Galilea Segundo El Sentido Del Pobre

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Colección

IGLESIA NUEVA

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EL SENTIDO DEL POBRE

INDO AMERICAN PRESS SERVICE Apartado Aéreo 53274

Chapinero — Bogotá, Colombia Junio, 1978

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CON LAS DEBIDAS LICENCIAS PROPIEDAD RESERVADA

CONTENIDO

Pág. I. El desafío de la unidad ante el pluralismo ideológico 7

Mística e ideologías 10

II. El "sentido" del pobre 13

III. La dimensión religiosa del pobre 19

IV. El pobre en la enseñanza de Jesús 23

V. El pobre como pecador 29

VI. ¿Por qué el pobre? 35

VII. El sentido del pobre como espiritualidad 37

VIII. La espiritualidad que nace del pobre 43

¿Existe una espiritualidad popular? 43

Espiritualidad y simbología popular 45

Espiritualidad popular y seguimiento de Cristo 48

La mística de los pobres 50

IX. El "pobre" como "clase obrera" 53

X. El pobre y los salmos: la oración del pobre 59

Sentimientos y aspiraciones 60

Esperanza en un Dios solidario 61

Utopía mística 62

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I

EL DESAFIO DE LA UNIDAD ANTE EL PLURALISMO IDEOLÓGICO

Cuando San Agustín, emergiendo desde las disputas teo­lógicas de su época afirmó, "en lo necesario unidad, en lo dudoso libertad, y en todo caridad", acuñó un principio que la Iglesia y sus cristianos han procurado no perder de vista en sus diferentes conflictos. En los tiempos del santo carta­ginés no se hablaba de pluralismo, pero la cuestión ya se planteaba desde el tiempo de los apóstoles. Como ahora, las comunidades cristianas vivían una triple tensión: la de la unidad, la del pluralismo y la de la división. Las dos pri­meras son complementarias e inherentes a la naturaleza evangélica de la Iglesia Católica. La tercera es perniciosa, y su tentación es inherente a la naturaleza humana de la Iglesia.

No siempre es fácil discernir en las situaciones concretas cuándo las posiciones plurales de los cristianos son válidas y convergen a la unidad, y cuándo la ponen en peligro. Des­de la disputa sobre la circuncisión entre Pedro y Pablo, la historia está llena de ejemplos. El pluralismo en la Iglesia supuso siempre madurez cristiana, y por eso aparece de condición frágil, siempre tentado, ya sea por la uniformi­dad o por la división.

Por eso las tensiones en la Iglesia son normales, como expresión creadora de la libertad en lo no-necesario, a con­dición de no olvidar lo de "en todo caridad". Por eso tam­bién, por desgracia, la tentación de la división de los cris­tianos está latente en esas tensiones. Las divisiones en la Iglesia son perniciosas sin necesidad de llegar a herejías o cismas; lo son en cuanto dejan de converger a la unidad indispensable, en cuanto paralizan la caridad y la eficacia de la evangelización. El problema de las divisiones en la Iglesia es más pastoral que dogmático.

De ahí su dificultad de tratamiento, y a veces el drama que supone para los que en la Iglesia son los primeros

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responsables de su unidad. La primera dificultad está en el discernimiento entre pluralismo y división, debido espe­cialmente al hecho que las posiciones plurales no son siem­pre tradicionales y previstas. Cada nueva situación histó­rica de la fe, plantea pluralismos inéditos, con inéditas tentaciones de división o de reducción a una uniformidad abusiva.

La segunda dificultad está en que las divisiones no se pueden zanjar siempre con una condenación. Por su na­turaleza no siempre herético-cismática, se requiere un tratamiento más matizado, que no rompa la comunión. Las divisiones en la Iglesia a menudo son complejas y difusas, mezcla de buen trigo y de cizaña.

La tercera dificultad es tal vez más propia de nuestro tiempo. Si es verdad que en la historia siempre hubo divi­siones que debilitaron la Iglesia, las divisiones no tuvieron siempre los mismos contenidos. Dicho en forma sumaria y simplista, parece que en el pasado las divisiones y disensos en la Iglesia eran sobre todo en materias doctrinales (lo específicamente religioso); hoy la Iglesia se desgarra por cuestiones de ideología social y política. La distinción no es de manera alguna tajante, pues detrás de estas posi­ciones ideológicas de los cristianos siempre hay presupues­tos doctrinales, sobre la relación de la Iglesia con la socie­dad, sobre Cristología, sobre la naturaleza de la fe, etc. . . . Lo que quiero decir es que las eventuales divisiones de los católicos, en América Latina, no se refieren a la ortodoxia doctrinal, sino que se refieren a los compromisos concretos del cristiano —o de la Iglesia— en la sociedad.

Y en este terreno, los márgenes del pluralismo son más amplios, y los pecados contra la unidad más imprecisos. Más que el magisterio dogmático, entra en juego el magis­terio pastoral y social, más relativo y evolutivo.

Que las divergencias y conflictos en nuestra Iglesia la­tinoamericana en todos los niveles giren en el terreno de lo socio-político, parece fuera de duda. No sólo los católicos latinoamericanos (en general) no son sensibles a las disi­dencias religioso-doctrinales, sino que sus "polarizaciones" en este nivel no llegan a ser conflictivas mientras no inci­den en lo sociopolítico. Es decir, la clásica tensión de "ca­tólicos conservadores" y "católicos progresistas" (o como se quiera llamarlos) no tiene especial conflictividad en el terreno teológico o religioso mientras no se proyecte al campo social.

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En los últimos quince años, nuestras comunidades cris­tianas, presbiterios y colegios episcopales albergaron y al­bergan católicos con diversas tendencias en espiritualidad y en teología pastoral, y el pluralismo ha sido posible y di-namizador. Pero cuando se plantearon cuestiones de ideo­logía social y política, la situación se degradó y aparecieron gérmenes de división. La tentación es tanto más inevitable por cuanto los cristianos tienen el deber no sólo de consta­tar miserias o injusticias, sino de buscar sus causas, para remediarlas dentro de lo posible. Ello es potencialmente divisivo, pues al buscar causas de males sociales se entra en él campo de los análisis, de la ideología y de la política. El discurso sobre las causas de la pobreza es siempre con-flictivo.

Los actuales obispos no difieren entre ellos ciertamente en cuestiones doctrinales o morales, pero sí en su diferente apreciación y toma de posición ante la situación sociopolí-tica de su país. Los presbíteros, religiosos y militantes to­maron el pésimo hábito de "etiquetarse" mutuamente, no por su teología, espiritualidad o concepto de la parroquia •—en todo esto se mantiene la tolerancia evangélica— sino por ser de "derecha", de "centro" o de "izquierda" en su ideología política. En este terreno hay menos capacidad pa­ra trabajar en común.

Documentos de Iglesia notables, como los de la Conferen­cia de Medellín, encontraron consenso en sus contenidos más intraeclesiáles —religiosidad popular, comunidades de base, etc.— y fueron conflictivos en sus contenidos socia­les. Las discusiones en torno a la teología de la liberación no versan tanto sobre sus contenidos bíblicos, como sobre sus presupuestos sociales, y a veces ideológicos. Los exege-tas y teólogos avanzados y secularizantes a la europea, go­zan de más tolerancia que los "tercermundistas".

Los malos entendidos suelen ser la antesala de las divi­siones, y hoy no nos estamos entendiendo en temas que forman parte de la enseñanza social de la Iglesia, y que al ser miradas con anteojos ideológicos, dividen. Predilección por los pobres, liberación de los oprimidos, lucha social, construcción de una sociedad más justa, dimensión social de la fe, producen en algunos adhesión y en otros alergia.

¿Estaremos los hombres de Iglesia ideologizados más allá de lo legítimo? ¿No nos preocupan en exceso las ideologías sociopolíticas? ¿Estos criterios no pesan demasiado en el

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alto mundo eclesiástico, en vista de nombramientos, valo­ración de instituciones o tomas de posición? Probablemente la Iglesia de comienzos del siglo xxi mire con estupor mu­chas de nuestras actitudes y disensiones actuales, así como nosotros miramos de igual modo muchas actitudes de los eclesiásticos del siglo xix. Pues ninguna generación cris­t iana escapa a las limitaciones de su visión y nosotros no somos excepción, aunque hayamos vivido un Concilio re­novador.

Lo que sí corresponde a nuestra generación es no debili­tar a la Iglesia en su misión evangelizadora, buscando ca­minos de convergencia, respetando el pluralismo y realizan­do en todo la caridad. Para ello está comprobada la enorme dificultad de unirse a través de análisis o ideologías so­ciales, pues esto pertenece al terreno del pluralismo y de la libertad en la Iglesia, dentro de límites bastante amplios. Pero necesitamos consensos fundamentales, en el terreno de lo social. Pues la seriedad del problema está en que los cristianos se muestren divididos en esta área, que precisa­mente para el magisterio es prioritaria y en la cual se juega la fe de muchos hombres. Sabemos que para evange­lizar al hombre latinoamericano, la Iglesia debe dar un testimonio social, y testimonio supone unidad. Unidad en el pluralismo, pero unidad.

¿Cómo hallar la convergencia deseable en las diversas orientaciones sociopolíticas de los cristianos? Estamos ante una de las utopías del Evangelio; por lo tanto ante una tarea posible pero siempre inacabada.

MÍSTICA E IDEOLOGÍAS

Por de pronto, pienso que la unidad pastoral de la Igle­sia, no es posible ni deseable construirla en torno a aprecia­ciones, análisis o programas sociales comunes. La convoca­ción de los católicos en las mismas instituciones sociales y políticas es un camino hoy impracticable y siempre ambi­guo. A la hora de la evangelización misionera y del test i­monio valeroso, es insuficiente como motivación.

Creo que la unidad de ios cristianos de diversas ideologías sociales o políticas se da de hecho al nivel de la mística. Es decir, de las motivaciones últimas de sus opciones con­tingentes. Esto se puede demostrar hoy en numerosas co­munidades cristianas, muy plurales en las ideologías de sus

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componentes, pero donde el intercambio cristiano llegó a explicitar sus motivaciones evangélicas. Lo que une pro­fundamente, más allá de las divergencias de opción, son los valores y las actitudes generadoras de las opciones, que es precisamente lo que constituye la identidad cristiana, su mística, cuya fuente no está en las ciencias de la sociedad, sino en la adhesión a las enseñanzas de Jesús.

La Iglesia es el misterio de la unidad en las motivaciones radicales del hombre, expresadas en opciones históricas diversas.

Hablar de mística en las opciones sociopolíticas de los cristianos es cuestionarlos en el "porqué" evangélico de esas opciones. Si estos "porqué" ya no tienen vigencia real, será muy difícil superar las divisiones.

Así, si la mística del combate político del cristiano es realmente el mandamiento de la caridad, su opción pro­gresista o conservadora lo podrá llevar a tensiones con otros cristianos de su comunidad, pero no al rompimiento. Si la mística de la liberación de los oprimidos se basa realmente en la enseñanza de Jesús y de la Iglesia sobre el pobre, ésta puede ser conflictiva y admitir diversas op­ciones, pero no divisiva.

Jesús reprendió el sectarismo de sus Apóstoles que to­maban opción "sin saber de qué espíritu eran", y que "sen­tían las cosas de los hombres y no las de Dios". El "sentido" que da Jesús a nuestras opciones es la que nos hará menos sectarios y nos ayudará a encontrarnos en la raíz de nues­tras motivaciones. O buscarlas si no las tenemos.

El problema de la unidad necesaria en la Iglesia en lo social descansa no en las "negociaciones ideológicas", sino en él sentido que dio Jesús a los "porqué" de nuestras op­ciones sociales y políticas. Lo cual implica conocer los "sentidos" que nos inculca el Evangelio, leído no con los anteojos de nuestra ideología —ello no sólo no nos acerca, sino que nos aleja más al transformar nuestra ideología en mística cristiana— sino que leído con la fe de la Iglesia.

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II

EL "SENTIDO" DEL POBRE

Toda la cuestión ideológica, social y política en el mun­do contemporáneo podría concentrarse en el hecho de que hay "pobres" —personas, grupos o clases sociales, países, etc.— que viven en condiciones materiales subhumanas, en grados muy diversos.

Hasta dónde estas situaciones son fruto de la injusticia, qué caminos hay que seguir para superarlos; qué economías y qué políticas son las más ideales —o a veces viables— para solucionarlas, son las respuestas de las ciencias de la sociedad y de las ideologías. Como el Evangelio no es un manual de política social, los cristianos se dividirán, irre­mediable y legítimamente, en torno a esas respuestas.

Pero como el Evangelio igualmente nos revela el "senti­do" del pobre, los cristianos pueden coincidir en una mística común (los últimos "porqué" de sus respuestas diversas), y mantener la unidad necesaria, en la caridad y en la misión evangelizadora.

Partimos de la base que no hay verdadero cristianismo sin este sentido del pobre. No digo que es lo único que identifica al cristiano, ni aún que sea el sentido evangélico primordial: para Jesús este es el sentido de Dios y del prójimo (hermano) (Me. 12,28 ss.). Quiero decir que el sen­tido del pobre forma parte esencial del cristianismo.

El sentido del pobre es esencial porque es inseparable del amor al hermano, sin el cual no hay identidad cris­tiana. Esta identidad no se refiere sólo al mandamiento del amor (Jn. 13,34), sino más precisamente al "porqué", al "cómo" y al "a quién" de este amor. Así, especialmente por la parábola del "buen samaritano" (Le. 10,25 ss.) sa­bemos que el hermano al cual debemos querer como a nos­otros mismos sacrificándonos por él, es todo ser humano que aparece en el camino de nuestra vida, y que tiene derecho a esperar, algo de nosotros, cualquiera que sea su nacionalidad, su religión o su condición social.

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Por eso el sentido del hermano (la fraternidad cristiana universal) es el telón de fondo en que se inscriben todas las exigencias cristianas, y en nuestro caso el sentido del pobre. El llamado ai amor universal desideologiza y hace no-sectario el sentido del pobre, como el sentido del pobre va a concretizar y verificar el sentido del hermano.

Esto viene del hecho que el hermano que aparece en el camino de nuestra vida, como un llamado al compromiso del amor, se nos revela particularmente como un "pobre". Ello es no sólo un dato de nuestra experiencia humana, sino que el mismo Jesús quiso advertirnos sobre ello. En efecto, sus dos grandes enseñanzas sobre el "cómo" y a "quién" de la caridad fraterna (la misma parábola del samaritano y la del juicio final Mt. 25,31 ss.) nos muestran al hermano en concreto como un hermano "pobre" es de­cir, que tiene necesidad de nosotros. Así era el herido y despojado que encontró el samaritano; así eran los "her­manos más pequeños" del juicio final; los hambrientos, los sedientos, los sin hogar, los enfermos, los desnudos, los encarcelados...

Precisemos de quién estamos hablando, y qué podemos entender en el cristianismo por "pobre". La cuestión no es inútil, pues las divisiones de los cristianos en las actitudes sociales en que deberían estar unidos, arrancan ya de aquí. La ideologización de la mística evangélica comienza con las imágenes del pobre.

Cuando en el Evangelio y en la Iglesia se habla de "po­bres", así simplemente, hay que entender lo obvio, lo que habitualmente se entiende por "pobres". Los que en la realidad son pobres. Es verdad que también Jesús y la Igle­sia han dado a la idea de pobre una dimensión más plena y espiritual —"pobres de espíritu", "pobres evangélicos", "pobres de Yavé"— pero esta dimensión, que no se puede perder de vista en la vida cristiana, es ética y no socioló­gica. Se refiere al pecado y a la virtud, y no a la condición humana.

El "pobre" a secas, en el cristianismo (como en cualquier diccionario y en el sentido común del cual el Evangelio nunca se aparta) es el necesitado. El que tiene carencias que no le permiten desarrollarse humanamente. El discurso de Jesús sobre el pobre se refiere normalmente a ellos. En la parábola del samaritano el pobre que llama a la mise­ricordia es un herido, despojado, necesitado. En la para­

bola del juicio final los "hermanos pobres" son los que sufren hambre, sed, desnudez, enfermedad... El sentido más pleno, espiritual y escatológico que tienen siempre los conceptos en las parábolas de Jesús, deja sin embargo, siempre válido su sentido obvio.

Cuando se nos dice que Jesús se dedicaba a los pobres, estos son los leprosos, enfermos, endemoniados, turbas abandonadas, etc. Los necesitados de su tiempo. Cuando la Iglesia nos dice que los sacerdotes deben trabajar más entre los pobres, o quiere ser en primer lugar "la Iglesia de los pobres", nadie pone en duda que se trata de los pobres "reales", sociológicos, los necesitados.

La idea del pobre como necesitado es relativa y plural. Relativa, porque no es fácil precisar cuándo alguien es un "necesitado". Más aun, las "necesidades" que constituyen pobreza son variables según las culturas y las sociedades. Meter al pobre en un marco único es ya ideología; tanto la sociología como el Evangelio nos dejan un margen de imprecisión que requiere ser explicitado por cada comu­nidad cristiana. Igualmente es relativo el límite de "pobre" y "miserable"; el miserable no es sino la necesidad llevaba al extremo, lo cual también es relativo a las sociedades.

La idea evangélica de pobre es también plural, pues las "necesidades" que impiden la plenitud humana son plura­les. Las ideologías y algunos políticos suelen orillar la cues­tión, para reducir al pobre a la mera categoría económi­co-social. Pero la realidad histórica es más vasta, y el Evangelio va más allá del pobre económico. El herido de la parábola del samaritano es un pobre, prescindiendo de su condición económica, e igualmente los enfermos, los en­carcelados y los exiliados de la parábola del juicio final.

El problema consiste entonces en identificar a los pobres reales en un determinado tiempo y lugar, e identificar igualmente las pobrezas más significativas y marcantes. Esta será la tarea de cada Iglesia local, de cada comunidad, como hicieron tanto Jesús como los Profetas, para con-cientizar a sus discípulos en el sentido de los "pobres reales".

Así, cuando los Profetas llamaban la atención sobre las injusticias y llamaban a la misericordia, hablaban de "ha­cer justicia al jornalero, al huérfano, a la viuda, al ex­tranjero"... Evidentemente esas eran las pobrezas más notorias en su época, y no había verdadero compromiso con

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el pobre en esa sociedad fuera de esas categorías de perso­nas. Hay que notar que ya en el Antiguo Testamento el "pobre" no son sólo personas individuales, sino sectores, grupos de la sociedad: los jornaleros, las viudas... La pobreza siempre tuvo una dimensión colectiva.

Lo mismo en los Evangelios. Jesús identifica a los pobres como los hambrientos, los sedientos (¡Palestina era un de­sierto!), los encarcelados (Mt. 25,31 ss.), los leprosos, los ciegos, etc . . . Estos últimos agrupaban los sectores más abandonados y discriminados de esa época.

La Iglesia en América Latina procura hoy hacer lo mis­mo. Identificar al pobre, al necesitado, en sus categorías más marcantes, como "signo de los tiempos" de la pobreza en el continente. Estamos en una sociedad distinta a la de Jesús y los Profetas; el pobre hoy no es el leproso, o la viuda, o el sediento... Nuestros pobres son más bien los indígenas, los marginados en los suburbios, los obreros, los campesinos, los exiliados... En este punto es legítimo sub­rayar, que la pobreza socioeconómica aparece como domi­nante en nuestra sociedad. Eso no es "economicismo" ni marxismo, sino una constatación de hecho. Con tal de no reducir todo a esa dimensión; el sentido cristiano del po­bre nos abre a otras necesidades y pobrezas sociológicas, siempre presentes; los enfermos, los abandonados de mu­chas maneras, los perseguidos, etc. . . . Siempre existió el peligro de manipular ideológica o políticamente la idea del pobre, lo cual siempre limita su amplitud evangélica. Así se puede reducir el pobre a individuos aislados —pordiose­ros, extrema pobreza— sin considerar también la condición colectiva del pobre: razas o grupos discriminados, clases sociales... O bien se reduce a una sola clase social, o a una raza, descuidando la amplitud de las pobrezas como con­dición humana.

Con todo, el pobre económico-social, el "subdesarrollado y dependiente" es mayoritariamente el pobre que desafía la conciencia cristiana de América Latina. Así como en Europa o América del Norte esta conciencia debe identifi­car al "pobre" según otras categorías, otras necesidades humanas.

Vemos así que dentro de lo relativo del concepto de pobre, hay suficientes criterios bíblicos y sociológicos para identi­ficarlo. ¿Es necesario agregar que identificar a los pobres en el cristianismo y en la realidad sociológica, no significa

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identificar a "los buenos"? Pensar que los pobres son "bue­nos" y los otros "malos" es ideología pura. (Como es la noción contraria). Los pobres, como los ricos, son pecado­res, aunque con responsabilidades diferentes. Y hay con­vertidos y necesidad de conversión en todas las clases sociales.

El sentido cristiano del pobre no apunta a una categoría ética, sino más bien social con consecuencias éticas, como veremos en seguida. La exigencia de convertirse permanece intacta para ricos y pobres, y es en esta línea donde hay que situar al "pobre de espíritu". El pobre de espíritu es una categoría exclusivamente evangélica y ética, que tras­ciende a la del pobre a secas. Para éste, convertirse es tam­bién hacerse pobre de espíritu, libre de servidumbres in­teriores, abierto al mensaje de Jesús.

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III

LA DIMENSIÓN RELIGIOSA DEL POBRE

Lo propio y original del sentido del pobre en el cristia­nismo, no está tanto en suscitar sentimientos de compasión, de solidaridad y de justicia. Esto lo encontramos también en cualquier humanismo y en las ideologías socio-políticas. La revolución cristiana en este punto consiste en haber establecido una relación entre Dios y el pobre; en haberle dado una dimensión religiosa.

Los antecedentes de esta visión evangélica los encontra­mos en los antiguos Profetas, particularmente los Profetas del Exilio. Sabemos que la religión de los judíos de entonces estaba muy centrada en el culto a Dios, en las prescrip­ciones legales y rituales. Durante el Exilio, esta mentalidad religiosa entró en crisis, pues el pueblo se encontró sin las posibilidades de su culto tradicional. " . . . no tenemos ni un sitio donde ofrecerte primicias..." (Dan. 3,38).

En estas condiciones, los Profetas aprovechan para edu­car a ese pueblo en otras dimensiones esenciales de la re­ligión, (v. p. Is. 1,10-17; 58,6 ss. . . . etc.). Su mensaje es más o menos el siguiente: "No importa tanto no tener sa­crificios que ofrecer, porque la religión que Dios quiere y la conversión que Dios quiere es ante todo que hagan mi­sericordia y justicia al oprimido, al huérfano, a la viuda... El sacrificio que agrada a Dios es romper las cadenas in­justas, desatar los yugos, liberar a los oprimidos, compartir el pan con el hambriento, albergar a los pobres sin abrigo, vestir al desnudo...". Es decir, la caridad con el hermano necesitado, el pobre, tiene para Dios un valor religioso. Equivale a dar culto a Dios. Equivale a convertirse a Dios.

Así emerge en la Biblia la dimensión religiosa del pobre. En adelante, el sentido de Dios se irá comprendiendo y ex­presando más y más unido al sentido del pobre.

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Esto quedará consagrado y profundizado en el Nuevo Tes­tamento. Cuando María, a la espera de Jesús, proclama en su canto del Magníficat que la salvación de Dios tiene que ver con la justicia hacia los pobres (Le. 1,52 ss.), ella se sitúa en la mejor tradición de los Profetas, en la línea de los "pobres de Yavé": ese pequeño resto que había com­prendido y mantenido su fe en el auténtico mesianismo y en la auténtica religión enseñada por los Profetas.

Parece inútil traer a colación la enseñanza de los Após­toles al respecto, y como ellos han hecho de la religión cristiana un amor. A Dios y al hermano, y sobre todo al ne­cesitado, (v. gr. 1 Jn. 3,16 ss.; Sant. 2,14ss.; 5,1 ss.; etc. . . . ) .

Esta dimensión religiosa del pobre permanece intacta en la Iglesia y fue siempre enseñada por ella. Está en la doc­trina de todos los Padres de la Iglesia, de todos los Papas y de su magisterio más autorizado. Todos los cristianos saben que no se puede agradar a Dios sin tener, de alguna manera, lo que hemos llamado el sentido del pobre. Es posible que en épocas y lugares esta enseñanza se haya oscurecido, so­bre todo en la predicación y vida cotidiana. Que sociológica­mente la Iglesia haya dado otra imagen. Pero en medio de todo, y en los momentos aun de decadencia, nunca se puede desconocer que el impulso más autorizado y auténtico de la Iglesia sostuvo siempre el sentido del pobre.

Los santos, aquellos cristianos con los que la Iglesia se identifica como los que han comprendido y vivido el Evan­gelio auténtico, nos ofrecen este mismo testimonio. El san­to tiene siempre un gran sentido de Dios y un gran sentido del pobre. No hay santo significativo que no haya proyec­tado su amor a Dios en un compromiso, a menudo institu­cionalizado, con los pobres concretos de su época. Ciertas formas de compromiso hoy nos pueden parecer insuficien­tes o paternalistas —se situaban en sociedades, épocas y culturas que siempre influyeron en la mentalidad de la Iglesia y de los santos—. Pero lo que interesa aquí es la mís­tica del pobre como parte privilegiada de su espiritualidad.

La vigencia de esta mística en la pastoral corriente es un hecho que refuerza la dimensión religiosa del pobre como esencial e "intuitiva" a la Iglesia. La experiencia perma­nente nos enseña que cuando un cristiano o grupo de cris-

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tianos inicia su conversión, comienza a tomar en serio su fe, se plantea en seguida el problema de los pobres que los rodean. Qué hacer por ellos, cómo comprometerse, cómo compartir y solidarizar. Nuevamente las formas de acción pueden no ser siempre las más maduras y adecuadas; lo interesante es la percepción religiosa del compromiso con los pobres como esencial al itinerario de la conversión.

Esta intuición cristiana, universal y fundamental, no puede tener otro origen que la enseñanza del Evangelio, de la cual la Iglesia es eco fiel, y los Profetas fueron su precursor.

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IV

EL POBRE EN LA ENSEÑANZA DE JESÚS

La enseñanza vivida y predicada por Jesús sobre el pobre, no sólo confirma, sino que va mucho más allá de la ense­ñanza de los Profetas, del Antiguo Testamento. Leyendo los Evangelios, hallamos lo siguiente:

1. A partir de la parábola del juicio final (Mt. 25,31, s-. . . . "venid benditos de mi Padre, tuve hambre y me disteis de comer, etc. . . . apartaos de mí, malditos, tuve hambre y no me disteis de comer, etc. . . .") el sentido del pobre apa­rece camo una condición necesaria para la salvación.

En efecto, aquí Jesús explícita un criterio importante por el cual El distinguirá los "buenos" de los "malos". Este criterio mira la actitud que se ha tenido con él hermano necesitado (simbolizado por el hambriento, el sediento, etc.). Aquel que durante su vida se abrió a la necesidad del hermano que apareció en su camino, entrará en el reino. El fin se cerró sistemáticamente al pobre, quedará fuera de él.

Aunque no debemos reducir la eriteriología de la salva­ción cristiana a esta parábola —Jesús también ha indicado otros criterios de salvación y condenación: el amor a Dios por sobre todas las cosas, la oración, la verdad, la fidelidad en el amor, etc.— aquí sin embargo, nos señala que el sen­tido del pobre forma parte del camino de la salvación.

2. En la misma parábola, Jesús aun va más allá en su enseñanza sobre el pobre, llegando hasta identificarse con él. " . . . lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños" —los hambrientos, desnudos, enfermos, etc.— "a mí lo hicisteis" (Mt. 25,40).

El sentido de pobre que aparece como intuitivo al cris­tianismo, tiene aquí su última raíz evangélica: la fe nos lo revela como sacramento de Cristo, misteriosamente identi­ficado con El. Aquí emerge nuevamente la dialéctica bíblica entre la fraternidad universal y el privilegio del pobre:

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Jesús se identifica con todo ser humano, cercano o lejano, pobre o rico; Jesús se identifica de una manera privilegiada con el prójimo necesitado. Cristo explícito en su enseñanza esta identidad ("a mí lo hacéis") con más fuerza que cual­quier otra. Por eso podemos hablar de la dimensión reli­giosa del pobre.

Durante su visita a América Latina en 1968, durante el Congreso Eucarístico de Bogotá, el Santo Padre dedicó un día a encontrarse con los que representaban a los más ne­cesitados del continente: los campesinos. El encuentro, en los llanos vecinos a la capital, era altamente simbólico: el Papa y los pobres, la Iglesia que daba testimonio de su sentido del pobre.

Desde entonces se me grabó la forma como Pablo VI ini­ció su discurso: " . . . he venido aquí para venerar a Cristo en ustedes...". Estas palabras, que el Papa no había dicho a ninguna otra categoría de personas durante su visita, no eran en absoluto demagógicas. Eran el eco genuino de la enseñanza de Jesús y de la Iglesia: Cristo está vivo muy particularmente en los más pobres de nuestros hermanos.

Si el compromiso con el pobre nos pone en el camino de la salvación, sus motivaciones evangélicas nos ponen en el camino de la santificación. La presencia de Jesús en él transforma nuestro compromiso en un camino de espiri­tualidad cristiana.

3. A partir sobre todo de la enseñanza de San Lucas, el sentido del pobre para Jesús no sólo es significativo en or­den a la salvación o a la espiritualidad cristiana. Lo es igualmente en orden a la evangelización y a la misión de la Iglesia, Jesús nos enseñó que la autenticidad y la cre­dibilidad del Evangelio está unida al hecho de que la co­munidad que evangeliza privilegie o no a los pobres en su predicación y en sus tareas de liberación humana.

En otras palabras, en cualquier pastoral, aquello que la hace auténtica y creíble para los demás, es la opción por evangelizar y liberar, en primer lugar a los pobres. Dos dimensiones inseparables en la enseñanza y en la actividad de Jesús.

En la sinagoga de Nazaret (Le. 4,13 ss.), Jesús quiere afirmar la credibilidad del mensaje que comenzaba a anun­ciar. Para ello, recurre a la profecía de Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí, por él me consagró. Me envió a traer

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la Buena Nueva a los pobres" —los pobres son privilegiados en la evangelización— "a anunciar a los cautivos su liber­tad y devolver la luz a los ciegos; a despedir libres a los oprimidos..." —los pobres son privilegiados en la liberación.

Es verdad que el sentido evangélico del discurso de Jesús apunta a una ceguera, a una opresión, a una cautividad más interior y profunda que las solas categorías socioló)-gicas: la ceguera, la opresión y cautividad del pecado. Pero esta significación plena se hace creíble y significativa por el hecho que también es acompañada por la liberación de las cegueras, las opresiones y las cautividades humanas.

Eso se clarifica cuando vemos la actitud de Jesús anun­ciando la Buena Nueva: Cristo en medio del pueblo, unió siempre su llamada a la fe y a la conversión de ese pueblo, con su empeño por liberar a los más pobres de sus servi­dumbres humanas, dentro de sus posibilidades, y yendo al encuentro de las ocasiones. "Predicaba la Buena Nueva del Reino y sanaba todas las dolencias y enfermedades de la gente" (Mat. 4,23).

La misma enseñanza, aún más explícita la tenemos en San Lucas (7,18 y ss.). Los discípulos del Bautista están inquietos por saber si es Jesús el auténtico Mesáas, o si deben esperar a otro. Juan los envía a hacer la pregunta al mismo Cristo. Este no les contesta directamente sí o no. Más bien les hace ver lo que significaba su manera de ac­tuar y de predicar. Está en juego, pues, la autenticidad y credibilidad del Evangelio de Jesús.

"En ese momento Jesús sanaba a mucha gente afligida de enfermedades, de achaques, de espíritus malignos y de­volvía la vista a muchos ciegos. Jesús contestó a los men­sajeros: vayan a contarle a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son purifica­dos, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia la Buena Nueva a los pobres.. ." (Le. 7,21 y 22). Para Jesús, el que la gente afligida fuera liberada de sus servidumbres, y que los pobres recibieran la Buena Nueva, eran las ga­rantías de credibilidad de su misión.

Este pasaje es extremadamente interesante, tomado en todo el contexto evangélico y en vista de la misión actual de la Iglesia. Nos muestra que la evangelización y la libe­ración de los pobres deben ir simultáneos. Nos señala la verdadera naturaleza de la evangelización liberadora.

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La liberación que Jesús ofrecía a los afligidos iba más allá de la sola curación corporal, por liberadora que esta fuera. Jesús promovía, integraba, des-marginaba social-mente a estos necesitados. Es típico el caso de la curación de los endemoniados, los leprosos y los ciegos, categorías sociales a las que Jesús privilegió en sus curaciones, como lo atestiguan los cuatro evangelistas. Son los milagros que más destacan y que más número de veces señalan.

Es que los endemoniados, los ciegos y los leprosos eran muy especialmente los "parias" de esa sociedad. Los le­prosos y los posesos eran como no-hombres, despreciados y evitados hasta el extremo. Los ciegos —según la tradición judaica y oriental— eran sospechosos de pecado: la cegue­ra, era también un mal moral. "Maestro, ¿por qué está ciego? ¿Por pecado de él o de sus padres"?, preguntan a Jesús en la curación del ciego de nacimiento (Jn. 9,2). Al devolver la salud a estos afligidos, Jesús los libera de una miseria corporal y de una servidumbre social.

Estas liberaciones, ciertamente eran parciales y preca­rias. Insuficientes desde el punto de vista de una liberación plena de estas personas (aun mantenían otras formas de servidumbre, podían volver a ser víctimas de esas enferme­dades). Insuficiente desde el punto de vista de una libera­ción global, que llegara hasta las causas y las estructuras de la opresión de esos pobres. No estaba en la misión de Cristo resolver por sí mismo todas las aflicciones y toda la problemática social de su época. Tampoco era ese, por lo tanto, el primer objetivo de sus curaciones y milagros.

La significación más honda de estas liberaciones huma­nas, precarias y limitadas como eran, consistía en mani­festar que la Buena Nueva que El anunciaba era una reali­dad auténtica y creíble. Eran liberaciones suficientes para mantener la esperanza en que el Dios de las Promesas, el Dios liberador, estaba ahí presente y que no se había olvidado de su pueblo. "...Dios ha visitado a su pueblo" (Luc. 7,16).

Al mismo tiempo, Jesús "anunciaba la Buena Nueva a estos pobres". Los evangelizaba. Los llamaba a la fe y a la conversión; a lo que hoy llamamos la "liberación inte­rior": la de sus pecados, egoísmos y servidumbres espiri­tuales. Para Jesús, esto lleva a su plenitud la liberación de las pobres; garantiza la liberación de las servidumbres

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sociales, dándoles su fundamento interno y su significado último: "Afánense, no por la comida de un día, sino por otra comida que permanece y da vida eterna. . ." (Jn. 6,27).

Es decir, el pobre no es sólo un oprimido o necesitado social. Es también como todo ser humano, un pecador que necesita de conversión. Al liberar al paralítico de su mise­ria (Le. 5,17), Jesús garantiza ante los doctores de la ley su poder de liberar de los pecados, subrayando así el con­tenido principal de su predicación y actividad salvadora.

Esta línea de acción de Jesús —de la cual Pablo VI se hace eco, en la "Ev. Num." cap. 3, por mencionar sólo una orientación de Iglesia reciente— es capital en una pastoral que quiere ser fiel al sentido del pobre. La evangelización de los necesitados y oprimidos no consiste sólo en con-cientizarlos, y acompañarlos en sus promociones y libera­ciones humanas, no es tan sólo trabajar por la justicia y los derechos de los débiles: Es ciertamente todo esto, pues de lo contrario la liberación que trajo Cristo no se realiza en su totalidad, y el anuncio de la fe carece de cre­dibilidad y de referencia histórica. Pero es también, la evangelización en el mundo de los pobres, un llamado igual­mente urgente a su conversión, a la fe en Jesús, a la li­bertad interior y al servicio del "otro". Pues, en suma, tam­bién los pobres deben tener y ser fieles a lo que- hemos llamado "el sentido del pobre". Como categoría cristiana, esta es universal.

Las ofuscaciones y ambigüedades que atenían contra una evangelización de los pobres en la línea de Jesús, se debe en buena parte al hecho de que "el pobre" está en un pun­to de encuentro entre la sociología y la fe. De ahí la com­plejidad de toda cuestión, y sus características a veces divisivas. La fe une a los cristianos; la sociología suele di­vidir.

Está además la cuestión de las mediaciones, sobre todo colectivas, con que los cristianos quieren expresar su sen­tido del pobre. Pues las expresiones del servicio al pobre —sobre todo al pobre colectivo, categoría, clase social—• son también un lugar de encuentro entre la caridad y la sociología práctica (acción cultural, acción política, acción económica, etc.). La caridad nos debe unir, pero las me­diaciones sociales con que esta toma cuerpo a veces nos

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divide: la caridad liberadora se mediatiza a partir de aná­lisis, opciones, modelos y caminos de justicia, estrategias de acción... De ahí las opiniones e ideologías diversas tan­to políticas, económicas, históricas y sociales.

Desde el punto de vista del sentido evangélico del pobre, todo esto es legítimo, y no debería amenazar la unidad fundamental de la Iglesia. Cuando la amenaza, es que las ideologías tienden a evacuar la dimensión religiosa y la enseñanza evangélica sobre el pobre y su liberación.

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V

EL POBRE COMO PECADOR

El Evangelio nos ha enseñado dos cosas, entre otras, sobre la evangelización liberadora: cuando anunciamos la Buena Nueva a los pobres trabajamos por su liberación humana, porque son víctimas del pecado de la injusticia; los llama­mos a la conversión, porque ellos mismos son pecadores. Podemos agregar que las dos cuestiones están profunda­mente unidas, y que ambas contribuyen a la construcción del Reino de Dios, en la historia y en el más allá.

La pastoral popular latinoamericana y las diversas ten­dencias de la teología de la liberación ciertamente han recuperado para la evangelización su dimensión de libe­ración de la injusticia. La dimensión del pobre como pe­cador que debe convertirse, no aparece, a lo menos por ahora, suficientemente integrada a lo anterior.

Ello tiene varias explicaciones. Por una parte, la Iglesia conoció épocas en que la predicación del pecado y la con­versión al pobre, tuvo características alienantes. Redujo el Evangelio del pobre a sus pecados personales, a su sal­vación ultraterrena. Esta tendencia está muy marcada en cierta religiosidad popular. Hoy sabemos que la libera­ción social forma parte de la religión y del anuncio del Evangelio. También sabemos que aquel tipo de predicación sirve de hecho para mantener las injusticias estratificadas, los privilegios de las minorías y el drama del capitalismo en el continente. En estas condiciones, decirle a los opri­midos que se conviertan, sin luchar junto a ellos porque se les haga justicia, es como decirle a alguien que lo están despojando que sea desprendido, sin hablarle de sus de­rechos y sin defenderlo de su agresor.

Por otra parte, la conciencia cristiana y la conciencia pastoral de la Iglesia, a través de los tiempos, se sensibiliza y se orienta de preferencia hacia los desórdenes humanos que más marcan la época en que les toca vivir. Cada época

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tiene, y ha tenido, sus "pecados prioritarios". Ello es parte de los signos de los tiempos. Discernirlos es propio del pro-fetismo cristiano.

Si el Magisterio de la Iglesia es una buena indicación, es legítimo concluir que la conciencia cristiana está hoy de­safiada primordialmente por las injusticias socioeconómi­cas, a lo menos en América Latina. Objetivamente aparece como "pecado prioritario". No el único. No sabemos si subjetivamente el más grave, pues ese nivel pertenece al juicio de Dios. Pero el hecho es que para los evangeliza-dores mejor preparados la denuncia de los pecados de in­justicia social, y la formación de las conciencias en estas materias, es de las tareas más eclesiales del momento.

Pero sucede a veces que la percepción de un mal objetivo, por su mismo dramatismo puede insensibilizar una concien­cia moral frente a otras expresiones del pecado. A esto se añade los valores que predominan en una cultura, en una época y que se reflejan en las insistencias de los pre­dicadores, los pedagogos y los artífices de la opinión pú­blica. La historia está llena de ejemplos. En décadas re­cientes —para hablar de la experiencia de las últimas generaciones— hemos asistido a una forma de predominio de los pecados sexuales que inhibió muchas conciencias cristianas para otras formas de desorden ético. (Notoria­mente los pecados sociales). Así es fácil que la moral evan­gélica se transforme en "ideología moral", condicionada por una cultura, por situaciones históricas y por clases sociales. Hemos conocido una "moral burguesa" reducida al presti­gio social, y el leninismo inauguró un tipo de "moral soi-cialista" reducida a los valores de la revolución proletaria.

En la medida en que la injusticia socioeconómica (peca­do ciertamente dominante), absorbe toda la ética (como aconteció con el sexo), el anuncio de otros pecados y va­lores se hace irrelevante para esas conciencias, y aun pue­de parecer reaccionario. Evidentemente, la cuestión del pecado y la conversión del pobre, no es fácil de integrar en este contexto. En los pecados sociales y en la proble­mática de la liberación, el pobre es víctima, y hablar de su conversión es distraer de los verdaderos problemas de in­justicia, y decir una cruel ironía.

Por otra parte sabemos por experiencia humana y pas­toral que el subdesarrollo, la pobreza crónica, la explota­ción llevan a una marginación moral, o incapacidad de

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adherir a ciertos ideales morales. La teología tradicional siempre habló de ello, aplicándolo a ciertos casos. Por ejem­plo, en extrema necesidad, el apoderarse de lo necesario para subsistir no es inmoral: en este caso los bienes son comunes.

La misma reflexión suscita la moral sexual ahí donde la promiscuidad está impuesta por la vivienda o el ambiente de vida, o donde los pobres han sido despojados del acceso a las formas de placer legítimo. Igualmente el proble­ma del alcohol y las drogas ahí donde la frustración es una forma de vida. Para no hablar de las cuestiones de la paternidad responsable, la integración familiar y otras.

Se suscita entonces la pregunta sobre la significación del pecado y de la conversión en el pobre, ahí donde muchas cuestiones éticas se plantean en otras categorías. Nos pre­guntamos sobre las exigencias de la moral cristiana para los explotados y los abandonados de la tierra. Nadie niega que el pobre está bajo exigencias éticas. Se trata de saber cuáles, en su condición, le han de ser propuestas.

En todo caso, toda esta problemática de pastoral concreta es bastante nebulosa para los evangelizadores. Algunos tien­den a posponer las exigencias de la conversión, y a privi­legiar la obtención de ciertas condiciones de liberación económica y social. Se acude al antiguo aforismo (que en sí es una falacia), de que "no se puede predicar de Dios a estómagos vacíos", aunque formulado en términos más actuales, más colectivos y políticos.

Con todo, la idea evangélica de la conversión de los po­bres, creo que no sólo es válida en sí, sino que además es inseparable de su liberación social.

La llamada al pobre a salir del egoísmo es permanente­mente válida, con tai que ello no se interprete en cate­gorías casuísticas. Ya vimos recién que esto no nos lleva muy lejos en el caso de los oprimidos. Estos nos obligan a volver a las categorías más evangélicas y profundas del pecado y de la conversión. Estas categorías se refieren an­tes que nada a un cambio de actitud ante Dios y ante el prójimo. Ante el sentido de la vida y de la muerte. Ante las orientaciones fundamentales de la conciencia cristiana.

Cuando Jesús pronunció su sermón de la montaña, se dirigió a las multitudes, donde predominaban los pobres y los afligidos (Le. 6,17-49). " . . .Habían venido a oírlo para

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que los sanara de sus enfermedades. Sanaba también a los atormentados por espíritus malos...". El discurso de Jesús es de liberación social ("Felices los pobres... los que ahora tienen hambre. . .") , porque les anuncia que con la exten­sión de su Evangelio, los que padecen injusticia y servi­dumbre tienen la sólida esperanza de salir de su situación y de vivir en una sociedad más fraternal, que aunque siem­pre precaria, y a veces por largos tiempos fracasada, apun­ta y anticipa al triunfo de la fraternidad en el cielo. Pero es igualmente un mensaje de conversión radical a ese mis­mo Evangelio de liberación social, en lo que tiene de exi­gencia de amor a Dios y a todos los hermanos, al cual los pobres también están llamados. Las servidumbres que pa­decen no los dispensan de la ley del amor. Más bien esta será la condición de su verdadera liberación. Es la segunda parte del sermón de la montaña:

"Pero yo les digo a ustedes que me escuchan; Amen a sus enemigos... Traten a los demás como quisieran que ellos los trataran a ustedes... Si hacen bien a los que les hacen bien ¿qué mérito tienen? También los pecadores obran así . . . Sean compasivos, como es compasivo el Padre de ustedes... Todo árbol se reconoce por su fruto.. . ¿Por qué me llaman Señor, Señor, y no hacen lo que yo digo?...".

Al unir dos exigencias: "liberación de los oprimidos" y "conversión de los oprimidos", el cristianismo presta a estos un aporte que ninguna ideología les puede suminis­trar. Por un lado los abre a la relación con Dios Padre, a través de Jesucristo, como dimensión esencial de la libe­ración, no sólo en el más allá, sino ciertamente también en esta tierra y en esta historia. Jesús asegura al pobre que su liberación no es completa sin la aceptación de la pa­labra de Dios en su vida. Jesús cuestiona radicalmente los proyectos de liberación teórica o prácticamente ateos como insuficientes. Insuficientes, por de pronto, porque reducen la liberación a las libertades económico-sociales, culturales, políticas, las cuales son auténticamente cristianas, pero parciales. Para Jesús, la religión que El enseñó es liberadora en el tiempo. Dios no es un lujo en la historia de las so­ciedades, ni la fe un complemento externo de aquello que los hombres igualmente podrían hacer por sí mismos. Jesús y su Evangelio son esenciales en la liberación social; son los protagonistas, como inspiración y fermento, de la his­toria de las liberaciones humanas.

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De otro lado, está el hecho histórico que requiere una explicación de la ambigüedad de las liberaciones sociales. Este es un problema no resuelto por el hombre. Por lo mis­mo es una amenaza para la liberación del pobre.

El hecho es que las liberaciones sociales crean gérmenes de nuevas formas de servidumbre, a veces por un huma­nismo desenfocado, ligado al inmanentismo y a la falta de apertura a lo religioso, y a la necesidad radical de Dios (la pobreza de espíritu de S. Mateo). Es lo propio de la "liberación" marxista, y una de las explicaciones de su fracaso cuando es aplicado en coherencia consigo mismo. También ha habido y hay movimientos de liberación que no excluyen al humanismo cristiano. En el caso de mu­chos países del Tercer Mundo. Pero también aquí la am­bigüedad se mantiene, y requiere una explicación que vaya más allá de las explicaciones económicas y políticas. El he­cho histórico es que ningún sistema ni ideología, antiguo o moderno, ha podido resolver sus propias contradicciones. Pocas mentes serias creen hoy día que los cambios de sistemas a través de mecanismos sociales creen por sí solos armonía social y realicen los modelos de las utopías.

El dilema está en que el desarrollo social, económico y cultural de los pobres, pasado cierto límite, pasa a ser tan deshumanizante como su miseria anterior, aunque en otros términos. Los países y sociedades ricas han logrado ciertas liberaciones, pero son chocantes, en cuanto sociedades, por su materialismo y egoísmo. Y el egoísmo es la peor de las servidumbres. Hoy muchos piensan que el desarrollo ma­terial, tecnológico, económico, etc. debería detenerse en un cierto máximo que permita su control por el hombre. No sólo por motivos ecológicos o energéticos, sino por sobre todo por motivos humanistas: cuando el desarrollo tempo­ral traspasa ciertos límites, crea servidumbres y efectos contrarios —deshumanizantes— a los que ese desarrollo en su comienzo quería producir.

Además, está el aspecto totalitario y tiránico de las cien­cias humanas en las sociedades altamente desarrolladas, en el sentido que pretenden una interpretación exhaustiva —y a veces unilateral— del hombre. La sicología, la política, la economía pueden deformar al hombre sumergido en esas sociedades. Y sabemos cómo toda deformación del hombre bloquea el camino de Dios y dificulta su anuncio.

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A muchos pobres se les plantea el dilema de elegir entre la pobreza y el egoísmo; no parece fácil detenerse en la línea divisoria del desarrollo que libera y el desarrollo que corrompe. El conflicto evangélico entre "ganar el mundo" y "perder el alma" se aplica también aquí.

Es que el pobre, como todo hombre lleva en sil la tenta­ción de la ambición, del egoísmo, del dominio y de la ri­queza. Si estos pecados no se apoderan de su vida, y es mu­chas veces por falta de oportunidad; oportunidad que a su vez han tenido los ricos y poderosos. Sabemos por expe­riencia histórica que la manera más rápida de corromper al pobre es dándole riqueza o poder. A veces la peor opre­sión es la del oprimido que subió en la escala social.

Traducido esto a términos cristianos, significa que predi­car al pobre su promoción sin recordarle al mismo tiempo la exigencia evangélica, de convertirse a Dios y al hermano, es dejarlo vulnerable a otras formas de servidumbre. Sig­nifica que la redención de Jesucristo no se puede reducir a la pura liberación social: requiere además esa conversión evangélica. La evangélización liberadora es un mensaje de redención, y sólo Jesús es redentor.

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VI

¿POR QUE EL POBRE?

Si el pecado atraviesa todas las clases sociales y toda la condición humana —-¿por qué el Evangelio privilegia al po­bre, con una elección previa a su condición ética?— ¿d;e dónde proviene, en último análisis, la afinidad de un Dios que es Padre de todos, con los más pobres de sus hijos?

Por otra parte, la palabra de Jesús que más explícita esta opción —las cuatro bienaventuranzas de San Lucas, que alude a los pobres en segunda persona, es decir a los afli­gidos y necesitados concretos que lo escuchaban— va unida a los cuatro "ayes" en que alude a los ricos. Al declarar la riqueza objetivamente conflictiva con el Evangelio —previo a la ética de los ricos concretos— Jesús subraya todavía más el privilegio evangélico del pobre y su afinidad obje­tiva con el Reino de Dios.

Responder a estos interrogantes equivaldría a conocer a fondo el mensaje cristiano, y sobre todo el misterio de Dios que se nos reveló en Jesucristo. Y ello lo sabremos plena­mente sólo en el cielo. Por ahora, nuestra fe, sin embargo puede ya atisbar algo.

Por de pronto, no es extraño que Dios se constituye par­ticularmente en liberador de los más necesitados y opri­midos, así como también se establecerá como redentor pri­mordial de los más pecadores. "Son los enfermos los que tienen necesidad de médico, no los sanos". Este mismo mo­vimiento de Dios hacia "lo que no es", hacia "los últimos", es precisamente el más apto para revelar que la redención es una gracia, un don gratuito de su amor. La redención y todo lo que ello implica: la liberación es una gracia, la conversión es una gracia, la bienaventuranza del pobre es una gracia.

En medio de la condición humana donde sólo podemos conocer los "atributos" y "cualidades" de Dios a través de su acción entre los hombres (revelada en los actos de Je­sús). La misericordia de Dios se hace visible en el miserable

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redimido, su perdón en el pecador perdonado, su liberación en el pobre liberado. El privilegio del pobre es un destello del amor gratuito de Dios Padre, esencial para comprender el cristianismo.

Igualmente nos revela otra característica de su amor, in­comprensible para cualquier religión o discurso racional sobre Dios fuera de Jesucristo. El amor de Dios no sólo es gracia, misericordia y poder. Es también solidaridad his­tórica y sufrimiento por el hombre. Pero esta dimensión de su amor sólo lo conocemos al conocer a Dios en la carne de Jesucristo, al conocer el sufrimiento, el desamparo y la cruz de Jesús. Los necesitados y afligidos son el sacramento mudo de la dimensión sufriente del Señor, y de la expresión más radical de su amor: hacerse un Dios impotente por nosotros...

El privilegio del pobre, del necesitado, del sufriente e impotente, es el de ser, cualquiera que sea ser condición subjetiva ante Dios, un signo viviente de la humanidad de Cristo, hecho pobre, necesitado, sufriente e impotente por amor a nosotros. Un signo de que toda opresión y miseria ha sido ya asumida por Jesús sufriente y pobre, pero en definitiva resucitado; que esta resurrección transforma en su raíz la desesperación y la impotencia, y que es la ga­rantía de la liberación de todos los abandonados de la tierra. Desde que Cristo asumió todo lo negativo de la con­dición humana, menos el pecado, entre El y los necesitados se establece una relación religiosa: el pobre nos lleva a la experiencia de la pobreza de Jesús y de su amor solidaria. Jesús nos lleva a la esperanza cierta de que esa pobreza ya está radicalmente liberada, y que asumida por los pobres puede ser camino de redención para ellos y para los que les son solidarios.

El Dios de Jesucristo es al mismo tiempo "pleroma" (ple­nitud) (Colos. 1,15-2.0: "...porque así quiso Dios que la plenitud permaneciera en El . . .") y "kenosis" (anonada­miento) (Filip. 2,6-8): "...se rebajó a sí mismo hasta ya no ser nada, tomando la condición de esclavo...") y su "kenosis" como opción de su amor se nos revela en la "kenosis" de los pobres.

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VII

EL SENTIDO DEL POBRE COMO ESPIRITUALIDAD

Si el discurso sobre el pobre nos proyecta al centro mismo del Evangelio, por lo mismo nos conduce al corazón de la espiritualidad cristiana. Como lo advertimos más arriba, genera una mística, antes de mediatizarse en ideología.

Inherente a la mística católica, el sentido del pobre arraiga las motivaciones de las luchas y compromisos por la liberación y la justicia en valores absolutos. Además autentifica los valores de interiorización y contemplación, también inherentes a toda espiritualidad católica.

La mística evangélica del pobre es el valor absoluto en la causa de los oprimidos.

Toda causa requiere una ética, debe justificarse en va­lores. Si no, es pragmatismo o pura ideología "científica". Esto se aplica evidentemente en las acciones por la justicia y la liberación. En estas acciones, no todo, ni mucho me­nos, está arraigado en valores absolutos. Se puede cola­borar en la promoción de los débiles y en la lucha contra las formas de pobreza por motivos y valores muy relati­vos. Pueden ser valores oportunistas y estratégicos: siendo los pobres la mayoría de la población humana (a nivel mundial los dos tercios de la humanidad sufre de necesi­dades deshumanizantes, e igualmente a nivel de América Latina), las injusticias, los abusos y los contrastes crean tensiones de carácter explosivo, lo cual es siempre incon­veniente para el "mundo privilegiado". Igualmente las pre­siones políticas pueden obligar a ciertas liberaciones; tam­bién la necesidad de mantener un equilibrio de poderes en el mundo y en las sociedades contemporáneas.

Las ideologías que apuntan al cambio hacia una nueva sociedad, necesariamente integran en su utopía las libe­raciones de los explotados. Ahora bien, al estudiar por ejemplo, los socialismos científicos, surge la duda de si esa

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liberación es una opción ética (si está motivada en valores humanistas absolutos), o bien se concibe como resultado de un proceso de la historia, "científicamente" inevitable, al cual hay que adherir. Si la liberación es parte de un sistema interpretativo de la historia (como asegura el marxismo), entonces no queda espacio para la libertad del amor: la absolutización de las ciencias de la historia elimi­na la ética del pobre. Probablemente no en la conciencia subjetiva y en las acciones de los adherentes al sistema, pero sí en el sistema mismo como motivador. Si, los siste­mas ideológicos tienen una ética, pero su centro de gra­vedad no es el hermano necesitado, sino la fidelidad a un proceso histórico considerado como "científico", que lle­varía a la liberación de los hombres. Entre otras, está una diferencia importante entre el humanismo marxista y el humanismo cristiano.

A la larga, para la conciencia leal que lucha por la justi­cia, se plantean "las preguntas últimas" - ¿Por qué es in­justo el contraste actual entre las naciones —y clases so­ciales— ricas y pobres? - ¿No podría ser eso normal1? -¿Quién nos asegura que el mundo debe —y puede— ser de otra manera? - ¿Por qué la explotación del hombre por el hombre es inmoral? - ¿No podría ser una necesidad de la naturaleza y de la historia, que premian al más dotado y al más hábil? - ¿Por qué los derechos humanos; quién nos asegura que todos los hombres son básicamente iguales, así como las razas y las culturas? - ¿Los resultados históricos no nos dicen otra cosa?

Las "últimas preguntas" nos llevan más allá de los prag­matismos y de los sistemas ideológicos. Nos obligan a buscar los últimos valores de la condición humana, es decir una ética, y a encontrar en los valores proclamados por Jesús (la paternidad universal de Dios, el valor absoluto de cada hombre y la primacía del amor), su último fundamento. Para el cristiano, en esto consiste la espiritualidad. Al cor locar el sentido evangélico del hermano, y particularmente del pobre en la raíz de la justicia y de la liberación, eli cristianismo aporta a la liberación su fundamento místico y absoluto.

Además, el sentido evangélico del pobre es la auténtica verificación de los valores interiores y contemplativos de la espiritualidad cristiana.

La contemplación cristiana y la caridad con el hermano son dialécticos, complementarios y mutuamente verifican-

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tes en la mística católica. La cuestión surge cuando nos preguntamos por la autenticidad de la oración —toda for­ma y estilo de oración—. ¿Cómo asegurar que mi oración es cristiana, y no la pura expresión del sentimiento reli­gioso similar a otras religiones ? ¿Cómo verificar que mi oración no es un refugio psicológico, o una sutil renuncia de mis exigencias, búsquedas y responsabilidades, o aún una alienación?

La respuesta a estos interrogantes de parte de los gran­des místicos católicos, y en general de los maestros espiri­tuales es a primera vista sorprendente. En la mejor tradi­ción cristiana, la oración no tiene verificación en sí misma. Es decir, la experiencia subjetiva que nos aporta la ora­ción —ya sea en privado o en comunidad— no es el criterio decisivo para evaluarla. Puesto que la contemplación es esencialmente una actividad de la fe y de la caridad, y no de las facultades sensibles o intelectuales, su realidad pro­funda no es experimentable psicológicamente. De ahí que los escritores místicos son escépticos y nos ponen en guar­dia con relación a las experiencias sensibles, aun las ex>-traordinarias, que pueden acompañar la vida contemplati­va. Para ellos todo eso es insuficiente, y aun puede ser un engaño. La contemplación cristiana no se puede evaluar a partir de sí misma.

Su verificación es indirecta: se expresa en la praxis de la caridad fraterna, en la fidelidad al sentido del hermano y del necesitado. La oración se verifica en la vida, en el compromiso fraterno.

Los maestros de la espiritualidad expresan esto de diver­sas maneras y en el lenguaje de su época. Para Santa Te­resa de Avila, la contemplación descrita por ella en las "Moradas", es auténtica cuando va acompañada de la hu­mildad y la caridad hacia los demás. Para San Juan de la Cruz, toda experiencia aparentemente mística es vana y sospechosa si no se verifica en la imitación de Cristo, sa­crificado hasta la cruz por sus hermanos. La misma ense­ñanza la encontramos en los Ejercicios de San Ignacio.

Todo esto es coherente con el Evangelio, que presenta la auténtica espiritualidad como dos amores inseparables y mutuamente verificantes: el amor a Dios y al hermano, precisamente al hermano pobre y necesitado, como lo ilus­tra la parábola del Samaritano y del Juicio final.

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Esta enseñanza evangélica, que nos ha conducido a ve­rificar la oración y toda la contemplación (el amor a Dios) mediante el sentido del pobre, nos conduce igualmente a la verificación inversa: el sentido del pobre como valor ético cristiano (como espiritualidad: a causa de Jesús y de su Evangelio, y no como pragmatismo o puro sistema ideoló­gico) se autentifica cuando el compromiso por la causa de la justicia y de la liberación nos lleva en la práctica, a encontrarnos en la oración, en el Evangelio, en la Euca­ristía, con el mismo Señor que hemos experimentado, de otra manera, en el servicio al hermano. Con el Señor como persona viviente, única fuente confiable de justicia y de liberación del pobre.

Se verifica así un hecho fundamental de la mística ca­tólica, que parecemos haber olvidado: existe una relación entre la verdad, la autenticidad y la experiencia cristiana; ya sea experiencia contemplativa, ya sea la experiencia del compromiso. La experiencia de Dios y del hermano amados son los criterios más decisivos de la verificación espiritual.

Hay un hecho turbador en la experiencia y evolución de muchos católicos militantes por la lucha por la justi­cia. Mas son absorbidos por las tareas sociales, culturales y políticas en servicio del pueblo, más parecen alejarse de to­da explicitación de su fe —de la práctica de la fe—. La dia­léctica evangélica: el sentido del pobre conlleva y refuerza el sentido de Dios, no parece realizarse.

¿Qué es lo que ha sucedido? Probablemente la ideología ha prevalecido sobre la ética; el sistema político sobre los derechos del pobre. Las ciencias sociales y de la historia ocultan la realidad de las personas, de los pobres concretos. El compromiso del cristiano se desliza hacia un compro­miso por un proceso histórico en primer lugar, cuya fuente ya no es claramente el amor al pobre y a la justicia, sino las ciencias de la sociedad. Estas, necesarias como media­dores de la praxis cristiana de la caridad, toman el lugar de ella. Ya no hay espacio para la espiritualidad cristiana, con toda su carga profética y contemplativa.

El sentido del sufrimiento, aparentemente ineficaz, que­da igualmente en la sombra. Olvidar el valor del sufrimiento de los pobres es, incluso, perder el sentido profundo de la historia. Esta pertenece, a largo plazo, a los que han con-

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servado el "arte" de sufrir. Por eso la causa de los desti­tuidos suscita esperanza, y la condición de los opulentos sugiere decadencia.

Eso puede explicar la dificultad actual de la Iglesia para inyectar una espiritualidad en las sociedades opulentas, y para • revelarles —si no remediar— sus servidumbres. La misma Iglesia que antes inventó hospitales, y otras mil for­mas de remedio humano para liberar sociedades de sufrien­tes, hoy parece impotente para liberar las servidumbres de las sociedades que no son conscientes de esas servidumbres, porque han perdido "el arte de sufrir".

En fin, comprendemos así mejor un hecho histórico a primera vista desconcertante: la influencia del cristianis­mo como fermento de liberación no se aprecia "en el mis­mo momento", ni siempre a corto plazo. Su verdadera in­fluencia se aprecia a largo plazo, Jesús mismo es el ejemplo más patente; su fuerza liberadora de las servidumbres sociales que El conoció, tomó cuerpo y se fue haciendo eficaz más allá de su vida mortal, y de la vida de las pri­meras generaciones de discípulos. La influencia que iba a tener el movimiento franciscano era impensable durante la vida de San Francisco, al evaluar su impacto inmediato en la Iglesia y en la sociedad en que El vivió.

Esta constante es tal vez más vigente que nunca en el mundo contemporáneo. Pero, al igual que siempre, los hom­bres y movimientos cristianos a largo plazo liberadores, siempre tuvieron esta espiritualidad "histórica", propia del sentido que comunica el pobre: por un lado aprendieron "el arte de sufrir". De otro lado contemplaron "la historia": conocían sus dinamismos, su sentido, sus valores y sus ser­vidumbres.

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VIII

LA ESPIRITUALIDAD

QUE NACE DEL POBRE

Un descubrimiento significativo de la pastoral popular —la evangelización de los pobres— ha sido el del "pobre" no tanto como el que "verifica" una orientación espiritual o pastoral, sino como el portador de valores espirituales. Los pobres evangelizan y transmiten una mística cristiana a los propios agentes de la pastoral.

Esta "espiritualidad del pobre" es inseparable de su "hambre y sed de justicia", y de su alma cultural y reli­giosa, a lo menos en nuestro continente. Lo cual nos lleva al tema de la religiosidad popular, y a su interpretación como espiritualidad cristiana.

¿EXISTE UNA ESPIRITUALIDAD POPULAR?

El tema de la pastoral popular y de la evangelización de los pobres gira, en América Latina, en torno a dos temas principales: el dinamismo del pueblo hacia la justicia, la promoción humana y la liberación; y los dinamismos pro­pios de su religiosidad. Evangelizar es incorporar en la co­munidad eclesial estos dinamismos, asumiéndolos y purifi­cándolos.

El tema de la evangelización de los "dinamismo religio­sos" está muy unido al de la evangelización de la cultura. En el pueblo hay una simbiosis entre religiosidad y cultura, expresada de muchas maneras, sobre todo en la "sabiduría popular". Esta problemática emergió en América Latina co­mo catolicismo popular. Entiendo por catolicismo popular (o religiosidad popular en la realidad de nuestro conti­nente), el catolicismo de las mayorías no suficientemente esclarecidos en su fe. Se da en todas las capas sociales, pero sólo en el pueblo (el mundo de los pobres) coincide con su cultura. Por eso se expresa ahí más al estado puro, lo cual legitima el adjetivo "popular".

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Estamos ahora en una transición interesante. En la me­dida que el catolicismo popular entra en la pastoral normal y se aprecia que es un hecho ordinario de la vida popular, y no tanto un acontecimiento extraordinario (multitudes o folklore), se le va identificando con la cultura o idiosincra­sia religiosa del pueblo. Con la sabiduría cristiana-popular. Por eso me parece que más propiamente que hablar de ca­tolicismo o religiosidad popular, habría que hablar de espi­ritualidad popular (el "ethos" cristiano del pueblo).

Esto es de extrema importancia de cara a la evangeli­zación. Cuando se habla de evangelizar las culturas y la religiosidad tenemos el peligro de quedar en la superficie de ellas, es decir, en sus manifestaciones exteriores. Prác­ticas, costumbres, tendencias a lo ritual y devocional, de­ficiente jerarquía de valores... Pero el hecho religioso no es principalmente eso (ni tampoco el hecho cultural), sino las motivaciones, las actitudes, los valores (o deficiencias) que quieran esas manifestaciones, y que a su vez son con­dicionadas por las mismas.

Pero hablar de motivaciones, actitudes y valores es hablar de mística o de espiritualidad. Toda fenomenología religiosa tiene su espiritualidad, como la dimensión más importante. Evangelizar una religiosidad no es primeramente introducir cambios en las prácticas y manifestaciones exteriores, sino antes que nada mejorar sus motivaciones e inyectar valores evangélicos. Así se purifica y cristianiza el "ethos religioso" del pueblo (su espiritualidad), desde dentro. Eso traerá nor­malmente los cambios deseables en las manifestaciones, a partir de ellos mismos.

En suma, el punto de contacto de la evangelización es siempre el "ethos" de las personas y grupos, y en nuestro caso, la espiritualidad —católica— popular. De ahí la insufi­ciencia de los planteamientos sobre el catolicismo popular que excluyen la dimensión mística del pueblo, o que pro­curan analizar las expresiones externas con todas sus coor­denadas culturales, religiosas, sociales e históricas, dejando en la penumbra la raíz, el "ethos" espiritual.

Evangelizar en esta perspectiva es evaluar y hacer crecer una espiritualidad. Como cualquier expresión de la "espiri­tualidad que nace de los pobres" tiene sus fuerzas y sus debilidades. Como todas las expresiones espirituales del ca­tolicismo en la historia de los pueblos, la "espiritualidad

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popular" sufrió los condicionamientos de su propia cultura y de las condiciones sociales en que fue creciendo.

En la simbiosis con su cultura, la espiritualidad se enri­quecerá con toda una simbología popular y con su amalga­ma con la sabiduría del pueblo. La espiritualidad popular es simbólica.

Además, por las condiciones socioeconómicas en que vive el pueblo, se han ido generando las tendencias ambiguas de una "espiritualidad de la inseguridad y de la pobreza". Tendencias de un "ethos" que busca protección y seguridad en la religión, y que se expresará en las situaciones más angustiosas. A la vez como esperanza, como protesta in­consciente contra la sociedad, y como búsqueda de una seguridad radical. En su búsqueda de Dios y de esperanza, el pueblo recurrirá más a su simbología religioso-cultural (ritos, devociones) que a los caminos eclesiales oficiales. La espiritualidad popular es una espiritualidad "desamparada". Una espiritualidad en el exilio.

Pero la espiritualidad cristiana se refiere siempre al se­guimiento de Cristo; ese es su centro de concentración y de evaluación. En la espiritualidad popular, el desafío a la evangelización es el de explicar y acrecentar lo que hay de imitación de Jesús en su simbología y en su aparente exilio y desamparo.

ESPIRITUALIDAD Y SIMBOLOGÍA POPULAR

Toda espiritualidad necesita de una simbología como su expresión y alimento. No importa cuál sea su grado de pu­rificación de la fe. La simbología será más o menos densa, más o menos simple o secularizada. Los símbolos variarán según las culturas y las situaciones históricas; según la si­cología de las personas y grupos. Pero siempre serán una constelación importante en la mística católica. En el caso de la espiritualidad popular, su importancia es mayor. Por­que forma parte de una cultura marcadamente afectiva, intuitiva, plástica. Y porque las limitaciones de su forma­ción catequístico-doctrinal hacen más necesaria la presen­cia en ellos de símbolos religiosos que a través de la sensi­bilidad y el corazón comuniquen los valores evangélicos. A su vez la simbología popular expresa su experiencia reli­giosa, difícil de vehicular en formulaciones racionales: la cultura popular es básicamente simbólica (no discursiva) para expresar su ethos espiritual.

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Ahora bien, toda espiritualidad católica se expresa prin­cipalmente en tres simbologías: la humanidad de Jesús (el Cristo histórico de los Evangelios); los santos (y particu­larmente María); y la Liturgia.

Jesús de Nazaret es el centro de gravedad de toda nuestra simbología espiritual. Es el signo evangélico capital. Frente a la humanidad de Jesús —se ha repetido mucho— la espi­ritualidad popular tiene carencias.

Para ella, Jesucristo es Dios, sí, pero un Dios fuera de la historia. Fuera de la historia de los Evangelios y de nuestra historia actual. Un Dios lejano, deshumanizado, práctica­mente identificado con el Padre. Su vida, pasión y muerte nos salvaron, pero como un hecho que pertenece puramen­te al pasado. Entre el niño de Belén y el Cristo crucificado, sus dos grandes devociones, está el vacío del Cristo activo. La espiritualidad popular absorbió de tal manera a Jesús en la divinidad y en lo extraordinario, que perdió la simbo­logía de la humanidad y de lo ordinario. Jesús es símbolo de poder y de salvación divinos, pero no de seguimiento y de inspiración diarios.

¿Cómo extrañarse entonces si hay providencialismo y di­ficultad para ver a Jesús en los otros y en la historia? ¿Si a menudo se separa la devoción de la vida? La gran tarea de la evangelización progresiva de toda espiritualidad, y particularmente en este caso, es recuperar la simbología de un Dios humanado. Devolver la fuerza simbólica es ini­ciativa del Jesús histórico, que llama hoy a ser seguido, y que encarna y verifica todos los valores humanos y re­ligiosos.

Es significativo lo que sucede en las comunidades cris­tianas, educadoras de espiritualidad. El punto clave de tran­sición hacia una mejor comprensión del cristianismo y del compromiso de la fe, se da en el momento en que el católico descubre a Jesús como hombre, cercano, imitable, sin dejar de ser el Dios en el cual ya creía. Jesús vuelve a ser el símbolo capital de su espiritualidad, y con El todos los otros símbolos recuperan su plena significación evangélica.

En primer lugar los santos, y la Virgen María, Ellos si­guen siempre la suerte de las riquezas y carencias de la cristología popular. Como en^ Jesús, el pueblo ve en ellos la dimensión extraordinaria (coherente con la divinidad), y no la ordinaria (coherente con la humanidad). Se produce una deshumanización de la simbología mariana y santoral.

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Así, María es la Madre de Dios y Madre nuestra. Llena de gracia y privilegios. Poderosa y protectora. En América Latina, la simbología maternal es muy fuerte, y esto hay que atribuirlo a una gracia de Dios y a la fe de un pueblo. También a un hecho cultural que marca su espiritualidad: la idealización de la mujer en la madre, como contrapartida del "machismo".

Pero esta simbiología de María, que hay que preservar en todo caso, cuando es excluida deshumaniza a la Virgen y nutre las carencias espirituales que ya advertimos más arri­ba. María es Madre protectora, pero no modelo y camino de imitación en el seguimiento y en la colaboración con Jesucristo.

La espiritualidad mariana popular tiene que expresarse también en la humanidad histórica de María, la joven de Nazaret, que vivió como nosotros la condición de creyente, caminando en la fe junto a Jesús. Modelo de mujer, no sólo de Madre: el símbolo es siempre modelo en la espiritualidad, y al desencarnarse pierde esa condición.

La mística popular —a la cual hay que alimentar mucho más con los símbolos del Evangelio— no se agota en esta simbología puramente histórica (bíblica) de Jesús y María, o de los santos. Eso es insuficiente para su "ethos" cultu­ral, que buscó siempre plasmar también en un lenguaje devocional parabólico su percepción del Evangelio. Así por ejemplo, las devociones, apariciones o aun leyendas maña­nas no son siempre ajenas a la simbología encarnada de María de Nazaret. Son la manera propia de un pueblo de percibir y expresar esta misma simbología. Las devociones, relatos, apariciones, etc. son parábolas que se hicieron tra­dición popular, y que si no se separan de los criterios evan­gélicos, formulan con un lenguaje no-científico las mismas verdades marianas. El relato de Guadalupe es una parábola que simboliza para la mística popular a María como Madre extraordinaria, pero también como la discípula de Jesús que quiere ser fiel a la enseñanza de su Hijo: la predilec­ción por los más pequeños, la evangelización desde la soli­daridad con los pobres, etc.

Así, el lenguaje simbólico-devocional del pueblo plasma y expresa lo que más le afecta del mensaje evangélico, es decir, su propia espiritualidad.

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ESPIRITUALIDAD POPULAR Y SEGUIMIENTO DE CRISTO

Hay espiritualidad y espiritualidades, y las "espirituali­dades" son estilos, acentuaciones, experiencias particulares de la espiritualidad cristiana, que consiste siempre en el se­guimiento de Cristo bajo la guía de la Iglesia. Las espiri­tualidades, en esta única exigencia fundamental, enrique­cen el cristianismo al poner de relieve ciertos aspectos del seguimiento, ya que nadie puede imitar a Jesús en toda su riqueza espiritual.

La fe popular es, antes que nada, una espiritualidad, y preguntarnos por ella es preguntarnos por la manera pecu­liar como siguen a Cristo los pobres. O por la experiencia particular de la vida de Jesús que los pobres asumen.

Para esto puede haber varias respuestas. Creo que una de las más radicales es decir que en la fe popular se vive particularmente el seguimiento de Cristo como Siervo de Yavé. Que Jesús sea "siervo" significa que la experiencia de la "servidumbre", propia de los débiles y "condenados de la tierra" fue su propia experiencia, como resultado de su fidelidad profética. Sus opositores hicieron de El un siervo y un condenado de la sociedad (Filp. 2,6 ss.). Siervo en las discriminaciones de que es objeto, en el abandono, en su aparente impotencia para luchar contra las injusticias y en favor de la verdad; en las humillaciones, los ultrajes y las persecuciones. Su entrega a la liberación del pecado y de la servidumbre humana, lo ha conducido a ser despre­ciado, a ocupar el último lugar, a ser tratado "como escoria de la humanidad" (Ver la profecía de Isaías sobre el siervo de Yavé).

Pero la servidumbre de Cristo tiene la riqueza liberadora de una espiritualidad, porque está llena de la esperanza de la resurrección y es el camino de la liberación cristiana de todos los hombres. La servidumbre de Cristo es camino de seguimiento esperanzador para todos los "condenados de la tierra" ("Muchos últimos serán los primeros"... "el que quiera ser el primero que se haga siervo de todos... asi como jo vine a servir".. .) .

La experiencia espiritual del Siervo de Yavé es propia de aquella categoría humana que la Biblia llama "los pobres de Yavé". El pobre de Yavé es aquel que sigue a Cristo en su servidumbre y también en su esperanza.

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La espiritualidad de los pobres de Yavé se desarrolla, so­bre todo, en el Exilio. Es una espiritualidad desde el Exilio. Esto nos ayuda a comprender que la espiritualidad de los pobres se expresa sobre todo como una espiritualidad desde su condición de servidumbre. La evangelización de esa es­piritualidad será el ayudarlos a vivir su "exilio" y su ser­vidumbre liberadoramente en la línea de los pobres de Yavé.

Como el Éxodo, el Exilio bíblico es un acontecimiento po­lítico y religioso. Los pobres de Yavé han sido oprimidos y privados de todo poder. Viven en tierra extranjera. Para ellos esto es una crisis espiritual: era un pueblo educado en la espiritualidad de la promesa y de la liberación. En la creencia de un Dios fiel, que sucesivamente los había liberado de la servidumbre egipcia, los había protegido en su éxodo, los había constituido en un pueblo privilegiado y les había dado en herencia una tierra de libertad. Les había dicho que estas liberaciones eran provisorias, preludio de una liberación total que les traería el Mesías, realizador de todas las promesas.

Y he aquí que el pueblo se haya exiliado, empobrecido y sometido a la servidumbre. Parece que Dios se ha olvidado de ellos y de sus promesas. En estas condiciones, ¿cómo creer en un Dios liberador? ¿Cómo alabar al Señor en tierra extraña? (Sal. 136). Es el cansancio espiritual de los pobres. "Ahora, Señor, somos los más pequeños de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra"... (Dan. 3,37).

En estas condiciones, Dios a través de sus profetas "evan­geliza" a los pobres. Les anuncia que el Mesías liberado será un Siervo que también conocerá el abandono y la po­breza, y les enseña a vivir la etapa de la cautividad libe¡-radoramente.

El Exilio es, también, una crisis del culto y de las de­vociones. En efecto, "la práctica religiosa" de los pobres de Yavé es insignificante. No tienen el templo, ni sus sacer­dotes, ni sus peregrinaciones, ni lugares de culto. Están religiosamente exiliados. "En este momento no tenemos ni profetas, ni jefes, ni holocaustos, ni sacrificios, ni ofren­das, ni incienso, ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia"... (Dan, 3,38).

Ante esta situación global, de opresión social y de limita­ción religiosa, la respuesta que les da Dios queda fiel a las promesas de liberación, pero estas van a exigir una nueva

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actitud espiritual. Por la boca de los profetas (Jeremías, Isaías, etc.) les dice más o menos lo siguiente: "No im­porta que no puedan realizar el culto programado. Porque el culto que Dios quiere es antes que nada la fe, la mise­ricordia y la justicia" (Jesús insistirá en lo mismo en Mt. 23,23). . . ."Lo que cuenta no son los sacrificios y los ritos, sino hacer justicia al pobre, prestar socorro al huérfano, a la viuda y al anciano"... "La liberación que Dios promete hay que merecerla y prepararla mediante la Conversidn del corazón. Conversión ál hermano, al pobre, al necesita­do". . . "La liberación que Dios promete nos dará decisiva -cente en el Siervo de Ya vé y en su servidumbre... El se­guimiento de este Siervo en su entrega al hermano hasta dar la vida por él, es el camino de nuestra liberación"... (Is. 50,10 ss.).

La actitud espiritual del Exilio, que fue capaz de mante­ner la fe en las promesas de la liberación en los pobres de Yavé, va unida a la actitud de conversión, a la fraternidad y a la solidaridad, que genere esperanza y que prepara los caminos del único Liberador confiable.

LA MÍSTICA DE LOS POBRES

' Pero también pienso que nuestro pueblo vive la espiri­tualidad específica de su "catolicismo popular". Dios los acompaña en su exilio con una espiritualidad latente, mez­clada con cizaña, pero que está a la espera de ser rescatada por la evangelización.

El culto de esos pobres es la misericordia y la solidaridad con el vecino desamparado y hambriento, con el anciano, con el que no tiene trabajo, con el que tiene aun más ne­cesidad que ellos.

La fe popular es una espiritualidad porque su objeto es Dios en cuanto al único "liberador confiable". La convic­ción popular "Dios no falta"... "Solo tengo a Dios"..., es un eco más de los "pobres de Yavé" en el Exilio. "Por eso, acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde (en vez del culto de sacrificios que no podemos ofrecerte)... Que éste sea hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia, porque los que en ti confían no quedarán defraudados... Ahora te seguimos de todo corazón, te res­petamos y buscamos tu rostro"... (Dan. 3,39 ss.).

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La fe popular es una espiritualidad de liberación en pro­ceso. Mantiene la esperanza propia del seguimiento del "siervo de Yavé".

Los oprimidos creen que un "siervo" como ellos es el anunciador y el realizador de su liberación y el restaurador de la justicia... "vine a traer la Buena Nueva a los pobres, a anunciar a los cautivos su libertad... a despedir libres a los oprimidos... (Le. 4,18).

El siervo de Yavé se fija en los humildes y dispersa a los soberbios... derriba a los poderosos y eleva a los hu­mildes . . . llena de bienes a los hambrientos y despide a los ricos con las manos vacías... Es siempre compasivo con sus seguidores... mantiene en ellos sus promesas de libe­ración... (Magníficat).

Esta esperanza como actitud espiritual que lleva a vivir el exilio liberadoramente, genera la concientización cristia­na de los "condenados de la tierra", que los lleva a unirse, a organizarse para defender sus derechos, a luchar por la justicia. La capacidad de los pobres de esperar, de volver a comenzar una y otra vez, es propio de esta conciencia cristiana. Es un dinamismo de su fe. Es una prueba de que el catolicismo popular puede ser liberador.

Para terminar: la espina dorsal de la religiosidad popular es una mística, su espiritualidad. La encontramos en todas las expresiones de su catolicismo, y en todos los grados de su conciencia popular más marginal, con manifestaciones muy variadas. Hay una espiritualidad popular más devo-cional y exuberante; otras veces está más acentuada una religiosidad de actitudes hacia los demás, hacia la vida, hacia la muerte, hacia el sufrimiento.

"Refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sen­cillos pueden comprender. Hace capaz de generosidad y de sacrificios hasta el heroísmo, cuando se trata de manifes­tar la fe. Comparte un hondo sentido de los atributos pro­fundos de Dios: la Paternidad, la Providencia, la presen­cia amorosa y constante. Engendra actitudes interiores que rara vez pueden observarse en el mismo grado en quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, aceptación de los demás" (Ev. Num. 48).

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IX

EL "POBRE" COMO

"CLASE OBRERA"

Dijimos más atrás (Cap. II) que era una necesidad del realismo de la Iglesia, en cada época y en cada región, identificar al "pobre" que tiene que evangelizar y liberar. Así lo hicieron los antiguos Profetas ("hagan justicia al huérfano, a la viuda, al jornalero"...). Así lo hizo Jesús (el hambriento, el sediento, el enfermo, el ciego, el lepro­so . . . ) . Esa es también nuestra tarea actual en América Latina: identificar al pobre, las causas de su condición de pobre, las consecuencias que esto tiene para la evangeliza­r o n y la justicia. Es un deber apostólico.

Advertíamos también cómo "el pobre", en todas las so­ciedades (incluidas las que vivían Jesús y los Profetas) no son sólo personas aisladas, sino grupos homogéneos y ca­tegorías sociales. Así son "los leprosos", "los jornaleros", "los extranjeros y exiliados" (para poner ejemplos bíblicos), así como también los esclavos, los indígenas y los negros en muchas etapas de la historia. El pobre es también .una categoría colectiva.

En América Latina, este "pobre colectivo" se verifica en ciertas razas deprimidas (los indígenas), en sectores liga­dos al trabajo de la tierra (los campesinos), en los sectores marginados en los suburbios urbanos, en ciertas clases so­ciales explotadas (la ciase obrera). En esta enumeración •—que ciertamente no es exhaustiva— quisiera centrarme en el caso del pobre como obrero, o como categoría colectiva de clase obrera. Esto por constituir la categoría emergente cada vez más numerosa y significativa, y por ser tal vez la más conflictiva.

Los hombres de Iglesia —y una buena parte de cristia­nos— en su contacto con los trabajadores urbanos, fácil­mente tienen sentido del pobre, pero no tienen sentido del

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obrero y de la clase obrera. Por eso su identificación del pobre es insuficiente, como es insuficiente su orientación misionera entre esos "pobres".

Esta carencia tiene varias causas. Proviene de la dificul­tad de los hombres de Iglesia para conocer la vida obrera en profundidad; de la dificultad de adaptar al estilo de la Iglesia a las realidades del mundo obrero; y sobre todo de la dificultad de reconocer e identificar el hecho mismo de una clase obrera.

Es verdad que habitualmente hay contacto con los obre­ros y con sus problemas y forma de vida, pero habitualmen­te también en enfoque es poco colectivo. Se reconocen los hechos, pero inconexos entre sí, sin la globalidad y perma­nencia que configuran la vida obrera. Y para ello no se puede prescindir de los análisis de las ciencias de la sociedad.

Hay que reconocer, sin embargo, que existe un cierto pro­blema cuando se trata de identificar sociológicamente (o a lo menos describir) lo que es el mundo obrero, o la clas;e obrera, o incluso un obrero. Esto es complejo. Las diversas corrientes de la sociología no presentan siempre un acuerdo total. Mucho menos las ideologías. Pero hay puntos de con­sensos evidentes. La exigencia cristiana de identificar al pobre como obrero no debe esperar definiciones exactas que respondan a todas las situaciones y niveles de la clase obre­ra. Pero creemos que la realidad latinoamericana ofrece los hechos permanentes y suficientes para identificar básica­mente al mundo obrero. Para ello es necesario considerarlo en toda su globalidad, y no parcialmente y encontrar ahí el hilo conductor que nos permita conocer en profundidad esa realidad.

Hoy parece existir un acuerdo en que este hilo conductor que nos lleva a identificar a la clase obrera, es el proceso de la industrialización.

En las últimas décadas, el rápido proceso de industriali­zación de la mayoría de los países de América Latina, hace surgir un sector social (clase), numéricamente importante: los trabajadores manuales ligados al mundo industrial emer­gente.

Estos viven en condiciones estructural y relativamente inferiores a los de los otros sectores sociales llegando a dramáticas situaciones de desigualdad, de injusticia y de

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explotación. Este es un hecho incontrovertible, que ya hace casi 100 años la Iglesia reconoció desde la "Rerum Novarum" de León XIII.

Este sector numéricamente importante y deprimido, cons­tituye en nuestras ciudades en plena expansión, y junto con sus familiares, los "pobres" sociológicamente hablando. Hay que convenir que esta pobreza admite diferentes nive­les, desde salarios estables y seguridad social, hasta la mi­seria; que también el acceso al trabajo es variable, así como también el tipo, más o menos especializado, de tra­bajo. Pero hay que convenir Igualmente en que todos ellos participan de una pobreza sistemática y marginante, ge­nerada por la industrialización en países subdesarrollados y dependientes.

El criterio para identificar al mundo obrero no debe ser sólo tal o cual grado de ingresos o de pobreza. Tampoco es el hecho de que una persona "se sienta" o no obrera. Sin duda que estas circunstancias introducen matices impor­tantes que nos confirma en la complejidad de la cuestión, y que exigirá una "pastoral obrera" pluralista y adaptada a los diversos niveles y situaciones del mundo obrero. Pero esta pastoral debe apoyarse, en medio de todo, en criterios más globales, estables y objetivos.

Así se puede entender por mundo obrero las personas (y sus familias), los grupos y organizaciones, que por el lugar que ocupan en el sistema productivo, y por la subcultura que ellos han ido creando en esta situación (tipo de edu­cación, modos de vida, de consumo, valores y mentalidad), forman un cierta unidad social que se diferencia de otros grupos sociales en una sociedad que se industrializa.

La pertenencia a una subcultura común es decisivo para identificar al mundo obrero.

Igualmente es constitutivo del mundo obrero su aspira­ción —más o menos explícita— a las justas reivindicaciones sociales. El tipo de sociedad que está creando la industria­lización es contraria a sus intereses y aspiraciones legi­timas como seres humanos. El sistema social imperante genera en la práctica una doble explotación del trabajador y su familia: cuando trabaja —y peor cuando no encuentra trabajo— por su ubicación y valoración en el proceso de producción. Cuando consume, porque difícilmente sale del

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nivel de subsistencia, y es manipulado por la propaganda para consumir lo que no necesita.

Ante esta situación los trabajadores y sus familias se or­ganizan en sindicatos, juntas vecinales, etc., dando vida al "movimiento obrero". Este proceso llega a formar parte de su cultura, y de su identidad como "pobre colectivo".

Dada este contexto, el obrero es alguien cuya promoción o liberación está íntimamente ligado a todos los que, como él, viven la condición obrera. Condición que depende, ya lo advertimos, de la estructuración política, económica, cultu­ral y social de la sociedad. De ahí que se puede hablar vá­lidamente de clase obrera. Esta categoría aparece como un hecho objetivo, aunque muchos obreros no sean conscientes de esta vinculación entre su liberación individual y la de su clase.

La liberación de los obreros, en cuanto "los pobres" que debe identificar la comunidad cristiana, supone precisa­mente la organización social, política, económica y cultural que hoy se denomina "movimiento obrero".

Estos hechos hacen que la liberación obrera tenga una inherente dimensión y consecuencias políticas, ya que las organizaciones de la clase obrera buscan una estructuración más justa de la sociedad, imposible de realizar sin poder social. Y la política no es otra cosa que la praxis del poder. Para las tareas de evangelización del mundo obrero, esto es fundamental entenderlo. Cuando esto no ocurre, constituye un grave obstáculo para comprender al mundo obrero —el "pobre colectivo" de hoy— y su acción organizada y co­lectiva. Pues la liberación de los obreros pone en crisis un "orden" establecido que perjudica a los más débiles.

El hecho obrero, sumariamente descrito, exige una pasto­ral obrera. Una evangelización de acentos especiales, que la haga coherente con la compleja realidad obrera, y con la misión de la Iglesia de evangelizar las liberaciones huma­nes. De tal forma que el cristianismo como liberación inte­gral se haga amable y creíble para los trabajadores.

La Iglesia siempre ha realizado actividades pastorales en el medio obrero —siempre existió presencia de la Iglesia en ese medio. Pero por la falta de penetración histórica y sociológica de muchos evangelizadores; por su deficiencia en identificar al "pobre colectivo", al "pobre" como clase obre-

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ra, esta presencia no ha sido lo que debería haber sido, y se creó una brecha entre la Iglesia y los obreros. Personal­mente no creo que en América Latina los obreros hayan abandonado masivamente la Iglesia —y menos la fe—. Más bien los hombres de Iglesia no hemos sabido interpretarlos y hacerlos sentir en "su Iglesia"; la Iglesia se alejó de los obreros.

Hoy la situación obrera y su crecimiento numérico exigen una respuesta global, sistemática y consecuente. Creemos se­renamente que si esto no se hace, a la larga el mundo obrero escapará a la influencia liberadora de la Iglesia, y nosotros fallaremos a la cita, a la que Jesús nos convocó en el Evan­gelio: "Los pobres son evangelizados".

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EL POBRE Y LOS SALMOS: LA ORACIÓN DEL POBRE

El sentido del pobre en la vida cristiana es la llave para entender los salmos. Para penetrar en la experiencia y en la mística de su plegaria.

Los católicos saben que los salmos son oraciones. Que fue­ron inspiradas por Dios a su pueblo fiel durante el Antiguo Testamento, para constituirse en la expresión religiosa pri­vilegiada de los creyentes. Saben que Jesús, María y los Apóstoles oraban habitualmente a partir de los salmos. Sa­ben que la Iglesia asumió esta herencia y la transformó, hasta ahora, en la forma de oración más representativa del cristianismo. Pero muchísimos, incluyendo sacerdotes y re­ligiosas, no han descubierto los salmos. No se identifican con la espiritualidad de su plegaria. No entienden su mís­tica ni la experiencia de Dios que la sustenta.

La única forma de identificarse con una oración "trans­mitida" —aun cuando esté inspirada por el Espíritu Santo, como son los salmos— es participando en la experiencia espiritual expresada en esa oración. Pero el salterio es una forma de oración superior, y no es pensable que un cris­tiano se identifique con él de la noche a la mañana. El des­cubrimiento místico de los salmos implica un itinerario es­piritual, madurez cristiana y una experiencia contemplativa. Este itinerario arrastra consigo el sentido cristiano del po­bre y de la causa del necesitado y oprimido.

No es posible entender los salmos sin penetrar una de sus dimensiones más características: la oración y la expe­riencia del pobre. El pobre como creyente, como buscador de Dios, se retrata en la mística del salterio. El que no par­ticipó en su experiencia queda exterior a esa mística.

Nada hay comparable a los salmos, en toda la literatura espiritual, para penetrar el alma religiosa del pobre. Su espiritualidad en toda su crudeza. Sus aspiraciones profun-

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das, la naturaleza de sus relación con Dios. Desde esta dir mensión, la plegaria de los salmos es el grito de los pobres, de los abandonados de la tierra, que sube hasta Dios.

Como testimonio de una experiencia cristiana superior, el pobre que nos revelan los salmos vive la síntesis bíblica que Jesús formularía más adelante en las bienaventuranzas: la pobreza del necesitado, del indigente, del afligido y del perseguido, unida a la pobreza de corazón delante de Dios. Por eso, en los salmos el "pobre" es también el "humil¡de", en toda la densidad de la palabra. Esta síntesis ideal per­manece hasta hoy como objetivo de la espiritualidad católica.

SENTIMIENTOS Y ASPIRACIONES

En los salmos, la oración del pobre surge de su realidad y desamparo. Está atravesada del dramatismo de su vida. Es alguien que cree, pero también sufre. Que confía, pero tam­bién se queja. Como en cualquier experiencia de fe, la fe del pobre está sumergida en su experiencia humana, y desde ahí busca a Dios y el sentido de su vida.

Su oración es un clamor de auxilio, como lo es la condi­ción misma de su vida: "Señor, no olvides la vida de los pobres" (s. 74) . . . "¿Hasta cuándo me olvidarás? ¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro? ¿Hasta cuándo tendré con­gojas en mi alma y angustia en mi corazón? ¿Hasta cuán­do triunfará el mal sobre mí?" (s. 13). . .

Pero su queja no es desesperada, pues cree en un Dios cercano e identificado con su suerte: "Conoces mi oprobio y mis opresores... sabes que espero compasión y consuelo y no encuentro" (s. 69) . . . "Todo refugio huye de mí; no hay quien cuide de mi alma. Señor, líbrame de los perseguidores, más fuertes qué yo; saca mi alma de la cárcel; atiende a mi clamor pues estoy abatido del todo" (s. 142)...

En su aflicción, la oración del pobre refleja las tensiones del oprimido: "Convierte en trampa la abundancia de los opresores; que sus ojos no vean; que no tengan acceso a tu justicia. Bórralos del libro de la vida, y que los alcance el ardor de tu cólera" (s. 69) . . . "Y castígame si yo mismo fui injusto" (s. 7).

Las tensiones de la miseria son asumidas y transforma­das por su experiencia religiosa: "Mi Dios, no te olvides de los desdichados que son vergüenza y asco del pueblo,

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de los que no tienen socorro y están cercados por la angus­tia (s. 22) . . . "Sálvame de mis perseguidores y de los que arrebatan mi vida... Ten piedad de nosotros, que estamos saturados del desprecio de los orgullosos y del sarcasmo de los satisfechos" (s. 123)... "Señor, confío en tu amor y en tu salvación" (s. 13). La oración del pobre termina por afirmarse en el Dios de las promesas, liberador de los afli­gidos, salvador de la opresión de sus hijos.

ESPERANZA EN UN DIOS SOLIDARIO

La oración del pobre en los salmos es una oración pe­netrada por la esperanza. El no ha estudiado la Ley y los Profetas —como los pobres de hoy— pero intuye que su Dios es un Dios solidario con la suerte de los necesitados. Esta solidaridad del pobre con Dios, generadora de esperan­za, es la característica de su experiencia religosa.

La oración esperanzada de los oprimidos se dirige a un Dios que es el "Dios de los pobres", "salvador de los refu­giados" (s. 17). Es una "ciudadela para el oprimido en tiem­pos de injusticia" (s. 9). Es un Dios que "comparte el deseo de los humildes" (s. 1,0), y que desde el comienzo se reveló así tanto en sus promesas como en sus intervenciones en favor de los afligidos: "Nuestros padres esperaron y tú los liberaste, y no quedaron confundidos" (s. 22).

De ahí la firme esperanza en su Dios liberador, que ha querido anticipar la liberación total de hombre, de todo pecado y de la muerte, en la liberación histórica de las opre­siones humanas: "Los pobres comerán y quedarán har­tos (s. 22) .. .los humildes poseerán la tierra y gozarán de nueva paz (s. 137) ...los oprimidos tendrán justicia, los hambrientos quedarán hartos de pan . . . Dios soltará a los encadenados, abre los ojos a los ciegos, endereza a los encor­vados, protege al forastero, sostiene a la viuda y al huér­fano (s. 146) .. .levanta del polvo al desvalido, del estiércol al pobre" (s. 113).

Esta esperanza hecha plegaria, que sabe que no quedará defraudada, va configurando el aspecto mesiánico de Jesús como liberador de los pobres y oprimidos. Con su venida los encadenados quedan sueltos, los ciegos ven, los encorva­dos quedan sanos, los pobres reciben las primicias de la Buena Nueva prometida. Y el pobre fiel, que se identifica con la oración salmódica, va a ser declarado por Jesús co-

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mo "bienaventurado": "Comerán y quedarán hartos. . . po­seerán la tierra y gozarán de nueva paz. . . y tendrán jus­ticia" . . . El bienaventurado es el pobre y oprimido, que en su experiencia religiosa se hizo también pobre de corazón, "humilde", abriéndose a la esperanza de un Dios solidario con su causa, y haciendo de esta esperanza el alma de su oración y de la lucha contra sus adversarios.

Pues la oración del pobre emerge desde su realidad dra­mática y conflictiva, y acompaña su lucha por la justicia. En esta lucha él aparece inferior y a menudo impotente; sus adversarios tienen el poder y la riqueza, y han llegado hasta derramar su sangre. Pero el pobre no pierde la espe­ranza pues sabe que su Dios es solidario con el débil y no con el opresor, con el justo y no con el injusto. "Tú salvas al pueblo humilde y abates a los altaneros (s. 18) .. .pides cuenta de su sangre, y no olvidas el grito de los desdicha­dos (s. 9 ) . . . Tú socorres al desvalido, al huérfano, al veja­do; no desprecias al miserable ni le ocultas tu rostro... has­ta que cese la tiranía del hombre salido de la tierra" (s. 1.0 y 22). "Dios hará justicia a los humildes del pueblo, salvará a los hijos de los pobres... liberará al pobre suplicante, al desdichado y al que nadie ampara, se apiadará del débil y lo salvará de la opresión, de la violencia, y su sangre será preciosa ante sus ojos" (s. 72).

Por el contrario, "Dios aplastará al opresor (s. 72) ...los ricos quedarán pobres y hambrientos (s. 34). Y "dichosos los que se preocupan del débil y del pobre, porque serán también liberados por Dios".

La esperanza, la liberación, la experiencia del Dios de la justicia, junto con la humildad y la experiencia de su de­bilidad interior y del desamparo de la condición humana, forman parte de la oración del pobre.

UTOPIA MÍSTICA

La oración de los salmos, la oración del pobre que ahí se revela, forma parte de la utopía cristiana. Es la oración transformada en ideal, ahí donde el espíritu ha invadido totalmente el alma del pobre. Posteriormente ningún cris­tiano desposeído logró nunca orar así, pero al mismo tiempo su oración se identificó siempre con la oración de los sal­mos, que como ninguna otra oración se mostró capaz de inspirarlo.

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Oración revelada, los salmos apuntan a una utopía mís­tica; oración del oprimido, los salmos permiten a los pobres identificarse con ella, y crecer en su experiencia religiosa en la dirección de esta utopía. Jesús, el "pobre de Yavé" hecho plenitud, recurrió a esa oración en la crisis de su desamparo. En sus labios no sólo la oración del pobre cobró su máxima veracidad, sino que la oración de Jesús nos per­mite penetrar en todo lo que tiene de profético u oscuro la oración de los salmos. En Jesús se unen la experiencia re­ligiosa de un "pobre" y la utopia mística de la oración de los humildes.

De todos sus discípulos, sólo María se identificó total­mente con esta síntesis. Por eso ella es el símbolo cristiano del "pobre de Yavé", de la perfecta seguidora de Cristo, y de la oración de los pobres, que ellos pueden imitar.

La oración de María es la oración del "humilde" de los salmos; está inspirada en ellos y se identifica también con ellos. La Escritura no nos ha conservado la expresión del alma orante de María, salvo en el Magníficat (Le. 1,46 ss.). Pero esta oración nos revela mucho. En ella María se sitúa ante Dios como su "humilde esclava", y porque ésta es la raíz profunda de su pobreza, ha llegado a ser "bienaven­turada" .

María reza a un Dios santo, compasivo y salvador de to­dos; de "todos los que le temen". Pero un Dios también solidario con las víctimas de la injusticia. "Elevó a los hu­mildes... llenó de bienes a los hambrientos... dispersó a los hombres de soberbio corazón... derribó a los poderosos de sus tronos.. . despidió a los ricos con las manos vacías"...

María reza al Dios de las promesas, única esperanza de sus siervos: "Siempre compasivo, socorrió a Israel su ser­vidor, como lo había prometido a nuestros antepasados... y a sus descendientes para siempre". Por eso la confianza de María no quedará defraudada.

Como tampoco la oración del pobre. Este tiene en los salmos, encarnados en la plegaria de Jesús y su madre, el ideal de la experiencia cristiana de la pobreza y de la ima­gen del Dios al cual tiene que buscar.