7
Derechos reservadosEditora de Gobierno del Estado de VeracruzKm 16.5 de la carretera federal Xalapa-VeracruzC.P. 91639, Emiliano Zapata, Veracruz, México
Impreso y hecho en México
Alonso Castañeda Aguirre
Joan Michelle Zurita SalazarIlustradora
Mi familia decidió pasar las vacaciones de verano en las montañas
chiapanecas. Al llegar a Chiapas, nos instalamos en una cabaña
ubicada en medio de una gran fauna y vegetación, propias de ese
hermoso estado.
Había plantas preciosas, árboles muy antiguos y hermosas aves
de distintos colores y tamaños, pero de entre ellos se destacaba un
pájaro hermoso y ancestral, de muchos colores y cola larga, majestuoso.
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Sí… era un quetzal, ave divina, asociada al mismísimo Quetzalcóatl,
“la serpiente emplumada”, y nombrado por los mexicas y los
mayas “dios del aire”, símbolo de bondad y luz. En varias
lenguas mesoamericanas, la palabra quetzal significa “sagrado”,
pero ese quetzal no era como los demás, tenía algo que
llamaba la atención. Además, su comportamiento era
muy extraño, sin mencionar que era el único por esos
rumbos.
Mi familia y yo nos adaptamos muy bien a la casa, ya que
se adecuaba perfectamente a nuestras necesidades, y todo
parecía excelente, pero… había un problema. La abuela
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Oralia, quien viajó con nosotros, sufría de Alzheimer, una
enfermedad que, mi papá me explicó, la hacía, a
sus ochenta y ocho años, olvidar sus recuerdos y
a sus seres queridos.
Por más que nosotros tratábamos de ayudarla
en su enfermedad, con terapias comprobadas por
médicos, como que escuchara música de su época,
como la vieja trova yucateca, sones y boleros románticos,
parecía que nada, pero nada, le atraía más que el enigmático
canto del maravilloso quetzal.
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En las mañanas, se podía escuchar al ave cantando y revoloteando
cerca del cuarto de la abuela, lo hacía con tanta emoción, como a
propósito, es más, parecía que le iba a cantar por alguna razón en
particular.
Había días en los que ella recordaba al abuelo Javier. Él fue un
hombre trabajador, humilde y honrado, nunca se dio por vencido y
logró sacar a mi mamá y a mis tíos adelante. Pero un día, a principios
de marzo, muy cerca de cumplir los noventa, falleció.
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Hacía casi cuatro años que mi abuelo había
muerto y todos seguíamos lamentando su
partida… pero más que nadie, mi abuela, quien
siempre decía que mi abuelo Javier era el único
recuerdo que le quedaba.
Un día, mientras desayunábamos y la abuela
todavía no bajaba, la escuchamos tratando de imitar el
canto del quetzal con chiflidos. Se oía con claridad cómo
ella chiflaba y él le respondía; en un momento pareció que
entablaban una conversación.
—¿No se han dado cuenta? —pregunté a mis papás que saboreaban
el café.
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—¿De qué, hijo? —respondió mi mamá.
—Parece que nada, pero nada, atrae más a la abuela que el canto de
esa ave.
—¿Hablas del quetzal? —dijo mi hermana pequeña, Constanza.
—¡Sí, exacto! —le contesté.
Mi papá intervino en la conversación:
—Pues claro que le atrae —expresó con firmeza—, como a
todos nosotros. Posee un canto hermosísimo, si no, ¿por
qué crees que es tan apreciado?
—Pero, papá —dije aclarándole—, no me refiero a
eso, sé que es un ave muy bella de la zona;
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me refiero a que hay algo en ese quetzal que
lo hace diferente a los demás.
—¿Y…? ¿Qué crees que sea ese “algo”? —me
preguntó haciendo énfasis en la palabra “algo”.
Un poco molesto, le contesté:
—Sinceramente, no tengo ni la más mínima idea, lo que quiero
decirles es que su comportamiento es diferente.
Papá rio con cierto tono burlón y dijo:
—Hijo, estás loco, los animales no son conscientes, solo actúan
por instinto.
—¡Pero yo le creo a mi hermano! —intervino Constanza—.
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Recuerdo un cuento de hadas muy bonito que me
leían…
—Hija, esto no es un cuento de hadas, esto es la
vida real. ¿Por qué tendría que estar relacionado el quetzal con
el comportamiento de la abuela, y ahora… esa locura del cuento de
hadas? —contestó mi padre interrumpiendo a mi hermanita.
—¡Pero, papá! —gritamos casi al unísono.
—Hijos —intervino mamá para mediar en la
discusión—, su padre tiene razón, no existe
tal cosa, son solo fantasías. Vamos,
apurémonos para ir a dar un paseo.
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No valió más insistencia de mi parte. Mi padre dio por terminada la
conversación con un determinante:
—¡Ya basta!
Constanza y yo salimos cabizbajos de la cocina, pero aún
pudimos escuchar a mi madre decir a papá:
—Los niños necesitan sus sueños.
Pero… ¡Vaya que mi padre no entendía razones! Porque solo dijo:
—Los niños lo que necesitan es madurar.
Recuerdo que una vez tuve un sueño con un quetzal. Un sueño
que ahora considero profético: me veía con toda mi familia,
excepto la abuela, en el bosque. Estábamos escuchando los
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cantos de todos los pájaros tan hermosos que había ahí, cuando, de
repente, un silencio sepulcral invadió el bosque; enseguida apareció el
ave mística, el quetzal, e intentando llamar nuestra atención, lanzó su
hermoso cántico. Yo enseguida volteé hacia él y sentí que empezó a
mirarme con una mirada muy profunda, una mirada que tocó el fondo
de mi alma.
En ese momento sentí como si el quetzal quisiera decirme algo
muy importante. Me impresioné mucho, pero la verdad, no
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tenía ni idea de qué era, de qué se trataba todo o por qué sentía su
mirada penetrar en mí de un modo tan fuerte; tal vez era algo que
solo yo entendería o un evento que sucedería a futuro, aunque de
una cosa sí estaba seguro, en lo que sea que fuere, tendría que ver el
quetzal.
Esa mañana, al despertar, salí exaltado de la cama, desayuné
demasiado rápido y, enseguida, fui a buscar al quetzal al mismo
sitio en el que siempre se encontraba, un árbol hueco cercano a la
ventana del cuarto de la abuela, un árbol en el que ningún otro
pájaro se atrevía a posarse. Ahí lo encontré con un ramo de flores
hermosas. Procuré verlo fijamente y descubrir algo en su mirada,
como en mi sueño, pero no pasó nada, a decir verdad, parecía muy
ocupado con el asunto de las flores. Entonces me sentí decepcionado,
sinceramente tenía mucha curiosidad por ver qué era lo que intentaba
decir. Claro, eso no me quitó el ánimo, yo seguí imaginando y haciendo
teorías sobre lo que él trataba de comunicarme.
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Cuando caía la noche y ya toda mi familia, y hasta el quetzal,
dormía, me ponía a pensar en lo que mi padre dijo: “los
animales no son conscientes, solo actúan por instinto”,
pero yo no creía que esto fuera instinto, parecía que él
era un ser racional y con emociones, como tú o como
yo, y sin importar quién me dijera lo contrario, yo
pensaría lo mismo, ya que lo vi, y aunque fue un
sueño, nada me haría cambiar de opinión, pues ese
sueño me perseguía como algo muy real.
Lo más extraño fue cuando, de la nada, cada día
comenzaron a aparecer flores en el cuarto de la
abuela, pero más extraño, supongo, era que nadie se
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percatara de ello, más que yo. Eran unas flores
hermosas, lo cual me recordó al quetzal, pero
no creía que eso fuera posible. Entonces, cada
mañana, las tomaba y las colocaba en un florero
que teníamos en el centro del comedor. Eran flores
silvestres, pero eran tan hermosas que no tenían el más
mínimo margen de error, de simetría perfecta, parecían casi
casi seleccionadas de entre las mejores del bosque y ninguna,
pero absolutamente ninguna, era igual a las del día anterior.
Le hablé a mis padres sobre eso, pero por alguna extraña
razón no percibían nada raro, parecía que con la única que
podía hablar sobre mis fantasías, casi imposibles, era con mi
hermana.
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Constanza tenía ocho años y era una niña en extremo inteligente y
bondadosa. Recuerdo que teníamos unas pláticas muy largas e
interesantes sobre cualquier tema que se nos ocurriera, además,
hacíamos un buen equipo para lo que fuera y, por esas mismas
razones, fue a quien decidí contarle mi sueño con el quetzal. Ella quedó
totalmente sorprendida, aunque ninguno se imaginaba el gran enigma
que teníamos frente a nosotros.
Al cabo de muchos días y con tantas flores en el jarrón, mi hermana
y yo decidimos investigar quién las dejaba en el cuarto de la abuela.
Pedimos ayuda a nuestros padres, pero se negaron; dijeron que
espiar a otras personas no era lo
correcto y menos si se trataba del cuarto de
la abuela. Fue entonces que supimos que lo
teníamos que hacer nosotros solos.
Llegó el día de realizar el gran espionaje. Nos
levantamos mucho más temprano que nuestros
padres y que la abuela, después, con mucha
cautela, abrimos la puerta del cuarto, y para
sorpresa nuestra, vimos al quetzal justo
cuando entraba por la ventana con un ramo
de flores silvestres. En ese momento, me
espanté tanto que di un brinco hacia atrás y,
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por accidente, tiré el portarretratos con la foto del
abuelo que se rompió en mil pedazos. El ruido
fue tan fuerte que despertó a la abuela,
la cual gritó y alertó a nuestros padres,
quienes llegaron y, al igual que nosotros,
se sorprendieron al ver al quetzal depositar
el ramo de flores justo sobre la mesita de
noche, a un lado de la ventana.
Cuando el ave se percató de nuestra
presencia, fue un momento impresionante,
algo mágico estaba a punto de suceder y lo
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Entonces tomó con el pico una
flor y se la entregó a la abuela Oralia.
Después, salió volando sin despedirse
de nosotros. Todos estábamos muy
sorprendidos, y yo ahora comprendía el
significado de mi sueño: eso era lo que el quetzal
quería decirme.
Luego de lo ocurrido, mis padres, con
lágrimas en los ojos, se acercaron a
Constanza y a mí para ofrecernos una
disculpa. Nos dijeron que lamentaban mucho no
sabía. En ese instante recordé mi sueño, cuando el quetzal intentaba
hablar conmigo y así fue como sucedió…
El quetzal mágicamente logró comunicarse con toda la familia, y lo
que nos dijo fue en verdad sorprendente:
—Los ojos de su abuela me recuerdan a mi amada esposa. Antes fui
un hombre y éramos muy felices juntos. Pero un día trágico, ella
falleció, dejando en mí una enorme pena. No supe cuánto lloré su
partida, lo último que recuerdo fue que intentaba ahogar mi tristeza a
un lado de su tumba en este mismo bosque, y caí rendido. Quedé tan
solo que, cuando desperté, ya no era yo. Era un quetzal.
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habernos creído antes solo porque éramos niños, que siguiéramos
soñando y que nunca dejáramos de lado lo más valioso de este
mundo, la imaginación.
Al día siguiente de todo lo sucedido –y suponemos que por la flor
que el quetzal le entregó–, la abuela recobró sus recuerdos. Nos
hablaba con tanta alegría que parecía dejar atrás la enfermedad y
volvía a ser la misma de siempre.
Entonces, mi familia decidió comprar esa casa en las montañas
y pasar ahí nuestras vacaciones de verano. Las flores aparecieron
todos los días que estuvimos en la casa de la montaña. Cada año,
al volver, el quetzal, tal y como lo recordábamos, seguía en el
mismo viejo tronco hueco, mirando hacia la ventana del cuarto de
la abuela, aguardando su llegada para poder observar sus
hermosos ojos color miel que tanto le obsesionaban. Parecía
no importarle el tiempo que esperara, lo único que la
majestuosa ave quería, era ver a la abuela ya recuperada y
más hermosa que antes. Y así fue cada verano, por muchos,
muchos años más.
Pero el día que la abuela nos dejó, jamás volvimos a ver
al quetzal.
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Un pájaro en la ventana de Alonso Castañeda Aguirre se imprimió en marzo de 2019 en la Editora de
Gobierno del Estado de Veracruz, siendo Gobernador del Estado, Cuitláhuac García Jiménez y Director
General de la Editora de Gobierno, Israel Hernández Roldán. Coordinación y edición: Víctor Manuel
Marín González. Cuidado de la edición: María Elena Contreras Costeño. Ilustraciones: Joan Michelle
Zurita Salazar de la Universidad Gestalt de Diseño. Formación y diseño de portada: Gladys Patricia
Morales Martínez. El tiraje consta de 300 ejemplares más sobrantes para reposición.