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59 FUNDAMENTOS DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO FUERA DEL TIEMPO Zoe Leonard Tengo un amigo que vive en el río Yukon. Durante muchos años vivió allí con su mujer y sus dos hijos en un lugar perdido, a unos 150 kilómetros del pueblo más cercano. No había carretera. Sólo se podía llegar por el río. Construyeron una cabaña en el bosque, junto a un lago, y sus dos hijos se criaron allí. Vivían de la pesca, la caza y la horticultura. La cabaña no tenía ni electricidad ni insta- lación de agua y la mayoría de las cosas que tenían eran de fabricación propia. Utilizaban un escusado exterior y se calentaban con madera. Cuando los niños tenían más o menos siete y nueve años, respectivamente, viajaron por primera vez a Fairbanks. Se alojaron en casa de un amigo. Era la primera vez que veían una instalación de agua en una casa. Cuando el pequeño utilizó el baño por pri- mera vez, le pareció asqueroso. Le costaba creer que hubiese gente que cagase dentro de su propia casa. Me da la impresión de que la obsolescencia tiene menos que ver con el tiempo que con el contexto, con lo que tiene sentido en una determinada circunstan- cia. Nuestra forma de hacer las cosas, o de fabricarlas, refleja el rumbo general que está tomando nuestra sociedad. La nueva tecnología suele presentársenos como una mejora. Y el apogeo por las cosas viejas suele verse como retrógrado, Bajo Manhattan y Puente de Brooklyn sobre el Río East.

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59FUNDAMENTOS DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO

FUERA DEL TIEMPOZoe Leonard

Tengo un amigo que vive en el río Yukon. Durante muchos años vivió allí con

su mujer y sus dos hijos en un lugar perdido, a unos 150 kilómetros del pueblo

más cercano. No había carretera. Sólo se podía llegar por el río. Construyeron

una cabaña en el bosque, junto a un lago, y sus dos hijos se criaron allí. Vivían

de la pesca, la caza y la horticultura. La cabaña no tenía ni electricidad ni insta-

lación de agua y la mayoría de las cosas que tenían eran de fabricación propia.

Utilizaban un escusado exterior y se calentaban con madera. Cuando los niños

tenían más o menos siete y nueve años, respectivamente, viajaron por primera

vez a Fairbanks. Se alojaron en casa de un amigo. Era la primera vez que veían

una instalación de agua en una casa. Cuando el pequeño utilizó el baño por pri-

mera vez, le pareció asqueroso. Le costaba creer que hubiese gente que cagase

dentro de su propia casa.

Me da la impresión de que la obsolescencia tiene menos que ver con el tiempo

que con el contexto, con lo que tiene sentido en una determinada circunstan-

cia. Nuestra forma de hacer las cosas, o de fabricarlas, refleja el rumbo general

que está tomando nuestra sociedad. La nueva tecnología suele presentársenos

como una mejora. Y el apogeo por las cosas viejas suele verse como retrógrado, Bajo Manhattan y Puente de Brooklyn sobre el Río East.

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60 IV. TIEMPO CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO

nostálgico o sentimental. Pero el progreso implica siempre un intercambio;

ganar una cosa para perder otra. Me interesa explorar alguna de las cosas que

estamos perdiendo.

Hace más o menos tres años empecé a fotografiar los escaparates de mi barrio.

Me crié en Nueva York; viví de pequeña en Harlem y a partir de los 16 años, en

1977, en el Lower East Side. Durante mucho tiempo viví rodeada de una parti-

cular belleza que nunca percibí como tal. Las tiendas de frutos secos, las fábricas

de almohadas y Gu’s Pickies. La mezcolanza de idiomas, las tiendas de ultrama-

rinos con letreros escritos a mano y «productos tropicales», los chirriantes letre-

ros de metal de Orchard Street con pinturas desvaídas de trajes de caballero, las

tiendas de corsés, la intensa plasticidad de estas calles... Me encantaba. Pero me

resultaba tan familiar que ni siquiera se me ocurría la idea de que pudiese ser

bello, de que mereciese la pena fotografiarlo.

Hace unos años la tendencia de aburguesamiento paulatino se aceleró, y cuando

comenzó a propagarse por debajo de Houston Street, empezaron a cerrar tien-

das: la fábrica de almohadas y edredones, los almacenes de ultramarinos, la car-

nicería y la tienda de hules. Y abrieron tiendas nuevas: boutiques de ropa, una

tienda de antigüedades, una peluquería y montones de bares. En el momento en

que empezaron a desaparecer las tiendas antiguas me di cuenta de lo mucho que

significaban para mí, de que esta belleza estratificada, desgastada y extravagan-

te acentuaba mi propia vida. Que me sentía cómoda con ella. En el lugar donde

me crié, la confluencia de las calles Claremont y La Salle, había una tienda de

reparación de máquinas de escribir con una lavandería china en el sótano. En

la esquina había un establecimiento de vinos y licores donde al principio despa-

chaban en un mostrador y, más tarde, a través de una gruesa pared de plexiglás

con un cajón para intercambiar la mercancía y el dinero.

Me gustaba el mundo que conocí a través de mi barrio, lleno de pruebas ma-

teriales del pasado, de quién, de cuándo y de cómo. Me gustaba la mezcla de

idiomas. El español ganándole terreno al hebreo y Chinatown avanzando... Y

con otros tipos de idioma, una jerga urbana: los letreros de los escaparates. We

accept food stamps («aceptamos vales de comida»), aceptamos WIC. Las casas

de empeño y los establecimientos de cobro de cheques. Una tienda ofrece in-

migration, divorcios, traducciones. Las tiendas de novias de Clinton Street, los

restaurantes judíos, el viejo restaurante chino kosher de Essex Street. La ubi-

cuidad del vendedor de lotería; cuanto más pobre es el barrio, más vendedores

hay en la calle. Me gustaba la visibilidad que tenía todo. Me sentía ubicada en

medio de una corriente migratoria perpetuada durante generaciones, en medio

de la Historia. Y me encantaba el humor y la personalidad: Meats Meats Meats

fresh everyday, Serve yourself and save («Sírvase usted mismo y ahorre»), Fancy

Pharmacy («Farmacia Extravagante»), Hard to get items («Artículos difíciles de

encontrar»). Es difícil encontrar los artículos. Empecé a darme cuenta de que iba

a echar de menos todo eso. Así que empecé a hacerle fotos. Quería registrarlo

todo.

No sólo me movía el gusto por la rareza o la nostalgia. Había un sentimiento de

conexión con el resto del mundo: con el idioma y la economía, con la historia

y la lucha; con el inagotable catálogo de soluciones humanas al problema de la

supervivencia.185 West Street en Chambers.

327, 329 y 331 Washington Street, entre las calles Jay y Harrison.

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Unas semanas después de empezar a hacer estas fotos me fui de viaje a Francia

y después a España y Marruecos. Durante el viaje pensaba... ¿por qué el librillo

de cerillas de allí nos parece distinto a uno de aquí?, ¿por qué nos gustan tanto

esas cerillas extranjeras, esos sobrecitos de azúcar? Como souvenir, vale, para

recordar viajes, las vacaciones. Pero hay algo más. Cada detalle de un restau-

rante de un país extranjero nos cuenta toda una historia: la sal es gruesa y gris,

recogida a mano en una isla del norte, las velas desprenden una luz suave y se

consumen rápido, la miel está cristalizada. ¿Qué historia encierra un librillo

de cerillas? ¿Quién extrae el azufre? ¿De dónde proviene la madera o la cera

o el papel? ¿Quién imprime la solapa o quién ensambla las cajas? ¿Por qué en

algunos países la madera se astilla y el azufre se desprende? Para encender una

cerilla se gastan seis.

En eso, pensé. Si hiciese una foto de todos y cada uno de los productos que hay

sobre la faz de la tierra, de cada bien extraído, refinado o fabricado, de cada

artículo comprado y vendido, las fotos encerrarían la historia de quiénes somos,

de la clase de sociedad en la que nos hemos convertido. Las fotos lo revelarían

todo: las alianzas políticas y los acuerdos comerciales, los casos de esclavitud y

de patronos explotadores, los relatos de las plantaciones de caucho y de caña de

azúcar, de las plantaciones de café y tabaco y algodón —la historia interminable

de la evolución humana desde la economía de subsistencia hasta el capitalis-

mo—. Desde la caza y la recolección hasta Kmart y Target. Desde el aislamiento

al comercio, desde el imperialismo al colonialismo y a la globalización.

Me recuerdo a mí misma pensando que iba a ser un proyecto muy duro.

Fotografiar cada cosa de este mundo, la sal y el aceite y la madera y los diaman-

tes, el carbón y los ladrillos y la cal y las vigas de acero en I, las patatas y las

naranjas, el jabón y la ropa y los bolsos. Todo lo que extraemos o cultivamos o

recolectamos, todo lo que cogemos o empaquetamos o cosemos o ensamblamos.

Cuando regresé de ese viaje entendí la relación. Empecé a ver que el lenguaje

urbano que había intentado registrar y esta historia de mi propia ciudad ence-

rraban la clave de lo que me había propuesto registrar a escala global. Empecé a

ver Nueva York como una suerte de fulcro o centro por el que pasan todos esos

artículos, idiomas y dinero. Mi propio barrio está repleto de señales de este pro-

ceso de sustitución de la economía local por una economía global: los pequeños

negocios están perdiendo terreno ante el avance de las grandes empresas y las

multinacionales.

Cuanto más me detenía a mirar, más cuenta me daba de que a través de esos es-

caparates también estaba viendo el resto del mundo —la República Dominicana

y China y Polonia—. Tenía ante mí la huella de personas concretas, de su es-

critura, de su mano —en su gusto para poner los escaparates— y por otro lado

los acuerdos de comercio, las condiciones laborales, las realidades culturales y

económicas de otros lugares. Estamos conectados a través del café, el atún, el

azúcar y el tabaco.

Mis fotos exploran los vestigios de otras épocas, revelan otras formas de vivir:

las tiendas de reparación de máquinas de escribir, los albergues para vagabundo

de The Bowery, los letreros grabados a mano de Mandel Tobacco Co. en East

Twelfth Street, suckling pigs sold here («se venden cochinillos») en West 125th

Street. A dos pasos de McDonald’s, Starbucks y WalMart.

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Me acuerdo de lo entusiasmada que estaba cuando aprendí la palabra «anacro-

nismo». Me parecía asombroso que un objeto pudiese estar fuera de su propio

tiempo, que de hecho pudiese llevar consigo otra época. Por eso estas fotos

tratan del espacio y el tiempo. Son imágenes de aquí y ahora, pero también

imágenes de allí y entonces. Son una mirada a través del espacio y del tiempo.

Empecé a tener curiosidad por saber qué aspecto tenían los letreros de EE. UU. en

otros países: un toldo de Coca-Cola en Meknes, Marruecos; en la Habana, neumá-

ticos Bridgestone, cigarrillos Marlboro y películas Kodak (si es ilegal que los ciu-

dadanos estadounidenses gasten dinero allí, ¿cómo puede ser legal que lo ganen?)

En un mercado al aire libre en Jerusalén Este, una antigua pared de caliza repleta

de bolsos colgados con serigrafías de Bugs Bunny y Calvin Klein y una mesa en la

que se apilan zapatillas Nixe, Phila y Adidos, es decir, con logotipos falsos.

Paseando por la calle en Trinidad, Cuba, nos encontramos con una fila de cuatro

o cinco carretillas. Una de ellas está revestida con una ancha almohada rosa.

Sobre la almohada, reposa un enorme televisor.

¿Qué hace el televisor en la carretilla? Caigo en la cuenta de que estamos delante

de una tienda de reparación de televisores. Debe de ser el sistema de recogida y

entrega de televisores del establecimiento.

Hay algo que no encaja: que el lugar tenga televisores pero no furgón de reparto.

Trinidad tiene electricidad y carreteras, pero en la villa antigua la circulación

está restringida. En palabras textuales de la guía, «El hecho de haber sido decla-

rada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO le ha permitido... mantener

intacta su maravillosa arquitectura... las calles empedradas peatonales del centro

de Trinidad y su mezcla de mansiones coloniales destilan completitud». La men-

ción de la UNESCO protege la arquitectura de la época colonial pero también

garantiza la subsistencia de Trinidad a través del turismo. Y así es. Otro párra-

fo de la misma guía reza así: «Uno de los atractivos más turísticos de la isla...

Trinidad atrae muchos más turistas que otras ciudades más grandes de Cuba».

Así que puede que el televisor esté en la carretilla como consecuencia de la men-

ción como Patrimonio de la Humanidad o sencillamente, porque el propietario

no pueda permitirse tener un coche o una furgoneta. O porque es la forma más

rápida y fácil de moverse por una pequeña ciudad concurrida, del mismo modo

que ir en bici por Manhattan es más rápido que ir en coche. No me quedé en

Cuba el tiempo suficiente para averiguar las respuestas, pero sí alcancé a ver que

la pequeña historia de la carretilla encerraba otra historia más larga y compleja

que implicaba a Castro, a EE. UU. y a la antigua Unión Soviética. Las filosofías

y los sistemas económicos, los agentes empresariales y políticos lejanos... todos

ponen el televisor en la carretilla.

En la fotografía no se ve todo eso, aunque sí se intuyen algunas pistas. Sabes

que estás en el lugar en el que se reparan cosas. Y que las cosas se reparan en

lugares en los que es más barato llevarlas y que las arreglen que volver a com-

prarlas. Lugares en los que las cosas se han utilizado, reutilizado, adaptado y

finalmente, desmontando en piezas como metal, tornillos, cable y cristal a los

que, a su vez, se les arranca una nueva utilidad. Lugares en los que las personas

tienen tiempo y la mano de obra es barata. O lugares en los que el transporte

es caro y las fábricas y la mercancía están lejos. Por eso en Nueva York tiras el

televisor y en Trinidad lo reparas.

Vista sur sobre Cliff Street en su intersección con Beekman Street.

Vista oeste desde un tejado de Washington Street.

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Me interesan las tradiciones de archivo de Eugène Atget y Walker Evans. Ambos

tenían una gran intuición para rastrear las huellas de la intervención humana, y

sentían amor y respeto hacia las singulares voces de individuos anónimos. Cada

uno de ellos tenía su propia visión del tiempo en el que vivieron y comprendía

claramente el valor histórico de su trabajo.

Las fotografías de Atget constituyen un retrato de París, pero también docu-

mentan el paso del mundo artesano a la era de la producción mecánica. Creo

que él sabía que en ese periodo, durante ese fin de siglo, se estaba produciendo

un cambio irrevocable. Su archivo nos ofrece una visión de un mundo que en la

actualidad se nos presenta completamente transformado.

Estamos asistiendo a un momento histórico muy específico: el fin de la era

mecánica y el advenimiento de la era digital. Creo que se trata de un momento

único que es importante documentar y archivar.

He trabajado con una antigua Rolleiflex. Me gusta que la cámara sea un vestigio

de la era mecánica. Me gusta utilizar esta herramienta, mirar a un mundo nuevo

a través de una lente vieja.

También me interesa la tradición pictórica flamenca y holandesa de los bodego-

nes, la idea de que un grupo de objetos pueda ser un retrato o una alegoría, de

que pueda describirse a una persona a través de sus objetos, de que la acumula-

ción de esas posesiones revele su clase, su profesión, sus intereses, su formación,

sus creencias religiosas, su estado y su lugar en el mundo. Y de que los objetos

se puedan disponer de manera simbólica para hablar de la fragilidad de la vida,

de su carácter temporal.

Tanto en las fotografías de archivo como en las naturalezas muertas, los lugares

y los objetos se emplean para contar la historia de sus propietarios y sus habi-

tantes. Esta suerte de arqueología subyace en todo mi trabajo. Me interesa lo que

hacemos y la huella que dejamos. Quiero ver las pistas y las señales, los defectos

y la belleza. Sé que el mundo nunca volverá a tener este aspecto y quiero exami-

narlo de cerca, aproximarme a él.

En un mercado de Varsovia hay un montón de mantas repletas de objetos: des-

pertadores y radios viejas, crucifijos y revistas porno, muñecas y animales dise-

cados, gafas, martillos y ruedas. Sobre un pequeño trozo de plástico cuadrado

de color azul claro reposan dos pares de zapatos marrones. Uno con cordones y

el otro sin ellos, enseñando la huella de los pies del antiguo propietario dibujada

en las plantillas.

Es cierto que registramos nuestras culturas a través de los valiosos y deliberados

medios de la literatura y el arte, pero muchos relatos e historias están contados

de manera clara y sencilla por ollas y sartenes, mangos de hacha y sofás desven-

cijados, cuentas de cristal, antenas parabólicas y vasos de poliestireno.

Viví en el cruce de Stanto Street y Ludiow durante veintidós años. Era una anti-

gua casa de vecinos. Mi apartamento tenía cinco habitaciones y muchas puertas

comunicantes, y ventanas, ventanas sobre la puertas y respiraderos para «sacar»

luz y aire. Aproximadamente a la altura de los ojos, en el marco de cada puerta

se alzaba el contorno encostrado de una mezuzah. Las mezuzahs ya no estaban.

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64 IV. TIEMPO CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO

Hacía años que las había quitado y se las habían llevado a otras casas. Pero las

sucesivas capas de pintura habían dejado una impronta inconfundible en cada

puerta.

Es la historia de un piso de Nueva York. De un piso de alquiler protegido.

Cuando me marché de él, el propietario estaba planeando renovarlo por comple-

to. Hacer una mejora sustancial para poder subir el precio del alquiler y liberar

el piso. Quitaría la bañera de la cocina, echaría abajo las paredes y las puertas y

las reconstruiría. A la mañana siguiente de mudarme, volví y fotografié todos

los marcos.

Fotografías, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 2008.

Vista sur desde el 88 Golden Street.

Vista a través de la fachada trasera, 89 Beekman Street.

Fotografías de la serie La destrucción del Bajo Manhattan, Danny Lyon, 1967.