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FREUD SEGÚN CÉZANNE .

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FREUD SEGÚN CÉZANNE.

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La pintura y la ilusión.

Cuando se relaciona el psicoanálisis con el arte, se pueden aproximar ciertos

hechos que siempre se han recomendado por Freud. Antes de emprender una nueva

recensión hecha ya por otros (Kaufmann 1971, Kofman 1970, Lyotard 1969) en esta

eventualidad, es preferible proponer una problemática un poco distinta; en parte

remarcarla, al menos en apariencia. No se trata siempre de aplicar un cierto saber

psicoanalítico sobre una obra y formar un diagnóstico de ella o de su autor, al igual que

si uno tratara de construir uno a uno todos los lineamientos por los cuales ella está

relacionada con el deseo de quien escribe o pinta. Más aún: como si se situara en el

corazón de la actividad creadora un espacio emocional abierto por la marca original, de

responder a la petición de un sujeto (Kauffmann, 1967). Faltaría que la relación

epistemológica del psicoanálisis con la obra esté constituida por todos los casos

unilateralmente; lo primero sería el método que se aplica a lo segundo en tanto objeto.

Reintroduciríamos la dimensión de transferencia* en la concepción de la producción

artística, que no está restituida por el porte inventivo y crítico de la forma misma de la

obra (Ehrenzweig). La resistencia de los estetas, historiadores del arte, artistas a una

distribución de tales roles procede, sin duda, de aquello que es puesto en relación de un

objeto pasivo, una obra que ellos conocen (con diversos títulos) y el poder de producir

nuevos sentidos. Esto sería interesante invirtiendo la relación, examinando si esta

actividad inaugural y crítica no podía aplicarse al objeto “psicoanalítico” más que como

una obra. E interrogar, de cierta manera, descubriendo en el hueso de la concepción

freudiana del arte, una disparidad notoria de status entre las dos artes que forman sus

polos de referencia; la tragedia y la pintura. Si la fuerza de producir objetos no se realiza

solamente en el deseo – pero en las cuales se vuelve reflejo o inversión – la fuerza

libidinal crítica sea tácitamente acorde con la primera o sea reorientada a la segunda.

J. Starobinski (1967) ha mostrado, de cierta manera, las figuras trágicas de

Edipo y Hamlet, que son objetos privilegiados de la reflexión freudiana válidos y, sobre

todo, como operadores para la elaboración de su teoría. Si no hay un libro o artículo de

Freud sobre Edipo o, a fortiori, sobre Hamlet, es que las figuras de los hijos del rey

muerto juegan para el inconsciente – al menos, epistemológicamente – de Freud una

* Transfert en el original francés. Nuclear para la interpretación psicoanalítica, cfr. este concepto en Estudio preliminar de esta misma traducción (N. del T.)

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suerte de cibra o reja que, aplicado al discurso de análisis, va a permitirle entender

aquello que no dice, de reagrupar los fragmentos de sentidos disparados, esparcidos en

el material. La escena trágica es el lugar en el cual está relacionada la escena

psicoanalítica como fin de interpretación y de construcción. El arte es donde el

psicoanálisis pone sus medios de trabajo y de comprensión. Es claro que una relación tal

no sería posible y no cambiaría su ser si el arte, la tragedia, ofreciera ya no un análisis

sino una representación privilegiada de aquello que es la cuestión del análisis, el deseo

del sujeto en su relación con la castración (Green). Tal es, en efecto, el caso de la

tragedia griega o shakespeareana; y como tal en una obra plástica como el Moisés de

Miguel Ángel. Lacan hace un uso semejante de la novela de Edgar Allan Poe, “La carta

robada”, para construir su tesis del inconsciente análogo al lenguaje.

Si nos ubicamos en la pintura, se observa que ella ocupa, en el pensamiento de

Freud y en la teoría psicoanalítica en general, una posición muy distinta: las referencias

al objeto pictórico son muy numerosas en los escritos, desde el inicio hasta el fin de su

obra; un ensayo entero le es consagrado (Freud, 1910). Pero, sobre todo en la teoría del

sueño y del fantasma veríamos el mayor acceso a la teoría del deseo, construido como

una “estética” latente del objeto plástico. La intuición central de esta estética es que el

cuadro, al mismo tiempo que la escena onírica, representa un objeto, una situación

ausente, que abre un espacio escénico en el cual – a falta de las cosas mismas, sus

representantes – pueden ser dados a ver al menos, y que la capacidad de acoger y

hospedar los productos del deseo se completan. Como el sueño, el objeto pictórico está

pensado según la representación alucinatoria y de señuelo. Se toma este objeto con las

palabras que le describen y que van a servirle para comprender el sentido (esto es, para

Freud el disipar), convirtiendo toda imagen onírica o el fantasma histérico en discurso,

conduciendo la significación sobre su localidad natural, las de las palabras y la razón,

arrojando el velo de las representaciones, de coartadas, encontrando aquello que ella

oculta (Freud, 1895; 1900).

Esta asignación de la obra pictórica, en tanto muda y visible, reside en la región

del complejo imaginario del deseo, retornando al corazón del análisis freudiano como

función del arte. Freud distingue dos componentes en el placer estético: un placer

propiamente libidinal, que proviene del contenido mismo de la obra; por tanto, aquello

nos permite – por identificación con el personaje – cumplir nuestro deseo en

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cumplimiento de su destino. Pero, por decirlo así, previamente placer procurado por la

forma o la posición de la obra que se ofrece a nuestra percepción como un objeto real,

como una suerte de juguete, de objeto intermediario a partir del cual estamos

autorizados a conducir y pensar como aquello que es admitido y, con lo cual, el sujeto

no tendría que rendir cuentas. Esta función de desviación para relacionar la realidad y la

censura, Freud la intitula “primado de seducción” (Freud, 1908); en una situación

“estética” como lo es el sueño, una parte de la energía de contra-investidura* empleada

para rechazar la libido, es liberada y restituida (bajo la forma de energía libre) al

inconsciente, que produce las figuras del sueño o del arte: así, en ella, se rechaza todo

criterio realista que le permite a la energía descargarse de manera regresiva, sobre la

forma de escenas alucinatorias. La obra nos ofrece entonces un primado de seducción en

aquello que ella nos promete en su solo status artístico, elevando las barreras de la

represión (Freud, 1911). Se ve que el análisis del efecto estético tal, tiende a

identificarse como un efecto de narcosis. Lo esencial es la realización de la realidad

que es el fantasma. Desde el punto de vista propiamente formal, esta hipótesis tiene,

como contrapartida, dos actitudes: 1) ella conduce un privilegio del “sujeto” (el motivo)

en la pintura; la pantalla plástica será pensada conforme a la función representativa,

como un soporte transparente detrás del cual se desarrolla una escena inaccesible. Por

otra parte, 2) invita a buscar, escondida sobre el objeto representado (por ejemplo, el

grupo de la Virgen, su Madre y sus hijas; Freud, 1910) una forma – la silueta de un

buitre – suponiendo determinante la fantasmática de la pintura. En igual medida, se

puede eliminar del campo de aplicación del psicoanálisis toda pintura no representativa,

y el método de toda “lectura” de la obra que no se ajuste el primero y repare el

“discurso” del inconsciente de la pintura; serían, en efecto, figuras fantasmáticas. A

fortiori, falta reconocer tomando, con las solas categorías de esta estética, una obra

pictórica, o sería precisamente criticada por los medios plásticos la “posición estética”

donde Freud piensa que ella tendría un valor narcótico por la censura. Entonces, no es

excesivo pensar que todo aquello que importa en pintura a partir de Cézanne, favorece

largamente el adormecimiento de la conciencia y realizaría el deseo inconsciente del

artista, tendiente al contrario, a producir sobre el soporte suertes de análogos del

espacio inconsciente mismo, que no puede suscitar más que la inquietud o la revuelta.

* Contre-investissement, en el original. De acuerdo a fuentes como el reconocido Diccionario de Psicoanálisis de Laplanche y Pontalis, debería entenderse esta expresión como una “contra-carga” o, traducido aquí “contra-investidura” (investissement, traducción francesa del término alemán Besetzung. N. del T.)

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Y, ¿cómo falta contar en esta misma perspectiva, tentativas realizadas en todas partes

hoy en día por los pintores, pero también por los hombres de teatro o por los músicos,

para hacer salir la obra de su neutralidad (el edificio cultural: museo, teatro, sala de

concierto, conservatorio) o de la institución que la relega? ¿Aquello que ellos no ven, la

destrucción, sobre la obra y sobre su posición, este privilegio de irrealidad que, según

Freud, le conferiría el poder de seducción? Es claro que hoy en día la situación de la

obra no parece en nada satisfacer estas condiciones exigidas por la estética implícita de

Freud: la obra des-realiza la realidad, tanto que ella no se ve como realización, en el

espacio imaginario, de las realidades del fantasma.

Se podría indicar, en algunas notas, el sentimiento que suma todo; si los análisis

de Freud en materia de arte plástico parecieran inaplicables hoy, es porque la pintura

está deviniendo profundamente diferente: ante todo, diríamos que, al inaugurarse la

revolución psicoanalítica, ella no tiene por misión anticipar la revolución pictórica. En

este olvido de aquello último ha incidido bajo sus ojos, y entre los primeros escritos

(1895) y los siguientes (1938), durante un pequeño margen de siglo, la pintura no sólo

ha cambiado de sujeto – en forma de problema – porque el espacio pictórico “puesto”

por los individuos del Quatrocentto se encuentra en ruinas, y con ello el puesto de la

pintura sería el centro de la concepción freudiana, faltando la función de representación.

Que Freud no haya visto por sus ojos esta transferencia crítica de la actividad pictórica,

este verdadero desplazamiento del deseo de la pintura, no se ha tenido en cuenta más

que una posición exclusiva de este deseo, la escenografía italiana del siglo XV; no nos

puede asombrar que el trabajo crítico comenzado por Cézanne, continuado o repetido en

todo sentido por Delanay y Klee, por los cubistas, por Málevith y Kandinsky, verificaría

que no habría más que producir una ilusión fantasmagórica de profundizar sobre la

pantalla tratada como vidrio pero que, al contrario, hace ver las propiedades plásticas

(líneas, puntos, superficies, valores, colores), donde la representación no se agota por

sus efectos; no tendría más que cumplir el deseo de ilusionar, pero descubriendo

metódicamente, exhibiendo su maquinaria. Ignorancia tanto más sorprendente, dice

Freud, de esta inversión de la función pictórica, teniendo en consideración parental el

retorno a la función del conciente para el mismo análisis freudiano; uno y otro se

inscriben como efecto de superficie de un vasto trastorno subterráneo que portaría (o

porta aún), atento a la cama de apoyo del edificio social y cultural occidental. Pues esto,

en cuestión, a partir de los años 1880, a través de las sacudidas escalonadas según la

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naturaleza del campo interesado, es la posición misma del deseo del Occidente

moderno; es la manera en que los objetos, palabras, imágenes, bienes, pensamientos,

trabajos, mujeres y hombres, nacimientos y muertes, enfermedades, guerras, entren en

circulación en la sociedad y en sus cambios. Si falta situar esta transposición del deseo

anónimo que sostiene la institución en general y la vuelve aceptable, se diría grosso

modo que antes este deseo se cumpliría en un régimen de cambios que imponen al

objeto un valor simbólico, tanto como el inconsciente del neurótico produce y pone en

relación de representantes del objeto rechazado según una organización simbólica de

origen edípico; tanto que, a partir de la mutación en nuestras palabras (y donde el efecto

es estudiado por Marx sobre el campo económico), la producción y la circulación de los

objetos cesan de estar regulados por referencia a valores simbólicos y, de ser imputados

a un Donante misterioso, pero obediente a la sola “lógica” interna como sistema, un

poco como las formaciones de la esquizofrenia, pareciendo escapar a la regularización

que la neurosis debe a la estructura edípica, y no obedecer más que a nada, a la

efervescencia “libre” de la energía psíquica. Es una hipótesis admisible que el evento-

Freud procede de tal mutación en el orden de la representación discursiva y que, en la

representación plástica y, particularmente pictórica, es análogo al evento-Cézanne. Falta

comprender los motivos o las modalidades de esta ignorancia del segundo por el

primero; y, condición que sigue, mostrar en cuál obra de Cézanne certifica la presencia

de un desplazamiento tal en la posición del deseo – como el deseo de pintar – y, por

consecuencia, en la función misma de la pintura. Examinemos un poco sobre este

ángulo el recorrido que traza esta obra y los elementos en los cuales se inscribe.

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La pintura y lo improbable.

Desde la monumental recensión hecha por Venturi sobre la obra de Cézanne,

se acostumbra a designar en ella cuatro períodos: sombra, impresionismo, constructivo

y sintético. Liliane Brion-Gerry, por su cuenta, la acoge, aunque dos veces la dramatiza.

De acuerdo a ello, muestra como motivo cierta odisea plástica, que no es otra cosa que

la búsqueda de una solución a un problema igualmente plástico: la unificación del

contenido espacial, el objeto representado, y su contenedor, la envoltura atmosférica. En

segundo lugar, sugiere que este deseo de unidad plástica, completados en estas cuatro

maneras señaladas reproduce o, al menos, reactiva las principales concepciones del

espacio aparecidas en la historia de la pintura: espacio móvil con mayores puntos de

fuga, comparables a la pintura antigua en su primer período (1860-1872); en el segundo

(1872-78), el impresionista, espacio de tipo itálico-helénico o los planos luminosos que

no provienen sino integrados en un sistema coherente; espacio más construido, mas

“cerrado” que del tercer período (1878-92), que sugiere una aproximación con algunos

“primitivos” romanos; y, finalmente, en el último período, de 1892 a su muerte, 1906,

redescubre el sino de la perspectiva clásica del Quattrocento, al menos de una expresión

análoga al Barroco o, más aún, de los acuarelistas del extremo oriente.

Así, la obra de Cézanne, en su desarrollo, condensaría toda la historia de la

pintura o, al menos, la historia de la perspectiva. Aún más: la historia del espacio

pictórico. Habría que hacer notar dos cosas; primero, si tal es el caso, se debe a una

incapacidad originaria, a una falta que no cesa de reiterarse, etapa por etapa, la

investigación plástica: la incapacidad según Cézanne de ver, de cumplir el objeto

representado y de su lugar según la perspectiva “clásica”, es decir, según la óptica

geométrica y las técnicas puestas en los cuadros establecidos por los “perspectivistas”

entre los siglos XV y XVII. Esta incapacidad aclara ya un primer enigma: porqué

Cézanne no pudo ser impresionista. Como lo muestra P. Francastel, la iluminación

impresionista quiere descomponer el objeto sustituyendo el tono aéreo en un tono local,

el espacio o, podemos decir que flota el objeto faltando al principio del Quattrocento, es

decir, en tanto representación. Cuando se confronta tal paisaje en Cézanne con los de

Pisarro (Brion-Guerry, Dorival), se siente en el primero un trabajo de la incertidumbre,

aquello que Merleau-Ponty denomina como la duda de Cézanne (1948). Aún, en esta

época – la segunda, de acuerdo con la nomenclatura de Venturi -, el pintor responde a la

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cuestión ¿a cuál ley unitaria obedece la producción del objeto pictórico?, pareciendo

vacilar y manteniendo en suspenso su respuesta. De hecho el cuadro responde: no hay

tal ley unitaria; la cuestión de la unidad de lo sensible hace falta abrirla o dicha unidad

está ausente.

En segundo lugar, falta señalar que esta carencia contiene, bajo su poder, toda

la crítica de la representación. Si no es satisfecha por la unificación del lugar que otorga

la escritura perspectivista, ello puede ser conducido a la búsqueda de procedimientos

como la puesta en plano del espacio “primitivo” (tercer período) o, al contrario (cuarto),

la supresión de toda neurosis o de todo perfil designado, y en el libre juego de aquello

que Cézanne denominada sus “sensaciones colorantes”; todo se opone como si fuera un

inicio. Estos procedimientos son comunes al pegarlos entre sí y hacen eclipsar la

opacidad de soportes en la ilusión del vidrio transparente como lo hacía la técnica

perspectivista; ellos revelarían y abren el cuadro como un objeto que no tiene su

principio fuera de sí (en lo representado), pero en sí, en el arreglo con sus colores. Hay,

en esta modesta diferencia técnica, una verdadera técnica, una verdadera mutación del

conjunto con el objeto en general. Una verdadera mutación del deseo.

Esta mutación no se conquista, pero otorga un sufrimiento más. El periplo

pictórico de Cézanne se coloca en el elemento original de una incertidumbre, de una

suspicacia por agrupar aquello que está presente como “ley natural” en las escuelas de

pintura – así como el periplo de Freud supone el rechazo inicial del principio de

unificación de los fenómenos psíquicos por el consciente, y la hipótesis de un principio

de dispersión (sexualidad, procesos primarios, pulsión de muerte) insuprimible. En un

caso como en otro, la suspicacia, la carencia está dada de golpe, y no cesa de sostener el

trabajo de displacer – plástico o teórico – que aquí se realiza. Cézanne diría que es vano

buscar en el fracaso de tal fórmula plástica la razón (dialéctica) de la siguiente

invención. Todas las fórmulas son fracasos y sucesos; ellas no se suceden en la historia

de la superficie, sino que son contemporáneas unas de otras en el subsuelo o dicho así:

el deseo de Cézanne engendra, inmóvil, las figuras disjuntas, los espacios divididos, los

puntos de vista contrarios.

No sería difícil mostrar en un análisis seriado de obras puestas en los cuatro

períodos, combinando el principio de dispersión y esta actividad constante.

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Contentémonos con remarcar algunas naturalezas muertas. En el Péndulo negro (1869-

71, catálogo Venturi), la incertidumbre a escala da a la presencia del hielo la

coexistencia de dos puntos de fuga, comandando dos sistemas perspectivos lineales

simultáneos, incompatibles según las reglas de la academia; en fin, el uso del régimen

de valores por contrastes violentos (negro/blanco) que hace caer el fondo oscuro hacia

delante, y el primer plano se eriza de líneas activas como para defenderse. Estas tres

propiedades, así como sus combinaciones, abren un espacio oscilante, un espacio de

no – localidad que se recubre, obtenido por otros medios, en el Vaso de flores del

Louvre que aparece en la época llamada impresionista (1873; 75 Venturi, 183); en esta

segunda obra, otras acciones deformadoras se manifiestan, como aquella del borde del

cuadro o del hombre inclinado, o aún, la disimetría de los flancos de un vaso, la

incertidumbre de su resultado, sobre todo en una parte de la desintetización de las

superficies que provocan no solamente la usurpación (propiamente impresionista) de

tonos locales, sino también los trazos ostentativos, realizados por un toque brutal y, por

otra parte, como un prejuicio de defocalización que hace que la imagen pintada sea

análoga a la imagen virtual que formaría una mirada miope a partir de flores reales.

Todas estas operaciones – y otras más, encontradas en el fondo -, conducen a dispar

toda ilusión representativa; la búsqueda se orienta, entonces, en aquello que podría

denominarse como una economía del sistema psíquico, es decir, una organización no de

representantes o significantes responsables de una semiología, pero sí de cantidades de

energía, de un origen pulsional diría Freud o, diría Cézanne, de caracteres plásticos

(líneas, valores, y las energías cromáticas enseñadas por Pisarro), que inducen al

espectador de circulaciones, no de significaciones y, menos aún, de informaciones, sino

de afectos.

Si se toma alguna naturaleza muerta para presentar un frutero – p.e., el de

1879-1882, catálogo Venturi -, notarán aún estas deformaciones como efectos

estrictamente plásticos; se ve impuesto el célebre toque estricto, cortado, obligado,

“escrito” que, al intervenir en el cuadro, pierde la visión del objeto y se reenvía a su

propia actividad sintética; notarán cantidades de paradojas en el uso de los valores, y en

donde el resultado es el aplastamiento de lo “representado” sobre el soporte

bidimensional. Es verdad que esta obra, que aparece en el período llamado

“constructivo”, este aplastamiento tal va de la par con una organización rigurosa de la

superficie que hace de juego flotante, si bien la deslocalización del conjunto en el

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espacio clásico está compensada por una sobrelocalización de un espacio aún abstracto

(palabras de L. Brion-Guerry). Pero, en el último período, nuevamente el principio de

dispersión destierra la fijación del constructivismo y se observa, por ejemplo, sobre la

naturaleza muerta, un jarro, peras y naranjas del Louvre (1895-1900; Venturi, 732) otra

instalación de los perfiles que relacionan a estos dos primeros períodos, y la tendencia a

eliminar la oposición de los planos por sus deformaciones – como en el período

precedente – y una organización del color (así, domina el rojo con la polarización entre

violeta / azul y naranja / amarillo) que, como en los paisajes de este período, sugieren el

espacio exclusivamente como medio de flujo de éxtasis cromático, como exclusión de

líneas y de valores.

No hay nada que negar o que sea o que haya pasado a cualquier cosa, entre las

primeras obras y las últimas; hay que recusar una lectura mucho más pedagógica que, al

poner el acento sobre la articulación dialéctica de los períodos en la diacronía de la

superficie, hace en la sombra el principio subterráneo de derepresentación que opera

permanente, aproximándose al objeto por Cézanne. Merleau-Ponty (1948; 1964) tiene

razón en hacer de este principio el núcleo de la obra completa; pero su análisis falta

tributar a una filosofía de la percepción, que le daría a ver en el desorden cézanneano el

descubrimiento del verdadero orden de lo sensible, y levantaría velas frente al

racionalismo cartesiano y galileano que ha echado tierra sobre el mundo de la

experiencia. No tenemos razón alguna para creer que la curvatura del espacio

cézanneano, su intrínseco desequilibrio, la pasión que el pintor probaría por la

organización barroca del lugar plástico, por los venecianos, por El Greco, la aversión de

Gaugin y de Van Gogh al mismo tiempo que de Ingres; su deseo constantemente

expresado en las entrevistas y la correspondencia, en aquello “que retorna”, el mismo

deseo y la misma búsqueda; cuando observa y entiende por sí que la curvatura no es

exclusivamente del orden de lo geométrico (“tratar la naturaleza por el cilindro, la

esfera, el cono”), como exclusión de los cubos y de todos los poliedros sobre la

superficie plana (aquello que no se distingue cuando uno pretende hacer de esta fórmula

el programa anticipado del cubismo). No tenemos ninguna razón de creer que esta

pasión por la esferidad sea más ejemplar para marcar el deseo y, más propiamente aún,

restituir la fenomenidad de lo sensible en persona, como no sería la pasión de Uccello

por la perspectiva, de Leonardo por el modelo o de Klee por la posibilidad plástica. Si

una aproximación psicoanalítica de la obra puede tener una virtud, si es cierto que

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aquello que nos convence es la “realidad”, la “naturaleza”, el “motivo”, entonces al

igual que la pintura, está convencida que toda tarea es de imitar, ella no es más que un

objeto fuera de alcance (un cuadro, sobre todo “el cuadro de la naturaleza”, escribe

Cézanne); aquella actividad del pintor viene a sustituir el objeto que haría de su deseo lo

retratado.

Retratado, si no la obra no sería más que un síntoma y no podría tener ninguna

apuesta crítica. Aquello que retrata, que motiva el recorrido de Cézanne en el elemento

de su incertidumbre formal. Si el psicoanálisis falla de realizarse en su obra, es

necesario tener que rendir cuentas de la carencia con nuestras palabras y, aunque la

propensión a la curvatura es correlativa, faltaría reunir aún, en la historia de la vida del

pintor, todos los trazos que forman su cuadro psíquico, su “destinación”; el padre,

apasionado por el éxito social, pone su empeño en tratar de instalarse como contador

para tener las cuentas del hogar y reembolsar con las economías, teniendo las riendas de

los bolsillos de su hijo hasta casi su propia muerte. Paul, hijo natural, es reconocido

como hijo legítimo por el matrimonio ulterior de su padre con su madre; viven todos

juntos en Hortense, donde hay tres hijos y, años más tarde, en 1872, aunque esconda su

amenaza sobre su padre, ya en 1886 (el pintor tiene entonces 47 años), para poder

conservar –o, al menos, asegurar – el beneficio de una pensión que recibe y que le

permite consagrarse a la pintura; el proyecto secreto de testamento a favor de su madre

fomentado y realizado en 1883; el episodio en 1885 de una unión, si bien escondida,

que no se sabe nada y que es anunciada en un adverso de un estudio de crayón y en

algunas cartas al amigo Zola, encargado de hacer oficial un documento postal; Zola,

como Cézanne, rompe en 1886 en el mismo mes que se casa (en presencia de sus

parientes) después que el padre ha muerto; la vida del pintor siempre se aparta de su

mujer y de sus hijos, y de manera menos evidente y más interesante, sin duda; la pasión

de un hombre joven por los versos latinos y el alejandrino, un poema de juventud

contando “una terrible historia” o “la mujer en mis brazos, la mujer tenida de rosa /

dispara al cuerpo y se metamorfosea / en un rostro cadavérico de contornos angulosos”,

la reiteración en las conversaciones y en sus cartas, hasta el fin, del tema “no me coloco

por encima de nada”; el motivo de sus manzanas (Schapiro, 1968); la belicosa

inmovilidad; la reserva impaciente, los silencios que hacen apestar a Zola, los traslados

incesantes, el juego de “uno y dos” entre París y Aix…

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Toda esta conjunción no sería suficiente para tomar la obra en su doble

dimensión: de carencia o desprendimiento originario, y el trabajo continuamente

desplazado de sus figuras y procedimientos plásticos. Se podría centrar a partir de este

material realizado en vida, aventurándose a establecer ciertas correlaciones. Así, delante

de las obras del primer período con sus sujetos (de género), a fuerza de ser eróticos o

sádicos, con sus puestas en escena teatrales (cortinas, espectadores, telas botadas por los

sirvientes, descubriendo desnudos femeninos), pero también la agresividad unilateral

del toque que se inscribe sobre el soporte como penetrándolo, con la perturbación de la

perspectiva según mucho puntos de vista simultáneos, que hacen de la escena un no-

lugar imaginario y, sobre todo, con esta “factura fileteada”, cargada de alquitranes,

operación sin cromatismo en el negro/blanco, que sumerge a las obras en un alumbrado

de insomnio, donde se da a pensar que la pintura reemplaza una función propiamente

fantasmática – y que dice el joven Cézanne – es lo que se completa en un acto de

representar; es el deseo de ver la mujer (el objeto) que es rehusado (¿por el padre?). No

es muy aventurado y menos vano que se mostrara a Pisarro “deviniendo padre” para

Cézanne (“un hombre consulta, y de cualquier cosa como el bueno Dios”): es,

seguramente, que la palabra rehusada por el banquero a sus hijos por lo que, a partir de

1872, ha terminado con la pintura impresionista, y que la vuelta del color sobre la paleta

de Cézanne coincide como Klee o Van Gogh, con una suerte de redención (el término

es de un Diario de Klee) de la virilidad nocturna, ciega, del período precedente; por una

pasividad capaz de acudir a su otro, la luz. Al mismo tiempo, las escenas del género se

encuentran menos denominadas, el tema de los albornoces toma su arranque, atestando

en su voyerismo hacia la silla femenina; el acto de pintar disipa los cuerpos, tanto

hombre como mujer, en los volúmenes atmosféricos. Un verdadero reenvío hace

conmutar los roles; el objeto cesa de ser puramente libidinal, neutralizándose; de la

importancia que se creía en las naturalezas muertas hacia el espacio cargado de energía

desexualizada, cromática.

En cuanto al tercer período, llamado constructivo o abstracto, su “razón”

libidinal ofrecerá más resistencias al análisis; por si ustedes no lo saben, en plena mitad,

en el curso de los años 82-87, se acumulan en la vida de Cézanne los síntomas de una

profunda ruina; el testamento, la unión prolongadamente secreta, la ruptura con Zola, el

matrimonio y la muerte del padre. En la obra puede hacerse sentir lo pesado de la

angustia de atar, de construir, que justamente va a tornar el objeto y el espacio por el

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cual ellos se pretenden a la “lógica” en la cual Cézanne busca por entonces retener y

encerrar. Aquello que ama “en sus vueltas”, pinta los paisajes como “los jugadores de

cartas”, o el espacio se aplasta y bloquea la circulación de los flujos cromáticos. Mas

que un sistema mas ligado, le importa la movilidad, las paralelas, el horizonte sobre

perpendiculares que el horizonte mismo; en fin, según las mismas palabras de Cézanne,

el punto de vista del Padre eterno y omnipotente Dios sobre las criaturas humanas. No

faltaría aclarar un desplazamiento, si es contrario a la pendiente sobre el barroco y la

búsqueda de la curvatura, y confrontar estos efectos de conmoción perceptibles en su

vida, para hacer la hipótesis – ciertamente peligrosa -: ¿hay una suerte de regresión en el

juego pulsional, provocado por la influencia de los sistemas sociales y plásticos de

defensa, que conducen a Cézanne a ocuparse de su familia y, metafóricamente en su

pintura, del lugar del padre?

En fin, aquello que está dado en su período final, con sus altibajos, sería el

desentierro de la entrada constructiva, la relación de los volúmenes, el juego hecho en

los objetos e igual, entre los trazos como en Santa Victoria, en los Bodegones de

Londres o en las acuarelas. La compulsión de la empresa realizada, su construcción

viene más flotante, el espacio se diluye, el dibujo constantemente explota; el cuadro

mismo viene como objeto libidinal, puro color, “feminidad” pura, sustancia soluble al

mismo tiempo que opaca. Que Cézanne realice, a su manera, “su” cosa, ello no hay que

entenderlo o asegurarlo, como si pusiera el problema de sus “puntos de contacto” entre

los tonos, como si intentara recurrir al uso del negro para circunscribir sus contornos. Y

si tomamos la vida en sí, habría que señalar la hipótesis de una correlación, la tensión

extrema que dura entre los años 1890, dando lugar a 1903 como el signo de una

detención: su posición de maestro se afirma alrededor de un círculo de jóvenes

discípulos (E. Bernard, Larguier, Camoin) o de principiantes como A. Vollard; se

compara a sí mismo como “el gran maestro de los Hebreos”, “entreviendo la Tierra

Prometida”, le escribe a J. Gasquet: “Puedo ser yo mismo y otro también. Entiendo la

pintura de vuestra generación más que la mía”, ocupando abiertamente su posición

paternal, envejeciendo de placer, haciéndose ya el muerto a los 65 años, suscitando sus

transferencias como pretexto de su impotencia: “Ustedes no ven, entonces, aquel triste

estado al que me veo reducido. El amo que soy, ese hombre no existe…” Pero, como en

el período constructivo, esto no es más como el objeto – femenino perdido y

reconstituido por la lógica o, en el período sombrío, una puesta en escena; es, al

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contrario, como presente, el objeto-mujer, el color, la carne del mundo recibido y

rendido (“realizado”, diría Cézanne) sobre la forma del cuadro, como cuerpos, en su

evanescencia, en su fluidez. Cuerpos vivos, pero afectados de dispersión, unidos

siempre y diferidos; cuerpos eróticos por excelencia. Habría una secreta implicación

libidinal entre la posición del viejo maestro y la capacidad de restituir, sobre la tela, la

incapacidad de siempre (la impotencia de ligar) – Cézanne “salva” esta relación, al

escribirle a Camoin en 1903: “No busco nada en el Arte”; y, a sus hijos, ocho días antes

de morir: “Las sensaciones serían el fondo de mi quehacer, creo ser impenetrable” (15

de octubre de 1906).

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Una estética “económica” libidinal.

Entonces, uno podría divertirse produciendo estas correlaciones entre la obra y

la vida, pero todas terminan por encallar, al menos, por dos razones: la primera es que

un “psicoanálisis” tal es imposible en ausencia del sujeto (el pintor); la segunda, que

ella tropieza – al igual si estuviera vivo – con el enigma de una impotencia explosiva, de

la capacidad de soportar los desprendimientos, la pasividad de recibir sin ordenar, de

“disponer la vida, preparando el cuadro con aquellas fuerzas creativas para darse libre

curso” (J. Field). Esta vida es la posibilidad para los flujos de energía, de circular en la

apariencia psíquica, sin encontrar sistemas fuertemente establecidos – aquello que Freud

denomina como sistemas ligados – los cuales no pueden esparcir la energía más que

canalizándola en sus formas intercambiables, sean ellas “racionales” o imaginarias. La

inmovilidad de Cézanne delante del modelo es la puesta en suspenso de la acción de

formas ya conocidas o de fantasmas ya experienciados. La obra, en su totalidad, podría

ser considerada como un análogo energético del aparato psíquico: el objeto pictórico

puede verse bloqueado en las figuras formales inmutables, en tanto que prevalezca un

racionalismo o realismo (como la perspectiva del Quattrocento), en tanto expresión de

las formas del alma.

Esto viene a decir que la energía de las líneas, valores, colores se tornan

ligados en un código y en una sintaxis – de cierta escuela o de un inconsciente – y que

no puede circular más que sobre el soporte en conformidad con cierta matriz. Es porque

los cuadros de Gauguin o de Van Gogh ofrecen a los ojos de Cézanne el ejemplo de un

bloqueo tal, de “engarzar mis cosas”, por las formas inconscientes crispadas, que no se

entienden más que hablándolas.

Una hipótesis tal que, si se desarrollara, conduciría a esquematizar una

“estética económica”, en el sentido como Freud habla de una economía libidinal (que

trata la teoría de las pulsiones y los afectos). Ella se delibera, sin duda, en el

“psicoanálisis aplicado” – al arte – en el peso de la teoría de la representación, sin

hablar de la carga que ella impone aún corrientemente en una concepción más frustrante

de la libido, de la sexualidad, de Edipo, de la castración y de otras mercancías de gran

venta sobre el mercado de la estética moderna. Ello permitiría mostrar que la

proximidad semiológica o semiótica – a Fortiori, escenográfica – reposa sobre un

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equívoco mayor, que compromete la naturaleza misma del acto de pintar: o no se pinta

para hablar y se oculta – no sería verdad si hablaran las segundas Santa Victoria -, sin

un mismo significado o, ellas son eso, como un cuerpo libidinal crítico, absolutamente

mudo, verdaderamente impenetrable, porque la pintura no señala nada, es decir, no tiene

un principio de organización y de acción desde fuera de ellos mismos (de un modelo a

imitar, en un sistema de reglas al respecto): impenetrables porque son sin profundidad,

sin significancia, sin fondo.

Si Freud no realiza esta estética, si falta insensiblemente a la revolución

cézanneana y post – cézanneana, si se obstina a tratar la obra como un objeto recelante y

secreto, y retorna esas formas ligadas como fantasma del malhechor, es porque para él

el estatus de la imagen es aún de una significación decaída, ocultada, que se representa

en su ausencia. Las imágenes y, aún, las obras son para él pantallas que hay que

desgarrar, como esas del libro sobre los persas que Jacok Freud, su padre, había dado

entonces hace cuatro años, zur Vernichtung (para aniquilar), para que los reduzca a la

nada. Hacer la teoría de la resistencia de Freud a la Figura – que sería así la teoría crítica

de la pasión moderna de hacer hablar cualquier cosa -, tal sería una de las tareas, y no la

menor, de una estética apoyada sobre la economía libidinal. Ella mostraría que la

prevalencia procede del privilegio acordado por Freud a la figura del Padre en la

interpretación de una obra como sueño o síntoma; no del Padre “real”, pero sí de la

función-padre (Edipo y la castración), donde se puede decir que ella es constitutiva del

deseo por tanto que, gracias a ella, la petición chocase al responderse como entredicho.

Una prevalencia tal conduce a la estética psicoanalítica a tomar el objeto artístico como

teniéndolo por ofrenda, don, en una relación transferencial, y no pone atención a las

propiedades formales del objeto que designan simbólicamente su destinación

inconsciente.

Tal hecho se observa en Freud del Moisés de Miguel Ángel (1914): analizando

el juego de los dedos en la barba y la posición de las Tablas sobre el brazo, Freud

descubre que esto hace la fuerza potencial de la obra, el drama mosaico de la furia

dominada. Como este tema está ausente en el Éxodo, él apunta la responsabilidad a la

relación transferencial del artista con el papa Julio II, y donde la estatua ornamenta el

sepulcro. Esta cólera de Moisés revele, según Freud, el temperamento violento del Papa

y del artista mismo; demuestra en todo la presencia del deseo de acabar con la ley del

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Padre, de detener la castración; pero ello se encuentra dominado, un Moisés serenado,

que su mano ha bajado, haciendo como acto de fe la aceptación última de esta ley. La

obra de Miguel Ángel es entonces comprendida como un mensaje dirigido por el artista

a Julio II; es este mensaje, supuesto latente en el mármol que apropia en su vuelta el

deseo de Freud, en restituir lo oculto en algo claro, es decir, en palabras; deseo

articulado según dos dimensiones al menos: la identificación con Moisés y la

verbalización en un discurso del saber. Una estética tal – se observa – no privilegia

solamente el arte de representación. Ella ordena su interpretación a los ejes de la

relación transferencial; ella ve como referente la obra en las instancias de Edipo y de la

castración, ella ubica al objeto en el espacio del imaginario y entiende su aplicación

como lectura guiada por el código de una cierta simbólica.

No se sabría decir que ella sea falsa. Pero se comprende que puede ser tomada

ciegamente como mutaciones esenciales en la posición del objeto estético. El elemento

de incertidumbre plástica que reparamos en la pintura de Cézanne ¿es aquel no falta

religar a una negación – conciente o no, poco importa – de instanciar la obra, una

negación del lugar en un espacio de donación o de cambio; un deseo de no poner en

circulación en la red, finalmente reglada por la estructura edípica o la ley de castración?

Esta negación sería justamente aquello que se empeña Cézanne en satisfacer, sin

ninguna fórmula plástica (como en el primer período) la restitución imaginaria y

literaria del complicado deseo, o en la tercera, la referencia a una ley estricta y

trascendente de ordenar sus objetos sobre el soporte. Puede verse en esta pintura,

entonces, un extraño deseo: que el cuadro sea él mismo un objeto, que él no se dirige

como mensaje, amenaza, súplica, defensa, exorcismo, moralidad, alusión en una

relación simbólica, pero sí valdría como un objeto absoluto, libre de la relación

transferencial, indiferente al orden relacional, solamente activo en el orden energético,

en el silencio de los cuerpos. Este deseo da lugar a la emergencia de una nueva posición

del objeto a pintar. La denegación de la función transferencial, del lugar que ha de

ocupar en el drama de la castración, su puesta en circulación por el conjunto del cambio

simbólico, es una mutación de importancia: sugerimos que ella hace deslizar el objeto

pictórico desde una posición de tipo neurótico a una posición de tipo psicótico o

perverso – si es verdad que un objeto ocupara lo segundo, se presentara desprendido de

toda ley simbólica -; ella escapa a la regla de la diferencia de sexos de la castración, es

el asiento de manipulaciones masoquistas y sádicas; que el deseo es también, al mismo

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tiempo, la búsqueda fascinante. El objeto fetiche concentra en sí estos trazos. Con cierta

razón, se podría aventurar a reconocerlos en los segundos productos de Cézanne, y sería

inevitable identificarlos sobre las obras del cubismo, de Klee, Kandinsky, el

abstraccionismo americano…

Y por ello seríamos capaces de comprender el suceso ulterior de Cézanne, su

importancia y, generalmente, el eco que va a reencontrar este desplazamiento del objeto

de la pintura a partir de los años 1900. Es como si el objeto a pintar súbitamente tuviera

una mutación que hemos señalado; cesa de ser un objeto referencial o representativo

para devenir como lugar de operaciones libidinales, engendrando una polimorfía

inescusable. Faltaría realizar la hipótesis que esto ocurre igualmente para otros objetos:

objetos producidos y consumidos, objetos para cantar y entender, objetos para amar.

Derechamente sugerimos que la verdadera transformación del capitalismo, sobre todo

en sus formas más recientes – digamos, en Europa occidental desde hace ya quince años

– imprime a los objetos que circulan en la sociedad, a todos sus objetos, pronto o

después (así como lo cree un economista un poco confiado en la impermeabilidad de sus

fronteras) sólo como objetos económicos; esto no es sólo por el “crecimiento” o el

“desarrollo” de las sociedades, sino que es el aniquilamiento de los objetos en tanto que

valores referenciales al deseo y a la cultura, y en su constitución en términos

indiferentes de un sistema que no deja fuera de sí, ninguna instancia en la cual estos

objetos que circulan en su seno puedan ser anclados: ni Dios, ni la naturaleza, ni la

necesidad, ni el mismo deseo de los “sujetos” suponen cambiarlo. El objeto pictórico de

Cézanne y de sus sucesores, por lo tanto, que tengan trato con la psicosis o la

perversión, son aún más análogos que el no parecido como objeto económico analizado

por Marx en El Capital o, por ejemplo, aún al objeto lingüístico constituido por la

lingüística estructural. Se ve así que habría que entenderse una estética centrada en la

economía libidinal, poniendo todo a la vez, situando al objeto cézanneano en su

verdadero lugar, dando la razón al enceguecer la estética de Freud – más atareado en

reparar la posición de un objeto neurótico -, y de tomar en cuenta este evento en el cual

estamos inmersos desde el inicio de este siglo: la ruina de la misma posición de los

diversos objetos sociales, la mutación del deseo acostado sobre las instituciones.

(Jean François Lyotard: Des dispositifs pulsionnels. Union Génerale d`Éditions, 1973. págs. 71-93).