Forno, Ricardo M. - Mitos Actuales

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MITOS ACTUALES ¡NO NOS ENGAÑEMOS! (UNA FILOSOFÍA DE VIDA) RICARDO M. FORNO

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MITOS ACTUALES

¡NO NOS ENGAÑEMOS!

(UNA FILOSOFÍA DE VIDA)

RICARDO M. FORNO

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MITOS ACTUALES

¡NO NOS ENGAÑEMOS!

(UNA FILOSOFÍA DE VIDA)

RICARDO M. FORNO

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MITOS ACTUALES

INTRODUCCIÓN

¿DE QUÉ SE TRATA?

Alguien dijo una vez que “el sentido común es el menos común de los sentidos”. Desde entonces, muchos han repetido la frase, pues es fundamentalmente cierta.

En efecto, una persona inteligente puede comportarse en muchos aspectos como si fuera totalmente estúpida o, peor aun, hacer exactamente lo contrario de lo que le debería aconsejar su inteligencia. En general, este comportamiento se produce con respecto a lo que más de cerca le toca a esa persona: cómo se ocupa de su salud, qué hace con su dinero, de qué manera se relaciona con otros, etc. Esa persona inteligente suele ver claramente las soluciones para los problemas de los demás, pero es incapaz de solucionar los propios.

Las causas de este comportamiento desconcertante deben buscarse, como veremos, en los engaños de que somos víctimas y de los que hacemos víctimas a los demás, y sobre todo en los engaños de que nos hacemos víctimas a nosotros mismos.

Muchos engaños se perpetúan en la forma de mitos.

De ahí el título del libro: Mitos actuales, y su subtítulo: no nos engañemos: una filosofía de vida. O sea: no nos dejemos engañar; no engañemos a los demás; y, sobre todo, no nos engañemos nosotros mismos.

Cuando dejemos de engañarnos, eso no resolverá mágicamente todos nuestros problemas, pero los reducirá al mínimo inevitable ocasionado por cómo es el mundo.

Tal es la tesis que propongo aquí, pero no debe confundírsela con un ataque contra la mentira. Si consultamos el diccionario, veremos que mentir es “decir algo contrario a la verdad”, mientras que engañar es “dar a la mentira apariencia de verdad”. Quizá estas definiciones no despejen

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suficientemente el tema, pero debe quedar claro que el engaño es una cosa más retorcida que la simple mentira. La diferencia fundamental está en que, en el engaño, quien es víctima de una mentira podría descubrir por sí mismo cuál es la verdad, teniéndola todo el tiempo ante sus narices, pero prefiere creer que tal mentira es una verdad.

La experiencia muestra que el engaño, y sobre todo el auto-engaño, no es tan infrecuente como pudiera pensarse. Más aun, la mayoría de la gente sufre en algún grado este mal, algunos más y otros menos. Estas formas de conducta se perpetúan por la transmisión de padres a hijos, y son inculcadas y favorecidas por la sociedad en general, y especialmente por los grupos influyentes de la sociedad.1

Contra esta desdichada situación se han alzado últimamente muchas voces, tanto en disciplinas técnicas (psicología, sociología) como en obras literarias. En la Bibliografía inserta al final de este libro, se encontrará una lista de publicaciones dentro de esta línea. De varias de estas publicaciones he tomado ideas. Sin embargo, este libro no es una antología o resumen de los otros, sino que unifica varios enfoques hasta ahora no relacionados. Además, introduce varias ideas nuevas, y en ciertos casos disiente con las de otros autores.

La mayoría de las publicaciones sobre este tema se escribió originalmente en inglés. Las traducciones disponibles suelen ser mediocres, entre otros motivos porque no siempre los ejemplos pueden ser transportados de medio ambiente sin que se distorsionen. Creo que ésta es la primera obra sobre el tema escrita originalmente en castellano.

1 Como para un amigo esto de los “grupos influyentes de la sociedad” no quedaba muy claro, mencionaré algunos que, para mí, lo son.

Entre los grupos que afectan al individuo en los países occidentales están la familia, los grupos de jóvenes, los medios de información y desinformación (periódicos, radios, televisión, revistas), los gobiernos, las iglesias, los clubes, el vecindario, los partidos políticos, algunas grandes empresas, etc. Muchos los llaman “ellos”: “Ellos” no te dejan hacer esto, “ellos” pretenden esto otro... y, pese a aparentes actitudes de rebeldía, absorben sus preceptos. De ninguna manera se piense que con lo dicho aconsejo que se proscriba a tales entes. Por ejemplo, la familia es una institución imprescindible para una vida sana y ordenada. Pero la familia no es perfecta, bien lo sabemos: en muchos casos falla, y en otros nos inculca conductas inapropiadas junto con la alimentación material y espiritual pertinente.

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Para volverla más accesible a todo el público de habla hispana, he reducido la cantidad de localismos, y uso un lenguaje sencillo, de manera que pueda entenderse igualmente bien en la Argentina, España, México o Venezuela, y que los lectores no necesiten conocer un vocabulario técnico o especializado. En esto he imitado a una de mis principales referencias, el Dr. Eric Berne (véase la Bibliografía.)

Es posible que algún lector encuentre demasiado complejos los temas tratados. Esto puede ser así porque dichos temas son realmente complejos. Pero creo haberme esforzado en lograr que la exposición de los mismos resulte simple, sobre todo a fuerza de ejemplos. Si alguien no opina así, le ruego que me lo haga saber.

¿A QUIÉN VA DIRIGIDO?

A todo el mundo: hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, pobres y ricos, pero sobre todo a quien quiera oír. Si usted ya tiene puntos de vista similares, los míos le ayudarán a afirmar su posición y probablemente le suministren nuevas ideas en la misma línea. Si, por lo contrario, esta filosofía de vida le resulta novedosa, pienso que comprenderla le brindará nuevas perspectivas y le permitirá realizarse personalmente, al librarlo de problemas que le han sido impuestos artificialmente por la sociedad y por sus propios prejuicios.

Una advertencia: para alcanzar plenamente los beneficios de esta filosofía, es importante que usted se libre de ideas preconcebidas. Hay una razón para proceder así: cuando se enfrentan las ideas ya incorporadas a la personalidad contra otras nuevas, la ventaja está de parte de las ideas viejas. Por eso es necesario apartarse momentáneamente de las ideas antiguas, considerándolas como ajenas, para permitir que la comparación entre ideas nuevas y viejas resulte equitativa. Por supuesto, reconozco que tomar esta actitud entraña algunas dificultades. Pero no se preocupe: usted está leyendo un libro, y no discutiendo sus ideas con otra persona.

Conste que no le estoy sugiriendo que considere correcta mi filosofía desde un principio. Lo único que le pido es que la vea desprejuiciadamente y decida si es acertada o no, luego de analizarla racionalmente usted mismo.

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¿QUÉ PROPÓSITO PERSIGO?

Tengo dos propósitos para escribir esto: primero, contribuir aunque sea mínimamente a hacer de este mundo un lugar agradable donde vivir, desmitificando conceptos equivocados; y digo “mínimamente” porque las ideas de este tipo, por mejores que sean, tardan mucho en difundirse e imponerse. El otro propósito consiste en aprender yo mismo a medida que escribo, pues necesito consultar diversas fuentes y aclarar mis ideas como para presentarlas de manera simple y convincente a los lectores.

Muchos libros divierten o entretienen al lector. Si bien en este caso ello puede representar un beneficio más, para usted el entretenimiento no debería ser el objetivo primordial. En cambio, lo ideal sería que tratara de obtener a largo plazo la mayor utilidad de esta lectura, y que aumentara su capacidad para gozar de la vida. Si además disfruta leyendo, tanto mejor.

A poco que continúe con el texto, notará que suelo repetir varias veces los conceptos con variantes y ejemplos prácticos. Esto tiene por objeto contrarrestar la influencia de los prejuicios, que se han fijado en su mente por el mismo método de la repetición. ¿Que tal método de repetición es deshonesto y poco serio? Seguro, pero no hay ninguno más efectivo.

Sin embargo, debe advertir una diferencia: los prejuicios le fueron inculcados en la niñez por el mismo método de repetición, cuando carecía de discernimiento suficiente como para oponérseles, o en la vida social, cuando el rechazo de ciertas ideas podría generar conflictos, sin hablar del “lavado de cerebro” a que diariamente somos sometidos por la propaganda comercial y los moldes estereotipados de películas y programas televisivos. En cambio, ahora está leyendo un libro, y es libre para continuar o no. Si realmente cree que este libro es inútil o dañino, haría bien arrojándolo a la basura.

Quizá el lector orientado políticamente se desconcierte y se pregunte a cada paso: ¿es de izquierda? ¿es de derecha? Ni de izquierda ni de derecha: sólo busco la verdad, y espero encontrarla. No estoy afiliado a ninguna causa, partido político o religión, ni recluto adeptos de ningún tipo, ni busco el “bien común”. Si espero algo más que lo expresado antes, es de manera indirecta, y consistirá (cierta probabilidad existe) en que alguno de mis conocidos actuales o futuros siga los consejos aquí expuestos, favoreciéndome con una relación honesta o menos retorcida que lo habitual. También es posible que entre mis motivos se encuentre

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alguno de los que criticaré duramente luego, y en ese caso estaré cometiendo una tontería, que espero poder reconocer en su momento.

El problema no está en equivocarse, sino en no reconocer los errores y en no aprender de ellos para no volver a cometerlos. Igual que la mayoría, he comenzado mi vida lleno de prejuicios erróneos y, un poco por suerte y otro poco por determinación, me he ido librando de ellos, para lo cual me resultaron de gran ayuda textos similares a éste, muchos de ellos citados en la Bibliografía. Por otra parte, me queda mucho que aprender al respecto, pero creo que puedo enseñar lo ya aprendido.

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PRINCIPIOS FUNDAMENTALES

Toda la exposición que sigue se basa en dos principios fundamentales, sobre los que es necesario machacar ahora para digerirlos bien.

Con estos principios ocurre algo curioso: por un lado hay personas que sostendrán los exactamente opuestos, y será casi imposible que terminen de escucharlos si uno se los expone. Por otro lado, hay quienes considerarán estos principios tan evidentes como para no necesitar demostración ni comentario alguno, pero les encontrarán importantes excepciones de las que dirán ser ellos mismos los mejores ejemplos.

PRINCIPIO FUNDAMENTAL Nº 1: EL EGOÍSMO

“El hombre es el lobo del hombre” (Thomas Hobbes)

“El mayor número de males que padece el hombre proviene del hombre mismo” (Plinio)

Es posible que en otra época de la evolución humana todo haya sido distinto, y que el hombre haya tenido como principal enemigo a alguna especie depredadora tal como el tigre diente de sable, el león o el lobo. Es posible, pero si eso sucedió fue muy al principio. De cualquier manera, hoy día, si bien la lucha prosigue (contra insectos y microbios, por ejemplo), ello sucede en un nivel indirecto, en el cual podemos asimilar a dichos seres con causas inanimadas de muerte, sufrimiento y destrucción (envejecimiento, accidentes, terremotos, incendios, sequías, etc.). No se ve una lucha “cuerpo a cuerpo”, excepto... contra la propia especie humana.

Si duda de eso, piense en todas las guerras, asesinatos, ejecuciones, torturas, etc., que ocurren desde hace miles de años sin miras de cesar.

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Yendo a un nivel menos violento, ¿quiénes causan la mayoría de sus problemas diarios? ¿Perros, gatos, elefantes o tigres, o en cambio sus compañeros de trabajo, jefes, subordinados, clientes, competidores, cónyuge, padres, hijos, hermanos, jueces, legisladores, presidentes, delincuentes, la gente en general?

El hombre tiene entabladas dos luchas: la primera, contra el medio ambiente, y la segunda, contra los miembros de su propia especie.

Así como la lucha contra el medio ambiente no consiste en buscar la “derrota” del mismo, sino en tomar de él sus productos y rechazar sus agresiones, “beneficiando” al medio ambiente si eso ayuda al hombre, así también la lucha contra los congéneres no implica destruirlos, sino lograr de ellos lo que favorece al sujeto, beneficiándolos si eso lo beneficia a uno, o sea que consiste en ser egoísta. Este punto de vista puede parecer cínico, pero es una realidad que no puede dejarse de reconocer si uno quiere comprender cómo y por qué suceden las cosas en este mundo.

La lucha entre los miembros de una misma especie, que da como resultado la supervivencia del más apto, fue ya reconocida por Charles Darwin. Nadie duda de la lucha entre las especies, pero hay todavía algunos incrédulos cuando se habla de la lucha por la supervivencia dentro de la misma especie, en particular cuando se trata del hombre.

El egoísmo niega en principio el altruismo, o sea el sacrificio de uno en favor de los demás. Sin embargo, existen comportamientos (en su mayoría instintivos) comunes tanto al hombre como a los animales, que parecen perjudicar al individuo en favor de la supervivencia de la especie. Tal, por ejemplo, la protección de los hijos aun a costa de la propia vida. En realidad, sucede que el egoísmo reside en la información genética, que trata de perpetuarse aun ocasionando la muerte del individuo (véase “El gen egoísta” en la Bibliografía. No me extenderé aquí sobre este punto, pues nos alejaría de nuestro tema). Así, la misma muerte se transforma en requisito para la evolución, y por lo tanto para la perpetuación de la vida. Diré, pues, que el egoísmo aplicado a la supervivencia individual es sólo un caso particular del egoísmo genético.

La existencia de tales actos excepcionales, aparentemente altruistas, suscitará las mayores objeciones contra el principio del egoísmo. Es cierto: estos actos existen, benefician a otros individuos, y son útiles; pero se presentan en ínfima minoría, y cada vez son menos necesarios y menos prácticos en la civilización actual. Por consiguiente, sería tonto fundar reglas de comportamiento sobre los mismos. En efecto, tales reglas ni

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siquiera son necesarias, pues los actos altruistas auténticos son instintivos. Toda regla moral que proponga ir más allá de este altruismo instintivo es artificial. Más aun: veremos que el propósito de tales reglas consiste, en general, en beneficiar a quien las emite.

A partir de ahora distinguiré con la palabra “egoísta” a todo acto que tienda a la mejor perpetuación de la información genética, y esto incluirá los actos altruistas instintivos ya mencionados. En cambio, usaré la palabra “altruista” para referirme a actos por los cuales el individuo resigna beneficios, influido por supuestas reglas morales enunciadas por quienes se beneficiarán con dichos actos.

Diré del egoísmo individual que el mismo es sano cuando se lo ejercita correctamente, es decir, cuando las acciones del individuo le traen real satisfacción, tanto inmediata como duradera, sin oponerse a la conservación de la especie. Es lo que llamaré el sano egoísmo.

La satisfacción de sus necesidades es el propósito de todas las acciones de cualquier individuo. Ésta es una verdad demasiado evidente como para necesitar demostración. Los problemas surgen cuando la satisfacción no se logra, y el individuo resulta frustrado.

CAUSAS DE LA FRUSTRACIÓN

Veamos las posibles causas de este fracaso demasiado frecuente:

A) Comportamiento irracional

Se produce cuando el individuo actúa en forma automática, sin meditar sus actos. Podemos dividirlo en dos casos: instintivo y aprendido.

A1) Comportamiento irracional instintivo

No todo comportamiento de este tipo se opone a la satisfacción del individuo; por lo contrario, la mayor parte de las veces el comportamiento irracional instintivo es imprescindible para la conservación de la vida: respirar, alimentarse cuando se tiene hambre, retirar la mano de un objeto que quema, etc. Es cierto que a veces puede caerse en excesos peligrosos, como por ejemplo comer de más; pero es evidente que sin este tipo de comportamiento no se podría vivir.

Pero, en la civilización moderna, ciertos comportamientos irracionales instintivos pueden causar más daño que bien: por ejemplo, huir en desbandada de un incendio en un local cerrado.

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A2) Comportamiento irracional aprendido

Es tan importante este caso que, por sí solo, es la base del segundo principio fundamental. Por lo tanto, lo trataré por extenso más adelante.

Por ahora, baste decir que este comportamiento irracional se aprende de los padres en la más temprana niñez, y pasa a ser una segunda naturaleza del individuo.

Ambos comportamientos irracionales, el instintivo y el aprendido, surgen como respuesta automática ante un estímulo, y precisamente por eso los llamo irracionales, es decir, porque no son producto de un razonamiento.

¿Cómo distinguir si un comportamiento irracional determinado es instintivo o aprendido? El instintivo es común a toda la gente y difícilmente pueda desaparecer voluntariamente. Por ejemplo, si acercamos rápidamente la mano o arrojamos un objeto a la cara de una persona, la misma cerrará los ojos inmediatamente. Esta reacción es típica de todos, y resulta casi imposible lograr que desaparezca.

El comportamiento irracional aprendido no es común a todos, y puede cambiarse con mayor facilidad. Un ejemplo de este tipo de comportamiento es el siguiente, muy difundido y generalmente útil o por lo menos inofensivo: se nos cae un objeto al suelo mientras estamos ocupados en otra cosa; entonces dejamos lo que estábamos haciendo y nos apresuramos a recoger el objeto. Tal comportamiento es irracional. En efecto, por una parte es automático; por la otra, no responde a un razonamiento, pues habitualmente, una vez caído, el objeto no se ensuciará más de lo que se ensució, ni se romperá más de lo que se rompió. Por lo tanto, si razonáramos, no nos apresuraríamos a levantarlo. Este comportamiento puede ser cambiado fácilmente si nos lo proponemos.

Este tipo de comportamiento se observa cuando usamos conceptos generalmente válidos en casos en los que no son aplicables. Veamos algunos ejemplos:

1) ¿Recuerda el lector la primera vez que encendió un fósforo? Es muy probable que, acostumbrado a que todas las cosas caigan, lo sostuviera con el extremo encendido hacia abajo, para no quemarse. Pero la llama sube.

2) He visto a gente excesivamente pulcra resistirse a usar una pastilla de jabón en un baño público, temerosos de las posibles enfermedades del

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usuario anterior. No advierten que la superficie del jabón, única parte que podría estar contaminada, se renueva en cada lavado. Otras personas igualmente pulcras lavan el hielo para las bebidas, también sin advertir que la superficie del hielo se renueva al irse derritiendo, con lo cual se lava sola; si el hielo estuviera contaminado internamente, daría lo mismo lavarlo que lavar un trozo de excremento.

Estos ejemplos están en el límite entre esta categoría de comportamiento irracional y la siguiente de razonamiento erróneo.

En muchas profesiones es necesario cambiar por otros estos comportamientos aprendidos, y automatizar otros nuevos. Esto se observa especialmente en las fuerzas de seguridad: ejército, policía, etc., y también es importante para personal que trabaja con elementos peligrosos: electricidad, combustibles, vehículos, etc. Por supuesto, en la mayoría de los casos este comportamiento irracional aprendido es beneficioso, pero estas personas deben estar alertas para detectar situaciones en las que no sea aplicable.

B) Razonamiento erróneo

Veremos muchos casos de razonamiento erróneo, en su mayoría impuesto por las fuerzas sociales, al tratar “Los Mitos”. Por ahora me limitaré a un clásico razonamiento falso, muy extendido y a veces espontáneo:

Al notar que en muchas transacciones entre dos individuos uno gana y el otro pierde, se generaliza incorrectamente y se postula una “ley de compensaciones” que afirma: “lo que uno gana, otro lo pierde”.

Las consecuencias perjudiciales de este error aparecen cuando se aplica tal ley. Dada la supuesta equivalencia entre pérdida de uno y ganancia de otro, se llega al absurdo de perjudicar al prójimo para obtener algún “beneficio”.

He aquí un ejemplo casi patológico de esta aberración: una conocida mía, a quien llamaré Nilda, va a un cine continuado. Termina de ver las películas y, aunque realmente no le interesa volverlas a ver, se queda, perdiendo tiempo, porque su entrada le da derecho a hacerlo, y ella “no le regalará nada al dueño del cine”. En resumen, ambos pierden: el espectador pierde su tiempo; el propietario podría perder si todos los espectadores hicieran lo mismo e impidieran así el ingreso de otros.

Absurda como se ve, esta falsa ley de compensaciones ha llegado a ser la base de más de una secta o partido político.

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Mucho se han criticado los juegos de azar como desquiciadores de la moral, pues hacen ganar a unos y perder a otros sin causa justa. En cambio, se elogian los juegos de habilidad y los deportes. Lo que pocos han visto es que todos ellos son lo que se llama “juegos de suma cero”, es decir, la victoria de uno representa la derrota del otro. Un partido de fútbol, por ejemplo, termina indefectiblemente con un ganador y un perdedor, o a lo sumo con un empate. El problema de esto es que refuerza en los participantes y en los observadores la creencia en la falsa “ley de compensaciones”, y los induce a tomar la vida como si fuera un deporte de competencia, en el que se debe derrotar al otro para triunfar. Esta forma de comportamiento la encontramos en muchos individuos que, una vez comenzado un intercambio de opiniones, no tienen más interés que imponer sus puntos de vista, en lugar de ampliarlos.

Pero cabe una observación al respecto. Los juegos suelen ser de suma cero en cuanto al resultado del juego, pero no en el aspecto económico. Así, por ejemplo, en la lotería algunos ganan (mucho: los premios) y otros pierden (poco: el costo del billete), pero si compensamos las cantidades ganadas y perdidas veremos que el resultado no es cero, sino que resulta negativo. ¿Por qué? Porque gran parte queda en manos de quien organiza el juego. Si incluimos al organizador en la compensación, la suma sí es nula. Otro ejemplo lo tenemos en los deportes profesionales, aunque a la inversa. Por ejemplo, en un encuentro de tenis o de boxeo, tanto el que gana como el que pierde cobran jugosas remuneraciones. Pero en otro aspecto, por ejemplo el de la salud, ambos boxeadores pierden.

Hace relativamente poco, un empresario inteligente percibió el problema, y lanzó al mercado estadounidense un juego de ingenio en el que, cooperando, los jugadores pueden ganar más que compitiendo. Recordemos, sin embargo, que en la inmensa mayoría de los juegos esto no se da; pero en la vida real puede obtenerse beneficio de la cooperación.

C) Creencias populares

Basta con que una aseveración sea desconcertante para que el pueblo la repita, convencido de su verdad. A veces, una simple experiencia alcanza para demostrar la falsedad de la afirmación, pero no para convencer a quien la sostiene. Otras veces, el simple razonamiento daría por tierra con la afirmación, si el que escucha (si escucha) fuera capaz de razonar. Tomemos un ejemplo del primer caso:

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Un conocido sostenía, como mucha gente, que comer sandía y tomar vino produce “una piedra en el estómago”, y que la prueba consistía en introducir un trozo de sandía en un vaso de vino, donde se convertía en piedra. Para mostrarle lo errado de esto, introduje el consabido trozo de sandía en un vaso de vino blanco. Como después de una hora no había pasado nada, sostuvo que la experiencia debía realizarse con vino tinto. Ante el fracaso de esta segunda prueba, adujo que sólo en el estómago se producía el fenómeno, ante lo cual comí un trozo de sandía acompañado de un vaso de vino tinto. Pese a no haber sufrido yo consecuencia alguna, ignoro por qué argumento sigue pensando como antes.

Veamos un ejemplo del segundo caso. Se dice que las hormigas negras salen antes de las lluvias. El razonamiento (a más de la experiencia) prueba que esto es falso: ¿con qué propósito y beneficio saldrían antes de la lluvia? ¿acaso las plantas de que se alimentan están más jugosas? Pero como de cualquier manera lluvias y salidas de hormigas se intercalarán a lo largo del tiempo, siempre queda el argumento de que salieron antes de la lluvia siguiente... aunque tarde un año en llegar.

D) Engaño deliberado

Hoy es común que periodistas y políticos difundan falsedades, ya sea para dar mayor “resonancia” a noticias o declaraciones, o bien con propósitos maquiavélicos.

Un ejemplo habitual lo tenemos con los eclipses. Es común que el periodismo anuncie uno como “el último del siglo” (o de la década, etc.)... olvidando que ya hubo otros últimos y que seguirá habiéndolos. Lo cierto es que se producen varios eclipses por año. La confusión nace de que pueden, en efecto, ser los últimos del siglo para la región (los de sol solamente). Pero los periodistas prefieren no calificar su afirmación, a veces por ignorancia, pero en general deliberadamente.

E) Desconocimiento de leyes físicas, matemáticas, etc.

Es habitual que la gente invente sus propias creencias erróneas basadas en el desconocimiento de leyes físicas, químicas, matemáticas, estadísticas, astronómicas, biológicas, etc. Veamos rápidamente algunos casos:

“La loza fría del cuarto de baño mata los microbios”. La loza no está más fría que la madera o el plástico; sólo se la siente más fría al tocarla con la mano caliente, porque disipa mejor el calor. Pero los microbios no

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están calientes, por lo que su temperatura no varía ya estén sobre loza o sobre plástico. Por si esto fuera poco, el frío no los mata.

“No se debe dejar el contenido dentro de la lata una vez abierta la conserva”. La creencia proviene de la observación de que la lata se ennegrece. Pero esto no afecta las cualidades comestibles del contenido.

“600 voltios, más que 1 amperio”. Este disparate proviene de un texto sobre los peces eléctricos. No pueden compararse voltios con amperios. ¿Son más 200 kilómetros que 10 hombres?

Un error muy generalizado se advierte cuando se otorga intencionalidad a los objetos. Por ejemplo, un conocido se asombraba de que el mismo líquido que sirve “para” quitar la pintura se usara “para” aplicarla (al diluirla). El líquido en cuestión (thinner) tiene un efecto: disuelve la pintura. La intención de su uso está en el individuo.

Tal vez la estadística y el cálculo de probabilidades sean las ciencias menos comprendidas, incluso por profesionales. Un error común se observa cuando se apuesta a los números que han aparecido poco, por ejemplo en la lotería, pensando que entonces tienen más chances de salir: las probabilidades de aparición son en realidad independientes de los sucesos pasados.

F) Competencia entre lo inmediato y lo futuro

Esta causa de frustración es un problema intrínseco de la búsqueda de satisfacción, y por lo tanto carece de soluciones definitivas o absolutas.

Ninguna de las dos opciones opuestas puede tomarse sin descuidar la otra: la satisfacción inmediata en desmedro de la futura es propia de la imprevisión, y conduce al clásico “pan para hoy, hambre para mañana”. Por otra parte, el olvido total de la satisfacción inmediata en beneficio de la futura no puede practicarse indefinidamente, pues de esa manera nunca llega el “ahora sí”. Tipos psicológicos con una u otra característica opuesta (el derrochón, el avaro) son bien conocidos, y ambos extremos sufren. Lo adecuado es un equilibrio entre ambas tendencias, por cierto difícil de lograr.

En la ciencia económica existe una forma de medir y decidir entre un beneficio presente y otro futuro: consiste en el cálculo del “valor presente” del dinero futuro, a cierta tasa de interés. Pero, en el campo personal, el cálculo es mucho más problemático, debido a la dificultad de “medir” satisfacciones presentes y futuras, estimar la probabilidad de las mismas, etc.

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G) Conflicto entre dos o más objetivos

El tiempo, el dinero, la capacidad de trabajo, etc. de una persona son limitados. En cambio, las opciones que se le presentan son mucho más amplias, y deberá elegir. ¿Ir al cine o a un espectáculo deportivo? ¿Comer pollo o pescado? ¿Comprar ropa o alimentos? ¿Estudiar ingeniería o medicina? El problema es similar al del punto anterior, y la persona deberá apelar a su mejor criterio para obtener la mayor satisfacción, disminuyendo las causas de frustración.

Como observación importante en este punto, destaco que no es posible llevar a un máximo dos o más objetivos simultáneos. Por ejemplo, cuando en las propagandas se habla de “el mejor servicio médico por el menor precio”, inevitablemente nos mienten. En efecto, siempre será posible obtener un servicio mejor aunque más caro (ir al mejor médico pagando lo que sea, por ejemplo), o más barato aunque sea peor (ninguno en absoluto, por ejemplo).

Resumen

El principio del egoísmo dice que cualquier persona actúa egoístamente, es decir, de acuerdo con su voluntad, lo que debiera resultar evidente. Si yo actúo aparentemente según la voluntad de otro, eso se debe a que esa voluntad ajena se muestra en hechos que observo y que me hacen actuar de cierta manera según mi propia voluntad, que en ese caso coincide con la del otro. Poco importa que tales hechos consistan, por ejemplo, en un revólver que se apoya en mi espalda, porque en tal caso yo habré decidido que es mejor obedecer y no morir, y ésa será mi voluntad.

Se puede hablar de este principio como el del sano egoísmo. Sano porque es natural, y por consiguiente, es lo que ha permitido la diseminación y la supervivencia no sólo del hombre sino de toda la vida animal y aun vegetal.

Pretender una moral realista basada en el “principio” opuesto del altruismo no sólo es contrario a la razón, sino que también resulta destructivo.

¿Quién puede conocer mejor mis necesidades que yo mismo? Si yo me pusiera a satisfacer las aspiraciones de mi prójimo en desmedro de las mías, y él hiciera otro tanto, la mayoría de las veces lograríamos lo contrario de lo que cada cual necesita.

Sin embargo, por todos lados se oyen voces (las religiones, los gobiernos, las asociaciones) que exhortan a proceder de manera tan

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absurda, en favor del “bien de la comunidad”. Veremos más adelante las razones de tal prédica.

PRINCIPIO FUNDAMENTAL Nº 2: LA IRRACIONALIDAD

Debe parecer extraño que, después de criticar la irracionalidad, haga de la misma un principio. Si se medita un poco, se advertirá que el otro principio, el del egoísmo, no ha sido planteado como lo que debe ser, sino sencillamente como lo que es, es decir, como un hecho. Por más que nos queramos convencer de que el hombre es racional, es necesario admitir como un hecho que la inmensa mayoría de sus decisiones es irracional. Podemos considerar que el mundo conocido se compone de minúsculas islas de racionalidad en un océano de irracionalidad.

Por una parte, ya hemos considerado los comportamientos irracionales instintivos (alimentarse, etc.), y vimos que afectan a todo el mundo y que casi siempre son útiles. Esos comportamientos no están aquí en discusión.

Veamos, pues, los comportamientos irracionales aprendidos. Ellos se basan en lo que se conoce como prejuicios. Cada uno tiene sus propios prejuicios, que no son necesariamente iguales a los de otros. He aquí algunos prejuicios típicos: “el número trece trae mala suerte”; “los gordos son más buenos que los flacos”; “el vidrio es frágil”; “el fuego quema”.

¡Cómo!, dirá usted. ¡Algunos de estos prejuicios no son falsos! ¿Quién dijo que lo fueran? Al contrario, muchos son verdaderos y útiles. Tengo el prejuicio de que “dos más tres son cinco”, y gracias al mismo evito verificar tal afirmación cada vez que sumo.

Los prejuicios son útiles porque alivian enormemente la tarea de pensar y decidir. Si cada vez que debo tomar una decisión tan simple como “levantarme e ir al trabajo” me pusiera a considerar la probabilidad de que me despidan si no lo hago, lo cual me llevaría a evaluar cuánto tiempo puedo estar sin ganar dinero, lo cual desembocaría en el cálculo de lo que podría obtener vendiendo el automóvil, lo cual etc., seguramente moriría de hambre por no poder decidir nada. Así, gracias a los prejuicios, puedo salvar la vida apartándome rápidamente de un vehículo que se dirige hacia mí.

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Ahora bien, la tecnología avanza con tal rapidez que debo revisar continuamente mis prejuicios para no equivocarme. Si no hiciera eso, hoy por ejemplo podría pensar que la televisión es imposible. Estos prejuicios son cambiados a diario sin dificultad por la fuerza de los hechos. El día que se invente el vidrio gomoso, mi prejuicio de que “el vidrio es frágil” pasará a ser inútil y hasta perjudicial, y lo desecharé.

Sin embargo, hay un tipo de prejuicios que es mucho más difícil de cambiar. Por ejemplo, “yo no valgo nada” o “soy el mejor”. Esto es así por tres motivos: primero, porque es prácticamente imposible demostrarlos o demostrar lo contrario; segundo, porque nos atañen muy de cerca y tenemos hacia ellos una actitud más emocional que racional y flexible; y tercero, porque suelen haber sido inculcados muy profundamente en la primera infancia. A estos prejuicios me referiré detalladamente luego. Quien desee una exposición más amplia podrá consultar las obras de E. Berne y T. Harris mencionadas en la Bibliografía.

REGLAS DE COMPORTAMIENTO

¿Significa todo lo anterior que debemos comportarnos egoísta e irracionalmente? De ninguna manera. El egoísmo es un hecho con el que debemos enfrentarnos. Cada uno de nosotros es egoísta, por principio. También somos mayormente irracionales.

Pero así como es útil para cada uno comportarse lo más racionalmente posible, luchando contra la parte irracional que nos causa problemas, así también nuestro egoísmo nos resultará más beneficioso si no lo volvemos contra los demás, como tendré ocasión de explicar poco más adelante.

Quizá nadie haya expresado esto tan bien como Kent M. Keith en sus Diez Mandamientos Paradójicos:

1. La gente es ilógica, poco racional y egocéntrica. Aun así, ámala.

2. Si haces el bien, te achacarán motivos egoístas encubiertos. Aun así, haz el bien.

3. Si prosperas en la vida, harás amigos falsos y enemigos verdaderos. Aun así, intenta prosperar.

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4. El bien que haces hoy mañana habrá caído en el olvido. Aun así, haz el bien.

5. La sinceridad y la franqueza te hacen vulnerable. Aun así, sé sincero y franco.

6. Los hombres y las mujeres más grandes, de grandes pensamientos, pueden ser tironeados por los hombres y mujeres más pequeños, de ideas más pequeñas. Aun así, piensa a lo grande.

7. La gente prefiere a los perdedores, pero sólo sigue a los ganadores. Aun así, lucha por los perdedores que tú elijas.

8. Lo que te ha llevado años construir puede destruirse de la noche a la mañana. Aun así, construye.

9. Aunque los demás realmente necesiten ayuda, puede que arremetan contra ti cuando se la ofrezcas. Aun así, ayuda a la gente.

10. Da al mundo lo mejor de ti y te escupirá la cara. Aun así, da al mundo lo mejor de ti.

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LAS POSICIONES ANTE LA VIDA

Si meditamos sobre las consecuencias del principio del egoísmo, podríamos concluir que, en cada transacción entre dos individuos, ambos salen ganando. En efecto: cada cual buscará el provecho propio, sin que le importe la satisfacción del otro. Por lo tanto, como ninguno de los dos intervendrá en la transacción a menos que ésta lo beneficie, sólo se realizarán transacciones que redunden en provecho de ambos, resultado que es posible por no ser la vida un juego de suma cero. Más aun, cada uno habrá aprendido por experiencia que los demás sólo desean intervenir en transacciones que los beneficien, y por lo tanto tratará de conciliar el provecho propio con el ajeno para asegurar que las transacciones se realicen. Así surgen el matrimonio, la familia, la asociación, la nación, la civilización, y todos felices... pero, ¡un momento!, esto no es siempre así; hay mucho de cierto, pero ¿qué me cuenta de las riñas, las torturas, los asesinatos, los robos, las guerras? Teóricamente no podrían existir, pero existen.

Admitamos, pues, que hay transacciones que no benefician a ambas partes. ¿Cómo conciliar esto con nuestra anterior “demostración”, aparentemente impecable?

La explicación es relativamente sencilla: hay personas (por desgracia más de las que se podría creer) para quienes el saldo de cierta transacción que en realidad las perjudica les resulta psicológicamente satisfactorio. Se podría argüir que eso no tiene mayor sentido y que, en cambio, dichas personas resultan víctimas de un engaño: la otra parte las convence de los beneficios de una transacción que a la postre las perjudica.

Tal cosa puede suceder en ocasiones, pero cuando le ocurre a la misma persona una y otra vez, debemos sospechar que algún gusto obtiene de ese resultado adverso.

Procederé, pues, a clasificar las transacciones en tipos. Listemos todas las posibles para dos personas a las que llamaré Yo y Tú, indicando con el signo + que la transacción es realmente beneficiosa para la persona, y con el signo - que es perjudicial:

Transacción tipo Yo Tú

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1 + +

2 + -

3 - +

4 - -

Quien ya haya consultado la Bibliografía observará una correspondencia exacta entre estos tipos de transacciones y las “posiciones vitales” según T. Harris y E. Berne. Por cierto, la relación no es sólo casual; al contrario, transacciones de dichos tipos suelen ser originadas por las personas con las respectivas posiciones vitales.

Las posiciones tienden a complementarse. Una persona con la posición Yo +, Tú - se complementará bien con otra con la posición Yo -, Tú + (digamos un sádico con un masoquista).

Estas posiciones vitales implican prejuicios de valor hondamente arraigados. Los comportamientos resultantes son evidentemente no instintivos (pues, si no, serían iguales para todos) e irracionales (pues los racionales se adaptan a las circunstancias, mientras que éstos son casi invariables).

A continuación veremos el origen de estas posiciones vitales.

GANADORES Y PERDEDORES

Las cuatro posiciones vitales pueden reducirse a dos posiciones básicas, según la autoestima del sujeto. Estas dos posiciones son las de ganador y perdedor.

Ganador es un individuo que se estima a sí mismo, y a quien la gran mayoría de las transacciones le resulta provechosa.

Perdedor es un individuo que no se estima, y resulta normalmente perjudicado en sus transacciones con otros. Este sentimiento de perjuicio es transformado, en la mente retorcida del perdedor, en una victoria.

Las causas de que una persona sea ganadora o perdedora se remontan a la infancia, cuando tuvieron lugar multitud de transacciones similares con sus padres. Se trata de condicionamientos inculcados por los padres a edad muy temprana, y por lo tanto muy difíciles de modificar, para bien o para mal, en la edad adulta.

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Todos hemos observado ganadores y perdedores en el trato diario. El factor “suerte” existe, pero es sintomático que haya personas (ganadoras) que siempre hacen buenos negocios, triunfan en el amor, escalan posiciones en el trabajo, aprovechan oportunidades, disfrutan de la vida, etc.; y otras (perdedoras) que suelen ser estafadas, engañadas en el amor, despedidas de los empleos, heridas en accidentes, víctimas de las drogas o el alcohol, etc. Nótese que ganadores o perdedores lo son no sólo en relación con los demás, sino también en relación con el medio ambiente. Nótese también cómo el ganador hace cosas (posición activa, volitiva) y el perdedor las sufre (posición pasiva, abúlica).

ANÁLISIS DE LAS POSICIONES

Primera posición: Yo gano, tú ganas

Ésta es la única posición sana, y conduce a relaciones provechosas para ambas partes. B le da algo a A, y A gana. B lo hace porque a su vez A le da algo, y B gana. Lo difícil de comprender para quienes están en otra de las posiciones es que quien da algo no salga perdiendo.

Un ejemplo típico de esta posición es la pareja bien avenida. Mutuamente se dan compañía, apoyo moral y material, y satisfacción sexual. Quizá uno provea dinero con su trabajo externo, y el otro apoye con las tareas hogareñas, o tal vez exista otro arreglo satisfactorio para ambos.

Realmente es poco lo que se necesita decir sobre este caso, pues es el ideal y normal, y si todos fueran así, este libro y muchos otros jamás se habrían escrito.

Segunda posición: Yo gano, tú pierdes

Aparentemente esta posición, que podríamos llamar egoísmo destructivo en oposición al sano egoísmo, es tanto o más ventajosa que la anterior. En efecto, ¿no se gana más cuando se quita algo a otro, es decir, cuando el otro pierde? Esto es cierto en primera instancia; la dificultad estriba en encontrar alguien que pueda ser despojado. Hay varias posibilidades:

A) La otra persona es un ganador, menos hábil que el sujeto, y por eso pierde. La transacción se repetirá una, dos, tres veces... hasta que el

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otro mejore su habilidad y comience a ganar, o hasta que se canse de perder, se retire de la relación y busque otro contendiente menos duro.

Un ejemplo podría darse con dos socios: uno perjudica un par de veces al otro con algún manejo. El otro puede llegar a advertir con anticipación cuándo será objeto de uno de estos manejos, y tomar acciones para evitarlo; o puede negociar un nuevo contrato que impida tales manejos; o puede disolver la sociedad.

B) Sea ganadora o perdedora la otra persona, interviene en una sola transacción con el sujeto, quien renueva sus relaciones constantemente. El sujeto suele ser conocido como “aprovechador”, “embaucador”, “estafador”, “ladrón”, etc.

La sociedad ha creado métodos policiales que vuelven incómoda la existencia de tales sujetos, pero es necesario reconocer que cierto tipo de engaños bien pensados, casi legales y por lo tanto difícilmente punibles, les permiten vivir bien a algunos individuos. Son bien conocidos ciertos “inversionistas”, “gestores”, “inspectores”, etc. que se “ganan la vida” de tal manera. También hay, por ejemplo, servicios de reparación de artefactos domésticos que cobran repuestos y reparaciones inexistentes, etc.

Una de estas personas me confió una vez:

“Yo era especialista en presentarme a licitaciones. Mis ofertas estaban redactadas de manera tan ambigua que, una vez abierta la licitación, siempre debían llamarme para pedir aclaraciones. Como para entonces ya conocía las propuestas de los demás oferentes, aclaraba siempre en el sentido que me convenía. Así gané la adjudicación de muchas licitaciones.”

Años después supe de otros manejos turbios de este señor, quien salió siempre bien librado y con dinero de todos ellos. Por supuesto, muchos evitaron todo trato con él por su mala fama, pero siempre quedan incautos. No he sabido más de él, por lo que no puedo cerrar esta historia con la moraleja de que “terminó mal”.

Esto revela la imperfección de las leyes humanas, especialmente en casos en que se perjudica a muchos a través de entidades que los agrupan (el estado, una empresa, etc.) Nadie se siente directamente afectado, la responsabilidad se diluye, suele haber ayuda desde dentro de las propias entidades a través de sujetos con características similares, y la represión llega a las cansadas, cuando llega.

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Sin embargo, estas personas pueden encontrarse un día con un perjudicado irascible, y resultar al fin perdedoras.

Por otra parte, muchas veces los perjudicados son personas que están en una posición complementaria: yo pierdo, tú ganas, y entran en la relación pretendiendo ganar, pero salen esquilmadas. Son los bien conocidos casos de las víctimas del “cuento del tío”, que veremos más adelante.

C) La otra persona es un perdedor. Éstas son las relaciones de explotación permanente de una persona por otra, de las que tantos ejemplos nos dan la experiencia diaria, las noticias policiales y muchas obras literarias (basadas en la realidad cotidiana).

Un ejemplo típico lo constituye la pareja en la cual un miembro humilla o golpea repetidamente al otro. A veces, esta situación termina con la venganza del miembro dominado, con lo cual el supuesto ganador se convierte en perdedor o, lo que es peor, ambos resultan perdedores.

En líneas generales, en esta segunda posición (yo gano, tú pierdes), el problema principal del sujeto es que se rodea de tontos, inhábiles y perdedores, y se hace mala fama, lo que a la larga lo perjudica y suele llevarlo, de su aparente posición ganadora, a la derrota final.

No obstante, el sujeto no sólo se autoestima, sino que habitualmente se sobreestima, siendo por lo común paranoico.

Tercera posición: Yo pierdo, tú ganas

¡Ésta sí que es extraña! ¿Quién puede realmente pensar así? Evidentemente, el sujeto debe ser un perdedor, pero esto no explica nada. Intentaré mostrar con algunos ejemplos cuál es la “ganancia” psicológica de una persona en esta posición.

Nilda, de quien ya he hablado, suele pedir favores a personas que le parecen “buenas”, aun conociéndolas poco. En una oportunidad, por ejemplo, recibió un cheque en pago de un trabajo. El cheque tenía fecha adelantada un mes (primer error: haberlo aceptado así) y ella necesitaba el dinero inmediatamente, según decía. Nilda no encontró cosa mejor que dárselo a un señor conocido hacía poco, muy “bueno”, quien le pagaría en un par de días y se quedaría con el cheque para cobrarlo un mes más tarde. Nilda no ofreció pagarle el interés (nada despreciable en época inflacionaria), pues el señor era muy “bueno”, “no tenía problemas de dinero” y, además, le “debía” a Nilda algunos “favores”. Cualquiera

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puede imaginar cómo terminó el asunto: Nilda no vio más ni el dinero ni el cheque, y después de un tiempo también dejó de ver al señor “bueno”.

Nilda cae en el error de creer que alguien se va a privar de algo para dárselo, sin tener satisfacción alguna a cambio. Comienza pues con una hipotética segunda posición: yo gano, tú pierdes (en este caso, el interés por un mes). Su posición hipotética es irracional, y pierde contra un adversario racional, quien está también en la segunda posición, pero no hipotética.

La mayoría de las estafas conocidas como “cuentos del tío” tiene el mismo origen. Por ejemplo, una señora va por la calle y ve una alhaja en el suelo. Se agacha a recogerla y simultáneamente lo hace un “caballero”. El hombre dice que, puesto que la encontraron juntos, lo justo es dividírsela. Físicamente, la división destruiría el valor del objeto, y entonces ofrece dejarle la “valiosa” alhaja a cambio de un reloj que ella lleva puesto, cuyo valor parece ser la décima parte del de la alhaja. Hecho el cambio, la señora (quien pensó ganar) comprueba que la supuesta alhaja no es más que chafalonía.

Hay algo a primera vista poco claro en tales casos: ¿cómo es que la víctima no aprende con la experiencia? Porque, por ejemplo, Nilda sigue confiando en desconocidos y perdiendo asiduamente. Nos iremos explicando el caso si notamos que, en realidad, Nilda provoca las situaciones. En efecto, ella ha realizado un trabajo hoy, pero acepta el pago con un cheque para dentro de un mes; ahí es donde debió cortar el problema de raíz. Enseguida sostiene que necesita el dinero con urgencia; esa necesidad es relativa y, ya que aceptó el cheque adelantado, lo mejor sería esperar el mes. Entonces le da el cheque a un señor poco conocido, sin garantías de recuperar el dinero.

¿Por qué provoca el resultado final negativo? Nilda está convencida de que no se puede confiar en nadie. Si manifestara su desconfianza, no la podrían defraudar, y por lo tanto no tendría pruebas de que la gente es deshonesta. Por eso, deposita su confianza en personas dudosas, quienes al defraudarla la confirman en su posición de que “no se puede confiar en nadie”. Si llega a tener una amiga totalmente honesta, comenzará a provocarla hasta que la amiga la defraude, aunque sea en algo minúsculo, y a partir de allí considerará satisfactoria esa amistad. Si por lo contrario la amiga no la defrauda nunca, la abandonará por “aburridamente honrada” o “moralmente rígida”, o llegará hasta el extremo de defraudarla

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ella a la amiga, para probar que “no se puede confiar en nadie... ni siquiera en mí”.

En otras palabras, la renuncia a una posición (“no se puede confiar en nadie”, una forma de “yo pierdo, tú ganas”) significa un ataque a la coherencia de la personalidad, y por ello es menos soportable que las continuas “desilusiones” (que no son tales) por la falta de confiabilidad de la gente. Claro que ésta es una perspectiva miope de la situación, pues sería preferible un solo cambio en la personalidad (por doloroso que fuera el trance) y no todos los choques posteriores.

No siempre el sujeto en la posición “yo pierdo, tú ganas” cree hallarse en la posición opuesta; por lo contrario, muchas veces su aceptación de la posición es total. Tal el caso del alcohólico o drogadicto típico, que evidentemente se auto castiga por “pecados” hondamente sepultados en su conciencia (véase por ejemplo “Bajo el volcán”, novela de Malcolm Lowry incluida en la Bibliografía). Aunque no resulte tan evidente, en casos como el de Nilda el sujeto también busca su propio castigo.

Hace poco, una compañera de trabajo a quien llamaré Rosa, propensa a tales problemas, me contó una de sus muchas desventuras. Elsa, prima de Rosa, solicitó un crédito para pagarse unas vacaciones, y Rosa le salió de garante. Como el sueldo de Elsa era escaso, no pudo tampoco figurar como deudora, y en cambio lo hizo Sara, hermana de Rosa. Elsa no pagó la primera cuota, y el acreedor se la reclamó a Rosa, quien pagó y le exigió a Elsa explicaciones (y el reintegro). Elsa pidió disculpas y un plazo, y prometió pagar la segunda cuota. Pese a ello, lo mismo pasó con esa segunda cuota y también con la tercera. Cuando Rosa le refirió al padre de Elsa el comportamiento de la hija, la indignación de Elsa fue tremenda, y dijo que jamás pagaría, puesto que Rosa la había traicionado. Rosa nunca recuperará el dinero que pudo haber usado en sus propias vacaciones, en vez de las de Elsa.

Elsa está en la posición “yo gano, tú pierdes” y Rosa en la posición “yo pierdo, tú ganas”, y por lo tanto se complementan. Elsa, quien practica el juego llamado “Deudor” (véase más adelante “Juegos”; consúltese también “Games people play”, referido en la Bibliografía), gana siempre, ya sea dinero o indignación, y hasta ambas cosas. En cambio, Rosa pierde; está acostumbrada y lo hace con una sonrisa. ¿Gana algo? Quizá la satisfacción de considerarse “pobre pero honrada” y despreciar a quienes se aprovechan de ella. Pero bajo esa máscara se

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ocultan la sensación de culpa y el auto castigo. Ella sabe que en algo no es honrada (¿quién lo es absolutamente, quién tirará la primera piedra?) y cree que con sus derrotas se castiga.

Cuarta posición: Yo pierdo, tú pierdes

Ésta es, por supuesto, la posición más destructiva, la negación total: nada sirve (ni siquiera uno), el mundo es una porquería (incluido uno), etc. Caen en este caso, por ejemplo, quienes matan a su pareja o a la familia y luego se suicidan.

Esta posición puede ser bien visible. Por ejemplo, una persona a quien conocí circunstancialmente me dijo, a los pocos minutos de hablar con ella: “La vida es una porquería”. O por lo contrario puede ocultarse tras una máscara. La agresividad indiscriminada es una forma de esa ocultación. En una pelea, en general pierden los dos; por lo tanto, la posición de quien busca peleas, ya sea a puñetazos o de palabra, suele ser ésta, oculta tras una máscara de machismo, susceptibilidad u orgullo herido. Es la posición de quien habla mal de todos sin alabarse a sí mismo.

Es también la actitud del “perro del hortelano, que no come ni deja comer a su amo”, típica de las sectas que propugnan alguna abstinencia o penitencia sin justificativo racional. La castidad es el ejemplo más usual de tales abstinencias o penitencias. Otros ejemplos son: el vegetarianismo a ultranza; la prohibición de atención médica; la prohibición de beber alcohol; etc. Por supuesto, no sostengo que tales ideales sean perjudiciales; algunos son seguramente beneficiosos. Sólo indico que, mientras las sectas que propugnan tales ideales no los basen en hechos comprobables, actuarán irracionalmente, siendo a veces su propósito la destrucción del mundo, ellas incluidas (recuérdese el caso, sucedido hace pocos años, de los miembros de una secta que se suicidaron masivamente en la selva). Si una secta o religión probara sus asertos, automáticamente dejaría de ser secta o religión para transformarse en rama de la ciencia.

Los celos son un caso típico de agresividad provocado por esta posición, y su posibilidad de culminación en asesinato y suicidio lo demuestra claramente.

¿Cuál es la satisfacción ganada por quienes se encuentran en esta posición? Al igual que en todas las posiciones, una primera satisfacción deriva de mantener la coherencia de la personalidad, o sea de ser siempre el mismo, de no cambiar de modo de pensar. En este caso, aparecen

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adicionalmente las siguientes satisfacciones: como el sujeto se considera sin valor alguno, se auto castiga creyendo merecer sufrimiento, obteniendo así satisfacción por la “justicia” del castigo. Por otra parte, no siendo mejores los demás (según él), no se cree inferior a ellos, obteniendo esa mínima satisfacción de ser “igual” a todos, que son tan despreciables como él y por lo tanto también deben ser castigados.

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ANÁLISIS TRANSACCIONAL

En las páginas precedentes he desarrollado el concepto de “posición ante la vida”, uno de los más fructíferos del Análisis Transaccional. Esta escuela psicológica, evolucionada alrededor de 1970, es probablemente la de mejor base científica y la más aplicable a los hechos observados. (No considero otras escuelas psicológicas cuyas conclusiones podrían ser similares, por una parte para no confundir al lector con demasiados datos, y por otra para no alargar demasiado esta sección del libro.) El concepto de “posición ante la vida” nos servirá de apoyo en lo que sigue. Considero no obstante importante exponer brevemente los restantes conceptos del Análisis Transaccional, pues también serán de ayuda. Quien desee profundizar puede consultar las obras de E. Berne mencionadas en la Bibliografía.

El Análisis Transaccional se basa en los siguientes conceptos:

ESTADOS DEL EGO

Cada ser humano presenta tres tipos de estados del ego (o sea del yo).

El Padre es la imagen mental de nuestros padres y figuras autoritarias de nuestra niñez, y es el estado portador de los prejuicios. Cuando aconsejamos, reprendemos o hablamos de lugares comunes (el alza del costo de vida, la delincuencia juvenil, etc.), solemos hallarnos en estado Padre.

El Adulto es el estado que nos gobierna mientras trabajamos, resolvemos problemas, o apreciamos objetivamente nuestro entorno.

El Niño es el estado en que estamos cuando jugamos, gozamos, somos reprendidos, amamos, odiamos, o hacemos cosas prohibidas.

Todos pasamos rápidamente por los tres estados cada pocos minutos. Los tres son necesarios y se complementan. El Padre es necesario por los mismos motivos por los que son necesarios los prejuicios (véase “La irracionalidad”). El Adulto es necesario para razonar objetivamente. El Niño es necesario para disfrutar de la vida.

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Pero son perjudiciales los excesos y las deformaciones de cualquiera de los estados del ego. El Padre en exceso ciega al Adulto con sus prejuicios, y amarga los mejores momentos del Niño. El Adulto preponderante coarta la espontaneidad del Niño, y es excesivamente crítico de los prejuicios del Padre. El Niño exacerbado cae en la desesperación, por falta de razonamiento del Adulto y falta de guía del Padre.

El problema más frecuente que afecta a la gente es la relegación del Adulto, con preponderancia simultánea del Padre y del Niño, o sea una falta de racionalidad. La causa es una educación temprana incorrecta, llena de deberes y prohibiciones y falta de libertad; y también las presiones externas típicas de la sociedad actual: la televisión con su carga de prejuicios y diversión estereotipada, gobiernos paternalistas o dictatoriales, sectas omniscientes y dogmáticas, etc.

Ocurre que el hombre ha dejado de ser puro animal hace relativamente poco en la historia del mundo, y el razonamiento (el Adulto) es todavía muy nuevo para él. La mayoría de los hombres desea, juega, obedece y se resiste, pero muy pocos realmente piensan.

Entonces, para resolver los conflictos creados por esta situación, deberemos activar a nuestro Adulto, haciéndolo tomar decisiones racionales y cuestionar tanto los prejuicios de un Padre dominante como los juegos destructivos o inanes del Niño.

TRANSACCIONES

Cuando dos personas interactúan, lo hacen a través de los estados del ego activos en ese momento. Esto es lo que se denomina transacción. Las transacciones simples (digamos Adulto de A a Adulto de B) no presentan demasiado interés para nosotros. Una transacción doble complementaria es la que ocurre entre los mismos estados del ego, por ejemplo cuando el Padre de una persona se dirige al Niño de otra, y ésta responde con su Niño dirigiéndose al Padre de la primera. Estas transacciones no crean problemas.

En cambio, transacciones dobles cruzadas, digamos Adulto de A a Adulto de B, y como respuesta Niño de B a Padre de A, causan problemas. Por ejemplo, el marido puede preguntar a la esposa para informarse (Adulto a Adulto): “¿A qué hora cenamos?” y la esposa

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contestar como reprendida (Niño a Padre): “¿Por qué siempre me estás apurando?”.

La transacción, ya sea simple, doble, triple, etc., es el elemento con el que trata el Análisis Transaccional.

ESTRUCTURACIÓN DEL TIEMPO

Todo ser vivo está hambriento de estímulo. Por eso el confinamiento solitario es una de las mayores penas. Hay pocos capaces de soportar unas largas vacaciones prácticamente sin contacto con otros, o la inmersión prolongada en un país de habla totalmente desconocida. Pero también el súbito exceso de estímulo puede ocasionar trastornos.

Pese a los clamores por mayor libertad, la mayoría de la gente experimenta pánico cuando se ve enfrentada con un intervalo libre (sin estructurar). Hay muchas personas incapaces de estructurar su tiempo libre; necesitan que algo o alguien lo haga por ellas. Sin duda conocemos personas a quienes aterra hallarse solas en una casa, y deben recurrir al teléfono, la radio o la televisión como sustituto de compañía. De ahí la función apreciadísima y muy bien paga de los “entretenedores profesionales” (animadores, actores, ilusionistas, etc.)

Cuando la jubilación u otras causas desembocan en un aumento del tiempo libre, mucha gente se enfrenta con el dilema de cómo emplearlo. Al no saber estructurarlo ellos mismos, necesitan que otros les indiquen qué hacer. Este tiempo estructurado externamente no es del todo satisfactorio, y no puede exceder ciertos límites sin producir embotamiento. Los más inquietos comienzan a sentir que carecen de finalidad en la vida, y como resultado se deprimen, se emborrachan, se drogan, se suicidan o se enrolan en alguna agrupación mística o subversiva.

En resumen, la gente tiende a estructurar su tiempo, y lo hace en diversos grados de relación con otros. En orden creciente de involucramiento, se tiene:

1) Retracción

No hay comunicación abierta entre las personas. Ejemplo: personas en un tren subterráneo, que no suelen hablar entre ellas aunque viajen codo con codo, excepto algún ocasional “permiso”.

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2) Rituales

Son los saludos estereotipados, preguntas por la familia, comentarios sobre el tiempo, etc.

3) Actividades

Es lo que se conoce como trabajo, de cualquier tipo, realizado en forma conjunta. Son relaciones Adulto - Adulto.

4) Pasatiempos

Suelen ser conversaciones sociales sobre temas típicos o lugares comunes: modelos de autos, lo cara que está la vida, deportes, cómo educar a los chicos, etc. La relación puede ser de varios tipos, en general complementarios, y sobre todo al mismo nivel: Adulto - Adulto, Padre - Padre, etc.

5) Juegos

No se trata de lo que habitualmente se conoce como juegos (fútbol, ajedrez, cartas, la escondida, y otros juegos formales e informales de niños y adultos), sino de cierto de tipo de relaciones interpersonales.

Son series de transacciones bastante complejas, en las cuales los dos o más actores pretenden estar haciendo algo cuando en realidad están haciendo otra cosa, aprovechándose de alguna debilidad de los otros. Se trata de una explotación, a veces unilateral, pero en la mayoría de los casos mutua, en la cual los participantes ganan falsas “satisfacciones”. Ya hemos visto un ejemplo de un juego (“Deudor”) en el caso de Elsa y Rosa, al analizar la tercera posición vital.

No puedo acá entrar en más detalles, salvo explicar la función que cumplen los juegos. Dado que hay pocas oportunidades para la intimidad en la vida diaria, y la intimidad profunda asusta a mucha gente, no quedan otras formas de relación social más que pasatiempos y juegos en los cuales involucrarse, siendo los juegos mucho más estimulantes. Por lo tanto, los juegos pueden ser casi necesarios. Sin embargo, también pueden presentar serios problemas cuando se juegan “a muerte”, llegando a culminar en asesinato, suicidio, o cárcel. Si la intimidad es posible, resulta muy preferible a los juegos.

6) Intimidad

Consiste en una relación cándida en la cual no hay explotación de uno por otro, sino un mutuo dar y recibir. Pese a ser, en principio, la relación más satisfactoria, es realmente rara en nuestra sociedad. Quien

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pretenda iniciarla se verá habitualmente expuesto a desconfianza por la otra parte.

GUIONES

Cuando los juegos, pasatiempos y otros tipos de relación se combinan a lo largo de la vida, tenemos los llamados guiones. Se trata de planes preconscientes de vida, por los cuales una persona estructura su tiempo. Se basan en experiencias infantiles, que se van reforzando a lo largo de la vida.

Cada tipo de guión tiene sus rituales, pasatiempos y juegos típicos. Hay guiones de ganadores, de perdedores y de no-ganadores. Muchas veces tienen como modelo un clásico cuento infantil, tal como “Caperucita Roja”. Este último es un guión típico. El cuento no debe tomarse al pie de la letra; las Caperucitas reales suelen haber sido objeto de abusos por el abuelo o un tío, por ejemplo; se pasan la vida buscando repetir esa única experiencia traumática pero estimulante.

PERSONAS REALES

El guión implica determinismo, falta de libertad. Dejando por ahora de lado el problema filosófico de la posibilidad de la libertad en sí, lo interesante es saber si hay individuos que no sean ganadores ni perdedores natos, y que no sigan los programas de vida (guiones) inconscientemente inculcados por sus mayores durante la infancia, sino que hayan formado su plan de vida por sí mismos, o incluso que no tengan plan de vida sino que lo vayan formando sobre la marcha.

No tener una posición fija frente a la vida implica mayor libertad que tener una, incluso la mejor (yo gano, tú ganas): quien se encuentra en esta última posición puede incluso llegar a considerar buenos a los delincuentes, y aceptar como buena sin crítica cualquier acción propia.

Si existen personas con tal posición flexible, no meramente insegura, son por cierto pocas.

El Análisis Transaccional no ha llegado aún a una conclusión definitiva a este respecto, es decir, si es lo mismo un ganador (persona en

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la posición “yo gano, tú ganas”), o una “persona real”, sin guión. Yo opino que se trata de cosas distintas.

Creo que existe una manera fácil y rápida de determinar si uno está tratando con una “persona real” o con alguien impulsado por un guión. Por supuesto, esta prueba está sujeta a error, por la relatividad inherente a toda ciencia no exacta, pero si la observación es cuidadosa nos permitirá distinguir. En el caso de guiones “blandos” o ganadores, la observación deberá ser más prolongada. Lo que sigue no proviene de los textos de Berne, sino que es resultado de mis propias observaciones, y por lo tanto por ahora sujeto a mayor verificación.

La prueba consiste en escuchar y observar atentamente los gestos (movimientos del rostro y del cuerpo) de la persona examinada, cuando esté hablando con nosotros o con otras personas.

Las “personas reales” contestan directamente a las preguntas que se les hacen, ya sea con un “sí” o un “no” o con la explicación requerida, o a lo sumo con un “no sé”, y gesticulan voluntaria y conscientemente si es necesario dar énfasis o explicar mejor las cosas. También pueden contestar con evasivas si una respuesta directa no les conviene (caso de los políticos), pero tal comportamiento es consciente.

Toda otra manera de hablar (sobre todo respondiendo preguntas) y gesticular es en general propia de la persona que actúa bajo un guión. La siguiente lista, aplicable a las personas con guiones, no es exhaustiva:

a) Contestar a una pregunta con otra pregunta. Por ejemplo: “¿Vas al trabajo?” “¿Por qué?”. Si se presta atención a este comportamiento, se observará que es muy común.

b) No contestar a una pregunta, sino traer a colación otro tema. Por ejemplo: “¿Sabes dónde está mi encendedor?” “¡Siempre me echas la culpa de todo!” (ya hemos visto un caso prácticamente idéntico en “Transacciones”).

c) Contestar demasiado literalmente: “¿Tiene hora?” “Sí”. Esto puede observarse como reacción a otro comportamiento anterior, cuando se trata de corregirlo, con lo que se pretende probar que las contestaciones escuetas no sirven.

d) Dar explicaciones no solicitadas. Por ejemplo: “¿Qué hay para cenar?” “Querido, sólo hay pollo asado, porque fui a la carnicería y no tenían otra cosa y, además, no tuve tiempo de... etc.”

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e) Contestar con una parte de la oración por la que no se preguntó. Por ejemplo: “Fui al dentista”. “¿Cuándo?” “Al que me recomendaste”.

f) Dar rodeos para contar algo. Por ejemplo: “¡No sabes lo que me pasó! Estaba mamá con unas primas que son así y etc., y tomamos el té con unas masitas tan ricas de esa panadería que está en la esquina de... etc. etc.”, y si se llega al punto es mucho después.

g) No comprometerse. Por ejemplo: “¿Alguna vez pensaste en divorciarte?” “Es posible que alguna vez haya empezado a pensar un poco en eso”.

h) No decir nada concreto. Por ejemplo: “Bueno... pensándolo bien... porque si no, no sería posible que lográramos algo... de cualquier manera, no sería conveniente tomar de entrada una actitud demasiado negativa... aunque, por lo que a mí respecta... etc.” No en el caso de los políticos, que pueden hacer de esto un arte.

i) Usar en exceso el modo potencial: “podría... debería... sería... etc.”

j) Realizar ademanes no conscientes o adoptar posturas cuando se tocan ciertos temas, o incluso cada vez que se habla. Pueden ser por ejemplo movimientos de las cejas, guiños, contracción del mentón, etc., o inhalar el humo del cigarrillo, o sorber el café, todo intercalándolo con las palabras. Hay posturas y gestos típicos (sobre todo en las mujeres): protegerse la garganta con la mano, mirar hacia arriba, apoyar una mejilla sobre la mano, taparse la boca mientras se habla, cruzarse de piernas con los brazos tomándolas, morderse los nudillos, arreglarse el cuello de la camisa o la corbata, etc., cada uno de los cuales tiene un significado especial.

k) Efectuar ruidos respiratorios sin causa suficiente: suspiros, gemidos, sollozos, toses, bufidos, bostezos, etc.

l) Interrumpir constantemente la conversación con chistes o juegos de palabras.

m) Intercalar dos o más temas distintos en una sola emisión. Por ejemplo: “Ayer le decía a mi marido que el nene... ¡Qué lindas flores!... no tenía por qué romper así los juguetes... ¡Lindo vestido que llevas puesto!... porque si no, el dinero no alcanza...”

n) Tabalear los dedos sobre la mesa, dibujar cosas sin sentido mientras se habla, mordisquear un objeto, etc.

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A quien medite profundamente sobre el tema, le surgirá una duda: ¿por qué, si es tanto más razonable ser una “persona real”, hay en cambio tanta gente que obedece a guiones, ya sea de ganadores, de perdedores o incluso de no-ganadores (que existen, pero que no han podido ser considerados en este resumen)?

En el caso de los perdedores, la ventaja se deriva del dolor que representaría un cambio. Se puede plantear una analogía fisiológica. Supongamos que tenemos una muela que nos duele. Podemos preferir el dolor de la muela enferma antes que el sufrimiento (quizá) mayor de una extracción, para después librarnos totalmente del dolor.

Pero en el caso de los ganadores, no hay tal ilusión de ventaja por quedarse en la posición, pues páseles lo que les pase siempre se considerarán ganadores y se darán por felices. Ésta parece ser la única fuerza que ha podido sostener a los mártires y a los verdaderos héroes. Su posición es un cristal que siempre les muestra las cosas de color de rosa.

En cambio, las “personas reales”, desprovistas de guión, ni ganadoras ni perdedoras, se verán (igual que los demás) envueltas en sucesos agradables o desagradables sobre los que no tienen control. Como lo agradable se busca, cuando se vean envueltos en algo desagradable no tendrán opción (por ejemplo: me embarcaré voluntariamente en un crucero de placer, pero un naufragio me sorprenderá sin que pueda evitarlo). Estas personas ven las cosas tales como son, sin cristal coloreado intermedio, y por lo tanto sufrirán más que las ganadoras. Por eso, ser ganador tiene ventajas individuales, pero las ventajas genéticas están de parte de las “personas reales”, que son en gran medida las responsables del progreso humano.

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EGOÍSMO SANO, EGOÍSMO DESTRUCTIVO, Y ALTRUISMO

Resumiré acá lo dicho sobre los dos principios fundamentales, que como hemos visto se relacionan íntimamente.

Quien sabe ser egoísta no sólo se beneficia sino que, como consecuencia, beneficia a los demás, pues así es posible continuar en esa relación mutuamente provechosa (yo gano, tú ganas). En cambio, quien no es sanamente egoísta, cae en una de tres posibilidades: pretende beneficiarse a costa de los demás (yo gano, tú pierdes), y a la larga no lo logra, en un egoísmo destructivo; o pretende ser altruista (yo pierdo, tú ganas), aberración que lo perjudica no sólo a él sino a aquéllos a quienes quiso beneficiar (ejemplo: los padres sobre protectores); o, como peor posibilidad, se destruye a sí mismo y al resto (yo pierdo, tú pierdes).

La ilusión más fuerte, que debemos atacar con mayor energía, es la del altruismo. Ni la persona de apariencia más altruista deja de ser egoísta en el fondo, porque sus actos le procurarán satisfacción interna, aunque más no sea la de creerse mártir. En otras palabras, si una persona hace algo, es porque en el fondo lo desea. Eso no quiere decir que ello le procure en definitiva un beneficio, ni que beneficie a aquéllos por quienes se sacrifica. Por eso, el altruismo es tanto o más insidioso que el egoísmo destructivo (posición yo gano - tú pierdes). En efecto, al egoísta en exceso se lo reconoce enseguida, y todos están en guardia contra él, lo que impide que cause mucho daño (hay excepciones, por ejemplo los dictadores). En cambio, el altruista no despierta sospechas, recoge alabanzas, la religión lo apoya, etc., aunque se perjudique él y la mayoría de las veces también perjudique a los demás (“lo hago por tu propio bien”). A este cuadro se agrega el falso altruista, quien mientras simula sacrificarse por los demás obtiene beneficios ocultos. Estos falsos altruistas son los principales creadores de los mitos de los que pronto hablaré, y en realidad están en la posición “yo gano, tú pierdes”. Los demagogos suelen pertenecer a esta especie.

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LA REALIDAD

Para razonar coherentemente es necesario basarse en la realidad. Con el actual avance científico y técnico, parece que bastaría consultar los libros correspondientes para abarcar la realidad. Nada más errado, y por tres buenos motivos:

1) Porque hay tal cantidad de material escrito: ciencia, leyes, historia, etc., que no alcanzarían mil vidas para conocer someramente una mínima parte.

2) Porque de todo este fárrago, sólo una pequeñísima parte servirá de ayuda en la vida real, y es difícil seleccionar esa parte entre todo lo escrito.

3) Porque aun leyendo sólo lo que interese, no se tiene la seguridad de que lo escrito sea cierto.

Este último punto merece un comentario más amplio. Comencemos por las ciencias básicas, como las matemáticas. Existen proposiciones matemáticas de las que todavía no se sabe si son ciertas o falsas. Una de las más mentadas es el llamado “último teorema de Fermat” (Nota: en 1993 se pudo demostrar que es verdadero). Más aun, Kurt Gödel demostró que existen proposiciones “indecidibles”. Por supuesto que a nosotros, como simples legos, nos resultará muy difícil averiguar la verdad por nuestros medios, y podemos descansar en los matemáticos para que lo hagan, en primer lugar porque no hay motivos evidentes para que nos oculten sus hallazgos, y en segundo lugar porque tal resultado no nos importa ni poco ni mucho.

En cuanto nos desplazamos a ciencias más concretas, como la física, pronto aparecen casos de ocultamiento o engaño deliberado. Por ejemplo, los físicos que descubrieron la desintegración del átomo mantuvieron el secreto mientras les fue posible. Más recientemente, ciertos físicos pretendieron embaucar al mundo con el supuesto descubrimiento de la “fusión fría”.

Otro caso similar se produjo con el tema de la herencia en plantas y animales. La teoría de Mendel, hoy reafirmada como correcta, fue cuestionada por Lysenko, quien sostenía que los caracteres adquiridos se heredan. Durante varios años tal teoría fue propugnada como verdadera en

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la Unión Soviética, porque convenía a los intereses de algunos. Las consecuencias para la ciencia y la producción soviéticas fueron desastrosas.

¿Qué pasaría hoy si alguien descubriera la forma de evitar el envejecimiento y la muerte? No es esto tan utópico como podría pensarse. En un mundo superpoblado, con escasez de alimentos y de otros recursos, divulgar tal descubrimiento sería una catástrofe. Las repercusiones sociales, políticas y económicas serían inimaginables. Muy probablemente, tal descubrimiento se mantendría en secreto el mayor tiempo posible, y mientras tanto lo aprovecharían sólo algunas personalidades muy importantes.

Aun más fértiles para las falsedades premeditadas son los terrenos de la psicología, las ciencias sociales, la política, la historia, etc. Dichas falsedades se difunden a todos los vientos porque son muy difíciles de rebatir y convienen a determinados grupos.

Los periódicos, la radio y la televisión son los principales vehículos de desinformación. Si una persona importante (que no significa sabia) dice algo sensacional (aunque sea falso), los medios informativos reproducirán la declaración, algunas veces tal como fue hecha y otras deformándola y haciéndola más sensacionalista. Por su origen, no se dudará de la veracidad de la aseveración. Por lo tanto, la charlatanería disparatada de un necio tendrá la misma publicidad que la erudición de un genio (véase “Una nación de borregos” en la Bibliografía).

¿De qué manera podemos protegernos de esta desinformación? Por medio de una actitud de duda razonada. Veamos dos ejemplos:

a) Un manual de una olla de presión dice que en ella los alimentos se cuecen “al vapor”. El ama de casa acepta esta afirmación sin meditar. Si pensara, notaría que los alimentos nadan en el agua de la olla de presión, lo mismo que en una común, y por lo tanto no se cuecen “al vapor”. Poco importa que “al vapor” sea bueno o malo, o que la olla de presión sea mejor o peor que una común; el tema es la aceptación sin cuestionamiento de una afirmación errónea que un instante de reflexión bastaría para desechar.

b) En un artículo sobre curiosidades animales se afirmaba que una lombriz de tierra come y excreta unas 25 toneladas de tierra por año. Como la cantidad me pareció exagerada, realicé el siguiente cálculo: 25 toneladas a una densidad de 1,25 toneladas por metro cúbico representan

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20 metros cúbicos, o sea 20.000.000.000 milímetros cúbicos en el año, es decir, 54.794.521 por día, 2.283.105 por hora, 38.052 por minuto y 634 por segundo, y si admitimos que el tubo digestivo de la lombriz tiene un milímetro cuadrado de sección como máximo, esto significa que la lombriz come tierra a razón de 63,4 centímetros por segundo. ¡Éstas son curiosidades! Los artículos de “divulgación científica” están plagados de inexactitudes. Hasta revistas tan serias como “Scientific American” publican disparates de vez en cuando.

Como este libro pretende ser una contribución, si no a la ciencia, por lo menos a disciplinas sociales, ¿qué le asegura que no estoy tratando de engañarlo? Nada. Pero poco importaría que yo tratara de engañarlo, si usted no se engaña. Yo me limito a exponer mis ideas, y usted será quien decida si le sirven o no. Si procede así no sólo ahora, sino cuando alguien trate de convencerlo, ya sea hablándole o por medio de la palabra escrita, entonces no se dejará engañar. Esta actitud de duda razonada es muy importante, sobre todo cuando alguien trata de imponerle ideas con el argumento de que “son lo mejor para usted”, y que él procede “desinteresadamente”. Usted ya debería saber que el desinterés es casi siempre fingido y, ante esa mentira inicial, debería desconfiar aun más del resto.

En cierta oportunidad, enterado del tema por un amigo (mi amigo me lo dijo no por “desinterés”, sino porque eso a él no lo perjudicaba y en cambio le permitía quedar bien conmigo), solicité una hipoteca sobre mi casa en una compañía de seguros de la cual era cliente. El gerente hizo lo posible por disuadirme, no porque a la compañía no le conviniera (decía), sino porque la tasa era alta y por lo tanto el préstamo me resultaría “oneroso”. Ante su insistencia, advertí que la realidad era la contraria, o sea que a la compañía no le convenía, pero que no me podía negar directamente el préstamo por ser yo cliente. En finanzas, la ley de compensaciones sí se cumple (pues se negocia un solo tipo de valor: dinero, que no se destruye ni aumenta en la transacción), y en consecuencia si la compañía perdía, yo ganaba. Por lo tanto, proseguí el trámite, me otorgaron el préstamo, y con la inflación obtuve buena ganancia.

Moraleja: cuanto más se habla de desinterés, más se debe sospechar.

Retornando al tema principal (la realidad), para conocerla debemos basarnos en nuestra propia observación y en nuestro razonamiento. Esto no significa desechar consejos de los demás ni lo que se halla escrito, sino

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evaluarlo con sentido crítico. Tanto la credulidad como el descreimiento, absolutos e irrazonados, son dañinos. Seamos pues un “filtro” de lo que oímos o leemos. La información que ha pasado por otras mentes no se encuentra “virgen” sino elaborada, y en esta elaboración pueden introducirse errores tanto involuntarios como intencionales.

LA OBSERVACIÓN

Como método más importante para acercarnos a la realidad, tenemos la observación, ya sea de los hechos, o de las palabras habladas o escritas que se refieren a los hechos.

Muchas veces no son los demás quienes nos engañan, sino nosotros mismos. Esto ocurre cuando no observamos correctamente: los hechos o las palabras son tales y cuales, ocurren ante nuestros ojos y oídos y, sin embargo, nosotros deformamos esta realidad viendo y oyendo cosas que no sucedieron, y dejando de ver y oír las que sí sucedieron.

Hay varios motivos para que esto suceda. Quizá el más común sea nuestro deseo de que las cosas sean tales como nos gustarían. Así, el espectador de un partido de fútbol sostendrá que el jugador A cometió falta contra el B o viceversa según cuál sea el equipo de sus simpatías; y está sinceramente convencido. Cada protagonista de un choque de automóviles creerá sinceramente que el otro lo embistió. Etc.

Otra causa de observación errónea es nuestro acostumbramiento a que suceda determinada cosa, es decir, a ver lo que estamos habituados a ver. Ésta y otras debilidades similares son bien aprovechadas por los ilusionistas: normalmente la moneda se mueve con la mano que la lleva y hace ademán de sostenerla, y no se queda en el camino en la otra mano que simula estar vacía. Ésta es otra forma de prejuicio, a nivel mucho más elemental, el de la percepción. Por ello este tipo de prejuicio es habitualmente útil, porque nos ahorra esfuerzo: el rompecabezas de la experiencia está casi armado, y lo único que hacemos es insertar unas pocas piezas. Por ejemplo, nos permite reconstruir imágenes con pocos datos: pruébese de tapar la mitad inferior de una línea impresa, y se verá que fácilmente puede ser leída. Si careciéramos de esta facultad, nos sería imposible reconocer a una persona desde lejos por unos pocos rasgos, incluso sólo por la forma de caminar. Pero, como todo prejuicio, nos puede jugar malas pasadas. Es el caso de testigos que, de buena fe, juran

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haber visto a una persona en determinado lugar, comprobándose después que estaban equivocados.

Hay dos formas opuestas del error de observación. Una se encuentra en la persona excesivamente ingenua, sin personalidad coherente, para quien el mundo se contradice constantemente y es un gran misterio. Esta persona se aferra rápidamente a cualquier explicación que aglomere hechos dispares, pues eso la ayuda a salir de la confusión. Si, por ejemplo, a tal persona se le dictan palabras extrañas, creerá oír palabras conocidas que se les asemejen, y así las escribirá.

La personalidad opuesta es dogmática, y rechazará todo lo que no se ajuste a su explicación del mundo. Si se realiza con ella el experimento de dictarle palabras extrañas, lo más probable es que no las escriba, sosteniendo que tales palabras no existen.

Un caso típico de personalidad dogmática que conocí fue el de un tío militar. Una vez sostuvo que, en magnetismo, el polo Sur no existía, sino sólo el Norte, o sea que el Sur era sólo la falta del Norte. Ni aun una sencilla demostración ideada junto con mi primo fue capaz de convencerlo.

Es posible caracterizar a las dos personalidades por su actitud frente a las contradicciones o paradojas. La personalidad ingenua no verá contradicción alguna, y asimilará los elementos opuestos como si no lo fueran, en general deformándolos. La personalidad dogmática rechazará uno de los elementos en conflicto, aquél opuesto a su modo de pensar. La primera amoldará su pensamiento a la observación (que puede ser errónea); la segunda amoldará la observación a su pensamiento (que puede ser erróneo).

La actitud equilibrada, ante una contradicción o paradoja, consiste en analizarla racionalmente a fondo y, si se mantiene, ver en qué condiciones se aplica cada uno de los elementos en discordia, para llegar tal vez así a una ley de nivel superior y, si esto no es posible, aceptar el problema como insoluble por el momento. Esto significa no ser ni dogmático (dueño de la verdad absoluta e inmutable), ni escéptico (descreído de todo), ni crédulo (creyente en cualquier cosa), sino en cambio contar con un bagaje de reglas básicas, entre las que habrá alguna que indique cuándo, por qué y cómo modificarlas. En otras palabras, las reglas deben existir y ser fuertes, de modo que ante una contradicción no muy segura debe suponerse que se observó mal; pero ante una contradicción evidente, las reglas deben ser cuidadosamente revisadas.

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Una regla casi imprescindible en prácticamente cualquier sistema de pensamiento, ya sea filosofía de alto vuelo o casera, es la llamada “navaja de Occam” (William Occam, 1298 - 1349), que traducida a términos modernos dice que la cantidad de hipótesis independientes necesarias para explicar cualquier hecho debe ser mínima. Por supuesto, las explicaciones deben ser “razonables”. Si no, para explicar el mundo bastaría con suponer que es “porque sí” o “porque el destino lo quiere”, y entonces no habría leyes físicas ni ciencias, y sería el caos.

SER Y DEBER SER

El dogmatismo puede adoptar otra forma, en la que el individuo observa correctamente, pero niega la realidad de la observación porque eso no “debería ser” así. Casos como el siguiente no son infrecuentes:

Me hallaba de viaje en Chile durante un período político de escasez, restricciones y precios oficiales. En determinado momento, el hotelero dejó de proveerme jabón, aduciendo que no se conseguía. Incrédulo, salí a procurármelo por mí mismo. En la primera farmacia que encontré vi el escaparate atestado de pastillas de jabón. Pensando que quizá me negaran la venta, entré y pedí el jabón. Me lo vendieron sin problema alguno, al que para mí era un precio irrisorio. De vuelta en el hotel, le dije al dueño que no había tenido inconveniente en comprar jabón. “¡No puede ser!”, respondió. “¡Cómo que no! Aquí lo tiene, véalo, y lo compré en la farmacia de la esquina”. “¡Ah, pero no al precio oficial!”, contestó triunfante.

Cuando tengamos la tentación de creer que las cosas no son como son sino como deberían ser, pensemos en cuántas formas distintas de “deber ser” existen según las personas, las religiones, los gobiernos, las sectas, los “movimientos” y los partidos políticos, y en cómo el mundo se burla de todas ellas, siendo como es.

No debiera haber robos, digo, pero ¿no tomaré precauciones si llevo conmigo una fuerte suma de dinero? Acaso no las tome, y entonces tendré tiempo para despotricar contra los delincuentes, la policía y el gobierno (recordemos la posición “yo +, tú -”).

O tal vez opine que debiera volar como Súperman. ¿Me tiraré por ello de un quinto piso, o aceptaré que en realidad no puedo volar?

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Esto no significa desechar ideales, moral, reglas de comportamiento. Significa sencillamente que no debemos confundirlos con hechos.

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LOS MITOS

Cuando un falseamiento, deformación o exageración de la realidad se convierte en precepto, se ha creado un mito. ¿Cómo se crea un mito? “¡Por la repetición, por la repetición se crean los mitos!” (véase “Ferdydurke”, de Witold Gombrowicz).

Si un mito perdura, es porque hay una facción interesada en él. Pero también es necesario que apele a los sentimientos o a los intereses de muchos, aunque no les reporte ventajas reales. Dicho de otra manera, un mito no puede ser gratuito: no puedo convencer a nadie de que los aeroplanos en realidad no vuelan, porque eso no satisfaría las ambiciones de un grupo numeroso, independientemente de que ello sea cierto o falso, evidente o abstruso. (Releyendo tiempo después este párrafo, recordé que, créase o no, hay en Estados Unidos una sociedad que niega la posibilidad de que los aeroplanos vuelen. A veces, lo increíble sucede).

Pero, ¡atención!, es posible inculcar al mundo mentiras evidentes, sencillamente porque satisfacen a muchos. Por ejemplo, ¿quién no ha oído la historia de “la camisa del hombre feliz”?. Ambientada en la era del auge de los reyes, llega a la moralizante conclusión de que “el hombre feliz no tiene camisa”, o sea que es pobre de solemnidad. Llevada a su forma mítica, esta conclusión se transforma en “los pobres son más felices que los ricos”, exageración del lema “el dinero no hace la felicidad”. ¿A qué apela este mito? Apela a los sentimientos de muchos: los pobres, que así se consuelan de no ser ricos. Pero claro que eso no impide que luchen denodadamente para salir de su pobreza, por ejemplo jugando a la lotería. Si fracasan, se consuelan con el mito. Si triunfan, seguirán sintiéndose pobres, temporalmente en posesión de dinero, y probablemente lo malgastarán. De más está decir quiénes han creado y sostienen el mito: los ricos, cuyas capas menos lúcidas y más sentimentales tranquilizan además sus conciencias repitiendo el refrán.

Hay una razón adicional para la popularidad de los mitos: el gusto por lo falso e increíble. Enunciemos una falsedad cualquiera que sea asombrosa, y aunque no beneficie a nadie ni apele a ninguna pasión, es muy probable que algunos la crean y la apoyen entusiastamente, sólo porque es falsa e increíble. ¿A qué puede deberse esto? A que dichos entusiastas se hallarán así en posesión de un “conocimiento” reservado

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sólo a ellos, a ese círculo cerrado, a esa elite diferente del rebaño de quienes creen en la estólida verdad. Además, esto les da tema para los pasatiempos sociales (véase el capítulo “Análisis Transaccional”). Por si esto fuera poco, una falsedad no precisa verificación alguna: basta con la fe. Ningún razonamiento logrará convencer al adepto.

Esta preferencia por lo falso y asombroso da difusión a pseudo-ciencias tales como la astrología, la parapsicología, la cartomancia, etc. (T. Fontane: “Todos los cerebros del mundo son impotentes contra cualquier estupidez que esté de moda”).

Detengámonos en un caso bastante reciente: el famoso “Triángulo de las Bermudas”, sobre el cual se han publicado varios libros y multitud de artículos en periódicos y revistas. Que en esa zona del planeta haya o no más desapariciones inexplicadas que en otras, y que las mismas sean o no debidas a causas esotéricas tales como la intervención de seres extraterrestres, no está acá en discusión, ni siquiera importa. Lo importante es que la gente está más interesada cuando el hecho y su “explicación” son más misteriosos. Basta que algún investigador encuentre o sugiera alguna explicación natural para los fenómenos (de acuerdo con la regla de la “navaja de Occam”) para que su trabajo pase rápidamente al olvido. A los fanáticos del “Triángulo” no les interesan las explicaciones científicas, porque destruirían el encanto del tema; prefieren el misterio o las explicaciones que no explican nada. Por supuesto, eso es lo que obtienen: si la gente quiere algo por lo que está dispuesta a pagar, lo obtiene. Como resultado, sienten que saben algo nuevo, original, sin necesidad de agotadores estudios, y que no puede ser desmentido por molestas comprobaciones: es muy difícil que alguien pueda mostrar, por ejemplo, cómo desapareció un barco hace doscientos años. Es más fácil, seguro y divertido achacárselo a los extraterrestres.

En su “Historia natural del disparate”, Bergen Evans (véase la Bibliografía) trata multitud de estos pequeños mitos en forma muy amena. Es curioso, no obstante, cómo los “desmitificadores” incurren en errores al tratar ciertos mitos. El afán de oponerse a algo los hace ir al otro extremo. Algunos ejemplos ilustrarán esto.

a) Rudolf Flesch, en “The art of clear thinking” (véase la Bibliografía), nos dice que tanto “Vulgar errors” de Thomas Browne, publicado en 1646, como el recién mentado libro de Bergen Evans, impreso exactamente trescientos años más tarde, tratan el error vulgar de que “el corazón humano se encuentra a la izquierda”.

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Acá hay dos errores sobre ese “error”. No dispongo del libro de Browne, pero Evans no dice exactamente eso, sino que “alrededor de la mitad de los que intentan suicidarse disparándose un tiro o clavándose un cuchillo en el corazón fracasan porque no saben dónde está el corazón y, por consiguiente, se hieren el pulmón o el abdomen”. Esto es muy distinto de sostener que el corazón no se encuentra a la izquierda. Esta interpretación incorrecta del texto de Evans es el primer error.

El segundo error se refiere al hecho en sí. En efecto, de acuerdo con cualquier convención razonable, el corazón realmente está a la izquierda. Si bien el plano central del cuerpo lo divide en dos, la parte izquierda es bastante mayor que la derecha. Tan a la izquierda está, que el pulmón izquierdo tiene un lóbulo menos que el derecho, para acomodar allí el corazón. Si aceptáramos el criterio de que todo órgano por donde pase el plano medio del cuerpo está en el medio, el hígado estaría también en el medio, pese a estar claramente a la derecha. Si todavía duda, mire una radiografía de tórax de frente, o una lámina anatómica, y juzgue por usted mismo.

b) Evans, en el libro mencionado, discute el mito de que todos los animales nacen con las aptitudes y el conocimiento esenciales para su conservación, y para destruirlo menciona a los desvalidos gatitos y perritos recién nacidos. Luego se va al otro extremo al afirmar: “En realidad, todos los animales por sobre el nivel de los peces son increíblemente desvalidos al principio”. No todos, Mr. Evans. El lector puede comprobarlo yendo a una veterinaria y pidiendo ver cobayos recién nacidos, que corren como si lo hubieran hecho desde hace años. Se dirá que necesitan la leche materna. Bien, entonces vea tortugas, culebras o lagartijas recién nacidas, que no necesitan leche ni instrucción alguna, y son seguramente superiores a los peces.

c) En el mismo libro, poco después Evans afirma: “Los polluelos no pueden al principio distinguir una substancia de otra, y están completamente desorientados en cuanto a lo que han de hacer hasta que la madre se lo muestra. En una experiencia murieron de hambre con la comida ante ellos, porque no se les enseñó a picotear”. Esa experiencia seguramente fue muy extraña, porque nadie enseña a picotear a los polluelos de incubadora y, sin embargo, crecen.

¿Qué nos enseña esto? Que hasta quienes critican errores pueden verse afectados por los mismos. ¿Y este libro? Estoy seguro de haber cometido un error en algún lado. Usted también debería estarlo, pues si no

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hubiera errores en el libro, la frase anterior sería errónea. Este es un ejemplo de paradoja, o sea de las posibles contradicciones inherentes al razonamiento. Pues si la frase fuera falsa, entonces no habría errores, con lo cual sería verdadera, etc. etc.

Dejemos los pequeños mitos, en realidad no tan pequeños, por lo menos económicamente: la astrología, el curanderismo, la cartomancia, el Triángulo de las Bermudas, etc. mueven mucho dinero. Ellos son producto del gusto por la falsedad misma. Vayamos en cambio a ciertas mentiras, deformaciones y exageraciones que prenden mucho más fuerte que otras, porque apelan a alguna faceta de la personalidad de muchos seres humanos. Estudiaremos los más comunes y recalcitrantes de estos mitos, exponiendo las razones de su credibilidad y señalando las facciones interesadas en perpetuarlos.

EL MITO DE LA IGUALDAD

Se puede resumir este mito con la frase: “Todos los hombres son iguales”. No es muy antiguo. Su origen parece remontarse a la Revolución Francesa.

¿Quién puede sostener seriamente que un hombre es igual a una mujer, un joven a un viejo, un enfermo a un sano, un negro a un blanco, un genio a un idiota, usted a mí? Nadie. Entonces, ¿qué es lo que se pretende decir con eso de que “todos somos iguales”? ¿Será una expresión de deseos? Ni siquiera eso: es comprensible desear que seamos todos sanos, pero no tanto que seamos todos del mismo sexo. Además, poco importan los deseos; lo que cuenta es la realidad.

Lo que sucede es que se pretende darle otro significado a la palabra “igual”. Por supuesto, una palabra puede tener varios significados, e incluso estos significados ir variando con el tiempo. Basándonos en esto, veamos cómo plantea Lionel Ruby el tema (véase la Bibliografía):

Cuando alguien usa la palabra “igual” como hice yo dos párrafos antes, se refiere a que los hombres tengan la misma estatura, forma, edad, sexo, facultades mentales, etc.

Cuando alguien usa la palabra “igual” en la frase “Todos los hombres son iguales”, quiere decir que deben darse a todos las mismas

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oportunidades, y que deberían tener la misma probabilidad de que se les haga justicia, etc.

En otras palabras, la frase podría ser cierta cambiando el significado de la palabra “igual”. Dado que una palabra puede tener diversos significados, el argumento parece legítimo a primera vista.

Pero en realidad estamos en presencia de un insidioso sofisma. En efecto, se toma un nuevo significado de la palabra “igual” para aplicárselo exclusivamente a un conjunto de entes: los hombres. ¿Tendría acaso sentido decir que a todas las piedras se les deben dar las mismas oportunidades? Dicho de otra manera, la palabra “igual” pierde sentido en este nuevo uso, y sería lo mismo substituirla por cualquier otra, por ejemplo “distinto”.

La palabra “igual” no es un comodín, un símbolo al que se le pueden atribuir diversos significados (como lo serían por ejemplo las palabras “Pedro”, “martes”, “hoy”, “eso”, “él”; Pedro es bueno (este Pedro), Pedro es malo (aquel Pedro), Eso es tierra, Eso es agua, etc.), sino un operador, algo que debe mantener su significado independientemente de a qué se aplique.

Aclarado el caso, concluimos que los hombres no son iguales. Pero queda en pie la posibilidad de aceptar el enunciado que se quiso significar: deben darse a todos los hombres las mismas oportunidades, etc.

En principio, tenemos dos objeciones a esto: primero, que si los hombres no son iguales, no se ve por qué todos deben tener las mismas oportunidades; y segundo, que poco importa lo que debe ser, si no es así.

Pero analicemos un poco más este enunciado, “deben darse a todos... etc.”. Ya no se trata de una cuestión de hecho, sino de una cuestión moral, lo que debería ser, o lo que es conveniente que sea. Por lo tanto, no es verificable, y podemos proponer alternativas y luego decidir cuál es mejor. Lo primero que se nos ocurre es restringirlo: “Deben darse a todas las mujeres...” o “... a todos los negros...”, etc.

¿Por qué no? ¿Quién podrá demostrar cuál enunciado es mejor?

O podríamos ampliarlo: “Deben darse a todos los antropoides...” o “... los mamíferos... “ o “... los animales...” o “... los seres vivos...”, etc.

Surgen los mismos interrogantes.

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Alguien dirá que este análisis no tiene sentido, porque debiéramos limitarnos a los miembros de una especie, la humana. Pero, si se pueden cruzar el león y el tigre, ¿no se podrá cruzar el hombre con el chimpancé? Es posible que el experimento se haya llevado a cabo, pero no estoy enterado del mismo y menos de sus resultados.

Ahora bien, supongamos que el mestizaje sea posible. ¿Cómo consideraríamos al mestizo? ¿Como hombre o como chimpancé? El autor francés Vercors propone en su novela “Animales desnaturalizados” (véase la Bibliografía) un caso apasionante: en un lugar remoto se descubre una especie (Paranthropus erectus) intermedia entre el hombre y el mono. El problema es decidir si la especie pertenece o no a la humanidad, ya que puede cruzarse tanto con el hombre como con chimpancés, gorilas y orangutanes. Poco importa la culminación del drama en el libro; acá lo importante es la duda. Si tal caso sucediera, habría toda una gradación entre los monos antropomorfos y el hombre, y entre las distintas razas de estas especies. Quienes participaran en un safari podrían pasar de cazadores a asesinos.

Todo esto, ¿significa racismo? De ninguna manera. Significa aceptar la realidad, sin tabúes, y reconocer lo relativo de las definiciones de especies y razas. Significa, por un lado, aceptar que somos una especie animal más, y que no existe separación cualitativa entre el hombre y los demás animales. Por otro lado, significa aceptar que los hombres no son iguales entre sí, y que hay razas con características distintas.

¿Quiere decir que hay razas superiores a otras? Mientras no se defina claramente (¿y quién será capaz de hacerlo sin que lo contradigan?) qué características son indicio de superioridad o de inferioridad, se determine cómo medir dichas características, y se aplique esa medición a los distintos arquetipos de las razas (cuya definición y obtención no son por cierto el menor de los problemas), nadie podrá razonablemente sostener que determinada raza sea superior a otra. Parece muy lejano el día en que se llegue a un resultado incontrastable.

Pero si no hay razas superiores o inferiores, no por eso son menos distintas. Entre individuos, es perfectamente posible definir superioridad o inferioridad relativa a ciertos temas, como lo muestran diariamente los deportes, por ejemplo.

En definitiva, no somos iguales, por suerte; si no, el mundo sería tremendamente aburrido. Y como no somos iguales, no tenemos iguales

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oportunidades. Un sordomudo jamás será contratado para el trabajo de locutor.

¿A qué impulso apela este mito? Tomemos una persona cualquiera, digamos Luis. Siempre encontraremos a alguien más rico, más inteligente, más hábil, más fuerte que Luis, quien sabe que es así. Luis se siente inferior a otros, y es propenso a consolarse pensando que tiene las mismas posibilidades que esos otros más ricos, más inteligentes, etc.; que es fundamentalmente igual al otro, y que si en la práctica el otro lo supera, es porque algo o alguien le ha impedido a él, Luis, realizarse en la vida; o porque al otro alguien le hizo la vida fácil; o porque Luis jamás se propuso ser rico, inteligente, etc., etc. Por lo tanto, se ve que la emoción que sustenta este mito es la envidia.

El mito de la igualdad prende fácilmente en un terreno tan fértil como las muchedumbres, formadas por seres que a cada paso encuentran a otros “mejores” en cualquier sentido; seres que día tras día ven en la televisión a otros (en el fondo no muy diferentes de ellos) a quienes se exalta por una razón o por otra: porque son “grandes” jugadores de fútbol, “geniales” cómicos, o “inolvidables” músicos. Sé que no es simpático decir esto, porque tanto a usted como a mí nos afecta: siempre habrá alguien mejor que nosotros; e íntimamente nos suponemos iguales o mejores que ese alguien. Pero una cosa es ese convencimiento íntimo, innato del ser humano, y otra el convencimiento racional, y es a ése al que me refiero. En cuanto escarbemos un poco, veremos que tal suposición es racionalmente indefendible.

Si no, veamos cómo se aplica unilateralmente. Porque yo podría ser igual a Einstein, si no fuera porque no me he dedicado a investigar esas cosas; pero jamás admitiré que alguien más ignorante que yo pueda llegar a mi nivel por mero estudio, porque es “fundamentalmente” inferior. Así, por ejemplo, un pianista que no le puede encontrar defectos técnicos a otro llegará a usar como último argumento que el otro no “siente” a Mozart (cosa imposible de probar) para no admitir que el otro lo iguala o lo supera. Así también, los “cultos” hacen diferencia entre “ilustración”, “educación”, “erudición”, “conocimiento” y “cultura”. Los demás serán “ilustrados” o “educados”; “culto” sólo es uno.

Todos somos iguales, pero hay algunos más iguales que otros (George Orwell, “Rebelión en la granja”).

¿Quiénes están interesados en defender la “igualdad”? Los demagogos, no sólo en política sino en los campos más insospechados.

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Hay dos formas de nivelar: hacia arriba y hacia abajo. Nivelar hacia arriba significa, en este caso, hacernos creer en nuestras posibilidades (hasta entonces ocultas) de desarrollarnos hasta ser tan ricos, tan sabios o tan fuertes como el “gran hombre” que sirve de modelo. Los demagogos, aunque insinúan esta posibilidad, raramente insisten en ella. La razón consiste en que, por un lado, resulta difícil convencer a muchos de que realmente podrán ser, por ejemplo, todos ricos, y por otro, porque muy pocos desean realmente dejar de ser lo que son. Un pobre no quiere pasar a ser rico, sino a ser un pobre a quien le ha caído encima mucho dinero. Quiere tener el dinero del rico, pero conservar la manera de ser y las costumbres del pobre; quiere ser rico mágicamente.

Por eso, el demagogo prefiere la segunda alternativa: nivelar hacia abajo. Para lograrlo, muestra la “sencillez” y los “pequeños defectos” de los “grandes hombres”, en especial él mismo, y por el otro promete “bajarle los humos” a la elite. Así, hay muchos que recuerdan más la sordera de Beethoven y las distracciones de Einstein que sus obras. La demagogia se ejerce desde muchos lugares; algunos de los más usuales son, hoy día, la política, la cátedra, la televisión, la radio, el periodismo y el gobierno.

EL MITO DE LA JUSTICIA

Una forma más retorcida del mito de la igualdad es el mito de la justicia, que vendría a ser una igualdad a plazo. Este mito reconoce dos formas básicas:

A) La vida es justa

En la naturaleza, la justicia no existe. El tigre se come al ciervo, la rana a la mosca, y el pez grande al pez chico, sin distinción entre ciervos, moscas o peces chicos pecadores o virtuosos; y nadie ni nada se toma el trabajo de castigar al tigre, a la rana o al pez grande, sino que por lo contrario su comida les aprovecha.

Entre los humanos, buenos y malos son afectados indistintamente por las enfermedades y los accidentes. En cuanto a la “justicia” humana, muchos delitos son castigados, pero más permanecen impunes, y hasta los inocentes pagan culpas ajenas. Un hombre trabajador que tiene la desgracia de matar a alguien cumple una larga condena, mientras los delincuentes profesionales logran evadirla; los ricos y poderosos obtienen

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trato preferente en las prisiones, eso cuando sus delitos son penados; etc. Sabemos que ello ha sucedido, sucede y sucederá siempre.

No quiero que se confunda esto con una protesta ni con un alegato por el mejoramiento de la justicia: de ninguna manera me opongo acá al estado actual de las cosas, ni digo que eso no debería suceder; tampoco sostengo que esté bien. Simplemente expongo un hecho conocido, y digo que es absurdo sostener que no es así.

Queda un último recurso: “el más allá”. Las religiones, con su cielo y su infierno, harán justicia definitiva. Cómodamente se elude así toda posibilidad de comprobación.

B) La vida debería ser justa

Esto supone una definición absoluta de lo que es justo y a lo cual deberíamos tender. Lógicamente, esto no es viable. ¿Es justo que un médico gane más que un maestro? Y si es así, ¿cuánto más? O si no, ¿cuántos años de prisión deberían corresponder a quien con premeditación asesinare a un extraño? ¿O a un conocido, un amigo, un tío, un hermano, el cónyuge, el padre, la madre, un hijo? ¿O a quien robare en tales y cuales circunstancias?

No seamos tan ingenuos como para resolver estos problemas mediante la consulta del Código Penal o cualquier otra ley o cuerpo de leyes. El resultado variaría con el país y la época, y con dificultad habríamos llegado a saber lo que marca la ley, pero seguiremos ignorando si la ley es o no justa. Más aun, la mayoría de los juicios no se resuelven por la aplicación estricta de la ley, por varios motivos: uno consiste en que suele haber dos o más leyes contradictorias aplicables a un caso; otro, que los casos particulares no suelen estar contemplados exactamente; otro más, que las leyes son susceptibles de interpretación (véase “The art of clear thinking” en la Bibliografía).

Por otra parte, aun cuando alguien lograra determinar qué es lo justo, afirmar que “la vida debería ser justa” seguiría sin importar, pues lo único útil es cómo es una cosa, no cómo debería ser. No confundamos este “deber” moral con otro “deber” perfectamente válido, el “deber” de causa y efecto o el de adecuación a la realidad; si por ejemplo digo que para ir de Londres a París “debo” cruzar el Canal de la Mancha, estoy enunciando una verdad.

Lo que regula las acciones de la gente sensata es lo que es y no lo que debería ser; si ése no fuera el caso, quien opinara que “la electricidad

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domiciliaria no debería ser peligrosa para las personas” procedería a meter los dedos en el enchufe.

Por supuesto, hay “deberes” del pasado que se transformaron en hechos actuales. Por ejemplo, “los seres humanos no deberían realizar trabajos agotadores”; hoy esos trabajos los efectúan los motores y también quienes practican “jogging”. Si no, no habría servido de nada la labor de Edison y de Pasteur. Pero también es claro que ello no se logró con el mero enunciado de lo que debería ser, sino con trabajo duro basado en lo que realmente era.

Volviendo a nuestro tema principal, la justicia, aparece un problema adicional cuando se la administra, y es el costo de dicha administración. Es sabido que gran parte del valor de un bien en litigio va a parar a los abogados, los gestores y el gobierno. Además, tanto los litigantes como los abogados, los gestores, el juez y sus ayudantes pierden enormes cantidades de tiempo y de energía dignas de mejor uso. Este hecho es ampliamente reconocido en frases tales como “mejor un mal acuerdo que un buen juicio”.

El mito de la justicia no aparece sólo en relación con delitos o pleitos civiles; también lo encontraremos aplicado a la administración. Un ejemplo: se construye una autopista; para que sea pagada por los usuarios y no por todos (justicia), se instala un sistema de cobro de peaje. Resultado: el dinero sale de un bolsillo para entrar en otro, o sea que globalmente no hay pérdida ni ganancia. ¿Cierto? ¡No! Se pierde el trabajo de los cobradores y administradores del peaje, quienes podrían hacer algo más productivo; cada automovilista pierde unos minutos; y quienes usan otras rutas, para no pagar el peaje, pierden tiempo y combustible en recorridos menos económicos. Hay incluso casos de autopistas en las que la administración tiene un costo superior a lo recaudado, y se vuelve necesario cerrar los puestos de peaje.

En resumen: la justicia en términos absolutos no existe ni en la naturaleza ni en el mundo artificial creado por el hombre. En ciertos casos, tratar de lograrla puede ser perjudicial. Por lo tanto, sería mejor que cada uno pensara en su beneficio a largo plazo beneficiando también a los demás (sano egoísmo), sin preocuparse de que sus acciones sean justas o no. En cuanto a quienes ocupan cargos públicos, harían mejor cuidando la utilidad general y no la justicia idealizada. En ese sentido, muchas leyes son perniciosas; por ejemplo, las que establecen penas exclusivamente de acuerdo con el delito, aislado de la condición del reo. O sea que no sólo

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quienes delinquen no son iguales: ni siquiera deberían ser iguales ante la ley (me refiero en particular a los delincuentes profesionales). Pero dejemos esto: ya me he enredado con un “deberían”.

No puedo aquí resistir la tentación de reproducir una frase del filósofo mejicano Manuel Reyes Mate: “La justicia es en el fondo imposible. Pero la injusticia no puede ser olvidada sin que el hombre se bestialice.” He aquí un reconocimiento inapelable de los hechos, y por otra parte un alegato para que el hombre controle su ambiente para una mejor calidad de vida. Es la manera correcta y pragmática de tratar un mito.

Indudablemente, si un mito como el de la justicia tiene tantos adeptos, es porque apela a un impulso básico del ser humano. Este impulso, el mismo que abona el mito de la igualdad, es la envidia. Que otro no tenga más que yo, y si eso sucediera, promulguemos una ley que lo impida. Por supuesto, si yo tengo más que el otro, la ley no vale.

¿Quiénes son los defensores del mito de la justicia? Lo sabremos viendo quiénes hablan de la justicia de mayor auge últimamente: la justicia social. Son, otra vez, los demagogos, que la usarán para subir al poder y para mantenerse en él, pero a quienes no les conviene concretar sus propuestas, pues entonces no tendrían contra quién gritar.

También se aprovechan del mito quienes medran con su administración: abogados, jueces, gestores, gobierno. El abogado, por ejemplo, no está interesado en que se haga justicia, sino en demorarla para obtener más ganancias (que me perdonen los abogados honestos).

En muchos países hoy existe una serie de “instituciones” que viven de la “justicia social”: loterías de beneficencia, medicina social, institutos jubilatorios, organizaciones caritativas, etc. No cometamos el error de imaginarlas como “ángeles benefactores”. Desengañémonos considerando los intereses económicos que las mueven, y observemos cómo son precisamente sus integrantes quienes se opondrán enérgicamente a su disolución, argumentando que lo hacen “por el bien común”. Ya veremos qué significa el bien común.

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EL MITO DE LA AUTORIDAD

Este mito se resume con el enunciado: “Los expertos saben más que nosotros, y por lo tanto debemos hacerles caso”.

Por supuesto, una persona no puede saber de todo, y en muchas ocasiones deberá recurrir al consejo de los expertos (médicos, abogados, ingenieros, mecánicos, etc.). Nótese, no obstante, que se trata de un consejo, y otras veces de una acción, pero no de una obligación de obedecer. Quien decide, en última instancia, es el afectado, ya sea obedeciendo, o haciendo lo contrario de lo que se le aconseja, o tomando una parte y desechando otra, o yendo a consultar a otro experto. Los expertos pretenden ser obedecidos al pie de la letra, y acuden para ello a diversos métodos de intimidación, contra los cuales conviene saber defendernos.

Por ejemplo, en una oportunidad sufrí una hinchazón en un tobillo, y acudí a un médico especialista en várices a quien no había consultado antes. Tras una confusa y vehemente explicación, el profesional aseveró que padecía de várices internas y que debía operarme cuanto antes; él realizaba esas operaciones. Desconfiado, busqué otro médico, quien tras un examen concienzudo aseveró que yo no padecía de ningún tipo de várices (ante mi pregunta de por qué el otro había afirmado lo contrario, replicó: “La calle está dura...”2), y el tiempo le ha dado la razón. El primer médico era evidentemente deshonesto.

A quien piense que casos como ése son raros, le advierto que de acuerdo con mi experiencia no es así, no sólo con médicos sino con abogados, mecánicos de automóviles, etc.

¿Pero cómo podremos juzgar sobre algo para lo que no estamos preparados técnicamente? Hay varios métodos de defensa. Primero, preparándonos en el tema, indudablemente no al nivel del experto, pero lo suficiente como para entender las bases. Segundo, preguntando sin temor al ridículo cuando nos largan una frase complicada o una palabra desconocida; por ejemplo, si el médico habla de “iatrogenia” o el mecánico de “crapodina” y nosotros no sabemos de qué se trata, preguntemos sin inhibiciones. Tercero, preguntándose qué beneficios obtendría el experto si siguiéramos su consejo.

2 Expresión irónica que en la Argentina se interpreta como “Hay que esforzarse para ganarse la vida” o “La vida es difícil”.

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Para saber componérnoslas mejor, veamos cómo logran intimidarnos los expertos:

A) Con un título profesional

El título no constituye una garantía, pues con suficiente constancia puede obtenerse casi cualquier título en casi cualquier universidad, sin saber realmente nada ni tener la menor aptitud para la profesión. Claro que hay profesionales competentes, pero también hay de los otros, y el título en sí no nos asegura nada. También se encuentran personas sin título tanto o más competentes que los respectivos profesionales. Quizá los más peligrosos sean los competentes pero deshonestos.

Precisamente para defender a los profesionales capaces o no, e impedir la competencia de otros, es que se crean las “asociaciones profesionales”. Si los profesionales fueran siempre competentes y los no profesionales no lo fueran, esas asociaciones no tendrían mayor razón de existir, si se descuenta otra de sus funciones conspicuas: fijar aranceles, o sea confabularse en un “trust”.

Nótese que no ataco la formación universitaria en sí (entre otras razones por ser yo mismo un profesional universitario), sino su entronización.

B) Con la experiencia

En la Edad Media, cuando las profesiones no cambiaban durante siglos, el valor de la experiencia era único. Hoy día, con los aceleradísimos cambios que vivimos y con la constante aparición de nuevas profesiones, la experiencia dilatada puede llegar a ser hasta un estorbo para el buen ejercicio de una profesión.

Además, la experiencia sin fundamento teórico puede resultar inservible. La siguiente anécdota ilustra el punto:

Un ingeniero indicó a un capataz que pusiera menos agua en el hormigón, pues de lo contrario sería poco resistente. El capataz respondió: “¡Me va a enseñar a mí cómo se hace el hormigón, que vengo haciéndolo desde hace treinta años!”. La respuesta fue: “Hace treinta años que viene haciéndolo mal”. El capataz sabía cuánta agua poner para que el hormigón llenara fácilmente el encofrado, pero su experiencia no llegaba a la prueba de resistencia del hormigón terminado.

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C) Invocando una autoridad

Una persona que carezca de un título profesional en determinada especialidad aun puede esgrimir el principio de autoridad invocando dichos o escritos de otro, o hasta vagas generalizaciones.

Cuando escuche decir a alguien: “Está científicamente demostrado que...”, sistemáticamente dude de la afirmación que seguirá. Muy probablemente, esa persona invoca postulados científicos que desconoce y que no son aplicables al caso. Pregúntele cómo, cuándo y dónde se demostró eso, y verá que es incapaz de precisarlo, o que se despachará con una sarta de afirmaciones incomprobables. Como digo más adelante, en el Apéndice A, “la ciencia no es dogmática”. Quien recurre a la frase antedicha está usando la ciencia como dogma: una verdad revelada.

D) Con un pasaporte

El común de las gentes supone que si un médico viene de Cochinchina trae secretos inasequibles acá. Si no, ¿para qué molestarse en viajar tan lejos? Lo que no piensa es que tal vez el médico no pudiera ganarse allá la vida por incompetente, o que quizá venga huyendo de la justicia, o que precisamente sabe cómo la gente acudirá a él por ser extranjero.

E) Con un puesto en el gobierno

Debe de tener razón, puesto que tiene la ley de su lado. Lo triste es que muchas veces la tiene: si no la ley, por lo menos el poder de la ley. Averigüemos qué significa el delito de “desacato” y cómo se lo ha aplicado últimamente en cada país, y posiblemente quedemos asombrados.

F) Con un puesto en una empresa

Al representar a una empresa, cuyo poder supera al del individuo aislado, el empleado se considera habilitado para mandarnos qué debemos hacer.

G) Con dinero abundante

Una persona con tanto dinero, bien o mal habido, debe indudablemente saber más que uno.

H) Con un puesto en la policía, el ejército, la iglesia, etc.

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Todo esto nos lleva a dudar de que los expertos estén siempre en lo cierto, como pretenden hacernos creer. Si no, piénsese en la época anterior a Copérnico, cuando los expertos afirmaban que el Sol giraba alrededor de la Tierra; y antes de Pasteur, cuando creían en la generación espontánea; y...

Veamos por ejemplo lo que dice Rodolfo Frank en su libro “Vivencias de un Hombre”: “Muchas veces he vivido situaciones similares. Nadie, ni el más experimentado médico, abogado, guía, chofer, familiar, padre, madre o hijo, puede tomar decisiones por uno mismo y librarnos de esa responsabilidad. La última responsabilidad por nuestros actos, nuestro futuro, nuestro sometimiento o sublevación a reglas aceptadas, siempre debe ser nuestra, y cuando aceptamos que otras personas la tomen por nosotros, permitimos que se nos escape nuestro camino y nuestro destino, dejamos de mantener nuestra integridad moral o nuestra salud.”

Más aun, puede ser que un experto tenga razón en lo referido a su materia, pero que eso no nos importe, aun precisamente en esa materia. Por ejemplo, un experto cocinero puede afirmar que la manera correcta de cocer el arroz, para que no se ablande mucho, consiste en hervirlo durante un minuto. Seguramente tiene razón, pero a mí me gusta el arroz bien blando, y por lo tanto no le haré caso.

Además, dadas las opiniones (a veces contradictorias) de los varios expertos, quien finalmente decidirá seré yo, de acuerdo con mi mejor criterio, eso sí, teniendo en cuenta las opiniones de los expertos. Si tomo mi decisión de acuerdo con el primer experto consultado sin pedir otra opinión, la decisión sigue siendo mía, y sencillamente he confiado en ese experto o he cedido a la intimidación que me produce la supuesta autoridad del experto.

No nos engañemos, pues: la decisión es siempre nuestra, y las opiniones de otros (expertos o no) son simples datos para nuestra decisión.

Hay mucha gente que todavía no lo ha comprendido así. Mira al experto como si fuese Dios o un mago, se deja intimidar por él, y hace lo que le mandan. Luego se quejará de cómo anda el mundo a causa de decisiones de las autoridades, cuando en realidad cada uno decidió por sí mismo, aunque no lo quiera creer.

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¿Quiénes sostienen el mito de la autoridad? Por supuesto los expertos, quienes intimidándonos con el mito logran sus más pingües ganancias.

Pero el mito de la autoridad debe apelar a algún impulso básico de la gente para poder perpetuarse. Ese impulso es el miedo a la autonomía, es decir, a ser responsables de los propios actos. Es más fácil basar nuestras acciones en dictámenes de figuras de autoridad (gobernantes, médicos, abogados, etc.) que adoptar nuestras propias decisiones. Se ha abusado del nombre “complejo de inferioridad” para referirse a esta forma de ser.

EL MITO DE LA FIDELIDAD

Este mito, en su forma más escueta, reza: “No debemos cambiar”. Es decir, debemos ser fieles a nuestras convicciones, nuestra patria, nuestra religión, etc.

En realidad, planteado así deja de ser un mito, puesto que no afirma nada sino que es una expresión de deseos. Por más que cambiemos su forma, por ejemplo: “Es malo cambiar”, estaremos en las mismas, es decir, se tratará siempre de una cuestión moral. Por lo tanto, lo enfocaré de esa manera, mostrando que, de acuerdo con cualquier convención razonable, cambiar es bueno.

Este mito es uno de los principales retardadores del progreso humano y de los que más mal han hecho. Por no saber cambiar a tiempo, han ocurrido sangrientas revoluciones en vez de transiciones pacíficas; se han obstaculizado los progresos científicos y técnicos; han persistido las supersticiones, el curanderismo, la ignorancia.

Si necesitamos de la fidelidad para permanecer junto a algo, eso significa que en realidad deseamos apartarnos, y entonces, ¿por qué ser fieles?

Si, por ejemplo, hemos nacido bajo la religión budista y deseamos convertirnos a la mahometana porque sus reglas nos satisfacen más, ¿cómo podría alguien reprocharnos infidelidad al budismo? ¿Acaso las convicciones se heredan? Quienes nos echen en cara eso son de la misma clase de los que se burlarán si cambiamos nuestras simpatías del equipo de fútbol A al B.

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Si emigramos y entonces sostenemos que nuestra nueva patria es superior a la antigua, ¿no seremos mucho más coherentes que quien sostenga lo contrario? Además, ¿qué es una nación sino un conjunto de personas en un territorio, con sus leyes y costumbres? Todos parecen sentirse facultados para despotricar contra sus compatriotas, contra las leyes, contra el gobierno y contra todos los componentes de la nacionalidad, pero la Patria y los emblemas patrios siguen siendo sagrados. ¿No es esto ridículo? Quien jamás se atrevería a denigrar la Bandera es, sin embargo, capaz de estafar, robar, torturar y hasta asesinar a sus conciudadanos, muchas veces en el nombre de la Patria y de la Bandera. ¿Por qué? Porque denigrando la Bandera no puede sacar provecho alguno. Desconfiemos de quien se llena la boca con grandes palabras, y miremos dónde pone sus manos.

Si alguien firmara un contrato exclusivo (por ejemplo de trabajo, de representación artística, etc.) que no pueda romperse de ninguna manera, ni siquiera por voluntad de ambas partes, y tal que no pueda firmarse otro contrato semejante con nadie mientras esté en vigencia el otro, excepto después de la desaparición física de la otra parte (éste es precisamente el significado de la palabra “exclusivo”), tal contrato sería automáticamente nulo en casi todos los países. Sin embargo, en varios países existe un contrato legal de ese tipo, alentado por gobiernos y religiones: el matrimonio.

¿Se le ha ocurrido pensar en lo que sería del mundo si cada uno estuviera ligado por contratos semejantes a la empresa donde trabaja, al propietario que nos alquila, al carnicero, etc.? La palabra “totalitario” parece minúscula para calificar a tal mundo. Pensemos que la empresa, el propietario y el carnicero verían con agrado ese tipo de contrato exclusivo, siempre que fuera unilateral, vinculando sólo a la otra parte.

Deducimos que el contrato vitalicio de matrimonio debe de ser conveniente para quienes lo alientan, es decir, gobiernos e iglesias, y un poco de reflexión nos mostrará por qué: de esa forma se atrapa con un lazo más al individuo, sostén de gobiernos e iglesias.

Si en determinado momento no deseamos mantener nuestra palabra, es porque las circunstancias han cambiado. No nos avergoncemos de no cumplir promesas: las promesas no son hechos, y por lo tanto a veces se cumplen y a veces no. Por supuesto, podemos desear cumplir la palabra empeñada, para mantener nuestra credibilidad, y entonces será porque queremos cumplirla. El problema surge cuando no queremos. Entonces,

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alguien puede intimidarnos con el “principio de fidelidad a la palabra”. Casi no es necesario destacar que tal intimidación sólo se efectúa cuando cumplir la palabra beneficiaría al intimidador, quien por otra parte traerá a cuento dichos nuestros que nunca fueron promesas formales.

En cuanto a la fidelidad a nuestros principios, abandonémoslos en cuanto veamos que son falsos o que han perdido validez. Sólo las mulas no cambian de opinión. Esto no implica cambiar de principios como de camisa.

¿Quiénes nos intimidan a ser fieles? Aquéllos que obtendrán algún beneficio de nuestra fidelidad: gobiernos, religiones, sociedades, grupos.

¿A qué impulso apela este mito? Apela al miedo al cambio, al temor de dejar de ser lo que somos, al “mejor malo conocido que bueno por conocer”. Mucha gente siente y “piensa” así.

EL MITO DEL TRABAJO

Este mito es normalmente tácito, pero si se lo enunciara diría más o menos: “El trabajo es necesario para vivir”. No está claro el trabajo de quién es necesario para que viva quién. Es así como quienes más hablan de trabajo suelen disfrutar de los resultados del trabajo de otros.

Pero hay en este mito algo más profundo que la mera distribución del trabajo. Se da por sentado que el trabajo es necesario, y se lo eleva a la categoría de fin, cuando sólo es un medio de obtener productos, y éstos a su vez son un medio para satisfacer el consumo y el uso.

Dicho de otra manera, se da por supuesto que todo tipo de trabajo es igualmente útil. Hay trabajo constructivo (que produce bienes), trabajo improductivo (que no da resultado neto) y trabajo destructivo (que destruye bienes). Todos conocemos ejemplos de estas tres categorías: agricultores, obreros, médicos, etc. habitualmente realizan trabajo constructivo; gestores, burócratas, deportistas profesionales, etc. habitualmente realizan trabajo improductivo; terroristas, ladrones, malos funcionarios, etc. habitualmente realizan trabajo destructivo. Tan importante es este tema, que más adelante le dedicamos un capítulo completo.

La confusión es tan grande en este respecto que es habitual oír reclamos por el mantenimiento o la creación de “fuentes de trabajo”. La

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clausura de un ramal ferroviario improductivo es considerada perniciosa porque cierra una “fuente de trabajo”. En realidad, lo que se quiere decir es que se cierra una “fuente de ingresos” para los “trabajadores” que no trabajan en algo útil. Con tal miopía o mala intención, sólo se ve el salario que los “trabajadores” dejan de percibir, y no el mismo salario que alguien debe pagar a cambio de ninguna producción. Sólo se observará ganancia neta cuando se prescinda de esa gente, la cual estará obligada entonces (con suerte) a trabajar en algo productivo.

Los propulsores de esta forma del mito suelen ser (cuándo no) los demagogos, quienes así encuentran una forma fácil y exenta de culpa para que los gobiernos distribuyan el dinero que por otro lado extraen de los mismos que “disfrutan” de las “fuentes de trabajo”.

Esto nos muestra otro hecho sobre el que raramente se reflexiona: la transferencia de cantidades de dinero no implica producción ni ganancia global alguna, y en cambio supone gastos. Por ello, entidades tales como bancos, compañías de seguros, casas de cambio, medicina prepaga, cajas de jubilaciones, lotería, etc. resultarían menos costosas si se mantuvieran en sus dimensiones mínimas indispensables o incluso desaparecieran.

En cuanto a “fuentes de trabajo”, es muy fácil crearlas: contrate el gobierno miles de obreros para romper pavimentos y otros tantos para arreglarlos, y todo solucionado. Lo increíble es que, de acuerdo con las convenciones económicas, los salarios de todos ellos se sumarían al Producto Bruto.

Hay incluso un “vicio” del trabajo. A quien lo tiene suele llamárselo, en los países de habla inglesa, “workoholic” (por similitud con “alcoholic”; sería algo así como “trabajólico”). Tales personas no pueden disfrutar de la vida jugando, bailando, divirtiéndose de alguna manera, o sencillamente holgazaneando, sin experimentar sentimientos de culpa. Se pasan la vida trabajando, a veces con gusto (lo cual no es malo) y otras a disgusto. Este problema suele originarse en preceptos de los padres, absorbidos en la infancia. Hay países donde este vicio es crónico. En Japón, por ejemplo, en los últimos tiempos se ha tratado de adaptar a la gente para disfrutar de su tiempo libre, por ejemplo las vacaciones, pues prevalece la costumbre de trabajar constantemente, y en las vacaciones la gente se deprime.

Este mito, como todos, para tener éxito debe apelar a alguna inclinación o necesidad de mucha gente. En primer lugar, apela a una verdad parcial: el trabajo constructivo de por lo menos algunos es

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necesario para vivir, o por lo menos para vivir mejor (quizá no el mismo que trabaja).

En segundo lugar, un propósito en la vida y las acciones guiadas por ese propósito parecen ser condiciones necesarias para la salud mental; de otra manera, la gente comienza a preguntarse para qué vive, ve su vida como un lapso sin propósito ni estructura entre el nacimiento y la muerte, se desespera y busca refugio en las religiones, el sexo exasperado, las drogas, el alcohol o el suicidio. Ninguna de esas soluciones parece mejor que el trabajo.

EL MITO DEL CRECIMIENTO INDEFINIDO

Este mito puede enunciarse así: “El crecimiento es bueno y se mantendrá por tiempo indefinido”. Hoy, gracias a la prédica de los ecologistas, comienza a ponerse en duda.

En la Argentina es famosa la frase de Alberdi: “Gobernar es poblar”. Esto pudo ser lógico en una época pretérita, pero en nuestros días el peligro mayor que asecha a la humanidad es la superpoblación. Los recursos del planeta: petróleo, minerales, tierras fértiles, agua potable, bosques, etc. están disminuyendo a ritmo acelerado por el consumo de ellos que realiza la creciente población. Llegará un día en que, pese a los adelantos tecnológicos, estos recursos ya no alcanzarán para sustentar a la humanidad, y se producirá una reducción drástica de la cantidad de habitantes del mundo, ya sea controlada por el hombre o catastróficamente forzada por la naturaleza.

Pese a que saben esto, los gobiernos consideran que su gestión es un fracaso si el Producto Bruto no aumenta a determinado ritmo anual. Por lo tanto, muchas veces logran este aumento con manipulaciones de los datos y verdaderos actos de malabarismo. Pero el resultado es aun peor cuando logran aumentar el consumo real, porque aceleran la destrucción de los recursos. Lo deseable hoy, entonces, sería un mantenimiento de los niveles de población y consumo, y hasta una disminución de los mismos. Pero, seguramente, no lo verán así ni los gobiernos ni los gobernados, que considerarán a esta disminución como el más absoluto fracaso.

En realidad el crecimiento tiene dos facetas. Por un lado, está el incremento de la población y el uso de recursos no renovables. Por el otro lado, está el incremento en la calidad de vida sin consumir recursos, por

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un uso más racional de los mismos. De más está decir que, cuando hablo de “mito”, me refiero a la primera alternativa.

¿Quiénes propugnan este mito? Los gobiernos, los políticos, los sindicalistas, los economistas. ¿Por qué lo hacen? Porque interpretan correctamente el sentir de la gente (y a la vez el propio) de que aumentar el consumo es bueno. Y realmente lo sería, si no fuera porque el crecimiento no podrá continuar indefinidamente, por más que no nos guste. Por suerte, como dije, el movimiento ecologista ya ha comprendido la situación.

Esto no quiere decir que yo apoye indiscriminadamente al ecologismo. En efecto, muchas veces sus propuestas no son razonables, o son exageradas, o rozan los temas sin profundizar en ellos. Por ejemplo, su obstinación contra los productos transgénicos es inmotivada, pues desde hace miles de millones de años la propia naturaleza ha hecho lo que ahora logra más rápida y eficientemente el hombre.

EL MITO DEL BIEN PÚBLICO

También conocido como el del “bien común”, este mito no suele enunciarse explícitamente. Se habla del “bien público” como de algo naturalmente deseable y perfectamente definido, y en su nombre se perpetran toda clase de manejos. No es que el “bien público” no sea deseable, sino que habitualmente se lo identifica con otros objetivos que nada tienen que ver.

El único “bien público” aceptable es el que aumenta los bienes, y por ende el que promueve el trabajo constructivo. Éste es, por ejemplo, el que se obtiene con el poder de policía correctamente aplicado, tendiente a reducir a un mínimo la actividad de los delincuentes y la dedicación de los demás a la defensa de su vida y propiedades contra las actividades de dichos delincuentes.

Toda otra actividad que no aumente el trabajo constructivo no es fuente de “bien público” sino de disminución del mismo. En efecto, estas otras actividades ensalzadas como generadoras de “bien público” suelen propender a una redistribución de los recursos, lo que redunda en trabajo improductivo por parte de administradores y otros burócratas. Justamente esta incidencia sobre el trabajo constructivo, improductivo o destructivo

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es el criterio adecuado para distinguir “bien público” de lo que sólo es su apariencia.

Por ejemplo, el gobierno podría dedicarse a construir viviendas gratuitas para “los pobres”, o distribuir comida gratis entre ellos. Esto implica una inversión, que lógicamente es financiada por el resto de la población; y también implica gastos administrativos, que no benefician a nadie salvo a los administradores, y deben ser pagados por toda la población. Incluso críticos de los mitos como Bergen Evans (véase la Bibliografía) caen en el error de suponer deseable la construcción de “viviendas populares”. Dice Evans:

“Ningún argumento contra la vivienda popular ha sido empleado más consistentemente y, según se sospecha, con más eficacia, que la afirmación de que aunque se provean bañeras a los pobres, éstos sólo volcarán el carbón en ellas”.

La posición de Evans no es explícita, pero está claro por su ironía que él apoya la construcción de viviendas populares y la provisión de bañeras a los pobres. No se dice quién las proveerá, ni de dónde saldrá el dinero para hacerlo. Por si esto fuera poco, tal proceder es degradante para los pobres, pues los considera poco más que animales domésticos: se proveen casillas para los perros, cobertizos para las gallinas, etc. Los humanos que se respetan proveen a sus propias necesidades. Si un pobre a quien se provee una bañera considera que no la necesita, estará justificado en llenarla de carbón, como sucede pese a la opinión de Evans.

Toda esta beneficencia es perniciosa, porque engendra ocupaciones inútiles: el desempleado profesional, que prefiere el subsidio a la retribución por un trabajo útil, justificándose a veces con excusas tales como que desea trabajar de vendedor siendo tartamudo (¿quién lo tomará?); la asistente social que estimula a sus protegidos para seguir desempleados, a fin de no quedarse ella sin trabajo; los administradores y recaudadores de impuestos que, por la misma razón, desean mantener tal estado de cosas; etc.

El caso de las obras sociales médicas y la medicina prepaga es particularmente revelador. Antes, el paciente iba al médico o al hospital, o el médico lo atendía en su casa; los costos eran razonables y los médicos ganaban bien. Hoy día, las obras sociales y las instituciones de medicina prepaga han organizado las cosas de tal manera que, si un paciente concurre al médico o a un sanatorio sin estar asociado, los costos son exorbitantes, y si va a un hospital gratuito es mal atendido; en cambio, el

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paciente asociado paga una importante cuota mensual, pero el médico gana mal. ¿Quién se queda con la diferencia? Las organizaciones médicas, por supuesto. Pacientes y médicos aún no han caído en la cuenta de que les convendría eliminar a estos intermediarios. (Esta situación es propia de la Argentina; en otros países las condiciones pueden ser distintas).

¿Quiénes fomentan este mito del “bien público”? Los gobiernos, las asociaciones, las instituciones de beneficencia, etc., que sacan buena tajada de la intermediación; también los demagogos que prometen todo gratis y “sin aumentar impuestos” (¿de dónde saldrá el dinero?). Como dice Raymond Chandler en una de sus novelas policiales (“La ventana siniestra”): “Había ganado una fortuna ayudando a la comunidad”.

Por lo tanto, es también evidente a qué características humanas apela este mito: a la ignorancia, a la credulidad y al miedo a la autonomía.

EL MITO DE LA LIBERTAD

Ver que las personas actúan imprevistamente, observar que cada una es distinta de otra, que cada día hace algo distinto, etc., nos induce a creer en la libertad del ser humano, capaz de hacer lo que quiere. El siguiente podría ser precisamente el enunciado básico del mito: “Los seres humanos actúan libremente”.

Analicemos esto un poco más de cerca. “Actuar libremente” no significa actuar al azar, sino “de acuerdo con su voluntad”. ¿De dónde surge esta voluntad? Pues... de nada; debemos postular la existencia libre de esta voluntad, o caeríamos en una recursión sin fin: si la voluntad depende del alma, entonces el alma ¿de qué depende?

Un poco de observación y meditación nos mostrará que tampoco es aceptable una voluntad libre. La inmensa mayoría de las veces, la gente no se despierta con la brillante idea de ir a Francia, o de renunciar a su trabajo, o de escribir un libro, sino que responde a impulsos internos (hambre, sed, sueño, etc.) o externos (imágenes, sonidos, olores, etc.), y así decide comer, dormir, ir de un lado a otro, reprender a los hijos, etc.

Se dirá que, por un lado, la gente suele decidir cosas diversas ante los mismos estímulos, y por otro, que hay acciones de orden superior, no regulables directamente por dichos estímulos. Ocurre que cada uno es físicamente distinto de los demás, y su memoria está cargada con multitud

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de conocimientos y experiencias particulares, y por eso el proceso de decisión es mucho más complejo que una simple reacción ante los estímulos, pero al fin está determinado por ellos: estímulos presentes y pasados.

Volvamos a ver a las personas actuando en forma imprevista. ¿Acaso no ocurre lo mismo con los animales? Quien haya tenido un perro, un gato o cualquier otro animal doméstico lo sabe perfectamente. Entonces ellos también serían libres. Bajando lentamente por la escala zoológica, concluiríamos que, además de los mamíferos, también son libres las aves, los reptiles, los batracios, los peces, los moluscos, los protozoarios, las bacterias, los virus y los viroides... reducidos estos últimos a una molécula, o sea una substancia química. No se ve un lugar por donde se pueda cortar esta continuidad, y decir: “por arriba de aquí son libres, por abajo no”.

Llegaríamos a admitir que los átomos son libres. Pero, ¡un momento! ¿No es esto precisamente lo que los científicos han demostrado en los últimos años? Nos dicen que el mundo no es determinista, sino probabilístico (principio de indeterminación de Heisenberg). Pero no hay consenso total sobre el tema; unos opinan que la indeterminación radica sólo en el proceso de observación y medición, mientras que otros opinan que es absoluta. Esta última posición parece confirmada por la experiencia, pero conduce a paradojas de las que los científicos aún no han logrado escapar.

De cualquier manera, aunque el comportamiento atómico pueda no ser determinístico, esto no afecta nuestro razonamiento. En efecto, un núcleo atómico podría estallar espontáneamente ahora o no, pero ¿quien decide cuándo lo hará? ¿Usted? ¿Yo? Todavía nadie hizo detonar una bomba atómica con su poder mental.

En resumen, debemos renunciar a la ilusión de ser libres. Nuestros actos están determinados de antemano o son producto del azar a escala atómica, pero no están bajo control nuestro ni de nadie, por lo menos dentro de nuestros actuales conocimientos científicos. El hombre es una máquina química terriblemente complicada, pero máquina al fin.

Pero este tema de la falta de libertad cala aun más profundamente. Si revisamos los conceptos sobre “guiones” vistos bajo “Análisis Transaccional”, y sobre todo la literatura existente sobre el tema, nos convenceremos de que así como los pájaros transmiten genéticamente los instintos a su progenie y les enseñan a volar y a cantar, así nuestros padres

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nos transmiten también genéticamente instintos y luego pautas culturales durante la crianza. O sea que no sólo no somos libres, sino que en la mayoría de los casos ni siquiera somos autónomos.

Bien, y si no somos libres, ¿a qué tanto preocuparse por lo que hagamos? Total, todo lo que nos sucede está fuera de nuestro control. Como se afirma que dicen los chinos: “Si tiene solución, ¿a qué preocuparse? Y si no la tiene, ¿a qué preocuparse?”.

Entonces, ¿por qué no quedarnos de brazos cruzados esperando que suceda lo que no podemos evitar? ¿Cómo escapar de este fatalismo?

Hay muchas cosas que sabemos a ciencia cierta. Si tomamos una piedra con la mano y luego la soltamos, indefectiblemente caerá. Si nos quedamos de brazos cruzados para siempre, indefectiblemente moriremos de hambre. Y si usted lee este libro, habrá tomado buena nota de las ideas del mismo y tal vez las esté empleando. Así (y, por favor, no se enoje) usted no es libre, sino que yo lo estoy manejando con estos caracteres impresos. Usted podrá aceptar o rechazar lo que le digo, pero en cualquier caso habrá sufrido su influencia. Así también, yo más adelante seré manejado por usted y los que me lean, pues recibiré cartas y me veré criticado en los medios de difusión. Y también usted u otros como usted han influido antes sobre mí, a través del trato diario.

En resumen, la libertad es una ilusión, un mito, pero podemos manejarnos como si eso no fuera cierto. Tomaremos decisiones más sensatas cuanto mayor sea nuestra autonomía y confianza en nuestra capacidad de razonar y observar.

Si el conocimiento es libertad, entonces paradójicamente sabiendo que no somos libres seremos más libres.

Este mito, en estado puro, tiene como creyentes y propugnadores a gran parte de los humanos. En su forma falsificada (“libertad para pensar como yo”) lo tratan de imponer demagogos, partidos políticos, gobiernos, religiones. Los receptores son esas multitudes anónimas temerosas de su libertad, necesitadas de un dirigente como figura paternal para cargar las responsabilidades sobre sus hombros.

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EL MITO DE LA AUTONOMÍA

Quizá a esta altura sea conveniente definir qué entiendo por libertad y qué por autonomía. Libertad es la capacidad de decidir sin influencia alguna, y ya hemos visto que no existe. Autonomía es la capacidad de tomar las propias decisiones, o sea de no seguir decisiones tomadas para nosotros. En otras palabras, la autonomía reconoce la influencia externa, pero rechaza decisiones externas.

El mito de la autonomía consiste en afirmar: “La gente desea ser autónoma” (habitualmente se usa la palabra “libre” en lugar de “autónoma”).

Esto no es cierto de hecho para la gran mayoría de la gente. No puedo menos que remitirme a “El miedo a la libertad”, de Erich Fromm (véase la Bibliografía), donde el tema es tratado por extenso. Lo cierto es que el común de las gentes prefiere tener una autonomía muy limitada: el simple derecho de desobedecer, que implica una voluntad superior. Ya en el capítulo “Análisis Transaccional” hemos visto cómo la persona común tiene un guión para seguir en su vida, ya sea de ganador, de no ganador o de perdedor. Es cierto que, aparentemente, existen las “personas reales”, sin guión, pero si las hay son muy pocas.

No insistiré con este mito, pues ya lo he analizado en el capítulo citado. Básteme decir que la humanidad entera parece ser creyente del mismo, pero que los demagogos saben (quizá inconscientemente) que la gente en realidad no desea ser autónoma, e imponen sus tiranías disfrazadas de democracia.

EL MITO DE LA DEMOCRACIA

El enunciado típico de este mito es: “La democracia es el mejor tipo de gobierno posible”.

Por definición, democracia es el gobierno del pueblo. Inmediatamente se observa algo raro: si el pueblo se gobierna a sí mismo, ¿cómo es que hay por un lado pueblo y por el otro gobierno? “¡Ah!”, suele contestarse, “el pueblo gobierna a través de sus representantes” ¿Y de dónde salen esos representantes? “¡Ah!”, se continúa, “son elegidos libremente por el pueblo”.

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Bien, no es necesario continuar con este argumento, pues sabemos cuál es la realidad. La gente se ve obligada a elegir entre varios políticos profesionales para cada cargo. Estos políticos viven (y bastante bien) no de un trabajo, sino precisamente de la política; reciben de las más diversas asociaciones y personas “contribuciones” a sus campañas. Cuando ganan la elección y ocupan algún cargo, tienen prebendas de todo tipo, y cuando se retiran pueden escribir sus memorias mientras “asesoran” a diversas entidades. ¿Que esto es un enfoque cínico del tema? Cínico no, realista solamente. Si no fuera así, ¿por qué se imagina usted que se disputa con tanto ardor el dudoso (y generalmente peligroso) privilegio de dirigir a la gente? Es posible que algunos no lo hagan por razones económicas, sino por ansias de poder. Ésos son los peores, pues nada los satisfará.

Quien piense que tales cosas ocurren sólo en países subdesarrollados, haría bien en leer cuidadosamente el libro de W. Lederer “Una nación de borregos” (véase la Bibliografía). Refiriéndose a los Estados Unidos, se lee por ejemplo lo siguiente:

“Por temor a que la indignación pública ponga fin a los viajes de recreo, los viajes de ‘inspección’ de casi todos los funcionarios públicos y sus esposas se clasifican como secretos. Es un temor fundado. Si la gente supiera todo lo referente a esos viajes, la opinión pública acabaría pronto con ellos. El pasado año (1960) se registraron más de mil inspecciones de altos personajes a Hong-Kong, lugar que tiene poco para inspeccionar, aunque es magnífico para hacer compras y excursiones”.

Esto no es nuevo. Recordemos la frase de Disraeli: “El mundo está lleno de estadistas a quienes la democracia ha degradado convirtiéndolos en políticos”.

Pero, señor, me dirá alguno, si es tan ventajoso entrar en la política, ¿por qué no lo hace usted? En primer lugar, si todos entráramos en la política, ¿quién trabajaría? En segundo lugar, estimado crítico, yo todavía soy una persona honrada. Y en tercer lugar, carezco (¿desgraciadamente para mí?) de dotes para la política.

Además de quienes aprovechan el estado de las cosas, están los revolucionarios a ultranza. En más de una ocasión, he oído a alguno hablar de la “dictadura del pueblo”. Está bien claro quién es el pueblo: ellos.

Aun en el mejor de los casos, suponiendo candidatos honrados, el pueblo decidirá a quién elige basándose en sus programas de gobierno. La

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mayoría de la gente carece del conocimiento necesario para discernir cuál es el mejor programa. Por lo tanto, elegirá probablemente a quien parezca beneficiarla más con su programa. Esto obliga a los candidatos a ser demagógicos para ganar. Quien prometa cosas tales como mejorar los salarios y bajar los impuestos probablemente ganará, aun cuando las promesas sean incumplibles, y no explique claramente cómo podría cumplirlas.

Pero entonces, si la democracia no es lo mejor, ¿qué propone usted?, se dirá; ¿monarquía absoluta, dictadura, anarquismo? Nada de eso, y todo eso, incluida la “democracia”. El problema es que la democracia, de acuerdo con su definición, no sólo no existe sino que no puede existir. Habrá un gobierno consagrado en elecciones “libres”, con todo lo falso que eso es, y que respetará o no una constitución y el programa de gobierno que le sirvió para ganar las elecciones. Si a eso queremos llamarlo “democracia”, hagámoslo, pero no digamos que es el gobierno del pueblo, porque no lo es y, peor aun, si el pueblo realmente gobernara, lo haría mal, porque no sabe ni ha sido instruido para eso.

En resumen, un gobierno es bueno si gobierna bien, es decir, si aumenta o mantiene el bienestar de la población, independientemente de que sea democrático, monárquico, dictatorial o comunista.

¿Quiénes apoyan el mito de la democracia? Los políticos, aun cuando sean totalmente opuestos a la voluntad de la mayoría. Más de un dictador ha llamado a “elecciones libres” con lista única, y ha sido consagrado por pueblos que lo “aman”.

¿A quiénes apela este mito? A los débiles entre la población, que son los más, y que con la “democracia” creen tener participación en el gobierno.

Indudablemente es mucho más lo que puede decirse sobre el tema de la democracia y la política en general. Ha sido tratado (las más de las veces mal) en infinidad de libros, panfletos, revistas y periódicos. He preferido considerarlo de manera tan escueta sólo para añadir una opinión más (espero que valiosa) a un tema tan manoseado, que por otra parte no podría faltar en un libro como éste.

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EL MITO DE POBRES Y RICOS

Por supuesto que hay pobres y ricos, y éste no es un mito. El mito al que me refiero es otro, y puede enunciarse así: “Los pobres podrían vivir bien si se distribuyeran entre ellos los bienes de los ricos”.

El error proviene de confundir la posesión de bienes con su consumo. Los bienes que poseen los ricos no son en general consumibles: mansiones lujosas, joyas, obras de arte, edificios, yates, tierras, dinero (sí, ¡dinero!), etc. Nadie, ni pobre ni rico, puede o desea comer joyas ni dinero, ni dormir más de ocho o diez horas por día por mejores camas que tenga, ni ver televisión en dos o más aparatos a la vez.

Como ejemplo típico, veamos el caso de los alimentos. En un país dado, la producción de alimentos es en principio más o menos constante, por una muy buena razón: para vivir sana, una persona debe consumir en promedio cierta cantidad de alimentos de cada tipo (proteínas, hidratos de carbono, grasas, minerales, vitaminas). Multipliquemos esas cantidades por el número de habitantes y tendremos las necesidades de producción de alimentos. Si se produce de más, se exportará, se acumulará (por un tiempo) o se tirará el exceso. Si se produce de menos, comenzará a sufrirse hambre (primero los pobres, por supuesto). Por lo tanto, si no hay hambre generalizada, debemos aceptar que la producción y el consumo de alimentos, no considerando exportación e importación, serán en general constantes y se compensarán más o menos exactamente.

Cierto, es posible que los ricos coman algo más que los pobres, pero ¿cuánto? ¿un 10%? Si fuera mucho más, estarían inmensamente gordos, y sabemos que hay flacos y gordos tanto entre los ricos como entre los pobres. Por supuesto, la comida de los ricos será de mejor calidad, pero ¿cuánto? Las naranjas que comen ambos son prácticamente iguales; la carne será más blanda, pero eso no afecta mucho la calidad de sus proteínas. Los ricos comerán carne y los pobres fideos; las proteínas no serán de igual calidad, pero la diferencia no es tanta.

Admitamos como mera hipótesis que haya un 1% de ricos en la población y que cada uno consuma 10% más de comida que un pobre. Si redistribuyéramos la comida, ¡nos quedaría apenas un 1 por mil de mejora en la dieta de los pobres!

Pero, se dirá, esto no es cierto: un rico paga más por un almuerzo que un pobre, mucho más que ese 10% que supuse. Si comiera no ya 10%

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más sino 1000% más (o sea 11 veces lo que un pobre), el cálculo anterior nos llevaría a un 10% de incremento en la dieta de los pobres, lo que ya es interesante. Pero el problema es que no come tanto más, sino que paga más. Estamos considerando alimentos, no dinero: el dinero no es comestible.

Pero entonces, se podría preguntar, ¿cuál es el origen de esta diferencia? ¿Adónde va a parar ese dinero que se paga de más? A dos cosas: primero, a extravagancias, por ejemplo caviar; los pobres no se beneficiarán mucho comiendo el caviar que dejarían de comer los ricos. ¿Cuántos kilogramos de pan o de carne cree usted que se consumen por cada uno de caviar?

Segundo, y más importante, un rico paga más por servicios. Es decir, come quizá el mismo pollo que el pobre, pero lo hace en un restaurante en vez de la casa, o en un restaurante o casa mejor, y recibe exquisitas salsas y reverencias de los mozos, pero sigue sin comer más. Nótese que cuando recibe servicios, los paga a otros que son menos ricos que él (mozos, cocineros, mucamas, dueños de restaurantes, etc.) los cuales también comerán con eso, y pagarán servicios a otros.

Claro que los ricos están mucho más cómodos que los pobres, que realizan menos trabajo manual, que disfrutan más de la vida, que sufren menos humillaciones, etc. No se pretende discutir esto. Lo único que se niega es que una redistribución de bienes pueda mejorar significativamente el nivel de vida de los pobres.

Por supuesto que he simplificado totalmente el tema: no he considerado la clase media, ni otros temas más que la comida, pero es fácil extender el razonamiento y llegar fundamentalmente a la misma conclusión: la redistribución de ingresos de tipo socialista o comunista no resuelve los problemas sociales. Más aun, los empeora, pues los bienes de capital en manos de quien no sabe usarlos no resultarían productivos. La prueba de que un pobre no es capaz de administrarlos es que no sabe administrarse a sí mismo, pues si no ya habría salido de la pobreza.

Pero aun hay más. Volvamos al tema de la redistribución de bienes, y tomemos como ejemplo un país, en este caso el país en el que vivo: la Argentina. Para usar cifras redondas, digamos que tiene 30 millones de habitantes. Aunque desconozco la cifra exacta, supongamos que el total del patrimonio del sector más pudiente de la población sea de 30 mil millones de dólares, cifra que no debe de estar muy lejos de la realidad. Si distribuyéramos este dinero entre la población, para cada uno quedarían

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1.000 dólares, no por mes ni por año, sino para siempre, lo que no resuelve el problema económico de nadie. Cierto que muchos saltarían de contentos, pero la felicidad les duraría poco.

Pero esto no es todo. El patrimonio de los ricos no está en forma de dinero salvo en un porcentaje pequeño. El resto lo constituyen casas, automóviles, joyas, etc., y sobre todo campos y fábricas. Por lo tanto no se puede distribuir. Claro que las casas, las joyas, etc., se pueden vender para convertirlas en dinero, pero ¿quién las compraría? ¿Los pobres? ¿Otros ricos? ¿Existe alguna manera de que un diamante se convierta en una fábrica, para aumentar la producción de bienes? Claramente no hay solución. En cuanto a las fábricas y campos, podrían transferirse a manos de los pobres, que las explotarían, pasando a ganar un porcentaje anual sobre su valor. ¿Cuánto? Una rentabilidad razonable podría ser del 10 % anual. Sobre los 1.000 dólares que calculamos antes, esto daría unos 100 dólares anuales por persona, lo que no entusiasma a nadie. Lógicamente, en tal caso no se disfrutaría de los 1.000 dólares de que he hablado, porque quedarían invertidos.

De esta manera, queda desvirtuado el argumento de la redistribución de bienes. Lo que pretenden quienes lo propugnan se expresa habitualmente como: “¡Que no haya más pobres!”. Pero los motivos íntimos se notan más claramente en este desiderátum que he visto últimamente en grandes carteles: “¡Un mundo sin ricos!” en vez de “¡Un mundo sin pobres!”, revelador del resentimiento (y no del deseo de progreso) que anima a quienes lo propugnan.

El libro “De Lujo y Hambre”, del escritor y periodista mejicano Ricardo Garibay (se trata de una serie de episodios), es un ejemplo de cómo se insiste en este mito. Leemos: “Cualquiera que sea su explicación la pobreza viene de la riqueza y acaba siendo igual en todas partes”. Esta idea surge casi naturalmente de la comparación entre ambos estados, pero no explica cómo sucede esto, porque no existe tal explicación. Sería válida si los ricos constituyeran la mitad o un porcentaje importante de la población, pero no es ése el caso.

¿Quiénes propugnan este mito? Las organizaciones de izquierda, obviamente, que de esa manera quieren substituir a los gobiernos y a los capitalistas para disfrutar ellas de las ventajas que dicen combatir.

¿A qué impulso básico del ser humano apela esta prédica? Naturalmente, a la envidia. Quienes no fueron capaces de obtener algo por medio de su trabajo o de su capacidad (o de manera ilegítima) quieren

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saquear a los que sí lo obtuvieron, aunque lo hayan conseguido ilegítimamente: en tal caso, ellos lo lograrían de la misma manera. O sea: “la propiedad es un robo”.

EL MITO DE QUE EL DINERO NO HACE LA FELICIDAD

En primer lugar, aclaro que, con el enunciado del título, no se trata de un mito. En efecto, el dinero de por sí solo no trae la felicidad, como es evidente. El mantenimiento de la salud, en general, se beneficia con el dinero (mejores médicos, etc.), pero a veces puede perjudicarse (excesos de comida y bebida, stress, etc.) o no ser afectado (enfermedades incurables). Lo mismo pasa con todo lo demás.

Pero debe reconocerse que en general el dinero aumenta las posibilidades de disfrutar de la vida. Como se dice, “el dinero no hace la felicidad... pero calma los nervios”. Es decir que en realidad el problema se centra en la angustia (por la inseguridad) de quien no tiene una reserva suficiente.

Pero entonces, ¿esto no contradice totalmente lo que acabo de decir sobre el mito de pobres y ricos? No, porque una cosa es consumir más bienes y otra muy distinta poseerlos. En el punto anterior, mostraba que el consumo de los pobres no se incrementaría significativamente con el reparto. Ahora me refiero, en cambio, a la inseguridad de quien carece de reservas y la angustia que esto puede provocarle.

¡Ajá! Entonces, si redistribuyéramos las posesiones, los pobres vivirían mejor. No. Falso. Pero por otra razón. Si redistribuyéramos las posesiones, o las concentráramos en manos del Estado (como pretenden ciertas tendencias políticas que juegan con la falsa igualdad Pueblo - Estado), nadie tendría interés en producir, pues quien no trabajara tendría igual que quien lo hiciera. Sin incentivo, no hay producción, y todos estarían peor.

Por lo tanto, planteo el anti-mito: “El dinero ayuda a alcanzar la felicidad, y es por eso que todos se afanan en conseguirlo para sí, unos con mayor y otros con menor éxito”. Cosa que debiera ser evidente si no hubiera tanta prédica interesada por uno y por otro lado.

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Por supuesto, el dinero es sólo la representación de bienes, y si todos tuvieran mucho dinero pero nada para comer, estarían muy mal. Pero ése es otro tema.

Para otros detalles sobre este mito, me remito al análisis del mismo hecho en la introducción a “Los Mitos”, como mito típico.

EL MITO DE LA PATRIA

Quizá este mito sea enunciado más comúnmente con la repetida frase de los gobernantes: “No pregunten qué puede hacer la Patria por ustedes; piensen más vale qué pueden hacer ustedes por la Patria”.

El único problema con esta bella frase es que la Patria, al fin y al cabo, es el conjunto de la gente que la forma. ¿Cómo puede estar bien la Patria si cada uno de sus ciudadanos está mal? Ni la Patria debe hacer algo por un ciudadano, ni el ciudadano por la Patria: que cada ciudadano cuide sus propios intereses.

Quienes enuncian frases como la comentada, en realidad cuando dicen “Patria” quieren decir “Estado”, que para ellos equivale a “Gobierno”, y en última instancia a ellos mismos, miembros del Gobierno como son. Traducida, esta frase resulta: “No pregunten qué puedo hacer yo por ustedes; piensen más vale qué pueden hacer ustedes por mí”, lo que ya no suena tan atractivo ni patriótico.

Así, quienes manejan los intereses de la Patria cobran suculentos sueldos pagados por los ciudadanos; intervienen en cohechos; llevan a las naciones a la guerra; etc.

Son ellos quienes no vacilan en sacrificar soldados en guerras para “conservar la integridad del territorio”, “defender la democracia”, “llevar la liberación”, etc. Piénsese en el Hitler que desató la Segunda Guerra Mundial, en las guerras de Corea, Vietnam, Camboya, Árabe - Israelí, de las Malvinas, del Golfo Pérsico, de Afganistán, de Irak... y recuérdese cómo los gobernantes, sin mayores riesgos, manejan miles y millones de soldados como títeres, y matan incluso a la población civil.

Para convencerse de que los pueblos no se odian unos a los otros, sino que son los gobiernos quienes los azuzan, no hay cosa mejor que viajar al extranjero. Nos encontraremos con la situación siguiente: o los extranjeros apenas tienen noción de dónde queda nuestro país (cualquiera

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que sea), o nos tratan amablemente precisamente por ser extranjeros, o a nosotros en particular nos tratan bien, aclarando que todos nuestros compatriotas son despreciables (porque su gobierno los convenció de que ése era el caso), y nos dicen cuán sorprendidos están de que nosotros en particular seamos buena gente.

Conozco (y usted seguramente conocerá también) muchos individuos que hablan pestes de los judíos (o los árabes, los peruanos, etc.), pero tienen íntimos amigos judíos con los que por motivos misteriosos parecen hacer excepción. Éste es un ejemplo más del origen espurio de las rivalidades nacionales, raciales o religiosas.

Quienes se preocupan de que una nación pueda desaparecer como tal no se dan cuenta del costo que están pagando como individuos para defender los intereses que creen ser suyos y en realidad son de unos pocos. ¿O acaso cuando un equipo de fútbol o un boxeador de mi país gana un cotejo, yo tengo algún beneficio? ¿O puedo usar tierras fiscales o pertenecientes a otros individuos, por más que estén en “mi” país? Se nos asusta con el argumento de que, si no defendemos las fronteras, la provincia tal y cual pasará a pertenecer al país vecino. ¿Acaso dejará por eso de ser menos “nuestra”? Ya no lo es.

No nos engañemos: los nacionalistas, los patriotas, los que buscan el “bien público”, los “filántropos”, no hacen más que defender sus propios intereses, usándonos como idiotas útiles y llenándose la boca con grandes palabras.

Pero, dirá usted, ¿qué es lo que pretende este señor? ¿La Unidad Mundial? ¿La Anarquía?

No. Nada de eso. Sencillamente quiero hacerle comprender que, cuando alguien menciona como objetivo “el bien de la Patria” (o de la Nación, del País, etc.), lo mejor que puede hacer usted es analizar si este pretendido bien perjudica o no a los ciudadanos, y en particular a usted. Sí, a usted, pues cada uno que cuide de sí mismo, que los otros cuidarán de ellos mismos. Así evitará que, por ejemplo, se sancionen leyes que impidan la importación para favorecer la industria nacional pero perjudicándolo a usted, consumidor, con mayores precios. Es fácil imaginar quiénes propician esas leyes; seguramente no los consumidores, sino las industrias en cuestión, que libres de la competencia externa pueden aumentar sus ganancias a voluntad.

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Por estos mecanismos se crean “delitos” como el contrabando. Si alguien mata o roba, la acción es punible en cualquier momento que se cometa. Si, en cambio, uno ingresa mercadería al país sin pagar impuestos, esta acción será “delito” o “libre comercio” según la ley que rija en el momento de efectuarla. Por supuesto, se dirá que lo mismo pasa con el asesinato o el robo: todo depende de la ley que rija en el momento, pero los posibles pequeños cambios no hacen que el asesinato pase de ser “delito” a considerarse “ejercicio de la libertad de acción”.

¿Quiénes fomentan el mito de la Patria? Gobernantes, más que políticos, pues en nombre de la Patria pueden justificar actos que ni soñarían en autorizárselos quienes los votaron.

¿A qué impulso básico apela este mito para poder ser aceptado? A la xenofobia, el temor a lo desconocido: el temor a los japoneses, los chinos, los rusos, los estadounidenses, los alemanes, los judíos, los árabes, los negros, cualquiera que no haya nacido dentro de nuestras fronteras o que sea de otra raza o religión, aunque pueda parecérsenos más que un compatriota cualquiera.

EL MITO DE LA FRATERNIDAD

Junto con la igualdad y la libertad, la fraternidad formó el ideario de la Revolución Francesa. De la igualdad y de la libertad ya he hablado. Aunque no lo parezca, también hablé de la fraternidad, al tratar el Principio del Egoísmo. Repito esas palabras: ¿quiénes causan la mayoría de sus problemas diarios? ¿Perros, gatos, elefantes o tigres, o en cambio sus compañeros de trabajo, jefes, subordinados, clientes, competidores, cónyuge, padres, hijos, hermanos, jueces, legisladores, presidentes, delincuentes, la gente en general?

El mito de la fraternidad es que “debemos ayudarnos como hermanos”. Primera observación: los hermanos pueden ser fuente de ayuda o de problemas. Segunda y más importante observación: una cosa es el deber y otra la realidad. Sería hermoso que todo fuese hermandad, pero... la realidad no lo ha querido así. Desde que el hombre tiene memoria, “el hombre es el lobo del hombre”. Es cierto que las mayores satisfacciones se obtienen en la relación con otras personas, pero eso no impide que ellas ocasionen también nuestros mayores problemas. Hay muy buenas razones para que esto sea así y siga siéndolo en el futuro.

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En efecto: la lucha por la supervivencia se extiende a toda la materia viva, sea animal o vegetal. Esta lucha puede ser interespecífica (o sea entre diferentes especies). En la lucha interespecífica, cada especie ocupa lo que se ha dado en llamar “nicho ecológico”, concepto complejo que incluye la ubicación geográfica, el clima, la topografía, el alimento, las restantes especies que habitan la zona, etc. Si aparecen dos especies compitiendo por el mismo nicho, la mejor adaptada a ese ambiente sobrevive y desplaza a la otra. Así fue cómo el gorrión ha desplazado a otros pájaros en casi todas las ciudades del mundo. Puede suceder también que una especie haga desaparecer a otra de la cual se alimenta, siempre que esta última no constituya el único alimento de la primera, pues si no desaparecerían ambas.

Además de la lucha interespecífica está la intraespecífica (o sea entre los miembros de la misma especie). Esta lucha permite la supervivencia de los individuos más fuertes o hábiles y la consiguiente mejora genética de la especie.

La especie humana, como hemos visto, carece prácticamente de competencia interespecífica: triunfa fácilmente sobre cualquier otra especie que pudiese ocupar el mismo nicho ecológico, y no existe otra especie de la que sea presa habitual. Ni siquiera en regiones salvajes, los grandes felinos (como el leopardo) son causa común de muerte entre los humanos. Por otra parte, los microbios (que sí matan mucha gente) pueden considerarse como parte del ambiente y no como especies depredadoras de la humana.

En resumen, para la humanidad desaparece la lucha interespecífica, y queda sólo la intraespecífica, que por lo tanto pasa a ser la principal.

Esto echa por tierra el ideal de fraternidad: la fraternidad ante otras especies carece de sentido por innecesaria; la fraternidad dentro de la humanidad no existe, dada la lucha intraespecífica; quedaría sólo la fraternidad entre miembros de un grupo frente a otro. ¿Qué significa esta fraternidad, entonces? Significa la lucha de clases, la guerra entre naciones, ladrones contra policías, militares contra civiles, etc. O sea que se desvirtúa totalmente el significado de fraternidad: fraternidad resulta ser lucha o guerra. Como diría George Orwell (“1984”): “La guerra es la paz”.

Pero, se dirá, ¿no podemos ser todos fraternos, no ante algo, sino de por sí? Es una bella utopía, pero no sólo es inalcanzable sino perniciosa,

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como creo haberlo demostrado en su momento al considerar el Principio del Egoísmo.

¿Quiénes promueven el mito de la fraternidad? Los demagogos, los “salvadores del mundo”, los profetas de religiones y sectas, que buscan la fraternidad en un solo sentido: hacia ellos. O sea que, como en el caso de la igualdad, todos somos fraternos, pero algunos lo son más que otros.

¿A qué impulso primario apela este mito? Simplemente al amor, al deseo de amar y ser amado, deseos que caen víctimas de arteras maniobras.

EL MITO DEL DEBER

No me refiero acá al tema ya tratado de que las cosas son como son y no como deberían ser. En cambio, considero las reglas morales que rigen nuestro comportamiento: ¿debemos o no debemos matar? ¿robar? ¿honrar a padre y madre? ¿cometer adulterio? ¿dar limosna a los mendigos? ¿trabajar? etc. etc.

Tales reglas pueden sernos impuestas desde afuera, sea tal afuera el Estado, el Ejército, la Iglesia, etc., o desde adentro de nosotros mismos.

Consideremos primero las reglas impuestas externamente. Contra lo que podamos pensar, no existe un código moral que se aplique a todas las circunstancias. Normalmente las leyes nos prohíben matar. Pero podemos hacerlo en defensa propia; o accidentalmente en un deporte que no pretende causar daño al oponente, tal como el automovilismo; o también accidentalmente en un deporte que sí tiene por objeto infligir un daño físico, tal como el boxeo; o voluntariamente si somos policías o guardiacárceles en determinadas circunstancias. Y también, en ciertas ocasiones, nuestro deber es matar: si somos verdugos o militares en acción de guerra.

Dejo a la perspicacia del lector la búsqueda de excepciones a los otros deberes antes esbozados y a otros cualesquiera.

Por otra parte, lo que hoy y acá es lícito, puede ser ilícito en otro tiempo y en otra parte, y viceversa. Trasladémonos imaginariamente a la Roma antigua, a un lugar remoto (digamos la India), a un futuro no muy lejano, o a otro grupo social, y nos daremos cuenta de ello.

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Por lo tanto, no hay un código universal externo sobre cómo debemos comportarnos, y los mismos actos serán aplaudidos o repudiados según las circunstancias, el lugar y el momento.

¿Pero qué ocurre con las reglas internas? ¿Acaso no existe un código moral único por el cual nosotros mismos juzgamos nuestros actos?

Es posible que tal código exista para algunas personas, pero por cierto no es el mismo para todas. No hablo sólo de códigos distintos entre gente de diversas nacionalidades, sino que tales códigos difieren entre personas que conviven, ya sean de la misma o de distinta extracción social y profesión. Tratemos el tema con nuestros parientes y amigos, y lo comprobaremos.

Lo más notable es la flexibilidad de dichos códigos. La mayoría aplica sus códigos morales al comportamiento de los demás pero, ante cualquier violación por parte de ellos mismos, son capaces de inventar las explicaciones y excusas más asombrosas para justificar su proceder. Por ejemplo, cuando para zaherirlo, a un amigo mío muy religioso le hice notar que su comportamiento en ese momento lo hacía incurrir en dos pecados capitales: la gula (por estar comiendo de más) y la lujuria (por expresarse muy animadamente sobre los encantos de una mujer que almorzaba en el mismo restaurante), y que por lo tanto él estaba pecando, me contestó muy orondo: “La Iglesia admite el pecado, y con el ritual de la confesión lo perdona”.

Entonces, el deber resulta ser una imposición externa que podemos aceptar, o negarla arrostrando el castigo; o un conjunto de preceptos legados por nuestros padres y educadores, que nosotros creemos de origen sobrenatural, o por lo menos deducible de “leyes naturales”, y cuyo peso solemos descargar en los demás, escabulléndonos nosotros con los pretextos más fútiles.

En resumen, el concepto de deber es una manipulación de la que nos hacemos objeto mutuamente, o incluso nosotros mismos.

Esto no implica rechazar las leyes, sino mostrar su relatividad. Si queremos vivir en una sociedad organizada, algunas reglas de juego deben existir, y debe castigarse a quienes las violen, sencillamente porque eso facilita la vida; pero ello no quiere decir que tales leyes sean de origen divino o natural ni que sean inmutables. Son producto de la mano del hombre, y como tales están sujetas a revisión y cambio. Quien así lo desee las podrá desobedecer; sólo tendrá que atenerse a las consecuencias,

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sin que eso signifique culpa más que frente a quienes tratan de hacer cumplir las leyes.

¿Quiénes propugnan el mito del deber? Casi todos nosotros, para aplicarlo a los demás. Pero, sobre todo, lo hacen los predicadores de cualquier religión, secta o partido político; los gobernantes; los manipuladores (habitualmente padres, madres, jefes).

¿En qué impulso humano se basa la aceptación de este mito? En el deseo de encontrar justificación a nuestros actos. Así, el oficial nazi podía decir: “Yo sólo cumplía órdenes” cuando mataba a los prisioneros en un campo de concentración, quizá satisfaciendo de paso su sadismo.

EL MITO DEL AMOR ROMÁNTICO Y ÚNICO

Éste es un mito relativamente reciente. En la Edad Antigua y gran parte de la Edad Media, el amor en la especie humana no era considerado muy diferentemente que entre el resto de los animales. Pero poco después del año 1000 DC, las costumbres caballerescas crearon el amor romántico, sobre cuyas curiosas características en esa época podemos consultar “Historia de la estupidez humana”, de Paul Tabori (véase la Bibliografía). Este concepto fue evolucionando hasta convertirse en el ideal del amor romántico y único de nuestros días, aún fomentado por novelas y telenovelas dirigidas a la mediocridad. No obstante, en la práctica, este ideal nunca se cumplió en Occidente, y a Oriente y a las regiones más primitivas ni siquiera llegó.

Las causas de que esta idea del amor único no haya tenido éxito en la práctica deben buscarse en razones naturales. En efecto, la proporción de mujeres a hombres en edad núbil (o sea apropiada para las relaciones sexuales) no es de uno a uno, sino que la cantidad de mujeres supera a la de hombres. Por otra parte, si consideramos no ya la capacidad sexual sino la habilidad para reproducirse, la situación es inversa. De cualquier manera que se vea, es claro que la proporción de uno a uno no se mantiene, y que quedan hombres o mujeres sin pareja adecuada.

Puede objetarse que este argumento no es definitivo, pues en el reino animal existen muchos casos de machos o hembras que quedan sin pareja en forma sistemática. El argumento más convincente en contra del amor único es la realidad, tanto legalizada en países del mundo árabe, o de hecho en la sociedad occidental. Cualquiera puede verificar esto

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contrastándolo con lo que ve a diario, o consultando los trabajos de Kinsey o de Masters y Johnson.

La realidad indica, pues, que son raras las personas que tienen una única relación amorosa en su vida. Lo común (desde el punto de vista práctico, no legal) son la poligamia y la poliandria, ya sea en forma sucesiva o simultánea. La legalidad de esta situación pasa desde el harén de los pueblos árabes hasta la tendencia divorcista y la infidelidad, tanto masculina como femenina, tan poco disimulada en Occidente.

Entonces, si esto es así, ¿cómo se comprende la persistencia del mito del amor único en Occidente? Sencillamente por la dicotomía entre el “ser” y el “deber ser”, que en todo nos afecta y que ya he tratado. Este mito, como puede verse, es bastante débil, pues sólo se aplica a la sociedad occidental. Si creemos encontrarlo en descripciones literarias de otras sociedades, es porque las leemos con nuestros preconceptos. Se sostiene que el estado ideal es el de monogamia, pero no se da ninguna prueba, y lo que se practica es habitualmente lo opuesto.

Este mito es propagado por gobiernos e iglesias, a quienes beneficia al sujetar al individuo a una ligadura más, y apela al deseo de perfección latente en toda persona.

EL MITO DE LA FE

Se dice que “la fe mueve montañas”. Montañas quizá no, pero millones de hombres sí. Por lo tanto, este dicho no es un mito sino una realidad. El verdadero mito consiste en sostener que esto es siempre bueno o conveniente.

Por supuesto, muchos logros humanos difícilmente se habrían conseguido sin fe: tenemos los casos de Galileo, de Copérnico, de Colón, de Pasteur... Pero quienes se les oponían también estaban movidos por la fe: fe en un error.

Sin embargo, estos casos en los que a la larga puede determinarse si la fe se basa en una verdad o en un error no son los más preocupantes. En cambio, cuando hay fe en una idea que no puede probarse, aparecen los fanatismos religiosos, políticos o de índole semejante. Como mejor ejemplo tenemos la fe en la “raza aria” y el “Reich de mil años” que empujó a millones de personas a una guerra nefasta. Los ejemplos no

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acaban con éste. Recordemos los casos de las luchas religiosas de la Reforma, las Cruzadas contra los “infieles”, la Inquisición, los sacrificios humanos de diversas religiones, etc. Hay casos más recientes de luchas políticas, guerras y terrorismo, que no detallaré precisamente por recientes, para evitar que algún lector se sienta incriminado, aludido o atacado en sus convicciones. Por las mismas razones tampoco mencionaré antiguas creencias, vigentes aún hoy.

¿Quiénes propagan el mito de la fe? En general los fanáticos, pero no refiriéndose a la fe en general, sino a la que ellos profesan. Las creencias opuestas les merecen aversión o desprecio; no las aceptan como tales, y las califican variamente de “idolatría”, “paganismo”, “superstición”, “seudo ciencia”, “materialismo”, “charlatanismo”, etc., sin importar que sean ciertas, falsas u opinables. Por supuesto, jamás aportarán pruebas reales de sus dichos.

¿A qué apela en nosotros el mito de la fe? A la necesidad de contar con una base firme para el pensamiento. Como en última instancia nada puede probarse concluyentemente, el individuo que carece de una fe está, aparentemente, en desventaja: siempre dudará de cuál es la verdad, siempre se cuestionará la legitimidad de sus acciones. En tanto, el otro contará en todo momento con una respuesta para lo que sea: la basará en su fe, inamovible. ¿Pero qué sucede cuando “un objeto inamovible encuentra una fuerza irresistible” (la fuerza de la realidad)? Ocurre el derrumbe, y como la realidad no puede derrumbarse, se derrumba el individuo, y ahí es donde aparece la ventaja de la falta de fe. Claro que esto sucederá sólo cuando se tenga fe en una falsedad.

EL MITO DEL MANIQUEÍSMO

El maniqueísmo era una antigua secta religiosa que sostenía la existencia de dos principios: el del bien y el del mal. Modernamente se llama así a la tendencia a asignar a cada persona, hecho o cosa una característica totalmente positiva o totalmente negativa: el señor X es siempre bueno y nunca cometerá una maldad, y el señor Z es siempre malo y nunca podrá realizar una obra de bien.

Es evidente que esto no es así. No todo es blanco o negro. Un jefe puede ser despótico con sus empleados, pero dulce y amable con su familia; un remedio puede ser adecuado (bueno) para determinada

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dolencia, pero contraproducente (malo) para otra; un gobierno puede generar acciones positivas en una oportunidad y negativas en otra, o favorecer a determinada clase social y perjudicar a otra; etc.

Esta actitud es común a la mayoría de las personas, sin que normalmente haya sido inculcada por otros explícitamente. Son pocos los capaces de ver todos los aspectos: buenos, regulares o malos, beneficiosos, indiferentes o perjudiciales de una persona, institución, objeto, etc.

Este mito es creado por cada individuo en particular, a veces influido por diversas instituciones, religiones, contactos personales, dogmas o lecturas, pero en general promovido por cada uno, quien suele encontrar en diversas teorías confirmación para sus creencias íntimas.

El mito del maniqueísmo seduce porque simplifica los principios por los que se rige cada persona. Es más fácil catalogar como bueno o malo a un ser humano, objeto o institución que estimar las circunstancias que lo hacen bueno, regular o malo.

EL MITO DE LAS VERDADES MÚLTIPLES

Éste es un mito sumamente reciente, originado en las postrimerías del Siglo XX. En épocas anteriores, se admitía que sólo había una verdad, y se procuraba conocerla. Es decir que, por cada tema, existía algo cierto, que podía ser conocido o no, y se intentaba verificarlo. Esta idea sigue predominando en los círculos científicos, y ha conducido a los descubrimientos e inventos de todas las épocas.

Pero últimamente, sobre todo en los medios de comunicación, ha surgido la idea de que cada persona tiene su verdad. “Mi verdad”, “tu verdad”, han pasado a ser frases oídas diariamente.

Así, cada uno de los testigos de un juicio dice “su” verdad sobre hechos concretos que sólo pudieron ser de una manera: esa persona estaba o no estaba en tal lugar, pero no ambas cosas a la vez. En otras palabras, existe una verdad, quizá difícil o imposible de comprobar, pero única; lo otro son meras opiniones o percepciones, con todo lo discutible que pueden tener. Es obvio que sólo una de las afirmaciones puede ser verdadera; las otras son falsas.

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Los hechos se confunden así con sentimientos, opiniones, percepciones, doctrinas, etc.

Esto no quiere decir que toda afirmación sea o deba ser científica. Una afirmación es científica cuando puede ser confirmada o refutada, independientemente de que sea cierta o falsa. Por ejemplo, tanto “dos más dos son cuatro” como “dos más dos son cinco” son afirmaciones científicas porque pueden ser confirmadas o refutadas. En cambio, “el gobierno de Pérez fue malo” no es una afirmación científica, porque no hay manera de confirmarla o refutarla: se trata de una mera opinión. De ella podemos decir: “ésta es mi opinión”, pero no “ésta es mi verdad”.

¿Cuál es el origen de este nuevo mito? La demagogia, ejercida desde múltiples lugares, pero fundamentalmente desde los medios de información (que pasan a ser de desinformación): la televisión, la radio, los periódicos, las revistas. Muchas personas que no tienen nada serio que decir se sienten importantes cuando cuentan su verdad.

Lo peor se produce cuando este mito se inyecta en la educación. Así, he visto cómo alumnos de escuela primaria determinan “por consenso” cuál es el resultado de una suma.

¿A qué apela en nosotros este mito? Al deseo de ser únicos; de destacarnos; de sabernos importantes: porque es mucho más serio poseer una verdad que una opinión.

EL MITO DE LA TOTALIZACIÓN

También éste es un mito moderno. Lo impulsan los miembros de diversas cofradías, y consiste en afirmar que todo es el objeto del que ellos se ocupan.

Así, un vendedor sostendrá que “todo es venta”; un político, que “todo es política”; un psicólogo, que “todos somos neuróticos” o que “todo es psicología”; un artista, que “todo es arte”; un científico, que “todo es ciencia”; y así siguiendo.

Aparte de motivos interesados, es decir, acarrear agua para su molino (si todos somos neuróticos, consultemos todos al psicólogo), existe algo más en este tipo de afirmaciones: la soberbia de creerse imprescindible.

Ahora bien, si “todo es venta”, ¿para qué usar la palabra? La palabra “venta” pierde sentido, pues no podremos determinar si una cosa es venta

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o no lo es, ya que “todo es venta”. Si “todos somos neuróticos” y nadie es normal, el concepto de normalidad, promedio o estándar pierde sentido, al igual que el de “neurótico”, pues no existen diferencias entre ellos.

El lenguaje es imprescindible para la actividad humana, y si hacemos perder sentido a las palabras, lo estamos degradando.

El lenguaje ha ido evolucionando, y cuando un objeto o concepto pierde vigencia, las palabras que lo nombran van desapareciendo del habla. Esto ha sucedido con muchas palabras de cada idioma. Por ejemplo, ¿qué significa “ador” en castellano? ¿Alguien lo sabe hoy, salvo los aficionados al pasatiempo de las palabras cruzadas? Significa “turno para riego”. Con el poco uso, quien hoy quiera referirse al turno para riego dirá “turno para riego” y no “ador”, pues nadie lo entendería.

Por lo contrario, en los últimos años surgieron multitud de palabras referentes a elementos de la tecnología, y así las cosas que poco antes se llamaban “discos” se han convertido en CDs, DVDs, disquetes, discos duros, mini-discos, etc., diversificándose las palabras para distinguir objetos que antes nos habrían parecido similares. Se dice que, mientras los occidentales distinguimos sólo entre hielo y nieve, los esquimales tienen siete palabras para referirse a distintos tipos de agua congelada.

Acabamos de ver cuáles son las causas de este moderno mito, y a qué apela en nosotros. Pero no se piense que ello se reduce al lenguaje. Por lo contrario, quien piensa y dice que “todo es X” está, en general, tomando una peligrosa actitud egocéntrica que, dicho sea de paso, nada tiene que ver con el “sano egoísmo”.

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CÓMO DEFENDERNOS DE LA INTIMIDACIÓN

Para vivir una vida plena, no basta con conocer los mitos que pululan en el mundo: debemos ser capaces de defendernos de los que pretenden intimidarnos esgrimiendo tales mitos.

Para ello, fijémonos para siempre un principio: en último término, cada uno es juez de sus propios actos.

En efecto, es posible y frecuente que nuestros actos sean juzgados por los demás: padres, hijos, cónyuge, jefes, empleados, la policía, la justicia. Pero esto no debe ser otra cosa que un elemento adicional aportado al único juicio que interesa: el de nosotros mismos.

Si decidimos no cometer un delito basándonos en que nuestro acto sería penado por la ley, en realidad somos nosotros los que decidimos eso, fundados en la existencia de leyes y en la probabilidad de que seamos descubiertos, atrapados y castigados. Si un niño obedece a sus padres basándose en las sanciones que sufriría por no hacerlo, es él en último término quien decide.

Muchas veces, sin embargo, olvidamos convertirnos en últimos jueces de nuestros actos, y obedecemos ciegamente a los demás, en especial a figuras paternales: padres, mayores, jefe, autoridad, etc. Esto sucede porque permitimos que ellos nos intimiden.

También sucede que esta actitud de sumisión y esclavitud nos libra de la gran responsabilidad de decidir adecuadamente, asignándosela a otros. Pero esto redundará tarde o temprano en nuestro perjuicio.

La manera de defendernos de tales intimidaciones consiste en repetirnos el principio: somos jueces de nuestros actos en último término.

Un animal, ante una amenaza de un miembro de su propia especie, tiene tres reacciones posibles: pelea, huye o cede. También puede enfrentar a su vez al agresor mediante fintas o despliegues amenazantes. El hombre ha evolucionado esta última capacidad, y ha desarrollado un nuevo método de defensa: hablar. Este método es proporcionado al tipo de agresión que suele sufrir, que también es verbal.

No obstante, mucha gente no recurre a esta última posibilidad, y prefiere pelear, huir, o más generalmente, ceder.

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¿Cómo podemos usar la facultad de hablar para defendernos de las intimidaciones? Sencillamente diciendo “no” a lo que no deseamos hacer. Manuel J. Smith, en su libro “When I say no, I feel guilty” (“Cuando digo no, me siento culpable”) (véase la Bibliografía), nos da el siguiente decálogo para recordarnos que siempre tenemos el derecho de decir “no”:

1. Usted tiene el derecho de juzgar su propio comportamiento, pensamientos y emociones, y tomar la responsabilidad por su iniciación y las consecuencias sobre usted mismo.

2. Usted tiene derecho a no ofrecer razones o excusas para justificar su comportamiento.

3. Usted tiene derecho a juzgar si es responsable de hallar soluciones a los problemas de otros.

4. Usted tiene derecho a cambiar de idea.

5. Usted tiene derecho a cometer errores, y a ser responsable por ellos.

6. Usted tiene derecho a decir “no sé”.

7. Usted tiene derecho a ser independiente de la buena voluntad de otros antes de tratar con ellos.

8. Usted tiene derecho a tomar decisiones ilógicas.

9. Usted tiene derecho a decir “no comprendo”.

10. Usted tiene derecho a decir “no me importa”.

En resumen, esto nos indica que, ante una intimidación (muchas veces basada en alguno de los Mitos), lo mejor que podemos hacer es responder con lo que nosotros queremos, sin excusa o justificación alguna. Veamos algunos ejemplos:

—¿Cómo, usted es del barrio y no conoce la calle Prado?

—No, no la conozco.

—¿Está seguro de que no lo olvidó en otro lado?

—Completamente seguro.

—Debería saber que el rector no recibe sin cita previa.

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—Seguro, pero yo quiero verlo ahora.

Una de las mayores fuentes modernas de intimidación es la propaganda. Rudolf Flesch, en su libro “The Art of Clear Thinking” (véase la Bibliografía), nos enseña a defendernos de este (y otros) medios de intimidación verbal.

El método consiste básicamente en responder mentalmente con “¿y qué?” a hechos que no tienen interés para lo que se publicita, y con “sea específico” a vagas generalidades. Por ejemplo:

“Marilyn Monroe prefiere el jabón Drop”. ¿Y qué?

“Los profesores dicen que Rumbo es el mejor método de enseñanza”. Sea específico: cuántos y cuáles profesores.

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APÉNDICE A: ¿QUÉ SABEMOS?

En gran parte de este libro he hablado de los mitos, de los engaños propios y ajenos de los que somos víctimas, de los razonamientos falsos, etc. Justo es preguntarse, entonces, qué se sabe a ciencia cierta. Acá intentaré dar una respuesta a esa pregunta. No obstante, por razones obvias de espacio, se tratará de un resumen a vuelo de pájaro.

La verdadera ciencia no es dogmática. El método científico se basa en la duda sistemática. Basándose en la observación se enuncian hipótesis, las que deben ser verificadas por nuevas observaciones, transformándose así en leyes. En cualquier momento pueden aparecer hechos que no se ajusten a las leyes conocidas, y entonces se volverá necesario modificar tales leyes para adaptarlas a los nuevos hechos. Ello se logra, en general, por medio de nuevas leyes de orden superior, que engloban a las antiguas como caso particular. Por ejemplo, cuando se observaron ciertos fenómenos “relativistas”, se hallaron nuevas leyes: la Teoría de la Relatividad, que engloba a la Mecánica Clásica como caso particular. Las leyes mecánicas clásicas se cumplen casi exactamente a velocidades bajas pero, cuando nos acercamos a la velocidad de la luz, la aproximación se vuelve insuficiente y es necesario recurrir a las leyes relativistas.

A continuación resumiré lo que se sabe aproximadamente del mundo en la fecha en que escribo.

LA MATERIA

Todo el mundo conocido está formado por materia.

La materia se compone de partículas que interactúan a través de cuatro fuerzas, mediadas a su vez por otras tantas partículas.

Las fuerzas en cuestión se denominan: fuerte, electromagnética, débil y gravitatoria. De las partículas que median estas fuerzas, la única que se conoce bien es el fotón, correspondiente a la fuerza electromagnética.

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Cada fotón es un cuanto (unidad indivisible) de energía. El fotón, como toda partícula, puede observarse tanto como partícula en sí o como ondulación.

La longitud o, lo que es equivalente, la frecuencia de esta ondulación, puede tomar valores en un amplísimo rango. Las ondas de radio (que transmiten entre otras cosas los programas de radio y de televisión), la radiación calórica, la luz, los rayos ultravioletas, los rayos X y los rayos gamma son todos formados por fotones de frecuencias crecientes y longitudes de onda decrecientes.

Los fotones se mueven a la velocidad de la luz, que es el límite máximo de velocidad para el movimiento relativo entre dos objetos. Esta velocidad es de aproximadamente 300.000 kilómetros por segundo.

Las velocidades relativas no pueden sumarse directamente. Así, si un objeto A se aleja de un objeto B a 200.000 Km/seg y el objeto B se aleja a su vez de otro objeto C a otros 200.000 Km/seg en la misma dirección y sentido, el objeto A no se alejará del C a 400.000 Km/seg, ya que eso sobrepasaría el máximo de 300.000 Km/seg, sino a otra velocidad inferior a esta última, que se determina por una fórmula que no es del caso detallar aquí. Éste es un resultado de la Teoría de la Relatividad de Albert Einstein.

La materia “normal” se compone del ya mencionado fotón y de otras tres partículas llamadas electrón, protón y neutrón. Además, el espacio está plagado de otras dos partículas, el neutrino y el antineutrino, que casi no interactúan con la restante materia y la atraviesan como si fuera un colador.

Los protones y neutrones se hallan unidos formando los llamados núcleos atómicos. La desintegración o la fusión de núcleos atómicos provee la llamada energía nuclear o atómica.

Alrededor de los núcleos atómicos orbitan a enormes velocidades los electrones, formando así los átomos.

Los electrones son los responsables de las reacciones químicas. Además, los electrones son los que llevan la electricidad. Los protones también tienen carga eléctrica, pero normalmente son menos móviles.

El peso (o masa) de cada una de estas partículas es muy pequeño, pero aun así ha sido medido con precisión. El protón y el neutrón pesan unas 1800 veces más que el electrón. El fotón no tiene peso. Se cree que el neutrino y el antineutrino (de los cuales hay por lo menos dos especies)

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no tienen masa, pero eso no se sabe con certeza; si la tienen, es muchas veces menor que la del electrón.

El magnetismo está íntimamente relacionado con la electricidad, y todas las partículas lo presentan o se relacionan con el mismo.

Cuando se producen choques a altísimas velocidades entre partículas, por ejemplo en laboratorios atómicos, en el espacio interestelar o en el interior del Sol y de las otras estrellas, se generan otras partículas que no se encuentran en la materia “normal”. Estas partículas tienen vidas sumamente breves, al cabo de las cuales se desintegran en otras partículas. Este proceso de desintegración termina cuando todas las partículas son “normales”.

Dada la multiplicidad de partículas, se pensó que habría un esquema unificador. Actualmente se acepta que ciertas partículas, los hadrones (entre las que se encuentran el protón y el neutrón), se componen de partículas más elementales llamadas quarks, de los cuales se estima que hay seis variedades y tres “colores” (no se refieren a los colores tales como los que vemos).

Por otra parte, se han desarrollado teorías de unificación entre las cuatro fuerzas. Se ha logrado unificar la fuerza débil con la electromagnética. Las otras dos fuerzas, especialmente la gravitatoria, se resisten por ahora a entrar en el esquema unificado. Se habla incluso de una quinta fuerza.

Los fenómenos a escala atómica se producen en “cuantos” (o sea unidades indivisibles) y parecen ser no determinísticos. La forma más simple de enunciar esta propiedad consiste en afirmar que, si se determina con exactitud la posición de una partícula, su velocidad podrá ser determinada sólo dentro de un rango de valores, o sea que sufre una indeterminación; y a la inversa, conocida la velocidad exactamente, la posición podrá ser determinada sólo aproximadamente. Ciertas extensiones de esta línea de pensamiento conducen a paradojas aún no resueltas.

Lo cierto es que, pese a los grandes avances de la ciencia y a los muchos esfuerzos, la estructura última de la materia se nos escapa, y quizá nunca se llegue a sondearla completamente.

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EL UNIVERSO

Hubo muchas teorías acerca del universo, pero la prevaleciente en los últimos años es la de la “gran explosión” (“big bang”). Sostiene esta teoría que, hace aproximadamente 15.000 millones de años, de la nada se produjo una gran explosión que lanzó al universo como una nube de gas en rapidísima expansión. De esta nube de gas se fueron condensando galaxias, formadas a su vez por estrellas, algunas rodeadas de planetas y satélites. Actualmente el universo se encuentra en expansión, la que debería estar siendo frenada por la atracción gravitatoria. Se ignora si el universo seguirá en expansión o si la tendencia se revertirá en un futuro remoto.

La Vía Láctea es “nuestra” galaxia. El Sol es una estrella de esta galaxia, y se formó hace unos 5.000 millones de años, junto con los planetas (Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón), los planetoides, los satélites de los planetas y algunos otros cuerpos.

LA VIDA

Todo indicaría que la vida apareció sobre la Tierra hace unos 4.000 millones de años. Bajo la radiación solar y otras influencias, los átomos se unieron en moléculas, las que a su vez fueron uniéndose en otras moléculas cada vez más complejas. Algunas de estas moléculas tenían la capacidad de inducir reacciones (llamadas “catalíticas” en química) entre otras moléculas. Cuando el azar hizo que entre los productos de la reacción aparecieran moléculas idénticas a la molécula inductora, ésta adquirió automáticamente la capacidad de reproducirse (justamente, la posibilidad de reproducción es la característica fundamental de los seres vivos). El proceso fue haciéndose cada vez más complejo, y los conjuntos de moléculas con mayor capacidad de reproducirse predominaron sobre el resto. Aparecieron así los primeros seres unicelulares, luego las plantas y los animales multicelulares, entre los cuales se cuenta el hombre como uno de los últimos desarrollos.

Una prueba bastante fuerte de que éste fue el origen de la vida la constituye la omnipresencia del ácido desoxirribonucleico, común a microbios, vegetales y animales, y base biológica de la herencia. La forma

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en que esta substancia codifica las proteínas es prácticamente igual para todos los seres vivos.

Se ignora si existe vida en otros cuerpos celestes. Hasta ahora, las exploraciones de la Luna y de Marte no hallaron vida. Pero parece casi imposible que, habiendo tantos millones de galaxias, tantos millones de estrellas en cada galaxia, y probablemente varios planetas alrededor de cada estrella, en ninguno de ellos se haya desarrollado vida, quizá muy distinta, o tal vez similar a la nuestra.

EL MISTERIO DE LA CONCIENCIA

Si consideramos a un ser humano, otro animal o un vegetal como una máquina muy compleja, podemos tener una base para explicar todas sus reacciones como respuestas automáticas a estímulos externos e internos o, acudiendo a una analogía moderna, lo podemos ver como una computadora o un robot. En otras palabras, en lugar de decir que ve, siente o piensa, podemos decir que reacciona como si viera, sintiera o pensara.

Pero si me miro en un espejo, veré que soy muy parecido a los otros seres humanos, y que realmente veo, siento y pienso, cosa no explicable en términos materiales. Es decir que la conciencia presenta propiedades que no parecen coincidir con las de la materia. Esto es lo que llamo el “misterio de la conciencia”, y que las religiones y la filosofía han utilizado para asignarnos un “alma” o “espíritu”. Pero eso es sólo darle nombre a las cosas sin explicar nada.

En efecto, si el espíritu es inmaterial, ¿cómo interactúa con la materia, haciéndome por ejemplo mover un brazo o escribir esto? Y si es material, no deja de ser materia y no se ve la necesidad de endilgarle un nombre distinto. Pero la conciencia sigue existiendo, y no se ve con qué identificarla.

Este misterio pocas veces ha sido planteado en estos términos sencillos, y en cambio se lo ha rodeado de mil maneras y se le han dado explicaciones que no explican nada. Así como la estructura última de la materia, su origen, el origen y el fin del universo, creo que la conciencia es uno de los grandes misterios que aguarda solución, y que quizá jamás la tenga, al igual que los otros.

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Una de las aproximaciones más lúcidas a este misterio puede encontrarse en el sitio de Internet www.InnerLightTheory.com. Pese a ello, a mi entender, el problema fundamental queda sin solucionar.

LAS CIENCIAS

Aun desconociendo qué es en última instancia la materia, cuál es el origen del universo, qué es la conciencia, etc., le ha sido posible al hombre desarrollar importantes conocimientos que se traducen en innovaciones tecnológicas cada día más espectaculares.

Hay una propiedad de las diversas ciencias que podríamos denominar su “grado de dureza”. Me refiero a la solidez de sus bases, a lo definitivo de sus conclusiones. Ordenándolas aproximadamente en grado decreciente de “dureza”, podríamos clasificarlas así:

Lógica, matemáticas, físico-química, cosmología (incluye astronomía, geología, etc.), biología (incluye zoología, botánica, microbiología, medicina, etc.), psicología, economía, sociología.

Pero aun las más sólidas de estas ciencias, como la lógica y las matemáticas, tienen sus puntos débiles. En efecto, existen ciertas paradojas irresolubles en estas ciencias. Los sistemas lógico-matemáticos, excepto los más simples y por lo tanto menos útiles, pueden contener en sí mismos proposiciones indecidibles, o sea verdaderas pero indemostrables, o falsas y demostrables. Tal cosa fue probada por primera vez por el matemático Kurt Gödel.

Pese a ello, la ciencia sigue avanzando y entregándonos logros prácticos, sin preocuparse demasiado por las paradojas e indecidibilidades en sus bases más profundas, así como para manejar un auto no es preciso saber exactamente qué está ocurriendo dentro del motor.

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APÉNDICE B: ECONOMÍA

¿Por qué tratar específicamente la economía en un trabajo como el presente? Porque, por un lado, es una disciplina que nos toca directamente a todos, y todos los días. Por otro lado, porque es uno de los temas en que más mitos y engaños se observan. De algunos de estos errores ya he hablado antes, pero ahora los presento de forma más amplia y sistemática.

Algunos conceptos serán útiles para el hombre común. Otros, en cambio, atañen a los gobiernos. Si planteo acá también estos últimos es por dos razones: primera, porque así el hombre de la calle tendrá mejores bases para votar a uno u otro candidato; segunda, porque quizá usted mismo sea gobierno o candidato.

OBJETIVOS CONTRADICTORIOS

Se ha dicho que el hombre es un ser hedonista, o sea que busca el mayor placer con el menor esfuerzo. A primera vista esto es cierto, y en un nivel psicológico probablemente lo sea. Pero en la realidad, ello representa la búsqueda de lo imposible. En efecto, se puede obtener el mayor placer no importando el esfuerzo, o el menor esfuerzo no importando el placer, pero no ambas cosas a la vez, y mostraré por qué.

Dado que “placer” y “esfuerzo” son difíciles de cuantificar, trasladaré la demostración a otros elementos. Supongamos que deseamos viajar de la ciudad A a la B en el menor tiempo posible y con el menor desembolso posible. Para ello dispondremos de múltiples alternativas: ir a pie, en bicicleta, en motocicleta, en automóvil, en ómnibus, en tren, en barco, en avión (y dentro de ellas tendremos más alternativas: en ómnibus de la compañía X o de la Y, rápido o local, etc.) Cada una de estas alternativas tendrá asociado un tiempo y un desembolso. Si elegimos la alternativa de menor desembolso, por ejemplo el viaje a pie, el tiempo con toda seguridad no será el mínimo. A la inversa, si elegimos la alternativa de menor tiempo, por ejemplo el viaje en avión, el desembolso con seguridad no será el mínimo.

Esto en realidad no es una demostración, pero algo más estricto nos llevaría a cuestiones demasiado técnicas.

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En resumen, no es posible llevar simultáneamente a un óptimo dos o más objetivos distintos, y expresiones tales como “las mejores vacaciones por el menor precio”, “el mejor servicio médico por el menor costo”, “los máximos beneficios sociales con los menores impuestos”, etc., empleadas en propaganda y política, resultan irrealizables. ¡Son un engaño!

UNA MEDIDA COMÚN

Si no es posible optimizar simultáneamente dos o más objetivos, ¿cómo elegir la mejor opción?

Estamos frente al problema clásico de mezclar peras con bananas. La única solución posible para este dilema consiste en reducir todo a una unidad común. ¿Pero acaso existe tal unidad común? Claro que sí, y se llama dinero. Alguien podría objetar que esto es falso, porque si por ejemplo un kilo de bananas cuesta lo mismo que dos de peras, ello no significa que sean equivalentes: las peras tendrán más o menos vitaminas, serán más o menos apreciadas por algunos, etc. Sin embargo, yo puedo cambiar un kilo de bananas por dos de peras, pues (en el ejemplo) cuestan lo mismo. En una economía de trueque, es exactamente eso lo que se hace.

El dinero facilita las cosas. En el ejemplo del viaje de A hasta B, podemos evaluar el tiempo de viaje en dinero y sumarlo al desembolso requerido para obtener el costo total, que es la variable que optimizaremos. Deliberadamente he usado la palabra “desembolso” en lugar de “costo”, para no confundir los conceptos. En el ejemplo, desembolso es la suma de dinero que debemos pagar por el viaje, mientras que el costo es la suma del desembolso y el valor que adjudiquemos al tiempo de viaje (como tiempo perdido para otras cosas).

Postularé entonces: “La medida común para todos los beneficios y perjuicios humanos es el dinero”. Este postulado no es cínico, sino realista y objetivo. Se dirá: ¿puede acaso medirse la vida humana en dinero? Cuando se planea una construcción importante, se sabe que existe la posibilidad de accidentes y pérdida de vidas, posibilidad incluida en el costo de la construcción en la forma de primas de seguro. Esto parece reducir la vida humana a una suma de dinero. Pero piénsese que si lo que se construye es un hospital, ayudará probablemente a salvar muchas más vidas que las que pueda costar su construcción. Si aún se duda,

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reflexiónese sobre por qué no se proveen paracaídas a los pasajeros de aeronaves, o cómo es que nos animamos a conducir un vehículo o hasta cruzar a pie la calle, con la cantidad de accidentes que hay, sólo para ganarnos unos sucios billetes.

LEY DE NO CONSERVACIÓN DE LOS BIENES

En física hay varias leyes de conservación: conservación de la energía, de la masa (modernamente estas dos leyes se enlazan en una sola), de la carga eléctrica, del momento cinético, etc. En economía no hay tal ley de conservación. Mejor aun, podríamos hablar de una ley de no conservación:

“La suma de los valores económicos de un sistema cerrado varía a través del tiempo”.

Esto significa que la suma de los valores económicos (valor de la tierra, las construcciones, los alimentos, etc.) de un sistema cerrado (por ejemplo un país sin comercio exterior), medido en una unidad constante, puede aumentar o disminuir con el transcurso del tiempo.

Que yo sepa, ésta es la primera vez que se enuncia explícitamente tal ley. ¿Por qué creo que es necesario hacerlo? Porque es habitual creer lo contrario (véase “razonamiento erróneo”, en el capítulo “Principios fundamentales”). La conservación de los valores económicos parece observarse en transacciones comerciales, en las cuales se intercambian valores entre dos partes; pero también aparece en donaciones y aun en robos: en efecto, lo que uno pierde lo gana otro, y la suma total de valores se mantiene. Pero no sucede así en otros hechos cotidianos: incendios, accidentes, actos terroristas, etc. En estos casos, siempre se pierden valores. La situación inversa se da sólo gradualmente; las ganancias globales reales (no hablo de casos tales como el aumento de valor de acciones) muy raramente son repentinas, y habitualmente implican trabajo sostenido: mejora de una comunidad por producción agropecuaria o industrial, aplicación de nuevas técnicas o inventos, etc.

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LEY DE LA INEXACTITUD DE LA MEDIDA DEL VALOR

Esta ley se relaciona con la anterior. He admitido que el dinero es la medida común para todo beneficio y perjuicio humano, pero esta medida es por fuerza inexacta.

Los contadores no toleran diferencias de centavos en un balance y, en efecto, trabajan con “precisiones” mucho mayores que las empleadas por científicos, ingenieros y técnicos. Quizá tratan de compensar con esta precisión matemática absoluta la inherente inexactitud de las mediciones económicas. En física, por ejemplo, se sabe que el electrón tiene una carga absolutamente constante, y se trata de obtener su valor con la mayor cantidad posible de cifras decimales. En economía, en cambio, se pretende conocer con absoluta precisión el valor de un objeto, valor que es intrínsecamente variable según quién sea el propietario y el uso que se le dé.

Enunciemos entonces esta ley así: “La medida de un valor económico es intrínsecamente inexacta”.

Un caso notable en el que observaremos la inconsistencia de la econometría clásica es el siguiente:

El producto bruto de un país (no es lo mismo que la producción bruta) se obtiene como la suma de los valores agregados de todos los sectores, y es igual a la suma de las demandas finales de todos los sectores (modelo de insumo-producto). Ahora bien, el valor agregado de un sector se obtiene como diferencia entre la producción bruta del sector y los insumos (los elementos que se usan para producirlo) del mismo. Pero tanto la producción bruta como los insumos no se miden de acuerdo con valores fijos de los bienes, sino basándose en los valores en dinero realmente pagados por ellos. Esto puede observarse en la venta de artículos al por menor. El comprador de un artículo al por menor recibe servicios adicionales por los que paga: posibilidad de adquirir pequeñas cantidades del mismo, facilidad de hacerlo cerca de su domicilio. Pero también puede suceder que los beneficios sean inexistentes y, sin embargo, se pague por ellos: es el caso de la intermediación innecesaria. Haya o no beneficios, las diferencias de precios aportan al valor agregado, y por lo tanto se suman al producto bruto.

Una situación extrema se produce en el caso de obras públicas: envíense cuadrillas a romper un pavimento y luego otras a restaurarlo.

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Los salarios de ambas cuadrillas se suman al producto bruto, cuando en realidad los bienes del país han sufrido una merma, ya que el trabajo de toda esa gente podría haberse empleado en producir bienes auténticos.

Comprenderemos mejor la naturaleza de las mediciones económicas si suponemos un país en el cual todos se sirvan a sí mismos, como sucedía en épocas anteriores: cada familia fabrica sus ropas, obtiene y procesa sus alimentos, etc. En tal país no hay transacciones comerciales, y por lo tanto si medimos su producto bruto, éste se reducirá a cero, pese a que en teoría podría tener tanta producción como otro país donde hubiera transacciones.

Yendo a un caso más cercano, si usted (contador público) lleva la contabilidad de su peluquero, y éste le corta el cabello, pagándose mutuamente sus servicios, estos pagos se sumarán al producto bruto, mientras que si usted mismo se corta el cabello y el peluquero lleva su propia contabilidad, estas actividades no se tendrán en cuenta; y, sin embargo, el resultado real será el mismo en ambos casos.

Insistiré en este punto con un par de clásicos sofismas:

a) Sofisma de la vidriera rota

Un muchacho rompe una vidriera de una pedrada y huye. La gente lamenta el destrozo. Pero aparece el sofista, quien arguye: esta vidriera rota dará trabajo al vidriero, quien así tendrá su ganancia; el dinero que gane lo usará para comprar alimentos o ropa, dando ganancia a sus proveedores; y así siguiendo, por lo cual en realidad la vidriera rota resulta en ganancia para la comunidad.

El sofisma está en ignorar que el dueño de la vidriera deberá pagarla, distrayendo esa suma de dinero de otros gastos que ya tenía previstos, los cuales romperán por otro lado la cadena que se formó antes. Asimismo, el vidriero posiblemente deje de atender otro trabajo por dedicarse a esta vidriera, no quedándole ganancia neta. Lo único neto es: una vidriera menos.

b) Sofisma del cheque sin fondos

Un sábado por la mañana un comerciante de una galería recibe un cheque de 100$ por cierta mercadería. No queriendo mantener sin uso el dinero hasta el lunes, lo endosa y lo usa para comprar algo a otro comerciante de la galería, quien a su vez lo endosa, etc., hasta que al mediodía lo han pasado entre 20 comerciantes, y todos cierran hasta el lunes. El último en recibir el cheque intenta cobrarlo en el banco el lunes,

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y descubre que el cheque no tiene fondos. Junta a los restantes y les dice: “Cada uno de nosotros ganó por lo menos 20$3 con este cheque. Pongamos 5$ cada uno, rompamos el cheque, todos en paz, y aun así hemos ganado 15$ cada uno”.

El sofisma es aquí el mismo que el del producto bruto nacional: se confunde comercio con producción. Para ponerlo en términos aun más ridículos: dos ferreteros vecinos se venden mutuamente una llave inglesa cada uno. Comercialmente han obtenido su porcentaje de ganancia, pero no se ha producido nada. De lo contrario, podrían vivir eternamente del intercambio de mercadería.

UNA MEDIDA CONSTANTE

Sería de desear que existiera una medida invariable a través del espacio y del tiempo para la actividad económica, a fin de poder describir mejor los fenómenos económicos, encontrarles leyes, facilitar el ahorro y la inversión, etc.

Pero lamentablemente esta medida no existe, ni probablemente pueda existir.

La mejor aproximación a tal medida es el oro. Se trata de una substancia escasa, resistente a la corrosión, con posibilidades de uso práctico (en contactos eléctricos de precisión, en elementos de laboratorio, etc.), aunque su mayor uso sea en joyas y como dinero.

Pero el oro está sujeto a inestabilidades, ocasionadas por la mayor o menor producción de las minas, por su auge o decadencia en los usos prácticos y como joya, y por la especulación tanto privada como internacional.

Por lo tanto, debemos concluir que no existe una medida constante para la actividad económica. Se usan diversas medidas con mayor o menor éxito.

3 El comerciante considera que una venta reporta, por lo menos, un porcentaje de ganancia del 20%. Aplicado a los 100$, esto da 20$.

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LEY DE OFERTA Y DEMANDA

¿De dónde surge el precio de un artículo? Las diversas escuelas económicas que se han sucedido han dado variadas respuestas a esta pregunta, respuestas que no es del caso considerar acá, pero prácticamente todas las escuelas admiten que, en última instancia, el precio de equilibrio de un artículo queda fijado por la oferta y la demanda de ese artículo. Las varias escuelas difieren entonces sólo sobre las causas de oferta y demanda en contextos determinados.

Explicaré la ley de oferta y demanda en estos términos:

En un mercado cerrado, la cantidad ofrecida de un artículo aumentará de acuerdo con el precio de venta. Es decir, a medida que aumente el precio, habrá mayor cantidad de empresas o personas interesadas en vender el artículo a ese precio, y cada empresa o persona que se dedique a ese negocio tratará de producir mayor cantidad del artículo para la venta.

A la inversa, a mayor precio del artículo, disminuirá la cantidad demandada del mismo. Es decir, a medida que aumente el precio, menos personas o empresas desearán comprar cada vez menores cantidades del artículo.

El precio de equilibrio del artículo se hallará cuando a ese precio sean iguales las cantidades ofrecidas y demandadas (ya sea por única vez o por unidad de tiempo).

Este precio de equilibrio no es necesariamente aquél al cual realmente se venda el artículo, pero se le aproxima. Las causas de la diferencia son varias. Por ejemplo, dado un artículo que se venda prácticamente por única vez (ejemplo típico son los productos navideños), casi siempre ocurre que el productor sobreestima o subestima la demanda que se generará a determinado precio, produce de más o de menos, y entonces quedan artículos sin vender, o en cambio se agotan rápidamente. En esos casos, el precio de venta no habrá coincidido con el precio de equilibrio.

Ahora bien, esta ley se cumple ya sea cuando hay muchos productores y consumidores, cuando hay unos pocos de unos u otros, cuando hay uno solo de cualquiera, cuando no hay comunicación dentro del grupo de consumidores o de productores, o cuando alguno de los dos grupos se pone de acuerdo. En otras palabras, se cumple siempre, ya sea en mercados libres, monopolios o trusts. Se cumple porque nadie, ni

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siquiera un gobierno fuerte, puede obligar por mucho tiempo a alguien a comprar o vender algo.

Por supuesto, el precio de equilibrio no es el mismo en una situación de libre competencia que en una de monopolio, por ejemplo, pero siempre hay un precio de equilibrio.

Por eso es un error sostener que, por ejemplo, en una situación de monopolio “no se cumple la ley de oferta y demanda”. Lo que no hay es, claramente, una situación de competencia libre, pero la ley de oferta y demanda se sigue cumpliendo. El monopolio podrá aumentar sus precios más que en una situación de libre competencia, pero habrá un precio por encima del cual venda tan poca cantidad que sus ganancias comiencen a decrecer. Además, los monopolios no pueden ser totales, salvo cuando en un país haya un solo proveedor de todo: el Estado. En efecto, si alguien tuviera por ejemplo el monopolio de la naranja, quien vendiera pomelos podría competir en cierto grado; y lo mismo quien vendiera otra fruta, o cualquier alimento. Las zapaterías pondrán un límite al precio de un monopolio de todos los transportes.

Un error muy frecuente cuando se habla de oferta y demanda consiste en fijarlas en determinadas cantidades, sin considerar los precios. Por ejemplo, puede decirse que la oferta de viviendas es de 20.000 unidades y la demanda de 200.000 unidades; pero eso es un error, pues dichas cantidades dependen de los precios. Si esas cantidades se dan con un precio de alquiler determinado, digamos para simplificar 100$ por unidad, en cambio con 1.000$ por unidad la oferta podría ser de 100.000 unidades y la demanda de 50.000 unidades. Es decir que tal desencuentro entre oferta y demanda se produce cuando el precio es fijado externamente, por ejemplo por el gobierno.

INFLACIÓN

Al ser la inflación un fenómeno tan común en nuestros días, y producir en general sensibles perjuicios, se la ha analizado en detalle y se ha discutido mucho sobre su definición, sus causas, sus efectos y la manera de combatirla. Me limitaré a enunciar las posiciones menos controvertidas sobre el tema.

Diremos que en un país hay inflación cuando, con el transcurso del tiempo, el promedio de los precios va sensiblemente en aumento. La

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deflación es el fenómeno opuesto, mucho menos frecuente. Cuando los precios permanecen sensiblemente constantes se habla de “estabilidad monetaria”.

Debe resultar claro que un aumento más o menos simultáneo y sostenido de todos los precios en un país no significa que el valor intrínseco de los artículos, o sea su utilidad, haya aumentado, sino que el valor de la moneda de ese país ha disminuido.

¿Cuál es la causa de la reducción del valor de la moneda? En nuestros días, la moneda carece de valor propio: nadie paga ya con monedas de oro o de plata. La moneda es creada o emitida en forma de billetes por cada gobierno. A esta moneda debe sumársele la que se les permite “emitir” a los bancos en forma de crédito, moneda que, de una forma u otra, también es regulada por los gobiernos.

El valor de la unidad monetaria resulta inversamente proporcional a la cantidad de moneda que circula. Para ver cómo es esto posible, imaginemos que, sin que se hayan modificado los precios, todas las cantidades de moneda de un país se multipliquen por 10: la que está en nuestros bolsillos, la que tenemos depositada en los bancos, la que debemos. Ésta es una situación inestable que no puede mantenerse. En efecto, con 10 veces más dinero en nuestro bolsillo y en nuestras cuentas bancarias, tendremos oportunidad de comprar objetos que antes deseábamos y no podíamos adquirir: más alimentos, alimentos de mejor calidad, ropa, una heladera, un televisor, un automóvil, joyas, quizá hasta una casa. Como la cantidad de artículos en el mercado no ha variado, los oferentes comprenderán que pueden obtener precios más altos por ellos, disminuirá la oferta, y al actuar la ley de oferta y demanda, se llegará a un primer equilibrio en el que habrán aumentado tanto las cantidades vendidas como los precios. Al aumentar las cantidades vendidas, deberán incrementarse las cantidades producidas, para lo que se requerirá mayor trabajo. Al haber mayor demanda de trabajo para la misma población, los productores estarán dispuestos a pagar mayores salarios para atraer a los trabajadores, quienes por otra parte exigirán mayores salarios para poder pagar los ahora mayores precios del mercado, llegándose así a un segundo equilibrio. Estos ciclos se repetirán, hasta que se llegue a una situación de equilibrio final, con las mismas cantidades vendidas y compradas, pero a precios 10 veces mayores.

Vemos entonces cómo un impulso inflacionario puede generar una momentánea euforia comercial, que se retrotrae a los niveles anteriores al

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alcanzar el equilibrio. Pero esta euforia es a la larga perjudicial, porque la gente habrá comprado objetos no demasiado necesarios que luego la harán incurrir en gastos de mantenimiento, y se habrán desviado recursos para otros artículos más necesarios en el futuro. Los salarios y los precios serán sólo nominalmente 10 veces más elevados luego del impulso.

Esto se observa luego de un único impulso inflacionario. En el caso más común de una inflación continua, los efectos son también perjudiciales.

Se llega a la conclusión de que la causa de la disminución del valor de la moneda (inflación) reside en el aumento de su cantidad. Hay quien discute si ésta es la causa primera, pero no trataré acá tal controversia.

¿Cómo puede suceder que aumente la cantidad de moneda? Hemos visto que los gobiernos pueden emitir moneda ya sea directa o indirectamente. Emiten moneda directamente cuando pagan a sus empleados y proveedores más de lo que recaudan en impuestos y otros conceptos. Emiten indirectamente cuando autorizan a los bancos a dar mayor crédito, disminuyendo el así llamado “encaje” (proporción de efectivo con respecto a los depósitos). Dado que el encaje no puede disminuir constantemente (normalmente se mantiene dentro de ciertos límites), esta emisión indirecta sólo puede ser responsable de una inflación limitada y no de una inflación constantemente creciente. Por lo tanto, la única causa restante para producir una inflación substancial es la emisión directa de moneda, que consiste sencillamente en la impresión de más moneda.

¿A qué se debe que sea perjudicial la inflación? Se debe a que genera trabajo improductivo. El mismo se observa en la mayor actividad bancaria, especulativa, de remarcación de precios, de administración financiera, de pago de servicios públicos e impuestos a intervalos más frecuentes, de reclamos de aumentos de salarios y las huelgas respectivas, de alteraciones de listas de precios y de boletas de pago de salarios, de actividades administrativas relacionadas con estos cambios, etc., o sea todas actividades que no producen bienes reales. Este trabajo improductivo afecta negativamente la producción de bienes reales, lo que a su vez disminuye el consumo y la exportación de los mismos, reduciendo por lo tanto el goce de tales bienes y la importación de otros bienes para consumo.

En cuanto a la solución del problema inflacionario, no es un tema fácil. Sin embargo, analizando su origen, apuntaré a dos soluciones

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contrastantes. Dado que la inflación proviene de la emisión directa de moneda por parte del gobierno, y que dicha emisión surge como diferencia entre las erogaciones del gobierno y los impuestos, salta a la vista que se podría eliminar la inflación igualando ambas sumas. Esto puede lograrse:

a) Aumentando los impuestos

b) Disminuyendo las erogaciones gubernamentales

Ambos caminos son viables, ya sea en forma individual o combinada. ¿Con qué criterio debe elegirse uno u otro, o en qué proporción? El criterio que debe predominar es el de aumentar el trabajo productivo, disminuir el trabajo improductivo o destructivo, y disminuir el consumo innecesario. Las actividades del gobierno deben restringirse a lo que pueda hacer más eficientemente que los individuos o las entidades privadas. Dichas actividades son en principio la legislación, la justicia y el poder de policía. Otras son más dudosamente eficientes en manos del gobierno: la educación básica, la prevención sanitaria, las grandes obras públicas. Los impuestos deben adecuarse sólo a cubrir estas actividades realizadas más eficientemente por el gobierno.

El verbo “deber” que figura en los párrafos anteriores, criticado por engañoso en secciones previas de este libro, se interpreta acá como “debe hacerse tal cosa para lograr tal otra”, es decir, como una relación de causa a efecto, y no como un deber moral.

CONSUMO

Dejando de lado factores físicos, sanitarios y psicológicos, el bienestar del ser humano se logra basándose en el consumo, el cual obviamente debe hallarse sustentado por la producción.

¿Pero consumo de qué? ¿Y en qué cantidad? Dado que hay en la “sociedad de consumo” una incitación a consumir, es de preguntarse si todo consumo causa bienestar. A poco que se hurgue, se verá que no.

En primer lugar, consideremos los alimentos. Si bien hay dificultades con substancias conservadoras, excesiva refinación, etc., el principal problema lo constituye el exceso de consumo por parte de ciertas personas, lo que causa trastornos tales como la obesidad y el alcoholismo. También pueden producirse otros problemas por la falta de balance de

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elementos nutritivos en las dietas. Esto incluye tanto a las clases ricas como a las pobres.

El consumo de drogas produce un bienestar pasajero, pero serios trastornos a la larga. Entre las drogas, además de las típicas (cocaína, heroína, marihuana, etc.), incluyo algunas farmacéuticas y también el tabaco, el alcohol, el café, etc.

El hombre oscila constantemente entre la necesidad de estímulo y los excesos de ese mismo estímulo. Así es como difícilmente se contenta con beber agua, sino que la quiere gasificada, hecha té, como cerveza o gaseosas, etc. Cada equilibrio posible entre falta y exceso de estímulo lleva a un estilo de vida diferente, pero no sólo en relación con los alimentos. Podríamos considerar otros rubros: habitación, viajes, diversiones, ropa, etc. Si en el caso de los alimentos pueden darse reglas generales sobre los límites y proporciones del consumo, en otros casos difícilmente puedan ponerse límites.

¿Cómo decidir entonces cuándo un consumo deja de ser benéfico para convertirse en inútil y hasta perjudicial? Desde el punto de vista psicológico, un consumo resulta contraproducente cuando se lo emplea para reprimir angustias o ansiedades, lo cual ya ha sido tratado hasta cierto punto en los capítulos iniciales, y no es nuestro objetivo ahora. Nos interesa entonces determinar cuándo un consumo es perjudicial sólo desde el punto de vista económico.

El consumo que económicamente puede ser perjudicial no es el de dinero, sino el de bienes. Esto debe quedar bien claro. Si usted dispone de suficiente dinero y quiere organizar una función de teatro o un concierto privado, los actores o los músicos no habrán consumido prácticamente bienes físicos; seguramente usaron tiempo, pero esto debe tratarse como trabajo y no como consumo, y ya lo haré más adelante. Pero, lo repito, el consumo de bienes físicos ha sido ínfimo. Para ello, usted usó buena cantidad de dinero al pagarles; esto ha significado una disminución de su patrimonio, pero ha aumentado el de los actores o músicos. Nada se ha perdido.

En cambio, si usted deja la luz eléctrica encendida en una habitación donde no la necesita, si derrocha agua potable, si compra pan de más para luego tirarlo, etc., quizás algunas de esas cosas las pague y otras no, pero siempre estará destruyendo bienes sin obtener satisfacción alguna, bienes que podrían haber sido usados por otros.

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Por supuesto, hay casos intermedios e inclasificables: por ejemplo, a usted le gusta la velocidad y consume combustible con su auto corriendo por una pista de un lado al otro sin objeto práctico alguno. Usted consume y paga por eso, pero obtiene placer. Indudablemente está en su derecho, pero no debe olvidar que de una manera indirecta está perjudicando a los demás.

Existen casos en los que se aumenta artificialmente el consumo, con beneficio para quien vende el producto, y perjuicio para los consumidores. Muy poca gente advirtió uno de estos casos hace algunos años. Las pilas alcalinas, en la primera época en que aparecieron, podían recargarse, pese a que los fabricantes negaban y desaconsejaban esta posibilidad. Cuando advirtieron que la gente había comenzado a recargar las pilas, perjudicando así el negocio, con bastante esfuerzo lograron diseñar una pila alcalina “mejorada” que no puede recargarse. Algo similar ha sucedido con las bombillas de alumbrado. Vance Packard cuenta muchos de estos casos en su libro “Los artífices del desperdicio”.

PRODUCCIÓN Y TRABAJO

El consumo y la producción son dos caras de la misma moneda: no puede consumirse lo que no se produce, y no puede (a lo menos por un tiempo prolongado) producirse lo que no se consume. Por supuesto que a este esquema simple debe agregársele la exportación e importación.

Así como es inconveniente el consumo inútil, también la producción de “bienes” inútiles es perjudicial, pues se habrán invertido recursos que podrían haber sido mejor utilizados. Poco importa que los objetos producidos sean finalmente consumidos gracias a una propaganda bien calculada. Ya se consuman o se desechen, el gasto habrá sido realizado y los resultados no contribuirán al bienestar de nadie.

Los bienes no tienen necesariamente forma tangible. Por ejemplo, la educación puede ser considerada un “bien”, pero no es tangible. Analizaré el trabajo y su resultado: la producción de bienes tangibles o intangibles.

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TIPOS DE TRABAJO

1) Trabajo simplemente productivo

Es aquél cuyo producto acaba en sí mismo, sin que su influencia se extienda claramente más allá de su realización.

Se trata en general de trabajo que da origen a objetos de consumo, ya sean finales o intermedios; por ejemplo:

Agricultura, ganadería, pesca, minería, industria manufacturera (alimentos, textiles, cueros, papel, etc.)

En esta categoría entran también ocupaciones de servicio casi indispensables, tales como:

Ama de casa, cocinero, mozo de restaurante, peluquero, basurero, electricista, mecánico, etc.

2) Trabajo multiplicativo

Es aquél cuyo producto es factor no consumible en la fabricación de otros productos, es decir, es un bien de capital.

Entre los trabajos multiplicativos típicos se hallan:

La construcción de viviendas.

La fabricación de vajilla, muebles, herramientas, etc.

La construcción de obras públicas (carreteras, diques, usinas, puertos, túneles, redes de comunicación, etc.)

La construcción de fábricas.

La fabricación de maquinaria industrial.

La fabricación de vehículos.

Varias profesiones liberales: la ingeniería, la medicina (considerando el cuerpo humano como bien de capital), y otras.

Como puede verse, dentro de esta categoría hay varios niveles. Algunas actividades son multiplicativas en grado simple (construcción de viviendas, fabricación de vehículos, vajilla, muebles, etc.), y otras pueden operar en dos o más niveles multiplicativos (por ejemplo, construcción de fábricas de herramientas). De cualquier manera, no se trata de un esquema rígido.

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3) Trabajo trascendente

Es aquél que influye positivamente en los métodos de trabajo, o sea que trasciende sensiblemente su efecto inmediato, para actuar en cascada.

Dentro de esta categoría se hallan:

La buena docencia.

La investigación (desarrollo de ciencia pura y aplicada).

La legislación positiva.

Característicamente, en este tipo de trabajo, un esfuerzo relativamente pequeño induce consecuencias de largo alcance.

4) Trabajo improductivo

Es aquél cuyo producto carece de valor económico sensible. Dada la ley de inexactitud de la medida económica, es imposible determinar exactamente cuándo sucede esto, pero pueden darse reglas generales.

Aparte de casos circunstanciales, como el del personal que por azar o incompetencia trata de realizar una tarea sin lograrlo, están las ocupaciones que permanentemente implican trabajo improductivo, entre ellas:

La propaganda, más allá de su función de dar a conocer, cuando se trate de un mero instrumento de competencia.

El deporte profesional.

La intermediación excesiva.

La gestión administrativa, cuando excede sus dimensiones mínimas.

El arte, tanto menor como mayor: circo, teatro, literatura, pintura, música, cine, escultura, etc.

Ciertas ciencias y disciplinas: arqueología, historia, filatelia, periodismo, coleccionismo, etc.

La clasificación de estas actividades como improductivas no significa desconocer su posible valor en otros aspectos fuera del económico. La vida humana no puede tener como único objetivo la producción, sino que en ella tienen cabida el esparcimiento y el goce estético tanto pasivo como activo.

Pero, de todos los trabajos improductivos, el peor es la desocupación. Parecerá extraño incluirla como trabajo, pero no lo será tanto si definimos como trabajo a todo lo que hace una persona. En este caso, “no hace nada

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útil”. Por supuesto que, para contrarrestar la desocupación, será necesario que esas personas se ocupen en trabajos productivos, y no improductivos o destructivos.

5) Trabajo destructivo simple

Consiste en la destrucción de bienes de consumo.

6) Trabajo multiplicativamente destructivo

Consiste en la destrucción de bienes de capital.

7) Trabajo trascendentemente destructivo

Consiste en la destrucción de los productos del trabajo trascendente, o en maniobras para impedirlo.

Podría argüirse que da lo mismo destruir una fábrica cuya reconstrucción demande X dinero que derramar cierta cantidad de litros de vino cuya fabricación demande también una cantidad de dinero X. Pero si bien el costo de fabricación es idéntico, la utilidad de los productos es muy distinta. Además, la demora de fabricación carecerá de efectos nocivos en el caso del vino, mientras que para la reconstrucción de la fábrica repercutirá notablemente en los productos dependientes, y en el caso de las leyes perniciosas, las demoras en el desarrollo de un país pueden marcar la diferencia entre orden y caos.

A cada momento debemos recordar la ley de la inexactitud intrínseca de las mediciones económicas. Por ejemplo, en el caso del vino y la fábrica (por ejemplo de vehículos) valuados ambos en X dinero, debemos recordar que se trata de una valuación nominal. La falta de consumo de ese vino no perjudicará realmente a nadie. Eso es lo que pasa en general con los bienes fungibles. Pero, se dirá, ¿sería lo mismo si se tratara de alimentos en vez de vino? Si aceptamos que nadie está muriéndose literalmente de hambre, sí. ¿Por qué? Pues porque disminuir la dieta en un 10%, por ejemplo, no sólo no causa efectos nocivos en una persona razonablemente alimentada, sino que puede ser provechoso. Disminuir la dieta un 10% durante un mes no le hará perder los kilos que dejó de comer; y si no, que lo digan quienes desean rebajar de peso. Al volver luego de un mes a la dieta normal, recuperará el escaso peso perdido.

Lo mismo ocurre con otros “bienes” como el sueño. Para recuperar una hora diaria menos de sueño durante un mes, no hace falta dormir 30 horas más el mes siguiente, sino que hasta es posible que el organismo se habitúe a esa menor cantidad de horas de sueño.

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Es posible llevar la idea a otros terrenos. Por ejemplo, si un ama de casa limpia semanalmente el piso, y una semana deja de hacerlo, la semana siguiente no tendrá doble trabajo sino casi exactamente el mismo, y lo único que se habrá duplicado será probablemente la cantidad de polvo que se recolecte. El único perjuicio resultante será meramente estético durante el intervalo.

Volviendo al tema del trabajo destructivo, daré una lista (necesariamente incompleta) de actividades que entran en esta categoría en uno u otro de los tres niveles considerados de trabajo destructivo. Cuando una actividad genera trabajo improductivo, la consideraré dentro del rubro de “trabajo destructivo”, al ser así destructora de trabajo productivo. Esta lista es importante porque nos llama la atención hacia hechos cotidianos que pasan inadvertidos, pero que son la base de muchos de los males económicos que padecemos:

a) La mayoría de los delitos, por ejemplo daño intencional, lesiones, robo, homicidio, etc. Por ejemplo, al principio el robo es un trabajo totalmente improductivo, pues sólo hace cambiar de mano los bienes; el efecto destructivo comienza cuando se deben invertir recursos para protegerse de los ladrones (rejas, vigilancia, alarmas, etc.). Son importantes ciertos cuasi-delitos, tales como destrucción de mercaderías para aumentar precios; organizaciones restrictivas de ciertas actividades con el mismo fin; etc. Por supuesto, en este rubro deben incluirse la guerra (aunque habitualmente no se la considere delito) y el terrorismo.

b) Burocracia que entorpece los trámites favoreciendo la proliferación de gestores, lo que impide el trabajo productivo de los usuarios, de los gestores, y de los mismos burócratas.

c) Cambio de nombres de calles, plazas, etc. Las razones de que este trabajo sea destructivo deberían resultar obvias.

d) Fomento de los juegos de azar.

e) Creación de legislación perniciosa.

f) Organización de huelgas y paros (independientemente de que sean o no justificados.)

g) Fabricación de artículos innecesarios (cepillo de dientes eléctrico, barajadora de naipes) o generadores de desperdicio (envases desechables para bebidas), pues al usar recursos limitados o al contaminar el ambiente anulan trabajos productivos, además de haber anulado el trabajo invertido en la producción de tales supuestos bienes.

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h) Generación de inflación por emisión monetaria.

i) Aumentos masivos de salarios, que inevitablemente crean inflación, a su vez generadora de trabajo improductivo. Se produce la paradoja de que el aumento masivo de salarios redunda en perjuicio económico de quienes a primera vista resultarían favorecidos.

j) Controles de precios, pues crean trabajo improductivo de inspectores, empresarios y compradores. También paradójicamente, los controles de precios conducen al aumento de los mismos al restringirse la oferta.

k) Otorgamiento de “beneficios sociales”. Se crea trabajo improductivo del personal encargado de administrarlo y de los propios “beneficiarios” para obtener los “beneficios”. Así, las cajas de jubilación consumen recursos; las organizaciones médicas precisan empleados administrativos; las empresas de seguros también significan trabajo improductivo; la recaudación de impuestos o la inflación necesarias para financiar los “beneficios” también consumen trabajo; los salarios familiares son pagados en definitiva por los mismos que los reciben, perdiéndose una parte en la administración; etc. etc. Esto no significa dejar de reconocer que, por razones distintas de las económicas, algunas de estas actividades resulten necesarias.

l) Emisión de bonos, títulos, etc. Se genera trabajo improductivo en el hecho físico de su emisión y en su posterior administración.

Como resumen de lo expuesto, podemos decir que una medida gubernamental (por lo general del tipo monetario) será beneficiosa si su efecto, directo o indirecto, es aumentar la producción de bienes, ya sea aumentando el trabajo productivo, reduciendo el trabajo improductivo o destructivo, o disminuyendo la desocupación.

EFECTOS EN CASCADA Y DE REALIMENTACIÓN

Un país es mucho más que la suma de sus partes. La economía, la política, la educación, el estado sanitario, las costumbres, etc. de un pueblo se hallan entrelazados de tal manera que carece de sentido considerarlos aisladamente.

Una mejora en cualquier área tiene dos efectos: uno inmediato, fácil de evaluar, y otro mediato sobre otras áreas. Es lo que llamo “efecto en

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cascada”. Este efecto sobre otras áreas se reflejará sobre la que lo originó, produciendo lo que llamo “efecto de realimentación”. Lo mismo ocurrirá con una desmejora. Los efectos suelen ser del mismo signo: una mejora en el área A provocará mejoras y no desmejoras en las áreas B, C, D, etc.

Por ejemplo, un pequeño incremento en la salud de la población induce efectos positivos en otras áreas, entre ellas la capacidad de trabajo; esta mejora a su vez produce un efecto favorable sobre la economía, y ésta a su vez otros efectos favorables, entre ellos también sobre el estado sanitario, efecto que se vuelve a reciclar, produciendo una mejora general que genera expectativas favorables. Este tipo de fenómeno, conocido como “ola de confianza” (o en el caso opuesto como “ola de desconfianza”), adecuadamente sostenido, no cesa hasta alcanzarse una situación cuasi-óptima (comúnmente llamada “milagro”: el milagro alemán, el milagro japonés, el milagro brasileño); o en el caso opuesto como “desastre” (el desastre argentino, el posterior desastre brasileño...).

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BIBLIOGRAFÍA

OBRAS TÉCNICAS

1. BERNE, Eric: Games people play - Penguin Books, 1974. (Existe traducción castellana, hoy difícil de conseguir y bastante mala.)

2. BERNE, Eric: What do you say after you say hello? - Grove Press, 1972. (Ídem.)

3. SMITH, Manuel J.: When I say no, I feel guilty - Dial Press, 1975.

4. HARRIS, Thomas: I'm OK - You're OK - Harper & Row, 1969.

5. FLESCH, Rudolf: The art of clear thinking - Barnes & Noble Books, 1973.

6. STOLETOV, V: ¿Mendel o Lysenko? (Este folleto es hoy imposible de conseguir.)

7. FROMM, Erich: El miedo a la libertad. (Varias versiones, entre ellas “Paidos”.)

8. EVANS, Bergen: Historia natural del disparate. (Varias versiones, entre ellas “Colección Mirasol”.)

9. RAND, Ayn: La virtud del egoísmo. (Varias versiones.)

10. DAWKINS, Richard: El gen egoísta. (Varias versiones, entre ellas “Salvat”.)

11. RUBY, Lionel: El arte de razonar. (The art of making sense) (Hubo una versión en castellano, hoy inencontrable. La versión inglesa puede conseguirse por Internet.)

12: TABORI, Paul: Historia de la estupidez humana. (Varias versiones.)

13. LEDERER, William: Una nación de borregos. (Varias versiones.)

14. ORWELL, George: Cazando un elefante - Editorial Kraft. (Difícil de conseguir).

15. PACKARD, Vance: Los artífices del desperdicio. (Varias versiones.)

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OBRAS LITERARIAS

1. MAUGHAM, William Somerset: Servidumbre humana.

2. ORWELL, George: 1984.

3. ORWELL, George: Rebelión en la granja.

4. GOMBROWICZ, Witold: Ferdydurke.

5. VERCORS: Animales desnaturalizados.

6. LOWRY, Malcolm: Bajo el volcán (Under the Volcano).

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