Fundación Gilberto Alzate Avendaño...Y con razón fue así porque al otro día de aquel encuentro...

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Fundación Gilberto Alzate Avendaño

Directora (E): Clarisa RuizSubdirector operativo: Jorge JaramilloCoordinador de Clubes y Talleres: Luis Bernardo CampuzanoAsistente Administrativa de Clubes y Talleres: Luz Dary EscamillaAsociado Operativo: Asociación de Ex-alumnos y Amigos de la ASAB-Gente ASAB

Calle 10 # 3-16, BogotáPBX: 2829491www.fgaa.gov.co

© Para la presente edición digital:Jairo [email protected]

Diagramación y diseño: © Ouróboros

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida total ni parcialmente, ni registrada en o retransmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio mecánico, fotoquímico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin autorización expresa del editor.

Sobre el taller y su director

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Presentación

Los talleres de cuento de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, concebidos como un espacio para el disfrute de la literatura y la definición de vocaciones literarias, han sesionado desde 2002, los martes y miércoles a las 5 p.m.

En este lapso se han editado varias muestras de resultados en digital y se han realizado dos publicaciones en físico. La primera, titulada Cuaderno 2007, fue un cuadernillo producido por la misma FUGA en el ánimo de presentar textos de exintegrantes del taller que habían obtenido diversos reconocimientos literarios a nivel local y nacional. La segunda, en formato libro, y titulado Cuaderno 2011, fue una beca de edición otorgada por el Ministerio de Cultura al director del taller, el escritor Jairo Andrade, en la que se seleccionaron textos representativos de las diversas etapas y géneros abordados a lo largo de los primeros nueve años de taller.

La actual compilación ofrece al lector una selección de cuentos de los integrantes del segundo semestre de 2014, la mayoría jóvenes escritores en busca de su propia voz, que generosamente compartieron sus textos en una dinámica de lecturas comentadas y apuntes sobre técnica narrativa, asumidos como un laboratorio perrsonal entre la teoría y la práctica.

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Taller de Cuento

Grupo A

Quedan entonces abiertas no sólo las páginas digitales de esta publicación, sino también las puertas de la Fundación a todos los lectores que deseen explorar sus intereses literarios.

Para más información, los invitamos visitar la página web de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño: http://www.fgaa.gov.co/

Sobre el director del tallerJairo Andrade

Cali, 1971. Premio Distrital de Cuento Ciudad de Bogotá 2014, Premio Nacional de Cuento Jorge Gaitán Durán 2012, primer premio en el Concurso de Cuento IDCT de Bogotá (1999), finalista en el Concurso Nacional de Novela Corta Universidad Central (2009), segundo premio en el Concurso Nacional de Cuento Universidad Central (2010) y mención de honor en el concurso de cuento El Brasil de los Sueños, del Instituto Brasil–Colombia (2014 y 2011).

Como director de talleres y jurado de concursos literarios ha trabajado con diversas universidades y en el Concurso Nacional de Cuento RCN-Ministerio de Educación. Dirige el Taller Virtual de Escritores, los talleres literarios de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño y el Taller Virtual de Idartes. Ganador de Becas a Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura en 2011.

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DesapariciónBeatriz González

Verá, nos conocimos en una de esas casas de espejos. Fue un encuentro bastante particular. Además de que nuestras figuras eran muy parecidas, usábamos jeans y chaquetas de cuero, así que era como si mis yos y los suyos, multiplicados en los reflejos de feria, fueran las posibilidades de una sola persona. Nos sonreímos como lo hubiera hecho Narciso, intercambiamos teléfonos y empezamos a salir.

¿Ha escuchado que dicen que las parejas terminan por parecerse? Yo amaba eso. No éramos dos gotas de agua, por supuesto, pero con el tiempo empecé a sentir todo eso que era distinto como una posibilidad propia. Memoricé cada diferencia, empezando por el pelo, el mío liso y el suyo ondulado, sus dos centímetros más de altura, el arco de la nariz… Todo, ¿me entiende? Inevitablemente sentí que si tuviera los ojos verdes y no cafés, hoyos en las mejillas y todo lo demás, yo sería así. No me mal interprete, yo creo que nos unían más cosas que nuestro físico; por ejemplo, yo nunca cociné tan bien.

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Me generaba mucho placer comprarle cosas a mi gusto, incluso compraba algunas en pares porque sabía que iban a quedar bien en ambos cuerpos. Cuando desapareció nada de eso faltó. Yo igual seguí comprando, ¿por qué no hacerlo? Y ya que tenemos un talle más o menos parecido empecé a probarme su nueva ropa. Claro, iba a quedarle distinta, así que no tuve otra opción que comprar la peluca. Quería que todo quedara bien. Sin embargo, cuando compré los lentes de contacto, hubo un momento en el que tal vez pensé que mi pequeño desdoblamiento podría parecer un poco raro, pero igual me permití ese pequeño fetiche.

Por la cara que hace sé que piensa que todo esto es un poco turbio; pero, si lo piensa bien, no es tan distinto a lo que hacen la mayoría de las personas, ¿o usted no le compra a su pareja lo que le gustaría verle puesto? La pequeña diferencia entre nosotros es que yo puedo ir un poco más allá y darle un vistazo en el espejo, todo con el fin de no decepcionar.

El apartamento donde vivimos tiene mucha luz, hay un par de ventanales grandes y, en homenaje a nuestro primer encuentro, tenemos muchos espejos. Supongo que por eso también deje de notar que no estaba. Cuando me ponía su ropa y me veía al espejo su imagen había vuelto. No sólo me pasó a mí, algunas veces los vecinos también me gritan llamándome por su nombre. De hecho, supongo que si les pregunta tal vez le podrían decir que los dos estamos aquí.

Cómo ya se habrá dado cuenta, una presunta desaparición no sería más que un mero mal entendido, sólo se trata de intercambiar algunas cosas con el espejo.

Soy Beatriz Eugenia González, 26 años de edad, profesional en Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia y aspirante al título de Magister en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires; además, escritora y fotógrafa de closet entreabierto.

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De cómo actuar frente a un genioJuan Camilo Hernández

Antes de aconsejarles, si es que de algo les va a servir, déjenme contarles cómo fue que sucedió todo. Seré breve. Yo ya había visto a ese hombre varios días antes parado en esa esquina como si fuera un poste de energía, porque al final siempre el que pasaba por su lado parecía omitir su presencia. Yo fui el único que no lo hizo, y fue porque en mi vida nunca aprendí a cruzar la calle cuando el semáforo estuviera en rojo. Al contrario, me preocupé más por las personas con que me podía estrellar al voltear por las esquinas. Quién sabe quién se podría aparecer. Siempre le he huido a las personas en la calle.

Dijo llamarse Pedro y esa fue la primera sospecha con la que debí haberme alejado. ¿Acaso los genios no tienen nombres más interesantes? pero ¿Pedro? ¡A qué genio se le ocurre llamarse así! Me contó que llevaba varios días sin comer, así que sin vacilar lo llevé a la cafetería más cercana y con los pocos billetes que tenía en el bolsillo le compré algo. Parecía un buen hombre. El tiempo que estuvimos

allí hablamos. Sí, afirmó ser un genio y que quería cumplirme un deseo como recompensa por ayudarlo. Obvio yo no le creí. Segunda sospecha. Nunca he creído en esas cosas. Pero como en todo, hay situaciones en que la mente cede a sus convicciones, por morbosa, por curiosa, y la mía lo hizo sin sospecha. Así que caprichosamente le pedí lo primero que se me vino a la cabeza: volar como las aves en el cielo. Siempre me había dado curiosidad hacerlo. Pero ¿es en serio? si apenas tengo dónde dormir y se me ocurre pedir semejante tontería. Claro, yo no le creía, se lo dije solo por divertirme, por seguirle el juego. Hasta quién sabe, me podría haber salido con unos tiquetes de avión. Yo los hubiera recibido. Pero no fue así. Pedro se levantó de la mesa y se dirigió muy despacio hacia la salida. Después de eso no lo volví a ver.

Y con razón fue así porque al otro día de aquel encuentro sucedió. Apenas me levanté y me miré al espejo, tenía colgando en mi espalda un par de alas con plumas. La cama estaba llena de ellas. Pero ¡hey! no lo crean, aunque a simple vista parezca ser una cosa maravillosa, para mí fue el peor acontecimiento de mi vida o ¿acaso sueno felizmente sorprendido? Pues no. Tener alas es la cosa más incómoda que puede haber, huelen horrible y pesan. Yo que soy bien flaco y pequeñito cada vez le apuesto a mi desgracia a qué lado me voy a caer. Y eso no es todo porque, así como las palomas, cuando camino, la cabeza se me mueve como diciéndole que sí a cualquier cosa. Es muy molesto, ya no soporto la tortícolis. Y hay más. A veces los niños comienzan a correr detrás de mí y yo tengo

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que salir volando. Un día iba caminando por el parque y una señora comenzó a tirarme maíz. Es triste. Esta es la hora que no me han encerrado en un zoológico o, peor aún, en un laboratorio.

Ahora, ustedes dirán que puedo volar, sí, pero volar no es la gran cosa, o por lo menos con mis alas. Es una ventaja a la hora de escapar de algo. También para vengarme. A todos aquellos que me han molestado les ha caído un regalito desde el cielo. Pero en esta ciudad es imposible volar, todo el tiempo está lloviendo y el airé está sucio. Y eso sí, aprender a hacerlo cuesta mucho. La primera vez que comencé a subir me acordé que le tenía miedo a las alturas y ¡pum! terminé una semana en la cama incapacitado. Esta es la hora que sigo intentando vivir con ellas. Es una desgracia, no es nada fácil. Solo quiero volver a ser como era antes y poderme rascar la espalda sin problema. Es por eso que lo estoy buscando, quiero volver a ser normal (si es que antes lo era) así me cueste toda una cafetería.

Ya que lo pienso yo hubiera querido volar, sí, pero no de esa forma, o por lo menos no me imaginé como sería. Pero bueno, fue mi error, lo acepto, por incrédulo. Debí haberle dicho volar como Superman, es mejor una capa, tiene más estilo, no pesa y no huele feo. Pero ya qué. Por eso he venido a aconsejarles. ¡Mucha atención! Si alguna vez te encuentras a alguien y ese alguien te dice que es un genio que te va a conceder un deseo, recomiendo que asumas una de las siguientes opciones: Primera, mátalo, es un loco, nadie se va a dar cuenta. Bueno, mentiras, solo ignóralo, sigue tu camino y no le pongas atención. Segunda, si vas a pedirle un deseo, pídele

no volverlo a ver jamás en la vida. Tercera, mátalo, esta vez en serio, nadie se va a dar cuenta. Recomiendo que hagas lo mismo si conoces a alguien que se llame Pedro. Eso sí, independientemente de la elección que hagas, antes de todo llámame, tal vez ese sea el que estoy buscando. Pero, claro, ¡qué se van a resistir ustedes si son igual de memos a mí! Por eso solo me queda confiar en una cosa: que no se les olvide llamarme y que jamás en la vida, ¡pero nunca jamás!, se les ocurra desear un par de alas malolientes. Ya lo saben.

Juan Camilo Hernández Rivera

Nació en Bogotá el 16 de febrero de 1992. Actualmente se encuentra

terminando estudios de Derecho en la Fundación Universidad Autónoma

de Colombia.

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TatuajeYeimy Sáenz Siempira

Su cuerpo y el mío son la mezcla perfecta de café con leche: uno no tan dulce, uno no tan oscuro –así como lo prepara él–. Parecen entenderse, podemos ser un sólo ser. Nuestros cómplices son el de-seo, la pasión y el amor; dan llamas a los espacios donde habitamos, donde se nos va la vida junto al otro. Mi fantasía sexual eres tú. Entre mis raras manías se encuentran las sombras, sus uñas, las palabras agresivas de deseo que respondo con el mismo deseo pero de forma tierna, los inevitables cansancios, las horas de sueño que comparti-mos desnudos, el sonido de mi respiración igualándose con la suya, la oscuridad absoluta, su firma en mi cuerpo, en mi piel.

Los tatuajes dolerán según la parte del cuerpo donde va-yas a marcarlos. Son para siempre. Esas agujas que tiñen la piel son las que marcan el deleite para muchos seres; la tinta que entra a la piel. ¿Locura? No, es una forma de vivir. Con sombras quedará perfec-to. Insisto, esa es de mis manías. Sí, dicen que se le puede temer a la aguja y al que tatúa. No se le teme al tatuaje, a esa huella. Los ojos están cerra-

dos, esperando dolor y...

Es tan distinto a ese día cuando atravesaste por primera vez un espacio que no pensé llegase a ser atravesado. No tenía miedo ese 6 de septiembre, el cariño y la locura de esa tarde me daba todo lo que necesitaba para estar segura. No dolió, se sintió increíble, llegué a un punto que jamás había alcanzado (con el tiempo vamos más lejos). Tú eres esa aguja con la que se tatúa. Me das tinta, alma y el “kun” a mi piel, la franqueza que permite una sonrisa sobre tu pecho o esa que saca Te quieros y no entiendes en qué momento. Eres seguridad, esa que me permite soñar y revelarte mis más locos sueños a través de ronquidos.

La tinta arde, no lo negaré, y saca sin permiso una lagrimilla. Mostraré ser fuerte. Cierro los puños, tatareo música que me trans-porte a lugares mágicos: donde el aire es más liviano y más calientito, don-de todo es fácil porque estás aquí.

Llegan recuerdos mientras la aguja está adornando mi piel. Me transporto al café, al rojo de una capa y una falda, al sonido mien-tras respira dormido, al blanco y negro de una espalda, a la curvas de nuestras sombras en la pared, a sus hombros y su cuello antes de llenarlos de besos, a su sudor, a los lunares de su pie, a su cabello suje-tado por mi mano y sus tímidos ojos que se asoman cuando escucha mis jadeos.

Y ahí quedó, tres pequeños pedazos, tres letras en la espalda que quiero que sea besada por él. Quedó en el cuerpo, que espera

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volver a ser contado a besos y el mismo cuerpo que quiere contar-lo. En la niña de gorro azul que quiere sonreír una, dos, tres y hasta mil noches en su pecho. En la chica Peter Pan que quiere que un día sonría mientras la tiene de almohada. Quedó como debería quedar: inmortal.

Jeimy Sáenz Siempira

Alguien me dijo que yo era calle y tiene razón: básicamente soy una payasa que adora el clown, los malabares, el teatro negro, en fin: soy de la calle. Es-tudio Español y Filología Clásica en la Universidad Nacional, allí adquirí un gusto por la lengua latina y por los estudios de literatura hispánica y clásica. Me gusta mucho el ciclismo, dos ruedas me liberan de todo cuando estoy estresada y me dan luz, y la adrenalina cuando estoy bajando un puente es lo que más viva me hace sentir. La música es parte importante para mí, no me imagino sin ella y sin los artistas que han acompañado en mi vida –rock alternativo, rock progresivo, rock argentino, pop latino y rock/pop–, cada canción, álbum y concierto deja frases marcadas, consejos de vida. El cine, el café y el fútbol son esos hobbies para los fines de semana que no pueden faltar. Para terminar les contaré que a mi superhéroe favorito le digo “Kun” y es el héroe que tiene una S marcada en su pecho –no es una S, de donde él viene significa esperanza–.

Conversación alarmanteMargarita Piedad Gutiérrez

—Aurora María: ¿Usted qué piensa de las actividades que hace su hermano?

La mujer miró a Clemencia con expresión de sorpresa y después de un breve silencio respondió:

—Son peligrosas, me parece que están mal.

—Entonces, ¿por qué no le aconseja que se salga de esa vida?

—¡Ay! Como le comenté antes, doctora, ya no se puede salir de eso. Además, le ayuda a mucha gente, como a nosotros, con la plata que tiene. ¿Qué haríamos nosotros sin su ayuda?

—Pero, ¿qué le parece a usted más importante: la vida de su hermano o la plata que les da?

—No, pues, ¿cómo le dijera? ¡Ay! Sí, claro, la vida, pero es que él ya no se puede salir de eso.

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—Si él quiere lo puede hacer. Usted debería decírselo. Ponerle mensajes explicándole que esa vida no tiene sentido, que busque la forma de salirse.

Aurora María miró desconcertada a Clemencia y haciendo un mohín con la boca contestó:

—No. No puede. Ya le dije que le matan la familia —consultó la hora en un gran reloj de pulsera adornado con zircones—. ¿Me entiende? ¡Qué no hace uno por la familia!

—¡Hágame caso! Como hermana mayor es su deber orientarlo para que se salga de esa vida. Usted le puede decir que él no tiene por qué ser “un arrastrado.” La mamá le dijo eso cuando era niño, pero él puede cambiar ese destino. Todos podemos cambiar el destino impuesto por los padres.

Aurora María se levantó del asiento, con un gesto le indicó a Ronald que se pusiera de pie y le dijo a Clemencia:

—Doctora: ya es la hora. Gracias, en todo caso, por sus consejos… ¡Muy buenos! Se los diré a mi hermano, pero no creo que él pueda hacer eso ya. ¡Uf! ¡Qué vaina!

—¡Claro que sí! No se puede decir que no, sin intentarlo.

—Bueno, sí señora. ¡Uy, nos cogió la tarde! ¡Vamos, Vamos!

Las dos mujeres y el chico hicieron la fila para la toma de la segunda muestra de sangre. Llamaron primero a Clemencia.

***

Cuando la médica nombró el examen de glicemia, con la muestra de sangre antes y la espera de dos horas para la toma de la segunda, Clemencia pensó en dedicarse, en ese tiempo eterno a la lectura tantas veces aplazada del libro de budismo Zen y la mañana elegida para ir al laboratorio, lo llevó consigo.

A la salida de la toma de la primera muestra de sangre, cuando se disponía a sentarse en algún asiento de la sala de espera y leer su libro, se encontró con Aurora María. Clemencia la reconoció de inmediato, aunque no recordó si era cajera o aseadora. Sólo tenía claro que ella la había entrevistado cuando la mujer ingresó a la empresa, mucho tiempo atrás. Ahora tendría unos 40 años. Era gorda, alta, de figura pesada; su rostro, ajado, de forma redonda, de piel blanca, sin gota de maquillaje. Los ojos, también redondos y grandes, tenían una expresión de alegría, de extroversión. La cara de la mujer se iluminó al saludar a Clemencia de manera respetuosa. Luego le presentó a su hijo:

—¡Ronald, salude a la doctora!

Era un chico de unos 16 años, muy alto y pesado, con apariencia de retrasado mental, tanto en la expresión del rostro como en el movimiento descoordinado del cuerpo. Ronald masculló algún saludo y comenzó a balancearse de un lado para otro de manera rítmica.

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Las dos mujeres se sentaron en la sala de espera. Clemencia iba a leer su libro de budismo Zen, pero le pareció una actitud un poco grosera con Aurora María. No quería parecer antipática. Entonces le preguntó en cuál cargo estaba en el momento. Esperaba que la respuesta fuera breve y que después de un tiempo prudencial, ella pudiera leer su libro.

De inmediato, la mujer empezó a hablar. Primero le contó a Clemencia que había salido de la empresa cuatro años atrás, en el 2004, cuando el recorte grande de personal, pero estaba contenta porque se había dedicado al cuidado de su hijo discapacitado. Ahora estaba haciendo las vueltas de la pensión del muchacho. Había sido aseadora.

Clemencia empezó a entusiasmarse con las historias de la mujer, pues le encantaba escuchar a la gente y observar sus actitudes. Además, consideraba importante ayudar a las personas. Renunció entonces a la lectura de su libro de budismo. Sería en otra ocasión, no importaba relegarlo una vez más. Se concentró en la conversación con Aurora María.

La mujer tomó cada vez más confianza y luego de la pensión del chico, habló de las enfermedades y tratamientos de él (también estaba en el proceso del examen de glicemia, en la espera para la segunda muestra de sangre). Agotado ese tema, comenzó con el de la familia.

—Imagínese, doctora, que tengo un hermano desplazado

por los militares. Ellos lo sacaron de la finca de nosotros, en los llanos y, ¡cómo es la vida! ¡Ay! Tengo otro hermano, que es paraco.

Esa especie de confesión asustó a Clemencia, pero fingió tranquilidad para propiciar la confidencia de Aurora María. Le pareció interesante conocer esa historia. Muy tranquila, ella continuó con su relato:

Mi hermano estaba en el Ejército, doctora y si es verdad, que el Ejército tiene relación con los paracos, porque él se salió de allá para meterse con ellos. Yo no supe cuándo fue eso, pues este hermano es del segundo matrimonio de mi papá. Nosotros, los mayores nos perdimos de los menores, durante muchos años, porque nos vinimos para Bogotá y ellos se quedaron en los llanos. Nos volvimos a encontrar por pura casualidad, una vez con un vecino de la finca y él nos contó que mi hermano vivía por los lados del Guaviare, cerca de “El retorno”, donde encontraron a Emanuel. Entonces le dimos el número de teléfono, el vecino se lo dio a mi hermano y él nos llamó. ¡Se imagina! ¡Ay! ¡Después de tantos años! Yo he ido a verlo varias veces, pero eso allá es muy miedoso, ¡Uf! porque hay muchos problemas de seguridad. Mi hermano tiene hasta cuatro celulares y me llama de diferentes teléfonos. ¡Ronald! ¡Venga para acá! ¡Siéntese! ¿No ve que tiene que estar en reposo?

El chico se limitó a mirar a Aurora María, pero no hizo el menor caso y continuó balanceándose mientras recorría la sala de espera, de un lado para otro. Por su parte, ella siguió contando la historia de su hermano:

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—Él maneja dos mil hombres. El jefe de él es uno que llaman alias “Serrucho”, que a veces, lo nombran en las noticias. Las veces que hemos ido toca coger varios transportes, para despistar. La última vez, mi hermano nos hizo bajar de la flota y tomar un taxi. Yo le decía, por el celu: “Pero, papito: ¿Cómo vamos a perder tanta plata de pasajes?” Y él me dijo: “No, mamita; ¡Bájense! ¡Bájense! Que yo aquí, les doy la plata.”

Clemencia sintió pánico. Se vio obligada a realizar un gran esfuerzo para que Aurora María no lo percibiera. Después se preguntaría por qué no cortó la conversación en ese momento, con cualquier excusa. La atracción de la historia fue superior al temor y la atrapó.

Además observaba los ires y venires de Ronald, por la sala de espera y los pasillos aledaños. Su descompasada marcha balanceando todo el cuerpo y los brazos. En algún momento y por un largo tiempo, se alejó, se les perdió de vista. Clemencia se preocupó, pero no dijo nada. Aurora María ni se dio por enterada. Estaba encantada hablando con ella. De pronto un vigilante lo trajo de regreso y de manera amable, pero firme, recomendó no dejar que se alejara porque estaba interrumpiendo la consulta. Entonces, el chico se sentó al lado de su mamá y no se alejó más, aunque siguió moviéndose en el asiento, cual mico enjaulado.

Aurora María continuó hablando, con toda tranquilidad y desparpajo. También había ingenuidad en su actitud.

—Fuimos para el cumpleaños de él. ¡Uy! Eso hizo una fiesta hasta con orquesta, en una finca grandísima y muy bonita. Siempre nos tiene canecadas de pescado y cuajadas grandísimas, también mercado, se lo traen de Villao. Son toneladas de mercado, porque imagínese: ¡cocinar para dos mil hombres! Cuando volvemos nos venimos con el pescado y las cuajadas, en neveras de icopor. También nos da plata. Él nos ayuda con la droga de mi papá. Mi hermano maneja mucha plata. Yo le he dicho que ahorre, que confíe en mí y me la mande, que yo se la pongo en una cuenta de ahorros, pero él no quiere, dice que cualquier día lo matan y entonces, ¿para qué ahorra?

En ese instante, Clemencia sintió que se asomaba a un mundo desconocido y subyugada por la historia, dijo:

—¿Por qué se metió su hermano en eso?

—Yo le pregunté una vez y me dijo que a él le dio muy duro la muerte de su primera niña y a raíz de eso se metió con esa gente. También me contó que como la mamá, de chiquito, le vivía diciendo que era un “arrastrado”, pues ahora él, es un “arrastrado.” Pero él está bien, doctora, él y sus hombres cuidan las fincas de esos lados y recogen buen billete. La mujer que tiene ahora, es la encargada de ir por la plata. Yo la acompañé una vez. Ella me dijo que no preguntará nada, que entre menos supiera de ese asunto, mejor. Pero en todo caso, me di cuenta que ella trafica.

—¡Ah! ¿También tienen negocios de narcotráfico? Preguntó Clemencia, sin poder reprimir un leve temblor en su voz.

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—Mi hermano, no; ella, con el viejo ese, el alias “Serrucho”. Él le da mucha plata para que saque la coca hasta Villao. Se necesitan como diez millones, porque hay que darle cuatro, al que la saca; entonces, a ella le quedan seis, en cada viaje.

—Y ¿En qué se gastan toda esa plata si no ahorran?

Para Clemencia era muy difícil entender ese estilo de vida. Con simpleza, Aurora María, le contestó:

—¡Ay!, es que allá la vida es muy cara, una gaseosa vale tres mil pesos y no se consigue fácil. El mercado es carísimo por lo que le cuento que se lo llevan de Villao. Además, mi hermano es muy mujeriego y fuera de la mujer con la que vive, tiene una china, de una vereda cercana. Se va a visitarla con siete millones y cuando vuelve, tres o cuatro días después, no tiene ni cinco.

—¿La mujer le aguanta eso? —inquirió Clemencia, asombrada.

—¡Ay!, pues sí. ¿Qué puede hacer si lo quiere y tiene un niñito con él? —respondió encogiéndose de hombros, Aurora María.

De la sala de espera entraban y salían personas. Clemencia pensó: “Es una fortuna que se sienten algo alejadas de nosotras. Ojalá no oigan esta terrible conversación”. No podía evitar mirar a su alrededor, con mucho temor. ¡Sin saberse quién podría estar escuchándolas! ¿Por qué no se había dedicado a leer su libro de budismo? Hubiera sido mejor y estaría más tranquila.

De pronto sonó el celular de la mujer, el pito de mensajes. Ella lo sacó de la cartera y leyó el texto. Con el rostro iluminado de alegría, le comentó a Clemencia:

—Es él. A veces, cuando hace tiempo que no voy por allá, me pone mensajes; yo también hago lo mismo.

—¿Vive uniformado y armado?

—No. Él se viste normal, cuando va a los pueblos. Armado sí, pero camuflado. Una vez que íbamos en una chalupa por el río, yo era la que le llevaba la metralleta, entre un canasto.

—Bueno: ¿Y usted no le ha dicho a su hermano que se salga de esa vida? ¿Qué hace metido en el monte? ¡Exponiéndose a cada instante!

—No crea, doctora, ellos allá tienen mucho para donde caminar. Ellos no viven en el monte, se la pasan en las fincas y en los pueblos.

—Bueno, pero en todo caso es una vida muy dura, en constante peligro. ¿Y él por qué no se sale? ¿Por qué no se acoge a la “Ley de Justicia y Paz”, del gobierno?

—¡Ay! No puede. Él dice que ya no se puede salir porque si se sale, ellos le dan donde más le suele: la familia. Le matan la familia.

—¿Qué familia tiene él?

—Tiene cuatro hijas de la primera mujer y con esta de ahora, el

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niño pequeño, que le conté. Si se sale, se los matan.

—¡Ah!, comprendo, es el problema de meterse en esas cosas. Pero si tiene tanta plata, él podría hacerlo, podría ir sacando a las hijas, de allá y traerlas para Bogotá o enviarlas fuera del país.

Aurora María la miró con escepticismo y continuó su relato, entusiasmada:

—Una vez nos tocó salir corriendo de la finca porque la guerrilla estaba cerquita. Nos fuimos por entre el monte. Los escoltas de mi hermano tenían unos binóculos súper buenos para ir vigilando los movimientos de los guerrilleros que buscaban a mi hermano. Por la tarde, él me preguntó dónde quería que pasáramos la noche, si en una casa que se veía, abajo, como en un llano o en una escondida entre los árboles. Yo le dije que en esa, que en la escondida y era lo más de bonita, con todo completo: camas, muebles de sala y de comedor, comida y se veía que hacía poco la habían dejado. Seguro tenían un secuestrado.

Clemencia se estremeció al escuchar la última palabra. ¡Qué horror! Pensó. Miró a su alrededor y observó que la señora sentada detrás de ellas estaba poniendo atención a su conversación con Aurora María. La mujer, un hombre, tal vez el esposo, y su pequeño habían llegado a ese puesto unos diez minutos antes; como hablaban entre sí, al comienzo Clemencia se tranquilizó y se olvidó de ellos, pero ahora la señora las estaba oyendo. Con la mirada trató de pedirle a Aurora María que hablara más bajito; incluso, ella misma bajó la

voz y después se levantó, para lograr que su interlocutora se pusiera también de pie y se acercaron a la ventana. Allí, a un metro y medio de la señora, Clemencia experimentó más tranquilidad, pensó que quizá a esa distancia no podía escucharlas. Ronald se quedó en su asiento, siempre moviéndose de un lado para otro.

Aurora María continuó hablando. Otra vez estuvieron en una fiesta, en el pueblo y ella observó dos muchachos que llegaron en una moto y empezaron a mirarlos muy sospechosamente. Entonces, preocupada, le dijo a su hermano: “¡Uy!, papito: mire a esos muchachos, los de la moto; hace rato están echándonos ojo y sus escoltas ¡Ni siquiera se han dado cuenta!”

—Mi hermano ahí mismo los vació y les mandó que agarraran a los tipos, que los hicieran “cantar”, a ver por qué nos estaban poniendo bolas y así se los llevaron. En esos casos, de sospechosos, los torturan para que “canten” y después, los matan.

La última frase la dijo con la mayor ingenuidad, con toda naturalidad y calma. Clemencia sintió el crescendo de los latidos de su corazón. El vacío se apoderó de sus entrañas. Hubiera querido salir corriendo. Recordó las torturas ejecutadas por los grupos paramilitares, con moto sierra y miró a esa mujer sencilla, humilde, incapaz de comprender la gravedad de los hechos que narraba. Le aterró su ingenua convivencia con el delito.

Como la señora que al parecer las estaba escuchando, ya había abandonado la sala de espera, Clemencia se sentó de nuevo y Aurora

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María hizo lo mismo. Pasó una mano por la cabeza de Ronald. El chico balbuceo unas palabras ininteligibles, pero ella le respondió:

—Tranquilo mijo. Estese quietico, siquiera un minuto.

Clemencia se preocupó por el paso del tiempo y miró el reloj. Se estaría acercando el momento de tomar la segunda muestra de sangre. Pronto Aurora María y ella se despedirían y no tendría oportunidad de saber qué pensaba la mujer de las acciones de su hermano, de ayudarlos a los dos, pues tarde o temprano acabarían mal.

***

Después de la fila para la toma de la segunda muestra de sangre, Clemencia se despidió de Aurora María y de Ronald. No volvería a verlos. Salió del laboratorio con paso lento, como si cargara un gran peso. Sentía el corazón oprimido y una sensación de ahogo la obligó a respirar aprisa. Acarició nostálgica la portada del libro de budismo que había tenido todo el tiempo a mano y lo guardó en su bolso. ¡Qué lástima no haberlo leído es vez de hablar con Aurora María!

Pasó por la sala de espera donde habían estado conversando y se detuvo junto a la ventana. Miró el lejano paisaje de nubes grises. Si ella hubiera sabido lo que iba a ocurrir… ¿No hubiera sido mejor alejarse de esa mujer? ¿Por qué propiciaría sus confidencias?

Se retiró de la ventana y se dirigió a las escaleras. Quería abandonar cuanto antes el lugar, como si eso pudiera borrar la conversación con Aurora María.

Al salir sintió que el aire frío de la calle aliviaba la opresión de su pecho. Entonces, pensó que lo mejor sería olvidar esa experiencia, pero recordaba las palabras de la mujer, el aire ingenuo con el que contaba los delitos de su hermano, la manera de justificarlos. ¡Claro! Todos sabemos que esas cosas pasan en el país, las escuchamos en las noticias, las leemos en periódicos y revistas, pero eso es una cosa y otra es presenciar el testimonio de una persona que tú conoces, que has tratado, aunque solo sea en una o dos ocasiones. ¡Aterrador!

Mientras caminaba hacia la avenida para tomar el bus de regreso a su casa, Clemencia percibía el martilleo de su corazón y el desfile de las imágenes del rostro de Aurora María, por su mente. La mujer sabía que estaba mal esa conducta, pero se hacía la de la vista gorda, le gustaba el poder que tenía su hermano, sacaba provecho de la situación y la vivía como si fuera una aventura. ¡Increíble!

Concentrada en esos pensamientos, Clemencia no se percató de su bus y lo dejó pasar. No le importó, era un detalle insignificante, comparado con la historia que acababa de escuchar. ¿Para qué le serviría conocer ese mundo aterrador? Y, ¿sí un día la relacionaban con Aurora María y su hermano? ¿Sí quizá la investigaban? No, ella no sabía nada. Solo lo que la mujer le había contado… ¿Qué culpa tenía de escuchar a una antigua aseadora de la empresa? ¿De conversar por pura casualidad con ella?

El corazón de Clemencia aceleró de nuevo sus latidos y una sensación de frío recorrió su cuerpo. Por fortuna, en ese momento

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observó que su bus se acercaba y su atención se centró en hacer la señal, subirse, pagar el pasaje, buscar un lugar (iba bastante lleno), en distraerse mirando la gente. Estaban ciegos como ella antes de hablar con Aurora María. ¿Qué ocurriría en su vida, de aquí en adelante? Tendría que calmarse, la impresión era muy fuerte, pero pasaría… con el tiempo, la historia se borraría de su mente, olvidaría detalles, y ojalá no se le volvieran a ocurrir esas ideas locas de investigarla, de relacionarla con la mujer y su hermano, eso era lo peor, le producía una sensación de alarma, de amenaza y la asfixiaba.

—Señor, por favor: ¿puede abrir la ventanilla?

Margarita Piedad Gutiérrez

Cursó estudios de Psicología en la Universidad Nacional de Colombia y

de maestría en Creatividad en la Universidad de Santiago de Compostela

(España). Ha sido docente en el SENA y en varias universidades.

Coordinadora de Capacitación en Cafam hasta el año 2012. Alumna del

taller virtual de escritores en 2011 y 2012. Participa en el Club de Literatura

de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño desde 2012.

GilmaLaura Orjuela

Ha pasado casi un año, ya me he acostumbrado a vivir con ello. No necesito ayuda de nadie para superarlo, lo único que necesito para sentirme mejor es un cigarrillo y un pocillo de aromática, esa dosis no me puede faltar.

En ese tiempo estaba aburrida de la rutina, no tenía nada de dinero, pero sí mucho tiempo libre. La solución la encontré inscribiéndome a cuanto curso gratis se me atravesara por el camino, no me importaba de qué se tratase, culinaria, lectura, cerámica, dibujo, en fin, cualquier cosa. Y fue precisamente en uno de esos cursos donde todo empezó.

El curso era de artes escénicas para dummies, más exactamente sobre expresión corporal. Me pareció ridículo, ¡justo para mí! Las dos primeras clases me la pasé burlándome de mí misma. Mi reflejo se veía tonto en los espejos del salón y eso me encantaba. Sin embargo, a la tercera clase se unió alguien más y desde ahí no volví a sentir el mismo disfrute sobre mi ridiculez.

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―Muchachos, les presento a Gilma, otra integrante más del grupo ―dijo la instructora.

¡Mentira! Gilma no fue una más del grupo, por lo menos no para mí.

El curso era toda una pluralidad de edades, Gilma estaba entre las personas de mayor edad y yo entre las más jóvenes. Ella era dueña de una voz aguda y de un rostro muy serio, sus accesorios eran muy sobrios y sus atuendos acordes a su edad, siempre mantenía el cabello recogido. A simple vista una mujer como cualquier otra, una señora común y corriente interesada en salir de la rutina, al igual que yo.

Como era habitual, todos los del grupo hicimos un círculo para escuchar el desarrollo de las actividades a realizar en las próximas cuatro horas. De pronto la voz de la instructora me fue interrumpida por una de mis compañeras, Alexa, quien se acercó a mi oído con poco disimulo.

―Yo conozco a la nueva. Es una profe de la U. no he tenido clase con ella, pero me cuentan que es un fastidio, dizque es súper amargada y súper estricta. Le da lo mismo dejar a uno o a todo el curso. Además…

La codeé con sutileza y no la dejé terminar. Gilma nos estaba mirando y seguramente podía darse cuenta de que estábamos hablando de ella.

Se dio inicio a la parte práctica del taller, unos cuantos ejercicios individuales. Colchonetas, música de fondo, ojos cerrados, movimientos corporales, respiración adecuada y otras cuantas tonterías. Ya lo había hecho en las clases anteriores, pero en esta ocasión no me pude concentrar. Decidí hacer trampa abriendo los ojos para comenzar de nuevo y cuando lo hice, me llevé un susto horrible, Gilma me estaba mirando.

Pensé que al sentirse atrapada “espiándome” dejaría de hacerlo. No ocurrió así, en cambio me sostuvo la mirada, aunque su rostro continuaba en una seriedad incesante, sus ojos se alimentaban de mi ser en una rápida ceremonia canibalistica. No podía entender que le producía mi presencia, pero encontrarme con su mirada me estremeció, experimenté tanto temor que sentía mis manos temblar y un sudor frío recorrió mi cuerpo, traté de ignorarla el resto de la clase y fracasé, cada tanto la miraba y ella estaba ahí, pasmada, observándome. Al terminar la jornada salí rápidamente del lugar.

No me gustaba fumar por la calle, pero la ocasión lo ameritaba, temblaba mientras encendía el cigarrillo. Al fin llegué al apartamento, salí al balcón, prendí otro cigarrillo y lo acompañé con una agüita aromática. Entre el humo de la bebida y del cigarro, me tranquilicé, tenía que hacerle frente a la situación. La siguiente semana confrontaría a Gilma, le exigiría una explicación a su comportamiento. No me agradaba para nada que me mirara tan fijamente.

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Se llegó el martes. Entré al salón muy decidida. Dos minutos después ingresó Gilma, no fui capaz de mirarla, mi convicción de confrontarla se hizo vapor y se me escapó de las manos, quedé indefensa ante esos ojos llenos de misterio, pensé que huir de ellos era la solución más razonable en ese momento.

La instructora dio inicio a la clase. En esta ocasión recorreríamos todos los lugares posibles dentro del salón, dejándonos llevar por el sonido de una melodía. Antes de hacerlo, miré de reojo a Gilma, estaba recostada contra una columna, no tenía mucho interés en hacer el ejercicio y sí en seguir con detenimiento cada uno de mis movimientos. Decidí que eso no me iba a importar, así que seguí la rutina de la sesión, yo quería volver a disfrutar de mi cuerpo y me concentré en ello, me dejé llevar por la música. Me volví sonido, me expandí por todo el lugar, yo era el rojo, el dorado, era suavidad y viento, era profundidad, era eternidad, era tranquila de nuevo. Intempestivamente la música se detuvo y una voz ordenó:

―Ok, chicos. Muy bien. Ahora trabajen con su compañero de al lado. ¿Qué tal se sintieron? Quiero que compartan la experiencia, pero que lo hagan de una forma particular, con los ojos. ¿Qué nos dicen los ojos de los demás?

Mi alma demoró en ajustarse al cuerpo, cuando por fin sentí un poco de confort, me di cuenta que Gilma seguía al lado de la columna. Supongo que me había observado todo el tiempo. Por andar pendiente de eso, no seguí la instrucción con rapidez y ya

todos mis compañeros tenían pareja, ahora solo quedábamos Gilma y yo, teníamos que trabajar juntas. Suspiré resignada, con sigilo y fingiendo calma me puse frente a ella. Dejé mi cuerpo en blanco y mi mente en blanco también. Me veía tranquila, suspiré otra vez y levanté la mirada. Al encontrar sus ojos, me estremecí como antes, pero esta vez resistí. “¿Qué me dicen los ojos de Gilma?” me esforcé por hallar una respuesta.

Perdí la noción del tiempo, no sé cuánto pasó, no sé si ella leyó mis ojos, pero yo si leí los suyos. Me golpeó una oleada de sentimientos. Percibí en ellos compasión, ternura, tristeza. De repente, un sentimiento se abrió paso desesperadamente, desgarrando a todos los demás. Fue una sensación extraña para mí, ahora sus ojos se rebasaban en angustia. Sí. Era una mirada angustiosa, imploraba auxilio, suplicaba paz.

Yo no tenía nada que aportar a ese instante, apenas podía ser consciente de lo atormentada que se sentía mi alma ante la impotencia de ofrecer algún tipo de consuelo. Una lágrima parsimoniosa recorrió su rostro. No pude resistir más, di un paso atrás y giré mi cuerpo para darle la espalda. El ejercicio terminó en ese momento y la clase también.

Tomé mi maleta, me despedí y salí, en el pasillo estaba Gilma, ahora recostada contra la pared, yo ya había tenido suficiente por ese día. Pensé seguir de largo, pero con ímpetu ella me abordó.

―Te pareces a una alumna mía que murió en un accidente.

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No dijo nada más. Luego volvió a su posición inicial, allí, recostada contra la pared.

A mí no se me ocurrió qué decir. Apenas le esbocé una sonrisa un tanto artificial y continué caminando. Bajando las escaleras me encontré con Alexa, no dudé en hacerle la charla para que me diera más información sobre la enigmática profesora.

―Gilma es un poco rara ¿no? ―le dije mientras miraba las escaleras de reojo esperando no encontrarme de nuevo con aquella mirada tormentosa.

― ¿Pues cómo no va a serlo después de lo que le pasó? Eso era lo que te iba a comentar la otra vez ―Alexa no disimuló para nada las ganas de contarme la historia, ni siquiera se preocupó por saber si yo estaba interesada en escucharla―. Imagínate que Gilma tenía una hija, era su única hija. Ella la adoraba, porque nunca creyó poder tenerla siendo tan vieja. Guadalupe, así se llamaba la chica, llegó a la adolescencia teniendo problemas en el cole, no le caía muy bien a las demás compañeras, entonces empezó a pelear con Gilma, le decía que los demás se burlaban por culpa de ese amor enfermizo y esa absurda sobreprotección que profesaba por ella.

»Le decía que ya estaba grande como para que la llevara al colegio o para que no la dejara salir a fiestas y paseos. La profe se quedaba callada ante esos reclamos, pero nunca pudo dejar de sobreprotegerla. “Es por tu bien”, murmuraba siempre que Guadalupe, enfurecida, le gritaba en la calle, en la casa o en cualquier

lugar. La relación entre ambas fue de mal en peor. Gilma no dejó de acompañarla, pero ahora andaba detrás de su hija, silenciosa y pasiva.

»Un día Guadalupe, cansada de toda esa vaina, la enrostró, le dijo que no la soportaba mas, que se iba a ir de la casa, le repetía que la odiaba. Gilma tampoco aguantó más y apenas Guadalupe acabó con sus insultos, entre sollozos, pero muy segura de sus palabras le dijo: “Maldigo el día en el que te tuve”. Entonces Guadalupe, sin pensarlo mucho, se lanzó desde el séptimo piso en donde vivían. ¿Cómo te parece? Tenaz, ¿no?

Alexa terminó su relato con una sensación de placidez, como si por fin hubiera podido soltar algo que no podía guardar por más tiempo.

―Sí, tenaz ―le dije y guardé silencio un momento para digerir mejor sus palabras—. ¿Y Gilma, que pasó con Gilma luego? ―le pregunté muy exaltada, esperando obtener más información.

―Pues según cuentan, no volvió a tocar el tema. En el entierro dizque no soltó ni una lágrima, como si no la hubiera querido nunca. En serio, qué señora tan rara, me da miedo y todo.

“Guadalupe se instaló para siempre en el olvido de su madre” pensé.

Luego de la conversación con Alexa, llegué al apartamento. Apenas entré a Internet, ella ya estaba ahí, ansiosa por seguir

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dándome información acerca de Gilma y Guadalupe. Esta vez compartió conmigo un reporte de periódico, no más para hacerme saber que no eran meros chismes, que ella me estaba contando “la puritica verdad” escribió en el chat. El escrito, palabras más, palabras menos, era la misma historia contada por Alexa. Sin embargo, fue la foto que acompañaba la noticia la que realmente me impactó.

Gilma estaba sonriente, ese gesto la hacía una persona muy distinta a la que yo había visto en persona. Y Guadalupe, como de 14 años, la estaba abrazando, en su hombro posaba un pequeño loro, aunque Guadalupe también estaba sonriendo, sus ojos estaban cargados de tristeza, cargados del peso de las burlas y desplantes a los que era sometida, no coincidían con su sonrisa. Pero lo que realmente me sorprendió es que esa niña y yo, realmente nos parecíamos mucho a esa edad.

Esa fue la primera noche que soñé con los ojos de Gilma. Me levanté a la madrugada muy agitada. Ahora era muy clara su angustia al mirarme, yo le recordaba a su hija. Tal vez ella había puesto todo su empeño para olvidarla y sentirse mejor, o menos peor. Pero la vida se había encargado de que no lograra su cometido.

A partir de ese martes en el que su mirada me reveló tanto dolor, Gilma me esperaba en el pasillo al terminar cada sesión. Siempre con una historia diferente. A veces me le parecía a una chica que había visto en el periódico. A veces a la hija de una vecina suya, decía que me parecía a una actriz de cine o que así se imaginaba a

la protagonista de un libro que había leído. En fin, no importaba cual fuera la historia, todas terminaban con el final trágico de la “personaja” en cuestión. Yo dejaba que Gilma me abordara con sus historias, no le decía nada, apenas le regalaba una sonrisa como despedida, como si no tuviera más a mi alcance.

El último día del curso no me esperó afuera en el pasillo como de costumbre. Esa vez me esperó fuera del edificio. Me entregó una caja con pequeños agujeros, me abrazó y me dijo “Adiós, mi Guadalupe”. Subió rápidamente a su auto y se marchó. Esa fue la última vez que la vi. Yo me quedé atónita mirando como desaparecían las luces rojas del vehículo a través de la calle, mientras en mis manos algo revoloteaba en la caja.

Hoy es uno de esos días en los que he soñado con los ojos angustiosos de Gilma. Aquí sentada en el balcón me pregunto si no pude haber hecho algo por ella, me pregunto qué habrá hecho después de que nos vimos por última vez ¿Qué estará haciendo ahora para lidiar con el recuerdo de su hija? Apago la colilla del cigarrillo, dejo el pocillo vacío sobre la mesa y verifico que la jaula de ‘Lupita’ esté bien cubierta. Es una noche bastante fría.

Laura Orjuela

Soy un personaje inventado por no sé quien, un personaje al que le gusta

escribir.

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CatarsisAlejandro Valencia

Tomé el nuevo álbum de Adam Wilde, abrí el cancionero y lo dejé sonar en el reproductor acompañado por la botella que tomo en estas noches; se trata de su segundo trabajo discográfico en solitario luego de dejar los Shooting Star y empezar su carrera como solista; es un artista que sigo desde sus inicios en la banda que crecí escuchando cada día. El álbum ‘Catarsis’, incluye 10 canciones, y según Adam, sus seguidores nos sentiremos identificados con cada canción.

Los dos primeros temas, titulados “Visitante inesperado” y “Arrullo de luna” hicieron vibrar mis sentidos, mis párpados temblaban, mis manos se sintieron frágiles; cada línea, cada nota musical evocaba el recuerdo de Vivian, a quien las circunstancias y la casualidad cruzaban a diario en mi camino, hasta que tuve el valor de preguntarle su nombre. Fue su cabello liso, su atuendo despreocupado, su forma de salir del mundo por sus audífonos, su sonrisa al murmurar canciones… Me cautivaba a diario sin siquiera saberlo.

Sobre la forma en que nos conquistamos puedo decir que estuvo cargada de mensajes a la media noche, de sonrisas cómplices

y del claro de luna entrando por nuestras ventanas; es por eso que el coro de la segunda pista hace que de mis ojos brote una lágrima que no consigo definir si es de nostalgia o tristeza:

♫ Atraviesas el sendero del bosque en mis sueños regresas cada noche si antes de perderte pudiese detenerte del arrullo de la luna no volvería a despertar ...a despertar ♫

Intento secar mi lágrima, recomponer mi postura y mantenerme firme mientras suena el solo de guitarra de “El baúl” (Canción número 4); ojeo rápidamente las fotografías de Vivian que cuelgan en mi pared con tantos otros recuerdos… Detengo mi mirada en la esquina superior derecha: su sonrisa traviesa y su blusa celeste combinan perfectamente con el color de la carta que me escribió en nuestro primer aniversario, donde me prometía recorrer el mundo a mi lado, conocer Disneyland y otros lugares donde la magia es inigualable… Es entonces cuando la voz de Adam regresa para finalizar con un coro impetuoso la única canción del álbum interpretada a dueto:

♫ No vuelvas (No vuelvas hoy) en mi baúl quedó consagrada aquella flor (Sagrada flor) mi pasado conserva los motivos de un tardío adiós (El adiós que nunca quise darte yo) yo a tu lado quiero llenarlo de un recuerdo mejor (Es mi baúl eso que tanto amo yo) la flor que me diste tú la guardo en mi baúl ♫

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El sabor de la gota que roza mi labio se acompaña de mi risa irónica; a Vivian la llevo tatuada en el alma, en mis sueños, en mi inspiración y en mi rutina, no puedo simplemente encerrarla en un viejo cajón con la promesa de no volver a abrirle. ¡Cantautor idiota! ¿Qué sabes tú de mi vida y por qué cada palabra tuya me revela sin permitirme protegerme ni esconderme? ¿Cómo puedes enterrar en el pasado a alguien tan importante?

Paso las páginas, y la fotografía de Adam recostado en lo alto del puente con su gabán negro y sus lentes de sol es el preámbulo perfecto de la pista 7 “Fantasmas (El puente)”; en el librillo se le ve pensativo, observando al vacío; tal como yo el día que descubrí los labios de Vivian besando a alguien más, sus brazos rodeando apasionadamente el cuello de un misterioso hombre cuya figura no me permití distinguir plenamente

♫ Prefería no venir, prefería no vivir si a través de la niebla que cubría el puente te hubiera visto habría elegido saltar y no vivir habría elegido saltar y no vivir porque los fantasmas no vivirían dentro de mí ♫

Mi garganta estaba saturada, eran inútiles mis esfuerzos por retener mis sollozos, el chillido de mi frustración se colaba en mis dientes de forma entrecortada y no recuerdo más…Fue el estallido del espejo el que me hizo reaccionar.

Uno de los fragmentos me hizo un corte en mi mano

izquierda y sin embargo no sentí dolor, los fragmentos superiores se mantuvieron anclados al marco, pero ya no reflejaban mi rostro, sólo podía verme dividido en 3 o 4 de esos que habían caído. ¿Este soy yo ahora? ¿Alguien internamente quebrantado? ¿Cómo podría juntar mi alma nuevamente?... El silencio se adueño de la habitación, había terminado la séptima canción.

La nueva imagen del cancionero se encuentra en blanco, solamente se dibuja en ella el brazo de Adam colgando un cartucho en una lápida, suena una balada, la pista 10: “Flores en el altar”, el tema que pronuncia las palabras que hubiese querido decir frente al cajón de Vivian cuando la vi por última vez.

♫ El plumaje ha cubierto tu rostro soy yo quien cumplirá ahora tus sueños dirígete a la inmensidad, a la luz y a la verdad vuela ahora, vuela ahora, vuela ahora cuando tenga mis alas volaré allá ♫

Si, Vivian se ha ido, partió sin que la vida nos permitiera eso que algunos llaman oportunidad, partió a convertirse en el claro de luna que nos unió, no sabré nunca si como luna me cobijará en su arrullo; no conoceré nunca sus motivos ni sus verdaderos sentimientos hacia mí… De haberlos sabido, ¿Podría haber creído en ella? ¿Podría ser nuevamente su amor sincero? ¿Mis fragmentos se habrían unido?; He cerrado mis párpados, mis músculos intentan relajarse, el aire va pero no vuelve y mis sentidos se ofuscan… A Vivian le pido que me espere, pronto estaré allí.

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Alejandro Valencia

Administrador de empresas de la Universidad de Ciencias Aplicadas y Ambientales U.D.C.A. Videojuegos, fútbol y música como forma de respirar; usa las letras como catarsis personal.

MessalinaKevin Ricoth

A un costado de la calle, en frente del “Bar Holandés” hay una pequeña empresa de publicidad o tipografía. Una mujer de unos cuarenta años pasaba sus días enfrente de una fotocopiadora. Julia, así la llamé. Dos hombres sin apego a la realidad le acompañaban sentados a su espalda, siempre vestidos con ropas formales. Se apartaban entre ellos y alejaban a Julia mientras fijaban la vista en el ordenador. No pestañeaban. Claudio y Andrés pierden juicio los viernes, debe ser tradición. Una generosa cantidad de botellas los acompaña en su mesa, hablan enredado y siempre de Julia. La maldicen.

El Café junto al bar es atendido por María. Una gorda majadera espanta clientes, sus malos gestos y falta de modales son insoportables. Es hija de mi primo, es igual a su madre. Aun así la familia es importante o me interesa su amistad. La de Julia. Ayer pedí traerla al local para hablar, para conocerla. No fue fácil convencer a la gorda pero terminó asentando. Mande encerar el piso, limpiar las vitrinas y ofrecer la mejor reserva de café; el molido y tostado por mi cuenta.

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El ocaso no tardó. Me entretuve escuchando conversaciones ajenas de clientes curiosos o habituales, uno tras otro. Ana, por ejemplo, salió de su casa luego de una fuerte discusión con su pareja, esperaban un infante. Uno indeseado, me imagino. Al mismo tiempo, Esteban saltaba de un lado a otro celebrando su promoción profesional. Desde la terraza del “Semilla Verde” se ve la intersección entre la carrera novena y la calle sesenta y tres. La ubicación de mi oficina permite ver hacia afuera por la derecha. Al interior del café, a la izquierda.

Identifico bien los cien ojos transitorios de la arteria, los visitantes de oficio, antes o después de sus tareas. Siempre las mismas personas, siempre las mismas historias. No importa.

Eran eso de las siete u ocho. Júlia nunca apareció. Sin amargos ni alegrías saqué una botella de algún Vodka de dudosa reputación. Hice las cuentas, organicé mi escritorio, deje todo listo. La eterna rutina. Dos horas más tarde salí del lugar con mala cara por la leve embriaguez. Se veía la gente marchando hacia el mismo lugar sin decir nada, parecían tener prisa. Irían a sus ínfimos trabajos nocturnos, a dormir o a cenar con su familia, deduje. No se hacían compañía. Les seguía el silencio. Luego descarté la idea, demasiado apuro para eso.

Para ir hacía el tren debía cruzar por ahí. Pensé dar vuelta a la manzana pero parecía estúpido. Seguí el camino habitual. Giré por la calle Novena y me tropecé con una multitud. En medio de todos estaba Julia tirada en el suelo rodeada de una ciénaga roja. El morbo siempre es más fuerte. Estaba muerta.

Atentó en su contra algún cliente descontento, uno de esos grupitos de revolución intolerante o cualquier borrachín inconsciente. No se sabe con certeza. Se asume, es resultado de sus prácticas nocturnas. Eso leí en la prensa. Lo confirmó María. Claudio y Andrés lucen satisfechos, parecen vivos.

Si hubiese venido anoche... Estoy inquieto y molesto ¡Me enamoré de una messalina! Una fulana cualquiera. Siquiera debió saber de mi presencia. Espero. Me está costando sacármela de la cabeza. ¿Cuál será su nombre… el auténtico?

Kevin Ricoth

Nació en Bogotá, Colombia el 3 de enero de 1993. Estudió ingeniería industrial en la Fundación Universitaria los Libertadores, ubicada en la misma ciudad. Inició el ejercicio profesional inclusive desde mucho antes de conseguir el título y ha recibido varios reconocimientos académicos por sus aportes e investigaciones. Aunque su desarrollo profesional lo ha llevado a tomar diversos diplomados y cursos en áreas relacionadas con matemáticas, física y filosofía, se destaca por ser amante de las letras, desde muy corta edad inició una trayectoria que despertó en él un interés por la filosofía y posteriormente, la creación literaria.

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Desayunar tranquiloCésar González

Siempre voy a desayunar a la panadería “El italiano”. Está en frente de mi casa y sirven el mejor café del barrio. Además, Mariela y Laura –las meseras- me atienden con nombre propio, como me gusta. Eso para mi es muy importante. Detesto ir a un lugar en donde me reciban como si pretendieran extraer mi dinero en el menor tiempo posible, para luego sacarme rápido, “agradecido” por algo que acabo de pagar. No hay nada peor para personas como yo, que a fuerza de pasar tanto tiempo solos en casa, requerimos de una buena atención en lugares públicos.

Solo una cuestión impedía que me sintiera completamente tranquilo en la panadería: Torelli, el dueño del establecimiento. La forma en que trataba a la gente, su moto corpulenta, su voz casi de grito y su esposa –esa mujer aindiada, falsamente voluptuosa y de voz chillona-, me arruinaron varios momentos de tranquilidad, en los que disfrutaba de las delicias de Laura y Marielita.

Torelli llegó al barrio hace más o menos cinco años. Compró una casa, contrató algunos trabajadores, fijó carteles, instaló

mesas y abrió su negocio. Al principio, la panadería y cafetería “El Italiano” representó para todos el servicio que le hacía falta a nuestra comunidad. Para mí, específicamente, era la posibilidad de tener atención y de no cocinar en las mañanas; un aliciente para salir de la casa. Pero con el tiempo (esto lo noté en repetidas ocasiones en la expresión de los clientes, pero no tendría algún testimonio de alguien específico que me permitiera sustentarlo), la atención de Torelli hizo que el local no fuera más que un simple lugar para conseguir alimentos y volver a casa. Solo cuando él se iba, algunos nos atrevíamos a pasar en “El italiano” más de media hora, tomando café con pan dulce y leyendo el periódico.

Con el pasar de los días, casi sin darme cuenta, Torelli se convirtió en un depositario constante de mi rabia, al punto de sentir que mi tranquilidad, que tanto tiempo y esfuerzo me había tomado reconstruir, se veía amenazada si el seguía viviendo en frente de mi casa. Me dolía profundamente darme cuenta que algo que podría ser de gran ayuda en mi proceso de aprender a conservar la calma –la atención de las meseras de “El Italiano”– se convertía en una molestia más, gracias a la mala disposición de un simple hombre. Yo me había cuidado de hacer pública esta sensación, claro, quizás esperando el momento indicado para hacer algo al respecto.

Una mañana, mientras desayunaba en la panadería, escuché al italiano hablando por teléfono. Yo llenaba el crucigrama del periódico, lo que me permitió tomar nota de los datos que éste le indicaba a su interlocutor, programando una cita para la tarde.

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Según decía, estaría mostrando un apartamento de su propiedad que estaba disponible para la renta. El inmueble estaba situado en un barrio del sur de la ciudad al que el destino me había llevado alguna vez por razones más amables.

Algo en mí unió los puntos. El temor y el deseo, casi en las mismas proporciones, invadían completamente mi cuerpo. No me di mucho tiempo para pensar y a la una y media de la tarde, después de haber visto a Torelli montar su moto rumbo al sur, salí de mi casa y tome un taxi en la misma dirección.

El apartamento estaba ubicado en un conjunto residencial viejo y con la pintura descascarada. Un portero, casi en las mismas condiciones, era el único obstáculo entre Torelli y yo. Me acerqué a la caseta. Me anuncie con el nombre de mi padre y el apellido de mi madre. El guardia me dijo que cuando bajaran los visitantes que estaban revisando el 653, me daría autorización para entrar. Pasaron algunos interminables minutos. Las manos me sudaban y solo por un instante pensé en volver a casa.

Los posibles inquilinos bajaron, salieron del conjunto y tomaron su rumbo. Caminé hasta la torre indicada, subí las escaleras, golpeé la puerta y esperé. Cuando Torelli abrió y me reconoció hizo un gesto de asombro. Yo alcé la varilla retráctil que llevaba escondida en mi chaqueta y le asesté un golpe contundente en la cabeza, sin dejarle articular una simple palabra. Una vez en el suelo lo ataqué con furia hasta que estuve seguro que mi trabajo había concluido.

Guardé la varilla, empujé el cuerpo (con mis guantes de cuero) hacia la habitación vacía; esperé lo que consideré un tiempo prudente y volví a bajar los seis pisos. No le dije nada al celador, quien parecía estar dormido, a pesar de tener los ojos escasamente abiertos. Caminé hacia el colectivo a buen ritmo y volví a mi casa.

Contrario a lo que esperé, la situación no me perturbó y no tuve que recurrir a ningún método artificial para mantener la calma.

Creí que tendría que dejar de desayunar en la panadería por algunas semanas. Sin embargo, a la mañana siguiente, asomado a la ventana, comprobé que la dinámica del lugar era la misma, solo que sin la presencia de Torelli. Dos días después su mujer y unos cuantos amigos exhibían sus trajes negros y sus gafas oscuras, haciendo evidente la situación de duelo. Pasaron algunos minutos en la cafetería, volvieron a sus autos y se marcharon. Yo quedé ahí, de este lado de la ventana, sintiéndome extrañamente tranquilo.

Laura y Mariela no se mostraron afectadas (gracias a Dios), y me servían el café con la misma cortesía familiar, esa que hace que en realidad las quiera tanto. Por un momento todo parecía haber llegado a buen puerto y yo pasé un tiempo tranquilo, caminando por el barrio y visitando el establecimiento varias veces al día.

Luego la mujer de Torelli asumió la administración de la panadería. La prepotencia y superioridad con la que trataba a Laura, a Mariela y a los clientes, no solo recordaban a su marido sino que hacían extrañarlo. Su imagen de maniquí, sus maneras grotescas y

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la música estridente que hizo poner en el local, lograron afectarme contundentemente, aunque yo camuflé mi rabia en el gesto contenido con el que pagó la cuenta día a día.

De eso han pasado tan solo un par de meses. Por fidelidad a Laura y Marielita, yo sigo pasando a desayunar todas las mañanas a la panadería, llenando el crucigrama, mostrándome tranquilo y esperando que llegué de nuevo el momento justo para intervenir, y tener definitivamente la posibilidad de desayunar tranquilo.

César Augusto González Vélez

Sociólogo, músico y aprendiz de escritor, nacido en 1980 en la ciudad de Bogotá. Ha participado en algunas investigaciones sobre temas relacionados con procesos de organización comunitaria juvenil y sobre la música Rap producida en la ciudad. Actualmente forma parte de la banda de música fusión La mestiza y trabaja como docente universitario en Uniminuto.

Taller de Cuento

Grupo B

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Cartas a JeannotLorena Espinosa

Noviembre 17, 2011

Pequeño Jean,

No asustes a mamá. No hales de mi delantal cuando estoy ocupada en la cocina, me asustas. Y me asusta más saber que te bajaste solo de la cama, es peligroso, no lo vuelvas a hacer, lo harás tú solito cuando estés más grande.

Te quiere: mamá.

Noviembre 18, 2011

Jeannot,

Las mascotas son para quererlas, son parte de la familia, hay que mimarlas, no morderles las orejas ni pisarles la cola. La pobre

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Ceniza ya no sabe dónde meterse a dormir, ¡deja en paz a la pobre gata, Jean!, ella no te ha hecho nada.

Mamá.

Noviembre 19, 2011

Mi Jean,

No te resientas porque te llamé la atención, pues soy tu mamá y debo hacerlo y ¿sabes qué? Como no has molestado a la gata el día de hoy, te dejé unas galletas encima del mesón, pero apúrate porque a Ceniza le gusta tirarlas al suelo. No te sientas mal.

Con cariño, mamita.

Noviembre 20,2011

Mi sol,

Veo que devoraste las galletas. Espero que te sientas mejor hoy. Yo solo quiero que te portes bien, que me dejes dormir, que no me des dolores de cabeza, porque eres un niño bueno, ¿verdad que sí?

Te quiere, tu mamá.

Noviembre 22, 2011

Mi Jeannot,

Hoy quiero pedirte algo muy especial y espero lo entiendas. Mañana temprano tengo una entrevista de trabajo. Esto es importante para los dos, así que pon atención: quiero que esta noche me dejes dormir, Jean. Tu mamá necesita descansar, así que esta noche no vengas a reír a mi oído, ni a hacerme cosquillas en los pies, ni a meterte entre las cobijas a darme besos. No es que eso esté mal, solo que esta noche quiero dormir de largo, eso es todo.

Abrazos y besos, mamá.

Noviembre 24, 2011

Mi pequeñito,

Gracias por dejarme dormir anoche, me gustaría que sucediera más a menudo, pero a tu edad esto es algo difícil de pedir.

Esta noche no nos vemos, Jean, voy a salir a celebrar mi cumpleaños, aprovechando la invitación de mis amigos. Pórtate bien. Te dejo un poco de leche sobre la mesa de noche… ¡Ah!, y por cierto, recoge los ositos de peluche que has dejado en el suelo, antes de que los vea tu abuela y se enoje.

Dulces sueños, mamá.

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Noviembre 26, 2011

Jeannot,

Sé que ayer no me aparecí por la casa, pero no me gustó lo que hiciste esta mañana, despertarme con ese barullo en la cocina, y yo que no estaba en mis cinco sentidos, y tener que recoger todo del suelo: los cubiertos, los granos, las pastas de mi mamá, todo lo que tú habías hecho. Eso no se hace Jean, eso está mal, pero ya me calmé y entiendo por qué lo hiciste. Te perdono, perdóname tú a mí. Te prometo que mamá no volverá a emborracharse, no volverá a dejarte solo.

Mamá.

Noviembre 29, 2011

Mi pequeño Jean,

Te voy a confesar algo: a veces deseo que crezcas pronto, que te hagas hombre y te vayas de la casa. No es que no te quiera, es que todo esto es nuevo para mí, y estoy cansada, ya casi no duermo, y me la paso recogiendo y limpiando todos los regueros que dejas por ahí para que no los vea mi mamá o Lucho, estoy agotada, eso es todo. Quererte es agotador.

Con cariño, mamá.

Noviembre 30, 2011

Hijo,

A mí no me engañas, seguiste molestando a Ceniza, las mamás nos damos cuenta de todo. ¿Viste la señora que vino hoy? Vino a llevarse a la gata, mi mamá se la regaló porque se volvió muy arisca, ¿te das cuenta? Ya no tenemos mascota.

Ya no sé qué pensar, creo que se te está yendo la mano, Jean. ¡Todo esto es tan loco! De pronto le escribo cartas a un bebé que se supone no sabe leer pero entiende cada cosa que escribo. Todo esto está mal, tiene que estar mal, pero eres mi bebé y no sé qué hacer contigo.

Mamá.

Diciembre 2, 2011

Mi Jean,

Mamá está estresada, cansada, aburrida, se me agota la paciencia, ¿podrías portarte mejor? ¿Solo un poquito? Ya no soporto esto, siento que me voy a volver loca, y para completar ya ha pasado más de una semana y no me llamaron del trabajo aquel, ¡genial! Tendré que seguir pasando el día entero en la casa… contigo.

Esta noche no me esperes, voy a tomar algo con mis amigos.

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Te dejo leche y galletas en la mesa de noche. Por favor pórtate bien y no vayas a molestar a tu abuela ni a tu tío Lucho.

Te quiere, mami.

Diciembre 6, 2011

Jean,

Te has estado portando mal, muy mal, cada vez es peor. Me tienes cansada, desesperada, y sé por qué lo haces; sí, me la he pasado bebiendo y ¿qué? Tú no entiendes nada, tú no conoces los problemas de los grandes, tú solo estás aquí porque sí y para atormentarme porque no puedes hacer otra cosa, como si no tuviera suficiente con la cantaleta de mi mamá.

No lo hagas Jeannot, no lo soporto más, ya basta, me estás matando en vida.

Mamá.

Diciembre 7, 2011

Mi Jean,

¿Quieres que te cuente una historia? Te la voy a contar. Hace dos años estuve embarazada, y lo supe hasta que tuve que

ir al hospital por unos cólicos muy fuertes. Yo tenía retraso de casi un mes, ¿sabes lo que es retraso? (supongo que sí, tú lo entiendes todo), y no le puse atención porque eso me pasaba a menudo, y por los cólicos pensé que me había llegado la regla, pero el dolor fue tan intenso que le tuve que decir a mi mamá, porque ya no me podía mantener en pie y sangraba más de lo normal. Así que mi mamá pidió un taxi, le pareció que una ambulancia era una exageración, y recuerdo que mi hermano me cargó en sus brazos y me subió al taxi. Llegamos al hospital y me dieron una silla de ruedas, me llevaron a la sala de urgencias y hasta ahí me acuerdo porque me desmayé. Cuando desperté estaba en una habitación conectada a una bolsa de suero, y una enfermera que estaba ahí me dijo: “Mamita, lo siento mucho, ya no podíamos hacer nada por el bebé, lo importante ahora es que usted se encuentra estable”, asumiendo que yo sabía de mi embarazo. Me demoré en asimilarlo, luego empecé a llorar. Ese día tu abuela me dijo: “¿Sí ve? A ver si va a dejar de tomar tanto”, y dejó de hablarme durante varios días, no sé si le dolió más mi problema con el alcohol o el hecho de haber perdido su primer nieto a los 69 años.

Desde esa noche empecé a tener pesadillas, la misma casi siempre, que yo iba por la calle y de pronto tropezaba con una bolsa transparente donde había un feto en descomposición, o que yo iba nadando en un caño de aguas negras y de repente aparecía flotando el mismo feto; hinchado, lleno de moretones, y como mirándome con sus ojitos transparentes. Tuve que tomar pastillas para dormir y me pusieron un sicólogo, pero dejé de asistir porque no me gustaron las

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terapias. Y pasó más de un año cuando un día, al salir de la ducha, vi tu nombre escrito con mi caligrafía en el espejo empañado: «Jeannot», el nombre que siempre había querido para un hijo varón. Llamé a mi mamá para que lo viera, pero cuando llegó ya se había borrado, y ella me miró con preocupación pero no dijo nada. Esa noche fue la primera vez que te vi, cuando al despertar de una de esas pesadillas te encontré a mi lado. Me miraste y reíste, te vi tan hermoso como el hijo que siempre deseé tener a mis treinta y tantos. Al otro día supe que no había sido un sueño porque encontré en la almohada unos finos cabellitos castaños y ondulados que no se parecen en nada a los míos, eran tuyos, Jean. No volví a tener pesadillas, y desde entonces te empecé a ver a diario, y te empecé a escribir cartas. Pero esto ya no me está gustando, ¿por qué me atormentas, Jean? Yo no quise hacerlo, por favor no lo hagas, Jeannot, no asustes a mamá.

PreludioLorena Espinosa

Tú no conociste a Gregorio, nadie lo conoció como yo. Usaba una máscara de sosiego y conformismo de hijo responsable. Y te preguntarás quién es ésta que viene a reputar de él. Mi identidad no te interesa, confórmate con saber que fui una de sus tantas. Entonces dirás: “Pero si Gregorito era intachable”, yo te repetiré: “Tú no conociste a Gregorio”.

Lo conocí una noche de invierno cuando trabajaba como cajera en una prestigiosa tienda de sombreros. Él entró presuroso, se dirigió a mi puesto de trabajo y me preguntó por un sombrero para su padre, no había terminado de hacerme la pregunta cuando la vendedora más agraciada, una rubia lisonjera, se lanzó a atenderlo. No lo culpo, era bastante atractivo. Mientras la rubia lo conducía alrededor de diferentes estantes, yo lo seguía con la mirada hasta casi olvidarme de los demás clientes; coqueteos van, coqueteos vienen, debí notarlo en ese momento: así era con todas. Cuando se acercó a la caja, no me pude resistir a su galantería, y cuando dio la espalda creí que no lo volvería a ver. A la semana siguiente regresó con el sombrero porque tenía un desperfecto que no había notado el día de la compra

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(todo resultó ser una triquiñuela de la rubia para hacerlo volver), y al igual que la primera vez, se marchó sin dejar rastro. Pasaron dos semanas más hasta que lo volví a ver, entró preguntando por la rubia y le conté que había sido despedida por enredarse con un contratista, entonces me invitó a salir.

Estuvimos saliendo a intermitencias durante más de dos años, fui muy condescendiente porque, al igual que tú, solo lo veía como el hombre que trabajaba con esmero para sostener a su familia, y soporté con paciencia sus obligaciones laborales, que se interponían en todo momento. Me vanagloriaba recordándome esa frase que dice: “detrás de todo gran hombre hay una gran mujer”, yo sentía ser esa mujer, realmente sentí que gracias a mí, él era una mejor persona.

A pesar de todo, Gregorio nunca se interesó por concretar una relación seria y su excusa era el maldito trabajo; nunca me llevó a su casa, ni me presentó a su familia, escasamente me hablaba de ellos y de sus clientes, y de sus constantes viajes de los que me traía míseros presentes; lo único decente que me regaló en esos dos años fue un anillo que le había pertenecido desde años atrás. Llegué a pensar que era casado, y para anular sospechas, adopté la costumbre de pasar frente a su casa en la Charlottenstrasse todas las mañanas de camino a la tienda para observar disimuladamente a las personas que se asomaban a su puerta, fue lo más cerca que pude estar de sus padres y su hermana, y pude concluir que no estaba casado.

Me preocupaba la situación de Gregorio, cualquiera con

una vida tan monótona y exigente moriría de tedio. Supuse que le hacía falta algo de compañía en sus viajes de trabajo y decidí darle una sorpresa. Una mañana que fingí estar enferma para no ir a trabajar, fui a su casa y aguardé detrás de un árbol, me mantuve a una distancia prudente detrás suyo, y tomé su mismo tren, el de las siete. Lo seguí hasta el hotel y me hospedé en una habitación desde donde vigilé su actividad. Mi idea era esperar hasta la noche cuando regresara de sus negocios y sorprenderlo en su habitación, pero no soporté quedarme mucho tiempo allí. Verás: en la mañana entró a su habitación una joven camarera con la que permaneció encerrado casi una hora, y mientras yo me retorcía de cólera ella salió sonriente acomodando su uniforme y su cabello despeinado; después del almuerzo entró otra chica, menos guapa que la anterior pero con el mismo talante de ramera. No podía pensar que había sido engañada todo este tiempo, ¡Y Dios sabe con cuántas! Tuve ganas de gritarlo y golpearlo pero me contuve. Salí corriendo de ese horrible hotel, me encerré en mi casa, me embriagué y lloré como nunca lo había hecho.

Fui a caminar por la ciudad y me topé con uno de esos lugares donde hacen brujería, y te juro, no sé por qué, pero entré. La pitonisa me escuchó con atención mientras leía en silencio la palma de mi mano, luego me dijo: “Necesito algo que haya sido suyo por mucho tiempo”. Le entregué el anillo, le pagué y salí pensando en esta frase: “detrás de un hombre destruido siempre habrá una mujer”. Y aunque todos piensen: ¡Pobre Gregorio, qué pérdida para su familia! Y hasta escriban obras literarias en su nombre, yo te digo:

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¡al carajo Gregorio! Ahora soy feliz.

Renuncié a mi puesto de cajera y me mudé muy lejos de Charlottenstrasse. No volví a saber nada de Gregorio Samsa.

Lorena Espinosa

Escritora autodidacta por elección. Estudió en un colegio público de Bogotá y luego pasó brevemente por dos universidades públicas del país; la primera, la Universidad Nacional de Colombia, donde hizo un semestre de una carrera que terminó detestando: arquitectura; la segunda fue la Universidad del Cauca en Popayán, allí empezó a estudiar artes plásticas y luego interrumpió por falta de recursos económicos. Solo a través de la escritura pudo convencerse de lo interesante que puede llegar a ser el mundo.

El pájaro y las plumas

Jairo Ernesto Ruiz

Hermosa e inteligente, elegantemente vestida, sentada frente al computador, Helena se encontraba elaborando proyectos de mercadeo y un resumen completo de todos los productos que vendía para los supermercados locales; centenares de cosas se acumulaban en la minuta diaria, lo que determinaba que el tiempo se volviera casi insuficiente para ella; pero también le perturbaba un gran secreto en su cabeza, el mismo obstáculo que permanecía guardado durante el tiempo que transcurría su relación con Manolo, su amado, quien se encontraba hacía casi dos meses en Alemania. Tenía la convicción de contárselo algún día, obviamente ella se encontraba en el camino de elegir, mientras tanto Helena seguiría cabalgando la misma línea en la misma dirección, cualquiera fuese.

Se escuchó sonar el celular, se trataba de Manuel, el amoroso marido, el hombre que mezclaba pasión y una dosis de intriga escondida dentro de una mente deslizante y sibilina a la vez. En ocasiones se preguntaba quién en realidad era su esposo, decía

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ser relacionista público para una prestigiosa compañía con sede en Alemania, pero para ella aquel hombre mantenía un perfil aún desconocido y estaba casi segura que escondía un secreto también, tenía una prueba que había encontrado oculta en su agenda personal y que durante algún tiempo Helena lo mantenía como interrogante, pero debidamente discreta, tratando de no darle la suficiente importancia.

—Hola mi vida, ¿dónde estás? —preguntó ella.

—Estoy bien, mi amor, vengo ya de regreso para Bogotá con los españoles —y añadió—: ¿me ayudas, como cosa tuya, con lo del Hotel Plaza para ubicarlos esta misma tarde por cinco días?, pregunta por un señor al que llaman Nechi y le dices que vienen con el código MI2E, por favor.

Helena reflexionaba acerca de los códigos, las identidades irreales a los que hacía referencia su marido de vez en cuando, a las llamadas que solo dejaban una pila de misterios uno encima de otro, ¿acaso Manolo encubría sus verdaderas actividades sin que ella lo supiera? Empero ya se había acostumbrado un poco.

—Lo intentaré —dijo sin dejar de pensar en ello—. Nos vemos en la noche, mi cielo.

—No te vayas a dormir —dijo Manolo luego de un suspiro.

—Si no llegas muy tarde me alcanzarías a ver despierta —sonrío Helena.

Luego de permanecer callado por unos segundos, Manolo continuo:

—He estado pensando en algo que llevo dentro de mí y quisiera que fueras franca, ¿que tal te parece si jugamos a las verdades?

Existían vientos que se tornaban en vendavales, sabían de la importancia de crear caminos cortos para el entendimiento y habían preferido ser sinceros en el momento de tomar cualquier decisión para aclarar así inquietudes que afectaran su relación. Manolo amaba a su esposa tanto que por nada en el mundo quería terminar una relación estable y prefería por una vía civilizada aclarar las dudas en ese preciso momento.

—Cuál es la incertidumbre qué te atormenta, y si te puedo ayudar a solucionarla_ dijo ella sonriendo al mismo tiempo. El apuesto hombre sin vacilar continuó:

—¿Podrías decirme quien es Sofía?

Por esas cosas que suceden en la vida, Manolo había descubierto la verdadera afinidad de ella, Helena no sabía que él en realidad era un detective privado y que por las misiones confidenciales debía pasar inadvertido. ¿Pero por qué ella decía llamarse Helena cuando en realidad se trataba de Sofía? ¿Por qué no le había dicho la verdad sin tener que pedirle una explicación? Manolo quería respuestas,

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—Sofía, ¿eres tú, en realidad quién eres? —recalcó él.

“Sofía, Sofía”, repercutía aceleradamente su nombre a través de todo su flujo sanguíneo. Sofía era su verdadero nombre, y no como se hacía llamar, tenía que habérselo dicho desde el principio. Los pensamientos de aquella mujer viajaron a velocidades increíbles encontrándose con un pasado ocasionado por una relación nefasta en México con un narcotraficante, lo que desencadenó en episodios dañinos de los cuales no quería tener memoria. “¿Cómo pude haber sido tan estúpida cuando creí manejar de forma perfecta mi verdadera identidad y mi pasado?”, se cuestionó por un instante. No había nada qué hacer, Manolo ya lo sabía.

Helena o Sofía también lo tenía claro, Manolo tampoco había sido lo suficientemente honesto con ella.

—Sí, soy Sofía —y continuó—: ¿podría preguntarte entonces quién eres?

La aseveración de su esposa no era vacilante, más bien era como una estocada que cae sobre cualquier costado que le ocasionaba la tardía respuesta de aquel hombre tan seguro de sí mismo y que le opacaba la voz.

—No sabía que te hacías llamar Manolo, que te identificas así, y no sé con cuántos nombres más —dijo ella, y continuo—: ¿podría saber con quién estoy hablando?

Al otro lado de la línea podía sentirse el susurro de la conciencia

lazarónica de alguien llamado Manolo, el cual sonrió de nuevo y dijo:

—Ya hablaremos de ello si aún no estás durmiendo esta noche —y con voz seductora agregó—: preferiblemente...desearía verte despierta.

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El mar noruego

Carolina Pineda González

Durante un largo viaje como piloto mi abuelo José Segundo Romero Morales encontró en un antiguo hotel un casete. El sonido hipnotizador que emitía la cinta transmitía la magia de un tiempo inmemorable, era el agua del mar noruego que chocaba con la tierra y entonces crujía. Antes de morir, mi abuelo José le regaló a su esposa, mi abuela Rosalvina Romero Torres, el casete. Después de la muerte de mi abuelo, ella se marchó a otro país.

Fue en la costa sur de Noruega, frente al océano Atlántico, donde mi abuela Rosalvina decidió subir los 604 metros de la roca Preikestolen. Fue la única mujer entre los turistas que desapareció. Hasta ese momento nadie había desaparecido o caído de la cima. Fue el último lugar donde la vieron. Un día el personal del hotel, una antigua mansión noruega, me llamó para reportarme la ausencia de mi abuela. Sin pensarlo, a los pocos días me subí a un avión y llegue a la península con la esperanza de encontrarla.

Sentado en su habitación sobre una robusta silla de madera y

vigilado por los animales disecados, escuché por primera vez el mar noruego. El sonido del casete disipó mi angustia, tuve la impresión de sentir por primera vez la calma, quedé embebido por el sonido; sin sentir sueño, mis ojos se hicieron pesados y se cerraron. Seguí escuchando, mis músculos no respondían. La alucinante melodía terminó. Traté de despertar pero todo era negro, no podía moverme. No sé cómo, pero desperté y sentí por un breve instante desconocerlo todo. Rebobiné el casete, el primer rumor del mar aquietó mi alma de nuevo.

Hice el recorrido hacia la cima Preokestolén. En la parte más baja del camino el guía y yo encontramos a la abuela Rosalvina. Se escondía sobre una piedra, con varias capas de ropa, soportando las bajas temperaturas. La hipotermia la consumía. La levantamos y la llevamos al hotel. No me reconoció, mi abuela parecía haber olvidado quién era, en dónde estaba, por qué había llegado ahí.

Para que se recuperara, tuvimos que quedarnos un mes en el hotel. En las noches sufría de insomnio, se levantaba gritando asustada sin saber en dónde estaba. Me senté con ella en sus estados de sosiego profundo, cuando se veía cansada y desorientada. Para consolarla repetimos una y otra vez las viejas grabaciones del mar noruego. El sonido del agua bajo el casco del barco, el hielo que crujía; el agua fría sobre la costa nos dejaba dormidos todas las noches.

...Bajo los fuertes y helados vientos llegué a media noche al hotel. Estaba cansado y sentía frío en los huesos. La luz de la

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habitación de la abuela ya estaba apagada, así que seguí hacia mi habitación para recoger el casete, le puse play mientras calentaba mis pies en la chimenea y me quedé dormido. Después de aquella vez la abuela me olvidó definitivamente; aun así, como un centinela, reproduje cada noche el casete para aplacar sus perturbaciones. Unas semanas más tarde, como el abuelo, ella dejó este mundo.

***

Regresé de Noruega con la extraña sensación de haber habitado un sueño. El casete fue el único recuerdo que tuve de mis abuelos. Al principio, este fue mi consuelo. En mi fin, escuchar el mar fue mi muerte… Nunca había estado tan solo. Me invadió un estado de perturbación desbordante. Llegaron las lluvias. Me aferré al casete en las noches. Me despertaba con el sol, me internaba en el estudio de la galería, atendía las llamadas, almorzaba, y los clientes me visitaban en la tarde.

En las noches me resultaba difícil dormir, pero bajo el sonido del mar noruego mi cuerpo se tumbaba sobre la cama y descansaba, aunque la tensión crecía sobre mi cabeza. Poco a poco comprendí que sufría una especie de adicción a su sonido y que necesitaba dejarlo. Aferrado a esta idea, pateé el casete, intenté olvidarlo. Y por fin, después de tanto tiempo, logré dormir toda la noche.

***

Hace unos días desperté en un lugar ajeno. ¿En dónde estaba? Había salido a la calle en calzoncillos, asustado... Me obligué a recuperar la calma y regresé. Reconocí la puerta de mi casa, entré a la habitación, estaba en desorden. Entonces, recordé a mi abuelo José y sus delirios, a la abuela Rosalvina gritando como loca por el hotel.

Ese día lo supe, tuve miedo. Me tumbé en la cama y pensé en cómo poco a poco mis clientes comenzarían a ser extraños, los recuerdos de mi niñez parecerían ajenos, los objetos se perderían, las personas me asustarían. Busqué con frenesí el único objeto que me alejaría de mi terrible destino y lo encontré debajo del armario. Oprimí Play en la vieja grabadora antes de dormirme; el sonido del mar volvió. Fui consciente de cómo todo comenzó a ser negro, me hundí en un profundo negro. No sentía ninguna parte de mi cuerpo. Me sacudí, intente abrir los ojos, respiré con fuerza y nada. Todo lo que había pensado hace un momento se confundía, se perdía. Todo fue inútil.

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Carolina Pineda González

Nació en Bogotá, el 9 de julio de 1995. Sus padres se divorciaron cuando tenía 9 años, desde entonces ha vivido con su mamá, sus hermanos y su abuela. Su amor por la lectura y la escritura surgió de aquel primer libro que su padre le regalo: El corazón de la tierra, de Juan Cobos Wilkins, del libro El perfume de Patrick Süskind que su tío Alfredo le obsequió, de su admiración por las enseñanzas de su tía Liliana y su esposo Mario y de los primeros intentos de escritura con su amiga de colegio Jessica. Desde entonces, escribir lo que descubría de sí misma y del mundo se convirtió en un hábito. Carolina estudió toda su vida en el colegio Santa Luisa pero cursó su último año en el colegio Stella Matutina. Se graduó en el año 2012. Actualmente, estudia Comunicación Social y Periodismo en la Universidad de La Sabana.

¡Frijoles quemados!Óscar Argüelles

Vigilante en su casa se encontraba un perro malhumorado, robusto y de pedigrí confuso pero muy querido por su amo, porque era de gran ferocidad a la hora de cuidar la propiedad. Por la paredilla del patio trasero veía pasearse muy campante a un gato deliberado y provocador, quien había pasado cuatro veces sin ningún objetivo claro, pues en la vivienda había muy poca comida y la que había está bien resguardada.

El perro en la tercera vez que pasó el felino callejero, mostro todos sus colmillos afilados y babeantes, como haciéndole una advertencia le ladró dos veces. Cada vez que pasaba se volvía más intrépido, hasta el punto que se bajó de un salto de la paredilla y volvió a subirla en otro, la ira del canino fue enorme: empezó a ladrar como poseído y daba brincos como si quisiera igualar las habilidades del ágil felino.

Mientras, un escuálido sujeto, ensimismado y meditabundo, llamado Alfonso Arregoces, fumaba un cigarrillo enfocando la vista en la escena de suspenso, esperando a ver cuál iba a ser el desenlace con estos dos animalitos.

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Todo parecía indicar que el enfrentamiento se daría pronto, en el cual parecía llevar la ventaja el basto can guardián de la casa. De repente un recuerdo lo atraviesa como un rayo y su mente lo transporta a los tiempos cuando estaba en el servicio militar y tenía que hacer guardia como centinela eran noches muy tediosas en la cual pensaba largas horas en el amor de su vida por ese entonces, Fabiola Ocampo Martínez, mujer bajita y menuda que también pensaba en él, cuándo estaba de parranda, ella se imaginaba hacer vida junto al soldado, había proyectos para irse a vivir juntos.

Cada vez que salía de permiso se iba a ver con su Fabiola y otras más, en su rostro se veía la alegría que le producía esta libertad momentánea, su corazón se aceleraba cada vez que se embarcaba en el bus que lo conducía a su pueblo, miraba el reloj constantemente, contaba el tiempo de recorrido, compraba dulces y artesanías para sus familiares.

En ese estado de introspección en que se encontraba sumergido en el pasado y ahogado en los recuerdos, no se dio cuenta que la riña entre el perro y el gato había comenzado: “Guau, guau”… “Miau miauuus…” tanto fue el ruido entre ladridos y maullidos que todos los vecinos se despertaron y se asomaron a ver qué pasaba.

Alfonso reaccionó cuando la vecina Tulia Juliao, famosa por ser la más chismosa del barrio le gritó; “¡Fooonchooo… está saliendo humo de tu cocina!”, de inmediato recordó que había dejado algo cocinando y fue a mirar pero ¡ya era muy tarde, todos los frijoles se habían quemado!, fue tanto su asombro que recordó haber visto una

señal y se hizo a la idea de que había visto un presagio de que algo semejante a esto ocurriría cuando leyó en el periódico por casualidad una frase de Gustave Flaubert que decía; “El futuro nos tortura y el pasado nos encadena. He ahí por qué se nos escapa el presente”.

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Nelson “La Metralleta” CantilloÓscar Argüelles

Hoy jugué y demostré tener todavía talento, anoté un gol y coloqué un pase gol, ganamos la canasta de cerveza Águila apostada para este partido, a pesar de las burlas de personas en la cancha del barrio quienes decían:

Nelson está oxidado.No le hace gol ni al Arcoíris.Esa metralleta no dispara.

Después de la respectiva celebración me fui a mi casa y me encerré a llorar en el cuarto, acordándome de mis épocas de gloria en las canchas de Barranquilla, cuando los titulares de las revistas deportivas publicaban:

Nelson “La Metralleta” Cantillo, la promesa del fútbol local.

“La Metralleta” Cantillo el “Coco” de los arqueros en el barrio Simón Bolívar de Barranquilla.

Aún conservo estos recortes de prensa de la revista “Bataca-zo Deportivo”.

Era la sensación del barrio, o por lo menos eso creía yo; a donde iba me seguían, me daban crédito en cualquier negocio, era el sex symbol de las chicas de la zona.

Este ambiente perjudicó mi carrera como futbolista, porque ya no quería entrenar, tomaba alcohol, consumía cocaína y marihuana, era fanático de las prostitutas y tenía sexo faltando media hora para un partido. En fin, no tuve constancia ni disciplina, pero en ese momento no pensaba eso, tenía la creencia de llegar a ser un futbolista de talla internacional.

Mi madre, Etelvina Caicedo De Cantillo, me lo decía a su manera:

Oye pelao e carajo, ya que no quisiste estudiar por lo menos ponle seriedad al fútbol pa ve si salimos de pobres algún día.

Por un oído entraban esas palabras y por el otro salían. Recuerdo una vez a un técnico del Junior de Barranquilla, bajándose de su camioneta en la puerta de mi casa, solamente para invitarme a una práctica del equipo. Acepté su invitación y fui al entrenamiento, hice tres goles ese día, uno de esos goles fue de chilena y quedé con el compromiso de ir a entrenar al día siguiente, pero ese día jamás llegó.

Después de la práctica de ese día, llegué al barrio con ínfulas de celebridad, con ganas de dar autógrafos, así que exageraba mis gestos y ademanes. Seguido a eso le conté a toda la gente de la cuadra cómo me había ido en el entrenamiento, repetía una y otra vez la

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historia y cada vez le añadía algo más para quedar mejor. La euforia de mis amigos de barriada los incitó a comprar tres canillonas de Ron Blanco, y al calor de las palabras se fue desapareciendo el licor y mi futuro en las canchas de Europa. La rebelion de las hicoteas

Óscar Argüelles

Fue horrible y bárbara la manera como se levantaron las hicoteas. De un momento a otro empezaron a sorprender a la gente en los caminos. Caían en pandillas sobre los caminantes de las ciénagas y los montes, los apaleaban, les puyaban las costillas y los amarraban, luego soltaban a los hombres. Se llevaban solamente a las mujeres. Como hormigas camineras, en una larga procesión de caparazones grises y verdes, trasportaban a las víctimas de la misma manera como se transporta un santo monte dentro. Y mientras los hombres, desesperados, iban al pueblo por ayuda y volvían armados, ellas tenían tiempo para irse, esconderse, y hasta para borrar el rastro.

Esto empezó a suceder todos los años por septiembre. Era curioso. Pero pronto se encontró una explicación: nueve meses después de enero, por septiembre, el número de mujeres preñadas es mayor. El hombre colombiano del Caribe siempre preña por los días de cosecha, por enero. Por ello, cuando las mujeres estaban al parir, las hicoteas atacaban.

Nunca nadie supo cómo lo hacían. Pero los hombres supusieron: las hicoteas se metían a los pantanos, a las ciénagas y a

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los montes con sus víctimas en procesión, con las piernas y las manos amarradas por detrás, las desmontaban, ensuciaban sus barrigas con esperma de vela caliente (para suavizar) y las rajaban con machetes afilados, extraían a las criaturas de los vientres, costuraban las heridas con espinas secas de limón y sin que las mujeres pudieran caminar, las soltaban. Tomaban las criaturas, las salaban, las adobaban, con toques de ajo y cebollín y por un largo rato las cocinaban vivas en una olla de agua hirviendo. Después venía el banquete.

Como no se alcanzaban a comer a todos los niños cocinados, los colgaban en racimos de las tiendas del mercado, y los vendían: secos, tostados, revejidos. Para algunas, así eran más sabrosos: con las entrañas duras, empedrecidas, aterronadas.

Por esto, sólo por esto, los hombres declararon la guerra a las hicoteas. Y es fácil ver si se viaja por las tierras de la Costa Caribe colombiana, que los hombres se han vengado: ahora puede usted comprar hicoteas en gajos ofrecidas por personas en la carretera y huevos de hicoteas colgados de las tiendas del mercado. Se venden en racimos, en collares y en hileras, y han sido sacados de igual manera, así: abriéndoles el vientre a las hicoteas, cocinándolos en ajo y cebollín. Y las heridas son cerradas de igual manera: costurándolas con espinas secas de limón.

No es que el hombre sea bárbaro, no. Las hicoteas empezaron.

La bolita ’e trapo

Óscar Argüelles

Sin importar la picadura inclemente del sol y su canícula o volarse la hora del almuerzo; ponerse zungo o como pebo, según los extra-ños dichos de lucha, y tiznarse la cara y los pies de polvo, como una especie de símbolo de batalla… sin que nada más importara en este mundo que la cancha y el esquivo y burlón gol que no llegaba.

O las apuestas, los mirones, los sapos, la mamadera de gallo de la tribuna improvisada que entre rechiflas cobraba a insultos los malogrados intentos de romper la malla rival.

Se dejaba el alma en cada cañonazo intentando hacer magia con los pies y la bolita… la bolita rodando entre las piedras y la calle destapada… allí donde se dejaba el mar de nuestras glándulas y en una que otra ocasión las uñas y las gotas de rojo escarlata del sacri-ficio.

Entre el pase preciso, la queja, los reclamos y el asomo des-fachatado de la trampa, el ofusque del espíritu encendido a toda

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marcha… se dejaban escuchar los “¡Pásala, pásala!” Y la bolita cada vez más deshilachada y magullada seguía rodando entre el sopor de junio…

Y un “¡Viva la 26C7!” que se prendía en medio de la gambeta, el tú-nel, la bicicleta, el taquito a los que le seguía un sagrado “¡Ole vaca!”, mientras con un golpe de corazón por fin se lograba inflar la malla artesanal y fluía el viejo mantra cantando desde el alma: “¡Goooool!”. Sin que importara mucho la tristeza de los que miraban desde el bor-dillo por paquetes o simple rosca, como el gordo vaca y pata dura de la cancha que nunca faltaba o que el crac de la manzana nunca lle-garía a la profesional porque le interesaron más las motos y el dinero fácil. La bolita se iba reduciendo con cada amague, con cada riflazo, con cada gambeta, al igual que nuestra niñez se nos escapaba entre las hebras que se desprendían de esa pequeña esfera, centro de nues-tro universo...

Con el suicidio diario de la tarde, la ceremonia llegaba a su fin con el grito celoso de las madres llamando a sus “cachorros” con su pregón crepuscular.

A esa hora arrancaba un capítulo más de los imperdibles; “Los Caballeros del Zodiaco” y el juego terminaba yéndose al carajo y en lo mejor.

Y yo, que no tenía televisor, me quedaba con las ganas de lo uno y de lo otro… pateando la bolita desde un rincón solitario que aún no he podido abandonar.

Óscar Saúl Argüelles Díaz [email protected]

Nació en Barranquilla, el 12 de octubre de 1985, abogado de la Universidad del Atlántico. Actualmente contratista del Instituto Distrital de Recreación y Deporte (IDRD) y Consejero local de arte, cultura y patrimonio de Teu-saquillo.

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El faroleroEdna Carolina Calderón Silva

Soy el farolero, asistente de la muerte, llevo cincuenta años en el purgatorio tratando de recordar cuál fue mi pecado para llegar a este mundo eremita, mientras vigilo las farolas. Mi trabajo es dar un golpe a la campana cuando alguna llama empieza a extinguirse para anunciar a la muerte que tiene trabajo. Camino por las filas de luces que nacen y mueren. Mientras yo… envejezco eternamente. Siempre acompañado de la misma pesadilla nocturna. Una risa y una silueta sin rostro que me agobia sin saber el por qué.

Los días sin trascendencia me sumergían en la monotonía de mi trabajo. Hasta que una luz centellante que opacaba al resto nació con gran estilo llamando mi atención. Agilicé mi paso gastado y rutinario ignorando las otras luces. La primera imagen deleitó mis ojos acostumbrados. Su luz tenía algo diferente, una intensidad que no veía en las demás cuando están a punto de morir. Y de repente un crujido en el pecho llevó mi atención a una parte de mi cuerpo que había pasado desapercibida.

Por alguna extraña razón no avisé a la muerte de ella. Un deseo infinito de acogerla y defenderla me volvió insensato y desobediente a mi amo. ¡Pero si la vieras diría que me está hablando! Sus movimientos obstinados parecen señas que intentan dar un mensaje que aún no logro percibir. Y de ser una llama cualquiera veo una criatura empezando a vivir.

Sigilosamente la llevé a mi morada para protegerla mientras descansaba. Pero aquel sueño que me atormentaba diariamente mostró el rostro de la mujer sonriente. Era Ema, mi amada Ema, a la que no pude salvar en aquella guerra nefasta en la que yo era el verdugo y ella una víctima de las circunstancias. Mi sueño era un repaso de mi vida pasada, esa que con tanto anhelo quería recordar y ahora solo quería desaparecer para siempre.

Recordé cuando en la vida humana fui un nazi participante en el holocausto, principal responsable de la tristemente célebre masacre de Babi Yar, asesinando judíos, comunistas, partisanos y gitanos entre otros; todos con etiquetas absurdas que me engañaban con falsas diferencias, escondiendo lo importante, que es la esencia universal que compartimos. Pero mi apreciación ya es demasiado barata estando aquí.

Y entre cuestionamientos y culpas, me doy cuenta que la llama que me despertó de este letargo es mi dulce Ema. Pero el destino nos cruza nuevamente en la agonía de su existencia. Ya halé el gatillo una vez para acabar con su vida y ahora debo tocar la

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campana. Sin embargo Su llama bailando de un lado a otro quiere consolarme. Pero es demasiado tarde.

No quiero llamar a la muerte, y tampoco la puedo dejar sufrir. Así que sujeto el fuego de mi farola y la paso a la de ella. Espero que mi cuerpo se desplome y valla al infierno para seguir con mi castigo. Y empiezo a sentir un extraño calor en mi cuerpo que no quema, da vida. Y un resplandor me lleva al mundo terrenal para ver a la pequeña Ema con las posibilidades que no tuvo en su vida pasada. Ya no soy su amado ni su verdugo, el destino me convirtió en su ángel guardián.

El odioAlejandro Sánchez

Era domingo. Ella se levantó por el lado izquierdo de la cama (su lugar) y con esmero apoyó primero su pierna diestra para levantarse. Él no creía en las supersticiones.

Al bajar la cisterna del baño, solo entonces, escuchó el primer grito. La puerta de la habitación tardaría pocos segundos en abrirse y los dos niños saltarían sobre la cama.

Bastaban seis horas de sueño para que ella se sintiera renovada. Él siempre estaba cansado. Su trabajo, pese a estar inscrito en un horario formal, requería supervisión permanente a través de cualquier medio electrónico.

El aroma del café le dio fuerzas para empezar el día. Mientras rellenaba la cuchara de azúcar y lo lanzaba a la taza, hizo una lista mental de los artículos a incluir en las compras.

Después del desayuno, ella desplegó sus esfuerzos para mantener el apartamento impecable, era su obsesión. Él comió lentamente disfrutando cada bocado, mientras la observaba

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levantarse de la mesa para lavar los trastos y encender el equipo de sonido.

Así era su día libre. Un cúmulo de momentos reproducidos indefinidamente. En un recibo que encontró pegado a la nevera, escribió la lista de productos para el hogar.

Ella no soportaba la quietud. Odiaba el silencio, necesitaba saberse escuchada y atendida en todo momento. Él lo ignoraba, pero entre semana, mientras sus hijos estaban estudiando, luego de varias horas al teléfono con sus amigas, abordaba a personas desconocidas en la calle para hablarles de cualquier cosa.

Una vez, uno de los niños la encontró sentada en el parque con un extraño, mientras que su hermano menor esperaba en la puerta del apartamento. Al verlo, ella se despidió de su acompañante y se fue con su hijo. Ése era su secreto y, desde ese día, el del niño también.

Por las noches, cuando él llegaba tarde del trabajo, la observaba dormir. Entraba a la habitación, apagaba la luz y se sentaba a escuchar su respiración. Alguna vez, mientras se desvestía, le oyó susurrar un “te odio”.

Esa mañana, mientras terminaba su café, él se fijó en sus hijos. En ninguno de los dos se veía a sí mismo; habían sido malcriados y era tarde para remediarlo. Odiaba el parecido que tenían con su mujer. Habían heredado su forma de ser, nunca lo

había pensado así, pero los despreciaba.

Mientras ella limpiaba cualquier cosa, él la observaba intentando atravesar su delantal. Trató de recordar cómo era desearla, no lo logró. Se preguntó si ella pensaba en el sexo. Alguna vez se soñó espiándola mientras hacía el amor con otro, luego se despertó empapado.

Dejó para la noche la revisión de los correos electrónicos del trabajo. Se acercó a su mujer procurando un contacto físico que no pudiera rehuir, ella se apartó, y sin dejar de limpiar el polvo, le dio más volumen al equipo de sonido.

Fue al supermercado solo. Seleccionó los productos de la lista, teniendo en cuenta su fecha de vencimiento y precio. La sección de ofertas daba un descuento de 35% en productos de aseo. Pagó con tarjeta de crédito a cinco cuotas.

Apagó el carro faltando una cuadra para llegar a su apartamento, encendió un cigarrillo y calló el radio. Una idea pasó por su cabeza: no volver. Inhaló varias veces seguidas el humo y luego marchó en reversa hasta la autopista.

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La urna*

Alejandro Sánchez

Abrí la botella y bebí sin mesura. De fondo escuchaba los golpes secos que provenían del interior a cada sorbo. Mi abdomen se contraía violentamente ante los espasmos continuos producto de mi exceso. La noche arrastró todos mis recuerdos y al otro día desperté con diez años más.

Por causa de mi trabajo tuve que visitar la casa de uno de los clientes del despacho. Era un tirano que había sido demandado por uno de sus empleados y el proceso se había extendido por años. La firma defendía sus intereses. Ciertamente el anciano me parecía repulsivo; además despreciaba su tacañería y arribismo.

Una mujer abrió la puerta del estudio donde nos encontrábamos y segundos después se disculpó por su equívoco. El instante se prolongó y su descuido persiguió mi memoria. El aire había cambiado, su presencia aniquiló la monotonía de la atmósfera.

Clavé mi mirada en ella; a través de su piel se podía ver la sangre fluir por su cuerpo. Quedé atorado en sus entrañas. Su rostro inmaculado se contrajo, luego me miró nerviosa y recogió

su cabello con avidez. Supe entonces que su aparición no había sido determinada por la casualidad. Todo en ella incitaba al vicio. De repente, una mancha negra cubrió la parte visible de su cuello, era yo.

Por desgracia, el viejo deshizo el encanto con un ademán que la expulsó del lugar. Cuando la reunión terminó intenté buscarla pero fue en vano. Era imposible no levantar sospechas. Necesitaba volver a verla al precio que fuera, como si mi existencia dependiera de ello.

Las noches siguientes fueron eternas. Me sentí miserable. Tuve escalofríos, fiebre y alucinaciones. Me descompensé, padecí de depresión y bebí como si no hubiera mañana. Yo no era yo. Ingerí varias pastillas y drogas diferentes sin saber su procedencia ni efecto; algo había cambiado en mi interior y se había apoderado de mi voluntad. Abandoné mi trabajo definitivamente, no volví a ver a nadie y desaparecí sin ninguna explicación.

El malestar continuaba implacable cercenando mi interior. Respiraba con dificultad y una tos enfurecida se hacía sangre. El constante dolor en mi pecho me obligaba a permanecer sedado, a lo que yo respondía con más licor para enfrentar el letargo. Comprendí que el tiempo se me estaba agotando.

Entonces fui testigo de la imagen que inspiró mi causa. Antes del atardecer, la luz del sol atravesaba una botella que aún contenía algo de whisky. La refracción reflejaba en los muros una estela de color amarillo y verde. El espectáculo duraba menos de una

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hora pero bastaba para soñar con la locura. Me embarqué entonces en lo que sería la obra más importante de mi vida: perpetuar la magia indefinidamente.

***

Corté mi barba, que ahora me rozaba el pecho, mis manos estaban lastimadas. El resultado de mi esfuerzo se materializaba: un refugio seguro ignorado por el tiempo. Ella habitaría su nueva morada, conmigo como su guardián.

No aguanté más y en medio del delirio fui hasta la mansión del viejo. No sé cuánto pasé esperando dentro del auto, podrían haber sido días, hasta que por fin la volví a ver. Abordaba una camioneta en compañía del anciano, el chofer los protegía de la lluvia con una sombrilla mientras abría la puerta.

Los seguí a una distancia prudencial mientras salían de la ciudad. Giraron por un camino de piedra saliéndose de la autopista principal varios kilómetros. Yo ardía en fiebre y empezaba a oscurecer. Cuando finalmente se detuvieron, bajé del automóvil y les salí al paso mientras ellos descendían de la camioneta. El piso estaba enlodado y la tormenta no permitía ver con claridad a más de unos pocos metros, por lo que solo podían notar mi silueta.

Me acerqué y llamé al viejo por su nombre, se sorprendió al verme y sin dejarlo reaccionar le encajé una bala en la cabeza. El

chofer, en un acto de legítima defensa, se esforzó por sacar algo de la guantera pero murió en el acto. Golpeé a la chica hasta que perdió el conocimiento. Nunca supe de dónde había salido el arma que tenía.

Después de conducir durante horas finalmente llegamos a nuestro destino en medio del bosque, ella todavía estaba inconsciente. Encendí la chimenea para recuperar el calor y luego la desvestí con delicadeza. Mi fiebre continuaba pero ya no sentía dolor. Cuando despertó, le hice beber bastante agua y le di un sedante para mantenerla tranquila; sonreía entre dormida.

La tuve entre mis brazos por un tiempo prudencial, no me hubiera permitido robarle un minuto más de su encanto. La levanté y con cuidado caminé hasta dentro de la urna. La dejé postrada sobre el suelo observándola en medio de su vulnerabilidad, como si en cualquier momento pudiera quebrarse en su esencia. Luego salí y cerré la puerta destruyendo el dispositivo electrónico para que no pudiera volver a abrirse.

La idea de compartirla con el mundo me asfixiaba, mi deber natural era poseerla. Su alma me pertenecía hasta su extinción definitiva. Desde ahora, nadie más podría ocupar sus pensamientos.

Desafortunadamente nunca pude escuchar su voz. Le sonreía mientras ella, desesperada, golpeaba las paredes transparentes de la urna. Se cansaba rápido y luego retomaba la andanada de cabezazos hasta sangrar. Yo me acercaba y deslizaba mi mano cerca de su rostro, ella impotente despreciaba mi consuelo.

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Prolongué su encierro hasta el final de mis días. Al verme agonizar, su angustia se transformó en desazón y sus ojos ya no albergaban ninguna esperanza. Me despedí con el suspiro sordo de la asfixia. Contemplarla fue mi perdición.

___________

*Carta encontrada por la unidad investigativa de la policía judicial. Fue hallada junto con dos cadáveres en avanzado estado de descomposición. Uno, encerrado en una especie de cárcel diseñada con material blindado que complicó y retrasó la recuperación del cuerpo.

Según la autopsia, existían indicios de auto-mutilación y hemorragias internas. Los forenses llegaron a la conclusión de que la causa de defunción fue inanición. Se sorprendieron al notar que las paredes de vidrio conservaban fragmentos de uñas y piel. Después del análisis sanguíneo se determinó que el otro cadáver falleció a causa de una “insuficiencia hepática”.

El descubrimiento también permitió esclarecer dos muertes que tenían en común un arma y un mismo autor material e intelectual (sus huellas dactilares fueron consideradas como evidencia irrefutable). Así las cosas, se determinó que una de las víctimas era el cónyuge de la mujer hallada en el encierro y el otro su chofer.

Posteriormente la nota fue publicada en varios de los periódicos nacionales con no pocas hipótesis (opiniones periodísticas sin fundamento en su mayoría) sobre el caso, provocando conmoción y asombro entre los ciudadanos.

Alejandro Sánchez, aspirante a escritor y guionista. Cinéfilo.

Índice

Presentación 5

Desaparición 9

De cómo actuar frente a un genio 12

Tatuaje 16

Conversación alarmante 19

Gilma 33

Catarsis 42

Messalina 47

Desayunar tranquilo 50

Cartas a Jeannot 57

Preludio 65

El pájaro y las plumas 69

El mar noruego 74

¡Fríjoles quemados! 79

Nelson “La Metralleta” Cantillo 82

La rebelión de las hicoteas 85

La bolita’e trapo 87

El farolero 90

El odio 93

La urna 96

Nota aclaratoria

Los talleres de literatura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño se apoyan en las aulas virtuales del Taller Virtual de Escritores (http://tallervirtualdeescritores.com), sin embargo, los cursos desarrollados por este grupo de trabajo de carácter privado son independientes y no necesariamente se rigen por la programación de la FUGA o las políticas públicas distritales.