Garcia Marquez, Gabriel - La Candida Erendira y Su Abuela Desalmada

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La Increible y Triste Historia de la Cándida Eréndira y su Abuela Desalmada Gabriel García Márquez Eréndira estaba bañando a la abiela cuando empezó el viento de su desgracia. La enorme mansión de argamasa lunar, extraviada en la soledad del desierto, se estremeció hasta los estribos con la primera embestida. Pero Eréndira y la abuela estaban hechas a los riesgos de aquella naturaleza desatinada, y apenas si notaron el calibre del viento en el baño adornado de pavorreales repetidos y mosaicos pueriles de termas romanas. La abuela, desnuda y grande, parecía una hermosa ballena blanca en la alberca de mármol. La nieta había cumplido apenas los catorce años, y era lánguida y de huesos tiernos, y demasiado mansa para su edad. Con una parsimonia que tenía algo de rigor sagrado le hacía abluciones a la abuela con

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La Increible y Triste Historia de la Cndida Erndira y su Abuela Desalmada

La Increible y Triste Historia de la Cndida Erndira y su Abuela Desalmada

Gabriel Garca Mrquez

Erndira estaba baando a la abiela cuando empez el viento de su desgracia. La enorme mansin de argamasa lunar, extraviada en la soledad del desierto, se estremeci hasta los estribos con la primera embestida. Pero Erndira y la abuela estaban hechas a los riesgos de aquella naturaleza desatinada, y apenas si notaron el calibre del viento en el bao adornado de pavorreales repetidos y mosaicos pueriles de termas romanas.

La abuela, desnuda y grande, pareca una hermosa ballena blanca en la alberca de mrmol. La nieta haba cumplido apenas los catorce aos, y era lnguida y de huesos tiernos, y demasiado mansa para su edad. Con una parsimonia que tena algo de rigor sagrado le haca abluciones a la abuela con un agua en la que haba hervido plantas depurativas y hojas de buen olor, y stas se quedaban pegadas en las espaldas suculentas, en los cabellos metlicos y sueltos, en el hombro potente tatuado sin piedad con un escarnio de marineros.

-Anoche so que estaba esperando una carta -dijo la abuela.

Erndira, que nunca hablaba si no era por motivos ineludibles, pregunt:

-Qu da era en el sueo?

-jueves.

-Entonces era una carta con malas noticias -dijo Erndira- pero no llegar nunca.

Cuando acab de baarla, llev a la abuela a su dormitorio. Era tan gorda que slo poda caminar apoyada en el hombro de la nieta, o con un bculo que pareca de obispo, pero an en sus diligencias ms difciles se notaba el dominio de una grandeza anticuada. En la alcoba compuesta con un criterio excesivo y un poco demente, como toda la casa, Erndira necesit dos horas ms para arreglar a la abuela. Le desenred el cabello hebra por hebra, se lo perfum y se lo pein, le puso un vestido de flores ecuatoriales, le empolv la cara con harina de talco, le pint los labios con carmn, las mejillas con colorete, los prpados con almizcle y las uas con esmalte de ncar, y cuando la tuvo emperifollado como una mueca ms grande que el tamao humano la llev a un jardn artificial de flores sofocantes como las del vestido, la sent en una poltrona que tena el fundamento y la alcurnia de un trono, y la dej escuchando los discos fugaces del gramfono de bocina.

Mientras la abuela navegaba por las cinagas del pasado, Erndira se ocup de barrer la casa, que era oscura y abigarrada, con muebles frenticos y estatuas de csares inventados, y araas de lgrimas y ngeles de alabastro, y un piano con barniz de oro, y numerosos relojes de formas y medidas imprevisibles. Tena en el patio una cisterna para almacenar durante muchos aos el agua llevada a lomo de indio desde manantiales remotos, y en una argolla de la cisterna haba un avestruz raqutico, el nico animal de plumas que pudo sobrevivir al tormento de aquel clima malvado. Estaba lejos de todo, en el alma del desierto, junto a una ranchera de calles miserables y ardientes, donde los chivos se suicidaban de desolacin cuando soplaba el viento de la desgracia.

Aquel refugio incomprensible haba sido construido por el marido de la abuela, un contrabandista legendario que se llamaba Amads, con quien ella tuvo un hijo que tambin se llamaba Amads, y que fue el padre de Erndira. Nadie conoci los orgenes ni los motivos de esa familia. La versin ms conocida en lengua de indios era que Amads, el padre, haba rescatado a su hermosa mujer de un prostbulo de las Antillas, donde mat a un hombre a cuchilladas, y la traspuso para siempre en la impunidad del desierto. Cuando los Amadises murieron, el uno de fiebres melanclicas, y el otro acribillado en un pleito de rivales, la mujer enterr los cadveres en el patio, despach a las catorce sirvientas descalzas, y sigui apacentando sus sueos de grandeza en la penumbra de la casa furtiva, gracias al sacrificio de la nieta bastarda que haba criado desde el nacimiento.

S>Io para dar cuerda y concertar a los relojes Erndira necesitaba seis horas. El da en que empez su desgracia no tuvo que hacerlo, pues los relojes tenan cuerda hasta la maana siguiente, pero en cambio debi baar y sobrevestir a la abuela, fregar los pisos, cocinar el almuerzo y bruir la cristalera. Hacia las once, cuando le cambi el agua al cubo del avestruz y reg los yerbajos desrticos de las tumbas contiguas de los Amadises, tuvo que contrariar el coraje del viento que se haba vuelto insoportable, pero no sinti el mal presagio de que aqul fuera el viento de su desgracia. A las doce estaba puliendo las ltimas copas de champaa, cuando percibi un olor de caldo tierno, y tuvo que hacer un milagro para llegar corriendo hasta la cocina sin dejar a su paso un desastre de vidrios de Venecia.

Apenas si alcanz a quitar la olla que empezaba a derramarse en la hornilla. Luego puso al fuego un guiso que ya tena preparado, y aprovech la ocasin para sentarse a descansar en un banco de la cocina. Cerr los ojos, los abri despus con una expresin sin cansancio, y empez a echar la sopa en la sopera. Trabajaba dormida.

La abuela se haba sentado sola en el extremo de una mesa de banquete con candelabros de plata y servicios para doce personas. Hizo sonar la campanilla, y casi al instante acudi Erndira con la sopera humeante. En el momento en que le serva la sopa, la abuela advirti sus modales de sonmbulo, y le pas la mano frente a los ojos como limpiando un cristal invisible. La nia no vio la mano. La abuela la sigui con la mirada, y cuando Erndira le dio la espalda para volver a la cocina, le grit:

-Erndira.

Despertada de golpe, la nia dej caer la sopera en la alfombra.

-No es nada, hija -le dijo la abuela con una ternura cierta-. Te volviste a dormir caminando.

-Es la costumbre del cuerpo -se excus Erndira.

Recogi la sopera, todava aturdida por el sueo, y trat de limpiar la mancha de la alfombra.

-Djala as -la disuadi la abuela- esta tarde la lavas.

De modo que adems de los oficios naturales de la tarde, Erndira tuvo que lavar la alfombra del comedor, y aprovech que estaba en el fregadero para lavar tambin la ropa del lunes, mientras el viento daba vueltas alrededor de la casa buscando un hueco para meterse. Tuvo tanto que hacer, que la noche se le vino encima sin que se diera cuenta, y cuando repuso la alfombra del comedor era la hora de acostarse.

La abuela haba chapuceado el plano toda la tarde cantando en falsete para s misma las canciones de su poca, y an le quedaban en los prpados los lamparones del almizcle con lgrimas. Pero cuando se tendi en la cama con el camisn de muselina se haba restablecido de la amargura de los buenos recuerdos.

-Aprovecha maana para lavar tambin la alfombra de la sala -le dijo a Erndira-, que no ha visto el sol desde los tiempos del ruido.

-S, abuela -contest la nia.

Cogi un abanico de plumas y empez a abanicar a la matrona implacable que le recitaba el cdigo del orden nocturno mientras se hunda en el sueo.

-Plancha toda la ropa antes de acostarte para que duermas con la conciencia tranquila.

-S, abuela.

-Revisa bien los roperos, que en las noches de viento tienen ms hambre las polillas.

-S, abuela.

-Con el tiempo que te sobre sacas las flores al patio para que respiren.

-S, abuela.

-Y le pones su alimento al avestruz.

Se haba dormido, pero sigui dando rdenes, pues de ella haba heredado la nieta la virtud de continuar viviendo en el sueo. Erndira sali del cuarto sin hacer ruido e hizo los ltimos oficios de la noche, contestando siempre a los mandatos de la abuela dormida.

-Le das de beber a las tumbas. -S, abuela.

-Antes de acostarte fjate que todo quede en perfecto orden, pues las cosas sufren mucho cuando no se les pone a dormir en su Puesto.

-S, abuela.

-Y si vienen los Amadises avsales que no entren -dijo la abuela-, que las gavillas de Porfirio Galn los estn esperando para matarlos.

Erndira no le contest ms, pues saba que empezaba a extraviarse en el delirio, pero no se salt una orden. Cuando acab de revisar las fallebas de las ventanas y apag las ltimas luces, cogi un candelabro del comedor y fue alumbrando el paso hasta su dormitorio, mientras las pausas del viento se llenaban con la respiracin apacible y enorme de la abuela dormida.

Su cuarto era tambin lujoso, aunque no tanto como el de la abuela, y estaba atiborrado de las muecas de trapo y los animales de cuerda de su infancia reciente. Vencida por los oficios brbaros de- la jornada, Erndira no tuvo nimos para desvestirse, sino que puso el candelabro en la mesa de noche y se tumb en la cama. Poco despus, el viento de su desgracia se meti en el dormitorio como una manada de perros y volc el candelabro contra las cortinas.

Al amanecer, cuando por fin se acab el viento, empezaron a caer unas gotas de lluvia gruesas y separadas que apagaron las ltimas brasas y endurecieron las cenizas humeantes de la mansin. La gente del pueblo, indios en su mayora, trataba de rescatar los restos del desastre: el cadver carbonizado del avestruz, el bastidor del piano dorado, el torso de una estatua. La abuela contemplaba con un abatimiento impenetrable los residuos de su fortuna. Erndira, sentada entre las dos tumbas de los Amadises, haba terminado de llorar. Cuando la abuela se convenci de que quedaban muy pocas cosas intactas entre los escombros, mir a la nieta con una lstima sincera.

-Mi pobre nia -suspir-. No te alcanzar la vida para pagarme este percance.

Empez a pagrselo ese mismo da, bajo el estruendo de la lluvia, cuando la llev con el tendero del pueblo, un viudo esculido y prematuro que era muy conocido en el desierto porque pagaba a buen precio la virginidad. Ante la expectativa impvida de la abuela el viudo examin a Erndira con una austeridad cientfica: consider la fuerza de sus muslos, el tamao de sus senos, el dimetro de sus caderas. No dijo una palabra mientras no tuvo un clculo de su valor.

-Todava est muy bache -dijo entonces-, tiene teticas de perra.

Despus la hizo subir en una balanza para probar con cifras su dictamen. Erndira pesaba 42 kilos.

-No vale ms de cien pesos -dijo el viudo.

La abuela se escandaliz.

- Cien pesos por una criatura completamente nueva! -casi grit-. No, hombre, eso es mucho faltarle el respeto a la virtud.

-Hasta ciento cincuenta -dijo el viudo.

-La nia me ha hecho un dao de ms de un milln de pesos -dijo la abuela-A este paso le harn falta como doscientos aos para pagarme.

-Por fortuna -dijo el viudo- lo nico bueno que tiene es la edad.

La tormenta amenazaba con desquiciar la casa, y haba tantas goteras en el techo que casi llova adentro como fuera. La abuela se sinti sola en un mundo de desastre.

-Suba siquiera hasta trescientos -dijo. -Doscientos cincuenta.

Al final se pusieron de acuerdo por doscientos veinte pesos en efectivo y algunas cosas de comer. La abuela le indic entonces a Erndira que se fuera con el viudo, y ste la condujo de la mano hacia la trastienda, como si la llevara para la escuela.

-Aqu te espero -dijo la abuela.

-S, abuela -dijo Erndira.

La trastienda era una especie de cobertizo con cuatro pilares de ladrillos, un techo de palmas podridas, y una barda de adobe de un metro de altura por donde se metan en la casa los disturbios de la intemperie. Puestas en el borde de adobes haba macetas de cactos y otras plantas de aridez. Colgada entre dos pilares, agitndose como la vela suelta de un balandro al garete, haba una hamaca sin color. Por encima del silbido de la tormenta y los ramalazos del agua se oan gritos lejanos, aullidos de animales remotos, voces de naufragio.

Cuando Erndira y el viudo entraron en el cobertizo tuvieron que sostenerse para que no los tumbara un golpe de lluvia que los dej ensopados. Sus voces no se oan y sus movimientos se haban vuelto distintos por el fragor de la borrasca. A la primera tentativa del viudo Erndira grit algo inaudible y trat de escapar. El viudo le contest sin voz, le torci el brazo por la mueca y la arrastr hacia la hamaca. Ella le resisti con un araazo en la cara y volvi a gritar en silencio, y l le respondi con una bofetada solemne que la levant del suelo y la hizo flotar un instante en el aire con el largo cabello de medusa ondulando en el vaco, la abraz por la cintura antes de que volviera a pisar la tierra, la derrib dentro de la hamaca con un golpe brutal, y la inmoviliz con las rodillas. Erndira sucumbi entonces al terror, perdi el sentido, y se qued como fascinada con las franjas de luna de un pescado que pas navegando en el aire de la tormenta, mientras el viudo la desnudaba desgarrndole la ropa con zarpazos espaciados, como arrancando hierba, desbaratndosela en largas tiras de colores que ondulaban como serpentinas y se iban con el viento.

Cuando no hubo en el pueblo ningn otro hombre que pudiera pagar algo por el amor de Erndira, la abuela se la llev en un camin de carga hacia los rumbos del contrabando. Hicieron el viaje en la plataforma descubierta, entre bultos de arroz y latas de manteca, y los saldos del incendio: la cabecera de la cama virreinal, un ngel de guerra, el trono chamuscado, y otros chcheres inservibles. En un bal con dos cruces pintadas a brocha gorda se llevaron los huesos de los Amadises.

La abuela se protega del sol eterno con un paraguas descosido y respiraba mal por la tortura del sudor y el polvo, pero an en aquel estado de infortunio conservaba el dominio de su dignidad. Detrs de la pila de latas y sacos de arroz, Erndira pag el viaje y el transporte de los muebles haciendo amores de a veinte pesos con el carguero del camin. Al principio su sistema de defensa fue el mismo con que se haba opuesto a la agresin del viudo. Pero el mtodo del carguero fue distinto, lento y sabio, y termin por amansarla con la ternura. De modo que cuando llegaron al primer pueblo, al cabo de una jornada mortal, Erndira y el carguero se reposaban del buen amor detrs del parapeto de la carga. El conductor del camin le grit a la abuela:

-De aqu en adelante ya todo es mundo.

La abuela observ con incredulidad las calles miserables y solitarias de un pueblo un poco ms grande, pero tan triste como el que haban abandonado.

-No se nota -dijo.

-Es territorio de misiones -dijo el conductor.

-A m no me interesa la caridad sino el contrabando -dijo la abuela.

Pendiente del dilogo detrs de la carga, Erndira urgaba con el dedo un saco de arroz. De pronto encontr un hilo, tir de l, y sac un largo collar de perlas legtimas. Lo contempl asustada, tenindolo entre los dedos como una culebra muerta, mientras el conductor le replicaba a la abuela:

-No suee despierta, seora. Los contrabandistas no existen.

- Cmo no -dijo la abuela-, dgamelo a m!

-Bsquelos y ver -se burl el conductor de buen humor-. Todo el mundo habla de ellos, pero nadie los ve.

El carguero se dio cuenta de que Erndira haba sacado el collar, se apresur a quitrselo y lo meti otra vez en el saco de arroz. La abuela, que haba decidido quedarse a pesar de la pobreza del pueblo, llam entonces a la nieta para que la ayudara a bajar del camin. Erndira se despidi del cargador con un beso apresurado pero espontneo y cierto.

La abuela esper sentada en el trono, en medio de la calle, hasta que acabaron de bajar la carga. Lo ltimo fue el bal con los restos de los Amadises.

-Esto pesa como un muerto -ri el conductor. -Son dos -dijo la abuela-. As que trtelos con el debido respeto.

-Apuesto que son estatuas de marfil -ri el conductor.

Puso el bal con los huesos de cualquier modo entre los muebles chamuscados, y extendi la mano abierta frente a la abuela.

-Cincuenta pesos -dijo.

La abuela seal al carguero.

-Ya su esclavo se pag por la derecha.

El conductor mir sorprendido al ayudante, y ste le hizo una seal afirmativa. Volvi a la cabina del camin, donde viajaba una mujer enlutada con un nio de brazos que lloraba de calor. El carguero, muy seguro de s mismo, le dijo entonces a la abuela:

-Erndira se va conmigo, si usted no ordena otra cosa. Es con buenas intenciones.

La nia intervino asustada. - Yo no he dicho nada!

-Lo digo yo que fui el de la idea -dijo el carguero.

La abuela lo examin de cuerpo entero, sin disminuirlo, sino tratando de calcular el verdadero tamao de sus agallas.

-Por m no hay inconveniente -le dijo- si me pagas lo que perd por su descuido. Son ochocientos setenta y dos mil trescientos quince pesos, menos cuatrocientos veinte que ya me ha pagado, o sea ochocientos setenta y un mil ochocientos noventa y cinco.

El camin arranc.

-Crame que le dara ese montn de plata si lo tuviera -dijo con seriedad el carguero-. La nia los vale.

A la abuela le sent bien la decisin del muchacho. -Pues vuelve cuando lo tengas, hijo -le replic en un tono simptico-, pero ahora vete, que si volvemos a sacar las cuentas todava me ests debiendo diez pesos.

El carguero salt en la plataforma del camin que se alejaba. Desde all le dijo adis a Erndira con la mano, pero ella estaba todava tan asustada que no le correspondi

En el mismo solar baldo donde las dej el camin, Erndira y la abuela improvisaron un tenderete para vivir, con lminas de cinc y restos de alfombras asiticas.

Pusieron dos esteras en el suelo y durmieron tan bien como en la mansin, hasta que el sol abri huecos en el techo y les ardi en la cara.

Al contrario de siempre, fue la abuela quien se ocup aquella maana de arreglar a Erndira. Le pint la cara con un estilo de belleza sepulcral que haba estado de moda en su juventud, y la remat con unas pestaas postizas y un lazo de organza que pareca una mariposa en la cabeza.

-Te ves horrorosa -admiti- pero as es mejor: los hombres son muy brutos en asuntos de mujeres.

Ambas reconocieron, mucho antes de verlas, los pasos de dos mulas en la yesca del desierto. A una orden de la abuela, Erndira se acost en el petate como lo habra hecho una aprendiza de teatro en el momento en que iba a abrirse el teln. Apoyada en el bculo episcopal, la abuela abandon el tenderete y se sent en el trono a esperar el paso de las mulas.

Se acercaba el hombre del correo. No tena ms de veinte aos, aunque estaba envejecido por el oficio, y llevaba un vestido de caqui, polainas, casco de corcho, y una pistola de militar en el cinturn de cartucheras. Montaba una buena mula, y llevaba otra de cabestro, menos entera, sobre la cual se amontonaban los sacos de lienzo del correo.

Al pasar frente a la abuela la salud con la mano y sigui de largo. Pero ella le hizo una seal para que echara una mirada dentro del tenderete. El hombre se detuvo, y vio a Erndira acostada en la estera con sus afeites pstumos y un traje de cenefas moradas.

-Te gusta? -pregunt la abuela.

El hombre del correo no comprendi hasta entonces lo que le estaban proponiendo.

-En ayunas no est mal -sonri.

-Cincuenta pesos -dijo la abuela.

- Hombre, lo tendr de oro! -dijo l-. Eso es lo que me cuesta la comida de un mes.

-No seas estreido -dijo la abuela-. El correo areo tiene mejor sueldo que un cura.

-Yo soy el correo nacional -dijo el hombre-. El correo areo es se que anda en un camioncito.

-De todos modos el amor es tan importante como la comida -dijo la abuela.

-Pero no alimenta.

La abuela comprendi que a un hombre que viva de las esperanzas ajenas le sobraba demasiado tiempo para regatear.

-Cunto tienes? -le pregunt.

El correo desmont, sac del bolsillo unos billetes masticados y se los mostr a la abuela. Ella los cogi todos juntos con una mano rapaz como si fueran una pelota.

-Te lo rebajo -dijo- pero con una condicin: haces correr la voz por todas partes.

-Hasta el otro lado del mundo -dijo el hombre del correo-. Para eso sirvo.

Erndira, que no haba podido parpadear, se quit entonces las pestaas postizas y se hizo a un lado en la estera para dejarle espacio al novio casual. Tan pronto como l entr en el tenderete, la abuela cerr la entrada con un tirn enrgico de la cortina corrediza.

Fue un trato eficaz. Cautivados por las voces del correo, vinieron hombres desde muy lejos a conocer la novedad de Erndira. Detrs de los hombres vinieron mesas de lotera y puestos de comida, y detrs de todos vino un fotgrafo en bicicleta que instal frente al campamento una cmara de caballete con manga de luto, y un teln de fondo con un lago de cisnes invlidos.

La abuela, abanicndose en el trono, pareca ajena a su propia feria. Lo nico que le interesaba era el orden en la fila de clientes que esperaban turno, y la exactitud del dinero que pagaban por adelantado para entrar con Erndira. Al principio haba sido tan severa que hasta lleg a rechazar un buen cliente porque le hicieron falta cinco pesos. Pero con el paso de los meses fue asimilando las lecciones de la realidad, y termin por admitir que completaran el pago con medallas de santos, reliquias de familia, anillos matrimoniales, y todo cuanto fuera capaz de demostrar, mordindolo, que era oro de buena ley aunque no brillara.

Al cabo de una larga estancia en aquel primer pueblo, la abuela tuvo suficiente dinero para comprar un burro, y se intern en el desierto en busca de otros lugares ms propicios para cobrarse la deuda. Viajaba en unas angarillas que haban improvisado sobre el burro, y se protega del sol inmvil con el paraguas desvarillado que Erndira sostena sobre su cabeza. Detrs de ellas caminaban cuatro indios de carga con los pedazos del campamento: los petates de dormir, el trono restaurado, el ngel de alabastro y el bal con los restos de los Amadises. El fotgrafo persegua la caravana en su bicicleta, pero sin darle alcance, como si fuera para otra fiesta.

Haban transcurrido seis meses desde el incendio cuando la abuela pudo tener una visin entera del negocio.

-Si las cosas siguen as -le dijo a Erndira- me habrs pagado la deuda dentro de ocho aos, siete meses y once das.

Volvi a repasar sus clculos con los ojos cerrados, rumiando los granos que sacaba de una faltriquera de jareta donde tena tambin el dinero, y precis:

-Claro que todo eso es sin contar el sueldo y la comida de los indios, y otros gastos menores.

Erndira, que caminaba al paso del burro agobiada por el calor y el polvo, no hizo ningn reproche a las cuentas de la abuela, pero tuvo que reprimirse para no llorar.

-Tengo vidrio molido en los huesos -dijo.

-Trata de dormir.

-S, abuela.

Cerr los Ojos, respir a fondo una bocanada de aire abrasante, y sigui caminando dormida.

Una camioneta cargada de jaulas apareci espantando chivos entre la polvareda del horizonte, y el alboroto de los pjaros fue un chorro de agua fresca en el sopor dominical de San Miguel del Desierto. Al volante iba un corpulento granjero holands con el pellejo astillado por la intemperie, y unos bigotes color de ardilla que haba heredado de algn bisabuelo. Su hijo Ulises, que viajaba en el otro asiento, era un adolescente dorado, de ojos martimos y solitarios, y con la identidad de un ngel furtivo. Al holands le llam la atencin una tienda de campaa frente a la cual esperaban turno todos los soldados de la guarnicin local. Estaban sentados en el suelo, bebiendo de una misma botella que se pasaban de boca en boca, y tenan ramas de almendros en la cabeza como si estuvieran emboscadas para un combate. El holands pregunt en su lengua:

-Qu diablos vendern ah?

-Una mujer -le contest su hijo con toda naturalidad-. Se llama Erndira.

-Cmo lo sabes?

-Todo el mundo lo sabe en el desierto -contest Ulises.

El holands descendi en el hotelito del pueblo.

Ulises se demor en la camioneta, abri con dedos giles una cartera de negocios que su padre haba dejado en el asiento, sac un mazo de billetes, se meti varios en los bolsillos, y volvi a dejar todo como estaba. Esa noche, mientras su padre dorma, se sali por la ventana del hotel y se fue a hacer la cola frente a la carpa de Erndira.

La fiesta estaba en su esplendor. Los reclutas borrachos bailaban solos para no desperdiciar la msica gratis, y el fotgrafo tomaba retratos nocturnos con papeles de magnesio. Mientras controlaba el negocio, la abuela contaba billetes en el regazo, los reparta en gavillas iguales y los ordenaba dentro de un cesto. No haba entonces ms de doce soldados, pero la fila de la tarde haba crecido con clientes civiles. Ulises era el ltimo.

El turno le corresponda a un soldado de mbito lgubre. La abuela no slo le cerr el paso, sino que esquiv el contacto con su dinero.

-No hijo -le dijo-, t no entras ni por todo el oro del moro. Eres pavoso.

El soldado, que no era de aquellas tierras, se sorprendi.

-Qu es eso?

-Que contagias la mala sombra -dijo la abuela-. No hay ms que verte la cara.

Lo apart con la mano, pero sin tocarlo, y le dio paso al soldado siguiente.

-Entra t, dragoneante -le dijo de buen humor-. Y no te demores, que la patria te necesita.

El soldado entr, pero volvi a salir inmediatamente, porque Erndira quera hablar con la abuela. Ella se colg del brazo el cesto de dinero y entr en la tienda de campaa, cuyo espacio era estrecho, pero ordenado y limpio. Al fondo, en una cama de lienzo, Erndira no poda reprimir el temblor del cuerpo, estaba maltratada y sucia de sudor de soldados.

-Abuela -solloz-, me estoy muriendo.

La abuela le toc la frente, y al comprobar que no tena fiebre, trat de consolarla.

-Ya no faltan ms de diez militares -dijo.

Erndira rompi a llorar con unos chillidos de animal azorado. La abuela supo entonces que haba traspuesto los lmites del horror, y acaricindole la cabeza la ayud a calmarse.

-Lo que pasa es que ests dbil -le dijo-. Anda, no llores ms, bate con agua de salvia para que se te componga la sangre.

Sali de la tienda cuando Erndira empez a serenarse, y le devolvi el dinero al soldado que esperaba. "Se acab por hoy", le dijo. "Vuelve maana y te doy el primer lugar". Luego grit a los de la fila:

-Se acab, muchachos. Hasta maana a las nueve.

Soldados y civiles rompieron filas con gritos de protesta. La abuela se les enfrent de buen talante pero blandiendo en serio el bculo devastador.

- Desconsiderados! Mampolones! -gritaba-. Qu se creen, que esa criatura es de fierro. Ya quisiera yo verlos en su situacin. Pervertidos! Aptridas de mierda!

Los hombres le replicaban con insultos ms gruesos, pero ella termin por dominar la revuelta y se mantuvo en guardia con el bculo hasta que se llevaron las mesas de fritanga y desmontaron los puestos de lotera. Se dispona a volver a la tienda cuando vio a Ulises de cuerpo entero, solo, en el espacio vaco y oscuro donde antes estuvo la fila de hombres. Tena un aura irreal y pareca visible en la penumbra por el fulgor propio de su belleza.

-Y t -le dijo la abuela-, dnde dejaste las alas? -El que las tena era mi abuelo -contest Ulises con su naturalidad-, pero nadie lo cree.

La abuela volvi a examinarlo con una atencin hechizada. "Pues yo s lo creo", dijo. "Trelas puestas maana". Entr en la tienda y dej a Ulises ardiendo en su sitio.

Erndira se sinti mejor despus del bao. Se haba puesto una combinacin corta y bordada, y se estaba secando el pelo para acostarse, pero an haca esfuerzos por reprimir las lgrimas. La abuela dorma.

Por detrs de la cama de Erndira, muy despacio, Ulises asom la cabeza. Ella vio los ojos ansiosos y difanos, pero antes de decir nada se frot la cara con la toalla para probarse que no era una ilusin. Cuando Ulises parpade por primera vez, Erndira le pregunt en voz muy baja:

-Quin t eres.

Ulises se mostr hasta los hombros. "Me llamo Ulises", dijo. Le ense los billetes robados y agreg:

-Traigo la plata.

Erndira puso las manos sobre la cama, acerc su cara a la de Ulises, y sigui hablando con l como en un juego de escuela primaria.

-Tenas que ponerte en la fila -le dijo.

-Esper toda la noche -dijo Ulises. -Pues ahora tienes que esperarte hasta maana -dijo Erndira-. Me siento como si me hubieran dado trancazos en los riones.

En ese instante la abuela empez a hablar dormida. -Van a hacer veinte aos que llovi la ltima vez -dijo-. Fue una tormenta tan terrible que la lluvia vino revuelta con agua de mar, y la casa amaneci llena de pescados y caracoles, y tu abuelo Amads, que en paz descanse, vio una mantarrasa luminosa navegando por el aire.

Ulises se volvi a esconder detrs de la cama. Erndira hizo una sonrisa divertida.

-Tate sosiego -le dijo-. Siempre se vuelve como loca cuando est dormida, pero no la despierta ni un temblor de tierra.

Ulises se asom de nuevo. Erndira lo contempl con una sonrisa traviesa y hasta un poco cariosa, y quit de la estera la sbana usada.

-Ven -le dijo-, aydame a cambiar la sbana.

Entonces Ulises sali de detrs de la cama y cogi la sbana por un extremo. Como era una sbana mucho ms grande que la estera se necesitaban varios tiempos para doblarla. Al final de cada doblez Ulises estaba ms cerca de Erndira.

-Estaba loco por verte -dijo de pronto-. Todo el mundo dice que eres muy bella, y es verdad.

-Pero me voy a morir -dijo Erndira.

-Mi mam dice que los que se mueren en el desierto no van al cielo sino al mar -dijo Ulises.

Erndira puso aparte la sbana sucia y cubri la estera con otra limpia y aplanchada.

-No conozco el mar -dijo.

-Es como el desierto, pero con agua -dijo Ulises.

-Entonces no se puede caminar.

-Mi pap conoci un hombre que s poda -dijo Ulises- pero hace mucho tiempo.

Erndira estaba encantada pero quera dormir. -Si vienes maana bien temprano te pones en el primer puesto -dijo.

-Me voy con mi pap por la madrugada -dijo Ulises. -Y no vuelven a pasar por aqu?

-Quin sabe cundo -dijo Ulises-. Ahora pasamos por casualidad porque nos perdimos en el camino de la frontera.

Erndira mir pensativa a la abuela dormida. -Bueno -decidi-, dame la plata.

Ulises se la dio. Erndira se acost en la cama, pero l se qued trmulo en su sitio: en el instante decisivo su determinacin haba flaqueado. Erndira le cogi de la mano para que se diera prisa, y slo entonces advirti su tribulacin. Ella conoca ese miedo.

-Es la primera vez? -le pregunt.

Ulises no contest, pero hizo una sonrisa desolada. Erndira se volvi distinta.

-Respira despacio -le dijo-. As es siempre al principio, y despus ni te das cuenta.

Lo acost a su lado, y mientras le quitaba la ropa lo fue apaciguando con recursos maternos.

-Cmo es que te llamas?

-Ulises.

-Es nombre de gringo -dijo Erndira.

-No, de navegante.

Erndira le descubri el pecho, le dio besitos hurfanos, lo olfate.

-Pareces todo de oro -dijo- pero hueles a flores. -Debe ser a naranjas -dijo Ulises.

Ya ms tranquilo, hizo una sonrisa de complicidad. -Andamos con muchos pjaros para despistar -agreg-, pero lo que llevamos a la frontera es un contrabando de naranjas.

-Las naranjas no son contrabando -dijo Erndira. -Estas s -dijo Ulises-. Cada una cuesta cincuenta mil pesos.

Erndira se ri por primera vez en mucho tiempo. -Lo que ms me gusta de ti -dijo- es la seriedad con que inventas los disparates.

Se haba vuelto espontnea y locuaz, como si la inocencia de Ulises le hubiera cambiado no slo el humor, sino tambin la ndole. La abuela, a tan escasa distancia de la fatalidad, sigui hablando dormida.

-Por estos tiempos, a principios de marzo, te trajeron a la casa -dijo-. Parecas una lagartija envuelta en algodones. Amads, tu padre, que era joven y guapo, estaba tan contento aquella tarde que mand a buscar como veinte carretas cargadas de flores, y lleg gritando y tirando flores por la calle, hasta que todo el pueblo qued dorado de flores como el mar.

Delir varias horas, a grandes voces, y con una pasin obstinada. Pero Ulises no la oy, porque Erndira lo haba querido tanto, y con tanta verdad, que lo volvi a querer por la mitad de su precio mientras la abuela deliraba, y lo sigui queriendo sin dinero hasta el amanecer. Un grupo de misioneros con los crucifijos en alto se haban plantado hombro contra hombro en medio del desierto. Un viento tan bravo como el de la desgracia sacuda sus hbitos de caamazo y sus barbas cerriles, y apenas les permita tenerse en pie. Detrs de ellos estaba la casa de la misin,, un promontorio colonial con un campanario minsculo sobre los muros speros y encalados.

El misionero ms joven, que comandaba el grupo, seal con el ndice una grieta natural en el suelo de arcilla vidriada.

-No pasen esa raya -grit.

Los cuatro cargadores indios que transportaban a la abuela en un palanqun de tablas se detuvieron al or el grito. Aunque iba mal sentada en el piso del palanqun y tena el nimo entorpecido por el polvo y el sudor del desierto, la abuela se mantena en su altivez. Erndira iba a pie. Detrs del palanqun haba una fila de ocho indios de carga, y en ltimo trmino el fotgrafo en la bicicleta.

-El desierto no es de nadie -dijo la abuela.

-Es de Dios -dijo el misionero-, y estis violando sus santas leyes con vuestro trfico inmundo.

La abuela reconoci entonces la forma y la diccin peninsulares del misionero, y eludi el encuentro frontal para no descalabrarse contra su intransigencia. Volvi a ser ella misma.

-No entiendo tus misterios, hijo. El misionero seal a Erndira. -Esa criatura es menor de edad. -Pero es mi nieta.

-Tanto peor -replic el misionero-. Ponla bajo nuestra custodia, por las buenas, o tendremos que recurrir a otros mtodos.

La abuela no esperaba que llegaran a tanto.

-Est bien, arjuna -cedi asustada-. Pero tarde o temprano pasar, ya lo vers.

Tres das despus del encuentro con los misioneros, la abuela y Erndira dorman en un pueblo prximo al convento, cuando unos cuerpos sigilosos, mudos, reptando como patrullas de asalto, se deslizaron en la tienda de campaa. Eran seis novicias indias, fuertes y jvenes, con los hbitos de lienzo crudo que parecan fosforescentes en las rfagas de luna. Sin hacer un solo ruido cubrieron a Erndira con un toldo de mosquitero, la levantaron sin despertarla, y se la llevaron envuelta como un pescado grande y frgil capturado en una red lunar.

No hubo un recurso que la abuela no intentara para rescatar a la nieta de la tutela de los misioneros. Slo cuando le fallaron todos, desde los ms derechos hasta los ms torcidos, recurri a la autoridad civil, que era ejercida por un militar. Lo encontr en el patio de su casa, con el torso desnudo, disparando con un rifle de guerra contra una nube oscura y solitaria en el cielo ardiente. Trataba de perforarla para que lloviera, y sus disparos eran encarnizados e intiles pero hizo las pausas necesarias para escuchar a la abuela.

-Yo no puedo hacer nada -le explic, cuando acab de orla-, los padrecitos, de acuerdo con el Concordato, tienen derecho a quedarse con la nia hasta que sea mayor de edad. O hasta que se case.

- Y entonces para qu lo tienen a usted de alcalde? -pregunt la abuela.

-Para que haga llover -dijo el alcalde.

Luego, viendo que la nube se haba puesto fuera de su alcance, interrumpi sus deberes oficiales y se ocup por completo de la abuela.

-Lo que usted necesita es una persona de mucho peso que responda por usted -le dijo-. Alguien que garantice su moralidad y sus buenas costumbres con una carta firmada. No conoce al senador Onsimo Snchez?

Sentada bajo el sol puro en un taburete demasiado estrecho para sus nalgas siderales, la abuela contest con una rabia solemne:

-Soy una pobre mujer sola en la inmensidad del desierto.

El alcalde, con el ojo derecho torcido por el calor, la contempl con lstima.

-Entonces no pierda ms el tiempo, seora -dijo-. Se la llev el carajo.

No se la llev, por supuesto. Plant la tienda frente al convento de la misin, y se sent a pensar, como un guerrero solitario que mantuviera en estado de sitio a una ciudad fortificada. El fotgrafo ambulante, que la conoca muy bien, carg sus brtulos en la parrilla de la bicicleta y se dispuso a marcharse solo cuando la vio a pleno sol, y con los ojos fijos en el convento.

-Vamos a ver quin se cansa primero -dijo la abuela-, ellos o yo.

-Ellos estn ah hace 300 aos, y todava aguantan -dijo el fotgrafo-. Yo me voy.

Slo entonces vio la abuela la bicicleta cargada. -Para dnde vas.

-Para donde me lleve el viento -dijo el fotgrafo, y se fue-. El mundo es grande.

La abuela suspir.

-No tanto como t crees, desmerecido.

Pero no movi la cabeza a pesar del rencor, para no apartar la vista del convento. No la apart durante muchos das de calor mineral, durante muchas noches de vientos perdidos, durante el tiempo de la meditacin en que nadie sali del convento. Los indios construyeron un cobertizo de palma junto a la tienda, y all colgaron sus chinchorros, pero la abuela velaba hasta muy tarde, cabeceando en el trono, y rumiando los cereales crudos de su faltriquera con la desidia invencible de un buey acostado.

Una noche pas muy cerca de ella una fila de camiones tapados, lentos, cuyas nicas luces eran unas guirnaldas de focos de colores que les daban un tamao espectral de altares sonmbulos. La abuela los reconoci de inmediato, porque eran iguales a los camiones de los Amadises. El ltimo del convoy se retras, se detuvo, y un hombre baj de la cabina a arreglar algo en la plataforma de carga. Pareca una rplica de los Amadises, con una gorra de ala volteada, botas altas, ds cananas cruzadas en el pecho, un fusil militar y dos pistolas. Vencida por una tentacin irresistible, la abuela llam al hombre.

-No sabes quin soy? -le pregunt.

El hombre le alumbr sin piedad con una linterna de pilas. Contempl un instante el rostro estragado por la vigilia, los Ojos apagados de cansancio, el cabello marchito de la mujer que an a su edad, en su mal estado y con aquella luz cruda en la cara, hubiera podido decir que haba sido la ms bella del mundo. Cuando la examin bastante para estar seguro de no haberla visto nunca, apag la linterna.

-Lo nico que s con toda seguridad -dijo- es que usted no es la Virgen de los Remedios.

-Todo lo contrario -dijo la abuela con una voz dulce-. Soy la Dama.

El hombre puso la mano en la pistola por puro instinto.

- Cul dama!

-La de Amads el grande.

-Entonces no es de este mundo -dijo l, tenso-. Qu es lo que quiere?

-Que me ayuden a rescatar a mi nieta, nieta de Amads el grande, hija de nuestro Amads, que est presa en ese convento.

El hombre se sobrepuso al temor.

-Se equivoc de puerta -dijo-. Si cree que somos capaces de atravesarnos en las cosas de Dios, usted no es la que dice que es, ni conoci siquiera a los Amadises, ni tiene la ms puta idea de lo que es el matute.

Esa madrugada la abuela durmi menos que las anteriores. La pas rumiando, envuelta en una manta de lana, mientras el tiempo de la noche le equivocaba la memoria, y los delirios reprimidos pugnaban por salir aunque estuviera despierta, y tena que apretarse el corazn con la mano para que no la sofocara el recuerdo de una casa de mar con grandes flores coloradas donde haba sido feliz. As se mantuvo hasta que son la campana del convento, y se encendieron las primeras luces en las ventanas y el desierto se satur del olor a pan caliente de los maitines. Slo entonces se abandon al cansancio, engaada por la ilusin de que Erndira se haba levantado y estaba buscando el modo de escaparse para volver con ella.

Erndira, en cambio, no perdi ni una noche de sueo desde que la llevaron al convento. Le haban cortado el cabello con unas tijeras de podar hasta dejarse la cabeza como un cepillo, le pusieron el rudo balandrn de lienzo de las reclusas y le entregaron un balde de agua de cal y una escoba para que encalara los peldaos de las escaleras cada vez que alguien las pisara. Era un oficio de mula, porque haba un subir y bajar incesante de misioneros embarcados y novicias de carga, pero Erndira lo sinti como un domingo de todos los das despus de la galera mortal de la cama. Adems, no era ella la nica agotada al anochecer, pues aquel convento no estaba consagrado a la lucha contra el demonio sino contra el desierto. Erndira haba visto a las novicias indgenas desbravando las vacas a pescozones para ordearlas en los establos, saltando das enteros sobre las tablas para exprimir los quesos, asistiendo a las cabras en un mal parto. Las haba visto sudar como estibadores curtidos sacando el agua del aljibe, irrigando a pulso un huerto temerario que otras novicias haban labrado con azadones para plantar legumbres en el pedernal del desierto. Haba visto el infierno terrestre de los hornos de pan y los cuartos de plancha. Haba visto a una monja persiguiendo a un cerdo por el patio, la vio resbalar con el cerdo cimarrn agarrado por las orejas y revolcarse en un barrizal sin soltarlo, hasta que dos novicias con delantales de cuero la ayudaron a someterlo, y una de ellas lo degoll con un cuchillo de matarife y todas quedaron empapadas de sangre y de lodo. Haba visto en el pabelln apartado del hospital a las monjas tsicas con sus camisones de muer-

tas, que esperaban la ltima orden de Dios bordando sbanas matrimoniales en las terrazas, mientras los hombres de la misin predicaban en el desierto. Erndira viva en su penumbra, descubriendo otras formas de belleza y de horror que nunca haba imaginado en el mundo estrecho de la cama, pero ni las novicias ms montaraces ni las ms persuasivas haban logrado que dijera una palabra desde que la llevaron al convento. Una maana, cuando estaba aguando la cal en el balde, oy una msica de cuerdas que pareca una luz ms difana en la luz del desierto. Cautivada por el milagro, se asom a un saln inmenso y vaco de paredes desnudas y ventanas grandes por donde entraba a golpes y se quedaba estancada la claridad deslumbrante de junio, y en el centro del saln vio a una monja bella que no haba visto antes, tocando un oratorio de Pascua en el clavicmbalo. Erndira escuch la msica sin parpadear, con el alma en un hilo, hasta que son la campana para comer. Despus del almuerzo, mientras blanqueaba la escalera con la brocha de esparto, esper a que todas las novicias acabaran de subir y bajar, se qued sola, donde nadie pudiera orla, y entonces habl por primera vez desde que entr en el convento.

-Soy feliz -dijo.

De modo que a la abuela se le acabaron las esperanzas de que Erndida escapara para volver con ella, pero mantuvo su asedio de granito, sin tomar ninguna determinacin, hasta el domingo de Pentecosts. Por esa poca los misioneros rastrillaban el desierto persiguiendo concubinas encinta para casarlas, Iban hasta las rancheras ms olvidadas en un camioncito decrpito, con cuatro hombres de tropa bien armados y un arcn de gneros de pacotilla. Lo ms difcil de aquella cacera de indios era convencer a las mujeres, que se defendan de la gracia divina con el argumento verdico de que los hombres se sentan con derecho a exigirles a las esposas legtimas un trabajo ms rudo que a las concubinas, mientras ellos dorman despernancados en los chinchorros. Haba que seducirlas con recursos de engao, disolvindoles la voluntad de Dios en el jarabe de su propio idioma para que la sintieran menos spera, pero hasta las ms retrecheras terminaban convencidas por unos aretes de oropel. A los hombres, en cambio, una vez obtenida la aceptacin de la mujer, los sacaban a culatazos de los chinchorros y se los llevaban amarrados en la plataforma de carga, para casarlos a la fuerza.

Durante varios das la abuela vio pasar hacia el convento el camioncito cargado de indias encinta, pero no reconoci su oportunidad. La reconoci el propio domingo de Pentecosts, cuando oy los cohetes y los repiques de las campanas, y vio la muchedumbre miserable y alegre que pasaba para la fiesta, y vio que entre las muchedumbres haba mujeres encinta con velos y coronas de novia, llevando del brazo a los maridos de casualidad para volverlos legtimos en la boda colectiva.

Entre los ltimos del desfile pas un muchacho de corazn inocente, de pelo indio cortado como una totuma y vestido de andrajos, que llevaba en la mano un cirio pascual con un lazo de seda. La abuela lo llam.

-Dime una cosa, hijo -le pregunt con su voz ms tersa-. Qu vas a hacer t en esa cumbiamba?

El muchacho se senta intimidado con el cirio, y le costaba trabajo cerrar la boca por sus dientes de burro. -Es que los padrecitos me van a hacer la primera comunin -dijo.

-Cunto te pagaron?

-Cinco pesos.

La abuela sac de la faltriquera un rollo de billetes que el muchacho mir asombrado.

-Yo te voy a dar veinte -dijo la abuela-. Pero no para que hagas la primera comunin, sino para que te cases.

-Y eso con quin?

-Con mi nieta.

As que Erndira se cas en el patio del convento, con el balandrn de reclusa y una mantilla de encaje que le regalaron las novicias, y sin saber al menos cmo se llamaba el esposo que le haba comprado su abuela. Soport con una esperanza incierta el tormento de las rodillas en el suelo de caliche, la peste de pellejo de chivo de las doscientas novias embarazadas, el castigo de la Epstola de San Pablo martillada en latn bajo la cancula inmvil, porque los misioneros no encontraron recursos para oponerse a la artimaa de la boda imprevista, pero le haban prometido una ltima tentativa para mantenerla en el convento. Sin embargo, al trmino de la ceremonia, y en presencia del Prefecto Apostlico, del alcalde militar que disparaba contra las nubes, de su esposo reciente y de su abuela impasible, Erndira se encontr de nuevo bajo el hechizo que la haba dominado desde su nacimiento. Cuando le preguntaron cul era su voluntad libre, verdadera y definitiva, no tuvo ni un suspiro de vacilacin.

-Me quiero ir -dijo. Y aclar, sealando al esposo-: Pero no me voy con l sino con mi abuela.

Ulises haba perdido la tarde tratando de robarse una naranja en la plantacin de su padre, pues ste no le quit la vista de encima mientras podaban los rboles enfermos, y su madre lo vigilaba desde la casa. De modo que renunci a supropsito, al menos por aquel da, y se qued de. mala gana ayudando a su padre hasta que terminaron de podar los ltimos naranjos.

La extensa plantacin era callada y oculta, y la casa de madera con techo de latn tena mallas de cobre en las ventanas y una terraza grande montada sobre pilotes, con plantas primitivas de flores intensas. La madre de Ulises estaba en la terrazp., tumbada en un mecedor viens y con hojas ahumadas en las sienes para aliviar el dolor de cabeza, y su mirada de india pura segua los movimientos del hijo como un haz de luz invisible hasta los lugares ms esquivos del naranjal. Era muy bella, mucho ms joven que el marido, y no slo continuaba vestida con el camisn de la tribu, sino que conoca los secretos ms antiguos de su sangre.

Cuando Ulises volvi a la casa con los hierros de podar, su madre le pidi la medicina de las cuatro, que estaba en una mesita cercana. Tan pronto como l los toc, el vaso y el frasco cambiaron de color. Luego toc por simple travesura una jarra de cristal que estaba en la mesa con otros vasos, y tambin la jarra se volvi azul. Su madre lo observ mientras tomaba la medicina, y cuando estuvo segura de que no era un delirio de su dolor le pregunt en lengua guajira:

-Desde cundo te sucede?

-Desde que vinimos del desierto -dijo Ulises, tambin en guajiro-. Es slo con las cosas de vidrio.

Para demostrarlo, toc uno tras otro los vasos que estaban en la mesa, y todos cambiaron de colores diferentes.

-Esas cosas slo sucedera por amor -dijo la madre-. Quin es?

Ulises no contest. Su padre, que no saba la lengua guajira, pasaba en ese momento por la terraza con un racimo de naranjas.

-De qu hablan? -le pregunt a Ulises en holands. -De nada especial -contest Ulises.

La madre de Ulises no saba el holands. Cuando su marido entr en la casa, le pregunt al hijo en guajiro:

-Qu te dijo?

-Nada especial -dijo Ulises.

Perdi de vista a su padre cuando entr en la casa, pero lo volvi a ver por una ventana dentro de la oficina. La madre esper hasta quedarse a solas con Ulises, y entonces insisti:

-Dime quin es.

-No es nadie -dijo Ulises.

Contest sin atencin, porque estaba pendiente de los movimientos de su padre dentro de la oficina. Lo haba visto poner las naranjas sobre la caja de caudales para componer la clave de la combinacin. Pero mientras l vigilaba a su padre, su madre lo vigilaba a l.-Hace mucho tiempo que no comes pan -observ ella.

-No me gusta.

El rostro de la madre adquiri de pronto una vivacidad inslita. "Mentira", dijo. "Es porque ests mal de amor, y los que estn as no pueden comer pan". Su voz, como sus ojos, haba pasado de la splica a la amenaza.

-Ms vale que me digas quin es -dijo-, o te doy a la fuerza unos baos de purificacin.

En la oficina, el holands abri la caja de caudales, puso dentro las naranjas, y volvi a cerrar la puerta blindada. Ulises se apart entonces de la ventana y le replic a su madre con impaciencia.

-Ya te dije que no es nadie -dijo-. Si no me crees, pregntaselo a mi pap.

El holands apareci en la puerta de la oficina encendiendo la pipa de navegante, y con su Biblia descosida bajo el brazo. La mujer le pregunt en castellano:

-A quin conocieron en el desierto?

-A nadie -le contest su marido, un poco en las nubes-. Si no me crees, pregntaselo a Ulises.

Se sent en el fondo del corredor a chupar la pipa hasta que se le agot la carga. Despus abri la Biblia al azar y recit fragmentos salteados durante casi dos horas en un holands fluido y altisonante.

A media noche, Ulises segua pensando con tanta intensidad que no poda dormir. Se revolvi en el chinchorro una hora ms, tratando de dominar el dolor de los recuerdos, hasta que el propio dolor le dio la fuerza que le haca falta para decidir. Entonces se puso los pantalones de vaquero, la camisa de cuadros escoceses y las botas de montar, y salt por la ventana y se fug de la casa en la camioneta cargada de pjaros. Al pasar por la plantacin arranc las tres naranjas maduras que no haba podido robarse en la tarde.

Viaj por el desierto el resto de la noche, y al amanecer pregunt por pueblos y rancheras cul era el rumbo de Erndira, pero nadie le daba razn. Por fin le informaron que andaba detrs de la comitiva electoral del senador Onsimo Snchez, y que ste deba de estar aquel da en la Nueva Castilla. No lo encontr all, sino en el pueblo siguiente, y ya Erndira no andaba con l, pues la abuela haba conseguido que el senador avalara su moralidad con una carta de su puo y letra, y se iba abriendo con ella las puertas mejor trancadas del desierto. Al tercer da se encontr con el hombre del correo nacional, y ste le indic la direccin que buscaba.

-Van para el mar -le dijo-. Y aprate, que la intencin de la jodida vieja es pasarse para la isla de Aruba.

En ese rumbo, Ulises divis al cabo de media jornada la capa amplia y percudida que la abuela le haba comprado a un circo en derrota. El fotgrafo errante haba vuelto con ella, convencido de que en efecto el mundo no era tan grande como pensaba, y tena instalados cerca de la carpa sus telones idlicos. Una banda de chupacobres cautivaba a los clientes de Erndira con un valse taciturno.

Ulises esper su turno para entrar, y lo primero que le llam la atencin fue el orden y la limpieza en el interior de la carpa. La cama de la abuela haba recuperado su esplendor virreinal, la estatua del ngel estaba en su lugar junto al bal funerario de los Amadises, y haba adems una baera de peltre con patas de len. Acostada en su nuevo lecho de marquesina, Erndira estaba desnuda y plcida, e irradiaba un fulgor infantil bajo la luz filtrada de la carpa. Dorma con los ojos abiertos. Ulises se detuvo junto a ella, con las naranjas en la mano, y advirti que lo estaba mirando sin verlo. Entonces pas la mano frente a sus ojos y la llam con el nombre que haba inventado para pensar en ella:

-Ardnere.

Erndira despert. Se sinti desnuda frente a Ulises, hizo un chillido sordo y se cubri con la sbana hasta la cabeza.

-No me mires -dijo-. Estoy horrible.

-Ests toda color de naranja -dijo Ulises. Puso las frutas a la altura de sus ojos para que ella comparara. Mira.

Erndira se descubri los ojos y comprob que en efecto las naranjas tenan su color.

-Ahora no quiero que te quedes -dijo.

-Slo entr para mostrarte esto -dijo Ulises-. Fjate.

Rompi una naranja con las uas, la parti con las dos manos, y le mostr a Erndira el interior: clavado en el corazn de la fruta haba un diamante legtimo.

- Estas son las naranjas que llevamos a la frontera -dijo.

- Pero son naranjas vivas! -exclam Erndira.

- Claro -sonri Ulises-. Las siembra mi pap.

Erndira no lo poda creer. Se descubri la cara, cogi el diamante con los dedos y lo contempl asombrada.

-Con tres as le damos la vuelta al mundo -dijo Ulises-.

Erndira le devolvi el diamante con un aire de desaliento. Ulises insisti.

-Adems, tengo una camioneta -dijo-. Y adems... Mira!

Se sac de debajo de la camisa una pistola arcaica.

-No puedo irme antes de diez aos -dijo Erndira. -Te irs -dijo Ulises-. Esta noche, cuando se duerma la ballena blanca, yo estar ah fuera, cantando como la lechuza.

Hizo una imitacin tan real del canto de la lechuza, que los Ojos de Erndira sonrieron por primera vez.

-Es mi abuela -dijo.

- La lechuza?

-La ballena.

Ambos se rieron del equvoco, pero Erndira retom el hilo.

-Nadie puede irse para ninguna parte sin permiso de su abuela.

-No hay que decirle nada.

-De todos modos lo sabr -dijo Erndira-: ella suea las cosas.

-Cuando empiece a soar que te vas, ya estaremos del otro lado de la frontera. Pasaremos como los contrabandistas... -dijo Ulises.

Empuando la pistola con un dominio de atarbn de cine imit el sonido de los disparos para embullar a Erndira con su audacia. Ella no dijo ni que s ni que no, pero sus ojos suspiraron, y despidi a Ulises con un beso. Ulises, conmovido, murmur:

-Maana veremos pasar los buques.

Aquella noche, poco despus de las siete, Erndira estaba peinando a la abuela cuando volvi a soplar el viento de su desgracia. Al abrigo de la carpa estaban los indios cargadores y el director de la charanga esperando el pago de su sueldo. La abuela acab de contar los billetes de un arcn que tena a su alcance, y despus de consultar un cuaderno de cuentas le pag al mayor de los indios.

-Aqu tienes -le dio-: veinte pesos la semana, menos ocho de la comida, menos tres del agua, menos cincuenta centavos a buena cuenta de las camisas nuevas, son ocho con cincuenta. Cuntalos bien.

El indio mayor cont el dinero, y todos se retiraron con una reverencia.

-Gracias, blanca.

El siguiente era el director de los msicos. La abuela consult el cuaderno de cuentas, y se dirigi al fotgrafo, que estaba tratando de remendar el fuelle de la cmara con pegotes de gutapercha.

-En qu quedamos -le dijo- pagas o no pagas la cuarta parte de la msica?

El fotgrafo ni siquiera levant la cabeza para contestar.

-La msica no sale en los retratos.

-Pero despierta en la gente las ganas de retratarse -replic la abuela.

-Al contrario -dijo el fotgrafo-, les recuerda a los muertos, y luego salen en los retratos con los ojos cerrados.

El director de la charanga intervino.

-Lo que hace cerrar los ojos no es la msica -dijo-, son los relmpagos de retratar de noche.

-Es la msica -insisti el fotgrafo.

La abuela le puso trmino a la disputa. "No seas truuo", le dijo al- fotgrafo. "Fjate lo bien que le va al senador Onsimo Snchez, y es gracias a los msicos que lleva." Luego, de un modo duro, concluy:

-De modo que pagas la parte que te corresponde, o sigues solo con tu destino. No es justo que esa pobre criatura lleve encima todo el peso de los gastos.

-Sigo solo mi destino -dijo el fotgrafo-. Al fin y al cabo, yo lo que soy es un artista.

La abuela se encogi de hombros y se ocup del msico. Le entreg un mazo de billetes, de acuerdo con la cifra escrita en el cuaderno.

-Doscientos cincuenta y cuatro piezas -le dijo- a cincuenta centavos cada una, ms treinta y dos en domingos y das feriados, a sesenta centavos cada una, son ciento cincuenta y seis con veinte.

El msico no recibi el dinero.

-Son ciento ochenta y dos con cuarenta -dijo-. Los valses son ms caros,

-Y eso por qu?

-Porque son ms tristes -dijo el msico.

La abuela lo oblig a que cogiera el dinero,

-Pues esta semana nos tocas dos piezas alegres por cada valse qu te debo, y quedamos en paz.

El msico no entendi la lgica de la abuela, pero acept las cuentas mientras desenredaba el enredo. En ese instante, el viento despavorido estuvo a punto de desarraigar la carpa, y en el silencio que dej a su paso se escuch en el exterior, ntido y lgubre, el canto de la lechuza.

Erndira no supo qu hacer para disimular su turbacin. Cerr el arca del dinero y la escondi debajo de la cama, pero la abuela le conoci el temor de la man cuando le entreg la llave. "No te asustes", -le dijo-. "Siempre hay lechuzas en las noches de viento". Sin embargo no dio muestras de igual conviccin cuando vio salir al fotgrafo con la cmara a cuestas.

-Si quieres, qudate hasta maana -le dijo-, la muerte anda suelta esta noche.

Tambin el fotgrafo percibi el canto de la lechuza pero no cambi de parecer.

-Qudate, hijo -insisti la abuela- aunque sea por el cario que te tengo.

-Pero no pago la msica -dijo el fotgrafo.

-Ah, no -dijo la abuela-. Eso no.

-Ya ve? -dijo el fotgrafo-. Usted no quiere a nadie.

La abuela palideci de rabia.

-Entonces lrgate -dijo-. Malnacido!

Se senta tan ultrajada, que sigui despotricando contra l mientras Erndira la ayudaba a acostarse. "Hijo de mala madre", rezongaba. "Qu sabr ese bastardo del corazn ajeno". Erndira no le puso atencin, pues la lechuza la solicitaba con un apremio tenaz en las pausas del viento, y estaba atormentada por la incertidumbre.

La abuela acab de acostarse con el mismo ritual que era de rigor en la mansin antigua, y mientras la nieta la abanicaba se sobrepuso al rencor y volvi a respirar sus aires estriles.

-Tienes que madrugar -dijo entonces-, para que me hiervas la infusin del bao antes de que llegue la gente.

-S, abuela.

-Con el tiempo que te sobre, lava la muda sucia de los indios, y as tendremos algo ms que descontarles la semana entrante.

-S, abuela -dijo Erndira.

-Y duerme despacio para que no te canses, que maana es jueves, el da ms largo de la semana.

-S, abuela.

-Y le pones su alimento al avestruz.

-S, abuela -dijo Erndira.

Dej el abanico en la cabecera de la cama y encendi dos velas de altar frente al arcn de sus muertos. La abuela, ya dormida, le dio la orden atrasada.

-No se te olvide prender las velas de los Amadises. -S, abuela.

Erndira saba entonces que no despertara, porque haba empezado a delirar. Oy los ladridos del viento alrededor de la carpa, pero tampoco esa vez haba reco-

nocdo el soplo de su desgracia. Se asom a la noche hasta que volvi a cantar la lechuza, y su instinto de libertad prevaleci por fin contra el hechizo de la abuela.

No haba dado cinco pasos fuera de la carpa cuando encontr al fotgrafo que estaba amarrando sus aparejos en la parrilla de la bicicleta. Su sonrisa cmplice la tranquiliz.

-Yo no s nada -dijo el fotgrafo-, no he visto nada ni pago la msica.

Se despidi con una bendicin universal. Erndira corri entonces hacia el desierto, decidida para siempre, y se perdi en las tinieblas del viento donde cantaba la lechuza.

Esa vez la abuela recurrl de inmediato a la autoridad civil. El comandante del retn local salt del chinchorro a las seis de la maana, cuando ella le puso ante los ojos la carta del senador. El padre de Ulises esperaba en la puerta.

-Cmo carajo quiere que la lea -grit el comandante- si no s leer.

-Es una carta de recomendacin del senador Onsimo Snchez -dijo la abuela.

Sin ms preguntas, el comandante descolg un rifle que tena cerca del chinchorro y empez a gritar rdenes a sus agentes. Cinco minutos despus estaban todos dentro de una camioneta militar, volando hacia la frontera, con un viento contrario que borraba las huellas de los fugitivos. En el asiento delantero, junto al conductor, viajaba el comandante. Detrs estaba el holands con la abuela, y en cada estribo iba un agente armado.

Muy cerca del pueblo detuvieron una caravana de camiones cubiertos con lona impermeable. Varios hombres que viajaban ocultos en la plataforma de carga levantaron la lona y apuntaron a la camioneta con ametralladoras y rifles de guerra. El comandante le pregunt al conductor del primer camin a qu distancia haba encontrado una camioneta de granja cargada de pjaros.

El conductor arranc antes de contestar.

-Nosotros no somos chivatos -dijo indignado-, somos contrabandistas.

El comandante vio pasar muy cerca de sus ojos los caones ahumados de las ametralladoras, alz los brazos y sonri.

-Por lo menos -les grit- tengan la vergenza de no circular a pleno sol.

El ltimo camin llevaba un letrero en la defensa posterior: Pienso en ti Erndira.

El viento se iba haciendo ms rido a medida que avanzaban hacia el Norte, y el sol era ms bravo con el viento, y costaba trabajo respirar por el calor y el polvo dentro de la camioneta cerrada.

La abuela fue la primera que divis al fotgrafo: pedaleaba en el mismo sentido en que ellos volaban, sin ms amparo contra la insolacin que un pauelo amarrado en la cabeza.

-Ah est -lo seal- se fue el cmplice. Malnacido.

El comandante le orden a uno de los agentes del estribo que se hiciera cargo del fotgrafo.

-Agrralo y nos esperas aqu -le dijo-. Ya volvemos.

El agente salt del estribo y le dio al fotgrafo dos voces de alto. El fotgrafo no lo oy por el viento contrario. Cuando la camioneta se le adelant, la abuela le hizo un gesto enigmtico, pero l lo confundi con un saludo, sonri, v le dijo adis con la mano. No oy el disparo. Dio una voltereta en el aire y cay muerto sobre la bicicleta con la cabeza destrozada por una bala de rifle que nunca supo de dnde le vino.

Antes del medioda empezaron a ver las plumas. Pasaban en el viento, y eran plumas de pjaros nuevos, y el holands las conoci porque eran las de sus pjaros desplomados por el viento. El conductor corrigi el rumbo, hundi a fondo el pedal, y antes de media hora divisaron la camioneta en el horizonte.

Cuando Ulises vio aparecer el carro militar en el espejo retrovisor, hizo un esfuerzo por aumentar la distancia, pero el motor no daba para ms. Haban viajado sin dormir y estaban estragados de cansancio de sed. Erndira, que dormitaba en el hombro de Ulises, despert asustada. Vio la camioneta que estaba a punto de alcanzarlos y con una determinacin cndida cogi la pistola de la guantera.

-No sirve -dijo Ulises-. Era de Francis Drake.

La martill varias veces y la tir por la ventana. La patrulla militar se le adelant a la destartalada camioneta cargada de pjaros desplomados por el viento, hizo una curva forzada, y le cerr el camino.

Las conoc por esa poca, que fue la de ms grande esplendor, aunque no haba de escudriar los pormenores de su vida sino muchos aos despus, cuando Rafael Escalona revel en una cancin el desenlace terrible del drama y me pareci que era bueno para contarlo. Yo andaba vendiendo enciclopedias y libros de medicina por la provincia de Riohacha. Alvaro Cepeda Samudio, que andaba tambin por esos rumbos vendiendo mquinas de cerveza helada, me llev en su camioneta por los pueblos del desierto con la intencin de hablarme de no s qu cosa, y hablamos tanto de nada y tomamos tanta cerveza que sin saber cundo ni por dnde atravesamos el desierto entero y llegamos hasta la frontera. All estaba la carpa del amor errante, bajo los lienzos de letreros colgados: Erndira es mejor Vaya y vuelva Erndira lo espera Esto no es vida sin Erndira. La fila interminable y ondulante, compuesta por hombres de razas y cones diversas, pareca una serpiente de vrtebras humanas que dormitaba a travs de solares y plazas, por entre bazares abigarrados y mercados ruidosos, y se sala de las calles de aquella ciudad fragoroso de traficantes de paso. Cada calle era un garito pblico, cada casa una cantina, cada puerta un refugio de prfugos. Las numerosas msicas indescifrables y los pregones gritados formaban un solo estruendo de pnico en el calor alucinante.

Entre la muchedumbre de aptridas y vividores estaba Blacamn, el bueno, trepado en una mesa, pidiendo una culebra de verdad para probar en carne propia un antdoto de su invencin. Estaba la mujer que se haba convertido en araa por desobedecer a sus padres, que por cincuenta centavos se dejaba tocar para que vieran que no haba engao y contestaba las preguntas que quisieran hacerle sobre su desventura. Estaba un enviado de la vida eterna que anunciaba la venida inminente del pavoroso murcilago sideral, cuyo ardiente resuello de azufre haba de trastornar el orden de la naturaleza, y hara salir a flote los misterios del mar.

El nico remanso de sosiego era el barrio de tolerancia, a donde slo llegaban los rescoldos del fragor urbano. Mujeres venidas de los cuatro cuadrantes de la rosa nutica bostezaban de tedio en los abandonados salones de baile. Haban hecho la siesta sentadas, sin que nadie las despertara para quererlas, y seguan esperando al murcilago sideral bajo los ventiladores de aspas atornilladas en el cielo raso. De pronto, una de ellas se levant, y fue a una galera de trinitarias que daba sobre la calle. Por all pasaba la fila de los pretendientes de Erndira.

-A ver -les grit la mujer-. Qu tiene sa que no tenemos nosotras?

-Una carta de un senador -grit alguien.

Atradas por los gritos y las carcajadas, otras mujeres salieron a la galera.

-Hace das que esa cola est as -dijo una de ellas-. Imagnate, a cincuenta pesos cada uno.La que haba salido primero decidi:

-Pues yo me voy a ver qu es lo que tiene de oro esa sietemesino.

-Yo tambin -dijo otra-. Ser mejor que estar aqu calentando gratis el asi'ento.

En el camino, se incorporaron otras, y cuando lle-

garon a la tienda de Erndira haban integrado una com-

parsa bulliciosa. Entraron sin anunciarse, espantaron a golpes de almohadas al hombre que encontraron gastn-

dose lo mejor que poda el dinero que haba pagado, y cargaron la cama de Erndira y la sacaron en andas a la calle.

-Esto es un atropello -gritaba la abuela-. Cfila de desleales! Montoneras! -Y luego, contra los hombres de la fila-: y ustedes, pollerones, dnde tienen las cria-

dillas que permiten este abuso contra una pobre criatura indefensa. Maricas!

Sigui gritando hasta donde le daba la voz, repar-

tiendo tramojazos de bculo contra quienes se pusieran a su alcance, pero su clera era inaudible entre los gritos y las rechiflas de burla de la muchedumbre.

Erndira no pudo escapar del escarnio porque se lo impidi la cadena de perro con que la abuela la enca-

denaba de un travesao de la cama desde que trat de fugarse. Pero no le hicieron ningn dao. La mostraron en su altar de marquesina por las calles de ms estrpito, como el paso alegrico de la penitente encadenada, y al final la pusieron en cmara ardiente en el centro de la plaza mayor. Erndira estaba enroscada, con la cara es-

condida pero sin llorar, y as permaneci en el sol terri-

ble de la plaza, mordiendo de vergenza y de rabia la cadena de perro de su mal destino, hasta que alguien le hizo la caridad de taparla con una camisa.

Esa fue la nica vez que las vi, pero supe que haban perfnanecido en aquella ciudad fronteriza bajo el amparo de la fuerza pblica hasta que reventaron las arcas de la abuela, y que entonces abandonaron el desierto hacia el rumbo de] mar. Nunca se vio tanta opulencia junta por aquellos reinos de pobres. Era un desfile de carretas tira-

das por bueyes, sobre las cuales se amontonaban algunas rplicas de pacotilla de la palafernalia extinguida con el desastre de la mansin, y no slo los bustos imperiales y los relojes raros, sino tambin un plano de ocasin y una vitrola de manigueta con los discos de la nostalgia. Una recua de indios se ocupaba de la carga, y una banda de msicos anunciaba en los pueblos su llegada triunfal,

La abuela viajaba en un palanqun con guirnaldas de papel, rumiando los cereales de la faltriquera, a la sombra de un palio de iglesia. Su tamao monumental haba aumentado, porque usaba debajo de la blusa un chaleco de lona de velero, en el cual se meta los lingotes de oro como se meten las balas en un cinturn de cartucheras. Erndira estaba junto a ella, vestida de gneros vistosos y con estoperoles colgados, pero todava con la cadena de perro en el tobillo.

-No te puedes quejar -le haba dicho la abuela al salir de la ciudad fronteriza-. Tienes ropas de reina, una cama de lujo, una banda de msica propia, y catorce indios a tu servicio. No te parece esplndido?

-S, abuela.

-Cuando yo te falte -prosigui la abuela-, no que-

dars a merced de los hombres, porque tendrs tu casa

propia en una ciudad de importancia. Sers libre y feliz.

Era una visin nueva e imprevista del porvenir. En cambio no haba vuelto a hablar de la deuda de origen, cuyos pormenores se retorcan y cuyos plazos aumen-

taban a medida que se hacan ms intrincadas las cuestas del negocio. Sin embargo, Erndira no emiti un suspiro que permitiera vislumbrar su pensamiento. Se someti en silencio al tormento de la cama en los charcos de salitre, en el sopor de los pueblos lacustres, en el crter lunar de las minas de talco, mientras la abuela le cantaba la visin del futuro como si la estuviera descifrando en las barajas. Una tarde, al final de un desfiladero opresivo, percibieron un viento de laureles antiguos, y escu-

charon plltrafas de dilogos de Jamaica, y sintieron unas ansias de vida, y un nudo en el corazn, y era que haban llegado al mar.

-Ah lo tienes -dijo la abuela, respirando la luz de vidrio del Caribe al cabo de media vida de destierro-. No te gusta?

-S, abuela.

All plantaron la carpa. La abuela pas la noche hablando sin soar, y a veces confunda sus nostalgias con la clarividencia del porvenir. Durmi hasta ms tarde que de costumbre y despert sosegada por el rumor del mar. Sin embargo, cuando Erndira la estaba baando volvi a hacerle pronsticos sobre el futuro, y era una clarividencia tan febril que pareca un delirio de vigilia.

-Sers una duea seorial -le dijo-. Una dama de alcurnia, venerada por tus protegidas, y complacida y honrada por las ms altas autoridades. Los capitanes de

los buques te mandarn postales desde todos los puertos del mundo.

Erndira no la escuchaba. El agua tibia perfumada de organo chorreaba en la baera por un canal alimentado desde el exterior. Erndira la recoga con una totuma impenetrable, sin respirar siquiera, y se la echaba a la abuela con una mano mientras la jabonaba con la otra.

-El prestigio de tu casa volar de boca en boca desde el cordn de las Antillas hasta los reinos de Holanda -deca la abuela-. Y ha de ser ms importante que la casa presidencial, porque en ella se discutirn los asuntos del gobierno y se arreglar el destino de la nacin.

De pronto, el agua se extingui en el canal. Erndira sali de la carpa para averiguar qu pasaba, y vio que el indio encargado de echar el agua en el canal estaba cor-

tando lea en la cocina.

-Se acab -dijo el indio-. Hay que enfriar ms agua.

Erndira fue hasta la hornilla donde haba otra olla grande con hojas aromticas hervidas. Se envolvi las manos en un trapo, y comprob que poda levantar la olla sin ayuda del indio.

-Vete -le dijo-. Yo echo el agua.

Esper hasta que el indio saliera de la cocina. Enton-

ces quit del fuego la olla hirviente, la levant con mucho trabajo hasta la altura de la canal, y ya iba a echar el agua mortfera en el conducto de la baera cuando la abuela grit en el interior de la carpa:

- Erndira!

Fue como si la hubiera visto. La nieta, asustada por el grito, se arrepinti en el instante final.

-Ya voy, abuela -dijo-. Estoy enfriando el agua.

Aquella noche estuvo cavilando hasta muy tarde, mientras la abuela cantaba dormida con el chaleco de oro. Erndira la contempl desde su cama con unos ojos intensos que parecan de gato en la penumbra. Luego se acost como un ahogado, con los brazos en el pecho y los Ojos abiertos, y llam con toda la fuerza de su voz interior:

-uiises.

Ulises despert de golpe en la casa del naranjal. Ha-

ba odo la voz de Erndira con tanta claridad, que la busc en las sombras del cuarto. Al cabo de un instante de reflexin, hizo un rollo con sus ropas y sus zapatos, y abandon el dormitorio. Haba atravesado la terraza cuando lo sorprendi la voz de su padre:

-Para dnde vas.

Ulises lo vio iluminado de azul por la luna.

-Para el mundo -contest.

-Esta vez no te lo voy a impedir -dijo el holands-. Pero te advierto una cosa: a dondequiera que vayas te perseguir la maldicin de tu padre.

-As sea -dijo Ulises.

Sorprendido, y hasta un poco orgulloso por la reso-

lucin del hijo, el holands lo sigui por el naranjal enlu-

nado con una mirada que poco a poco empezaba a son-

rer. Su mujer estaba a sus espaldas con su modo de estar de india hermosa. El holands habl cuando Ulises cerr el portal.

-Ya volver -dijo- apaleado por la vida, ms pronto de lo que t crees.

-Eres muy bruto -suspir ella-. No volver nunca.

En esa ocasin, Ulises no tuvo que preguntarle a nadie por el rumbo de Erndira. Atraves el desierto escondido en camiones de paso, robando para comer y para dormir, y robando muchas veces por el puro placer del riesgo, hasta que encontr la carpa en otro pueblo de mar, desde el cual se vean los edificios de vidrio de una ciudad iluminada, y donde resonaban los adioses noc-

turnos de los buques que zarpaban para la isla de Aruba. Erndira estaba dormida, encadenada al travesao, y en la misma posicin de ahogado a la deriva, en que lo haba llamado. Ulises permaneci contemplndola un largo rato sin despertarla, pero la contempl con tanta inten-

sidad que Erndira despert. Entonces se besaron en la oscuridad, se acariciaron sin prisa, se desnudaron hasta la fatiga, con una ternura callada y una dicha recndita que se parecieron ms que nunca al amor.

En el otro extremo de la carpa, la abuela dormida dio una vuelta monumental y empez a delirar.

-Eso fue por los tiempos en que lleg el barco griego -dijo-. Era una tripulacin de locos que hacan felices a las mujeres y no les pagaban con dinero sino con esponjas, unas esponjas vivas que despus andaban caminando por dentro de las casas, gimiendo como enfermos de hospital y haciendo llorar a los nios para beberse las lgrimas.

Se incorpor con un movimiento subterrneo, y se sent en la cama.

-Entonces fue cuando lleg l, Dios mo -grit-, ms fuerte, ms grande y mucho ms hombre que Amads.

Ulises, que hasta entonces no haba prestado atencin al delirio, trat de esconderse cuando vio a la abuela sentada en la cama. Erndira lo tranquiliz.

-Tate quieto -le dijo-. Siempre que llega a esa par-

te se sienta en la cama, pero no despierta.

Ulises se acost en su hombro.

-Yo estaba esa noche cantando con los marineros y pens que era un temblor de tierra -continu la abue-

la-. Todos debieron pensar lo mismo, porque huyeron dando gritos, muertos de risa, y slo qued l bajo el cobertizo de astromellas. Recuerdo como si hubiera sido ayer que yo estaba cantando la cancin que todos canta-

ban en aquellos tiempos. Hasta los loros en los patios, cantaban.

Sin son ni ton, como slo es posible cantar en los sueos, cant las lneas de su amargura:

Seor, Seor, devulveme mi antigua inocencia para gozar su amor otra vez desde el principio Slo entonces se interes Ulises en la nostalgia de la abuela.

-Ah estaba l -deca- con una guacamayo en el hombro y un trabuco de matar canbales como lleg Guatarral a las Guayanas, y yo sent su aliento de muerte cuando se plant en frente de m, y me dijo: le he dado mil veces la vuelta al mundo y he visto a todas las mu-

jeres de todas las naciones, as que tengo autoridad para decirte que eres la ms altiva y la ms servicial, la ms hermosa de la tierra.

Se acost de nuevo y solloz en la almohada. Ulises y Erndira permanecieron un largo rato en silencio, mecidos en la penumbra por la respiracin descomunal de la anciana dormida. De pronto, Erndira pregunt sin un quebranto mnimo en la voz:

-Te atreveras a matarla?

Tomado de sorpresa, Ulises no supo qu contestar. -Quin sabe -dijo-. T te atreves?

-Yo no puedo -dijo Erndira-, porque es mi abuela.

Entonces Ulises observ otra vez el enorme cuerpo dormido, como midiendo su cantidad de vida, y decidi: -Por ti soy capaz de todo.

Ulises compr una libra de veneno para ratas, la revolvi con nata de leche y mermelada de frambuesa, y verti aquella crema mortal dentro de un pastel al que le haba sacado su relleno de origen. Despus le puso encima una crema ms densa, componindolo con una cuchara hasta que no qued ningn rastro de la maniobra siniestra y complet el engao con setenta y dos velitas rosadas.

La abuela se incorpor en el trono blandiendo el bculo amenazador cuando lo vio entrar en la carpa con el pastel de fiesta,

-Descarado -grit-. Cmo te atreves a poner los pies en esta casa!

Ulises se escondi detrs de su cara de ngel.

-Vengo a pedirle perdn -dijo-, hoy da de su cumpleaos.

Desarmada por su mentira certera, la abuela hizo poner la mesa como para una cena de bodas. Sent a Ulises a su diestra, mientras Erndira les serva, y despus de apagar las velas con un soplo arrasador cort el pastel en partes iguales. Le sirvi a Ulises.

-Un hombre que sabe hacerse perdonar tiene ganada la mitad del cielo -dijo-Te dejo el primer pedazo que es el de la felicidad.

-No me gusta el dulce -dijo l. Que le aproveche.

La abuela le ofreci a Erndira otro pedazo de pastel. Ella se lo llev a la cocina lo tir en la caja de la basura.

La abuela se comi sola todo el resto. Se meta los pedazos enteros en la boca y se los tragaba sin masticar, gimiendo de gozo, y mirando a Ulises desde el limbo de su placer. Cuando no hubo ms en su plato se comi tambin el que Ulises haba despreciado. Mientras masticaba el ltimo trozo, recoga con los dedos y se meta en la boca las migajas del mantel.

Haba comido arsnico como para exterminar una generacin de ratas. Sin embargo, toc el piano y cant hasta la media noche, se acost feliz, y consigui un sueo natural. El nico signo nuevo fue un rastro pedregoso en su respiracin.

Erndira y Ulises la vigilaron desde la otra cama, y slo esperaban su estertor final. Pero la voz fue tan viva como siempre cuando empez a delirar.

- Me volvi loca, Dios mo, me volvi loca! -grit-. Yo pona dos trancas en el dormitorio para que no entrara, pona el tocador y la mesa contra la puerta y las sillas sobre la mesa, y bastaba con que l diera un golpecito con el anillo para que los parapetos se desbarataran, las sillas se bajaban solas de la mesa, la mesa y el tocador se apartaban solos, las trancas se salan solas de las argollas.

Erndira y Ulises la contemplaban con un asombro creciente, a medida que el delirio se volva ms profundo y dramtico, y la voz ms ntima.

-Yo senta que me iba a morir, empapada en sudor de miedo, suplicando por dentro que la puerta se abriera sin abrirse, que l entrara sin entrar, que no se fuera nunca pero que tampoco volviera jams, para no tener que matarlo.

Sigui recapitulando su drama durante varias horas, hasta en sus detalles ms nfimos, como si lo hubiera vuelto a vivir en el sueo. Poco antes del amanecer se revolvi en la cama con un movimiento de acomodacin ssmica y la voz se le quebr con la inminencia de los sollozos.

-Yo lo previne, y se ri -gritaba-, lo volv a prevenir y volvi a rerse, hasta que abri los ojos aterrados, diciendo, ay reina! ay reina!, y la voz no le sali por la boca sino por la cuchillada de la garganta.

Ulises, espantado con la tremenda evocacin de la abuela, se agarr de la mano de Erndira.

- Vieja asesina! -exclam.

Erndira no le prest atencin, porque en ese instante empez a despuntar el alba. Los relojes dieron las cinco.

- Vete! -dijo Erndira-. Ya va a despertar.

-Est ms viva que un elefante -exclam Ulises-. No puede ser! ,

Erndira lo atraves con una mirada mortal.

-Lo que pasa -dijo- es que t no sirves ni para matar a nadie.

Ulises se impresion tanto con la crudeza del reproche, que se evadi de la carpa. Erndira continu observando a la abuela dormida, con su odio secreto, con la rabia de la frustracin, a medida que se alzaba el amanecer y se iba despertando el aire de los pjaros. Entonces la abuela abri los Ojos y la mir con una sonrisa plcida.

-Dios te salve, hija.

El nico cambio notable fue un principio de desorden en las normas cotidianas. Era mircoles, pero la abuela quiso ponerse un traje de domingo, decidi que Erndira no recibiera ningn cliente antes de las once, y le pidi que le pintara las uas de color granate y le hiciera un peinado de pontifical.

-Nunca haba tenido tantas ganas de retratarme -exclam.

Erndira empez a peinarla, pero al pasar el peine de desenredar se qued entre los dientes un mazo de cabellos. Se lo mostr asustada a la abuela. Ella lo examin, trat de arrancarse otro mechn con los dedos, y otro arbusto de pelos se le qued en la mano. Lo tir al suelo y prob otra vez, y se arranc un mechn ms grande. Entonces empez a arrancarse el cabello con las dos manos, muerta de risa, arrojando los puados en el aire con un jbilo incomprensible, hasta que la cabeza le qued como un coco pelado.

Erndira no volvi a tener noticias de Ulises hasta dos semanas ms tarde, cuando percibi fuera de la carpa el reclamo de la lechuza. La abuela haba empezado a tocar el piano, y estaba tan absorta en su nostalgia que no se daba cuenta de la realidad. Tena en la cabeza una peluca de plumas radiantes.

Erndira acudi al llamado y slo entonces descubri la mecha de detonante que sala de la caja del piano y se prolongaba por entre la maleza y se perda en la oscuridad. Corri hacia donde estaba Ulises, se escondi junto a l entre los arbustos, y ambos vieron con el corazn oprimido la llamita azul que se fue por la mecha del detonante, atraves el espacio oscuro y penetr en la carpa.

-Tpate los odos -dijo Ulises.

Ambos lo hicieron, sin que hiciera falta, porque no hubo explosin. La tienda se ilumin por dentro con una deflagracin radiante, estall en silencio, y desapareci en una tromba de humo de plvora mojada. Cuando Erndira se atrevi a entrar, creyendo que la abuela estaba muerta, la encontr con la peluca chamuscada y la camisa en piltrafas, pero ms viva que nunca, tratando de sofocar el fuego con una manta.

Ulises se escabull al amparo de la gritera de los indios que no saban qu hacer, confundidos por las rdenes contradictorias de la abuela. Cuando lograron por fin dominar las llamas y disipar el humo, se encontraron con una visin de naufragio.

-Parece cosa del maligno -dijo la abuela-. Los pianos no estallan por casualidad.

Hizo toda clase de conjeturas para establecer las causas del nuevo desastre, pero las evasivas de Erndira, y su actitud impvida, acabaron de confundirla. No encontr una mnima fisura en la conducta de la nieta, ni se acord de la existencia de Ulises. Estuvo despierta hasta la madrugada, hilando suposiciones y haciendo clculos de las prdidas. Durmi poco y mal. A la maana siguiente, cuando Erndira le quit el chaleco de las barras de oro le encontr ampollas de fuego en los hombros, y el pecho en carne viva. "Con razn que dorm dando vueltas", dijo, mientras Erndira le echaba claras de huevo en las quemaduras. "Y adems, tuve un sueo raro." Hizo un esfuerzo de concentracin, para evocar la imagen, hasta que la tuvo tan ntida en la memoria como en el sueo.

-Era un pavorreal en una hamaca blanca -dijo.

Erndira se sorprendi, pero rehzo de inmediato su expresin cotidiana.

-Es un buen anuncio -minti-. Los pavorreales de los sueos son animales de larga vida.

-Dios te oiga -dijo la abuela-, porque estamos otra vez como al principio. Hay que empezar de nuevo.

Erndira no se alter. Sali de la carpa con el platn de las compresas, y dej a la abuela con el torso embebido de claras de huevo, y el crneo embadurnado de mostaza. Estaba echando ms claras de huevo en el platn, bajo el cobertizo de palmas que serva de cocina, cuando vio aparecer los Ojos de Ulises por detrs del fogn como lo vio la primera vez detrs de su cama. No se sorprendi, sino que le dijo con una voz de cansancio:

-Lo nico que has conseguido es aumentarme la deuda.

Los Ojos de Ulises se turbaron de ansiedad. Permaneci inmvil, mirando a Erndira en silencio, vindola partir los huevos con una expresin fija, de absoluto desprecio, como si l no existiera. Al cabo de un momento, los ojos se movieron, revisaron las cosas de la cocina, las ollas colgadas, las ristras de achiote, los platos, el cuchillo de destazar. Ulises se incorpor, siempre sin decir nada, y entr bajo el cobertizo y descolg el cuchillo.

Erndira no se volvi a mirarlo, pero en el momento en que Ulises abandonaba el cobertizo, le dijo en voz muy baja:

-Ten cuidado, que ya tuvo un aviso de la muerte. So con un pavorreal en una hamaca blanca.

La abuela vio entrar a Ulises con el cuchillo, y haciendo un supremo esfuerzo se incorpor sin ayuda del bculo y levant los brazos.

- Muchacho! -grit-. Te volviste loco.

Ulises le salt encima y le dio una cuchillada certera en el pecho desnudo. La abuela lanz un gemido, se le ech encima y trat de estrangularlo con sus potentes brazos de oso.

-Hijo de puta -gru-. Demasiado tarde me doy cuenta que tienes cara de ngel traidor.

No pudo decir nada ms porque Ulises logr liberar la mano con el cuchillo y le asest una segunda cuchillada en el costado. La abuela solt un gemido recndito y abraz con ms fuerza al agresor. Utises asest un tercer golpe, sin piedad, y un chorro de sangre expulsada a alta presin le salpic la cara: era una sangre oleosa, brillante y verde, igual que la miel de menta.Erndira apareci en la entrada con el platn en la mano, y observ la lucha con una impavidez criminal.

Grande, monoltica, gruendo de dolor y de rabia, la abuela se aferr al cuerpo de Ulises. Sus brazos, sus piernas, hasta su crneo pelado estaban verdes de sangre. La enorme respiracin de fuelle, trastornada por los primeros estertores, ocupaba todo el mbito. Ulises logr liberar otra vez el brazo armado, abri un tajo en el vientre, y una explosin de sangre lo empap de verde hasta los pies. La abuela trat de alcanzar el aire que ya le haca falta para vivir, y se derrumb de bruces. Ulises se solt de los brazos exhaustos y sin darse un instante de tregua le asest al vasto cuerpo cado la cuchillada final.

Erndira puso entonces el platn en una mesa, se inclin sobre la abuela, escudrindole sin tocarla, y cuando se convenci de que estaba muerta su rostro adquiri de golpe toda la madurez de persona mayor que no le haban dado sus veinte aos de infortunio. Con movimientos rpidos y precisos, cogi el chaleco de oro y sali de la carpa.

Ulises permaneci sentado junto al cadver, agotado por la lucha, y cuanto ms trataba de limpiarse la cara ms se la embadurnaba de aquella materia verde y viva que pareca fluir de sus dedos. Slo cuando vio salir a Erndira con el chaleco de oro tom conciencia de su estado.

La llam a gritos, pero no recibi ninguna respuesta. Se arrastr hasta la entrada de la carpa, y vio que Erndira empezaba a correr por la orilla del mar en direccin opuesta a la de la ciudad. Entonces hizo un ltimo esfuerzo para perseguirla, llamndola con unos gritos desgarrados que ya no eran de amante sino de hijo, pero lo venci el terrible agotamiento de haber matado a una mujer sin ayuda de nadie. Los indios de la abuela lo alcanzaron tirado boca bajo en la playa, llorando de soledad y de miedo.

Erndira no lo haba odo. Iba corriendo contra el viento, ms veloz que un venado, y ninguna voz de este mundo la poda detener. Pas corriendo sin volver la cabeza por el vapor ardiente de los charcos de salitre, por los crteres de talco, por el sopor de los palafitos, hasta que se acabaron las ciencias naturales del mar y empez el desierto, pero todava sigui corriendo con el chaleco de oro ms all de los vientos ridos y los atardeceres de nunca acabar, y jams se volvi a tener la menor noticia de ella ni se encontr el vestigio ms nfimo de su desgracia.