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GIMNASIO CAMPESTRE DEPARTAMENTO DE ESPAÑOL Y LITERATURA ANTOLOGÍA DE ENSAYOS SOBRE LITERATURA MODERNA DÉCIMO GRADO 2016-2017 Selección a cargo de Alonso Sáenz Montaño

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GIMNASIO CAMPESTRE

DEPARTAMENTO DE ESPAÑOL Y LITERATURA

ANTOLOGÍA DE ENSAYOS SOBRE LITERATURA MODERNA

DÉCIMO GRADO

2016-2017

Selección a cargo de Alonso Sáenz Montaño

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INDICE

i. Palabras preliminares

1. Los héroes de papel y el papel de los héroes, Joaquín Aguirre Romero

2. La búsqueda del presente, Octavio Paz

3. El Quijote y el arte nuevo, Milán Kundera

4. Cervantes y Shakespeare, Harold Bloom

5. Por qué se escriben novelas. Ernesto Sábato.

6. La decadencia de los dragones, William Ospina

7. Las Trampas del Progreso, William Ospina

8. Poesía y Poema, Octavio Paz

9. Antología de poesía moderna

10. Bibliografía

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Palabras Preliminares

Lo que somos en la actualidad está compuesto sin duda de encuentros

humanos, de accidentes de todo tipo, de nuestras miserias y nuestros éxitos,

pero también, en un grado inapreciable, en un grado inmenso, de los libros

que hemos leído, de los libros que se han convertido en nuestra propia

sustancia.

Albert Béguin (1901 – 1957)

Crítico literario suizo

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Los héroes de papel y el papel de los héroes Joaquín Mª Aguirre Romero.

El siguiente trabajo considera la figura del “héroe” como una propuesta en la que se reflejan las contradicciones de la crisis provocada por el

desmoronamiento de las estructuras sociales y del pensamiento en la modernidad. Nos proponemos analizar la figura heroica como sujeta a

transformación, como una entidad dinámica que acaba demostrando su propia imposibilidad de existencia. El héroe contemporáneo se diluye en

su propia contradicción teórica y práctica. Solo puede dar cuenta de sí mismo como fracaso en la medida en que la Literatura adquiere una función

crítica frente a la situación propagandística de la épica y la didáctica optimista ilustrada. La transición romántica, la heroicidad que se propone

desde el nuevo espíritu como forma de entender el mundo, fracasa y esto se refleja en la condición heroica que va pasando del héroe al anti héroe,

del líder al perseguido o fracasado.

1. El héroe como propuesta

El concepto de “héroe” puede ser entendido desde dos perspectivas: como una unidad de acción y como una propuesta de actuación. Desde estos

dos ángulos complementarios es posible realizar un análisis que nos lleve más allá del obvio protagonismo heroico. El aspecto que se vuelve esencial

es el carácter ejemplar de lo heroico: el héroe es una proposición, en los dos sentidos, una forma de actuación y una propuesta moral. La acción

es una forma de respuesta en la medida en que se actúa desde una motivación moral. El héroe actúa, en ocasiones, en contra de un estado del

mundo que se transforma con su respuesta. La modificación puede ser directa –el héroe que cambia el mundo– o indirecta –el mundo es cambiado

ante las acciones del héroe–.

Esta doble dimensión, accional y moral, es inseparable de la figura del héroe entendida como categoría ejemplar. La ficción no carece de sentido,

como ocurre con los acontecimientos de la vida, sino que es organización, “forma” (Gestalt), al servicio de una dimensión axiológica (valores).

Supone un intento de dotar de sentido al mundo y a las acciones que en él ocurren.

El héroe nos permite distinguir entre la función de la épica y de la lírica. El carácter egocéntrico de lo lírico, que hace del sujeto el centro de la

experiencia del sentimiento del mundo, se contrapone a la exteriorización épica de la figura del héroe, que sólo adquiere sentido mediante la

conversión en acciones de sus estados interiores.

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El yo épico se escinde así, para el juego narrativo, en un doble plano: el del conflicto interior, que es estado angustioso respecto a su posición en

el mundo, y la acción exterior que es igualmente un doble movimiento. El primero, de fuera adentro desencadena el choque, y se convierte en

elemento agonístico; y el de dentro afuera, una de cuyas manifestaciones más evidentes es la “furia”.

Planteemos un ejemplo, el de “héroe tranquilo”. El sujeto tiene unos valores que se traducen en un estado interior respecto al mundo. Es el hombre

manso, el que desea vivir en paz porque cree que es el estado deseable, el acorde con su naturaleza pacífica. Ocurren una serie de acontecimientos

violentos que ponen a prueba sus principios y, finalmente, ante la presión exterior, decide superar sus propios principios y tomar las armas para

restituir el orden primero.

La violencia que ha tenido que emplear ha supuesto un elemento trágico pues ha debido superar sus propios principios, actuar contra ellos, para

restituir un orden perdido. De forma trágica, el héroe adquiere su dimensión ejemplar cuando comprendemos que actúa contra sí mismo tanto

como contra los otros. Este mismo esquema de acciones y estados lo hemos podido ver en múltiples formas narrativas. En el campo

cinematográfico, en el clásico Shane (Raíces profundas), de George Stevens, en Straw Dogs, de Sam Peckinpah o en Unforgiven (Sin perdón) de

Clint Eastwood.

En la medida en que ponemos en marcha con la lectura procesos identificativos y proyectivos, empáticos, la funcionalidad del héroe y el esquema

de relaciones consecuentes que se articula a su alrededor se hace manifiestamente claro. Los procesos identificativos son mecanismos psicológicos

que se encuentran en la base de la narración y que determinan los resortes de la respuesta emocional.

Como puede apreciarse en momentos de nuestro desarrollo en que los mecanismos narrativos cumplen su función esencial de aprendizaje, en la

infancia, el niño establece unos intensos lazos emocionales con los personajes que configuran la narración épica. Las emociones de la épica heroica

no son las de la lírica, que no busca establecer un sentido exterior del mundo, sino un significado del propio yo a través de la exploración del propio

sentimiento. Ambas cumplen así funciones formativas complementarias a través de procesos empáticos distintos.

En este sentido, la épica cumple –y siempre ha cumplido– un papel social que no compete a la lírica. Esta última se ocupa de la educación

sentimental, mientras que la primera se centra en el campo de los sistemas de valores sociales, del orden y el desorden, para llegar de nuevo a un

estado restituido o sustituirlo por otro nuevo.

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Sobre estas ideas básicas intentaremos desarrollar las consecuencias que han tenido para nuestro desarrollo literario desde los cambios producidos

en la cultura occidental desde el siglo XVIII, momento en el que se surge con fuerza extraordinaria la novela moderna que se convierte en el

escenario de representación de los conflictos que se irán produciendo.

2. La juventud como momento heroico

Para que exista un héroe joven debe reconocerse primero el papel de la juventud, concederle la posibilidad heroica. Esto, que puede parecer una

obviedad, es sin embargo el punto clave de la transformación del paradigma heroico de la modernidad, el traspaso generacional.

Los sistemas basados en estructuras patriarcales niegan la posibilidad de un heroísmo juvenil (no hablemos ya infantil) porque el valor supremo

que ha de ser imitado es el de la figura paterna, sobre la que gira todo el entramado cultural. En la medida en que la heroicidad es una propuesta

axiológica que ha de ser asumida, ésta ha de provenir de la figura patriarcal: masculina y de edad madura.

Es en este sentido en el que la propuesta heroica prototípica es la figura del “rey”, en la que se encarna la paternidad social. Como categoría supone

la suma de los valores que han de ser respetados y asumidos complementariamente por los súbditos a los que se les propone e impone como

modelo. El papel de la juventud es la sumisión, el acatamiento permanente. En este sistema no se asciende sólo con la edad. La figura del padre

no se devalúa; sencillamente, se ramifica al dividirse el tronco familiar. El padre sigue ejerciendo siempre su autoridad sobre sus hijos. Los

descendientes tienen nuevos hijos sobre los que ejercerán ellos su propio dominio. Así se forman los clanes y toda la organización social.

En la obra, esencial para entender el funcionamiento del sistema patriarcal y su construcción simbólica social, Patriarca o el poder natural de los

reyes, de Robert Filmer (1588-1653), el autor justificaba la autoridad de los reyes sobre sus súbditos señalando que no provenía de los hombres,

sino de Dios, tal como venía de la Divinidad el poder del padre sobre su descendencia. El rey es una variante del padre divino y del humano; es el

creador de pueblos, como otros lo son de estirpes. Su autoridad es absoluta y exige sumisión total e irracional. La obediencia ciega de Abraham a

Yahveh es la misma que todo hijo debe a su padre. Filmer, entre sus argumentaciones, recuerda:

“La ley judicial de Moisés atribuía al padre pleno poder para lapidar a su hijo desobediente, lo que había de hacerse en presencia de un magistrado,

que no tenía, sin embargo, derecho a inquirí y examinar la justicia de la causa, y cuya presencia se había ordenado para evitar que el padre, en su

furor, matase repentina o secretamente a su hijo” (Filmer, 2010: 70).

El papel de la juventud como forma heroica se puede establecer sólo desde el momento en el que se rompe la estructura jerárquica y surge el

desafío. La literatura dará cuenta de ello como forma de mostrar esta ruptura generacional que va más allá de lo histórico circunstancial y se

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adentra en las cuestiones de las ancestrales relaciones familiares, en las estructuras primarias. La rebelión contra el padre tiene resonancias

luciferinas en la medida en que es el primer rebelde y el primer condenado a la expulsión. Los siguientes castigados y expulsados serán ya la pareja

mítica primordial, alejados del paraíso por su desobediencia. Salir de la senda del padre se paga caro.

La relación jerárquica oscilante entre rebeldía y sumisión será un esquema que contendrá el germen de una gran parte de los desarrollos dramáticos

y narrativos, que se irán intensificando con la aparición de los primeros jóvenes rebeldes, el movimiento de los Sturmers en Alemania, la puerta al

romanticismo.

En el prerromanticismo alemán se manifestarán ya sin ambages los movimientos de rebeldía juvenil que presidirán todo el desarrollo posterior de

la literatura y, con ella, de las artes narrativas que absorben sus estructuras y conflictos sociales y psicológicos. Los héroes del papel no son más

que el trasunto de los conflictos reales que se dan exteriormente. La literatura, tal como quería Stendhal, es un espejo a lo largo de un sendero;

además del cielo y el fango del camino, nos muestra los conflictos que en él se dan. Los generacionales son reflejados desde una óptica juvenil

cuando la “juventud” ya ha sido construida socialmente, es decir, cuando ha sido ya categorizada y puede ser pensada. Lo mismo ocurre con la

categoría “infancia”, que ha de ser reconocida e insertada en el discurso social. Sin un proceso de delimitación categorial y de dotación de sentido,

no puede ser utilizada como herramienta conceptual con la que describir y explicar la “realidad”.

La interacción entre “realidad” (lo que percibimos) y “categoría” (lo que configura y delimita lo percibido) es un movimiento continuo en el que la

introducción de lo que delimita supone su readaptación constante en función de los conflictos que desencadena su reconocimiento. Crear una

nueva categoría, como es “juventud”, implica una redefinición de las otras existentes, que pasan a ocupar posiciones relativas distintas.

El cuestionamiento de la autoridad que confluirá en los cambios políticos y filosóficos modernos supondrá la entrada de la crítica entendida como

cuestionamiento de estructuras inamovibles hasta el momento. La rebeldía y la revolución se asociarán desde ese momento con “lo joven”.

Podemos observar ese uso positivo de la categoría en este texto crítico de Heinrich Heine referido al movimiento romántico en Alemania:

“Nuestra poesía, dijeron los señores Schlegel, es vieja, nuestra musa es una anciana con una rueca, nuestro Amor no es un muchachito rubio, sino

un consumido enano de cabellos grises; nuestros sentimientos son ajados, nuestra fantasía está seca: tenemos que refrescarnos, tenemos que

buscar las enterradas fuentes de la poesía ingenua y sencilla de la Edad Media, de la que manará el elixir de la juventud” ( Heine, 2010: 76).

Si bien Heine es irónico respecto a la “poesía romántica”, que él considera viciada por su origen cristiano medieval, nos interesa, por un lado, la

idea de una oposición joven-viejo, que configura el enfrentamiento entre las nuevas generaciones y las viejas, a las que se identifica con las gastadas

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fuentes del neoclasicismo: y, por otro lado, la revitalización medieval de lo heroico, de lo caballeresco, que por encima del escenario histórico,

mostrará unos procesos identificativos que el universalismo abstracto del clasicismo no había conseguido hacer carnales ni empáticamente

asequibles a las generaciones jóvenes.

El didactismo clasicista se opone al conflictivo heroísmo romántico que se encarna en nuevos héroes que hacen del enfrentamiento social su

escenario de batalla. Ya sea porque se han perdido las causas nobles, el escenario que surge del romanticismo nos presentará una lucha quijotesca

entre los grandes ideales y los fracasos colectivos y personales. El éxito de la nueva relectura del Quijote entre los románticos, especialmente los

alemanes, es precisamente la que establece la distancia entre un mundo cada vez más mezquino y el ideal, que queda reducido a lo risible. La

propuesta del más genuino romanticismo necesitará de la lente irónica de los que como Heine, lograron separar ilusión de realidad, el deseo de

transformar el mundo de la imposibilidad de cambiarlo.

No puede entenderse la literatura que surge después de que los romanticismos acabaran con los restos del Antiguo Régimen en lo político, del

Clasicismo en lo estético, y con el Racionalismo en lo filosófico, sin ser conscientes de estas distancias. Es en estas brechas o vacíos, en esta zona

sin seguridades, donde la misión del héroe literario se hace imposible más que como víctima, como perdedor, alguien cuyo triunfo no hace sino

confirmar los negativos diagnósticos político, estético y filosófico. La siguiente generación se verá ensombrecida entre el spleen y el nihilismo,

entre la melancolía que el artista transmite a sus héroes y la imposibilidad de creer en algo.

Los héroes –de Hölderlin a Hemingway, de Turgeniev a Bulgakov– pasarán por los procesos balzaquianos de quemar sus ilusiones en el

enfrentamiento con un mundo en el que la juventud es el verdadero cronotopo vital, un espacio-tiempo en el que ideas y sentimientos se recogen

con ilusión y se entregan desmigajados.

3. El aprendizaje del héroe: la novela de formación

No es casual que durante el periodo que surge con el romanticismo se desarrolle un modelo específico, frente a la novela ejemplar, que quedará

unido a él: la novela de aprendizaje o bildungsroman. En ella se muestran los procesos por los que se ha de pasar para perder la inocencia y ganar

experiencia.

La adolescencia es vista como un periodo esencialmente formativo en el que se descubren los límites propios y los que se nos imponen mediante

la socialización. No es sólo la experiencia amorosa, sino el proceso de desengaño, de descubrimiento doloroso del mundo y sus reglas lo que llevará

a definir a estos héroes juveniles que luchan contra su propia visión idealizada de lo que les rodea.

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La literatura incorpora también como conocimiento del mundo, como una experiencia literaria en la que, como una segunda naturaleza, se acumula

lo aportado por la lectura, espejo deformante e idealizado, como ocurre con estos héroes y heroínas, lectores muchos de ellos, intoxicados

simbólicamente por libros irreales, como Emma Bovary, a cuya boca regresara el sabor de la tinta en el momento de su muerte. Es la marca de la

maldición lectora, la que ha forjado en su juventud los sueños e ideales que se verán pisoteados en su trayectoria vital. Los habrá que sobrevivan,

pero otros sucumbirán incapaces de arrancarse el velo del idealismo que la literatura les ha impuesto como venda.

La herencia de la maldición lectora romántica marcará a muchos otros más allá del romanticismo histórico para crear una casta de lectores que

utilizan su imaginación como arma. Nuevos Quijotes, prefieren los sueños a la realidad, la fantasía al realismo, y, como Tom Sawyer, cargarán

contra los estudiantes de la escuela dominical, prefiriendo ver en ellos ejércitos fieros a dóciles y ordenados infantes. Un mundo aburrido, carente

de ocasiones de heroicidad, puede necesitar de la imaginación como remedio.

Los héroes letrados se distinguirán de los de acción, aquéllos para los que el espacio es donde se realiza su escritura vital. Sin embargo, la literatura

heroica que se centra en la juventud durante el siglo XIX tiende a buscar los espacios interiores, las transformaciones que son llevadas a cabo por

la apertura al mundo. La adolescencia es el umbral de dos escenarios: un mundo protector, el de la infancia, y un mundo de descubrimiento, de

aprendizaje, el que se abre con la edad adulta.

El héroe se forja en ese espacio de transición juvenil, aprendiendo las normas sociales, viviendo los “ritos de paso”. Arnold van Gennep señaló:

“La vida individual, cualquiera que sea el tipo de sociedad, consiste en pasar sucesivamente de una edad a otra y de una ocupación a otra […] Es el

hecho mismo de vivir el que necesita los pasos sucesivos de una sociedad especial a otra y de una situación social a otra; de modo que la vida

individual consiste en una sucesión de etapas cuyos finales y comienzos forman conjuntos del mismo orden: nacimiento, pubertad social,

matrimonio, paternidad, progresión de clase, especialización ocupacional, muerte. Y a cada uno de estos conjuntos se vinculan ceremonias cuya

finalidad es idéntica: hacer que el individuo pase de una situación determinada a una situación igualmente determinada” (Gennep, 2008: 15-16).

Al igual que los tránsitos de la infancia a la juventud, la heroicidad es también un rito de paso en la medida en que son siempre pruebas las que la

determinan. Los ritos no son simples celebraciones festivas, sino que muchos de ellos conllevan tensiones y cambios traumáticos por los que no

todos pasan de la misma manera.

4. Los héroes como conflictos y desengaños

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La variedad de héroes que surgen en la literatura con posterioridad a los cambios románticos no son encarnaciones de valores colectivos, sino el

signo del combate de la individualidad enfrentada a las tendencias alienantes de la sociedad, en la que se disuelven las virtudes personales en

beneficio de las normas comunes.

El cambio en la perspectiva heroica tiene que ver, esencialmente, con un conflicto en la propia concepción de las relaciones existentes entre los

individuos y el grupo, es decir, las tensiones existentes en el seno de la cultura. Cuando éstas se tornan problemáticas, el heroísmo deja de consistir

en la representación de los valores públicos comunes y pasa a diferenciarse en función del grado de divergencia existente.

Con la caída del Antiguo Régimen y, con ella, la centralidad de la idea de la Corona, el puesto oficial del heroísmo cambia. La verticalidad de su

dirección incidía sobre el cuerpo social a través del concepto de autoridad. El elemento heroico está reservado a los que provienen de la línea del

patriarca. El descubrimiento de la nobleza del protagonista, como tópico narrativo, escondía esa verdad profunda: no hay héroe alejado del padre.

La llegada del nacionalismo, tras la caída del concepto de “soberano” aplicado al rey-príncipe y desplazado ahora hacia el pueblo, hace necesaria

la constitución de un nuevo tipo de personaje y heroísmo. El universo nacionalista necesita personajes en los que se encarnen los valores

enfrentados muchas veces con la autoridad personal representada en el Rey. Quizá los dos casos más evidentes sean Guillermo Tell, en el que se

encarnan los valores de la identidad Suiza, tal como fueron transmitidos por las leyendas que dieron lugar a la obra de Friedrich Schiller, y nuestro

Rodrigo Díaz de Vivar, que si bien había tenido una atención elevada respecto a sus fuentes medievales y posteriores –Lope, Guillén de Castro o

Racine, entre otros–, será con la llegada del romanticismo cuando tenga un desarrollo heroico a tono con la nueva sensibilidad.

El vínculo romántico nacionalista en la literatura, con influjo medieval de Walter Scott por toda Europa, nos creará un sujeto con el que representar

los valores patrios sobre los que se constituye cada nación. Al pasar a ser el pueblo el centro de la mitificación política identitaria, los nuevos héroes

necesitan ese contacto que permita incorporarlos al imaginario colectivo. Las recreaciones de leyendas y cantares son una constante por toda

Europa durante un siglo en el que la idea de “nación/pueblo” se edifica sobre las bases sentimentales que la filosofía roussoniana primero y la

romántica después, con sus relecturas esencialmente alemanas, hicieron. Tomado como una entidad orgánica, viva, el Volkgeist se manifiesta a

través de sus hijos predilectos, los héroes y poetas, que dirigen a los pueblos hacia su libertad, una libertad expandida sobre el modelo

revolucionario francés, por más que en otros momentos se reconvirtiera en el conservadurismo tradicionalista que vio en el medievalismo la

encarnación de valores cristianos.

De la Revolución francesa y demás crisis del pensamiento señaladas surge un conflicto entre los valores colectivos, fundados en la idea conjunta

de “pueblo”, tal como los nacionalismos medievalistas, que buscaron la unidad del cristianismo –como se quejaba Heine–, y otros valores más

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personales, buscando el camino de una modernidad emancipadora, individualista, que se muestra claramente enfrentada a cualquier poder

externo. Cada una de ellas, las liberales y revolucionarias o las conservadoras y cristiana, tendrá propuestas y formulaciones distintas.

Es esta separación entre los dos tipos de héroes, aquéllos que buscan enlazar con unas tradiciones comunitarias –mirando hacia el pasado o al

futuro, a épocas mitificadas e inexistentes pero con fuerza de enganche sentimental– y los que buscan recorrer el camino de la individualidad –los

enfrentados a cualquier tipo de institución porque ven en ellas formas castradoras de la identidad personal–, en donde se da el conflicto.

Estos dos modelos de heroísmo marcarán las líneas del campo del juego del modelo y sus combinatorias. El héroe “integrador” y el “desintegrado”,

el que busca ser seguido, y el que busca inútilmente una meta que se le escapa en la indefinición de su propia identidad rota.

La novela, por su propia necesidad focalizadora, exige protagonistas de un tipo o de otro. Los intentos de desenfocarla mediante el anonimato o

los grandes mosaicos, como Guerra y paz o Manhattan Transfer, crecerán entre los siglos XVIII y XX, intentando asentar el problema de la identidad

heroica en un mundo cada vez más reducido en sus posibilidades. El héroe es paulatinamente abandonado por las masas que buscan otro tipo de

sujetos a los que seguir.

La decepción es consustancial al héroe moderno. Tal será el caso del

Hiperión hölderlinieano, quien queriendo hacer honor a su nombre

intentará alentar a los hombres de su tiempo hacia una libertad y grandeza que han dejado de importarles, acomodados en las poltronas de una

sociedad comercial aburguesada. Será el triunfo de los “filisteos”, tal como decidieron llamarlos para hacer ver que ellos, pequeños davides,

seguirían su lucha inútil pero constante. El joven Hiperión descubrirá que tras sus sueños de una Grecia mitificada ya no queda más que un pueblo

de bandoleros sin honor sin conexión alguna con los tiempos en los que eran posibles la grandeza y el valor. Las nuevas sociedades ya no aman la

belleza, descubrirá el joven. Solo anida en ellos la codicia y el interés de ladrones y tenderos.

Este desengaño es parte del rito de paso de nuevo héroe, el paso de la ensoñación heroica al desengaño personal y social. La conciencia de la

alienación personal, de las fuerzas que intentan desviar al sujeto de su propio destino, un destino sin escribir, pero del que el sujeto muchas veces

se encuentra convencido. Su lucha es interior y exterior. Trata de definirse y de no ser definido. La identidad personal pasa a ser el objetivo de

realización. Esta idea surge con fuerza desde el romanticismo e impregna la conciencia del héroe:

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“[…] lo que hoy llamamos identidad dependía en gran parte de la propia posición social. Es decir, el trasfondo que explicaba lo que las personas

reconocían como importante para ellas estaba determinado en gran parte por el lugar que ocupaban en la sociedad y por todo tipo de papeles o

actividades inseparables de esa posición. El nacimiento de una sociedad democrática no anula por sí mismo este fenómeno, pues las personas aún

pueden definirse por el papel social que desempeñan. En cambio, lo que sí socava en definitiva esta identificación derivada de la sociedad es el

propio ideal de autenticidad. Al surgir éste, por ejemplo, con Herder, me pide que descubra mi propio y original modo de ser. Por definición, este

modo de ser no puede derivarse de la sociedad sino que debe generarse internamente” (Taylor, 2009: 62).

El desclasamiento será, pues, un requisito de la moderna heroicidad en la medida en que es en el seno de la sociedad donde se dan las fuerzas

centrípetas que evitan que el sujeto alcance su identidad: le alejan de sí. Es suficientemente conocida la poderosa influencia de Herder sobre

Goethe y cómo se transfirió esa idea a sus primeros héroes, poseídos por la necesidad de alcanzar su identidad específica, un camino de

descubrimiento en el que los conceptos de “prueba”, “obstáculos”, etc., pasan a ser determinantes de la configuración.

La vida heroica es descubrimiento de uno mismo, de hasta dónde se puede llegar, como será característico también del protagonista stendahliano,

como con Julien Sorel, otro joven que ha tomado su vida como un reto, un desafío a su destino.

La determinación, esto es, la fuerza interior, la tozudez, la obsesión incluso, será la que marque la personalidad de los héroes. Es el consejo también

que reciben los héroes balzaquianos: el triunfo es perseverar, confiar en las propias fuerzas y en su superioridad respecto al resto de los mortales,

como en el Rastignac aleccionado por el criminal Vautrin. La teoría del individuo superior avanza, desde los libertinos a Nietzsche y su visión del

superhombre.

Rotas las diferencias de la cuna por la caída del Antiguo Régimen, será el esfuerzo lo que mantenga la lucha por el triunfo, esta vez social y

económico. La sociedad es un escenario de conflicto permanente, una guerra abierta y constante en la que el desengaño es el final obligado. El

nuevo tipo héroe que nos trae el realismo ya no representa valores, sino su ausencia. Los viejos principios son obstáculos en el camino de una

felicidad ilusoria que, en la famosa formulación stendahliana lleva a exclamar: ¡No es más que esto! La “felicidad” a la que se aspira no es más que

una forma de engaño social, de ilusión, de zanahoria delante de la cara, que sirve para la manipulación heroica desviando la atención de la

verdadera y pobre realidad.

En contraposición al romanticismo sensiblero de la felicidad casera, de los ideales domésticos, el siglo XIX se va poblando de exiliados en la tierra,

por utilizar la expresión baudeleriana. La forma de entender la vida en la que se produce este desgarro doloroso, llena los espacios de un nuevo

tipo de héroes con los que los autores, desengañados ellos mismos, ofrecen mecanismos críticos de identificación a sus lectores.

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La literatura deja de ser refugio y olvido y pasa a ser espacio de convergencia de las fracturas que las nuevas relaciones sociales están produciendo.

La promesa de la felicidad incumplida, la vaciedad de la vida, conlleva una serie de traumas que se manifiestan en las manifestaciones de la

anormalidad como fuente de heroicidad. Tal ocurre, por ejemplo, por los personajes que Fiodor Dostoievski aportará a la literatura universal, a

esos seres del subsuelo:

“Cuando, por ejemplo, te demuestran que desciendes del mono, ya no tienes por qué enfurruñarte; acéptalo enhorabuena. Cuando te demuestran

que una gotita de tu propia grasa debiera ser en realidad más preciosa para ti que cien mil de tus prójimos, y que tal demostración acaba con todo

eso que llaman virtudes, deberes y demás fantasías y prejuicios, acéptalo sin más, porque no cabe hacer otra cosa, ya que dos por dos es…

matemática. O si no lo crees así, trata de demostrar lo contrario” (Dostoyevski,

2000: 27)

Es difícil encontrar una manifestación anti heroica tan radical como la formulada por el personaje de los Apuntes del subsuelo. El genio de

Dostoyevski comprendió en dónde estaban las raíces del anti heroísmo. El contrapeso de la Ciencia dejaba fuera los sueños del idealismo. La

conceptualización de las luchas sociales como variantes de las que la Naturaleza utiliza para su propia dinámica, para organizar la evolución

mediante el triunfo del más fuerte, tal como se entendió, es la muerte de cualquier foco de romanticismo idealista o del idealismo mismo. Solo el

interés y el egoísmo reinan bajo cualquier disfraz.

Es importante señalar que el efecto darwinista sobre los ideales no fue exclusivo. Ya existía anteriormente como constatación social en los discursos

sobre los mecanismos que rigen las relaciones sociales. La existencia de una concepción salvaje de la Naturaleza más allá de la Teoría de la Evolución

se puede constatar a través del discurso libertino dieciochesco que ya ve, como ocurre en la obra de Sade, la Naturaleza como una gigantesca

maquinaria indiferente de creación y destrucción.

El principio destructivo y egoísta ya estaba enunciado. Estaba explícito en la concepción de una Naturaleza indiferente con mecanismos implacables

y crueles. Fue el contrapunto a una Naturaleza benévola y solidaria que el romanticismo orgánico impuso sobre el modelo mecánico libertino. Sus

víctimas pasan a ser títeres sociales manipulados por sus intrigas (Chordelos de Laclos), mientras ellos alcanzan un conocimiento descarnado de la

verdadera crueldad indiferente de la vida (Sade).

Cierto romanticismo jugó indudablemente con la sensibilización que se había heredado del sentimentalismo rousseauniano, pero esa sintonía con

la Naturaleza acaba con el descubrimiento de que el ser humano no es un animal privilegiado, sino uno más en la encarnizada lucha por la vida, en

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el despiadado escenario de lo vivo. El animal sentimental deja paso a la bestia humana, en los términos enunciados por Emile Zola. Después de la

declaración de Dostoyevski al referirse a eso que “llaman virtudes, deberes y demás fantasías y prejuicios”, no hay posibilidad de heroísmo más

allá de la supervivencia. De eso tratará la obra de Jack London y eso descubrirá su alter ego, el joven Martin Eden.

5. Mostrar u ocultar: el conflicto con el público

La deriva estética producirá una separación entre dos concepciones de lo literario: unas indagaciones en una verdad dolorosa, por un lado, y las

travesías por una falsificación social que crea héroes y los eleva como mecanismo de ocultación de esa misma verdad dolorosa, por otro. Se

producirán una cultura popular y posteriormente de masas que serán los síntomas del progresivo deterioro de la función crítica que el arte

novelesco había comprometido desde el radicalismo estético que se había planteado a finales del siglo XVIII. El arte volverá a ser ocultador de la

realidad.

La independencia que el autor había reclamado del mecenazgo como institución protectora y financiadora para poder llegar a disponer de una

libertad creativa que le permitiera afinar la crítica social y limpiar los caminos del arte, se ve truncada por su dependencia de las masas que,

aduladas primero, se verán después como el auténtico distorsionador de un Arte que pretendía surgir de las entrañas misma de la Naturaleza a

través del genio, auténtico héroe contemporáneo. Se hablará de la “tiranía del gusto” y del público como elemento condicionante, de una sociedad

adocenada que no quiere que se le revele la realidad dolorosa. Prefiere el opio del entretenimiento y la adulación.

La utopía de unos reinos en los que el Arte triunfará, tal como se formuló en la obra hölderliniana Hiperión, sueño infantil del reino de lo estético,

se vendrá abajo por el avance de una línea que se adentra en lo oscuro de las ciudades y en la mugre naturalista como excrecencia de una opresiva

y explotadora sociedad urbana e industrial. Los sueños naturales se ven desplazados por la entrada de la creciente criminalidad, resultado de las

aglomeraciones humanas.

5.1. La criminalidad heroica

La “criminalidad” como dimensión heroica se puede construir desde el momento en el que se supone que es el resultado de ciertas condiciones

contra las que se rebelan. Ya sea como reacción o como acción, la criminalidad y el criminal entrarán a formar parte de un mundo oscuro que, lejos

de ser la excepción, será el reflejo de la verdadera existencia y de las relaciones sociales.

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Eso es lo que ocurre en la síntesis de naturalismo y policíaco que supone la construcción de la Novela Negra norteamericana. Para entender este

entrecruzamiento, basta con comparar dos novelas como Teresa Raquin, de Emile Zola, y El cartero siempre llama dos veces, de James M. Cain,

estudios de una criminalidad que surge de la puesta en escena del animal humano en estricta busca de sus propios fines.

La criminalidad heroica es la que encontramos en un personaje como Ralkolnikov, en Crimen y castigo, de Fiodor Dostoyevski. El crimen perpetrado

contra la vieja usurera por el personaje protagonista es una alternativa a la grandeza alcanzada por Napoleón Bonaparte, auténtico trasfondo

referencial de una gran parte de los héroes ambiciosos que se ven a sí mismos como presuntos herederos del Emperador, un joven que supo

sobreponerse a su destino personal y logró tener a todo un continente en jaque y a sus pies.

El crimen es una dimensión específica del nuevo héroe que surge de la muerte del romántico que pasará a formar parte de leyendas, convertido

en personaje popular, pero difícilmente conectado con una realidad oscura presente, que será indagada por la novelística de los dos siglos en los

que la novela moderna se configura. El héroe tradicional y ejemplar, positivo, queda reservado para una literatura popular o de masas, un personaje

arquetípico y desnaturalizado.

La criminalidad formará parte de las líneas analíticas que han de ser explicadas dentro de las articulaciones de la realidad. Ya sea como “voluntad

de poder” o como patología, el crimen sirve para mostrar las enfermedades individuales y sociales, convirtiéndose la una en metáfora de la otra.

La individual explica la social y la social la individual. En la dimensión simbólica de la obra de arte, una y otra son intercambiables.

El universo se ha hecho material y es la lucha de la carne contra la carne. Es un mundo oscuro, darwinista, lleno de egoísmo en el que altruismo no

es más que un problema teórico de etólogos y genetistas. Uno de esos escarbadores modernos del problema de mal, el Nobel inglés William

Golding, escribirá en una de sus obras maestras, Caída libre:

“Para ella mi discurso había de ser sencillo. Los dos éramos de la misma calaña, eso es todo. Te viste forzada a torturarme. Perdiste la libertad en

alguna parte y después de aquello me tuviste que hacer lo que me hiciste. ¿Lo entiendes? Quizá la consecuencia fue Beatrice en el loquero, nuestra

labor solidaria, mi labor, la labor del mundo. ¿No ves cómo nuestras imperfecciones nos obligan a torturarnos mutuamente? ¡Por supuesto que lo

ves! Los inocentes y los malvados viven en un solo mundo… Philip Arnold es ministro de la corona y maneja la vida con tanta facilidad como respira.

Pero nosotros no somos ni los inocentes ni los malvados. Somos los culpables. Creemos. Nos arrastramos sobre rodillas y manos. Gemimos y nos

atormentamos unos a otros” (Golding, 1986: 254)

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En un escenario de estas características, el heroísmo requiere necesariamente características muy distintas. El universo de la culpabilidad remite

directamente a las obras de corte existencial en el que la única figura posible será la de los “jueces penitentes” desarrollados por otro fabricante

de los héroes modernos, Albert Camus, que volverá –como ya hizo Stendahl en Rojo y negro– a cerrar una obra con la declaración de su protagonista

ente un jurado. Los discursos de Julien Sorel de Mersault explicando sus crímenes tendrán muchos puntos en común con un siglo por medio.

En un mundo que ha pasado por los campos de concentración, el crimen planificado, el heroísmo es necesariamente diferente. El sujeto que surge

del universo concentratario, superviviente de holocaustos, de exterminios, solo es un resto, una posibilidad residual cuyo sacrificio apenas consigue

mover las fuerzas negativas que componen el universo y lo dotan, esta vez, de sinsentido.

En el nihilismo, tanto en su forma trágica como en su forma lúdica posmoderna, las acciones remiten a esa causalidad nacida del absurdo, tal como

pregonaron los existencialistas y les sirvió para modelar sus personajes-propuestas. Con raíces fuertemente ancladas en Dostoyevski y Nietzsche,

tanto Camus como Sartre trataron de plantear nuevas formas posibles de heroicidad en un universo absurdo, un mundo que había aplastado

cualquier posible sentido entre las dos Guerras Mundiales. A sabiendas de que no existe redención, ni cambio posible, los héroes existenciales –

con sus divergencias en cada caso– solo pueden tratar de mantener una conciencia plana, inocente, pre edénica, como es el caso de Mersault, en

El extranjero, o mantener una conciencia comprometida ante el acoso de las moscas, la mala conciencia. Sartre elegirá como ejemplo de “santidad”

a San Genet, al criminal, ladrón y transgresor, con el hombre sin mancha, sin culpa, que ha aceptado su propia situación sin tipo de remordimiento

alguno. La vida es lo dado. El compromiso será el intento vano de dar sentido a lo que no lo tiene, el intento de apurar una libertad entendida

como el desprendimiento de toda la sobrecarga social, producida como emanación de la propia dominación.

6. Complejidad y dispersión

Lejos queda el héroe como encarnación de valores sociales o personales. El tránsito de dos siglos a través de la literatura occidental –por aquella

literatura que puede ser denominada así– es el de la muerte del héroe como propuesta y como indagación, como búsqueda, como intento frustrado

de creación de un universo de sentido.

Con el avance de la Ciencia, con su mayor capacidad explicativa, se va reduciendo la capacidad de comprensión de sí mismo del ser humano,

perdido en sus contradicciones internas y sociales. Lo que se gana en conocimiento científico, se pierde como caos cultural y psíquico al aumentar

la complejidad. Al universo simple, le sigue el complejo. De la sencillez esquemática y universal de los personajes clásicos, pasamos a la unidad

irreductible. La ruptura del universo de la racionalidad y del optimismo que fue, en gran medida, el siglo XVIII —con sus desvaríos sentimentales

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incluidos—, confluye en la edad del recelo, de la sospecha, de la mala fe, de la crueldad infinita. Los castillos medievales se ven desplazados por

los castillos kafkianos; sus personajes también.

Los héroes del nihilismo decimonónico, los de Turgeniev en Padres e hijos y Dimitri Rudin, la galería de Dostoyevski, el repertorio de Stendahl, los

sombríos de Joseph Conrad, serán parte de un viaje que concluirá con la llegada de la Posmodernidad, en la que el juego vacío sustituye al drama

existencial sumiéndolo en la inconsistencia y la paradoja. El siglo XX tendrá que vérselas con el estudiante Törless (Rober Musil) o con Harry Haller

(Herman Hesse) o con un Doktor Faustus renovado (Thomas Mann), con un Mersault (Camus) o con un viejo que lucha desesperadamente para

vencer a una pequeña parte de la naturaleza (Hemingway), con un heroísmo de perdedores, ignorando que el Capitán Ahab ya fracasó con una

inmensa ballena blanca a la que no pudo doblegar, y Martin Eden se hundirá en el fondo de ese océano naturaleza en el que perder la absurda

ilusión de la identidad (Jack London).

El héroe ya no enseña. Ahora aprende –y nosotros con él– y su aprendizaje es el advenimiento de un conocimiento fulminante, una epifanía, tal

como ocurre al Stephen Dedalus (Joyce) del Retrato del artista adolescente, Ícaro moderno atado a la tierra.

La “novela de aprendizaje” surgió cuando el conocimiento se volvió incierto y se hizo necesario experimentar por los senderos de la vida.

Aprendizaje es el del joven Werther; es el de Hiperión; serán los de

Rastignac (Balzac) y Sorel o Fabricio del Dongo (Stendhal); el de Bovary (Flaubert) y el de Raskolnikov (Dostoyevski); el de Harry Haller (Hesse) y el

de Felix Krull (Mann). Joseph K, el agrimensor K, Gregorio Samsa y los personajes de Franz Kafka indagarán en el sinsentido para tratar de aprender

inútilmente. Marcel tratara de recorrer los laberintos de la sociedad compleja cuyas reglas cambiantes y eternas son difícilmente comprensibles

(Proust).

Pero estos héroes, que aprenden inútilmente –ya que todo conclusión es reducción de lo complejo humano a una escala menor–, son fracasados,

porque aprender implica comprender lo modesto del esfuerzo humano, la humildad necesaria con que la Naturaleza, la Sociedad o los propios

defectos nos sitúan a una altura verdadera y limitada. El avance científico no se acompaña de un avance en el conocimiento de lo humano.

Conocemos el mundo, pero seguimos sin ser capaces de conocernos a nosotros mismos, sin poder rectificarnos (Kundera).

La novela moderna es reductora del optimismo. El mundo literario ya no acaba con un héroe triunfante, sino con el desengaño lúcido del que

aprende que nuestra propia complejidad nos resulta incomprensible. Comprendernos se vuelve un acto imposible y del que la literatura solo puede

dar cuenta perpleja.

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7. ¿El fin de un ciclo?

Pero no se acaba ahí. Muchos tenemos la sospecha del fin de un ciclo cultural en el que han muerto las formas que se correspondían no con un ser

humano eterno, sino con una etapa histórica de indagaciones sobre nosotros mismos. Quizá hemos estado dando cuenta de un paréntesis histórico

evolutivo, de una Modernidad que se nos ha pasado, y ahora estamos en un universo distinto del que se ha de dar cuenta con otras herramientas

y lenguajes.

En las últimas décadas han proliferado los análisis que anotan una decadencia real de la gran Literatura, de que se ha llegado a una etapa en la que

esa confluencia entre creadores y público, entre la necesidad de decir y la necesidad de escuchar, se ha ido deteriorando o, al menos, modificando

hacia otras fórmulas distintas.

Quizá hemos asistido a un ciclo de poco más de dos siglos iniciado con la salida explosiva, romántica, crítica y revolucionaria, desde el hundimiento

de un universo aparentemente ordenado (Toulmin), en el que la racionalidad lo único que hacía era disfrazar aquello que no lo tenía. Nos

esforzamos en ser racionales porque realmente no lo somos. La literatura moderna ha tratado de mostrar esos entresijos humanos, indagar en los

recovecos de nuestra transformación individual y social.

El héroe se puede entender como una propuesta unitaria cuando existe un grado de cohesión social suficiente como para poder asumirlo como

tal. No es posible proponer coherencia en una sociedad que no la encuentra en su pensamiento o en su acción. Solo la racionalidad de la Ciencia

ha sobrevivido aparentemente dentro de un universo cuántico, en el que la paradoja reina. Ya Thomas Carlyle escribió en 1840:

“El héroe-divinidad, el héroe-profeta, fueron productos de tiempos pretéritos, imposibles en los que los siguieron, ya que el progreso científico

disipa la confusión de los conceptos, porque sólo un mundo totalmente falto de ciencia permitiría a la mente del hombre concebir la suposición

de que su semejante es dios o un ser cuya voz es divina inspiración. La divinidad y la profecía pasaron para siempre, teniendo que considerar al

héroe con el apelativo menos ambicioso de poeta, carácter que no perece, porque es figura heroica propia de todas las épocas, que todas poseen,

que pueden producir, ayer como hoy, que surgirá cuando plazca a la naturaleza. Si la naturaleza produce un alma heroica siempre podrá revestir

la forma de poeta” (Carlyle, 1967: 129).

Este desplazamiento del héroe de papel al de carne y hueso, del personaje al poeta es el reconocimiento, por un lado, de la labor heroica del autor

en su creación, pero, por otro, es también la constatación de la muerte del personaje como propuesta de acción. Si el poeta pasa a ser el héroe en

un mundo en el que ya no es posible el mismo papel que antaño es precisamente porque ya no son creíbles en un mundo posquijotesco los héroes.

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Ni creíbles ni posibles más que tras su desplazamiento al espacio mítico. No son tiempos para el heroísmo, como también eran malos tiempos para

la lírica, según la célebre afirmación del último poeta que trató de vivir y pensar una heroicidad imposible en su desencanto secular, Hölderlin.

Efectivamente, Friedrich Hölderlin es la constatación dolorosa de la imposibilidad del heroísmo, del doble fracaso de poeta y personaje. Hiperión

y Empédocles, el profeta, son rechazados por la sociedad de su tiempo, simbólicamente por la de cualquier tiempo posible, porque el mundo

heroico se cerró para siempre.

Wilhelm Waiblinger, en su misma época, trató de comprender la locura de Hölderlin, el porqué de su enloquecimiento trágico:

“Esta admiración exclusiva por los griegos tuvo como consecuencia inmediata la insatisfacción también respecto a la tierra en la que había nacido,

y produjo finalmente aquellas invectivas contra la patria que encontramos en el Hiperión y que tan escandalosas resultan a su sensibilidad.

En esta postura cada vez más hostil en la que se situó frente al mundo, y que para él era nada menos que natural, vemos ya los primeros motivos

del triste estado que de esta manera se anunciaba ya en la flor de su vida –en unas condiciones que, aun no teniendo nada de estimulante para su

fantasía, su orgullo, su sed de gloria, su mundo soñado, no eran en modo alguno desdichadas ni insoportables–, antes de haber logrado algo

excepcional, a pesar de un futuro pleno de grandes y bellas esperanzas. Si hubiera tenido sentido del humor, capacidad para gastar bromas y aquel

feliz don de parodiarse a sí mismo, al mundo y a las personas, habría tenido un contrapeso a la disposición que inevitablemente le conducía a la

ruina; pero su naturaleza no estaba provista de ello, su musa sólo sabía lamentarse y llorar, venerar y alabar o menospreciar, pero no bromear e

ironizar” (Waiblinger, 1988: 14-15).

El texto de Waiblinger es extraordinario en su diagnóstico y alcance, no sólo del proceso mental del poeta, sino de toda una época. El lamento del

joven Waiblinger es la misma receta que los Inmortales aplicarán al suicida Harry Haller, en El lobo estepario (Hesse), como cura de su condición

autodestructiva y evitar su suicidio. Es necesaria la ironía, la parodia, la risa para poder salvar, en última instancia alma y cuerpo. Pero ése no es el

destino del héroe ejemplar, sino un risible caballero de triste figura, condenado a ser motivo de ridículo ante su incapacidad para percibir la realidad

prosaica que le rodea.

Weiblinger está definiendo una parte importante de la literatura contemporánea posterior, la que asume plenamente que no hay ya salvación,

sólo la parodia, convertida en el consuelo ante la falta de nuevas metas capaces de salvar al alma de reírse de su imagen especular. Asumir lo risible

de la naturaleza humana y seguir adelante fue la propuesta cervantina. También la posromántica. Ríe y continúa. Pero esa risa es el descalabro del

heroísmo condenado a ser escarnio de patanes incapaces de comprender la grandeza.

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A la locura de los quijotes se opone ahora la de los poetas; al héroe enloquecido le sigue la locura del autor, como Hölderlin, quebrado en la

distancia que separa su genio artístico de una sociedad escindida entre la verdad de la ciencia y la mediocridad social, incapaz ya de reconocer la

belleza y salvarse en el Arte. No hay espacio entre la genialidad quijotesca y el prosaísmo de Sancho, que será finalmente el que triunfe, como en

la novela de Flaubert triunfa la mediocridad escandalosa de un Homais sobre el sacrificio de una heroína imposible por su misma mediocridad.

Cómo es posible hacer belleza con tanta estupidez, se preguntará a menudo Flaubert, cómo soportarlo.

Llamó la atención de Max Brod, el albacea testamentario y biógrafo de Franz Kafka, y la persona que debió destruir sus manuscritos –que

afortunadamente desatendió la instrucción y los salvó–, el hecho de que cuando el escritor leía en voz alta a los amigos el pasaje de la detención

de Joseph K, en El proceso, se reía sin contención, de forma desternillante.

La risa de Kafka era el mecanismo que, al contrario de lo ocurrido con Hölderlin y señalado por Wilhelm Waiblinger, le defendía del sinsentido y

del ridículo. Las vinculaciones cervantinas de la obra de Kafka han sido señaladas reiteradamente por una de sus máximas especialistas, Marthe

Robert.

La risa es incompatible con la vieja heroicidad y necesita convertir en ciegos, mediante la locura, a los héroes para piadosamente privarles de

conocer el sentimiento que provocan entre los que les rodean.

La complejidad social, la ambigüedad moral de los tiempos, el descarnado avance de la ciencia, el poder del dinero que, como Balzac señaló, pasó

a ser el verdadero rey, hacen que el héroe convencional perdure como propuesta popular, más que como reflexión profunda. Son éstos, los de la

literatura popular y posteriormente de la de masas, que huyen de su primera condición moderna: el aprendizaje. Su única forma de supervivencia

será negarse a aprender lo que el mundo les enseña y verse condenados a repetir los esquemas una y otra vez como garantía de no disolución en

el caos que les rodea. Desprovistos de la posibilidad de mejora, se repiten una y otra vez, en su propuesta a través de series en las que se muestran

“planos”, tal como definió E.M. Forster a los personajes sin evolución o capacidad de madurar.

Los héroes modernos caminan siempre hacia su destrucción. ¿Enseñanza final?, la de la vanidad de la vida, un mundo que les niega el saber, tal

como se revela en el drama fáustico. Tras el caballero muerto, sólo queda su escudero a lomos de un burro, tratando de resistir la locura con la

que el mundo le tienta cada día. Solo las carcajadas, propias y ajenas, son capaces de acallar los cantos de las sirenas.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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LA BUSQUEDA DEL PRESENTE Octavio Paz

PREMIO NOBEL DE LITERATURA 1990

Comienzo con una palabra que todos los hombres, desde que el hombre es hombre, han proferido: gracias. Es una palabra que tiene

equivalentes en todas las lenguas. Y en todas es rica la gama de significados. En las lenguas romances va de lo espiritual a lo físico, de la gracia que

concede Dios a los hombres para salvarlos del error y la muerte a la gracia corporal de la muchacha que baila o a la del felino que salta en la maleza.

Gracias es perdón, indulto, favor, beneficio, nombre, inspiración, felicidad en el estilo de hablar o de pintar, ademán que revela las buenas maneras

y, en fin, acto que expresa bondad de alma. La gracia es gratuita, es un don; aquel que lo recibe, el agraciado, si no es un mal nacido, lo agradece: da

las gracias. Es lo que yo hago ahora con estas palabras de poco peso. Espero que mi emoción compense su levedad. Si cada una fuese una gota de

agua, ustedes podrían ver, a través de ellas, lo que siento: gratitud, reconocimiento. Y también una indefinible mezcla de temor, respeto y sorpresa

al verme ante ustedes, en este recinto que es, simultáneamente, el hogar de las letras suecas y la casa de la literatura universal.

Las lenguas son realidades más vastas que las entidades políticas e históricas que llamamos naciones. Un ejemplo de esto son las lenguas

europeas que hablamos en América. La situación peculiar de nuestras literaturas frente a las de Inglaterra, España, Portugal y Francia depende

precisamente de este hecho básico: son literaturas escritas en lenguas trasplantadas. Las lenguas nacen y crecen en un suelo; las alimenta una historia

común. Arrancadas de su suelo natal y de su tradición propia, plantadas en un mundo desconocido y por nombrar, las lenguas europeas arraigaron

en las tierras nuevas, crecieron con las sociedades americanas y se transformaron. Son la misma planta y son una planta distinta. Nuestras literaturas

no vivieron pasivamente las vicisitudes de las lenguas trasplantadas: participaron en el proceso y lo apresuraron. Muy pronto dejaron de ser meros

reflejos transatlánticos; a veces han sido la negación de las literaturas europeas y otras, con más frecuencia, su réplica.

A despecho de estos vaivenes, la relación nunca se ha roto. Mis clásicos son los de mi lengua y me siento descendiente de Lope y de Quevedo

como cualquier escritor español... pero no soy español. Creo que lo mismo podrían decir la mayoría de los escritores hispanoamericanos y también

los de los Estados Unidos, Brasil y Canadá frente a la tradición inglesa, portuguesa y francesa. Para entender más claramente la peculiar posición de

los escritores americanos, basta con pensar en el diálogo que sostiene el escritor japonés, chino o árabe con esta o aquella literatura europea: es un

diálogo a través de lenguas y de civilizaciones distintas. En cambio, nuestro diálogo se realiza en el interior de la misma lengua. Somos y no somos

europeos. ¿Qué somos entonces? Es difícil definir lo que somos pero nuestras obras hablan por nosotros.

La gran novedad de este siglo, en materia literaria, ha sido la aparición de las literaturas de América. Primero surgió la angloamericana y

después, en la segunda mitad del siglo XX, la de América Latina en sus dos grandes ramas, la hispanoamericana y la brasileña. Aunque son muy

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distintas, las tres literaturas tienen un rasgo en común: la pugna, más ideológica que literaria, entre las tendencias cosmopolitas y las nativistas, el

europeísmo y el americanismo. ¿Qué ha quedado de esa disputa? Las polémicas se disipan: quedan las obras. Aparte de este parecido general, las

diferencias entre las tres son numerosas y profundas. Una es de orden histórico más que literario: el desarrollo de la literatura angloamericana coincide

con el ascenso histórico de los Estados Unidos como potencia mundial; el de la nuestra con las desventuras y convulsiones políticas y sociales de

nuestros pueblos. Nueva prueba de los límites de los determinismos sociales e históricos; los crepúsculos de los imperios y las perturbaciones de las

sociedades coexisten a veces con obras y momentos de esplendor en las artes y las letras: Li-Po y Tu Fu fueron testigos de la caída de los Tang.

Velázquez fue el pintor de Felipe IV, Séneca y Lucano fueron contemporáneos y víctimas de Nerón. Otras diferencias son de orden literario y se

refieren más alas obras en particular que al carácter de cada literatura. ¿Pero tienen carácter las literaturas, poseen un conjunto de rasgos comunes

que las distingue unas de otras? No lo creo. Una literatura no se define por un quimérico, inasible carácter. Es una sociedad de obras únicas unidas

por relaciones de oposición y afinidad.

La primera y básica diferencia entre la literatura latinoamericana y la angloamericana reside en la diversidad de sus orígenes. Unos y otros

comenzamos por ser una proyección europea. Ellos de una isla y nosotros de una península. Dos regiones excéntricas por la geografía, la historia y

la cultura. Ellos vienen de Inglaterra y la Reforma; nosotros de España, Portugal y la Contrarreforma. Apenas si debo mencionar, en el caso de los

hispanoamericanos, lo que distingue a España de las otras naciones europeas y le otorga una notable y original fisonomía histórica. España no es

menos excéntrica que Inglaterra aunque lo es de manera distinta. La excentricidad inglesa es insular y se caracteriza por el aislamiento: una

excentricidad por exclusión. La hispana es peninsular y consiste en la coexistencia de diferentes civilizaciones y pasados: una excentricidad por

inclusión. En lo que sería la católica España los visigodos profesaron la herejía de Arriano, para no hablar de los siglos de dominación de la

civilización árabe, de la influencia del pensamiento judío, de la Reconquista y de otras peculiaridades.

En América la excentricidad hispánica se reproduce y se multiplica, sobre todo en países con antiguas y brillantes civilizaciones como México

y Perú. Los españoles encontraron en México no sólo una geografía sino una historia. Esa historia está viva todavía: no es un pasado sino un presente.

El México precolombino, con sus templos y sus dioses, es un montón de ruinas pero el espíritu que animó ese mundo no ha muerto. Nos habla en el

lenguaje cifrado de los mitos, las leyendas, las formas de convivencia, las artes populares, las costumbres. Ser escritor mexicano significa oir lo que

nos dice ese presente — esa presencia. Oírla, hablar con ella, descifrarla: decirla... Tal vez después de esta breve digresión sea posible entrever la

extraña relación que, al mismo tiempo, nos une y separa de la tradición europea.

La conciencia de la separación es una nota constante de nuestra historia espiritual. A veces sentimos la separación como una herida y entonces

se transforma en escisión interna, conciencia desgarrada que nos invita al examen de nosotros mismos; otras aparece como un reto, espuela que nos

incita a la acción, a salir al encuentro de los otros y del mundo. Cierto, el sentimiento de la separación es universal y no es privativo de los

hispanoamericanos. Nace en el momento mismo de nuestro nacimiento: desprendidos del todo caemos en un suelo extraño. Esta experiencia se

convierte en una llaga que nunca cicatriza. Es el fondo insondable de cada hombre: todas nuestras empresas y acciones, todo lo que hacemos y

soñamos, son puentes para romper la separación y unirnos al mundo y a nuestros semejantes. Desde esta perspectiva, la vida de cada hombre y la

historia colectiva de los hombres pueden verse como tentativas destinadas a reconstruir la situación original. Inacabada e inacabable cura de la

escisión. Pero no me propongo hacer otra descripción, una más, de este sentimiento. Subrayo que entre nosotros se manifiesta sobre todo en términos

históricos. Así, se convierte en conciencia de nuestra historia. ¿Cuándo y cómo aparece este sentimiento y cómo se transforma en conciencia? La

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respuesta a esta doble pregunta puede consistir en una teoría o en un testimonio personal. Prefiero lo segundo: hay muchas teorías y ninguna del todo

confiable.

El sentimiento de separación se confunde con mis recuerdos más antiguos y confusos; con el primer llanto, con el primer miedo. Como todos

los niños, construí puentes imaginarios y afectivos que me unían al mundo y a los otros. Vivía en un pueblo de las afueras de la ciudad de México,

en una vieja casa ruinosa con un jardín selvático y una gran habitación llena de libros. Primeros juegos, primeros aprendizajes. El jardín se convirtió

en el centro del mundo y la biblioteca en caverna encantada. Leía y jugaba con mis primos y mis compañeros de escuela. Había una higuera, templo

vegetal, cuatro pinos, tres fresnos, un huele-de-noche, un granado, herbazales, plantas espinosas que producían rozaduras moradas. Muros de adobe.

El tiempo era elástico; el espacio, giratorio. Mejor dicho: todos los tiempos, reales o imaginarios, eran ahora mismo; el espacio, a su vez, se

transformaba sin cesar; allá era aquí: todo era aquí: un valle, una montaña, un país lejano, el patio de los vecinos. Los libros de estampas,

particularmente los de historia, hojeados con avidez, nos proveían de imágenes: desiertos y selvas, palacios y cabañas, guerreros y princesas,

mendigos y monarcas. Naufragamos con Simbad y con Robinson nos batimos con Artagnan, tomamos Valencia con el Cid. ¡Cómo me hubiera

gustado quedarme para siempre en la isla de Calipso! En verano la higuera mecía todas sus ramas verdes como si fuesen las velas de una carabela o

de un barco pirata; desde su alto mástil, batido por el viento, descubrí islas y continentes—tierras que apenas pisadas se desvanecían. El mundo era

ilimitado y, no obstante, siempre al alcance de la mano; el tiempo era una substancia maleable y un presente sin fisuras.

¿Cuándo se rompió el encanto? No de golpe: poco a poco. Nos cuesta trabajo aceptar que el amigo nos traiciona, que la mujer querida nos

engaña, que la idea libertaria es la máscara del tirano. Lo que se llama "caer en la cuenta" es un proceso lento y sinuoso porque nosotros mismos

somos cómplices de nuestros errores y engaños. Sin embargo, puedo recordar con cierta claridad un incidente que, aunque pronto olvidado, fue la

primera señal. Tendría unos seis años y una de mis primas, un poco mayor que yo, me enseñó una revista norteamericana con una fotografía de

soldados desfilando por una avenida, probablemente de Nueva York. "Vuelven de la guerra", me dijo. Esas pocas palabras me turbaron como si

anunciasen el fin del mundo o el segundo advenimiento de Cristo. Sabía, vagamente, que allá lejos, unos años antes, había terminado una guerra y

que los soldados desfilaban para celebrar su victoria; para mí aquella guerra había pasado en otro tiempo, no ahora ni aquí. La foto me desmentía.

Me sentí, literalmente, desalojado del presente.

Desde entonces el tiempo comenzó a fracturarse más y más. Y el espacio, los espacios. La experiencia se repitió una y otra vez. Una noticia

cualquiera, una frase anodina, el titular de un diario, una canción de moda: pruebas de la existencia del mundo de afuera y revelaciones de mi

irrealidad. Sentí que el mundo se escindía: yo no estaba en el presente. Mi ahora se disgregó: el verdadero tiempo estaba en otra parte. Mi tiempo, el

tiempo del jardín, la higuera, los juegos con los amigos, el sopor bajo el sol de las tres de la tarde entre las yerbas, el higo entreabierto — negro y

rojizo como un ascua pero un ascua dulce y fresca—era un tiempo ficticio. A pesar del testimonio de mis sentidos, el tiempo de allá, el de los otros,

era el verdadero, el tiempo del presente real. Acepté lo inaceptable: fui adulto. Así comenzó mi expulsión del presente.

Decir que hemos sido expulsados del presente puede parecer una paradoja. No: es una experiencia que todos hemos sentido alguna vez:

algunos la hemos vivido primero como una condena y después transformada en conciencia y acción. La búsqueda del presente no es la búsqueda del

edén terrestre ni de la eternidad sin fechas: es la búsqueda de la realidad real. Para nosotros, hispanoamericanos, ese presente real no estaba en

nuestros países: era el tiempo que vivían los otros, los ingleses, los franceses, los alemanes. El tiempo de Nueva York, París, Londres. Había que

salir en su busca y traerlo a nuestras tierras. Esos años fueron también los de mi descubrimiento de la literatura. Comencé a escribir poemas. No sabía

qué me llevaba a escribirlos: estaba movido por una necesidad interior difícilmente definible. Apenas ahora he comprendido que entre lo que he

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llamado mi expulsión del presente y escribir poemas había una relación secreta. La poesía está enamorada del instante y quiere revivirlo en un poema;

lo aparta de la sucesión y lo convierte en presente fijo. Pero en aquella época yo escribía sin preguntarme por qué lo hacía. Buscaba la puerta de

entrada al presente; quería ser de mi tiempo y de mi siglo. Un poco después esta obsesión se volvió idea fija: quise ser un poeta moderno. Comenzó

mi búsqueda de la modernidad.

¿Qué es la modernidad? Ante todo, es un término equívoco: hay tantas modernidades como sociedades. Cada una tiene la suya. Su significado

es incierto y arbitrario, como el del período que la precede, la Edad Media. Si somos modernos frente al medievo, ¿seremos acaso la Edad Media de

una futura modernidad? Un nombre que cambia con el tiempo, ¿es un verdadero nombre? La modernidad es una palabra en busca de su significado:

¿es una idea, un espejismo o un momento de la historia? ¿Somos hijos de la modernidad o ella es nuestra creación? Nadie lo sabe a ciencia cierta.

Poco importa: la seguimos, la perseguimos. Para mí, en aquellos años, la modernidad se confundía con el presente o, más bien, lo producía: el

presente era su flor extrema y última. Mi caso no es único ni excepcional: todos los poetas de nuestra época, desde el período simbolista, fascinados

por esa figura a un tiempo magnética y elusiva, han corrido tras ella. El primero fue Baudelaire. El primero también que logró tocarla y así descubrir

que no es sino tiempo que se deshace entre las manos. No referiré mis aventuras en la persecución de la modernidad: son las de casi todos los poetas

de nuestro siglo. La modernidad ha sido una pasión universal. Desde 1850 ha sido nuestra diosa y nuestro demonio. En los últimos años se ha

pretendido exorcizarla y se habla mucho de la "postmodernidad". ¿Pero qué es la postmodernidad sino una modernidad aún más moderna?

Para nosotros, latinoamericanos, la búsqueda de la modernidad poética tiene un paralelo histórico en las repetidas y diversas tentativas de

modernización de nuestras naciones. Es una tendencia que nace a fines del siglo XVIII y que abarca a la misma España. Los Estados Unidos nacieron

con la modernidad y ya para 1830, como lo vio Tocqueville, eran la matriz del futuro; nosotros nacimos en el momento en que España y Portugal se

apartaban de la modernidad. De ahí que a veces se hablase de "europeizar" a nuestros países: lo moderno estaba afuera y teníamos que importarlo.

En la historia de México el proceso comienza un poco antes de las guerras de Independencia; más tarde se convierte en un gran debate ideológico y

político que divide y apasiona a los mexicanos durante el siglo XIX. Un episodio puso en entredicho no tanto la legitimidad del proyecto reformador

como la manera en que se había intentado realizarlo: la Revolución mexicana. A diferencia de las otras revoluciones del siglo XX, la de México no

fue tanto la expresión de una ideología más o menos utópica como la explosión de una realidad histórica y psíquica oprimida. No fue la obra de un

grupo de ideólogos decididos a implantar unos principios derivados de una teoría política; fue un sacudimiento popular que mostró a la luz lo que

estaba escondido. Por esto mismo fue, tanto o más que una revolución, una revelación. México buscaba al presente afuera y lo encontró adentro,

enterrado pero vivo. La búsqueda de la modernidad nos llevó a descubrir nuestra antigüedad, el rostro oculto de la nación. Inesperada lección histórica

que no sé si todos han aprendido: entre tradición y modernidad hay un puente. Aisladas, las tradiciones se petrifican y las modernidades se volatilizan;

en conjunción, una anima a la otra y la otra le responde dándole peso y gravedad.

La búsqueda de la modernidad poética fue una verdadera quéte, en el sentido alegórico y caballeresco que tenía esa palabra en el siglo XII.

No rescaté ningún Grial, aunque recorrí varias waste lands, visité castillos de espejos y acampé entre tribus fantasmales. Pero descubrí a la tradición

moderna. Porque la modernidad no es una escuela poética sino un linaje, una familia esparcida en varios continentes y que durante dos siglos ha

sobrevivido a nuestras vicisitudes y desdichas: la indiferencia pública, la soledad y los tribunales de las ortodoxias religiosas, políticas, académicas

y sexuales. Ser una tradición y no una doctrina le ha permitido, simultáneamente, permanecer y cambiar. También le ha dado diversidad: cada

aventura poética es distinta y cada poeta ha plantado un árbol diferente en este prodigioso bosque parlante. Si las obras son diversas y los caminos

distintos, ¿qué une a todos estos poetas? No una estética sino la búsqueda. Mi búsqueda no fue quimérica, aunque la idea de modernidad sea un

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espejismo, un haz de reflejos. Un día descubrí que no avanzaba sino que volvía al punto de partida: la búsqueda de la modernidad era un descenso a

los orígenes. La modernidad me condujo a mi comienzo, a mi antigüedad. La ruptura se volvió reconciliación. Supe así que el poeta es un latido en

el río de las generaciones.

La idea de modernidad es un sub-producto de la concepción de la historia como un proceso sucesivo, lineal e irrepetible. Aunque sus orígenes

están en el judeocristianismo, es una ruptura con la doctrina cristiana. El cristianismo desplazó al tiempo cíclico de los paganos: la historia no se

repite, tuvo un principio y tendrá un fin; el tiempo sucesivo fue el tiempo profano de la historia, teatro de las acciones de los hombres caídos, pero

sometido al tiempo sagrado, sin principio ni fin. Después del Juicio Final, lo mismo en el cielo que en el infierno, no habrá futuro. En la Eternidad

no sucede nada porque todo es. Triunfo del ser sobre el devenir. El tiempo nuevo, el nuestro, es lineal como el cristiano pero abierto al infinito y sin

referencia a la Eternidad. Nuestro tiempo es el de la historia profana. Tiempo irreversible y perpetuamente inacabado, en marcha no hacia su fin sino

hacia el porvenir. El sol de la historia se llama futuro y el nombre del movimiento hacia el futuro es Progreso.

Para el cristiano, el mundo — o como antes se decía: el siglo la vida terrenal—es un lugar de prueba: las almas se pierden o se salvan en este

mundo. Para la nueva concepción, el sujeto histórico no es el alma individual sino el género humano, a veces concebido como un todo y otras a través

de un grupo escogido que lo representa: las naciones adelantadas de Occidente, el proletariado, la raza blanca o cualquier otro ente. La tradición

filosófica pagana y cristiana había exaltado al Ser, plenitud henchida, perfección que no cambia nunca; nosotros adoramos al Cambio, motor del

progreso y modelo de nuestras sociedades. El Cambio tiene dos modos privilegiados de manifestación: la evolución y la revolución, el trote y el

salto. La modernidad es la punta del movimiento histórico, la encarnación de la evolución o de la revolución, las dos caras del progreso. Por último,

el progreso se realiza gracias a la doble acción de la ciencia y de la técnica, aplicadas al dominio de la naturaleza y a la utilización de sus inmensos

recursos.

El hombre moderno se ha definido como un ser histórico. Otras sociedades prefirieron definirse por valores e ideas distintas al cambio: los

griegos veneraron a la Polis y al círculo pero ignoraron al progreso, a Séneca le desvelaba, como a todos los estoicos, el eterno retorno, San Agustín

creía que el fin del mundo era inminente, Santo Tomás construyó una escala—los grados del ser— de la criatura al Creado y así sucesivamente. Una

tras otra esas ideas y creencias fueron abandonadas. Me parece que comienza a ocurrir lo mismo con la idea del Progreso y, en consecuencia, con

nuestra visión del tiempo, de la historia y de nosotros mismos. Asistimos al crepúsculo del futuro. La baja de la idea de modernidad, y la boga de

una noción tan dudosa como "postmodernidad", no son fenómenos que afecten únicamente a las artes y a la literatura: vivimos la crisis de las ideas

y creencias básicas que han movido a los hombres desde hace más de dos siglos. En otras ocasiones me he referido con cierta extensión al tema.

Aquí sólo puedo hacer un brevísimo resumen.

En primer término: está en entredicho la concepción de un proceso abierto hacia el infinito y sinónimo de progreso continuo. Apenas si debo

mencionar lo que todos sabemos: los recursos naturales son finitos y un día se acabarán. Además, hemos causado daños tal vez irreparables al medio

natural y la especie misma está amenazada. Por otra parte, los instrumentos del progreso — la ciencia y la técnica—han mostrado con terrible claridad

que pueden convertirse fácilmente en agentes de destrucción. Finalmente, la existencia de armas nucleares es una refutación de la idea de progreso

inherente a la historia. Una refutación, añado, que no hay más remedio que llamar devastadora.

En segundo término: la suerte del sujeto histórico, es decir, de la colectividad humana, en el siglo XX. Muy pocas veces los pueblos y los

individuos habían sufrido tanto: dos guerras mundiales, despotismos en los cinco continentes, la bomba atómica y, en fin, la multiplicación de una

de las instituciones más crueles y mortíferas que han conocido los hombres, el campo de concentración. Los beneficios de la técnica moderna son

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incontables pero es imposible cerrarlos ojos ante las matanzas, torturas, humillaciones, degradaciones y otros daños que han sufrido millones de

inocentes en nuestro siglo.

En tercer término: la creencia en el progreso necesario. Para nuestros abuelos y nuestros padres las ruinas de la historia — cadáveres, campos

de batalla desolados, ciudades demolidas — no negaban la bondad esencial del proceso histórico. Los cadalsos y las tiranías, las guerras y la barbarie

de las luchas civiles eran el precio del progreso, el rescate de sangre que había que pagar al dios de la historia. ¿Un dios? Sí, la razón misma,

divinizada y rica en crueles astucias, según Hegel. La supuesta racionalidad de la historia se ha evaporado. En el dominio mismo del orden, la

regularidad y la coherencia — en las ciencias exactas y en la física — han reaparecido las viejas nociones de accidentes y de catástrofe. Inquietante

resurrección que me hace pensar en los terrores del Año Mil y en la angustia de los aztecas al fin de cada ciclo cósmico.

Y para terminar esta apresurada enumeración: la ruina de todas esas hipótesis filosóficas e históricas que pretendían conocer las leyes de

desarrollo histórico. Sus creyentes, confiados en que eran dueños de las llaves de la historia, edificaron poderosos Estados sobre pirámides de

cadáveres. Esas orgullosas construcciones, destinadas en teoría a liberar a los hombres, se convirtieron muy pronto en cárceles gigantescas. Hoy las

hemos visto caer; las echaron abajo no los enemigos ideológicos sino el cansancio y el afán libertario de las nuevas generaciones. ¿Fin de las utopías?

Más bien: fin de la idea de la historia como un fenómeno cuyo desarrollo se conoce de antemano. El determinismo histórico ha sido una costosa y

sangrienta fantasía. La historia es imprevisible porque su agente, el hombre, es la indeterminación en persona.

Este pequeño repaso muestra que, muy probablemente, estamos al fin de un período histórico y al comienzo de otro. ¿Fin o mutación de la

Edad Moderna? Es difícil saberlo. De todos modos, el derrumbe de las utopías ha dejado un gran vacío, no en los países en donde esa ideología ha

hecho sus pruebas y ha fallado sino en aquellos en los que muchos la abrazaron con entusiasmo y esperanza. Por primera vez en la historia los

hombres viven en una suerte de intemperie espiritual y no, como antes, a la sombra de esos sistemas religiosos y políticos que, simultáneamente, nos

oprimían y nos consolaban. Las sociedades son históricas pero todas han vivido guiadas e inspiradas por un conjunto de creencias e ideas

metahistóricas. La nuestra es la primera que se apresta a vivir sin una doctrina metahistórica: nuestros absolutos — religiosos o filosóficos, éticos o

estéticos — no son colectivos sino privados. La experiencia es arriesgada. Es imposible saber si las tensiones y conflictos de esta privatización de

ideas, prácticas y creencias que tradicionalmente pertenecían a la vida pública no terminará por quebrantar la fábrica social. Los hombres podrían

ser poseídos nuevamente por las antiguas furias religiosas y por los fanatismos nacionalistas. Sería terrible que la caída del ídolo abstracto de la

ideología anunciase la resurrección de las pasiones enterradas de las tribus, las sectas y las iglesias. Por desgracia, los signos son inquietantes. La

declinación de las ideologías que he llamado metahistóricas, es decir, que asignan un fin y una dirección a la historia, implica el tácito abandono de

soluciones globales. Nos inclinamos más y más, con buen sentido, por remedios limitados para resolver problemas concretos. Es cuerdo abstenerse

de legislar sobre el porvenir. Pero el presente requiere no solamente atender a sus necesidades inmediatas: también nos pide una reflexión global y

más rigurosa. Desde hace mucho creo, y lo creo firmemente, que el ocaso del futuro anuncia el advenimiento del hoy. Pensar el hoy significa, ante

todo, recobrar la mirada crítica. Por ejemplo, el triunfo de la economía de mercado — un triunfo por default del adversario — no puede ser únicamente

motivo de regocijo. El mercado es un mecanismo eficaz pero, como todos los mecanismos, no tiene conciencia y tampoco misericordia. Hay que

encontrar la manera de insertarlo en la sociedad para que sea la expresión del pacto social y un instrumento de justicia y equidad. Las sociedades

democráticas desarrolladas han alcanzado una prosperidad envidiable; asimismo, son islas de abundancia en el océano de la miseria universal. El

tema del mercado tiene una relación muy estrecha con el deterioro del medio ambiente. La contaminación no sólo infesta al aire, a los ríos y a los

bosques sino a las almas. Una sociedad poseída por el frenesí de producir más para consumir más tiende a convertir las ideas, los sentimientos, el

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arte, el amor, la amistad y las personas mismas en objetos de consumo. Todo se vuelve cosa que se compra, se usa y se tira al basurero. Ninguna

sociedad había producido tantos desechos como la nuestra. Desechos materiales y morales.

La reflexión sobre el ahora no implica renuncia al futuro ni olvido del pasado: el presente es el sitio de encuentro de los tres tiempos. Tampoco

puede confundirse con un fácil hedonismo. El árbol del placer no crece en el pasado o en el futuro sino en el ahora mismo. También la muerte es un

fruto del presente. No podemos rechazarla: es parte de la vida. Vivir bien exige morir bien. Tenemos que aprender a mirar de frente a la muerte.

Alternativamente luminoso y sombrío, el presente es una esfera donde se unen las dos mitades, la acción y la contemplación. Así como hemos tenido

filosofías del pasado y del futuro, de la eternidad y de la nada, mañana tendremos una filosofía del presente. La experiencia poética puede ser una de

sus bases. ¿Qué sabemos del presente? Nada o casi nada. Pero los poetas saben algo: el presente es el manantial de las presencias.

En mi peregrinación en busca de la modernidad me perdí y me encontré muchas veces. Volví a mi origen y descubrí que la modernidad no

está afuera sino adentro de nosotros. Es hoy y es la antigüedad más antigua, es mañana y es el comienzo del mundo, tiene mil años y acaba de nacer.

Habla en nahuatl, traza ideogramas chinos del siglo IX y aparece en la pantalla de televisión.

Presente intacto, recién desenterrado, que se sacude el polvo de siglos, sonríe y, de pronto, se echa a volar y desaparece por la ventana. Simultaneidad

de tiempos y de presencias: la modernidad rompe con el pasado inmediato sólo para rescatar al pasado milenario y convertir a una figurilla de

fertilidad del neolítico en nuestra contemporánea. Perseguimos a la modernidad en sus incesantes metamorfosis y nunca logramos asirla. Se escapa

siempre: cada encuentro es una fuga. La abrazamos y al punto se disipa: sólo era un poco de aire. Es el instante, ese pájaro que está en todas partes

y en ninguna. Queremos asirlo vivo pero abre las alas y se desvanece, vuelto un puñado de sílabas. Nos quedamos con las manos vacías. Entonces

las puertas de la percepción se entreabren y aparece el otro tiempo, el verdadero, el que buscábamos sin saberlo: el presente, la presencia.

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El Quijote y el arte nuevo por Milan Kundera

En la última página de su Don Quijote de la Mancha, Cervantes afirma que, con este libro, se proponía un único objetivo: “...poner en

aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballería...”.* Si tomamos al pie de la letra estas

palabras (aunque no hay que tomar nada al pie de la letra en este libro inasible), la novela aparece como el sarcástico final de la literatura

precedente: legendaria, mitologizante, fantástica, heroica. No obstante, con la perspectiva de cuatro siglos, el novelista de hoy tiende a

ver en este libro más un inicio que un final: el punto de partida de un arte nuevo, el arte de la novela. Nadie es dueño de las consecuencias

de sus actos, y Cervantes no buscaba la gloria de un fundador. Pertenecía a la literatura de su tiempo, y a él pertenecían sus amigos, sus

enemigos, sus ambiciones. Por el talante de su imaginación, por sus motivos, temas, decorados, intrigas, personajes, estaba del todo

impregnado de las convenciones literarias predominantes hasta entonces. Gracias a un hecho ínfimo, él les ha insuflado, con este libro,

un sentido enteramente nuevo: no se tomó en serio esas convenciones. El personaje principal de su novela es un loco muy original que

se toma por un héroe muy convencional: un pobre hidalgo de pueblo, Alonso Quijada, que decide ser un caballero andante llamado

Quijote de la Mancha. El fundamento de toda la existencia del protagonista radica en su voluntad de ser lo que no es; las consecuencias

estéticas son radicales para la totalidad de esta novela: nada en ella es seguro; todo es mistificación o ilusión; todo adquiere en ella un

significado incierto y cambiante.

Y nada debe tomarse en serio. Para que esto quede claro entre él y el lector, Cervantes afirma que las aventuras de don Quijote habían

sido escritas por un moro y que su novela no es sino una traducción aproximada de un texto del que no es responsable (ya que, como

bien señala, los moros son todos “embelecadores, falsarios y quimeristas”). Que no nos sorprendan, pues, las eventuales inconsecuencias

en la presentación de hechos y personajes, ¡y dejémonos llevar por la euforia del autor que improvisa, que exagera, que bromea! Poco le

importa que lo que cuenta sea verosímil, ¡lo que quiere es entretener, sorprender, cautivar, maravillar! (Este ostensible descaro ante la

verosimilitud cuanto más aleja el Quijote de la novela del siglo XIX, de un Balzac, un Dickens o un Flaubert, más lo acerca a un García

Márquez, un Rushdie, un Fuentes o un Grass.)

La primera parte de la novela tuvo una gran repercusión cuando apareció en 1605. Al escribir la segunda parte, Cervantes tuvo una idea

extraordinaria: los personajes con los que se va encontrando don Quijote reconocen en él al protagonista del libro que han leído; debaten

sobre sus pasadas aventuras y él puede comentar y corregir su imagen literaria. ¡Un juego de espejos jamás visto antes! Un juego que va

aún más lejos gracias a un hecho inesperado: ¡antes de que él mismo terminara la segunda parte, otro escritor hasta hoy desconocido

(oculto tras un seudónimo) se ha adelantado publicando su propia continuación de las aventuras de don Quijote!

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Cuando Cervantes publica en 1615 el segundo tomo de su novela, hace en el texto varias alusiones reivindicativas y despreciativas al

plagiario y desliza así en su novela otro espejo más. Después de todas sus malaventuradas andanzas, don Quijote y Sancho están ya

camino de su pueblo cuando se encuentran a un personaje del plagio, un tal Álvaro; ¡éste se extraña al oír sus nombres ya que él mismo

conoce a otro don Quijote y otro Sancho! Esto ocurre pocas páginas antes del final; última prueba de la incertidumbre de todas las cosas:

una desconcertante confrontación de los personajes con sus propios espectros, sus dobles, sus clones.

En efecto, nada es seguro en este mundo nuestro: ni la identidad de las personas; ni siquiera la identidad, aparentemente tan evidente, de

las cosas. Don Quijote le quita a un barbero su bacía porque la toma por un yelmo. Más adelante, el barbero llega por casualidad a la

venta donde está don Quijote rodeado de gente, ve su bacía y quiere llevársela. Pero don Quijote, indignado, se niega a tomar su yelmo

por una bacía. De repente se pone en cuestión la esencia misma de un objeto. Por otra parte, ¿cómo probar que una bacía colocada en la

cabeza no es un yelmo? Los traviesos parroquianos, para divertirse, dan con el único criterio objetivo para establecer la verdad: el voto

secreto. Todos participan en la votación y el resultado no da lugar a equívocos: todos confirman que el objeto es un yelmo. ¡Admirable

broma ontológica! Me contaron que el primer sondeo de opinión pública en Francia tuvo lugar en 1938, después de los acuerdos de

Munich. Mediante este veredicto de lo más democrático, los franceses confirmaron entonces, por aplastante mayoría, que la inolvidable

capitulación ante Hitler era un acto ejemplar y justo. Los lectores de Cervantes no se llaman a engaño: todas las votaciones, todos los

sondeos de opinión tienen por modelo el clásico escrutinio de la venta cervantina.

La comicidad y la risa son propias de la vida humana desde la noche de los tiempos; en el Quijote, se oye la risa como proveniente de

las farsas medievales; uno se ríe del caballero que lleva una bacía a modo de yelmo, o de su escudero que recibe una paliza. Pero, además

de esa comicidad, casi siempre estereotipada, casi siempre cruel, otra, mucho más sutil, se desprende de esta novela. Un amable hidalgo

rural invita a don Quijote a su casa donde vive con un hijo que es poeta. El hijo, más lúcido que su padre, detecta enseguida que el

invitado es un loco. Don Quijote incita al joven a recitarle un poema; éste se apresura a complacerle y don Quijote hace un elogio

grandilocuente de su talento; feliz, halagado, el hijo olvida en el acto la locura del invitado. ¿Quién es, pues, el más loco? ¿El loco que

elogia al lúcido o el lúcido que cree en el elogio del loco? Entramos así en la esfera de esa otra comicidad, más sutil e infinitamente más

refinada, que llamamos humor. No nos reímos porque se ha ridiculizado, o burlado e incluso humillado a alguien, sino porque, de pronto,

el mundo aparece en toda su ambigüedad, las cosas pierden su significado aparente, la gente se revela distinta a lo que ella misma cree

que es. Octavio Paz dice, acertadamente, que el humor es un “gran invento” de la época moderna, vinculado al nacimiento de la novela

y en particular a Cervantes (yo añadiría: y a Rabelais, ese otro gran precursor). El amor de don Quijote por Dulcinea parece una inmensa

broma: está enamorado de una mujer que apenas ha entrevisto, o tal vez jamás haya visto. Está enamorado, pero, como él mismo

reconoce, sólo “porque tan propio y natural es de los caballeros ser enamorados como al cielo tener estrellas”. Es inolvidable la escena

del capítulo 25 de la primera parte: don Quijote envía a Sancho a casa de Dulcinea para que le cuente la inmensidad de su pasión. Pero

¿cómo demostrar la intensidad de una pasión? ¿Cómo dar la medida de un sentimiento? ¡Hay que acudir a algo realmente grandioso! En

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presencia de Sancho, don Quijote se quita, pues, el pantalón, se queda en cueros debajo de la camisa y empieza a dar volteretas y a

ponerse cabeza abajo, patas arriba.

Toda la literatura narrativa conoce desde siempre las infidelidades, las traiciones, las decepciones amorosas. Pero con Cervantes lo que

se cuestiona no son los amantes, sino el amor, la noción misma del amor. Porque ¿qué es el amor si se ama a una mujer sin conocerla?

¿La simple decisión de amar? ¿O incluso una imitación? La pregunta no es ninguna tontería, ni tan sólo una simple provocación: si,

desde nuestra infancia, los ejemplos del amor no nos incitaran a seguirlos, ¿acaso sabríamos qué significa amar? (No estamos muy lejos

de Emma Bovary: sus padecimientos sentimentales ¿acaso habrían sido tan atroces si no la hubieran guiado ejemplos de amor

romántico?) De golpe, gracias a esa broma hiperbólica que es la pasión de don Quijote por Dulcinea, se desgarra el velo de las

certidumbres; se abre un extenso campo, hasta entonces desconocido, en el que todas las actitudes, todos los sentimientos, todas las

situaciones humanas se vuelven enigmas existenciales.

El pobre Alonso Quijada quiso alzarse al personaje legendario de caballero errante. Cervantes consiguió, para toda la historia de la

literatura, precisamente lo contrario: rebajó al personaje legendario: al mundo de la prosa. La prosa: esta palabra no significa tan sólo:

un lenguaje no versificado; significa también: el carácter concreto, cotidiano, corporal de la vida. Ni Aquiles ni Ulises nunca se las tenían

con sus dientes; en cambio, para don Quijote y Sancho, los dientes son una preocupación constante, dientes que duelen, dientes que

faltan. “Porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente que

un diamante.” Pero la prosa no es sólo el lado penoso o vulgar de la vida, es también algo bello hasta entonces descuidado: belleza de

los sentimientos modestos, por ejemplo la de esa amistad impregnada de familiaridad que siente Sancho por su amo. Don Quijote le

regaña por su descarado cacareo alegando que en ningún libro de caballería un escudero se atreve a hablar así a su amo. Por supuesto

que no: la amistad de Sancho es uno de los descubrimientos cervantinos de la nueva belleza prosaica: “...no puedo más, seguirle tengo;

somos de un mismo lugar, he comido su pan, quiérole bien, es agradecido, diome sus pollinos, y sobre todo, yo soy fiel, y, así, es

imposible que nos pueda apartar otro suceso que el de la pala y azadón”, dice Sancho. (Ni el Trim de Laurence Sterne ni Jacques el

Fatalista de Diderot se dirigirán a sus amos en el mismo tono.) La muerte de don Quijote es tanto más conmovedora cuanto que es

prosaica: desprovista de todo pathos. Tras dictar su testamento agoniza durante tres días, rodeado de las personas que le quieren

sinceramente: sin embargo, “comía la sobrina, brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza, que esto del heredar algo borra o templa

en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto”.

E n varias ocasiones, Cervantes enumera largamente en la novela libros de caballería. Menciona los títulos, pero no siempre a sus autores.

El respeto por el autor y por sus derechos morales todavía no se había dado por aquel entonces. No obstante, cuando se entera de que

otro escritor se ha apropiado de sus personajes, reacciona como reaccionaría un novelista de hoy: con la orgullosa ira de un creador:

“Para mí sola* nació don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir, solos dos somos para en uno...”. Éste es el primer distintivo

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de un personaje novelesco: una creación única e inimitable, inseparable de la imaginación original de un único autor. Antes de que

quedara escrito, nadie podía imaginar a un don Quijote; era en sí lo inesperado; y, sin el encanto de lo inesperado, ningún personaje

novelesco (ninguna gran novela) fue a partir de entonces concebible. Don Quijote explica a Sancho que Homero y Virgilio no describían

a los personajes “como ellos fueron, sino como habían de ser para quedar ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes”. Ahora bien,

el propio don Quijote es cualquier cosa menos un ejemplo a seguir. Los personajes novelescos no piden que se les admire por sus virtudes.

Piden que se les comprenda, lo cual es totalmente distinto. Los héroes de epopeyas vencen y, si son abatidos, conservan su grandeza

hasta el último suspiro. Don Quijote ha sido vencido. Y sin grandeza alguna. Porque, de golpe, todo queda claro: la vida humana como

tal es una derrota. Lo único que nos queda ante esta inapelable derrota llamada la vida es intentar comprenderla. Ésta es la razón de ser

del arte de la novela.

* Cervantes deja hablar aquí a su pluma. (De nota 49, pág. 1223, Op. cit.)

© Milan Kundera, 1999. © de la traducción: Beatriz de Moura, 1999

Cervantes y Shakespeare por Harold Bloom

Cervantes y Shakespeare comparten la supremacía entre todos los escritores occidentales desde el Renacimiento hasta ahora. Las personalidades ficticias de los últimos cuatro siglos son cervantinas o shakespearianas, o, más frecuentemente, una mezcla de ambas. En este libro quiero considerarlos como los maestros de la sabiduría en nuestra literatura moderna, al mismo nivel

que el Eclesiastés y el libro de Job, Homero y Platón. La diferencia fundamental entre Cervantes y Shakespeare queda ejemplificada en la comparación entre don Quijote y Hamlet.

El caballero y el príncipe van a la busca de algo, pero no saben muy bien qué, por mucho que digan lo contrario. ¿Qué pretende realmente

don Quijote? No creo que se pueda responder. ¿Cuáles son los auténticos motivos de Hamlet? No se nos permite saberlo. Puesto que la

magnífica búsqueda del caballero de Cervantes posee una dimensión y una repercusión cosmológicas, ningún objeto parece fuera de su

alcance. La frustración de Hamlet es que se ve limitado a Elsinore y a una tragedia de venganza. Shakespeare compuso un poema

ilimitado en el que sólo el protagonista no conoce límites.

Cervantes y Shakespeare, que murieron casi simultáneamente, son los autores capitales de Occidente, al menos desde Dante, y ningún

otro escritor los ha igualado, ni Tolstoi, ni Goethe, Dickens, Proust o Joyce. Cervantes y Shakespeare escapan a su contexto: la Edad de

Oro en España y la época isabelino-jacobina son algo secundario cuando intentamos hacer una valoración completa de lo que nos

ofrecieron.

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W. H. Auden encontraba en don Quijote un retrato del santo cristiano en oposición a Hamlet, que “carece de fe en Dios y en sí mismo”.

Aunque Auden parece perversamente irónico, hablaba bastante en serio, y creo que erróneamente. En contra de Auden me gustaría citar

a Miguel de Unamuno, mi crítico preferido de Don Quijote. Para Unamuno, Alonso Quijano es el santo cristiano, mientras que don

Quijote es el fundador de la verdadera religión española, el quijotismo.

Herman Melville combinó a don Quijote y a Hamlet en el capitán Ahab (aderezado con un toque del Satán de Milton). Ahab desea

vengarse de la Ballena Blanca, mientras que Satán destruiría a Dios si pudiera. Hamlet es el embajador de la muerte ante nosotros, según

G. Wilson Knight. Don Quijote dice que su fin es destruir la injusticia. La injusticia máxima es la muerte, la esclavitud última. Liberar

a los prisioneros es la manera práctica que tiene el Caballero de luchar contra la muerte.

En las obras de Shakespeare él no aparece, ni siquiera en sus sonetos. Es su casi invisibilidad lo que anima a los fanáticos que creen que

cualquiera menos Shakespeare escribió las obras de Shakespeare. Que yo sepa, el mundo hispánico no da refugio a ningún aquelarre que

se esfuerce por demostrar que Lope de Vega o Calderón de la Barca escribieron Don Quijote. Cervantes habita su gran libro de manera

tan omnipresente que necesitamos darnos cuenta de que posee tres personalidades excepcionales: el Caballero, Sancho y el propio

Cervantes.

Y sin embargo, ¡qué astuta y sutil es la presencia de Cervantes! En sus momentos más hilarantes, Don Quijote es inmensamente sombrío.

De nuevo es Shakespeare la analogía que nos ilumina. Ni siquiera en sus momentos más melancólicos abandona Hamlet sus juegos de

palabras ni su humor negro y el infinito ingenio de Falstaff está atormentado por insinuaciones de rechazo. Al igual que Shakespeare

escribió sin adherirse a ningún género, Don Quijote es a la vez tragedia y comedia. Aunque permanecerá siempre como el nacimiento

de la novela a partir de la novela de caballerías en prosa, y sigue siendo la mejor de todas las novelas, encuentro que su tristeza aumenta

cada vez que la releo, y la convierte en “la Biblia española”, como llamó Unamuno a la más grande de todas las narraciones. Novelas

son lo que escribieron George Eliot y Henry James, Balzac y Flaubert, o el Tolstoi de Ana Karenina. Aunque quizá Don Quijote no es

una sagrada escritura, nos contiene de tal manera que, al igual que pasa con Shakespeare, no podemos salir de él a fin de alcanzar un

cierto perspectivismo. Estamos dentro de ese libro inmenso y gozamos del privilegio de oír las soberbias conversaciones entre el

Caballero y su escudero, aunque más a menudo somos trotamundos invisibles que acompañan a esa sublime pareja en sus aventuras y

debacles.

Si existe un tercer autor occidental de la misma universalidad desde el Renacimiento hasta ahora, sólo puede ser Dickens. No obstante,

Dickens, de manera deliberada, no nos ofrece “el saber último del hombre”, que Melville encontraba en Shakespeare y es de presumir

que en Cervantes. La primera representación de El rey Lear tuvo lugar cuando se publicó la primera parte de Don Quijote. En contra de

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lo que dice Auden, Cervantes, al igual que Shakespeare, nos ofrece una trascendencia laica. Don Quijote se considera un caballero de

Dios, pero continuamente sigue su voluntad caprichosa, que es gloriosamente idiosincrásica. El rey Lear reclama ayuda a los cielos que

hay en lo alto, pero por el único motivo de que él y los cielos son viejos. Vapuleado por unas realidades que son incluso más violentas

que él, don Quijote se resiste a ceder ante la autoridad de la Iglesia y el Estado. Cuando cesa de reivindicar su autonomía, no queda nada

excepto, de nuevo, Alonso Quijano el Bueno, y lo único que le resta es morir.

Regreso a mi pregunta inicial: ¿qué busca el Caballero de la Triste Figura? Está en guerra con el principio de la realidad de Freud, que

acepta la necesidad de morir. Pero ni es un necio ni un loco, y su visión siempre es al menos doble: ve lo que nosotros vemos, y también

algo más, una posible gloria de la que desea apropiarse, o al menos compartir. Unamuno llama a esta trascendencia fama literaria, la

inmortalidad de Cervantes y Shakespeare. Sin duda eso es en parte lo que persigue el Caballero; el asunto principal de la segunda parte

es que Sancho y él descubren que sus aventuras de la Primera parte son conocidas allí donde van, lo que les llena de satisfacción. Quizá

Unamuno subestimó las complejidades que aparecían al trastocar de una manera tan desmesurada la estética de la repre- sentación.

Hamlet es de nuevo la mejor analogía: desde la aparición de los comediantes en el acto II, y durante toda la representación de La ratonera

en el acto III, todas las reglas de la representación normativa se van al garete, y todo es teatralidad. La segunda parte de Don Quijote se

adelanta a su tiempo de una manera parecida y desconcertante, pues el Caballero, Sancho y todo aquellos con los que se encuentran son

profundamente conscientes de que la ficción ha irrumpido en el orden de la realidad.

Las dos partes del Quijote constituyen una auténtica enciclopedia de la crueldad. Desde esa perspectiva, es uno de los libros más amargos

y bárbaros que se han escrito. Y su crueldad es artística. Para encontrar un equivalente shakespeariano de Don Quijote habría que fundir

Tito Andrónico y Las alegres comadres de Windsor en una sola obra, una posibilidad desalentadora porque son, para mí, las obras más

flojas de Shakespeare. La espantosa humillación que las alegres comadres le infligen a Falstaff ya es bastante inaceptable (aun cuando

fue la base del sublime Falstaff de Verdi). ¿Por qué Cervantes somete a don Quijote a los maltratos físicos de la primera parte y a las

torturas psíquicas de la segunda? La respuesta de Nabokov es estética: el arte característico de Cervantes sabe darle vida a la crueldad.

Aunque eso me parece salirse un poco por la tangente. Noche de reyes es una comedia insuperable, y cuando la vemos representada nos

tronchamos de risa con las terribles humillaciones de Malvolio. Cuando releemos la obra, nos sentimos incómodos, pues las fantasías

socioeróticas de Malvolio encuentran eco en casi todos nosotros. ¿Por qué no nos despiertan al menos alguna reserva los tormentos,

sociales y corporales, sufridos por don Quijote y Sancho Panza?

El propio Cervantes, una presencia constante, aunque disfrazada, en el texto, es la respuesta. Fue el más maltrecho de todos los escritores

eminentes. Fue herido en la gran batalla naval de Lepanto y, a resultas de ello, a los veinticuatro años perdió el uso de la mano izquierda.

En 1575 fue capturado por piratas de Berbería y pasó cinco años de esclavo en la prisión de Argel. Rescatado en 1580, sirvió a España

como espía en Portugal y Orán y luego regresó a Madrid, donde intentó emprender una carrera como dramaturgo, fracasando casi

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invariablemente tras escribir al menos veinte obras. Un tanto a la desesperada, se hizo recaudador de impuestos, sólo para acabar siendo

acusado y encarcelado por supuesta malversación en 1597. Volvió a ser encarcelado en 1605; dice una tradición que comenzó a escribir

Don Quijote en la cárcel. La primera parte, redactada a increíble velocidad, se publicó en 1605. La segunda, cuya escritura fue espoleada

por la falsa continuación de Don Quijote escrita por un tal Avellaneda, se publicó en 1615.

Cervantes, a quien el editor le desplumó todos sus derechos de autor de la primera parte, habría muerto en la pobreza de no ser por la

protección de un cultivado noble durante los tres últimos años de su vida. Aunque Shakespeare murió a los cincuenta y dos años (no

sabemos de qué), fue un dramaturgo de inmenso éxito y obtuvo gran prosperidad como accionista de la compañía de actores que

representaba en el Globe Theater. Circunspecto y muy consciente del asesinato de Christopher Marlowe, inspirado por el gobierno, de

la tortura de Thomas Kyd y de que Ben Jonson había sido marcado a fuego, se mantuvo casi en el anonimato, a pesar de ser el dramaturgo

señero de Londres. La violencia, la esclavitud, el encarcelamiento, fueron los ingredientes básicos de la vida de Cervantes. Shakespeare,

cauteloso al final, tuvo una existencia carente casi de incidentes memorables, al menos que sepamos.

Los tormentos físicos y mentales sufridos por don Quijote y Sancho Panza habían sido inseparables de la interminable lucha por la

supervivencia y la libertad de Cervantes. Y no obstante, las observaciones de Nabokov son exactas: la crueldad es extrema en todo Don

Quijote. La maravilla estética es que esa desmesura se diluye cuando nos apartamos del inmenso libro y meditamos sobre su forma y lo

infinito de su significado. No existen dos explicaciones críticas de la obra maestra de Cervantes que coincidan, ni siquiera que se

parezcan. Don Quijote es un espejo que no se pone delante de la naturaleza, sino del lector. ¿Cómo es posible que ese caballero errante

aporreado y ridiculizado sea, como es, un paradigma universal?

Hamlet no necesita ni quiere nuestra admiración y afecto, pero sí don Quijote, y lo recibe, como también suele ocurrir con Hamlet.

Sancho, al igual que Falstaff, está muy satisfecho consigo mismo, aunque no provoca que los críticos moralizantes se encolericen y le

censuren, como pasa con el sublime Falstaff. Se ha escrito mucho más acerca del contraste entre Hamlet y don Quijote que sobre el de

Sancho y Falstaff, dos vitalistas que compiten estéticamente como maestros de la realidad. Pero ningún crítico ha llamado asesino a don

Quijote o inmoral a Sancho. Hamlet es responsable de ocho muertes, incluida la suya propia, y Falstaff es un salteador de caminos, un

guerrero con aversión a la lucha, que despluma a todo aquel con quien se encuentra. No obstante, Hamlet y Falstaff no son víctimas, sino

que causan sufrimiento a otros, aun cuando Hamlet muera temiendo dejar su reputación manchada y Falstaff sea destruido por el rechazo

de Hal/Enrique V. Tanto da. La fascinación del intelecto de Hamlet y del ingenio de Falstaff es lo que perdura. Don Quijote y Sancho

son víctimas, pero los dos son extraordinariamente resistentes, hasta que llega la derrota definitiva del Caballero y su muerte con la

identidad de Quijano el Bueno, a quien Sancho implora en vano que salgan de nuevo a los caminos. La fascinación del aguante de don

Quijote y de la leal sabiduría de Sancho siempre permanece.

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Cervantes aprovecha la necesidad humana de resistir el sufrimiento, que es una de las razones por las que el Caballero nos deja

sobrecogidos. Por muy buen católico que pudiera (o no) haber sido, a Cervantes le interesa el heroísmo, y no la santidad. A Shakespeare,

creo, no le interesaban ninguna de las dos cosas, pues ninguno de sus héroes soporta un examen riguroso. Hamlet, Otelo, Antonio,

Coriolano. Sólo Edgar, el recalcitrante superviviente que hereda la nación a regañadientes en El rey Lear, resiste nuestro escepticismo,

y al menos uno de los más prominentes críticos de Shakespeare ha calificado extrañamente a Edgar de “débil y asesino”. El heroísmo de

don Quijote no es de ninguna manera constante: es perfectamente capaz de huir, dejando que Sancho sea apaleado por toda una aldea.

Cervantes, un héroe en Lepanto, quiere que don Quijote sea un nuevo tipo de héroe, ni irónico ni inconsciente, sino el que quiere ser él

mismo, como lo expresó acertadamente José Ortega y Gasset.

Hamlet subvierte la voluntad, mientras que Falstaff la satiriza. Tanto don Quijote como Sancho exaltan la voluntad, aunque el Caballero

la convierte en trascendente y Sancho, el primer pospragmático, quiere mantenerse dentro de los límites. Es el elemento trascendente de

don Quijote lo que en última instancia nos convence de su grandeza, en parte porque contrasta con el contexto deliberadamente tosco y

frecuentemente sórdido de ese libro panorámico. Y de nuevo es importante observar que esta trascendencia es laica y literaria, no católica.

La búsqueda quijotesca es erótica, aunque incluso el eros es literario. Enloquecido por la lectura (tal como nos ocurre a muchos), el

Caballero va a la búsqueda de un nuevo yo, un yo que pueda superar la locura erótica de Orlando (Rolando) en el Orlando Furioso de

Ariosto o del mítico Amadís de Gaula. Contrariamente a la locura de Orlando o de Amadís, la locura de don Quijote es deliberada,

autoinfligida, una estrategia poética tradicional. No obstante, existe una clara sublimación del impulso sexual en el desesperado valor

del Caballero. La lucidez aparece continuamente, recordándole que Dulcinea es su Ficción Suprema, trascendiendo un honesto deseo

por la campesina Aldonza Lorenzo. Una ficción, en la que crees aunque sepas que es una ficción, sólo puede ser validada mediante la

pura voluntad.

Erich Auerbach reivindicaba la “continua alegría” del libro, que no es lo que yo experimento como lector. Pero Don Quijote, al igual

que el mejor Shakespeare, aguanta cualquier teoría que le eches. El afligido Caballero es más que un enigma: va detrás de un nombre

inmortal, de la inmortalidad literaria, y la encuentra, aunque para ello casi le hacen pedazos en la primera parte y casi lo llevan a la locura

de verdad en la segunda: Cervantes lleva a cabo su milagro, con la misma magnificencia de Dante, de imperar sobre su creación como

la Providencia, pero sometiéndose a la vez a los sutiles cambios que provocan en el Caballero y Sancho sus agudas conversaciones, en

las que el amor que comparten se manifiesta en su igualdad y en sus malhumoradas disputas. Más que padre e hijo, son hermanos.

Describir la precisión con que Cervantes los observa, ya sea cariño irónico, o ironía cariñosa, es una tarea crítica imposible.

La verdad estética de Don Quijote consiste en que, al igual que Dante y Shakespeare, hace que nos enfrentemos cara a cara con la

grandeza. Si nos cuesta comprender del todo la búsqueda de don Quijote, sus motivos y fines pretendidos, es porque nos enfrentamos a

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un espejo que nos sobrecoge incluso en los momentos en que más disfrutamos. Cervantes nos lleva siempre mucha delantera y nunca

podemos atraparle. Fielding y Sterne, Goethe y Thomas Mann, Flaubert y Stendhal, Melville y Mark Twain, Dostoievski: todos ellos se

cuentan entre los admiradores y discípulos de Cervantes. Don Quijote es el único libro que el doctor Johnson no quería que fuera más

largo de lo que ya era.

Y sin embargo, Cervantes, aunque es un placer universal, en algunos aspectos resulta aún más difícil que Dante y Shakespeare en sus

momentos de más altura. ¿Hemos de creer todo lo que nos dice don Quijote? ¿Se lo cree él? Él (o Cervantes) es el inventor de una

manera de narrar ahora bastante extendida en la que los personajes, dentro de una novela, leen narraciones anteriores que se refieren a

sus aventuras previas y sufren la consiguiente pérdida del sentido de la realidad. Éste es uno de los hermosos enigmas de Don Quijote:

se trata, al mismo tiempo, de una obra cuyo verdadero tema es la literatura, y de la crónica de una realidad áspera y sórdida, el declive

de la España de 1605 a 1615. El Caballero es la sutil crítica de Cervantes de un reino que sólo le había recompensado con malos tratos

su heroísmo patriótico en Lepanto. No se puede decir que don Quijote tenga una doble conciencia, sino más bien que posee las múltiples

conciencias del propio Cervantes, un escritor que conoce el coste de la consagración. [...]

Esta curiosa mezcla de lo sublime y lo prosaico no vuelve a aparecer hasta Kafka, otro discípulo de Cervantes, que escribiría relatos

como “El cazador Graco” y “Un médico rural”. Para Kafka, don Quijote era el demonio, o genio, de Sancho Panza, proyectado por el

astuto Sancho en un libro de aventuras cuyo destino es la muerte:

¿En qué sentido son Don Quijote y Hamlet, así como las obras donde aparece Falstaff –las dos partes de Enrique IV–, literatura

sapiencial? Hamlet y don Quijote, Falstaff y Sancho Panza, representan algo nuevo en la tradición, pues todos ellos son a la vez

sorprendentemente sabios y peligrosamente necios. De los cuatro, sólo Sancho es un superviviente, pues su saber popular es mucho más

fuerte que su iluso apego al sueño de su caballero. Falstaff, el Sócrates de Eastcheap, posee la sabiduría de su “Dame vida”, pero también

la inmensa necedad de su amor por el príncipe Hal. El príncipe Hamlet, inteligente más allá de la inteligencia, abraza la aniquilación y

se desposa con las tinieblas. Don Quijote es un sabio entre sabios pero, aun así, cede al principio de realidad y muere cristianamente.

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POR QUÉ SE ESCRIBEN NOVELAS

Ernesto Sábato

El surgimiento de la novela occidental coincide con la profunda crisis que se produce al finalizar la época medieval, era religiosa en que

los valores son nítidos y firmes, para entrar en una era profana en que todo será puesto en tela de juicio y en que la angustia y la

soledad serán cada día más los atributos del hombre enajenado. Si hemos de buscar una fecha más o menos definitiva, creo que

podemos fijarla en el siglo x cuando comienza la desintegración del Sacro Imperio y cuando el Papado como el Imperio empiezan a

derrumbarse desde su universalidad. Entre ambos poderes en declinación, cínicas y poderosas, las comunas italianas inician la nueva

era del hombre profano, y todo el Viejo Mundo comenzará a ser derruido. Pronto el hombre estará listo para el surgimiento de la

novela: no hay una fe sólida, la burla y el descreimiento han reemplazado a la religión, el hombre está de nuevo a la intemperie

metafísica. Y así nacerá ese género curioso que hará el escrutinio de la condición humana en un mundo donde Dios está ausente, o no

existe, o está cuestionado. De Cervantes a Kafka, éste será el gran tema de la novela y por eso será una creación estrictamente moderna

y europea; pues se necesitaba la conjunción de tres grandes acontecimientos que no se dieron ni antes ni en ninguna otra parte del

mundo: el cristianismo, la ciencia y el capitalismo con su revolución industrial. El Quijote constituye no sólo el primer ejemplo sino

también su ejemplo mas típico, ya que en el los valores caballerescos del Medioevo son puestos en la picota del ridículo, de donde no

sólo la sensación de sátira sino el doloroso sentimiento tragicómico, el tristísimo desgarramiento que evidentemente siente su creador

y que, a través de su grotesca máscara, transmite a todos sus lectores. Aquí tenemos, precisamente, la prueba de que nuestra novela

es más que una simple sucesión de aventuras: es el testimonio trágico de un artista ante el cual se han derrumbado los va1ores de una

comunidad sagrada. Y una sociedad que entra en la crisis de sus ideales es como para el niño el fin de su adolescencia: el absoluto se

ha roto en pedazos y el alma queda ante la desesperación o el nihilismo. Quizá por eso mismo el fin de una civilización es más sentido

por los jóvenes, que no quieren resignarse nunca al derrumbe de lo absoluto, y por los artistas, que son los únicos que entre los adultos

se parecen a los adolescentes. Y así, este derrumbe de una civilización lo testifican esos muchachos desgarrados que recorren los

caminos de Occidente, y esos artistas que en sus obras describen, indagan y poéticamente testimonian el caos. La novela se situaría

de este modo entre el comienzo de los Tiempos Modernos y su declinación, ahora; corriendo paralela mente a esta creciente

profanación (¡qué significativa resulta esta palabra!) de la criatura humana, a este pavoroso proceso de desmitificación del mundo.

Entre estas dos grandes crisis se forma, desarrolla y culmina la novela occidental. Y por eso es inútil y ocioso estudiarla sin referencia

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a este formidable período, que no hay más reme dio que llamar «Los Tiempos Modernos». Sin el cristianismo que los precede, no

habría existido la con ciencia intranquila y problemática; sin la técnica que los tipifica no habría habido ni desmitificación, ni inseguridad

cósmica, ni alienación, ni soledad urbana. De ese modo, Europa inyecta en el viejo relato legendario o en la simple aventura épica esa

inquietud social y metafísica para producir un género literario que describirá un territorio infinitamente más fantástico que el de los

países de leyenda: la conciencia del hombre. Y lo llevará a sumergirse cada día más, a medida que el fin de la era se acerca, en ese

universo oscuro y enigmático que tanto tiene que ver con la realidad de los sueños.

Sostiene Jaspers que los grandes dramaturgos de la antigüedad vertían en sus obras un saber trágico, que no sólo emocionaba a los

espectadores sino que los transformaba. De ese modo, eran educadores de su pueblo, profetas de su ethos. Pero luego —dice— ese

saber trágico se transmutó en fenómeno estético, y tanto el auditorio como el poeta abandonaron su grave seriedad primitiva, para

proporcionar imágenes sin sangre. Es posible que el gran pensador alemán al escribir estas palabras haya tenido presente cierto tipo

de literatura bizantina que se da en Occidente como se ha dado en todos los períodos de refinamiento intelectual, porque, ¿cómo

admitir que la obra de Kafka sea metafísicamente menos grave que la de Sófocles? Al enfrentar el hombre esta crisis total de la raza,

la más compleja y profunda que haya enfrentado en su entera historia, el saber trágico ha retomado aquella antigua y violenta

necesidad, a través de los grandes novelistas de nuestra época. Y aun cuando en superficie se trate de guerras o revoluciones, en última

instancia esas catástrofes sirven para poner la criatura humana en las fronteras de su condición, a través de la tortura y la muerte, la

soledad ola demencia. Esos extremos de la miseria y de la grandeza del hombre que únicamente se manifiestan en los grandes

cataclismos, permitiendo a los artistas que los registran la revelación de los secretos últimos de la condición humana.

Ese hombre no es el solo cuerpo, ya que por él apenas pertenecemos al reino de la zoología; ni tampoco es el solo espíritu, que más

bien es nuestra aspiración divina: lo específicamente humano, lo que hay que salvar en me dio de esta hecatombe es el alma, ámbito

desgarrado y ambiguo, sede de la perpetua lucha entre la carnalidad y la pureza, entre lo nocturno y lo luminoso. Mediante el espíritu

puro, a través de la metafísica y la filosofía, el hombre intentó explorar el universo platónico, invulnerable a los poderes del Tiempo; y

quizá haya podido hacerlo, si hay que creer a Platón, por el recuerdo que le queda de su primigenia confraternidad con los Dioses.

Pero su patria verdadera no es esa sino esta región intermedia y terrena, esta dual y desgarrada región de donde surgen los fantasmas

de la ficción novelesca. Los hombres escriben ficciones porque son imperfectos. Un Dios no escribe novelas.

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LA DECADENCIA DE LOS DRAGONES

WILLIAM OSPINA

Chesterton escribió que la diferencia que hay entre la edad antigua y la moderna, es la diferencia entre una edad que lucha con

dragones y una edad que lucha con microbios. ¿Será verdad que en la antigüedad temamos imaginación y podíamos creer en ella,

mientras que en la actualidad sólo tenemos eviden­cias de un mundo que ha perdido su prestigio y su magia? Creo que la imaginación

humana no ha perdido su vigor, pero sí ha cambiado sus temas y sus símbolos. Ese siglo tremendo que aca­ba de irse abundó en obras

fantásticas y en creadores asombro­sos, y pretender agotada nuestra imaginación sólo evidenciaría que carecemos de ella; pero, al

menos en las artes y en las creen­cias populares, mucho se ha modificado en los últimos tiempos.

Me parece advertir que las grandes creaciones fantásticas de la humanidad corresponden a épocas en que primaba una cosmología

compartida. En la antigüedad las sociedades vivían y creaban colectivamente, en tanto que en la nuestra predomi­na lo individual. Las

grandes mitologías fueron fruto de la sensibilidad unánime de los pueblos, y también lo fueron las más ilustres formas de la fantasía.

Dioses, monstruos, prodigios y criaturas fantásticas, corresponden a creencias colectivas, y su­ponen un acuerdo profundo entre los

miembros de una comu­nidad. Que tantos pueblos aislados unos de otros concibieran dioses semejantes, creyeran en la magia de los

bosques, en el poder de los anillos, las lámparas y las espadas, e inventaran fusiones mágicas de hombres y animales, revela que todo

ello corresponde a verdades muy profundas e intemporales de la especie. La edad del triunfo del individuo no equivale a la muerte de

la imaginación, pero sí a un cambio en el espíritu de esas creaciones. Yo diría que nuestra imaginación se ha hecho me­nos inocente,

menos espontánea y, si se quiere, más intelectual. Los grandes creadores contemporáneos de obras fantásticas suelen ser hombres

de mentalidad filosófica como Edgar Allan Poe, como Jorge Luis Borges, como Franz Kafka, o como la le­gión innumerable de autores

de ciencia ficción. Es como si ya nos resultara difícil soñar sin la ayuda del pensamiento, de la ciencia, de la información, y quienes

persisten en la invención de universos semejantes a los de la mitología clásica, en tejer va­riaciones sobre el viejo mundo de los

dragones, los gnomos y los objetos mágicos, como Tolkien en El señor de los anillos, tienden a ser relegados al ámbito subalterno de

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los autores para niños, y la suya tiende a verse como una literatura ingenua o pueril. Es difícil encontrar en la historia una edad que

haya cam­biado tanto su entorno como la nuestra. A mediados del siglo XIX, el mundo no difería substancialmente de lo que había

sido durante siglos, los hombres todavía se desplazaban a la veloci­dad de los caballos y del viento, y lo que caracterizaba el proce­so

de la historia humana era una suerte de laboriosa lentitud. Su impulso lo dictaban el comercio y la guerra, el ritmo de avance de las

velas fenicias y de las cabalgatas napoleónicas, de los co­rreos incas y de las hordas de Gengis Kahn. A partir de la revo­lución industrial,

los motores entraron en la historia. Los tre­nes devoraron las distancias e invadieron también las obras de arte, y resulta inconcebible,

por ejemplo, el mundo de Dostoievski, sin esos trenes silbando por las llanuras rusas y sin esos prín­cipes neurasténicos y arruinados

que conversan en sus vagones con funcionarios estatales y viajantes de comercio.

A comienzos del siglo XX nuevos medios de transporte modificaron, para bien y para mal, nuestra relación con el espacio físico. Antes,

como todavía lo recomendaba Fernando Gonzá­lez hace 70 años, era concebible un viaje a pie de una ciudad a otra, o a través de un

país; hoy se lo puede concebir como una competencia deportiva, pero difícilmente como un ejercicio de iniciación en el conocimiento

del mundo y de aproximación a sus misterios. Ello tampoco equivale a que ese tipo de relación con el mundo haya quedado atrás sin

remedio, porque el porve­nir es inescrutable, y bien podría estar lleno de aldeas sumer­gidas en la naturaleza o fanatizadas contra la

tecnología, como hoy lo imaginamos, lleno de torres electrónicas, de naves voladoras personales y de hogares robotizados. Hija y

madre de nuestra realidad, la imaginación es dócil al influjo de las circuns­tancias, y contra la creencia de que la fantasía es flor de la

anti­güedad, está claro que cada época se aproxima de un modo par­ticular a la invencible extrañeza del mundo.

La frase de Chesterton hablaba de dragones. Estos fueron durante siglos tan familiares para los humanos como los ánge­les y los

duendes: sin embargo, no hace mucho, un gran amante de la literatura fantástica declaraba que en las obras modernas suelen

incomodarnos los dragones, que a veces basta su men­ción para contaminar un relato de irrealidad. En un libro festivo de imaginación,

la obra Ciberiada de Stanislaw Lem, hay un relato paródico sobre «dragonológía», hecho por alguien que al modo de Cervantes quiere

ironizar sobre la ficción, y declara que de acuerdo con la ciencia moderna no sólo se sabe ya todo de los dragones sino que se ha llegado

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a clasificarlos con preci­sión en tres clases: dragones positivos, dragones negativos y dra­gones que tienden a cero. Así, los lenguajes

de las matemáti­cas y de la física contemporánea le ayudan a la fantasía humana a burlarse de sí misma.

Es inquietante la aparente imposibilidad de una época para realizar cosas que otras hacían con pasión y con inocencia. Los Griegos

creían en sus dioses, los hebreos veían a sus ángeles, Jua­na de Arco hablaba con sus criaturas de los bosques, la Edad Media veía al

demonio, nuestros bisabuelos veían a los muer­tos. Walter Otto sostiene que en el caso de los griegos los dio­ses no eran sólo poderes

efectivos obrando sobre la realidad, sino que fue a partir de su existencia que ese pueblo desarrolló su arquitectura, su arte, su filosofía,

su tragedia, su poesía. Nuestra edad ve a los dioses griegos como los veía el poeta Schiller en el siglo XV, como «bellas figuras del país

de las fábulas». Se­guramente nos es grato leer que en la cubierta del barco de Odiseo hay unas alforjas de cuero donde van guardados

los vientos: alguien abre por error las alforjas y los vientos furiosos se des­encadenan y hacen zozobrar la embarcación, pero para

noso­tros son travesuras de un poeta cordial, las sirenas son bellas for­mas fatales, el descenso del héroe al infierno es una lóbrega e

intensa ficción, y no creo que llegue más lejos nuestra fe.

Pero ¿cómo leían, o más bien, cómo oían los griegos estas cosas? ¿Cómo fábulas inverosímiles? Tengo la sospecha de que no es así.

Creo que podían creer en ellas, que les prestaban no la pálida fe poética que nuestra época les brinda, sino una fe sólo comparable a

la que hoy muestran los niños ante las historias fantásticas. Los griegos, en eso coinciden muchos conocedores de esa cultura, eran en

cierto modo como niños. Alguien afir­mó que el enigma que la Esfinge de Tebas le propuso a Edipo ¿Cuál es el animal que camina por

la mañana en cuatro patas, al mediodía en dos y por la tarde en tres? Es para nosotros un ingenioso acertijo, pero para ellos debió ser

la revelación de la clave monstruosa de nuestra existencia cambiante, el vértigo de las metamorfosis que obra sobre nosotros el

tiempo, condensado en un símbolo, y debía producir a la vez perplejidad e inquie­tud. No de otro modo ante la representación de una

tragedia de Esquilo, en la que el autor había puesto en escena cincuenta furias, varias personas murieron de miedo.

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Es imposible hablar de la literatura fantástica sin invocar el recuerdo de nuestra infancia y del modo como influían sobre ella las pompas

de la imaginación. Nuestra mentalidad adulta casi no permite proponer y disfrutar con inocencia esas intensas e ilustres ficciones. Y

sin embargo, aunque no va quedando quien pueda soñar con dragones, esas viejas historias que nos legó la tradición no han perdido

su encanto. No seremos capa­ces de crearlas, pero continuamente somos capaces de leerlas y de gozar con ellas. Allí hay una curiosa

contradicción: nadie es­cribe ya libros como los que conforman la Biblia, los poemas ho­méricos, Las mil y una noches, los cuentos de

hadas medievales, el ciclo del Rey Arturo y sus caballeros de la mesa redonda, o el Cantar de los nibelungos, pero algunos de esos

libros volumino­sos nacidos del sueño de pueblos enteros siguen siendo los libros más leídos por los hijos de la modernidad.

Si alguien nos preguntara qué hacer con la historia de Isolda la bella y su amante Tristán, quien mató un dragón en Irlanda, o qué hacer

con la historia del joven Sigfrido, que mató un dra­gón llamado Fafnir en una gruta del norte y después se bañó en su sangre, y que

por haberse mojado los labios con esa sangre entendió la lengua de los pájaros, o si alguien nos preguntara qué hacer con los dragones

blancos del Ártico, con los dragones pardos del desierto y con los multicolores dragones del Yang Tze Kiang, que vuelan en bandadas

sobre las diez mil montañas de la China y a veces se recortan sobre el atardecer en las cumbres de Pamir, arrojando ociosas llamaradas

al viento, nadie reco­mendaría el olvido o la hoguera.

En cambio, los dragones de hoy han palidecido en símbolos. Un bello y tremendo libro de D. H. Lawrence llamado Apo­calipsis, habla

con gran intensidad, y se diría que con vehemen­cia, de ciertos dragones de nuestra época, pero terminamos concluyendo que no son

animales, que no tienen sangre verde ni dorada en las venas, que no tienen alas membranosas ni escamas ni garras monstruosas, sino

que son símbolos de la amena­zada realidad planetaria. Por todas partes hallamos evidencias de que se ha debilitado nuestra fe.

Aunque Henry James logró asustarnos con una equívoca historia de fantasmas que se apoderan del alma de unos niños, todo en

nuestra época termina estando más cerca de la psicología o de la ciencia que de la sen­cilla fantasía, y el más patético de todos los

fantasmas de la historia es uno que en un relato de Oscar Wilde se esfuerza en vano por asustar a alguien, y fracasa en el empeño de

conservar un poco siquiera de decorosa lobreguez en un viejo castillo inglés comprado por gringos incrédulos y pragmáticos. En vano

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procura salvar la dignidad de lo sobrenatural y de lo siniestro: los hijos del cónsul norteamericano siempre acaban burlándose de su

decrepitud y de sus recursos anacrónicos.

Y sin embargo, lo queramos o no, toda literatura es ficción* Toda literatura es una elaboración artificial que finge darnos el mundo

mientras sólo nos da una versión ilusoria de él. "Como el mundo no es verbal, toda transcripción verbal del mundo es una fea ilusión,

un bienintencionado engaño. Sólo que antes se pro­curaba recrearlo de acuerdo con las leyes de la fantasía, se procuraba soñar con

libertad, haciendo uso de eso que Borges llama­ba, no como una censura sino como una cómplice descripción, la imaginación

irresponsable. Tal vez a esos sueños libres, que no se exigían otra cosa que la intensa fe de quien los creaba, se debe la famosa frase

de Platón de que los poetas siempre mien­ten, y la oscilación socrática entre el sentimiento de que los poe­tas hablan sólo de lo que

no saben y su certidumbre de que hay verdades muy profundas guardadas en la arbitraria fantasía de los poetas, pues éstos, por algún

privilegio secreto, son los que saben las cosas sin saberlas, y captan por un movimiento mis­terioso del espíritu los secretos del mundo.

Pero hasta los poetas terminaron sucumbiendo a la idea de que la literatura es un ejercicio de la razón, y desconfiando del dictado de

la musa o de la diosa, de eso que llamaban los antiguos la inspiración. ¿Cuándo abandonamos tal espontaneidad? Creo que podemos

invocar aquel momento, que no será por supuesto el momento real de la pérdida de esa inocencia, pero que sí puede simbolizarla. Es

aquel momento, a comienzos del siglo XVII, hace ya cuatro siglos, cuando Miguel de Cervantes Saavedra escribió El Quijote. Toda la

literatura anterior en Occidente parece marcada por la credulidad: todo podía soñarse. La verdad en el interior del libro era absoluta.

Los paladines ge­nerosos que recorrían los caminos salvando desvalidos, enfrentando gigantes, batiéndose en duelo con descomunales

guerre­ros que los partían en dos, sólo tenían que recurrir a un bálsamo mágico para soldar otra vez las dos piezas de su cuerpo, y a

cabal­gar de nuevo. Por supuesto que la literatura cuidaba la verosimi­litud, la armonía, el rigor. Dante, unos siglos atrás, se esforzaba

por darle a toda afirmación una condición de verdad incontesta­ble. Pero Dante se había permitido viajar de la mano de un muerto

por los pozos de gritos y susurros del infierno, por las terra­zas de canciones y de ángeles del purgatorio y por los balcones vertiginosos

de los cielos cristalinos, hablando con héroes en lla­mas y con poetas decapitados, con hombres encogidos como garzas en los pantanos

y con santos translúcidos, viendo en el infierno serpientes humanizadas y en el firmamento un águila tejida por muchedumbres de

bienaventurados, y esperaba que el lector creyera en todo ello por la reposada fe de quien lo cuenta. Todo nos lo contó como un

hecho, no como un sueño; como un viaje verdadero, con cronología exacta, no como el delirio de un amante viudo. Y lo mismo

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podemos decir de la saga de los cuentos de hadas de la Edad Media, del Cantar de los nibelungos, de los libros bíblicos, de los relatos

de caballería que abun­daban por los tiempos en que Cervantes era un viajante empo­brecido por tierras andaluzas, o un esclavo

perdido en Argel. El Quijote es uno de esos libros a los que se les atribuye todo: ser el retrato del alma española, ser la memoria de sus

proverbios, haber tipificado las dos maneras posibles de ser humano, haber fundado el realismo, haber fundado la novela, ser la gran

saga del individuo, haber fundado la modernidad. Hay algo que yo sé que hizo: despertarnos del sueño sin fisuras de la edad de la fe

y arrojarnos de lleno en la edad de la duda. Después de la edad del Quijote todo en el mundo siguió siendo igual: pero noso­tros ya no

pudimos verlo igual, una gran sospecha se había adueñado de las cosas.

Pensemos por ejemplo en un gran libro fantástico casi in­mediatamente anterior, el Orlando furioso de Ariosto. Hay en él toda suerte

de criaturas fantásticas, de sueños absurdos, de via­jes quiméricos, hay un jinete sobre un potro alado que viaja a la luna. El héroe,

que está loco, recupera la razón. Pero al final Ariosto no tiene la rudeza de decirnos que todas esas adorables realidades que vimos en

su libro eran producto de la locura de Orlando, hecho que sería tan desagradable como que después de contarnos una historia

apasionante el autor nos dijera con una sonrisa vacía: «y entonces me desperté». No: Ariosto, para que no dudemos de la verdad de

sus fantasías, incluso convierte en un hecho fantástico la búsqueda de la curación de Orlando: su razón hay que ir a buscarla a la luna,

la cura de su sinrazón es también un hecho mágico. Eso es lo que El Quijote no hace. En él, por el contrario, desde el comienzo mismo

se nos cuen­ta la verdad triste de que el héroe está loco, de que los otros se burlan de él. Lo que él ve en el mundo es muy distinto de

lo que está ocurriendo en la realidad, y se nos permite ver el mundo a través de los ojos disparatados del héroe y de los ojos secamen­te

ordinarios de su escudero. Donde el viejo lunático ve gigan­tes, el tosco vecino ve molinos; donde Don Quijote ve ejércitos

fastuosamente ataviados y armados, Sancho Panza ve dos reba­ños de cabras y ovejas que por dos extremos de la llanura levan­tan

pardas polvaredas.

Lo que hay en El Quijote es lo mismo que hay en el Orlando furioso: guerreros, gigantes, ejércitos, reyes, magos, embrujos, monstruos.

Pero mientras en el Orlando llenan la realidad esas formas fantásticas, en El Quijote todas flotan como una nube sobre un escuálido

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héroe solitario que está loco; esa realidad má­gica es manifestación de su locura, es un hecho psicológico. Ha nacido la modernidad.

También fue Chesterton quien dijo que la diferencia entre la literatura del mundo antiguo y la moderna consiste en que en la antigua

el héroe era cuerdo y el mundo es­taba loco, estaba lleno de esfinges, de hidras, de dragones, de gi­gantes, de fantasmas, de hadas,

de brujas, de magos y magias; y que en cambio en la moderna el mundo es tediosamente nor­mal pero el héroe ha enloquecido. Y es

verdad que desde el Re­nacimiento la locura ha sido de un modo creciente la condición de los grandes personajes literarios. Ya he

dicho que antes del Quijote la locura, por ejemplo en Orlando, era también un hecho mágico. A partir del Quijote, es la negación de la

magia. A par­tir de las cosas aún inexplicadas plenamente que ocurrieron en ese complejo Renacimiento europeo, el hombre siguió

soñando, pero ya no pudo creer plenamente en la verdad de su sueño: allí se inauguró la sospecha de que «ese cielo azul que vemos/

ni es cielo, ni es azul/ ni es verdad tanta belleza». Los héroes clá­sicos de la modernidad son Hamlet, el Rey Lear, el Príncipe Michkine,

Gregorio Samsa. El uno, además de estar loco tras haber visto el fantasma de su padre, se finge loco para preparar una venganza que

termina siendo una mortandad; el otro pasa de rey a mendigo demente y vagabundo; el otro se va hundien­do en un mutismo y una

quietud desesperantes; el otro despier­ta en su lecho convertido en un monstruoso insecto. No sé si otros lectores compartirán mi

sensación de que las metamor­fosis de los relatos antiguos eran deleitables, como cuando Cir­ce transforma a los compañeros de

Ulises en cerdos, y que en cambio la metamorfosis de Kafka produce una desolada incomodidad. Si no sabemos cuál es la causa de esa

mutación tam­poco sabemos cómo revertiría. Así, mientras la metamorfosis de Homero es un hecho momentáneo, contingente, que

en realidad no deja huellas, la de Kafka es un hecho definitivo, con el que hay que cargar para siempre.

Propongo una explicación. El creciente realismo de las li­teraturas del mundo ha ido prolongando, y a veces anticipando, las

revelaciones de la ciencia sobre nuestra condición. Hace cin­co siglos recibimos la noticia de que nuestro planeta no era el centro del

universo sino una esfera infinitesimal perdida en un recóndito suburbio del universo. Hace menos de dos siglos, la noticia de que no

éramos ángeles caídos de un espléndido drama cósmico, sino hijos de la tierra, una prolongación, provista de conciencia y lenguaje,

de las salamandras y de los peces. Hace un siglo, la noticia de que nuestra conducta no es exactamente fruto de nuestra soberana

voluntad sino de un abigarrado tejido de causas físicas, químicas, culturales y fisiológicas, de eso que llama un filósofo el azar, el destino

y el carácter. Esa informa­ción hoy indiscutida, llegó también en todo el mundo a los crea­dores y a los soñadores. «Durante cuánto

tiempo nos engaña­ron», escribió en uno de sus poemas el infatigable Walt Whitman. Durante la Edad Media la humanidad europea

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había vivido en un universo fantástico. Sus magos, sus dragones, sus gigantes, sus hadas y sus gnomos eran el complemento cotidiano

de un mundo en el que el ser humano occidental creía en cosas asombrosas. Creer en un Dios todopoderoso, en un demonio que reina

sobre pozos de fuego, creer en un alma inmortal y en un cielo donde habitan los espíritus después de la muerte, todo ello supone vivir

en un universo fantástico. De todas esas grandes fantasías, es especialmente conmovedora la idea de que todo en el mundo ha sido

minuciosamente prefigurado por una mente cósmica que ha contado cada uno de los cabellos de nuestras ca­bezas y que tiene escritos

en su libro todos los pormenores de un futuro que nosotros no podemos adivinar aunque esté a minutos de distancia.

Yo diría que ése es el universo que se ha ido derrumbando con las revelaciones del pensamiento contemporáneo. Desde cuando

Giordano Bruno habló del infinito universo y los mun­dos, el cielo físico se ha llenado de abismos y ya sólo parecen caber en él las

descripciones de la astronomía, las cabelleras he­ladas de los cometas y el rumor de insectos eléctricos de los sa­télites que nos vigilan

noche y día. Desde cuando los teóricos de la evolución nos revelaron nuestros asombrosos orígenes y nos hicieron parientes de los

monos y de los pájaros, el hom­bre, que era un ángel caído desterrado de su patria eterna, empe­zó a sentir que tal vez no hay un cielo

que nos espera, que tal vez no hay más que este universo breve e innumerable y que te­nemos que buscar la felicidad en él, y los más

alarmados se acos­taron una noche sintiéndose dioses y se despertaron en su cama convertidos en insectos monstruosos. Desde

cuando nuestra conducta dejó de ser asunto de fidelidad a unas leyes escritas en el mundo por la divinidad o por su amanuense en

unas tablas de piedra, ya no sabemos muy bien en qué fundar nuestros prin­cipios de la justicia, de la verdad, del bien e incluso de la

belleza. Todo es incertidumbre, todo es inquietud, todo es perplejidad. Ya no nos es fácil tejer variaciones sobre esas criaturas y

fenóme­nos que durante siglos encarnaron el rostro armonioso de nuestros sueños.

Sin embargo, repito que no es el horizonte de la fantasía lo que se ha esfumado ante nuestros ojos, sino un orden mental particular.

El principal cambio que se ha ido obrando en el orden de nuestra civilización, es la pérdida de fundamento para la idea de que la

realidad está dividida en un mundo material y un cielo espiritual, de que el ser humano está dividido de un modo tajante entre un

cuerpo material sujeto a la muerte y un alma inmortal. El crepúsculo de ese orden histórico, que fue la fuente de los materialismos y

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de los espiritualismos, no nos deja desamparados de imaginación, pero nos vuelve hacia for­mas de la imaginación que parecían

olvidadas o definitivamente perdidas. El auge del moderno individualismo es fruto de la idea de que el espíritu humano es la más alta

expresión de la realidad, es fruto del supuesto cristiano de que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios y de que es la

criatura superior de la naturaleza. Pero tal vez ahora se cierne sobre el horizonte una nube de invenciones muy distintas a las que

hemos conoci­do en los últimos siglos, y que se parecerán más al animismo de los pueblos indígenas, a la búsqueda de los poderes

divinos y fan­tásticos que rigen el mundo natural, y al espíritu de las mito­logías paganas, que a las ilusiones de una supremacía

humana, espiritual, científica, técnica, que tendió a hacer de la razón el principal valor de la especie. Las revelaciones de la

moderni­dad, que parecían volvernos toscamente realistas y reacios a la fantasía, vuelven a situarnos, sin embargo, en el horizonte

pla­netario de la cultura griega presocrática. Es el universo cristiano el que se ha desdibujado. Lo que ha ido desapareciendo del mundo

es el fundamento cristiano de la fantasía. Pero tal vez su partida vuelva a abrir camino al universo pagano de la fantasía, cuya principal

característica es que no centra todo en lo humano, entiende que la divinidad está en el mundo, devuelve su primado a la naturaleza,

y abandona la idea de la voluntad como causa central de nuestras acciones. Yo quisiera entrever en el confín de la historia el retorno

de la imaginación colectiva, la superación de esa edad de individualismo donde todo sueño ten­dió a vivirse como delirio personal y

como pesadilla. La superación de la edad en que el héroe está loco, y el ingreso en una edad en que el héroe esté cuerdo y el mundo

vuelva a estar lle­no de poderes fantásticos.

Se dice que en el principio de la poesía está el mito, y así mismo en su fin. Llamamos mitos al sistema de explicaciones sagradas que le

permiten a toda civilización habitar el universo. Mientras no se haya construido un sistema de mitos no creo que se pueda hablar de

una civilización, e incluso es muy probable que no se pueda hablar de humanidad. Los mitos son grandes trazos, grandes figuras,

complejos diseños por los cuales la humanidad interpreta el orden del universo y gobierna su propia existencia. Pero el orden mítico

en que estamos inscritos parece agotarse. Hoy, por todas partes, la humanidad busca desesperadamente respuestas que no se limiten

a asuntos prácticos inme­diatos, respuestas en las que pueda basarse su conducta, verda­des que le den un sentido, en la doble

acepción de rumbo y de significado, a la aventura de la civilización. Tal vez el hecho in­dudable de que la humanidad está por primera

vez unida por la conciencia común de formar parte de un todo, verdad que an­tes era borrada por la pertenencia ciega a naciones y

tribus, por la subordinación a los poderes gentilicios, y la conciencia profun­da de que el planeta es nuestra frágil morada común,

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hagan surgir el nuevo sistema de mitos y de sueños compartidos que, en la orilla de esta época de violencia y de desorden, abra un

futuro para todos. La gran pregunta será como aliar las verdades particulares de los pueblos con la gran verdad planetaria, en una

época en la que, como dijo Borges, el centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; cómo aliar las conquistas

irrenunciables de la razón con la necesidad de lo divino; el orden refinado de la cultura con el orden inexplicado de la naturaleza; los

progresos de la historia con las intemporalidades del mito. Pero creo que necesitaremos de toda nuestra imaginación y de toda nuestra

fantasía para construir un universo mental por el que valga la pena luchar, en el que valga la pena vivir. Tal vez ése sea el sentido

profundo de nuestra literatura fantástica: ser el refugio de la imaginación en tiempos de escepticismo, pero también la región donde

se gesta la salud emocional del futuro.

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LAS TRAMPAS DEL PROGRESO William Ospina

Es fama que cuando Sigmund Freud se enteró de que sus libros habían sido quemados por los nazis, exclamó: "¡Cuánto ha avanzado

el mundo: en la Edad Media me habrían quemado a mí!”. En realidad el mundo no había avanzado; millones de hombres entraban en

los hornos del fascismo, para convertirse en cenizas, y muchos otros iban siendo cambiados en escombros de humanidad por las

prácticas de humillación y degradación de aquella ideología tan singularmente moderna. Las palabras de Freud quedarían como una

gran ironía sobre su época, y el mundo saldría de los infiernos de la Segunda Guerra Mundial, a tratar de purificarse de sus males por

el camino de encarnarlos en unos cuantos abominables demonios.

El siglo XIX, buen hijo del Renacimiento, de la Ilustración y de los otros racionalismos, había erigido al Progreso en el gran dogma

de los tiempos modernos. Si algo no admitía réplica ni duda era la evidencia de que el mundo progresaba. La servidumbre era mejor

que la esclavitud. El trabajo asalariado mejor que la servidumbre. Y al fondo de esas menguantes penurias se insinuaba el paraíso de

la sociedad fraternal, último peldaño de un progreso que nos había arrancado de la condición animal para exaltarnos en la especie

superior, administradora, como los marmorarios egipcios, “de los dones del Cielo, de la Tierra y del Nilo”. Los humanos éramos las

criaturas superiores de la naturaleza, y ya liberados por la razón podíamos sentirnos, como había dicho Hamlet, semejantes a los

ángeles y comparables a los dioses.

Es verdad que parecía haber una contradicción entre el carácter incesante de ese progreso en el pasado y la expectativa de un

desenlace feliz que lo haría finalmente innecesario. Una vez alcanzada la sociedad ideal, ¿hacia dónde progresar? Pero la felicidad no

es objeto de crítica. Quedaba aún demasiada desdicha en el mundo, y todas esas preguntas podían quedar para después.

La idea del progreso fue la luz del siglo XIX. En ella creyeron los necios y los sabios. Hegel era su portaestandarte. Los cañones de la

Revolución Francesa habían sido sus clarines. La ciencia era la encargada de abrir y ampliar sus perspectivas. La técnica, de

profundizarla. La industria, de hacerla evidente para todos. ¿Quién podía negar que nunca se habían descubierto tantas cosas, se

habían inventado tantas, se había cambiado tanto el mundo?

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Por supuesto que la idea no era nueva. No hay ideología que no se haya postulado en la historia como la gran conquista que supera

y abruma todo lo anterior. El Cristianismo había superado la impiedad de los cultos paganos y de nada valieron las solitarias objeciones

de Juliano el Apóstata. El sueño gibelino del Gran Imperio superaba las dispersiones y las estrecheces aldeanas de la Edad Media. El

aristotelismo de Tomás de Aquino superaba al espiritualismo de Agustín. La edad de los descubrimientos había ensanchado el

horizonte del hombre, y el hallazgo de América había completado la nueva idea del mundo. Incluso, la conquista de América había sido

el ámbito perfecto para que la civilización occidental confirmara su sensación, no sólo de que existía el progreso sino de que ella era

su impulsara y su guía. Progreso y desarrollo era lo que traían los pueblos civilizados a los salvajes buenos y malos de las nuevas tierras

de Dios.

La historia, pues, había alimentado aquellas certezas, y el siglo XVIII acabó de afirmarlas. Por ello no deja de sonar extraño que en sus

torbellinos de luz se alzaran a veces ciertas nubes oscuras. Contrasta con el optimismo de la Ilustración, que sería la fe de la Revolución,

aquella frase de Voltaire:

Dejaremos al mundo tan malvado y

Estúpido

como lo encontramos al llegar.

Contrasta también el espíritu de Swedenborg quien después de haber sido cultor de las ciencias instrumento del progreso y de sus

guerras, derivó hacia la intemporalidad del misticismo y hacia la compleja postulación de una ética universal.

Pero esas lucideces y reticencias no podían contener el ímpetu de los tiempos, y la llegada de la Revolución Industrial instaló

definitivamente al Progreso en uno de los tronos más firmes de la era moderna. Hasta Románticos como Víctor Hugo creyeron en él y

lo exaltaron. Todo el que había sufrido alguna ofensa de la tradición podía encontrar en el progreso su vindicación y su venganza. Todo

iba a cambiar; nada, por fortuna. sería como antes. Fue Rimbaud quien dijo: "Hay que ser absolutamente moderno". Es muy posible

que creyera que su poesía era realmente ese manifiesto de la modernidad, ese progreso que dejaba atrás las "vieilles enormités

crevées" de los clásicos. Pero pensar que hay progreso en el arte, en la música, en la poesía, es simplemente uno de los errores más

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extendidos y más dañinos de la crítica. De veras se cree a veces que a una obra de arte se la puede rechazar por no ser moderna, como

otros piensan que se la puede rechazar por serlo. Pero estas actitudes desplazan la discusión estética a un terreno demasiado irreal.

Lo que hace valiosa a una obra no es su actualidad sino su intemporalidad, su capacidad de tener sentido para gentes de muchas

culturas y de muchas épocas distintas. Si alguien escribiera hoy como Homero o como Dante tendría que ser aceptado y apreciado, ya

que el valor estético de una obra corresponde a su verdad interna, a su coherencia orgánica, y no se debe a ninguna condición exterior.

Bien dijo Borges que los decorados voluntariamente modernos de los poemas de Apollinaire ya nos parecen anticuados, y en cambio

las vislumbres y los sentimientos de Rilke, hombre que nunca se propuso ser moderno, siguen pareciéndonos actuales, es decir,

eternos.

No hay progreso en el arte. Los dibujos de Picasso no son superiores ni más avanzados que los que hizo en las paredes el huésped

de Altamira. Moliére no es superior a Sófocles ni Rodin a Fidias. Cada obra de arte propone su propio ideal, establece su propio nivel

de excelencia, y no refuta ni supera otras obras. Ello no sólo es razonable sino justo. Sugerir que los humanos del siglo XX percibimos

mejor la belleza del mundo, captamos mejor su extrañeza y lo celebramos necesariamente mejor que los humanos de otras épocas,

es casi como postular que las rosas de Nueva York son mejores que las rosas de Persépolis, es postular una discriminación cósmica,

una suerte de creciente beatitud a expensas del pasado.

La teoría de la evolución es una de las causas de esta idea. En su formulación corriente, la evolución se plantea como un proceso

incesante de depuración y superación de estados previos de la materia y de la naturaleza. A pesar de que todos sabemos que el pueblo

monumental de los dinosaurios fue borrado en poco tiempo de la faz de la tierra, todavía se habla de la supervivencia del más fuerte

en la lucha por la vida. Pero lo que la teoría parece sugerir, es que todos esos estados previos de la naturaleza y de la vida son algo así

como tanteos fallidos en la búsqueda de esa perfección que hoy la especie humana cree encarnar.

Lo cierto es que durante siglos nuestras religiones y nuestras filosofías jugaron al juego de que éramos una suerte de viajeros

astrales de escala en el planeta. A diferencia de las piedras, teníamos sentidos. A diferencia de las plantas, teníamos movimiento

autónomo. A diferencia de las bestias, teníamos inteligencia, lenguaje. A diferencia de las tribus salvajes, evidentemente animales,

teníamos alma. Todo nuestro esfuerzo consistió durante siglos en diferenciarnos del mundo, y eso nos permitió obrar como mágicos

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extranjeros, harto distantes de los simios a quienes tanto nos parecíamos, bastante afines a los ángeles, que en bien poco se nos

parecen.

Por eso, cuando empezamos a aceptar que pertenecíamos a la tierra, la principal preocupación parece haber sido la de explicar por

qué éramos distintos y mejores, y la evolución surgió como la fórmula perfecta para, aceptando nuestros orígenes, confirmar nuestra

supremacía. Toda diferencia suponía una superioridad a favor de lo humano. La hormiga podía ser más laboriosa y más previsora que

el hombre, pero el hombre era superior porque era más fuerte y más grande. El elefante podía ser más fuerte y más grande, pero el

hombre era superior por cualquier razón oportuna: inteligencia, ingenio, astucia, tal vez, incluso, por ser más laborioso y más previsor.

Pero ¿supone en realidad la evolución un progreso? ¿Son superiores las alas a las aletas? ¿Los pulmones a las branquias? ¿Es el

hombre mejor que las otras especies? Hasta hace algunas décadas no sólo serían afirmativas las respuestas sino que las preguntas

mismas parecerían inoficiosas. Hoy, la sospecha de que nuestra especie es la más peligrosa plaga que haya engendrado el planeta nos

tiene hundidos en un misterioso estupor, y nadie sabría decir qué rumbo seguirá la civilización.

Hay quien afirma. sin embargo, que la especie, ávida, codiciosa, salvaje, fratricida, persistió durante milenios en sus conflictos y sus

esfuerzos sin poner en peligro los fundamentos del mando y los órdenes del universo, y que es sólo la exaltación del saber humano, el

triunfo de la razón, de la ciencia, de la técnica y de la industria, lo que nos ha puesto en condiciones no sólo de destruir la civilización

sino de arrastrar en nuestro naufragio al resto de la ingenua y mágica naturaleza, cuyo atributo más evidente es la inocencia.

Corriendo como los gamos sobre la supera la tierra, excavando como los topos sus entrañas, sumergiéndose como los peces en las

profundidades, remontando como los pájaros el aire planetario, llegando como ninguna otra criatura más allá de la atmósfera, el

hombre ha rivalizado con todos los seres en el dominio de este mundo, ha hecho del planeta entero su reino, y es asombroso vernos

no sólo alimentándonos de toda criatura sino cabalgando los potros más recios, gobernando desde su lomo a los enormes elefantes,

conduciendo vastos rebaños, dirigiendo manadas de búfalos, recibiendo las presas que traen del cielo los halcones, haciendo saltar

dócilmente a los tigres feroces a través de aros de fuego, haciendo que los osos inmensos hagan piruetas sobre balones de colores,

convirtiendo a los monos cordiales en penosas caricaturas de humanos.

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En todo esto hay ingenio, laboriosidad y evidente capacidad de dominio. Pero hay también no sé qué margen de crueldad insensible,

de irrespeto por un orden misterioso que siempre se portó ante nosotros con la elemental lealtad de quien se somete a unas leyes

invariables. En el fondo de nuestra inteligencia una espesa niebla de estupidez hace que utilicemos nuestro talento casi siempre para

atroces designios, hay un extraño placer en dominar a los otros, sean animales o humanos; hay - decía Montaigne – “una punta de

agridulce voluptuosidad” en provocar el sufrimiento ajeno. Y por otra parte, la docilidad, la inocencia y a veces la pasividad de las

criaturas, suelen verse como pruebas que merecen ser dominadas. Pareciera que el hombre es incapaz de respetar lo que no le oponga

resistencia y lo que no ejerza violencia. Así, la doctrina pacifista de Cristo sólo fue acogida por la humanidad después de aplicar sobre

su fundador el debido castigo de la cruz. Y, muy a la humana, esa doctrina sirvió después para enmascarar y disimular las peores

crueldades, las guerras más intolerantes y más despiadadas.

Pero el hombre, que ha podido dominar el mundo y sojuzgar a sus semejantes, no parece tener poder sobre sí mismo, y esta es la

hora en que sus inventos han tomado un impulso irresistible y no parecen ya ser gobernados por la voluntad de su creador. El hombre

ha concitado poderes que no parece estar en condiciones de dominar, y la fábula del Aprendiz de Brujo del poema de Goethe, que

hace cincuenta años nos divertía en los dibujos animados, hoy parece adquirir los perfiles de una gigantesca tragedia.

Ya no es tan evidente como antes que el hombre sea la criatura superior de la naturaleza, que su puesto deba ser el de dominador

y de rey. Ya no parece tan evidente que toda evolución lo sea realmente, es decir, comporte un progreso. No parece tan evidente que

las diferencias de ciertos órdenes entre las especies impliquen algún tipo de superioridad y autoricen la dominación, la depredación,

la aniquilación de los otros. En el orden meramente natural la llamada evolución modifica y adapta los seres a otras condiciones, pero

no parece ascender hacia la formación de un tipo superior de vida en la tierra, y aunque así fuera, no parece ser el hombre ese

milagroso vástago del largo y accidentado proceso.

Pero la mentalidad moderna no sólo supone que el hombre es la criatura perfecta, que todo debe definirse con respecto a ella, que

el planeta es su depósito ilimitado e inagotable de recursos, que el futuro es el escenario exclusivo de su confort y de su felicidad, que

todos los órdenes de la vida le deben sumisión y tributo, y que toda la materia le está irrestrictamente ofrecida, sino que ha convertido

la ilusión del progreso natural en el fundamento de otra ilusión: la de que todo en la historia está gobernado por la ley del progreso.

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Así, cada invento de la modernidad nos llega como sacralizado por la idea de que toda novedad supone un avance. Nadie duda que

los autos de hoy son mejores que los autos de ayer: pocos piensan que la proliferación de los autos está cambiando por un plato de

orgullo y comodidad el oxígeno del planeta y el derecho a la capa de ozono.

Parece que les debiéramos gratitud a las fuerzas que construyen nuestro patíbulo. Parece que debiéramos gritar "Bienvenido el

progreso", cada vez que surge una nueva tontería o una nueva atrocidad. Si el vértigo de la moda encadena a las juventudes del planeta

a una frenética servidumbre; si las ciudades crecen sin control y sin previsión, deslumbrando a los inmigrantes con promesas cada vez

más irreales; si para salvar los rendimientos del capital los pesticidas envenenan los campos; si las industrias militares trabajan día y

noche para producir cada vez más sofisticados instrumentos de muerte; si transformamos sin reflexión la materia del mundo en

sustancias inertes incapaces de volver al cielo de la naturaleza; si multiplicamos los monstruosos escombros no biodegradables,

bienvenido el progreso. Si la técnica y la industria nos imponen un ritmo cada vez más desaforado y urgente en la vida, en el trabajo,

en los viajes, en el placer, en la música, un ritmo que excluyó lo divino y que pronto excluirá lo humano, bienvenido el progreso. Si el

universo imperativo de los mensajes comerciales invade sin tregua el espacio y la mente; si la escuela sustituye cada vez más la relación

viva con el mundo por un discurso autoritario y fósil que usurpa el lugar del conocimiento; si los ociosos inventos de la tecnología nos

hacen cada vez más pasivos, más sedentarios y más inmóviles; si la manía de la especialización nos arroja cada vez más inermes en

manos de técnicos cada vez más obtusos; si la ciencia explora las entrañas de la realidad y manipula amenazadoramente el universo

de los dioses sin respeto y sin escrúpulos, bienvenido el progreso.

No hay ya novedad que no quiera imponerse por ese camino. Supongo que alguna vez las cosas tuvieron que probar su utilidad

antes de ser aceptadas, ahora parece bastar que alguien las anuncie como algo nuevo y que alguien las venda como algo ventajoso.

Así han logrado invadirnos, no siempre transitoriamente, cosas que cualquier mente sensata rechazaría si el prurito de la novedad no

inhibiera la reflexión. Todavía se ve por ahí, deprimente y siniestra, la vegetación de plástico que fascinó a los humanos hace pocos

lustros. No debieron faltar los que creyeron que por fin el progreso nos daba plantas y flores que no era necesario cuidar ni regar.

Todavía se ve por ahí esa lechosa y espectral iluminación que pone en todo espacio una tristeza de hospital o de cárcel.

La diversidad de los pueblos y de las culturas tiende a ser borrada por el auge de una cultura internacional de jeans y camisetas y

chicles, de cuñas comerciales homogéneas, de espectáculos planetarios masivos, de noticias idénticas; día a día se sustituyen

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tradiciones ricas y curiosas, trajes complejos y llenos de sentido, bebidas, leyendas, un universo profuso y profundo arraigado de mil

maneras distintas en la tierra nutricia, por una sola expresión casi siempre evanescente y trivial.

Como los caudillos militares, el capital se complace en borrar diferencias y uniformar a los hombres. Cuando ya no seamos más

estos millones de rostros singulares expresando cada uno un pasado, un carácter y un alma, sino el mismo ser insensatamente repetido

hasta el vértigo, habrá alcanzado su plenitud esta curiosa tendencia moderna que llama progreso a perder todas nuestras conquistas

civilizadas, a diluir en unos cuantos colores impuestos la infinita variedad de los matices del espíritu humano. Así se irá cumpliendo la

melancólica afirmación de aquellos versos de Emerson según los cuales el hombre declina:

Renunciando a su mundo estrella por

estrella.

Es posible que algunas invenciones de la época puedan generar, por su novedad o su practicidad, la ilusión de un progreso. Aviones

cada vez más veloces pueden generarnos la ilusión de un inmenso poder sobre las leguas y los reinos, aunque no debemos ignorar que

vivieron mejor la aventura del mundo hombres como Alejandro o Marco Polo, que los afanosos ejecutivos de hoy, yendo cada día de

idéntico avión a idéntico hotel y de allí a idéntica sala de juntas en confines del mundo a los que no consideran necesario explorar

porque ya conocen sus cifras estadísticas. Pienso también en esos atléticos turistas orientales que descienden a prisa de los autobuses

para turnarse velozmente ante la cámara junto al edificio o el mármol correspondiente, y que velozmente se alejan con su botín de

memoriosas fotografías que otro día les dirán donde estuvieron.

Para seres poseídos por la enfermedad del rendimiento, qué progreso las máquinas que abrevian los procesos. Para músicos cuyo

trabajo exige cada vez más piezas y más rentables, qué progreso un aparato que sustituya veinte instrumentos y a sus respectivos

intérpretes por un sólo programa de informática. Nadie parece deplorar que por el camino de ese progreso se haya perdido el viejo

deleite de hacer las cosas, veinte maneras distintas de producir sonidos armoniosos, las voces brotando de las maderas y los metales,

los matices que ponen las almas al pulsar aquellos hermosos objetos. Prescindir de la riqueza de los procesos, del placer que provocan,

del efecto bienhechor que obra sobre los espíritus la lenta elaboración de las cosas, y preferir sólo la rapidez de los resultados: a ese

ápice de la renuncia nos trajeron los tiempos. Hay quien piensa que es mejor escuchar discos que voces vivas; ver pequeñas figuras de

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luz que viven previsibles peripecias en la pantalla que conversar con seres de carne y hueso llenos de conmovedora e impredecible

humanidad.

Pero la irrisión de la idea moderna del progreso se desnuda mejor en ciertos detalles aparentemente minúsculos. En el auge de las

cosas que ahorran esfuerzo físico y mental; en el auge de una cultura del derroche que invierte el esfuerzo de miles de seres en cosas

cuya función es durar un instante, cosas que parecen marcadas por el deber de la inmediata caducidad, cosas cuyo uso no puede

repetirse. Un melancólico vaso plástico sería el símbolo perfecto de esta época derrochadora y superficial si no compitieran con él los

dos bastones simbólicos de nuestra declinación: esa calculadora portátil sin la cual ya no somos capaces de sumar los minutos que

ahorramos usándola y el poliédrico control remoto que ha llevado nuestra inmovilidad doméstica a unos grados de perfección

insospechados.

Si existiera necesariamente el progreso, el mundo no habría llegado desde el siglo de Adriano hasta el siglo de Hitler, de la mente

universal de Francisco de Asís a esas monstruosas mesas con patas de elefante que se exhiben en ciertos almacenes de decoración, de

los genocidios de Gengis Kan a los genocidios de Pol Pot. Avanzar y retroceder en caprichosas e indóciles oleadas parece haber sido el

destino de la especie humana, extrañamente desprendida del orden natural para erigirse sin mayores títulos en dueña del mundo y

árbitro y verdugo de las especies. Pero esa idea de que el progreso es algo evidente y necesario sobre todo nos aturde para pensar en

la posibilidad de algún progreso real, es decir, fruto del esfuerzo y no de la inercia, de la previsión y no de la fatalidad.

Hasta hace muy poco la división del mundo en naciones desarrolladas y naciones en vías de desarrollo hacía evidente la idea de un

avance lineal que, mediando el suficiente esfuerzo y la suficiente abnegación, llevaría a nuestras naciones bárbaras al esplendor de la

industrialización, de la opulencia y de la cultura. Hoy la expresión "en vías de desarrollo" más podría ser una amenaza que una promesa,

pero la triste verdad es que el mundo es uno solo y las semillas de la catástrofe están bien repartidas. La monotonía general del

esquema de vida de las sociedades ricas, con sus únicas opciones de trabajo y consumo, droga y superstición, pasividad y espectáculo,

tiene su correlato en la postración de las multitudes en las sociedades pobres, con sus indigentes que crecen, sus mayorías excluidas,

su auge de la delincuencia y la violencia. Cada fenómeno planetario tiene por lo menos dos caras: en el norte se llama derroche y en

el sur se llama indigencia, en el norte se llama drogadicción y en el sur se llama narcotráfico, en el norte puede llamarse industria

militar y en el sur puede llamarse guerra de guerrillas. Pero por lo menos ya es evidente que no hay dos mundos y mucho menos tres

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sino uno solo, y que todo esfuerzo por resolver los problemas de unos sin pensar en los problemas de otros sólo será estupidez o mala

intención.

Si el cuadro que vemos hoy en nuestro planeta es la expresión del progreso que anunciaron los gansos del siglo XIX, habría que

decir que el mundo ha progresado ya demasiado, y que cualquier desviación o cualquier retroceso parece preferible a seguir

internándonos por esos reinos sombríos. Lo que parece esperarnos en el futuro puede superar las previsiones ya harto pesimistas, de

la ciencia ficción. Poca cosa son los dédalos de funcionarios de Stanislaw Lem, las profanaciones cósmicas de las expediciones de

Bradbury, las todopoderosas corporaciones y los tenebrosos proletariados de Frederik Pohl, al lado de lo que prometen las mafias

planetarias, el mercado callejero de energía nuclear, la proliferación de residuos radiactivos y las bodegas teratológicas de la ingeniería

genética.

¿Puede la mera lucidez, ya en los umbrales del nuevo milenio, detener la carrera desenfrenada de los potros del progreso? Tal vez

no sería imposible si la humanidad advirtiera que tras las seducciones de la publicidad, las provisiones de la industria, los prodigios de

la ciencia, los refinamientos de la especialización y las maravillas de la técnica, subyace algo insensible y monstruoso, que adulando al

hombre, predicando su confort y su supremacía, lo espolea hacia su ruina. Pero estilos demasiado asediados de tentaciones, demasiado

absortos en esas pantallas, demasiado pasmados de hechos y de cosas, demasiado acosados por la necesidad o por el afán de poseer,

y mientras tanto, fieles al mundo que deben acompasar, los relojes corren cada vez más a prisa.

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Poesía y poema OCTAVIO PAZ

La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz de cambiar al mundo, la actividad poética es revolucionaria

por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La poesía revela este mundo; crea otro. Pan de los elegidos;

alimento maldito. Aisla; une. Invitación al viaje; regreso a la tierra natal. Inspiración, respiración, ejercicio muscular. Plegaria al vacío,

diálogo con la ausencia: el tedio, la angustia y la desesperación la alimentan. Oración, letanía, epifanía, presencia. Exorcismo, conjuro,

magia.

Sublimación, compensación, condensación del inconsciente. Expresión histórica de razas, naciones, clases. Niega a la historia: en su

seno se resuelven todos los conflictos objetivos y el hombre adquiere al fin conciencia de ser algo más que tránsito. Experiencia,

sentimiento, emoción, intuición, pensamiento no dirigido. Hija del azar; fruto del cálculo. Arte de hablar en una forma superior;

lenguaje primitivo.

Obediencia a las reglas; creación de otras. Imitación de los antiguos, copia de lo real, copia de una copia de la idea. Locura, éxtasis,

logos. Regreso a la infancia, coito, nostalgia del paraíso, del infierno, del limbo. Juego, trabajo, actividad ascética. Confesión.

Experiencia innata. Visión, música, símbolo. Analogía: el poema es un caracol en donde resuena la música del mundo y metros y rimas

no son sino correspondencias, ecos, de la armonía universal. Enseñanza, moral, ejemplo, revelación, danza, diálogo, monólogo. Voz

del pueblo, lengua de los escogidos, palabra del solitario. Pura e impura, sagrada y maldita, popular y minoritaria, colectiva y personal,

desnuda y vestida, hablada, pintada, escrita, ostenta todos los rostros pero hay quien afirma que no posee ninguno: el poema es una

careta que oculta el vacío, ¡prueba hermosa de la superflua grandeza de toda obra humana!

¿Cómo no reconocer en cada una de estas fórmulas al poeta que la justifica y que al encarnarla le da vida? Expresiones de algo vivido

y padecido, no tenemos más remedio que adherirnos a ellas —condenados a abandonar la primera por la segunda y a ésta por la

siguiente. Su misma autenticidad muestra que la experiencia que justifica a cada uno de estos conceptos, los trasciende. Habrá, pues,

que interrogar a los testimonios directos de la experiencia poética. La unidad de la poesía no puede ser asida sino a través del trato

desnudo con el poema.

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Al preguntarle al poema por el ser de la poesía, ¿no confundimos arbitrariamente poesía y poema? Ya Aristóteles decía que «nada hay

de común, excepto la métrica, entre Hornero y Empédocles; y por esto con justicia se llama poeta al primero y fisiólogo al segundo».

Y así es: no todo poema —o para ser exactos: no toda obra construida bajo las leyes del metro— contiene poesía. Pero esas obras

métricas ¿Son verdaderos poemas o artefactos artísticos, didácticos o retóricos? Un soneto no es un poema, sino una forma literaria,

excepto cuando ese mecanismo retórico —estrofas, metros y rimas— ha sido tocado por la poesía. Hay máquinas de rimar pero no de

poetizan Por otra parte, hay poesía sin poemas; paisajes, personas y hechos suelen ser poéticos: son poesía sin ser poemas. Pues bien,

cuando la poesía se da como una condensación del azar o es una cristalización de poderes y circunstancias ajenos a la voluntad creadora

del poeta, nos enfrentamos a lo poético. Cuando —pasivo o activo, despierto o sonámbulo— el poeta es el hilo conductor y

transformador de la corriente poética, estamos en presencia de algo radicalmente distinto: una obra. Un poema es una obra. La poesía

se polariza, se congrega y aisla en un producto humano: cuadro, canción, tragedia. Lo poético es poesía en estado amorfo; el poema

es creación, poesía erguida. Sólo en el poema la poesía se aisla y revela plenamente. Es lícito preguntar al poema por el ser de la poesía

si deja de concebirse a éste como una forma capaz de llenarse con cualquier contenido. El poema no es una forma literaria sino el lugar

de encuentro entre la poesía y el hombre. Poema es un organismo verbal que contiene, suscita o emite poesía. Forma y substancia son

lo mismo.

Apenas desviamos los ojos de lo poético para fijarlos en el poema, nos asombra la multitud de formas que asume ese ser que

pensábamos único. ¿Cómo asir la poesía si cada poema se ostenta como algo diferente e irreducible? La ciencia de la literatura

pretende reducir a géneros la vertiginosa pluralidad del poema. Por su misma naturaleza, el intento padece una doble insuficiencia»

Si reducimos la poesía a unas cuantas formas — épicas, líricas, dramáticas—, ¿qué haremos con las novelas, los poemas en prosa y

esos libros extraños que se llaman Aurelia, Los cantos de Maldoror o Nadja? Si aceptamos todas las excepciones y las formas

intermedias —decadentes, salvajes o proféticas— la clasificación se convierte en un catálogo infinito. Todas las actividades verbales»

para no abandonar el ámbito del lenguaje, son susceptibles de cambiar de signo y transformarse en poema: desde la interjección hasta

el discurso lógico. No es ésta la única limitación, ni la más grave, de las clasificaciones de la retórica. Clasificar no es entender. Y menos

aún comprender. Como todas las clasificaciones, las nomenclaturas son útiles de trabajo. Pero son instrumentos que resultan

inservibles en cuanto se les quiere emplear para tareas más sutiles que la mera ordenación externa. Gran parte de la crítica no consiste

sino en esta ingenua y abusiva aplicación de las nomenclaturas tradicionales. Un reproche parecido debe hacerse a las otras disciplinas

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que utiliza la crítica, desde la estilística hasta el psicoanálisis. La primera pretende decirnos qué es un poema por el estudio de los

hábitos verbales del poeta. El segundo, por la interpretación de sus símbolos. El método estilístico puede aplicarse lo mismo a Mallarmé

que a una colección de versos de almanaque. Otro tanto sucede con las interpretaciones de los psicólogos, las biografías y demás

estudios con que se intenta, y a veces se alcanza, explicarnos el porqué, el cómo y el para qué se escribió un poema. La retórica, la

estilística, la sociología, la psicología y el resto de las disciplinas literarias son imprescindibles si queremos estudiar una obra, pero nada

pueden decirnos acerca de su naturaleza última.

La dispersión de la poesía en mil formas heterogéneas podría inclinarnos a construir un tipo ideal de poema. El resultado sería un

monstruo o un fantasma. La poesía no es la suma de todos los poemas. Por sí misma, cada creación poética es una unidad

autosuficiente. La parte es el todo. Cada poema es único, irreductible e irrepetible. Y así, uno se siente inclinado a coincidir con Ortega

y Gasset: nada autoriza a señalar con el mismo nombre a objetos tan diversos como los sonetos de Quevedo, las fábulas de La Fontaine

y el Cántico espiritual.

Esta diversidad se ofrece, a primera vista, como hija de la historia. Cada lengua y cada nación engendran la poesía que el momento y

su genio particular les dictan. Mas el criterio histórico no resuelve sino que multiplica los problemas. En el seno de cada período y de

cada sociedad reina la misma diversidad: Nerval y Hugo son contemporáneos, como lo son Velázquez y Rubens, Valéry y Apollinaire.

Si sólo por un abuso de lenguaje aplicamos el mismo nombre a los poemas védicos y al haikú japonés, ¿no será también un abuso

utilizar el mismo sustantivo para designar a experiencias tan diversas como las de San Juan de la Cruz y su indirecto modelo profano;

Garcilaso? La perspectiva histórica —consecuencia de nuestra fatal lejanía— nos lleva a uniformar paisajes ricos en antagonismos y

contrastes. La distancia nos hace olvidar las diferencias que separan a Sófocles de Eurípides, a Tirso de Lope. Y esas diferencias no son

el fruto de las variaciones históricas, sino de algo mucho más sutil e inapreciable: la persona humana. Así, no es tanto la ciencia histórica

sino la biografía la que podría darnos la llave de la comprensión del poema. Y aquí interviene un nuevo obstáculo: dentro de la

producción de cada poeta cada obra es también única, aislada e irreductible. La Galatea o El viaje del Parnaso no explican a Don Quijote

de la Mancha; Ifigenia es algo substancialmente distinto del Fausto—, Fuenteovejuna, de La Dorotea. Cada obra tiene vida propia y las

Églogas no son la Eneida. A veces, una obra niega a otra: el Prefacio a las nunca publicadas poesías de Lautréamont arroja una luz

equívoca sobre Los cantos de Maldorar; Una temporada en el infierno proclama locura la alquimia del verbo de Las iluminaciones. La

historia y la biografía nos pueden dar la tonalidad de un período o de una vida, dibujarnos las fronteras de una obra y describirnos

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desde el exterior la configuración de un estilo; también son capaces de esclarecernos el sentido general de una tendencia y hasta

desentrañarnos el porqué y el cómo de un poema. Pero no pueden decirnos qué es un poema.

La única nota común a todos los poemas consiste en que son obras, productos humanos, como los cuadros de los pintores y las sillas

de los carpinteros. Ahora bien, los poemas son obras de una manera muy extraña: no hay entre uno y otro esa relación de filialidad

que de modo tan palpable se da en los utensilios. Técnica y creación, útil y poema son realidades distintas. La técnica es procedimiento

y vale en la medida de su eficacia, es decir, en la medida en que es un procedimiento susceptible de aplicación repetida: su valor dura

hasta que surge un nuevo procedimiento. La técnica es repetición que se perfecciona o se degrada; es herencia y cambio: el fusil

reemplaza al arco. La Eneida no sustituye a la Odisea. Cada poema es un objeto único, creado por una «técnica» que muere en el

momento mismo de la creación. La llamada «técnica poética» no es transmisible, porque no está hecha de recetas sino de invenciones

que sólo sirven a su creador. Es verdad que el estilo —entendido como manera común de un grupo de artistas o de una época— colinda

con la técnica, tanto en el sentido de herencia y cambio cuanto en el de ser procedimiento colectivo. El estilo es el punto de partida

de todo intento creador; y por eso mismo, todo artista aspira a trascender ese estilo comunal o histórico. Cuando un poeta adquiere

un estilo, una manera, deja de ser poeta y se convierte en constructor de artefactos literarios. Llamar a Góngora poeta barroco puede

ser verdadero desde el punto de vista de la historia literaria, pero no lo es si se quiere penetrar en su poesía, que siempre es algo más.

Es cierto que los poemas del cordobés constituyen el más alto ejemplo del estilo barroco, ¿mas no será demasiado olvidar que las

formas expresivas características de Góngora —eso que llamamos ahora su estilo— no fueron primero sino invenciones, creaciones

verbales inéditas y que sólo después se convirtieron en procedimientos, hábitos y recetas? El poeta utiliza, adapta o imita el fondo

común de su época —esto es, el estilo de su tiempo— pero trasmuta todos esos materiales y realiza una obra única. Las mejores

imágenes de Góngora —como ha mostrado admirablemente Dámaso Alonso— proceden precisamente de su capacidad para

transfigurar el lenguaje literario de sus antecesores y contemporáneos. A veces, claro está, el poeta es vencido por el estilo. (Un estilo

que nunca es suyo, sino de su tiempo: el poeta no tiene estilo.) Entonces la imagen fracasada se vuelve bien común, botín para los

futuros historiadores y filólogos. Con estas piedras y otras parecidas se construyen esos edificios que la historia llama estilos artísticos.

No quiero negar la existencia de los estilos. Tampoco afirmo que el poeta crea de la nada. Como todos los poetas, Góngora se apoya

en un lenguaje. Ese lenguaje era algo más preciso y radical que el habla; un lenguaje literario, un estilo. Pero el poeta cordobés

trasciende ese lenguaje. O mejor dicho: lo resuelve en actos poéticos irrepetibles: imágenes, colores, ritmos, visiones: poemas.

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Góngora trasciende el estilo barroco; Garcilaso, el toscano; Rubén Darío, el modernista. El poeta se alimenta de estilos. Sin ellos, no

habría poemas. Los estilos nacen, crecen y mueren. Los poemas permanecen y cada uno de ellos constituye una unidad autosuficiente,

un ejemplar aislado, que no se repetirá jamás.

El carácter irrepetible y único del poema lo comparten otras obras: cuadros, esculturas, sonatas, danzas, monumentos. A todas ellas

es aplicable la distinción entre poema y utensilio, estilo y creación. Para Aristóteles la pintura, la escultura, la música y la danza son

también formas poéticas, como la tragedia y la épica. De allí que al hablar de la ausencia de caracteres morales en la poesía de sus

contemporáneos, cite como ejemplo de esta omisión al pintor Zeuxis y no a un poeta trágico. En efecto, por encima de las diferencias

que separan a un cuadro de un himno, a una sinfonía de una tragedia, hay en ellos un elemento creador que los hace girar en el mismo

universo. Una tela, una escultura, una danza son, a su manera, poemas. Y esa manera no es muy distinta a la del poema hecho de

palabras. La diversidad de las artes no impide su unidad. Más bien la subraya.

Las diferencias entre palabra, sonido y color han hecho dudar dé la unidad esencial de las artes. El poema está hecho de palabras, seres

equívocos que si son color y sonido son también significado; el cuadro y la sonata están compuestos de elementos más simples: formas,

notas y colores que nada significan en sí. Las artes plásticas y sonoras parten de la no significación; el poema, organismo anfibio, de la

palabra, ser significante. Esta distinción me parece más sutil que verdadera. Colores y sones también poseen sentido. No por azar los

críticos hablan de lenguajes plásticos y musicales. Y antes de que estas expresiones fuerza usadas por los entendidos, el pueblo conoció

y practicó el lenguaje de los colores, los sonidos y las señas. Resulta innecesario, por otra parte, detenerse en las insignias, emblemas,

toques, llamadas y demás formas de comunicación no verbal que emplean ciertos grupos. En todas ellas el significado es inseparable

de sus cualidades plásticas o sonoras.

En muchos casos, colores y sonidos poseen mayor capacidad evocativa que el habla. Entre los aztecas el color negro estaba asociado

a la oscuridad, el frío, la sequía, la guerra y la muerte. También aludía a ciertos dioses: Tezcatlipoca, Mixcóatl; a un espacio: el norte; a

un tiempo: Técpatl; al sílex; a la luna; al águila. Pintar algo de negro era como decir o invocar todas estas representaciones. Cada uno

de los cuatro colores significaba un espacio, un tiempo, unos dioses, unos astros y un destino. Se nacía bajo el signo de un color, como

los cristianos nacen bajo un santo patrono. Acaso no resulte ocioso añadir otro ejemplo: la función dual del ritmo en la antigua

civilización china. Cada vez que se intenta explicar las nociones de Yin y Yang —los dos ritmos alternantes que forman el Tao— se

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recurre a términos musicales. Concepción rítmica del cosmos, la pareja Yin y Yang es filosofía y religión, danza y música, movimiento

rítmico impregnado de sentido. Y del mismo modo, no es abuso del lenguaje figurado, sino alusión al poder significante del sonido, el

empleo de expresiones como armonía, ritmo o contrapunto para calificar a las acciones humanas. Todo el mundo usa estos vocablos,

a sabiendas de que poseen sentido, difusa intencionalidad. No hay colores ni sones en sí, desprovistos de significación: tocados por la

mano del hombre, cambian de naturaleza y penetran en el mundo de las obras. Y todas las obras desembocan en la significación; lo

que el hombre roza, se tiñe de intencionalidad: es un ir hacia... El mundo del hombre es el mundo del sentido. Tolera la ambigüedad,

la contradicción, la locura o el embrollo, no la carencia de sentido. El silencio mismo está poblado de signos. Así, la disposición de los

edificios y sus proporciones obedecen a una cierta intención. No carecen de sentido —más bien puede decirse lo contrario— el impulso

vertical del gótico, el equilibrio tenso del templo griego, la redondez de la estupa budista o la vegetación erótica que cubre los muros

de los santuarios de Orissa. Todo es lenguaje.

Las diferencias entre el idioma hablado o escrito y los otros —plásticos o musicales— son muy profundas, pero no tanto que nos hagan

olvidar que todos son, esencialmente, lenguaje: sistemas expresivos dotados de poder significativo y comunicativo. Pintores, músicos,

arquitectos, escultores y demás artistas no usan como materiales de composición elementos radicalmente distintos de los que emplea

el poeta. Sus lenguajes son diferentes, pero son lenguaje. Y es más fácil traducir los poemas aztecas a sus equivalentes arquitectónicos

y escultóricos que a la lengua española. Los textos tántricos o la poesía erótica Kavya hablan el mismo idioma de las esculturas de

Konarak. El lenguaje del Primero sueño de sor Juana no es muy distinto al del Sagrario Metropolitano de la ciudad de México. La pintura

surrealista está más cerca de la poesía de ese movimiento que de la pintura cubista.

Afirmar que es imposible escapar del sentido, equivale a encerrar todas las obras —artísticas o técnicas— en el universo nivelador de

la historia. ¿Cómo encontrar un sentido que no sea histórico? Ni por sus materiales ni por sus significados las obras trascienden al

hombre. Todas son «un para» y «un hacia» que desembocan en un hombre concreto, que a su vez sólo alcanza significación dentro de

una historia precisa. Moral, filosofía, costumbres, artes, todo, en fin, lo que constituye la expresión de un período determinado

participa de lo que llamamos estilo. Todo estilo es histórico y todos los productos de una época, desde sus utensilios más simples hasta

sus obras más desinteresadas, están impregnados de historia, es decir, de estilo. Pero esas afinidades y parentescos recubren

diferencias específicas. En el interior de un estilo es posible descubrir lo que separa a un poema de un tratado en verso, a un cuadro

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de una lámina educativa, a un mueble de una escultura. Ese elemento distintivo es la poesía. Sólo ella puede mostrarnos la diferencia

entre creación y estilo, obra de arte y utensilio.

Cualquiera que sea su actividad y profesión, artista o artesano, el hombre transforma la materia prima: colores, piedras, metales,

palabras. La operación trasmutadora consiste en lo siguiente: los materiales abandonan el mundo ciego de la naturaleza para ingresar

en el de las obras, es decir, en el de las significaciones. ¿Qué ocurre, entonces, con la materia piedra, empleada por el hombre para

esculpir una estatua y construir una escalera? Aunque la piedra de la estatua no sea distinta a la de la escalera y ambas estén referidas

a un mismo sistema de significaciones (por ejemplo: las dos forman parte de una iglesia medieval), la transformación que la piedra ha

sufrido en la escultura es de naturaleza diversa a la que la convirtió en escalera. La suerte del lenguaje en manos de prosistas y poetas

puede hacernos vislumbrar el sentido de esa diferencia.

La forma más alta de la prosa es el discurso, en el sentido recto de la palabra. En el discurso las palabras aspiran a constituirse en

significado unívoco. Este trabajo implica reflexión y análisis. Al mismo tiempo, entraña un ideal inalcanzable, porque la palabra se niega

a ser mero concepto, significado sin más. Cada palabra —aparte de sus propiedades físicas— encierra una pluralidad de sentidos. Así,

la actividad del prosista se ejerce contra la naturaleza misma de la palabra. No es cierto, por tanto, que M. Jourdain hablase en prosa

sin saberlo. Alfonso Reyes señala con verdad que no se puede hablar en prosa sin tener plena conciencia de lo que se dice. Incluso

puede agregarse que la prosa no se habla: se escribe. El lenguaje hablado está más cerca de la poesía que de la prosa; es menos

reflexivo y más natural y de ahí que sea más fácil ser poeta sin saberlo que prosista. En la prosa la palabra tiende a identificarse con

uno de sus posibles significados, a expensas de los otros: al pan, pan; y al vino, vino. Esta operación es de carácter analítico y no se

realiza sin violencia, ya que la palabra posee varios significados latentes, es una cierta potencialidad de direcciones y sentidos. El poeta,

en cambio, jamás atenta contra la ambigüedad del vocablo. En el poema el lenguaje recobra su originalidad primera, mutilada por la

reducción que le imponen prosa y habla cotidiana. La reconquista de su naturaleza es total y afecta a los valores sonoros y plásticos

tanto como a los significativos. La palabra, al fin en libertad, muestra todas sus entrañas, todos sus sentidos y alusiones, como un fruto

maduro o como un cohete en el momento de estallar en el cielo. El poeta pone en libertad su materia.

El prosista la aprisiona.

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Otro tanto ocurre con formas, sonidos y colores. La piedra triunfa en la escultura, se humilla en la escalera. El color resplandece en el

cuadro; el movimiento del cuerpo, en la danza. La materia, vencida o deformada en el utensilio, recobra su esplendor en la obra de

arte. La operación poética es de signo contrario a la manipulación técnica. Gracias a la primera, la materia reconquista su naturaleza:

el color es más color, el sonido es plenamente sonido. En la creación poética no hay victoria sobre la materia o sobre los instrumentos,

como quiere una vana estética de artesanos, sino un poner en libertad la materia. Palabras, sonidos, colores y demás materiales sufren

una transmutación apenas ingresan en el círculo de la poesía. Sin dejar de ser instrumentos de significación y comunicación, se

convierten en «otra cosa*. Ese cambio —al contrario de lo que ocurre en la técnica— no consiste en abandonar su naturaleza original,

sino en volver a ella. Ser «otra cosa» quiere decir ser «la misma cosa»: la cosa misma, aquello que real y primitivamente son. Por otra

parte, la piedra de la estatua, el rojo del cuadro, la palabra del poema, no son pura y simplemente piedra, color, palabra: encarnan

algo que los trasciende y traspasa. Sin perder sus valores primarios, su peso original, son también como puentes que nos llevan a otra

orilla, puertas que se abren a otro mundo de significados indecibles por el mero lenguaje. Ser ambivalente, la palabra poética es

plenamente lo que es — ritmo, color, significado— y asimismo, es otra cosa: imagen. La poesía convierte la piedra, el color, la palabra

y el sonido en imágenes. Y esta segunda nota, el ser imágenes, y el extraño poder que tienen para suscitar en el oyente o en el

espectador constelaciones de imágenes, vuelve poemas todas las obras de arte. Nada prohíbe considerar poemas las obras plásticas y

musicales, a condición de que cumplan las dos notas señaladas: por una parte, regresar sus materiales a lo que son —materia

resplandeciente u opaca— y así negarse al mundo de la utilidad; por la otra, transformarse en imágenes y de este modo convertirse

en una forma peculiar de la comunicación. Sin dejar de ser lenguaje —sentido y transmisión del sentido— el poema es algo que está

más allá del lenguaje. Más eso que está más allá del lenguaje sólo puede alcanzarse a través del lenguaje. Un cuadro será poema si es

algo más que lenguaje pictórico. Piero della Francesca, Masaccio, Leonardo o Ucello no merecen, ni consienten, otro calificativo que

el de poetas. En ellos la preocupación por los medios expresivos de la pintura, esto es, por el lenguaje pictórico, se resuelve en obras

que trascienden ese mismo lenguaje. Las investigaciones de Masaccio y Ucello fueron aprovechadas por sus herederos, pero sus obras

son algo más que esos hallazgos técnicos: son imágenes, poemas irrepetibles. Ser un gran pintor quiere decir ser un gran poeta: alguien

que trasciende los límites de su lenguaje.

En suma, el artista no se sirve de sus instrumentos —piedras, sonido, color o palabra— como el artesano, sino que los sirve para que

recobren su naturaleza original. Servidor del lenguaje, cualquiera que sea éste, lo trasciende. Esta operación más adelante— produce

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la imagen. El artista es creador de imágenes: poeta. Y su calidad de imágenes permite llamar poemas al Cántico espiritual y a los himnos

védioos, al haikú y a los sonetos de Quevedo. El ser imágenes lleva a las palabras, sin dejar de ser ellas mismas, a trascender el lenguaje,

en tanto que sistema dado de significaciones históricas.

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ANTOLOGÍA DE POESÍA MODERNA

CHARLES BAUDELAIRE

FRANCIA, 1821 – 1867

El albatros

Por distraerse, a veces, suelen los marineros

Dar caza a los albatros, grandes aves del mar,

Que siguen, indolentes compañeros de viaje,

Al navío surcando los amargos abismos.

Apenas los arrojan sobre las tablas húmedas,

Estos reyes celestes, torpes y avergonzados,

Dejan penosamente arrastrando las alas,

Sus grandes alas blancas semejantes a remos.

Este alado viajero, ¡qué inútil y qué débil!

Él, otrora tan bello, ¡qué feo y qué grotesco!

¡Éste quema su pico, sádico, con la pipa,

Aquél, mima cojeando al planeador inválido!

El Poeta es igual a este señor del nublo,

Que habita la tormenta y ríe del ballestero.

Exiliado en la tierra, sufriendo el griterío,

Sus alas de gigante le impiden caminar.

Abel y Caín

I

Raza de Abel, traga y dormita;

Dios te sonríe complacido

Raza de Caín, en el fango

Cae y miserablemente muere.

Raza de Abel, tu sacrificio

¡Le huele bien al Serafín!

Raza de Caín, tu suplicio

¿Tendrá un final alguna vez?

Raza de Abel, mira tus siembras

y tus rebaños prosperar;

Raza de Caín, tus entrañas

Aúllan hambrientas como un can.

Raza de Abel, caldea tu vientre

Junto a la lumbre patriarcal;

Raza de Caín, en tu antro,

Pobre chacal, ¡tiembla de frío!

Raza de Abel, ¡ama y pulula!

Tu oro también produce hijos;

Raza de Caín, corazón ígneo,

Cuídate de esos apetitos.

Raza de Abel, creces y engordas

¡Como chinche en la madera!

Raza de Caín, por los caminos,

Lleva a tu gente temerosa.

II

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¡Ah, raza de Abel, tu carroña

Abonará el humeante suelo!

Raza de Caín, tu tarea

Todavía no la cumpliste;

Raza de Abel, mira tu oprobio:

¡El chuzo al hierro venció!

Raza de Caín, sube al cielo,

¡Y arroja a Dios sobre la tierra!

Spleen

Yo soy como ese rey de aquel país lluvioso,

rico, pero impotente, joven, aunque achacoso,

que, despreciando halagos de sus cien concejales,

con sus perros se aburre y demás animales.

Nada puede alegrarle, ni cazar, ni su halcón,

ni su pueblo muriéndose enfrente del balcón.

La grotesca balada del bufón favorito

no distrae la frente de este enfermo maldito;

en cripta se convierte su lecho blasonado,

y las damas, que a cada príncipe hallan de agrado,

no saben ya encontrar qué vestido indiscreto

logrará una sonrisa del joven esqueleto.

el sabio que le acuña el oro no ha podido

extirpar de su ser el humor corrompido,

y en los baños de sangre que hacían los Romanos,

que a menudo recuerdan los viejos soberanos,

reavivar tal cadáver él tampoco ha sabido

pues tiene en vez de sangre verde agua del Olvido.

PAUL VERLAINE

FRANCIA, 1844 – 1896

Tú crees en el ron del café, en los presagios...

Tú crees en el ron del café, en los presagios,

y crees en el juego;

yo no creo más que en tus ojos azulados.

Tú crees en los cuentos de hadas, en los días

nefastos y en los sueños;

yo creo solamente en tus bellas mentiras.

Tú crees en un vago y quimérico Dios,

o en un santo especial,

y, para curar males, en alguna oración.

Mas yo creo en las horas azules y rosadas

que tú a mí me procuras

y en voluptuosidades de hermosas noches blancas.

Y tan profunda es mi fe

y tanto eres para mí,

que en todo lo que yo creo

sólo vivo para ti.

Mujer y gata

La sorprendí jugando con su gata,

y contemplar causóme maravilla

la mano blanca con la blanca pata,

de la tarde a la luz que apenas brilla.

¡Como supo esconder la mojigata,

del mitón tras la negra redecilla,

la punta de marfil que juega y mata,

con acerados tintes de cuchilla!

Melindrosa a la par por su compañera

ocultaba también la garra fiera;

y al rodar (abrazadas) por la alfombra,

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un sonoro reír cruzó el ambiente

del salón... y brillaron de repente

¡cuatro puntos de fósforo en la sombra!

ARTHUR RIMBAUD

FRANCIA, 1854 – 1991

Vocales

A negro, E blanco, I rojo, U verde, O azul: vocales

algún día diré vuestro nacer latente:

negro corsé velludo de moscas deslumbrantes,

A, al zumbar en tomo a atroces pestilencias,

calas de umbría; E, candor de pabellones

y naves, hielo altivo, reyes blancos, ombelas

que tiemblan. I, escupida sangre, risa de ira

en labio bello, en labio ebrio de penitencia;

U, ciclos, vibraciones divinas, verdes mares,

paz de pastos sembrados de animales, de surcos

que la alquimia ha grabado en las frentes que estudian.

O, Clarín sobrehumano preñado de estridencias

extrañas y silencios que cruzan Mundos y Ángeles:

O, Omega, fulgor violeta de Sus Ojos.

Ofelia

I

En las aguas profundas que acunan las estrellas,

blanca y cándida, Ofelia flota como un gran lilio,

flota tan lentamente, recostada en sus velos...

cuando tocan a muerte en el bosque lejano.

Hace ya miles de años que la pálida Ofelia

pasa, fantasma blanco por el gran río negro;

más de mil años ya que su suave locura

murmura su tonada en el aire nocturno.

El viento, cual corola, sus senos acaricia

y despliega, acunado, su velamen azul;

los sauces temblorosos lloran contra sus hombros

y por su frente en sueños, la espadaña se pliega.

Los rizados nenúfares suspiran a su lado,

mientra ella despierta, en el dormido aliso,

un nido del que surge un mínimo temblor...

y un canto, en oros, cae del cielo misterioso.

II

¡Oh tristísima Ofelia, bella como la nieve,

muerta cuando eras niña, llevada por el río!

Y es que los fríos vientos que caen de Noruega

te habían susurrado la adusta libertad.

Y es que un arcano soplo, al blandir tu melena,

en tu mente transpuesta metió voces extrañas;

y es que tu corazón escuchaba el lamento

de la Naturaleza -son de árboles y noches.

Y es que la voz del mar, como inmenso jadeo

rompió tu corazón manso y tierno de niña;

y es que un día de abril, un bello infante pálido,

un loco miserioso, a tus pies se sentó.

Cielo, Amor, Libertad: ¡qué sueño, oh pobre Loca!

Te fundías en él como nieve en el fuego;

tus visiones, enormes, ahogaban tu palabra.

-Y el terrible Infinito espantó tu ojo azul.

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III

Y el poeta nos dice que en la noche estrellada

vienes a recoger las flores que cortaste,

y que ha visto en el agua, recostada en sus velos,

a la cándida Ofelia flotar, como un gran lis.

Primer manifiesto surrealista [1924] (Fragmento)

André Breton

Tanta fe se tiene en la vida, en la vida en su aspecto más precario, en

la vida real, naturalmente, que la fe acaba por desaparecer. El hombre,

soñador sin remedio, al sentirse de día en día más descontento de su

sino, examina con dolor los objetos que le han enseñado a utilizar, y

que ha obtenido al través de su indiferencia o de su interés, casi

siempre al través de su interés, ya que ha consentido someterse al

trabajo o, por lo menos no se ha negado a aprovechar las

oportunidades... ¡Lo que él llama oportunidades! Cuando llega a este

momento, el hombre es profundamente modesto: sabe cómo son las

mujeres que ha poseído, sabe cómo fueron las risibles aventuras que

emprendió, la riqueza y la pobreza nada le importan, y en este aspecto

el hombre vuelve a ser como un niño recién nacido; y en cuanto se

refiere a la aprobación de su conciencia moral, reconozco que el

hombre puede prescindir de ella sin grandes dificultades. Si le queda

un poco de lucidez, no tiene más remedio que dirigir la vista hacia

atrás, hacia su infancia que siempre le parecerá maravillosa, por mucho

que los cuidados de sus educadores la hayan destrozado. En la infancia

la ausencia de toda norma conocida ofrece al hombre la perspectiva de

múltiples vidas vividas al mismo tiempo; el hombre hace suya esta

ilusión; sólo le interesa la facilidad momentánea, extremada, que todas

las cosas ofrecen. Todas las mañanas los niños inician su camino sin

inquietudes. Todo está al alcance de la mano, las peores circunstancias

materiales parecen excelentes. Luzca el solo o esté negro el cielo,

siempre seguiremos adelante, jamás dormiremos.

Pero no se llega muy lejos a lo largo de este camino; y no se trata

solamente de una cuestión de distancia. Las amenazas se acumulan, se

cede, se renuncia a una parte del terreno que se debía conquistar.

Aquella imaginación que no reconocía límite alguno ya no puede

ejercerse sino dentro de los límites fijados por las leyes de un

utilitarismo convencional; la imaginación no puede cumplir mucho

tiempo esta función subordinada, y cuando alcanza aproximadamente

la edad de veinte años prefiere, por lo general, abandonar al hombre a

su destino de tinieblas.

Pero si más tarde el hombre, fuese por lo que fuere, intenta enmendarse

al sentir que poco a poco van desapareciendo todas las razones para

vivir, al ver que se ha convertido en un ser incapaz de estar a la altura

de una situación excepcional, cual la del amor, difícilmente logrará su

propósito. Y ello es así por cuanto el hombre se ha entregado, en

cuerpo y alma al imperio de unas necesidades prácticas que no toleran

el olvido. Todos los actos del hombre carecerán de altura, todas sus

ideas, de profundidad. De todo cuanto le ocurra o cuanto pueda llegar

a ocurrirle, el hombre solamente verá aquel aspecto del conocimiento

que lo liga a una multitud de acontecimientos parecidos,

acontecimientos en los que no ha tomado parte, acontecimientos que

se ha perdido. Más aún, el hombre juzgará cuanto le ocurra o pueda

ocurrirle poniéndolo en relación con uno de aquellos acontecimientos

últimos, cuyas consecuencias sean más tranquilizadoras que las de los

demás. Bajo ningún pretexto sabrá percibir su salvación.

Amada imaginación, lo que más amo en ti es que jamás perdonas.

Únicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme. Me parece

justo y bueno mantener indefinidamente este viejo fanatismo humano.

Sin duda alguna, se basa en mi única aspiración legítima. Pese a tantas

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y tantas desgracias como hemos heredado, es preciso reconocer que se

nos ha legado una libertad espiritual suma. A nosotros corresponde

utilizarla sabiamente. Reducir la imaginación a la esclavitud, cuando a

pesar de todo quedará esclavizada en virtud de aquello que con grosero

criterio se denomina felicidad, es despojar a cuanto uno encuentra en

lo más hondo de sí mismo del derecho a la suprema justicia. Tan sólo

la imaginación me permite llegar a saber lo que puede llegar a ser, y

esto basta para mitigar un poco su terrible condena; y esto basta

también para que me abandone a ella, sin miedo al engaño (como si

pudiéramos engañarnos todavía más). ¿En qué punto comienza la

imaginación a ser perniciosa y en qué punto deja de existir la seguridad

del espíritu? ¿Para el espíritu, acaso la posibilidad de errar no es sino

una contingencia del bien?

Queda la locura, la locura que solemos recluir, como muy bien se ha

dicho. Esta locura o la otra... Todos sabemos que los locos son

internados en méritos de un reducido número de actos reprobables, y

que, en la ausencia de estos actos, su libertad (y la parte visible de su

libertad) no sería puesta en tela de juicio. Estoy plenamente dispuesto

a reconocer que los locos son, en cierta medida, víctimas de su

imaginación, en el sentido que ésta le induce quebrantar ciertas reglas,

reglas cuya transgresión define la calidad de loco, lo cual todo ser

humano ha de procurar saber por su propio bien. Sin embargo, la

profunda indiferencia de los locos dan muestra con respecto a la crítica

de que les hacemos objeto, por no hablar ya de las diversas

correcciones que les infligimos, permite suponer que su imaginación

les proporciona grandes consuelos, que gozan de su delirio lo

suficiente para soportar que tan sólo tenga validez para ellos. Y, en

realidad, las alucinaciones, las visiones, etcétera, no son una fuente de

placer despreciable. La sensualidad más culta goza con ella, y me

consta que muchas noches acariciaría con gusto aquella linda mano

que, en las últimas páginas de L”Intelligence, de Taine, se entrega a

tan curiosas fechorías. Me pasaría la vida entera dedicado a provocar

las confidencias de los locos. Son como la gente de escrupulosa

honradez, cuya inocencia tan sólo se pude comparar a la mía. Para

poder descubrir América, Colón tuvo que iniciar el viaje en compañía

de locos. Y ahora podéis ver que aquella locura dio frutos reales y

duraderos.

No será el miedo a la locura lo que nos obligue a bajar la bandera de

la imaginación.

ANDRÉ BRETON

FRANCIA, 1896 - 1966

Dame joyas ahogadas

Dame joyas de ahogadas

Dos pesebres

Una cola de caballo y una manía de modista

Después perdóname

No tengo tiempo de respirar

Soy un destino

La construcción solar me ha retenido hasta ahora

Y ahora sólo tengo que dejarme morir

Pide el baremo

Al trote con el puño cerrado sobre mi cabeza que suena

Un fanal en donde se abre una mirada amarilla

También se abre el sentimiento

Pero las princesas se agarran al aire puro

Tengo necesidad de orgullo

Y de algunas gotas comunes

Para calentar la marmita de las flores enmohecidas

Al pie de la escalera

Divino pensamiento en el cristal estrellado del cielo azul

La expresión de las bañistas es la muerte del lobo

Tenme por amiga

La amiga de los hogueras y los hurones

Te mira en dos veces

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Lee tus penas

Mi remo de palisandro hace cantar tus cabellos...

Manifiesto futurista, 1909

Tommaso Marinetti

1. Queremos cantar el amor al peligro, el hábito de la energía y de

la temeridad.

2. El coraje, la audacia, la rebelión, serán elementos esenciales de

nuestra poesía.

3. La literatura exaltó, hasta hoy, la inmovilidad pensativa, el éxtasis

y el sueño. Nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el

insomnio febril, el paso de corrida, el salto mortal, el cachetazo y el

puñetazo.

4. Nosotros afirmamos que la magnificencia del mundo se ha

enriquecido con una nueva belleza, la belleza de la velocidad. Un

coche de carreras con su capó adornado con gruesos tubos parecidos a

serpientes de aliento explosivo... un automóvil rugiente, que parece

correr sobre la ráfaga, es más bello que la Victoria de Samotracia.

5. Queremos ensalzar al hombre que lleva el volante, cuya lanza

ideal atraviesa la tierra, lanzada también ella a la carrera, sobre el

circuito de su órbita.

6. Es necesario que el poeta se prodigue, con ardor, boato y

liberalidad, para aumentar el fervor entusiasta de los elementos

primordiales.

7. No existe belleza alguna si no es en la lucha. Ninguna obra que

no tenga un carácter agresivo puede ser una obra maestra. La poesía

debe ser concebida como un asalto violento contra las fuerzas

desconocidas, para forzarlas a postrarse ante el hombre.

8. ¡Nos encontramos sobre el promontorio más elevado de los

siglos!... ¿Porqué deberíamos cuidarnos las espaldas, si queremos

derribar las misteriosas puertas de lo imposible? El Tiempo y el

Espacio murieron ayer. Nosotros vivimos ya en el absoluto, porque

hemos creado ya la eterna velocidad omnipresente.

9. Queremos glorificar la guerra –única higiene del mundo– el

militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las

bellas ideas por las cuales se muere y el desprecio de la mujer.

10. Queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias de

todo tipo, y combatir contra el moralismo, el feminismo y contra toda

vileza oportunista y utilitaria.

11. Nosotros cantaremos a las grandes masas agitadas por el trabajo,

por el placer o por la revuelta: cantaremos a las marchas multicolores

y polifónicas de las revoluciones en las capitales modernas,

cantaremos al vibrante fervor nocturno de las minas y de las canteras,

incendiados por violentas lunas eléctricas; a las estaciones ávidas,

devoradoras de serpientes que humean; a las fábricas suspendidas de

las nubes por los retorcidos hilos de sus humos; a los puentes

semejantes a gimnastas gigantes que husmean el horizonte, y a las

locomotoras de pecho amplio, que patalean sobre los rieles, como

enormes caballos de acero embridados con tubos, y al vuelo resbaloso

de los aeroplanos, cuya hélice flamea al viento como una bandera y

parece aplaudir sobre una masa entusiasta. Es desde Italia que

lanzamos al mundo este nuestro manifiesto de violencia arrolladora e

incendiaria con el cual fundamos hoy el FUTURISMO porque

queremos liberar a este país de su fétida gangrena de profesores, de

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arqueólogos, de cicerones y de anticuarios. Ya por demasiado tiempo

Italia ha sido un mercado de ropavejeros. Nosotros queremos liberarla

de los innumerables museos que la cubren por completo de

cementerios.

FILIPPO TOMMASO MARINETTI

EGIPTO, 1876 - 1944

La canción del automóvil

¡Dios vehemente de una raza de acero,

automóvil ebrio de espacio,

que piafas de angustia, con el freno en los dientes estridentes!

¡Oh formidable monstruo japonés de ojos de fragua,

nutrido de llamas y aceites minerales,

hambriento de horizontes y presas siderales

tu corazón se expande en su taf-taf diabólico

y tus recios pneumáticos se hinchen para las danzas

que bailen por las blancas carreteras del mundo!

Suelto, por fin, tus bridas metálicas.., ¡Te lanzas

con embriaguez el Infinito liberador!

Al estrépito del aullar de tu voz…

he aquí que el Sol poniente va Imitando

tu andar veloz, acelerando su palpitación

sanguinolento a ras del horizonte…

¡Míralo galopar al fondo de los bosques!...

¡Qué importa, hermoso Demonio!

A tu merced me encuentro… ¡Tómame

sobre la tierra ensordecido a pesar de todos sus ecos,

bajo el cielo que ciega a pesar de sus astros de oro,

camino exasperando mi fiebre y mi deseo,

con el puñal del frío en pleno rostro!

De vez en vez alzo mi cuerpo

para sentir en mi cuello, que tiembla

la presión de los brazos helados

y aterciopelados del viento.

¡Son tus brazos encantadores y lejanos que me atraen!

Este viento es tu aliento devorante,

¡insondable Infinito que me absorbes con gozo…

¡Ah! los negros molinos desmanganillados

parece de pronto

que, sobre sus aspas de tela emballenada

emprenden una loca carrera

como sobre unas piernas desmesurados…

He aquí que las Montañas se aprestan a lanzar

sobre mi fuga capas de frescor soñoliento…

¡Allá! ¡Allá! ¡mirad! ¡en ese recodo siniestro!...

¡Oh Montañas, Rebaño monstruoso, Mammuths

que trotáis pesadamente, arqueando los lomos Inmensos,

ya desfilasteis… ya estáis ahogadas

en la madeja de las brumas!...

Y vagamente escucho

el estruendo rechinante producido en las carreteras

por vuestras Piernas colosales de las botas de siete leguas…

¡Montañas de las frescas capas de cielo!...

¡Bellos ríos que respiráis al claro de luna!...

¡Llanuras tenebrosas Yo os paso el gran galope

de este monstruo enloquecido… Estrellas, Estrellas mías,

¿oís sus pasos, el estrépito de sus ladridos

y el estertor sin fin de sus pulmones de cobre?

¡Acepto con Vosotras la opuesta,... Estrellas mías …

¡Más pronto!... ¡Todavía más pronto

¡Sin una tregua¡ ¡Sin ningún reposo

¡Soltad los frenos!... ¡Qué! ¿no podéis?...

¡Rompedlos!... ¡Pronto!

¡Que el pulso del motor centuplique su impulso!

iHurral ¡no más contacto con nuestra tierra inmunda !

¡Por fin me aparto de ella y vuelo serenamente

por la escintilante plenitud

de los Astros que tiemblan en su gran lecho azul!

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NON SERVIAM (El Creacionismo)

Vicente Huidobro

CHILE, 1893 – 1948

Y he aquí que una buena mañana, después de una noche de preciosos

sueños y delicadas pesadillas, el poeta se levanta y grita a la madre

Natura: Non serviam.

Con toda la fuerza de sus pulmones, un eco traductor y optimista repite

en las lejanías:«No te serviré».

La madre Natura iba ya a fulminar al joven poeta rebelde, cuando éste,

quitándose el sombrero y haciendo un gracioso gesto, exclamó: «Eres

una viejecita encantadora».

Ese non serviam quedó grabado en una mañana de la historia del

mundo. No era un grito caprichoso, no era un acto de rebeldía

superficial. Era el resultado de toda una evolución, la suma de

múltiples experiencias.

El poeta, en plena conciencia de su pasado y de su futuro, lanzaba al

mundo la declaración de su independencia frente a la Naturaleza.

Ya no quiere servirla más en calidad de esclavo.

El poeta dice a sus hermanos: «Hasta ahora no hemos hecho otra cosa

que imitar al mundo en sus aspectos, no hemos creado nada. ¿Qué ha

salido de nosotros que no estuviera antes parado ante nosotros,

rodeando nuestros ojos, desafiando nuestros pies o nuestras manos?

»Hemos cantado a la Naturaleza (cosa que a ella bien poco le importa).

Nunca hemos creado realidades propias, como ella lo hace o lo hizo en

tiempos pasados, cuando era joven y llena de impulsos creadores.

»Hemos aceptado, sin mayor reflexión, el hecho de que no puede haber

otras realidades que las que nos rodean, y no hemos pensado que

nosotros también podemos crear realidades en un mundo nuestro, en

un mundo que espera su fauna y su flora propias. Flora y fauna que

sólo el poeta puede crear, por ese don especial que le dio la misma

madre Naturaleza a él y únicamente a él».

Non serviam. No he de ser tu esclavo, madre Natura; seré tu amo. Te

servirás de mí; está bien. No quiero y no puedo evitarlo; pero yo

también me serviré de ti. Yo tendré mis árboles que no serán como los

tuyos, tendré mis montañas, tendré mis ríos y mis mares, tendré mi

cielo y mis estrellas.

Y ya no podrás decirme: «Ese árbol está mal, no me gusta ese cielo....

los míos son mejores».

Yo te responderé que mis cielos y mis árboles son los míos y no los

tuyos y que no tienen por qué parecerse. Ya no podrás aplastar a nadie

con tus pretensiones exageradas de vieja chocha y regalona. Ya nos

escapamos de tu trampa.

Adiós, viejecita encantadora; adiós, madre y madrastra, no reniego ni

te maldigo por los años de esclavitud a tu servicio. Ellos fueron la más

preciosa enseñanza. Lo único que deseo es no olvidar nunca tus

lecciones, pero ya tengo edad para andar solo por estos mundos. Por

los tuyos y por los míos.

Una nueva era comienza. Al abrir sus puertas de jaspe, hinco una

rodilla en tierra y te saludo muy respetuosamente.

Arte poética

Que el verso sea como una llave

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Que abra mil puertas.

Una hoja cae; algo pasa volando;

Cuanto miren los ojos creado sea,

Y el alma del oyente quede temblando.

Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra;

El adjetivo, cuando no da vida, mata.

Estamos en el ciclo de los nervios.

El músculo cuelga,

Como recuerdo, en los museos;

Mas no por eso tenemos menos fuerza:

El vigor verdadero

Reside en la cabeza.

Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas!

Hacedla florecer en el poema;

Sólo para nosotros

Viven todas las cosas bajo el Sol.

El Poeta es un pequeño Dios.

Altazor (fragmento)

Canto V

Razón del día no es razón de noche

Y cada tiempo tiene insinuación distinta

Los vegetales salen a comer al borde

Las olas tienden las manos

Para coger un pájaro

Todo es variable en el mirar sencillo

Y en los subterráneos de la vida

Tal vez sea lo mismo

La herida de luna de la pobre loca

La pobre loca de la luna herida

Tenía luz en la celeste boca

Boca celeste que la luz tenía

El mar de flor para esperanza ciega

Ciega esperanza para flor de mar

Cantar para el ruiseñor que al cielo pega

Pega el cielo al ruiseñor para cantar

Jugamos fuera del tiempo

Y juega con nosotros el molino de viento

Molino de viento

Molino de aliento

Molino de cuento

Molino de intento

Molino de aumento

Molino de ungüento

Molino de sustento

Molino de tormento

Molino de salvamento

Molino de advenimiento

Molino de tejimiento

Molino de rugimiento

Molino de tañimiento

Molino de afletamiento

Molino de agolpamiento

Molino de alargamiento

Molino de alejamiento

Molino de amasamiento

Molino de engendramiento

Molino de ensoñamiento

Molino de ensalzamiento

Molino de enterramiento

Molino de maduramiento

Molino de malogramiento

Molino de maldecimiento

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Molino de sacudimiento

Molino de revelamiento

Molino de obscurecimiento

Molino de enajenamiento

Molino de enamoramiento

Molino de encabezamiento

Molino de encastillamiento

MANIFIESTO MARTÍN FIERRO

[Publicado en revista Martín Fierro, 1924, 15 de mayo de 1924,

Buenos Aires, pp. 1-2]

Frente a la impermeabilidad hipopotámica del “honorable público”.

Frente a la funeraria solemnidad del historiador y del catedrático, que

momifica cuanto toca.

Frente al recetario que inspira las elucubraciones de nuestros más

“bellos” espíritus y a la afición al ANACRONISMO y al

MIMETISMO que demuestran.

Frente a la ridícula necesidad de fundamentar nuestro nacionalismo

intelectual, hinchando valores falsos que al primer pinchazo se

desinflan como chanchitos.

Frente a la incapacidad de contemplar la vida sin escalar las estanterías

de las bibliotecas.

Y sobre todo, frente al pavoroso temor de equivocarse que paraliza el

mismo ímpetu de la juventud, más anquilosada que cualquier burócrata

jubilado:

“MARTÍN FIERRO” siente la necesidad imprescindible de definirse

y de llamar a cuantos sean capaces de percibir que nos hallaamos en

presencia de una NUEVA sensibilidad y de una NUEVA comprensión,

que, al ponernos de acuerdo con nosotros mismos, nos descubre

panoramas insospechados y nuevos medios y formas de expresión.

“MARTÍN FIERRO” acepta las consecuencias y las responsabilidades

de localizarse, porque sabe que de ello depende su salud. Instruído de

sus antecedentes, de su anatomía, del meridiano en que camina:

consulta el barómetro, el calendario, antes de salir a la calle a vivirla

con sus nervios

y con su mentalidad de hoy.

“MARTÍN FIERRO” sabe que “todo es nuevo bajo el sol” si todo se

mira con unas pupilas actuales y se expresa con un acento

contemporáneo.

Artículo publicado en www.ludion.com.ar 1“MARTÍN FIERRO”, se

encuentra, por eso, más a gusto, en un transatlántico moderno que en

un palacio renacentista, y sostiene que un buen Hispano-Suiza es una

OBRA DE ARTE muchísimo más perfecta que una silla de manos de

la época de Luis XV.

“MARTÍN FIERRO” ve una posibilidad arquitectónica en un baúl

“Innovation”, una lección de síntesis en un “marconigrama”, una

organización mental en una “rotativa”, sin que esto le impida poseer -

como las mejores familias- un álbum de retratos, que hojea, de vez en

cuando, para descubrirse al través de un antepasado... o reírse de su

cuello y de su corbata.

“MARTÍN FIERRO” cree en la importancia del aporte intelectual de

América, previo tijeretazo a todo cordón umbilical. Acentuar y

generalizar, a las demás manifestaciones intelectuales, el movimiento

de independencia iniciado, en el idioma, por Rubén Darío, no significa,

empero, finjamos desconocer que todas las mañanas nos servimos de

un dentífrico sueco, de unas tohallas de Francia y de un jabón inglés.

“MARTÍN FIERRO”, tiene fe en nuestra fonética, en nuestra visión,

en nuestros modales, en nuestro oído, en nuestra capacidad digestiva y

de asimilación.

“MARTÍN FIERRO artista, se refriega los ojos a cada instante para

arrancar las telarañas que tejen de continuo: el hábito y la costumbre.

¡Entregar a cada nuevo amor una nueva virginidad, y que los excesos

de cada día sean distintos a los excesos de ayer y de mañana! ¡Esta es

para él la verdadera santidad del creador!... ¡Hay pocos santos!

"MARTIN FIERRO" crítico, sabe que una locomotora no es

comparable a una manzana y el hecho de que todo el mundo compare

una locomotora a una manzana y algunos opten por la locomotora,

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otros por la manzana, rectifica para él, la sospecha de que hay muchos

más negros de lo que se cree. Negro el que exclama ¡colosal! y cree

haberlo dicho todo. Negro el que necesita encandilarse con lo

coruscante y no está satisfecho si no lo encandila lo coruscante. Negro

el que tiene las manos achatadas como platillos de balanza y lo sopesa

todo y todo lo juzga por el peso. ¡Hay tantos negros! ...

"MARTIN FIERRO" sólo aprecia a los negros y a los blancos que son

realmente negros o blancos y no pretenden en lo más mínimo cambiar

de color.

¿Simpatiza Ud. con "MARTIN FIERRO"?

¡Colabore Ud. en "MARTIN FIERRO"!

¡Suscríbase Ud. a "MARTIN FIERRO"!

Oliverio Girondo

Argentina, 1891 – 1967

Cansancio

Cansado.

¡Sí!

Cansado

de usar un solo bazo,

dos labios,

veinte dedos,

no sé cuántas palabras,

no sé cuántos recuerdos,

grisáceos,

fragmentarios.

Cansado,

muy cansado

de este frío esqueleto,

tan púdico,

tan casto,

que cuando se desnude

no sabré si es el mismo

que usé mientras vivía.

Cansado.

¡Sí!

Cansado

por carecer de antenas,

de un ojo en cada omóplato

y de una cola auténtica,

alegre,

desatada,

y no este rabo hipócrita,

degenerado,

enano.

Cansado,

sobre todo,

de estar siempre conmigo,

de hallarme cada día,

cuando termina el sueño,

allí, donde me encuentre,

con las mismas narices

y con las mismas piernas;

como si no deseara

esperar la rompiente con un cutis de playa,

ofrecer, al rocío, dos senos de magnolia,

acariciar la tierra con un vientre de oruga,

y vivir, unos meses, adentro de una piedra.

AUTOPSIA DEL SUPERREALISMO (Fragmento)

César Vallejo

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La inteligencia capitalista ofrece, entre otros síntomas de su agonía, el

vicio del cenáculo. Es curioso observar cómo las crisis más agudas y

recientes del imperialismo económico, —la guerra, la racionalización

industrial, la miseria de las masas, los cracs financieros y bursátiles, el

desarrollo de la revolución obrera, las insurrecciones coloniales, etc.,

— corresponden sincrónicamente a una furiosa multiplicación de

escuelas literarias, tan improvisadas como efímeras. Hacia 1914, nacía

el expresionismo (Dvorack, Fretzer). Hacia 1915, nacía el cubismo

(Apollinaire, Reverdy). En 1917 nacía el dadaísmo (Tzara, Picabia).

En 1924, el superrealismo (Breton, Ribemont Dessaignes). Sin contar

las escuelas ya existentes: simbolismo, futurismo, neosimbolismo,

unanimismo, etc. Por último, a partir de la pronunciación superrealista,

irrumpe casi mensualmente una nueva escuela literaria. Nunca el

pensamiento social se fraccionó en tantas y tan fugaces fórmulas.

Nunca experimentó un gusto tan frenético y una tal necesidad por

estoreotiparse en recetas y clisés, como si tuviera miedo de su libertad

o como si no pudiese producirse en su unidad orgánica. Anarquía y

desagregación semejantes no se vio sino entre los filósofos y poetas de

la decadencia, en el ocaso de la civilización greco-latina. Las de hoy,

a su turno, anuncian una nueva decadencia del espíritu: el ocaso de la

civilización capitalista.

La última escuela de mayor cartel, el superrealismo, acaba de morir

oficialmente.

En verdad, el superrealismo, como escuela literaria, no representaba

ningún aporte constructivo. Era una receta más de hacer poemas sobre

medida, como lo son y serán las escuelas literarias de todos los

tiempos. Más todavía. No era ni siquiera una receta original.

Toda la pomposa teoría y el abracadabrante método del superrealismo,

fueron condenados y vienen de unos cuantos pensamientos esbozados

al respecto por Apollinaire. Basados sobre estas ideas del autor de

Caligramas, los manifiestos superrealistas se limitaban a edificar

inteligentes juegos de salón relativos a la escritura automática, a la

moral, a la religión, a la política.

Juegos de salón, —he dicho, e inteligentes también: cerebrales —

debiera decir. Cuando el superrealismo llegó, por la dialéctica

ineluctable de las cosas, a afrontar los problemas vivientes de la

realidad —que no dependen precisamente de las elucubraciones

abstractas y metafísicas de ninguna escuela literaria—, el

superrealismo se vio en apuros. Para ser consecuente con lo que los

propios superrealistas llamaban "espíritu crítico y revolucionario" de

este movimiento, había que saltar al medio de la calle y hacerse cargo,

entre otros, del problema político y económico de nuestra época. El

superrealismo se hizo entonces anarquista, forma ésta la más abstracta,

mística y cerebral de la política y la que mayor se avenía con el carácter

ontológico por excelencia y hasta ocultista del cenáculo. Dentro del

anarquismo, los superrealistas podían seguir reconociéndose, pues con

él podía convivir y hasta consustanciarse el orgánico nihilismo de la

escuela.

Pero, más tarde, andando las cosas, los superrealistas llegaron a

apercibirse de que, fuera del catecismo superrealista, había otro

método revolucionario, tan "interesante" como el que ellos proponían:

me refiero al marxismo. Leyeron, meditaron y, por un milagro muy

burgués de eclecticismo o de "combinación" inextricable, Breton

propuso a sus amigos la coordinación y síntesis de ambos métodos.

Los superrealistas se hicieron inmediatamente comunistas.

Es sólo en este momento —y no antes ni después—, que el

superrealismo adquiere cierta trascendencia social. De simple fábrica

de poetas en serie, se trasforma en un movimiento político militante y

en una pragmática intelectual realmente viva y revolucionaria. El

superrealismo mereció entonces ser tomado en consideración y

calificado como una de las corrientes literarias más vivientes y

constructivas de la época.

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Sin embargo, este concepto no estaba exento de beneficio de

inventario. Había que seguir los métodos y disciplinas superrealistas

ulteriores, para saber hasta qué punto su contenido y su acción eran en

verdad y sinceramente revolucionarios. Aun cuando se sabía que

aquello de coordinar el método superrealista con el marxismo, no

pasaba de un disparate juvenil o de una mistificación provisoria,

quedaba la esperanza de que, poco a poco, se irían radicalizando los

flamantes e imprevistos militantes bolcheviques.

Por desgracia, Breton y sus amigos contrariando y desmintiendo sus

estridentes declaraciones de fe marxista siguieron siendo, sin poderlo

evitar y subconcientemente, unos intelectuales anarquistas incurables.

Del pesimismo y desesperación superrealista de los primeros

momentos —pesimismo y desesperación que, a su hora pudieron

motorizar eficazmente la conciencia del cenáculo— se hizo un sistema

permanente y estático, un módulo académico. La crisis moral e

intelectual que el superrealismo se propuso promover y que (otra falta

de originalidad de la escuela) arrancara y tuviera su primera y máxima

expresión en el dadaísmo, se anquilosó en psicopatía de bufete y en

clisé literario, pese a las inyecciones dialécticas de Marx y a la

adhesión formal y oficiosa de los inquietos jóvenes al comunismo. El

pesimismo y la desesperación deben ser siempre etapas y no metas.

Para que ellos agiten y funden el espíritu, deben desenvolverse hasta

transformase en afirmaciones consecutivas. De otra manera, no pasan

de gérmenes patológicos, condenados a devorarse a sí mismos. Los

superrealistas, burlando la ley del devenir brutal, se academizaron,

repito, en su famosa crisis moral e intelectual y fueron impotentes para

excederla y superarla con formas realmente revolucionarias, es decir,

destructivo-constructivas. Cada superrealista hizo lo que le vino en

gana. Rompieron con numerosos miembros del partido y con sus

órganos de prensa y procedieron en todo, en perpetuo divorcio con las

grandes directivas marxistas. Desde el punto de vista literario, sus

producciones siguieron caracterizándose por un evidente refinamiento

burgués. La adhesión al comunismo no tuvo reflejo alguno sobre el

sentido y las formas esenciales de sus obras. El superrealismo se

declaraba, por todos estos motivos, incapaz para comprender y

practicar el verdadero y único espíritu revolucionario de estos tiempos:

el marxismo. El superrealismo perdió rápidamente la sola prestancia

social que habría podido ser la razón de su existencia y empezó a

agonizar irremediablemente.

A la hora en que estamos, el superrealismo —como movimiento

marxista— es un cadáver. (Como cenáculo meramente literario —

repito— fue siempre, como todas las escuelas, una impostura de la

vida, un vulgar espantapájaros). La declaración de su defunción acaba

de traducirse en dos documentos de parte interesada: el Segundo

Manifiesto Superrealista de Breton y el que, con el título de Un

cadáver, firman contra Breton numerosos superrealistas, encabezados

por Ribemont-Dessaignes. Ambos manifiestos establecen, junto con la

muerte y descomposición ideológica del superrealismo, su disolu- ción

como grupo o agregado físico. Se trata de un cisma o derrumbe total

de la capilla, y el más grave y el último de la serie ya larga de sus

derrumbes.

Breton en su Segundo Manifiesto, revisa la doctrina superrealista,

mostrándose satisfecho de su realización y resultado. Breton continúa

siendo, hasta sus postreros instantes, un intelectual profesional, un

ideólogo escolástico, un rebelde de bufete, un dómine recalcitrante, un

polemista estilo Maurras, en fin, un anarquista de barrio. Declara, de

nuevo, que el superrealismo ha triunfado, porque ha obtenido lo que

se proponía: "suscitar, desde el punto de vista moral e intelectual, una

crisis de conciencia". Breton se equivoca: Si, en verdad, ha leído y se

ha suscrito al marxismo, no me explico cómo olvida que, dentro de

esta doctrina, el rol de los escritores no está en suscitar crisis morales

e intelectuales más o menos graves o generales, es decir, en hacer la

revolución por arriba, sino, al contrario, en hacerlo por abajo. Breton

olvida que no hay más que una sola revolución: la proletaria y que esta

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revolución la harán los obreros con la acción y no los intelectuales con

sus "crisis de conciencia". La única crisis es la crisis económica y ella

se halla planteada –como hecho y no simplemente como noción o

como "diletantismo"– desde hace siglos. En cuanto al resto del

segundo manifiesto, Breton lo dedica a atacar con vociferaciones e

injurias personales de policía literario, a sus antiguos cofrades, injurias

y vociferaciones que denuncian el carácter burgués y burgués de

íntima entraña, de su "crisis de conciencia".

(…) París, febrero de 1930.

CÉSAR VALLEJO

PERÚ, 1892 – 1938

Los heraldos negros

Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé.

Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,

la resaca de todo lo sufrido

se empozara en el alma... Yo no sé.

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras

en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.

Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;

o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,

de alguna fe adorable que el Destino blasfema.

Esos golpes sangrientos son las crepitaciones

de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como

cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;

vuelve los ojos locos, y todo lo vivido

se empoza, como un charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!

III

Las personas mayores

¿a qué hora volverán?

Da las seis el ciego Santiago,

y ya está muy oscuro.

Madre dijo que no demoraría.

Aguedita, Nativa, Miguel,

cuidado con ir por ahí, por donde

acaban de pasar gangueando sus memorias

dobladoras penas,

hacia el silencioso corral, y por donde

las gallinas que se están acostando todavía,

se han espantado tanto.

Mejor estemos aquí no más.

Madre dijo que no demoraría.

Ya no tengamos pena. Vamos viendo

los barcos ¡el mío es más bonito de todos!

con los cuales jugamos todo el santo día,

sin pelearnos, como debe de ser:

han quedado en el pozo de agua, listos,

fletados de dulces para mañana.

Aguardemos así, obedientes y sin más

remedio, la vuelta, el desagravio

de los mayores siempre delanteros

dejándonos en casa a los pequeños,

como si también nosotros

no pudiésemos partir.

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Aguedita, Nativa, Miguel?

Llamo, busco al tanteo en la oscuridad.

No me vayan a haber dejado solo,

y el único recluso sea yo.

NEGRISMO Y NEGRITUD

Nicolás Guillén, Sóngoro cosongo, (1931), Prólogo ¿Prólogo? Sí. Prólogo...

Pero nada grave, porque estas primeras páginas deben ser frescas y verdes,

como ramas jóvenes.

Realmente, yo soy partidario de colocar los prólogos al final, como si fueran

epílogos. Y en todo caso, dejar los epílogos para los libros que no tengan

prólogo.

Por otra parte, un prólogo ajeno tiene cierta intención provisional de cosa

prestada. Después de impreso el libro, el autor que le puso al comienzo unas

líneas del amigo debe vivir con el sobresalto de que éste se las pida:

-Dice Menéndez que cuando usted termine con el prólogo. se lo mande...

Y a lo mejor, es para emplearlo en otra obra. Para prestárselo a otro amigo.

Mi prólogo es mío.

Puedo decir, pues -aclarado lo anterior- que me decido a publicar una

colección de poemas en virtud de tenerlos ya escritos. En esto soy un poco

más honrado que ciertos autores cuando anuncian sus obras sin haber

redactado una sola línea de ellas. Casi siempre, dicho anuncio aparece en el

primer libro, con un título lleno de goma: «Obras en preparación». Y en

seguida, una lista que comprende varios tomos de poesía, crítica, teatro,

novela... Todo un mundo de aspiraciones, pero con muy cortas alas para el

vuelo.

No ignoro, desde luego, que estos versos les repugnan a muchas personas,

porque ellos tratan asuntos de los negros del pueblo. No me importa. O mejor

dicho: me alegra. Eso quiere decir que espíritus tan puntiagudos no están

incluidos en mi temario lírico. Son gentes buenas, además. Han arribado

penosamente a la aristocracia desde la cocina, y tiemblan en cuanto ven un

caldero.

Diré finalmente que estos son unos versos mulatos. Participan acaso de los

mismos elementos que entran en la composición étnica de Cuba, donde todos

somos un poco níspero. ¿Duele? No lo creo. En todo caso, precisa decirlo

antes de que lo vayamos a olvidar. La inyección africana en esta tierra es tan

profunda, y se cruzan y entrecruzan en nuestra bien regada hidrografía social

tantas corrientes capilares, que sería trabajo de miniaturista desenredar el

jeroglífico.

Opino por tanto que una poesía criolla entre nosotros no lo será de un modo

cabal con olvido del negro. El negro -a mi juicio- aporta esencias muy firmes

a nuestro cóctel. Y las dos razas que en la Isla salen a flor de agua, distantes

en lo que se ve, se tienden un garfio submarino, como esos puentes hondos

que unen en secreto dos continentes. Por lo pronto, el espíritu de Cuba es

mestizo. Y del espíritu hacia la piel nos vendrá el color definitivo. Algún día

se dirá: «color cubano».

Estos poemas quieren adelantar ese día.

N. G.

La Habana, 1931.

NICOLÁS GUILLÉN

CUBA, 1902 – 1989

Si tú supiera…

¡Ay, negra,

si tú supiera!

Anoche te bi pasá

y no quise que me biera.

A é tú le hará como a mí,

que cuando no tube plata

te corrite de bachata,

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sin acoddadte de mí.

Sóngoro cosongo,

songo bé;

sóngoro cosongo

de mamey;

sóngoro, la negra

baila bien;

sóngoro de uno

sóngoro de tre.

Aé,

bengan a be;

aé,

bamo pa be;

bengan, sóngoro cosongo,

sóngoro cosongo de mamey!

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