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¡Dios le hizo un túnel por el que se arrastró! Una monja, directora de un plantel educativo, quedó aplastada por la losa de la cocina de la institución. Consciente de todo, notó un agujero entre los pedazos de hormigón y salvó su vida. Gelitza Robles, Calceta (Manabí) Camina a paso lento entre lo que fue una estructura de cuatro pisos y se detiene en un túnel. Mira la abertura formada por trozos de hormigón y puntiagudos vidrios y no puede creer que haya salido arrastrándose por allí. Lo último que recuerda la madre Marlene Pozo, antes de que la losa que cubría la cocina de la unidad educativa Mercedes (en Calceta) le cayera encima, es que se tomó de las manos con la hermana Matilde y empezó a rezar en voz alta. Segundos después, su cuerpo estaba aprisionado entre el techo y el piso y lo único que hizo fue pedirle ayuda a Dios. “Señor Jesús, llévame tú de la mano y haz que se abra todo para yo poder salir con bien”, recuerda que pronunció con la voz temblorosa por el pánico y luego oyó la voz desesperada de Matilde, que le pedía que no la dejara morir, que tenía las piernas atrapadas entre las toneladas de concreto.

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Todo cerca, también la fe

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¡Dios le hizo un túnel por el que se arrastró!Una monja, directora de un plantel educativo, quedó aplastada por la losa de la cocina de la institución. Consciente de todo, notó un agujero entre los pedazos de hormigón y salvó su vida.

Gelitza Robles, Calceta (Manabí)

Camina a paso lento entre lo que fue una estructura de cuatro pisos y se detiene en un túnel. Mira la abertura formada por trozos de hormigón y puntiagudos vidrios y no puede creer que haya salido arrastrándose por allí.

Lo último que recuerda la madre Marlene Pozo, antes de que la losa que cubría la cocina de la unidad educativa Mercedes (en Calceta) le cayera encima, es que se tomó de las manos con la hermana Matilde y empezó a rezar en voz alta.

Segundos después, su cuerpo estaba aprisionado entre el techo y el piso y lo único que hizo fue pedirle ayuda a Dios.

“Señor Jesús, llévame tú de la mano y haz que se abra todo para yo poder salir con bien”, recuerda que pronunció con la voz temblorosa por el pánico y luego oyó la voz desesperada de Matilde, que le pedía que no la dejara morir, que tenía las piernas atrapadas entre las toneladas de concreto.

Su mirada recorrió desesperada todo lo que la rodeaba y miró una especie de tubería que se había formado entre los escombros, y se arrastró por allí con dificultad.

Está convencida de que el Señor oyó sus súplicas, porque el ducto la salvó de morir aplastada por el terremoto de 7,8 que también devastó la cabecera cantonal de Bolívar, donde además de la institución religiosa, decenas de edificaciones quedaron en añicos.

Cuando la madre Marlene logró zafarse por completo, notó con horror la magnitud de los daños y le parecía un sueño haber sobrevivido al derrumbe de las aulas estudiantiles y de las religiosas.

Sobre su cabeza cayeron la cocina y los dormitorios.

“Saqué fuerzas de donde pude. Yo sé que el Señor estuvo conmigo todo el tiempo porque no perdí la calma”, relató la religiosa, quien cojeaba por una herida en su talón y decenas de raspones en sus tobillos.

Un joven que pasaba por el lugar regresó con ella a la institución para ingresar por el mismo túnel por el que ella había salido y rescató a la hermana Matilde.

Con dolor exclamó que la tercera monjita que vivía con ellas en el colegio, la religiosa Victoria Avellán, minutos antes de que la tierra empezara a temblar les dijo que se iría a su habitación, donde fue hallada muerta a las 23:00 de ayer. Un armario le cayó en la cabeza y la desfiguró.

Al igual que la religiosa, en Calceta aproximadamente 10 personas fallecieron entre los escombros. El municipio, el mercado, comercios de la plaza cívica Simón Bolívar y hasta el emblemático reloj de la ciudad, uno de los principales atractivos turísticos de la ‘Sin par’, quedaron destruidos.

La mañana de ayer más de cien personas se reunieron en el parque Simón Bolívar a llorar frente a cinco féretros de sus coterráneos, que fueron sepultados el mismo día. En la tarde, la plaza parecía un campo de batalla, no solo por los escombros, sino por las nubes de polvo de concreto que se levantaban.

“Fue como el fin del mundo”

“Señorita, venga a ver mi casita, que se me cayó toda”, sollozaba Mariana Loor López. La mujer, de 63 años, está desesperada. Su vivienda era una vetusta casita de caña de cinco metros cuadrados, pero dentro estaba toda su vida. Su llanto conmovía a sus vecinos, pues la abuelita está a cargo de su nieta, de un año, y el terremoto le quitó lo poco que tenía.

La vivienda quedó de costado e inhabitable. Tiembla cuando su pie pisa el primer escalón de la entrada de su casa. Le da miedo ingresar y tratar de rescatar lo poco que le quedó. “Se me dañó un televisorcito chiquito que tenía, mi refrigeradora, mis cosas quedaron volteadas. El día del terremoto el río subió y se quería llevar todo. Fue como el fin del mundo”, relata la mujer que habita en un callejón de la calle Juan Montalvo y por la cual pasa el río Carrisal.

Ella estaba cuidando a su nieta cuando las delgadas cañas que la protegen del frío se remecieron tanto que lo único que pudo hacer fue tomar a la niña entre sus brazos y procurar que no se golpeara. El temor de que la estructura cediera la hizo refugiarse en Canuto, pero apenas amanece llega a Calceta a ‘darle una vueltita’ al techo que la vio crecer.

Marisa Cantos no cree estar viva. La mitad de su casa se vino abajo y ayer recogía todas sus pertenencias para guardarlas en un lugar más seguro. Solo se quedó con lo que tenía puesto, pues la parte más afectada de su casa fue su habitación, de la que ya no queda nada.

Como ambas, la mayoría de familias que no tienen dónde pasar la noche se reúnen en el parque de la ciudad y tratan de buscar una solución al caos que les rodea. Para el fotógrafo Narciso Zambrano, Calceta es una de las ciudades más afectadas, después de Manta y Portoviejo.

En el lugar, hasta ayer incluso no había energía eléctrica y la señal de Internet es casi nula. La falta de comunicación les impide saber de sus familiares que están en los sectores más deteriorados.

La hermana Marlene es oriunda de Atuntaqui, Ibarra, y sus allegados aún no tienen noticias de lo ocurrido en la unidad educativa. La religiosa llora sentada en una silla con dirección a los escombros de lo que era su hogar desde hace seis años. Piensa en los más de 400 niños que educaba y sus lágrimas se agudizan. Seca sus mejillas con un pañuelón rosado y pide a las personas y autoridades que le den la mano a la tierra que la acogió, porque ellos también quedaron devastados.