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179 Guisado de perico l 3 de noviembre por la maña- na, muy temprano, nuestras avanzadas anunciaron que por el rumbo de Montemorelos se acercaba una caballería enemi- ga y poco después oímos el tiroteo, replegándose nues- tras avanzadas como se les ha- bía ordenado. Como íbamos ya por el camino hacia Lina- res, nos salimos de dicho ca- mino hacia unas lomitas o más bien altos del terreno y se entabló el combate con los pelones que después supimos mandaba el intrépido general Ricardo Peña. Como la caballería enemiga se encajonó en un callejón formado por dos cercas de alambre, matamos gran número de dragones que luego echaron pie a tierra y después de corto pero rudo encuentro logramos quitarles la caballada, mas en aquellos precisos momentos llegó un ayudante del general González or- denando la retirada, porque se deseaba economizar el parque y el general Castro obedeció inmediatamente. A Linares había Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx Libro completo en: https://goo.gl/7zy7Q4 DR © 2015. Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

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Guisado de perico

l 3 de noviembre por la maña-na, muy temprano, nuestras avanzadas anunciaron que por el rumbo de Montemorelos se acercaba una caballería enemi-ga y poco después oímos el tiroteo, replegándose nues-tras avanzadas como se les ha-bía ordenado. Como íbamos ya por el camino hacia Lina-res, nos salimos de dicho ca-mino hacia unas lomitas o más

bien altos del terreno y se entabló el combate con los pelones que después supimos mandaba el intrépido general Ricardo Peña. Como la caballería enemiga se encajonó en un callejón formado por dos cercas de alambre, matamos gran número de dragones que luego echaron pie a tierra y después de corto pero rudo encuentro logramos quitarles la caballada, mas en aquellos precisos momentos llegó un ayudante del general González or-denando la retirada, porque se deseaba economizar el parque y el general Castro obedeció inmediatamente. A Linares había

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llegado una parte del enemigo, cuando sólo se encontraba ya en la plaza el general en jefe con su escolta y Estado Mayor, y sostuvieron también la lucha, en donde cayó muerto Guadalu-pe, el buen asistente de don Pablo y a éste le mataron el caba-llo, pero veinte minutos después apelaron los mochos a la fuga y salió el Cuartel General sin más incidentes, y el general Peña, no sé por qué razones, suspendió allí su persecución y nuestras columnas avanzaron tranquilamente hasta el pueblo de Villa-grán, donde dormimos aquella noche. Por cierto que no nos pasamos muy buena noche porque el teniente Natividad Con-treras, gran caballista, charro legítimo y hombre de confianza de don Pablo, que era el jefe de la escolta que custodiaba y conducía los carros y carretas con parque, armas, víveres y de-más impedimenta, se le atascaron unos carros y toda la santa noche armaron una gritería y un escándalo de los cien mil Huertas o demonios (que para nosotros era igual) hasta en la madrugada, en que lograron desatascarlos.

El día 5, muy de mañanita, salió la columna, ordenando el jefe que a la escolta de Natividad se agregara el capitán o mayor (no estoy seguro) Porfirio González, con su gente; y mientras marchábamos por el camino rumbo a Tamaulipas, junto al ge-neral Castro, el coronel Ricaut, el mayor Lazo de la Vega, el ingeniero Ezequiel Pérez, quien había venido desde Matamo-ros con don Cesáreo, y era un joven lleno de fe y entusiasmo, que abandonaba su carrera y su familia en la capital para unirse a los robavacas, y yo. Charlábamos, fumábamos como unos camaleones, pues mi honorable y también inseparable pipa, la cachimba de W., como la denominaban mis compañeros había obtenido en los lugares por donde habíamos atravesado una abundante provisión de cigarros de papel, los que previa la eli-minación de la cáscara o papel, iban a llenar el vientre siempre hambriento de la desde entonces afamada cachimba.

Nuestra conversación se amenizaba o mejor dicho se re-mojaba con uno que otro trago del acreditado mezcal de San Carlos, en tanto que nuestros soldados, los que iban delante

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sobre todo, se las habían con los cochinitos que encontraban al alcance de sus carabinas. Cuando se escucharon los primeros disparos con este motivo, el general Castro le dijo al coronel Ricaut:

—Oyes, Alfredo, ¿qué serán esos tiros?—No tengas cuidado —contestó éste— cada disparo es un

marrano menos para su dueño, pero uno más para los ciuda-danos armados.

Y así seguimos hasta Estación Garza Valdés, y cada vez que se oía un nuevo tiro, el general Castro decía invariablemente: ¡uno más! Como a las once de la mañana, pasamos por Garza Valdés, cruzando la vía, que ya había cruzado toda la cabeza de la columna con los demás generales, cuando a poco andar se oyó un disparo hacia el norte y don Cesáreo exclamó por ené-sima vez:

—¡Uno más!—No —dijo Ricaut— ése pita.

Tropas constitucionalistas avanzan en un ferrocarril. SINAFO-Archivo Casasola.

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Y efectivamente, casi en seguida escuchamos una descarga y el pito de una máquina. Inmediatamente tocaron “¡alto!” los clarines y a poco llegó el general González, disponiendo se diera media vuelta sobre la Estación y se atacara al tren mili-tar, mandando también que un escuadrón fuera a cortar la vía hacia el sur y otro al norte de la Estación. Se obedecieron estas órdenes y pronto se empeñó un reñido encuentro con los mo-chos del tren militar, notándose que nuestra impedimenta se había quedado al otro lado de la vía. Como la fuerza que había salido hacia el sur, al mando del teniente coronel Fortunato Zuazua, no daba señales de su presencia, pues no se escuchaba tiroteo por aquel flanco, el coronel Ricaut me ordenó que fue-ra a urgirle a Zuazua que atacara, para que el enemigo se sin-tiera flanqueado y el ingeniero Pérez se empeñó en ir conmigo. Ya desde hacía rato el coronel le había dicho dos o tres veces:

—Ingeniero, bájese del caballo. Porque el animal que montaba era tordillo y presentaba

mucho blanco a los pelones que estaban sobre los carros del tren y que nos veían bien, haciéndonos un fuego nutrido, pero el ingeniero no quiso apearse, y montados ambos llegamos hasta el camino, que presentaba una ancha brecha y que te-níamos que atravesar para llegar a donde estaba Zuazua. Por aquella brecha caía una granizada de balas y yo desmonté, di-ciéndole al ingeniero Pérez:

—Bájese, Ezequiel, porque si no lo matan. Y cogiendo a mi caballo de la rienda y escudándome con él,

atravesé a la carrera aquel espacio peligroso, pero al montar de nuevo, vi a Pérez que cruzaba el camino montado y yo corrí al galope a desempeñar mi cometido, creyendo que venía detrás de mí por entre el monte, que era espeso. Cuando llegué a donde estaba Zuazua, ya éste se lanzaba con su gente al ataque por su flanco y media hora después el tren estaba en nuestro po-der y los soldados del usurpador muertos en su mayoría y los que se salvaron, se había retirado por sobre la vía, batiéndose en retirada, sin que se les persiguiera por nuestra parte. A Por-

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firio González se le desertó parte de su gente, huyendo el resto y dejando a Natividad Contreras con la impedimenta y unos cuantos hombres, y hubiera caído en poder del enemigo si no hubiéramos logrado vencer. De aquel tren recogimos buena cantidad de parque y armas y la máquina, después de haber destruido con ella y nuestros ferrocarrileros la vía al sur y al norte, fue descarrilada en la misma Estación.

A mi regreso recibí la infausta noticia de que el ingeniero Pé-rez había muerto al pasar el camino, donde lo alcanzó una bala que le partió el corazón, pues llevaba unos anteojos de campaña terciados y la bala cortó una media luna en la correa de los mis-mos sobre el corazón, siendo su muerte instantánea. Lloramos a aquel buen compañero, que se había hecho querer de todos por su entusiasmo, su educación y jovial carácter, siendo esta la segunda baja de importancia que sufrió nuestra columna, pues se me había olvidado consignar que en el ataque que nos dio Peña en Hua-lahuises, perdimos al valientísimo mayor Juan Castro, uno de los firmantes del Plan de Guadalupe y muy apreciado por todos y querido de sus soldados. El ingeniero fue sepultado cerca de Gar-za Valdés, en un claro del monte.

Esa noche pernoctamos en un rancho que se llama Mague-yes, donde el general en jefe dispuso que don Cesáreo, a quien se agregó la gente comandada por el mayor Jesús Novoa y otras fracciones de las fuerzas del general Carranza, marchara sobre la vía del ferrocarril rumbo a Ciudad Victoria, limpiando de enemigo aquel trayecto y el 5 por la mañana se emprendió la marcha, mientras el general González con la columna más numerosa salía para Jiménez, donde esperaba incorporar al co-ronel Luis Caballero.

El general Castro avanzó sobre la vía y en Estación Ca-rrizal o Carrizos tuvimos una ligera escaramuza, huyendo el enemigo en unos cuantos minutos, por lo que seguimos nues-tro avance hasta Tinajas, estación que ocupamos sin disparar un tiro, pero no encontramos que comer, así es que fuimos a dormir cerca de La Cruz, donde había enemigo, sin cenar

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más que un pedazo de piloncillo, combinado con unos chilitos silvestres de esos que por acá se llaman “piquines del cerro”, que no es manjar muy agradable, pero el hambre es muy mala consejera y ya se verá adelante lo que nos aconsejó esta seño-ra. En la mañana atacamos a los pelones en Estación Cruz, pero estos conciudadanos estaban duros de pelar y tardamos algún rato en desalojarlos y ponerlos en fuga, por lo que cerca de mediodía llegábamos nosotros a la ranchería aquella, pero entre los enemigos que nos habían precedido y los nuestros que traían el estómago lleno de aire, como acordeón, ya no ha-bían dejado marrano, gallina, tortilla ni comestible alguno que poder engullir. Ante situación tan triste y desconsoladora, sólo el ingenio aguzado por el hambre nos podía salvar y así suce-dió. Zuazua, González Morín y el que escribe, llegamos a una casuca de madera, solicitando de comer, comprando la comida, pues algo de dinero traíamos, pero la señora de la casa nos ma-nifestó que no le quedaba nada. Sin embargo, la vista de águila de González Morín se fijó en un hermoso perico, que arriba de su estaca parloteaba feliz, y haciéndonos una seña, salimos tras él. Afuera llamó a su asistente, que era de los buenos, y le trazó el plan de combate, que se realizó al pie de la letra. Momentos después el asistente y otro soldado llegaron a la casa aquella, solicitaron de comer y ante la negativa de la dueña, el asistente y su compañero, que se fingieron completamente borrachos, se enfurecieron gritando:

—Queremos de comer. —No hay, señores —decía la atribulada mujer.Y a los gritos de los pseudo-ebrios, el perico comenzó tam-

bién a chillar, y entonces el asistente, rugió furioso: —Ora verá, desgraciado perico, pa que no se burle de no-

sotros. Y le descerrajó un balazo al infeliz pajarraco, que cayó

muerto. A los alaridos y llanto de la pobre mujer aparecimos nosotros, diciendo González Morín:

—¿Qué pasa, señora?

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Y la mujer llorando y con el loro en los brazos: —Estos infames, señor, que me han matado a mi periquito. Entonces aquel, muy enojado, los increpó duramente: —Sinvergüenzas, bandidos, ¿qué clase de garantías son és-

tas? Voy a mandarlos fusilar. Estaban los dos soldados tan compungidos, pues aparte de

lo expresado, el mayor Morín les soltó una andanada tremenda de palabras mal sonantes, que la señora aquella intercedió:

—No, señor, no es para que los fusile; no más castíguelos fuerte, pero la vida de un perico no vale la de dos hombres.

Morín se dejó convencer, diciendo: —Bueno, señora, por usted no los fusilo, pero una buena

cintareada no se las quita nadie.Y llamando a un oficial que pasaba, le dijo: —Llévese a estos arrestados con el capitán Cruz, y que me

esperen para dar órdenes. Luego que salieron, yo le dije a la señora, con mucha co-

rrección: —Señora, ya el periquito se lo mataron y eso no tiene re-

medio, ¿por qué no nos lo guisa usted con chilito y cebolla o lo que tenga?

—Ay, señor, pero dicen que la carne de perico es mala.—Puede ser —dijo Fortunato— pero es más malo el hambre. Por fin la convencimos y nos guisó el perico, con una salsi-

ta y unas cuantas tortillas que probablemente había reservado para ella. Dicen que la carne de estos animalitos es correosa, pero yo no estoy seguro más de que nos supo a gloria, pro-bablemente porque estaba guisado con “salsa de hambre”, y después le pagamos a la señora tres pesos, dejándola contenta y agradecida porque la habíamos salvado de los borrachos. Es-tos, naturalmente, no fueron castigados, y como poco después salimos rumbo a la Hacienda de Corpus, se les acabó el simu-lado arresto.

Mientras tanto, el general González con la columna princi-pal avanzó de Magueyes, donde se le presentó el coronel Luis

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Caballero a recibir órdenes, teniendo sus fuerzas en Jiménez. De allí salió a San Carlos y el día 8 arribó a Jiménez, donde pernoctó. Al día siguiente fue ascendido a general brigadier el coronel Luis Caballero y nombrado gobernador provisional de Tamaulipas, debiendo establecer su gobierno en Ciudad Vic-toria, cuando fuera tomada al enemigo. El día 9 por la tarde sale el Cuartel General de Jiménez hacia Padilla, donde se es-tablece al día siguiente. De allí envía el general González fuer-zas avanzadas hasta Güemes, por el camino de Victoria, con guías conocedoras del terreno proporcionados por el general Caballero. Este mismo día se recibió aviso de que el general J. Agustín Castro venía a incorporarse, lo que no pudo hacer hasta el día siguiente en la mañana y por la tarde se incorpora el coronel Teodoro Elizondo con su gente, sumándose a la co-lumna que se preparaba para atacar a Ciudad Victoria.

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