Fracaso Escolar y Exclusion

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1 El Fracaso escolar: nuevas formas de exclusión educativa.- Juan M. Escudero Muñoz Universidad de Murcia. El fracaso y el éxito escolar son dos términos genéricos que solemos emplear para designar trayectorias y resultados de los estudiantes que entran y pasan, ahora un buen número de años, dentro del sistema educativo y las escuelas. Cada uno de ellos comporta experiencias y logros bien diferentes para los que van bien y aprenden satisfactoriamente y los que transitan por la escuela a duras pena y no logran aprender lo necesario y deseable. Aquellos alumnos a quienes la escuela les devuelve un juicio de fracaso, quedan descalificados en sus capacidades cognitivas, así como también en otras facetas personales y sociales. Las puertas hacia otros trayectos sucesivos de formación les quedarán clausuradas, así como, quizás, seriamente afectadas las imágenes y representaciones de sí mismos como individuos, como personas y ciudadanos. Es mucho mejor lo que les sucede a los que son incluidos bajo la categoría del éxito: encuentran reconocimiento y recompensa a su trabajo, se afirman y valoran sus capacidades y actitudes, se les habilita para progresar y elegir opciones de formación por las que seguirán adquiriendo otros aprendizajes superiores. Sean cuales sean los análisis teóricos del fracaso escolar en particular, no se puede negar que, a fin de cuentas, ese accidente siempre termina adquiriendo señas de identidad y personalización bien precisas en alumnos particulares. No estamos manejando una palabra neutra o análisis genéricos y abstractos. Además de lo que podamos decir y pensar, es algo que está ahí y puede ser observado; una realidad construida y certificada en la escuela que adquiere rostro en algunos alumnos, precisamente en una primera etapa de su vida como personas que con toda seguridad va a dejar huellas en lo que venga después. En aras del rigor, o acaso para satisfacer a ciertas audiencias, decimos que cuando los alumnos fracasan también han fracasado otras muchas instituciones y actores: sus entornos sociales y culturales, sus familias, las políticas educativas y los centros escolares, sus profesores. Y es cierto. Pero, de hecho, quienes lo sienten en sus propias carnes y lo hacen más visible, son sus familias y ellos mismos, alumnos y alumnas, sobre quienes el acta de una calificación negativa, escolar, educativa y personal termina cayendo sobre ellos como una losa. Incluso, o acaso todavía más, para quienes el abandono de la escuela pueda llegar a ser vivido como una liberación. El fracaso escolar es un fenómeno educativo (con raíces sociales, personales, institucionales y pedagógicas) que conlleva una condición paradójica. De un lado, es un

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1

El Fracaso escolar: nuevas formas de exclusión educativa.-Juan M. Escudero Muñoz

Universidad de Murcia.

El fracaso y el éxito escolar son dos términos genéricos que solemos emplear para

designar trayectorias y resultados de los estudiantes que entran y pasan, ahora un buen

número de años, dentro del sistema educativo y las escuelas. Cada uno de ellos comporta

experiencias y logros bien diferentes para los que van bien y aprenden satisfactoriamente y

los que transitan por la escuela a duras pena y no logran aprender lo necesario y deseable.

Aquellos alumnos a quienes la escuela les devuelve un juicio de fracaso, quedan

descalificados en sus capacidades cognitivas, así como también en otras facetas personales y

sociales. Las puertas hacia otros trayectos sucesivos de formación les quedarán clausuradas,

así como, quizás, seriamente afectadas las imágenes y representaciones de sí mismos como

individuos, como personas y ciudadanos. Es mucho mejor lo que les sucede a los que son

incluidos bajo la categoría del éxito: encuentran reconocimiento y recompensa a su trabajo,

se afirman y valoran sus capacidades y actitudes, se les habilita para progresar y elegir

opciones de formación por las que seguirán adquiriendo otros aprendizajes superiores.

Sean cuales sean los análisis teóricos del fracaso escolar en particular, no se puede

negar que, a fin de cuentas, ese accidente siempre termina adquiriendo señas de identidad y

personalización bien precisas en alumnos particulares. No estamos manejando una palabra

neutra o análisis genéricos y abstractos. Además de lo que podamos decir y pensar, es algo

que está ahí y puede ser observado; una realidad construida y certificada en la escuela que

adquiere rostro en algunos alumnos, precisamente en una primera etapa de su vida como

personas que con toda seguridad va a dejar huellas en lo que venga después.

En aras del rigor, o acaso para satisfacer a ciertas audiencias, decimos que cuando los

alumnos fracasan también han fracasado otras muchas instituciones y actores: sus entornos

sociales y culturales, sus familias, las políticas educativas y los centros escolares, sus

profesores. Y es cierto. Pero, de hecho, quienes lo sienten en sus propias carnes y lo hacen

más visible, son sus familias y ellos mismos, alumnos y alumnas, sobre quienes el acta de

una calificación negativa, escolar, educativa y personal termina cayendo sobre ellos como

una losa. Incluso, o acaso todavía más, para quienes el abandono de la escuela pueda llegar a

ser vivido como una liberación.

El fracaso escolar es un fenómeno educativo (con raíces sociales, personales,

institucionales y pedagógicas) que conlleva una condición paradójica. De un lado, es un

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problema no exclusivamente personal y escolar y por ello provoca con razón una honda

preocupación social (Euridyce, 1993) que urge a solucionarlo. De otro, ahí sigue

perennemente, como una pelota de mano en mano y como si fuera casi una fatalidad

imposible de erradicar, incluso en los niveles de la educación común y obligatoria. Tanto es

así que, para algunos, mientras exista la escuela, el orden que la caracteriza y una sociedad

que marca sobre ella determinados modelos y parámetros de excelencia y exigencia,

selección y competitividad, irremediablemente irá ligado a ella. Es tan antiguo como los

sistemas modernos de educación, a los que sigue acompañando, por supuesto, en la

actualidad. Es cierto que el fracaso escolar inquieta a la sociedad, así como también a las

políticas sociales y educativas. Pues nadie duda de que las bolsas de exclusión y marginación

social, la inadaptación, delincuencia y problemas diversos que tensan la vida en común

tienen, casi siempre, hilos que los vinculan con una escolarización problemática y resultados

formativos inadecuados en el desarrollo intelectual, personal y cívico de algunas personas.

Pero también es evidente que muchos sectores sociales y agentes educativos tienden a mirar

hacia otro lado con tal de que a ellos nos les toque.

Desde hace tiempo, las reformas escolares declaran que una de sus prioridades es la

reducción de las tasas del fracaso escolar. Echan mano de sus índices injustificables para

justificar los cambios que sucesivamente han ido planteando. Hasta la fecha, sin embargo,

ninguna ha sido capaz de cumplir las promesas declaradas adoptando medidas firmes y

efectivas: cada nueva reforma imputa cotas inaceptables de fracaso a la precedente para

justificarse, y lo mismo, al cabo de algún tiempo, harán las posteriores con aquella a la que

vendrán a sustituir.

A pesar de que la escuela se ha universalizado y democratizado significativamente,

concretamente en el acceso durante las últimas décadas, todavía existe dentro de ella una

línea divisoria que, a la vista de los hechos, nos induciría a pensar que es irremediable. En

una de sus orillas están quienes acceden y permanecen escolarizados y logran ir aprendiendo

lo que se exige en cada nivel, pasan a los siguientes y logran aceptablemente bien los

aprendizajes necesarios. En la otra, quienes entran y permanecen cada vez más años en la

educación obligatoria (así lo exige el derecho reconocido a este bien social y personal) pero

que no progresan adecuadamente, se desinteresan del estudio y desconectan de la vida y

aspiraciones escolares; quienes entran en zonas de vulnerabilidad escolar que, con altas

probabilidades, les pueden conducir a cosechar fracasos definitivos oficialmente certificados.

Cuando éstos ocurren en etapas críticas de la escolaridad y del desarrollo personal, los

estudiantes afectados entran en la vida adulta bastante desguarnecidos para vivir dignamente

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como ciudadanos, lograr trabajos dignos y desenvolverse con unos mínimos de autonomía

personal y social. Quizás también salen poco convencidos y dispuestos a asumir las

responsabilidades y los deberes que toda persona tiene que desempeñar para contribuir a

sostener una buena vida en común con las demás: alguien no les garantizo los deberes

debidos.

Los temas que pueden ponerse sobre la mesa al hablar del fracaso escolar son

múltiples. Desde los que se refieren a la misma falta de claridad conceptual del término,

hasta las cifras preocupantes que, incluso bajo esas condiciones, lo documentan y ponen en

juego, así, el presente y el futuro de los estudiantes como personas. También hay que dar

cuenta, a su vez, de la pluralidad de factores y dinámicas que seguramente lo provocan,

elaborar esquemas teóricos que nos permitan ahondar en su comprensión, pues eso es

necesario para armar mejor las políticas educativas, y también sociales, de lucha contra el

mismo. Es, asimismo, conveniente precisar lo mejor posible de qué estamos hablando

cuando nos referimos al fracaso, entenderlo como un fenómeno que se va construyendo en el

tiempo. Con toda seguridad, todos y cada uno de los fracasos tienen su propia historia. No

son tan sólo un resultado terminal y misterioso, sino la trayectoria acumulativa de los

elementos y condiciones que lo fueron fabricando en diversos grados, tal vez sin recibir las

respuestas pertinentes en los momentos que ya las estaban reclamando.

En este capítulo me voy a ocupar de ofrecer, en primer lugar, algunas referencias a

las cifras del fracaso en nuestro país y ciertos horizontes dentro de los que podemos

considerarlas. En segundo término, justificaré por qué es conveniente adoptar una

comprensión ecológica, reconociendo que son múltiples los factores y dinámicas que lo

provocan. En tercer lugar tomaremos prestados conceptos que provienen de algunos estudios

sobre la exclusión social. Nos permitirán describir un continuo entre la integración o

inclusión educativa y la exclusión constituido por zonas de vulnerabilidad y distintas

modalidades de exclusión. En el cuarto punto, aplicando esos conceptos a algunas de las

medidas al uso para responder a las dificultades escolares de ciertos estudiantes,

presentaremos algunos datos y valoraciones que nos permiten hablar de ciertas formas

emergentes de exclusión atenuada o inclusión insuficiente. Concluiremos subrayando los

conceptos centrales de la lectura del fracaso escolar propuesta, así como algunas líneas

directrices de las políticas de lucha contra el fracaso escolar o la exclusión educativa.

1. Una referencia somera a los índices del fracaso escolar en nuestro contexto.

En realidad, no es preciso echar mano de muchas cifras y argumentos para

convencernos de que el fracaso escolar es un asunto que nos afecta y que no nos resulta

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ajeno. Hay documentación más que suficiente en estadísticas nacionales del Ministerio de

Educación u otros organismos, así como datos comparativos de nuestra posición al respecto

en relación con la situación de diferentes países de nuestro entorno más próximo. La serie de

Cifras y Datos que el MEC viene publicando periódicamente – a pesar de ciertos apagones

documentales respecto a algunos aspectos especiales, como por ejemplo alumnos en riesgo,

medidas escolares y resultados (Martínez, Escudero, González, García y otros, 2004) – y

otros informes evaluativos como los elaborados por la OECD (PISA), son exponentes

realmente indicativos. De vez en cuando los medios de comunicación se hacen eco de ellos.

Aunque son diferentes los tratamientos y análisis mediáticos, suelen ser una muestra,

primero, de que se trata de un tema sobre el que generar alarma social; y, segundo, de que

nadie se priva de ofrecer sus propias explicaciones, muchas de ellas próximas al simplismo

más demagógico, cuando no cínico. No es común se vaya a las raíces múltiples del

problema, y todavía menos, que se asuman congruentemente todas las medidas políticas,

sociales, económicas y educativas que pudieran razonablemente remediarlo, o al menos

reducirlo significativamente. ¡Que a nadie se le pidan más impuestos para mejorar

sustantivamente nuestra educación y así reducir el fracaso, o que nadie se atreva a proclamar

horizontes como “una buena educación para todos”! Hacerlo supondría atentar contra

algunos de los dogmas vigentes, sobre todo, los que tocan las prioridades del desarrollo

económico del país, que por la lógica realista de los hechos tienen que ir por delante y al

margen del progreso social y cultural. Apelar seriamente a una educación digna y eficaz

para todos, es correr el riesgo de que alguien te tache de utópico, o de ser ignorante de lo que

pasa y puede llegar a ocurrir.

Y, desde luego, por las cifras oficiales o en ausencia de un conocimiento muy escaso

de las mismas por la población en general; por lo que propalan ciertos medios o,

sencillamente, porque el fracaso escolar pertenece por desgracia a las experiencias directas

de muchas familias, niños y jóvenes, lo que no se puede negar es un cierto clima de malestar

escolar, una sensación más o menos difusa de que nuestra educación no acaba de ir bien, aún

cuando se hayan aplicado cambios y reformas en las últimas décadas y alcanzado algunos

logros importantes, aunque no suficientes.

Los más interesados en generar alarma –ellos bien saben a qué intereses sirven –

pueden hasta atreverse a afirmar con contundencia que han sido precisamente las reformas,

la LOGSE en particular, la causa de todos nuestros males. Hasta tales extremos pueden llegar

sus explicaciones, que puede leerse algún análisis tan agudo que se atreva a hacer

responsable a dicha reforma del uso de los teléfonos móviles en los centros o las horas

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pasadas indebidamente por nuestros niños y jóvenes antes la televisión. Lo cierto es, por el

contrario, que el nivel educativo de este país ha mejorado, si nos atenemos al porcentaje de

jóvenes que cuentan con certificados escolares correspondientes a niveles educativos, ahora

mucho más altos que hace algunos años, por ejemplo a la edad de los dieciocho años. Y que

muchos de los problemas escolares que nos inquietan no se deben tanto a esta institución

como al profundo desconcierto social y familiar en todo lo que se refiere a la socialización y

educación de nuestras generaciones más jóvenes.

Los índices de fracaso escolar en nuestro país, no obstante, siguen siendo altos. Son

más elevados que lo que sería razonable mirando hacia dentro y, todavía más, si echamos

una mirada comparativa a nuestro entorno de pertenencia, ahora la Unión Europea. Sin entrar

en las diferencias regionales o autonómicas que, desde luego, las hay, nuestro país esta por

debajo de la media de la Unión Europea en parámetros tan importantes como los porcentajes

de la población de dieciocho años que ha logrado adquirir la titulación de educación

obligatoria, el bachillerato o un nivel de formación equivalente. Nuestra tasa de idoneidad

escolar a los quince años (se refiere al porcentaje de alumnos de esa edad que están cursando

el curso teórico de la ESO que les correspondería), revela que sólo la cumplen seis de cada

diez de los alumnos de esa edad (MEC, 2002).

Nos encontramos, asimismo, dentro de los primeros puestos, aunque en este caso

lamentablemente, en cifras relativas a absentismo, abandono y repeticiones. En la educación

secundaria obligatoria estamos dejando sin titulación aproximadamente a un 30% de los

alumnos. Para hacernos una idea comparativa de este dato, baste señalar la distancia tan

notable que nos separa de uno de los objetivos establecidos por la UE en esta materia para el

2010: el fracaso escolar en la educación obligatoria debería rebajarse al 10% por parte de

todos los países miembros. Si queremos converger no sólo en la moneda, sino también en

educación, no es necesario recurrir a otros muchos argumentos para concluir que vamos

rezagados y que, como país en su conjunto, tendremos que aplicarnos seriamente a aprobar

una asignatura como ésta, nada fácil desde luego, para ese “septiembre” no tan lejano.

2. Comprender lo mejor posible el fracaso escolar para actuar bien y con mayor

eficacia.-

Si dejamos de lado las explicaciones más vulgares y simplistas del fracaso escolar,

hemos de convenir en que se trata de un asunto que tiene múltiples caras y, con toda certeza,

muchas raíces. Hay bastante gente, en la calle y quizás también dentro de la educación, que

sencillamente sigue pensando algo tan vulgar como esto: cuando un estudiante no tiene éxito

en la escuela, lo que pasa es que no está bien capacitado y no puede aprobar, o, tal vez, que

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aún pudiendo, no le da la gana, no tiene interés ni motivación, no llega a esforzarse lo que

sería preciso. Un argumento como éste sigue tan arraigado socialmente que, para no caer en

otra simplicidad equivalente, hay que entender que alguna parte de razón le asiste.

Otra cosa bien diferente, sin embargo, es si eso, nada más que eso, es todo lo que

provoca y explica el fracaso escolar; si el único responsable del mismo es el estudiante

“fracasado” o en trance de serlo. Procurando algo más de rigor en las explicaciones, éstas se

complican bastante. No creo que sea demasiado pedir, pues, un mínimo de esfuerzo y

amplitud de miras para entender que en el fracaso escolar de ciertos estudiantes o colectivos

participan muchos factores, un sinfín de circunstancias, bastantes dinámicas que lo fueron

gestando. En unos casos, tal vez acciones indebidas y no ajustadas a las necesidades de los

estudiantes. En otros, quizás omisiones fáciles de identificar. Probablemente, unas y otras no

sólo residen en los sujetos particulares, sino también en las familias, los centros, el

profesorado, la administración de la educación, el modo de vida y la realidad social que nos

hemos empeñado en construir. Todos los “músicos” tenemos quizás alguna responsabilidad

en cómo suena la orquestas. Pero, sin ningún género de duda, son enormes las de quienes

tienen la batuta, dirigen la orquesta y nos ponen delante la partitura a tocar.

Aunque el fracaso escolar se aloja en los dominios personales y particulares de los

estudiantes, cualquier análisis que pretenda comprenderlo tiene que situarlo en una tupida

red de elementos y relaciones, no siempre fáciles de precisar, por lo demás. Que hay que

echar mano de esquemas teóricos complejos, no simplistas, para describirlo y comprenderlo

se ha convertido en una exigencia prácticamente aceptada por unanimidad. Por decirlo

brevemente, hoy se asume que hay que elaborar modelos “ecológicos” y descartar

cualquiera otro que pretenda entenderlo a partir de factores y dinámicas únicas o reducidas.

En un esquema como el que se ofrece en la página siguiente se puede apreciar una primera

fotografía que dibuja un territorio con múltiples accidentes y que, por lo tanto, puede ser

tomado como un ejemplo de eso que acabamos de calificar como un “modelo ecológico”.

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Característicaspersonales y

sociales; relacionesde los estudiantes

con el grupo deiguales

Característicassocioeconómicasy culturales de las

familias

Currículo,enseñanza y

características ydinámicas de los

centros

Características dela comunidad de

residencia

Prioridades,orientación ycoordinación

de laspolíticassociales

Prioridades,orientación ycoherencia delas reformasescolares

Ideologías y políticasrespecto a la exclusión

escolar y social.

M O

D E

L O

E

C O

L Ó

G I

C O

Diversos analistas (Hixzon y Tinzman, 1990; Rossi, 1994; Perrenoud, 2002; Escudero, 2002;

2004; en prensa; Sellman y otros, 2002; Marchesi y Pérez, 2003; Martínez, Escudero, González,

García y otros, 2004) han hecho propuestas en ese mismo sentido. El esquema anterior es una

representación sintética. Sin entrar ahora en una explicación de cada una de las categorías de

variables o factores del fracaso desde esa perspectiva, creo que ilustra bastante bien un modo de

ver las cosas donde se deja constancia de sus raíces múltiples; se nutren posiblemente de diversos

caldos de cultivo donde se gesta y crece.

Se alude concretamente a que el éxito o el fracaso en el estudio tiene que ver con diversas

características de los estudiantes, intelectuales, personales y sociales. En particular, las que se

refieren a la “culturilla” dominante en el grupo de iguales respecto al valor de la escuela y la

educación es una buena muestra de que no se trata sólo de una cuestión individual, sino también

colectiva, social y cultural. También está asociado a ciertas características del medio familiar y

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social donde cada uno ha nacido y vive, entre las que hay que citar no exclusivamente el nivel de

renta económica (ciertamente es importante), sino también otras relativas al capital cultural y el

sistema de valores, modelos de referencia y aspiraciones, tanto del medio familiar como del

barrio, comunidad o entorno de socialización de nuestros niños y jóvenes. Como se puede ver en

el esquema, lo que se enseña y exige en las escuelas (algunos contenidos pueden ser más que

razonables y dignos de ser aprendidos y exigidos, pero quizás otros no lo son tanto); el modo en

que se enseña, se facilita o se obstruyen los aprendizajes, en particular los de determinados sujetos

más alejados del mundo y la cultura escolar (las metodologías didácticas, los medios y las

relaciones entre los alumnos y de ellos con los docentes); lo que de hecho se evalúa y a través de

qué procedimientos, son expresamente consignados como factores escolares y pedagógicos

responsables del fracaso. Eso permite entender que, por ejemplo, en cada tiempo y lugar el fracaso

no se determine ni en relación con las mismas exigencias, ni en relación con los mismos criterios;

es, pues, histórico y contextual. Hace algunas décadas, si alguien salía de la escuela con las cuatro

reglas bien aprendidas, ya era considerado suficientemente “ilustrado”. En la actualidad, eso es

considerado como algo del todo insuficiente, lo cual, entre otras cosas, hace todavía más decisivo

el hecho de que algunos estudiantes puedan salir sin un buen aprendizaje más amplio y exigentes,

con recursos intelectuales para desenvolverse en el seno de la sociedad del conocimiento. Desde

este punto de vista, pues, si el fracaso existe es porque, además de otros factores y condiciones,

hay una institución, la escuela, que lo fabrica y lo certifica en contextos de valores y exigencias

sociales y culturales.

Como expresamente se recoge en el esquema, los alumnos, sus familias y entornos, los

centros (el currículo escolar, la enseñanza, la evaluación, el trabajo docente del profesorado),

tienen sus propias responsabilidades. Pero también se alude a las de otros niveles y agentes.

¿Acaso, por quedar bien y, de paso, complicar todavía más el problema? Entiendo que no, como

veremos.

Si, para comprender el fracaso, también hay que extender la mirada hasta implicar

estructuras y factores que se refieren a los otros elementos recogidos en el esquema precedente

(políticas sociales y políticas educativas, realidades mucho más amplias que corresponden a la

exclusión social en sus múltiples manifestaciones, ideologías y políticas) es porque todo ello

participa a su manera en que las tasas de fracaso sean las que observamos, así como también en

que, de hecho, estén desigualmente distribuidas entre los estudiantes según su procedencia

económica y sociocultural.

Por alejados de lo escolar que pudieran parecer, los cambios del mundo de la economía, del

trabajo y empleo, las profundas transformaciones que están sucediendo en los modos de vida de

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las personas y las costumbres sociales; en el acceso a la información o en las estructuras y

relaciones dentro de la familia, así como la desaparición de lo social y el debilitamiento de los

vínculos y sistemas de protección, tal como denuncia Touraine (2005), están creando un nuevo

escenario social que tambalea seriamente los procesos de socialización en general, el papel y las

contribuciones de algunas instituciones, en particular las escuelas. Esta institución se halla

sometida a la influencia de múltiples factores desestabilizadores de sus relaciones tradicionales

con la sociedad y la política, con los poderes del mundo de los negocios y finanzas, los

monopolios del conocimiento, el gobierno y las políticas (Cibulka, 1994).

Con la cultura y los valores de la educación que tenemos y que todavía hemos de conservar;

con las nuevas finalidades y oportunidades de aprendizaje que nos estamos viendo obligados a

repensar para formar a los ciudadanos de hoy en día, se llevan muy mal los credos y las prácticas

del neoliberalismo, la cultura del individualismo exacerbado o las que algunos denominan

“políticas de la vida” (Bauman, 2001). El valor de la cultura y de la educación como bienes

sociales y derechos democráticos para formar ciudadanos libres y responsables está recibiendo

fuertes ataques desde el momento en el que la formación ha sido definida por la economía y las

empresas como un arma estratégica clave para la innovación y la competitividad productiva. De

acuerdo con sus intereses, queda atrapada por las leyes de la oferta y demanda, por su apropiación

por los intereses privados que la convierten en un objeto más de transacción mercantil, de

relaciones entre proveedores y clientes. Los alumnos y las familias que demandan educación

tienden a ser vistos y tratados, cada vez más, como clientes a quienes captar y satisfacer. La

autonomía de los centros escolares y su privatización, o la aplicación de los dogmas del mercado a

la misma gestión de la educación pública, están contribuyendo a hacer de la formación no un

servicio incondicional que hay que prestar a todos los ciudadanos por derechos propios, sino un

bien de excelencia al que sólo tienen derecho de acceso y disfrute aquellas familias o estudiantes

que lo merezcan por sus dones, sus capacidades o sus esfuerzos.

Bajo una atmósfera ideológica y cultural que tiende a personalizar el éxito y el fracaso, a los

alumnos más desfavorecidos que encuentran dificultades en su progreso por la educación, no sólo

se les considera como los únicos responsables de sus méritos y su suerte, sino que también se

justifica –a veces por compasión – su marginación hacia medidas o atenciones especiales a ellos

“adaptadas”, o, sin más, se les expulsa del sistema. Gestionada políticamente la educación como si

de un negocio privado se tratara, no es extraño, entonces, que se cultiven o consientan, incluso en

la educación pública o la privada concertada, mecanismos explícitos o encubiertos que

“concentran” a la población de mayor riesgo social y escolar en centros singulares. Son los

espacios a ellos “adecuados” y que merecen, formas de exilio interior dentro del sistema. Los

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empezamos a conocer como los nuevos guetos escolares, habitualmente localizados dentro de

otros guetos económicos, sociales, culturales, con escasos servicios sociales, sanitarios, culturales

o de seguridad. Son manifestaciones, por lo general poco visibles, a través de las cuales el orden

social y económico dominante, las políticas económicas y sociales correctas, impactan sobre la

educación y las escuelas y, además de otros factores, fabrican fracaso o exclusión escolar y

educativa, reproduciendo y reforzando formas y dinámicas más amplias de exclusión social.

Estas grandes y poderosas estructuras y dinámicas sociales y económicas son también un

buen caldo de cultivo para el efervescencia de la cultura virtual del espectáculo que tanta

seducción ejerce sobre la formación de la sensibilidad, la escala de valores y las aspiraciones de

nuestros jóvenes, incluso sobre sus modos psicológicos de atender, registrar y procesar la

información (Simone, 2001). La explosión de la información y el acceso fácil a sus mensajes y

modelos de referencia parece que están haciendo mella en la subjetividad de muchos individuos,

entre ellos nuestros estudiantes. El valor del tener sobre el ser, la máxima ganancia y

consentimientos con los mínimos esfuerzos, la gratificación inmediata frente a la perseverancia, el

esfuerzo o el logro de metas diferidas, son algunos de los efectos más negativos que impactan,

precisamente, sobre los sujetos más desguarnecidos, con menos redes familiares y sociales de

contrapeso, con menos disposiciones, expectativas y capacidades de implicarse en el trabajo

escolar, con frecuencia muy alejado e irrelevante para ellos, pues no tiende a hacerse cargo de su

mundo de fuera y recomponerlo como sería deseable en aprendizajes y actitudes realmente

formativas. Las incertidumbres sobre el mundo del trabajo y su conexión con el estudio han

desposeído, por su parte, a muchos escolares de motivaciones sólidas para interesarse por la

adquisición del saber. La seducción de los nuevos medios y formas de acceso a la información,

que no necesariamente al conocimiento profundo, distancia su mundo y hasta sus modos de

procesar la información del universo de los contenidos y metodologías escolares, algunas

obsoletas, desde luego, pero otras, por más vueltas que se le dé al tema, necesariamente exigentes

de atención, concentración, esfuerzo, dedicación.

De manera que, en realidad, además de los diversos factores y dinámicas que corresponden

al interior de nuestros centros y aulas, algunas de las raíces del llamado fracaso escolar, tal vez las

más poderosas, residen fuera de las escuelas. Son capaces de desorganizarlas y desarbolarlas tanto

en sus finalidades y contenidos como en los modos de enseñanza, en las relaciones necesarias

para un clima social y personal propicio para el desarrollo de los diferentes aprendizajes

encargados a las escuelas. Cualquier planteamiento que quiera hacerse cargo en serio del fracaso

escolar, tiene que echar una mirada hacia el mundo tan potencialmente rico pero tan

insensatamente inhumano que nos estamos organizando. Y no perder de vista, naturalmente, el

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tipo de políticas sociales y educativas que disponemos para crear y sostener los centros y docentes

con que contamos.

Un estudiante que fracasa, desde luego, algo ha hecho u omitido para llegar a esa situación.

Sería incorrecto e injusto, no obstante, resistirse a reconocer que con toda seguridad es una

víctima de todo ese conjunto de factores y dinámicas a las que se acaba de aludir, sin que decir

esto suponga exonerarlo de toda responsabilidad. Y también improcedente, por lo tanto, ofuscarse

adicionalmente, como hacen algunos, en culpar a los estudiantes en exclusiva y no contemplar a

otros actores y otras instancias sociales y educativas. El grado de humanidad que pudieran tener

nuestras políticas sociales y educativas tiene que pasar la prueba de cómo en todos esos niveles

son pensados, valorados y tratados los sujetos más desfavorecidos, los alumnos y alumnas en

desventaja. Mirar para otro lado no es sino puro y duro darvinismo social o educativo.

3. Algunas otras consideraciones desde la perspectiva de la exclusión social y

educativa.-

El denominado fracaso escolar impacta en muchas más facetas de la personalidad de los

niños y los jóvenes que las que suelen considerarse a primera vista. Se refieren a lagunas en el

aprendizaje de conocimientos y capacidades académicas e intelectuales que se considera que han

de aprenderse en las escuelas, así como también al desarrollo inapropiado de vivencias,

sentimientos, percepciones y valoraciones personales (son fundamentales en los años de la

escolaridad obligatoria) y quizás, igualmente, a la adquisición insuficiente de habilidades sociales,

conciencia y asunción de valores y normas de conducta que son decisivas para una vida en común

aceptable. Son múltiples, por lo tanto, las dimensiones de la personalidad de los sujetos que

quedan negativamente afectados o mermados y, como acabamos de decir más arriba, también es

múltiple el conglomerado de factores, condiciones, estructuras y procesos que tejen trayectorias de

riesgo escolar y, en casos extremos, realidades de fracaso o exclusión educativa. Por eso

abogamos más arriba por una mirada ecológica como la más adecuada para comprender este

fenómeno.

A su vez, la perspectiva de la exclusión social nos ofrece algunas claves interesantes para

hablar del fracaso escolar como exclusión educativa. Así se puede apreciar en diversos estudios

sobre el tema realizados en el contexto de la OCDE desde los noventa (Klasen, 1999; Brynner,

2000; Ranson, 2000), o en una investigación reciente en Murcia y otras publicaciones sobre el

alumnado en riesgo de exclusión educativa (Martínez, Escudero, González, García y otros, 2004;

Escudero, 2004, en prensa; González, 2004; Nieto, 2004; Portela, 2004).

Entre las diversas contribuciones que nos ofrece la perspectiva de la exclusión educativa -

mayor rigor en la determinación de qué es aquello respecto a lo que los estudiantes son excluidos,

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énfasis en su carácter relacional, social y político, mayor precisión respecto a las posibles zonas de

vulnerabilidad en que puedan encontrarse circunstancialmente los sujetos y la existencia posible

de diferentes modalidades de exclusión – pretendo referirme aquí a las dos últimas: la posible

existencia de zonas escolares de vulnerabilidad y la existencia de diferentes modalidades de

exclusión.

Ambos conceptos están inspirados en aportaciones relevantes realizadas en los estudios

sobre exclusión social. Aquí las vamos a tomar de dos autores bien reconocidos, R. Castel (2004)

y A. Sen (2001). El primero de ellos, en particular, ha sido certero al precisar que, entre el

continuo de una integración social razonablemente aceptable y la exclusión severa, sería

procedente distinguir la existencia de zonas de vulnerabilidad. Dicho brevemente, representan

diversos factores y condiciones que son proclives a colocar a los sujetos afectados por ellas en

situaciones previsibles de exclusión de bienes materiales o sociales que son esenciales para que las

personas puedan llevar una vida digna. Niveles escasos de formación, ausencia de redes de apoyo

y respaldo social, un lugar de residencia segregado y empobrecido, desempleo o precariedad

laboral, por citar sólo algunas, podrían considerarse condiciones que hacen vulnerables a los

sujetos que las padecen. Tezanos (2001) ha añadido a las tres zonas identificadas por el autor

citado (integración, vulnerabilidad y exclusión) una cuarta, que denomina inserción.

Correspondería a los sujetos que están recibiendo algún tipo de medidas sociales o profesionales

para eliminar, o cuando menos paliar, sus riesgos de ser arrojados a espacios personales, sociales o

profesionales de marginación, de privación fuerte. Por su parte A. Sen (2001), un economista de

reconocido prestigio internacional por su teoría de las capacidades como resorte fundamental para

luchar contra la pobreza y exclusión social, ha descrito las sutilezas que suelen acompañar a las

estructuras y dinámicas de exclusión en nuestro tiempo. En ese sentido ha descrito los matices que

existen, por ejemplo, entre formas sustantivas de exclusión (aquellas por las que los sujetos son

radicalmente privados del acceso o disfrute de un bien) y formas instrumentales (medidas que se

toman respecto a algunos sujetos que no suponen una privación frontal de algo, pero que sí la

generan indirectamente). Con otros significados, A. Sen también señala distinciones pertinentes

que pueden hacerse entre modalidades efectivas de inclusión plena respecto a algún bien social o

personal importante y aquellas otras que, sin llegar a ser modalidades sustantivas de exclusión, de

hecho representan un contenido o forma de inclusión insuficiente o incompleta, no satisfactoria

respecto a determinados criterios.

Podemos clarificar el significado de unas y otras nociones, aplicándolas al caso de la

educación. Diríamos entonces que, seguramente, nuestra visión del fracaso escolar llega a ser

menos borrosa y quizás mucho más operativa de cara a las actuaciones pertinentes, si lo

13

entendemos como un fenómeno que ha de ser considerado simultáneamente como proceso y como

producto. Es decir, un continuo entre la integración aceptable y la exclusión severa, dentro del que

podrían identificarse zonas de mayor o menor vulnerabilidad o riesgo de que ciertos sujetos

lleguen a ser privados de unos determinados contenidos y aprendizajes escolares. En un

determinado momento de la escolaridad, por ejemplo, podríamos identificar estudiantes que: a) se

hallan aceptablemente bien integrados (sujetos incluidos que van bastante o muy bien en los

estudios), b) otros que empiezan a encontrar algunas dificultades en los aprendizajes, pero que las

van superando sin dejar de pertenecer al grupo de referencia y seguir su ritmo; c) los que repiten

algún curso, lo llegan a superar y se integran de nuevo; d) los que repiten y, a partir de ese

momento, siguen pero ya muy afectados tanto en lo personal como en lo académico; e) alumnos

absentistas y, dentro de ello, con distintas modalidades (González, en prensa); f) quienes se hallan

en situaciones con dificultades ya más importantes y persistentes y son derivados hacia medidas

específicas de atención escolar; g) quienes abandonan la escolaridad y que, en los casos más

extremos, salen de la educación regular obligatoria, o también de ciertas medidas de atención

(inserción), sin los recursos elementales de formación para transitar al mundo del trabajo y adulto

de modo aceptable.

Esa relación, que no tiene aquí otro propósito que el de ilustrar el continuo que va entre la

inclusión educativa y la exclusión (podíamos aquilatar todavía más y mejor las posibles zonas de

riesgo), nos permite precisar algunos conceptos en relación con las aportaciones antes comentadas

de R. Castel y A. Sen, aplicadas a la educación. En primer lugar, que la exclusión educativa no es

un acontecimiento puntual y totalizador, sino que es susceptible de ser analizado y entendido con

diversos niveles dentro de un continuo o trayectoria. En estos tiempos, al democratizarse la

educación, quizás no encontramos a niños o jóvenes radical o sustantivamente excluidos de ella,

pero sí a algunos, o hasta muchos, que están en riesgo de serlo (por ejemplo los que se encuentran

en los ejemplos citados antes desde la (b) hasta la (g). Serían, pues, estudiantes en situación de

vulnerabilidad o de riesgo de llegar a ser excluidos. En segundo lugar, que ante las distintas zonas

y sujetos de vulnerabilidad (riesgo de fracaso a fin de cuentas), se pueden estar aplicando medidas

de inserción preventivas (serían todas aquellas que abordan las dificultades escolares de los

alumnos o alumnas en los momentos en que empiezan a manifestarse: refuerzos y apoyos

especiales, repetición quizás). O, tal vez, actuaciones a agua pasada y de carácter más bien

reactivo, es decir, que se aplican bastante tarde, tan sólo una vez que las dificultades se han hecho

mayores y más persistentes. Sería el caso, por ejemplo, de los programas de diversificación

curricular, o los que, para casos todavía más severos de riesgo, se denominan de garantía social o

iniciación profesional. Y, en tercer lugar, también podríamos plantearnos, al menos como

14

hipótesis de trabajo, que tal vez algunas de las actuaciones destinadas a responder a la

vulnerabilidad de los sujetos realmente les llegan a garantizar unos contenidos y aprendizajes

básicos (inclusión por vías alternativas en respuesta a sus necesidades), o, en realidad, sólo les

ofrecen una inclusión parcial, insuficiente o incompleta (son excluidos de esos aprendizajes,

aunque logren certificados o calificaciones dignas de aprecio, pero quizás devaluadas).

En suma, entre el trayecto que va de la integración a la exclusión educativa, se halla una

tiempo amplio de escolarización al que pueden acceder y permanecer nuestros niños y jóvenes

(eso ha sido una conquista de educación democrática), pero del que no todos sacan los beneficios

formativos básicos, o algunos se hallan en riesgo de no llegar a lograrlos. Cuando esto ocurre,

estamos hablando de estudiantes en riesgo o vulnerables. No padecen exclusión fuerte o

sustantiva, pero sí diversas situaciones y condiciones que pueden llevarles a salir sin la formación

debida, lo que, en sentido fuerte, sería el fracaso escolar. Ante ello podemos estar respondiendo,

como es el caso habitual, con medidas reactivas o preventivas, cada una de ellas con sus propias

consecuencias. Quizás algunas de ellas llegan a integrarlos, incluirlos en la educación, pues a

través de esas vías alternativas al final aprendieron los contenidos y objetivos básicos. Tal vez

otras tan sólo consiguen paliar su exclusión, pues no son efectivas para proveerles una inclusión

suficiente, completa, satisfactoria. En lugar de hablar, por lo tanto, del fracaso escolar como una

categoría imprecisa, es conveniente afinar el lenguaje y hacer eco de viejas y nuevas formas de

exclusión educativa.

4.- Algunas políticas y prácticas educativas de respuesta a la vulnerabilidad escolar

de ciertos estudiantes.-

Para ilustrar algunas modalidades del fracaso escolar interpretado desde las nociones

referidas a la exclusión educativas, considerando algunas de sus posibles o reales formas

emergentes en el contexto de la democratización formal de la educación, vamos a ofrecer algunos

datos en relación con uno de los programas bien conocidos a partir de la aplicación de la reforma

LOGSE (1990), los programas de diversificación curricular (PDC).1

Se trata, en efecto, de una medida extraordinaria de reacción ante dificultades severas

experimentadas por ciertos estudiantes en los últimos cursos de la educación obligatoria. Por el

momento de la escolaridad de los sujetos en que se aplica y por el modo en que ha sido pensada y

1 Los PDC son programas de respuesta extraordinaria a la situación de alumnos de 3º o 4º de la actual ESO que tienendificultades acusadas de seguir el currículo y enseñanza regular y que son catalogados como alumnos que, de seguirasí, no llegarán a titularse. Sus propósito son los de garantizar los aprendizajes del currículo común, adoptar para ellomedidas especiales de atención a la diversidad y lograr que los estudiantes a los que van dirigidos se gradúen en laeducación obligatoria.

15

llevada a cabo, cabe calificarla como una medida extraordinaria. O, por decirlo con otras palabras,

una actuación reactiva, en gran medida a agua pasada (Escudero, en prensa).

Por no extendernos en exceso, eludiremos entrar en comentarios detallados de la estructura y

composición del programa, que es ampliamente conocido en nuestro sistema educativo todavía

vigente donde todavía tienen su espacio, toda vez que no llegaron a aplicarse las medidas

legislativas a la diversificación diseñadas por la Ley de Calidad (LOCE, 2002).

En realidad, lo que nos interesa ilustrar con este ejemplo es en qué grado, como una medida

de actuación reactiva, tiende a lograr o no una inclusión educativa de sus estudiantes por vías

alternativas, o, más bien, en qué medida, a pesar de las buenas intenciones, no logra una inclusión

suficiente, completa, satisfactoria. Si, tras analizar su funcionamiento y resultados para los

estudiantes destinatarios, pudiéramos concluir que el sistema les ha ofrecido vías alternativas,

aunque separadas del resto de su curso y compañeros, para lograr los aprendizajes debidos,

diríamos que nuestra escuela o institutos están afrontando la vulnerabilidad escolar de ciertos

estudiantes con dificultades importantes y logrando incluirlos satisfactoriamente, es decir,

garantizándoles los contenidos y aprendizajes mínimos de la ESO. En caso contrario, tendríamos

que sostener que, a pesar sus propósitos, la tal diversificación podría estar significando alguna

modalidad sutil exclusión educativa. Si así fuera, seguiríamos persistiendo en hacerla recaer

preferentemente sobre los sujetos más desfavorecidos, ya que nuestros datos así lo documentan en

cuanto a su extracción sociocultural (Martínez, Escudero, González, García y otros, 2004).

No es éste tampoco el momento de explicar con detalle cuáles fueron los dispositivos

teóricos y analíticos que dispusimos en la investigación sobre el particular. Decir tan sólo que

utilizamos una combinación de instrumentos cuantitativos y cualitativos, estudios de campo y

estudios de casos. Haciéndonos eco de otros estudios e investigaciones sobre el tema, recogimos

diversas informaciones y datos acerca de cómo son considerados por parte del profesorado y en

base a qué se les etiqueta, cómo los sujetos afectados se perciben a sí mismos y cuáles son sus

perspectivas y valoraciones de los programas (es fundamental contar con sus puntos de vista), qué

currículo se diseñó y cómo, qué enseñanza se les ofreció y qué aprendieron, así como otros

referidos a las condiciones de trabajo y la preparación del profesorado que atiende a estos

estudiantes.

En la investigación y en otras publicaciones escritas que el equipo ha publicado a partir de

aquella, se han descrito con detalle aspectos relativos al perfil personal y sociofamiliar de los

estudiantes (Portela, 2004), el sustrato sofisticado de tipificación y derivación hacia estas medidas

(Nieto, 2004), el currículo y la enseñanza (Escudero, 2004), así como distintos aspectos

16

organizativos de los centros donde se ha venido impartiendo el PDC. Veamos aquí una muestra

como la que se contempla en los puntos siguientes.

4.1 Las percepciones de sí mismos por los estudiantes y las percepciones sobre ellos del

profesorado.-

Este es un primero asunto sobre el que nos parece pertinente considerar ciertos datos

ilustrativos. Ofreceremos, en primer lugar, los obtenidos del profesorado que trabaja con ellos y

del profesorado regular, para pasar a continuación a los de los propios estudiantes. A partir de una

serie de preguntas al profesorado de PDC y de clases regulares sobre los alumnos de

diversificación, se obtuvieron contestaciones como las que siguen, presentadas en los valores

medios (3) o altos (4+5) de la escala de respuestas.

Regular 4+5* Son como la mayoría, pero no se afrontaron

en el momento debido sus dificultades 33.3 50.00(35.3) (39.70)

* Tienen menos capacidades para aprender 42.6 35.00(19.4) (56.90)

* Menos motivación y hábitos estudio, pero nomenos capacidades 20.8 50.80

(16.9) (45.1)

* No irían al PDC si se seleccionaran mejor loscontenidos y utilizaran otras metodologías 13.00 20.4

( 6.90) (15.30)

* En el PDC vuelven a interesarse más 16.70 77.80(37.0) (45.20)

* Pasan bastante del estudio 27.80 27.80(25.40) (42.20)

Los porcentajes que aparecen en primer lugar corresponden al profesorado del programa;

los que están por debajo y entre paréntesis, al resto del profesorado de los centros.

Lo primero que salta a la vista de cualquier observador es que el profesorado regular tiene

percepciones y valoraciones notablemente más negativas sobre estos estudiantes que los que

trabajan con ellos en el programa en cuestión. El dato es susceptible de análisis y valoraciones

diversas. Baste decir, para ir ilustrar la naturaleza del problema, que, si los alumnos destinados a

17

esta medida especial han terminado en ella, ha sido porque proceden de un espacio educativo

anterior, el regular, donde trabajan los docentes que nos muestran una fotografía de ellos

marcadamente negativa. Desde sus puntos de vista, no son como la mayoría ni desde luego

podrían haberse hecho las cosas de otro modo para evitar su derivación al programa, no tienen ni

capacidades ni motivación, pasan bastante del estudio y ni siquiera con estas medidas llegan a

interesarse por aprender. Por su parte, los profesores que les enseñan sostienen perspectivas y

juicios más positivos, tanto sobre sus capacidades como sobre su capacidad de volver interesarse

por aprender. Un porcentaje amplio les consideran prácticamente como los demás, sólo que no se

atendieron sus necesidades en el momento necesario. Es cierto que, aunque en menor grado que

los otros profesores, también llegan a sostener, un tanto contradictoriamente con lo anterior, que ni

siquiera habiendo seleccionado mejor los contenidos de la ESO y utilizado otras metodologías de

enseñanza, se podría haber evitado su derivación hacia el programa de diversificación. Aunque

con algunos matices como éstos, una parte del problema a la que nos remiten estos datos se

localiza en el patrón de consideración, creencias y juicios que la escuela regular sostiene de los

estudiantes que encuentran dificultades de aprendizaje en el currículo y aulas ordinarias. El éxito o

el fracaso en particular es algo que, según ese esquema de interpretación enquistado en nuestros

centros, reside mucho más en las características intelectuales o la motivación de los alumnos que

en aquellos contenidos que se les enseña y las metodologías que se utilizan. Esto último, los

contenidos de la enseñanza y las metodologías, prácticamente quedan exonerados de cualquier

responsabilidad. En todo caso es mínima: cada estudiante como sujeto es quien, a la postre, se

labra su propio trayecto y destino escolar casi irremediable, dado el déficit de capacidad y

motivación que se les imputa, que seguramente tienen a esas alturas de su vida escolar, pero con el

que, posiblemente, no entraron en la escuela ni nacieron. ¿Dónde quedaría, pues, una posible

concepción de la escuela y los docentes, el currículo, los contenidos y la enseñanza, como resortes

para compensar capacidades y motivaciones no adecuadas a las reglas del juego y dónde la

atención personal a las necesidades singulares de los estudiantes en desventaja? ¿Dónde,

asimismo, la mínima sospecha de que acaso las dificultades escolares pudieran tener algo que ver

con las propias reglas establecidas para decidir qué y cómo enseñar? Pues, a la vista de estos datos

y de otros muchos aparecidos en las investigaciones (Hixzon y Tinzman, 1990; Rossi, 1994;

Baker, 2002; Sellman y otros, 2002; Marchesi y Pérez, 2003), no, precisamente, en aquellos

lugares donde habitan las creencias más al uso y los sistemas de atribución de responsabilidades

respecto al éxito y el fracaso que rigen nuestras escuelas. La tendencia, por lo tanto, es a colocar el

balón de la exclusión educativa en el tejado de los estudiantes. ¿No será una forma de desacreditar

el valor y la función de la institución escolar?

18

¿Y cómo ven las cosas los estudiantes implicados en el PDC? Pues, con algunos puntos de

coincidencia y notables discrepancias con los de sus profesores. Veamos una muestra de sus

respuestas a cuestiones parecidas a las anteriores que se les preguntaron. Como se puede observar

en la tabla que se presenta, aquello en lo que los alumnos están más de acuerdo es en que “si

hubieran tenido el apoyo y la atención debida en su momento, no habrían tenido que estar en el

programa de diversificación curricular” en el que ahora se encuentran.

Aunque en menor grado, algo más de la mitad está de acuerdo en que no les gusta estudiar ni

se esforzaron como era preciso; un tercio de ellos subscribe la misma apreciación en grado

regular. Los demás aspectos (dificultades en el estudio por distracciones como las indicadas, no

haber sabido estudiar, o que la mayoría de sus amigos pasan del estudio –recuérdese la posible

importancia atribuida a este factor en alguno de los esquemas previos - muestran valores

heterogéneos. A su vez, nos ha llamado la atención la disculpa de las propias familias en lo que se

refiere a su falta de motivación y ayuda en relación con la escuela y la formación.

En ningún caso tendríamos por qué aceptar una valoración incondicional de las perspectivas

y apreciaciones de los estudiantes. Y, desde luego, los datos numéricos de sus respuestas al

cuestionario han de ser puestas entre paréntesis, lo mismo que procede hacer con los de los

profesores. Así y todo, sin embargo, el mensaje de fondo vendría a ser que los alumnos sostienen

en mayor medida que sus profesores la idea de que no recibieron en el momento oportuno las

3 4+5- Si hubiéramos tenido apoyo yatención en su momento, noestaríamos en el PDC 9.5 80.7

- Ni nos gusta estudiar ni nosesforzamos lo debido 29.2 52.3

-Dificultades en el estudio por asuntos (TV, salir, video, juegos electrónicos, etc.) 29.7 34.40

- No he sabido cómo estudiar 25.8 35.80

- La mayoría de amigos pasan bastante del estudio 28.5 25.10

- Nuestra familias no nos motivanni ayudan 11.8 16.11

19

atenciones y apoyos que podrían haberles evitado el PDC, además, naturalmente, de que ellos

también pusieron algo de su parte (así lo reconocen) para haber llegado a esa situación.

Sin entrar en mayores precisiones, este contraste de perspectivas nos induce a sostener que si

la consideración y el trato de los estudiantes que tienen dificultades estuviera operando bajo

creencias y prácticas más ponderadas (repartiendo acciones y responsabilidades entre lo que las

escuela les ofrece, cómo lo hace y lo que los alumnos se esfuerzan y trabajan), acaso el devenir de

los sujetos diferentes por la escuela podría ser de otro y llevar a mejores puertos, incluso quienes

encuentran más dificultades en el estudio.

4.2 El currículo construido en la planificación del programa.-

Los contenidos, los niveles de exigencia y las expectativas que se sostienen respecto a los

alumnos en situación de vulnerabilidad son, seguramente, buenos indicadores del grado en que

este tipo de medidas persiguen realmente una inclusión aceptable o se quedan, por lo que fuere, en

destinarles a salidas de emergencia, quizás por eso mismo empobrecidas, insuficientes y

devaluadas.

La normativa sobre el PDC se ha limitado a establecer algunas condiciones generales que

debían tener estos programas (lograr los objetivos y contenidos de la ESO por otras vías

alternativas), atenerse a una planificación más integradora del currículo, concretamente a través de

los ámbitos sociolingüístico y científico y tecnológico, y encargar su formación a profesorado de

ámbito, además de los correspondientes a las materias del currículo regular que siguen

compartiendo con su grupo de referencia. También sobre cada una de estas cuestiones podríamos

comentar diversos datos de los cuestionarios aplicados y las entrevistas realizadas, ero nos

limitaremos a seleccionar algunos parciales, ya que son suficientemente ilustrativos. Obsérvense

los que aparecen en la tabla siguiente.

20

3 4 + 5* Se han diseñado materiales específicos y adapta-

a necesidades y nivel aprendizaje de alumnos 17.0 66.0

* Se contó con información para seleccionar conte-nidos y su secuencia en el PDC 27.5 49.1

* Se han modificado los contenidos y actividadesde curso ordinario para superar sus lagunas deaprendizajes 37.0 48.2

* Los contenidos están organizados por asignaturas,por la dificultad de globalizarlos (1+2=29.9) 24.1 29.6

* Se realizó una discusión a fondo sobre contenidosy aprendizajes a trabajar con los alumnos PDC 29.2 22.9

Dentro del conjunto de requerimientos establecidos por la administración para aceptar la

solicitud del programa por los centros, se dejó un considerable margen de maniobra – es una

forma de delegar autonomía – en relación con diversas cuestiones como las reflejadas en la tabla

precedente. Como indican los datos, la selección y elaboración de materiales para la enseñanza y

el aprendizaje fue lo que más atención y dedicación recibió. Algo que es comprensible, desde

luego, por las peculiaridades del programa y sus estudiantes, pero que, al mismo tiempo, quizás

resulta un buen exponente de su marginación administrativa, curricular y editorial, además de la

organizativa, tal como ha documentado (González, 2004).

Lo que menos atención y trabajo recibió por parte de los centros y el profesorado fue, como

se ve en la tabla, “la realización de una discusión a fondo sobre los contenidos y aprendizajes a

desarrollar con los estudiantes”. En niveles intermedios de respuesta se encuentra el haber

contado con información previa sobre los estudiantes para diseñar el programa, la integración de

las asignaturas (aunque ésta era una característica distintiva de la diversificación) y la

modificación de los contenidos y metodologías en relación con los de las aulas ordinarias.

Tanto por estos datos como, sobre todo, por las informaciones derivadas de las entrevistas, el

diseño o planificación de la diversificación en los centros está lejos de haber concitado toda la

atención que requería. Al tratar de responder a la vulnerabilidad de ciertos alumnos, hubiera sido

razonable esperar que el diseño del currículo se hubiera hecho con más discusión, reflexión e

información, con una reconstrucción a fondo de los contenidos y aprendizajes esenciales, así como

21

con una previsión relevante y razonable de todo lo relativo a las metodologías de clase y la

evaluación. Por desgracia, no parece que eso haya sido lo habitual. Es más, en las entrevistas, el

profesorado tendía a declarar que para ellos era mucho más importante el trabajo de su aula que el

diseño del programa por el centro: en muchos casos se nos dijo que ya estaba hecho cuando ellos

se incorporaron al centro y al programa, así como que, en ese nivel, no se había revisado ni

reajustado durante los años. De ese modo, lo que había que trabajar y cómo se decidía bastante

personalmente cada año, generalmente a la baja y procurándoles a los estudiantes una vía para la

graduación más que el que realmente alcanzaran los contenidos y objetivos mínimos de la etapa,

lejos de sus capacidades y motivaciones.

En nuestro estudio, al igual que otros ya citados, se ha podido comprobar que la existencia de

una historia escolar previa de estos estudiantes ya plagada de dificultades y desenganche de la

escuela, un conjunto de percepciones negativas sobre sus capacidades e intereses y expectativas

rebajadas sobre sus posibilidades por los centros y el profesorado conforman una plataforma desde

la que se decide, a veces más sobre implícitos que conscientemente, un currículo y aprendizajes

reducidos a mínimos. Tanto que, de ese modo, ni siquiera esos mínimos quedan luego

garantizados. Es un indicio relevante que sirve para albergar la sospecha de que seguimos más en

una vía de inclusión parcial e insuficiente que plena; más en una práctica bien intencionada para

incrementar las tasas de graduación en secundaria, que un plan bien articulado para hacer posibles

que los objetivos y aprendizajes básicos se consigan.

4.3. Otros datos sobre la enseñanza y el aprendizaje.-

Las tareas y actividades escolares que se realizan en las aulas, así como las relaciones entre

los alumnos y profesores son también exponentes del tipo de enseñanza y formación que se les

ofrece a los estudiantes de que estamos hablando. De nuevo los cuestionarios y las entrevistas

realizadas nos proporcionaron algunos indicios que merecen atención. Consideremos primero la

imagen de las clases ofrecida por el profesorado de PDC y después la de los estudiantes.

22

3 4 + 5

* El programa propicia relación social y personal

más cercana entre alumnos y profesores 5.6 94.4

* Se utiliza mayor variedad de actividades en aula 9.3 88.9

* Relaciones de los alumnos entre sí, buenas 14.8 83.3

*En las clases se tiene en cuenta su realidad perso-

nal y social y se tratan temas de actualidad 21.2 73.1

* Los contenidos están más organizados en torno

a temas, proyectos, que en las otras clases 22.2 70.4

* Los contenidos son los del currículo general,

pero con un nivel menor de exigencia 11.1 64.6

* Se utiliza el trabajo en grupo frecuentemente 37.7 54.4

* No cambian sensiblemente ni los contenidos ni

los métodos (1+2=57.4) 14.8 27.8

Las clases de PDC según esos datos podrían ser descritas en relación con tres dimensiones

más relevantes: el clima de relación social y personal, las tareas y contenidos y las actividades que

se realizan. Aunque por diversos motivos no fue posible realizar observaciones directas de la

enseñanza, esos datos del cuestionario, complementados con las informaciones de las entrevistas,

nos hacen suponer que el trabajo de aula ocurre generalmente con un buen clima de relación entre

profesores, alumnos y éstos entre sí. Es el dato más comúnmente citado. Así se refleja en las

respuestas al cuestionario y también ser corroboró en las entrevistas. En ello coinciden los

docentes y también, como veremos luego, los mismos estudiantes. Como hemos hecho en otros

trabajos (Martínez, Escudero, González, García y otros, 2004; Escudero, 2004; en prensa) esa

información debe subrayarse y valorarse muy positivamente. Revela, en suma, dos cosas: una, que

ciertos estudiantes, al encontrarse con un ambiente de clase y relación diferente de la regular, son

mucho menos “folloneros” que lo que suelen denunciar los docentes ordinarios; dos, que cuando

alguien se interesa personalmente por ellos y les presta la atención debida, eso se convierte en un

poderoso estímulo para que se vuelvan a enganchar en el trabajo y aprendan más que en el caso

contrario.

Asimismo, en esas clases se utilizan actividades más variadas: en caso contrario, como

confiesan sus profesores, se duermen y terminan pasando de las tareas escolares. Lo que ocurre al

mismo tiempo, por lo visto, es que esa variedad puede ocultar una merma de la relevancia y el

23

rigor de los contenidos. Los docentes confiesan que “se ven obligados” a rebajarlos, tanto por el

nivel bajo que llevan consigo como para que se puedan graduar. La pérdida del rigor de los

contenidos y la persecución de aprendizajes superiores (análisis, síntesis, resolución de problemas,

etc.) vendría a ser la moneda que se paga para que no sigan perdidos. Es algo bien distinto, por

desgracia, de lo que proponen quienes, justamente para trabajar con estudiantes en riesgo,

sostienen que hay que sostener altas las expectativas y el rigor del currículo, estimular su

capacidad de pensar y resolver problemas significativos, exigir más esfuerzo con una enseñanza al

mismo tiempo más rica y estimulante (Hizxon y Tinzman, 1990; Johnson y Rudolph, 2001;

Perrenoud, 2002). Aunque en nuestra muestra se afirma que se llevan a cabo proyectos integrados

de trabajo y metodologías de trabajo cooperativo, sus valores y frecuencia parece difuminada por

lo que acabamos de comentar.

La imagen ofrecida sobre las clases por los estudiantes no permite, a su vez, complementar

esas apreciaciones. Veamos la tabla de datos en la que hemos resumido algunas de sus

valoraciones acerca del tipo de tareas y operaciones intelectuales que han de realizar con menor o

mayor frecuencia; recogemos tan sólo sus puntuaciones agregadas en los valores superiores de la

escala.

4+5

1° Comprender los temas y contenidos 88.7

2° Hacer ejercicios de aplicación 85.0

3° Razonar y resolver problemas 74.0

4° Trabajar con los compañeros y ayudarse 66.7

5° Tratar y discutir temas de actualidad 54.3

6° Elaborar trabajos escritos y exponerlos 49.7

7° Escuchar y memorizar contenidos 45.0

6° Realizar actividades prácticas 42.0

Como se observa, los estudiantes de PDC precisan algo más qué tipo de actividades hacen

con más frecuencia en las clases (comprensión de los contenidos, ejercicios y resolver problemas),

y también declaran que trabajan en grupo con bastante frecuencia. Son menos citadas las

actividades consistentes en elaborar y exponer en clase trabajos, así como realizar actividades

prácticas. En su parecer, asimismo, se insiste mucho menos en que se aprendan las cosas de

memoria.

24

Si pudiéramos dejar de lado el rigor de los contenidos, de las actividades realizadas habrían

de aprender bastante las clases ordinarias. Hay indicios de que en estas clases se busca más la

comprensión mediante diversos tipos de actividades, lo que seguramente contribuye a que, como

confiesan los profesores, se restauren algunos aprendizajes mal establecidos con anterioridad. Se

estaría persiguiendo más profundizar y entender los contenidos (la pena es que estén reducidos a

lo mínimo) que en la memorización superficial que impide aprendizajes más sólidos y menos

propensos a provocar desenganches (Darling Hammond, 2001).

Todo ello contribuye a dos resultados que son dignos de consideración. Por las propias

características de la diversificación, cuyo carácter marginal ya hemos mencionado, no hay datos

fiables sobre la evaluación y los resultados salvo los que se refieren a los índices de graduación.

Según los datos documentales de la investigación citada (Martínez y otros, 2004), en la Región de

Murcia se gradúan a través del PDC en torno al 80% de los alumnos y alumnas que la cursan (por

cierto, es mayor el número de chicos que de chicas). Según las apreciaciones de los profesores, ese

índice estaría en torno al 72%. De los que se gradúan, la mayor parte de ellos pasan a ciclos

formativos; sólo en torno a un 10% lo hace al bachillerato. A pesar de estas imprecisiones, no es

para echar en saco roto la valoración de la diversificación. Además de que a la mayoría de sus

estudiantes les ayuda a restañar heridas académicas, mejorar la propia autoestima bastante dañada,

les vuelve a conectar con el estudio y les abre vías positivas al graduarse para proseguir otras

opciones de formación, la diversificación también contribuye a maquillar las cifras regionales de

titulación de las cohortes de edad correspondientes. Si no fuera por la diversificación, los índices

de no graduación sería muy superiores al 40% (Martínez y otros, 2004, en particular el capítulo

dedicado al análisis de los datos regionales).

Adicionalmente, para los estudiantes que han cursado el PDC, los resultados no sólo han sido

de orden académico. Sus valoraciones del programa, en línea con algo que ya hemos comentado,

apuntan a que, desde su punto de vista, dentro del mismo se les ayuda más ante las dificultades

que en la ESO ordinaria (86.9%); los profesores les prestan mayor atención (76.1%) y sus

relaciones con los profesores son mejores que antes (74.5%). Son aspectos que nos llevan a

insistir, una vez más, en la importancia que tienen los vínculos personales y sociales positivos, de

apoyo y atención, para facilitar el aprendizaje escolar. Seguramente son todavía más decisivos

para aquellos alumnos que están aquejados, por los motivos múltiples de fueren, de mayores

riesgos de exclusión (Escudero, en prensa).

25

4.4 Los recursos, las condiciones de trabajo y la formación del profesorado.-

Estos tres aspectos tienen, como es fácil de suponer, una importancia en la naturaleza y el

funcionamiento de este programa. En el supuesto de que realmente estuviera inscrito en el marco

de una política de discriminación positiva a favor de los estudiantes más desfavorecidos, todos

ellos deberían estar satisfactoriamente tratados y resueltos. La realidad que hemos observado en

nuestra investigación, sin embargo, no permite corroborar esa hipótesis, sino más bien lo

contrario. Veamos una tabla donde aparecen algunos ítems y sus correspondientes respuestas

según los profesores de diversificación.

3 4+5

* Hay recursos suficientes para ofrecer calidad en PDC 16.7 51.0

* El Orientador/a ofrece apoyo, estímulo 35.8 50.9

* Ha ido aprendiendo trabajando en el centro con los

Profesores PDC, Orientador/a (n.c=11.1) 29.6 44.5

* Vd. se ha sentido valorado, reconocido (1+2=26.5) 34.0 32.2

* Ha ido recibiendo formación permanente y útil a

lo largo del tiempo (n.c.=27.8) (1+2=31.5) 13.0 27.8

* Se ha formado trabajando en grupo con otros pro-

fesores del PDC (n.c.=33.3) 18.5 20.4

* Antes de entrar a enseñar en PDC, recibió formación

para trabajar dificultades de aprendizaje (N.C=42.6) 16.7 13.0

Los datos anteriores casi hablan por sí mismos; su mensaje, además, permite entender

mejor algunos de los aspectos previamente presentados y comentados. Si se exceptúan los dos

primeros ítems (recursos disponibles y orientación y apoyo por parte del Departamento de

Orientación de los centros), que reciben puntuaciones medias y eso ya representa por sí mismo

algún género de problema, todos los restantes son demasiado sombríos. Son de este tenor los que

atañen al grado de valoración y reconocimiento que se les ofrece a los profesores desde su punto

de vista, que es manifiestamente bajo, así como también todos los relativos a la formación. En

relación con la primera de estas cuestiones, no sólo es que el profesorado de diversificación no se

sienta debidamente reconocido, es que incluso se siente como un intruso en los centros y bastante

aislado, tal como manifiestan algunos de ellos en las entrevistas. Puede deberse, en el caso

26

particular murciano, al sistema de adscripción del profesorado al programa, que básicamente

ocurre por un concurso de traslado que queda fuera de los cauces regulares que rigen tal operación

y que, por lo visto, no contribuye a que los demás docentes lo consideren correcto. En relación

con el tema de la formación, es realmente sorprendente para mal que sólo una mínima porción

declare haber recibido formación sobre el trabajo con alumnos con dificultades antes o durante su

pertenencia al PDC. Ni la formación inicial ni la formación durante el tiempo de su trabajo en el

programa tienen un peso ni siquiera aproximado a lo que cabría esperar. Según mi parecer, este

dato revela otro indicador más, acaso el más negativo, del lugar residual del programa. Es

singularmente grave, pues está destinado a trabajar con alumnos expuestos a serios riesgos de

exclusión educativa. No es sorprendente, asimismo, que sin otros referentes, conocimientos y

capacidades que las que cada cual tiene como profesor o profesora ordinario; siendo conscientes

del peso mínimo por no decir nulo de una formación idónea para pensar y tratar la diversidad; y

teniendo que inventar la actuación docente sobre la marcha, lo mejor que pueden hacer con los

alumnos con quienes trabajan es lo que ellos mismos nos dicen: echarle imaginación al tema y

sacar lo mejor que uno puede dar de sí mismo. ¡Sería curioso que un cirujano que ha de intervenir

los casos clínicos más complicados, nos tuviera que decir que lo hace a base de creatividad y

buena voluntad!

El asunto de la formación, tal como hemos apreciado en nuestra investigación, nos parece tan

preocupante, no sólo porque, como vemos, prácticamente no ha ocurrido. Lo es todavía más, si

cabe, porque, al preguntarle al profesorado sobre los asuntos que habrían de ser acometidos con

mayor urgencia para mejorar el PDC, la formación, tanto la inicial como la permanente, ocupa los

últimos lugares en una lista de ocho posibles ámbitos de actuación, junto con la consideración de

que no es para nada necesario mejorar el funcionamiento interno de los centros y los

departamentos. Sin comentarios. En el fondo, el éxito o el fracaso está en el tejado de los

estudiantes, no en el currículo, la enseñanza y las metodologías didácticas, ni, por lo que parece,

en una mejor formación y preparación del profesorado. Allí donde no llegue el conocimiento y la

fundamentación rigurosa de la educación, la iniciativa personal y sobre la marcha, la creatividad y

la buena voluntad encuentran su cobijo. ¡Así nos van las cosas! Digámoslo, no obstante, sin

ninguna merma del valor, dedicación y empeño personal que el profesorado de diversificación, en

su amplia mayoría, les viene dedicando a estos estudiantes, tal como éstos mismos reconocen y

bien valoran.

27

5. Conclusiones y propuestas.-

Como hemos tratado de explicar, el fracaso escolar es un fenómeno con caras e

implicaciones múltiples. Afecta negativamente al desarrollo y crecimiento de los miembros más

jóvenes de la sociedad, a algunos de sus individuos en particular que, como personas, tienen un

lamentable encuentro con experiencias de catalogación, descalificación y devaluación de sus

capacidades y posibilidades intelectuales, personales y sociales. Está asociado a estructuras y

dinámicas sociales y económicas de exclusión social que se proyectan sobre las escuelas y la

educación. Éstas, a su vez, cuando construyen y certifican el fracaso personal contribuyen a

perpetuar las diferencias sociales y personales convirtiéndolas en desigualdades educativas y

desigualdades sociales.

Al privar y cerrar ventanas de formación y desarrollo, al negarles a algunos estudiantes,

generalmente los más desfavorecidos, la formación de base a la que tienen derecho por razones de

justicia y democracia, el fracaso escolar pone al descubierto el orden y la orientación moral

deficitaria de la sociedad, de sus instituciones, en particular las educativas. Revela alguna de las

más flagrantes contradicciones que existen al reconocer, de un lado, que la educación es un

derecho esencial que ha de garantizarse a todos los ciudadanos y, de otro, hacer dejación de la

voluntad política, racionalidad e impulso moral que cualquier sociedad necesita para hacer posible

su propia supervivencia humana y justa.

En orden a armar las políticas de lucha contra el fracaso o la exclusión educativa, la teoría

pedagógica tiene que mejorar sustantivamente la comprensión de la naturaleza y dimensiones de

la exclusión educativa, las zonas de vulnerabilidad escolar a las que se confina a ciertos

estudiantes y las modalidades, sutiles o explícitas, a través de las que se definen y decretan las

dificultades escolares. También, los presupuestos, programas y prácticas que se disponen para

responder a situaciones de riesgo escolar de determinados sectores de la población escolar.

Aunque las cifras del fracaso escolar, en lo que se refiere al porcentaje de sujetos que salen

del sistema sin la formación de base obligatoria, son injustificables en sus actuales cotas, todavía

lo son más si atendemos a qué se decide y cómo se hace en relación con los estudiantes en

situación de vulnerabilidad escolar. Como hemos mostrado, los estudiantes que se salen del patrón

de “alumno adaptado” quedan, sutil o explícitamente, afectados por percepciones y valoraciones

devaluativas, expectativas a la baja, un currículo planificado y una enseñanza ofrecida a la baja,

para cubrir tan sólo aprendizajes mínimos. De ese modo, aunque hay que reconocer

explícitamente la contribución paliativa de una exclusión educativa severa al aplicarse programas

como el de diversificación, por esa vía sólo se logro una inclusión insuficiente, incompleta y, en

gran medida, devaluada. Medidas como ésa de atención a la diversidad por abajo de ciertos

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estudiantes no serían cuestionables en sí mismas si, aunque fuera reactivamente, lograran

incluirlos a sus destinatarios en los aprendizajes de base considerados necesarios. Sí lo son, al

menos parcialmente, porque representan formas sutiles de marginación y exclusión, que no sólo

afectan a los estudiantes sino también al programa como tal, su currículo, enseñanza y resultados,

así como a los docentes que son destinados al mismo, y también marginados en algunos aspectos

como los que se han puesto de manifiesto: medios y recursos, reconocimiento y valoración,

formación inicial y desarrollo profesional a lo largo de su trabajo con los estudiantes que tienen

más dificultades.

Cualquier política de lucha activa contra la exclusión educativa ha de transitar por varios

frentes. Uno de ellos, que nos parece decisivo, es el de las ideas, las creencias, las valoraciones de

la diversidad por abajo, las expectativas y juicios que penalizan, en alguna medida, a las víctimas

del orden social y escolar establecido y no cuestionado. Otro, también fundamental, es el de las

prácticas. Tanto las que se refieren a la inserción de los programas de respuesta extraordinaria a la

diversidad de los alumnos con dificultades en el contexto del sistema educativo (administración,

gestión, supervisión, seguimiento y evaluación), como las que atañen al diseño y desarrollo y

evaluación del currículo y la enseñanza que se diseña y provee. Si los presupuestos y prácticas que

caracterizan a este tipo de programas se acogen al principio general de “lograr mínimos de

formación”, la educación que seguirán ofreciendo será tan sólo paliativa, empobrecida, devaluada

escolar y socialmente. Si, además, los programas en cuestión, los recursos dispuestos y los

profesores adscritos sufren algunas formas de marginación como las que hemos apuntado, ésa será

posiblemente la vía más directa hacia la marginación de los estudiantes adscritos y de su

educación. Es deseable un equilibrio mucho más riguroso que el corriente entre las medidas de

respuesta preventivas y reactivas. Ello ha de traducirse en el principio general de que la atención a

la diversidad, a toda la diversidad común de todos los estudiantes, ha de ser un objeto prioritario

de todo el sistema educativo, de todos los centros y todo el profesorado e, incluso, de toda la

comunidad escolar y el medio social. Si algunas de las raíces del fracaso o la exclusión educativa

en sus distintos contenidos y modalidades residen en contextos que sobrepasan al sistema escolar,

a los centros y al profesorado, será ineludible pensar y promover políticas y actuaciones que

lleven a asumir responsabilidades en diversos niveles escolares y sociales. En ellas, como planes

concertados y coordinados de actuación para la lucha contra el fracaso escolar, hay que idear y

situar con acierto el papel de las familias, la comunidad y diversos agentes sociales, al lado del

que ciertamente les corresponde a los poderes públicos y la administración de la educación, a los

centros y equipos directivos, al profesorado y otros profesionales que inciden en la educación. La

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exclusión social y educativa sólo seguirá siendo una fatalidad, si así lo consentimos y seguimos

insensatamente empeñados en una deriva tan peligrosa como ésa para las personas y la sociedad.

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