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1 Digamos que hablo de Getafe, por Lamberto Sanz Esteras. GETAFE, ÉPOCAS DORADAS (1960/1970). LA DÉCADA DE LOS FELICES AÑOS SESENTA (4ª entrega). La primera luna llena de primavera, nos indica el calendario de la Semana Santa. El domingo siguiente a ese plenilunio se celebra la Pascua de Resurrección del Señor; por lo tanto una semana antes empieza la Semana Santa, con el Domingo de Ramos. Cuarenta días antes de Ramos da comienzo la Cuaresma, con el miércoles de ceniza. Getafe celebraba la Semana Santa con fervor. El párroco Don Rafael Pazos, a pesar de su conocido autoritarismo, dirigía todos los actos religiosos con especial diligencia. Ponía orden en las procesiones, para que resultasen vistosas, a la vez que piadosas, y ordenaba cerrar bares y tabernas, al paso de los desfiles procesionales. Bandas de cornetas y tambores abrían el paso de las comitivas. Unas veces eran del regimiento de artillería, con Pedro “el turuta” al frente, y otras los militares de la base aérea, con el brigada Rescalvo a los redobles de tambor, precedidos por los gastadores. Escolapios, Ursulinas, Nazarenas y Pastoras, cubrían las imágenes de sus templos y capillas, con paños de color morado y exponían los Monumentos con el Santísimo reservado, para poder ser visitados por los fieles. Como contrapunto diremos que, aunque no en todos, pero sí en la mayoría de los hogares, no faltaban las riquísimas torrijas, los buñuelos, los pestiños, la leche frita, las monas de chocolate y principalmente el sabroso potaje de bacalao. Con el domingo de Resurrección acaba la Semana Santa. Cuarenta días después, el jueves de la Ascensión, subimos al Cerro de los Ángeles para “buscar” a la Virgen y, desde su ermita, la traemos a Getafe en romería, la veneramos con una novena y al día siguiente empiezan las fiestas patronales. Desde siempre las fiestas en honor de Ntra. Sra. de los Ángeles, han gozado de un clamor popular; en plena primavera, como se ha dicho, el jueves de la Ascensión del Señor, el pueblo de Getafe ha bajado con fervor la Sagrada Imagen de la Virgen María, desde su ermita en el Cerro de los Ángeles, hasta la Iglesia parroquial de Santa María Magdalena. Allí se celebra una novena en honor de la excelsa Patrona y el sábado, víspera de Pentecostés, la representación de la Asunción de María a los cielos, con el canto de la Salve, da comienzo a las fiestas religiosas.

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1 Digamos que hablo de Getafe, por Lamberto Sanz Esteras.

GETAFE, ÉPOCAS DORADAS (1960/1970). LA DÉCADA DE LOS FELICES AÑOS SESENTA (4ª entrega).

La primera luna llena de primavera, nos indica el calendario de la

Semana Santa. El domingo siguiente a ese plenilunio se celebra la Pascua de Resurrección del Señor; por lo tanto una semana antes empieza la Semana Santa, con el Domingo de Ramos. Cuarenta días antes de Ramos da comienzo la Cuaresma, con el miércoles de ceniza.

Getafe celebraba la Semana Santa con fervor. El párroco Don Rafael

Pazos, a pesar de su conocido autoritarismo, dirigía todos los actos religiosos con especial diligencia. Ponía orden en las procesiones, para que resultasen vistosas, a la vez que piadosas, y ordenaba cerrar bares y tabernas, al paso de los desfiles procesionales. Bandas de cornetas y tambores abrían el paso de las comitivas. Unas veces eran del regimiento de artillería, con Pedro “el turuta” al frente, y otras los militares de la base aérea, con el brigada Rescalvo a los redobles de tambor, precedidos por los gastadores. Escolapios, Ursulinas, Nazarenas y Pastoras, cubrían las imágenes de sus templos y capillas, con paños de color morado y exponían los Monumentos con el Santísimo reservado, para poder ser visitados por los fieles. Como contrapunto diremos que, aunque no en todos, pero sí en la mayoría de los hogares, no faltaban las riquísimas torrijas, los buñuelos, los pestiños, la leche frita, las monas de chocolate y principalmente el sabroso potaje de bacalao.

Con el domingo de Resurrección acaba la Semana Santa. Cuarenta días

después, el jueves de la Ascensión, subimos al Cerro de los Ángeles para “buscar” a la Virgen y, desde su ermita, la traemos a Getafe en romería, la veneramos con una novena y al día siguiente empiezan las fiestas patronales.

Desde siempre las fiestas en

honor de Ntra. Sra. de los Ángeles, han gozado de un clamor popular; en plena primavera, como se ha dicho, el jueves de la Ascensión del Señor, el pueblo de Getafe ha bajado con fervor la Sagrada Imagen de la Virgen María, desde su ermita en el Cerro de los Ángeles, hasta la Iglesia parroquial de Santa María Magdalena.

Allí se celebra una novena en honor de la excelsa Patrona y el sábado,

víspera de Pentecostés, la representación de la Asunción de María a los cielos, con el canto de la Salve, da comienzo a las fiestas religiosas.

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De relevada importancia siempre fueron, y aún continúan siéndolo, tanto la Novena, como la representación de la Asunción a los acordes del Himno Nacional, con la Salve, ante el imponente Monumento montado y engalanado a tal efecto, por delante del precioso retablo del altar mayor; como así mismo las solemnes misas mayores del domingo de Pentecostés y del Lunes de las fiestas, con las correspondientes procesiones de esos dos días, en honor a nuestra querida Patrona, la Virgen de los Ángeles.

Las fiestas civiles, empiezan ese mismo sábado, con la lectura de un

pregón por parte del señor Alcalde, o de algún personaje invitado, seguido a continuación por el lanzamiento de un cohete, desde lo alto del balcón principal del Ayuntamiento, que en los últimos tiempos prendía una cercana y ensordecedora mascletá.

A partir de aquí pasaremos a recordar cómo discurrían nuestras fiestas

patronales en Getafe. Había que salir por la mañanita, muy temprano, para pillar a los

hermanos Sansegundo, a la puerta de su establecimiento, haciendo churros y porras. Los churros uno a uno, con ese giro de brazo y el corte con el dedo, a tres centímetros del aceite hirviendo. Para las porras hacían una enorme rosca que ocupaba toda la sartén, y después las cortaban en trozos, a tijera. Se habían preparado dos hermosos bidones, a modo de horno, en los cuales habían colocado unos ladrillos refractarios, pegados con una argamasa de yeso, con una especie de parrilla por encima y bajo los cuales una salida de cenizas como el de un horno de alfarero. Sudaban por los cuatro costados, pero no paraban. Los churros los pedías por docenas y te los ponían todos juntos, atados con un junco verde que probablemente venía de las orillas del rio Manzanares, a su paso por Perales, o tal vez del vecino paraje conocido como “valle de las catacumbas”, a escasos cien metros del nacimiento del “arroyo del culebro”, en tierras de la limítrofe Fuenlabrada.

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A media mañana te acercabas a la Taberna de Lino, para echar unas parrafadas sobre los festejos de ese año, y de paso tomarte la mejor limonada del pueblo, hecha con especial cuidado, puesta a macerar durante la noche anterior, y servida fresquita en vasos de caña de vino; y de aperitivo unas almendras tostadas. Frente a la puerta de la taberna se ponía Manolo, un joven alto y espigado, con su puesto de camarones y gambas cocidas. El puesto era un carro de madera con dos ruedas y un par de andas para manejarlo desde una esquina hasta otra, donde diera la sombra, para mantener el género fresco. Él lo tenía puesto sobre una montañita, que hacía con paja de cebadas, cubierta por una blanca sábana y con algo de hielo. También lo regaba de vez en cuando con una pequeña regaderita, que mantenía con agua de hielo. Tanto los camarones como las gambas, te los despachaba en un cucurucho de papel de estraza, muy bien enrollado.

Si en lugar de limonada te apetecía una cerveza fresquita, entonces no

había duda, te acercabas hasta el Bar Norte, donde Rafa o Enrique eran unos expertos en tirar, posiblemente, la mejor caña de cerveza de toda la provincia de Madrid, acompañada por unos exquisitos boquerones, fritos o en vinagre, o por un platito de aceitunas de aperitivo.

También te podías encontrar con el “tostonero”, menudo, simpático y

hablador, cesta de mimbre al brazo, pregonando sus blanquecinos garbanzos tostados (solía decir: “Hay torraos refinaos de Borox”), al tiempo que podías ver pasar por la calle algunas piadosas mujeres, tocadas con sus chales y con negros velos sobre la cabeza, que venían de rezar en la Iglesia Grande, ante la Imagen de Nuestra Señora de los Ángeles.

Si apretaba el calor y querías refrescarte dulcemente, te pasabas por la

Horchatería Valenciana y te tomabas una horchata o un helado de mantecado; o quizás te encontrabas por el camino con el carrito en el que Enrique, Manolo, o Vicente, que te los ponían con aquellos pequeños moldes de metal: primero una galletita, luego el mantecado y finalmente otra galletita; el grueso del helado dependía de los céntimos que pagases por el. Justo en la esquina de la Plaza del Ayuntamiento, hacia la calle Jardines, se solía poner un muchacho, ya mayorcito, con media barra de hielo sobre un pequeño carrito, en la que rascaba con un molde de paleta, de manera que dentro de él se compactaba el hielo picado; le ponía un palito y lo rociaba con una especie de jarabe, que tenía en tres botellas con tres colores diferentes: rojo, amarillo y verde. Él decía que eran de fresa, de limón y de menta. Aunque no eran de muy buena calidad, a los chiquillos les llamaban mucho la atención estos polos tricolores, aunque a sus padres no les hiciera ninguna gracia el hecho de tomar puro hielo.

Podía apetecerte un vinito semidulce; pues entonces te acercabas a una

curiosa caseta, que solía ubicarse en la calle del Barco, donde te ponían un vasito con el vinito añejo y un barquillo. Aunque esto solía ser ya por la tarde. La caseta del apreciado vino de Montroy, estaba decorada con un baturro, que, con una gran bota al hombro, no paraba de arrojar vino en una tinaja; otros años la decoración de la caseta era con el baturro a horcajadas sobre una borriquilla, que más que andar no paraba de dar pedales.

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Bien por la mañana o bien por la tarde, te podía sorprender el particular desfile de los gigantes y cabezudos, acompañados por cuatro o cinco músicos. Delante iban, tras un alguacil, la giganta y el gigante, con andares pausados, dando vueltas de una acera a la otra; los brazos de papelón les colgaban a los costados y de vez en cuando se inclinaban ligeramente para poder llegar hasta la altura de algún pequeño, acompañado de su padre, que naturalmente se asustaba bastante. En la parte de atrás los cabezudos, eran seis u ocho, agarrando con las dos manos el enorme cabezón de cartón-piedra, corrían de un lado para otro, sin cesar de meterse con las gentes, que a su vez les sonreían y también les gritaban; eran jóvenes divertidos que se disfrazaban de esa guisa, para poder ganarse unas pesetas y un bocadillo de mortadela, o acaso de salchichón, que seguramente mitigaría sus voraces apetitos. No es que hubiera hambre, pero sí necesidad; eso se decía.

Por la tarde, como siempre, con toda la familia en pleno, de paseo por la

Calle Madrid. Y seguramente, los padres que iban con sus niños, se pararían junto a la frutería de “Catalino”, donde solía ponerse un fotógrafo con un caballito de cartón, de más o menos un metro de alzada y con un pequeño decorado de fondo, sobre un viejo lienzo enrollable (casi siempre una fuente con unos árboles alrededor). La máquina en cuestión era un cajón de madera con un objetivo sobresaliente por delante y una ventanilla por detrás, con un gran paño negro colgando. Todo ello soportado por un trípode de madera. El fotógrafo metía la cabeza dentro del paño negro, sacaba una mano por un lado y al grito mágico de “mira el pajarito” apretaba una perilla, para que la imagen quedara reflejada en un cliché. Después él fotógrafo se encargaría de revelarla. Pagada la foto de antemano, al día siguiente habría que ir a recogerla.

En las variopintas casetas de tiro había que hacer puntería con una escopeta de perdigones, sobre unos patitos que se movían, sobre las bolas de anís, o sobre unas dianas en las puertecitas de unas casetitas, en las que si atinabas y las puertas se abrían, te servían una copita de licor. Una caseta con mucho éxito era la de las fotografías; acertando en la diana salías fotografiado, ojo guiñado y escopeta en ristre, en compañía de los amiguetes, o de la chica a la que cortejabas. Una chulada para los jovencitos y también para los más mayores; unos y otros las llevaban siempre en sus carteras, como recuerdo.

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Ya cayendo la tarde los carruseles empezaban a funcionar, los altavoces de los tiovivos, de las barcas, de la ola, y del güitoma, lanzaban a los cuatro vientos músicas y canciones populares de la época, llamando la atención de la chiquillada, que ansiosa de emociones tiraba de las ropas de sus padres, para que los montasen a dar unas vueltas. La tómbola no necesitaba de músicas; los dos hermanos y una mujer ayudante, se valían por sí mismos para llamar la atención de los viandantes. El que llevaba la voz cantante, más o menos decía así: “Ya está aquí la tómbola de los hermanos “Cachichi”: son tiradas cortas, rápidas, sencillas y económicas; dos tiras una peseta y se van a llevar ustedes esta preciosa muñeca y una hermosa garrota de caramelo. Pero antes, señoras y señores, una tiradita de regalo, de balde, de baracalofi, de Baracaldo, de Valladolid ¡Oigan que no cuesta nada! en un momento sorteamos”. Las gentes se paraban y participaban de las tentadoras rifas.

Se precisaba tener una cierta habilidad en las barcas, flexionando las

piernas, para elevarlas lo más alto posible. Si te pasabas en altura, te ponían un freno con un tablón de madera, levantándolo para que en él rozara la quilla de la barca y así se disminuyera la fuerza del movimiento. En la ola se daban vueltas y más vueltas, haciendo una especie de ola marina; si te metías en un cubilete los amigos se divertían dándole vueltas; si eran chicas las de dentro no paraban de chillar; además te podías explayar dándole puñetazos, a placer, a un “puching” que tenían colgado del techo del carrusel.

Pero algunos muchachos no se conformaban con darle puñetazos al

“puching” y, queriendo demostrar su fuerza ante los amigos, o ante la novia, se acercaban a una curiosa atracción con forma de columna, de unos cuatro metros de altura, en la que había que dar un fuerte golpe con un gran mazo en una base y desplazar hacia arriba una pieza metálica que corría por una guía de acero bañada en grasa consistente, para intentar llegar a todo lo alto, donde había una especie de campana, que emitía un agudo sonido cuando la pieza metálica llegaba hasta ella con suficiente fuerza.

También se llegaban hasta otra atracción en la que poder demostrar su

fuerza y habilidad, empujando con todo el ímpetu posible, un cañoncito con una mezcla de pólvora en el morro, por unos railes en una estructura metálica con pendiente ascendente. Y si el cañoncito en cuestión, empujado con fuerza por el mozo, llegaba hasta arriba, chocando fuertemente contra una gruesa pletina de acero, entonces se producía una explosión, con el contento del lanzador y la admiración de los amiguetes.

En el güitoma, cuando giraban las sillas voladoras, te ponías como a dar pedales en el aire, de manera que cogías más velocidad y alcanzabas fácilmente al que llevabas delante, le ponías el pie en el trasero y lo lanzabas disparado hacia adelante. Por causa de ello hubo algún accidente.

Unas cuantas atracciones se presentaban ante el público, de manera que bien por su aspecto o bien por su lúdica oferta, invitaban a las gentes a participar en la diversión que se les ofrecía, a cambio de unas pocas pesetas.

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Aún recuerdo un gigantesco cilindro montado con maderas, bien sujetas con herrajes, en el que en su interior se cruzaban, una y otra vez, dos hábiles motoristas a buena velocidad, ante el estupor de los espectadores que miraban atónitos desde una pasarela, en lo alto del borde superior del enorme tubo.

El laberinto de cristal, era un gran habitáculo con varios compartimentos,

cuyas paredes transparentes dejaban ver, desde el exterior, las andanzas de los que se atrevían a entrar en su interior. La mayoría se daban de bruces contra los cristales, golpeándose con la nariz y con la frente, al intentar encontrar la salida del laberinto, causando las risas de los que miraban desde afuera. Un truco para no golpearse, consistía en caminar mirando hacia el suelo, donde se notaban perfectamente los bordes inferiores de los cristales, que formaban los departamentos del dificultoso laberinto.

Entrar en la Casa de los Espejos en pandilla, de chicas, de chicos, o de

parejas, era garantía de reír a mandíbula batiente, pues se trataba de una caseta rectangular, con el interior a oscuras, iluminada por unos fluorescentes. Allí había ocho o diez grandes espejos, de dos metros de altura por un metro de ancho, donde la gente nos veíamos reflejados ¡y de qué manera! En el primero te veías tal cual, pero a partir del segundo la imagen que aparecía en el trabajado cristal era totalmente distorsionada; unas veces te veías como un enanito cabezón y otras como un gigante estirado y delgaducho, en el siguiente aparecías gordo de cara y barrigudo de cuerpo y en el de más allá con la cara lánguida y estirada. Estas imágenes distorsionadas causaban las carcajadas de tus acompañantes, al mismo tiempo que tú te mondabas de la risa, viéndoles a ellos y a ellas. Total que se pasaba un rato bien entretenido.

Montar en el tren de la bruja era divertido. Se trataba de un trenecillo que

recorría un pequeño recinto, casi circular, con una parte al aire libre y otra parte oculta, atravesando un tenebroso túnel. Dentro del túnel se escondía un joven disfrazado de bruja y provisto de una pequeña escoba, con la cual se liaba a escobazos con los pasajeros, grandes y pequeños, del dichoso trenecillo. Algún mayorcito se enfadaba con “la bruja”, por su exceso de celo al golpear, enzarzándose en discusiones, que nunca llegaban a mayores.

La genuina perla de la feria era la Autopista Loranca de los coches eléctricos, que también eran conocidos como coches de choque. En aquellos cochecitos biplaza nos dábamos topetazos sin cesar; los chicos éramos los que conducíamos y algunas chicas nos acompañaban, con cierto recelo; pero reían y chillaban a causa de los constantes “choquetazos”. Era una atracción divertida y con gran aceptación por parte de todos.

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En los caballitos era más tranquilo y divertido; dar vueltas subiendo y bajando y saludar con la mano a los papás y a las mamás, que estaban mirándote; algunos muchachos, algo más inquietos, se cambiaban de caballito en plena marcha, con el natural susto de sus mayores.

Unos pocos carritos con golosinas prestaban colorido a las calles, a la

vez que proporcionaban el dulce sabor de sus particulares gollerías. Ofrecían pequeñas garrotitas de caramelo muy llamativas, así como unos rojos pirulís y martillos, asimismo de rojo caramelo; a veces también las sabrosas manzanas, bañadas con una delgada capa de caramelo, igualmente de color rojo. La señora Pilar, la barquillera, también paseaba por las calles, con su cesta de mimbre bajo el brazo, forrada con un paño blanco, ofreciendo con voz muy suave sus “Buenos barquillos”, hechos a primera hora de la mañana.

Una gran carpa de circo era instalada en el amplio solar conocido como

la plaza de toros. Músicos, acróbatas, saltimbanquis, equilibristas, un perrito sabio, alguna cantante de coplas y los que nunca pueden faltar en el circo, los payasos, hacían las delicias de pequeños y mayores. Durante varios años había sido el Circo Segura el que, en funciones de tarde y noche, animaba las fiestas. Pero recuerdo un año un tanto especial, pues en un costado de la plaza de toros instalaron el Teatro Chino, que traía un espectáculo de tipo cabaret, con chicas luciendo sus mofletudos cuerpos, con trajes ajustados y bien escotados, al viejo estilo de las tiples parisinas.

Y aquel año de 1963 ocurrió algo inesperado, el Santo Padre Juan XXIII fallecía en Roma el 3 de junio, lunes de las fiestas de Getafe. Se declararon dos días de luto, con lo cual quedaron suspendidas todas las celebraciones de las fiestas del pueblo, incluyendo la interrupción de los espectáculos, en el Teatro Chino de Margarita Chen, instalado en un lateral de la plaza de toros, junto a la calle de Don Fadrique.

A Juan XXIII le sucedió, en la cátedra de San Pedro, el cardenal Montini,

que tomó el nombre de Pablo VI, cuya prelatura no era muy del agrado de su excelencia el Jefe del Estado español.

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Ya al caer de la tarde los churreros de la localidad, los hermanos Sansegundo, recomenzaban su labor artesanal. Los olores, junto a la fuente de los cuatro caños y en los alrededores de la Plaza del Ayuntamiento, a porras calentitas y a churros recién hechos, eran una auténtica tentación para la compra, y la inmediata degustación de los mismos. Grandes y pequeños acudían a comprarlos, sin problemas para hacer cola.

¡Qué ricos estaban!

Por la noche, después de cenar, se salía para ver la pólvora. La cita era obligada en la Plaza del Ayuntamiento. Rondando las doce de la noche se encendería, primero una traca y a continuación tres o cuatro castillos de fuegos artificiales. Todo este espectáculo era previamente animado, durante un par de horas, por la Banda municipal de Mora de Toledo, que tocaban con armonía en un pequeño templete hecho con troncos de árbol y tablas de madera, situado en el centro de la Plaza, justo alrededor de la farola con base de piedra blanca octogonal. Pasodoble va y pasodoble viene; alguna jotica castiza y músicas populares, que incitaban a las parejas a bailar.

Pero antes de los cohetes y de la traca había que asistir al asalto de la

cucaña. Se trataba del tronco pelado de un árbol de unos cuatro metros de altura, bien descortezado y bien enjabonado, para hacerlo resbaloso. En lo alto de la cucaña una ristra de chorizos, un sobre con un billete de veinticinco pesetas y hasta alguna vez hubo un jamón, dependiendo de la bondad de quien manejase los dineros de las arcas municipales. Principalmente soldados de permiso y jóvenes del pueblo, intentaban subir a lo alto del palo enjabonado, para conseguir el ambicionado premio. Los resbalones se sucedían, ante las miradas y las risas de las gentes, que habían acudido a entretenerse un rato. Por fin, tras unos cuantos intentos, con el consiguiente desgaste del betún del madero, que se iba quedando en las ropas de los participantes, uno de ellos conseguía el codiciado botín, recibiendo el sonoro aplauso general.

Llegadas las doce de la noche, con las luces de la Plaza ya apagadas, la

traca arrancaba con su ensordecedor recorrido. De inmediato el primero de los castillos empezaba a arder, luminoso y brillante, con el asombro y el contento del público expectante. Luego el otro y más tarde el otro. Algunos mozos valientes osaban pasar bajo las estruendosas y chispeantes ruedas de fuego, ofreciendo un espectáculo dantesco.

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Finalmente las incandescentes ruedas reventaban con cuatro sonoras

explosiones, dando paso al lanzamiento de un potente cohete, que rasgaba el cielo, atravesando la tupida nube de humos de pólvora, para explotar en lo alto, indicando el final de fiesta. El aplauso unísono de los asistentes inundaba la concurrida Plaza del Ayuntamiento, acompañado por los alegres acordes de un castizo pasodoble, cuando el alguacil procedía al encendido de las luces. Y todos tan contentos, de vuelta a casa, comentando las incidencias de la noche.

Los fuegos artificiales, más conocidos por los habitantes de Getafe como

la pólvora, con el paso del tiempo y el natural aumento de la población, dejaron de celebrarse en la Plaza del Ayuntamiento y pasaron a ser disparados desde el solar conocido como la Plaza de Toros, luego en las eras y también al final de la calle de Polvoranca. Los llamados castillos fueron desbancados por tubos y carcasas de diferentes tamaños, que conseguían lanzar a los cielos de Getafe unos bonitos y espectaculares fuegos de artificio.

Cierto es, que no solamente había lo que anteriormente aquí se viene relatando, pues en verdad que no faltaban los partidos de fútbol; las piñatas, o más bien los pucheros, las carreras de sacos, las de cintas y las de bicicletas. Había concursos de pintura, de dibujo, de poesía y de artes manuales.

La elección de “mises”, era habitual en algún local destinado a tal efecto;

los conciertos matinales en la Plaza del Ayuntamiento, a cargo de la Banda de música contratada y los simpáticos desfiles, con alegres pasacalles, por parte del afamado grupo “Polito y sus Anastasios”.

También por entonces se celebraban, además de las veladas de circo,

sesiones de cine, e incluso algunas danzas y bailes regionales. Y ¡cómo no! recordar las alegres sesiones de bailes nocturnos, en las estupendas terrazas del Parque de Recreo y de la Piscina Costa de Vigo, siempre animadas por excelentes orquestas, como la de Graciano y sus cuban-boys, y espectaculares artistas del momento. ¡Qué bien lo pasábamos!

Qué bien lo pasábamos, incluso hasta cuando llovía. Porque durante

muchos y muchos años ha llovido. Se solía decir en Getafe, y todavía se continúa diciendo, que en cuanto se mueve la Imagen de la Virgen de los Ángeles, de su ermita del Cerro, llueve. ¡Y llovía lo que no te quiero ni contar!

Tras las tormentas hemos visto formarse un auténtico río en las calles de

Polvoranca, Jardines y Arboleda. Recuerdo que algún año nos hemos tenido que resguardar, a toda prisa, en el pequeño saloncito del Parque de Recreo, porque un formidable chaparrón nos impedía seguir los compases del baile.

Más de una vez hemos tenido que acelerar el paso, durante la procesión

del Domingo de Pentecostés, o del lunes siguiente, para refugiar a los fieles y a la Imagen de la Virgen de los Ángeles, en el pórtico de la Iglesia Grande. Pero nada de esto era óbice para continuar alegremente con los festejos, civiles y religiosos, en nuestro amado pueblo de Getafe.

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Los desfiles de carrozas merecen un capítulo aparte. Las fiestas civiles siempre han acabado el sábado siguiente al domingo de Pentecostés, con un espectacular desfile nocturno de carrozas. Principalmente tiradas por tractores, participaban unas cuantas representando a las más importantes industrias radicadas en el pueblo. Las serpentinas y los confetis, lanzados por señoritas, inundaban el recorrido bajo las luces de las calles de Toledo y de Madrid, acompañadas por alegres pasacalles. Un jurado concedía los premios de honor a las que consideraban más bellas y originales.

Durante los primeros años de desfiles, siempre ganaba el primer premio

la carroza que aportaba la empresa CASA, que solía presentar espectaculares maquetas con aviones, unas veces estacionados en las pistas y otras veces simulando un vuelo; siempre iluminadas con reflectores y magníficos juegos de luces. Al cabo de unos pocos años pasaron a desfilar fuera de concurso, pero siempre espectaculares y con un buen gusto. Lanz Ibérica, que a mediados de la década pasó a ser John Deere, también presentaba una bonita carroza, en la que destacaba la presencia de jóvenes y bellas señoritas ataviadas de tules y gasas, resaltando más, si aún cabe, su simpatía y su hermosura. Algo muy semejante ocurría con la carroza que presentaba el Ayuntamiento, con el flamante escudo de la localidad, que igualmente hacia referencia a mundos ideales y fantásticos, con la presencia de las más guapas doncellas del pueblo, pomposamente vestidas de hadas, de faunos y de sirenas.

Otras carrozas, confeccionadas por algunas empresas, establecidas en

la localidad, también desfilaban en aquellos primeros tiempos. Y unos cuantos años después su número se vio incrementado con la inestimable colaboración de peñas, asociaciones culturales y centros comerciales que, con ilusión, y hasta nuestros días, han venido contribuyendo para el mejor esplendor de este llamativo final de fiestas getafense.

Más o menos así eran los días en las fiestas de Getafe, o por lo menos

de esa manera hoy los recuerdo, combinados en el tiempo, por el paso de los años. Es probable que mis recuerdos de los años sesenta, se mezclen con otros anteriores de los años cincuenta, igualmente entrañables.

Por cierto, que siempre en Getafe se recordó y algunos aún lo recuerdan

humorísticamente, aquel año, en la anterior década de los cincuenta, en el que se celebró, en el viejo campo de fútbol de la calle Vinagre, una sonada carrera de burros, con jocoso incidente por parte del burro de “Catalino”. Resulta que por delante del borrico iba una hermosa burra con pasos armoniosos y el burro se enceló, de manera que su miembro macho creció desmesuradamente, en plena carrera, e iba golpeando acompasadamente en la barriga del acémila. Todo un espectáculo chocante, para el público allí reunido, que reía y reía.

En ese mismo escenario, del antiguo campo de fútbol, se celebraban las

carreras de sacos con las constantes caídas de los mozos participantes; y en una ocasión hubo un divertido concurso para ver quien lograba desnudarse antes. El ganador “el Lele”, en segundo lugar “el Manías”.

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11 Digamos que hablo de Getafe, por Lamberto Sanz Esteras.

Bien, pues hasta aquí hemos llegado con unos apuntes propios, sobre algunas de las cuestiones que rondaron por nuestro pueblo de Getafe, durante la célebre década de los sesenta, por las cuales me atrevería a considerar, con todo el respeto para los que pudieran no estar de acuerdo conmigo, que fue para muchos de nosotros, en términos generales, una época dorada, durante la que se consiguió dejar atrás la tristeza de las dos décadas anteriores, pasando de leer los pueriles tebeos, de Roberto Alcázar y Pedrín, a la Codorniz, de Álvaro de la Iglesia (la revista más audaz para el lector más inteligente) que rodeaba con suma habilidad los perversos recovecos de la instaurada censura.

Una cancioncilla, dialogada entre los personajes Joaquín y Ascensión, de la zarzuela La del manojo de rosas, cantaban así: ¡Qué tiempos aquellos! ¡Qué tiempo perdido! ¡Qué tiempo querido! ¡Qué pronto se fue! para ya en la vida jamás volver.

FIN DE LA 4ª (y última) ENTREGA NOTAS: En aquella década, a Don Juan Vergara Butragueño, le sucedió, en 1964, como alcalde de Getafe, Don Pedro Zarzo Calvo. Algunas de las fotos que han ilustrado las cuatro entregas de este artículo fueron bajadas de Internet, otras han sido cedidas gentilmente por personas amigas ¡gracias! En Getafe, 7 de octubre del 2016. Lamberto Sanz Esteras.

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EPÍLOGO

Al gran escritor Benito Pérez Galdós, sus colegas de tertulias literarias, le llamaban “el garbancero”, porque alguna de sus novelas las mandaba publicar por entregas, para así asegurarse el cocido, que los tiempos, que por los madriles de entonces corrían, no eran nada halagüeños en el asunto del condumio diario. Afortunadamente no es este mi caso (G. a D.), sino que he preferido dividir el escrito en cuatro entregas, debido al dilatado número de páginas que, de alguna manera, pudiera cansar a los atrevidos lectores. Gracias por comprenderlo. Pues a ti, querido lector, que has tenido la santa paciencia de leer, semana tras semana, las cuatro entregas de este estirado artículo, quiero darte las gracias. Supongo que habrán podido traer a tu memoria recuerdos nostálgicos, de los muchos momentos que tú has vivido, en aquella década de los años sesenta. Lo más lógico y normal, es que te hayas hecho unas cuantas preguntas interesantes, sobre ciertos temas de los puntos que aquí he ido desarrollando. Para mí, lo más importante es que te hayan servido para recordar, con detalle, ciertos acontecimientos personalmente vividos, y que con toda seguridad dejaron en tu memoria auténticas huellas positivas, que aún acaricias en lo más íntimo de tus evocaciones. Nunca ha llovido a gusto de todos, pero si tú has tenido la fortuna de vivir aquí en Getafe, durante aquellos años, porque eras joven, porque tenías trabajo, porque te preocupaba la situación social y te implicabas en ello, porque en tu familia reinaban la paz y el sosiego, porque respetabas y te respetaban, porque te lo pasabas bien con tus amigos y con tus amigas, porque, aún sin saberlo, ya aspirabas a ser mayor, o porque no sé cuantas otras muchas historias más, que a ti te afectaron, dime si no te resultaron felices. Mejor no me digas nada, simplemente recuérdalo con cariño.

De todas formas, por haber vivido con intensidad e ilusión aquellos tiempos, me permito el atrevimiento de desearte, a modo de despedida, ¡FELICIDADES! ¡MUCHAS FELICIDADES!

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Dedicatoria: Un recuerdo muy especial para mis amigos de aventuras y correrías: Gregorio Pastor Leira, Carmelo Deleyto Barcia, Juan Julián Rico Asensio, Lorenzo Egido Martín, Julián del Álamo Ocaña, Víctor García García, Antonio Expósito Menéndez, José Fernando Esteban Arranz, Gregorio Sánchez-Arévalo Simancas, Julián Salas del Río, Enrique Cáceres, José Luis Cuevas Cáceres, Jacinto Resino Molina, Jaime Mondejar Martín, y Antonio Rey Moraleda.