Funerales de Don Quijote

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote 1

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Desde la colonia española se ha transmitido la leyenda de que Don Quijote de la Mancha está sepultado en Popayán, Colombia.

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FUNERALES DE DON QUIJOTE

Octavio Hernández Jiménez

YO, como Cide Hamete Benengeli, no quiero “dejar cosa por

menuda que sea que no la saque a luz indistintamente”

(Cap.XL) y, por esto, voy a contar lo que Cervantes no alcanzó a

saber de Don Quijote.

La literatura cogió el camino señalado por la espada heroica

de Don Rodrigo. Él la echó a andar por el camino del Medioevo

y continuó la ruta apuntada por la lanza en ristre de Don

Quijote, “un Cid en las armas y un Cicerón en la elocuencia”

(XXII-2°), dicho en serio y en broma.

El pueblo ha acompañado en las dos ocasiones a sus héroes

épicos hasta el grado de la mitificación. El primer caballero

(jinete de Babieca), murió en Valencia y, según el pueblo ávido

de gloria, siguió ganando batallas después de muerto. El

segundo caballero (jinete de Rocinante), según Cervantes,

murió en su casa de la Mancha, rodeado de su gente y colmado

“de melancolías y desabrimientos”.

“Como Don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el

curso de su vida, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo

pensaba” (LXXIV-2°). “Se dejó morir sin más ni más”, concluyó

Sancho.

Al tiempo, finales del siglo XVIII, corrían rumores según los

cuales era falso que Don Quijote hubiera muerto o, aceptando

que hubiera fallecido, se decía que su espíritu transmigró a

América y, después de detenerse en Santafé de Bogotá, fue a

morir definitivamente en Popayán.

Testigo de esta leyenda es Germán Arciniegas quien escribió en

un ensayo periodístico: “En Colombia todo el mundo sabe que

Don Quijote murió en Popayán”.

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Don Quijote abandonó España con el propósito de seguir en la

conquista a Don Gonzalo Ximénez de Quesada o Quijada, su

sobrino y, ya que en Europa era imposible, se propuso guiarlo en

el restablecimiento de la Edad de Oro, en América:

“Dichosa edad y siglos dichosos a quien los antiguos pusieron el

nombre de dorados, y no porque en ellos el oro que en esta

nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella

sin fatiga alguna, sino porque entonces, los que en ella vivían

ignoraban estas dos palabras de ‘tuyo’ y ‘mío’. Eran en aquella

edad todas las cosas comunes” (XI).

El “inútil razonamiento” o “jerigonza” anterior, como se atreve

a llamarlo Cervantes, lo soltó el Caballero Andante ante unos

cabreros.

Al emprender su tercera salida dijo a Sancho: “No todos

podemos ser frailes” (IX-2°), sin embargo, para poder

embarcarse hacia América con más facilidad que Cervantes,

concibió el sutil ingenio de vestirse de fraile. Por lo menos así

aparece en Cartagena y luego en Santafé de Bogotá.

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En esta ciudad supo que su pariente había ido a fallecer de

fastidio bajo un sol ardiente y, cansado de pelucas empolvadas

que “no entendían aquella jerigonza de caballero andante y no

hacían otra cosa que comer y callar y mirar a su huésped” (XI),

emigró a la villa de cielo plomizo y mansiones patricias,

posterior capital del Estado Soberano del Cauca, a donde llegó

expresando su anhelo de biengastar el tiempo en las bibliotecas

repasando las obras que tenía en su casa antes “del donoso y

grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la

librería de Nuestro Ingenioso Hidalgo” (VI). Aún no había

llegado la hora de exclamar: “Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui

Don Quijote de la Mancha, y soy ahora, Alonso Quijano el

Bueno” (LXXIV).

No cargaba fuerzas para “desfacer agravios, socorrer viudas y

amparar doncellas”, según la justa apreciación del autor,

aunque sí se mostró inclinado a la nostalgia aguda. Gustaba

de visitar a su otro sobrino, Guillermo Valencia Quijano, en

cuya compañía recorría, a paso lento, los amplios corredores de

la casa. Cuentan que, de trecho en trecho, robaba instantes

para contemplar alelado a una coqueta ñapanga contratada

para cultivar el jardín interior y la huerta trasera que daba al

Puente del Humilladero. Un día no pudo contener, por más

tiempo, su entusiasmo en el corazón, se recostó a un arco del

piso superior, tomó aire, agarró entre sus manos la barandilla

como a una tabla de salvación y, con voz alta, le dijo cuando

la vio inclinada sobre las eras:

“Oh Señora de mis acciones y movimientos, clarísima y sin par

Dulcinea del Toboso. Si es posible que lleguen a tus oídos las

plegarias y rogaciones de este tu venturoso amante, por tu

inaudita belleza te ruego las escuches; que no son otras que

rogarte no me niegues tu favor y amparo, ahora que tanto le he

menester” (XXII-2°).

Dicen las malas lenguas con excelente memoria que, su sobrino,

tan enfermo de mal de amor como su tío, concluyó la escena

acercándole una silla frailuna para que descansara y,

parafraseando el texto clásico,

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“Tendióle en ella, y con esto no despertaba; pero tanto le volvió y

revolvió, sacudió y meneó que, al cabo de un buen espacio,

volvió en sí, desperezándole, bien como si de algún grave y

profundo sueño despertara; y mirando a una y otra parte, como

espantado, dijo: -Dios os lo perdone, amigo, que me has quitado

de la más sabrosa y agradable vida y vista que ningún ser

humano ha visto ni pasado. En efecto: ahora acabo de conocer

que todos los contentos de esta vida pasan como sombra y sueño

y se marchitan como la flor del campo” (XXII-2°).

Como si hubiera vuelto a salir de la Cueva de Montesinos.

En fin: Don Quijote se dedicó a trasegar entre ese arsenal de

armas proceras que no se desarman como las suyas, “tomadas

de orín y llenas de moho”.

Popayán, “nostálgico pozo de olvido”, de acuerdo con el poeta

sobrino, brindó al Caballero de la Triste Figura toda la

fertilidad de su espíritu alucinado, en cada uno de los días en

que lo contó entre sus moradores. De todas partes se fugaba

como una sombra. Era tan “antojadizo y lleno de pensamientos

varios” (Prólogo) que, en vez de ingresar al Templo de Santo

Domingo, contiguo al claustro en donde vivía, caminaba

solitario hasta el templo de San Francisco en donde, para pasar

desapercibido, cogía puesto en las gradas del fastuoso púlpito y,

allí, mientras los demás se dedicaban a sus rezos, Don Quijote se

entretenía, no con los “detestables libros de la caballería”

(LXXIV), como los catalogó en el lecho de muerte, sino leyendo

aquellos que “con juicio libre y claro” juzgó como “luz del

alma”. Con frecuencia alojaba sus ojos sobre la piel de madera

de la canéfora mestiza y sus frutas primorosamente talladas y

doradas.

En las noches de Semana Santa revivía para sí el espectáculo

fantasmagórico que se le ocurrió a la mente poblada de delirios

de Don Miguel de Cervantes, al estilo de la “Extraña y jamás

imaginada aventura de la Dueña Dolorida”:

“Detrás de los tristes músicos comenzaron a entrar cantidad de

doce dueñas, repartidas en hileras, todas vestidas de unos

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monjiles anchos, al parecer de anascote batanado, con unas

tocas blancas de delgado canaquí, tan luengas que solo el

ribete del monjil descubrían” (XXXVIII-2°).

Es curioso que, durante la temporada payanesa de Don Quijote,

jamás se mostraba más incómodo que cuando se disponía a

asistir a las procesiones de la Semana Mayor. Cervantes es el

culpable por haberlo acostumbrado a semejantes aparatos

escénicos, barrocos, más del dominio de la fantasía que de la

imaginación.

En la noche del Viernes Santo, el viejo manchego salía “llevando

un cirio en la mano”, como lo describiría, luego, sin

proponérselo, Antonio Machado. Los espectadores cuentan que,

de reojo, miraba ese “paso” en el que un ángel con alas de plata

lleva encadenados a la Muerte y al Demonio, dragón de siete

cabezas. Un Sábado Santo, después de recorrer, a zancadas, los

amplios corredores del Claustro de Santo Domingo, decidió

confesarle a un grupo de universitarios que jamás había soñado

encontrar tan lejos y en forma tan dramática las estrafalarias

ocurrencias que montó Cervantes en su novela con el fin de

atormentarle la vida. Abrió el libro del Ingenioso Hidalgo que

como breviario siempre cargaba Don Quijote, para leerles

alarmado, con el dedo índice recalcando cada palabra escrita,

“Las Cortes de la Muerte”:

“El que sirvió de carretero era un feo demonio… La primera

figura que se ofreció a los ojos de Don Quijote fue la de la misma

Muerte… Junto a ella venía un ángel con unas grandes y

pintadas alas” (XI-2°).

Por lo anterior, reafirmo mi teoría sobre la inquina que

Cervantes sentía por Don Quijote. Hay que ver: Juzga sus

acciones de “tantos y tan grandes disparates”, lo cataloga como

“falto de juicio” y, como si esto no le bastara, a cada rato trata

de asustarlo con demonios y seres de igual caterva. En la escena

de cacería, en el bosque con los duques, “respondió el correo con

voz horrísona y desenfadada: Yo soy el diablo; voy a buscar a

Don Quijote de la Mancha” (XXXIV-2°).

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Llegó a tal grado la ojeriza que, no solo le devolvió la razón

para matarlo a sangre fría si no que, en el último párrafo,

Cervantes, disfrazado de “prudentísimo Cide Hamete”, ordena a

su pluma escribir, de forma implacable, que nadie intente

levantarlo nuevamente de su tumba. Ese estado de

animadversión lo expuso el autor desde el primer párrafo del

Prólogo: “Yo, aunque parezco padre, soy padrastro de Don

Quijote”. ¡Qué esperanzas! Más no se puede esperar de quien

concibió la obra “en una cárcel donde toda incomodidad tiene

su asiento”.

Al Caballero Andante no le quedó, entonces, otra alternativa

que la de rebelarse contra la drástica voluntad de su padrastro;

por esto, en vez de quedarse “tendido de largo a largo”

emprendió, sin que Cervantes se diera cuenta, su cuarta salida

por los caminos de América.

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Don Vicente Pérez Silva refiere, en docta glosa, (Revista

Correo de los Andes, julio-agosto de 1980, pp. 81-82) que, a

comienzos del siglo XIX, era secreto a voces la presencia físico-

espiritual de Don Quijote de la Mancha, entre los payaneses.

Llegaron hasta nosotros noticias de su muerte producida por esa

maldita “calentura que lo tuvo seis días en la cama” (LXXIV-2°)

de una celda, en el Claustro de Santo Domingo, hoy

Universidad del Cauca, entre quejidos sin eco por la ausencia

de Dulcinea, la sobrina Antonia, el ama y el escudero,

desentendidos desde cuando el lúcido Don Alonso Quijano los

incluyó en el testamento pues, como anota Cervantes, “esto del

heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la

pena” (ibid).

La mañana era particularmente diáfana pues había llovido la

noche anterior. Un pájaro cantó hasta el cansancio en el

frondoso árbol del patio: “No hay peor cosa que cantar en el

ansia” (XXII). El escribano consignó el momento definitivo con

estas lacónicas palabras: “Entre compasiones y lágrimas de los

que allí se hallaron, dio su espíritu; quiero decir que se murió”

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(ibid.). Rafael Maya, quizá admirado por la patética

ilustración de Gustavo Doré, resumió así aquel instante: “Al

expirar, un Cristo rodó sobre las sábanas”. Eran las once y

cuarto de la mañana del martes de Carnaval que antecedía a

la Cuaresma.

A las cuatro de la tarde, los frailes lo llevaron a velar en el

Paraninfo de la Universidad. En la tarde y la mañana de la

velación, ante el óleo gigantesco de Efraín Martínez “Apoteosis

de Popayán”, alegoría entre la bruma rosada, bajo la lámpara

de hierro forjado, un fraile de rostro emotivo, barroco, “hecho

de raíces de árbol” como ese San Pedro Alcántara que luce el

templo franciscano, no tuvo más remedio que dedicarse a

repasar las cuentas de su rosario, con una mano, mientras que

con la otra blandía, como un arma de seda, un pañuelo blanco

para espantar una mosca que insistía en recorrer la nariz judía

del cadáver, “los párpados yertos” y “la barba canosa y lacia”,

como lo retrató Antonio Machado en “Llanto de las Virtudes y

Coplas por la muerte de Don Guido”, personaje de antecedentes

tan distintos a los de Don Quijote como de final tan parecido.

“¡Oh, las enjutas mejillas,/ amarillas,/ y los párpados de cera, y

la fina calavera/ en la almohada del lecho!/ ¡Oh, fin de una

aristocracia!/. La barba canosa y lacia/ sobre el pecho;/ metido

en tosco sayal,/ las yertas manos en cruz,/ ¡tan formal el

Caballero andaluz!”.

Tres precisiones sobre el texto:

Nuestro Señor Don Quijote no era andaluz sino castellano;

jamás tuvo un serrallo como Don Guido y, “las yertas manos” no

descansaban en cruz. La derecha sobre el pecho y la izquierda

extendida como si empuñara una espada o una rosa. La cabeza

un tanto caída hacia el lado del corazón. Parecía una

escultura perdida de Pedro Laboria o Ramón Barba, dos

hispanos que, como el Caballero Andante, vinieron después de

él, a encontrar en Colombia, según León Felipe, “sepultura a su

amoroso batallar”.

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“La sin par Dulcinea del Toboso” apareció portando un rebaño

de blanquísimas orquídeas. Había cosecha. Las escasas personas

presentes cuentan que, al filo de la media noche, cuando ya se

habían ahogado los ruidos del Carnaval, ingresó en

alpargatas, cimbreante y discretísima, “con el alma atravesada

en la garganta” (XXXV), dio un beso a su enamorado, depositó

la ofrenda en el flanco izquierdo del túmulo, rosando la mano

extendida, inclinó rendidamente la cabeza y poco después se

retiró en silencio.

Al recalcar la presencia de Dulcinea en la velación de Don

Quijote se quiere demostrar a Cervantes que el noble caballero

jamás pudo haber pronunciado: “Dios sabe si hay Dulcinea o no

en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica” (XXXII). Él

conocía con los ojos del alma a su “reina y señora” hasta el

punto de dejarnos un retrato que puede señalarse como una de

las campanadas más sonoras del barroco:

“Solo sé decir que su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso,

un lugar de la Mancha; su hermosura sobrehumana, pues en

ella se vienen a ser verdaderos todos los imposibles y quiméricos

atributos de belleza que los poetas dan a sus damas; que sus

cabellos son oro; su frente campos elíseos; sus cejas arcos del

cielo; sus ojos soles; sus mejillas rosadas; sus labios corales; perlas

sus dientes; alabastro su cuello; mármol su pecho; marfil sus

manos; su blancura nieve y las partes que a la vista humana

encubrió la honestidad son tales, según pienso y entiendo, que

solo la discreta consideración puede encarecerlas y no

compararlas” (XIII).

No sé si creer lo que comentaba un grupo de universitarios, en

una noche de estrellas marchitas. Referían que cuando la

ñapanga llegó al Paraninfo iluminado por mil una luces,

colocó el ramillete junto al “tosco sayal”, dudó sorprendida,

paseó la mirada por la arcada superior como buscando un

respiro entre las sombras, llevó la mano izquierda al pecho,

estiró con el índice un tanto la blusa de encajes y, de muy

adentro, extrajo un papelito que desdobló con escrúpulo antes

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de dedicarse a repasarlo con la devoción que una mujer sabía

ponerle a un libro de plegarias.

Me detengo a cavilar: ¿Dulcinea leyendo? O, ¿sería que ella

poseía esa capacidad ultrasensorial que adornaba a mi abuela

María de los Ángeles a quien, en varias ocasiones, sorprendí de

rodillas, en su alcoba, leyendo un devocionario al revés? Tal

vez, lo más aproximado sea pensar que Dulcinea intuía lo que

decía el texto. Pero, ¿cuál texto? “Ahora me acabo de

desengañar de un engaño”: Dulcinea tomó el amor de Don

Quijote en una forma menos intrascendente de lo que supuso

Cervantes:

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“Llamábase Aldonsa Lorenzo … de quien él, un tiempo, estuvo

enamorado aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni se

dio cata de ello” (I).

Dulcinea, se deduce por lo que ocurrió en la velación y el

entierro, amó demasiado al Caballero que la adoptó como

“señora de sus pensamientos”, no tanto por ser labradora sino

“moza de muy buen parecer”.

No cabe duda: la pésima memoria de Sancho no fue obstáculo

para que Dulcinea conservara, todavía, otra carta de su

“desdeñado amante” (XXIII), distinta a la que el escudero no

supo dictar al cura y al barbero. Sí: aquella misiva que Don

Quijote y Sancho encontraron dentro de un libro olvidado en

una maleta, en Sierra Morena, la lee ahora Dulcinea, frente

al cadáver del emisario y, aunque no se sepa cómo llegó a sus

manos, vale la pena repetirla:

“Tu falsa promesa y mi cierta desventura me llevan a parte

donde antes volverán a tus oídos las nuevas de mi muerte que

las razones de mis quejas. Desechásteme, ¡oh ingrata!, por quien

tiene más, no por quien vale más que yo; mas si la virtud fuera

riqueza que se estimara, no envidiaría yo dichas ajenas ni

llorara desdichas propias. Lo que levantó tu hermosura han

derribado tus obras; por ella entendí que eras ángel, y por ellas

conozco que eres mujer. Quédate en paz, causadora de mi

guerra, y haga el cielo que los engaños de tu esposo estén

siempre encubiertos, porque tú no quedes arrepentida de lo que

hiciste, yo no tome venganza de lo que no deseo” (XXIII).

Ahora se comprende por qué llega a media noche y, después de

besarle y depositar la ofrenda blanca que en el sepelio navegó

sobre un mar adusto, “la dulce mi enemiga” de los hombros

desnudos hace una reverencia y se esfuma por el camino

empedrado que conduce al Cerro de Belén. Era labradora. “Los

que hasta entonces no la habían visto la miraron con

admiración y silencio; y los que ya estaban acostumbrados a

verla no quedaron menos suspensos que los que nunca la habían

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visto”(XIII), como dijo Cervantes de Marcela quien, como

Dulcinea y la destinataria primera de la carta anterior, son

causantes de tantos estragos de amor.

No es descabellado aceptar, entonces, que Don Quijote se refugió

en Popayán con el propósito de expiar su pecado favorito,

“sepultado en los pensamientos de sus amores” (XXX).

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Aún se discute sobre el templo en donde oficiaron las exequias.

A mi tío predilecto, Monseñor Octavio Hernández Londoño,

caldense de pura cepa, (para el Maestro Valencia, “caldense es

un paisa educado en Popayán”), a quien debo en gran parte lo

que he sido, siempre le pareció que la ceremonia se realizó en la

Capilla de La Ermita.

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El templo de Santo Domingo, sostenía mi tío, ostenta preciosa y

ducal portada plateresca pero carece de la transparencia

interior indispensable para suscitar ese tipo de sensaciones que

debió causar el cortejo de Don Quijote. Tampoco debió ser en

San Agustín por idéntico motivo. La Catedral posee

reminiscencias renacentistas pero no se define en forma alguna

por un estilo y San Francisco es un severo monumento que

muchos juzgan con laxitud, de barroco.

Cervantes, “huérfano del Renacimiento”, como lo llamó Carlos

Fuentes, logró ubicar la obra sobre el audaz caballero

exactamente entre los dos estilos, el renacentista y el barroco. Ni

del todo acá, ni del todo allá. Hay demasiado oro como para

un sepelio en el Templo de La Encarnación, mientras que La

Ermita, “con esquema de arco de triunfo”, alberga ese estoico

vacío pleno que infunde el alma del Muy Señor Nuestro.

La ceremonia fúnebre se efectuó a eso de las cinco de la tarde

del Miércoles de Ceniza. El cura entonó en su honor “los más

fermosos latines”. Allí, como en la procesión siguiente, un

conjunto de cuerdas dio rienda suelta a su dolor con dulzura y

espiritualidad. Si no estoy mal, lo interpretado era ruso, dado el

afán desmesurado por cuestiones exóticas que caracterizó a

Guillermo Valencia quien cubrió los gastos de la música para el

entierro de Don Quijote. (A propósito: El Maestro se hizo notar

por un gorro cosaco con el que pretendió perpetuarse en varios

estudios fotográficos). Además, siendo objetivos, se tiene que

reconocer a los rusos una extraordinaria predisposición para

captar los vericuetos del espíritu quijotesco. Dostoievski afirma,

por ejemplo, que Don Quijote es la obra donde la verdad se salva

por medio de una mentira.

Sancho Panza, en el entierro, lloró “a moco tendido”. Y, para

que no se diga que esta expresión hay que moderarla, digámoslo

entonces con las propias palabras del autor:

“se echó entrambos puños a las barbas, y se arrancó la mitad de

ellas, aprisa y sin cesar, se dio media docena de puñadas en el

rostro y en las narices que se las bañó en sangre” (XXVI).

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Dizque lo ven a diario arreando carretillas tiradas por un

rocín flaco. Cuando pasa trastabillando hace exclamar a la

gente: “Allí va Rocinante” (IV-2°). ¿Cómo llegó el jamelgo a

manos de Sancho? Tres días antes de morir, Don Quijote le dictó

al escribano: “Dejo ciertos dineros a Sancho Panza, a quien en

la locura hice mi escudero. Quiero que no se le haga cargo de

ellos, ni se le pida cuenta alguna sino que si sobrare algo

después de haberse pagado lo que le debo, el restante sea suyo”

(LXXIV). Por lo visto no sobró nada. Los albaceas nombrados

tuvieron que completarle la herencia con la escuálida figura de

Rocinante.

En Popayán, quien necesite a Sancho puede encontrarlo al otro

lado del Puente del Humilladero, “empinando la bota con

tanto gusto que le pudiera envidiar el más regalado

bodegonero de Málaga” (VIII). Si Don Quijote murió, Sancho

Panza aún está vivo. No ha cambiado en nada. Hasta sigue

haciendo “de cuatro a cinco horas de siesta” (XXXII-2°).

Alimenta perpetuamente las ansias de convertirse en

Gobernador del Cauca para “hacer dinero porque me han dicho

que todos los gobernadores nuevos van con ese mismo deseo”

(XXXVI-2°). A pesar de esta falsa salida, en la carta a Teresa, su

mujer, qué buen gobernador sería, aunque no sabe leer ni

escribir, por lo que, un día, exclamó su señor: “Gran falta es la

que llevas contigo y así querría que aprendieses a firmar

siquiera”(XLIII). Según las cuentas de Don Quijote, hay que

ayudarle a Sancho “porque la sencillez de su condición y la

fidelidad de su trato se lo merece” (LXXIV).

Ni en el silencio más sagrado de la ceremonia dejó Sancho de

suspirar en voz alta y sonarse la nariz como una trompeta.

Descendieron de la colina empedrada con el féretro en

hombros, en ese preciso momento captado por Valencia “en que

las cosas brillan más”. Era una luz horizontal y fría.

A nadie le ha importado saber quién escogió el tercer

movimiento “Procesión Fúnebre del Cazador”, de la sinfonía

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Titán, del centroeuropeo Gustav Mahler, para que la orquesta lo

interpretara entre La Ermita y el Parque Caldas. Como dato

curioso es bueno recordar que el compositor se inspiró en un

grabado que representa “un grupo de animales que acompaña

a un cazador a la tumba” y que debió agradar mucho a Cide

Hamete Benengeli por su saudade gitana.

Pasaron frente al Alma Mater como si fueran más bien de afán.

Además de los frailes, cofrades, penitentes, impenitentes de la

Semana Santa, se apreciaba un grupo de titiriteros y otro de

ñapangas que rodeaba, como palomas de luto, a Dulcinea.

“Acaso (iban) dos mujeres mozas, de estas que llaman del

partido” (II).

Unos guambianos a los que les cogió la tarde, lejos de sus

parcelas, apostados, por ahí, en la esquina, bajo un farol que

siempre madruga a anunciar la noche, se unieron al cortejo. En

vida, Don Quijote congenió con los indígenas y hasta se llega a

decir con cierta sorna que las luchas de ellos no pasan de ser

puras quijotadas, en vez siquiera de calificarlas como sueños

quijotescos.

Se hizo notoria por sus libros y cuadernos bajo el brazo, una

barra de universitarios haciéndole la corte al leguleyo

Bachiller Carrasco, al escribano, al cura, al Maese Nicolás y al

barbero, a quienes llamó Don Quijote cuando quiso confesarse y

hacer testamento. Era perceptible el eco sonoro de los pasos.

La distancia entre los dos sitios es tan reducida que, al llegar,

tuvieron que esperar a que la orquesta concluyera el fragmento

lírico de la sinfonía.

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En el Parque Caldas, entre la Catedral y la Gobernación, se

llevó a cabo una discusión curiosa en los anales de las fantasías

literarias. Guillermo Valencia era partidario de sepultar a su

tío a la sombra de un árbol en flor, como un altar de fiesta, en

todo el vértice del prado. En esta propuesta contó con el

beneplácito de Antonia Quijana, la sobrina, y del ama. No se

quedó con las ganas de acuñar su ardiente deseo en el

celebrado canto “A Popayán”:

“Y vives de imposibles. Al óptimo, audaz Caballero, Señor de la

Mancha, de escuálida y triste figura, sepulcro le diste, bajo un

roble de añosa virtud”.

Sin embargo, el poeta Rafael Maya movió voluntades con un

tono más confidencial y efectivo que su paisano modernista y,

para alegría de todos, se coronó de laureles en la justa de

asordinada dialéctica frente al cadáver del alma de Nuestro

Señor Don Quijote. El autor de “La Vida en la Sombra” y

“Después del Silencio”, amanuense del acto, lo atestigua así:

“Fue sepultado en una esquina de la Plaza Mayor, bajo los

muros de una torre canónica, clásica fortaleza del carácter

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hispánico, que era el último vértice que alumbraba la tarde

bajo el vuelo de alguna golondrina atrasada. Entre un grave

concurso de espadas y gorgueras, de un mutismo solemne de

indígenas y criollos, con voz solemne, dijo el Párroco Grijalba,

erguido ritualmente sobre un alto tablado: Muchísimas

ciudades hay en el mundo culto que envidiarían la gloria de

esta villa naciente al guardar los despojos del Hidalgo

manchego. Providencial designio fue este, y no capricho del

destino…”

Indiscutiblemente, la Tumba de Don Quijote de la Mancha está

ubicada en los cimientos de la Torre del Reloj, del lado de la

tarde, en Popayán, Colombia.

La escena vivida dentro de la Torre del Reloj en aquella noche

recién nacida se asemejó, por la atmósfera, los rostros

hieráticos, los hachones encendidos y los tonos dramáticos, al

Entierro del Conde de Orgaz, del Greco, en la parte inferior,

terrena. “Cuatro de ellos, con agudos picos cavaron la sepultura

a un lado de una peña dura” (XIII) y, como en el entierro del

pastor Grisóstomo, se escuchó “un maravilloso silencio”.

Cuando la lengua de bronce del Reloj daba las ocho de la

noche, “hizo salir la gente el cura” (LXXIV), mientras

arrastraba, como cadenas, las palabras que dictó Don Quijote

cuando sintió que se estaba muriendo a toda prisa:

“Señores: vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño

no hay pájaros hogaño”.

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Esta leyenda sería totalmente intrascendente, “no importaría

un ardite al entendimiento y la memoria” (XXII-2°), si no fuera

porque manifiesta la inextinguible capacidad mitificadora del

pueblo. Como si no decayese su habilidad perenne para

fetichizar verbalmente lo que necesita seguir imaginando para

poder vivir.

Ahora, cuentan que, a veces, se escucha “el resuello profundo de

nuestro amo y Señor Don Quijote de Pubenza”, como lo afirma y

bautiza Vicente Pérez Silva. ¿Resuellos? Tal vez suspiros de

aquellos que como “blandas espinas atraviesan el alma”

(XXXVIII) y eso, cuando lo despierta, a media noche, la voz de

bronce de la que llamara Jaime Paredes Pardo la “Giralda

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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criolla”, vale decir, de esa fábrica de ideales ungidos por el

mito.

La Torre del Reloj, mucho más que “la nariz de Popayán”, es el

molino de viento de la nacionalidad colombiana que,

representada por el expresidente Alberto Lleras Camargo, en la

“Oración para que Don Quijote no huya” profetiza así, a los

cuatro vientos, el destino metafórico de la ciudad y su atalaya:

“Popayán no te ha de dejar huir, Señor Don Quijote, si no que te

ha de tomar como cruzado de la cuarta salida… Porque

Popayán es como Tú: aventurera, maravillosa, indomable y,

como Tú, Señor del Fastidio y de la Amarga Figura, inmortal e

invencible”.

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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EL QUIJOTE COMO EXPERIENCIA PERSONAL

Octavio Hernández Jiménez

“En tanto un libro no se convierta

en una aventura personal o en una

clave de nuestras venturas, es un

libro muerto” Eduardo Caballero

Calderón.

Todavía era adolescente cuando me vi involucrado en una

situación inesperada. Estaba en vacaciones y me encontraba

cerca al tío que, día a día, se constituía en el admirado

maestro que fue para mí. En esa ocasión se enfrascó en una

discusión con un constructor, por algo que este había hecho

distinto a lo estipulado en un contrato. Estaban lejos de un

acuerdo, la discusión subía de tono pero, en cierto momento, mi

tío citó al Quijote y, como su interlocutor se quedase callado le

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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preguntó en forma perentoria: - “¿Usted ha leído el Quijote?”, a

lo que el maestro de obra le respondió que No. Velozmente mi tío

le contestó: “Entonces, no discutamos”. Y cada uno, en silencio,

cogió por su lado. El maestro de construcción con el que discutía

mi tío era hombre de bien pero, parece que, como dijo Don

Quijote sobre Sancho Panza, era “de muy poca sal en la

mollera” (VII).

Esa situación sembró en mí la intriga por la lectura. Sin mucho

esfuerzo, saqué como conclusión, para el resto de mi vida, que

hay que leer, con pausa, para poder conversar. A la vez, nació

en mí el anhelo por empezar el proceso de la lectura con la

obra de un autor que hiciera gala de una imaginación fuera

de lo común.

En su biblioteca, mi tío poseía una magnífica colección de

quijotes en español y otros idiomas, entre los que recuerdo la

versión en un latín chapucero, burlesco, en que se dan

terminaciones latinas a palabras castellanas, llamado latín

macarrónico y, en cuya portada, se leía: “Historia dómini

Quijoti Manchegui, traducta in latinem macarrónicum per

Ignatium Calvum (curam misae et ollae), cum prólogo Manoli

Anaya, editio nova, castigata et alargata”. Esta curiosidad

obra había sido publicada, en Madrid, en 1922. Así redactó el

señor Ignacio Calvo (“curam misae et ollae” como dice debajo

del nombre del autor), el festivo principio de la obra en el

mencionado ejercicio de traducción chapucera: “In uno lugare

manchego, pro cujus nómine non volo calentare cascos, vivebat

facit paucum tempus, quidam fidalgus de his qui habent

lanzam in astillerum, adargam antiquam, rocinum flacum et

perrum galgum qui currebat sicut ánima quae llevatur a

diábolo”. El señor Manolo Anaya fue el editor de la “editio

nova, castigata et alargata”). Mi tío reía a carcajadas y eso,

para mí, era otro punto a favor de la obra mencionada.

No solo citaba fragmentos en latín macarrónico y otros idiomas

sino que disfrutaba con esos juegos verbales que Cervantes pone

en boca, por ejemplo, de Feliciano de Silva: “La razón de la

sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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enflaquece que con razón me quejo de la vuestra fermosura” o,

“los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las

estrellas os fortifican y os hacen merecedora del merecimiento

que merece la vuestra grandeza”.

Tuve el privilegio de que las personas que primero mencionaron

al Quijote en mi presencia lo hacían con una pedagogía

apropiada para que los demás sintieran gusto por adentrarse en

el conocimiento de ese libro. Eran partidarios de una literatura

en función del placer estético y del juego verbal. En otra ocasión

mi tío se desternillaba de risa recordando el comienzo de un

cuento que se inventó Sancho para detener a Don Quijote hasta

el amanecer pues se sentía atraído por una aventura

desconocida. Así arrancó Sancho: “Érase que se era, el bien que

viniere para todos sea, y el mal para quien lo fuere a buscar”

(XX), juego de palabras que hizo urdiendo refranes y que se

inventó el escudero tomando como base la forma como los

antiguos castellanos iniciaban un relato o una conseja. Así no

hay niño o adolescente que se resista a aventurarse en la

lectura como otra forma de distracción.

Sin permiso, entraba en la biblioteca de mi tío, por la mañana

y, cuando sonaban las campanas, a las doce del día, me

escurría porque sabía que ya casi llegaba de la oficina, a

almorzar. Cuando regresaba a su trabajo, por la tarde, volvía a

incursionar en la biblioteca y me retiraba sin que nadie se

diera cuenta, antes que cayera la noche. La biblioteca de

Monseñor Doctor Octavio Hernández Londoño, fue la Cueva de

Montesinos de mi infancia. Mi tío murió unos veinte años

después de aquella pasata y su deslumbrante colección de libros

tuvo como destino, por donación previa, los anaqueles de la

Biblioteca del Seminario Mayor de Pereira. Menos los quijotes.

De la temporada a hurtadillas en la biblioteca del tío me quedó

el recuerdo imborrable de haber emprendido, en la

clandestinidad y por voluntad ayudada, la lectura del Quijote.

Para aventurarse por el sendero de la lectura de una obra como

el Quijote se necesita tener una experiencia previa de lector. Yo

no era ducho lector pero me inquietaba el ejercicio de la

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

25

lectura desde el día de mi primera comunión, a los ocho años

de edad, cuando el mismo tío me regaló un volumen, cincuenta

por ciento de palabras y cincuenta por ciento de ilustraciones,

en papel fino, satinado y bellos dibujos de trineos, perros y lobos,

a todo color, titulado “Aventura en la Nieve”. Lo coloqué sobre

mi cama con los demás regalos que iban llegando, decidido a

iniciar su lectura al día siguiente, dadas las magníficas

referencias de quien acababa de regalármelo y la belleza de la

edición. Cuando fui a cogerlo, al otro día, no estaba; lo habían

robado. Ante la pérdida irreparable quedó, para el resto de mi

vida, una infinita saudade tanta que, cuando voy a cualquier

papelería en donde venden libros infantiles y juveniles empiezo

a recorrer los estantes repasando con la memoria y los

murmullos: Aventura en la Nieve, Aventura en la Nieve,

Aventura en la Nieve. Y nada. Por tanto, si en mi vida he

proseguido con la lectura de distracción ha sido por física

sustitución nostálgica. Sin recomendación superior, en la

biblioteca de mi tío, me entretuve con las vidas de María

Estuardo, Juan de Austria, los Borgia que, en forma impensada,

iban preparando el nicho que ocuparía Don Quijote. Vidas

Fascinantes y azarosas. Aislado, leía sin permiso.

Para que no volvieran a robarme el libro que me atraía o

porque leer era un pecado casi mortal, a nadie le confesé que

tenía en la mira la obra de Cervantes. Llegó el día en que el

profesor de español y literatura puso a los alumnos a leer el

Quijote. Fui donde mi tío a que me prestara el libro para sacarlo

de su biblioteca. Le encantó mi propuesta. Sonrió satisfecho

porque veía que, sin haber insistido demasiado, yo estaba

llegando al punto al que él había llegado: lector recurrente del

Quijote.

Puso en mis manos un ejemplar, con ilustraciones de Gustave

Doré (1832-1883), el francés que, en el siglo XIX, tuvo la

inspiración de dejarnos, a los lectores latinos, la forma exacta,

heredada del romanticismo, de visualizar al Caballero de la

Triste Figura. A quien abra una edición del Quijote ilustrada

por Doré y grabada por Pisan, se le pasa el tiempo

contemplando las maravillosas escenas de los Molinos de Viento,

la arremetida de Don Quijote contra el escuadrón de ovejas, los

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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brebajes que el caballero le preparó a su escudero en la venta, la

visita del Caballero al castillo de los duques, cuando “el señor

don Sancho Panza toma posesión como gobernador de la ínsula

Barataria y que muchos años la goce” con su gorguera

almidonada y penacho imponente, gobierno que, en poco

tiempo se fue como “en sombra y humo”; Don Quijote tocando el

laúd o sobre Clavileño, el cuadro donde se cuenta la extraña y

jamás imaginada aventura de la dueña dolorida, alias la

condesa Trifaldi, la graciosa aventura de maese Pedro y sus

figuras de artificio bañadas por una sugestiva luz irreal; Don

Quijote sorprendido mientras viaja enjaulado pues él pensaba

que todo caballero debería montar en un hipogrifo o un carro

de fuego; la descomunal batalla con los cueros de vino tinto;

esa lámina sinigual que representa a Sancho emperrado

llorando mientras abraza a su impasible rucio, escena

fraguada por la imaginación dramática de Doré ya que la

obra apenas cuenta que, al abandonar la Insula Barataria,

“Sancho dijo que no quería más que un poco de cebada para el

rucio y medio queso y medio pan para él. Abrazáronle todos y él

llorando, abrazo a todos” (LIII-2°); Don Quijote en su lecho de

muerte, con un pañuelo en la cabeza, una copa con agua y el

libro de oraciones sobre el nochero, la blanca sábana y el

solemne crucifijo sobre el pecho. Son 360 láminas. En ciertas

ocasiones he incursionado en Don Quijote, lo digo

sinceramente, apenas para repasar, escena por escena, por

largos ratos en que el tiempo no cuenta, los abismales grabados

de Doré. El ensimismamiento que produce este acto solitario

equivale a varias lecturas: lectura de placer, lectura de repaso

del texto literario y lectura visual de tan formidables láminas.

La sublimidad de la naturaleza en Doré induce a un panteísmo

poético. Esos atardeceres y peñascos que incitan al vértigo; la luz

helada de la luna, de una vela o de otra fuente desconocida

que, con afán protagónico, realza siluetas, objetos, arquitectura

y gestos. Ese deleite de Doré por la arquitectura mozárabe y por

las formas angustiosas de árboles amilanados. Más que lectura

pasiva o de distracción equivale a una meditación serena,

espiritual, en la que uno se sumerge en perspectivas infinitas,

árboles fantasmagóricos, cavernas, cataratas y desfiladeros

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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propios de libros de caballería; sombras amenazantes,

claroscuros de escenas de exteriores luminosos e interiores de

penumbra; lujo barroco de trajes y cortinajes, presencia etérea

de princesas y magos; la sicología intuitiva de los personajes.

Después del despojo de las sensaciones inmediatas de la

materia, por parte de quien contempla, este encuentra, a través

de las imágenes plásticas, no la fusión de dos protagonistas del

acto lector sino íntimamente de cinco: Don Quijote, Sancho,

Cervantes, Doré y el lector visual. El mago de esta

transmutación, durante más de cien años, sea por las láminas

de toda una página o por las viñetas del principio o fin de cada

capítulo, sigue siendo el genial Gustavo Doré.

El ejemplar que me prestó el tío Octavio, recuerdo, era uno

editado por Alberto Aguilera y editado por J. Pérez del Hoyo, en

Madrid, de pasta roja con grabado y letras doradas. El papel

interior era barato; de ese que tiende en forma acelerada a un

melancólico amarillo. Luego mi tío me regaló una edición

pequeña, editada en Madrid en 1942 y que él había adquirido,

cuando regresaba, ya doctorado, de Roma, en 1946; más fina,

con pasta de cuero repujado, papel sedilla y, en el canto del

libro, grabadas en tinta roja, las siluetas de los personajes de la

obra. Conservo varios ejemplares de Don Quijote recopilados por

mi tío y que él depositó en mis manos como la herencia físico-

espiritual más apreciable que he recibido.

Al día siguiente, muy ufano llegué al Colegio y, antes de entrar

a clase, le mostré el ejemplar que iba a leer a un conocido

profesor de español, de los cursos inferiores, que ese día tenía a

cargo la disciplina y quien, con las manos atrás, ni siquiera se

dignó hojearlo. Desde su olímpica altura lo miró de soslayo

antes de lanzar el siguiente comentario: “- Hernández, no sea

pendejo. Para qué se va a poner a leer un libro tan largo

sabiendo que en la biblioteca del colegio encuentra resúmenes

cortos”. No me desmoralicé. Ese profesor, por lo visto, pertenecía

a la categoría de los que enseñan pero no practican. No es

difícil encontrar profesores, que no maestros, que se

comprometen con ciertos programas en los que carecen de la

preparación profesional necesaria para embarcarse en esa

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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misión. En ciertos años, en la Universidad de Caldas, hice parte

del grupo de entrevistadores de candidatos a ingresar a

distintas carreras. Una señora de edad indefinible se presentó

como aspirante a Lenguas Modernas. Comentó que era profesora

de español, en los grupos noveno, décimo y once de bachillerato,

en el Liceo Isabel La Católica de Manizales, en ese momento, el

colegio femenino más grande de Caldas. Me alegré que una

persona con tal hoja de vida tuviera aspiraciones

universitarias. Para entrar a dialogar, en ese interregno que se

llama de calentamiento, le pregunté: - Ah, entonces usted, en su

programa, enseña el Quijote. Respondió que sí. Y le dije: - ¿Ya lo

leyó? Muy oronda me respondió que No y la justificación que dio

era que no le había quedado tiempo de ponerse a leer un libro

tan largo.

Yo avanzaba en la lectura clandestina del libro. En la tarde de

los sábados subía a la terraza de la casa, solo, a leer algún

capítulo de la obra. No estaba para mis compañeros de colegio

que iban a buscarme para salir a dar una vuelta por las calles

empinadas de Apía. (Las calles de Apía siempre serán

empinadas como siempre las investigaciones de la justicia

colombiana serán exhaustivas). Si mis compañeros

preguntaban qué hacía cuando me les perdía en las tardes de

los sábados, les respondía que otras tareas de las que hubieran

puesto para la semana entrante. No soporto que, en mi cara,

hagan gestos de burla, repudio o desaliento como los que hacen

muchos cuando se menciona un libro catalogado de ‘clásico’,

tan bello y tan amado como el Quijote.

Cuando gané el Concurso Departamental de Cuento Juvenil,

patrocinado por la Secretaría de Educación de Caldas, el

cuentista Adel López Gómez y la poetisa Blanca Isaza de

Jaramillo Mesa visitaron a Apía con el propósito de entregar el

premio que consistió en los doce tomos de la enciclopedia El

Tesoro de la Juventud. Mi tío invitó a los dos escritores, al rector

del Colegio Santo Tomás de Aquino y al galardonado, a un

almuerzo. Cuando entramos a ese bello recinto que es el

comedor de la casa cural de Apía, llamaron la atención de

Adel López Gómez las sillas que reproducen, en su espaldar, en

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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cuero repujado, la escena de Doré en que Sancho llora

abrazado a su rucio. Son espectaculares. Esto dio motivo a que

tanto mi tío como Adel López y Blanca Isaza que recordó, en voz

baja, un poema que ella dedicó a Don Quijote, se enfrascaran

en curiosidades de la obra cervantina. El cuentista recordó, por

ejemplo, que si el autor define a don Alonso Quijano como “un

hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín

flaco y galgo corredor”, ese último elemento, el “galgo corredor”

debería aparecen en alguna parte del resto de la narración

pero no lo vuelve a mencionar. Según las normas de la ficción

literaria, y aún cinematográfica, esos seres que aparecen

voluntariamente en un relato o en el primer plano del

decorado, tendrán un papel protagónico en el desarrollo de la

obra que se plantea. Si se dice que un personaje principal carga

en su cintura un revólver y una pistola, esa mención nos

previene y, luego, el autor no podrá pasarla por alto. Habrá

balacera. Intervino doña Blanca para opinar que pudo no

tratarse de un lapsus de Cervantes sino que ocurrió con el galgo

corredor lo mismo que con Gasabal, escudero de don Galaor

“que fue tan callado que para declararnos la excelencia de su

maravilloso silencio, solo una vez se nombra su nombre en toda

aquella tan grande y verdadera historia” (XX). Reímos por la

originalidad, oportunidad y belleza poética de la cita.

Mi tío, en animado diálogo, se refirió al testamento del

protagonista. El último capítulo es precioso, imagen de lo

sublime en literatura. El título lo advierte: “De cómo Don

Quijote cayó malo y del testamento que hizo y su muerte”.

Cuenta el novelista que “entró el escribano con los demás y

después de haber hecho la cabeza del testamento, don Quijote

dijo: Item, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho

Panza...tiene,...quiero que no se le haga cargo de ellos, ni se le

pida cuenta alguna, sino que si sobrare, el restante sea suyo”

(LXXIV-2°). En síntesis, la herencia dejada por el amo a su siervo

equivale, grosso modo, a una certificación de buena conducta,

nuevamente la ilusión de una ínsula para que Sancho la

gobierne y el perdón de la posible aunque precaria deuda como

administrador del dinero depositado, en él, por Don Quijote.

Léase “La aventura que le sucedió con un cuerpo muerto...”

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(XIX). Allí, Sancho, a quien en los acontecimientos inmediatos

le han robado las provisiones, “andaba ocupado desvalijando

una acémila de repuesto que traían, bien abastecida de cosas

de comer. Hizo Sancho costal de su gabán y, recogiendo todo lo

que pudo y cupo en el talego, cargó su jumento...”. Estaban en la

inopia. En el capítulo XX, unas páginas después, Don Quijote,

que va en pos de una aventura imprevista, advierte a Sancho

que “en lo que tocaba a la paga de sus servicios no tuviese pena

porque él había dejado hecho su testamento antes que salieran

de su lugar donde se hallaría gratificado de todo lo tocante a

su salario”. Esto sucede en la primera parte. Cervantes, cuando

escribió el último capítulo de la segunda parte, olvida que Don

Quijote había testado, asunto que menciona más de una vez;

así, ante la arremetida de Sancho por saber si su amo le

pagaría por salario o por merced, el caballero le insiste, en

medio de la jovialidad que les embarga en esa escena: “- Y si yo

ahora te he señalado a ti en el testamento cerrado que dejé en

mi casa fue por lo que podía suceder (1º, XX). Si había testado,

¿por qué, al final de la historia, en vez de hacer testamento

como si tratara de la primera vez, no introdujo cambios u otros

ítems al que ya existía y tenía guardado en la misma casa en

que yacía de muerte? Había pasado casi una década entre la

escritura de la primera parte y la segunda y esto pudo provocar

el olvido del autor o, la gravedad del momento pudo ser la

causa de que Cervantes pasara por alto las minucias de la

primera parte o, sin contemplaciones, quiso hacer pasar a don

Quijote, ante los lectores, como un solemne marrullero. Este

olvido parece adrede. En el ensayo-cuento Funerales de Don

Quijote sostengo que Cervantes, de principio a fin, se ensañó

sobre su protagonista para desahogar en él, los golpes que le

había propinado la fortuna.

***

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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Cuando obtuve el cartón de bachillerato, Don Alfonso

Hincapié y su esposa Doña Ligia Rincón me obsequiaron un

cuñalibros en madera tallada y taponada en color claro que,

después de muchos trasteos, aún me sigue acompañando. El

artesano talló, con acierto, en dos porciones reducidas de

madera, las almas complementarias de los personajes. Tanto

Sancho como Don Quijote comparten el mismo territorio pero no

el mismo horizonte. El escudero, repechado y petulante, va en su

‘rucio’ que trota como si se tratara de otro Platero. Frente a él,

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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flanqueando los libros, el Caballero de la Triste Figura se

muestra como una raíz amilanada. Rocinante, no ajeno al

espíritu quijotesco, se encorva buscando la escasa hierba del

camino. Los sombreros son accesorios que buscan el mismo

efecto: altivo el gorro del paisano Sancho y desmirriado por las

abolladuras el morrión que volvió celada Don Quijote. Poco

tiempo después de haber recibido ese recuerdo juvenil de

madera, se presentaron la segunda y tercera de mis salidas por

distintas ciudades del país. A partir de ese entonces, nunca, en

los coroteos en que se pierde la mitad de lo que se empaca,

desapareció el citado cuñalibros. En los viajes físicos, mínimo,

ya fuimos tres: Don Quijote, Sancho y yo.

A través de los desplazamientos, he ido modificando mi

pensamiento sobre el personaje central del citado cuñalibros: en

una época pensé que se trataba de un Quijote al estilo Hamlet,

reflexión que, muchos años después, leí en Harold Bloom

(“¿Cómo leer y por qué?”, año 2000), para quien “Don Quijote es

el par de Hamlet. No sabría proferir elogio más alto”. Luego, al

adentrarme en el pensamiento de otros autores, precisé mi

punto de vista. Contemplando la talla en madera, recapacité

para soñar que no se trata de una persona atormentada por la

duda y la venganza sino que representa otra imagen de la

vida, quizá como la concibió Thomas Hobbes: “solitaria, corta,

brutal y miserable”.

Don Miguel de Unamuno, en su texto Don Quijote en la

Tragicomedia europea contemporánea, se pregunta y responde:

“¿Es que la lucha de Don Quijote no arranca de la

desesperación? Este Quijote interior, consciente de su trágica

comicidad, ¿no es un desesperado?” Con el sol a las espaldas,

como el Quijote de mi cuñalibros, no tengo en cuenta esa visión

correspondiente a un existencialismo cerrado, a la brutalidad y

soledad de la vida, sino a la amable e indispensable compañía

que cada quien debe encontrar para hacer más llevadero el

peregrinaje asignado a cada ser humano dado que, de acuerdo

con Unamuno, “es de la desesperación y sólo de ella de donde

nace la esperanza heroica, la esperanza absurda, la esperanza

loca”.

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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Jamás hice buenas migas con los instrumentos musicales por lo

que no pude exclamar, como Don Quijote: “Haga vuesa merced,

señora, que se me pongan un laúd esta noche en mi aposento

que yo consolaré lo mejor que pudiere a la lastimada doncella”

(XLVI-2°). En ocasiones especiales, a falta de no saber tañer un

instrumento ni contar con los músicos en el momento indicado,

me tocó organizar serenatas con tocadiscos de pilas a todo

volumen para que oyeran las melodías desde adentro. La

primera, en la víspera del matrimonio de Esperanza López

Gálviz; la segunda, en la víspera del viaje a Estados Unidos de

Luz Eugenia Salazar y la tercera, en la víspera del día en que

don Alfonso Hincapié y doña Ligia abandonaron a Apía para

fijar su residencia en la capital del país. En esta despedida,

dictada por el corazón como gratitud por su obsequio el día de

mi grado como bachiller y, a falta de cantantes puse, en un

tocadiscos, colocado en la acera de su casa, el longplay con la

versión musicalizada que Joan Manuel Serrat hizo del poema

Vencidos, de León Felipe, poeta español muerto en el exilio:

“Por la manchega llanura/ se vuelve a ver la figura/ de don

Quijote pasar...Y ahora ociosa y abollada va en el rucio la

armadura,/ y va ocioso el caballero, sin peto y sin espaldar.../ va

cargado de amargura.../ que allá encontró sepultura/ su

amoroso batallar.../ va cargado de amargura.../ que allá quedó

su ventura/ en la playa de Barcino, frente al mar.../ Cuántas

veces, Don Quijote, por esa misma llanura,/ en horas de

desaliento así te miro pasar.../ y cuántas veces te grito: Hazme

un sitio en tu montura/ y llévame a tu lugar;/ hazme un sitio

en tu montura,/ que yo también voy cargado/ de amargura/ y

no puedo batallar”.

El destino no se encuentra en el futuro de forma sorpresiva. Algo

que esté asignado a los mortales sin que ellos tengan que ver con

eso. El destino lo va edificando su dueño, a diario. “Cada uno es

hijo de sus obras”, dijo Don Quijote a Sancho (IV). El día de hoy

es el resultado de los días anteriores y lo que haga hoy con mi

vida, será otra hilera de ladrillos en el destino de mañana. Voy

modelando el destino en cada paso o cada acto que emprenda

o que deje de realizar.

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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Conocí a quien fuera, luego, el Pbro. Gonzalo Sánchez, doctor

en Historia Eclesiástica de la Universidad Gregoriana de Roma

y brillante profesor de Historia Eclesiástica en Roma, Canadá,

Bogotá y Manizales. Consideran su biblioteca, en asuntos de

historia, una auténtica joya que tuvo que trasladar de

Manizales a Bogotá, por desavenencias con autoridades

eclesiásticas. Lo traté cuando el país entero celebraba el

segundo centenario del nacimiento de Don Antonio Nariño, el

precursor de la Independencia colombiana (1765-1965).

Gonzalo era un estudioso aventajado de la vida del prócer

hasta el punto que participó en un programa de televisión

nacional titulado “Miles de pesos por sus respuestas” y triunfó, de

punta a punta, en las sucesivas sesiones semanales de aquel

concurso. A través de la conversación y de los libros que me

prestaba, Gonzalo me indujo en el respeto y la veneración por

Don Antonio Nariño, su ideario y sus obras enmarcadas en los

más absurdos reveses.

Imposible que se olviden los Derechos del Hombre y del

Ciudadano que tradujo Nariño e imprimió, en compañía de

don Diego Espinosa, en la Imprenta Patriótica que aún se

encuentra, como recuerdo, en el Museo Nacional. El primero de

los derechos, impresos en 1793, reza así: “Los hombres nacen y

permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones

sociales no pueden fundarse sino sobre la utilidad común”. El

segundo dice: “El objeto de toda asociación política es la

conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del

hombre. Estos derechos son: la libertad, la propiedad, la

seguridad y la resistencia a la opresión”. Nariño fue acusado de

tres delitos: impresión clandestina de los Derechos del Hombre,

conato de sedición y elaboración de pasquines.

Pagó caro por sus atrevimientos. Don Antonio Nariño había

leído y releído, en la intimidad de su rica biblioteca, aquello

que recomendó Don Quijote: “La cosa que más necesita el

mundo es de caballeros andantes” (VII) y, él mismo, igual que

quien lo había dicho, se armó como el Caballero Andante de la

Independencia Colombiana. Trazaba caminos, empezaba a

recorrerlos y cuando llegaba el momento del triunfo, Don

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

35

Antonio Nariño estaba en prisión. Las coronas de laurel

lucieron y las músicas marciales sonaron para otros. Por ese

motivo, no aparece entre los firmantes del Acta de la

Independencia ni estuvo presente en la Batalla de Boyacá ni en

los apoteósicos recibimientos por las plazas mayores de los

actuales países ‘bolivarianos’. Si no lo hubieran apresado

periódicamente habría sido nuestro Libertador. Podemos hablar

con propiedad de Don Quijote Nariño desde el nacimiento de

esa pasión desbordada por los libros que los unía a los dos

héroes. Los libros de don Alonso Quijano fueron lanzados por la

ventana al patio y quemados tratando de sofocar la locura del

dueño; la biblioteca de don Antonio Nariño, que albergaba

6.000 volúmenes, en 1794, fue escrutada, y, el alguacil Martínez

Malo, confiscó los libros entre los cuales estaba el Quijote, en

cuatro tomos, tratando de detener la calentura de la libertad

que empezaba a cundir por la América española. La crónica del

decomiso de la biblioteca de Nariño es apasionante: buscando

favorecerlos y que no quedase constancia de las obras que

consultaba como ideólogo de la libertad, escondió los baúles

cargados de libros, en casa de una amiga; ella, nerviosa, los

mandó para casa de un hermano de ella; este los remitió al

convento de los capuchinos y el fraile Andrés Gijón, amigo de

Nariño, los ocultó en una celda. Denunciado, fue allanado el

convento, confiscados los libros y entregados a la Inquisición.

Don Antonio Nariño, como don Miguel de Cervantes, “padrastro

de Don Quijote”, su doble en varios aspectos, estuvieron

encarcelados en distintas ocasiones la primera de ellas, en el

caso de Cervantes, por un motivo menos romántico que por la

traducción de los derechos humanos que condenó a Nariño.

Cervantes fue a la cárcel por el mal manejo que hizo del trigo de

unos canónigos (año de 1592).

La única alusión que hace Antonio Nariño de la obra de

Cervantes es, posiblemente, la que aparece en su periódico La

Bagatela correspondiente al 26 de diciembre de 1811 cuando,

bajo el título “Noticias venidas por el Correo de ayer”, comenta:

“Dejemos pretensiones vanas y quiméricas; aún no podemos ser

simples ciudadanos, libres e independientes, y ya todos

queremos ser soberanos; preferimos este quijotismo de ocho días

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

36

a una libertad permanente”. El tono admonitorio es despectivo

pero el mensaje es duradero. Aún faltaba más de un siglo para

que Don Miguel de Unamuno bosquejara una teoría sobre el

quijotismo, en su obra Del Sentimiento Trágico de la Vida:

“¿Qué ha dejado a la Kultura Don Quijote? Y diré: ¡El

Quijotismo!, y no es poco. Todo un método, toda una

epistemología, toda una estética, toda una lógica, toda una

ética, toda una religión sobre todo, es decir, toda una

economía a lo eterno y lo divino, toda una esperanza en lo

absurdo racional”.

Vidas paralelas e idearios afines hacen de Antonio Nariño y

Alonso Quijano, dos hidalgos, en el sentido más estricto de la

palabra. Mi amor por la obra y la repercusión histórica de

Nariño se originó al contemplar en él una especie de Quijote

criollo de alma y cuerpo. El amor por el personaje cervantino se

incrementó en mí por haber servido de modelo a nuestro

Precursor y, en buena parte, a todos aquellos que ofrendaron la

vida, como en otros molinos de viento, por defender los ideales

del Caballero Andante. No bastó que sobreviniera la muerte

para que los huesos de Nariño, por fin, pudieran descansar. Fue

enterrado en el templo de Villa de Leiva (1823), Zipaquirá

(1857) y Barranquilla (1885). De allí emigraron, con los restos,

a Panamá (1885); salvados de un incendio regresaron por

Medellín, camino de Bogotá (1907), en donde reposan, en la

Catedral Primada, junto a la osamenta de Don Gonzalo

Ximénez de Quesada. Por los ideales cercanos, el pasado

andariego, la capacidad para reponerse y salir fortalecidos de

traumas aparentemente insuperables (resiliencia), empezó a

correr la leyenda de que Ximénez de Quesada era sobrino de

Don Alonso Quijano (o Quesada o Quijada). Por la muerte en la

pobreza de los tres personajes y aún por la hermosa y simbólica

escultura yacente de Ximénez de Quesada, obra de Luis Alberto

Acuña, hay quienes identifican este monumento, en el corazón

de la capital colombiana, como la tumba de Don Quijote de la

Mancha. O la tumba de los tres.

***

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

37

Mientras estuve como Profesor Titular de Historia de la

Lengua Española, en la Universidad de Caldas, en Manizales,

entre 1976 y 2001, por 25 años, sucedieron varias situaciones

que merecen ser rescatadas del olvido.

Corría, el año de 1980, cuando hubo, en el país, una cacería de

brujas, a cuento del llamado Estatuto de Seguridad, producto

del Gobierno civil de la época acolitado por las respectivas

armas de la república. En ese entonces se perseguía con saña a

quienes fueran o pudieran pertenecer al M19, movimiento

políticomilitar que tuvo en jaque al sistema que impera en

Colombia. Los apresados por atentar contra las instituciones

eran sometidos a consejo de guerra extrarrápido y podían ser

condenados a una vida tras las rejas, de acuerdo con la

legislación sobre estado de sitio. Los exabruptos de esa

legislación fueron echados a pique por la Corte Suprema de

Justicia. No había día en el que la prensa no trajera la noticia

de detenciones que para uno eran absurdas dado que jamás

había pasado por la cabeza de una persona cuerda que esos

apresados pertenecieran al grupo subversivo que combatía con

el Gobierno.

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

38

Los estudiantes de la asignatura de Historia de la Lengua

sabían que los exámenes parciales, durante el semestre,

versaban sobre distintos temas según el programa estructurado

para el periodo, pero el examen final siempre versaba sobre el

Quijote. No se trataba de un trabajo de consulta sino de un

examen morosamente construido partiendo del tiempo

asignado para la prueba. Cuando llegué al salón, el día

indicado, en el mes de diciembre, me comentaron que una

alumna de cuyo nombre sí quiero acordarme, llamada

Clemencia, había sido detenida, en su casa de habitación, la

noche anterior, y conducida al Batallón Ayacucho, sindicada

de pertenecer al M19. Dicté, como acostumbraba al final de esa

asignatura, la única pregunta. Los estudiantes deberían tener

el ejemplar de la obra en la mano, los apuntes personales y los

textos escrutados en el tiempo de estudio individual. Después de

las dos horas reglamentarias, algunos entregaban la respuesta

escrita a lo planteado aunque muchos alumnos que quisieran

completar lo trabajado podían llevar el examen para su casa y

traerlo varios días después, luego de ponerle un santo y seña a

las páginas ya escritas para observar que lo que hizo afuera era

continuación, ampliación, corrección y mejoramiento de lo

escrito adentro del salón, con la asesoría del profesor. No podía

ser algo distinto, sino que derivara de lo redactado.

A veces, aquel examen equivalía al comienzo de una buena

tesis. La pregunta podía versar sobre las clases de novela que se

encontraban dentro del Quijote y los estudiantes responsables

tenían la oportunidad de disertar, con todos los recursos

bibliográficos allegados, sobre obras de caballería, novela

pastoril, novela italianizante, novela de cautivos, novela

picaresca. En otra ocasión se solicitaba que los estudiantes

demostraran que Don Quijote habló siempre con tono épico y

Sancho con estilo propio de la picaresca. Lógico que había que

arrancar con la teoría básica sobre el lenguaje de la épica y

contrastar con el lenguaje de la picaresca. Al respecto, anota

Carlos Fuentes que la novela moderna parte de la

estratificación del lenguaje que deja de ser único y comprensible

para todos y admite, en cambio, la diversidad del habla. Se

entienden los héroes en la épica y el teatro clásico y aún en la

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

39

dramática de Shakespeare pero, con los mismos parámetros, no

se entienden a cabalidad Madame Bovary y su marido, ni Ana

Karenina y el suyo, ni Don Quijote y Sancho. Aunque el afecto y

la lealtad sean mutuos, se la pasan discutiendo,

reconciliándose, aclarando, dándose puntos de vista

diametralmente opuestos basados en la enorme y anticuada

erudición del viejo y “la sabiduría admirable de su asistente”

(H. Bloom). Hablan en dos estilos opuestos y de su encuentro

nace el lenguaje propio de la novela.

Si les preguntara, como otro ejemplo, sobre la Gastronomía en el

Quijote, un estudiante podría empezar por dividir el tema en

tres subtemas: Comida de Don Quijote, las Bodas de Camacho y

otras comidas. Sobre la comida de Don Quijote, correspondía a

la de un hidalgo o sea un heredero, generalmente pobre y

desubicado, de la casta guerrera ya pasada de moda. Luego, la

infaltable cita del libro: “Una olla de algo más vaca que

carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los

sábados, lentejas los viernes y algún palomino de añadidura los

domingos”. De ahí se pasaría a desarmar las piezas que

componen esa cita: “Más vaca que carnero” equivale a carne de

segunda ya que la carne más estimada, en ese siglo, era el

carnero. En el occidente colombiano, aún no se acostumbra

vender o comprar carne de vaca; tal vez, cuando se rueda

alguna, por un precipicio, la regalan. El tal “salpicón las

noches” consistía en aprovechamiento de las sobras del

almuerzo. Las “lentejas los viernes” eran “viudas”, es decir, sin

carne por la vigilia religiosa igual que los sábados cuando

habla Cervantes de los famosos “duelos y quebrantos” o sea

huevos revueltos con trozos de tocino muy fritos. Quien comía

tocino era cristiano viejo. Parca comida como la de un monje

cartujo que nada tenía que ver, por ejemplo, con el menú que,

cien años antes de Don Quijote, se servía en la mesa de la reina

Isabel La Católica: pechugas de pollas en leche de almendras,

agua de rosas y azúcar, potajes de calamares y jibias, gigote de

carnero con tocino de cerdo, jengibre y azafrán; de postre, arroz

con azúcar y almojábanas de los mozárabes. Todo bien rociado

con vinos tintos y blancos.

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

40

En el mes de marzo del año siguiente, cuando me encontraba

en mi cubículo universitario, apareció, como si se tratara de

una visión quijotesca, la alumna que habían detenido a finales

del año anterior. Me comentó que la habían absuelto, en el

consejo de guerra llevado a cabo en Armenia, porque no le

habían comprobado absolutamente nada de lo imputado

cuando la detuvieron en su hogar. Reconstruyó el viacrucis que

le había tocado recorrer desde la noche de su aprehensión.

Estaba durmiendo en su alcoba, con la hermana, y había

dejado el Quijote en la mesa de centro de la sala para cogerlo,

en la mañana siguiente, al salir para la Universidad.

Allanaron la casa, entraron armados, ella tuvo que vestirse

delante de lascivos soldados y salir de su hogar en silencio.

Cuando pasó por la sala miró para la mesa de centro, vio el

libro del Quijote y espontáneamente, se inclinó, lo recogió y se lo

llevó en la mano. Aunque parezca extraño, ninguno de los

captores se lo decomisó. La escena de su captura por parte de los

soldados era propia para que hubiese entrado Don Quijote

gritando: “- Gente endiablada y descomunal, dejad luego al

punto la alta princesa que lleváis forzada; si no, aparejaos a

recibir presta muerte, por justo castigo de vuestras malas obras...

Ya os conozco fementida canalla” (VIII).

Condujeron a Clemencia al Batallón Ayacucho y la encerraron

con candado en un cepo estrecho, de piso de madera podrida,

por debajo del cual corría agua por un caño que servía de

sanitario. Día y noche había un bombillo prendido sobre su

cabeza. Ni un mueble. Las paredes, igual que el piso, destilaban

humedad. No podía recibir visitas ni dialogar con nadie. Su

única compañía fue el Quijote. Pasaba las horas releyendo la

obra que se había dejado encarcelar con ella. A pesar de que se

trataba de una cacería de brujas ninguno de sus carceleros se

atrevió a arrebatarle el libro que, en muchas dictaduras, se ha

juzgado como subversivo por hablar de justicia y libertad. Y estos

eran, y siempre lo han sido, ideales juzgados como subversivos

tanto que Don Quijote ha llegado a tener problemas con la

inquisición y con más de un gobierno. Personajes obtusos que no

entienden que “la literatura sí es una revolución pero una

revolución diferente, sana y pacífica. Los pueblos que tienen

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

41

posibilidades de reencontrarse con la lectura son más pacíficos.

Los que menos leen son más violentos” (Mempo Giardinelli).

Quienes leen obras como el Quijote corren el peligro de

convertirse en seres pensantes que analizan la complejidad de

los tiempos; personas argumentativas, de fácil y apropiada

locución y esto causa alarma en encumbradas esferas de poder.

Recuerdo que, cuando en mi Colegio, se proponían expulsar a

algún estudiante, sobre quien no tenían argumentos válidos

para destruirlo, el Señor Rector comentaba, en el respectivo

consejo de profesores que armaba para tratar de darle

apariencia de legalidad a la medida que ya había tramado:

“Ese tipo es peligroso; por ahí lo he visto con un libro debajo del

brazo”. La represión se enseña y se aprende desde el colegio y

antes, desde la casa. Luego, esos pichones aparentemente

inofensivos que han padecido el escarmiento por parte de sus

padres y profesores se convertirán en los grandes torturadores.

Clemencia tuvo, como compañero de prisión, a Nuestro Señor

Don Quijote. Compañía, aliento, guía. Me comentó, con una

sonrisa tímida, que jamás se sintió sola ni triste. A veces se

sorprendía riendo o llorando por las penalidades del personaje

o feliz por sus salidas o alimentada por el pan de sus palabras.

Con la lectura atenta de las páginas de este libro se puede

formarse en el ideal de una auténtica Libertad. Uno se pierde y,

de pronto, su lectura parsimoniosa equivale a un tratamiento

de terapia. De un capítulo a otro, volvieron a ser tres en la

cárcel. La cárcel fue la sala cuna en que Cervantes engendró a

su criatura. En el Prólogo lo dice: “¿Qué podría engendrar el

estéril y mal cultivado ingenio mío sino la historia de un hijo

seco, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca

imaginados de otro modo alguno, bien como quien se engendró

en una cárcel donde toda incomodidad tiene su asiento y

donde todo triste ruido hace su habitación?”.

Después de haber pasado varios meses, Clemencia fue a mi

oficina para comunicarme que el Consejo Académico de la

Universidad, por fuerza mayor, autorizó que, ella tenía el

derecho de presentar los exámenes finales del semestre pasado,

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

42

para proseguir sus estudios. Le entregué unos pliegos de papel

tamaño oficio y le dicté la pregunta:

- Demuestre que Don Quijote luchó por la Justicia y la Libertad.

Se sonrió y me dijo:

- Fue la mayor lección que aprendí en su compañía.

Y se puso a escribir. Vi que lo hacía con fluidez y entusiasmo.

Después de dos horas me entregó el texto a modo de ensayo. Lo

leí y le dije:

- Calificación, ¡Cinco Aclamado!”, nota que imponía en casos

excepcionales. Con permiso de la alumna, saqué, en

mimeógrafo, la respuesta y la distribuí entre los compañeros del

semestre anterior que ya iban adelante y entre los que lo

cursaban en el nuevo semestre. Cuando entregué el texto les dije:

como ven no tiene título. Después de leerlo cada uno le pone el

título que quiera y al final redacte su consideración. No olvido

que alguien tituló el texto sobre la Justicia y la Libertad en Don

Quijote, con estas palabras sencillas e inquietantes: Utilidad de

la Lectura.

Cuando Clemencia salía de mi cubículo después de presentar su

examen sobre su relación personal con Don Quijote, la Justicia

y la Libertad, le llamé la atención para recordarle: no se te

olvide cumplir con la penitencia que Don Quijote impuso a la

que él suponía que era una dama liberado de unos viajeros que

él, en su delirio, suponía que eran secuestradores:

“La vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo

que más le viniere en talante porque ya la soberbia de vuestros

robadores yace por el suelo, derribada por este mi fuerte brazo; y

porque no penéis por saber el nombre de vuestro libertador,

sabed que yo me llamo Don Quijote de la Mancha, caballero

andante y aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa doña

Dulcinea del Toboso; y en pago del beneficio que de mí habéis

recibido, no quiero otra cosa sino que volváis al Toboso y que de

mi parte os presentéis ante esta señora y le digáis lo que por

vuestra libertad he fecho (VIII). Se detuvo un instante y, luego,

abandonó la oficina, bella, airosa y sonriente.

A pesar de la diáfana alegría que, en verdad, debió embargar

a Clemencia en la compañía de Don Quijote, de trecho en

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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trecho, me da por pensar en la gama de emociones que debió

brotar de ella, en los días en que estuvo prisionera, en esa

cárcel. Esto porque no se puede desconocer que el Quijote es uno

de los libros más tristes que existen. Su desencanto tiene la

aureola del lugar de nacimiento de la obra y los datos

autobiográficos que no fue capaz de desechar Cervantes y los

consignó, en forma sublimada, en esas páginas. El desencanto

lo llevó a la búsqueda insaciable de su Otro Yo mental que le

propiciara ser alguien distinto al pobre don Miguel a quien

nadie escuchaba. La tragedia se configuró en la imposibilidad

de ese Otro. Sancho Panza, en forma angustiosa, suplió esa

precariedad brindándole amistad.

Tuvo que pasar mucho tiempo para comprobar, una vez más

que, a través de los siglos, El Quijote no ha dejado de ser un libro

con extrañas implicaciones políticas. Unos treinta años después

del acontecimiento en que mi alumna resultó absurdamente

implicada, un periodista publicó un texto en el que refería que

Carlos Fuentes, novelista mexicano, Premio Cervantes de

Literatura y que acababa de morir (15 de mayo de 2012), había

dejado, entre sus obras inconclusas, una novela sobre la vida de

Carlos Pizarro Leongómez, líder del movimiento M-19 que fue

asesinado dentro de un avión en pleno vuelo, el 26 de abril de

1990, cuando adelantaba su campaña para la Presidencia de

Colombia. El periodista contaba que su colega Patricia Lara le

había contado al novelista mexicano una anécdota que el

propio Pizarro le había narrado a ella: “Le conté que la última

vez que vi a Pizarro, en La Habana, él me contó que en alguna

oportunidad, mientras cuidaba a un secuestrado, decidió leerse

El Quijote, y que cuando llegó a la parte de los molinos de

viento, estalló en llanto. En esas se fue, y yo le dije: ‘Usted tiene

que seguirme contando esa historia’, porque imagínese lo que es

esa imagen de un secuestrador, cuidando a un secuestrado

leyendo El Quijote, recuerda Lara” (Carlos Restrepo, El Tiempo,

19 de mayo de 2012, p.10). Más aún: leyendo El Quijote y

llorando.

***

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

44

Lugar común es repetir que Don Quijote se constituyó en el

alter ego de Cervantes. El tú de su yo. Para otros, Sancho es el

alter ego de Don Quijote y se entra a demostrarlo, pero se debe a

Franz Kafka (1883-1924), una obrita de ficción en la que

expone, en cierto sentido, una novedosa tesis. Ese micro-cuento

aparece en la obra La Muralla China y como es tan corto se

puede transcribir en su totalidad:

“Con el correr del tiempo, Sancho Panza, que por otra parte,

jamás se vanaglorió de ello, consiguió mediante la composición

de una gran cantidad de cuentos de caballeros andantes y

bandoleros, escritos durante los atardeceres y las noches,

separar a tal punto de sí a su demonio, a quien luego llamó

Don Quijote, que éste se lanzó incontenible a las más locas

aventuras; sin embargo, y por falta de un objeto preestablecido,

que justamente hubiera debido ser Sancho Panza, hombre libre,

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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siguió de manera imperturbable, tal vez en razón de un cierto

sentido de compromiso, a Don Quijote en sus andanzas, y obtuvo

con ello un grande y útil solaz hasta la muerte”

Al comenzar el periodo dedicado a Don Quijote, en varias

ocasiones repartí este micro-cuento entre los universitarios y les

plantee alguna inquietud para que lo enfrentaran. Les propuse,

por ejemplo, reconstruir, con sus palabras, lo expresado por

Kafka; explicar lo que planteaba; responder quién era el autor

de Don Quijote de la Mancha; qué era Sancho con relación a

Don Quijote y Don Quijote con relación a Sancho. El final del

Quijote kafkiano, ¿en qué se diferencia del Quijote cervantino?

En varios semestres se pudo comprobar la dificultad que traían

los alumnos para la comprensión de lo leído. Muchos eran

incapaces de reelaborar con sus propias palabras el microtexto

kafkiano. Se debía arrancar, entonces, por ahí. Por abrir el

apetito por la lectura y explicar que existen diversas clases: de

información, de utilidad práctica, de entretenimiento (activa),

de pasatiempo (pasiva), de estudio, de corrección, de repaso y

otras. Don Quijote, como toda la literatura, no se propone

atosigar a los lectores con información, no es mucha su

utilidad práctica, hay mejores pasatiempos, y creo yo que ni

siquiera es una obra de entretenimiento. Su lectura no puede

ser ni siquiera lectura de cumplimiento que se da cuando hay

que leer para poder cumplir con un deber escolar. Los profesores

no deberían imponer la lectura completa del Quijote a unos

pobres desamparados, cuando su labor apostólica consiste en

servir de lazarillos en la lectura. A los niños poco les gustan los

cuentos demasiado largos. Se incomodan. No son capaces de

llevar el hilo en forma exhaustiva, mientras que leer la obra

cumbre de Cervantes es el desafío mayor para un lector avezado.

Es mucho más que un acto de resistencia paciente o impaciente.

Se deben utilizar preguntas que abren mundos en vez de

aquellas que los cierran. Que cada estudiante encuentre su

propio camino para alcanzar el conocimiento.

Siguiendo a Eduardo Caballero Calderón en su Breviario del

Quijote, primero, el profesor debe hacer que los estudiantes de los

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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años básicos de bachillerato lean periódicos y revistas. Que vean

como la letra los introduce en el mundo de la realidad

inmediata. “(Se debe comenzar) por dar a los niños el periódico

y progresivamente, interesarlos en los antecedentes, en las

causas de los hechos y el lenguaje presentes; se les va llevando

hacia atrás, hacia los orígenes de la obra maestra. Así, lo

último que habría de ponerse en las manos de un joven que va a

ingresar en la universidad, como la clave y la raíz de su

lenguaje, sería el Quijote”. En vez de lectura obligada, debe

convertirse en una lectura recomendada, en forma convincente

para lo que les servirá su dosis de diestros pedagogos.

Comenta Rafael Humberto Moreno Durán, novelista y ensayista

boyacense, que se puede leer el Quijote en selecciones de

capítulos para adultos, para niños, para adolescentes, en tiras

cómicas, captarlo en videos, DVD, VCD, CD o en casete, seguirlo

en pinturas o en cine, pero no hacerlo en forma de resumen.

Nunca una idea compleja la captaremos en función de síntesis.

No solo el Quijote sino cualquier obra que queramos leer para

ampliar nuestro mundo. El resumen de una obra literaria no

alcanza a ser, ni siquiera, el esqueleto. El esqueleto es la

anécdota no el resumen de la anécdota. La literatura está en la

forma de redactar esa anécdota si es que tiene anécdota.

Existen muchísimas obras literarias, de gran valía, que ni

siquiera tienen anécdotas. Recordemos uno de los poemas del

enemigo acérrimo de Cervantes, Lope de Vega y Carpio, escrito

en la misma temporada que el Quijote y por cuyos versos se

respira el mismo tono y la misma intención que se encuentran

en el Discurso de las Armas y las Letras (cap. XI), de Cervantes.

Don Quijote le dijo a los cabreros: “- La libertad, Sancho, es uno

de los más preciosos dones que a los hombres dieron los Cielos;

con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra

ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se

puede y debe aventurar la vida y, por el contrario, el cautiverio

es el mayor mal que puede venir a los hombres” (LVIII-2°).

Mientras don Miguel ponía estas palabras en boca del

protagonista, don Félix Lope de Vega, en su poema Canción,

entonaba esta alabanza paralela: “¡Oh libertad preciosa,/ no

comparada al oro,/ ni al bien mayor de la espaciosa tierra,/

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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más rica y más gozosa/ que el precioso tesoro/ que el mar del sur

entre su nácar cierra,/ con armas, sangre y guerra,/ con las

vidas y las famas,/ conquistado en el mundo”. En estos

fragmentos encontramos todo lo que requiere un texto para

juzgarse como poético: ritmo, entonación, propiedad en los

términos, música aunque no entendamos mucho de la letra. El

arte, como las mujeres, entre más incomprensible más gusta.

Si una persona se contenta con el resumen del Quijote es como

si, en vez de asistir a la proyección de una película, se

contentara con que se la contaran: escucha no la obra sino una

versión particular de una obra cuya forma artística no es

auditiva principalmente sino visual; versión oral, además,

distinta a la que otras personas podrían darle; sin que tenga

noticia de otros elementos que no se pueden descartar para que

el juicio sobre una película sea aceptable: manejo de cámaras,

iluminación, puntos de vista, ritmo en la imagen, tejido de las

escenas, combinación de relatos, música y fotografía, etc. Una

película, tanto como el Quijote o cualquier otra obra literaria,

no es el resumen del argumento.

No desperdiciemos esta alusión pasajera del cine. Durante el

siglo XX se filmaron cincuenta versiones del Quijote de las cuales

la mejor, para mi gusto, es la rusa, filmada en 1957. En 1902

Ferdinand Zecca filmó el primer Quijote. En 1932 C.W.Pabst

filmó otra versión. En la década de los sesenta del siglo XX tuvo

mucha acogida “El Hombre de la Mancha”. Cada cinta se

centra en un tópico, lo explora y lo explota. Ahí está su éxito o su

fracaso. No es lo mismo leer una obra y ver una película basada

en ella, aunque lleven el mismo título. Atando cabos, recuerdo

que, en mi obra Funerales de Don Quijote informo que la música

que sonó en la ceremonia del sepelio era rusa. Dije esto

impresionado por la empatía entre el alma de Don Quijote y ese

modo de ser sombrío o ciclotímico de los rusos. Dostoievski hizo

alto elogio de la obra de Cervantes aunque opinó que “el Quijote

era la novela más triste de todas” ya que se trata de “la historia

de una desilusión”.

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Si Miguel de Cervantes hubiera vivido en el siglo XX habría sido

director de cine. Hay quienes han notado cierta relación entre

los dos personajes cervantinos con parejas como El Gordo y El

Flaco, Sherlock Holmes y Watson fuera de otras célebres

dualidades cinematográficas. Cervantes concibió sus criaturas

de tal modo que, al lector, le quedase una imagen visual de lo

que él escribía.

Los profesores de bachillerato no deben imponer la lectura de

una obra equiparable en importancia, pero también en

extensión, a la Biblia o a las Mil y Una Noches. Mamotretos

escritos por titanes. Podrían, eso sí, distribuir los capítulos entre

el número de alumnos que tenga un grupo. Pongamos, uno, dos

o tres. Por qué no preparar la lectura, en voz alta que ya es

mucho adelanto pues la mayoría termina el bachillerato sin

saber leer en voz baja ni en voz alta; trabajar sobre el texto

buscando arcaísmos y sustituyéndolos con términos

equivalentes; preparar una versión teatral de algún capítulo

que se preste para ello; leer las cartas de amor y escribir otras en

lenguaje moderno conservando la dignidad en los sentimientos

o la expresión y sin caer en la chabacanería de estos tiempos en

que los teléfonos celulares sustituyeron la comunicación escrita,

fenómeno que explica, en parte, por qué los muchachos de hoy se

dirigen a Aldonsas Lorenzo y no a Dulcineas del Toboso. Se

pueden comentar los adagios, explicar los refranes, comparar

épocas de acuerdo con los elementos escenográficos que

aparezcan en los capítulos leídos; escribir juicios apreciativos

sobre lo leído, etc.

Jorge Luis Borges, en su poema España (1964), expone una bella

tesis pedagógica, metodológica y poética: “Más allá de los

símbolos,/ más allá de la pompa y la ceniza de los aniversarios,/

más allá de la aberración del gramático/ que ve en la historia

del hidalgo/ que soñaba ser Don Quijote y al fin lo fue,/ no una

amistad y una alegría/ sino un herbario de arcaísmos y un

refranero,/ estás, España, silenciosa, en nosotros”. Si el alumno

se interesa en el tema, y cuál más humano y positivo que la

amistad, sin sentir la pesada obligación y el fantasma de unas

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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notas, avanzará más de lo que le exigiere el profesor con la

lectura sin resuello o con el resumen de pacotilla.

Hay tantas formas de leer cuantas personas decidan emprender

el peregrinaje de la lectura. Siendo estrictos, no existen

relecturas de un libro. Cada vez que una persona vuelve a una

obra para leerla, las circunstancias son distintas, los móviles no

son los mismos, los estados de conciencia y las razones del

corazón han cambiado. En una lectura nos llamaron la

atención unos pasajes, unos diálogos, por ejemplo; en otra

lectura leemos fragmentos que pasaron desapercibidos la vez

anterior. Se trata de una nueva lectura.

Ya hemos hablado de escoger capítulos independientes del

Quijote, así como de la Biblia se pueden escoger libros saltones o

capítulos sin que hacer esto perjudique la lectura. Siguiendo a

Unamuno, el libro de El Ingenioso Hidalgo es la biblia del

castellano y su protagonista es Nuestro Señor Don Quijote.

Además dice Cervantes que, “por el hilo se sacará el ovillo” (IV).

Hay quienes opinan que se deben leer los primeros capítulos

hasta cuando Don Quijote se encuentra con los cabreros y

pronuncia el discurso que empieza “Dichosa edad y siglos

dichosos...”(XII). En el transcurrir de esos capítulos el autor ya

ha delineado personajes, aventuras, estilo y tono de la obra. Es

posible que una persona lea los doce primeros capítulos y se

decida a continuar. Claro que, para otros, se debe leer capítulos

de la segunda parte porque esta es más depurada y profunda

que la primera. La escribió Cervantes con el orgullo herido por

el tal Quijote de Alonso Fernández de Avellaneda que, con

lenguaje rocambolesco, redactó, así, el primer párrafo de su

impostura: “El sabio Alisolán, historiador no menos moderno

que verdadero, dice que, siendo expelidos los moros agarenos de

Aragón, de cuya nación él descendía, entre ciertos anales halló

escrita en arábigo, la tercera salida que hizo del lugar de

Argamesilla el invito hidalgo Don Quijote de la Mancha, para

ir a unas justas que se hacían en la insigne ciudad de

Zaragoza y dice desta manera: ...”. Cinco nombres propios de

cosas distintas en cinco renglones sin contar con los otros

quince renglones que corresponden también al primer párrafo.

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

50

Fernández de Avellaneda carecía del genio del que han hecho

gala todos los grandes que en mundo de las letras han sido y

que les lleva a redactar el primer párrafo con una entonación

tan apropiada que es como si el lector tuviese en sus manos una

semilla que contiene en partículas microscópicas todo el árbol.

El lector atrapa, de entrada, la entonación de la obra hasta el

final.

***

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

51

En la mañana de jueves santo de 1983, ocurrió el terremoto

que destruyó a Popayán y dejó más de mil muertos. Sentí lástima

porque desde niño había aprendido a amar esa ciudad. Mi tío,

de sobremesa, en el comedor de la casa, compartía

reminiscencias de la época en que estudió en la capital del

Cauca. Era bienvenido a la casa del Maestro Valencia. Por él me

di cuenta de que, desde la Colonia española, existía la leyenda

según la cual Don Quijote de La Mancha estaba enterrado en

Popayán. Ha sido una ciudad siempre deslumbrante, venida a

menos desde cuando, en 1905, Rafael Reyes volvió añicos el

Estado Soberano del Cauca para crear varios departamentos

menos peligrosos para la unidad nacional que el peligro que

representaba Popayán como capital de un estado rico y

gigantesco, desde el Amazonas hasta el Golfo del Darién, en el

Atlántico. La adormilada dirigencia bogotana que hacía

croché al sabor de un chocolate caliente no había pasado el

susto de la separación de Panamá (1902) cuando empezaba a

escuchar rumores sobre la separación del Cauca.

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

52

Llegó la oportunidad de hacer el elogio de la ciudad amada.

Ocurrió en 1987, cuando Popayán cumplía 450 años de

fundación. La mayor extensión del Gran Caldas (fundado en

1905) había hecho parte del Estado Soberano del Cauca; esto es,

el territorio que, a partir de 1966, correspondió al

Departamento del Quindío y la totalidad del Departamento de

Risaralda (1967). Los municipios de Marmato, Supía, Riosucio,

Anserma, Risaralda, San José, Belalcázar, (Viterbo aún no se

había fundado pero todo el Valle del Risaralda pertenecía al

Cauca), Palestina, Chinchiná y Villamaría, en el

Departamento de Caldas, también hicieron parte del Estado

Soberano del Cauca.

El Gobernador de Caldas, en 1987, me solicitó que pronunciara

un discurso, en el ofrecimiento de un coctel, en la ciudad de

Popayán, a sus autoridades y entidades representativas, a

nombre de nuestro Departamento y por cuenta de la Licorera de

Caldas. Yo empecé a redactarlo pero desde el primer párrafo

salió Don Quijote a caminar por la planicie blanca de papel. A

pesar del esfuerzo que hice por esconderlo seguía andando por

las hojas como si se tratara de los campos de Castilla por donde

transcurre la obra clásica. Después de que me resultara

imposible desechar la compañía del hidalgo caballero, opté por

quitarle al texto el tono de discurso y configurar el ensayo-

cuento en el cual me entretuve explicando por qué Don Quijote

se vino de España. Imagino que lo hizo en búsqueda de su

sobrino Don Gonzalo Ximénez de Quesada (o Quijano o

Quijote), el fundador de Santa Fe de Bogotá; supongo que, como

Don Gonzalo ya se había retirado a morir en Mariquita, Don

Quijote atravesó las tierras cálidas del Tolima en su búsqueda,

hasta encontrarse enrolado entre los payaneses. No olvidemos

que Don Quijote siempre está de paso, no demora en ninguna

parte, parece gitano como todos con quienes se encuentra.

Aprovecho la ocasión para reconstruir literariamente la ciudad

clásica destruida por el terremoto. Rememoro los sitios

privilegiados por donde pongo a transitar a Don Alonso

Quijano. Vive en el claustro de Santo Domingo, actual Facultad

de Derecho de la Universidad del Cauca, asiste a las ceremonias

de la iglesia de San Francisco, visita al humanista, poeta,

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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político y diplomático Don Guillermo Valencia, en su casona, en

donde divisa a Dulcinea y muere en el claustro de Santo

Domingo, un martes de carnaval, anterior al Miércoles de

Ceniza; el velorio tiene lugar en el Paraninfo de la Universidad

del Cauca, asisten estudiantes y Dulcinea entra de incógnito

vestida de ñapanga a ofrecerle una ofrenda amorosa; el

entierro tiene lugar en la estratégica Ermita de Belén. Me

detengo en los que lo acompañan, la discusión en el Parque

Caldas sobre el lugar en donde debe quedar sepultado, si bajo

uno de los árboles o bajo la Torre del Reloj para concluir que

“Indiscutiblemente, la tumba de Don Quijote está ubicada en

los cimientos de la Torre del Reloj, al lado de la tarde, en

Popayán Colombia”.

Al final, después de cavilar, coloqué como nombre al texto,

Funerales de Don Quijote, editado en la Imprenta

Departamental de Caldas, en 1987, por iniciativa del Doctor

Augusto León Restrepo, Contralor del Departamento de Caldas y

hombre de letras. Fue distribuido en Popayán, al finalizar, no

ya un coctel, sino un sobrio acto académico.

La lectura del ensayocuento tuvo lugar en el Paraninfo, en

Popayán, el 23 de abril de 1987. Al concluir el acto subieron al

escenario unas bellas muchachas quienes me contaron que eran

estudiantes de la Universidad del Cauca. Una de ellas se sinceró

cuando dijo: “Le cuento que soy de Popayán y estudio Literatura

en la Universidad del Cauca pero no sabía que Don Quijote

estuviera enterrado en esta ciudad”. Según la teoría literaria,

una de las condiciones de la narrativa es que sea verosímil o

creíble. Aunque lo que se cuente no haya ocurrido en la

realidad, se insiste en que la carga de verosimilitud o

propiedad en lo narrado sea tal que el lector piense que lo leído

sucedió o, de acuerdo a los trucos utilizados, pudo haber

acaecido. Me sentí satisfecho. De ahí salimos para la casona de

la histórica Hacienda Calibío, a festejar la ocasión, con

representantes del Gobierno y la cultura en el Cauca.

Hubo móviles inconscientes que me fueron disponiendo para

escribir sobre los funerales de Don Quijote. La Muerte se hace

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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confidente de la persona que no la pierde de vista, que busca

interpretarla, que se acerca serena e ineluctablemente a ella,

como se describe en el último capítulo de la obra de Cervantes.

La vida no es más que un aprendizaje apacible del buen morir.

Pero, más que eso, para mí no existe un capítulo más profundo,

entre los 52 de la primera parte y los 74 de la segunda, que el

correspondiente a la preparación y muerte de Don Quijote. Si no

hay tiempo de releer los 126 capítulos conviene volver, en forma

más asidua, a la muerte de Don Alonso Quijano el Bueno.

Murió don Alonso, no Don Quijote. Hay que volver sobre la

sencillez, dignidad, veracidad, evolución y melancolía que

inunda ese capítulo. Cervantes no le devolvió la razón a su

personaje antes de matarlo, como piensan muchos. Con

serenidad imperturbable le arrebató la locura: “- Yo, señores,

siento que me voy muriendo a toda prisa... Vámonos poco a

poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo

fui loco y ya soy cuerdo; fui Don Quijote de la Mancha y soy

ahora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno...; el cual, entre

compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su

espíritu: quiero decir que se murió” (LXXIV-2°). Sobre la postrera

lucidez de Don Quijote dice Borges:

“Cualquier otro autor hubiera cedido a la tentación de que Don

Quijote muriera en su ley, combatiendo con gigantes o

paladines alucinatorios, reales para él. (Pero), la forma de la

novela exige que Don Quijote vuelva a la cordura, y también

que este regreso a la cordura es más patético que el morir loco.

Es triste que Alonso Quijano vea, en la hora de su muerte, que su

vida entera ha sido un error y un disparate. El sueño de Alonso

Quijano cesa con la cordura y también el sueño general del

libro del que pronto despertaremos”.

La cátedra magistral dictada por Jorge Luis Borges, sobre el

último capítulo de la obra, concluye con esta afirmación:

“El libro entero ha sido escrito para esta escena, para la muerte

de Don Quijote. Los autores suelen cuidar el lecho de muerte de

sus héroes, pero Cervantes que, según sus propias declaraciones,

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

55

no era padre sino padrastro de don Quijote, deja que este se

vaya de la vida de una manera lateral y casual. Cervantes nos

da con indiferencia la tremenda noticia. Es la última crueldad

de las muchas que ha cometido con su héroe; acaso esta

crueldad es un pudor y Cervantes y Don Quijote se entienden

bien y se perdonan”.

Para críticos ortodoxos, el último capítulo del Quijote es modelo

de sublimidad y para otros, sin que se contradiga con lo

anterior, ejemplo inigualable de literatura realista o del más

genuino periodismo. Fue publicado en 1615, un año antes de la

muerte de Cervantes, y se puede sospechar que era el pálpito de

su propia agonía. Era tiempo de que, por lo mucho vivido y

padecido, el escritor otea la propia muerte.

Cervantes había nacido en Alcalá de Henares, en 1547. Murió

en 1616. En 1617 se publica Persiles y Segismunda, en cuyo

Prólogo se despide el autor, por anticipado, con la misma

emoción contenida e igual entonación del capítulo final del

Quijote: “Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados

amigos; que yo me voy muriendo y deseando veros prestos y

contentos en la otra vida”. Eso de “regocijados amigos” recuerda

a Sancho, el ama y la sobrina felices por la herencia y eso de

“me voy muriendo”, a la conocida cita de don Quijote cuando

dijo que “en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”. Los

dos, Cervantes y don Quijote, murieron más saciados de

realidad que de fantasía.

La misma relación que emparenta a Cervantes, en su muerte,

con la estampa que traza previamente el autor sobre la muerte

de Don Quijote, se puede establecer, retomando el tema al

principio de este ensayo, entre la muerte de Don Quijote con la

muerte de Antonio Nariño, héroe máximo de nuestra

Independencia. Del Precursor quedaron, para la posteridad, sus

últimas palabras, pronunciadas, luego de haber padecido,

trasegado, retornado a casa, resarcido en su honor con la

Presidencia y alejado de las intrigas cuando, como nos

repetiría León Felipe, se trasladó a Villa de Leiva buscando

“sepultura a su amoroso batallar”.

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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Dejó escrito Nariño, en su testamento: “Amé a mi patria, cuánto

fue ese amor lo dirá algún día la historia. No tengo que dejar a

mis hijos si no mi recuerdo y a mi patria le dejo mis cenizas”. La

historia ha hablado, no lo suficiente, sobre el amor de Nariño a

la patria. Sobre las cenizas que legaría a Colombia no las dejó

en sentido figurado sino primario pues ya dijimos que sus huesos

fueron rescatados de un incendio en Panamá y, sobre bienes

materiales, eso que dice “no tengo que dejar a mis hijos si no mi

recuerdo”, tristemente hay que decirlo, en la hora llegada,

estaba más rico Don Quijote que nuestro Precursor. Después de

haber hecho testamento, cuenta Cervantes,

“Andaba la casa alborotada; pero, con todo, comía la sobrina,

brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza: que esto del

heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la

pena que es razón que deje el muerto”.

Por todo lo anterior, también debo confesarlo, la emoción

contendida, dentro de mi alma, por toda la vida, rompió fuente

y brotó Funerales de Don Quijote.

Esta aventura de mi vida demuestra, una vez más, que al

Destino lo reinventa cada uno a diario. Cuando una persona se

guía por la estrella de plata que ha logrado fijar entre ceja y

ceja, consigue lo que se propone. En Viaje del Parnaso, Cervantes

escribió al respecto: “El bien que está adquirido, conservadlo/

con maña, diligencia y con cordura./ Tú mismo te has forjado

tu ventura,/ y yo te he visto alguna vez con ella;/ pero, en el

imprudente, poco dura”.

Vuelvo con constancia a la obra de Jorge Luis Borges porque

nos identificamos en el amor que tanto él como maestro y yo

como discípulo, albergamos por Don Quijote, algo que parece

extraño en un autor del siglo XX que, en varias ocasiones, no se

mostró muy a gusto por tener como lengua materna, la lengua

cervantina. Llegó a decir, en “Otro Poema de los Dones”:

“Gracias quiero dar al divino/ laberinto de los efectos y de las

causas/ ... por Séneca y Lucano, de Córdoba,/ que antes del

español escribieron/ toda la literatura española”. O sea que lo

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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mejor del español se escribió en el siglo I d.C. siendo que nuestro

idioma, de acuerdo con las Glosas de San Millán de la Cogolla,

se configuró como idioma, a partir del siglo X d.C. Una bella

ironía sobre la forma como nos expresamos. Con proyección se

puede afirmar que el español es el latín que hablamos en el siglo

XXI.

Sin embargo, Borges dijo que si el primer escritor de nuestro

idioma no fuera Cervantes sería Quevedo. Reconoce de entrada

a Cervantes. Fuera del precioso ensayo citado sobre el último

capítulo del Quijote escribió “Pierre Menard, autor del Quijote”

(1944). Menard es un autor de 1934, apócrifo, como lo hace

Cervantes con Cide Hamete Benengeli.

“No quería componer otro Quijote, lo cual es fácil, sino el

Quijote. No encaró nunca una transcripción mecánica del

original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era

producir unas páginas que coincidieran, palabra por palabra y

línea por línea, con las de Miguel de Cervantes”.

Y, según Borges, lo logró. Para obtener el resultado que buscaba

tuvo que hacer como Cervantes cuando se desdobla como don

Quijote: Borges se desdobla como Pierre Menard y, sin

abandonar por nada su infinito sarcasmo, agrega:

“El método (para que un autor francés lograse escribir el

Quijote) era sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe

católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la

historia de Europa entre 1602 y 1918; ser Miguel de Cervantes”.

Como sintetiza este cuento Carlos Fuentes, al recibir el

doctorado honoris causa de la Universidad de Castilla-La

Mancha, “al cabo, el autor del Quijote eres tú, hipócrita lector,

mi semejante y mi hermano. Somos nosotros los que, al leerla, le

damos su actualidad a la novela de la incertidumbre”.

Jorge Luis Borges es uno de los mejores poetas del idioma

español. En su soneto Sueña, Alonso Quijano insiste en la tesis

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

58

del sueño, ya planteada, en prosa, por Kafka, Gómez

Valderrama y otros:

“El hidalgo fue un sueño de Cervantes/ y don Quijote un sueño

del hidalgo./ El doble sueño los confunde y algo/ está pasando

que pasó mucho antes./ Quijano duerme y sueña. Una batalla:/

los mares de Lepanto y la metralla”.

Para concluir este condumio de versos, Jorge Luis Borges, en

1985, se preguntaba:

“¿Qué soñará el indescifrable futuro? Soñará que Alonso

Quijano puede ser don Quijote sin dejar su aldea y sus libros.

Soñará que el olvido y la memoria pueden ser actos voluntarios,

no agresiones o dádivas del azar. Soñará un mundo sin la

máquina y sin esa doliente máquina, el cuerpo”.

Un poema apocalíptico en cuanto que parte del ser humano en

la tierra y lo coloca en el momento agónico de soportar su

cuerpo cansado, “esa doliente máquina”. Don Quijote es una

lámpara, en el XVII, en el XX, en el XXI y en todos los siglos que,

como hilera de cirios apagados y encendidos (Cavafis), se

pierden en las tinieblas del pasado y en las auroras que están

por venir.

La historia de los Funerales de Don Quijote no ha concluido. Un

día, por la carrera 23 de Manizales, me detuve en una venta de

libros de segunda que gustaba visitar porque, de cuando en vez,

se encontraban joyas literarias que, de otra manera, era

imposible conseguir. Divisé, en el tendido, un ejemplar de los

Funerales. Lo hojee y, para mi sorpresa vi que una persona que

habría cursado, si mucho, los dos o tres primeros años de la

escuela primaria, había leído el texto y, con lápiz, iba

anotando al margen, como glosas, las impresiones que le

producía determinado párrafo. Al final de un párrafo que se

refería a Dulcinea y terminaba así: “el caballero la adoptó

como señora de sus pensamientos, no tanto por ser labradora

sino moza de muy buen parecer”, el lector semianalfabeta

escribió con lápiz: “Era una cuca de mujer”. Por esto, se me hizo

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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imposible no adquirir un texto propio glosado por un Sancho

Panza criollo; un rústico paisano que abandonó, por un rato,

su trabajo material para seguir señalando, lápiz en mano,

como si fuera una lanza, sus aportes en cuanto a comprensión,

imaginación y formas lexicales, un tanto vulgares, pero de

plena vigencia.

***

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

60

Entre 1988 y 1990, el periódico La Patria, de Manizales,

publicó la revista dominical Graphia Plena, de la que, el cuerpo

de redacción estaba integrado por Octavio Arbeláez Tobón,

Octavio Escobar Giraldo y Octavio Hernández Jiménez, con la

coordinación editorial de Gloria Luz Ángel. (Debido a la

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

61

participación de los tres octavios se hizo común que la llamaran

Octo-graphía). Se trataba de una separata literaria que

alcanzó cierto renombre más allá de la comarca y que las

directivas del periódico, en 1990, sustituyeron por una revista

de temas varios.

Para festejar el Día del Idioma, el domingo 22 de abril de

1990, publicamos el número 24 de la revista cuya preparación,

a los del cuerpo de redacción resultó apasionante. Estos fueron

los textos escogidos: Cadena de Oración, por Flóbert Zapata,

Cervantes confronta al hombre tipográfico en la figura de Don

Quijote, por Marshall McLuhan, Cervantes en la Música, por

Alberto Londoño Álvarez, Cervantes: Representar, por Michel

Foucault, Vencidos, por León Felipe, Cervantes ante la Muerte,

por Jorge Luis Borges, Cervantes, por Azorín, Discurso de

Aceptación del Premio Cervantes (fragmento), por Alejo

Carpentier, El Moderno editor juzga a los clásicos, por Umberto

Eco, Grandeza y Servicio de la literatura (fragmento), por

Hernando Téllez.

Luego de lecturas de grupo, discusiones y balanceos en el

arrume de documentos que nos inundaba y que cada uno

proponía mostrar en la revista dominical, pero que era

imposible hacerlo por física falta de espacio, quedaron por

fuera, entre muchas otras cosas buenas para la conmemoración

de los 385 años del Ingenioso Hidalgo, alusiones proquijotescas

como las de Stendhal, Thomas Mann, Mark Twain, Gustave

Flaubert para quien Madame Bovary, fuera de ser el propio

autor (“Madamme Bovary soy Yo”), también es un “Quijote

femenino” aunque sin una persona amiga en quien confiar

como Sancho; por fuera quedaron, además, textos tan

interesantes como algunas Meditaciones del Quijote por José

Ortega y Gasset y la verdad sobre Sancho Panza, por Franz

Kafka, pequeña obra maestra. Esto sin contar con los textos de

la literatura colombiana sobre Don Quijote que requieren otro

ensayo.

El texto de Funerales de Don Quijote lo reeditó el Fondo Mixto de

Cultura de Caldas, en 2002, en un mismo volumen, con mi otro

ensayo “El Español en la alborada del siglo XXI” que versa sobre

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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la situación de nuestra lengua al clarear el nuevo siglo.

Personalmente entregué dos ejemplares, en la Biblioteca del

Centro Cervantino que funciona en la Universidad de Alcalá de

Henares, patria chica de Don Miguel de Cervantes, ubicada en

las cercanías de Madrid, y, sin que estuviera en mis planes, fui

seleccionado para redactar el capítulo sobre “Don Quijote en

Colombia” que fue publicado, en 2006, en la Gran Enciclopedia

Cervantina, dirigida por Carlos Alvar, del Centro de Estudios

Cervantinos, volumen III, Madrid. He seguido enriqueciendo ese

texto porque Colombia ha sido patria fértil para el idioma y

para Don Quijote y, en distintos recorridos, aparecen, como

albricias, nuevas sorpresas.

Después de entrar en confianza con el Caballero de la Triste

Figura llegamos a considerarlo como abuelo o tío especial de

esos que causan no solo alegrías y satisfacciones sino muchos

dolores de cabeza por su modo imprevisible de ser a lo que le

ayuda su fiel escudero. No sabe uno si está loco o cuerdo; ni

quien es el cuerdo ni quien el loco; a veces, como cuando

nombran gobernador a Sancho de la Ínsula Barataria, el loco

es Sancho y el cuerdo Don Quijote. Son dos seres que se

complementan como deberíamos ser cada uno nosotros: mitad

cordura o pies en la tierra y mitad idealismo o mirada en el

cielo.

Esta autoconfesión o diálogo con los escuchas y posibles lectores

busca inculcar en forma insistente que cada uno tiene su propia

lectura de una obra, si esa lectura es voluntaria, íntima,

deleitable y parsimoniosa. Mi lectura, desde la adolescencia, fue

clandestina y toda lectura, desde la opinión del Rector de mi

Colegio, sobre los tipos peligrosos, ha sido un acto de rebeldía.

Espero que, en ustedes, después de leer capítulos independientes

nazca la afición por leer la obra completa y de allí a no poder

volver a separarse de esa obra no hay mucho trecho. De esta

obra se podría decir lo mismo que dice el cura, sobre otro libro

de caballería, en el escrutinio de la biblioteca de Don Quijote:

“un tesoro de contento y una mina de pasatiempos” (VI).

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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Antes de despedirnos, quiero participar de una situación que se

presentó en Bogotá. El 19 de abril de 2005, con motivo de la

celebración del IV Centenario de la primera edición del Quijote,

la emisora LAUD de la Universidad Distrital organizó la

lectura de la obra, a cargo de alumnos voluntarios de todas las

carreras que se inscribieran en la emisora para leer,

únicamente, una página por persona. Necesitarían 1.200

alumnos y la lectura duraría desde el jueves 21 hasta el sábado

23, día del Idioma. La más grande satisfacción llegó cuando,

en esa mañana gris, una hilera interminable de estudiantes

soportaba la llovizna a espera de inscribirse como lectores del

Quijote. En la hilera había más gente de la que necesitaban. Ni

porque estuvieran dando trabajo o fueran a comprar boletas

para un partido del equipo favorito de fútbol. Estos son los

milagros de la literatura y de la lectura de una obra que se

pensaba que había pasado de moda. Pudo suceder esto porque,

para muchos jóvenes, la lectura del Quijote ha dejado de ser

una carga fastidiosa y se ha convertido en una intriga. En una

aventura fascinante en compañía del mayor aventurero de

nuestras mejores letras.

Pero, además de constituirse en fuente de “un placer

inagotable” o de un autoconocimiento para el lector activo,

Don Quijote podría ser proclamado como el santo patrono

imaginario de los intelectuales, especie en vía crítica de

extinción. Un intelectual piensa, elabora su formato de cultura

o sociedad y sale a luchar por él, con su pluma aguda como si

se tratara de una lanza. El intelectual, como Don Quijote,

enfrenta un viejo modo de pensamiento a un nuevo orden de

vida. Se desespera en la soledad de su estudio, en la inutilidad

de sus “competencias con el cura del lugar que era hombre

docto” (I) por lo que, sin más alternativas, decide que es

“necesario, así para el aumento de su honra como para el

servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por el

mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a

ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros

andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y

poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase

eterno nombre y fama”(I).

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

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En este sentido, el Quijote vuelve a ser actual. En vez de “la

beatitud pasiva” de la mayoría de los hombres de letras, a

comienzos del siglo 21, se requiere un hombre que descuelgue las

armas de sus bisabuelos “olvidadas en un rincón”, que en el

caso del intelectual serían las palabras, las limpie y las aderece;

que sea precavido como Don Quijote cuando ensayó la celada

que había hecho previendo una cuchillada; que viendo a su

rocín le parezca que ni “el Bucéfalo de Alejandro ni el Babieca

del Cid se le igualaban” y que, definidos los fines por lo que va a

luchar, busque su dama de quien enamorarse, sea la Libertad,

la Justicia, la Honra o el Amor.

Cada intelectual llegará a ser, en su tiempo y en su medio, un

quijote, con un cuestionamiento, una intuición, una lógica,

una duda, una intensidad, una ilusión y una desilusión, sin

antecedentes. Un intelectual completo, como Don Quijote, es

teoría y acción para soñar, fundar, perseguir, perseverar y

defender la imagen de su mundo pero cuando los llamados

intelectuales guardan silencio sobre la cultura, la sociedad o el

manejo político, cunde la desesperanza y la preocupación.

Si, al final de este torrente desbocado de vivencias propias, como

a mi tío o al crítico español Martín de Riquer, alguien

comentara que no ha leído el Quijote, le respondería: - Lo

felicito. ¡Le queda aún, en la vida, el placer infinito de leer el

Quijote!

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Octavio Hernández Jiménez Los Funerales de Don Quijote

65

Catalogación en la fuente,

Biblioteca Universidad de Caldas

460

H557 Hernández Jiménez, Octavio

El Español en la Alborada en el Siglo XXI; encuadernado con su

Funerales de Don Quijote – Octavio Hernández Jiménez

Manizales: Manigraf, 2002

152p: il.

ISBN 958-8199-03-4

1. Español. 2. Sociolingüística. 3. Ensayos Caldenses.