Fragmento de "Decir adiós, decirse adiós" de Arnoldo Kraus

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9 Antes de i Cuando falleció Piero yo estaba fuera del país. Sentí mucha tristeza por no haber podido acompañarlo en sus últimos días. Entre el diagnóstico de cáncer y su muerte transcurrió poco tiempo. Al enterarme del pronóstico —“pocos meses de vida”, dijo el doctor— decidí acompañarlo y escucharlo. Hubiese querido hacer muchas cosas por él pero fue imposi- ble. La enfermedad lo devoró en un santiamén. Hablamos de sus inquietudes. Piero escribía un pequeño diario acerca de su enfermedad; más que diario, eran reflexiones e ideas sobre su padecimiento. Me lo entregaba o me lo leía confor- me lo escribía. Lo abracé y seguí sus pasos. Ante la muerte de los seres queridos, el pasado regresa y duele. A pesar de la certeza y de la necesidad del final, decir adiós, saber que nunca más volveremos, es difícil. Nunca la muerte será fácil. Fue muy duro no estar a su lado cuando murió. Su muerte llegó muy temprano. Me hubiera gustado haberlo ayudarlo a beber, tomar su mano, escucharlo, hablar en voz baja con él, contestar el teléfono, decirle nuevamente que no se preocupara por sus encargos, caminar a su lado, leer en voz alta algunas notas de su diario o releer los poemas que tanto nos gustaba compartir. Leer con los amigos en voz alta poemas viejos o nuevos, poemas no escritos pero soñados, es uno de los grandes regalos de la vida. Un soneto yo, el siguiente Piero. Luego juntos. Como cuando se coge de la DECIRADIOS.indd 9 6/28/13 2:24 PM

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Editorial: MONDADORI

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Antes de i

Cuando falleció Piero yo estaba fuera del país. sentí mucha tristeza por no haber podido acompañarlo en sus últimos días. Entre el diagnóstico de cáncer y su muerte transcurrió poco tiempo. Al enterarme del pronóstico —“pocos meses de vida”, dijo el doctor— decidí acompañarlo y escucharlo. Hubiese querido hacer muchas cosas por él pero fue imposi-ble. la enfermedad lo devoró en un santiamén. Hablamos de sus inquietudes. Piero escribía un pequeño diario acerca de su enfermedad; más que diario, eran reflexiones e ideas sobre su padecimiento. Me lo entregaba o me lo leía confor-me lo escribía. lo abracé y seguí sus pasos. Ante la muerte de los seres queridos, el pasado regresa y duele. A pesar de la certeza y de la necesidad del final, decir adiós, saber que nunca más volveremos, es difícil. nunca la muerte será fácil.

Fue muy duro no estar a su lado cuando murió. su muerte llegó muy temprano. Me hubiera gustado haberlo ayudarlo a beber, tomar su mano, escucharlo, hablar en voz baja con él, contestar el teléfono, decirle nuevamente que no se preocupara por sus encargos, caminar a su lado, leer en voz alta algunas notas de su diario o releer los poemas que tanto nos gustaba compartir. leer con los amigos en voz alta poemas viejos o nuevos, poemas no escritos pero soñados, es uno de los grandes regalos de la vida. un soneto yo, el siguiente Piero. luego juntos. Como cuando se coge de la

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mano o se abraza por primera vez a los compañeros en el kínder, en la primaria.

lamenté mucho no estar al lado de Piero cuando se fue. sentí dolor por él y por mí. El dolor no era culpa, sino otra cosa: una sensación extraña, algo así como un vacío indescriptible cuya profundidad incomoda porque nunca se alcanza. Pensé en la crudeza de la vida. Pensé en los in-contables significados de la palabra ausencia. recordé una idea de Piero: “la vida sigue. no espera. la vida no sabe de la vida”. recordé una idea mía: “Cuando muere un ser querido desaparecen algunos rincones de la cotidianidad. Quedan otros recovecos: amistad, remembranzas, cariño, vivencias. En esos espacios la vida sigue. Quedan certezas: la muerte de un amigo no aniquila la amistad; aunque resulte paradójico, endurece, y a la vez, suaviza la vida”.

Conversamos mucho acerca de su enfermedad y de la proximidad de la muerte. El diálogo continuaba en sus dia-rios. En ellos, con sus lápices, con sus gomas, se vertía y se rasgaba la vida. Cuando los compartía conmigo, yo los leía con fruición. En esas páginas, sobre todo cuando confrontó a la muerte, Piero era todos los Pieros que yo conocí. días atrás releí sus últimas notas. su diario de la enfermedad fue su compañero y su testamento vital.

Piero tuvo dos finales: el de su enfermedad y el de sus sueños. Con el tiempo el cáncer devoró su cuerpo y acabó con sus deseos. Con el tiempo sus sueños dejaron de ser sue-ños. Borraron la realidad y se lo llevaron; la bruma lo acogió entre sus brazos. Quienes miran con valentía la proximidad de su muerte intentan domar la enfermedad. Piero lo hizo hasta donde pudo. luchó con gallardía. Finalmente, su mal y sus sueños lo devoraron.

Piero murió en su cuarto. El médico que certificó su de-ceso escribió: “Edema pulmonar agudo. Cianosis generali-zada. Cáncer diseminado”. la enfermera que lo cuidó el día

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previo a su muerte desapareció. Tres días antes de hacerlo me contó los sueños de Piero:

—una semana antes de morir, el señor Piero sentía que amanecía empapado; soñaba que moriría ahogado. Cada mañana me repetía la misma historia: “Toda la noche ca-yeron sobre mí gotas de agua. una tras otra. no cesaban. El agua se acumulaba a mi alrededor conforme avanzaba la noche. Tenía que apurar varios vasos de agua para no morir ahogado”. Creo que el señor Piero murió ahogado en su sueño.

—¿Qué le respondías?—le explicaba: “Todo es un sueño. Mire su cama, su

cuarto, su ropa. Todo está seco. no hay agua. sólo fue un sueño”.

—¿Qué te decía Piero?—Intentaba convencerme. Me decía: “Estás equivoca-

da. no busques protegerme. Toda la noche me ayudaste. Cargabas y cargabas cubetas. ¡Mírate en el espejo! ¡Estás agotada!”

—¿Qué le respondías?—El señor Piero se intranquilizaba. Cuando le decía

que no cargué cubetas, que todo había sido un sueño suyo, se enojaba. Pretendía convencerme a toda costa. Buscaba su ropa mojada y volteaba hacia uno y otro lado tratando de encontrar las cubetas. se angustiaba mucho. Temía que le sucediera algo…

—Ante sus demandas, ¿qué hacías?—Preferí mentirle. su angustia era terrible, por eso le

dije que tenía razón. Que sí había cargado varias cubetas llenas de agua, que sí le había ayudado durante toda la no-che a sacar las cubetas.

nadie supo la causa de su fallecimiento. sólo la muerte sabe cómo aniquila a las personas. sólo ella sabe cómo es-trangula a las células y cómo acaba con la vida. la muerte

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crecía progresivamente dentro de Piero. Yo la vi. dibujó su itinerario y pronto lo engulló. Yo la vi. Permaneció a su lado; nunca se fue. El día y la noche se borraron. Cianosis, edema, cáncer, emaciación… sólo son palabras médicas. no son la muerte.

los hijos pensaron que su padre se había rendido. su ex esposa sugirió suicidio. un médico amigo suyo habló de cáncer anaplásico. un perito en sueños aseguró que Piero había muerto ahogado dentro de su sueño. Yo pienso que la muerte lo acabó cuando en él se agotó el deseo de escribir.

Poco importa el diagnóstico de su defunción o la opi-nión de la gente. Piero murió con dignidad.

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Ha transcurrido un año desde la muerte de Piero. Ayer fui al panteón. Falleció un amigo de la primaria. Aunque los cementerios despiertan en mí una extraña atracción, casi nunca voy a esos lugares. El silencio, los pinos y las tumbas son un espacio sui géneris. El aire que circula ahí es dife-rente. Mezcla la vida de la calle con la muerte de las fosas. Cuando uno respira en el panteón, en silencio, observan-do los pinos y los pájaros sobre las ramas de los árboles, se comprenden algunas diferencias. El aire no es más denso; no huele, no puede palparse, no tiene color. no es una pala-bra larga ni pequeña. Como la muerte, nunca acaba. Eso se aprende cuando se camina entre las tumbas. En los cemente-rios, entre un muerto y otro, el aire habla. dice cosas. ulula distinto. sus notas mezclan la vida de la calle con la presen-cia de la muerte. Me gusta escuchar “ese aire”; convertirse en una de sus notas y viajar con él es como un sueño.

después de los entierros regreso a casa y me refugio en mi rincón predilecto. Me siento con un vaso de vino y re-cuerdo al difunto. Pienso en mi dolor y en el de sus deu-dos. digo: “Muerte es sinónimo de oquedad”. Familiares y amigos hablan y se acompañan para aminorar el vértigo del vacío. El cariño, las palabras y las manos son necesarias: adoquinan las paredes de los huecos. Acompañar al muerto y a su familia es un acto terapéutico: uno da y se da. Eso

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se aprende. nadie lo enseña. Algunos hablan de empatía; otros de estar. Piero me contó que cuando era joven sus pa-dres le hablaban de la solidaridad. Creció con esa enseñan-za. Creció y compartió reflexiones y textos sobre el tema con sus amigos. sus padres cooperaban con tiempo y dinero en organizaciones dedicadas a paliar la miseria de la gente. Con frecuencia, Piero viajaba con ellos al Valle del Mezqui-ta; ahí, el agua vale lo que vale la vida. Piero creció imbuido en esas ideas. sus primeros escritos versaban sobre la miseria y la injusticia.

En el panteón israelita visito la tumba de mi padre. no sé por qué lo hago pero la visito. no es por costumbre, sino por un deseo. Pulsión, dirían los psiquiatras. Pulsión es un término adecuado: de la tumba fluyen la energía y la tristeza de los recuerdos. Me gustan las ambivalencias. ni la vida ni las personas son iguales. A Piero le gustaba bordar sobre el tema. decía: “Cuando no tengo alguna respuesta, cuando dudo entre una y otra elección, o cuando me siento atrapa-do entre dos sentimientos, escribo unas líneas. repaso las virtudes de las ambivalencias y las bondades de la incerti-dumbre. no siempre 2 + 2 = 4; en ocasiones el resultado puede ser 3, y a veces 5”.

Cavilar al lado de la tumba de mi padre me abre muchas puertas; unas han permanecido atrancadas, otras clausura-das y enmohecidas, algunas más llenas de luz. reflexionar al lado de las fosas es parte de la vida.

sobre la lápida de mi padre dejo una piedra. Así lo dicta la tradición judía. las tradiciones (sanas) y los mitos (sanos) son indispensables. Atan. Conectan a las personas con la vida y con otras personas. la piedra significa que el muerto recibió una visita. no creo en el “más allá” ni en la reencarnación; ni en el Paraíso ni en el Infierno. Creo en el cariño.

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la piedra significa encuentro: con uno,con su muerte, con la vida del difunto;con el ahora de la piedra acunada en la mano,resguardada en la tumba del padre.En ocasiones, cuando deposito la piedra, siempre en la

misma esquina, el viento ulula. lo escucho. Me gusta ha-cerlo. Pienso: quizás me mira. Hay que dejar una piedra y no otro objeto. Ignoro el origen de esa tradición, pero no el de las piedras; ellas son imperecederas. Tan imperecederas como la muerte.

Cerca de la tumba de mi padre está el sepulcro de Piero. no había regresado al panteón desde su entierro. Me acer-qué a su nicho. la tristeza duele y cura. Es extraño, pero así es. las ambivalencias son infinitas: un pedazo del alma duele mientras otro cura. Fue mucha la vida con Piero.

Es difícil pensar que en esa fosa yace Piero, pero es más difícil saber que ya nunca volveré a verlo. su lápida está lim-pia. Quizás sus hijos cuidan de ella. los panteones y los muertos son fuente infinita de supersticiones y creencias. Muchas personas acuden a los panteones el domingo, con cubeta y jerga en una mano, y palabras y promesas en la otra.

sobre la tumba de Piero había cuatro piedras. Él era muy querido. Tenía buenos amigos. siempre decía, parafrasean-do a descartes, que “la amistad es mejor que el amor”. Piero era mi amigo y muchas cosas más. no hay en la vida ni en los diccionarios la palabra adecuada para describir los mean-dros de la amistad: compañero, diván, hermano y cómplice son, sin serlo, sinónimos de amigo. Quizás por eso muchas personas llaman hermano al amigo.

Cuando Piero falleció nuestros amigos comunes y sus dos hijos me pidieron que escribiera su epitafio. Ese encar-go lo sentí como una deferencia y lo viví como una gran

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responsabilidad. decir todo en pocas palabras es muy com-plicado. no dejar nada sin decir es muy difícil. uno de sus hijos me urgió para que lo redactara tan pronto como fuera posible. Comprendí su solicitud, pero no me gustó. Con los muertos a los que uno ha querido no debería existir nada semejante a esa advertencia: “lo antes posible”.

la nota póstuma es la nota de la vida. Yo hubiese querido contar con mucho tiempo para leer, releer, tachar y volver a tachar el epitafio. También me hubiera gustado escuchar la opinión de las personas más cercanas a Piero. Fue la segun-da vez que escribí un epitafio. la primera, redacté el de mi padre. Aunque la máxima inglesa less is more es cierta, casi nunca es posible atrapar en un suspiro toda una vida.

Hablé a la administración del panteón para solicitar orientación. “¿Cuántas palabras puedo escribir en la lápi-da?”, pregunté. “depende del tamaño de la letra. la lápida no será grande”, me respondieron. “si opto por la letra más pequeña, ¿cuántas palabras pueden caber?” “Aproximada-mente veinte. Tome en cuenta que las letras deben leerse con facilidad a dos metros de distancia”. Ciego como soy, intenté recordar el tamaño y el tipo de letras de algunas tumbas. no sé qué habría dicho Piero si se hubiera enterado de mis diatribas y mi encomienda. sospecho que no le hu-bieran gustado. Vindicaba, como pocos, la sencillez. siem-pre le disgustaron las personas cuyo leitmotiv era el afán de figurar. Admiraba a las personas que nunca decían yo.

regresé al panteón. los muertos viejos, los que viven donde comienza el panteón, tienen lápidas muy grandes. Algunos incluso poseen su casita. Antaño, nadie hablaba de la “ecología de la muerte”. los muertos eran menos y ni los panteones ni las tumbas afrontaban restricciones. las tum-bas grandes eran una suerte de respeto, deferencia y amor. Mientras más grandes e imponentes, mejor. En esos nichos las letras son grandes y las palabras son muchas. Cuando

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el cementerio fue inaugurado, las autoridades no pensaron en el futuro ni en el crecimiento de la comunidad judía. Conforme uno se adentra en el panteón las casitas van des-apareciendo y las tumbas van reduciendo su tamaño. las de 2012 son muy pequeñas. Algunos difuntos recientes deben sentirse muy incómodos en sus fosas.

los panteones judíos suelen ser sencillos. desde hace muchos años en sus espacios no se erigen capillas ni nada que semeje mausoleos. la religión ordena enterrar a las per-sonas cubiertas sólo por una sábana. En México, las autori-dades no permiten ese ritual. Exigen vestir al cadáver. sobre su ropa se coloca la sábana. El mensaje es claro: regresar desnudo a la tierra. devolver el cuerpo a la tierra. Hacerlo parte de ella: de la humedad, de la oscuridad, del silencio, de los gusanos, de la ausencia de tiempo, del tiempo que no deja de huir. El cementerio donde yacen mi padre y Piero es pequeño. En ocasiones, para ir de un lado a otro, es casi imposible no pisar alguna tumba. no hay lugar para más muertos. los espacios libres aguardan a la pareja. Me gusta y me conmueve la idea de continuar la muerte —la vida— al lado de nuestro cónyuge. la considero romántica y huma-na, y a pesar de mi aversión por los dictados de la religión, creo que es una idea agradable, llena de amor y de nostalgia. Incluso, algunas personas deben sentirse esperanzadas por esta costumbre.

Además de pequeño, este cementerio es agradable. Tiene muchos pinos y algunas bancas. una casa pequeña, sencilla, al lado de la parte vieja del panteón, y otra, junto a la nueva entrada, son las únicas edificaciones. En ellas es bañado y vestido el cadáver. Es parte de la religión y del ritual judío. Hay personas que se dedican a esa labor. Admiro su trabajo. Yo no lo haría. deben lidiar con el dolor de los deudos y con el cadáver. En ocasiones deben ir por ellos a los servicios forenses. los cadáveres no son agradables. Algunos pueden

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estar mutilados; otros, destrozados. El cadáver reta: significa el triunfo absoluto (y perenne) de la muerte sobre la vida y abre una larga serie de preguntas acerca de la vida, de los amores y los desamores, del pasado, de lo que sigue. los en-terradores ( jevre kadishe, en hebreo), al lidiar con el cadáver y sus familiares se convierten en testigos. Viven la realidad de la muerte. Y aunque no tienen por qué ofrecer testimo-nios sobre el cadáver, sí comparten la “última realidad” de la familia (ser testigo significa vivir determinada realidad).

Cuando no hay tráfico, en el panteón impera un silencio agradable. Pasar un rato en el cementerio, rodeado de pinos, tumbas y silencio, es muy acogedor; en las bancas, en silen-cio, con un cuaderno en la mano, fluye la reflexión. El ser humano siempre ha pensado en la muerte. Hacerlo al lado de los muertos es un buen ejercicio. Permite incorporar el “tema de temas” a la vida.

Escribir el epitafio me costó trabajo. Es difícil comprimir el cariño, y es muy complejo, si no imposible, encontrar las palabras adecuadas para decir adiós. ocupé dos días en rea-lizar esa tarea. Ese fue el tiempo que me dio el hijo de Piero. Escribí con fruición y fervor. Fueron muchas las hojas que arrojé al cesto de la basura. El dolor por la muerte de mi amigo era inmenso; me estimulaba y me entorpecía.

En torno al final, las ambivalencias son la regla. Piero sufría y todos deseábamos su muerte. El dolor circulaba por doquier. ocupaba todo el día, todos los rincones, toda la cabeza. El dolor se encontraba en los periódicos, en la ra-dio, en la cafetería, en las calles, en el continuo desear y no desear el deceso del amigo. El hueco que dejó la muerte de Piero era descomunal. no había cómo llenarlo. Todo se convirtió en humo. Tuve un sueño: atrapar el humo, asirlo con las manos, untarlo en mi cuerpo y absorberlo.

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Caminé algunos metros en busca de una piedra para depo-sitarla en la tumba de Piero. la coloqué en su lápida y dos o tres veces leí el epitafio. la última vez lo hice en voz alta. Quería escucharme. Pensé en los significados de la tradi-ción. Pensé: la mano recoge y toca la piedra cuya eternidad se mezcla con la eternidad del ser querido. no recordaba bien lo que había escrito: “Aquí yace Piero. Murió antes de su muerte. su partida duele. Ahora somos más huérfanos”. Al leerlo en voz alta experimenté una sensación incómoda. no decía todo. Faltaba algo. no sé qué era ese algo, pero sentí tristeza. Piero era más que eso. ¿Qué hubiese dicho mi amigo acerca de su epitafio? no lo sé, nunca hablamos de la necesidad o la prescindencia de los epitafios; en cambio, de la muerte, de la suya, y de la de los seres queridos, Piero pen-saba que debía vivirse como un fenómeno natural. siempre repetía, molesto, que el mundo moderno, entre todas sus lacras, había envilecido la muerte. decía: “Cuando la en-fermedad ha vencido, hay que morir entero, sin ruido, sin aspavientos, lejos de quienes buscan a toda costa modificar el curso de la muerte”.

los epitafios no se escriben para satisfacer el gusto de los vivos. se escriben para honrar al muerto. debí haber escrito lo mismo, con otras palabras. debí haber retratado el final de Piero con otras ideas. Con frecuencia los seres humanos no se conforman con su quehacer. Aunque a mí no me su-cedió eso con el epitafio de Piero, pienso que debí haber escrito algo distinto. Con frecuencia me sucede lo mismo.

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