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NOSOTROS, LOS AUSTRIACOS Hayek y el surgimiento del orden libre Por Juan Ramón Rallo Friedrich Hayek es probablemente el autor más conocido de la Escuela Austriaca, en buena medida por haber recibido el Premio Nobel de Economía en 1974. Sin embargo, y pese a ser el único austriaco con tal distinción en su palmarés, Hayek fue mucho más que un economista; de hecho, él mismo se encargaba de advertir que "un economista que sea sólo economista no puede ser un buen economista". Con el paso de los años, sus intereses y estudios fueron abarcando campos tan aparentemente diversos e inconexos como el derecho, la psicología, la filosofía política, la teoría de la información, la sociología, la antropología o la metodología de la ciencia. Uno podría temer que, ante tal variedad de objetos de estudio, Hayek fuera más bien una mente dispersa, caótica y poco sistemática a la que le fue imposible profundizar lo suficiente en alguna de estas disciplinas. Sin embargo, y por mucho que haya algo de cierto en semejante diagnóstico, la gran preocupación intelectual de su vida no fue tanto lograr un conocimiento completo en cada una de estas materias, cuanto utilizarlas para explicar un aspecto muy concreto de nuestro mundo: cómo emerge el orden (o, más bien, los órdenes). La de Hayek fue una travesía intelectual que comenzó en Viena. Después de pasar por los cursos del discípulo menos mengeriano de Carl Menger, Friedrich Wieser, empezó a trabajar en una agencia estatal dedicada a saldar las deudas privadas tras la Primera Guerra Mundial. Fue allí donde conoció a quien entonces era su director, la persona que se convertiría en su gran maestro y la que de una manera más crucial determinó su carrera como economista: Ludwig von Mises . Era la década de los 20, Mises ya había publicado sus dos grandes aportaciones a la ciencia económica: su Teoría del dinero y de los medios fiduciarios y Socialismo. Hayek, tras una corta estancia en EEUU, supo sacar un enorme provecho a la relación personal e intelectual con Mises, sobre todo gracias a sus participaciones en el seminario privado que impartía éste y al que también acudían otros egregios economistas como Machlup, Haberler, Morgenstern o Schutz. No es casualidad que toda la producción intelectual de Hayek durante casi dos décadas no fuera más que un intento de perfeccionar las dos áreas en las que había centrado su

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NOSOTROS, LOS AUSTRIACOSHayek y el surgimiento del orden librePor Juan Ramón Rallo

Friedrich Hayek es probablemente el autor más conocido de la Escuela Austriaca, en buena medida por haber recibido el Premio Nobel de Economía en 1974. Sin embargo, y pese a ser el único austriaco con tal distinción en su palmarés, Hayek fue mucho más que un economista; de hecho, él mismo se encargaba de advertir que "un economista que sea sólo economista no puede ser un buen economista".

Con el paso de los años, sus intereses y estudios fueron abarcando campos tan aparentemente diversos e inconexos como el derecho, la psicología, la filosofía política, la teoría de la información, la sociología, la antropología o la metodología de la ciencia.

Uno podría temer que, ante tal variedad de objetos de estudio, Hayek fuera más bien una mente dispersa, caótica y poco sistemática a la que le fue imposible profundizar lo suficiente en alguna de estas disciplinas. Sin embargo, y por mucho que haya algo de cierto en semejante diagnóstico, la gran preocupación intelectual de su vida no fue tanto lograr un conocimiento completo en cada una de estas materias, cuanto utilizarlas para explicar un aspecto muy concreto de nuestro mundo: cómo emerge el orden (o, más bien, los órdenes).

La de Hayek fue una travesía intelectual que comenzó en Viena. Después de pasar por los cursos del discípulo menos mengeriano de Carl Menger, Friedrich Wieser, empezó a trabajar en una agencia estatal dedicada a saldar las deudas privadas tras la Primera Guerra Mundial. Fue allí donde conoció a quien entonces era su director, la persona que se convertiría en su gran maestro y la que de una manera más crucial determinó su carrera como economista: Ludwig von Mises.

Era la década de los 20, Mises ya había publicado sus dos grandes aportaciones a la ciencia económica: su Teoría del dinero y de los medios fiduciarios y Socialismo. Hayek, tras una corta estancia en EEUU, supo sacar un enorme provecho a la relación personal e intelectual con Mises, sobre todo gracias a sus participaciones en el seminario privado que impartía éste y al que también acudían otros egregios economistas como Machlup, Haberler, Morgenstern o Schutz. No es casualidad que toda la producción intelectual de Hayek durante casi dos décadas no fuera más que un intento de perfeccionar las dos áreas en las que había centrado su atención Mises: la teoría de los ciclos económicos y el teorema de la imposibilidad del socialismo.

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Pese a que Mises pensaba que Hayek era la persona que más fiel se había matenido a sus ideas, éste no estaba plenamente satisfecho con el tratamiento que su maestro les había dado en sus libros. No tanto porque considerara incorrectas las conclusiones a las que había llegado, sino por los argumentos que ofrecía para respaldarlas.

Por un lado, Hayek deseaba ampliar la explicación de los ciclos económicos para compatibilizarla con el cada vez más empleado concepto de "equilibrio económico" y también para vincular la causa de las crisis no tanto a los bancos centrales cuanto a la propia existencia de un sistema crediticio gestionado por bancos. Por otro, el austriaco temía que el argumento de Mises contra el socialismo pecaba de excesivamente racionalista –apelaba a la razón y a la racionalidad de los individuos para comprender por qué el socialismo no podía funcionar– y trató de reconducirlo a un problema más general de falta de información por parte de los planificadores centrales.

Esta no siempre acertada reformulación hayekiana de la obra de Mises alcanzó mucha mayor difusión que la propia obra de Mises, especialmente en el mundo anglosajón. La razón es sencilla de comprender: a comienzos de la década de los 30, el director del Departamento de Economía de la London School of Economics (LSE), Lionel Robbins, buscaba a un profesor que cumpliera tres características: ser extranjero para así enriquecer una plantilla predominantemente inglesa; estar volcado en trabajos teóricos para poder contrarrestar la producción mayoritariamente empírica de los fabianos que poblaban la LSE; y ser capaz de combatir a la cada vez más influyente figura de John Maynard Keynes. Desde luego, era un puesto hecho a la medida de Hayek: un austriaco centrado en la teoría económica que además acababa de publicar una extensa crítica contra las falacias subconsumistas de dos demagogos estadounidenses hoy ya caídos en el olvido –William Foster y Waddill Catching– que resultaban enormemente parecidas a las soflamas keynesianas.

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De ahí que, tras ser invitado a dar cuatro clases sobre las crisis económicas –de cuya recopilación salió una de sus obras más conocidas, Precios y Producción–, Hayek obtuviera una plaza fija en la LSE desde la que pudo combatir con más notoriedad tanto las reiteradas falacias de Keynes como la propaganda de los economistas socialistas que trataban de justificar a la desesperada que el cálculo económico sí era posible bajo el comunismo.

La batalla intelectual que libró contra el intervencionismo durante la década de los 30 le resultó ciertamente frustrante y agotadora. No ya porque quiso luchar con elegancia y rigor lo que en muchos casos sólo era un alud de propaganda económica dedicada a justificar el creciente rol dirigista del Estado durante la Gran Depresión –la crítica que escribió contra el Tratado del Dinero de Keynes fue tan devastadora que el de Cambridge dejó de responderle antes de que se publicara la segunda parte de su reseña aduciendo que estaba buscando otras bases para respaldar sus conclusiones–, sino porque se dio cuenta de que si la ciencia económica resultaba de alguna forma compatible con tantas falacias era porque se encontraba viciada de raíz.

La gran transformación

Dos fueron las críticas que le hicieron replantearse el status científico de la economía. Una, procedente de su colega Morgenstern, sostenía que el concepto de equilibrio que Hayek se había empeñado en inocular a la teoría miseana del ciclo económico estaba incorrectamente definido: Hayek, siguiendo la corriente mayoritaria de su tiempo, afirmaba que para alcanzar el equilibrio era necesario que los agentes fueran capaces de prever perfectamente el futuro, pero Morgenstern demostró –con su famoso caso de Holmes contra Moriarty– que el supuesto de previsión perfecta implicaba una parálisis de toda acción y, por ello, resultaba incompatible con cualquier definición de equilibrio. La otra réplica provino de un socialista inglés, H. D. Dickinson, para quien los sistemas comunistas podían ser viables si la posición deseada de equilibrio económico se representaba a través de un sistema de ecuaciones matemáticas de cuya resolución pudieran extraerse los precios con los que realizar el cálculo económico.

Pese a que ninguna de las dos críticas desvirtuaba en lo más mínimo el edificio intelectual de Mises, Hayek sí se vio forzado a replantearse el concepto de "equilibrio económico" y es muy probable que, al hacerlo, emprendiera lo que Bruce Caldwell ha llamado su "gran transformación" intelectual.

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Así, en 1937, el austriaco publicó el artículo al que él mismo atribuye su giro intelectual, Economía y Conocimiento, donde redefinió "equilibrio" como aquella situación en la que los planes de los individuos se vuelven compatibles entre sí gracias a que todos tienen una previsión correcta (que no perfecta) de lo que van a hacer el resto. Pero esta nueva definición, que superaba las objeciones planteadas por Morgernstern, sólo sirvió para que Hayek se planteara una nueva pregunta a la cual dedicó el resto de su vida: bajo qué condiciones resulta realista suponer que los individuos van a compatibilizar sus planes al ser capaces de anticipar con razonable seguridad qué piensan hacer el resto de individuos.

Es decir, la cuestión central en el pensamiento hayekiano que se plantea por primera vez en este seminal artículo es cómo resulta posible que cada individuo se coordine de manera exitosa con el resto de la sociedad sin que nadie esté "al mando" para organizarlos a modo de piezas de un engranaje superior: cómo emergen los órdenes de manera espontánea y no planificada.

Hayek no responde en el artículo a esta importante pregunta, a la que eleva a la tarea central de la investigación económica, pero sí lo hará durante los siguientes 50 años: entre muchas otras obras, en 1948 publica Individualismo y orden económico; en 1952 El orden sensorial; y en 1973 Normas y orden (el primer volumen de su trilogía Derecho, legislación y libertad). Fijémonos cómo la palabra "orden" aparece en el título de los tres libros, lo que nos indica que Hayek concibió la existencia de al menos tres órdenes crecientes en complejidad: el orden psicológico, el orden individual y el orden grupal.

Los tres órdenes

El primero, el sensorial o psicológico, permite a cada individuo alcanzar percepciones coherentes y consistentes a partir del maremágnum de datos y estímulos externos que recurrentemente experimenta. Para Hayek, la mente actúa como un "clasificador" de nuestras sensaciones, lo que permite dar significados distintos a hechos externos aparentemente iguales (no obtenemos la misma sensación ante el color naranja de una fruta que ante el color naranja de un automóvil). Lo característico de la mente es que las categorías que clasifican los datos externos no están dadas, sino que van ampliándose, reformulándose, recombinándose y evolucionando a través de nuestra experiencia (si bien Hayek admite, en línea con la moderna psicología evolucionista, que una cierta estructura de la mente está dada genéticamente y no puede modificarse).

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Este orden sensorial, sin embargo, no es suficiente para que los individuos logren coordinarse y entenderse entre sí. Aunque una cierta empatía será posible –sobre todo cuando las personas se ven sometidas a experiencias parecidas–, la base genética y el conocimiento y las sensaciones que adquiere cada individuo son propios, por lo que en la mayoría de los casos nos será imposible predecir cuál será la respuesta que darán otras personas ante un determinado estímulo externo.

Para conseguir una mayor coordinación entre individuos, es necesario estudiar cómo se conforma el orden individual y aquí la respuesta que ofrece Hayek es múltiple. Por un lado, el orden dentro de una economía se logra mediante la información que "transportan" un conjunto de precios surgidos de la rivalidad y competencia entre los agentes; a través del cálculo económico que permiten esos precios, cada individuo puede conocer dónde resultan más valiosos sus esfuerzos para otros individuos y, por tanto, coordinarse con ellos. Por otro, el orden dentro de una sociedad se alcanza a través de instituciones espontáneas como el lenguaje, el derecho, el dinero, la moral o la religión que favorecen que los individuos se sometan a pautas de comportamiento comunes que vuelven sus decisiones más previsibles y comprensibles para el resto, favoreciendo así su coordinación y cooperación.

A través de las instituciones (en el fondo, el mercado libre es también una institución), los individuos pueden interactuar en sociedad y a través de esta interacción, modifican y perfeccionan el contenido de esas instituciones (se van volviendo cada vez más útiles para coordinar a los individuos). Por ello, para el austriaco, ni el derecho, ni el lenguaje, ni el dinero son resultado de la construcción de nadie (de ahí que, por ejemplo, defendiera la desnacionalización del dinero), sino fruto de las consecuencias no intencionadas de las acciones de todo el grupo social (un argumento que procede de la ilustración escocesa y, sobre todo, de Carl Menger). 

Pero Hayek no se queda en el análisis de cómo los individuos alcanzan el orden dentro del grupo, sino que también concibe la existencia de un orden de cada grupo con respecto a otros grupos. En ocasiones, la supervivencia de una sociedad dependerá de la adopción de normas que si bien no son necesariamente beneficiosas para ningún sujeto dentro del grupo, sí lo son para que el grupo permanezca unido y pueda coordinarse con otros grupos (dentro de esta categoría se incluirían, por ejemplo, la provisión de bienes públicos, las redes de solidaridad o incluso la propia configuración de la organización política estatal). Hayek cree que este orden grupal se irá generando por simple evolución y supervivencia de los órdenes

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institucionales más eficientes: los peores conjuntos de instituciones tenderán a ser barridos por los mejores.

Socialismo, metodología y filosofía política

En la complejidad de estos tres órdenes se encuentra el germen de la crítica de Hayek al socialismo: dado que es imposible para un planificador o grupo de planificadores aprehender y procesar toda la información dispersa que es privativa de cada individuo, el comunismo no será capaz de crear deliberadamente una "organización" que pueda coordinar de manera satisfactoria y mutuamente beneficiosa a todas las personas a lo largo del tiempo. El socialismo es un simple ejercicio de fatal arrogancia que desconoce los límites de la razón y de la planificación del ser humano.

También aquí podemos ubicar la posición metodológica de Hayek: si bien rechaza el apriorismo extremo de Mises –en ocasiones de manera un tanto apresurada y equivocada–, el austriaco sí reconoce la existencia de dos grandes grupos de ciencias, las que estudian fenómenos simples (como la física) y las que estudian fenómenos complejos (como la economía o la sociología). No es tanto que la economía sea menos ciencia que la física (hoy se la llama soft science), sino que su objeto de estudio son fenómenos mucho más complejos. Por ese motivo, constituye un gran error aplicar los métodos reduccionistamente experimentales de las ciencias simples a las ciencias complejas (Hayek llamó a este vicio el cientismo y a su crítica dedicó todo el libro de La contrarrevolución de la ciencia) e incluso –y aquí se distanciaba de su amigo Karl Popper– habrá que reconocer las crecientes limitaciones con la que se encontrará la falsación de los resultados según aumente la complejidad de una ciencia: a mayor complejidad, predicciones menos exactas (más genéricas), por lo que habrá que ser cuidadoso con descartar cualquier conclusión que aparentemente no tenga una traslación cuantificable y medible en el mundo real (sobre este tema fundamental, de hecho, reflexionó en su discurso de recepción del Nobel: La pretensión del conocimiento).

Y, por último, también en este contexto resulta más comprensible la filosofía política de Hayek, especialmente contenida en Los fundamentos de la libertad y en su libro más conocido Camino de Servidumbre. Parece claro que para alcanzar estos tres órdenes evolutivos resulta esencial la libertad del ser humano; libertad para probar, equivocarse, rectificar y así influir en el desarrollo de las instituciones. Hayek, pues, se plantea de qué modo puede minimizarse la coacción de nuestra libertad y llega a la conclusión de que la mejor forma es crear un aparato político que combata y reprima la

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coacción que unos individuos ejercen sobre otros. El nuevo problema es entonces cómo evitar que ese monopolio de la violencia –el Estado– se convierta en el principal represor de la libertad y para el austriaco la solución pasa por desterrar el poder arbitrario de los políticos sometiéndolos al rule of law: un conjunto de normas impersonales, evolutivas, universales, conocidas y ciertas para todos. Sólo en ese marco, cada individuo podrá conocer cuáles serán las consecuencias de sus decisiones y escapar a una represión directa por parte de los poderes públicos.

El intervencionismo económico, sin embargo, socava este orden jurídico impersonal, pues cada individuo debe ajustarse al plan dictado por un comité de planificación que tenderá a ir fagocitando las instituciones políticas ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo sobre cuáles son los objetivos del plan (¿qué debemos producir?) y sobre cómo implementarlo (¿quién y de qué modo debemos producirlo?). Del dirigismo económico pasaremos a los mandatos políticos y, por tanto, al control total de los planificadores sobre las vidas de las personas.

Muchos han considerado que esta última reflexión que Hayek expuso en Camino de servidumbre demuestra el fracaso de toda su filosofía política, pues el intervencionismo económico posterior a la Segunda Guerra Mundial no condujo a la liquidación de las democracias occidentales. No obstante, esta crítica simplista a Hayek pasa por alto el verdadero objetivo del libro, que no era tanto efectuar un pronóstico historicista –un pronóstico que el propio Hayek consideraba imposible de realizar en una ciencia compleja como la economía y la política– cuanto lanzar una advertencia del posible proceso de podredumbre que sufrirían las democracias si seguían escalando en su intervencionismo en un contexto de desencanto hacia los logros y los méritos de los órdenes espontáneos del capitalismo. 

Sin duda, no se trata de que Hayek no se equivocara en nada; de hecho, su teoría económica o su filosofía política contienen numerosos errores y contradicciones (como su crítica a la "justicia social" y su defensa del Estado de bienestar; o la aceptación acrítica del monopolio de la violencia como camino óptimo para minimizar la violencia; o sus más que discutibles reproches al patrón oro) provocados en buena medida por la propia evolución que sufrieron sus ideas y sus intereses a lo largo de sus 93 años de vida. Pero, desde luego, habría que huir de las críticas más aparentemente facilonas contra su pensamiento, sobre todo cuando proceden de quienes desconocen toda la unidad del rompecabezas hayekiano.

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Si Mises creó un sistema de pensamiento económico claro, sólido y focalizado en el individualismo metodológico, Hayek nos legó un conjunto de ideas originales pero dispersas que sólo tras un cuidadoso estudio aparecen como un intento bastante exitoso, aunque no libre de errores, de promover la libertad en todas sus manifestaciones: política, social, cultural y económica. Siendo el economista menos concentrado en la economía de la Escuela Austriaca, pasará a la historia vulgarizada como su economista más representativo. Los austriacos, sin embargo, no deberíamos quedarnos en la superficie: más allá de sus casi siempre profundas teorías económicas, existe toda una potentísima narrativa que, ampliada y mejorada, constituye una de nuestras principales líneas de defensa de la libertad: cómo los órdenes privados, voluntarios, naturales y espontáneos logran superar los límites de nuestra razón y de nuestro conocimiento ante los que siempre sucumbirá cualquier planificador central.

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NOSOTROS, LOS AUSTRIACOSMises, creador de un sistemaPor Juan Ramón Rallo

Los clásicos ya se lamentaban de que el tiempo pasa volando, de que se escurre entre los dedos y la vida se queda en nada; un tic-tac existencial que lleva a muchos a aprovechar el día como si no hubiera mañana, siguiendo la interpretación literal del carpe diem horaciano.

A otros, en cambio, los conduce a dedicar cada minuto de su breve existencia a aliviar su sed insaciable de saber y a compartir la mayor parte posible de sus hallazgos con el resto del mundo. Ludwig von Mises era claramente un sujeto de la segunda especie. Incluso padeciendo gripe, desnutrido y a la escasa luz de unos candiles que sustituían malamente el suministro eléctrico –interrumpido por los destrozos de una más que próxima Primera Guerra Mundial en la que había puesto en peligro su vida en diversas ocasiones–, Mises encontró tiempo para estructurar y redactar la que, en palabras de Antal Fekete, es "la contribución más relevante a la ciencia económica en el siglo XX".

Por eso, porque la vida y la mente de un brillante Mises estuvo dedicada por entero a la economía, es imposible escribir un artículo de unas pocas páginas tratando de enumerar y describir sus aportaciones sin ser bastante injusto. Son tantas y tan ricas que por fuerza omitiremos varias de ellas. Baste señalar que el biógrafo de Mises, Jörg Guido Hülsmann, le ha tenido que dedicar un libro de más de 1.000 páginas para intentar hacer honor a la magnitud de sus contribuciones.

Lo primero que debemos tener presente es que Mises fue el sucesor intelectual de la línea de pensamiento subjetivista muy antigua que culminó en la figura de Carl Menger y que prosiguió en la de Eugen Böhm-Bawerk. La apreciación no es baladí, pues el sucesor académico de Menger en la Universidad de Viena no fue Böhm, como habría cabido esperar, sino su cuñado, Friedrich Wieser, un economista socialista que, en oposición a la tradición mengeriana, buscaba derivar la ciencia económica de supuestos muy abstractos y nada realistas (como 50 años más tarde propondría el chicaguense Milton Friedman) y que caracterizaba el valor, no como un orden de prelación de necesidades, sino como una magnitud psicológica con la que podían realizarse operaciones aritméticas y que, en ciertas condiciones, resultaba objetivo e igual para todos los miembros de la sociedad ("el valor natural", lo llamaba).

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A partir de la jubilación de Menger en 1903, la nefasta influencia de Wieser dentro de lo que ya se llamaba "la Escuela Austriaca" no dejó de acrecentarse. Durante un tiempo, hasta su deceso en 1914, el prestigio universal de Böhm permitió contener esta tendencia desde sus seminarios universitarios. Pero tras su muerte, Wieser y su contrarrevolución marcaron el desarrollo de los economistas austriacos durante más de una década. Gente como Hayek, Machlup, Haberler o Morgenstern –pese a haber sido alumnos de Mises– no estudiaron la clara y seminal obra de Menger (descatalogada desde finales del s. XIX), sino los pasteleos de un Wieser que buscaba asimilar los errores de otras escuelas de pensamiento –como las de Jevons o Walras– y que opinaba que los estados comunistas estarían en posición de racionalizar la producción aprehendiendo los "verdaderos" valores de todos los individuos. Por mucho que luego trataran de zafarse de esta herencia wiseriana y de redescubrir a Menger (sobre todo en el caso de Hayek), nunca fueron capaces de lograrlo del todo y su producción intelectual se vio fuertemente condicionada por ello.

Mises, sin embargo, se convirtió en economista, de acuerdo con su propia confesión, leyendo los Principios de Menger. Proveniente de los círculos historicistas de Schmoller contra los que tanto luchó el propio Menger, Mises comprendió con este libro que en economía sí existen leyes a priori cognoscibles a través de la experiencia humana y del uso de la lógica y que la sociedad se basa en intercambios voluntarios y mutuamente beneficiosos para las partes. A partir de entonces, Mises pasó a frecuentar los seminarios del que sería su más importante profesor, Eugen Böhm-Bawerk, donde conoció a los más nutrido del marxismo austriaco (que acudía a los seminarios de Böhm para tratar, sin éxito, de refutar su refutación de Marx) y a economistas de la talla de Joseph Schumpeter o Felix Somary.

La teoría del dinero

Fue aquí cuando se dio cuenta que todo el andamiaje intelectual subjetivista de Menger y Böhm, que como sabemos giraba en torno a los intercambios en el espacio y en el tiempo de bienes económicos que satisficieran necesidades humanas, no se había extendido a un campo esencial: el dinero. Es cierto que Menger había analizado con gran perspicacia cómo y por qué surgía el dinero, pero no logró articular una teoría sobre las alteraciones de valor del dinero; y desde luego Böhm-Bawerk ni siquiera lo intentó, pues lo suyo fue volcarse a desentrañar el origen del interés puro (sin perturbaciones monetarias).

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La desconexión entre la teoría del valor y la teoría del dinero era desde luego llamativa, pues antes de Menger se había elaborado una vastísima literatura relativa a cuestiones de dinero y banca (en especial, aunque no sólo, con las Escuelas Monetaria y Bancaria en Inglaterra), de la que podían extraerse numerosas teorías acertadas pero que, por desgracia, no habían pasado por la destilería de la teoría subjetiva del valor. En muchos casos, de hecho, ni siquiera se la consideraba teoría económica propiamente dicha, sino tan sólo refriegas entre profesionales de la banca.

Se hacía necesario, pues, conectar ambos mundos –el del dinero y el del valor–, aunque para ello debía superarse la reacción antimercantilista que probablemente los había mantenido separados hasta ese momento; a saber, que el dinero carecía de influencia sobre las transacciones reales. Los clásicos habían concluido que el dinero era un simple "velo" detrás del cual se realizaban unos intercambios que, en última instancia, podían retrotraerse al trueque; los subjetivistas, análogamente, pensaban que el análisis del dinero no aportaba nada a la ciencia económica, pues su demanda y su valor derivaban enteramente de los bienes finales que iban a adquirirse. Ambos sostenían que lo único que cabía decir del dinero era que a mayor cantidad, precios más elevados y viceversa, sin que la actividad económica de fondo se viera en absoluto afectada por estas variaciones.

Mises, en su primer libro, La teoría del dinero y de los medios fiduciarios (traducido incorrectamente al inglés y al castellano como La Teoría del dinero y el crédito) tendió los puentes que conectaban estos dos mundos. El dinero era un bien económico más que debía analizarse a la luz de la pujante teoría marginalista: su valor venía determinado por el fin menos importante que contribuía a satisfacer y este fin venía determinado a su vez por los bienes que permitía adquirir.

Esta sencilla proposición, a la que podría haber llegado cualquier otro economista que conociera por encima la obra de Menger, se topaba con el obstáculo de que, en apariencia, incurría en un razonamiento circular: el valor del dinero de hoy dependía del poder de compra del dinero de ayer, pero a su vez ese poder de compra del dinero de ayer dependía del valor del dinero de anteayer (o dicho de otra forma, la utilidad del dinero dependía de su precio y su precio dependía a su vez de su utilidad). Mises, sin embargo, quebró la presunta circularidad a través de lo que llamó el "teorema regresivo del dinero": era cierto que la utilidad del dinero de hoy dependía de su poder adquisitivo de ayer y éste a su vez de su utilidad de anteayer, pero esta regresión no era infinita, ya que podíamos ir hacia atrás hasta

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que llegara un momento en el que el bien económico que actuaba como dinero no tuviera ningún uso monetario y se demandara sólo por su utilidad directa (por ejemplo, la demanda de oro con fines ornamentales).

Así pues, el dinero era un bien económico más –con su oferta y su demanda basada en la utilidad– y como tal debía analizarse. Bajo este nuevo prisma, no resultaba difícil entender los billetes o los depósitos de los bancos como obligaciones de estas entidades a entregar una determinada cantidad de dinero (verbigracia oro); unas obligaciones que podían estar en cada momento completamente cubiertas (en cuyo caso cabía denominarlas "certificados de deuda") o sólo estarlo parcialmente (en cuyo caso hablábamos de "medios fiduciarios"). Y por ello, tampoco resultaba complicado comprender que la cantidad de "medios de pago" en la economía podía incrementarse o bien produciendo más dinero (sacando más oro de las minas) o bien generado más medios fiduciarios mediante el sistema bancario.

Pero para redondear su análisis de la economía monetaria a Mises le faltaba explicar cuáles eran los efectos que, más allá de la inflación o la deflación, tenían las variaciones de la cantidad de medios de pago sobre la economía. Para ello tuvo que echar mano de las intuiciones del mejor economista del siglo XVIII, Richard Cantillon, y de la teoría del capital y del interés de su maestro Böhm-Bawerk: un incremento de los medios de pago –especialmente del dinero fiduciario que fabrican los bancos bajo el influjo de los bancos centrales– se filtraría en forma de una mayor oferta de crédito, lo que rebajaría artificialmente los tipos de interés en el mercado y estimularía un período de fuertes inversiones muy por encima del ahorro disponible para financiarlas, creando un "boom económico" que, naturalmente, daría paso más tarde a una crisis por insuficiencia de recursos reales para completar todas las grandes inversiones iniciadas. Mises alcanzaba así una de las joyas de la corona de toda la teoría económica de la Escuela Austriaca, su explicación de los ciclos económicos.

Teorema de la imposibilidad del socialismo

Sólo con su teoría monetaria, por consiguiente, Mises podría haber figurado entre los economistas más grandes de la Escuela Austriaca y, por extensión, de la historia. Pero no contento con ello, el austriaco se propuso, menos de una década después de publicar su tratado monetario, llenar otro de los grandes terrenos inexplorados por Menger y Böhm-Bawerk y que resultaba esencial para fundamentar una sociedad libre.

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Hasta Mises, la Escuela Austriaca había basado sus teorías sobre la hipótesis implícita de que los agentes operaban en un marco de relativa libertad y respeto a la propiedad privada. Era así cómo el valor que los consumidores otorgaban a los bienes económicos se trasladaba a los factores de producción, de modo que toda la estructura empresarial se desarrollaba a partir de lo que años más tarde William Hutt llamaría "la soberanía del consumidor".

Wieser fue de los pocos que se planteó que ese valor primigenio de los consumidores era contingente a que tuvieran capacidad de elegir, aunque llegó a la conclusión de que tanto con libertad como sin ella podían alcanzarse unos "valores naturales" que sirvieran tanto para una economía libre como para una fuertemente intervenida o una totalmente socializada.

Mises, poco satisfecho con estas conclusiones, recogió el guante tras haber servido en el frente del ejército austro-húngaro durante la Primera Guerra Mundial y, por tanto, mientras se estaba viviendo una revolución soviética que amenazaba con extenderse a toda Europa, empezando por las profundamente socializadas economías de guerra de Alemania y Austria.

Fue entonces cuando, como decíamos al comienzo, elaboró la que tal vez sea la contribución a la teoría económica más importante del siglo XX: su teorema de la imposibilidad del socialismo. Mises, como ejemplar liberal clásico, se propuso refutar punto por punto el marxismo y lo logró en su libro Socialismo, donde uno a uno fueron cayendo todos los

dogmas marxistas: desde la concepción de la historia como una continua lucha de clases hasta la inevitabilidad de la llegada del socialismo o la tendencia inherente del capitalismo hacia el monopolio único. Pero lo realmente relevante, original y devastador de esta obra no fueron tanto las múltiples críticas que Marx recibió tanto sobre sus análisis históricos como sobre sus profecías de futuro, sino la que es sin duda la refutación definitiva del socialismo: su imposibilidad.

Mises, que anticipó este argumento definitivo tres años antes de publicar su libro en un artículo para la revista de economía de Max Weber, explicó que el socialismo carece de mecanismos para asignar racionalmente los recursos. Una economía de mercado cuenta con precios para los bienes de consumo y para los factores productivos y gracias a la comparación de ambos –de precios finales y de costes– puede saber cuándo está usando adecuadamente los siempre escasos recursos para satisfacer las necesidades más apremiantes de los consumidores o cuando los está despilfarrando.

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El socialismo, por el contrario, no puede realizar este "cálculo económico", pues para que existan precios debe producirse un intercambio entre dos bienes (por ejemplo, dinero y una mercancía) y para que haya intercambios debe haber propiedad privada para las partes. Pero como el socialismo se basa en la propiedad colectiva de los medios de producción, carece de precios y de la posibilidad de efectuar cualquier cálculo de racionalidad económica. Si ignoramos cuáles son los costes de un bien, ¿por qué no construir, por ejemplo, las vías de ferrocarril con oro? ¿O por qué no destinar, como hizo Mao, a la práctica totalidad de los trabajadores de un país a producir metal? ¿O cómo saber si dedicar a los obreros a producir máquinas que sirvan para fabricar zapatos en lugar de destinarlos a confeccionarlos directamente? No se trata de un problema técnico sobre cómo producir un bien, sino de un problema económico sobre la conveniencia de producirlo de una determinada forma. Una sociedad tiene delante de sí en cada momento millones de proyectos técnicamente viables, pero sólo unos pocos le permitirán satisfacer los fines más importantes de los consumidores con las menores renuncias (o coste de oportunidad) posibles.

El socialismo era y es incapaz de discriminar entre proyectos económicamente viables y por tanto no puede asignar los recursos de un modo en el que todos los sujetos salgan beneficiados a la hora de satisfacer continuamente sus fines más valiosos. Su implantación sólo llevará a la disgregación de la división voluntaria del trabajo y, como esquema coactivo que es, a la explotación de un grupo de individuos por otro grupo de individuos.

La acción humana

Tras sus aportaciones a la teoría monetaria y a la teoría del intervencionismo estatal, Mises completaba un programa de investigación económico –iniciado por Menger y continuado por Böhm– que cubría prácticamente todas las manifestaciones de la acción humana: desde la simple elección individual aislada hasta el intercambio intertemporal con dinero, desde el mercado sin injerencias estatales (la cataláctica, en lenguaje de Mises) al completo control

de la producción y de la distribución de los recursos (el socialismo), pasando por todos sus respectivos estadios intermedios. Se trataba de un

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conjunto de enunciados, teoremas y leyes a priori que el propio Mises había deducido simplemente a partir de un axioma autoevidente como es que "el hombre actúa"; de ahí que considerara pertinente denominar a esta nueva ciencia "praxeología" (ciencia de la acción humana, término acuñado por Weber) en lugar de economía (que vendría a ser sólo la parte más importante de la praxeología, en concreto, la dedicada a estudiar la cataláctica).

A sus casi 70 años, Mises publicó todo este profuso compendio vital, refinado y mejorado, en el que hasta ahora es el libro cumbre de nuestra ciencia: La acción humana. Como con los Diálogos de Platón, bien puede decirse que toda la ciencia económica (o praxeológica) subsiguiente es un simple comentario de los párrafos de La acción humana,ya sea para ampliarla (por ejemplo con la Escuela de la Elección Pública de James Buchacan y Gordon Tullock o con la teoría del orden espontáneo de Hayek) o para corregirla (con la teoría del monopolio de Murray Rothbard o con la moderna teoría de la liquidez de Antal Fekete y José Ignacio del Castillo).

Sin Menger no habríamos tenido una teoría del valor, de los intercambios y de los precios; sin Böhm-Bawerk no habríamos dispuesto de una teoría del interés y del capital; pero sin Mises careceríamos no sólo de teoría monetaria y de una teoría del intervencionismo, sino sobre todo de una ciencia económica consistente, integrada y basada en las libertades individuales –con todos los errores e insuficiencias que más tarde los nuevos economistas le podamos ir encontrando. Sin Mises, la Escuela Austriaca –y con ella, la mejor teoría propiamente económica que además defiende sin ambages la libertad del ser humano– habría desaparecido con el Imperio Austrohúngaro.

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Economics and Knowledgeby Freidrich Hayek; Presidential address delivered before the London Economic Club; November 10 1936;

Reprinted from Economica IV (new ser., 1937), 33-54.THE ambiguity of the title of this paper is not accidental. Its main subject is, of course, the role which assumptions and propositions about the knowledge possessed by the different members of society play in economic analysis. But this is by no means unconnected with the other question which might be discussed under the same title--the question to what extent formal economic analysis conveys any knowledge about what happens in the real world. Indeed, my main contention will be that the tautologies, of which formal equilibrium analysis in economics essentially consists, can be turned into propositions which tell us anything about causation in the real world only in so far as we are able to fill those formal propositions with definite statements about how knowledge is acquired and communicated. In short, I shall contend that the empirical element in economic theory--the only part which is concerned not merely with implications but with causes and effects and which leads therefore to conclusions which, at any rate in principle, are capable of verification -- consists of propositions about the acquisition of knowledge[1] .

Perhaps I should begin by reminding you of the interesting fact that in quite a number of the more recent attempts made in different fields to push theoretical investigation beyond the limits of traditional equilibrium analysis, the answer has soon proved to turn on the assumptions which we make with regard to a point which, if not identical with mine, is at least part of it, namely, with regard to foresight. I think that the field in which, as one would expect, the discussion of the assumptions concerning foresight first attracted wider attention was the theory of risk[2] . The stimulus which was exercised in this connection by the work of Frank H. Knight may yet prove to have a profound influence far beyond its special field. Not much later the assumptions to be made concerning foresight proved to be of fundamental importance for the solution of the puzzles of the theory of imperfect competition, the questions of duopoly and oligopoly. Since then, it has become more and more obvious that, in the treatment of the more "dynamic" questions of money and industrial fluctuations, the assumptions to be made about foresight and "anticipations" play an equally central role and that in particular the concepts which were taken over into these fields from pure equilibrium analysis, like those of an equilibrium rate of interest, could be properly defined only in terms of assumptions concerning foresight. The situation seems here to be that, before we can explain

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why people commit mistakes, we must first explain why they should ever be right.

In general, It seems that we have come to a point where we all realize that the concept of equilibrium itself can be made definite and clear only in terms of assumptions concerning foresight, although we may not yet all agree what exactly these essential assumptions are. This question will occupy me later in this essay. At the moment I am concerned only to show that at the present juncture, whether we want to define the boundaries of economic statics or whether we want to go beyond it, we cannot escape the vexed problem of the exact position which assumptions about foresight are to have in our reasoning. Can this be merely an accident ?

As I have already suggested, the reason for this seems to me to be that we have to deal here only with a special aspect of a much wider question which we ought to have faced at a much earlier stage. Questions essentially similar to those mentioned arise in fact as soon as we try to apply the system of tautologies--those series of propositions which are necessarily true because they are merely transformations of the assumptions from which we start and which constitute the main content of equilibrium analysis--to the situation of a society consisting of several independent persons. I have long felt that the concept of equilibrium itself and the methods which we employ in pure analysis have a clear meaning only when confined to the analysis of the action of a single person and that we are really passing into a different sphere and silently introducing a new element of altogether different character when we apply it to the explanation of the interactions of a number of different individuals.

I am certain that there are many who regard with impatience and distrust the whole tendency, which is inherent in all modern equilibrium analysis, to turn economics into a branch of pure logic, a set of self-evident propositions which, like mathematics or geometry, are subject to no other test but internal consistency. But it seems that, if only this process is carried far enough, it carries its own remedy with it. In distilling from our reasoning about the facts of economic life those parts which are truly a priori, we not only isolate one element of our reasoning as a sort of Pure Logic of Choice in all its purity but we also isolate, and emphasize the importance of, another element which has been too much neglected. My criticism of the recent tendencies to make economic theory more and more formal is not that they have gone too far but that they have not yet been carried far enough to complete the isolation of this branch of logic and to restore to its rightful place the investigation of causal processes, using formal economic theory as a tool in the same way as mathematics.

But before I can prove my contention that the tautological propositions of pure equilibrium analysis as such are not directly

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applicable to the explanation of social relations, I must first show that the concept of equilibrium has a meaning if applied to the actions of a single individual and what this meaning is. Against my contention it might be argued that it is precisely here that the concept of equilibrium is of no significance, because, if one wanted to apply it, all one could say would be that an isolated person was always in equilibrium. But this last statement, although a truism, shows nothing but the way in which the concept of equilibrium is typically misused. What is relevant is not whether a person as such is or is not in equilibrium but which or his actions stand in equilibrium relationships to each other. All propositions of equilibrium analysis, such as the proposition that relative values will correspond to relative costs, or that a person will equalize the marginal returns of any one factor in its different uses, are propositions about the relations between actions. Actions of a person can be said to be in equilibrium in so far as they can be understood as part of one plan. Only if this is the case, only if all these actions have been decided upon at one and the same moment, and in consideration of the same set of circumstances, have our statements about their interconnections, which we deduce from our assumptions about the knowledge and the preferences of the person, any application. It is important to remember that the so-called "data," from which we set out in this sort of analysis, are (apart from his tastes) all facts given to the person in question, the things as they are known to (or believed by) him to exist, and not, strictly speaking, objective facts. It is only because of this that the propositions we deduce are necessarily a priori valid and that we preserve the consistency of the argument[3] .

The two main conclusions from these considerations are, first, that, since equilibrium relations exist between the successive actions of a person only in so far as they are part of the execution of the same plan, any change in the relevant knowledge of the person, that is, any change which leads him to alter his plan, disrupts the equilibrium relation between his actions taken before and those taken after the change in his knowledge. In other words, the equilibrium relationship comprises only his actions during the period in which his anticipations prove correct. Second, that, since equilibrium is a relationship between actions, and since the actions of one person must necessarily take place successively in time, it is obvious that the passage of time is essential to give the concept of equilibrium any meaning. This deserves mention, since many economists appear to have been unable to find a place for time in equilibrium analysis and consequently have suggested that equilibrium must be conceived as timeless. This seems to me to be a meaningless statement.

Now, in spite of what I have said before about the doubtful meaning of equilibrium analysis in this sense if applied to the conditions of a competitive society, I do not, of course, want to deny that the concept was originally introduced precisely to describe the idea of some sort of balance between the actions of different individuals. All I have

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argued so far is that the sense in which we use the concept of equilibrium to describe the interdependence of the different actions of one person does not immediately admit of application to the relations between actions of different people. The question really is what use we make of it when we speak of equilibrium with reference to a competitive system.

The first answer which would seem to follow from our approach is that equilibrium in this connection exists if the actions of all members of the society over a period are all executions of their respective individual plans on which each decided at the beginning of the period. But, when we inquire further what exactly this implies, it appears that this answer raises more difficulities than it solves. There is no special difficulty about the concept of an isolated person (or a group of persons directed by one of them) acting over a period according to a preconceived plan. In this case, the plan need not satisfy any special criteria in order that its execution be conceivable. It may, of course, be based on wrong assumptions concerning the external facts and on this account may have to be changed. But there will always be a conceivable set of external events which would make it possible to execute the plan as originally conceived. Individualism and Economic Order The situation is, however, different with plans determined upon simultaneously but independently by a number of persons. In the first instance, in order that all these plans can be carried out, it is necessary for them to be based on the expectation of the same set of external events, since, if different people were to base their plans on conflicting expectations, no set of external events could make the execution of all these plans possible. And, second, in a society based on exchange their plans will to a considerable extent provide for actions which require corresponding actions on the part of other individuals. This means that the plans of different individuals must in a special sense be compatible if it is to be even conceivable that they should be able to carry all of them out[4] . Or, to put the same thing in different words, since some of the data on which any one person will base his plans will be the expectation that other people will act in a particular way, it is essential for the compatibility of the different plans that the plans of the one contain exactly those actions which form the data for the plans of the other.

In the traditional treatment of equilibrium analysis part of this difficulty is apparently avoided by the assumption that the data, in the form of demand schedules representing individual tastes and technical facts, are equally given to all individuals and that their acting on the same premises will somehow lead to their plans becoming adapted to each other. That this does not really overcome the difficulty created by the fact that one person's actions are the other person's data, and that it involves to some degree circular reasoning, has often been pointed out. What, however, seems so far to have escaped notice is that this whole procedure involves a confusion of a much more general character, of which the point just

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mentioned is merely a special instance, and which is due to an equivocation of the term "datum." The data which here are supposed to be objective facts and the same for all people are evidently no longer the same thing as the data which formed the starting-point for the tautological transformations of the Pure Logic of Choice. There "data" meant those facts, and only those facts, which were present in the mind of the acting person, and only this subjective interpretation of the term "datum" made those propositions necessary truths. "Datum" meant given, known, to the person under consideration. But in the transition from the analysis of the action of an individual to the analysis of the situation in a society the concept has undergone an insidious change of meaning.

The confusion about the concept of a datum is at the bottom of so many of our difficulties in this field that it is necessary to consider it in somewhat more detail. Datum means, of course, something given, but the question which is left open, and which in the social sciences is capable of two different answers, is to whom the facts are supposed to be given. Economists appear subconsciously always to have been somewhat uneasy about this point and to have reassured themselves against the feeling that they did not quite know to whom the facts were given by underlining the fact that they were given, even by using such pleonastic expressions as "given data." But this does not answer the question whether the facts referred to are supposed to be given to the observing economist or to the persons whose actions he wants to explain,.and, if to the latter, whether it is assumed that the same facts are known to all the different persons in the system or whether the "data" for the different persons may be different.

There seems to be no possible doubt that these two concepts of "data," on the one hand, in the sense of the objective real facts, as the observing economist is supposed to know them, and, on the other, in the subjective sense, as things known to the persons whose behavior we try to explain, are really fundamentally different and ought to be carefully distinguished. And, as we shall see, the question why the data in the subjective sense of the term should ever come to correspond to the objective data is one of the main problems we have to answer.

The usefulness of the distinction becomes immediately apparent when we apply it to the question of what we can mean by the concept of a society being at any one moment in a state of equilibrium. There are evidently two senses in which it can be said that the subjective data, given to the different* persons, and the individual plans, which necessarily follow from them, are in agreement. We may mean merely that these plans are mutually compatible and that there is consequently a conceivable set of external events which will allow all people to carry out their plans and not cause any disappointments. If this mutual compatibility of intentions were not given, and if in consequence no set of external events could satisfy all expectations,

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we could clearly say that this is not a state of equilibrium. We have a situation where a revision of the plans on the part of at least some people is inevitable, or, to use a phrase which in the past has had a rather vague meaning, but which seems to fit this case perfectly, where "endogenous" disturbances are inevitable.

There still remains, however, the other question of whether the individual sets of subjective data correspond to the objective data and whether, in consequence, the expectations on which plans were based are borne out by the facts. If correspondence between data in this sense were required for equilibrium, it would never be *possible to decide otherwise than retrospectively, at the end of the period for which people have planned, whether at the beginning the society has been in equilibrium. It seems to be more in conformity with established usage to say in such a case that the equilibrium, as defined in the first sense, may be disturbed by an unforeseen development of the (objective) data and to describe this as an exogenous disturbance. In fact, it seems hardly possible to attach any definite meaning to the much used concept of a change in the (objective) data unless we distinguish between external developments in conformity with, and those different from, what has been expected, and define as a "change" any divergence of the actual from the expected development, irrespective of whether it means a "change" in some absolute sense. If, for example, the alternations of the seasons suddenly ceased and the weather remained constant from a certain day onward, this would certainly represent a change of data in our sense, that is, a change relative to expectations, although in an absolute sense it would not represent a change but rather an absence of change. But all this means that we can speak of a change in data only if equilibrium in the first sense exists, that is, if expectations coincide. If they conflicted, any development of the external facts might bear out somebody's expectations and disappoint those of others, and there would be no possibility of deciding what was a change in the objective data[5] .

For a society, then, we can speak of a state of equilibrium at a point of time--but it means only that the different plans which the individuals composing it have made for action in time are mutually compatible. And equilibrium will continue, once it exists, so long as the external data correspond to the common expectations of all the members of the society. The continuance of a state of equilibrium in this sense is then not dependent on the objective data being constant in an absolute sense and is not necessarily confined to a stationary process. Equilibrium analysis becomes in principle applicable to a progressive society and to those intertemporal price relationships which have given us so much trouble in recent times[6] .

These considerations seem to throw considerable light on the relationship between equilibrium and foresight, which has been somewhat hotly debated in recent times[7] . It appears that the

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concept of equilibrium merely means that the foresight of the different members of the society is in a special sense correct. It must be correct in the sense that every person's plan is based on the expectation of just those actions of other people which those other people intend to perform and that all these plans are based on the expectation of the same set of external facts, so that under certain conditions nobody will have any reason to change his plans. Correct foresight is then not, as it has sometimes been understood, a precondition which must exist in order that equilibrium may be arrived at. It is rather the defining characteristic of a state of equilibrium. Nor need foresight for this purpose be perfect in the sense that it need extend into the indefinite future or that everybody must foresee everything correctly. We should rather say that equilibrium will last so long as the anticipations prove correct and that they need to be correct only on those points which are relevant for the decisions of the individuals. But on this question of what is relevant foresight or knowledge, more later.

Before I proceed further I should probably stop for a moment to illustrate by a concrete example what I have just said about the meaning of a state of equilibrium and how it can be disturbed. Consider the preparations which will be going on at any moment for the production of houses. Brickmakers, plumbers, and others will all be producing materials which in each case will correspond to a certain quantity of houses for which just this quantity of the particular material will be required. Similarly we may conceive of prospective buyers as accumulating savings which will enable them at certain dates to buy a certain number of houses. If all these activities represent preparations for the production (and acquisition) of the same amount of houses, we can say that there is equilibrium between them in the sense that all the people engaged in them may find that they can carry out their plans[8] . This need not be so, because other circumstances which are not part of their plan of action may turn out to be different from what they expected. Part of the materials may be destroyed by an accident, weather conditions may make building impossible, or an invention may alter the proportions in which the different factors are wanted. This is what we call a change in the (external) data, which disturbs the equilibrium which has existed. But if the different plans were from the beginning incompatible, it is inevitable, whatever happens, that somebody's plans will be upset and have to be altered and that in consequence the whole complex of actions over the period will not show those characteristics which apply if all the actions of each individual can be understood as part of a single individual plan, which he has made at the beginning[9] .

When in all this I emphazise the distinction between mere intercompatibility of the individual plans[10] and the correspondence between them and the actual external facts or objective data, I do not, of course, mean to suggest that the subjective interagreement is not in some way brought about by the external facts. There would, of

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course, be no reason why the subjective data of different people should ever correspond unless they were due to the experience of the same objective facts. But the point is that pure equilibrium analysis is not concerned with the way in which this correspondence is brought about. In the description of an existing state of equilibrium which it provides, it is simply assumed that the subjective data coincide with the objective facts. The equilibrium relationships cannot be deduced merely from the objective facts, since the analysis of what people will do can start only from what is known to them. Nor can equilibrium analysis start merely from a given set of subjective data, since the subjective data of different people would be either compatible or incompatible, that is, they would already determine whether equilibrium did or did not exist.

We shall not get much further here unless we ask for the reasons for our concern with the admittedly fictitious state of equilibrium. Whatever may occasionally have been said by overpure economists, there seems to be no possible doubt that the only justification for this is the supposed existence of a tendency toward equilibrium. It is only by this assertion that such a tendency exists that economics ceases to be an exercise in pure logic and becomes an empirical science; and it is to economics as an empirical science that we must now turn.

In the light of our analysis of the meaning of a state of equilibrium it should be easy to say what is the real content of the assertion that a tendency toward equilibrium exists. It can hardly mean anything but that, under certain conditions, the knowledge and intentions of the different members of society are supposed to come more and more into agreement or, to put the same thing in less general and less exact but more concrete terms, that the expectations of the people and particularly of the entrepreneurs will become more and more correct. In this form the assertion of the existence of a tendency toward equilibrium is clearly an empirical proposition, that is, an assertion about what happens in the real world which ought, at least in principle, to be capable of verification. And it gives our somewhat abstract statement a rather plausible common-sense meaning. The only trouble is that we are still pretty much in the dark about (a) the conditions under which this tendency is supposed to exist and (b) the nature of the process by which individual knowledge is changed.

In the usual presentations of equilibrium analysis it is generally made to appear as if these questions of how the equilibrium comes about were solved. But, if we look closer, it soon becomes evident that these apparent demonstrations amount to no more than the apparent proof of what is already assumed[11] . The device generally adopted for this purpose is the assumption of a perfect market where every event becomes known instantaneously to every member. It is necessary to remember here that the perfect market which is required to satisfy the assumptions of equilibrium analysis must not be confined to the particular markets of all the individual

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commodities; the whole economic system must be assumed to be one perfect market in which everybody knows everything. The assumption of a perfect market, then, means nothing less than that all the members of the community even if they are not supposed to be strictly omniscient, are at least supposed to know automatically all that is relevant for their decisions. It seems that that skeleton in our cupboard, the "economic man," whom we have exorcised with prayer and fasting, has returned through the back door in the form of a quasi-omniscient individual

The statement that, if people know everything, they are in equilibrium is true simply because that is how we define equilibrium. The assumption of a perfect market in this sense is just another way of saying that equilibrium exists but does not get us any nearer an explanation of when and how such a state will come about. It is clear that, if we want to make the assertion that, under certain conditions, people will approach that state, we must explain by what process they will acquire the necessary knowledge. Of course, any assumption* about the actual acquisition of knowledge in the course of this process will also be of a hypothetical character. But this does not mean that all such assumptions are equally justified. We have to deal here with assumptions about causation, so that what we assume must not only be regarded as possible (which is certainly not the case if we just regard people as omniscient) but must also be regarded as likely to be true; and it must be possible, at least in principle, to demonstrate that it is true in particular cases.

The significant point here is that it is these apparently subsidiary hypotheses or assumptions that people do learn from experience, and about how they acquire knowledge, which constitute the empirical content of our propositions about what happens in the real world. They usually appear disguised and incomplete as a description of the type of market to which our proposition refers; but this is only one, though perhaps the most important, aspect of the more general problem of how knowledge is acquired and communicated. The important point of which economists frequently do not seem to be aware is that the nature of these hypotheses is in many respects rather different from the more general assumptions from which the Pure Logic of Choice starts. The main differences seem to me to be two:

First, the assumptions from which the Pure Logic of Choice starts are facts which we know to be common to all human thought. They may be regarded as axioms which define or delimit the field within which we are able to understand or mentally to reconstruct the processes of thought of other people. They are therefore universally applicable to the field in which we are interested--although, of course, where in concreto the limits of this field are is an empirical question. They refer to a type of human action (what we commonly call "rational," or even merely "conscious," as distinguished from "instinctive" action) rather

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than to the particular conditions under which this action is undertaken. But the assumptions or hypotheses, which we have to introduce when we want to explain the social processes, concern the relation of the thought of an individual to the outside world, the question to what extent and how his knowledge corresponds to the external facts. And the hypotheses must necessarily run in terms of assertions about causal connections, about how experience creates knowledge.

Second, while in the field of the Pure Logic of Choice our analysis can be made exhaustive, that is, while we can here develop a formal apparatus which covers all conceivable situations, the supplementary hypotheses must of necessity be selective, that is, we must select from the infinite variety of possible situations such ideal types as for some reason we regard as specially relevant to conditions in the real world[12] . 12 Of course, we could also develop a separate science, the subject mattter of which was per definitionem confined to a "perfect market" or some similarly defined object, just as the Logic of Choice applies only to persons who have to allot limited means among a variety of ends. Forthe field so defined our propositions would again become a priori true, but for such a procedure we should lack the justification which consists in the assumption that the situation in the real world is similar to what we assume it to be.

I must now turn to the question of what are the concrete hypotheses concerning the conditions under which people are supposed to acquire the relevant knowledge and the process by which they are supposed to acquire it. If it were at all clear what the hypotheses usually employed in this respect were, we should have to scrutinize them in two respects: we should have to investigate whether they were necessary and sufficient to explain a movement toward equilibrium, and we should have to show to what extent they were borne out by reality. But I am afraid that I am now getting to a stage where it becomes exceedingly difficult to say what exactly are the assumptions on the basis of which we assert that there will be a tendency toward equilibrium and to claim that our analysis has an application to the real world[13] . I cannot pretend that I have as yet got much further on this point. Consequently, all I can do is to ask a number of questions to which we shall have to find an answer if we want to be clear about the significance of our argument[14] .

The only condition about the necessity of which for the establishment of an equilibrium economists seem to be fairly agreed is the "constancy of the data." But after what we have seen about the vagueness of the concept of "datum" we shall suspect, and rightly, that this does not get us much further. Even if we assume--as we probably must--that here the term is used in its objective sense (which includes, it will be remembered, the preferences of the different individuals), it is by no means clear that this is either required or sufficient in order that people shall actually acquire the

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necessary knowledge or that it was meant as a statement of the conditions under which they will do so. It is rather significant that, at any rate, some authors feel it necessary to add "perfect knowledge" as an additional and separate condition[15] . Indeed, we shall see that constancy of the objective data is neither a necessary nor a sufficient condition. That it cannot be a necessary condition follows from the facts, first, that nobody would want to interpret it in the absolute sense that nothing must ever happen in the world, and, second, that, as we have seen, as soon as we want to include changes which occur periodically or perhaps even changes which proceed at a constant rate, the only way in which we can define constancy is with reference to expectations. All that this condition amounts to, then, is that there must be some discernible regularity in the world which makes it possible to predict events correctly. But, while this is clearly not sufficient to prove that people will learn to foresee events correctly, the same is true to a hardly less degree even about constancy of data in an absolute sense. For any one individual, constancy of the data does in no way mean constancy of all the facts independent of himself, since, of course, only the tastes and not the actions of the other people can in this sense be assumed to be constant. As all those other people will change their decisions as they gain experience about the external facts and about other people's actions, there is no reason why these processes of successive changes should ever come to an end. These difficulties are well known, and I mention them here only to remind you how little we actually know about the conditions under which an equilibrium will ever be reached. But I do not propose to follow this line of approach further, though not because this question of the empirical probability that people will learn (that is, that their subjective data will come to correspond with each other and with the objective facts) is lacking in unsolved and highly interesting problems. The reason is rather that there seems to me to be another and more fruitful way of approach to the central problem.

The questions I have just discussed concerning the conditions under which people are likely to acquire the necessary knowledge, and the process by which they will acquire it, have at least received some attention in past discussions. But there is a further question which seems to me to be at least equally important but which appears to have received no attention at all, and that is how much knowledge and what sort of knowledge the different individuals must possess in order that we may be able to speak of equilibrium. It is clear that, if the concept is to have any empirical significance, it cannot presuppose that everybody knows everything. I have already had to use the undefined term "relevant knowledge," that is, the knowledge which is relevant to a particular person. But what is this relevant knowledge? It can hardly mean simply the knowledge which actually influenced his actions, because his decisions might have been different not only if, for instance, the knowledge he possessed had been correct instead of incorrect but also if he had possessed knowledge about altogether different fields.

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Clearly there is here a problem of the division of knowledge[16] ,which is quite analogous to, and at least as important as, the problem of the division of labor. But, while the latter has been one of the main subjects of investigation ever since the beginning of our science, the former has been as completely neglected, although it seems to me to be the really central problem of economics as a social science. The problem which we pretend to solve is how the spontaneous interaction of a number of people, each possessing only bits of knowledge, brings about a state of affairs in which prices correspond to costs, etc., and which could be brought about by deliberate direction only by somebody who possessed the combined knowledge of all those individuals. Experience shows us that something of this sort does happen, since the empirical observation that prices do tend to correspond to costs was the beginning of our science. But in our analysis, instead of showing what bits of information the different persons must possess in order to bring about that result, we fall in effect back on the assumption that everybody knows everything and so evade any real solution of the problem.

Before, however, I can proceed further to consider this division of knowledge among different persons, it is necessary to become more specific about the sort of knowledge which is relevant in this connection. It has become customary among economists to stress only the need of knowledge of prices, apparently because--as a consequence of the confusions between objective and subjective data--the complete knowledge of the objective facts was taken for granted. In recent times even the knowledge of current prices has been taken so much for granted that the only connection in which the question of knowledge has been regarded as problematic has been the anticipation of future prices. But, as I have already indicated at the beginning of this essay, price expectations and even the knowledge of current prices are only a very small section of the problem of knowledge as I see it. The wider aspect of the problem of knowledge with which I am concerned is the knowledge of the basic fact of how the different commodities can be obtained and used[17] , 17 and under what conditions they are actually obtained and used, that is, the general question of why the subjective data to the different persons correspond to the objective facts.

Our problem of knowledge here is just the existence of this correspondence which in much of current equilibrium analysis is simply assumed to exist, but which we have to explain if we want to show why the propositions, which are necessarily true about the attitude of a person toward things which he believes to have certain properties, should come to be true of the actions of society with regard to things which either do possess these properties, or which, for some reason which we shall have to explain, are commonly believed by the members of society to possess these properties[18] . 18

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But, to revert to the special problem I have been discussing, the amount of knowledge different individuals must possess in order that equilibrium may prevail (or the "relevant" knowledge they must possess): we shall get nearer to an answer if we remember how it can become apparent either that equilibrium did not exist or that it is being disturbed. We have seen that the equilibrium connections will be severed if any person changes his plans, either because his tastes change (which does not concern us here) or because new facts become known to him. But there are evidently two different ways in which he may learn of new facts that make him change his plans, which for our purposes are of altogether different significance. He may learn of the new facts as it were by accident, that is, in a way which is not a necessary consequence of his attempt to execute his original plan, or it may be inevitable that in the course of his attempt he will find that the facts are different from what he expected. It is obvious that, in order that he may proceed according to plan, his knowledge needs to be correct only on the points on which it will necessarily be confirmed or corrected in the course of the execution of the plan. But he may have no knowledge of things which, if he possessed it, would certainly affect his plan.

The conclusion, then, which we must draw is that the relevant knowledge which he must possess in order that equilibrium may prevail is the knowledge which he is bound to acquire in view of the position in which he originally is, and the plans which he then makes. It is certainly not all the knowledge which, if he acquired it by accident, would be useful to him and lead to a change in his plan. We may therefore very well have a position of equilibrium only because some people have no chance of learning about facts which, if they knew them, would induce them to alter their plans. Or, in other words, it is only relative to the knowledge which a person is bound to acquire in the course of the attempt to carry out his original plan that an equilibrium is likely to be reached.

While such a position represents in one sense a position of equilibrium, it is clear that it is not an equilibrium in the special sense in which equilibrium is regarded as a sort of optimum position. In order that the results of the combination of individual bits of knowledge should be comparable to the results of direction by an omniscient dictator, further conditions must apparently be introduced[19] . While it should be possible to define the amount of knowledge which individuals must possess in order that his result should follow, I know of no real attempt in this direction. One condition would probably be that each of the alternative uses of any sort of resources is known to the owner of some such resources actually used for another purpose and that in this way all the different uses of these resources are connected, either directly or indirectly[20] . But I mention this condition only as an instance of how it will in most cases be sufficient that in each field there is a certain margin of people who possess among them all the relevant knowledge. To

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elaborate this further would be an interesting and a very important task but a task that would far exceed the limits of this paper.

Although what I have said on this point has been largely in the form of a criticism, I do not want to appear unduly despondent about what we have already achieved. Even if we have jumped over an essential link in our argument, I still believe that, by what is implicit in its reasoning, economics has come nearer than any other social science to an answer to that central question of all social sciences: How can the combination of fragments of knowledge existing in different minds bring about results which, if they were to be brought about deliberately, would require a knowledge on the part of the directing mind which no single person can possess ? To show that in this sense the spontaneous actions of individuals will, under conditions which we can define, bring about a distribution of resources which can be understood as if it were made according to a single plan, although nobody has planned it, seems to me indeed an answer to the problem which has sometimes been metaphorically described as that of the "social mind." But we must not be surprised that such claims have usually been rejected, since we have not based them on the right grounds.

There is only one more point in this connection which I should like to mention. This is that, if the tendency toward equilibrium, which on empirical grounds we have reason to believe to exist, is only toward an equilibrium relative to that knowledge which people will acquire in the course of their economic activity, and if any other change of knowledge must be regarded as a "change in the data" in the usual sense of the term, which falls outside the sphere of equilibrium analysis, this would mean that equilibrium analysis can really tell us nothing about the significance of such changes in knowledge, and it would also go far to account for the fact that pure analysis seems to have so extraordinarily little to say about institutions, such as the press, the purpose of which is to communicate knowledge. It might even explain why the preoccupation with pure analysis should so frequently create a peculiar blindness to the role played in real life by such institutions as advertising.

With these rather desultory remarks on topics which would deserve much more careful examination I must conclude my survey of these problems. There are only one or two further remarks which I want to add.

One is that, in stressing the nature of the empirical propositions of which we must make use if the formal apparatus of equilibrium analysis is to serve for an explanation of the real world, and in emphasizing that the propositions about how people will learn, which are relevant in this connection, are of a fundamentally different nature from those of formal analysis, I do not mean to suggest that there opens here and now a wide field for empirical research. I very

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much doubt whether such investigation would teach us anything new. The important point is rather that we should become aware of what the questions of fact are on which the applicability of our argument to the real world depends, or, to put the same thing in other words, at what point our argument, when it is applied to phenomena of the real world, becomes subject to verification.

The second point is that I do of course not want to suggest that the sorts of problems I have been discussing were foreign to the arguments of the economists of the older generations. The only objection that can be made against them is that they have so mixed up the two sorts of propositions, the a priori and the empirical, of which every realistic economist makes constant use, that it is frequently quite impossible to see what sort of validity they claimed for a particular statement. More recent work has been free from this fault--but only at the price of leaving more and more obscure what sort of relevance their arguments had to the phenomena of the real world. All I have tried to do has been to find the way back to the common-sense meaning of our analysis, of which, I am afraid, we are likely to lose sight as our analysis becomes more elaborate. You may even feel that most of what I have said has been commonplace. But from time to time it is probably necessary to detach one's self from the technicalities of the argument and to ask quite naively what it is all about. If I have only shown not only that in some respects the answer to this question is not obvious but that occasionally we even do not quite know what it is, I have succeeded in my purpose.

1 Or rather falsification (cf. K. R. Popper, Log-k det Foschung [Vienna, 1935], passim).

[2] A more complete survey of the process by which the significance of anticipations was gradually introduced into economic analysis would probably have to begin with Irving Fisher's Appreciation and Interest (1896).

[3] Cf., on this point particularly, Ludwig von Mises, Grundprobleme der Nationalokonomie (Jena, 1933), pp. 22 ff.,

160 fl. [4] It has long been a subject of wonder to me why there

should, to my knowledge, have been no systematic attempts in sociology to analyze social relations in terms of correspondence and non-correspondence, or compatibility and non-compatibility, of individual aims and desires.

[5] Cf. the present author's article, "The Maintenance of Capital," Economica, 11 (new ser., 1935), 265,'reprinted in Profits, Interest, and Investment (London, 1939).

[6] This separation of the concept of equilibrium from that of a stationary state seems to me to be no more than the necessary

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outcome of a process which has been going on for a fairly long time. That this association of the two concepts is not essential but only due to historical reasons is today probably generally felt. If complete separation has not yet been effected, it is apparently only because no alternative definition of a state of equilibrium has yet been suggested which has made it possible to state in a general form those propositions of equilibrium analysis which are essentially independent of the concept of a stationary state. Yet it is evident that most of the propositions of equilibrium analysis are not supposed to be applicable only in that stationary state which will probably never be reached. The process of separation seems to have begun with Marshall and his distinction between long- and short-run equilibriums. Cf. statements like this: "For the nature of equilibrium itself, and that of the causes by which it is determined, depend on the length of the period over which the market is taken to extend"

(Principles [7th ed.], 1, 330). The idea of a state of equilibrium which was not a stationary state was already inherent in my "Das intertemporale Gleichgewichts-system der Preise und die Bewegungen des Geldwerters," Weltwirtschaftlicies Archiv, Vol. XXVIII (June, 1928), and is, of course, essential if we want to use the equilibrium apparatus for the explanation of any of the phenomena connected with "investment." On the whole matter much historical information will be found in E. Schams, "Komparative Statik,'Zeitschrift fur Nationalokonomie, , Vol. 11, No. I (1930). See also F. H. Knight, The Ethics of Competition (London, 1935), p. 175 n.; and for some further developments since this essay was first published, the present author's PureThcory of Capital (London, 1941), chap. ii.

[7] Cf. particularly Oshr Morgenstern, "Vollkommene Voraussicht und wirtschaftliches Gleichgewicht,-' Zeitschrift fur Nationalokonomic, VI (1934), 3.

[8] Another example of more general importance would, of course, be the correspondence between "investment" and "saving" in the sense of the proportion (in terms of relative cost) in which entrepreneurs provide producers' goods and consumers' goods for a particular date,.and the proportion in which consumers in general will at this date distribute their resources between producers' goods and consumers' goods (cf. my essays, "Price Expectations, Monetary Disturbances, and Malinvestment* [1933], reprinted in

Profits, Interest, and Investment [London, 1939], pp. 135-56, and "The Maintenance of Capital," in the same volume, pp. 83-134).1t may be of interest in this connection to mention that in the course of investigations of the same field, which led the present author to these speculations, that of the theory of crises, the great French sociologist G. Tarde stressed the "contradiction de croyances" or "contradiction de jugements" or

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"contradictions de esperances" as the main cause of these phenomena (Psychologie economique * Paris, 1902],11, 128-29; cf. also N. Pinkus, Das Problcm *cr Normalcn in dcr lVationalokonomic [Leipzig, 1906], pp. 252 and 275).

[9] It is an interesting question, but one which I cannot discuss here, whether, in order that we can speak of equilibrium, every single individual must be right, or whether it would not be sufficient if, in consequence of a compensation of errors in different directions, quantities of the different commodities coming on the market were the same as if every individual had been right. It seems to me as if equilibrium in the strict sense would require the first condition to be satisfied, but I can conceive that a wider concept, requiring only the second condition, might occasionally be useful. A fuller discussion of this problem would have to consider the whole question of the significance which some economists (including Pareto) attach to the law of great numbers in this connection. On the general point see P. N. Rosenstein-Rodan, "The Coordination of the General Theories of Money and Price,"Economica, August, 1936.

[10] Or, since in view of the tautological character of the Pure Logic of Choice "individual plans" and "subjective data" can be used interchangeably, the agreement between the subjective data of the different individuals.

[11] This seems to be implicitly admitted, although hardly consciously recognized, when in recent times it is frequently stressed that equilibrium analysis only describes the conditions of equilibrium without attempting to derive the position of equilibrium from the data. Equilibrium analysis in this sense would, of course, be pure logic and contain no assertions about the real world.

[12] The distinction drawn here may help to solve the old difference between economists and sociologists about the role which "ideal types" play in the reasoning of economic theory. The sociologists used to emphasize that the usual procedure of economic theory involved the assumption of particular ideal types, while the economic theorist pointed out that his reasoning was of such generality that he need not make use of any "ideal types." The truth seems to be that within the field of the Pure Logic of Choice, in which the economist was largely interested, he was right in his assertion but that, as soon as he wanted to use it for the explanation of a social process, he had to use "ideal types" of one sort or another.

[13] The older economists were often more explicit on this point than their successors. See, e.g., Adam Smith ( Wealth of Nations, ed. Cannan, 1, 116): "In order, however, that this equality [of wages] may take place in the whole of their advantages or disadvantages, three things are required even

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when there is perfect freedom. First, the employment must be well known and long established in the neighbourhood ..."; or David Ricardo (Letters to Malthus, October 22, 1811, p. 18): 'lt would be no answer to me to say that men were ignorant of the best and cheapest mode of conducting their business and paying their debts, because that is a question of fact, not of science, and might be argued against almost every proposition in Political Economy."

[14] See N. Kaldor, "A Classificatory Note on the Determinateness of Equilibrium," Review of Economic Studies, 1, No. 2 (1934), 123.

[15] 15.Ibid., passim. [16] Cf. L. v. Mises, Gemeinwirtdschaft (2d ed.; Jena, 1932), p.

96: "Die Verteilung der Verfuigungsgewalt uber die wirtschaftlichen Guiter der arbeitsteilig wirtschaftenden Sozialwinschaft auf viele Individuen bewirkt eine Art geistige Arbeitsteilung, ohne die Produktionsrechnung und Wirtschaft nicht moglich ware."

[17] Knowledge in this sense is more than what is usually described as skill, and the division of knowledge of which we here speak more than is meant by the division of labor. To put it shortly, "skill" refers only to the knowledge of which a person makes use in his trade, while the further knowledge about which we must know something in order to be able to say anything about the processes in society is the knowledge of alternative possibilities of action of which he makes no direct use. It may be added that knowledge, in the sense in which the term is here used, is identical with foresight only in the sense in which all knowledge is capacity to predict.

[18] That all propositions of economic theory refer to things which are defined in terms of human attitudes toward them, that is, that the ' sugar" about which economic theory may occasionally speak is defined not by its "objective" qualities but by the fact that people believe that it will sene certain needs of theirs in a certain way, is the source of all sorts of difficulties and confusions, particularly in connection with the problem of "verification." It is, of course, also in this connection that the contrast between the verstehende social science and the behaviorist approach becomes so glaring. I am not certain that the behaviorists in the social sciences are quite aware of how much of the traditional approach they would have to abandon if they wanted to be consistent or that they would want to adhere to it consistently if they were aware of this. It would, for instance, imply that propositions of the theory of money would have to refer exclusively to, say, "round disks of metal, bearing a certain stamp," or some similarly defined physical object or group of objects.

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[19] These conditions are usually described as absence of "frictions." In a recently published article ("Quantity of Capital and the Rate of Interest," /Journal of Political Economy, XLIV, No. 5 [1936], 638) Frank H. Knight rightly points out that " 'error' is the usual meaning of friction in economic discussion."

[20] This would be one, but probably not yet a sufficient, condition to insure that, with a given state of demand, the marginal productivity of the different factors of production in their different uses should be equalized and that in this sense an equilibrium of production should be brought about. That it is not necessary, as one might think, that every possible alternative use of any kind of resources should be known to at least one among the owners of each group of such resources which are used for one particular purpose is due to the fact that the alternatives known to the owners of the resources in a particular use are reflected in the prices of these resources. In this way it may be a suflicient distribution of knowledge of the alternative uses, m, n, o, . . . y, z, of a commodity, if A, who uses the quantity of these resources in his possession for m knows of n, and B, who uses his for n, knows of m, while C, who uses his for o, knows of n, etc., until we get to L, who uses his for z, but knows only of y. I am not clear to what e*tent in addition to this a particular distribution of the knowledge of the different proportions is required in which different factors can be combined in the production of any one commodity. For complete equilibrium additional assumptions will be required about the knowledge which consumers possess about the serviceability of the commodities for the satisfaction of their wants

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NOSOTROS, LOS AUSTRIACOSHijo de alemanes, padre de austriacosPor Juan Ramón Rallo

Durante décadas, la opinión casi unánime de los arqueólogos del pensamiento económico era que la Escuela Austriaca había nacido ex nihilo por obra y gracia de Carl Menger, un economista no sólo desgajado del contexto intelectual de su época, sino incluso enfrentado a la corriente mayoritaria del momento, representada por la Escuela Histórica Alemana de Gustav Schmoller.

Sin duda, no faltaban razones de peso para llegar a esta conclusión. El que probablemente sea el mejor historiador del pensamiento económico que haya existido jamás, Joseph Schumpeter, escribió en 1915, con motivo del 75 cumpleaños de Menger: "Como si hubiesen venido de otro mundo –sin explicación y sin causa– Menger, Böhm-Bawerk y Wieser aparecieron en la escena económica de aquella época". Schumpeter conocía en ese momento el terreno de primera mano, porque pocos años antes había sido discípulo de Eugen Böhm Bawerk, a su vez discípulo de Menger. El paso de los años tampoco hizo cambiar a Schumpeter de opinión, pues a lo largo de su vida reiteró este juicio en diversas ocasiones; por ejemplo en su libro de biografías de economistas, datado en 1952, puede leerse que "con autonomía y grandeza científica, el trabajo intelectual de Menger se presenta con un marcado contraste frente a su entorno. Sin estimulación externa y desde luego sin ninguna ayuda, atacó el edificio en ruinas de la teoría económica".

Más llamativo aún es el caso del gran Ludwig von Mises, quien en su historia de la Escuela Austriaca señala textualmente que "sin duda, ninguno de sus profesores, amigos o colegas se interesó por los problemas que emocionaban a Menger. Cuando, poco antes de estallar la Primera Guerra Mundial, le pregunté sobre las reuniones informales en las que participaban los jóvenes economistas de Viena para discutir problemas de teoría económica, me comentó: ‘Cuando tenía tu edad, nadie en Viena se preocupaba por estas cosas’. Hasta finales de los años 70 del s. XIX no había ninguna Escuela Austriaca. Sólo estaba Carl Menger".

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El problema –y lo siento mucho por el gran Schumpeter y todavía más por el aún mayor Mises– es que este relato histórico es más falso que un duro sevillano. Desconozco las razones que llevaron a estos, por otro lado, honestos y ejemplares economistas a tergiversar de manera tan artera la historia del pensamiento económico –aunque la hipótesis más probable es la marcada germanofobia de ambos– pero después del devastador artículo de Erich Streissler sobre las influencias intelectuales de Carl Menger, resulta simplemente imposible seguir sosteniendo que el austriaco era algo así como un outsider en su época. Menger, por el contrario, fue la culminación histórica de toda una tradición económica que hoy sabemos que abarcaba a la Escuela del Valor de Uso alemana (Gebrauchtwertschule) e incluso, tras los impagables descubrimientos de Gabriel Calzada, a toda una corriente de pensamiento que llega hasta nuestra Escuela de Salamanca (pasando por Francia, Escocia, Holanda e Italia).

Casi ninguno de los grandes hallazgos que se le atribuyen a Menger –la subjetividad del valor, la relación real entre precios y costes, el origen evolutivo del dinero e incluso la utilidad marginal decreciente– es original suyo, sino que ya eran sobradamente conocidos en Alemania desde comienzos del s. XIX.

Tengamos en cuenta que la magnum opus de Menger en 1871, los Principios de Economía, fue desde un comienzo muy bien recibida en Alemania por cuanto encajaba a la perfección con todo lo que se venía publicando y enseñando en sus universidades desde hacía 70 años. Es más, Menger en ningún momento trata de ocultar esa deuda intelectual con sus precedesores alemanes, pues dedica sus Principios a Wilhelm Röscher, el economista alemán más importante de la época; cita positivamente y con profusión a otros economistas alemanes como Hermann, Schäffle, Knies o Rau; y, de hecho, reconoce explícitamente en el prólogo que "el campo de estudio aquí tratado ha sido, en su mayor parte, patrimonio común de los recientes avances de la economía política alemana".

Menger no llegó a lo más alto de nuestra ciencia rebotando contra el vacío, sino alzándose sobre hombros de gigantes; más bien, de otros gigantes como él. Porque si algo no me gustaría es que esta contextualización de la obra del austriaco desmereciera un ápice su monumental contribución a la ciencia económica. Menger fue un genio como pocos habrá tenido nuestra disciplina. Antal Fekete –probablemente el continuador más fiel del pensamiento mengeriano– ha llegado a afirmar que el austriaco se sitúa a la altura intelectual de Aristóteles dentro de la historia del pensamiento. Y, exagerado o no, lo cierto es que sus Principios de Economía siguen siendo, en palabras de otro enorme economista

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como Charles Rist, "la mejor introducción que se le puede dar a un joven economista para que aprenda las nociones básicas de la economía política".

El libro sistematiza, clarifica y engarza lo mejor de todos sus predecesores en un corpus que servirá de base para el ulterior desarrollo de la ciencia económica. A través del individualismo metodológico, es decir, tomando como punto de partido el individuo que actúa y toma decisiones, Menger va explicando cómo los bienes económicos lo son en tanto instrumentos para satisfacer necesidades humanas; que la importancia de esas necesidades será la que determinará su valor y su precio (y no el trabajo incorporado, como creyeron, entre muchos otros, David Ricardo y Karl Marx); que la importancia de las necesidades será progresivamente decreciente conforme aumente la cantidad de un bien (resolviendo la paradoja de por qué los diamantes eran más caros que el agua siendo menos útiles); que los intercambios se realizarán a un precio que sea mutuamente beneficioso para las partes en función de la importancia subjetiva que le asignen al bien intercambiado; que la producción de cada bien se estructura en una serie de etapas temporales –distinguiendo entre bienes finales o de consumo y bienes de orden superior– y en un ambiente de incertidumbre inerradicable en torno al resultado final donde, por tanto, el individuo puede equivocarse; que el valor y el precio (o coste) de los bienes económicos de orden superior dependerá del valor y del precio del bien de consumo que contribuyan a producir (aun hoy se sigue creyendo ingenuamente que los precios dependen de los costes cuando es al revés); que no todos los bienes económicos serán igualmente vendibles en grandes cantidades (presentarán diversos grados de lo que más tarde llamará "liquidez"); y que mediante la búsqueda empresarial de medios que faciliten y aceleren los intercambios, el dinero evolucionará de forma espontánea en sociedad –sin necesidad de que lo imponga el Estado– a partir de los bienes más líquidos (los que son más fácilmente vendibles), siendo el caso paradigmático el del oro.

Aunque, como digo, muchas de estas ideas no eran nuevas, su unidad sí lo fue. Y por ello logró un reconocimiento y una influencia generalizada que sólo cabe lamentar que no fuera mucho mayor.

Pero sería injusto reducir los logros de Menger a sus formidables Principios de Economía. Tras la publicación del libro, el economista austriaco se convirtió, primero, en el tutor personal del príncipe Rudolf, el sucesor al trono del Imperio austrohúngaro y, posteriormente, en uno de los dos púgiles de la célebre Methodenstreit o polémica sobre el método en economía.

De las lecciones a Rudolf nos ha quedado una recopilación de las transcripciones escritas que hizo el propio Rudolf y donde encontramos el lado más político del pensamiento de su tutor. Menger educó al príncipe en los principios del liberalismo, pero no de un liberalismo cualquiera, sino, en palabras de Streissler, a la sazón editor de la recopilación de las lecciones, "un liberalismo clásico de la más pura cepa que asignaba un papel al Estado incluso más reducido que el de Adam Smith". Lástima que Rudolf no gozara de la fortaleza psicológica suficiente como para hacer buen uso de la magnífica formación recibida.

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De la polémica sobre el método que libró con éxito contra el historicista alemán Gustav Schmoller hemos recibido la otra gran obra de Menger: La investigación sobre el método de las ciencias sociales, donde se analizan los distintos métodos y enfoques que pueden dársele a la ciencia económica en sus tres vertientes (teoría económica, historia económica y economía aplicada). Menger considera que el método ideal –siempre que pueda utilizarse– es el deductivo, por ser mucho más preciso, completo, riguroso y exacto que el inductivo. Esta valiosa semilla metodológica fue la que germinó en todo su esplendor en la praxeología de Mises, una ciencia a priori de la acción humana y de la economía.

Concluida la Methodenstreit, Menger continuó preparando hasta su muerte una segunda edición de sus Principios de Economía bastante más ambiciosa y omnicomprensiva que la primera y donde se integraran algunas de las investigaciones sobre el dinero, el capital o el interés que seguía desarrollando. Parte de su proyecto teórico quedó inconcluso y sólo pudo ser completado por economistas posteriores (especialmente por su discípulo Böhm-Bawerk). Pero otra parte muy importante fructificó en ricos hallazgos que se fueron publicando en artículos sueltos –como una caracterización más precisa de la liquidez de los bienes según la variación de sus spreads de precios o su definición empresarial del capital– y que nunca fueron hilvanados coherentemente con el resto de su teoría en esa tan esperada segunda edición de los Principios. Este fue motivo por el cual, y para desgracia de nuestra ciencia, esas nuevas aportaciones de Menger han caído en el olvido a la espera de que alguien las rescate.

Es curioso, pues, que más de un siglo después de que Menger revolucionara la ciencia económica, los economistas todavía no le hayamos sacado todo el jugo posible a su obra. Pero precisamente por ello –porque no lo desarrolló todo y no todo lo que desarrolló fue perfecto–, generaciones sucesivas de economistas se han ido acercando a sus libros para ir enriqueciendo nuestra ciencia alrededor del corazón teórico mengeriano. La obra de Menger no sólo alcanzó fama universal, sino que, sobre todo, dio origen a la línea de pensamiento y al programa de investigación económico más realista y profundo de cuantos se hayan abierto hasta el momento: la Escuela Austriaca de Economía.

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The Pretence of KnowledgeThe particular occasion of this lecture, combined with the chief practical problem which economists have to

face today, have made the choice of its topic almost inevitable. On the one hand the still recent

establishment of the Nobel Memorial Prize in Economic Science marks a significant step in the process by

which, in the opinion of the general public, economics has been conceded some of the dignity and prestige

of the physical sciences. On the other hand, the economists are at this moment called upon to say how to

extricate the free world from the serious threat of accelerating inflation which, it must be admitted, has

been brought about by policies which the majority of economists recommended and even urged

governments to pursue. We have indeed at the moment little cause for pride: as a profession we have

made a mess of things.

It seems to me that this failure of the economists to guide policy more successfully is closely connected

with their propensity to imitate as closely as possible the procedures of the brilliantly successful physical

sciences - an attempt which in our field may lead to outright error. It is an approach which has come to be

described as the "scientistic" attitude - an attitude which, as I defined it some thirty years ago, "is decidedly

unscientific in the true sense of the word, since it involves a mechanical and uncritical application of habits

of thought to fields different from those in which they have been formed."1 I want today to begin by

explaining how some of the gravest errors of recent economic policy are a direct consequence of this

scientistic error.

The theory which has been guiding monetary and financial policy during the last thirty years, and which I

contend is largely the product of such a mistaken conception of the proper scientific procedure, consists in

the assertion that there exists a simple positive correlation between total employment and the size of the

aggregate demand for goods and services; it leads to the belief that we can permanently assure full

employment by maintaining total money expenditure at an appropriate level. Among the various theories

advanced to account for extensive unemployment, this is probably the only one in support of which strong

quantitative evidence can be adduced. I nevertheless regard it as fundamentally false, and to act upon it,

as we now experience, as very harmful.

This brings me to the crucial issue. Unlike the position that exists in the physical sciences, in economics

and other disciplines that deal with essentially complex phenomena, the aspects of the events to be

accounted for about which we can get quantitative data are necessarily limited and may not include the

important ones. While in the physical sciences it is generally assumed, probably with good reason, that

any important factor which determines the observed events will itself be directly observable and

measurable, in the study of such complex phenomena as the market, which depend on the actions of

many individuals, all the circumstances which will determine the outcome of a process, for reasons which I

shall explain later, will hardly ever be fully known or measurable. And while in the physical sciences the

investigator will be able to measure what, on the basis of a prima facie theory, he thinks important, in the

social sciences often that is treated as important which happens to be accessible to measurement. This is

sometimes carried to the point where it is demanded that our theories must be formulated in such terms

that they refer only to measurable magnitudes.

It can hardly be denied that such a demand quite arbitrarily limits the facts which are to be admitted as

possible causes of the events which occur in the real world. This view, which is often quite naively

accepted as required by scientific procedure, has some rather paradoxical consequences. We know: of

course, with regard to the market and similar social structures, a great many facts which we cannot

measure and on which indeed we have only some very imprecise and general information. And because

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the effects of these facts in any particular instance cannot be confirmed by quantitative evidence, they are

simply disregarded by those sworn to admit only what they regard as scientific evidence: they thereupon

happily proceed on the fiction that the factors which they can measure are the only ones that are relevant.

The correlation between aggregate demand and total employment, for instance, may only be approximate,

but as it is the only one on which we have quantitative data, it is accepted as the only causal connection

that counts. On this standard there may thus well exist better "scientific" evidence for a false theory, which

will be accepted because it is more "scientific", than for a valid explanation, which is rejected because

there is no sufficient quantitative evidence for it.

Let me illustrate this by a brief sketch of what I regard as the chief actual cause of extensive

unemployment - an account which will also explain why such unemployment cannot be lastingly cured by

the inflationary policies recommended by the now fashionable theory. This correct explanation appears to

me to be the existence of discrepancies between the distribution of demand among the different goods

and services and the allocation of labour and other resources among the production of those outputs. We

possess a fairly good "qualitative" knowledge of the forces by which a correspondence between demand

and supply in the different sectors of the economic system is brought about, of the conditions under which

it will be achieved, and of the factors likely to prevent such an adjustment. The separate steps in the

account of this process rely on facts of everyday experience, and few who take the trouble to follow the

argument will question the validity of the factual assumptions, or the logical correctness of the conclusions

drawn from them. We have indeed good reason to believe that unemployment indicates that the structure

of relative prices and wages has been distorted (usually by monopolistic or governmental price fixing), and

that to restore equality between the demand and the supply of labour in all sectors changes of relative

prices and some transfers of labour will be necessary.

But when we are asked for quantitative evidence for the particular structure of prices and wages that would

be required in order to assure a smooth continuous sale of the products and services offered, we must

admit that we have no such information. We know, in other words, the general conditions in which what we

call, somewhat misleadingly, an equilibrium will establish itself: but we never know what the particular

prices or wages are which would exist if the market were to bring about such an equilibrium. We can

merely say what the conditions are in which we can expect the market to establish prices and wages at

which demand will equal supply. But we can never produce statistical information which would show how

much the prevailing prices and wages deviate from those which would secure a continuous sale of the

current supply of labour. Though this account of the causes of unemployment is an empirical theory, in the

sense that it might be proved false, e.g. if, with a constant money supply, a general increase of wages did

not lead to unemployment, it is certainly not the kind of theory which we could use to obtain specific

numerical predictions concerning the rates of wages, or the distribution of labour, to be expected.

Why should we, however, in economics, have to plead ignorance of the sort of facts on which, in the case

of a physical theory, a scientist would certainly be expected to give precise information? It is probably not

surprising that those impressed by the example of the physical sciences should find this position very

unsatisfactory and should insist on the standards of proof which they find there. The reason for this state of

affairs is the fact, to which I have already briefly referred, that the social sciences, like much of biology but

unlike most fields of the physical sciences, have to deal with structures of essential complexity, i.e. with

structures whose characteristic properties can be exhibited only by models made up of relatively large

numbers of variables. Competition, for instance, is a process which will produce certain results only if it

proceeds among a fairly large number of acting persons.

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In some fields, particularly where problems of a similar kind arise in the physical sciences, the difficulties

can be overcome by using, instead of specific information about the individual elements, data about the

relative frequency, or the probability, of the occurrence of the various distinctive properties of the elements.

But this is true only where we have to deal with what has been called by Dr. Warren Weaver (formerly of

the Rockefeller Foundation), with a distinction which ought to be much more widely understood,

"phenomena of unorganized complexity," in contrast to those "phenomena of organized complexity" with

which we have to deal in the social sciences.2 Organized complexity here means that the character of the

structures showing it depends not only on the properties of the individual elements of which they are

composed, and the relative frequency with which they occur, but also on the manner in which the

individual elements are connected with each other. In the explanation of the working of such structures we

can for this reason not replace the information about the individual elements by statistical information, but

require full information about each element if from our theory we are to derive specific predictions about

individual events. Without such specific information about the individual elements we shall be confined to

what on another occasion I have called mere pattern predictions - predictions of some of the general

attributes of the structures that will form themselves, but not containing specific statements about the

individual elements of which the structures will be made up.3

This is particularly true of our theories accounting for the determination of the systems of relative prices

and wages that will form themselves on a wellfunctioning market. Into the determination of these prices

and wages there will enter the effects of particular information possessed by every one of the participants

in the market process - a sum of facts which in their totality cannot be known to the scientific observer, or

to any other single brain. It is indeed the source of the superiority of the market order, and the reason why,

when it is not suppressed by the powers of government, it regularly displaces other types of order, that in

the resulting allocation of resources more of the knowledge of particular facts will be utilized which exists

only dispersed among uncounted persons, than any one person can possess. But because we, the

observing scientists, can thus never know all the determinants of such an order, and in consequence also

cannot know at which particular structure of prices and wages demand would everywhere equal supply,

we also cannot measure the deviations from that order; nor can we statistically test our theory that it is the

deviations from that "equilibrium" system of prices and wages which make it impossible to sell some of the

products and services at the prices at which they are offered.

Before I continue with my immediate concern, the effects of all this on the employment policies currently

pursued, allow me to define more specifically the inherent limitations of our numerical knowledge which

are so often overlooked. I want to do this to avoid giving the impression that I generally reject the

mathematical method in economics. I regard it in fact as the great advantage of the mathematical

technique that it allows us to describe, by means of algebraic equations, the general character of a pattern

even where we are ignorant of the numerical values which will determine its particular manifestation. We

could scarcely have achieved that comprehensive picture of the mutual interdependencies of the different

events in a market without this algebraic technique. It has led to the illusion, however, that we can use this

technique for the determination and prediction of the numerical values of those magnitudes; and this has

led to a vain search for quantitative or numerical constants. This happened in spite of the fact that the

modern founders of mathematical economics had no such illusions. It is true that their systems of

equations describing the pattern of a market equilibrium are so framed that if we were able to fill in all the

blanks of the abstract formulae, i.e. if we knew all the parameters of these equations, we could calculate

the prices and quantities of all commodities and services sold. But, as Vilfredo Pareto, one of the founders

of this theory, clearly stated, its purpose cannot be "to arrive at a numerical calculation of prices", because,

as he said, it would be "absurd" to assume that we could ascertain all the data.4 Indeed, the chief point

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was already seen by those remarkable anticipators of modern economics, the Spanish schoolmen of the

sixteenth century, who emphasized that what they called pretium mathematicum, the mathematical price,

depended on so many particular circumstances that it could never be known to man but was known only to

God.5 I sometimes wish that our mathematical economists would take this to heart. I must confess that I

still doubt whether their search for measurable magnitudes has made significant contributions to our

theoretical understanding of economic phenomena - as distinct from their value as a description of

particular situations. Nor am I prepared to accept the excuse that this branch of research is still very

young: Sir William Petty, the founder of econometrics, was after all a somewhat senior colleague of Sir

Isaac Newton in the Royal Society!

There may be few instances in which the superstition that only measurable magnitudes can be important

has done positive harm in the economic field: but the present inflation and employment problems are a

very serious one. Its effect has been that what is probably the true cause of extensive unemployment has

been disregarded by the scientistically minded majority of economists, because its operation could not be

confirmed by directly observable relations between measurable magnitudes, and that an almost exclusive

concentration on quantitatively measurable surface phenomena has produced a policy which has made

matters worse.

It has, of course, to be readily admitted that the kind of theory which I regard as the true explanation of

unemployment is a theory of somewhat limited content because it allows us to make only very general

predictions of the kind of events which we must expect in a given situation. But the effects on policy of the

more ambitious constructions have not been very fortunate and I confess that I prefer true but imperfect

knowledge, even if it leaves much indetermined and unpredictable, to a pretence of exact knowledge that

is likely to be false. The credit which the apparent conformity with recognized scientific standards can gain

for seemingly simple but false theories may, as the present instance shows, have grave consequences.

In fact, in the case discussed, the very measures which the dominant "macro-economic" theory has

recommended as a remedy for unemployment, namely the increase of aggregate demand, have become a

cause of a very extensive misallocation of resources which is likely to make later large-scale

unemployment inevitable. The continuous injection of additional amounts of money at points of the

economic system where it creates a temporary demand which must cease when the increase of the

quantity of money stops or slows down, together with the expectation of a continuing rise of prices, draws

labour and other resources into employments which can last only so long as the increase of the quantity of

money continues at the same rate - or perhaps even only so long as it continues to accelerate at a given

rate. What this policy has produced is not so much a level of employment that could not have been

brought about in other ways, as a distribution of employment which cannot be indefinitely maintained and

which after some time can be maintained only by a rate of inflation which would rapidly lead to a

disorganisation of all economic activity. The fact is that by a mistaken theoretical view we have been led

into a precarious position in which we cannot prevent substantial unemployment from re-appearing; not

because, as this view is sometimes misrepresented, this unemployment is deliberately brought about as a

means to combat inflation, but because it is now bound to occur as a deeply regrettable but inescapable

consequence of the mistaken policies of the past as soon as inflation ceases to accelerate.

I must, however, now leave these problems of immediate practical importance which I have introduced

chiefly as an illustration of the momentous consequences that may follow from errors concerning abstract

problems of the philosophy of science. There is as much reason to be apprehensive about the long run

dangers created in a much wider field by the uncritical acceptance of assertions which have the

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appearance of being scientific as there is with regard to the problems I have just discussed. What I mainly

wanted to bring out by the topical illustration is that certainly in my field, but I believe also generally in the

sciences of man, what looks superficially like the most scientific procedure is often the most unscientific,

and, beyond this, that in these fields there are definite limits to what we can expect science to achieve.

This means that to entrust to science - or to deliberate control according to scientific principles - more than

scientific method can achieve may have deplorable effects. The progress of the natural sciences in

modern times has of course so much exceeded all expectations that any suggestion that there may be

some limits to it is bound to arouse suspicion. Especially all those will resist such an insight who have

hoped that our increasing power of prediction and control, generally regarded as the characteristic result of

scientific advance, applied to the processes of society, would soon enable us to mould society entirely to

our liking. It is indeed true that, in contrast to the exhilaration which the discoveries of the physical

sciences tend to produce, the insights which we gain from the study of society more often have a

dampening effect on our aspirations; and it is perhaps not surprising that the more impetuous younger

members of our profession are not always prepared to accept this. Yet the confidence in the unlimited

power of science is only too often based on a false belief that the scientific method consists in the

application of a ready-made technique, or in imitating the form rather than the substance of scientific

procedure, as if one needed only to follow some cooking recipes to solve all social problems. It sometimes

almost seems as if the techniques of science were more easily learnt than the thinking that shows us what

the problems are and how to approach them.

The conflict between what in its present mood the public expects science to achieve in satisfaction of

popular hopes and what is really in its power is a serious matter because, even if the true scientists should

all recognize the limitations of what they can do in the field of human affairs, so long as the public expects

more there will always be some who will pretend, and perhaps honestly believe, that they can do more to

meet popular demands than is really in their power. It is often difficult enough for the expert, and certainly

in many instances impossible for the layman, to distinguish between legitimate and illegitimate claims

advanced in the name of science. The enormous publicity recently given by the media to a report

pronouncing in the name of science on The Limits to Growth, and the silence of the same media about the

devastating criticism this report has received from the competent experts6, must make one feel somewhat

apprehensive about the use to which the prestige of science can be put. But it is by no means only in the

field of economics that far-reaching claims are made on behalf of a more scientific direction of all human

activities and the desirability of replacing spontaneous processes by "conscious human control". If I am not

mistaken, psychology, psychiatry and some branches of sociology, not to speak about the so-called

philosophy of history, are even more affected by what I have called the scientistic prejudice, and by

specious claims of what science can achieve.7

If we are to safeguard the reputation of science, and to prevent the arrogation of knowledge based on a

superficial similarity of procedure with that of the physical sciences, much effort will have to be directed

toward debunking such arrogations, some of which have by now become the vested interests of

established university departments. We cannot be grateful enough to such modern philosophers of

science as Sir Karl Popper for giving us a test by which we can distinguish between what we may accept

as scientific and what not - a test which I am sure some doctrines now widely accepted as scientific would

not pass. There are some special problems, however, in connection with those essentially complex

phenomena of which social structures are so important an instance, which make me wish to restate in

conclusion in more general terms the reasons why in these fields not only are there only absolute

obstacles to the prediction of specific events, but why to act as if we possessed scientific knowledge

enabling us to transcend them may itself become a serious obstacle to the advance of the human intellect.

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The chief point we must remember is that the great and rapid advance of the physical sciences took place

in fields where it proved that explanation and prediction could be based on laws which accounted for the

observed phenomena as functions of comparatively few variables - either particular facts or relative

frequencies of events. This may even be the ultimate reason why we single out these realms as "physical"

in contrast to those more highly organized structures which I have here called essentially complex

phenomena. There is no reason why the position must be the same in the latter as in the former fields. The

difficulties which we encounter in the latter are not, as one might at first suspect, difficulties about

formulating theories for the explanation of the observed events - although they cause also special

difficulties about testing proposed explanations and therefore about eliminating bad theories. They are due

to the chief problem which arises when we apply our theories to any particular situation in the real world. A

theory of essentially complex phenomena must refer to a large number of particular facts; and to derive a

prediction from it, or to test it, we have to ascertain all these particular facts. Once we succeeded in this

there should be no particular difficulty about deriving testable predictions - with the help of modern

computers it should be easy enough to insert these data into the appropriate blanks of the theoretical

formulae and to derive a prediction. The real difficulty, to the solution of which science has little to

contribute, and which is sometimes indeed insoluble, consists in the ascertainment of the particular facts.

A simple example will show the nature of this difficulty. Consider some ball game played by a few people

of approximately equal skill. If we knew a few particular facts in addition to our general knowledge of the

ability of the individual players, such as their state of attention, their perceptions and the state of their

hearts, lungs, muscles etc. at each moment of the game, we could probably predict the outcome. Indeed, if

we were familiar both with the game and the teams we should probably have a fairly shrewd idea on what

the outcome will depend. But we shall of course not be able to ascertain those facts and in consequence

the result of the game will be outside the range of the scientifically predictable, however well we may know

what effects particular events would have on the result of the game. This does not mean that we can make

no predictions at all about the course of such a game. If we know the rules of the different games we shall,

in watching one, very soon know which game is being played and what kinds of actions we can expect and

what kind not. But our capacity to predict will be confined to such general characteristics of the events to

be expected and not include the capacity of predicting particular individual events.

This corresponds to what I have called earlier the mere pattern predictions to which we are increasingly

confined as we penetrate from the realm in which relatively simple laws prevail into the range of

phenomena where organized complexity rules. As we advance we find more and more frequently that we

can in fact ascertain only some but not all the particular circumstances which determine the outcome of a

given process; and in consequence we are able to predict only some but not all the properties of the result

we have to expect. Often all that we shall be able to predict will be some abstract characteristic of the

pattern that will appear - relations between kinds of elements about which individually we know very little.

Yet, as I am anxious to repeat, we will still achieve predictions which can be falsified and which therefore

are of empirical significance.

Of course, compared with the precise predictions we have learnt to expect in the physical sciences, this

sort of mere pattern predictions is a second best with which one does not like to have to be content. Yet

the danger of which I want to warn is precisely the belief that in order to have a claim to be accepted as

scientific it is necessary to achieve more. This way lies charlatanism and worse. To act on the belief that

we possess the knowledge and the power which enable us to shape the processes of society entirely to

our liking, knowledge which in fact we do not possess, is likely to make us do much harm. In the physical

sciences there may be little objection to trying to do the impossible; one might even feel that one ought not

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to discourage the over-confident because their experiments may after all produce some new insights. But

in the social field the erroneous belief that the exercise of some power would have beneficial

consequences is likely to lead to a new power to coerce other men being conferred on some authority.

Even if such power is not in itself bad, its exercise is likely to impede the functioning of those spontaneous

ordering forces by which, without understanding them, man is in fact so largely assisted in the pursuit of

his aims. We are only beginning to understand on how subtle a communication system the functioning of

an advanced industrial society is based - a communications system which we call the market and which

turns out to be a more efficient mechanism for digesting dispersed information than any that man has

deliberately designed.

If man is not to do more harm than good in his efforts to improve the social order, he will have to learn that

in this, as in all other fields where essential complexity of an organized kind prevails, he cannot acquire the

full knowledge which would make mastery of the events possible. He will therefore have to use what

knowledge he can achieve, not to shape the results as the craftsman shapes his handiwork, but rather to

cultivate a growth by providing the appropriate environment, in the manner in which the gardener does this

for his plants. There is danger in the exuberant feeling of ever growing power which the advance of the

physical sciences has engendered and which tempts man to try, "dizzy with success", to use a

characteristic phrase of early communism, to subject not only our natural but also our human environment

to the control of a human will. The recognition of the insuperable limits to his knowledge ought indeed to

teach the student of society a lesson of humility which should guard him against becoming an accomplice

in men's fatal striving to control society - a striving which makes him not only a tyrant over his fellows, but

which may well make him the destroyer of a civilization which no brain has designed but which has grown

from the free efforts of millions of individuals.

1. "Scientism and the Study of Society", Economica, vol. IX, no. 35, August 1942, reprinted in The Counter-Revolution

of Science, Glencoe, Ill., 1952, p. 15 of this reprint.

2. Warren Weaver, "A Quarter Century in the Natural Sciences", The Rockefeller Foundation Annual Report 1958,

chapter I, "Science and Complexity".

3. See my essay "The Theory of Complex Phenomena" in The Critical Approach to Science and Philosophy. Essays in

Honor of K.R. Popper, ed. M. Bunge, New York 1964, and reprinted (with additions) in my Studies in Philosophy, Politics

and Economics, London and Chicago 1967.

4. V. Pareto, Manuel d'économie politique, 2nd. ed., Paris 1927, pp. 223-4.

5. See, e.g., Luis Molina, De iustitia et iure, Cologne 1596-1600, tom. II, disp. 347, no. 3, and particularly Johannes de

Lugo, Disputationum de iustitia et iure tomus secundus, Lyon 1642, disp. 26, sect. 4, no. 40.

6. See The Limits to Growth: A Report of the Club of Rome's Project on the Predicament of Mankind, New York 1972;

for a systematic examination of this by a competent economist cf. Wilfred Beckerman, In Defence of Economic Growth,

London 1974, and, for a list of earlier criticisms by experts, Gottfried Haberler, Economic Growth and Stability, Los

Angeles 1974, who rightly calls their effect "devastating".

7. I have given some illustrations of these tendencies in other fields in my inaugural lecture as Visiting Professor at the

University of Salzburg, Die Irrtümer des Konstruktivismus und die Grundlagen legitimer Kritik gesellschaftlicher Gebilde,

Munich 1970, now reissued for the Walter Eucken Institute, at Freiburg i.Brg. by J.C.B. Mohr, Tübingen 1975.

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From Nobel Lectures, Economics 1969-1980, Editor Assar Lindbeck, World Scientific Publishing Co., Singapore, 1992

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Friedrich August von Hayek

Born: 8 May 1899, Vienna, Austria

Died: 23 March 1992

Prize motivation: "for their pioneering work in the theory of money and economic fluctuations and for their

penetrating analysis of the interdependence of economic, social and institutional phenomena"

Field: Macroeconomics and institutional economics

Contribution: Research on the interrelations between economic, social and political processes.

Curriculum VitaeBorn: May 8, 1899, Vienna, Austria (son of Dr. August von Hayek, Professor of Botany at the University of

Vienna and Felicitas née Juraschek)

Education1918-1921 Studies at University of Vienna1921 Dr. jur., University of Vienna1923 Dr. rer. pol, University of Vienna

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March 1923 -June 1924

Postgraduate work, New York University

Academic Appointments1927-1931 Director, Österreichisches Institut für

Konjunkturforschung (Austrian Institute for Trade Cycle Research)

1931-1950 Tooke Professor of Economic Science and Statistics, University of London (London School of Economics and Political Science)

1950-1962 Professor of Social and Moral Science, University of Chicago(Committee on Social Thought)

1962-1968 Professor der Volkwirtschaftslehre, Albert- Ludwigs-Universität, Freiburg im Breisgau

At various dates, Visiting Professor at the Universities of Stanford, Arkansas, Virginia, California (Los

Angeles), Cape Town and Salzburg

Honors and Fellowships1944 Fellow, British Academy1970 Korrespondierendes Mitglied der Österreichischen

Akademie der Wissenschaften1972 Honorary Fellow, London School of EconomicsHonorary Degrees1964 Dr. jur. h.c., Rikkyo University, Tokyo1971 Ehrensenator der Universität Wien1974 Dr. jur. h.c., Universität SalzburgOthers1917-1918 War service, Austro-Hungarian Army (Italian Front)1921-1926 Legal Consultant, Austrian government, for carrying out

provisions of Peace TreatyBooks PublishedGeldtheorie und Konjunkturtheorie, Wien, 1929, also in English as Monetary Theory and the Trade Cycle, London, 1933, as well as in Spanish and Japanese translations.Prices and Production, London, 1931, also in German, Chinese, French and Japanese translations.Monetary Nationalism and International Stability, London, 1937.Profits, Interest, and Investment, London 1939.The Pure Theory of Capital, London, 1940, also in Japanese and Spanish translations.The Road to Serfdom, London and Chicago, 1944, also in Chinese, Danish, Dutch, French, German, Italian, Japanese, Norwegian, Portuguese, Spanish and Swedish translations.Individualism and Economic Order, London and Chicago, 1949, also in German and an abridged Norwegian translation.John Stuart Mill and Harriet Taylor, London and Chicago, 1951.The Counter-Revolution of Science, Chicag,o 1952, also in German, Italian and an abridged French translation.The Sensory Order, London and Chicago, 1952.The Constitution of Liberty, London and Chicago, 1960, also in Spanish, German and Italian translations.Studies in Philosophy, Politics, and Economics, London and Chicago, 1967.Freiburger Studien, Tübingen 1969.Law, Legislation and Liberty, vol. I, Rules and Order, London and Chicago, 1973.Edited by F. A. HayekBeiträge zur Geldtheorie, Wien, 1931.Collectivist Economic Planning, London, 1935, also in French and Italian translations.Capitalism and the Historians, London and Chicago, 1954, also in Italian translation.

From Nobel Lectures, Economics 1969-1980, Editor Assar Lindbeck, World Scientific Publishing Co., Singapore, 1992

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Friedrich August von Hayek died on March 23, 1992.

NOSOTROS, LOS AUSTRIACOSMíster LibertarianPor Juan Ramón Rallo

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A diferencia de Hayek, el otro gran discípulo de Ludwig von Mises no fue austriaco, sino estadounidense. No fue un liberal clásico al uso, sino un convencido anarcocapitalista. No trató de hacer concesiones fusionistas con las corrientes económicas mayoritarias, sino que las atacó sin piedad. No tenía una mente dispersa en múltiples campos, sino sistemática y maestra en todos ellos. No creía en los cambios graduales sino que, como Lord Acton y Leon Trotski, abogaba por la "revolución permanente".

Murray Newton Rothbard es, sin duda alguna, el más representativo de la segunda generación de los discípulos de Mises. Si la primera –con Hayek, Machlup, Haberler o Morgenstern– se había fraguado en los círculos intelectuales de Viena durante la década de los 20, esta segunda se constituyó en Nueva York durante los años 50 y comprendió, aparte de a Rothbard, a otros eminentes académicos como Israel Kirzner, George Reisman, Hans Sennholz o Louis Spadaro.

Si en nuestra pequeña biografía de Mises ya tuvimos que advertir que unas pocas páginas no iban a hacer justicia a todas sus contribuciones económicas y en la de Hayek mencionamos la variedad de disciplinas a las que recurrió para justificar su teoría de los órdenes espontáneos, en el caso de Rothbard hay que empezar señalando que el estadounidense trató de dominar y de reformular un sinfín de materias: economía, ética, filosofía política, política, metodología, historia económica, historia del pensamiento económico o historia estadounidense fueron sólo algunos de los temas sobre los que escribió prolijamente.

Suele decirse que tal cantidad de escritos sólo pudo ser acometida por cuatro o cinco Rothbards distintos, especializados cada uno de ellos en un área del conocimiento concreta; aunque, todo hay que decirlo, la hipótesis de Walter Block, uno de los seguidores y amigos de Rothbard, parece más verosímil: el estadounidense era capaz de escribir a una media de ocho páginas por hora.

Aún así, lo cierto es que los dos grandes temas del pensamiento rothbardiano, de los cuales nacen por combinación todos los restantes, son la praxeología y la filosofía política.

Su teoría económica

El estadounidense, pese a sus diversos intereses, fue sobre todo un economista. Un excelente economista, diría yo –pese a que discrepo en varios asuntos fundamentales de su teoría monetaria–, distinguido en todo momento por su rigor y sistemática. Tengamos presente que Rothbard publica su gran tratado de economía, El hombre, la economía y el Estado, a la edad de 36 años. Lo que empezó como una guía académica para comprender la Acción Humana fue engordando hasta transformarse en un volumen de más de mil páginas que el propio Mises describió como "una contribución trascendental para la economía".

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Como digo, si algo caracteriza a la teoría económica de Rothbard es su robótica sistemática y su extremo rigor metodológico. En cuanto a lo primero, cualquier lector de su tratado de economía comprobará lo cuidado y meticuloso del lenguaje de Rothbard frente al mucho más literario estilo de Mises. Si el austriaco sistematizó las ideas, el estadounidense se encargó de sistematizar los razonamientos. A la luz de Rothbard, el sistema miseano exhibe con enorme claridad toda su consistencia interna (entre las diversas partes de la teoría) y externa (con la realidad).

Precisamente, esta consistencia es la otra gran característica que impregna todo el libro: Rothbard no busca atajos en sus razonamientos, sino que les exige a todos ellos que pasen el test de ser compatibles con el resto de teoremas y con la realidad. Su rigor metodológico es extremo. El estadounidense tenía muy claro que, en contra de lo que proponían otros economistas como Milton Friedman, la función esencial de la economía no es la de predecir el futuro, sino la de explicar la realidad. Nunca soportó demasiado bien que la mayoría de economistas partieran de supuestos irreales con tal de convertirse en algo así como "buenos predictores".

Si los positivistas se escudaban en la extrema complejidad de los fenómenos que estudia la economía para defender sus irreales simplificaciones, Rothbard objetaba con razón que precisamente por esa complejidad, resultaba absurdo ir arrastrando errores en cada sucesivo razonamiento; construir sobre errores, simplificaciones e irrealidades sólo nos conduciría a desarrollar oscuras y abstractas modelizaciones con las que nos sería imposible comprender el complejo mundo en el que nos movemos y, por consiguiente, incluso realizar la más mínima predicción exitosa.

El realismo que exigía Rothbard a la teoría económica era exquisito y absoluto, dado que una premisa falsa podía arrastrarnos a conclusiones igualmente falsas, aun aplicando adecuadamente el razonamiento lógico. Sus reflexiones sobre el método de la economía se encuentran recopiladas en los dos volúmenes de La lógica de la acción y, más en particular, en su famoso artículo Hacia una reconstrucción de la utilidad y de la economía del bienestar.

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Básicamente, Rothbard, a diferencia de Mises, parte de que la acción humana es un axioma de cuya verdad somos conscientes de manera empírica: los seres humanos sabemos que el actuar forma parte de nuestra naturaleza gracias a nuestra experiencia. Sobre este axioma y alguna otra hipótesis empírica auxiliar (la diversidad de recursos y habilidades en la sociedad humana) Rothbard, muy en línea con la Acción Humana, desarrolla toda la restante teoría económica pero respetando siempre ciertos límites: la economía y la ética son disciplinas distintas (si bien la primera puede influir en la segunda, pues no puede ser ético aquello que resulta imposible); la psicología y la economía estudian campos distintos pero complementarios (de ahí que, en realidad, la praxeología no necesite asumir un dualismo cuerpo-mente, ni siquiera en las versiones más relajadas del teatro cartesiano) y lo que le interesa a la economía no son estados mentales, sino las decisiones y preferencias que se materializan en la acción concreta (la preferencia demostrada); la utilidad es un fenómeno ordinal no cuantificable que se manifiesta en la acción y por tanto no pueden efectuarse comparaciones intersubjetivas de utilidad; la indiferencia es un fenómeno psíquico, no económico, pues al actuar se demuestra siempre que se prefiere una opción frente al resto.

Fijémonos en cómo algunas de estas limitaciones en pos del realismo restringen mucho el campo del intervencionismo estatal. Si no podemos realizar comparaciones intersubjetivas de utilidad, entonces no es posible afirmar en términos económicos que la redistribución de la renta mejora el bienestar general. O si nuestras preferencias sólo se materializan en la acción, entonces resulta imposible afirmar económicamente que un grupo de individuos quiere que se provea un bien que ni se ha provisto ni se va a proveer en ausencia de la intervención del Estado (bien público).

Por supuesto, seríamos muy ingenuos si creyéramos que los intervencionistas van a aceptar que sus teorías se han visto refutadas por un simple error de forma. La crítica económica a las redistribuciones de renta, a las externalidades o a los bienes públicos debe ir mucho más allá que a descartarlos de entrada por no tener encaje en una teoría económica realista y subjetivista. De hecho, muy probablemente incluso se podría hallar  ese encaje, pero la crítica de Rothbard sí revela dos cosas: que los intervencionistas han popularizado sus teorías sin que se hayan tenido que esforzar en pulir su realismo (lo que, a su vez, revela una agenda más política que económica) y que generalmente las violaciones del realismo preceden a violaciones de la ciencia y las violaciones de la ciencia a violaciones de la libertad.

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Tan sólo esta traducción de la Acción Humana a un formato más sistemático y riguroso si cabe (tanto que en ocasiones se pierde parte de la profundidad analítica de Mises) ya convertiría a El hombre, la economía y el Estado en una excepcional y muy recomendable obra. Pero, además, Rothbard realiza dos novedosas y esenciales contribuciones a la economía que no estaban presentes en el libro de Mises: en concreto, sus teorías sobre el monopolio y sobre los límites del cálculo económico.

En cuanto a lo primero, Mises había admitido como posible, aunque muy improbable, la existencia de monopolios en un mercado libre. Su análisis no se diferenciaba en lo sustancial del neoclásico predominante (aunque sí en algún punto clave en torno a los costes sociales del monopolio). Rothbard, en cambio, completó la intuición hayekiana de que la competencia debe estudiarse no como un estado, sino como un proceso de rivalidad para lograr el favor de los consumidores. En este sentido, el estadounidense lanza por la borda la célebre distinción entre "precio de competencia" y "precio de monopolio", argumentando que en la realidad resultan indistinguibles bajo criterio alguno: el único precio que existe es el de mercado y a él debe restringirse la ciencia económica. Para Rothbard, el único monopolio que existe es el creado por el Estado (el propio Estado es un monopolio, de hecho) y todas las otras formas de organización empresarial son simples estrategias –incluyendo las fusiones o los tan denostados cárteles– que tratan de beneficiar en última instancia al consumidor.

Por otro lado, Rothbard complementa el teorema de la imposibilidad del socialismo de Mises al descubrir que el problema no es específico del comunismo, sino de todo sistema de organización económica donde los factores productivos carezcan de precios de mercado. En otras palabras, los empresarios tampoco serán del todo capaces de practicar el cálculo económico en el sistema capitalista si algunos factores productivos carecen de mercado y, por tanto, de precio (por ejemplo, un bien de capital muy específico desarrollado por una empresa para su uso interno).

Las implicaciones de este descubrimiento son múltiples, pero están muy relacionadas con el tamaño óptimo de las empresas: dado que cuanto más grandes sean las compañías, peor podrán redistribuir su capital, no es cierto que en el mercado exista una tendencia hacia el crecimiento ilimitado de las empresas (o el monopolio único, en lenguaje marxista). Los gestores de ese monopolio único privado se enfrentarían a problemas análogos a los de un comité de planificación central en el socialismo.

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Del resto de la obra –aparte de la interesante ampliación que hace del libro Precios y Producción de Hayek, su clarificación del concepto de preferencia temporal de Böhm-Bawerk siguiendo al economista Frank Fetter, o su irregular teoría monetaria, mucho más cuantitativista de lo que él era consciente– destaca su despiadada crítica a todo tipo de intervencionismo económico en unos capítulos que originalmente fueron publicados como un libro aparte –Poder y mercado.

Rothbard no ataca aquí el intervencionismo por ser contrario a los derechos del ser humano, sino, en línea con Mises, por no ser capaz de resolver los problemas hacia los que supuestamente se dirige. Sin embargo, para el estadounidense, esta crítica utilitarista contra el estatismo no era suficiente. Al fin y al cabo, argumentaba Rothbard, el objetivo de las intervenciones del Estado no tiene por qué ser el declarado (por ejemplo, acabar con la carestía de un producto imponiendo un precio máximo a su venta), sino simple y llanamente acrecentar el poder de la clase política (objetivo éste que sí cumplían con bastante éxito). Tampoco le valía a Rothbard el argumento antirracionalista de Hayek según el cual debemos respetar las instituciones que emergen espontáneamente por contener éstas una cantidad de información que ningún ser humano individual es incapaz de procesar; al fin y al cabo, decía, en muchas ocasiones esta sumisión ciega a la costumbre y a la experiencia recibida podría convertirse en la dictadura del statu quo (¿habría que haber conservado la institución de la esclavitud?).

Su filosofía política

El estadounidense, pues, se ve impulsado a justificar y asentar la necesidad de libertad en la doctrina de los derechos naturales aristotélico-tomista que su maestro Mises tanto detestaba por considerarla pura superstición. Rothbard pensaba que sí era posible deducir una serie de normas o pautas generales a partir de la naturaleza del ser humano: hay ciertos principios que deberían observar todas las formas de organización social que quieran minimizar los conflictos y sobrevivir, sin que esta reflexión suponga un intento por construir hiperracionalistamente las instituciones concretas por las que deben regirse y coordinarse. En particular, el derecho básico de todo ser humano es para Rothbard el de la autopropiedad: cada individuo tiene el derecho a controlar su propio cuerpo y a establecer relaciones con su entorno (apropiárselo), lo que implica que carecerá de derechos para controlar los cuerpos y las propiedades ajenas (principio de no agresión).

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En La ética de la libertad, Rothbard desarrolló todo este sistema ético hasta sus últimas consecuencias: el Estado, al asentarse en el expolio sistemático de la propiedad ajena, es el mayor criminal que existe y por tanto debería desaparecer. Fusionando la ética del derecho natural con el anarquismo e individualismo radical de ciertos autores estadounidenses como Benjamin Tucker, Lysander Spooner o Albert Jay Nock y, sobre todo, con las ideas del pionero economista belga Gustav de Molinari, Rothbard dio carta de naturaleza al movimiento anarcocapitalista dentro de la Escuela Austriaca.

Con estas dos armas –la filosofía política y la praxeología–, Rothbard creía tener suficiente para desatar una ofensiva sin cuartel contra el Estado (por ejemplo, en su panfletario Hacia una nueva libertad: el manifiesto libertario). Si el Estado es contrario a los derechos del ser humano y además reduce su prosperidad, no hay motivo para que siga existiendo un minuto más. El estadounidense se declaraba incluso partidario de pulsar un hipotético botón rojo que suprimiera todas las instituciones políticas ipso facto.

Y es aquí, me temo, donde el análisis hayekiano sí tiene bastante que decir: porque al margen de que la crítica económica que efectúa Rothbard contra la provisión de defensa por parte del Estado sea muy endeble, la eliminación del aparato estatal de la noche a la mañana dejaría a nuestras sociedades desprovistas de un mecanismo por el que (más mal que bien) se coordinan a día de hoy. La destrucción revolucionaria del Estado llevaría a la anarquía en su peor sentido (a la ausencia de un orden espontáneo) aun cuando podamos suponer que en algún largo plazo la sociedad se reorganizaría bajo directrices liberales y antiestatistas (o no).

Parece más lógico, y compatible con la naturaleza humana, suponer que si el Estado llega a desaparecer algún día (y aquí hace falta bastante más investigación científica, no sólo económica, que justifique esta esperanza) será de manera gradual. Porque sí, la URSS se derrumbó de la noche a la mañana, pero las instituciones que la sustituyeron (mercados más o menos libres y ordenamientos jurídicos) eran fruto de la evolución de centurias.

Aún así, la filosofía política de Rothbard ha resultado una rica fuente de inspiración para muchos científicos sociales, al permitirles abrir al máximo sus horizontes de investigación. Hoy, por fortuna, disponemos de una creciente literatura sobre lo que Michael Polanyi llamó "órdenes policéntricos" (diversidad de centros de jurisdicción que interactúan en un mismo

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territorio sin un árbitro último que resuelva monopolísticamente sus conflictos) y sobre alternativas en apariencia viables a todas o casi todas las funciones del Estado. La filosofía política de Rothbard, pues, más que un punto de llegada o confluencia de tradiciones diversas, debe ser observada como un punto de partida para un programa de investigación mucho más amplio (y que, en parte, aún está en pañales).

Otras contribuciones

En cualquier caso, toda la vida personal y profesional de Rothbard giró sobre estos dos ejes: la praxeología austriaca y la ética anarquista. Su valiosa reinterpretación de la Gran Depresión estadounidense (que Paul Johnson utiliza como principal referencia para este episodio histórico en Tiempos Modernos) es una forma de demostrar cómo la teoría austriaca del ciclo económico explicaba a la perfección aquella crisis; su muy completa Historia del Pensamiento Económico, si bien nutrida en demasía de fuentes secundarias, es una manera de alertar a los economistas de que el avance científico no es progresivo y de que en la historia de nuestra ciencia han sido más frecuentes los consensos en torno a teorías falsas que en torno a las verdades fundamentales que luego iría desarrollando la Escuela Austriaca; sus Qué ha hecho el gobierno con nuestro dinero, El caso contra la Fed, Una historia monetaria y bancaria de Estados Unidos o El misterio de la banca son estudios detallados –en ocasiones demasiado conspiranoicos– sobre cómo el Estado ha ido pervirtiendo la institución del dinero para sufragar sus dispendios y beneficiar a la plutocracia bancaria; y su Concebidos en libertad es una reinterpretación histórica de la revolución americana a la luz del liberalismo radical.

Pese a su antiestatismo militante, no fue reacio a meterse en política y a aliarse con cualquier movimiento que circunstancialmente le sirviera, con más pena que gloria, para promover objetivos liberales (si bien casi siempre estuvo en la órbita del Partido Libertario estadounidense). En política exterior, era un decidido aislacionista partidario de la neutralidad de Estados Unidos; nunca vio con buenos ojos, todo lo contrario, las guerras "democratizadoras" que a modo de cruzadas desarrollaba el gobierno para pacificar el planeta y constituir un imperio republicano. En política interior, buscaba desarmar por entero el Estado de Bienestar (no aceptaba medias tintas como el cheque escolar de Friedman) y regresar al patrón oro con tal de constreñir el gasto y el endeudamiento públicos. En definitiva, sus bestias negras en política eran el Warfare y el Welfare State; a su juicio, dos caras de la misma moneda.

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Murray Rothbard murió en 1995, a la temprana edad de 68 años. Tras de sí nos dejó no sólo una muy variada obra (en temas y en calidad), sino también un think tank, el Mises Institute, que, pese a todos sus defectos, es el centro que más ha hecho hasta la fecha por promover y facilitar el acceso a las ideas austriacas por todo el mundo. Aunque probablemente nunca alcanzará la fama de Mises o de Hayek, sería imposible concebir la pujanza, la claridad y la solidez del pensamiento austriaco actual sin su labor.

Por fortuna, las líneas de investigación que abrieron Menger, Böhm-Bawerk, Mises, Hayek y Rothbard siguen siendo exploradas, ampliadas, reformuladas y enriquecidas por miles de economistas en todo el mundo. Sus obras son y seguirán siendo referencias esenciales para todos aquellos interesados en la economía y en todas las disciplinas conexas a la misma. Estoy convencido de que es dentro de este paradigma donde podemos encontrar y seguiremos encontrando una respuesta válida a gran parte de nuestros problemas contemporáneos. En parte –sólo en parte– que seamos capaces de defender en la teoría y en la práctica nuestra libertad en el futuro dependerá de que vayamos absorbiendo y difundiendo intelectualmente los escritos de estos cinco gigantes intelectuales y de sus muchos brillantes discípulos.

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NOSOTROS, LOS AUSTRIACOSEl tiempo es oroPor Juan Ramón Rallo

Decía Hayek que había dos tipos de mentes: las mentes rompecabezas y las mentes maestras. Las primeras, de las que el propio Hayek se consideraba un caso extremo, sufrían de una inherente incapacidad para memorizar un gran número de teorías y de datos, pero a cambio tenían la habilidad de establecer de manera intuitiva conexiones entre multitud de disciplinas que nadie más podía ver (podríamos llamarlas para mayor simplicidad mentes creativas).

Las segundas podían memorizar al detalle todas las teorías y los hechos que giraban alrededor de un asunto concreto y gracias a ello formulaban, tras un dilatado proceso de reflexión y maduración, una síntesis que hacía progresar su estrecho campo de conocimiento.

Hayek creía que Eugen von Böhm Bawerk, el discípulo más conocido y exitoso de Carl Menger, era un caso extremo de mente maestra. Y no le faltaban desde razones para pensarlo: la empresa intelectual de Böhm Bawerk fue de tal profundidad que se le puede considerar en justicia como el padre de la teoría moderna del capital y del interés. No en vano, el gran economista sueco Knut Wicksell calificó su obra de "uno de los mayores logros de la teoría económica". 

Carl Menger había revolucionado nuestra ciencia al unificar y perfeccionar las aportaciones que diversos economistas alemanes habían venido realizando en la primera mitad del s. XIX. Sin embargo, la formidable teoría económica mengeriana, que si por algo podía vanagloriarse era por haber dejado claro que los bienes económicos lo eran en tanto instrumentos empleados a lo largo del tiempo para satisfacer fines individuales, adolecía de una llamativa carencia: no tenía una teoría sobre cómo se valoraban esos bienes en distintos momentos del tiempo. Es decir, ¿acaso los individuos valorarán igual el disfrute de, por ejemplo, una vivienda hoy que el disfrute de una vivienda dentro de 10 años? Este fue el punto de partida que adoptó Böhm Bawerk.

A buen seguro su interés en la cuestión no se había desarrollado de manera casual. En los años en los que Böhm se formó como economista (60-70 del s. XIX), demagogos socialistas como Lassalle, Rodbertus o Marx estaban espoleando contra el sistema capitalista a esos ejércitos de proletarios que, como ya apuntara Hayek, habían sobrevivido y crecido gracias a la prosperidad creada por el propio capitalismo.

A comienzos de los 70, la publicación al alemán del Manifiesto Comunista y la Comuna de París terminaron por preocupar al acomodado funcionariado germano, que reaccionó de inmediato tratando de contentar a las masas obreras ofreciéndoles un embrionario estado de

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bienestar. Diversos economistas alemanes favorables al intervencionismo gubernamental –el llamado "socialismo de cátedra", que agrupaba a gente tan variopinta como Knies, Hildebrand, Roscher, Schmoller o Brentano– buscaron resolver la llamada "cuestión social" instaurando un "Estado social" a favor de los proletarios y en perjuicio de los capitalistas. De hecho, en 1872 se creó la Verein Für Sozialpolitik, un grupo de presión intervencionista que agrupaba a los socialistas de cátedra y a otros intelectuales y cuyas propuestas cristalizarían en 1881 en la Sozialpolitik de Bismark, deriva catastrófica que perdió a Alemania para más de medio siglo.

Böhm-Bawerk creció en este clima cada vez menos favorable al liberalismo. No es que Böhm fuera, ni mucho menos, un liberal clásico como probablemente lo fue Menger y desde luego Mises, ya que entre sus deméritos se encontraban el haber defendido las obras públicas contracíclicas, el proteccionismo estratégico o la redistribución de la renta (si bien dentro de un marco de equilibrio presupuestario y patrón oro), pero aún así, desde su mentalidad conservadora-funcionarial con algún elemento liberal, se dio cuenta de que la demagogia socialista no podía ser combatida con medidas políticas (o al menos no sólo con medidas políticas, pues Böhm formó parte de la Verein) y que hacía falta una refutación intelectual solvente que desmontara la milonga de que los capitalistas explotan a los proletarios (Böhm fue de los pocos en detectar la amenaza para la sensatez y la prosperidad que suponían las teorías económicas de Marx y, años más tarde, sería el primero en ofrecer una refutación sistemática del marxismo, metiendo el dedo en la llaga de su "gran contradicción").

La cuestión que debía resolver Böhm no era ya la de si el trabajo era fuente de valor y por tanto si el capitalista se apropiaba del producto de los trabajadores (al fin y al cabo la teoría del valor-trabajo carecía de predicamento en los ambientes académicos alemanes y austriacos, incluso antes de la llegada de Menger), sino qué explicación y justificación tenía, aun admitiendo la subjetividad del valor, que los capitalistas percibieran una rentabilidad dentro del proceso productivo sin estar haciendo aparentemente nada.

La respuesta que ofreció Böhm-Bawerk partiendo de las intuiciones de Turgot y de Menger le sirvió para articular toda la producción teórica de su vida: el pago de salarios por parte del capitalista constituye un intercambio entre producción presente (los salarios) y producción futura (las ventas de la mercancía que fabrican los trabajadores) y, como es razonable suponer que los bienes presentes son más valiosos que los bienes futuros, por necesidad los salarios pagados hoy habrán de ser menores que las ventas recibidas mañana.

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Böhm simplemente reflejaba que los capitalistas, al pagar los salarios, adelantaban a los trabajadores la renta para adquirir bienes de consumo antes de haber vendido y producido sus mercancías; a efectos prácticos, era como si los capitalistas les concedieran un préstamo a los trabajadores.

En otras palabras, Böhm-Bawerk trató de extender la teoría subjetivista de Menger al campo de los intercambios intertemporales: si los bienes futuros eran menos valiosos que los bienes presentes, entonces por necesidad una unidad de cualquier bien presente se intercambiaría por más de una unidad de bienes futuros, y esa diferencia constituiría el "interés" o el "rendimiento" propio de los capitalistas.

Esta fue la tesis que Böhm fue desarrollando a lo largo de su gran obra: Capital e Interés. El primer libro de esta antología, publicado en 1884 mientras era profesor en la Universidad de Innsbruck, llevaba por título Historia y Crítica de las Teorías del Interés y su objeto era el de refutar una a una las grandes explicaciones que hasta el momento se habían ofrecido sobre el interés. Es algo así como, en palabras de Edgeworth, una "teoría negativa del interés", una explicación detallada de qué no es el interés. Bajo su pluma, van cayendo una a una todas las teorías que justificaban el interés en motivos como la productividad física de los bienes de capital, la abstinencia del consumo, la renta de la tierra o la explotación del trabajo. Böhm es implacable y no deja títere con cabeza, pues su intención no era la de hacer una historia del pensamiento en torno al interés, sino utilizar a egregios economistas como representantes de teorías erradas que convenía descartar.

Cinco años después de esta teoría negativa del interés, vino por fin su auténtica contribución económica, el segundo libro titulado La teoría positiva del interés. Böhm-Bawerk tuvo que publicarlo en 1889, probablemente sin todas las revisiones necesarias, porque ese mismo año abandonó Innsbruck para iniciar su andadura política como director del departamento de la imposición directa (años más tarde sería nombrado ministro de Hacienda en tres ocasiones).

Böhm comienza este segundo libro recordando la teoría del intercambio atemporal de Menger, clarificando y elaborando algunos de sus aspectos, como el proceso exacto por el cual los costes empresariales dependen de las utilidades marginales de los consumidores. Una vez hecho esto, el austriaco pasa a centrarse por fin en explicar la existencia del interés como la subestimación de los fines futuros frente a los presentes.

Böhm daba tres razones esenciales por los que era razonable suponer que los bienes futuros resultaban menos valiosos que los presentes (sus famosas Drei Gründe); las dos primeras afectaban a los consumidores y la tercera al productor.

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La primera es que la mayoría de personas disponen de mayor renta en el futuro que en el presente, de modo que valorarán más la renta escasa presente que la renta abundante futura (en realidad, simplemente se trata de una aplicación del principio de la utilidad marginal decreciente a la renta). Böhm admitía la posibilidad de que hubiera sujetos cuya renta futura fuera menor que la presente, pero aún así, decía, el valor futuro será como mucho igual al presente, pues todos los agentes tienen la opción de atesorar dinero si es quieren trasladar poder adquisitivo al futuro (hoy esta posibilidad se ve muy limitada por la inflación inherente al dinero fiduciario). La segunda razón se basa en una subestimación de las necesidades futuras frente a las presentes, ya sea por imprevisión, codicia o incertidumbre en tono a la fugacidad de la vida.

La tercera causa fue la más polémica pero a la vez la más fructífera. Böhm-Bawerk partió de que en las economías capitalistas modernas los bienes de consumo no se producen directamente, sino de manera indirecta: con la tierra y el trabajo producimos bienes de capital, que a su vez, en conjunción con otra tierra y trabajo, producen otros bienes de capital que, tras otras etapas del mismo estilo, terminan madurando en bienes de consumo. Böhm asumió que cuanto más largo fuera este proceso indirecto de producción, más eficiente y productivo sería, de modo que los capitalistas sólo estarían dispuestos a renunciar a sus muy productivos bienes de capital presentes a cambio de sumas mayores de bienes de consumo futuros (y de ahí el interés).

Esta intuición le sirvió de base para construir toda una rica teoría del capital que aún hoy es el armazón básico de la teoría austriaca del ciclo económico: las reducciones de los tipos de interés irán de la mano de una ampliación del período productivo de la economía, es decir, del tiempo que media entre el momento en que empezamos a producir bienes de capital y el momento en que obtenemos los bienes de consumo. A su vez, dentro de la teoría de Böhm, los precios y los salarios quedaban determinados en función del período de producción óptimo, lo que le permitía alcanzar lo que los neoclásicos llamarían hoy un "equilibrio general" del sistema económico.

Pero, como decía, la tercera razón justificativa del interés fue la que más críticas recibió; en ocasiones merecidamente, pero en otras por simple incomprensión. Por un lado, algunos economistas como Fisher la tildaron de redundante con respecto a las dos primeras razones, pues, a su juicio, si los productores valoraban menos los bienes futuros que los presentes era sólo porque así lo hacía los consumidores (en este caso la crítica es errónea, porque durante cortos períodos de tiempo la tercera razón forzaría que el tipo de interés fuera positivo aun

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cuando no concurrieran las dos primeras). Por otro, muchos atacaron los simples cálculos, medidas y supuestos que había adoptado Böhm para justificar la mayor productividad de los métodos indirectos de producción (en este caso, algunas críticas están justificadas, pues Böhm-Bawerk buscaba demostrar la existencia de una mayor productividad en términos físicos, y no monetarios, lo que si bien podía parecer la única alternativa en un patrón monetario fijo, emponzoñaba gran parte de su análisis).

Por consiguiente, la obra de Böhm no está exenta de errores teóricos y formales. Algunos economistas austriacos más recientes, como Ludwig Lachmann, incluso han llegado a defender –de manera bastante exagerada, a mi entender– que Böhm no debería ser considerado un miembro de la Escuela Austriaca, pues sus libros tienen más que ver con el estudio ricardiano de la distribución de las rentas que con el análisis del proceso empresarial de mercado característico de los austriacos.

Además, Böhm-Bawerk, si bien era un pensador sistemático, no podía considerarse ni mucho menos un escritor brillante y claro (el idioma alemán en este caso no ayudó; su facilidad sintáctica para encadenar subordinadas permitió a Böhm a escribir frases superiores a una página); de hecho, para mayor desgracia de sus lectores, su estilo fue volviéndose más farragoso conforme fue ampliando sus libros a partir de su abandono de la política activa en 1904. Su fuerte sentido del deber le movía a responder a todas las críticas que recibía para no convertirse, según sus propias palabras, en un "camorrista literario".

Sin embargo, lo cierto es que ninguna obra económica es perfecta, tampoco la de la "mente maestra" de Böhm-Bawerk. Lo cual, dicho sea de paso, tampoco supone ningún drama cuando se cuenta con una cantera de excelentes discípulos. En este caso, sus errores e imprecisiones fueron más tarde enmendados y corregidos por economistas de la talla de Mises, Hayek, Wicksell, Fisher o el propio Lachmann, dando como resultado una riquísima y solidísima teoría del interés y del capital.

Pero nada de lo anterior habría sido posible sin Böhm. A él le corresponde casi en exclusiva el mérito de haber dado el gigantesco paso adelante que supuso ampliar el esquema teórico mengeriano a los intercambios de bienes en el tiempo. De esa simple intuición vino el resto: definir el interés como la prima de valor de los bienes presentes sobre los bienes futuros y relacionarlo con la dimensión temporal del capital, dos rasgos que desde entonces han constituido parte esencial del núcleo teórico de la Escuela Austriaca y de que cualquier teoría económica que no esté podrida de base.

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EL TOTALITARISMO DEMOCRÁTICOMises, Hayek y el color de mi cochePor Domingo Soriano

A pesar de que soy aficionado a los toros (tengo un abono en Las Ventas desde hace más de una década), he seguido con bastante despreocupación la aprobación en Cataluña de la ley que prohibirá los espectáculos taurinos a partir del 1 de enero de 2012.

No creo que sea algo especialmente grave ni para la Fiesta ni para los catalanes, que ya hace tiempo dejaron de acudir a las plazas de sus pueblos y ciudades. La supresión de las corridas en Barcelona –donde en los últimos tiempos se viene celebrando una docena cada año– no dañará a los toros ni la mitad de lo que lo hacen los neotaurinos, que han encumbrado al mediotoro y al mediotorero y le han quitado al espectáculo gran parte de su atractivo. Además, muchas otras libertades mucho más importantes que ésta se han cercenado en Cataluña y en el resto de España sin que haya habido tanto revuelo.

Entre los que defendían los toros se han esgrimido fundamentalmente dos tipos de argumentos: los culturales (estética, tradición, relevancia económica, turismo...) y los anti-prohibicionistas (a las corridas, que vaya quien quiera). Sin embargo, a nadie he escuchado proclamar lo evidente: el Parlamento de Cataluña no tiene derecho a decidir si debe haber o no espectáculos taurinos. El problema no es el resultado de la histórica votación: el problema es que se haya votado.

Pensando en todo esto, recordaba esta cita de Mises –en Gobierno omnipotente–: "Las mayorías no están menos expuestas al error y al fracaso que los reyes y los dictadores; el que la mayoría crea que una cosa es verdad no prueba que lo sea". Quien vivió tan de cerca el nazismo sabía de lo que hablaba cuando pedía vigilar muy de cerca a los gobiernos salidos de las urnas.

Estamos viviendo una deriva hacia lo que podría denominarse totalitarismo democrático. Se ha llegado a la conclusión de que una decisión tomada por una mayoría (o por sus representantes) es legítima per se, y nada ni nadie puede oponerse a ella. Así, la democracia, que nació como un medio de protección de las minorías, para que cualquiera pudiera ejercer su libertad –a la hora de opinar, creer o no en tal o cual Dios, desplazarse...–, se convierte en una apisonadora que machaca los derechos de aquellos a los que debería defender.

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A mis amigos más intervencionistas a veces les intento convencer con algunos ejemplos. Como éste. "Supongamos –les digo– que yo viviera en un pueblo con otras cien personas. Un día, todos mis vecinos se reúnen y votan por 99 votos a favor y 2 en contra que mi coche debe ser rojo en vez de azul, puesto que rojo es el color de la bandera del pueblillo de marras; que mi primer hijo debe llamarse Sebastián, como el patrón, ya que no hay muchas parejas jóvenes en el lugar y hay que conservar los nombres tradicionales; que no me puedo abonar a Digital +, porque el bar ya tiene una licencia, y si quiero ver el fútbol ya sé lo que tengo que hacer, por el bien de la economía local; o que debo comprar tomates de la comarca, que son más sanos y así, además, les doy publicidad. Pues bien, a pesar del resultado abrumador de la votación, nadie tendría derecho a imponerme una sola de esas decisiones".

Mis amigos, entonces, suelen mirarme con condescendencia, como diciendo: qué cosas se te ocurren, nunca llegaremos a algo así; y aunque la intromisión del Estado en nuestras vidas a veces puede ser molesta, hay límites que ningún Gobierno se atrevería a traspasar. Y, claro, entonces soy yo el que les miro estupefacto.

En España están vigentes o a punto de estarlo normas muy similares en el fondo y en la forma a las que elaborarían los vecinos de mi pueblo imaginario. Efectivamente, nadie se mete en el color de mi coche, pero si quiero construirme una casa en mi pueblo tendré que ajustarme a los peculiares criterios estéticos del arquitecto municipal y de la preceptiva ordenanza de urbanismo. Puede que nadie me obligue a llamar a mi hijo Sebastián, pero no me dejan rotular mi comercio en el idioma que a mí me dé la gana. Puede que no me obliguen a ver el partido del domingo en el bar, pero en cambio me prohíben comprar una cerveza en un súper pasadas las diez de la noche. Puede que no me fuercen a consumir los tomates de mi comarca, pero sí a subvencionar a todos y cada uno de los agricultores europeos.

No puedo decidir si en mi bar se fuma o no, si quiero publicar artículos de prostitución en el periódico, ponerme o no el cinturón de seguridad, llevar un pañuelo islámico en la cabeza, que mis hijos coman bollos en el colegio... La lista de prohibiciones sería interminable. Cada caso es diferente y merecería un comentario aparte, pero todos se caracterizan por lo mismo: un tipo cree que, por haber recibido un número determinado de votos, puede decidir lo que quiera sobre mi vida durante cuatro años.

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Alexis de Tocqueville ya advirtió hace más de 150 años, en La democracia en América, de los peligros aparejados al gobierno de las mayorías. Lo que no se atreverían a hacer algunos tiranos por miedo a la reacción popular lo hacen algunos gobiernos democráticos esgrimiendo, además, la legitimidad que les han conferido las urnas, para así evitarse la contestación. Ya lo dijo Friedrich Hayek en Camino de servidumbre:

Dando al Estado poderes ilimitados, la norma más arbitraria puede legalizarse y una democracia puede establecer el más completo despotismo imaginable.

No creo que a los tres maestros aquí citados les gustaran mucho los toros. Pero, desde este modesto tendido liberal, pido voluntarios para sacarles a hombros. Por la Puerta Grande.

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Economía paso a paso

No es un juego de suma ceroJuan Ramón Rallo

La tarta no está dada, sino que crece arrojando unas porciones cada vez mayores para todos, salvo si el Estado se come de un bocado al horno y al panadero.

Varios lectores me han pedido que explique por qué la economía no es un juego de suma cero, esto es, por qué la tarta de nuestra riqueza no está dada sino que crece de tal modo que cada vez hay más cantidad disponible para todos.

El fundador de la Escuela Austriaca de economía, Carl Menger, dejó establecido que para que una ‘cosa’ pudiera considerarse un bien económico debían conjugarse cuatro circunstancias: a) debía existir una necesidad humana, b) la cosa en cuestión debía ser capaz de satisfacer esa necesidad humana, c) el individuo debía conocer la idoneidad de la cosa para satisfacerla, d) el individuo debía gozar de poder de disposición sobre la cosa.

De estas cuatro características a las que el austriaco condiciona la existencia de bienes económicos podemos deducir por qué la economía no es un juego de suma cero en el que toda la riqueza posible ya se encuentre dada de antemano.

Primero, la inmensa mayoría de las cosas, tal como se encuentran en su estado natural, no nos permiten satisfacer nuestras necesidades. Puede que toda la materia esté dada, pero desde luego no nos ha venido dada en una forma que permita satisfacer nuestras necesidades. La madera de los árboles debe cortarse y procesarse para fabricar cabañas en las que guarecernos; las tierras tienen que ararse y cultivarse para cosechar alimentos con los que saciar nuestro apetito; el hierro o el aluminio deben extraerse de las minas para construir aviones con los que desplazarnos de un sitio a otro del globo. En definitiva, creamos riqueza cuando transformamos las cosas –que no satisfacen directamente nuestros fines– en bienes –que sí lo hacen–.

Segundo, parte de la inadecuación de las cosas en su estado natural para satisfacer directamente nuestras necesidades procede del hecho de que ni siquiera conocemos todas sus combinaciones y usos posibles. La tecnología, que es el arte de combinar y clasificar la materia para que arroje el resultado deseado, tampoco nos viene dada, sino que en sí misma debe ser descubierta a través de la investigación y la experimentación; dos actividades que a su vez requieren del uso de otros bienes económicos. En otras palabras, como no somos omniscientes, no sólo hemos de crear bienes económicos a partir de las cosas que nos rodean, sino que también hemos de descubrir la información acerca de cómo transformar esas cosas en bienes económicos; información que en sí misma constituye una nueva fuente de riqueza.

Y tercero y último, por muy idóneo que sea un bien para satisfacer nuestras necesidades, éste será del todo inútil si no lo tenemos a nuestro alcance. La naturaleza puede haber sido generosa al brindarnos caudalosos ríos por todo el planeta que, no obstante, no

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proporcionarán ningún servicio a aquel que se encuentre en medio del desierto. En otras palabras, no sólo hay que producir los bienes, sino distribuirlos a sus usuarios finales. En nuestros sistemas económicos, producción y distribución van de la mano: con tal de maximizar nuestra eficiencia en la fabricación bienes económicos, cada individuo nos hemos especializado en producir uno o dos bienes económicos a lo sumo, aun cuando necesitemos multitud de ellos para satisfacer nuestras muy diversas necesidades (es decir, somos productores especializados y, a la vez, consumidores generalistas). La forma de acceder a los amplios y variopintos bienes que demandamos a partir de nuestra muy limitada y específica oferta de los mismos es el intercambio.

El problema es que desde Aristóteles hemos pensado que los intercambios se producían entre igualdades de valor. Si A se trocaba por B es que necesariamente el valor de A debía ser igual al valor de B. Por consiguiente, ningún intercambio podía generar valor sino sólo redistribuirlo. La interpretación alternativa (que el valor de A fuera superior al de B o viceversa) sería todavía más desalentadora, pues implicaría que en los intercambios una parte saldría ganando a costa de la otra (se entregaría algo con un valor objetivo mayor a cambio de algo con un valor objetivo menor).

Sin embargo, gracias a que el propio Menger popularizó el hallazgo de que el valor de los bienes no es objetivo sino subjetivo, la realidad se vuelve bastante distinta: en todo intercambio cada parte valora más aquello que recibe que aquello de lo que se desprende (en caso contrario semejante intercambio no tendría lugar). Merced a esta vía, los individuos generan riqueza simplemente al intercambiar bienes económicos y, por tanto, al acercar esos medios a la satisfacción de aquellos fines que resultan más valiosos.

En definitiva, la economía no es un juego de suma cero en la medida en que durante todo el proceso de producción de bienes y servicios se está generando riqueza: ya sea cuando investigamos cómo convertir las cosas en bienes, cuando convertimos las cosas en bienes o cuando distribuimos los bienes mediante los intercambios. Al contrario de lo que presuponen los socialistas –que toda la riqueza ya está creada y que sólo es necesario redistribuirla–, el mercado libre es el marco en el que los individuos pueden organizarse para incrementar tanto como les sea posible nuestras disponibilidades de bienes y servicios con los que satisfacer de manera continuada sus muy variados fines.

La economía no es un juego de suma cero, sino de saldo positivo y expansivo, salvo si el Estado genera sustraendos aun mayores. La tarta no está dada, sino que crece arrojando unas porciones cada vez mayores para todos, salvo si el Estado se come de un bocado al horno y al panadero.

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'LOS ERRORES DE LA VIEJA ECONOMÍA'Rallo contra KeynesPor Jesús Huerta de Soto

Me produce un gran placer prologar este libro de mi colega y discípulo Juan Ramón Rallo, doctor en Economía y profesor de la Universidad Rey Juan Carlos. Pese a tratarse de una obra dirigida a criticar el texto más importante del keynesianismo, publicado hace ahora 75 años, sus páginas no pueden estar más de actualidad.

Si bien desde los más variados ámbitos académicos se nos anunció que el keynesianismo había muerto con la estanflación de los 70 y con la contrarrevolución monetarista, lo cierto es que ha bastado una crisis medianamente prolongada para que hayan resucitado con rapidez todas las malas ideas y peores recomendaciones que lanzó Keynes en la Teoría general.

Dado que los monetaristas, a pesar de su retórica, comparten muchos de los errores del enfoque agregado de Keynes, no edificaron la refutación de las teorías del inglés sobre sólidos fundamentos científicos, que son justamente los que proporciona la Escuela Austriaca, la ideología keynesiana lo ha tenido muy sencillo para, a las primeras de cambio, resurgir con fuerza y contaminar la mente de todos los políticos y de casi todos los economistas. Y ello a pesar de que la adecuada comprensión de la teoría austriaca del ciclo económico, elaborada especialmente por Ludwig von Mises y Friedrich Hayek, permitía comprender por qué todos y cada uno de los argumentos que expuso Keynes en su libro eran erróneos: las economías no pueden padecer de una insuficiencia agregada del gasto; el desempleo involuntario es una contradicción en los términos allí donde existe flexibilidad en los precios; el tipo de interés no es un fenómeno monetario, sino la expresión de la preferencia temporal de los agentes; la expansión artificial del crédito generada por la reserva fraccionaria de los bancos no sirve para impulsar la creación de riqueza, sino que genera devastadores ciclos económicos; la salida de las crisis no se logra con más consumo, más gasto público y salarios más inflexibles, sino con más ahorro y unos mercados más libres; el mejor dinero posible no es el dinero fiduciario emitido por unos bancos centrales monopolísticos, sino el patrón oro dentro de un sistema bancario sometido a los principios generales del derecho; las crisis económicas no son momentos de depresión autoalimentados, sino la fase inicial de la recuperación, etc.

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Todas estas lecciones esenciales ya se hallaban presentes en los principales tratados monetarios de la Escuela Austriaca, como la Teoría del dinero y el crédito de Mises, Precios y producción de Hayek o mi propio Dinero, crédito bancario y ciclos económicos, y deberían haber bastado por sí solos para frenar la expansión del pensamiento keynesiano. Por desgracia, la inmensa mayoría de los economistas fueron deslumbrados por la rimbombante vacuidad de la Teoría general y la Escuela Austriaca no se preocupó por producir, como sí acaba de hacer ahora Juan Ramón Rallo con su Los errores de la vieja Economía, ningún libro que aplicara su potente arsenal teórico a poner de manifiesto todas y cada una de las equivocaciones de la Teoría general. Es verdad que Hayek estuvo tentado a refutar el último libro del inglés nada más ser publicado, como ya había hecho anteriormente con su anterior obra, el Tratado del dinero, pero desistió del empeño por los continuos vaivenes ideológicos de Keynes. Y también es verdad que Henry Hazlitt, con su Los errores de la nueva Economía, intentó proporcionarnos un libro de este estilo, pero sus resultados no fueron tan devastadores, sistemáticos y generales como los que ahora nos ofrece el profesor Rallo.

Así pues, no puedo más que celebrar este nuevo volumen de la colección Nueva Biblioteca de la Libertad por cuanto contribuye a enterrar definitivamente una de las obras para nuestra desgracia más influyentes del s. XX. En medio de una de las mayores crisis económicas de los últimos tiempos, primero provocada por la expansión crediticia de los bancos centrales y de unos bancos privados que disfrutan del privilegio de la reserva fraccionaria y después agravada por los planes de estímulo deficitario del gasto público, es decir, en medio de una crisis generada y empeorada por el keynesianismo, el libro del profesor Rallo constituye un soplo de aire fresco y una lectura obligatoria para todos aquellos que deseen comprender por qué la Teoría general es una obra plagada de errores que sólo nos conduce hacia el abismo.

La correcta explicación de los auges exuberantes y de las crisis depresivas no la hallaremos en el keynesianismo, una ideología obsesionada con poner el acento en las tendencias descoordinantes de los mercados, sino en el riguroso corpus teórico de la Escuela Austriaca, capaz de explicar cómo la función empresarial tiende de manera continuada a coordinar a los distintos agentes, incluso después de que éstos hayan incurrido en errores generalizados como consecuencia del intervencionismo estatal en la moneda y en la banca. Esperemos que tras la detenida lectura de Los errores de la vieja Economía cada vez sean menos quienes atribuyan al Estado la función de estimular la economía y más quienes pasen a observarlo como uno de los principales obstáculos para el bienestar de nuestras sociedades: no sólo en momentos de prosperidad sino, de manera muy especial, durante los de adversidad y crisis.

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La sociedad abierta y sus enemigos”, de Karl R. Popper

En este libro Popper realiza una excelente crítica a los enemigos de la democracia. Desde el pensamiento platónico, pasando por Hegel y Marx, el filósofo logra hacer una encendida defensa de una sociedad libre y explica por qué los autoritarismos no deben ser asumidos, muchas veces, como un mal inevitable

En esta obra, editada por Paidós, Kart Popper realiza un profundo análisis del historicismo que le permite llegar a demostrar que éste carece por completo de rigor científico. Sostiene el autor que el historicismo, al pretender profetizar la historia, da lugar para que pseudointelectuales intenten dominar el centro del ámbito académico.

Popper también se pregunta por qué el historicismo, que puede constituir un primer paso hacia el autoritarismo, es seguido por tanta gente. La respuesta que encuentra es que muchos intelectuales desean dar una expansión a una insatisfacción profundamente arraigada. Así, la tendencia del historicismo a atacar la civilización podría obedecer al hecho de que el historicismo, en sí mismo, es una reacción contra el peso de nuestra civilización y la exigencia que ésta impone de la responsabilidad personal.

Transcribimos a continuación un fragmento:

“Ni siquiera una ciencia es solamente «una masa de hechos», aun en el peor de los casos será una colección de hechos y, como tal, dependerá de los intereses de quien los haya coleccionado, de su punto de vista. En la ciencia, este punto de vista se halla determinado generalmente por una teoría científica: vale decir que seleccionamos entre la infinita variedad de hechos y aspectos de los hechos, aquellos aspectos que guardan interés porque se hallan relacionados con una teoría científica más o menos preconcebida.

“Cierta escuela de filósofos del método científico ha llegado a la conclusión, a partir de consideraciones tales como ésta, de que la ciencia procede siempre en un círculo y que «nos descubrimos persiguiendo nuestras propias colas», como dice Eddington, puesto que sólo podemos extraer de nuestra experiencia fáctica lo que nosotros mismos hemos puedo en ella bajo la forma de nuestras teorías. Pero este argumento es insostenible. Si bien es perfectamente cierto, en general, que sólo escogemos aquellos hechos que guardan cierta relación con una teoría preconcebida, no es cierto que sólo escojamos los hechos que confirman la teoría y que, por así decirlo, la repiten; el método de la ciencia consiste más bien en buscar aquellos hechos que pueden refutar la teoría. Esto es, precisamente, lo que llamamos verificación de una teoría, es decir, la comprobación de que no existe ninguna falla en ella. (…) la historia de la ciencia demuestra que las teorías científicas son frecuentemente descartadas por los experimentos, y es precisamente esta eliminación de teorías inadecuadas lo que constituye el verdadero vehículo del progreso científico. No puede sostenerse, por lo tanto, que la ciencia se mueva en un círculo vicioso.

“En resumen, no puede haber historia de «el pasado tal como ocurrió en la realidad», sólo puede haber interpretaciones históricas y ninguna de ellas definitiva; y cada generación tiene derecho a las suyas propias. (…)

“Pero, ¿hay verdaderamente razones para rehusar al historicista el derecho de interpretar la historia a su manera? ¿No acabamos justamente de proclamar que todo el mundo tiene ese derecho? La respuesta es que las interpretaciones historicistas son de una clase muy peculiar.

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(…) El historicista no se da cuenta de que somos nosotros quienes seleccionamos y ordenamos los hechos de la historia, sino que cree que es la «historia misma» o la «historia de la humanidad» la que determina, mediante sus leyes intrínsecas, nuestras vidas, nuestros problemas, nuestro futuro y hasta nuestros puntos de vista. En lugar de reconocer que la interpretación histórica debe satisfacer una necesidad derivada de las decisiones y problemas prácticos que debemos afrontar, el historicista cree que en nuestro deseo de interpretaciones históricas se expresa la profunda intuición de que mediante la contemplación de la historia puede descubrirse el secreto, la esencia del destino humano. (…)

“Si pensamos que la historia progresa o que debemos progresar, cometemos entonces el mismo error que quienes creen que la historia tiene un significado que sólo resta descubrir y que no es necesario darle, pues progresar es avanzar hacia un fin determinado. La «historia» no puede hacer eso, sólo nosotros, individuos humanos, podemos hacerlo. Y podemos hacerlo defendiendo y fortaleciendo aquellas instituciones democráticas de las que depende la libertad y, con ella, conscientes del hecho de que el progreso reside en nosotros, en nuestro desvelo, en nuestros esfuerzos, en la claridad con que concibamos nuestros fines y en el realismo con que los hayamos elegido

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PRIMER MANUAL AUSTRIACO DE ECONOMÍAMises, Rothbard, Hayek... por fin en BachilleratoPor Juan Ramón Rallo

Para bien o para mal, bachilleres y universitarios se han acostumbrado a estudiar las distintas materias curriculares a través de vistosos y coloridos manuales. Dejada atrás la época de la abundante y fría letra de los tratados, el vehículo de divulgación educativa por excelencia son en la actualidad los libros de texto.

Hasta la fecha, la Escuela Austriaca carecía de un manual de Introducción a la Economía que contuviera y estructurara la mayoría de sus ricas aportaciones de acuerdo con los planes de estudio vigentes. Muchos han sido quienes a lo largo de los últimos años ha demandado que algún economista con ganas, tiempo y conocimientos emprendiera esta fundamental tarea para transmitir y difundir, en un formato agradable y convalidable al de otros manuales, las en ocasiones complejas teorías de Mises, Rothbard o Hayek.

Afortunadamente, ese indudable vacío ya queda cubierto de manera exitosa con esta obra de Jordi Franch Parella, supervisada por Jesús Huerta de Soto y publicada por Unión Editorial. A lo largo de 16 unidades temáticas, trufadas de imágenes en color, cuadros-resumen, actividades y ejercicios de repaso, el doctor Franch Parella expone los principales temas que debe conocer todo aquel que desee introducirse en el apasionante mundo de la ciencia económica: los distintos agentes que intervienen en un sistema productivo, la organización interna de las empresas, la interacción de consumidores y productores en el mercado, la rivalidad competitiva entre las compañías, la determinación de los precios de los bienes de consumo y de los factores productivos, la existencia o no de fallos del mercado, los principales problemas macroeconómicos –como las crisis, la inflación o el desempleo–, el papel que desempeñan los bancos, el comercio internacional o los fundamentos del crecimiento y el desarrollo a largo plazo.

Aunque personalmente sigo prefiriendo que la visión y el aprendizaje general de la Economía se obtenga a través de tratados exhaustivos que muestren a través únicamente del texto argumentativo las muy diversas interrelaciones del sistema económico, no parece haber incompatibilidad alguna –más bien, bastantes complementariedades– entre los tratados clásicos al uso y este libro de profesor Franch Parella. Es más, puede que en muchos casos la llama del interés por la ciencia económica no llegue a prender con fuerza a menos que la carta de presentación sea un manual como éste.

Pero, más allá de la utilidad que la obra posea para despertar el interés y fortalecer el conocimiento sobre la economía austriaca para el público general, su otra gran ventaja es

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que, como hemos indicado, cumple con las directrices y requisitos básicos para superar de manera exitosa la prueba de Selectividad, de modo que puede emplearse en todos aquellos institutos de enseñanza superior que así lo deseen. El doctor Franch Parella posee una dilatada experiencia docente no sólo en la enseñanza universitaria, sino también en la preuniversitaria, esto es, en bachillerato y los ciclos formativos. Es por ello que este libro se ha redactado pensando en la labor que deben desempeñar en el día a día tanto el profesor como el alumno.

Confiemos, pues, en que este texto se convierta en una herramienta de trabajo habitual de todos aquellos profesores y estudiantes de bachillerato (o incluso, en cierto modo, de primer curso de universidad) que deseen ofrecer y recibir una visión de la economía más realista y ligada al empresario. Nuestra libertad y nuestra prosperidad sin duda lo agradecerían enormemente en el largo plazo.

 

JORDI FRANCH PARELLA: ECONOMÍA. Unión Editorial (Madrid), 2012, 400 páginas.

juanramonrallo.com

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Este discurso fue pronunciado el 11 de abril de 2012 durante el acto de recepción del Premio Julián

Marías 2011 a la categoría de investigadores menores de 40 años.

Es para mí todo un honor recibir este premio Julián Marías 2011 para investigadores del ámbito de las

ciencias sociales menores de 40 años. Y lo es especialmente en unos momentos tan señalados y críticos

como los que actualmente estamos atravesando. No en vano, el tema en el que he focalizado la gran

mayoría de mis investigaciones y merced al cual he recibido el presente premio ha sido la teoría de los

ciclos económicos, inserta ésta en la tradición liberal de la Escuela Austriaca de Economía, es decir, en

los descubrimientos científicos que a lo largo de siglo y medio han edificado gigantes intelectuales tales

como Carl Menger, Ludwig von Mises, Friedrich Hayek, Ludwig Lachmann y, en España, mi apreciado

mentor el profesor Jesús Huerta de Soto.

Es difícil comprimir en tan sólo unos minutos todas las contribuciones que este riquísimo marco teórico

permite aportar a la muy complicada coyuntura actual, pero sí me gustaría compartir con ustedes dos de

sus conclusiones centrales.

La primera es que la actual crisis económica no es fruto ni del mercado, ni de la desregulación, ni de la

especulación, ni de la codicia, ni de la desigualdad, ni de una pérdida de valores, ni del euro, ni de la

sobreexplotación ecológica del planeta. No, la actual crisis tiene unas causas muy bien tasadas: el

excesivo intervencionismo estatal en el sector financiero, materializado en toda una serie de privilegios

hacia la banca que le han permitido durante años expandir el crédito muy por encima del ahorro

realmente existente en una sociedad. La respuesta frente a esa lacra que representa la recurrencia de los

ciclos de auge artificial y depresión profunda que abaten al capitalismo desde hace décadas no pasa ni

por intervenir ni por regular todavía más el mundo financiero, sino por someter a la banca a la

competencia del mercado despojada de todos los privilegios que suponen la existencia de los bancos

centrales monopolísticos, el dinero fiduciario inconvertible y los rescates estatales indiscriminados. No

más Estado y menos mercado sino al revés: más libertad, más competencia y menos privilegios; en

suma, más mercado y menos Estado.

La segunda reflexión que me gustaría transmitirles es que la solución a la crisis actual no pasa ni por

impulsar el consumo, ni por estimular el gasto público, ni por subir los impuestos, ni por incentivar un

mayor volumen de endeudamiento basado en tipos de interés artificialmente bajos, ni por abandonar el

euro para poder devaluar nuestra divisa a placer, ni por crear ineficientes industrias y bancos públicos, ni

por mantenerlas rigideces regulatorias de los mercados que bloquean la movilidad de los factores

productivos. Al contrario, lo que necesitamos es un volumen muchísimo mayor de ahorro privado y público

que, primero, les facilite a familias, empresas y bancos reducir su asfixiante endeudamiento y sanear su

situación financiera; y, segundo, les permita a los empresarios más perspicaces de nuestro país ejecutar

las oportunidades de inversión que vayan descubriendo en unos mercados mucho más libres que los

actuales y que tomen la forma de nuevas industrias que sí generen realmente riqueza y que remplacen a

ese cementerio de elefantes que era y sigue siendo el ladrillo. Lejos de posponer indefinidamente los

ajustes y la austeridad que necesitamos con urgencia desde hace años, tal como han hecho hasta el

momento los gobiernos de todo signo político, debemos acelerarlos y profundizar en ellos sin vacilación.

Como en el caso anterior, la solución a la crisis no pasa por más desnortado intervencionismo de corte

keynesiano, sino por más mercado y muchísimo menos Estado.

Desafortunadamente, estas dos contribuciones centrales de la ciencia económica al análisis de las crisis

financieras suponen toda una afrenta contra el pensamiento estatista que ha colonizado a las sociedades

y a la clase política occidental en el último siglo, tan renuentes ambas a dejar de gastar el dinero del

prójimo y de teledirigir sus libertades. Por ello, lo más previsible es que no sólo no sean escuchadas, sino

que incluso se termine avanzando en la dirección opuesta a las mismas, por mucho que esa obcecación

anticientífica sólo nos conduzca, a corto plazo, a alargar innecesaria y dolorosamente la actual crisis y, a

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largo plazo, a seguir padeciendo los ciclos económicos maniacodepresivos que tantas penalidades y

empobrecimiento generalizados provocan.

A los economistas, en medio de esta adversa coyuntura, sólo nos queda la amarga tarea de seguir

repitiendo estas verdades básicas aun cuando casi nadie quiera escucharlas y aun cuando, de hecho, se

nos critique por no aportar soluciones válidas contra los problemas que afectan al ciudadano. Al final, sin

embargo, por la fuerza de la virtud o por la virtud de la fuerza, no cabrá otra alternativa que, cual

gravitacional ley, darles la consideración que se merecen… a pesar de la frontal oposición de cuantos se

niegan a abandonar el mundo del despilfarro redistributivo, el crédito barato, el Estado niñera, las redes

clientelares y los privilegios regulatorios. Muchas gracias a todos.

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Renta básica: buen destino, mal caminoPor Juan Ramón Rallo

Allá por el año 2006, cuando las arcas públicas todavía rebosaban de ingresos derivados de la burbuja crediticia que experimentaba toda Europa, uno de los debates que más atraía a la izquierda –aquí y en el extranjero– era el de la llamada renta básica o renta vital, a saber, el supuesto derecho que toda persona, por el mero hecho de haber venido a este mundo, tendría a percibir un subsidio.

Hoy, claro está, tal debate ha pasado a mejor vida; más que nada porque, como bien supo comprender Margaret Thatcher, el socialismo necesita que haya riqueza para poder rapiñar, mantenerse y expandirse. Con la despensa no ya vacía sino desfondada, mensajes así podrían resultar atractivo e incluso integrar planes de acción política (v. el programa de gobierno social-comunista en Andalucía), pero no tienen viso alguno de materializarse... al menos en España. En sociedades donde el intervencionismo hipertrofiado todavía no ha arruinado a la ciudadanía, el debate no sólo sigue vivo, sino que, si por dinero fuera, algo así podría llegar a implantarse.

Esta semana pasada, el boletín federal de Suiza publicó una propuesta para establecer un subsidio universal de 2.000 euros, algo que, a juicio de sus promotores, tendría como efecto beneficioso el que, "sin la necesidad de ganar dinero para comer, se daría oportunidad a todo el mundo para dedicarse a lo que quiere".

Muchos liberales se apresuran a rechazar este tipo de propuestas con el incompleto argumento de que todo el mundo dejaría de trabajar, cuando en realidad no hace falta ir tan lejos. De hecho, la idea de que cada vez más personas puedan vivir sin trabajar –o dedicando su tiempo libre a actividades cuyo propósito no sea obtener un ingreso monetario– no es tan descabellada como podría parecer: simplemente es necesario orientar los incentivos de la manera adecuada. Tal como sucede en ocasiones, la izquierda podría estar señalando un objetivo social deseable (que la educación y la sanidad de calidad se extiendan a todo el mundo, que se perciban unas pensiones lo más altas posible, que el medioambiente no se degrade extraordinariamente, que podamos prosperar sin trabajar) y apostar por los medios inadecuados (la coacción estatal). Procedamos, pues, a clarificar el asunto.

Los problemas de la renta básica estatal

El problema de la renta básica estatal es que consiste en una mera redistribución de la riqueza. Sus perceptores no se sienten necesariamente empujados a producir los bienes y servicios más valorados por el resto de las personas, aunque sí desean consumirlos. Como es obvio, sólo puede consumirse aquello que previamente ha sido producido, de modo que si cada uno de los productores se dedicara a fabricar lo que a él individualmente le apetece en

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lugar de lo que los demás individuos demandan, la calidad de los bienes por redistribuir se iría deteriorando y el sistema colapsaría, en medio de una pauperización generalizada.

Supongamos que, gracias a la renta básica estatal, todos los agricultores, escasamente realizados por la dura actividad que supone labrar el campo, deciden dedicarse a actividades más recreativas y satisfactorias como, verbigracia, prestar servicios sociales a la comunidad. ¿Cuál sería la consecuencia? Pues que la sociedad tendría una absoluta carestía de alimentos, al tiempo que registraría un excedente en la oferta de servicios sociales.

Dicho de otro modo: no se trata tanto de que los perceptores de la renta básica no trabajen, o de que no trabajen en actividades valiosas y meritorias, sino de que no tendrían por qué dedicar sus esfuerzos a fabricar aquellos bienes y servicios más urgentemente necesitados por todos. ¿Y por qué? Pues porque los salarios perderían gran parte de su función de transmisores de información sobre hacia dónde tendría que dirigirse la mano de obra (menos hacia los servicios sociales y más hacia la agricultura). Vamos, que el problema de la renta básica estatal no es que fomente la vagancia, sino que destruye gran parte del orden y de la coordinación existente en la división del trabajo (a mayor renta básica estatal, mayor será la magnitud de la destrucción).

Sí, todos los ciudadanos percibirían una renta, pero no podrían comprar aquello que desearan. La renta básica pública se basa simple y llanamente en que el Estado arrebata parte de su riqueza a quienes la generan para entregársela a quienes dejan de generarla. Claramente se trata de una carrera hacia la miseria (en especial, si el importe de la renta básica es muy alto, como en principio desearían sus impulsores). Imagínese en una isla desierta, tratando de alcanzar un coco y, derrengando, deja de trepar a la palmera y se dice: "Voy a suponer que ya dispongo del coco, para que no me vea compelido a tomarlo". Evidentemente, puede engañarse pensando que ya tiene el coco, pero el caso es que no lo tiene.

La alternativa: una renta de propietarios

¿Significa todo esto que el ser humano está condenado a ganarse el pan con el sudor de su frente? No necesariamente. Existe una alternativa que, lejos de destruir la división del trabajo, permite potenciarla: convertirse en rentista.

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El rentista es una persona que ha acumulado suficientes activos como para vivir de las rentas que éstos generan. Su situación es bastante parecida a la que desean para todo el mundo los partidarios de la renta básica estatal; pero hay una sustancial diferencia: los ingresos del rentista proceden de la producción y venta de bienes y servicios demandados por los consumidores.

El rentista, pues, no se sale de la división coordinada del trabajo, sino que se inserta en ella. Mientras unas rentas básicas estatales muy altas abocan la sociedad al empobrecimiento generalizado, las que disfruta el rentista son la consecuencia del enriquecimiento de la sociedad.

El rentista puede vivir sin trabajar o dedicando su tiempo a actividades no remuneradas, sí, pero puede hacerlo porque sustituye su oferta de mano de obra por una mayor oferta de bienes de capital. Si la renta básica estatal desvincula el consumo de la producción (uno tiene derecho a gastar aunque no haya aportado nada), la renta privada sólo desvincula el consumo del trabajo (pero sigue ligando el consumo con la producción derivada de bienes de capital). El rentista no rapiña la riqueza que generan otros, sino que consume la que él mismo genera para el mercado: no participa en un juego de suma cero, sino en uno de suma positiva.

En definitiva, el camino hacia la prosperidad de la comunidad no pasa por instaurar sistemas estatales de redistribución de la renta, sino por promover la transición a la sociedad de propietarios. Es decir, antes de crear pasivos universales para una sociedad es imprescindible crear activos suficientes con que pagarlos: en caso contrario, como sabe cualquier contable, lo que se produce es una descapitalización masiva.

Por tanto, sí, avancemos hacia la sociedad de propietarios, para que la gente pueda percibir rentas periódicas desvinculadas de su trabajo. Mas para ello no necesitamos más Estado, sino menos; en concreto, necesitamos una tributación mucho menos confiscatoria, que permita la acumulación privada de capital.

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Los rentistas no son vampirosJuan Ramón Rallo 9

A cambio de incrementar de manera exponencial el bienestar de consumidores y trabajadores (valga la redundancia), los rentistas sólo piden que les entreguemos una pequeña parte de toda esa riqueza adicional que generan. No parece un mal trato, ¿no?

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Aparte del especulador, el individuo más odiado de una economía de mercado es el rentista, es decir, aquellos capitalistas que no dirigen sus negocios, sino que simplemente han invertido sus ahorros en una empresa y perciben una renta periódica (en concepto de intereses o dividendos) que les permiten vivir sin trabajar. El público parece tolerar a los capitalistas que trabajan día a día para sacar adelante su compañía, pues su contribución a la creación de riqueza parece bastante directa e inmediata –trabajan, ergo hacen algo y merecen cobrar por ello– pero desprecia a los rentistas: Keynes incluso proponía practicarles la eutanasia.

Al cabo, estos sujetos no pegan ni golpe y viven del sudor de la frente ajena. ¿Realmente sirven para algo? ¿Cuál es exactamente la contribución a la producción de bienes y servicios del sujeto que está todo el día tumbado en la hamaca con un mojito en la mano? ¿Acaso no podrían expropiársele sus propiedades y repartirlas entre los trabajadores sin que nada cambiara (o incluso mejorando las cosas, pues los trabajadores gastarían más dinero y estimularían la industria)?

Nuestra intuición así nos lo sugiere. Los bienes y servicios que consumimos proceden de utilizar tres instrumentos: las materias primas, el trabajo y los bienes de capital. Por este motivo, los economistas clásicos defendían que los bienes y servicios fabricados debían repartirse entre los terratenientes (rentas de la tierra), los trabajadores (salarios) y los capitalistas (beneficios e intereses). Sin embargo, el marxismo planteó una cuestión cuando menos interesante: si los bienes de capital proceden, a su vez, de las materias primas y el trabajo, ¿acaso los capitalistas no se están apropiando de unas rentas que, en realidad, les deberían haber correspondido a terratenientes y trabajadores (y, en verdad, si la propiedad de la tierra fuera comunal, sólo a los trabajadores)?

Pues no, los rentistas proporcionan un factor productivo esencial para que nuestra economía se mantenga en pie y sea capaz de fabricar enormes cantidades de bienes y servicios: el tiempo.

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Pongámonos en la piel de un trabajador que mes a mes cobra su salario. Al percibirlo, tiene dos opciones: o destinarlo íntegramente a comprar bienes de consumo (comida, ropa, vivienda, ocio, gadgets varios...) o apartar una parte del mismo para ahorrar y financiar la producción de bienes de capital (comprar acciones, bonos, montar una empresa, etc.). Si todos los trabajadores optaran por adquirir únicamente bienes de consumo, sólo se fabricarían bienes de consumo: como nadie ahorraría, por definición nadie invertiría en fabricar bienes de capital. Dicho de otro modo, los procesos productivos serían muy poco duraderos y muy poco productivos –no habrá ni infraestructuras, ni I+D, ni maquinaria– y los trabajadores tendrían que fabricar mercancías con lo puesto (es decir, con sus manos y poco más).

En cambio, si algunos de ellos optan por ahorrar parte de su renta, se podrán fabricar bienes de capital que volverán más productivo el conjunto de la economía, esto es, que permitirán que en el futuro, después de haber dedicado mucho tiempo a producir bienes de capital, se fabriquen muchos más bienes de consumo que en el presente. Dicho de otra manera, cuando los trabajadores se convierten en capitalistas (cuando ahorran e invierten en bienes de capital), lo que están haciendo es retrasar la satisfacción de sus necesidades y proporcionar tiempo a los empresarios para que incrementen la productividad de la economía. A cambio de ello, a cambio de diferir sus deseos, esos capitalistas sólo reclaman una renta anual equivalente a un pequeño porcentaje del ahorro que en cada momento proporcionan (por ejemplo, un 4% ó 5%). Y es que el acto de ahorrar no es algo que deba hacerse una vez en la vida: los bienes de capital se deprecian (no sólo físicamente, sino que pueden volverse obsoletos cuando la demanda de los consumidores varía), por lo que tan sólo para mantener la capacidad productiva de la economía será necesario un ahorro continuado dirigido a amortizar y reponer el equipo productivo (no digamos ya para incrementarla).

No olvidemos que muchos rentistas tienen la opción de "exprimir" sus fuentes de renta, es decir, de dejar de ahorrar y empezar a satisfacer sus necesidades más básicas, instintivas y cortoplacistas (justo lo que suelen hacer las terceras o cuartas generaciones de ricos, que tienden a dilapidar el imperio productivo edificado por sus abuelos o bisabuelos). Parece claro que si nuestro tiempo es escaso, retrasar la satisfacción de nuestras necesidades supone renunciar a la cantidad de fines que culminaremos en nuestras vidas. A cambio de ello, a cambio de no comportarse como legítimamente se comporta la mayoría de las personas (gastar casi todo lo que ingresan), a cambio de incrementar de manera exponencial el bienestar de consumidores y trabajadores (valga la redundancia), los rentistas sólo piden que les entreguemos una pequeña parte de toda esa riqueza adicional que generan (que tenderá a coincidir con el tipo de interés). No parece un mal trato, ¿no?

Por ejemplo, recientemente Amancio Ortega, fundador de una de las compañías españolas más exitosas de la historia, Inditex, dejó de dirigir la empresa y pasó a convertirse en un mero rentista pasivo. Como accionista mayoritario de Inditex, vive de las rentas de su muy exitosa empresa sin, en apariencia, doblar la espalda. Sin embargo, Amancio Ortega sí presta un servicio esencial: opta, por ejemplo, por no presionar para que Inditex reparta dividendos extraordinarios a costa de la reposición de sus inventarios o del mantenimiento de sus tiendas. Es decir, Amancio Ortega permite que su compañía genere día a día importantísimos volúmenes de ahorro interno con los que mantenerla en funcionamiento; y creo que casi nadie negará que si Inditex, Google,

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Apple, Ikea o Intel desaparecieran de la noche a la mañana, nuestro nivel de vida sufriría un retroceso importantísimo.

Claro que alguno podría plantearse, ¿y por qué no nacionalizamos su riqueza y dejamos que sea el Estado quien la gestione? Pues, aparte del problema moral que debería representarle incluso a un socialista el robarle a una persona el fruto de su trabajo (que a eso podría llegar a reducirse el ahorro invertido en bienes de capital), por dos razones de fondo. La primera, porque expropiando todo (nacionalización) o parte (impuestos sobre el capital) del capital invertido, se desincentiva el ahorro y se incentiva, a cambio, el consumo. Dicho de otro modo, los impuestos sobre el capital equivalen a un impuesto sobre el tiempo, sobre el tiempo que puede dedicarse a fabricar más y más riqueza (algo bastante disparatado, dicho sea de paso).

La segunda, es que el papel de los rentistas es menos pasivo de lo que a simple vista parece: como mínimo han de decidir en qué negocios invierten (o a quién le prestan sus ahorros para que tome esa decisión). Su misión no es sólo ahorrar, sino la de ser los primeros distribuidores del capital: elegir en qué, dónde y con quién invierten. Recordemos algo evidente: no todas las inversiones llegan a buen puerto y sólo las que generen riqueza de manera sostenida para el consumidor serán capaces de proporcionar rentas permanentes a los capitalistas. Sucede que el Estado es un pésimo distribuidor del capital, entre otras cosas porque, cuando nacionaliza una industria, la blinda de la disciplina del mercado, de la posibilidad de que quiebre, se reestructure, sea adquiridas, sufra escisiones, se recapitalice o se descapitalice; es decir, el Estado genera asignaciones arbitrarias de capital que por lo general supondrán todo un despilfarro del ahorro amasado por los particulares.

En definitiva, los rentistas –los ahorradores que, a cambio de no consumir todas sus rentas, perciben una porción de la enorme riqueza que continuamente generan para los consumidores– son uno de los grandes patronos del capitalismo. Acaso el sujeto por excelencia del mismo, aquel por el que nuestro bienestar no ha dejado de crecer pese al devastador y omnipresente intervencionismo estatal. No sienta ninguna vergüenza por ser o querer convertirse en rentista: al cabo, uno de los programas estrella de la izquierda, la llamada renta básica, no es otra cosa que un intento cutre de tratar de convertir a todo el mundo en rentistas. Con una pequeña diferencia: la renta básica no se paga con cargo a los rendimientos del ahorro que cada receptor ha efectuado sino con cargo al consumo del capital ajeno; es decir, no es el resultado de incrementar el bienestar ajeno, presente y futuro, sino de reducirlo. Por eso los ahorradores capitalistas multiplican la riqueza y los redistribucionistas estatistas la dividen.

Puede dirigir sus preguntas a [email protected]

Juan Ramón Rallo es doctor en Economía y profesor en la Universidad Rey Juan Carlos y en el centro de estudios Isead. Puede seguirlo en Twitter o en su página web personal. Su último libro es Crónicas de la Gran Recesión (2007-2009).

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'ECONOMÍA PARA RUBIAS'Henry Hazlitt se viste de rubia Por Juan Ramón Rallo

Con La economía en una lección, Henry Hazlitt fue capaz de pergeñar un exitoso best-seller de divulgación económica que ha servido como introducción a la materia para numerosos profesionales. Años después, algunos hemos intentado actualizar y, en la medida de nuestras posibilidades, mejorar el gran libro del estadounidense.

¿Hay alguna manera rápida, sencilla y ligera de aprender los fundamentos más básicos de la ciencia económica? Ciertamente, La acción humana no cumple el requisito. Los libros de divulgación económica... alguno, quizá; pero aun así no captan la atención de quienes no dedican mucho tiempo a la lectura, especialmente a la de no ficción.

Ese tipo de gente, y también quienes quieran adentrarse en el mundo de la economía de la manera más básica y asequible, disfrutará de este librito que ha escrito Félix Moreno e ilustrado Isabel Sánchez Bella, de título impagable: Economía para rubias. A lo largo de apenas 54 páginas repletas de viñetas y dibujos, Moreno y Sánchez Bella van explicando y desarrollando prácticamente todos los temas económicos básicos: la subjetividad del valor, el coste de oportunidad, el capital, el dinero, los precios, la competencia, el cálculo económico...

El lector puede ir complementando el estudio de los breves y claros textos explicativos con las ilustraciones protagonizadas por la simpática rubia Meri, a quien acompañaremos en algunas escenas de su vida cotidiana. Un día nuestra amiga se plantea montar un tenderete para vender zumo de naranja, por lo que deberá pensar en el precio que espera recibir, el precio que deberá pagar por la mercancía y el tiempo que le llevará sacar adelante el negocio. Sólo así podrá tomar decisiones económicamente correctas.

Aunque no lo haya explicitado hasta el momento, este pequeño libro electrónico se basa en la mejor bibliografía austriaca que podamos imaginar: Los Principios de economía política de Menger, Capital e interés de Böhm-Bawerk, La acción humana de Mises, Precios y producción de Hayek, El hombre, la Economía y el Estado de Rothbard, Dinero, crédito bancario y ciclos económicos de Huerta de Soto...

Si tiene ganas de adentrarse en el mundo de la economía pero no tiene la menor idea, éste podría ser un buen punto de partida, para familiarizarse con las ideas esenciales de la mano de una simpática y jovial rubia.

 

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FÉLIX MORENO e ISABEL SÁNCHEZ BELLA: ECONOMÍA PARA RUBIAS. 

juanramonrallo.comtwitter.com/juanrallo

Centenario de Milton Friedman 2012-08-19

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¿Qué es el friedmanismo?Carlos Alberto Montaner 1

De su obra se deduce la más sencilla y formidable definición de la libertad: ser libre es poder elegir sin interferencias ni coacciones externas.

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Milton Friedman nació en 1912, hace cien años, y los vivió casi todos. Murió en el 2006, a los 94, lúcido y combativo. Su centenario ha revivido la polémica en torno a su legado. En 1976 recibió el Premio Nobel de Economía. Lo suelen presentar como "el padre del neoliberalismo" o la cabeza de la Escuela de Chicago, pero fue mucho más que todo eso. De su obra se deduce la más sencilla y formidable definición de la libertad: ser libre es poder elegir sin interferencias ni coacciones externas.

En 1980 Friedman y su mujer, Rosa, filmaron una magnífica serie de televisión titulada Free to Choose. Fueron 10 memorables capítulos en los que el matrimonio examinó algunos casos exitosos, como el de Hong Kong, próspero debido a la libertad que tenían ahí los individuos para producir y vender, frente al fracaso de la India, entonces estancada por la planificación centralizada y en manos de los burócratas, aberración que los hindúes comenzaron a abandonar poco tiempo después.

De alguna manera, la mayor parte de los males económicos tenían el mismo origen: el Estado, un "ogro filantrópico" que, cuando pretendía ayudar, generaba ciudadanos indefensos incapaces de ganarse la vida, mientras los funcionarios dilapidaban enormes cantidades de recursos que se esfumaban en medio de la corrupción y la forja de estructuras clientelistas que lastraban y a veces imposibilitaban la creación de riquezas.

La historia de la lucha por la libertad es la historia de la conquista del derecho individual a decidir. Las personas fueron más dichosas y más ricas cuando pudieron elegir el dios al cual adoraban –o no adorar a ninguno–. Cuando pudieron trabajar, vestir, leer, escribir, casarse, divorciarse o militar libremente. Alcanzaron cierta felicidad cívica cuando dejaron de ser súbditos obedientes, se convirtieron en ciudadanos altivos y transformaron a los mandamases en temerosos servidores públicos.

Si existe el friedmanismo, éste consiste en tres ideas-fuerza fundamentales: la ardiente convicción de que nadie sabe mejor que nosotros mismos lo que deseamos y lo que nos conviene, la firme creencia en la libre competencia para perfeccionar gradualmente los

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bienes y servicios que adquirimos o producimos y la necesidad de que los individuos asuman responsablemente el control de sus vidas.

El friedmanismo, claro, tiene importantes consecuencias en el debate actual. De alguna manera está vinculado al creciente derecho del consumidor. El consumidor vota con su dinero y el Estado no debe imponerle productos que no desea, ni debe tener la prerrogativa de fijar los precios ni, mucho menos, como sucede en Argentina y en tantos países, criminalizar la tenencia de moneda extranjera.

Tampoco el Estado debe arrogarse el derecho a decidir qué sustancias puede utilizar la persona. Si un adulto, libremente, decide fumar marihuana, esnifar cocaína o inyectarse heroína, a sabiendas de que puede convertirse en un pobre adicto, ese estúpido comportamiento, nada recomendable, absolutamente pernicioso, forma parte del derecho sobre el propio cuerpo, y el Estado, humildemente, debe respetarlo, como debe admitir que cualquier persona en la plenitud de sus facultades mentales decida que ya no quiere seguir viviendo porque sufre demasiado. "Vivir –decía un famoso suicida español– es un derecho, no un deber".

El friedmanismo consiste, también, en creer que los vouchers son un método eficiente de estimular la competencia, pues sirven para que los padres seleccionen las mejores escuelas públicas para sus hijos, o la mejor institución sanitaria para el cuidado de la familia, lo que obliga a las éstas a mejorar la calidad de sus ofertas.

Hay mucho de sentido común en las propuestas de Friedman, pero también hay una enorme dosis de confirmación empírica. Los países más ricos y dichosos son aquellos en los que se combinan la libertad económica y la libertad política, y en los que el Estado no dirige la economía ni ejerce las tareas de los empresarios, limitándose a auxiliar la creatividad de los individuos aportando instituciones de derecho e infraestructuras materiales.

Milton Friedman lo dejó dicho es una frase clarísima: "Uno de los más grandes errores es juzgar los programas y políticas por sus intenciones, en vez de por sus resultados". Fue el más práctico de todos los teóricos. Y tuvo razón.

elblogdemontaner.com

Off Topic: De progre a libertario, Las recetas del Profesor Bastos16/08/20120 Comments

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Detalle de mi cerebro en el año 2001, una odisea de progresíaEn la última edición de la Universidad de Verano del Instituto Juan de Mariana el profesor Miguel Anxo Bastos Boubeta dispuso de una hora escasa para recomendar una lista de libros alejada lo más posible del mainstream -abajo el video completo-.

Conocí al Pr. Bastos en la Facultad de Políticas en el Otoño del 2001 y como hoy me encuentro un poco nostálgico –o tontorrón- me apetece escribir sobre la importancia de tener un mentor, en mi caso he tenido dos ha falta de uno pues antes de Bastos estuvo el maestro Vilas de quien el primero fue discípulo.A finales del 2001 el Pr. Bastos impartía la asignatura de Políticas Públicas en la USC, en la primera sesión de España desveló su objetivo final “Nada máis que catro meses para que entendades que o capitalismo é bo e o socialismo é malo”. Tenía una forma peculiar de dar clase: paseaba constantemente por el aula, buscaba la participación continúa del alumno y sobre todo era –y sigue siendo- un auténtico especialista en boutades que provocaban la perplejidad y la risa floja a partes iguales. Como este no es lugar para recoger algunas de sus ya legendarias dereitadas animo a aquellos que nunca han estado a sus clases a que asistan a su magisterio ya sea en las facultades de Políticas o Periodismo en Santiago, en el Juan de Mariana o también en la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Digo que este no el lugar correcto porque la fuerza de la ironía se perdería al no tener contexto ni estructura ya que maneja con gran habilidad los silencios y el tempo a la hora de soltar boutades. Siempre me ha parecido un arte muy difícil de dominar, no sin razón gran parte de la efectividad de los chistes de los Monty Python tienen que ver con la estructura lógica –que no predecible-, los silencios y el ritmo. Una muestra:

La L.O.U. cleavage de mi generaciónAl estar sobre aviso de que era discípulo del Pr. Vilas comprendí que aunque ideológicamente no eran precisamente dos gotas de agua su magisterio era políticamente incorrecto y decidí no perderme ninguna clase. Sin embargo, la promesa no se cumplió. La Facultad de Políticas estuvo en huelga más de dos meses para detener la aprobación de la L.O.U. Imbuido por el fervor revolucionario y la filmografía de Ken Loach participé activamente en varios comités universitarios –con un slogan muy leninista “Todo o poder para as asambléias”- que ahora, desde la distancia, me recuerdan al Movimiento del 15M pero sin perroflautismo y con una retórica más nacionalista o sencillamente con retórica. Mis amigos y yo vendríamos a ser, siguiendo la analogía de la Revolución Rusa, los Kerensky de la L.O.U., vaya, los blanditos, no militamos en ningún partido, no éramos nacionalistas –ni españolistas ni galleguistas-, así que nuestro rol era convertirnos na vangarda do estudantado, para algo estudiábamos políticas ¡coño! La L.O.U. fue nuestra internership como ingenieros sociales.

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Apréciese la estrellita sobre la letra "i".Pues bien, una noche, estábamos en la puerta del Gadis –mesetario lea aquí Supersol- un puñado de la intelectualidad más granada esperando a unos camaradas que ultimaban las compras para el botellón preceptivo. En la lontananza vimos cruzar la calle –Rúa Nova de Abaixo para quien no se haya situado todavía- al protagonista de nuestra historia, quien con velocidad de crucero se dirigía irremediablemente hacia nosotros. Él, decelerando pero sin llegar a detenerse, nos espetó “¡Qué! ¿De compras no Libre Mercado?” Nunca me han vuelto a llamar hipócrita con tanta gracia y mala leche.

Otra mañana, también en la Rúa Nova de Abaixo, que bien podría ser nuestro Sunset Boulevard, nos volvimos a encontrar con él y fuimos a tomarnos unos mencías al Raíces Galegas. Allí, entre cunca e cunca de viño fue tirando abajo nuestro esmalte de ingenieros sociales. De hecho, entre boutade y boutade me recetó “La Sociedad Abierta y sus Enemigos de Popper” y “El Arte de tener Razón de Schopenhauer”. Con el tiempo el libro de Popper se ha convertido en una de mis referencias y como buen pedante lo cito siempre que tengo ocasión pero el de Schopenhauer fue mucho más efectivo en el corto plazo. El librito era barato y corto pero lo suficiente para diseccionar todos los sofismas típicos en las asambleas y discusiones universitarias, fue un auténtico mazazo leer en menos de 100 páginas como se estructuraban y como se podían desmantelar los argumentos de los terroristas intelectuales entre los que me encontraba. Sin embargo fue una acción más mundana la que nos hizo recapacitar, al terminar la tertulia el Pr. Bastos pagó la cuenta de todos lo cual suscitó dos posiciones encontradas: “El cabrón este nos paga los vinos como los terratenientes en Novecento” o bien “Coño, con los profesores camaradas esto no pasa, es más tenemos que pagarle lo suyo”. Nuestro sueño mayo del ’68 se desvanecía cada vez que nos cruzábamos con el profesor.

¿Dónde está la revolución?Aprobada la ley, fracasado nuestro intento de hacer realidad las teorías de Gramsci, volvimos a clase desencantados para los exámenes de febrero. Fue entonces cuando le preguntamos al profesor cómo iban a ser las evaluaciones; Lectura Obligatoria: Economía en una Lección de H. Hazlitt y para quien quisiese más nota debía leer libros. La segunda parte, nos sirvió para darnos cuenta que el Pr. Bastos era lo más parecido a una biblioteca andante, al más puro estilo de Fahrenheit 451. Además, intentaba adecuar las lecturas a los intereses del alumno, de ahí que alguien dijese con mucho acierto: “Bastos no recomienda libros, los receta”.

A mí siempre me recetó más libros de filosofía política que de otra cosa. Captó perfectamente desde el inicio mi tendencia por el pedorrismo, las subordinadas complejas y el abuso de esdrújulas. Los medicamentos causaron un efecto muy superior al imaginable y antes de la llegada de la primavera el grupúsculo Kerensky nos habíamos convertido al liberalismo. Para nuestros antiguos compañeros de pancarta ahora éramos unos: esquiroles, vendidos… también hubo descalificaciones más originales como Hayek-Krishna pero una triunfó sobre todos y nos proporcionó una identidad hasta el día de hoy: formábamos parte del B.E.B. o Brutal Efecto Bastos. En el curso siguiente, al oír por el pasillo de la facultad: “Hey, Bastiano” nos girábamos ya de forma automática.

Invito a todo el mundo a ver el video del profesor Bastos para que experimente en sus carnes el B.E.B. y los que saben de lo que hablo... ¿qué te recetaron?

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La conferencia: Veinte libros para salir de Matrix por M. A. Bastos

Enlaces a los libros citados· Mañana, el capitalismo de Henri Lapage

· La Gran Ilusión de Norman Angell que sirvió como base al film de cine clásico de Jean Renoir.

· Libertad o Igualdad de Kuehnelt-Leddihn

· El Milagro europeo de E.L. Jones

· Los orígenes del capitalismo de Jean Baechler

· Derecho, Legislación y Libertad de F. A. Hayek

· Nuestro derecho a las drogas de Thomas Szasz

· El capitalismo del Pentágono de Seymour Melman

· Pioneros de Willa Cather

· El Estado de Anthony de Jasay

· Liberalismo de Pascal Salin

· Auge y caída de las grandes potencias de Paul Kennedy

· Neuromante de William Gibson

· La estrella de los no nacidos de Franz Werfel

· Imágenes de un futuro socialista de Eugene Richter

· Un día perfecto de Ira Levin

· Las retóricas de la intransigencia de Albert O. Hirschman

· Teoría e Historia de L. v. Mises

· Justicia sin Estado de Bruce Benson

· Imperialismo; Clases Sociales de J. A. Schumpeter

· La envidia igualitaria de G. Fernández de la Mora

· Sobre el Poder de Bertrand de Jouvenel

· Coerción, Capital y los Estados europeos de Charles Tilly

· Los errores de la Nueva Ciencia Económica de Henry Hazlitt

· Teoría positiva del capital de Eugene Bömn-Bawerk

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Diez libros contra la idiotez políticaPor Carlos Alberto Montaner

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¿Tiene cura la idiotez política? Puede ser. O tiene alivio, pero nunca se puede garantizar que no habrá recaída. En el 2007, junto a Álvaro Vargas Llosa y Plinio Apuleyo Mendoza escribí varios capítulos de un libro titulado El regreso del idiota, que prologó Mario Vargas Llosa. Era la continuación, una década más tarde, del Manual del perfecto idiota latinoamericano, que había sido un bestseller pero en el que nos equivocamos cuando vaticinamos el fin de la insensatez política en nuestro continente.

Éramos unos ilusos. En 1999 Hugo Chávez había ganado unas elecciones en Venezuela, y con ese hecho lamentable quedábamos absolutamente desmentidos: el idiota político estaba vivo, lleno de energías y dispuesto a repetir por enésima vez los mismos disparates de siempre. Tras el coronel venezolano llegaron Rafael Correa al Ecuador, Evo Morales a Bolivia, y regresó Daniel Ortega a la presidencia de Nicaragua. La idiotez política se había convertido en una epidemia.

El último capítulo de El regreso del idiota recomienda 10 libros que deben servir de vacuna eficaz contra los disparates que suelen divulgar o defender en las filas de esa

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izquierda carnívora latinoamericana (hay otra, dulce y vegetariana, como la de la señora Bachelet, con la que se puede convivir armónicamente). A continuación los 10 libros que entonces recomendamos. Mantienen toda su vigencia:

1. Camino de servidumbre (1944), de Friedrich A. Hayek, premio Nobel de Economía, economista y jurista austriaco. Sobre los peligros del colectivismo, y cómo esta tendencia estatista conduce al autoritarismo.

2. El cero y el infinito (1940), de Arthur Koestler. Un exagente comunista cuenta, en forma de novela, las tribulaciones y las contradicciones de un camarada purgado por Stalin.

3. Del buen salvaje al buen revolucionario (1975), de Carlos Rangel. El brillante ensayista venezolano desmonta el victimismo de la izquierda latinoamericana y denuncia los disparates de la Teoría de la Dependencia.

4. La acción humana (1949), de Ludwig von Mises. Un excelente libro de texto. Explica cómo funciona realmente la economía y desmiente que esta disciplina sea una ciencia derivada de las matemáticas. La economía depende de las decisiones individuales, y éstas son producto de la psicología y de la información.

5. La sociedad abierta y sus enemigos (1943), de Karl Popper. Un análisis de las utopías y del daño que éstas le hacen al género humano. Un libro fundamental para explicar por qué el fascismo y el comunismo, dos primos hermanos, han contribuido a crear los peores mataderos de la historia.

6. El nacimiento del mundo occidental. Una nueva historia económica (1973), de Douglas North (Premio Nobel de Economía) y Robert Paul Thomas. Explica cómo y por qué Occidente y no China se convirtió paulatinamente en el centro del desarrollo y la prosperidad. La respuesta está en las instituciones de derecho creadas en Occidente.

7. El capital humano (1975), de Gary Becker, Premio Nobel de Economía. Aporta una visión sociológica de la economía y demuestra el papel de la educación individual en el desempeño colectivo de la sociedad.

8. Libertad de elegir (1976), de Milton (Premio Nobel de Economía) y Rose Friedman. Es una razonada defensa del mercado y del surgimiento de un derecho generalmente olvidado: el de elegir lo que queremos con nuestro dinero sin que el Estado o los grupos de poder nos impongan sus gustos y creencias.

9. El conocimiento inútil (1988), de Jean-François Revel. Revela cómo las mentiras y las explicaciones absurdas continúan vigentes pese a los desmentidos de la realidad. De alguna manera, esta obra sirve para entender la terquedad ideológica de muchos latinoamericanos indiferentes ante los desastres del estatismo.

10. La rebelión de Atlas (1957), de Ayn Rand, la ensayista, narradora y filósofa ruso-americana defensora a ultranza del individualismo y enemiga del colectivismo en todas sus formas. Esta novela, muy didáctica y voluminosa, recoge la esencia de su pensamiento.

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