Fin de Siglo Decadencia y Modernidad - David Jimenez

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FIN DE SIGLO DECADENCIA Y MODERNIDAD

ENSAYOS &OBDE EL MODEDNI&MO EN COLOMBIA

DAVID JIMÉNEZ PANESSO

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INSTITUTO COLOMBIANO DE CULTURA

UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA

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© DAVID JIMÉNEZ P. UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA

INSTITUTO COLOMBIANO

DE CULTURA COLCULTURA

Primera Edición 2.000 ejemplares

Bogotá, 1994

ISBN 958-612-182-8

Textos y fotocomposición: SERVTGRAPHIC LTDA.

Impresión y encuardenación: EDITORIAL PRESENCIA

Preparación de originales: SMD Coordinación editorial: Oficina de Publicaciones de Colcultura

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ÍNDICE

Pág.

P R Ó L O G O 7

INTRODUCCIÓN 9

PRIMERA PARTE

1. Sobre los inicios del modernismo en Colombia . . . . 29 2. Las ideas modernistas en Colombia 36 3. El arte por el arte 62 4. Snobismo y tradición 88

SEGUNDA PARTE

1. Silva y la modernidad imposible 109 2. El lector artista 134 3. Silva v Proust 156 4. De. sobremesa, "breviario de decadencia" 167 5. Prerrafaelismo y naturalismo en De sobremesa 187

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TERCERA PARTE

1. Valencia: el poeta y sus ritos 201 2. Valencia: el poeta después de Ritos 211 3. Eduardo Castillo 221

APÉNDICE

Pequeño diccionario del fm de siglo colombiano 231

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P R O L O G O

Aunque las páginas aquí reunidas pretenden ofrecer una interpretación histórica del modernismo colombiano, funda­mentada en una investigación de fuentes primarias bastante amplia, no ha de entenderse este libro como una historia definitiva o completa de tal período. Dado el apenas incipien­te desarrollo de los estudios histórico-literarios en Colombia, difícilmente puede esperarse otra cosa sino contribuciones parciales, deliberadamente limitadas en cuanto a materia y cronología. Las pretensiones de totalización se van volviendo irreales o simples formas de divulgación de lo ya sabido.

Casi todos los ensayos que componen este volumen fueron escritos entre 1983 y 1987. Las diEicultades de publicación, los retardos o postergamientos indefinidos, hacen parte, ya ineludible, de este tipo de trabajos y no hav para qué insistir sobre ello. La Introducción y los dos capítulos finales son de fecha más reciente.

Fernando Molano, estudiante de literatura en la Universi­dad Pedagógica Nacional por aquellos años, hoy novelista galardonado, fue un colaborador invaluable en el acopio documental cjue precedió la elaboración de estos ensayos. Dejo aquí constancia de mi deuda de gratitud con él.

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I N T R O D U C C I Ó N : LOS M O D E R N O S

La inevitable pregunta, formulada en términos tan dramá­ticos por Silva y Darío: "¿Cómo ser modernos?" es sin duda anterior al modernismo. La cuestión de la modernidad se inicia con la generación anterior a los modernistas y aun podr ía decirse que ciertos románticos, como José Eusebio Caro y Rafael Pombo, no fueron ajenos a tal inquie tud , si bien desde perspectivas muy distintas a las del fin de siglo y, por consiguiente, difíciles de tratar den t ro del mismo marco.

Quienes temían la modernidad, quienes no la deseaban por considerarla amenazante y esperaban de ella sólo efectos destructivos, la veían cercana y de alguna manera, destilando ya su veneno en ciertos aspectos de la cultura colombiana del siglo XIX. Quienes anhelaban ser modernos y vivir en una sociedad que les permitiese serlo, la consideraban demasiado lejana, ajena, algo que ocurría en otra parte. Había que viajar para presenciar ese espectáculo exótico. Desde entonces, la literatura colombiana, igual que el resto de la literatura hispanoamericana, se abre con frecuencia en dos mitades, dos escenarios mal comunicados, que chocan entre sí y se impugnan mutuamente: el acá de la tradición, de la vida p remoderna sin más atractivo que la monótona sucesión de

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lo conocido, y el allá de la vida moderna, con su llamado misterioso desde una dimensión remota y casi mítica, pero accesible quizá por el viaje. Quizá, pues tampoco es demasia­do claro si se trata de realidades tangibles o es más bien un m u n d o fantástico, tal como América podía serlo para las mentes románticas. Dos mitades de la vida que escinden no sólo el espacio sino el tiempo y que ya están presentes en la estructura misma de una novela como María, mucho antes de recibir su más agudo significado dicotómico en De sobreme­sa de Silva.

Producir una l i teratura moderna , o al menos in tentar lo , en condiciones sociales todavía p remodernas , implicaba d a r expresión literaria a una serie de paradojas, de verda­deros enigmas indescifrables para el poeta . No es ext raño, pues, que coexistan en el curso de ap rox imadamente tres décadas, el opt imismo positivista de Juan de Dios Uribe y Diógenes Arrieta, el pesimismo trágico de Silva, la inten­ción concil iadora de José María Rivas Groot y Carlos Artu­ro Torres, la ironía crítica de Tomás Carrasquilla, la e legante evasión de los poemas de Guil lermo Valencia y de Víctor L o n d o ñ o , el modern i smo radical de Baldomcro Sanín Cano. Todas esas actitudes —incluida la ferozmente reac­cionaria de Miguel Antonio Caro— son respuestas al mismo interrogante por la modernidad literaria y sus consecuencias.

José Eusebio Caro advirtió, a mediados del siglo XIX, que al t iempo con el género novela se infiltraba en la l i teratura colombiana y en la mente de los lectores u n a perversa influencia del espíritu m o d e r n o , con sus secuelas de frivo­lidad e irreligión. Su a rgumentac ión iba dirigida en contra de los cambios de rumbo que la l i teratura m o d e r n a supone en relación con la antigua: Caro percibe que lo esencial­men te m o d e r n o es la "ficción", lo novelesco, en cont rapo­sición a la verdad que es la esencia de lo poét ico. Y no es poco mér i to el haber vislumbrado tan t emprano que un género volcado hacia la invención no podía p roceder sino de una concepción secular del m u n d o . La poesía s iempre

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INTRODUCCIÓN

había sido lo contrario: lejos de inventar, cantaba y celebra­ba la verdad. Esta contraposición va a ser una de las claves para la crítica de la modernidad en la literatura colombiana1.

Románticos y positivistas privilegiaron la novela, género moderno por excelencia, como instrumento para la crítica de la tradición y camino real para la secularización del pensamiento y de las formas de vida. "Decir que el novelista es poeta es cosa idéntica, en cnanto a lo absurdo, a decir que es poeta el ingeniero, o el arquitecto, o el fabricante. Un novelista no es un poeta sino un fabricador de cuentos", escribe J. E. Caro. Dentro de su concepción religiosa de la poesía, el que fabrica, el que inventa, está más cerca del científico o del ingeniero que del poeta. En esto no podría decirse que discrepase propiamente de la posición de sus adversarios, los positivistas. Sólo que éstos veían el asunto desde la margen opuesta: una vez que la función sagrada de celebrar la verdad trascendente ha perdido históricamente su vigencia, al poeta no le queda sino hacerse eco de las grandes conquistas del saber humano . La literatura merece el apelativo de moderna sólo cuando marcha al mismo paso de la ciencia e imita la actividad constructiva del hombre práctico. El optimismo de un Camacho Roldan o de un Juan de Dios Uribe resulta de esa visión laica de la vida y del arte: en una época industrial, dominada por la técnica, le corres­ponde a la literatura celebrar una nueva alianza, esto es, la del hombre con la naturaleza a través, no de la religión, sino de la ciencia. Con un tono didáctico, el arte literario debería abrazar su misión de enseñar a los hombres los beneficios de ese nuevo pacto entre la técnica moderna y el mundo natural, "consorcio fecundo" cuya condición real es el trabajo "enno­blecido" por la palabra del poeta. Es difícil formular con

i. José Eusebio Caro, "La frivolidad", Carta a Julio Arboleda, Nueva York, 5 de julio de 1852. En Antología. Verso y prosa, Bogotá, Biblioteca Popúlatele Cultura Colombiana, Ministerio de Educación, 1951, págs. 454-462.

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mayor claridad el papel utilitario del arte en una sociedad burguesa. Salvador Camacho ya veía venir ese nuevo tipo de literatura en los versos de El cultivo del maíz en Antioquia de Gutiérrez González y en Manuela de Eugenio Díaz.

La poesía y la novela adquirían así una función emancipa­dora, en el sentido racionalista e ilustrado de la palabra. Si el poeta moderno canta el cielo —escribió Juan de Dios Uribe— ha de ser para mostrarlo como un sueño pernicioso y arrojar de él a los dioses. No se trataba, pues, tan sólo de divulgar resultados o de alabar conquistas sino, ante todo, de formar nuevas mentalidades. Un poeta como Diógenes Arrieta se propuso inculcar en sus lectores, al t iempo con las ideas modernas, una sensibilidad acorde con aquéllas. Insistió, por ejemplo, en el tema del amor desde la perspectiva de la caducidad, para oponerlo al amor sacralizado por la religión y declarado eterno por el sacramento del matrimonio. El amor como una pasión que nace y muere al vaivén de las circuns­tancias de la vida se presentó, a veces con logros meritorios, casi siempre con un prosaísmo desafortunado, a manera de principio ideológico en el contexto de una lucha por la secula­rización del sentimiento.

Juan de Dios Uribe enfatizó la condición histórica progre­sista y revolucionaria de la poesía, subrayando su doble carác­ter de arma de combate y forma de investigación de lo real. Intentaba desarraigarla de sus presupuestos metafísicos, de lo que él llamaba "sus extravagantes esperanzas" y "sus hipó­tesis de consuelo". La misión liberadora de la poesía estaba ínt imamente ligada a las promesas de la modernización social e ideológica, lo cual implicaba un compromiso político de la literatura en contra de las opresiones del pasado, especial­mente la religión y las tradiciones conservadoras. Pero la contraposición, en términos políticos, de una concepción científica del mundo como antagonista de la vieja concep­ción religiosa termina por convertir la supuesta ciencia en un dogma y en instrumento de intereses partidistas inmediatos, con lo cual se pierde, o se debilita, su poder liberador y su

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INTRODUCCIÓN

capacidad de universalización. La concepción científica del mundo se torna otra vez doctrina y creencia. Sus contenidos ideológicos, traducidos a la pugna literaria, se estrechan en un marco de referencia demasiado rígido para lograr un efecto verdaderamente poético. La prosa de Juan de Dios Uribe logre') arrancar magníficas resonancias musicales a su fervor de militante, pero la mayor parte de la obra versificada de Diógenes Arrieta, Antonio José Restrepo y José María Rojas Garrido no pasa, leída hoy en día, de ser un documento sociológico de la guerra partidista en su versión doctrinaria.

Algunos temas de la obra de Uribe y, sobre todo, cierta manera crítica de abordar los problemas mant ienen su sabor de modernidad incipiente. Lo que pretendía con su obra de periodista, desdoblada por momentos en la de un narrador, un crítico literario, un polemista y hasta un dramaturgo, era la imposición de una nueva cultura en la Colombia conser­vadora del siglo XIX: una cultura laica, positivista, donde la fe en la ciencia y el progreso habría de sustituir las antiguas supersticiones. Uribe creía en la misión pedagógica de la literatura y del periodismo. Creía en la inherente solidaridad de todas las piezas con que se armaba el edificio de la sociedad moderna: el liberalismo, el progreso técnico, el saber cientí­fico y la revolución social. Su formación filosófica no debió pasar de unos cuantos tópicos más o menos manidos en su época. Los autores en los que bebió su doctrina y sus palabras fueron Victor Hugo, Manuel José Quintana, Núñez de Arce y los maestros de la generación liberal anterior a la suya: Bentham y Tracy. Había en él un rasgo sobresaliente: no sentía nostalgia alguna por la sociedad tradicional que debía quedar atrás en la medida en que fuese cumpliéndose el sueño de la modernización. Nada le gustaba de ese pasado: ni costumbres, ni creencias, ni instituciones. Lo consideraba un orden injusto, anacrónico, ignorante y necio. Eso le per­mitió un ardor sin concesiones en la lucha y un idealismo revolucionario del cuño más radical. A las añoranzas conser­vadoras oponía una fe terrible en la capacidad de transfor-

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mación del hombre apoyado en la ciencia. (Aiticó, por ejem­plo, la tendencia de la poesía lírica a la melancolía y se burló de ella con gracia y severidad. La misma ironía empleó contra esos escritores que "suspiran eternamente con la vida pastoril".

La concepción idílica de la literatura pastoril enmascara casi siempre, según Uribe, una visión profundamente conser­vadora y'autoritaria de la vida. "La mujer a la rueca y el hombre a la labranza": ésa es la felicidad. Las fruiciones de la inteligencia y la libertad de espíritu se consideran inconve­niencias si se trata de la existencia humilde del pueblo. Uribe resalta las implicaciones reaccionarias del género; por ello es tan frecuente en su obra el tipo contrario de pastoral: el idilio utc3pico en un mundo pacificado por la ciencia y la tecnolo­gía, despoblado de dioses y temores, libre para el ejercicio de la inteligencia y para ei ejercicio de las pasiones. Es a esta utopía a la que da el nombre de verdad y a ella dedica sus mejores páginas: elogios del ferrocarril y de la fábrica, de la vida moderna en su versión de progreso técnico ilimitado y

e HUe i LaU n u u u a u a , l u í a I I lOSLiai Cl C u u i CAC i i u i c n c a c i c c u

que la naturaleza y la vida simple en el campo son la fuente exclusiva de la belleza poética, Uribe no vacila en proponer como nuevo arsenal de inspiración los más arduos temas extraídos del reciente, y efímero, idilio científico: "¿Hay algo más hermoso que el trabajo del sabio buscando entre los pliegues de la tierra la huella de nuestros antepasados, o del historiador descubriendo en los anales de los pueblos la ley del progreso, o el del tribuno animando las democracias, o el del guerrero yendo contra el despotismo, o el del reformador destruyendo prácticas envenenadas? ¿Algo que despierte más bellas y profundas ideas que un laboratorio, que una exposi­ción, que una universidad?"2. Las primeras inquietudes a favor de la modernización en la literatura colombiana tuvieron su

2. Juan de Dios Uribe, Sobre el yunque. Bogotá, Imprenta de La Tribuna Editorial, 1913, volumen II, pág. 49.

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INTRODUCCIÓN

expresión en esta especie de "modernolatría", interpretación casi siempre simplista y aerifica de una modernidad incipien­te, que aún no había mostrado del todo su cara destructiva.

Al t iempo con esas celebraciones líricas de la vida moder­na, comienzan a surgir vehementes recusaciones, desde la vertiente conservadora, en la pluma de Miguel Antonio Caro. Éste nunca habría admitido, por ejemplo, que la unidad de la América Hispánica pudiese llegar algún día por obra de la tecnología moderna, el comercio, la industria y el ferrocarril, como lo soñaban J. B. Alberdi en Argentina y Salvador Cama­cho Roldan en Colombia3. La unidad de América era, para él, un hecho, no un proyecto; y se hacía preciso conservarla en sus auténticas raíces: la religión católica y la lengua caste­llana. Es en la tradición y no en la modernidad donde hay que buscar los fundamentos de una identidad cultural hispa­noamericana. Desde sus primeros escritos, Caro señaló con claridad que el pensamiento moderno, más que en sus conse­cuencias tecnológicas, debía ser comprendido y combatido en su principio radical: el individualismo y la aspiración a la auto­nomía de la razón. En su origen, lo moderno se identifica con la reforma protestante, de donde proviene la idea de privilegiar el juicio privado y de someter al arbitrio de cada individuo las cuestiones más universales que debieran permanecer al abrigo de motivaciones humanas y de opiniones sujetivas4. Contra el principio de una ciencia secular y de un raciocinio autónomo, Caro proclama que la Verdad es superior a la razón, es anterior al conocimiento, no su producto, y se sustrae a la pretensión del saber humano de abarcarla y explicarla.

3. Miguel Rojas Mix, "La cultura hispanoamericana del siglo XIX", en Historia de la literatura hispanoamericana. Madrid, Editorial Cátedra, 1987, tomo II, pág, 65.

4. Miguel Antonio Caro, "La controversia religiosa", en Artículos y discur­sos. Bogotá, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Ministerio de Educa­ción, 1951, pág. 49.

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La idea moderna tiene, para el autor, dos caras: el libera­lismo y el romanticismo. Pero se identifican en su esencia última que es la aspiración a la autonomía del individuo, eso que el escritor llama "la imposible independencia absoluta del espíritu moderno"5 . En los románticos vio Miguel Anto­nio Caro un impulso a liberarse de todos los vínculos que hasta entonces constituían la garantía del arte genuino: los modelos venerables de la tradición y las normas de la natura­lidad y del buen gusto. El moderno emancipado pre tende romper todos esos nexos y convertirse en un comienzo abso­luto, un comienzo a partir de sí mismo y nada más. Caro vio ese romanticismo encarnado en ciertos autores que, para él, representaban la actitud moderna en literatura: Víctor Hugo, Lamartine, Chateaubriand, Byron y, en América, Sarmiento. Le parecía funesta la opinión, tan común a mediados de siglo en Colombia, según la cual el poeta nace y no se hace, pues la veía ligada a una concepción de la poesía como producto de la espontaneidad emotiva, "obra de encantamiento o de pasiones furiosas y culpables"6. Esa autonomía de la pasión, exaltada por Uribe y Arrieta como germen auténtico de la poesía emancipada, fue impugnada por Caro quien ya alcan­zaba a presentir en ella el origen del desorden y la ebriedad que habrían de caracterizar en un futuro la lírica moderna . Caro invocaba la poética horaciana para argüir que "el bello desorden" y la embriaguez opor tuna no se conceden a los ebrios de profesión, a los que por hábito viven y piensan desordenadamente .

Miguel Antonio Caro procuró por todos los medios man­tener la cultura colombiana arraigada en un pasado histórico estable y coherente. Lo sintió amenazado por el librepensa­miento en política y por el romanticismo —poco más tarde por el modernismo— en literatura. No le interesaban tanto

5. M. A. Caro. Estudios literarios, Bogotá, Imprenta Nacional, 1920, pág. 289. 6. Ibid., pág. 292.

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el paisaje físico, los tipos regionales y la autenticidad autóc­tona sino los vínculos más fuertes y universales de la religión, la lengua, la hispanidad y el clasicismo. Las promesas de la modernidad en el sentido de progreso ilimitado y logros tecnológicos le parecieron menos importantes en compara­ción con la amenaza que representaban sus presupuestos ideológicos y en especial la secularización del pensamiento. La fe y la moral católicas habían hecho más, según él, por el bien de la humanidad que todos los ferrocarriles y telégrafos, vapores y máquinas, cuyos beneficios declaraba no menos­preciar pero estaba lejos de sobreestimar.

El intento de borrar el pasado para alcanzar, a cambio, una experiencia que pueda llamarse verdaderamente moderna, se percibe con la mayor audacia en ciertos escritos de Baldo­mcro Sanín Cano fechados entre 1888 y 1910. Acceder a la contemporaneidad de la literatura europea le parecía una tarea urgente para las letras colombianas. Y por lograr esa meta creía válido inmolar, como víctima propiciatoria, la tradición de los clásicos antiguos y de los españoles del siglo de oro, reales obstáculos para establecer un auténtico diálogo con el tiempo presente. El genuino espíritu de la modernidad implicaba, para el joven Sanín Cano, una furiosa ruptura con el pasado. El y Silva querían ser "absolutamente modernos" y el costo no fue bajo, pues para los hispanoamericanos "lo nuevo" ya había comenzado en otra parte. José Fernández lo dice en De sobremesa: de lo que se trata es de lograr para la poesía en español algo que ya ha sido logrado en francés y en inglés por los Baudelaire y los Swinburne. Ser moderno significaba, quizá, insertarse en otra tradición. Valencia, en el prólogo de Ritos, afirmó que el idioma español era inade­cuado para la expresión de las experiencias modernas. Ca­rrasquilla, por su parte, estaba convencido de que sólo se puede ser moderno escribiendo sobre el presente, sobre el presente propio, aunque éste no fuera moderno . Bastaba con que la perspectiva del escritor lo fuese. Y la de Carrasquilla lo era, por lo menos en dos sentidos: su perspectiva era crítica

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y anteponía los derechos de la vida en sentido nietzscheano a los de la verdad en el sentido dogmático. Carrasquilla procla­ma, sin restricciones, cjue la fidelidad del escritor a la verdad no depende de su filiación religiosa o política sino de su libertad para relativizarlo todo, excepto la verdad sujetiva de la experiencia. Un auténtico escritor debería estar dispuesto, según él, a pisotear los códigos de la moral y de la gramática, por ser fiel a aquella otra deidad, la vida, que es la única verdad para el artista7.

¿Se puede derrotar el pasado y la tradición con la fuerza de los valores vitales y en nombre de la contemporaneidad? Sanín parece creerlo así en un principio. Ni hispanidad, ni clasicismo, ni costumbrismo: modernidad y universalidad. Tal es el mensaje de su manifiesto juvenil titulado "De lo exótico"8. Pero io moderno es también una fuerza que en­gendra historia. Sanín encontrará luego que el modernismo tiene sus raíces en el romanticismo y que está ínt imamente ligado con los ideales bolivarianos de autonomía política9. Lo i l iwvic:! nvj LCiiimiíX ¿)iv,iivic; u n t x U L i j p c c u v a ijexitx 11111 a i L\J LÍLJ-

tórico y no su negación. La obra literaria moderna se integra a la historia como uno más de sus documentos, mientras el poder de ruptura y renovación va difuminándose en lo míti­co, cristalizado en palabras como juventud, vanguardia, revo­lución, etc. Alguien tirvo que haber dicho en algún momento : el modernismo es ya tradición.

Algunos modernistas, como Valencia y Londoño, trataron de inventarse un pasado propio para su poesía, como respues­ta a la pobreza o la insignificancia del que les correspondió como destino histórico. Uno de los mejores poemas de Lon-

7. Tomás Carrasquilla, Obras completas. Medellín, Editorial Bedout, 1958, tomo II, pág. 635.

8. Baldomero Sanín Cano, "De lo exótico", en Revista Gris. Bogotá, septiem­bre de 1894, entrega 9a,

9. B. Sanín Cano, Letras colombianas. México. Fondo de Cultura Econó­mica, 1944, pág. 181.

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clono, "Sueño remoto", expresa esa nostalgia de un pretérito venerable ("Flota mi libre espíritu que anhela / ir a la estatua armónica y bruñida. / Quiero en las jonias márgenes errante / interrogar del mármol los secretos"). Crear poéticamente el pasado del que les habría gustado descender, lleno de mármoles, pórticos, ninfas y centauros, pareció por un mo­mento la salida modernista ante la discontinuidad entre las pretensiones de modernización literaria y la tradición real. Salida peligrosa, pues el pretérito soñado podía resultar, en últimas, más débil que el que se buscaba reemplazar. Ya se sabe que todas esas imágenes doradas de Grecia y Oriente en los poemas modernistas se convirtieron pronto en hojalata. Quedó, sí, la fuerza con que afirmaron su proyecto de hacerse modernos y de confrontar esa nueva actitud con la pasiva continuidad del pasado en algunos guardianes de la tradición.

Según sentencia de Nietzsche, hay quienes citan al presen­te ante el tribunal del pasado para juzgarlo con la medida de la tradición; otros proceden a la inversa: erigen lo moderno en medida del pretérito y citan la historia ante el tribunal de la actualidad10. Caro pertenecía a la categoría de los prime­ros; Sanín Cano a la segunda. Siempre que se habla de modernidad está en juego una cierta aspiración a nuevos comienzos, a partir otra vez. de la "tabula rasa". La literatura parecería tener afinidad constitutiva con el acto libre, que se pretende sin mediaciones y no reconoce pasado; un acto que intenta siempre destruir la distancia temporal que lo hace dependiente de una tradición anterior" . Un escritor como Caro vio muy lúcidamente lo que significaba esa intención moderna de desligarse. Las implicaciones de una tal concep­ción de la literatura donde la idea de libertad había sustituido

10. Friedrich Nietzsche, "Sobre las ventajas y desventajas de la historia para la vida", en Consideraciones intempestivas I!.

1 1. Paul de Man. "Literary History and Literary Modernity", en Blindness and Insight. Minneapolis, University of Minnesota Press, 1983, pág. 152.

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las de norma y tradición no podían ser, para él, sino la destrucción del legado eterno, la decadencia de la cultura por la indiferencia o la ignorancia del moderno ante la plenitud de lo ya realizado. La idea de una literatura pe renne y de una continuidad que garantizara la inmortalidad de los contemporáneos, es decir, su clasicismo, era la única forma de evitar el regreso a la barbarie, desde su particular perspectiva.

Sin duda, la crítica de los modelos clásicos y del prestigio de la tradición literaria, tal como la practicó Sanín Cano, tenía mucho que ver con cierto desapego, con un distancia-miento, en razón y sensibilidad, del prestigio mismo de la literatura. Fue atacado por Caro y Luis María Mora como si se tratase de un nuevo bárbaro incapaz, de enteder el valor de lo que criticaba. Sanín Cano podía leer en inglés y en alemán, incluso en danés, a ciertos autores contemporáneos de quienes nada se sabía en Bogotá, excepto que eran mo­dernos. En cambio, ignoraba el latín y el griego y no manifes­taba admiración alguna por la "literatura perenne", aquélla que P C t ' i K ' 1 T 7 0 c n c l r i i r l ' l O 1/"\C t i ' i n r p n A C m f i r n c r } ¿± | r v r ^ u - ^ ^ n t í * • ( A T T I A V_J LC*.1_/ÍA V iX J L U L i a i U a CV L \ J j V CXI V V - l l V , . } \ _1 1 L.1.^,V_/V3 \^A^,1 D l ^ O C l l LV^ . f V^IWl 1 J (_/

no desconfiar de él? ¿Cómo no atribuir sus gustos modernos a la falta de formación clásica? ¿Cómo no descalificar, de una vez por todas, su juicio crítico, por ajeno al humanismo y a la auténtica tradición literaria? Todo lo cual no significaba, para Sanín, otra cosa sino una mezcla de prejuicios y de ilusión arcaizante cjue había que desmitificar. El avance de la razón y del pensamiento laico impondría una serie nueva de pará­metros críticos que habrían de favorecer la literatura moder­na por encima de las demandas de perennidad de los clásicos.

La modernidad se presenta en Silva como un tormento y como una infidelidad: lo conduce fuera de la poesía. Escribir se vuelve imposible, una tarea que implicaría negar demasia­do, cortar nexos no sólo con el pasado sino con su propio presente, renunciar a una identidad que, de todas maneras, tampoco puede ya aceptar. Ser moderno, un poeta moderno , para Silva, exigía como compensación erigir una especie de santuario donde refugiarse con su círculo simbólico de ver-

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daderos contemporáneos, todos ellos extraños: Verlaine, Rosse-ti, Mallarmé, etc. Para Sanín Cano fue menos difícil: él era un heraldo. Sus luchas fueron encarnizadas, pero afectaban menos su mundo interior. El se limitaba a anunciar que había un mundo moderno en el que ETS dogmas imperantes en Colombia ya no valían de manera absoluta. Más que propo­nerse ser un escritor moderno, con todas sus implicaciones y sus costos, Sanín daba a conocer las posibilidades de otras formas de ver y de sentir, de pensar y de escribir. No era sólo su lucha individual, interior, como lo fue para Silva. A éste también el problema lo empujaba fuera de la literatura. Silva sintió que su salvación era dejar de escribir y dedicarse a los negocios. Ser el poeta que él quería ser en el país de entonces, con los lectores de la época y los escritores de la época, era un suicidio. Nunca pense') en viajar y conseguir adeptos, como lo hizo Darío. El caso de Valencia era por completo diferente: un escritor que nunca se identificó del todo con los proble­mas de la poesía ni con los de la modernidad no tenía por qué experimentar las ansiedades de Silva, pues su encierro en la poesía tenía múltiples salidas: política, religión, presti­gio social, heráldica familiar. No sintió, como Darío, que la poesía fuera una "camisa férrea de mil puntas cruentas", ni un confinamiento en un mundo absoluto, au tónomo y sin más apuntalamientos que la poesía misma, como fue el caso de Julián del Casal o de Herrera y Reissig. El escritor moderno es el que descubre pronto que la poesía moderna es un reino absoluto y sin salidas, sin apaciguamientos. Si logra apaciguar­se, deja de escribir. O lo sigue haciendo como pasatiempo, esto es, de manera tradicional, no moderna.

La modernidad, pues, tiene mucho que ver con un movi­miento de fluctuación: hacia dentro de la literatura, cada vez más hondo y más intrincado; y hacia fuera de la misma, hacia la renuncia y el silencio, como se ve muy claro en Silva. Las obras literarias modernas podrían interpretarse como cróni­cas de ese movimiento de fluctuación: la afirmación absoluta o la negación absoluta de la poesía. Cuántas veces habrá

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escrito Silva variaciones alrededor de este tema: yo no puedo escribir, no quiero escribir, no sé hacerlo, escribir es imposible. O: no quiero sino escribir, la poesía es lo único importante, lo único que salva. Sin embargo, no es Silva el primero que experi­menta esta oscilación, el primero que enfrenta los dilemas del poeta moderno en la literatura colombiana. Toda la crítica y la historia literaria recientes hacen comenzar la poesía moderna en la obra de Silva, pero hay en los poemas juveniles de Pombo, y en cl diario íntimo que escribió en Nueva York entre 1855 y 1856, indicios muy claros de que allí se gestaba el primer drama de la modernidad poética en nuestra literatura.

Uno de los temas fundamentales de la poesía juvenil de Pombo, tema intensamente sentido y reflexionado en las páginas de su diario, es el de la vida no vivida. Tema del mejor romanticismo y que en Pombo se transforma cont inuamente en este otro: la aguda conciencia poética de que la vida verda­dera, la vida auténtica, no puede vivirse en la realidad prác­tica. De esta constatación, básica como experiencia de la modernidad, se deduce el principio de la autonomía artística: la poesía no es un complemento o un ornato de la vida práctica sino su negación, la porfiada postulación de otra realidad autónoma que es sustituto de la vida enajenada. Pombo es quizás el primero en experimentarlo entre noso­tros. Y, sobre todo, es el primero que se siente obligado a tomar partido en contra de la realidad para poder afirmarse como poeta, si bien su larga vida fue una búsqueda de acomodo y legitimación en una sociedad que, de todas ma­neras, no era lo suficientemente moderna para incitarlo a una radical oposición poética. Pombo terminó muy pronto en el conformismo y ésta es la explicación de lo fútil y trivial de casi toda su obra poética, en especial de sus composiciones patrióticas y religiosas.

La auténtica poesía es pura intimidad, sin comunicación posible con el público, piensa Pombo por esos años. Y en su diario anota, no sm cierta ironía, esta diferencia: el escritor público nunca escribe para sí mismo; su escritura es un

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INTRODUCCIÓN

instrumento, un medio de relación con los otros. La escritura poética se reconoce por el sello de su soledad, por ser un acto, como se diría hoy, intransitivo, no instrumental: el poeta escribe "por sí solo, ante sí y para sí". Y lo que se percibe en su obra es la individualidad pura, ajena a lodo extraño elemento12 . Si para vivir, en sentido moderno, hay que desco­nectar el yo, es decir, no ser poeta, "distraerse", y ésta es una queja permanente de Pombo, escribir es, por el contrario, conectar el vo, hacerlo vivir su verdadera vida, sustrayéndolo a la necesidad práctica inmediata y sumergiéndolo en la ensoñación meditativa cjue, para él, es el estado auténtico de poeticidad. "Sólo el sueño no es ridículo", escribe. El sueño, según sus palabras, es "la existencia sin la vida" y por ello es lo único tolerable; "lo amo y lo bendigo como el bello ideal, el ultimátum de mi filosofía". Y en otro pasaje sobre el mismo tema, particularmente significativo, lamenta su incompeten­cia para buscar los estados de ensoñación por otros medios, como el licor y las drogas. Pombo estaba en todo el centro, en el más problemático y doloroso, de una modernidad incipiente. Pero no tenía a la mano otra salida que el opio de la ortodoxia religiosa y del conformismo social. Y a ellos recurrió, por fin.

Sin embargo, un poema tan temprano como "Juan Malver­so", escrito a sus veinte años, podría considerarse casi un manifiesto de emancipación interior, una exaltación de la soberanía del individuo más allá de toda lev' moral y de todo principio trascendente:

Ábreme, juventud, tu paraíso, lu tormentoso dédalo encantado, que quiero en él lanzarme ríe improviso, ciego, corno el caballo desbocado.

12. Rafael Pombo. "Diario", en Rafael Tambo en Nueva York. Bogotá Editorial Kelly. 1983. pág. 2.

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Adiós, Razón, amarga consejera, que vivo aún, el corazón sepultas, adiós filosofía pordiosera que ciclo y tierra y corazón insultas!

Quiero vivir, el hombre es Rey del mundo, su misión está en él, suya es la vida: no más be de apartar meditabundo el vaso embriagador que me convida.

Podría leerse como un sueño loco de juventud , pe ro es más que eso. Es un p rograma de vida, j amás cumpl ido , ligado a la pasión y a la l ibertad incondicionadas . La rebeldía cont ra Dios y la despedida a la razón y a la filosofía pordiosera son como los ecos de respuesta al grito con que se inicia la úl t ima estrofa: "quiero vivir, el hombre es Rey del mundo" . Todas las posteriores celebraciones del princi­pio vital, en oposición a los límites impuestos por las conve­niencias morales y las convenciones de la sociedad, tema tan frecuente en el modernismo, t ienen su precedente en este juvenil desenfreno de Pombo.

El diario del escritor en Nueva York contiene muy valiosas anotaciones con respecto a la experiencia del poeta román­tico en la gran metrópoli capitalista. Es un registro apasiona­do de sus impresiones en un mundo que él consideraba hostil a la poesía y al hombre sensible. No deja de observar, y de deplorar, la mecanización de la vida y el empobrecimiento de las emociones. "Aquí no hay vida del corazón", escribe. Hasta la locura ha perdido su vuelo imaginativo, según le parece com­probarlo en una visita que realiza al asilo de la ciudad, en donde encuentra a una pobre muchacha que, habiendo enloquecido por exceso de trabajo, no cesa de repetir como una máquina: "twenty minutes, six cents"; tal estribillo le resulta, sin duda, emblemático de aquel modo de existencia que tan trágicamente ha comenzado a estrecharse en su registro vital. Pero hay otro tipo de anotaciones en esas páginas: fantasías de inventor, especies de ensoñaciones tecnológicas suscitadas, paradójica-

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INTRODUCCIÓN

mente, por la constatación del atraso científico del siglo XIX yei estado aún imperfecto de los descubrimientos científicos. Dice, por ejemplo: "Ll modo de movernos hoy es brutal: oyendo el ruido bárbaro de los coches, respirando el tufo del carbón, yendo con quien uno no conoce, forzado en fin a no detenerse, y andando sólo 40 millas por hora". Sueña, en seguida, con un futuro fantástico: leas hombres se desplazarán a velocidades vertiginosas, en vuelo individual, por el aire límpido y silencioso, mientras abajo, en las grandes urbes, cada ruido será una melodía y cada olor un perfume. Imagina que habrá de inventarse una "escritura eléctrica" en la que cada "borbotón del alma" quedará traducido en signos ins­tantáneamente, idea magnífica en un escritor cjue concedía a la inspiración el máximo privilegio y sentía que la pluma era lenta para registrar la inmediatez y fugacidad del pensa­miento. Habla, en fin, quizás el primero en nuestra literatura, de "la poesía del ferrocarril" y le dedica una bella página, a propósito de un viaje entre Nueva York y Washington.

"Ele venido aquí a espiar el siglo XIX", escribió Pombo en su diario el día 5 de agosto de 1855. Silva irá a París treinta años más tarde a espiar el fin de siglo. Pero se ha ignorado a Pombo como testigo poético de una sociedad y de una época que se hacían modernas en el sentido capitalista más radical y antipoético. Silva buscará la modernidad del decadentismo finisecular en el refinamiento, el lujo, la existencia estetizada. Pombo espía el siglo XIX en su versión pragmática y le contrapone la visión romántica antiburguesa, acentuando el antagonismo entre arte y vida práctica, que en Silva hará crisis tan violenta y autodestructivamente.

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PRIMERA PARTE

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SOBRE LOS INICIOS DEL M O D E R N I S M O EN C O L O M B I A

En el año 1888 publicó el periódico La Palabra de Bogotá un artículo sobre la poesía de Rafael Pombo en el que se tomaba al célebre poeta romántico de Colombia como una especie de símbolo y condensación de "las cualidades, conflictos y debili­dades de la poesía de Hispano-Araérica". Todo el ensayo se desarrolla sobre el supuesto de que existen en aYmérica dos tendencias en pugna: una tradicional, apegada a los moldes hispánicos, y un "espíritu nuevo", más libre y osado que el español. Pombo se ha limitado, afirmaba el articulista, "a ceñir en formas estrechas y convencionales el rebosante espíritu de .América, cjue se puso en él como en uno de sus privilegiados voceros". El cambio de formas es una necesidad de la expresión. Cada espíritu nuevo debe traer sus propias formas. El espíritu de América, por su luminosidad, opulencia y hermosura, exige una lengua áurea, caudalosa y vibrante. La fantasía poderosa v original de Pombo exigía una renovación de los moldes tradi­cionales. Pero él no se atrevió a innovar en el grado que debía. Por ello, señalaba el crítico, se da en su obra esa imperfección del estilo, esa "oposición entre el pensamiento extraordinario y lujoso y la rima timorata o común".

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Lo que Pombo representa, pues, en la literatura americana de finales de siglo es el apego a lo tradicional, el escrúpulo casticista, que echa a perder para la poesía el caudal de su imaginación y la osadía de su mente. Gran parte de la obra de Pombo consiste en un ajuste forzado del pensamiento a un lenguaje que no le es natural. Escribe en verso lo que hubiera debido escribir en prosa. "El verso se le queja", según el articulista. Y.si bien es cierto que en sus mejores momentos alcanza "una belleza original y segura" aunque imperfecta, con frecuencia cae en lo nimio, lo irregular, lo confuso, y el descuido de la forma hace que se escape la belleza.

El interés del artículo es notable. El año de publicación coincide con la aparición de Azul, considerado por algunos el inicio del modernismo. El nombre del crítico es José Martí, con lo que las afirmaciones anteriores se cargan de mayor sentido polémico. El gran modernista cubano sostiene que la renova­ción formal en las letras del continente es una necesidad histó­rica de expresión espiritual. Pombo encarna lo mejor de la vieja poesía: la imaginación americana en viejos e mapropia-dos moldes. Martí, que por entonces cumplía treinta y cinco años, r inde un homenaje al romántico de la generacic'm anterior. Pombo tenía entonces cincuenta y cinco años y representaba la vieja alma caballeresca, apegada a lo desapa­recido. En el artículo no se habla de modernismo: se apunta a la necesidad de modernización.

Dos años antes, había aparecido en Bogotá una antología de jxielas contemporáneos, con un título que algo tenía de "manifiesto": La lira nueva. En su prólogo, firmado por José María Rivas Groot, se advierte que la intención es proporcio­nar una visión de conjunto del "movimiento intelectual que de años a esta parte se verifica entre nosotros". El libro es una recopilación de poemas, casi todos recogidos de pericAlicos

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SOBRE LOS INICIOS DEL MODERNISMO EN COLOMBIA

y revistas, o inéditos. Rivas Groot insinúa la importancia de un balance: mediante la evaluación del camino recorrido, enseñar el cjue debía transitarse en lo venidero. El adjetivo "nueva" del título parece aludir a otra antología que había empezado a circular dos años antes, en fascículos, y que fue editada en dos volúmenes entre 1886 y 1887. Su título es también significativo: Parnaso colombiano. Los poemas que lo integran fueron seleccionados JTOT Julio Añez, pero el prc'do-go es del mismo José María Rivas Groot. El Parnaso colombiano reúne a los escritores de la tradición poética nacional, desde la Colonia hasta los últimos románticos. La jjresencia más avasalladora en la colección, j:>or la cantidad y la significacicAí de sus obras seleccionadas, es la de Rafael Pombo. Esto resulta más diciente si se pone en relación con otro dato: la figura que, con el tiemjao, se destacaría en t re los anto-logizados en La lira nueva es la de José Asunción Silva, por entonces un joven poeta desconocido de veintiún años.

El prólogo de La lira nimia llama la atención sobre algunos rasgos sobresalientes de la poesía reciente que, en conjunto, parecen contraponerla a la jaoesía del pasado. Uno de ellos es "la asjDiración a los asuntos filosóficos", al contrario de cierta tendencia anterior a lo baladí, a las confesiones íntimas, al lamento desconsolado. "Los temas sin trascendencia, ya eróticos o epigramáticos, al par que ciertos rasgos de sujetivismo invero­símil" predominaban en la poesía colombiana de finales del romanticismo. En el estudio preliminar que acompaña al Par­naso colombiano, Rivas Groot había advertido que el tema "eró­tico" se había convertido en"guarida de lugares comunes". Preferible le parecía la influencia objetívista del parnasiano Leconte de Lisie o el recurso a "inusitadas extravagancias", que continuar con las "frases estereotijaadas" de los "exangües can­tares de amor". El prologuista concibe la modernidad, según lo expresa al final de su escrito introductorio a la antología de los "nuevos", ligada a temas como la historia, el {jasado nacional, las conquistas sociales, los sufrimientos del pueblo, los abismos de la fe. del dolor y del conocimiento, la poesía "científica" y

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sobre todo, al descubrimiento de "correspondencias misterio­sas" en la naturaleza, "revelaciones de sus anteriores génesis, verbos de sus primitivos arcanos". En un lenguaje que recuerda a Baudelaire pero que también tiene ecos del romanticismo anglosajón, habla de la poesía como "inmersión sagrada" en la naturaleza para arrancarle "vibraciones desconocidas, co­rrientes ignoradas, ritmos ocultos dignos de nuevas liras".

En el prólogo del Parnaso colombiano, Rivas Groot había llamado la atención sobre la tendencia a lo epigramático y lo festivo, tan ligada a la tradición costumbrista, para declarar que ya no era del gusto contemporáneo. Y lo mismo afirmaba de los temas heroicos, mitológicos y didácticos, así como de los aracaísmos, de los símbolos cristianos y de las moralejas. Ya Pombo había señalado en 1881, en su prólogo a las poesías de Gutiérrez González, un exceso de "poesía parroquial" y de ocasión dent ro de los hábitos literarios de la época. Pero Pombo aboga, a propósito de la Memona sobre el cultivo del maíz en Antioquia, por una "poesía descriptiva más directa y pura, más despreocupada y mejor sentida", una poesía que fuese, en su sobriedad y exactitud, "espejo de la naturaleza". Ese elogio de lo directo, de lo espontáneo, de lo "despreocupado" e inmediato ya está lejano de la nueva propuesta que Rivas Groot apenas insinúa pero que pocos años más adelante recibirá formu­laciones más atrevidas: la poesía no es para describir en forma realista lo que ven los ojos sino para sugerir lo que no se puede ver, el misterio de las "correspondencias ocultas". Silva lo expresa en uno de los ocho poemas1, que publicó en La lira nueva, "A Diego Fallón". Allí dice:

Tendrán vagos murmullos misteriosos el lago y los juncales, nacerán los idilios

1. Los ocho poemas de Silva que aparecen en La lira nueva son: "Estrofas", "La voz de marcha", "Estrellas fijas", "El recluta", "Resurrecciones","Obra humana", "La calavera", "A Diego Fallón".

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entre el musgo, a la sombra ríe los árboles, y seguirá forjando sus poemas naturaleza amante que rima en una misma estrofa inmensa los leves nidos y los hondos valles.

Silva va a ser, en Colombia, el primer abanderado de una poesía sin propcísitos didácticos, desprovista de fines utilita­rios, ya sean éstos de inculcación moral o religiosa, de exal­tación pa t r ió t ica o c o n m o c i ó n pol í t ica . C a m i n o que directamente conduce a la idea de la "poesía pura". Pombo, a la inversa, cree en la función educativa de la poesía y en la necesidad de utilizarla para mejorar las costumbres y promo­ver las buenas causas, como el nacionalismo y la fe cristiana. Todavía el prologuista de La lira nueva creía en esa función del poeta y a su manera, lo formulaba en estas palabras: "El bardo, como nadie altivo, será el guardián de todas nuestras libertades, al par que el que unja en la frente todos nuestros deberes", proposición muy poco modernista, jjor cierto.

El 12 de octubre de 1892 se dio a la circulación la primera entrega de la Revista Gris, bajo la dirección de Max Grillo. Las palabras de presentación con que se inicia el número son una toma de posición muy exjjlícita: "Quizás en esta revista se revele el ingenio de un escritor 'decadente ' , de un poeta 'parnasiano'; difícilmente un filólogo o un humanista". Y explica el editorialista por qué en los tiempos que corren es ya imjxisible esj3erar de los hombres trabajos de inteligencia demasiado laboriosos, como los del sabio Rufino J. Cuervo. Es la hora de la prisa y del placer, según él. La civilización contemporánea {proporciona todos los progresos imagina­bles pero no puede detenerse demasiado en un punto . Hav una especie de fiebre, de curiosidad por saberlo todo y

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gozarlo todo. La poesía que pueda expresar esto tiene que ser "decadente", no clásica. Sin embargo, hay cjue anotar que por las jíáginas de la Revista Gris pasaron, al laclo de los "modernos" como Silva, Londoño y Sanín Cano, los clásicos y humanistas como Miguel Antonio Caro, Diego Fallón y Rafael Pombo.

Las líneas preliminares cjue comentamos van dirigidas a la juventud. Se enfatiza allí que los más eminentes prosadores y poetas del país, la generación inmediatamente anterior, han venido cayendo uno a uno en los campos de batalla de las guerras civiles. No se ve quiénes vendrán a reemjolazarlos en la liza intelectual. La juventud colombiana, según el editoria­lista, ha iniciado su participación en la vida del país en un momento de ardientes luchas políticas que parecen agotar todas sus reservas intelectuales y morales. El propósito de los editores es invitar a los jóvenes a dedicar una parte de sus horas al cultivo del arte. "Fecunda será nuestra labor y satis­fechos quedaremos de ella si en las páginas de esta revista se; forma siquiera un escritor que haya de darles gloria a las letras y a las ciencias en nuestra patria". Formar un escritor, y quizá precisamente un escritor modernista, viene a ser, en últimas, el j^royecto de la Revista Gris, desde su primera entrega.

Ya que se trata de una de las jmblicaciones literarias más imjx)rtantes que ha habido en la historia de Colombia, y en consideractón a que con ella se abre camino en el país una mentalidad más moderna en cuanto al estilo y la concepción de la literatura, es interesante repasar brevemente algunos pasos del desarrollo de esta revista.

Al comienzo de su segundo año de existencia, en enero de 1894, el tono del comentario editorial se mantiene optimista. Un grupo de jóvenes ha escuchado el llamado inicial y se ha unido a la tarea intelectual de la revista. La guerra ya ha "levantado su tienda" y la paz invita, al parecer, a trabajar por la literatura. Pero al año siguiente, en enero de 1895, el tono varía. La indiferencia del público parece ser apabullante. La azarosa vida j3olítica y la ataxia moral que consumen al país

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han creado una atmósfera de desaliento que se refleja en la producción cultural. "Un corruptor elemento se ha introdu­cido en nuestras venas y ha envenenado la sangre cjue alimen­taba en el corazón los ímpetus caballerescos y las ideas generosas". Una capa de silencio va formándose alrededor de los que trabajan sinceramente en las letras, anulando sus esfuerzos. Y recuerda el editorialista, con patetismo exacerbado, el consejo platónico de desterrar a los jioetas de la república: al menos, comenta, deberían ponerlos en la frontera y darles auxilios de marcha para otras tierras. Los soñadores, los empecinados en ideales, han de buscar otras regiones, según él, para acariciar sus exóticos sentimientos; por ejemplo, la (mina, agrega, con un eco baudeleriano que habría podido concluir con el célebre "lejos de aquí, a cualquier parte, pero fuera de este mundo".

El joven escritor Max Grillo, tal vez el hombre que más hizo, con Víctor Manuel Londoño y Sanín Cano, por la difusión de la literatura moderna en Colombia, comenzaba a sentir, a sus veintiséis años, el JDCSO de la contradicción que entonces también agobiaba a Silva y lo llevaría al año siguien­te al suicidio: la mutua hostilidad entre el arte y la vida práctica en la sociedad burguesa. Grillo lo exjoresaba así en la nota editorial que comentamos: "Al que tenga el mal gusto de amar la belleza y rendirle culto, que derribe al ídolo de sus altares y dedique el incienso que para él destinaba a un objeto más positivo".

Durante estos tres primeros años de vida, la Revista Gris publicó artículos sobre Nietzsche, Schopenhauer, Huysmans, Tennyson, Bécquer, Clarín, Gómez Carrillo, entre otros. Traduc­ciones de textos poéticos o en prosa de José María Eleredia, Paul Bourget, Sainte-Beuve, Francois Coppée, así como poemas de fosé Santos Chocano, Julián del Casal y José Martí. Allí aparecie­ron por primera vez, en 1892, las "Transjjosiciones" de Silva y su "Carta abierta". Además de ser un lugar de encuentro donde convivían páginas de Jorge Isaacs v de Julio Flórez con otras de escritores más jóvenes como (Arlos Arturo Torres, Ismael Enrique Arciniegas o Federico Rivas Fracle.

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En septiembre de 1894 apareció en La Revista Gris un artículo de Baldomcro Sanín Cano, titulado "De lo exótico", que bien puede considerarse un primer acercamiento a las ideas estéticas del modernismo en Colombia. Comienza el ensayo por poner en duda las artificiales denominaciones de las literaturas por nacionalidades. Insinúa Sanín Cano que se trata más bien de etiquetas para su circulación en el mercado de los valores literarios. Desde el título mismo, el objetivo contra el cual se dirige la argumentacicSn es el nacionalismo como opositor cerrado a las ideas de modernización. Mante­ner una literatura nacional incontaminada de todo influjo extranjero, en el momento actual de la civilización, es no sólo imposible sino indeseable. Los esfuerzos por extender una especie de "cordón sanitario alrededor de las provincias literarias" son ineptos. El ensayista afirma que lo malo no es imitar autores extranjeros sino elegir mal los modelos. Sus­tenta no sólo la legitimidad de todas las corrientes literarias, sino también la conveniencia de abandonarlas cuando ya no las encontramos satisfactorias. El amor a la patria y la estre­chez de miras, con mucha frecuencia, resultan ser la misma

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cosa. En materias literarias, el patriotismo consiste en tratar de enriquecer la literatura nacional con formas o con ideas nuevas. De ahí que Sanín Cano emprenda su inteligente defensa de lo exótico.

Para el romanticismo, el exotismo estaba en los ambientes y los paisajes de los países lejanos, del oriente o del medio día. Para el modernismo existe una forma más trascendental de exotismo: el de las ideas, el de los estados del alma, el de los sentimientos inexplorados. El modernista no anda en busca de colores: tiene nostalgia de aquellas regiones del pensamiento o de la sensibilidad que aún no han sido explo­radas.

El punto fundamental en el argumento del ensayo es éste: "Los modernos que dejan su tradición para asimilarse otras literaturas se proponen entender toda el alma humana. No estudian las obras extranjeras solamente por el valor qrre en sí tienen como formas o como ideas, sino por el desarrollo que su adquisición implica. Lo otro, la imitación ciega, lo han hecho los humanistas, los letrados de todos los tiempos". En su polémica contra la tradición humanista del país, Sanín Cano sugiere que los clásicos imitan porque suponen que existen modelos eternos1. En esta forma de pensar consiste, básicamente, el carácter estático de nuestra tradición. Los modelos elegidos son casi siempre estrechos, o asumidos de manera estrecha. Es a eso a lo que el gran ensayista moderno llama nuestra "miseria intelectual". Una tradición que parece condenar a los suramericanos a vivir exclusivamente de Espa­ña en cuestiones de filosofía y de literatura. Con una formu­lación literaria muy cercana a la que empleará Borges tres

I. Años después, bien entrado el siglo XX, aún se escuchaban voces como la de Antonio Gómez Restrepo, que exigían una vuelta a los "modelos eternos" greco-latinos y a la tradición hispánica, un destino que "los escritores colombia­nos deben no olvidar", según él, pues les corresponde por naturaleza y esencia (La literatura colombiana. Biblioteca de Autores Colombianos, Bogotá, Im­prenta Nacional, 1952, págs. 164-166).

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décadas más adelante2, Sanín (Ano afirma: "Las gentes nue­vas del Nuevo Mundo tienen derecho a toda la vida del pensamiento". Y agrega que tampoco es conveniente dete­nerse en Francia, cuando la literatura rusa o escandinava, por ejemplo, presentan una riqueza tanto o más grande que la francesa. Escoger bien los modelos es lo que importa. Y nunca absolutizarlos. Todo modelo es relativo, al contrario de lo que pensaban los clásicos. Ycon un ojo crítico realmente sorpren­dente, el maestro Sanín ejemplificaba así: ¿Cómo escoger a Mendés en una literatura que tiene a Baudelaire? ¿Cómo es posible preferir a Daudet cuando se tiene a Flaubert? "Vivifi­car regiones estériles o aletargadas de su cerebro debe ser la grande preocupación, la preocupación trascendental del hombre de letras. Para este fin sirven a las mil maravillas las literaturas distintas de la literatura patria".

Ensanchar el gusto no es simplemente una cuestión de snobismo o de esteticismo. Para Sanín Cano representa una {posibilidad de explorar el alma humana universal, precisa­mente en aqucnos puntos cjue resultan mas oesconociuos para quienes están aprisionados en los límites de una sola cultura y una sola lengua. Sanín Cano era un convencido de la idea de Goethe: "Que bajo un mismo cielo todos los pueblos se regocijen buenamente de tener una misma ha­cienda". Es la hora de la literatura universal: comprender lo y obrar en consecuencia es, para los modernistas, entrar en la modernidad. Aun en ciudades materialmente aisladas del resto del mundo , como Bogotá en esa época, son necesarias las colonias intelectuales donde se fomente el espíritu mo­derno.

2. La formulación exacta de Borges se encuentra en Discusión y dice así: "Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental y creo también que tenemos derecho a esta tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental" (Obras completas. Buenos Aires. Ed. Emecé. i974. pág. 272).

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El otro punto fundamental en la argumentación de Sanín (Ano es el siguiente: mientras se pensó en términos de tradiciones nacionales y de diferencias de razas, la literatura tuvo como fin servir a ia causa oci aislamiento y oe ia diferen­ciación nacional. Pero hoy, "la obra de arle ha venido a ser considerada como un fin y no como un medio". La literatura ya no es más un arma política ni "un recurso de dominación o de exterminio".

Parái, los modernistas fue de vital importancia poder pensar en términos de literatura universal y de espíritu universal del hombre . En todas partes, a lo largo del continente, enfrenta­ron este debate contra las diferentes tradiciones nacionalis­tas. En todas partes su cosmopolitismo fue tachado de desarraigo y su esteticismo de evasión. En Colombia, ia polé­mica se prolongó durante ias tres primeras décadas del siglo XX y en ella tomaron parte personajes tan intelectualmente agudos y radicales como Tomás Carrasquilla. No en vano, el ensayista de "De lo exótico" concluye su artículo citando a Paul Bourget cuando dice que sentiría vergüenza si se diera cuenta de que existe una forma de arte o de vida que le fueran indiferentes o desconocidas. Para Sanín (.ano, para los mo­dernistas, esta actitud es mucho más humana y más elegante cjue la del nacionalismo que pretende cerrar sus puertas a todo lo extranjero.

Pero ei rasgo más inquietante en la actitud de los moder­nistas, y particularmente en Sanín Cano, era su eclecticismo y su relativismo. No existen valores absolutos; toctos los valo­res, no sc'do literarios y estéticos sino también ios morales, están en devenir. La manera de entender el mundo , cíe apreciarlo, es ana cuestión de perspectiva, afirmaba Sanín ( 'ano, probablemente pensando en Nietzsche, {3ero sin citar­lo. La literatura no puede vivir e ternamente de los mismos valores. La experiencia acumulada de la humanidad, el co­nocimiento filosófico v científico, implican una modificación de las perspectivas morales v de su expresión en el arte. El malestar en ia cultura que hov se siente por donde quiera,

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nace de esta necesidad, no satisfecha, de "revaluar todos los valores", escribe Sanín aludiendo esta vez al "filósofo inmise-ricorde". Para esta tarea, nada mejor que confrontar los valores de la tradición con los que se expresan en las obras de otras literaturas.

II

Años más tarde, Ricardo Tirado Macías recoge el tema en un ensayo titulado "De la literatura nacional y del criollismo". Fue publicado el primero de enero de 1905, en el número 313 de FI Cojo Ilustrado, revista venezolana que tanta impor­tancia tuvo para la discusión y difusión de las ideas modernis-<^.„ „ „ . ^ , , „ „ » „ „ „ „ , , • ; „ , „ „ » „ T ^ „ „ , U : , Í „ T " : „ . , , i „ A T .-„„ : .. icva ran n u t j u o n j i u i n c i i i c . i t i i n u i c i i i i ic ie iu ivicteicts, q u i e n a

jorojíósito fue por un tiempo codirector de la Revista Gris, descree de las literaturas nacionales. Por encima de la lengua, dice él, hay otra cosa más honda y escondida que es el talento. Lo decisivo en lo oue se llama* arte nuevo no es tanto la manera de ejecutar sino la manera de sentir, pues la factura resulta del sentimiento artístico. Es inútil tratar de asimilar j)rocedimientos técnicos si se carece de la sensibilidad indis-¡Tensable para gustar de lo bello. Yejemplifica de esta manera: antes los pintores perseguían la línea severa y vigorosa; hoy prefieren la languidez del contorno, la rareza de lo inacaba­do. Hace cuarenta años privaba en lo musical el gusto por la melodía; hoy se ¡prefiere la armonía. Los endecasílabos ina­centuados o los alejandrinos con acentos en monosílabos fueron un sacrilegio y ahora cautivan a los oídos refinados. "Es el tiempo —concluye Tirado—, el t iempo en que vivimos sin apego a nada como verdad, como bien absolutos. De un Sí y de un No están colgadas nuestras hamacas ideales, por desgracia. Porque tener ideas de inconmovible asentamiento debe ser. entre las fortunas de la vida, la mayor. No haber sentido en el cerebro, allí en donde moran como reinas en sus tronos diminutos las ideas preconcebidas, los perniciosos

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efectos de los ácidos corrosivos, ha de ser inefable ventura. Beatus Ule. Es el tiempo en que vivimos, es este vendaval que se llevó todas las hojas y las flores del árbol del espíritu conturbado ante ei constante revaluar ideas que parecían incontrovertibles".

La metáfora del vendaval es en extremo diciente. Una imagen de desolación que surge cuando el mundo manso de la tradición, de lo recibido y conservado, se enfrenta al soplo destructivo de una filosofía relativista y permanentemente cuestionadora que pasa arrasando hasta los viejos cimientos. Vivir sin arraigo en nada como verdad y como absoluto: este desapego comenzaba a hacer estragos en las metas de algu­nos, pero la sociedad se mantenía, aparentemente, intacta. Y en ese desajuste, al que se refería en su escrito Sanín Cano, el poeta moderno pierde su conexión con el todo social y se arrincona en su singularidad orgullosa, como un desterrado. Que es la figura diseñada por Max Grillo en su artículo de la Revista Gris, citado anteriormente.

La coincidencia con Sanín Cano no es más que la manifes­tación de una profunda convicción ideológica, común a casi todos los modernistas. O a todos ellos, pues algunos casos, como el de Guillermo Valencia, quien fue un conservador en estética tanto como en política y mantuvo inalterado su apego a la "filosofía perenne", no pueden considerarse una excep­ción dentro del espíritu modernista sino una adhesión limi­tada a las apariencias formales'5. M o d e r n o sólo p u e d e llamarse, y aquí retomamos el artículo de Tirado Macías, quien refleja las angustias y torturas del vivir tormentoso de la época. Quien no haya padecido esas crisis, propias de la mente moderna, tratará, pero en vano, de hacer obra de arte representativa de; la época. Porque la cuestión no es de

3. "Soy conservador por estética", declaró Valencia, citado por Felipe Lleras Camargo (Estudios: edición en homenaje a Guillermo Valencia, Cali, Carvajal. 1976. pág. 376).

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factura, de procedimientos formales, sino de la más honda raíz ideológica.

ÍU

La superioridad de la poesía clásica sobre la poesía moder­na consiste, para muchos, en su capacidad para celebrar ideales de índole universal. De este tema se ocupa Max Grillo en un ensayo, "De ios poetas", cjue publicó en 1905, en el número 314 de El Cojo Ilustrado. La poesía moderna, dicen quienes la rechazan, ha perdido su fuerza para conmover multitudes, para adoctrinarlas y conducirlas a un fin deter­minado. Lía dejado de ser útil a las naciones. Los poetas clásicos cantaban lo que sentían los pueblos. Ei poeta moder­no canta io que siente el individuo aislado.

En este aislamiento radica, sin duda, lo esencial del debate. Cuando se aflojan los nexos sociales y comienzan a destruirse ios lazos cjue atan a ios hombres entre si para formar una familia, una patria, una humanidad, el poeta pierde toda garantía de expresar un sentimieno solidario y general. Aquí está la base histórica de lo cjue se llame') entonces "decaden­tismo", tal vez la palabra más utilizada a finales de siglo para referirse al arte moderno.

En el número 7 de la revista Trofeos, otra de ias excelentes publicaciones del modernismo en Colombia, dirigida por Víctor Manuel Londoño, aparece, en marzo de 1907, una reseña de ia traducción que hizo el poeta español Eduardo Marquina del libro Las flores del mal. El comentario incluye una larga cita del estudio de Gautier que sirve como ¡urólogo a ia obra de Baudelaire, precisamente- para respaldar una afirmación del reseñador, segrín la cual "la idea de decaden­cia corre unida al nombre de Baudelaire". Lo que Gautier se complace en destacar al respecto es cabalmente la relación del estilo de decadencia con lo anormal, io enfermizo, io cjue se sustrae a ia clara formulación v se retira hacia los límites

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del lenguaje. No solamente el sentir del individuo aislado, como decía Grillo, sino del individuo "depravado" y a punto de enloquecer. De ahí que el "decadente" se vea obligado a buscar las formas "en sus contornos más fugitivos y móviles", pues se trata de expresar el pensamiento en lo que tiene de más inefable, y de traducir "las confidencias sutiles de la neurosis, las confesiones de la pasión envejecida que se deprava y las alucinaciones estrambóticas de la idea fija que tiende a la locura".

Todo esto es lo que está en juego cuando se liga la palabra modernidad con la idea de "decadencia". Silva lo sabía muy bien y su novela De sobremesa intentó ser un breviario deca­dente en el sentido baudeleriano: expresión de las ideas y las cosas modernas en su "infinita complejidad y en su múltiple coloración", medias tintas donde se agitan "los fantasmas odiosos del insomnio", "los terrores nocturnos", "los sueños monstruosos", "todo lo más tenebroso, deforme y vagamente horrible que esconde el alma en el fondo de su más profunda caverna".

Por este camino, que es el que le señalan el simbolismo francés y el esteticismo finisecular de Inglaterra, va el moder­nismo al desencuentro del público más amplio, alejándose de él en busca de "las ideas nuevas con formas nuevas" y de las "palabras que no han sonado todavía". El protagonista de la novela de Silva es un poeta y afirma que no ha vuelto a escribir porque el público no puede entenderlo. Su concep­ción "decadente", singularizadora, de la poesía, lo lleva a ideas y formas que exigirían un"lector artista", un lector con la misma sensibilidad y los mismos nervios sobreexcitados del poeta1.

4. No habían pasado dos décadas tras la muerte de Silva, cuando ya Gómez Restrepo lamentaba los avances del gusto "decadente" entre los jóvenes "inicia­dos" y e' terreno cedido por la poesía declamatoria, dominante en Colombia durante casi todo el siglo XIX: "No está hoy de moda la poesía heroica y el

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IV

Uno de los escritores europeos más leídos, admirados y

citados por los modernistas colombianos fue Rémy de Gour­

mont . Un texto suyo, aparecido en El Gofo ilustrado, número

316, y titulado "El que no comprende", comienza así: "De

todos los placeres que puede procurarnos la literatura, el más

delicado es ciertamente éste: 'No ser comprendidos ' . Esto

nos vuelve a nuestro puesto, al delicioso aislamiento de que

inútil actividad nos había hecho salir; nos confina en nuestra

casa y nos obliga a tocar el violín sólo para las arañas, que ellas

sí son sensibles a la música"5. No todos los escritores fueron,

probablemente, tan despectivos como Gourmont; sin embargo,

lirismo oratorio tiene menos adeptos que hace veinte años. La juventud iniciada en nuevos cánones artísticos, rehuye el contacto con el alma colectiva y se complace en la expresión refinada y sugestiva de personalísimas y extrañas emociones. El público suele dejarse fascinar por el atractivo de estas sutiles impresiones, de estos no definidos estados del alma; pero cuando libre del peligroso hechizo vuelve a la realidad y presta el oído a los cantos robustos de otros poetas, cuya inspiración corre por los campos de la literatura patria, a la manera de los grandes ríos del trópico, vasta, solemne y profunda, revive el antiguo entusiasmo y los corazones se van detrás del vate que ha sabido conmover sus más hondas fibras, y tratar esos grandes temas, siempre antiguos y siempre nuevos, como Dios, la patria, la libertad, únicos que conmueven el alma popular" (Crítica literaria, Bogotá, Editorial Minerva, 1935, págs. 140-1).

5. Este escrito de Gourmont aparece ya citado por Rubén Darío, en sus "Palabras liminares" de Prosas profanas. Allí se menciona "la absoluta falta de elevación mental de la mayoría pensante de nuestro continente, en la cual i mpera el universal personaje clasificado por Rémy de Gourmont con el nombre de Celui-qui-ne-com.prend-pas. Celui-qui-ne-comprend-pas es, entre nosotros, profesor, académico correspondiente de la Real Academia Española, periodista, abogado, poeta, rastaquouer" (Obras Completas. Poesías. Buenos Aires, Edi­ciones Anaconda. 1958, pág. 188). Y Eduardo Castillo termina su poema "Profesión de fe literaria" con estos dos versos que son como un recuerdo a vuela pluma dei texto de Gourmont, al parecer siempre presente en la memoria de los modernistas: "Y como al olvido ya estoy resignado. / para las arañas toco mi violín".

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éste fue el aspecto más sobresaliente, más aparente, de la mode rn idad para un público habi tuado a otra clase de l i teratura. Silva, sin ir más lejos, fue objeto de una hostili­dad general por su manifiesto desprecio a una masa de lectores que él consideraba inepta e incapaz de e n t e n d e r su arte.

Sanín Cano respondía, en 1906, desde las páginas de la revista Alpha, números 8-9, de Medellín, a un lector indigna­do que lo acusaba de "desprecio por la gran masa del públi­co", haciendo una interesante distinción. El corresponsal había afirmado que "uno de los más enfadosos lugares comu­nes puestos en moda entre cierta clase de escritores por los modernistas franceses, es el decantado desprecio por la gran masa del público, lo que pudiéramos llamar la mesocracia intelectual, por todos aquellos mortales de hábitos ordena­dos, respetuosos de las leyes civiles y de las conveniencias sociales, a quienes se llama burgueses, filisteos y con otras designaciones más o menos despectivas". Sanín Cano replica diferenciando entre "mesocracia intelectual" y "gran masa del público". Ésta última comprende la parte del pueblo que no lee o que lee poco y el gran crítico declara que le parece más digna de respeto en sus apreciaciones que la mesocracia intelectual o clase media "medio letrada". El pueblo, afirma, carece de dogmas retóricos y es por ello más fácilmente educable y mejor dispuesto para el verdadero arte. La meso­cracia, en cambio, adora la retórica, es elocuente, sentimen­tal, intolerante y propensa a todo contagio literario. A esos mortales, ordenados en su vida práctica y respetuosos de la ley civil y de las convenciones sociales —declara el modernis­ta— no los desprecia: simplemente, lo tienen sin cuidado. Son los que no ent ienden nada, excepto lo que halague "el sentido común de los imbéciles". No por nada lo llamó alguien "El heraldo feroz de Zaratustra".

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V

"Para los hombres de letras, son los lugares comunes las gradas de la popularidad", había escrito Sanín Cano en 1888, refiriéndose a la poesía de Rafael Núñez, en un artículo que marcó época por su virulencia. Allí aparece la expresión "turbas semiletradas" que fue, como sabemos, una consigna de los modernistas en su batalla contra el conformismo y la tradición. Afirma Sanín que hay dos clases de escritores: los que halagan a sus lectores empleando el lenguaje y las ideas en boga, reconocibles para la mayoría, y con ello obtienen el aplauso general. Son los que, en sus palabras "arrullan sabro­samente" al público, cantándole lo que él cree sentir. "Espe­culadores del lugar común" los llama el implacable crítico, y entre tales especuladores concede un lugar prominente a Rafael Núñez. La otra clase de escritores, los verdaderos, no se cuidan del público y si alguna vez ob t ienen la estima de éste, no se debe , por lo general , a razones válidas sino a algún equívoco derivado de oropeles formales. Tener sólo un círculo reducido de admiradores y recibir las pedradas de la mul t i tud comienza a ser por entonces , también en Colombia, el sello inconfundible del genio artístico. En Francia esto había comenzado cuarenta años antes, con Baudelaire. Es él quien se lanza dec id idamente a escribir "contra todos sus lectores". De él afirma Sartre que "vende sus producciones pero desprecia a quienes las compran y se esfuerza por decepcionar sus deseos; da por supuesto que vale más ser desconocido que célebre y que el triunfo, si llega por casualidad en la vida, se explica por una equivo-cacion ().

Los escritores del primer grupo desarrollan, según Sanín Cano, una "triste sagacidad" de explotadores. Su mina se

6. Jean Paul Sartre, ¿ Qué es la literatura?. Buenos Aires, Ed. Losada, 1950, pág. 121.

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llama "lugar común" y de allí extraen un falso metal que venden a las "gentes menos entendidas" como si fuese oro puro. Tal es, por ejemplo, la popularidad fabricada por Núñez como "poeta filósofo". El escepticismo se había puesto de moda y se consumía con igual fervor que la religiosi­dad católica unos años antes. Núñez lo dispensa sagazmente —así lo ve Sanín— en poemas como "Que sais-je", donde la duda no es sincera ni alcanza la profundidad de una verdad sujetiva. Se reduce a ser un "utensilio" para atraer mentes ingenuas.

"El arte en su más honda concepción es comida indiges­ta para el mayor número": ésta es quizás una de las formu­laciones más extremas de la cuestión que venimos examinando. Igual que en Francia hacia 1850, esta contra­dicción de la poesía con el público medio no puede disi­mularse e irrumpe en escena con violencia. Lo que Sanín llamaba "mesocracia intelectual semiletrada", el peor sec­tor del público para los modernistas, es precisamente el grupo social que se siente más directamente injuriado por los nuevos poetas. Sartre ha advertido que, a mediados del siglo pasado, los escritores franceses comenzaban ya a distinguir un "público virtual" en las capas sociales deno­minadas con el título genérico de "pueblo". Ya vimos cómo Sanín Cano manifestaba esa misma esperanza en Colom­bia: el pueblo iletrado, el que no lee, desprovisto por ello mismo de dogmas retóricos, podría constituir un público mejor para la nueva literatura. Para ello habría que confiar en los progresos de la instrucción gratuita y obligatoria. Esa promesa de un lector futuro espera todavía su cumpli­miento. Los modernistas siguieron apegados a la idea del "grupo selecto", del "círculo selecto de los exquisitos" y proclamaron que el camino de la celebridad no estaba sembrado de flores ni tampoco de espinas sino simplemen­te empedrado de lugares comunes.

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VI

Entre tanto, la "mesocracia intelectual", la que se considera a sí misma "burguesa", tiene sus exigencias a la literatura, ligadas, precisamente, al "lugar común". Pero sus mejores formulaciones no son tan simples ni tan torpes como podría preverse por los ataques de Sanín Cano. A los jóvenes escri­tores que se han dejado "seducir" por las "exageraciones" del "nuevo evangelio del arte", por la "escuela delicuescente de Baudelaire y los simbolistas á outrance del artificioso y enig­mático Mallarmé", un crítico de la época, Félix Betancourt, los exhorta de esta manera: "conservando de ese procedi­miento la libertad y la audacia, el culto por la forma exquisita, la inspiración y el verbo, darán vida en el arte, expresiva y clara, al alma moderna, traduciendo —de un modo preciso— la complicación de las ideas y los matices infinitos del senti­miento, en una forma comprensible para toda inteligencia cultivada y sana, si se renuncia a proseguir el diálogo de la quimera y la esfinge..." (Revista Alpha, No. 21, Medellín, septiembre de 1907).

La función de la poesía, para Betancourt, es, como se ve, traducir la experiencia del hombre "moderno" en una forma a la vez "exquisita" y "clara", entendiendo este último adjetivo en un sentido muy preciso: "comprensible para toda inteli­gencia cultivada y sana". Los calificativos de la cita parecen escogidos muy cuidadosamente: el hombre sano y cultivado n o es otro que el burgués medio. Él constituye el público "natural" de la literatura en cualquier país civilizado. Todo lo que él no entiende, lo que esté por fuera de su alcance, es un diálogo entre la esfinge y la quimera, como la poesía de Mallarmé, modelo por excelencia de lo "enigmático" y lo "artificioso", negación de todo lo claro y lo sano. Aquí bien vale la pena traer a cuento un comentario de Sartre, según el cual la exigencia burguesa a la literatura consiste en que ésta le ayude a "digerir" su experiencia del mundo , propor­cionándole de él imágenes normales y tranquilizadoras; la

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rechaza, en cambio, cuando lo que le ofrece es una impresión de extrañeza y opacidad.

Hay en la poesía moderna, según lo ve el crítico de Alpha, un orgullo malsano de "aristócratas del arte que no consien­ten en rebajar el precio divino de su obra" para hacerla accesible a la multitud. Véase que el reproche tiene muy claras connotaciones de clase: "rebajar el precio" es excelente como expresión burguesa para atacar desde una posición democrática al enemigo calificado de "aristócrata". Éste no lo rebaja porque lo considera "divino". Los términos de la discusión no podían ser más explícitos.

Los Verlaine, Baudelaire y Mallarmé son artistas verdade­ros, no obstante la exageración de su estética personal, afirma Betancourt. Pero el camino que trazaron es eqrúvocado. La flexibilidad, la riqueza y audacia que aportaron a las formas de expresión no compensa por los funestos extravíos de sus inteligencias "perturbadas". El deseo de originalidad los llevó al rebuscamiento de sensaciones malsanas, a Ea corrup­ción del cuerpo y del espíritu, a la despreocupación por el valor moral de la obra literaria. Los jóvenes escritores de nuestro país harán bien en apreciar las cualidades sin dejarse seducir por los excesos. El verdadero modernismo no consis­te en torturar la inteligencia y los nervios, en extremar la perversidad de la sensación para encontrar lo nuevo, sino en traducir, en formas renovadas, modernas, el espectáculo de nuestras costumbres, la belleza de la naturaleza que nos es familiar, y leer en el interior de las almas las complejidades de pensamiento y sensibilidad que trae la vida moderna . Para el crítico ant ioqueño, este arte libre y renovador ya estaba en camino, en ese momento , en Hispanoamérica. Sus realizado­res se llaman, según él, Rubén Darío y Leopoldo Lugones, dos poetas que él p ropone como paradigmas de modernidad, no sólo a los "decadentes" colombianos, sino a los mismos realistas que , en su opinión, descuidan con frecuencia la perfección del arte por buscar la sinceridad de la expre­sión.

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No está demás consignar lo que Félix Betancourt entendía por realismo. En esa categoría incluye todas aquellas obras en las que "aparece el hombre con sus pasiones, sentimientos e ideas, y la naturaleza apreciada con una justa visión de su sentido exterior o íntimo", para lo cual es preciso que la obra no sea "fruto del capricho y del artificio" sino que encuentre sus "raíces en las luchas constantes de nuestra condición y en el cuadro de la naturaleza circundante". Se diría un discípulo temprano de Georg Lukács, si estas ideas no hubieran sido expresadas tres décadas antes de que el teórico marxista del realismo formulase su propia concepción. Y para una más sorprendente coincidencia, léase la lista de autores que Be­tancourt incluye como representantes del "arte verdadera­mente realista": "desde Homero y Lucrecio hasta Goethe; de Cervantes y Shakespeare a Balzac y Zola". El maestro húngaro sólo habría excluido el último nombre .

Vil

Uno de los libros más consultados y esgrimidos por nues­tros modernistas colombianos fue el célebre Essais de Psycho­logie Gontemporaine de Paul Bourget. Esta obra se constituyó en una especie de breviario para Silva, Valencia y Sanín Cano. Era para ellos, en palabras de Maya, "su profesor de ciencia sicológica, el intérprete de su tiempo y el amable guía que hubo de llevarlo (s) por todos los círculos de la conciencia humana"7 . Allí aprendieron, sobre todo, sus nociones sobre lo que se entiende por decadencia y cómo ésta se ejemplifica en Baudelaire. Bourget les había dicho que es la sutileza del pensamiento, la morbidez de la sensación y la singularidad de la forma lo que hace ininteligible el estilo de los decaden-

7. Rafael Maya, Los orígenes del modernismo en Colombia. Bogotá, Imprenta Nacional, 1961. pág. 69.

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tes. "Nos deleitamos en lo que vosotros llamáis nuestras corrupciones de estilo y deleitamos con nosotros a los refina­dos de nuestra raza y de nuestra hora. Falta saber si nuestra excepción no es una aristocracia, y si, en el orden de la estética, la pluralidad de los sufragios representa otra cosa que la pluralidad de las ignorancias"8.

El contrapunto aristocracia-democracia no deja de resonar en este debate. La tendencia a integrar una especie de sociedad simbólica de espíritus selectos, de refinados, es tan evidente entre los modernistas americanos como entre los franceses. "Desde la cumbre gloriosa en que se habían situa­do veían con desdén la pobre multitud de poetas y escritores que melancólicamente aún transitaban por los viejos sende­ros"9, comenta con la amarga ironía de los excluidos don Luis María Mora, escritor de secta conservadora y adversario en­conado de los "decadentes". El odio de Mora por las sutilezas y las novedades de los modernistas sólo era comparable al desprecio de Sanín Cano por el lugar común. Frente a la cofradía de improvisadores y espontáneos a que pertenecía el primero, el círculo de los "estetas" debía parecer de una insolencia intolerable. Como toda sociedad simbólica, ésta estaba hecha de exclusiones. Curiosamente, la tertulia de Mora, contraria en todo al grupo de los modernos, se deno­minaba La Gruta Simbólica, y su objetivo fundamental era conservar la "genuina tradición castellana, la cual se oponía a la escuela decadente".

En sus análisis sobre la poesía de Baudelaire, Bourget señalaba que la extrañeza es un elemento indispensable de la obra artística y que la belleza es siempre un poco singular. Sin asombro no hay efecto estético, no se produce el "sorti-

8. Traducido de Paul Bourget, Essais de Psychologie Contemporaine, París, Plon-Nourrit, 1901, págs. 28-29.

9. Luis María Mora, Los contertulios de la Gruta Simbólica. Bogotá, Ed. Minerva, 1936, pág. 134.

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legio poético". Místico y libertino, Baudelaire era además un analista de la conciencia. Su cerebro descomponía las sensa­ciones con la precisión de un prisma al descomponer la luz10. Razonamiento y éxtasis convivían en esa obra inquietante, modelo de modernidad. Silva y Valencia tuvieron muy en cuenta estas enseñanzas. Ambos intentaron mantener unidos los dones de la inteligencia y de la sensualidad. En dosis diferentes, la obra de esos dos poetas manifestó la morbidez de las sensaciones, el escepticismo delicado y la inconstancia del dilettantismo que son rasgos esenciales de la decadencia, según el maestro de los Essais.

Es innegable que la pretensión aristocrática y los manifies­tos antidemocráticos en el campo del arte y la literatura terminaron por volverse un lugar común. Ese falso aire de superioridad no correspondía, con demasiada frecuencia, a n inguna realidad artística y sí a una pose que provocó encen­didas reacciones. Véase, por ejemplo, este fragmento de una reseña aparecida en El Cojo Ilustrado, firmada por A. Fernán­dez García. Se hace referencia en ella a ia revista hondurena Esfinge, que publicaba el poeta Froilán Turcios, con el afán de divulgar en sus páginas lo más selecto de la literatura francesa de fines de siglo, desde Flaubert hasta los Goncourt . El reseñador comenta: "su labor es una labor de artista y su propósito es educar los bastos nervios del público, dándole a gustar las obras más finas y a la vez más altas. Ésta, a nuestro modo de ver, no pasa de ser una ilusión de poeta. Tratar de educar al público, en estas repúblicas tan odiosamente demo­cráticas en su gusto literario, es trabajo efímero y predicar en desierto. Cuatro o cinco almas verán la nobleza de su obra, pero la legión estulta encogerá los hombros desdeñosamen­te. La aristocracia del arte es su único galardón".

Podría pensarse que se trata de una defensa del escritor contra la hostilidad del medio. Se siente "descastado" y de allí

10. Paul Bourget, op. cit.. pág. 8.

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su necesidad de crear una "casta" apartada de la vulgaridad de la clase social a la que realmente pertenece. Esa separación es meramente simbólica. De hecho, en Colombia no se produjo el fenómeno francés de una ruptura radical, como la que llevó a Verlaine a la mendicidad, o a Rimbaud al autoexilio y la ferocidad de su destino, o a Lautréamont a las fronteras de la locura. Silva fue un comerciante de oficio hasta el final de su vida, y quizá no tan inepto en el manejo de los negocios como podría pensarse. Si bien fue alternativamente un poeta que detestó al burgués y cuyo suicidio atestigua que llevó esa contradicción hasta sus últimas consecuencias. Sanín Cano ejerció en varios empleos, diferentes de escribir, su talento de hombre práctico, en nada inferior al más competente de los administradores. Integraban una sociedad espiritual que pretendía levantarse por encima de las mediocres circunstan­cias reales, hacia un lugar privilegiado cuya denominación más aproximada era para ellos "aristocracia del arte". Su enemigo no podía llamarse de otra manera sino "democracia del gusto". Con Bourget pensaban que la mayoría de votos en el arte no podía representar sino la ignorancia de las mayorías y que ser excepcional es pertenecer a un orden superior, por encima de las diferencias sociales. Lo que representó Poe para Baudelaire, significó éste para Silva, al igual que Nietzsche para Valencia: un culto de iniciados y una filiación mística a esa "casta" superior que rebasa toda fron­tera geográfica e histórica.

VIII

Una y otra vez se plantea la pregunta: ¿qué tiene que ver la decadencia en el arte y en la vida con los países apenas nacientes de América Latina? Se entiende la decadencia en Europa, como producto de viejas y cansadas civilizaciones. Pero, en América, en naciones incipientes y semicultas, ¿cómo puede explicarse el florecimiento de un arte refinado y sutil?

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Éste es el tema, entre otros, de las famosas 'Homilías" de Carras­quilla. Y el blanco más común del ataque contra el modernis­m o en Colombia.

Para muchos no fue más que "cuestión de moda", un reflejo de imitación que, en poco tiempo, estabaya en camino de "caer en la vulgaridad", segrín sentencia de Saturnino Restrepo desde las páginas de El Montañés (No. 15, febrero de 1899). Acusar a los decadentes de "vulgares" por la repe­tición de lugares comunes, de "recetas", es precisamente un golpe de gracia. Llamar "adeptos" a quienes se vanagloriaban de su individualismo y echarles en cara que reducen la poesía a "fórmula preestablecida" cuando su pretensión era, por el contrario, la mayor originalidad, es situar el debate en su punto más agudo.

Ei escritor venezolano Pedro Emilio Coll, director de la revista Cosmópolis, reclamaba una mirada más benigna para los decadentes de nuestras tierras: "Tal vez visto con mejores intenciones y más comprensivamente, sea un hermoso espec­táculo el que ofrecen en America algunos espíritus que afinan y cultivan su sensibilidad en medio de las más ásperas y rudas costumbres. Tal vez la nombrada 'decadencia ' ameri­cana no sea sino la infancia de un arte que no ha abusado del análisis, y que se complace en el color y en la novedad de las imágenes, en la gracia del ritmo, en la música de las frases, en el perfume de las palabras, y que, como los niños, ama las irisadas pompas de jabón"11. Pero adversarios como ei crítico de El Montañés no admiten reclamos de benignidad. Si en Francia el fin de siécle ha producido "una neurosis general superaguda", como consecuencia de la tensión nerviosa a que somete la civilización a la masa de los hombres, no es extraño que tal situación se revele en las letras y dé como resultado a los Verlaine y a los Huysmans. Pero en Colombia,

1 1. "Decadentismo y americanismo", incluido en El modernismo visto pol­los modernistas, comp. Ricardo Gullón, Barcelona, Guadarrama. 1980, pág. 85.

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la situación es distinta: "con nosotros, los colombianos, ei caso entendemos que no es de enfermedad sino de vicio y, io que es más deplorable, de vicio de educación. No es la neurosis; es el snobismo". Con excepciones, se trata, según Restrepo, de "sensibilidades fingidas", de "necios" que se dan "aires interesantes de hiperestésicos, de degenerados, de héroes de novela". Con excepciones —afirma— y éstas son, básicamente, Silva y Valencia. De éste último, por ejemplo, dice, coincidencialmente acaso, io mismo que Gautier dijo de Baudelaire: que su amaneramiento era 'natural", era su modo de ser. "Ei tiene el derecho de ser decadente en poesía — escribe—, como So tiene un nictálope de abrir los ojos en la noche para ver entre las sombras" {El Montañés, No. 16, marzo de 1899). En cuanto a Silva, el crítico se esmera en demostrar que no fue un decadente. Era "un tipo de neuró-sico, un enfermo de arte" y como tai, pudo haber sido un decadente "por la naturaleza de su temperamento". Tuvo m u c h o en común, según Restrepo, con Baudelaire y en esto se acoge al análisis que Bourget dedica al poe ta fran­cés en sus Essais. Silva fue un buscador de formas raras para sensaciones igualmente raras. "Solicita una expresión nue­va para lo cjue siente, como debe solicitar la o rqu ídea también nueva, la última curiosidad de ios ja rd ines , para el ojal de su frac". Como los simbolistas, insinúa sin comu­nicar c laramente . Los decadentes lo r e d a m a n como suyo, pero no lo era, pues "en el fondo estaba el drama", y aquí parece estar lo esencial para ei crítico. La sensibilidad de Silva era "cálmente excepcional , su d rama inter ior era autént ico y su talento poético ve rdaderamente original. No era un rebuscador, era un"raro" . Los decadentes lo han tomado jjor modelo y amenazan imitarlo en todo, "menos en ei suicidio". Se le ha plagiado, sobre todo, en lo que hay de ext raño e inusitado en sus versos. "Toda la admiración —concluye Restrepo— ira sido para ei ánfora, en tanto que aden t ro hervía en fermentación activa ei vino generoso de las ideas v de las pasiones".

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Silva mismo tuvo actitudes contradictorias con respecto al "decadentismo", que explican la ambigua percepción que se tiene de su figura al respecto. "Un filósofo engastado en un petimetre", lo definió Pedro Emilio Coll, después de descri­birlo "la caña en una mano, los guantes en la otra, la gardenia en el ojal, perfumado con opoponax, brillante el pelo". El círculo de la revista Cosmópolis, especie de capilla decadente en Venezuela, recibió la noticia de la llegada de Silva a Caracas con juvenil exultación. Después de leer el "Noctur­no", su "música de oro y azul oscuro", como si fuese la realización suprema del arte decadente, esperaban adecuar la obra de la imaginación a la existencia real del autor. Y no fueron defraudados. Su aureola incluía desde la leyenda

equívoca del amor por su hermana Elvira, hasta una supuesta r,w,-,r.*„A „ r .„ iv/r^ii^v-^-í A „ „ , , ; „„ u r . u c ..r.„;u;A^ . . „„ ^,,,„.,^i.. ¿ l i l i l ^ L í l V l l ^ W l l LMtXllíXL 1 1 1 L , VIV. Ll L i l i l í HCXUICX 1 L, L. 1IJ1 VA W Lt l l íX L Í U U L l d

en tintas de varios colores como respuesta a una orquídea que Silva le había enviado.

¿Cómo veía el autor del "Nocturno" al g rupo de los decadentes venezolanos? En carta a Baldomcro Sanín Cano desde Caracas, en octubre de 1894, comenta: "como en todas partes sucede, hay un grupo cosmópolis que toma té, se lava con Pear's soap, se viste en Londres , lee a Bourget , etc. Eso bien visto no es interesante y lo encuen t r a usted en toda capital". Habla de los "rubendaríacos", "imitado­res de Catulle Menciés", y señala que el sello característico de su producción literaria es la imitación de alguien, por falta de "vida interior" y, por consiguiente, de "necesidad de formas personales". Su crítica está, pues, del mismo lado y exhibe los mismos argumentos de quienes atacaban al decadent i smo. Ni una sola página, dice, ni una sola l ínea rea lmente "vividas, sentidas o pensadas". El mismo año en que fue escrita esta carta apareció, en El Heraldo de Bogotá, el célebre poema paródico "Sinfonía color de fresa con leche", dedicado "A los colibríes decadentes" , d o n d e el adjetivo " rubendar íaco" vuelve a hacer su aparición como sinónimo de decadente .

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A mediados de 1894 había comenzado a aparecer la revista venezolana Cosmópolis. La presentación del número 10, mayo de 1895, firmada por P. E. Coll, es bien diciente, más si se proyecta sobre las críticas ya transcritas de Silva: explica los porqués de la tendencia cosmopolita de la publicación; no se trata, dice, de "fatuo snobismo", ni de "garrulería presuntuo­sa de rastaqouére muy a la moda" sino de algo más serio, de una auténtica necesidad interior que impele a explorar en las literaturas extranjeras "no sensaciones sino ideas", solu­ciones a problemas, horizontes para la inteligencia, univer­salidad. "Es una labor más bien ética que estética la que acometemos". Y más diciente aun: esta página editorial insiste en una idea de solidaridad social al servicio de la cual debe ponerse la literatura, según el autor. Zola y Tolstoi aparecen mencionados como modelos. Los "cimientos de la sociedad futura", se dice allí, se están p o n i e n d o conjun tamente por manos de la clase obrera y de los pensadores y hombres de letras. Tal es la solidaridad a la que se refiere el art ículo. Insospechadamente , la proclama decaden te se torna en su contrar io: en proclama social y en propuesta de alianza ent re los artistas y el prole tar iado para construir u n a nueva sociedad. Razón tenía al precisar, en su ensayo "Decaden­tismo y americanismo", cjue "lo que se llama 'decadentis­m o ' en t r e nosotros no es quizá sino el romant ic ismo exacerbado por las imaginaciones americanas", y en cuan­to al ideario, lo resumía en esta breve fórmula: individua­lismo en literatura, l ibertad del arte, a b a n d o n o de las fórmulas enseñadas, personal originalidad. Todo el que profese la sinceridad artística, concluye, estará dispuesto a aceptar este programa.

En Colombia predominó, sin interrupciones, la idea de oposición entre poesía moderna y solidaridad social. Ni Silva, ni Valencia, ni Londoño, ni (Astillo, tuvieron dentro de sus proyectos estéticos el de dar voz a sentimientos y anhelos colectivos. Carrasquilla fue uno de los cjue más duramente censuró esa posición de los modernistas colombianos, que no

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fue necesariamente la de tocios los congéneres del continen­te. Darío y Lugones, por citar sólo dos ejemplos, ampl iaron su registro hasta alcanzar resonancias sociales, sin ceder lo más mín imo en sus presupuestos estéticos. Precisamente en respuesta a Carrasquilla, en una "Contrahomil ía" publi­cada en Alpha (Medellín, mayo de 1906), Max Grillo acen­tuaba el carácter aristocrático de Sa poesía de Silva. Decía del "Nocturno" que era "esencialmente decaden te" y que, en consecuencia, nunca sería popular. "Dios nos libre •---añadía— de los poetas cuyos versos son todos canta­bles al son del tiple y la bandola" . Nada dice de los versos recitables, pero es ele suponerse cjue clasifican en la misma categoría. Y hoy se sabe qué tan recitables son los poemas de Valencia e, incluso, los de Silva. Y qué tan profunda-m £*T\ iar7i n p r í P T I / ^ r ! f± r n i i n n r ' . i n t p u n fi /=> TTI i~\r\ l u v m v . p v i L V , I I V , L I V . I V I I , H C I I U H I L ' . . L*. J. I L i v . . i u p \.s ,

popular. Siempre se dijo, y todavía hoy se repite, que hay una

palmaria incompatibilidad entre el florecimiento de una literatura tan refinada y exquisita como la de ios moder­nistas y las condiciones histórico-sociales del país en ese momento. "En Colombia sucedió un curioso fenómeno. digno de anotarse toda vez que se estudie la corriente modernista. Esta modalidad literaria tuvo su florecimiento mas extraordinario, y desperté) los más apasionados fervo­res en momentos en cjue, dividida la nación en dos bandos implacables, la guerra civil se extendía sobre todo e! haz de la república. En aquellos días aciagos, cuando llegaba .hasta Sos cenáculos el eco de los episódicas sangrientos. nuestra literatura alcanzó el más alto grado de refinamien­to, y la extravagancia uno su templo y sus admiradores". La afirmación anterior se encuentra en un articula de M. A. Carvajal, "El modernismo literario en América Launa", publicado en la revista Cultura de Bogotá en marzo cíe 191 5. Todo parecería indicar que estos países "incipientes" v "serricultos" eran los menos propicios para la aparición de una literatura sutil y complicada como la de los mocler-

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nistas. Sin embargo, Carvajal sostiene una tesis verdadera­mente paradójica: el contraste entre las clases cultas y las masas que vegetan en la más extrema ignorancia, la monoto­nía de la vida ordinaria asaltada a intervalos por motines y revoluciones frecuentes, la "abulia de la raza" y la "lan­guidez" que produce un paisaje de natural exuberancia, la deficiencia y superficialidad de la instrucción son todos factores qtie "fomentan el análisis desprovisto de método, excluyen la continuidad de esfuerzo que exige el cultivo de la literatura clásica, conducen a la desordenada lectura de poetas y literatos de diversas lenguas, a la exaltación imaginativa, a la exageracicm de las tendencias, a la fina percepción de los matices, a la creación fragmentaria y múltiple, a la delicuescencia emocional, en fin, a una literatura decadente". La teoría de Taine, que si alguna vez pareció francamente desmentida en su presupuesto de una fatal concordancia entre medio y creacic'm artística, lo fue sin duda en estas democracias turbulentas que pro­crean, según F. García Calderón, escritores de estilo precioso, poetas refinados y analistas, resultaría com­probada, con los argumentos de Carvajal, por la vía más indirecta y tortuosa. El decadentismo no sería esa cosa exótica, en abierta pugna con el medio, sino el producto "natural" del mismo, dados los supuestos de tal análisis. Mezclando elementos sociales como la educación, natu­rales como el entorno geográfico, raciales e, inclusive, políticos e históricos, el articulista llega a una conclu­sión de todas maneras nada convincente.

En el otro extremo, más persuasivo por la seducción de su gracia v su estilo, Tomás Carrasquilla asegura que toda flor decadente cpie se dé en estas tierras es flor de inver­nadero, obtenida por medios artificiales, pues el ambiente-no da para tales "chifladuras" y excentricidades. Puesto que ninguna analogía es posible encontrar entre Medellín v París, puesto que alguna diferencia va del alma de los franceses a la de los colombianos, y más aún del carácter

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y el es tado de cu l tu ra de la u n a a la o t ra , Carrasqui l la concluye q u e la inf luencia na tu ra l del m e d i o ha sido sust i tuida, a r t i f ic ia lmente , po r la inf luencia y suges t ión de los l ibros ex t ran je ros . Ni s iquiera Bogotá sería, según el novelista a n t i o q u e ñ o , tierra propicia para tales tras­plantes. Y si la j a rd ine r í a decadentis ta ha logrado algún resultado, ha sido por medio de incubadoras e invernácu­los. El modern i smo es, para Carrasquilla, un proceso anti­natural , violatorio de "las leyes inmutables de la vida". Sin embargo , lo que este autor condena con el n o m b r e de decadent i smo no coincide exac tamente con lo que hoy en t endemos por l i teratura modernis ta . Sus objeciones van dirigidas a la imitación de los autores europeos en tonces de moda, no cont ra los cambios formales o cont ra la novedad en sí. Carrasquilla tenía una concepción muy c laramente histórica de lo literario y se compor taba como un enemigo de las verdades absolutas, tanto o más que los mismos modernis tas . El núcleo esencial de su pensamien to se sostenía soure una concepción universal del h o m b r e , expresada en cada caso bajo las apariencias regionales y de época cor respondientes a cada escritor y a cada obra. Habr ía suscrito, por ejemplo, los principios que P. E. Coll formuló como ideario del decadent i smo. No así los que Max Grillo consideraba básicos de esa tendencia : fatiga con lo existente y búsqueda de originalidad, cultivo de la sensualidad y ref inamiento de las emociones, interés por el detalle con pr ior idad sobre el conjunto, l ibertad indivi­dual en menoscabo de autor idades y modelos , cosmopoli­tismo y debi l i tamiento de las nociones de patr ia y raza ("Literaturas en decadencia", en Revista Contemporánea, Bogotá, No. 2, noviembre de 1904). Individualismo, liber­tad y expresión personal serían u n a adecuada formulación de lo que Carrasquilla en tend ía por "mode rno" en litera­tura. Cosmopoli t ismo, ref inamiento y sensualidad como programa le resultaban no sólo ajenos sino chocantes . Prefería a Silva; encon t raba artificioso a Valencia. Hoy no

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vemos a Carrasquilla tan lejos del modernismo; lo que él rechazó como decadentismo nos sigue pareciendo, casi siem­pre, el lado verdaderamente caduco de ese movimiento12.

12. "A más de este poder mágico de hacer surgir la palabra con todas sus cualidades de ente vivo y soberanamente libre, poseía Carrasquilla la virtud maravillosa del ritmo de la prosa (...) En Carrasquilla había una correspondencia armónica entre el sentido de las voces por él usadas y su secreto valor prosódico. Es arriesgado en su prosa cambiar la posición de una palabra. Se corre el riesgo de trastornar el valor sugestivo, la significación íntima de la frase". En estas apreciaciones, escritas por Sanín Cano en 1952, la obra de Carrasquilla aparece juzgada con categorías que pertenecen evidentemente al modernismo: libertad, ritmo, armonía entre el sentido de las palabras y su valor prosódico, poder mágico y sugestivo. Es decir, exaltada por sus cualidades estéticas, inde­pendientemente de los atributos realistas que ios críticos acostumbran resaltar en ella.

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"El arte verdadero", escribió Sanín Cano en su célebre artículo "Néiñez poeta" publicado en La Sanción el 21 de abril de 1888, es el arte "sin mezcla de tendencias docentes", "el arte por el arte", el que "antepone el sentido de lo bello a toda otra clase de consideración"1. Era, probablemente, la primera vez que se argumentaba de esta manera en Colom­bia, poniendo la belleza como objeto exclusivo del arte, excluyendo cualquier finalidad docente y utilizando un con­cepto tan extraño a la tradición literaria colombiana como el de "arte por el arte". Años más tarde, en su aun más radical ensayo "De lo exótico"2, insiste Sanín en que el arte ha de ser considerado un fin en sí mismo y no como un medio. Y, con la intención de trazar una frontera entre la literatura moder­na y la tradición, afirma que el arte ya no podrá ser utilizado como "un recurso de dominación" ni como un servidor de

1. En este número de La Sanción aparece solamente la primera parte del artículo. Puede leerse completo en Escritos, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1977. págs. 41-64.

2. Revista Gris, Bogotá. No. 9. septiembre de 1984, págs. 281-292.

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cansas políticas. El argumento más enfáticamente subrayado contra Núñez es jjrecisamente ése: "para él, el arte, más que otra cosa es un utensilio político de que ha hecho uso con muy buena pro", algo que, sin duda, podría afirmarse de cual­quier escritor de la época, con la posible excepción de Silva. Sin olvidar que tan venerable tradición se prolonga, invenci­ble, hasta nuestros días.

La sensibilidad jíara la forma artística en sí misma, tomada como "una flor inútil", lo bello en su autonomía respecto de toda finalidad moral, religiosa o política, se presenta como el sello mismo de la modernidad, en contraposición al concep­to de "lo verdadero en lo bello", sostenido por Tomás Carras­quilla en su primera "Homilía". Y en contradicción abierta con las posiciones escolásticas del otro adversario implacable del modernismo en Colombia, Luis María Mora: "La verdad —escribe Mora— es lo que buscamos en los escritores gran­des y pequeños. Es ése el pan con que queremos nutrirnos, y si él falta en los libros, de nada nos sirven nuestras largas horas de vigilia. La verdad, o por lo menos el deseo de buscarla en las cosas y en nosotros mismos, entre el confuso vaivén de nuestras sensaciones, es la marca de fuego que hace duradero el pensamiento de los hombres de genio'"'. Las concepciones de Carrasquilla y de Mora parecerían idénticas a primera vista, pero difieren radicalmente. AI novelista ant ioqueño habría que ponerlo hoy, y ya no hay paradoja en ello, mucho más cerca del lado modernista que de la orilla opuesta pomposamente denominada por Mora "humanismo clásico". Para Carrasquilla, lo "verdadero" es la fidelidad a la realidad, a la vida cambiante y múltiple; para Mora, es la fidelidad a un principio eterno, teológico, cjue imjjlica la sujeción del arte al dogma y a la ortodoxia religiosa: "sólo es bello lo que siempre es bello", afirma Mora con un laconismo digno de

3. Luis María Mora, Los maestros de principios de siglo, Bogotá, Ed. ABC, 1938, pág. 92.

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una sentencia eterna1. Para él carecía de sentido la pregunta de algunos de sus contemporáneos: "¿cómo ser moderno?" Y más aún la imagen baudeleriana de la modernidad como una rueda cjue gira sin cesar. No se le habría ocurrido tomar en serio la afirmación de que lo bello intemporal no es sino la idea de lo bello, cont inuamente producida y abandonada por el pensamiento del hombre, en perpetua transformación, molida en la rueda implacable de la historia5. El clásico, para él, es el que imita modelos eternos; el moderno, el que imita "no lo mejor, sino lo líltimo'A

Refiriéndose a los escritores de Antioquia, afirmaba el modernista Víctor Manuel Londoño, cjue "entre éstos no medrará esa estética sutil que supone belleza intrínseca en los vocablos, aparte de todo significado ideológico"7. La in­sensibilidad de los antioqueños para la belleza de las formas sin utilidad era un axioma por aquellos años iniciales del siglo en los que ya comenzaban a aparecer los primeros poemas de León de Greiff. Carrasquilla salía por entonces al paso a las concepciones esteticistas con su idea de un realismo arraigado en la vida social concreta. Si no hay verdad, decía, no queda sino juego formal, "obra imaginativa curiosa, eru­dita si se quiere, divertible acaso; pero sin trascendencia, sin filosofía, sin utilidad". El arte, según él, ha de tener "fines altrnísticos y humanitarios", ha de ser maestro de la vida, ejemplo de belleza moral, lazo de comunión entre los hom­bres. Carrasquilla fue, en la época del modernismo, y contra

4. Ibid., pág. 91. 5. En "Le peintre de la vie moderne" dice Baudelaire: "C'esí id une belle

occasion. en vérité, pour étahlír une théorie rallo/melle et historique du beau en opposition avec la théorie du beau iinique et ahsolu" (Oeuvrcs completes. Paris, Gallimard, 1961. pág. 1164). Sobre este tema, véase H.R. lauss. "Tradi­ción literaria y conciencia actual de la modernidad, en La literatura como provocación, Barcelona, Península, 1976.

6. Luis María Mora. op. cit.. pág. 95. 7. Revista Trofeos. Bogotá, mayo de 1907.

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él, uno de los más fervientes defensores de la utilidad social de la literatura, con argumentos que se apartaban definitiva­mente del moralismo a ultranza o del dogmatismo escolás­tico que aún sobrevivía, r enuen te a cortar los vínculos que hacen de la l i teratura una "sierva de la teología".

Carrasquilla desata el nudo que sujeta el arte a lo inmutable y trascendente. El compromiso del realista es con la historia, con lo real en su acepción de un aquí y un ahora socialmente determinados. "En este columpiarse de las almas, de aquí para allá —escribe Carrasquilla en una carta al poeta moder­nista ant ioqueño Abel Fariña—, en este invertirse de posturas y lugares; de hallar puntos distintos de vista y nuevas condi­ciones de observación, debe consistir, Fariña amigo, el palpi­tar febricitante de todas las existencias. El cristal es muy límpido y hermoso; pero es la imagen de la muerte"8 . El maestro del realismo comparte con los modernistas lo que éstos tienen de verdaderamente modernos: como no encuen­tra valores ideales inconmovibles y todo lo ve invertirse según posturas y lugares, puntos de vista y condiciones de observa­ción, proclama como líltimo reducto firme de la literatura, precisamente, lo cambiable, lo que se columpia de aquí para allá.

Razón tenía José Manuel Marroquín en sus Lecciones elemen­tales de retórica y poética, publicadas en 1893 y destinadas a servir de guía pedagógica a la juventud, en sus advertencias contra el realismo. Éste, según Marroquín, es "como todos los modos de escribir nuevos", un "hijo del hastío" propio de "los hombres de nuestra época". Realismo y decadentismo se hermanan en su falta de idealidad, es decir, de valores eter­nos. Por ello, las obras realistas tampoco son recomendables para la juventud, pues "pintan la naturaleza en toda su verdad, sin idealizar nada" y, según el precepto de Marro­quín, "no admitimos que la representación viva de los desór-

8. Revista Alpha. Medellín No. 7, agosto de 1906, pág. 280.

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denes morales sea buen medio de corregir las costumbres. Es demasiada candidez pretender que los hombres (señalada­mente los jóvenes) se pongan a sacar consecuencias morales cuando se les hace contemplar el vicio cara a cara. Lo natural es que los incentivos de las pasiones perversas que se les ponen delante exciten en ellos esas mismas pasiones. Nada corrompe como los malos ejemplos, y ¿qué es recibir un mal ejemplo, sino contemplar el vicio en alguna de sus manifes­taciones?"9. También Miguel Antonio Caro pensaba que "el arte requiere como elemento esencial la idealidad"10, según Antonio Gómez Restrepo. Esta es condición indispensable para que su contenido se mantenga "religado" a lo trascen­dente. "Todo ideal —escribe Caro— es directa o indirecta­mente religioso, porque todo ideal es en sí mismo superior a la materia, y supone en quien lo concibe una elación, un arrobamiento"11 . Pero es el discípulo, como suele suceder, quien extrae las últimas consecuencias de la enseñanza del maestro y las exjrresa sin atenuantes: "el amor a ciertos j^rincipios, fundamentos inconmovibles de ia ciencia, ia mo­ral y el arte, no pueden existir sino en ciertos espíritus de antaño, que aún aman la religión, profesan la doctrina de Tomás de Aquino y leen con deleite los clásicos latinos"12, especie de síntesis, en blanco y negro, que adeudamos a la prosa inequívoca de Luis María Mora.

9. José Manuel Marroquín, Lecciones elementales de retórica y poética. Bogotá. Librería Colombiana Camacho Roldan & Tamayo, Imprenta La Luz, 1893. págs. 100-101.

10. Antonio Gómez Restrepo, Crítica literaria (Biblioteca Aldeana de Co­lombia), Bogotá, Ed. Minerva S.A., 1935, pág. 24.

11. M. A. Caro, "La religión y la poesía", Artículos y discursos, Bogotá, Ed. Revista Bolívar, 1951, pág. 367.

12. Luis María Mora. op. cit., pág. 139.

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II

Argumentos parecidos se escucharon en el debate sobre el impresionismo en Bogotá, a propósito de la exposición de Andrés de Santamaría en 1904. Es de nuevo Sanín Cano quien pone los términos de la discusión en el punto más agudo, frente a sus moderados contrincantes Max Grillo y Ricardo Hinestrosa Daza. "Cuando los impresionistas vinie­ron a representar las cosas como ellos las veían, ya era t iempo de que la pintura se atreviese a ser lo que no había sido sino pocas veces y eso a manera de ensayo. Era tiempo de que la pintura fuese sencillamente la pintura. ¡Había sido tantas cosas! La habían usado para enseñarnos. La habían sometido a torturas extrañas para que representase sistemas filosóficos o enmarañadas concepciones teológicas. Sirvió para transmi­tir al futuro las hazañas de los héroes. Y el poema de la luz, los acordes misteriosos de las notas del color resultaban de cuando en cuando en la obra de los videntes, pero el pintor no se había puesto todavía a hacerlos concienzudamente y ex profeso"13. Autonomía de la pintura, destrucción de sus antiguos lazos de dependencia con respecto a la historia, las ideas, las creencias, la "verdad": tanto el lenguaje como los conceptos utilizados hacen pensar en una proyección de la polémica literaria sobre el campo del arte pictórico. El repro­che más grave que se hace a los impresionistas tiene que ver con la representación de la realidad "tal cual es". La estética de la reproducción exacta, responde Sanín Cano, termina en un atolladero: "¿sabemos nosotros cómo es el mundo real?" Y añade algo que ya había dicho con respecto a la poesía: "lo que importa, en materias de arte, no es hacer verdadero o real, ni siquiera semejante, sino hacer hermoso".

de ! 3. La polémica tuvo lugar en las páginas de la Revista Contemporánea _.. Bogotá, dirigida por Sanín Cano, en los números 2 y 4 del volumen I, y 1 y 3 de! volumen II, 1905.

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Max Grillo había lamentado en la pintura de Santamaría cierta ausencia de emoción. Sanín Cano advierte en tal recla­mo una velada nostalgia de la anécdota, de la lección de historia, del elemento literario, todo ello extraño, en esencia, al arte de la pintura, y resultado de una "transposición". El valor de los impresionistas consiste, precisamente, según él, en que "lograron desinteresarse de cuanto no fuera la armo­nía del color, la belleza del mundo , la transparencia del aire, la inasequible vibración luminosa de las auroras, y el dulce esplendor con que nos iluminan los fríos arreboles del oto­ño". Ni más ni menos que el modernismo en pintura, el arte puro, expresado, para que no queden dudas, en una serie de sinestesias, imagen favorita de los simbolistas. La pintura académica, por el contrario, vacila "entre la lección de histo­ria, ia enseñanza moral y ia obra de arte pictórico". Hablar de emoción cuando se trata de arte es, para Sanín, "excusar con una palabra suave la invasión de un elemento literario en la obra pictórica".

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lado de Grillo, confiesa que los argumentos de Sanín Cano le parecen "una mera realidad verbal, sin sentido". Y agrega: "qué pueda ser la hermosura divorciada de lo verdadero, de lo real y aún de la semejanza; mejor dicho, cómo pueda haber hermosura, sin ninguno de estos elementos, es un concepto extraño a las capacidades de mi espíritu". Hinestrosa no duda en emparentar el impresionismo con la "decadencia", pala­bra que fue por mucho tiempo la punta de lanza contra el modernismo en Hispanoamérica. "Hay en la obra del impre­sionismo mucho de extravagancia nacida de la necesidad en que están quienes lo han probado todo de que venga algo nuevo a liberarlos de su hastío". Se trata, pues, en el fondo, de la misma polémica sobre la autonomía del arte y los escozores que produce son los mismos que ya había suscitado en la palestra literaria, si bien es cierto que los adversarios del impresionismo se sitúan en un contexto mucho más moder­no que Mora o Marroquín. Eran, de hecho, defensores del

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modernismo literario, colaboradores de la Revista Contemporánea y, en el caso de Grillo, poeta "decadente" y director de la publicación quizá más importante del movimiento en Colom­bia: la Revista Gris. Sin embargo, frente al radicalismo de Sanín Cano, nunca temeroso de ir hasta las implicaciones últimas de una posición teórica, aquéllos parecían moderados y deseosos de rescatar algo del naufragio histórico de la tradición.

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El tema regresa, pues, constantemente, a los debates lite­rarios y artísticos de la época en Colombia. Una discusión que, en Europa, se había iniciado durante el romanticismo y ocupado gran parte del siglo XIX. Delacroix, el gran pintor romántico, había sido acusado por Máxime du Camp de ser el inventor de "el color por el color". La historia de la humani­dad, según el crítico, le habría servido al artista sólo como pretexto para la combinación de matices. Y Lamartine, con ocasión de la muerte de Alfred de Musset, en 1857, lamentaba que éste, como la mayoría de sus contemporáneos, no se hubiese preocupado por expresar las creencias religiosas y patrióticas de su época, olvidando los fines sociales de su arte por cuidar excesivamente las cuestiones de la forma.

La fuente, sin embargo, de donde provenían más inmedia­tamente las ideas del "arte por el arte" era Baudelaire. Gautier escribe sobre él que "defendía la autonomía absoluta del arte y no admitía que la poesía tuviese otro fin que ella misma y otra misión que cumplir que excitar en el alma del lector la sensación de lo bello, en el sentido absoluto del término"14. De Baudelaire proceden directamente afirmaciones como aquélla

14. Baudelaire por Gautier, Gautier por Baudelaire. Madrid, Nostramo, 1974, pág. 40. Introduje variantes en la traducción para lograr una mayor cercanía al texto original.

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de que el fin de la poesía no es la verdad sino ella misma y que aun en el caso de hallar juntos lo verdadero y lo bello, éste serviría únicamente para quitarle todo el poder y la autoridad al primero. Cuando el poeta busca un fin moral con su obra está condenándola, por anticipado, al fracaso, según él, pues lo que le espera como pena por invadir terrenos ajenos, ya sean éstos morales, religiosos o científicos, es la muerte. "El principio de la poesía es, estricta y sencilla­mente, la aspiración humana hacia una belleza superior"15. No puede haber poema más noble, ni más digno de su nombre, ni mejor, que el que se escribe únicamente por el placer de escribir un poema. Lo demás, según Baudelaire, es herejía. Ante todo, la "herejía de la enseñanza": creer que la finalidad de la poesía es enseñar algo, perfeccionar las costumbres o demostrar algo útil. Y luego, como corolarios inevitables, la herejía de la pasión, de la verdad, de la moral.

En realidad, es difícil, por no decir imposible, encontrar en Colombia, y aun en Hispanoamérica, un poeta dispuesto a suscribir las formulaciones baudelerianas en términos tan radicales. El mismo Sanín Cano matiza convenientemente sus afirmaciones que son, sin embargo, las más audaces de la época en nuestro medio. Rubén Darío, que debió defenderse de acusaciones exageradas de decadente, confesaba en su prólogo a El canto errante (1907): "Jamás he manifestado el culto excesivo de la palabra por la palabra". Con un grano de ironía trae Sanín Cano la cita y comenta: "no hay para qué sincerarse: el culto excesivo de la palabra en el artista literario está justificado por las mismas razones, por los mismos senti­mientos que el culto excesivo del color y la línea de parte de los pintores"10. Uno de los ensayos más conocidos del gran crítico colombiano, "El descubrimiento de América y la hi-

15. Baudelaire, "Nuevas notas sobre Edgar Poe", en Escritos sobre literatu­ra, Barcelona, Bruguera, 1984, pág. 261.

16. "Rubén Darío", en Escritos, pág. 610.

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giene", contiene una afirmación desconcertante: dice que en la América precolombina se conoció, por parte de algunas civilizaciones indígenas, un esteticismo muy cercano al de los más refinados decadentes europeos del siglo XIX, pues "da­ban más valor a lo bello que a lo útil", en lo cual coincidían con Gautier, con Flaubert y con el cenáculo de los estetas ingleses. Estas opiniones, precisa el autor para despejar du­das, no son producto del humor ni de la imaginación. Y cita a renglcm seguido un serio tratado de etnografía en alemán17. Las raíces históricas del esteticismo en América serían, según eso, bastante más profundas que la influencia decadentista europea. Con razón los Caro y los Marroquín y los Gómez Restrepo, en su lucha contra las tendencias modernistas en la literatura colombiana, se empeñaron en resaltar la heren­cia clásica hispana. Las amenazas decadentes se encarnaban hasta en los fantasmas de la prehistoria.

IV

En el prólogo de La lira nueva (1886), antología que señala para algunos el inicio del modernismo en Colombia18, Rivas Groot no toma en consideración para nada la cuestión de la autonomía como rasgo definitorio de lo moderno. Por el con­trario, refuerza la idea de una poesía "comprometida", guardia-na de las libertades civiles, abierta al progreso científico, en lucha por las conquistas sociales, religiosas y patrióticas. Todo lo con­trario de lo que exigía Sanín Cano. El modelo de poeta para Rivas Groot era, sin duda, Víctor Hugo y no Baudelaire19.

17. Ibid.. pág. 162. 18. Héctor Orjuela. La obra poética de Rafael Pombo. Bogotá. Instituto

Caro y Cuervo, 1975. pág. 59. 19. losé María Rivas Groot, La lira nueva. Bogotá, Imp. de Medardo Rivas.

1886.

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Un hombre como Juan de Dios "El Indio" Eiribe, revolu­cionario en política pero convencional en sus preferencias literarias, no encontró en La lira nueva nada que ofendiese sus gustos. Apenas alcanzó a notar una cierta tendencia al artificio —y no especialmente en los poetas de esta antología sino ya flotando en el ambiente— que amenazaba, según él, con asfixiar las ideas "bajo el peso de la pompa". En el artículo que publicó en el periódico La Siesta, el mismo año de la aparición del libro, se muestra complacido por la preeminen­cia que mantiene Víctor Hugo entre los jóvenes poetas y sobre todo, por la aureola de benefactores humanitarios y de abanderados de la libertad que atin conservaban éstos sobre sus cabezas. "Es grato —dice en su peculiar estilo— escuchar los cantos de la juventud llena de vida, para pensar que el rigor prevalece y que en la borrasca no se han ido las bellas y generosas canciones", aludiendo al turbulento ambiente de guerra civil que vivía entonces la nación20.

Silva mismo, en De sobremesa, pieza maestra del decadentis­mo si las hay en nuestra nistoria literaria, nace exclamar a su personaje José Fernández, invocando precisamente a Victor Hugo y lamentando que los poemas de éste hubiesen caído en el menosprecio o en el olvido: "Moriste a tiempo, Hugo, padre de la lírica moderna; si hubieras vivido quince años más, habrías oído las carcajadas con cjue se acompaña la lectura de tus poemas animados de un enorme soplo de fraternidad optimista; moriste a tiempo; hoy la poesía es un entretenimiento de mandarines enervados, una adivinanza cuya solución es la palabra nirvana"21. Sin embargo, éste es sólo un momento en la continua oscilación del personaje. Más frecuente es el contrario: la fascinación por la forma rara

20. Juan de Dios Uribe, "La lira nueva" en Su Obra. Medellín. Ed. Universo. 1972, págs. 331-336.

21. José Asunción Silva, Poesía y prosa, Bogotá. Instituto Colombiano de Cultura, 1979, pág. 252.

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y sugestiva, que se dirige a la sensibilidad antes que al racio­cinio; jDor el arte que hace soñar e imaginar, como es el caso de la poesía simbolista, mejor que por aquél que incita a la acción, como lo sería la poesía de Hugo. Haciendo eco a Mallarmé, Fernández llega a pensar que no es la poesía la que tiene un propósito diseñado por fuera de ella misma, en el mundo real, sino al contrario, "que el universo tenía por objeto producir de cuando en cuando un poeta que lo cantara en impecables estrofas"22.

Pedro Henríquez Ureña, en su obra Las corrientes literarias en la América Hispánica, denomina "Literatura pura" el perío­do comprendido entre 1890 y 1920. "Los jóvenes —dice— adoptaron una actitud severamente estética frente a su arte y decidieron escribir poesía pura (...), una poesía liberada de esas impurezas de la vida cotidiana que tantas veces arrastra­ron consigo los versos románticos"23. Después del modernis­mo, la literatura del continente siguió, según el mismo autor, dos caminos: "uno en el que se persiguen fines puramente artísticos; otro en el cjue los fines en perspectiva son socia­les"24.

En Colombia, los fines sociales tenían una tradición aún viva en la poesía de Rafael Pombo, quien murió dieciséis años después de Silva, en 1912. Todo un programa social que incluía la defensa de la tradición, el mejoramiento de las costumbres v, ante todo, el inculcamiento de la doctrina

22. Ibid.. pág. 162. 23. Pedro Henríquez Ureña, Las corrientes literarias en la América Hispá­

nica (Obras completas, tomo X, Santo Domingo. Universidad Nacional P .H. U., 1980, pág. 216.

24. Ibid., pág. 232,

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católica en la conciencia de los hombres, da contenido y uso a la obra del escritor romántico, aún considerado por mu­chos como la cumbre de la lírica colombiana. De tales fines estaba imbuida su estética hasta el punto de identificar poesía y religión como "dos revelaciones de una misma verdad", "dos faces de un mismo astro".

No hay razón para sorprenderse con las actitudes y convic­ciones de Pombo. La habría, tal vez, para desconcertarse con las de Guillermo Valencia, él sí un representante, al menos por contemporaneidad, del período señalado como "litera­tura pura" en la cita de Henríquez Ureña. A menos que se comprenda que, en Valencia, el conservatismo en estética y el conservatismo en política son también "dos faces de un mismo astro". "Soy conservador por estética", confesó él mismo alguna vez.

Para Valencia, la autonomía poética no es posible, pues la poesía no es más que "la forma graciosa en que culminan procesos anteriores de mayor trascendencia"25. Siempre man­tuvo ei maestro payanes un concepto oecorativo UC ia poesía, como si la función de ésta consistiera en "revestir de galas" un pensamiento "anterior y trascendente". La belleza poética es "la flor del árbol de la sabiduría", efímera vestidura, por tanto, en relación con el firme tronco de los "valores eternos" al que adhiere. Esta metáfora vendría a aproximar, inespera­damente , a dos enemigos en apariencia irreconciliables: el "modernista" Valencia y el "clásico" Luis M. Mora. Aunque éste último no lo reconoció así y vio enlazados en aquél, "a maravilla", "el poeta anarquista y el político reaccionario"26.

Una extraña alegoría utilizó el poeta de Rilospura. dilucidar las conexiones entre forma y contenido en el arte: "los indígenas del África austral —escribió en su famosa "Réplica

25. "Réplica a don Lope de Azuero". en Panegíricos, discursos: artículos, Armenia, Villa Ramírez y Marín Editores, 1933. pág. 72.

26. Luis María Mora, op. cit.. págs. 138-139.

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a don Lope de Azuero"— advierten la decadencia del león al notar en su eliminación alimenticia, presencia de vegetales. Las páginas literarias han servido para determinar la deca­dencia creadora del tipo humano antivisual, filosófico y cons­tructivo abstracto"27. La eliminación alimenticia depuesta en las publicaciones literarias permitiría, en consecuencia, de­tectar que la nutrición espiritual ha rebajado en calidad: de la carnívora dieta de las ideas se ha pasado a la vegetariana del arte puro que se reduce a meras sensaciones. Llamar "decadencia" a este cambio de "hábitos alimenticios" no carece de implicaciones, más aún si lo referimos a otras metáforas empleadas por Valencia para designar la moderni­dad. Si el arte es expresión de la sensibilidad, las reacciones de ésta se definen por su carácter inestable y sujetivo. Sensi­bilidad traducida a imágenes es la poesía; el contenido uni­versal no puede venirle, por tanto, sino de las ideas. Todo el valor artístico está, pues, en "el exterior ropaje de cada pensamiento"28 , ya que las ideas no son patrimonio del poeta sino que se gestan en otras esferas de la actividad humana .

La literatura moderna se distingue por lo "engañoso" de su saber, según Valencia; y la compara con esas "fosforescen­cias de las plantas marinas que flotan deslumhrando con reflejos extraños a los ojos incautos"29. La cita se encuentra en el "Discurso ante el cadáver de Miguel Antonio Caro", circunstancia no casual si se tiene en cuenta que fue Caro la figura que encarnó, por excelencia, el antimodernismo en Colombia. Y Valencia lo destaca, al contraponer a las fosfo­rescencias engañosas de las plantas que flotan a la deriva en el mar, otra vez la imagen del árbol de la "ciencia sólida", robustamente asentada, que hunde sus raíces en el suelo clásico. Los "alimentos terrestres" de que se nutre no podrían

27. Guillermo Valencia, op. cit. pág. 72. 28. Ibid.. pág. 82. 29. Ibid., pág. 117.

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ser otros sino "aquellos jugos misteriosos" de la antigüedad. Con lo cual se esclarece el sentido de la alegoría leonina. "Me he nutr ido de raíces griegas", es lo que pudo haber respon­dido el "león clásico", Miguel A. Caro, a la pregunta por la causa de "tanta lozanía en sus producciones literarias", mien­tras que el moderno tendría que contestar señalando el "manzanillo envenenado" de las impresiones fugaces, com­paradas también por el orador poeta con un "caleidoscopio" que se agita y cambia y no permite discernir lo accesorio de lo esencial, lo mudable de lo permanente . Este fundamental antimodernismo se da en Valencia simultáneamente con su condición —apuntarlo es ya un lugar común— de "orfebre enamorado de la forma".

La modernidad, empero, no consiste tanto en "pulir un verso" sino en "sacrificar un mundo", para decirlo con pala­bras del mismo Valencia30. Ser moderno es sospechar que la realidad ya no puede comprenderse en términos de totalidad armónica llena de sentido; es, utilizando de nuevo un verso del mismo poema, "amando los detalles, odiar el Universo". El verdadero esteticismo, como lo fue el de Silva, ve en el m u n d o sólo formas, y detrás de ellas nada más que interro­gantes sin respuestas precisas, "fuerzas ocultas, silenciosas, luces, músicas y sombras", "pasos de caducas formas", "senos ignorados" donde "vida y muerte se eslabonan", según escri­be Silva en un poema tan temprano como "Resurrecciones", publicado en LM lira nueva. O como en aquél otro que se titula "¿...?", donde las estrellas —"mundos lejanos, flores de fan­tástico broche, islas claras en los océanos sin fin ni fondo de la noche"— tiemblan en el vacío y se niegan a revelar su secreto. ¿Cómo leer estos poemas si entendemos su forma en el sentido de "bello ropaje" para una idea anterior y ajena?

30. Guillermo Valencia, "Leyendo a Silva", en Obras poéticas completas. Madrid, Aguilar, 1952, pág. 45.

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¿No es su forma, precisamente, la interrogación, y su conte­nido los puntos suspensivos entre los dos signos de pregunta?

Fue Nietzsche, tan leído y citado por Sanín Cano, por Silva y por Valencia, quien escribió que "se es artista a condición de que se sienta como un contenido, como la 'cosa misma', lo que los artistas llaman la forma. Por ese hecho se pertenece a un mundo invertido; pues ahora todo contenido nos resulta como p u r a m e n t e formal c o m p r e n d i d a nues t ra p rop ia vida"31. Es de ese sentir, vivamente experimentado por Silva, de donde procede el sacudimiento de sus poemas citados. Un mundo invertido en el que las estrellas no son más los puntos de referencia dantescos de un viaje por la trascenden­cia, sino los instantes luminosos de una suspensión en el vacío. Nada hay en la poesía de Valencia que atestigüe una experiencia así.

VI

De un artículo sobre Julio Flórez, aparecido en la Revista Gris en 1893, entresacamos la siguiente cita, en la que se evidencia el terreno cedido por el moralismo y el didacticis-mo en la literatura colombiana de fin de siglo: "en igualdad de circunstancias, soy de los que prefieren una poesía de hermosa forma y sin mucha 'alma' a una incorrecta y desati­nada, por grande que se advierta su fondo"32. Adviértase lo que esto significa en una evaluación crítica sobre la poesía de Julio Flórez, cuyo desaliño formal fue la expresión ideológica de una sobrevaloración romántica de la espontaneidad y del sentimiento. Así comenzaban a penetrar las nuevas concep-

31, Aforismo de 1887-1888, citado en Nietzsche 125 años. Bogotá, Temis, 1977, pág. 249.

32. Salomón Ponce Aguilera, "Julio Flórez y sus 'Horas'", en Revista Gris, Bogotá No. 10, 1893.

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ciones estéticas en el campo de la crítica. Sin el tajante rigor de Sanín Cano, comentaristas como Ponce Aguilera, autor del artículo mencionado, ponen de presente un cambio en la valoración literaria, cuyas implicaciones no deberían subes­timarse.

A decir vedad, la doctrina del arte por el arte no logró penetrar del todo en la literatura colombiana de finales de siglo. Pero sí lo suficiente para preocupar a muchos que la veían como una tendencia inmoral, o por lo menos amoral, en vías de invadir terrenos tradicionalmente ocupados por otras doctrinas de más ortodoxa filiación.

A comienzos de siglo, Carlos Arturo Torres desarrolla una concepción de la literatura opuesta a la idea modernista de la autonomía. En defensa de la "literatura de ideas", proclama u n a nueva alianza de la belleza y la verdad, disociadas en el modernismo. Lejos de pensar, como Baudelaire, que en la poesía "sólo hay que ver lo bello", Torres pensaba que hay que buscar también lo verdadero, pues la poesía, según él, n o es más nue "la nrovección, en el nlano superior de la inteli­gencia y del sentimiento, de los supremos trances de la vida de los pueblos, de las crisis políticas decisivas, de las concep­ciones filosóficas, de las luchas religiosas"33.

El "gusto innato de la belleza", el "instinto de la forma" y, más aún, de "la perfección de la forma", distinguen al verda­dero artista, según Baudelaire. Quien no lo es, necesita aderezar la poesía, para hacerla digerible, con los condimen­tos de la política, de la religión y de la moral. Pero éstos le son esencialmente extraños, pues el objeto de la poesía es la belleza pura y nada más. Carlos Arturo Torres sostiene, por el contrario, que la correlación entre el "pensamiento poéti­co" y la actividad política es íntima y necesaria. Cita, para ilustrar, los ejemplos de Walt Whitman, a quien llama "evan-

33. Carlos Arturo Torres, Literatura de ideas, Caracas, Emp. El Cojo, 1911, pág. 9.

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gelista de la democracia americana"; de Kipling, "revelación" del alma británica en su impulso imperialista; y el de Bernard Shaw, expresión literaria de las audacias socialistas de Lloyd George. La poesía es una fuerza esencialmente "civilizadora", según Torres, incluso "militante" de las causas sociales. Y señala que en la historia de Colombia ha sido así, desde los tiempos de Vargas Tejada, Julio Arboledayjosé Eusebio Caro, hasta los de Núñez y Miguel Antonio Caro. La obra literaria de todos esos hombres ha sido "la expresión extrema, la más característica y relevante acentuación de dogmas políticos", según Torres31. Un destino del que no escapan en Colombia sino muy pocos poetas, entre ellos Silva, el más representativo y el más puro. Después de él vendría Eduardo Castillo. Ni Pombo, ni Isaacs, ni el mismo Valencia, quedan por fuera de la caracterización hecha por Torres y que muy bien podría sintetizarse en esta breve fórmula: "cada uno de esos poetas, más que un portalira, ha sido un portaestandarte"35. De Santiago Pérez Triana, su predecesor en la Academia Colom­biana de la Lengua, elogie') Torres, en su discurso de posesión, la capacidad para armonizar la verdad y el arte, la enseñanza y el encanto, lo poético y lo trascendental, lo bello y lo fecundo. Estas palabras contienen toda su concepción estéti­ca: lo bello no es en sí mismo fecundo y trascendente; es sólo el encantamiento que atrae a la verdad. Lo "fecundo", pala­bra clave en Torres, es el pensamiento que debe vivir y alentar bajo la forma "primorosa"36.

Sin embargo, el escritor se apresura a aclarar que la "lite­ratura de ideas", como él la concibe, no necesariamente es didáctica o de tesis, sino que consiste esencialmente en poner el arte al servicio de las eternas aspiraciones humanas, de las grandes causas que son las que, en últimas, hacen grande y

34. Ibid., pág.23. 35. Ibid. 36. Ibid., págs. 35-36.

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noble la literatura. Torres viene, pues, a invertir el concepto de modernidad. Si ésta consistía, j^ara Sanín Cano, en la "emancipación" del arte con respecto a la tutela de la ciencia o de cualquier dogma, para Torres es a la inversa: "Distingüe­se nuestra época por la innegable penetración que la política, la moral, la sociología, la ciencia en fin, operan en el campo de la literatura", escribió en 191037. No se trata aquí, por supuesto, de las verdades eternas cjue proveen su esencia a las bellas formas, sino de la literatura como esjTado del debate y la confrontación de las ideas contemporáneas. Desligarse de éstas con la pretensión de que "el arte se basta a sí mismo" es un acto suicida. La amenaza consiguiente es la "infecundi­dad". Se iniciaba apenas el siglo y ya forres proclamaba cerrada la época de las "torres de marfil" que distinguieron el período modernista. A grandes rasgos, distingue ei autor tres etapas: el romanticismo francés, época de caudillos, luchadores y apóstoles, como Lamartine, Hugo y Benjamin Constant; luego vino el divorcio entre la poesía y la acción social, el retiro del j^oeta a su torre y la proclamacón del arte por el arte, con Gautier, Baudelaire y Mallarmé. La reacción no tardó demasiado. Torres cree que el momento en el que escribe marca un regreso a la acción por parte de los escrito­res y esto trae consigo una necesidad de proyectar en la obra artística ideas y anhelos, doctrinas y esperanzas, todo aquello por lo que el hombre lucha en la historia. "No son ya la política y la filosofía social las que toman a la literatura sus ideales y sus hombres —dice—, sino por el contrario, es la literatura la que invade el campo de aquéllos y a su contacto se hace más humana, más grande y más fecunda"38. La política, la filosofía y la acción humanizan la poesía. La concepción del arte por el arte tiene, en cambio, un efecto deshumanizador. Tal parece ser, entre líneas, la conclusión de la cita precedente.

37. Ibid.. pág. 40. 38. Ibid.. pág. 39.

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En los comienzos del siglo XIX prime') la "actitud militante de la poesía" y su presencia activa en la elaboración de la historia. En los años finales del siglo y en los inicios del XX, prima la influencia de las ciencias y de los problemas sociales en la literatura, de donde proviene la inspiración de los más grandes: Ibsen, Maeterlinck, Ada Negri, Guyau, éste último, por cierto, fuente de la que procede gran parte de las posi­ciones teóricas del escritor colombiano.

La materia de la que se nutre la literatura no puede ser sino la realidad viviente y las ideas cjue agitan, en un momento determinado, las mentes de los hombres. De ahí se sigue, forzosamente, que la finalidad de la literatura no puede ser otra sino consignar las aspiraciones y necesidades de una generación, por una parte; y por otra, depurarlas y ennoble­cerlas con la belleza y el brillo de la forma artística. Concep­ción eminentemente utilitaria, pero que comjDarte por lo menos un rasgo con el modernismo: no admite la imposición dogmática, pues toda afirmación aparece relativizada por la historia y sometida a análisis por un espíritu crítico que viene a ser como la impronta definitiva de la modernidad.

El legado modernista no se pierde del todo. Los maestros del modernismo crearon en el público un gusto poético del cual ya no es dado prescindir. El gran poeta del siglo XX, en su primera mitad, según lo presagia Torres al final de la j3rimera década, tendrá que ser un poeta de ideas, pero no podrá expresarse en forma oratoria, resonante y triunfal; el gusto moderno exige ahora matices, "escala cromática", suti­leza, cualidades de las que carecían los líricos anteriores a la renovación modernista, como José Joaquín Ortiz o Rafael Núñez, por ejemplo. El gusto del día podrá ser fugitivo, como una moda intelectual, pero revela de todas maneras una psicología, no fija y definitiva, pero sí válida para un momento de la historia. El gusto moderno, modelado por poetas como Silva y Darío, tiende a la exquisitez y al refinamiento, a la disociación progresiva, a lo impreciso y complicado, como reflejo del alma contemporánea. Ya quedó atrás, superada,

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la época en que predominaba el concepto de lo absoluto, las convicciones definitivas expresadas en formas tenidas por irrevocables, "la conciencia moldeada en un patrón inmuta­ble"39. Palabras como "impreciso" y "evanescencia", innecesa­rias en aquellos tiempos, se imponen hoy como el síntoma de una necesidad espiritual, propia de una generación satu­rada de cultura y presa de dolorosas inquietudes y vacilacio­nes.

"La teoría del arte por el arte, bien interpretada, y la teoría cjue asigna al arte una función moral y social, son igualmente verdaderas y no se excluyen"10, {pretende Carlos Arturo To­rres, en una aserción imposible de sostener. Otra cosa muy distinta es su convicción de que el literato no puede ser sólo un cincelador de la forma sino también, y al mismo tiempo, un educador y un pensador. Sin renunciar al esteticismo de la forma, ponerla al servicio del magisterio social. Pero esta formulación sintética, que por lo demás ya había sido pro­puesta tres décadas antes por el modernista Martí, no deja mtocada la sujouesta "verdad" dei arte jjor el arte. La niega y, a cambio, vuelve a una concepción utilitaria, más refinada sí, porque recoge la exigencia estética de los modernistas, dán­dole otro sentido. El eclecticismo de Torres lo lleva a un intento de conciliar lo inconciliable: arte por el arte con finalidad social es una contradicción en los términos.

En todo caso, su intención es proponer un nuevo ideal de escritor en Hispanoamérica, por entero diferente de la ima­gen modernista. En contraposición al "aristócrata del arte", desdeñoso del vulgo y alejado de la vida práctica, el artista comprometido en la formación de una conciencia colectiva fundada en la democracia, la tolerancia y la cultura. "La noble austeridad en el pensar, el sentimiento amplio y generoso, la honradez y dignidad del escritor, pueden ser parte no peque-

39. Ibid.. pág. 47. 40. Ibid., pág. 41.

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ña en la exaltación de los destinos intelectuales y sociales de nuestros Estados de la América Hispana", afirma41.

Si entre los escritores de la época modernista {predominó el "nietzscheísmo", Torres destaca la influencia de Guyau sobre la generación siguiente, en especial sobre José Enrique Rodé) y Francisco García Calderón. Sin mencionar las decla­raciones de un Guillermo Valencia sobre la soledad "enhies­ta" donde habita el poeta, en la más alta cima, a donde no alcanzan los aullidos de la plebe12, Torres sostiene que los nietzscheanos de América Latina no pasaron más allá de extasiarse con la belleza lírica de los sermones de Zaratustra y de adoptar poses inofensivas de soberbia desdeñosa y de adusto aislamiento propio de los fuertes ("sólo los débiles se asocian"). Guyau, por contraste, es el filósofo de la solidari­dad. De él escribió el peruano García Calderón: "Las nuevas generaciones leen a Guyau y lo comentan sin cesar, y un joven pensador, defensor brillante del idealismo y del latinismo en América, José Enrique Rodó, ha hecho graneles elogios de él en su libro Ariel, cuyo título es ya un símbolo de renacimiento y de generoso idealismo" A

Guyau, no hay que olvidarlo, ya había sido leído antes por los modernistas. Una carta de Silva a Sanín Cano, fechada en Caracas el 7 de octubre de 1894, atestigua la admiración de ambos por el pensador francés. Rubén Darío, igualmente, lo menciona varias veces en Los raros como "el admirable joven sabio" que "sacrificó en las aras de los nuevos ídolos científi­cos" y lo coloca al laclo de Max Nordau, el célebre médico vienes, en el diagnóstico del arte moderno. Darío incluye una cita textual de Guyau en la que éste se refiere a "esas literatu-

41. Ibid. 42. Guillermo Valencia, "La parábola del monte", en Obras poéticas com­

pletas, págs. 156-157. 43. Citado por Torres en Idola Fon. Valencia. Sempere y Cía. Ed. (s.f.), pág.

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ras de decadencia que parecen haber tomado por modelos y por maestros a los locos y los delincuentes"44, opinión que, por supuesto, Darío no compartía.

Torres atribuye una decisiva importancia a la contraposi­ción Nietzsche-Guyau y al influjo de éste último, "con todas sus proyecciones en el campo de la literatura, del arte, de la moral y de la política"45, como señal de un cambio de rumbo en el pensamiento hispanoamericano. Un nuevo tono se impone, mezcla de sermón laico y prosa de artista, elevado en alas de un seguro convencimiento: que el escritor está llamado a una misión histórica de alcance universal, como educador del pueblo y como apóstol de serias causas políticas y sociales. En Torres se percibe tanto como en Rodó.

El 15 de febrero de 1915 aparece en Medellín el primer número de ia revista Panida, dirigida por ei joven poeta León de Greiff. No debe carecer de significado el hecho de que en la primera página, debajo de la fecha y el nombre del director, se lea lo siguiente: "Alaben otros, ¡oh poeta!, la perfección #-| ¿i* 1 , i c - m l A r - i o í - i n / - o l i / T i e V / ' A T I T - Í I T I ¿ Í * - / - V #T ¿ Í r . . *-*- r . .—• i , n t-. . * . ¡ r . v £ . í ^ \ ^ X ^ c y x n a m v y i a o ^ . l l i v , ^ l í l \ JLCXr, . 1 W U l L i l ^ l V J U V . L 1 I LV. U U - ^ CU. V C 1 5 U

sabe hacer pensar y hacer sentir; que tu poesía tiene un ala que se llama emoción y otra ala que se llama pensamiento". Lo firma, desde luego, José Enrique Rodó. A comienzos del 900 vuelve, pues, a escucharse el llamado a la responsabilidad social del escritor, cuya resonancia parecía haberse perdido, después del romanticismo, "entre la anarquía ideológica, el pesimismo y la delicuescencia decadentista", afirma Carlos Real de AzúaA

La forma artística sirve para embellecer la idea, para refor­zar su capacidad de persuasión, de seducción: "enseñar con gracia", según la breve sentencia de Anatole France, citado

44. La carta de Silva puede leerse en Poesía y prosa, págs. 156-157. La cita de Rubén Darío en Los raros. Madrid. Aguilar, s.f., pág. 236.

45. C. A. Torres, Idola Fon, pág. 161. 46. Prólogo de Ariel (Biblioteca Ayacucho), Caracas, 1976, pág. XI.

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por Rodó. Y es el mismo escritor uruguayo quien se vale de un símil prestado a Los trabajadores del mar. se dice que los campesinos de Jersey consideraban el fuego y el agua dos elementos irreconciliables, destinados a discordia eterna, razón por la cual maldijeron el primer buque de vapor que vieron cruzar el Canal de la Mancha. Parecida enemistad atribuyen algunos a lo útil y lo bello47. Rodó, igual que Carlos Arturo Torres, está por la reconciliación de los opuestos, pero su síntesis, tal como la formulan, difícilmente sobrepasa la tradicional concepción de la bella envoltura o, con la manida imagen utilizada por Torres, del "sagrado vaso de la forma" en el que se vierte "el divino licor del pensamiento".

VII

Tal vez ningún poeta colombiano acogió tan literalmente el llamado del "arte por el arte" como Eduardo Castillo. Fue él quien mejor encarné) en Colombia la imagen del poeta ajeno a intereses y aspiraciones no estéticas y quien defendió hasta el final ese "orgullo real de ser inútil" que veía como prerrogativa esencial de la obra artística. La inutilidad es, para él, la condición necesaria de la perfección y así lo declara en el poema "La copa" que podría leerse como una especie de "arte poética" a este respecto. "Nadie con torpe labio te profana": la negativa al uso, la "intacta" belleza preservada de toda finalidad no estética, la revisten de un aura legendaria de tesoro encantado y la convierten en metáfora de la poesía. El deseo de emancipar el arte de las demandas del pt'iblico fue proclamado por Castillo insistentemente, tanto en sus poemas como en sus artículos críticos. De ello hizo una especie de profesión de fe: "éste será tu credo, artífice que

47. Ibid., pág. 22.

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labras / tu obra para ti mismo, con humildad altiva" ("Arte poética").

En un comentario sobre "Mallarmé y su poesía", incluido en el libro Tinta perdida4^, el poeta colombiano dejó consig­nada esta inequívoca reflexión sobre el valor y la función de la poesía: "¿por qué? —dirán los partidarios del arte docente y de que la poesía tenga una misión social distinta de realizar la Belleza—, ¿por qué esos versos especulativos y abstractos y esa criptografía intencional? ¿Por qué esas expresiones elíp­ticas que es menester descifrar con clave cuando la vida debe ser reproducida en imágenes concretas que se modelen lo más fielmente posible sobre la realidad de ella y cuando el poeta debe ser sencillo y diáfano para poder ejercer su acción educativa e instructiva sobre las multitudes? ¿Por qué? Senci­llamente porque ésa es tarea del profesor y del moralista. El arte, lo mismo que las flores y tantas otras cosas inútiles y bellas, no debe tener más objeto que deleitar los espíritus. Si ese deleite, por su naturaleza noble y contemplativa, mejora la condición humana, tanto mejor, pero no es ésa su misión, aunque así lo predique William James, quien —a fuer de buen yanqui— preconiza un arte utilitario y docente que sería precisamente la negación del arte". En Colombia, fue­ron Silva y Castillo quizá los tínicos que practicaron de esa manera el arte de la poesía, como una finalidad en sí misma, negándose a ponerla al servicio de cualquier otra causa que no fuese el arte mismo. Castillo traspuso estas ideas sobre la poesía a su propia imagen de poeta y la representó también en su vida, enmarcada en el modelo "decadente" de gratui-dad, desdeñoso retiro y solidaridad espiritual con una simbó­lica soc iedad de art is tas , p r e f e r i b l e m e n t e m u e r t o s y reencontrados en la soledad de la lectura a puerta cerrada. Acentuaba, a la manera de Baudelaire y Verlaine, los lados

48. Eduardo Castillo, Tinta perdida, Bogotá, Ministerio de Educación, Im­prenta Nacional, 1965, pág. 211.

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oscuros de la existencia poética, despojándola de cualquier aspecto pragmático, para enfatizar los ceremoniales del atuen­do, los paraísos artificiales del opio, las fantasías oníricas, el culto de la belleza pura. Por todo ello es Eduardo Castillo un poeta finisecular, aunque la mayor parte de su obra haya sido escrita ya bien entrado el siglo XX, entre 1915 y 1935 aproxi­madamente.

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SNOBISMO Y TRADICIÓN

"La sátira es lección, la parodia es juego", afirma Vladimir Nabokov. La sátira es una lección moralizadora, con inten­ción de mejorar la vida. La parodia es un juego de imitación, sin pretensión de trascendencia más allá del placer de imitar. En la sátira hay casi siempre indignación, en la parodia sólo burla sutil, ligereza y regocijo. Con free rienda, sin embargo, se encuentran juntas o se pasa de la una a la otra: la parodia se transforma en sátira o viceversa. En el campo del arte, la parodia suele tornarse a m e n u d o en una forma de crítica: bajo la imitación, apa ren temen te inocente , del estilo y los amaneramientos de un escritor o de una escuela de escri­tores o de una época, se desliza una reprobación satírica cjue pone en ridículo los lugares comunes , los trucos técnicos repetidos, los recursos estilísticos va gastados del modelo parodiado .

En la historia del arte tiende a convertirse en ley cjue la acogida a lo nuevo por parte de lo ya establecido se dispense con los brazos abiertos de: la parodia y la sátira. Las tendencias conservadoras, sus representantes más alerta, tienen el ojo rápido para captar los aspectos ridículos de la novedad. Los "nuevos", por su parte, son dados a exagerar su "moderni­dad", a ostentarla hasta convertirla en jjose. Surgen así los dos clásicos adversarios: el tradicionalista y el snob.

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SNOBISMO Y TRADICIÓN

El contraste entre las imágenes del pasado y los énfasis del presente producen, por lo regular, parodias, aveces involun­tarias. Sátira y parodia transitan los caminos cjue comunican lo viejo y lo nuevo, en las dos direcciones: el tradicionalista parodia o satiriza al snob, lo mismo que el modernista se burla del conservador con igual saña. Es más imperiosa, sin embar­go, la tentación de parodiar lo nuevo. La aparente falta de raíces, la arbitrariedad, los caprichos formales con que va configurándose la novedad sin el prestigio de lo antiguo, hacen del arte "moderno" un objeto más apropiado para la risa.

De sobremesa, la novela de Silva, es sin duda el testimonio más desgarrado, en nuestra literatura, del sufrimiento que conlleva la intención de ser moderno. El protagonista de esta novela, un verdadero snob, inteligente y autocrítico, se ve en ocasiones a sí mismo como un "muñeco" amanerado, una falsa imitación de modelos decadentes en boga entonces en Europa. Piensa de sí mismo, en momentos de crisis, que es una mala parodia, por inauténtico y grotesco. Silva era ple­namente consciente del problema de la modernidad y llegó lejos por ese camino, no sin volver de vez en cuando la mirada hacia atrás para medir la distancia. Se veía, entonces, dema­siado lejos de sus contemporáneos compatriotas y la diferen­cia se le manifestaba, a ratos, como una deformación. Es la conciencia agudizada de esta situación lo que lo lleva a poner en boca de su personaje palabras como éstas: "venir a con­vertirme en el rastaquoére ridículo, en el snob grotesco que en algunos momentos me siento". Si la parodia es un juego, como dice Nabokov, sentirse una parodia debe ser bastante menos divertido.

Parodiar es una actividad literaria que implica un senti­miento de superioridad frente al texto parodiado, se afirma con frecuencia. Quizá no siempre sea así. Pero en Colombia, a finales del siglo XIX, toda fiesta literaria traía en su jolgorio una gran carcajada paródica contra las formas modernas en poesía. Tertulias y academias coincidían en este sentimiento de superioridad del que ríe con respecto al objeto de la risa.

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Los "defensores de las normas literarias antiguas", escribe uno de ellos, Luis María Mora, empleaban las "finas y múlti­ples armas de que su fecundo ingenio disponía: el artículo vivaz, el punt iagudo epigrama, el inesperado equívoco". Y, a modo de ejemplo, cita ese soneto donde se blanden las "finas armas" contra el enemigo modernista:

SONETO PROFÉTICO

Esto pasa en el año tres del siglo presente: de una nevada esteárica a los rubios reflejos en descifrar se empeña sonetos suyos viejos y cojos, de tres años, un bardo decadente.

¡Nada! ¡Ni él mismo sabe lo que soñó su mente! Está perplejo el que antes a otros dejó perplejos: Como olvidó los símbolos y ve las claves lejos... No entiende nada... nada... nada absolutamente.

Vuelve al anüguo oráculo por la explicante cifra... mas tampoco el oráculo sus enredos descifra y ordénale que a estrofas claras su afán consagre.

¡Oh poetas! Del Numen el jugo cristalino verted en limpias ánforas, y así del genio el vino sin mistificaciones nunca será vinagre.

La sátira es lección, sabemos por Nabokov. El terceto final no lo olvida: j u g o cristalino en limpias ánforas, pen­samiento claro en formas claras, es la enseñanza en contra de los simbolistas, "maestros de la noche oscura". Los versos paródicos son sólo dos: "de u n a nevada esteárica a los rubios reflejos", d o n d e la imitación burlesca está en la adjetivación, y "no ent iende nada... nada... nada absoluta­mente", parodia de la manía repetitiva de los modernistas. Lo demás es sátira.

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Más interesante como parodia es lo que escribió el sacer­dote ant ioqueño Nazario Restrepo, en un alarde técnico de construcción métrica y rítmica, con rimas internas regulares al final de cada verso, a la manera de ciertas composiciones de Rubén Darío, pero en un contexto de sonoridad macha­cona, apropiado para suscitar la burla:

El que por musa delincuente cuente la del pintor de pincelada helada y, por ser loca rematada atada, diga que debe estar duermiente, ¿miente?

No, ni es poeta el decadente ente de cuya voz alambicada, cada forma, de puro avinagrada, agrada, mas no fascina a inteligente gente.

Haz que te inspire tu guardiana Diana; tus versos huelen a olorosa rosa; que sea tu lira castellana llana.

No sea tu numen la insidiosa diosa de la moderna caravana vana, que el verso convirtió en leprosa prosa.

En el penúlt imo verso, la imagen de "la moderna caravana vana" contiene una alusión velada al poema "Los camellos" de Valencia. La lectura en filigrana que exige la parodia, pasando cont inuamente de la obra paródica al texto o los textos parodiados, invita al lector a remitirse al símbolo de los camellos que atraviesan la llanura vasta, incomprendidos como los artistas en la sociedad moderna. La dignidad do­liente del original se cambia en trivialidad burlesca en la parodia.

El verso "mas no fascina a inteligente gente" nos devuelve a la idea enunciada más arriba de la superioridad implícita en la actitud paródica. Refiriéndose al poeta costeño Abra-

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ham Zacarías López Penha, célebre a comienzos de siglo por sus exageraciones modernizantes, asegura el académico Luis M. Mora que los versos "decadentes" empezaron a llegar a la capital en "periodiquillos de nuestra Costa Atlántica". En la culta Atenas de Sudamérica fueron, por supuesto, mirados con indiferencia, cuando no con profundo desprecio. Y agrega que "las sutiles e inteligentes burlas" que provocaron en los "muelles hijos de esta ciudad y corte" no fueron más que la reacción natural de "un pueblo en que hay humanistas y escritores tan eminentes como don Rufino Cuervo y don Miguel Antonio Caro". El "buen gusto" predominante en Bogotá era incompatible, según el ilustrado criterio de Mora, con"el pésimo gusto de esas bárbaras estrofas".

Frente a Baldomcro Sanín Cano, cabeza intelectual del movimiento modernista en Colombia, tuvo Mora una actitud igualmente despectiva, pero bastante incómoda debido al tamaño del contrincante. Luego de calificarlo de "autotidac-ta", agrega: "vino de Rionegro (en Antioquia), y según pare­ce, allí hizo algunos estudios en una excelente escuela pública superior que confería título de maestro", manera poco sutil de descalificarlo como crítico, por falta de "estu­dios". Acepta, a regañadientes, el conocimiento de varias lenguas que poseía Sanín, pero lo comenta de esta forma: "es un poligloto, lo que quiere decir que a una finísima organi­zación del aparato fonético se agrega la memoria fiel de los sonidos". Reduce así a memoria mecánica y aparato fonador un cúmulo de conocimientos que, en la realidad de nuestra historia literaria, significaron una orientación nueva, cosmo­polita y abierta a la cultura mundial.

Le disgustaban al académico bogotano las inmensas posi­bilidades de vuelo de su adversario. Este leía demasiado, según él, con mV'afán morboso" y eligiendo los libros más exóticos. En cambio, afirma, "no asienta sus conocimientos en escuela filosófica ninguna", ni posee "conocimiento pro­fundo de las lenguas sabias", lo cual, traducido al sistema de valores de Mora, significa que Sanín Cano ni profesaba la

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ortodoxia tomista en filosofía ni era un filólogo clásico al estilo de Miguel Antonio Caro o gramático al estilo de Marco Fidel Suárez.

Una vez demostrados los principios que explican la "igno­rancia" de Sanín Cano, se sucede una serie de jocosas ocu­rrencias, muy propias del satírico que quisiera, al t iempo que señala el camino correcto, prenderle fuego al equivocado. Para Sanín, dice, sólo es nuevo un libro si el único ejemplar reposa en su biblioteca. Cuando llega a ser del dominio de dos personas, ya pierde su novedad. Yconcluye irónicamente: el día que establezcamos intercambio cultural con Marte, Sanín (Ano será el primero en tener un libro de las prensas marcianas.

El modernismo chocó de frente contra mentalidades que ocultaban, detrás de una fachada clásica, una terrible rigidez intelectual. Personajes que unían a la ortodoxia religiosa más militante, una total desinformación sobre la literatura y la filosofía modernas. Y, sobre todo, que carecían de sentido histórico, convencidos, como estaban, de la perennidad tan­to de sus creencias como de las instituciones que se asentaban sobre aquéllas. El fanatismo político no fue sino una conse­cuencia más de su inflexibilidad mental. Luis M. Mora no vaciló en esgrimir contra Sanín Cano el peligroso epíteto de "comunista", infiriéndolo de una sencilla operación: yuxta­poner las convicciones liberales de Sanín a la intolerable modernidad de sus posiciones estéticas: "Sanín Cano —escri­be— que en política parece un socialista, vino a ser en Colombia el padre del comunismo literario".

La parodia es siempre más amable, más lúdica, más inge­niosa y más civilizada que la sátira. No recurre a argumentos de tan dudosa validez como los anotados anteriormente. Sus embates guardan la proporción que implica el hacerlos con las mismas tácticas y armamento que el enemigo. En 1894 apareció en El Telegrama de Bogotá una parodia anónima con el título de "Novela exótica modernista a vapor ilustrada". Comienza así:

9.°,

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Anochea...

Ella a través del azulino, asomaba como lises su cabeza rubia circundada de una gloria glauca, roseada por un rayo de la solitaria viuda que correteaba por el agujereado éter, en una noche gélida y medrosa.

Oscuros nubarrones ladrando gaviotalmente se escurrían por el espacio inhabitado.

En el alado techo de la pagoda vecina currucuquean dos albas palomas de ebúrnea nuca, que poco antes por las frondas erraban meditabundas y compungidas.

Ella, la virgen gélida de pasiones eólicas, muellemente recli­nada en una otomana del vendah pujante y ebúrneo, más de una vez ha juntado sus esferas carnéales al mantel sedeño atornasolado de la mesa olímpica y apoyado sus pies berme-jo-musicales sobre un triclinio marroquí. Sus niváceas manos se esponjaban como copos de nieve que albea, haciendo mágico y clandestino contraste con sus pestañas negras, su nariz azul, azul, sumamente azul, y su rizada cabellera castaño oscura que caía como lluvia de felicidad alrededor de su faz trigo y rosa.

La gracia de la parodia consiste en su capacidad para absorber gran cantidad de sustancia del género parodiado: figuras, léxico, procedimientos, etc. El pasaje citado acierta con la atmósfera de exotismo y de lujo, tan del gusto "deca­dente": pagodas, otomanas, marroquíes. La adjetivación lo­gra también su doble función: es moderna en su peor sentido, es decir, extravagante y arbitraria ("una gloria glauca", "ebúr­nea nuca", "pasiones eólicas") pero, además, exagerada al máximo, llega al ridículo que es su fin último, anulando el sentido en una festiva exaltación del absurdo ("sus pies bermejo-musicales","su nariz azul", "su faz trigo y rosa"). Los neologismos ("anochea", "gaviotalmente") y las repeticiones ("azul, azul, sumamente azul") completan el efecto buscado:

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parecer modernista y ser ridículo, como si los dos términos se implicaran mutuamente.

Décadas más tarde, Arturo Jaramillo imagina un cumplea­ños de Rubén Darío, blanco favorito de la parodia y la sátira antimodernista en Colombia. Entre los jjlatos que se sirven en la cena están: soupe á la Mimi, espárragos cetromorfos, comed beef á la Mallarmé, frommage opalino renaissance, vinos luminosos, éter, hachís, opio, absynthe gome, etc. Elay una orquesta de perfumes y lirios sollozantes de inaudita polimorfía. Uno de los convidados al banquete de cumplea­ños, autor de "Creprisculo opalino" y de "Lágrimas rubias", declama, como es de rigor, un poema cuyos versos culminan­tes son éstos:

Qué rubias son tus lágrimas... Y tus cabellos largos, tus cabellos qué amargos...

Rasgo modernista tal vez de los más molestos para el gusto tradicional era la utilización frecuente de la sinestesia. Los antimodernistas no vieron en ella más que confusión de sensaciones y arbitrariedad en el uso de leas adjetivos. De allí la particular atención de todos los parodistas a este distintivo del estilo moderno, para tratar de desfigurarlo con la mayor saña. Las sinfonías de colores y de perfumes abundaron, al igual que las blancas armonías y los grises tedios. Rubén Darío escribió su "Sinfonía en gris mayor" y José Asunción Silva su célebre parodia: "Sinfonía color de fresa con leche", dedica­da con sorna "a los colibríes decadentes". Apareció esta última en 1894, en El Heraldo de Bogotá. Silva, tenido en su época por uno de los más grandes exponentes deE'decaden-tismo", hace burla, en estos versos, de las manías literarias "decadentes":

Rítmica Reina lírica! Con venusinos cantos de sol v rosa, de mirra y laca

:C

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y policromos cromos de tonos mil oye los constelados versos mininos, escúchame esta historia Rubendariaca de la Princesa verde y el paje Abril Rubio y sutil.

En las vAidas márgenes que espuma el Cauca áureo pico, ala ebúrnea, currucuquea de sedeñas verduras bajo cl dosel do las perladas ondas se esfuma glauca cs paloma, es estrella o azul idea?... Labra el emblema heráldico de áureo broquel Róseo rondel.

Vibran sagradas liras que ensueña Psiquis son argentados cisnes, hadas y gnomos y cdenales olores, lirio yjazmín y vuelan entelequias y tiquismiquis de corales, tritones, memos y momos del horizonte lírico nieve y carmín Hasta ei confín.

Nótese la coincidencia de la segunda estrofa, en imagen y epítetos, con la prosa que comienza "Anochea...", citada anteriormente: la paloma, los adjetivos "ebúrnea","glauca", "sedeña", el verbo "currucuquea" utilizado con intención de comicidad. Los dos textos aparecieron el mismo año, el de Silva en abril 10, el otro en mayo 21, aunque éste último fue publicado originalmente en Panamá, un mes antes. Sin duda el anónimo prosista tuvo como modelo inmediato la parodia de Silva. Ésta se divulgó rápidamente y gozó de popularidad, incluso fuera de Bogotá, según lo atestigua el mismo Silva en carta que envió desde Cartagena a su madre y a su hermana, cuando iba rumbo a Caracas, con un cargo diplomático, en septiembre de ese año, 1894. La "Sinfonía color de fresa con leche" fue firmada inicialmente con el seudónimo de Benja­mín Bibelot Ramírez, pero la autoría de Silva está hoy fuera de duda. "Los versos a Rubén Darío —-escribe en la mencio-

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nada carta— los dicen veinte o treinta. 'Rítmica Reina lírica' forma parte del saludo que me hace cada persona a quien me presentan". Silva se muestra muy complacido por la popularidad de estos versos y la disfruta, con algo de malig­nidad, por lo que ellos contienen de solfa contra su contem­poráneo Darío, cuya grandeza Silva se negó a reconocer: "no lo estimaba o, por lo menos, detestaba a sus imitadores", advierte Rafael Maya. Acuñó el adjetivo "rubendariaco" que repite en diferentes contextos, todos ellos negativos. Desde Caracas escribe una carta a Sanín Cano donde critica áspera­mente el gusto dominante en las revistas y periódicos litera­rios de Venezuela en ese momento . "De rubendariacos —dice— están llenos el diarismo y las revistas". El sello de la producción literaria, se queja Silva, es la imitación. Todos imitan a alguien. "Si usted tiene la paciencia de leer no encontrará una sola línea, una sola página, vividas, sentidas o pensadas".

Cuando se lee a Silva, se tiene con frecuencia la impresión de que o d i a todo aquello en lo que teme verse reflejado. El fastidio que siente por los "decadentes" venezolanos hace pensar en la incomomidad frente al espejo de quien pone a prueba sus disfraces. Cuando llegc') a Caracas, fue mal recibi­do en la legación colombiana y nunca estuvo a gusto en su puesto de diplomático. En cambio, fue bienvenido con sin­cera admiración por los jcSvenes poetas "imitadores rubenda­riacos". Ellos habían leído el "Nocturno" y veían en Silva a un "decadente" mayor. El aspecto de Silva, su modo de vivir, sus hábitos y maneras {personales, no contradecían esa imagen. El joven poeta venezolano Pedro Emilio Coll, quien llegó a ser su amigo, lo describe así: "Era alto y pálido, vestía de negro, la caña en una mano, los guantes en la otra, la gardenia en el ojal, perfumado con opoponax, brillante el pelo. Un filósofo engastado en un petimetre". Este retrato del "petimetre", detrás del cual se ocultaba un filósofo y un poeta, es el que Silva temía, porque era una parodia viviente. A veces se complacía en acentuarla, a veces reaccionaba

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apasionadamente en su contra, autodestructivamente, por tanto. Al mismo Pedro Emilio Coll, más joven que el autor del "Nocturno", le mostraba su colección de zapatos de charol, comentando con ironía: "No puedo vivir sin amigos, y los zapatos me atraen la simpatía de muchas personas excelentes. El brillo de las botas, créalo, es más importante que el de las ideas. Unas zapatillas de charol y una pechera blanca, ya tiene usted un hombre completo, seguro de triun­far en la sociedad". Ese "snob grotesco" que aveces se sentía José Fernández, el personaje de De sobremesa, es un fantasma que persigue a Silva, el hombre que temía ser una parodia. Igual que el Juan de Dios del poema "Lentes ajenos" que amó siempre a través de los libros y nunca supo lo que es el amor, el miedo de Fernández, y de Silva, era vivir a través de leas libros, ser una imitación imposible como lo fue Juan de Dios haciendo de Rafael con una Julia de Choachi o de Armando Duval de una asquerosa Margarita Gautier o de Rodolfo Boulanger de una Madame Bovary criolla, sin llegar a vivir una vida propia.

Entre los imitadores y "rubendariacos" mencionados en la carta de Silva a Sanín Cano figura el nombre de Abraham Zacarías López Penha, ya nombrado en párrafos anteriores. El fue el introductor en nuestras costas, según Clímaco Soto Borda, de los "versos mirrinos que inventó don Rubén Da­río". Publicaba en Barranquilla un periódico llamado Flores y Perlas, "especie de órgano de los intereses de una casa de orates", según Soto Borda. "Cada quince días —sigue dicien­do—, asoma por esos mundos, dando saltitos y ostentando en sus seis páginas toda una ola mayor de mariposas, gérme­nes, sinfonías exangües, inacciones, kakemonos, iridiscencias y otras yerbas de tonos mil". López Penha logró suscitar, como poeta, los más furibundos rechazos. Su novela, Camila Sán­chez, ya poco se lee y ha terminado por parecerse más a una paródica broma que a un escrito original. Clímaco Soto escarnece en los siguientes términos el estilo poético del barranquillero:

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En Flores y Perlas, el señor de los Cromos y de las Abigaíles blondas como una espiga, es decir, Macse Zacarías, publica una "Sinfonía de las olas", en la cual, por medio de una docena de pa.sajes, esoecie de versículos bíblicos, entona aquel cantar. Allí hay olas de todas clases y tamaños: olas de zafiros y perlas, olas que desgarran, olas de plata, olas soberbias, negras, pérfidas, en viaje, humildes, esmeraldinas, ígneas, gigantes, y cuanto usted quiera; y lodo como la gallina del cuento, para anunciar que pone un huevo.

Luis María Mora veía en la cultura santafereña una especie de "cordón sanitario" contra el "contagio" del modernismo que venía de la Costa. El bogotano Silva no era, para él, un "decadente". Era un exquisito, un aristócrata que nunca se "aplebeyó" ni cometió un "solecismo", al contrario de Valen­cia que sí fue un cabecilla de la turbamulta decadente y discípulo de ese "frecuentador de manicomios" llamado Fe­derico Nietzsche. Paradójicamente, en Antioquia, por la mis­ma época, se veía a Bogotá como el centro del snobismo decadente de Colombia. Desde las páginas de la revista El Montañés, un crítico retoma en 1899 los epítetos acuñados por Silva, "rubendariacos y mirrinos", para calificar la litera­tura que "viene floreciendo desde hace algún tiempo, sobre todo en Bogotá, al amparo de la bendita presunción que hace a los candidos santafereños soñar que son los parisienses de Sudamérica". Saturnino Restrepo, nombre del crítico citado, menciona a Silva y a Valencia como poetas auténticos dentro de la caterva de los modernistas. De sus imitadores dice que son buenos "para no leídos en absoluto". Tomás Carrasquilla los miraba como "simuladores natos", gentes con la "manía de fingir" por dárselas de "raros, excéntricos, demoníacos". En algún momento se refiere a Alaría Bashkirtseff, la escritora y pintora que Silva introduce en su De sobremesa con fervor casi religioso, aprendido de Maurice Barres. Carrasquilla comenta: "mucha bulla han metido los intelectuales con las memorias de María... no sé qué, ni recuerdo cómo se escribe. Ésta sí que fue criatura vana, supuesta e inventora de cosas".

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Y añade, aludiendo a la temprana muerte de la artista: "¡qué tal si se cría y saca libros! ¡Dónde nos hubiéramos metido!". El exotismo de los modernos, siempre "a la caza de asuntos peregrinos", registrando y "desentresijando" ritos, cosmogra­fías, religiones, mitologías, era comparado por el maestro an t ioqueño con los "trasteos" de "beata loca" por entre reta­blos antiguos y sacristías apelilladas. Con su sorna caracterís­tica la emprende contra los temas "universales" de Valencia, sin mencionarlo, y afirma, con esa voluntad de contradicción tan suya, que son "regionalismos extranjeros". Para él, todos somos regionalistas y no hay temas que no lo sean. Pero, para n o quedarse atrás en la errante caravana de los modernistas, "todo perdido en el desierto y con el monolito a cuestas", declara que cualquier día el escritor ant ioqueño también podría recurrir a la receta del "regionalismo remoto" y escri­bir, por ejemplo, sobre las "hileras de camellos fatigados, hileras de esfinges silenciosas, remolinos de ibis en bandadas, el Nilo que se desborda, los cocodrilos que asoman, los cocodrilos que se hunden , el loto expansible que flota sobre

la onda pavorosa, las moles faraónicas, allá en el confín desvanecido del desierto, el templo... Isis... la sombra de Cleopatra".

En Bogotá, dice el novelista de Antioquia, se cultiva la jardinería decadente en invernáculos o incubadoras, en todo caso, con métodos artificiales. ¿Y en Medellín? ¿Y en Maniza­les? "¿Podrá pelechar acaso la planta decadente?" El decaden­tismo, responde, "no pega en este ambiente burgués y montañoso, sórdido e incipiente, así como no dan palmeras en los páramos ni carámbanos en los ardientes valles. Traba­j a r en este sentido es violentar las leyes inmutables de la vida".

Entre todas las parodias del modernismo colombiano, la más afilada y mordaz, aunque no la menos ingeniosa, fue la de Lorenzo Marroquín y José María Rivas Groot en la novela Pax. Silva, que tan duramente trató a los "colibríes decaden­tes", no se habría asombrado, sin embargo, si hubiera alcan­zado a verse parodiado en algunas páginas de esta novela.

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Antes de S. C. Mala, personaje de Pax, ya fosé Fernández tenía mucho de parodia del poeta decadente. Y quizá no tan involuntaria. La palabra misma es clave en De sobremesa. Apa­rece unas pocas veces, pero con significación resaltada. Una vez se aplica a la religión fin de siécle, al neomisticismo, como subterfugio para buscar sensaciones fuertes relacionadas con el misterio, llamándola "asquerosa parodia", "plagio de los antiguos cultos". En otra ocasión se aplica al amor al estilo decadente: "halagar a una mujer, idealizarle el vicio, ponerle al frente un esj)ejo donde se mire más bella de lo que es, hacerla gozar de la vida j}or unas horas y quedarse sintiendo desj)recio ¡3or ella, asco de sí mismo, odio por la grotesca parodia del amor y ganas de algo blanco, como una cima de ventisquero, para quitarse del alma el olor y el sabor de la carne!".

Fernández, poeta de las decadencias, es el cantor y el gozador de los amores perversos, buceador de lo absoluto en el teosofismo, el ocultismo, el espiritismo, en fin, todos los "plagios" modernos de las viejas y venerables religiones, pero sin fe, pues el cielo está vacío y todos los dioses han muerto.

S. C. Mata, a pesar de la alusión al suicidio contenida en su nombre, tiene poco que ver con Silva. Algo más con Fernán­dez, aunque no demasiado. Sus énfasis, su retcSrica gestual, su misma muerte, pertenecen mejor al romanticismo tardío que al decadentismo. El suicido de Silva es "fin de siglo" diecinueve; el de Mata, fin de siglo dieciocho, parodiado. El poeta de Pax y el de De sobremesa comparten eí uso de las drogas y de algunos adjetivos, la lectura de Nietzsche y pare de contar. Mata y Silva nada tienen en común, excepto que los versos del primero son, parcialmente, parodias de poemas del segundo.

Los dos poemas jxuódicos que aparecen en la novela de Marroquín y Rivas Croot se titulan: "Nostalgia egipcia" v "Balada de la desesperanza". Ambos mantienen como ante­texto o modelo imitado, simultáneamente, diversos poemas de Silva y de Valencia. "Nostalgia egipcia", escrito en alejan-

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drinos pareados de rima consonante, remite, j:>or su forma, al poema de Valencia "Leyendo a Silva", el cual a su vez remite, por la misma razón, a "Un poema" de Silva:

En el triunfo cenizo de evanescentes pintas, Al surgir la apoteosis para las medias tintas,

Yo cjuicro que se rompa cl canto de mi lira Junto a la lija Esfinge cjue mira, mira, mira,

Y en el arenal cálido, que un sueño blanco finge, Ser el eterno novio de la silente Esfinge

Allí do cl sol, lustrando los oros de su magia, Desata la escarlata de su roja hemorragia;

Do erigen los camellos el cuello corvo y largo Cual los interrogantes de un gran poema amargo.

Tema, imágenes, léxico, aproximan estos versos a la poesía de Valencia más claramente que a la de Silva. El decorado exótico, el mismo que parodia Carrasquilla: esfinges, arena­les, oasis, jeroglíficos, j3roviene de "Los camellos". El nombre de la revista donde fueron supuestamente publicados, La Pagoda Nietzsche, recuerda de inmediato La cueva de Zaratustra, tertulia frecuentada por el maestro payanes en Bogotá.

La "Balada de la desesperanza" imita burlescamente dos modelos obvios: "Palemón el estilita" de Valencia y el "Noc­turno" tercero de Silva, con algunos ecos menores de otros poemas como la "Marcha triunfal" de Rubén Darío:

Frav Martín de la Cogulla, El prior de Calatrava Que agoló las penitencias, los cilicios, los ayunos, asjaerezas,

disciplinas y con garfios Desgarró sus carnes pálidas, Castigó sus apetitos, Y con santas

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Reflexiones y lecturas en misales y breviarios que pintaron los maestros mosaístas,

Dominaba Las pasiones de alma y cuerpo, Cuerpo y alma, Y era un monje venerable con su barba blanca v noble, Noble y larga.

Como suele suceder en muchos casos, la parodia actúa aquí como un desfigurador de los textos parodiados. El juego pierde su gratuidad para volverse feroz invectiva. Cada referencia que reconocemos de un texto anterior se convierte en tajo mortal. No hay razón para pensar, sin embargo, que Silva haya sido caricaturizado en la figura de S. C. Mata. Véase, j3or ejemplo, la circunstancia personal que acompaña la recita­ción de la "Balada" al final del capítulo VIII: tambaleante, con los ojos turbios y la voz opaca, el versificador hace esfuerzos para simular energía, pero se doblega y palidece, como si estuviera a punto de caer en convulsiones. El secreto está unas páginas más atrás: es la morfina, inyectada en instantes furti­vos durante la reunión, lo que lo mantiene con bríos momen­táneos y luego lo sume en la atonía. Este grotesco retrato del escritor que a su escaso talento une un grosero oportunismo político y una manía exhibicionista de declamador de feria, nada tiene que ver con el autor de De sobremesa. En cambio, la parodia del "Nocturno" es tan obvia como corrosiva:

Una noche, Una noche, A la una, a las dos de la mañana, A la una, A las dos, A las tres de la mañana, Desvelado el penitente por las ranas y las ratas, Por las ranas que en los fosos del convento Crotoraban, Por las ratas que roían,

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Que roían con sus dientes en los bordes de las páginas De un antiguo pergamino cjue, con gonces y con llaves, Refería los prestigios de la vieja Calatrava, El buen monje, desvelado, Meditaba, Meditaba, Meditaba, Y en aquella noche gris, y en la mística vigilia Entre austeras penitencias, y entre las visiones candidas, Presentósele de pronto, toda llena de dulzuras y de encantos

y ternuras y promesas, Doña Sancha, Doña Sancha de Almudéjar que en un tiempo, en los ágiles

torneos, A Martín, cl noble y fuerte, coronara.

Los procedimientos rítmicos, la alternancia de versos muy cortos con otros excesivamente largos, las aliteraciones, son objeto de imitación en un contexto nuevo, destinado a pro­ducir risa. Las repeticiones son ridiculizadas mediante la inversión de los términos ("la silueta larga y negra / negra y larga"). Hay fragmentos de frases literalmente tomados de Silva, como "toda llena de perfumes" o "fina y lánguida". Otros, sutilmente variados con intención burlesca, como "en los cielos infinitos y verdosos", allí donde Silva había escrito "por los cielos azulosos, infinitos y profundos".

La función de la parodia es, con frecuencia, demostrar el carácter convencional de toda forma artística y, por ende, la posibilidad y necesidad de superarla. En Colombia, durante la época del modernismo, ese objetivo fue menos claro que el de destruir a un enemigo que amenazaba un orden vene­rado, llámese clasicismo, tradición conservadora o, incluso, humanismo.

El juego paródico cumple, según Bajtin, tareas históricas de desacralización. Muchos mitos cayeron de su verdad eter­na por la profanación de la parodia. Esta, con su fiesta verbal, rebajó al nivel de meras convenciones humanas las más

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SNOBISMO Y TRADICIÓN

sagradas tradiciones, los géneros más nobles, las entonacio­nes más elevadas. Así nació la novela, así surgió la literatura moderna, de las ruinas de un Verbo desdivinizado. En Co­lombia, en las últimas décadas del siglo XIX, la parodia sirvió fundamentalmente a fines opuestos a la modernización. Fue, por el contrario, el arma de la reacción ofendida. Hay que esperar hasta 1906 para encontrar una obra donde los ecos finales del modernismo comiencen a resonar paródicamen­te, como signo histórico de superación y desenfado: De mi villorrio, de Luis Carlos López. El soneto inicial del libro comienza con estos dos versos tan modernistas: "Flota en el horizonte opaco dejo / crepuscular. La noche se avecina", seguidos por éstos dos que son ya definitivamente un guiño humorístico: "bostezando. Y el mar, bilioso y viejo, / duerme como con sueño de morfina".

Dos tonos que se sujíerponen, se cruzan, se fusionan: tal es, etimológicamente, la parodia. En Luis C. López hay una voz modernista que se escucha al tiempo con su contracanto. Una música ya conocida —Silva, Darío, Valencia— entra en relaciém de acorde disonante con otra que es su cómica imita­ción o su desmitificación. El sol, por ejemplo, sigue personi­ficado en el mito egipcio de Osiris y el paisaje sigue siendo el lienzo de un pintor sobrenatural, como en los modernistas, pero ahora

el viejo Osiris sobre cl lienzo plomo saca el paisaje lentamente, como quien va sacando una calcomanía...

El lugar favorito del parodista, se ha dicho, está situado en la línea de intersección entre lo sublime y lo trivial. Sólo que en ese punto lo sublime ya no es tan sublime y lo trivial ya no es tan trivial.

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SEGUNDA PARTE

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SILY7A Y LA MODERNIDAD IMPOSIBLE

Siguiendo a los simbolistas franceses, los modernistas hispa­noamericanos ahondaron el abismo entre la vulgaridad del mundo real circundante y la evanescencia de un mundo espiri­tual evocado en la poesía. Acentuaron el sentimiento de distan­cia, de estar excluidos y marginados, para mejor rescatar su participación en esa otra realidad verdadera del espíritu.

Esta oposición aparece en los escritores europeos de la segun­da mitad del siglo XIX, por ejemplo en Flaubert y Baudelaire, como una hostilidad irreconciliable entre el arte y la vida burguesa. La respuesta de Flaubert es el desdén: frente a la estupidez de un medio social incapaz de entender el arte, la superioridad espiritual del artista constituye una especie de aristocracia de la sensibilidad. De ahí el confinamiento y la soledad del novelista, que en Baudelaire se expresa, con igual intensidad, en la bohemia y en el tan proclamado "aristocrá­tico placer de desagradar". Al lado del mendigo y de la prostituta, en las orillas de la sociedad, ahí está el puesto del poeta para Baudelaire. O refugiado en una torre de marfil, para Flaubert. El burgués odia la poesía, cada vez. la ent iende menos, cada vez está más lejos de ella. El poeta responde con un odio aun más feroz: "Haré que mi cólera respire por libros

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que provoquen horror. Quiero poner en contra mía a toda la raza humana. Sería esto un placer tan grande, que me resarciría de todo".

Los modernistas hispanoamericanos no podían reprodu­cir completo el esquema de esta oposición. ¿Cómo oponer a la grosería de la civilización capitalista los refinamientos de una nueva sensibilidad artística, en un m u n d o donde la ausencia de la primera hace incomprensible la segunda? Silva y Darío, entre otros, hicieron suya esa contraposición y de ella se alimenta casi toda su obra. Pero lo que ellos llamaron, con Flaubert y Baudelaire, "la gris miseria de lo real", no podía significar lo mismo para unos y otros. El 2 de julio de 1874, en carta a su amigo Turgueniev, comentaba Flaubert que París le parecía una ciudad cada día más fatua y estúpida. Y en una carta anterior, para ei mismo destinatario, describió así la situación de Francia en ese momento: "Nunca habían contado menos las cuestiones de la inteligencia. Nunca antes había sido tan manifiesto el odio contra todo lo grande, el desprecio por la belleza y la aversión por la literatura" (nov. 13 de 1872). No muchos años después, Silva y Darío soñaban con París. El nicaragüense dejó escrito en su autobiografía: "Yo soñaba con París desde niño, a punto de que cuando hacía mis oraciones rogaba a Dios que no me dejase morir sin conocer París. París era para mí como un paraíso en donde se respirase la esencia de la felicidad sobre la tierra. Era la ciudad del Arte, de la Belleza y de la Gloria; y sobre todo, era la capital del amor, el reino del Ensueño". La miseria fría de la realidad inmediata tenía para Flaubert, igual que para Baudelaire, el mismo nombre que el país ideal de Darío y Silva1. En ese reino del ensueño y de la gloria,

1. Ya Julián del Casal, que nunca estuvo en Francia, había advertido, desde su refugio poético en Cuba, la distancia entre las dos imágenes de París: "... Aborrezco el París que celebra cada año el 14 de julio, el París que se exhibe en la Gran Ópera, en los martes de la Comedia Francesa o en las avenidas de!

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SILVA Y LA MODERNIDAD IMPOSIBLE

hecho real por el viaje, encontró una noche Rubén Darío a

Paul Verlaine y le habló de la gloria. Pero el pauvre Lelian, que

vivía en el París de la realidad fría y mísera, le contestó: "La

gloire!... Lagloire!... M... M.... encoré!". Francia, Italia, Ingla­

terra, eran entonces geografía más o menos fantástica para

los modernistas hispanoamericanos. Así como para Baudelai­

re podían serlo la India, la China o, incluso, Holanda o

Portugal. "N'importe oú! —como exclama en uno de sus

poemas en prosa—, pourvu que ce soit hors de ce monde".

Bosque de Bolonia; el París que veranea en las playas a la moda o inverna en Niza o en Cannes; el París que acude al Instituto o a la Academia en los días de grandes solemnidades; el París que lee El Fígaro o la Revista de Ambos Mundos...; el París que se extasía con Coquelin y repite las canciones de Paulus; el París de la alianza franco-rusa; el París de las Exposiciones Universales; el París orgulloso de la Torre Eiffel; El París que hoy se interesa por la cuestión de Panamá; el París, en fin, que atrae millares y millares de seres de distintas razas, de distintas jerarquías y de distintas nacionalidades. Pero adoro, en cambio, el París raro, exótico, delicado, sensitivo, brillante y artificial, el París que busca sensaciones extrañas en el éter, la morfina y el haschisch; el París de las mujeres de labios pintados y de cabelleras teñidas; el París de las heroínas admirable­mente perversas de Catulle Mendés y Rene Maizaroy; el París que da un baile rosado en el palacio de lady Caithnes, al espíritu de María Stuart; el París teósofo, mago, satánico y ocultista; el París que visita en los hospitales al poeta Paul Verlaine; el París que erige estatuas a Baudelaire y a Barbey D'Aurévilly; el París que hizo la noche en el cerebro de Guy de Maupassant; el París que sueña ante ios cuadros de Gustavo Moreau y de Puvis de Chavanes, los paisajes de Luisa Abbema, las esculturas de Rodin y la música de Reyer y de Mlle. Augusta Holmes; el París que resucita al rey Luis II de Baviera en la persona del conde Roberto de Montesquiou-Fezensac; el París que comprende a Huysmans e inspira las crónicas de Jean Lorrain; el París que se embriaga con la poesía de Leconte de Lisie y de Stéphane Mallarmé; el París que tiene representado el Oriente de Judith Gautier y en Pierre Loti, la Grecia en Jean Moréas y el siglo XVIII en Edmond de Goncourt; ei París que lee a Rachilde, la más pura de las vírgenes, pero la más depravada de las escritoras; y el París, por último, que no conocen los extranjeros y de cuya existencia no se dan cuenta, tal vez".

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1!

"No importa dónde , con tal cjue sea fuera de este mundo": tal es el vínculo verdadero entre simbolistas europeos y mo­dernistas americanos. El rechazo de lo inmediato y el deseo de lo ausente. Los modernistas querían ser contemporáneos, según Octavio Paz, no tanto ser franceses. No se sentían del todo en el presente y presentían que éste había que buscarlo en otra parte. Los artistas europeos, por su parte, comenza­ban a no desear más esa contemporaneidad y a buscar, quizá, en el sentido contrario. Rimbaud y Gauguin pueden atesti-guarlo, con tanto o mayor patetismo que sus contemporáneos Silva y Darío. Buscaran o no un jjasado irreal, intentaban, en todo caso, alejarse de una coulemjíoraneidad tan intolerable ¡jara ellos, como intolerable podía parecerles su carencia a los hisjjanoamericanos. La palabra modernidad comienza a cargarse de significados contradictorios. En la historia del arte europeo no es extraño encontrarla ligada a la nostalgia de ¡o primitivo y ello desde Gauguin y Van Gogh hasta Picasso, desde Rimbaud hasta el exjTresionisrao. En la América His­pana tenía un sentido inverso: lo que fascina del mundo moderno a Silva y Darío es, jjrecisamente, el lujo y el refina­miento; no tanto el desarrollo industrial (aunque la verdad es cjue Silva experimentaba igualmente la fascinación de la ciencia jjositiva moderna y el espectáculo del desarrollo téc­nico burgués). En cuanto al primitivismo, estaba tal vez demasiado cerca, era demasiado real jjara ser poético. Si hay poesía en el indio, jjensaba Darío, será en "el inca sensual y fino" o en la silla de oro de Moctezuma, no en la supuesta rudeza o la ingenuidad de su vida real. Pero hay algo común en las dos ideas opuestas de modernidad: bajo el rechazo de lo inmediato se abre el vacío del ideal. La desvalorización del "lado de acá" de la existencia, tan característico en Silva y en Baudelaire, por ejemplo, abre un espacio poético siempre definido en términos de "más allá" y tínicamente dado a la sugestión o a la alegoría.

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De sobremesa, la novela de Silva, está plagada de referencias a esta antinomia entre civilización moderna burguesa y sen­sibilidad artística. En los simbolistas había aprendido Silva, y aun antes en los románticos, cjue la poesía moderna tiene que comenzar por negar la realidad. Lo inmanente tiene que vaciarse de sustancialidad para volverse signo de lo ausente. Y lo ausente es pura negatividad, trascendencia vacía, como bien lo ha ilustrado Hugo Friedrich en su estudio sobre la lírica moderna. "¿La realidad? —se pregunta Fernández, protagonista de la novela—. Llaman 'la realidad' todo lo mediocre, todo lo trivial, todo lo insignificante, todo lo des­preciable". Frente a ello, la verdadera realidad es la belleza pura. Y pura significa, aquí, purificada de las imperfecciones de lo real. El mejor símbolo cjue encuentra el poeta para hacer sensible la belleza pura es el lujo. En éste aspira a retener toda la calidad de lo soñado, de lo ausente, como negación del pobre mundo inmediato'-. El problema del símbolo, cuando su cara significante se vuelve hacia la nada como significado, es el presentimiento de su fragilidad. El tiempo destruye demasiado pronto ese temblor de sugestión con que se jjretende ligarlo a lo trascendente desconocido. Y el poeta corre el riesgo de quedarse con las manos vacías.

2. Esto fue captado inigualablemente por Jorge Guillen en su poema a Rubén Darío:

Hay profusión de adornos Y entre los pavos reales y los cisnes. Fl lujo —¿somos reyes'.'— nos clausura. Pero... no somos reyes. Las materias Preciosas —oros.lacas— Transmiten una luz

Que acrece nuestra vida y nos seducen Alzándonos a espacios aireados. A más sol, a universo. Al universo ignoto.

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Los modernistas, los mejores de entre ellos, vivieron esa crisis. Darío tuvo tiempo de realizar una obra autocrítica, de buscar otros caminos. Silva no. Golas amargas fue apenas el testimonio de la crisis.

El modernismo en sus comienzos, como poesía del lujo, intente') con excesivo ahínco darle un contenido positivo a esa realidad espiritual que deseaba contraponer a lo presente. Pero no hizo sino crear disfraces para ocultar una interroga­ción nunca resuelta. Se dedicaron a llenar con objetos bellos y exóticos un escenario que consideraban, no tanto vacío, como dijera Octavio Paz, sino atiborrado de cosas y existencias antipoéticas. Silva menciona más de diez objetos preciosos en el primer párrafo de De sobremesa. En sólo diez líneas ya encontramos un espacio novelístico suj^erpoblado por vasos de China, cuadros, joyas, cristales, tapices y, además, opio. Baudelaire también lo hizo en la "Invitación al viaje". Imagine') un país distante y exótico, lleno de lujo, calma y vohuptuosi-dad, para oponer a la realidad detestada. Pero el poema de Baudelaire se esmera en desrealizar ese país, en hacerlo lejano e inaccesible y, j^or ende, simbólico. La descripción de Silva, por el contrario, jTretende ser la de un medio ambiente real, en el que sus personajes viven y se mueven. Pero nunca logra hacerlo verosímil. En Baudelaire, esa China Occidental, ese país de Cocagne, bello, rico y tranquilo, construido a dos manos por la fantasía y la nostalgia, es un no-lugar, una utopía poética. Su atmósfera irreal es la garantía de su valor simbólico, pues su aire de arte y sueño se presenta como el único respirable para el artista y el amante. En la novela de Silva es sólo una abstracción decorativa y sin vida. Es difícil tomarse en serio la dignidad poética de los muebles y adornos descritos por Silva en la primera página de su novela. Ellos son los signos con los que se pretende hacer palpable la sensibilidad fina y rara del poeta Fernández. Pero hoy han perdido esa sustancia simbólica, si alguna vez la tuvieron, y ya no remiten a una sensibilidad poética ui a la insaciable voracidad de absoluto que quería su autor, sino a un snobismo cjue tampoco ha logrado conservar

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su poder de escándalo, de "épater le bourgeois", como se decía entonces.

PV

Importa mucho menos continuar la insistencia sobre as­pectos como la evasión o la falta de compromiso histórico de los poetas modernistas, y mucho más estudiar lo que su obra cumple como experiencia histórica y respuesta de la poesía, con sus propios medios, a las limitaciones y desafíos de su específica realidad social. Al fin y al cabo, Silva supo muy bien lo que significaba vivir en Bogotá en 1890, intentar vivir como poeta y tener que sobrevivir como comerciante. Y aunque hubiese querido respaldar con su vida la afirmación de Axel: "en cuanto a vivir, eso mi criado puede hacerlo por mí", Silva sólo pudo realizarlo imaginariamente, a través de su perso­naje José Fernández.

El sentimiento de que la poesía forma tm acorde cada vez más disonante con la sociedad parece hacer parte de la experiencia de la modernidad, desde el romanticismo. Si bien este sentimiento pudo conducir a la sobrevaloración romántica de la soledad, el aislamiento y la idealización del pasado, lo cierto es que en un poeta como Silva condujo a la conciencia de una necesidad: que leas poetas, para sobrevivir, t ienen que desarrollar en sí dos individualidades, "una que lucha con las realidades triviales y la otra que se complace en el arte" (carta a EJribe Uribe, 1892). Una desprecia los nego­cios, las esperanzas de los espíritus prácticos puestas en el papel moneda, el alza de las acciones o la cosecha venidera, y les opone "las formas vagas del sueño", llave que abre la puerta a otra realidad que los pragmáticos no sospechan, como se dice en Transposiciones. Pero la otra no puede dejar de interesarse por los negocios y la política, lamentar las incerlidumbres con respecto al valor del papel moneda y confiar en la reorganización de las finanzas para asegurar la

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tranquilidad de los años venideros. Una carta desde Caracas, remitida a Baldomcro Sanín Cano en 1894, nos permite escuchar, sin disimulos, cuáles son los "sueños" de esa indivi­dualidad que no se complace sólo en "vagas formas" poéticas:

La exportación va en aumento y la gente que entiende la cosa, entre los comerciantes más importantes, confía en la buena marcha de los negocios para cl futuro. Ha pasado un mes desde que llegue y me siento como avergonzado de no haber ideado todavía uno que me permita sacar unos cuantos millo­nes de bolívares en limpio para traerme a V. y a la Ch, Usque, a Dios gracias, y para bien de su alma, uo es ambicioso, no sabe cómo es la fiebrccita ele ganar dinero que le entra a un "strugglc íórlífcro" cuando le pasan por las manos onzas jDeluconas y luises nuevos y se acuerda de que lo que corre en su tierra son los papelitos grasicntos de níquel de a medio.

La lucha por la subsistencia diaria impide vivir, afirma el poeta José Fernández. Ella encierra a los hombres en sus oficios y especialidades como en una prisión que carece de ventanas, excepto una que mira siempre al mismo horizonte. Es precisamente eso lo que significa la expresión "struggle forlífero" que repetidas veces aparece en la correspondencia de Silva y que, referida a sí mismo, es como una mueca de exasperada auto-ironía.

V

...ese oro que podría transformarse en sensuales locuras.

Es, al mismo tiempo, tan ingenua y tan chocante, tan conmovedora y tan insistente, la manera como Silva destaca la fortuna de su personaje José Fernández: es bello, es joven, es fuerte, pero es, ante todo, inmensamente rico. Y ser rico ie permite ser magnánimo, voluptuoso, extravagante. Y libre.

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Lo que Silva pierde, primeramente, con la quiebra comercial de su padre, es esa libertad de espíritu que le permitía ser, a la vez, despectivo y obsequioso, sintiéndose superior a su medio. Nada más triste que la imagen del poeta escribiendo apresuradamente un artículo sobre la poesía de Rafael Nú­ñez, presidente entonces de la república, para obtener un ascenso en su incipiente, y malograda, carrera diplomática. Silva tenía que saber que la poesía de Núñez era pésima. Con Sanín Cano, ilustre impugnador de Núñez poeta, debió comentarlo mil veces, entre burlas. Pero llegó el momento de la necesidad y Silva cedió a la bajeza del artículo laudato­rio. Es algo que no encuadra con el ideal poético de Fernán­dez, pero tampoco con nuestra idea del poeta Silva. De "las dos individualidades" parece que una tenía que hundi r el pie en la miseria fría de la realidad para que la otra pudiese respirar la atmósfera de Cocagne. Y así como la poesía del dinero sublimaba la existencia vacía de Fernández, sólo la prosa del dinero podía redimir al escritor de la abyección real. Silva, ello es verdad, nunca aprendió del todo a respirar en esa atmeSsfera. La máscara del decadente no fue sólo un artificio de teatro: fue, ante todo, una máscara de oxígeno ¡oara tolerar un aire irrespirable.

Con su riqueza comprometida en grandes negocios y la cabeza llena de cotizaciones y de cálculos, Fernández contem­pla desde su escritorio de Conills el espectáculo moderno del dinero en floracieSn: espectáculo poético para el que lo sueña como parte de una exjTeriencia total de la vida y condición indispensable para la posesiein del ¡Tlacer. Pero completa­mente {prosaico sí se trata de la empresa mezquina de una "sociedad anónima" que sólo puede producir "emociones limitadas" y "vida real" en su sentido más mediocre. En Silva, lo mismo que en Darío, el dinero tiene dos formas de apare­cer, dos sentidos completamente diferentes y contrapuestos: uno es el dinero prosaico y maldito, el dinero burgués cjue sólo compra más dinero. El otro es el dinero poético, el de Fernández: éste, por ser heredado y no fruto del ahorro y la

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renuncia, no se ha chupado la vida del que lo posee. Es el del aristócrata y el excéntrico, el que se gasta en coleccionar objetos preciosos y sirve para comprar, ante todo, libertad y refinamiento. Poesía del dinero: transmutación mágica de los sueños, artísticos, en realidad, y de la miseria de lo real inmediato en un sueño poético de belleza ideal. No es cues­tión de saber si el poeta Silva comparte las ansias del poeta Fernández. El uno es creación del otro, Fernández es un sueño de Silva, como quien dice, un deseo no cumplido. De leas dos, el que tiene que coexistir con la "mediocridad" del m u n d o real es el que escribe: "pero cuando recuerdo los dos riltimos años, las decepciones, las luchas, mis cincuenta y dos ejecuciones, el papel moneda, los chismes bogotanos, aquella vida de convento, aquella distancia del mundo , lo acepto todo con la esperanza de arrancar a mis viejas encantadoras de esa culta capital". El que así habla es el Silva de "las dos individualidades", el que sabe que se contradicen pero que, desafortunadamente para él, son inseparables. Sobrelleva difícilmente la una, la de las trivialidades, para mantener con vida la otra, la que se comjolace en el arte.

La pureza de la poesía de Silva no es ajena a esta situación. Ese anhelo de autonomía que lleva a desatar todo lazo que ligue al arte con fines o preceptos extraños es el mismo movimiento que conduce al poeta al aislamiento. La idea de una actividad totalmente inútil en términos de la división capitalista del trabajo social y, en consecuencia, con una finalidad "para sí" exclusivamente, es un rasgo distintivo de la época, como bien supo advertirlo Pedro Henríquez Ureña: "Se dedicaron ahora a la 'literatura pura': tal fue, cuando menos durante algún tiempo, su propósito y su ideal. La torre de marfil se convirtie3 en símbolo familiar. El conato de 'espléndido aislamiento' era en realidad su manera de ven­garse de la supuesta indiferencia que hacia ellos mostraba la tan vituperada burguesía"3. Esa repetida condena del bur­gués materialista, que jjarece unánime entre los escritores del modernismo, responde, segiin Ángel Rama, "a la más flagran-

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te evidencia de la nueva economía de la época finisecular: la instauración del mercado"1. En Silva, este fenómeno aparece mediado j)or su relación con el público: la exigencia de un priblico ideal, de un lector artista, tiene como reverso el rechazo del público real por incompetente para comprender el arte nuevo. De ahí que la poesía se vuelva sobre sí misma, rehusando toda finalidad social diferente de la poesía misma, y por ese camino, "al rechazar su 'para qué ' , rechaza a la sociedad racionalizada, burguesa, en la que todos son medios de otros y fines para otros"5. Al poeta, por su parte, le quedan dos opciones: pactar con la realidad y buscar un sitio en ella, conquistándolo con los medios que son propios, no del arte sino de la demanda social. O bien, aislarse y gozar —así lo hizo Baudelaire o, en Hispanoamérica, del Casal— del fraca­so como un don especial de la poesía en tiempos antipoéticos.

3. Pedro Henríquez Urena, Corrientes literarias en la América Hispánica (Obras Completas, t. X), Santo Domingo, Ed. UNPHU, 1980, pág. 231. Henrí­quez Ureña agrega que los modernistas se equivocaban en su queja contra el olvido de los lectores. "Nuestros escritores nunca han dejado de tener un público lector: si no es más numeroso, la falta está en el analfabetismo y en la pobreza de gran parte de la población". Darío, en cambio, como Silva, como casi todos los poetas de la época, veía la situación con el más hondo pesimismo: "Por desgracia, entre nosotros, el pensador, el literato, el artista, no tienen escena propicia: lo mata la indiferencia pública y el ambiente burgués" (citado pot Ángel Rama, Rubén Darío y el modernismo. Caracas, Alfadil Ediciones, 1985, pág. 51).

4. Ángel Rama, op. cit., pág. 49. Rama vincula directamente el modernis­mo con ei proyecto económico y sociocultural de las nuevas burguesías, urbanas y empresariales, en todo el continente. Allí donde ese proyecto se impone, la corriente modernista se intensifica; allí donde se retarda, el movimiento moder­nista disminuye su vigencia. Ese proyecto no incluye sólo la adecuación de las economías nacionales en estos países a las demandas de las metrópolis indus­triales. Implica también un estímulo a la inmigración y al crecimiento urbano, y un cosmopolitismo cultural, léase europeísimo, en contra de las resistencias provincianas.

5. Rafael Gutiérrez Girardot, Modernismo. Barcelona, Montesinos, 1983, pág. 53.

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Silva oscila: se lanza, por un momento , a la conquista del m u n d o con la intención de vencerlo en el propio terreno y con las armas de éste, mediante empresas como una fábrica d e baldosas. Fracasa y termina por aceptarlo como una com­probación de la inquina que la realidad mantiene contra el artista. La otra alternativa: vivir de la literatura, insertándose e n el mercado como productor de una mercancía específica, la obra literaria, estaba aún por fuera de las condiciones históricas reales. Ese zambullir el alma en el tintero, como dice Darío, y hacerla bucear para cjue traiga, si no una perla d e ensueño, al menos dinero para vivir, que el nicaragüense alcanzó a conocer tan bien, no estuvo en la experiencia de Silva, quien tal vez murió sin entrever que lo que venía no era la muerte de la literatura sino su entrada —poco triunfal para los poetas— en el reino de las mercancías.

Fernández, que es sin duda un personaje m u c h o menos complejo e in teresante que Silva, está p e r m a n e n t e m e n t e conf rontando "¡la realidad! ¡la vida real! ¡los hombres prácticos!... ¡Horror!" con "el perfume y el alma del ideal" que anima el espíri tu de los artistas. Confrontación en t re dos ideas igualmente abstractas, m u t u a m e n t e excluyentes, y por lo mismo carentes de vida. Para preservar su asiento e n el palco del espíritu, forma u n a cofradía imaginaria y se complace en esgrimirla cada cierto t iempo cont ra la vulgaridad del m u n d o . Ella está compues ta po r los pinto­res prerrenacent is tas (entonces de moda por obra de Dan­te Gabriel Rossetti y los prerrafaelistas ingleses que Silva conoció du ran t e su estadía en Europa ) , po r Guido Caval-canti y Guido Guinicelli, por William Morris, Swinburne, Rembrandt , Dante, Balzac y hasta por el mismo Bolívar, poeta guer re ro , soñador de la l ibertad para cinco naciones d e "semisalvajes" v que muere de la enfermedad poética

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por excelencia: "la suprema melancolía del desengaño". En cuanto al peligro de contaminación por influencia del medio, ahí están, para protegerlo, su dinero, su refina­miento de aristócrata, su belleza, la esplendorosa mansión en la que vive, sus aventuras galantes, en fin, su "spleen" y su "ideal".

Silva puede, tal vez, despreciar igualmente la realidad por mediocre y tacaña. Pero no puede prescindir de ella, igno­rarla, como sí puede hacerlo Fernández. Aunque desee ais­larse olímpicamente o alejarse del mundo, la mano de la necesidad lo tiene firmemente agarrado y lo aprieta hasta sofocarlo. Que es quizá lo cjue le falta a Fernández para ser un buen personaje de novela. Silva tendría que haber puesto a su protagonista frente a las urgencias que él mismo conoció, frente a la necesidad de hacer concesiones, de llegar a términos, esto es, a medianías. Contemporizar o reventar­se, como fue el caso del poeta Silva. Éste, de verdad y buena fe, intentó lo primero y fracasó. Lo segundo fue sólo consecuencia.

Fernández tendría que haber sabido lo que es decir: "le agradezco en el alma sus buenos deseos respecto de mis arreglos. Ya casi salgo. Me queda modo de trabajar y comenzaré con más fuerzas que antes. ¿Llegaré a buen puerto?... Chi lo sa... Está esta plaza tan agotada; la incer­tidumbre respecto del valor del papel es tal, que nadie ve claro. Confío en que mis esfuerzos me permitan reorgani­zar los negocios y que vengan años de mayor tranquilidad que los anteriores... Bien necesito que así sea" (Carta a Uribe Uribe, 3/1 de 1892). Y decirlo en ese tono de desesperanzado optimismo, con esa fe escéptica en los frutos del trabajo honrado, en las fluctuaciones misterio­sas del papel moneda, en fin, con todas las ilusiones pues­tas, y de antemano perdidas, en la reorganización de los negocios. Silva hizo concesiones, todas las posibles para él, aunque quizá no todas las necesarias para sobreaguar.

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Vil

En De sobremesa, el protagonista tiene muy clara su definición de "hombre práctico" y la saca a relucir cada vez que las circunstancias lo requieren: "un hombre práctico es el que poniendo una inteligencia escasa al servicio de pasiones mediocres, se constituye una renta vitalicia de impresiones que no valen la pena de sentirlas". Fernández nunca supera los límites del lugar común que le traza el decadentismo europeo de morJa. Es sólo eco y reflejo. Igual que Swinburne y los maestros del prerrafaelismo inglés, pensaba que el poeta debía poner la mano derecha en un cabestrillo para aislarla de la vida real. Ser demasiado exquisito para la vulgaridad del mundo práctico y disponer de la servidumbre para realizar los triviales actos de la vida son tópicos que Fernández adopta como parte de su pose esteticista y que en la Europa de finales de siglo circulaban como moneda corriente, sin necesidad de recurrir a Villiers de L'lsle Adam. Silva tuvo, en cambio, modelos contradictorios, admirados por razones opuestas. No desconoció, por supuesto, la seducción del dandismo, a la manera de Fernández, y fue ésta quizá la faceta más evidente de su personalidad. Pero sus cartas nos muestran la otra "individualidad" honestamente atraída por el polo con­trario. Un polo que parece tener su centro magnético en Medellín, en donde Silva percibe una corriente de simpatía por su persona y por su obra, además de la amistad que lo liga a Uribe Uribe, a Eduardo Zuleta, a Fidel Cano, a Uribe Ángel. Las cartas del poeta a un hombre pragmático como Uribe Uribe son sorprendentes: "¿Y qué es de su vida, mi coronel? ¿Sigue Gualanday produciendo caña, y la caña miel y la miel entradas? ¿Cómo va el ferrocarril? ¿El estómago se decide a elaborar todo el ácido necesario para que las diges­tiones se hagan como las de un Regenerador?". El interés por las ganancias de la caña no suena fingido. Da la impresión de que Silva busca, a través de la amistad con Uribe, despertar su propia curiosidad por los aspectos prácticos de la vida, por

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los negocios y el ferrocarril, por la política y la vida familiar. En esas cartas, Silva parece desembarazarse de la repugnancia o del temor a lo cotidiano y burgués, en un intento sincero por descubrir su sentido, compartiéndolo con el amigo en quien ve un modelo admirable aunque lejano, por demasia­do distinto a él.

Enjulio de 1890, Silva le escribe a Eduardo Zuleta una carta que, más allá de la cortesía con que eljoven bogotano quiere evidentemente halagar a su destinatario, da salida a ciertos deseos inexpresables en cualquier otro contexto. Ante todo, lo conmueve saber que en Medellín, la burguesa capital de los negocios, hay personas que preguntan por él, que se interesan por su obra. Y trata de retribuir lo que él llama la "benevolencia" de sus lectores antioqueños, con estas pala­bras: "quíteles usted esas ideas de un José Asunción Silva literato precoz y dígales que no tengo que valga la pena sino unos glóbulos de sangre antioqueña (¿semítica, tal vez?) y un gran cariño por esa tierra". Habla en seguida del atavismo que se manifiesta en él en los impulsos de irse a pasar unos meses de su vida en algún pueblito de Antioquia, hundido en el fondo de un valle. De ahí en adelante, la euforia se adueña de la epístola y el poeta no ahorra detalle: el acento de los paisas mineros, cadencioso como un arrullo, el bam­buco popular acompañado por el tiple y remojado por un trago "del bueno", las arepas "doradas como un paisaje de otoño" (qué significativa resulta esta comparación por la lejanía de los términos comparados: mientras el uno proviene del más inmediato folclor patrio, el otro no puede venir sino de la poesía, o tal vez de la pintura, europea) , los caminos perdidos y el saludo del arriero ("adiooosh sheñooor") , todo eso, sueña el refinado joven bogotano, "me habría penetrado del alma de la tierra" y entonces "la comprendería".

Un Silva telúrico no deja de ser una idea extravagante. Comprender el alma de la tierra: qué pretensión más alejada de los verdaderos proyectos y de la sensibilidad del escritor. En el pr imer párrafo de esta misma carta, antes de dejarse

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arrastrar por la euforia telúrica, Silva se había descrito a sí mismo en una estampa bastante más acorde con la imagen estereotípica que guardamos de él: "el cigarro en los labios, la imaginación suelta, dejarse uno ir y amontonar, en la hoja fina, con la pluma de oro que no se detiene, lo que va viniendo: paradojas disparatadas que trazan piruetas de clown, en que las ideas falsas brillen como brillan los oropeles de los titiriteros; ideas tímidas que medio sacan la cabeza entre las frases, como muchachas bonitas al entreabrir una celosía; sistemas filosóficos que uno mismo echa abajo después, como un castillo de naipes, con un soplo"6. Pero esa imagen vapo­rosa de ensueño viene a ser interrumpida por otra, más brutalmente real: la de "los centenares de detalles del diario y las incesantes preocupaciones materiales", precios, ventas, facturas. Lo verdaderamente notable en esta carta —redac­tada a vuela pluma y "dejándose ir" en la sinceridad de la confesión amistosa— es la confusión de identidades en que se dispersaba no sólo la actividad real de Silva, poeta-comer­ciante, sino su misma imaginación. Se veía t ironeado por tantas imágenes contradictorias de sí mismo, que nada nos impide aceptar la ingenuidad de sus anhelos campesinos, seriamente idealizados en las figuras de los dos patriarcas antioqueños que Silva conoció y veneró: el doctor Uribe Ángel y el general Uribe Uribe. Eljoven poeta los veía como rocas: firmemente asentados en la realidad, nutridos por el "alma de la tierra", con el vigor y la sabiduría de u n a raza, n o sometidos a la inseguridad y el vaivén de lo nuevo, de u n a mode rn idad que Silva sentía tan imposible como irre-nunciable . Era acaso su esteticismo, o era su sensibilidad

6. Representarse a uno mismo, soñando, en el acto de dar salida a la propia alma que solitaria busca atravesar los inexplicables paisajes de la vida, sin saber de dónde viene ni a dónde va: tal era la función por excelencia de la fantasía para los maestros del prerrafaelismo, según palabras de Hugo von Hoffmansthal (citado en Giinter Metken, Los prerrafaelistas, Barcelona, Ed. Blume, 1982, pág. 176).

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femenina, excitada ante lo que debía suponer el espectáculo de la auténtica virilidad, la que se expresaba de esta manera en el momento de enviar con Zuleta su saludo de rigor a Uribe Ángel: "siento que no sea usted una muchacha de veinte años muy linda, muy rubia y muy rosada, para reco­mendarle con ese abrazo, unos besos para el patriarca. Ella se los daría con mucho gusto, en la boca fresca, joven todavía, bajo el bigote sedoso y plateado. ¿Los recibiría él?" Y sorpren­den, por inusuales en Silva, no sólo el tono y los temas, sino la ausencia de ironía en toda esta correspondencia, pues sabemos que él, tan dado a imitar las poses baudelerianas, consideraba de imprescindible buen gusto el cinismo, cre­yéndolo manifestación de superioridad intelectual.

VIII

"...Recorrer los Estados Unidos, estudiar el lenguaje de la civilización norteamericana, indagar los porqués del desarro­llo fabuloso de aquella tierra de la energía y ver qué puede aprovecharse, como lección, para ensayarlo luego en mi experiencia". Quien así habla es José Fernández. Ylo anterior hace parte de un plan para darle sentido a su vida a través de la acción, como una especie de Fausto americano. Nunca lo llevó a cabo, por pereza quizás, o por hedonismo, o porque los sueños no deben confundirse con la realidad. Lo cierto es que este sueño nada tenía que ver con nebulosidades simbolistas sino con experimentos sociológicos positivistas. El plan incluía la transformación económica y social del país, con un esquema que recuerda el ya clásico de "civilización y barbarie". Fernández, el esteta decadente, imagina para su país los beneficios del desarrollo burgués, con todos sus símbolos: "monstruosas fábricas nublarán con el h u m o denso de sus chimeneas el azul profundo de los cielos que cobijan nuestros paisajes tropicales; vibrará en los llanos el grito metálico de las locomotoras que cruzan los rieles comunicando

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las ciudades y los pueblecillos nacidos donde quince años antes fueron las estaciones de madera tosca y donde , a la hora en que escribo, entre lo enmarañado de la selva virgen, extienden sus ramas seculares las colosales ceibas, entrelaza­das de lianas que trepan por ellas como serpientes y sombrean el suelo pantanoso, nido de reptiles y de fiebres; como una red aérea los hilos del telégrafo y del teléfono agitados por la idea se extenderán por el aire; cortarán la dormida corriente de las grandes arterias de los caudalosos y lentos ríos navega­bles, a cuya orilla crecerán los cacaotales frondosos, blancos y rápidos vapores que anulen las distancias y llevan al mar los cargamentos de frutos, y convertidos éstos en oro en los mercados del mundo , volverán a la tierra que los produjo a multiplicar, en progresión geométrica, sus fuerzas gigantes­cas". La extrañeza de esta página reside en ei entusiasmo con que se acoge todo aquello que desde el romanticismo cons­tituía la antítesis de la poesía. Ese h u m o de las fábricas que nubla el cielo tropical está visto con los ojos del pintor i m n r o t - i A m d - o r~i r \ ^/~\v-» l/~vc ^T £*1 ^ i r \ * a l n m m •-» r-i t i r . i~. n i l P C1 (r. r.-. *-v»~ *n 1 I 1 1 U 1 V . J l U l l l J L a , 1 X W ^ W H I K J J KJL\~1 \ j K J K . Í . C l A V^ l 1 I C t l 1 LH_.W KI L l C O l ^ i l l l J l L .

consideró ese espectáculo como emblema de la naturaleza mancillada por el hombre . El saludo al grito metálico de las locomotoras que silban desde el futuro, al telégrafo y al teléfono, transmisores de la idea, son expresión de una especie de utopía positivista, un iluminismo goethiano a la criolla. La base económica del proyecto es la industrializa­ción. La base social es la inmigración y el mestizaje. La base política es el despotismo ilustrado: una tiranía impuesta "tras una guerra en la que sucumban varios miles de indios infeli­ces", que haga más práctico el camino hacia el progreso. Establecer "una dictadura conservadora" como la de García Moreno en Ecuador o la de Cabrera en Guatemala y bajo ella verificar "el milagro de la transformación con que sueño": capitalismo y orden, gobierno estable y desarrollo del país. Todo esto coronado por una imagen final, ésta sí decadente y esteticista: "saciado ya de lo humano y contemplando desde lejos mi obra, releeré a los filósofos y a los poetas favoritos,

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escribiré singulares estrofas envueltas en brumas de misticismo y pobladas de visiones apocalípticas que, contrastando de extra­ña manera con los versos llenos de lujuria y de fuego que forjé a los veinte años, harán soñar abundantemente a los poetas venideros". Aqrrí está, sin duda, la esencia del sueño: todo el plan es el pretexto para concluir en la escritura. Hay que transformar el país para que el poeta pueda soñar y escribir. El positivismo es una necesidad previa del modernismo. Silva lo presentía bien. "Oh, qué delicia la de escribir después de...", después de haber eliminado la mala conciencia de ser un poeta incomprendido en un país arrasado, de indios analfabetas. Silva no era, después de todo, tan indiferente a lo que ocurría por fuera de su torre de marfil. Tal vez porque su torre de marfil era tan débil y el piso en donde se levantaba tan movedizo.

IX

En 1897, eljoven poeta irlandés W. B. Yeats, quien había nacido el mismo año que Silva, escribió: "la reacción contra el racionalismo del siglo XVIII se ha mezclado con la reacción contra el materialismo del siglo XIX; el movimiento simbolis­ta, que ha llegado a su perfección en Alemania con Wagner, en Inglaterra con los prerrafaelistas y en Francia con Villiers de L'Isle Adam y Mallarmé y Maeterlinck, y que ha sacudido la imaginación de Ibsen y D'Annuzio, es ciertamente el único movimiento que está diciendo cosas nuevas"7. Esas palabras podría haberlas escrito Silva. La lista de autores citados coin­cide con asombrosa precisión, casi nombre por nombre , con los que Silva habría nombrado. El escritor colombiano jamás oyó mencionar a su contemporáneo Yeats, quien le sobrevivió más de cuarenta años hasta convertirse en uno de los más importantes poetas del siglo XX en Europa. Pero lo que

7. Citado por Edmund Wilson, AxeTs Castle, New York, 1936, pág. 22.

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importa es registrar cómo dos jóvenes poetas de orígenes geográficos tan distantes, leían por la misma época los mis­mos autores. Para Yeats el simbolismo representó una estética propicia para una síntesis novedosa con la tradición céltica de lo misterioso y lo fantástico. Encontró en los prerrafaelistas y en los poetas franceses de la segunda mitad del siglo XIX, una forma de rechazo del materialismo y del cientificismo de su época y un camino para aunar en su propia obra la sensibilidad poética más moderna con las antiguas tradicio­nes, mitos y creencias de su patria. Edmund Wilson afirma que "si no pensamos en Yeats, por lo general, como un poeta fundamentalmente simbolista es porque, al llevar el simbolis­mo a Irlanda, lo alimentó con nuevos recursos y le dio un acento especial que nos conduce a pensar en su poesía desde ei punto de vista de sus cualidades nacionales mejor que desde el punto de vista de su relación con el resto de la literatura europea"8 . El caso de Silva fue más bien el contra­rio. La estética del simbolismo venía a contradecir toda la trauícion literaria ue su país. Que m e muy consciente de esa contradicción lo atestiguan sus Gotas amargasy ciertos pasajes de De sobremesa. Decir algo que en español no había sido dicho antes, expresar "las sensaciones enfermizas y los sentimientos complicados" que ya tenían su forma perfecta en la poesía francesa con Verlaine y Baudelaire y en la inglesa con Swin-burne y Rossetti, tal es la ambición de Silva. Y sabe perfecta­mente que, para ello, se necesitan lectores con sensibilidad "moderna", lectores de los que no se encuentran en su medio, donde lo que se lee son los versos de Julio Flórez y de Rafael Pombo. Silva no podría decir como sus contemporá­neos de Irlanda: "para nosotros, como para los antiguos poetas irlandeses, son muy gratas las cosas dichas a medias"9.

8. Ibid., pág. 26. 9. Citado por Louis MacNeice, La poesía de W. B. Yeats, México, F. C. E.,

1977, pág. 61.

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Por el contrario, Silva piensa que cuando lo que se quiere no es decir sino sugerir, la sugestión se produce sólo si el lector es un artista. Por ello, el personaje poeta de su novela decide no volver a escribir, pues los lectores de que dispone no lo entenderían.

Silva no resuelve esa contradicción. No está en condiciones de resolverla. En Gotas amargas termina por constatar que no puede mirarse la realidad propia con "lentes ajenos". Amar a través de los libros, bajo la influencia fatal de las novelas, es condenarse a no saber nunca lo que es el amor. No poco debe haber de autoburla en la invención de ese pobre personaje Juan de Dios que "hizo de Rafael con una Julia que se encontró en Choachi" o que jugó a ser el Rodolfo Boulanger de una Madame Bovary boyacense. Silva sabía, sin duda, lo que es mirar la realidad con "lentes ajenos". Y, sobre todo, el precio que hay que pagar por esa equivocación. "Soy un snob grotesco, nunca seré más que un ridículo rastacuero", piensa su personaje José Fernández en ciertos momentos. Para Silva no era fácil llevar a la práctica de su vida diaria un programa de esteticismo y refinamiento sensual sin sentir el choque de su imagen como una estridente disonancia contra la gris armonía de su medio. Y no siempre lograba sentirse superior. Como Fernández, se pregunta: ¿Qué soy? Y se responde: "no eres nadie, no eres un santo, no eres un bandido, no eres un creador, un artista que fije sus sueños con los colores, con el bronce, con las palabas o con los sonidos; no eres un sabio, no eres un hombre siquiera, eres rrn muñeco borracho de sangre y de fuerza que se sienta a escribir necedades". Silva se sentía un diletante, como Fernández. Pero carecía de la fortuna con que dotó, imaginariamente, a su personaje, para poder disfrutar de su diletancia sin limitaciones. Serlo todo, no renunciar a nada, ése es el camino por donde se pierde Fernández. Hay un poema de Gotas amargas que nos da una clave para en tender la disposición de Silva al respecto. Se titula "Filosofías". El tono es el reflexivo de quien se habla a sí mismo en segunda persona, con la ironía escéptica que se

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descarga sobre lo ya vivido: goza el placer carnal, llegarás a la ataxia, si es que evitas la sífilis; trabaja, "vende vida por oro", conseguirás una dispepsia antes que un tesoro; sacrifícate al arte, pule, dale toda tu alma y mañana tu obra habrá pasado de moda. Sé creyente, "compra un giro contra la vida eterna", págalo'con tu vida y quizás allá arriba no te cubran la letra; confía entonces en la razón y dedícate al estudio, busca la verdad en las filosofías y al final no creerás ni en ti mismo; o "húndete en el Nirvana", pasa los años en soledad como un yogui mirándote el ombligo, al final sentirás la angustia de n o haber hecho nada. Ésta es la última palabra del poema: Nada. La otra cara, igualmente vacía, del todo.

Gotas amargas nos interesa aquí, fundamentalmente, por­que es el testimonio final de una modernidad imposible. En esos poemas Silva ha cambiado totalmente de orientación y de lenguaje. Como poeta simbolista, había buscado el tem­blor del misterio en las más sutiles vibraciones de lo real. La música de las palabras, la vaguedad de las imágenes, eran las formas ue esa ousqueua. Desvalorizar 10 inmediato, ia bruta­lidad de lo real, las imposiciones de la convención social, la gris miseria de la vida práctica, todo eso consti tuía lo esencial de la actitud modernis ta . Pero Silva sucumbe: la realidad se muestra más fuerte, más sólida y con argumentos más pesados. Entonces se muestra la otra cara de la moder­nidad: la mueca feroz y el nihilismo desencantado. Silva parece, ahora, humillar la poesía, arrastrarla a los pies de la ciencia y del progreso técnico. Pero el gesto de sarcasmo delata su debilidad: quiere salvarse por la poesía o no salvarse. Por eso, la última palabra de Silva es el silencio. En el siglo XXIV, cuando las estatuas se levanten en honor de Sancho Panza ("...redentor / que con su ejemplo y sus palabras / el idealismo desterró") y no de don Quijote, los poetas serán anarquistas y se dedicarán a colocar bombas en los actos públicos ("Futura"). Eso es Gotas amargas. En esas páginas Silva se pone a la tarea de destruir ídolos y, con ellos, caen también los dioses. Ahora se desvaloriza todo lo ideal ante el

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peso y la obstinación de la realidad en bruto. El lenguaje se hace igualmente prosaico y desencantado: las gasas y vapores del ensueño se cambian por tecnicismos médicos, las suge­rencias por los nombres científicos de las cosas, sin resonan­cia poética. El simbolismo se ve sustituido por el naturalismo, pero un naturalismo que descree de sí mismo, que no es más que el hueco que dejó la ausencia de Ja poesía. Un naturalis­mo con fisuras por donde logran filtrarse algunas sugestio­nes, algunos "temblores de misterio". En Gotas amargas se finge haber encontrado en la ciencia y en el pragmatismo las respuestas a todas las preguntas del poeta. Se finge, pero hay una voz que calladamente ríe de esas respuestas y remite de nuevo a la poesía. Por ello hay todavía un estremecimiento poético en esos poemas aparentemente tan prosaicos, y algu­nos de ellos cuentan entre lo mejor que escribió Silva. Otros se pierden en la pura ironía o en la autocompasión. En los momentos de acierto vemos asomarse la expresión más vigo­rosa de un modernismo al revés: allí donde la sensibilidad para lo desconocido ha naufragado, lo trivial también se resquebraja y los pedazos van a la deriva, sin sentido.

"Debemos elevarnos sobre los intereses comunes, las opi­niones de los diarios, la voz del mercado y la de los hombres de ciencia —escribió un Yeats ya maduro, después de libradas y superadas múltiples batallas— pero sólo hasta donde podamos llegar llevando nuestra normalidad, nuestra pasión, nuestro yo presente, en suma, nuestra personalidad como un todo". Un proyecto vital como éste de Yeats habría desbordado por completo las fuerzas de Silva. En el camino fueron quedando, por imposibilidad de arrastrarlas consigo, su pasión, su per­sonalidad, su normalidad. Todas las estrategias que ensayó resultaron fallidas: ser un dandy, ser un honesto comerciante, ser un poeta moderno , ser un filósofo escéptico, ser un aristócrata refinado, ser un brillante funcionario del cuerpo diplomático, ser un fino esteta diletante, no ser nada. Sanín Cano afirma que Silva tenía talento para triunfar en cualquiera de los papeles que hubiera escogido, de no ser por la hostilidad

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del medio. Habría sido tan exitoso en los negocios como profundo en la filosofía, por escoger sólo dos de las posibili­dades más contrastadas. Pero no avanzó lejos por n inguno de los caminos. Sabemos que, incluso, se interesaba por la cien­cia y leía libros de psicología, de medicina, de ciencias natu­rales. Le gustaba ser percibido así, disjjerso, curioso, ávido. A un joven admirador venezolano que le pide colaboraciones para la revista que publica, le responde que anda ocupado en lecturas que nada tienen que ver con la literatura. No le repugnaba la idea de ser un burgués bien instalado en los negocios, siempre que éstos le dejaran tiempo para leer y escribir y dinero para comprar obras de arte. Ni siquiera la política se colocaba por fuera de su interés, pero la miraba de lejos, t ratando de sustraerse a lo pernicioso de su influen­cia pero soñando con influir sobre ella. Sueños de diletante, ciertamente. Por De sobremesa sabemos de todo esto. Escribirla fue, sin duda, una necesidad de Silva, inhibido en la vida práctica para realizar tantos sueños contradictorios. Al morir, ei manuscrito reposaua ai iaoo ue su cauaver, como un sustituto.

Silva era un implacable autocrítico. Esta era su fuerza y su debilidad. El burgués y el poeta se arrancaban en él la máscara mutuamente . Así como el naturalista, en Gotas amar­gas, le arranca la máscara al romántico y al simbolista, pero en la confrontación deja caer también la suya y queda sin soporte la simple fe en la redención positivista. En esa disper­sión de imágenes, todas resultaban vacías, porque todas eran sometidas a crítica por esa inteligencia que Sanín Cano veía como el rasgo predominante de Silva. Y que éste no olvida poner como rasgo dominante de su personaje Fernández. Alguno de los asistentes a la lectura del diario íntimo del protagonista de De sobremesa suelta la observación que el aludido recoge atento: son las facultades críticas las que matan en él al poeta. La mente de Silva, profundamente moderna , oscilaba entre extremos excluyentes. La síntesis era imposible. Yeats, por ejemplo, veía decididamente en la ciencia "la hija

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más vieja de las quimeras" y en el progreso burgués una "monstruosa paradoja", apropiándose estas duras fórmulas de Villiers de L'Isle Adam. Esto le permitía descansar en el arte como salvación única y verdadera. Silva podría haber suscrito esas afirmaciones, pero también las contrarias. No podía simplificar y definitivamente excluir algo que , como la ciencia positiva y el progreso técnico, p romet ía transfor­mar u n a sociedad chata y provinciana en algo más excitan­te, d o n d e la poesía podr ía ser mal t ra tada y marg inada pero adquir i r ía también un sentido y un valor en la contradic­ción. Ni tuvo la fuerza para quemar sus naves y adentrarse en la salvación meramente estética. Sabemos, de nuevo por De sobremesa, que pensó en la locura, evocando a Baudelaire, y que pensó también en ese otro refugio, la religión. Perma­nentemente lo acompañó el leit-motiv de la canción finisecular por excelencia: irse, levar ancla, emprender el viaje, levantar el vuelo, a cualquier parte, fuera de este mundo , al abismo.

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U n o de los aspectos en que más c l a r amen te a p a r e c e la i n q u i e t u d de la m o d e r n i d a d en Silva es su c o n c e p c i ó n d e la lectura como u n a actividad estética y d e la poesía m o d e r n a como un conjunto de exigencias nuevas para el lector, sintetizadas en la expresión "lector artista" que con tanta frecuencia encontramos en sus páginas.

Silva se veía a sí mismo, sobre todo, como un lector, antes que como un poeta o como un escritor. A la pregunta: "¿Por qué escribir?", Pombo, por ejemplo, habría respondido que era una exigencia de su emoción ante la naturaleza o ante la belleza de la mujer. Silva responde de otra manera: "lo que me hizo escribir mis versos fue que la lectura de los grandes poetas me produjo emociones tan profundas como son todas las mías; que esas emociones subsistieron por largo tiempo en mi espíritu y se impregnaron de mi sensibilidad y se convirtieron en estrofas"1. Silva es consciente de que escribe porque lee. Y escribir por la seducción que se experimenta

1. José Asunción Silva, Poesía y prosa, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1979, pág. 143.

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frente a la poesía de otros, y confesarlo es tomar distancia bastante grande respecto del romanticismo. La modernidad es la fascinación de la forma y del artificio por encima de la veneración romántica por la naturaleza como algo anterior y superior al arte. Más que en la producción, la prueba definitiva del carácter poético parecería estar en el consumo. Baudelaire, hablando de Hugo, se refiere a su gusto por los muebles, las porcelanas, los grabados, un detalle, dice, que no debería escapar a ningiin ojo verdaderamente crítico. Trataba así de sustituir la imagen romántica de Víctor Hugo como grandiosa fuerza natural, por otra más moderna; la de un refinado, amante de lo bello y de lo extraño, e lemento indispensable en cualquier temperamento poético auténti­co, para Baudalaire. "Que Pascal, inflamado de ascetismo, se obstine en vivir entre cuatro paredes desnudas con sillas de paja; que un cura de Saint-Roche (ya no recuerdo cuál), para escándalo de los prelados amantes del confort, haga almone­da de todo su mobiliario, está bien, es bello y grande. Pero si veo a un hombre de letras, no oprimido por la miseria, despreciar lo que hace la alegría de los ojos y el placer de la imaginación, me siento tentado a creer que es un hombre de letras muy incompleto, por no decir algo peor"2. Una idea como ésta no es, en absoluto, ajena al pensamiento de Silva. En De sobremesa, uno de los amigos del poeta Fernández declara con sincera convicción que un hombre de gusto, que tiene caballos como los que monta Fernández y una casa como la suya, con tanto cuadro y tantas estatuas y cigarros de calidad, no puede escribir versos malos. Y aunque la cita puede tener una cierta carga de ironía, nada en la novela la desmiente; por el contrario, toda parece validarla.

La imagen de Silva es la de un hombre que lee a otros poetas. Los románticos preferían la imagen del contemplador

2. Baudelaire, Escritos sobre literatura. Barcelona, Bmguera, 1984, pág

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de la naturaleza, del solitario que pasea por el bosque o se tiende sobre la hierba con el oído atento en espera de una revelación que viene de la entraña de la tierra. Silva se burló, en algún poema, de esta actitud: la tierra nada le responde al poeta lírico. En lugar de esperar la revelación, el poeta moderno lee. Incluso cuando está frente a la naturaleza, parece adoptar la actitud del lector, del descifrador de signos del arte. Cuando José Fernández, en De sobremesa, se retira al campo, huyendo de una supuesta persecución de la justicia por un crimen que cree haber cometido, se dedica a los paseos contemplativos por el campo. Pero su contemplación es bien singular: la naturaleza resulta ser para él un cuadro de un pintor impresionista, antes que nada. La sublimidad romántica del espectáculo se ha cambiado por la percepción de los matices, ios cambios de luz, ios tonos y variaciones cromáticas. La mitología romántica del alma que se ensancha y experimenta la nostalgia de lo infinito frente al paisaje natural, por negación del artificio y de lo meramente huma­no, se convierte en una activiuao estética por excelencia, una actividad perceptiva aprendida en la pintura de la época y que reduce el sentido del acto a los límites de la impresión.

Leer es, entonces, prioritariamente, una actividad estética. Pero a su vez, esta concepción estética de la lectura implica nuevas exigencias al lector, un nuevo tipo de lector que, para Silva, era imposible encontrar en su medio. José Fernández dice que cuando escribir es sugerir, el lector debe ser también un artista3. Se requiere el mismo grado de refinamiento estético en el lector que en el poeta. De hecho, u n o y otro se confunden pues el poeta es, ante todo, un lector. Es poeta porque lee poesía. La inspiración viene del libro: éste ha sustituido a la musa clásica y a la musa romántica. Uno descubre que es poeta, no en las largas caminatas solitarias hablando consigo mismo o con las estrellas, sino en el rumor

3. J. A. Silva, op. cit., pág. 148.

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de las páginas que pasan, en el blanco intervalo de las líneas del poema que nos gusta. Eso es lo que Silva descubre y lo que opone a la tradición romántica de la espontaneidad inspirada. Ante el retroceso de ésta última, se va abriendo paso una nueva consideración que traslada al lector las anti­guas atribuciones de la inspiración: "el poeta se reconoce tínicamente por el hecho de que hace del lector un inspira­do", escribió Paul Valéry, quien ya había dejado de creer en la inspiración del poeta.

La poesía moderna, la poesía que Silva leía y a través de la cual llegó a desear ser poeta —la de Poe y Mallarmé, la de Swinburne y Rossetti— ya no es más la expresión de ideas generales o de experiencias típicas a través de un acerbo común de formas que cumplen una función de comunicación con el lector. Así era el poema de Pombo, por ejemplo: el lector, mediante una forma que le era familiar por tradición, en t raba en contacto con un pensamiento o u n a emoción que eran también suyos, que consideraba universalmente humanos , y en ese reconocimiento, a través de la bella forma, consistía el efecto poético. Silva había ap rend ido en el simbolismo francés que la poesía moderna ya era otra cosa: el lugar de la universalidad de la idea lo ocupa ahora la instantaneidad de la sensacie'm; la función comunicativa de la forma, comprendida ésta como algo anterior al poema y perteneciente a un acerbo común de procedimientos, se cambia por la búsqueda de una palabra huidiza y sugeridora, cuyo poder no consiste tanto en ser el equivalente de un concepto general sino en abrir, mediante sus posibilidades musicales, un espacio a la insinuación de lo desconocido.

Frente a semejante concepción y realización de la poesía, la lectura se convierte en un difícil arte. Un arte para pocos, pensaba Silva. Siendo una poesía de gran intimidad, el poeta está, sin embargo, infinitamente lejos del lector. Éste se enfrenta solo al poema y no encuentra en él explicaciones, al contrario de lo que sucedía con la lírica del pasado, destinada a un lector muy general, no iniciado, por lo cual el

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autor debía multiplicar las generalidades explicativas. Si el lector de la poesía moderna no es él también un poeta, si carece de esa finura de percepción para las alusiones y los matices, para las resonancias de una música sin grandes contrastes, sin regularidades y simetrías obvias, entonces el efecto del poema le será negado. Pero la poesía habrá perdido, igualmente, la gran mayoría de su público. O más exactamente, ya no habrá más ptíblico para la poesía. Ésta se habrá convertido —como de hecho puede comprobarse en la historia de la poesía desde el simbolismo hasta hoy— en asunto exclusivo de poetas. El lector de poesía es ahora un solitario, sospechoso él mismo de escribir poemas en secreto. Y el arte poético de leer pierde toda relación con la declamación en voz alta y la tertulia, tal como se acostumbraba por la época de Silva, en el Mosaico o la Gruta Simbólica, por ejemplo.

Intimidad y sensibilización es lo que exige el nuevo poema. Como la poesía moderna ha renunciado a los efectos seguros y comprobados, aquéllos que repercuten igual en cualquier lector, ha perdido por ello mismo su relación con el público como conjunto. Ya no puede hablar en la plaza ptiblica, como lo hacían Pombo, Miguel Antonio Caro, o Julio Flórez si se quiere. Todavía Valencia podía hacerlo, pues su poesía es moderna sólo en la superficie; de hecho, las suyas son com­posiciones declamatorias, discursos versificados. El efecto primero de la poesía moderna al ser leída es el de extrañeza, no el de solidaridad. Por eso, aunque se lea en público, su efecto es privado. Repercute, o aspira a repercutir, de forma diferente en cada lector, de acuerdo con su propia sensibili­dad. Quiere hablar sólo de lo cambiante, de la movilidad de la percepción, no de lo permanente y estable. Por ello habla a la experiencia de lo inestable de cada lector, a lo más fino de sus impresiones, a sus impresiones de artista que son las excepcionales dentro del esquema general de su vida. Si en la distracción de lo ordinario nunca se ha detenido en esos momentos extraordinarios y los ha dejado escapar, relegando lo que en su existencia podía haber de auténticamente Doético,

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la poesía no tendrá nada que decirle. La reacción de este tipo de lector frente a la poesía no podrá ser sino la de rechazo. La extrañeza no podrá ser asimilada desde ningún rincón de la sensibilidad ni cotejada con ninguna experiencia propia.

La mitología romántica de la inspiración, la espontaneidad y la emoción, vienen a ser sustituidas por los modernos mitos de la sensibilidad refinada, los sentidos exacerbados y las impresiones nuevas. Y así como los románticos pensaron que la intensidad del sentimiento sólo podía expresarse por me­dio de un arte de grandes contrastes, los poetas modernos consideran que sólo un arte de matices puede evocar la fugacidad y sutileza de la sensacieSn, más si ésta se concibe como puerta de entrada a un mundo esencial sólo captable a través de símbolos. Pero, "para que la sugestión se produzca es preciso que el lector sea un artista"4, como dice Fernández en De sobremesa. "En imaginaciones desprovistas de facultades de ese orden, ¿qué efecto producirá la obra de arte? Ningu­no. La mitad de ella está en el verso, en la estatua, en el cuadro, la otra mitad en el cerebro del que oye, ve o sueña". La poesía, y el arte en general, es obra conjunta del poeta y del lector. Mitad y mitad, piensa Silva. "Golpea con los dedos esa mesa, es claro que sólo sonarán unos golpes; pásalos por las teclas de marfil y producirán una sinfonía: y el público es casi siempre una mesa y no un piano que vibre como éste". El público-mesa es la mayoría, inepto para el efecto propia­mente poético. La poesía, según Fernández —y éste era el pensamiento de Silva—, es para unos pocos, los lectores-piano.

La pretensión de la poesía simbolista es lograr, mediante la combinación de los sonidos verbales, que la música des­pierte en el interior del lector lo que las palabras no podrían expresar como simples medios de comunicación. Es claro que esta poesía ya no puede ser coral, que no puede sentirse simultáneamente con otros y que, incluso cuando conmueve

ídem.

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a muchos, sólo puede conmover a muchos solitarios. Aun técnicamente, la poesía de Silva está hecha, casi siempre, para resonar en la intimidad, no para el eco de los espacios públicos. Esto implica un modo de lectura diferente al que exigen los poemas de Caro o de Valencia. Por algo se trata de poetas-oradores, cuya finalidad última es "conmover a las multitudes". Esa conmoción, por supuesto, dent ro de las nuevas concepciones de Silva, no se logra con medios propia­mente poéticos. Ni puede considerarse un verdadero efecto estético. Pero, para Caro y Pombo, tanto como para Valen­cia, no existe un resultado artístico o una emoción estética autónomos, separables de otras afecciones simultáneas como la incitación patriótica, la enseñanza moral y política, el adoctrinamiento religioso. Todas, conjuntamente, hacen parte de la función social de la poesía. Si ésta ha de lograr en sus lectores resultados tan disímiles, para ello tendrá que recurrir al discurso, al concepto general, a la doctrina versificada. Gutiérrez Girardot, por ejemplo, dice de "Anarkos", u n o de los más famosos poemas de Valencia, que es un resumen en verso de las "ideas sociales" de León XIII5. Y no es casual que en otro contexto, esta vez sin intención irónica sino al con­trario, como un elogio, un prologuista haya afirmado exacta­mente lo mismo de algún poema de José Eusebio Caro6.

Debe haber sido un verdadero espectáculo oír a Valencia o a Miguel Antonio Caro leer en público sus poemas. Por la regularidad de sus acentos, la amplitud sintáctica de sus frases, la claridad conceptual de sus significados, estaban hechos para eso, para ser leídos en voz alta. El impacto sobre los oyentes debía ser inmediato. Apelaban a formas conoci-

5. Rafael Gutiérrez Girardot, "La literatura colombiana en el siglo XX", en Manual de Historia de Colombia, t. III, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1979, pág. 452.

6. Lucio Pabón Núñez, prólogo a José Eusebio Caro, Poesías completas, Bogotá, Instituto de Cultura Hispánica, 1973.

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das, de efectos ya probados. Pero, ¿descubrían algo nuevo? ¿O eran meras versificaciones de discursos anteriores? Des­pués de largas tiradas de versos, o entre una cantidad de palabras poéticamente superfinas aunque discursivamente funcionales, aveces brilla un instante, resuena un momento de música esencial. Y luego vuelve el oleaje declamatorio. Con Silva comienza entre nosotros la pretensión de una poesía hecha seSlo de momentos esenciales.

Sanín Cano menciona la "sensación de laconismo" que producían los poemas de Silva en los lectores contemporáneos, acostumbrados a un "exceso de desarrollo" característico de la época. De esos poemas, cuya extrañeza provenía de su condensacicSn, arranca en Colombia la idea modernista de una poesía desprendida de aditamentos extrapoéticos. ¿Cómo leerla, entonces, en voz alta? Tenemos una imagen del poeta que lee su obra para un grupo de amigos, en la novela De sobremesa. Conviene señalar que todo el relato se construye sobre el artificio de un diario leído por su autor en el transcurso de una velada. Se supone, pues, que hay que escucharlo entonado en la voz de su autor. ¿Cómo describe Silva esa escena? Fernández comienza por apagar las luces del candelabro, i luminando sólo el libro con la luz de una lámpara. Los presentes quedan envueltos en una penumbra que los aisla, como si cada cual fuera el único oyente. Por unos momentos, el poeta-lector permanece callado mirando el marroquí negro de la pasta del libro cerrado, mientras a su alrededor el salón se aquieta y el silencio abre el espacio propicio para la música del texto. El tiempo de la lectura coincide con el tiempo de la narración. Cuando aquélla termina, el libro de diario se cierra y el silencio queda otra vez ceTino ámbito para el murmullo de la lluvia y el ir y venir del péndulo del relo]. En la semioscuridad de la sala, ningún comentario, ningún aplauso, ningún rechazo: únicamente la reaccieSn íntima del lector solitario, desprendido ya de todo vínculo social. "Un poema merece su nombre verdaderamen­te se51o en cuanto toma posesión del alma y la eleva, y el valor

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positivo de un poema está en esta toma de posesión, en esta elevación del alma": las palabras anteriores de Baudelaire, a propósito de Poe, dan la tónica perfecta para comprender las intenciones de Silva. Con la novela De sobremesa pretendía lograr los mismos efectos de la poesía y son esos efectos los que nos describe cuando concluye el libro con la escena de los amigos silenciosos, después de la lectura, incapaces de cualquier reacción externa diferente de la "elevación inte­rior", en contraste con la frivola locuacidad que habían exhibido al comienzo del relato, antes de comenzar a leer las páginas del diario-poema.

La preocupación de los poetas oradores es por completo distinta. Su relación, más que con un lector, es con auditorios, y para éstos la retórica tradicional ha dispuesto ya los fines tanto corno los medios: persuadir, convencer, enseñar, agra­dar. El modelo de esta relación está en el foro, en la tribuna, en el pulpito. Los lectores formados por este tipo de poesía, los lectores que encontró (o desencontró) Silva en su mo­mento, no podían ser sino aquéllos que Baudelaire describió, lamentando su ineptitud para la poesía: "me doy cuenta de que el público no ha hurgado en las obras de los poetas, sino en las partes que estaban 'ilustradas' (o mancilladas) por una especie de viñeta política, un condimento apropiado a la naturaleza de sus pasiones actuales7. En nada cambia la situación si donde dice "viñeta política" añadimos "viñeta religiosa" o "viñeta histórico-mitológica" (como lo hace Gu­tiérrez Girardot para caracterizar la poesía de Guillermo Valencia y, de paso, la cultura señorial de la época en Colom­bia). Lo que importa es, precisamente, la parte que el lector desdeña u olvida y que, para Baudelaire lo mismo que para Silva, es la esencia misma de la poesía: "las partes misteriosas", "los sitios sombríos".

7. Baudelaire, op. cit.. pág. 81.

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En uno de sus escasos artículos de crítica literaria, la nota sobre Anatole France, se complace Silva en señalar cómo el escritor francés reemplazó la definición de libro del diccionario Littré ("unión de varios cuadernos de páginas manuscritas o impresas") por ésta otra: "obra de hechicería de donde salen toda clase de imágenes que turban los espíritus y cambian los corazones". Lo que satisface a Silva de este cambio es que la atención se ha trasladado del objeto material a su efecto sobre el lector, por una parte; y por otra, que ese efecto se carga de connotaciones "sombrías" y "misteriosas", como quería Bau­delaire. Las breves páginas del ensayo de Silva nos interesan más por lo que dicen sobre su propia concepción estética que por la información que contienen sobre France. Y éste apa­rece en ellas preferentemente como lector antes que como escritor. Lo sustancial del artículo gira alrededor de los gustos y la sensibilidad del artista, sin mencionar casi su obra nove­lística. Importa resaltar aquí un párrafo en el que Anatole France queda retratado con los rasgos del lector que Silva prefería: "como se extasía en los cantos serenos de Virgilio, se deja adormecer por la voz dulcísima, consejera de paz, del monje de la Imitación, y aquellas admiraciones no le impiden sentir el calofrío febril que le comunican al lector artista los extraños poemas en que los neurasténicos modernos, los Baudelaire y los Verlaine, dicen las visiones mórbidas de la vida"8. "Lector artista" es una de las expresiones favoritas de Silva. "Sentir", "adormecerse", "extasiarse" son los verbos que utiliza en estas líneas para referirse a los efectos de la lectura. "Impresiones de paseo por entre las obras maestras", dice más adelante. La "exquisita sensibilidad artística" de France corre pareja con su "desprecio por las fórmulas estrictas". En lugar de dogmatizar sobre la obra que lee, France se deja impre­sionar. Leer es, antes que nada, una actividad estética, ajena a los enjuiciamientos y las clasificaciones. Un acto de

8. J. A. Silva, op. cit.. págs. 328-329.

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la sensibilidad antes que de la inteligencia, destinado al goce de la belleza, no al aprendizaje o a la demostración de una verdad. "No es la verdad el fin del arte —escribe Anatole France—. Debemos exigir la verdad a las ciencias, porque se p roponen investigarla, pero no la pidamos a la literatura, cuya misión consiste en crear belleza"9. También Baudelaire, siempre legible, entre líneas en los escritos de Silva, dejó dicho: "Donde no se debe ver más que lo bello, nuestro público busca lo verdadero"10.

No menos interesante para el tema del lector y su imagen en Silva resulta esta otra observación con respecto a las novelas de France: ellas no son apropiadas para el "vulgo de los lectores" pues no se trata de novelas "novelescas", de ésas que entret ienen con "la narración de imposibles aventuras y con la pintura de sentimientos falsos". Por el contrario, son novelas de un poeta y esto significa, para Silva, que requieren del "lector artista", capaz de de tenerse y captar lo que ve rdaderamente cuenta: "la invención graciosa y delicada, la fantasía brillante, la belleza lujosa de los detalles". En el sistema de las oposiciones implicado en el razonamiento de Silva, vale tanto oponer lector sensible a "vulgo de los lectores" como oponer lo "novelesco" a lo "poético". En el mismo artículo donde se elogia a France por sus "bellas novelas", es decir, artísticas y no "novelescas", se menciona a Zola, obviamente para rechazar su "naturalismo grosero y su visión estrecha de las cosas humanas". Grosería que el género novelístico como tal comparte (excepción hecha de las novelas-poema, tan del gusto modernista) con aquel amplio sector del público ajeno a la poesía. Es, sin duda, la novela el género destinado a recuperar para la literatura ese público grueso perdido para la lírica. Y el desprecio por la "grosería" de la novela se perpetúa hasta la insolente salida de Valéry quien afirma que

9. Anatole France, El jardín de Epicuro, Buenos Aires, Fabril Ed., pág. 29. 10. Baudelaire, op. cit.. pág. 103.

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escribiría una novela si su criado se encargara de las partes no poéticas, de todas aquellas que, por arbitrarias e insignifi­cantes, convierten al autor en "criado del lector"11. En Silva —y en los modernistas, en general— no encontramos ese desprecio por la novela. Encontramos, en cambio una mane­ra poética, y poco novelística, de leerla. Silva, lo sabemos, fue un devorador de novelas. Y nada más diciente de su pasión de lector que la exclamación con que un día recibió a Sanín Cano, después de haber permanecido tres días encerrado leyendo a Tolstoi: "Estoy consternado pensando que he po­dido morirme sin haber leído Guerra y paz de Tolstoi"12.

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"Un párrafo bien hecho es un tratado de armonía más sutil y complicado mientras más fino sea el artista, por lo que, en literatura como en música, el intérprete, que en literatura es el lector, ha de ser del mismo molde y fuego del compositor-autor, para que guste y haga gustar los efectos ocultos y melodiosos del colorido y el acento"13.

En la cita anterior, Martí recurre, igual que Silva, a la metáfora musical para referirse a la lectura. Pero para Silva, el lector es piano o mesa, según vibre o no al estímulo que el autor le proporciona en la obra. En cambio en Martí, el lector es el intérprete; no el instrumento más o menos pasivo que supone la imagen de Silva, sino un sujeto activo que participa en la realización de la obra. En ambos, la exigencia funda­mental es la del lector artista "del mismo molde y fuego del compositor-autor" pues comparten como modernistas, una

11. Paul Valéry, Cahiers II, París, Gallimard, pág. 1.146. 12. Baldomero Sanín Cano, "Recuerdos de J. A. Silva", en J. A. Silva, op.

cit., pág. 516. 13. José Martí, Obra literaria. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1978, pág. 408.

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concepción estética de la lectura según la cual ésta no es simplemente adquisición de información o captación de ideas sino fina percepción de "efectos ocultos", melodía, color, acento.

El modelo del lector que sueña Silva es, sin duda, femeni­no . Y lo encontró, probablemente, hecho realidad, en su he rmana Elvira, a quien leía primero sus poemas y en quien pensaba como interlocutora privilegiada mientras los escri­bía. En ella vio cumplidos los atributos del lector ideal: intimidad y sensibilización. Esto la hacía especialmente apta para captar todos los matices y comprender todas las sugestiones.

Es indudable que Silva se dirigía siempre, aun inconscien­temente, a u n lector femenino. O quizá a lo femenino de la sensibilidad de cualquier lector. Su "Carta abierta", pr imero de una serie de textos titulada Transposiciones, es muy ilustra­tiva al respecto. Está dirigida a una mujer, cuyo nombre se omite, recordándole un día de campo pasado en compañía y la conversación que sostuvieron esa tarde durante una caminata en ia que ios dos se separaron dei grupo que los acompañaba: "adelante íbamos usted y yo, y nuestra conver­sación fue una larga confidencia mutua de nuestra adoración a la belleza". Con ella, como excepción, p u d o el poe ta compart i r sus entusiasmos y fascinaciones. "En los silencios de nuestros diálogos oíamos atrás las voces de nuestros com­pañeros que discutían el alza de las acciones de un ferrocarril en construcción, que ponderaban la honradez y la habilidad de un ministro recién posesionado, de quien se p rome t í an maravillas; que pronost icaban la cosecha venidera como muy a b u n d a n t e y calculaban en coro el alza segura del papel moneda . Nosotros, perdidos en nuestra conversación, ellos, discutiendo sus graves cuestiones económicas..."14. Todo el texto agrupa con insistencia a la mujer y al poeta, "usted y yo", del lado de la de la sensibilidad y del arte; del

14. J. A. Silva, op. cit., pág. 297.

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otro lado están los hombres con su pragmatismo y su indife­rencia por el arte. Así los sentía Silva. Y habría que leer entre líneas ese calcular "en coro" el alza del papel moneda, con­traponiéndolo al diálogo en voz baja, invadido de silencios, propio de los secretos adoradores del arte, queja o protesta insinuada del poeta que ve con ironía cómo se reduce el espacio social de la poesía y cómo ésta sólo puede susurrarse en privado mientras el interés monetario se proclama en coro. La carta termina con una confesión: tampoco el poeta es ajeno a la tentación del dinero, sobre todo en los momen­tos de desesperación, cuando parece imposible encontrar la música apropiada para el poema.

La oposición entre poesía y dinero es central, casi obsesiva, en las reflexiones de Silva. Y nos permite inferir que es precisamente la distancia con respecto al dinero y a las inquietudes que éste introduce en la vida, lo que mantiene a la mujer, todavía en esa época, más dispuesta para la poesía. Véase lo que, a este propósito, escribe José Fernández en su diario como elogio de María Bashkirtseff, espejo de lectoras y modelo de sensibilidad exacerbada: en ella, el amor por la bellezajamás se vio empañado por la "villanía de los cálculos" y por el afán de acumular "en el fondo de los cofres el oro, esa alma de la vida moderna"15 . Este antagonismo entre el amor al arte y el amor al dinero era ya un té)pico en la época de Silva, y venía resonando desde el romanticismo como una especie de consigna o advertencia. Pero es menos frecuente encontrarlo referido a la lectura, en los términos en que los desarrolla, por ejemplo, John Ruskin, autor que tanto se leyó en Bogotá a fines del siglo pasado, segrín el testimonio de Sanín Cano, y cuyos ensayos de crítica artística tuvieron para el círculo de Silva un valor de revelación. Escribe Ruskin, después de haber argumentado largamente y con indigna­ción en contra de su país, sosteniendo que allí los intereses

15. Ibid.. pág. 162.

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comerciales han terminado por eliminar cualquier otro inte­rés: "Estad seguros de que no podemos leer. No es posible leer para gente que tiene su alma en este estado. Ninguna sentencia de ningún gran escritor será inteligible para ella. Es simple y rigurosamente imposible para el público inglés, en este momento , comprender ningún escrito meditado: tan incapaz se ha vuelto de pensar con esta enfermedad de la avaricia"16. Es un giro relativamente nuevo del tema y es el que interesa realmente a Silva. Ya era obvia la hostilidad entre el artista y una sociedad definitivamente dominada por la pasión del lucro. Pero resultaba menos obvia la conclusión de Ruskin, que en Europa empieza a hacerse evidente con el simbolismo y en América con el modernismo: la ineptitud generalizada para la lectura, en el sentido estético del acto, corno consecuencia de eso que Ruskin llama la concentra­ción del alma en el dinero.

Lo esencial del buen lector es, sin duda, para Silva, que se deja afectar por la lectura. El libro acttía, ante todo, como un excitante. Va directo al sistema nervioso. Quien permanece inalterado, aunque pueda descifrar conceptualmente el tex­to, es un mal lector, un lector del peor género: el de los insensibles. Sanín Cano llega a afirmar, en un breve artículo sobre Nietzsche y Brandes, que un lector incapaz de sentir la belleza artística de la prosa de Nietzsche estará por ello mismo inhabilitado para comprender y justipreciar el valor de su obra filosófica. Y señala: "sus obras, que se encaminan a exaltar el mérito de la vida, de la vida total, simultánea y ubicua, tienen también el privilegio de obrar sobre el cerebro de los individuos como sanos y poderosos excitantes"17.

16. "De los tesoros de los reyes", en Ensayistas ingleses, Buenos Aires, W. M. Jackson, 1950, pág. 306.

17. Baldomero Sanín Cano, Escritos, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1977, pág. 141.

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Por las páginas de De sobremesa vemos pasar varias mujeres con la marca de sus lecturas bien visible en la incandescencia de sus pasiones y en la expresión de sus deseos. Lectoras muy diferentes de María Bashkirtseff o de la dama de la carta abierta. Son, por ejemplo, las tres mujeres que hacia el final de la obra aparecen denominadas como "las tres Dalilas": la lectora de Nietzsche, la lectora de D'Annunzio y la sentimen­tal y perezosa que no ha leído "a Dios gracias" ningún libro. Modelos al revés, si se quiere, en casi todos los aspectos, excepto en lo fundamental: la sensibilización y la intimidad. En el caso de las "Dalilas" lectoras, el excitante de la lectura fue, ciertamente, más poderoso que sano, para retomar las palabras del maestro Sanín Cano: "Corrompidas por el arte y la literatura y empeñadas cada una de ellas en ver en mí el personaje que les han mostrado como ideal los librejos pon­zoñosos que han leído sin entenderlos"18, según alardea el poeta Fernández. Esos "librejos" eran el Zaratustra y las obras de Hauptmann, en el caso de la "rubia baronesa alemana", a quien el protagonista seduce con el consabido reto de la transgresión:

—Todas esas son tonterías, señora. Teorías y nada más. Usted, en la práctica, es una puritana rígida, y respeta basta los más estúpidos lazos con que nos sujeta la sociedad. Si usted viviera de veras, más allá del bien y del mal, como dice Nietzsche, sería otra cosa. Pero no es así. Si yo le diera a usted un beso ahora —dije, haciéndola sentarse en un saloucito donde no había nadie— usted haría que su marido me mandara un par de testigos; y si la invitara a comer sola conmigo mañana, a las siete de la noche, no volvería a contestarme el saludo. —Haga usted el ensayo —me respondió, llevando su audacia y mi excitación al paroxismo y valiéndose de una frase que lo envolvía todo.

18. J. A. Silva, op. cit., pág. 278.

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La besé frenéticamente y acudió a la cita al día siguiente por la tarde. —Lo que me ha fascinado en usted —decía al salir de casa— es su desprecio por la moral corriente. Los dos nacimos para entendernos. Usted es el superhombre, el Uebermensch con que yo soñaba19.

Con la Dalila italiana, la Musellaro, la historia es igualmen­te ingenua: "so pretexto de amor al arte pagano y de mi entusiasmo por los poetas modernos de Italia, habíamos tenido en los últimos tiempos conversaciones indeciblemente libertinas". Al son de "los más ardientes poemas" de D'Annunzio, aquéllos en los que se cantan, "las glorias de la carne", recitados por ella, se cumple la ceremonia de la seducción y se sella el n a r t n H P la r i f a r l a n r l p s t i n a D p n t r n r l p la« r n m j p n n n n p « <4P

De sobremesa, se supone que ei llamado del placer, insinuado a través de los libros, es irresistible. Y que las mujeres son tanto más susceptibles a él cuanto más idealizado les aparezca el vicio a través del arte y de la poesía. Quizá se trate de lectoras que no han entendido mayor cosa de los "librejos ponzoñosos" que han leído. Pero la labor de sensibilización se cumple y la lectura resulta, ante todo, una preparación para la vida.

"Viciosas coleccionadoras de sensaciones" es como se define a las "Dalilas" en la novela. Sensaciones recogidas aquí y allá con espíritu de coleccionista privilegiando las más raras, de la mano de algún "Virgilio decadente" cuidadosamente seleccionado. Si la verdadera lectura ha de proyectar la obra literaria sobre la vida del lector, como afirma Ruskin, esto no se logra buscando en ella meramente el conocimiento, un saber teórico de lo que es verdadero, sino ante todo sintiendo con la obra, "participando de su intensa pasión". Pasión o sensación, para Ruskin es igual. En su ensayo "De los tesoros

19. Ibid., pág. 277.

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de los reyes" encontramos esta defensa de la sensación, tan representativa de su época:

Pasión, o sensación. No me asusto de la palabra; y aún menos de la cosa. He oído recientemente muchos clamores contra la sensación, pero yo os lo digo: que no necesitamos menos sensaciones, sino más. La ennoblecedora diferencia entre un hombre y otro —entre un animal y otro— está precisamente en esto: que unos sienten más que otros. Si fuésemos esponjas, quizá la sensación no podría ser fácilmente obtenida por nosotros; si fuésemos gusanos, expuestos a cada instante a ser divididos en dos por el azadón, quizá el exceso de sensaciones no sería bueno para nosotros. Pero, en realidad somos huma­nos solamente porque somos sensibles, y nuestro honor está precisamente en proporción con nuestra pasión"2".

Y un poco más adelante aparece una definición de "vulgaridad" que cualquier modernista hispanoamericano compartiría íntegramente: "la esencia de toda vulgaridad estriba en la carencia de sensaciones". Sólo "la finura y plenitud de la sensación, más allá de la razón" puede acercarse con certidumbre a la belleza.

Una de las señales más claras de la transición a la moder­nidad consiste en asumir el arte como forma de conducta y norma de vida, sustituyendo la moral por el esteticismo. Es algo característico del fin de siglo, tanto en Francia como en Inglaterra. Silva lo encontró en casi todos sus autores predi­lectos: en Huysmans, en Wilde, en los prerrafaelistas. Yes lo que rige, como idea clave, el desarrollo de su novela. Esta parece obedecer al proyecto wildeano de realizar en el plano imaginario todas las posibilidades abstractas imposibles de realizar en el plano de lo concreto. Por ello está escrita como si el deseo jamás tropezara con la realidad, lo que la hace tan fallida v lamentable en cuanto novela. Si la acción de la

10. Ensayistas ingleses, págs 302-303

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lectura fuese tan devastadora en las sensibilidades femeninas, como pretendía José Fernández, entonces se formaría esa anhelada corte de las bellas lectoras que dicen sí al susurro insinuante de los poetas que cantan para seducir. Es ésta una de las más conmovedoras utopías de De sobremesa. Incluso la que no lee, la que no ha perdido ese "perfume de sencillez que la hace adorable", cae rendida a los pies del poeta, alcanzada por el mágico conjuro del "idilio" de Núñez de Arce. Sin contar a la americana, Nelly, quien declina su orgulloso desdén al saber que el d o n j u á n que la asedia es el poeta de los Poemas paganos, aprendidos por ella de memoria en su versión inglesa: entonces se entrega, recitando en su idioma los propios versos del seductor, donde se cantan las glorias de Afrodita.

Silva, sin duda, se guardaba la otra carta, la del lector que, además de sensible, conserva incólume su espíritu analítico, es decir, su escepticismo. Al contrario de Ruskin, Silva veía un abismo entre sensación y sentimiento. El secreto del lector analítico es que sabe conducir ia sensibilidad por toda la gama de las sensaciones, hasta las más perversas, sin pone r en j u e g o sus sentimientos. De las tres Dalilas, la única sent imental es la que no lee. Las otras dos son sensuales sin sent imiento. Éste aparece, para ellas, lo mismo que para Fernández, como debilidad. Tal es la diferencia en t re u n a lectora como Madame Bovary y las "decadentes" de la novela de Silva. También Emma se había "cor rompido" en la lectura de novelas. Pero se había co r rompido ingenua­men te , soñando en "romantizar" su vida, no en "estetizarla", diferencia que mide la distancia entre el romanticismo y el modernismo. Emma confundía los libros con la vida: creía poder descubrir en ellos la verdad de la vida, su ideal. No se le habr ía ocurr ido pensar que fueran m u t u a m e n t e ex­cluyentes y que el arte pudiera ser un sustituto de la vida.

Al respecto, vale la pena recordar el comentario de Sanín Cano cuando se dijo que el suicidio de Silva era el trágico resultado de sus lecturas malsanas:

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Viene después la explicación romántica. Sobre la mesa de noche de Silva aparecie) El triunfo de la muerte, de D'Annunzio, cuando ¿os amigos entraron a su cuarto por ia mañana a reconocer el cadáver. "Galeotto fu il libro e chi lo scrisse". Al momento circuló por la villa la especie de que Gabriel D'An­nunzio era el inmediato responsable de aquella desgracia. Esta explicación es menos arbitraria, más humana , que la del libre albedrío. Sin embargo, ios que se acercaron pr imero a su lecho de muerte observaron de prisa. A más del libro de D'Annunzio había allí Trois slations depsychoterapiede Maurice Barres, y un número de Cosmópolis, la revista trilingüe que se publicaba en Londres en aquellos años. El libro de Barres contiene un estudio sobre Leonardo De Viud. El número de Cosmópolis tenía un artículo sobre la ciencia de De Vinci. En El triunfo de la muerte buscaba el poeta datos sobre el hombre del Renacimiento en las páginas que D'Annunzio le dedica al superhombre de Nietzsche. Silva estaba preparándose para escribir sobre De Vinci.

Sea que tuviera el ánimo de insertar en forma de desarrollo sus ideas sobre el Renacimiento en la novela que estaba escribiendo, sea que pensase recrear el personaje en un estudio aparte, la verdad es que al pedirme el libro de Barres y el número de Cosmópolis, quince días antes de su muer t e , agregó que estaba documen tándose para escribir sobre el divino Leonardo . Además de esto, basta habe r tenido pasa­j e r o contacto con el espíritu de Silva para c o m p r e n d e r que era superior a este género de influencias. Los libros le rozaban la piel sin rubificarla siquiera. Se le quedaban en la memor ia , pe ro no le afectaban la es t ructura mental2 1 .

N o es forzoso coincidi r con San ín C a n o e n cada p u n t o d e

su a r g u m e n t a c i ó n . El "libre a lbed r ío" p u e d e ser la me jo r d e

las expl icaciones; n o obs tan te , t i ene q u e ser t a m b i é n expl icada

y está l lena d e med iac iones cont radic tor ias . Silva n o se m a t ó

21. Baldomero Sanín Cano, "Notas a la obra de Silva", en J. A. Silva, op. cit., pág. 604.

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por la impresión que le produjo la lectura de El triunfo de la muerte. Pero de ahí a la afirmación de que "era superior a este género de influencias" y de cjue "los libros le rozaban la piel" hay bastante. No sólo su personalidad estaba profundamente afectada y moldeada por sus lecturas; en conjunto, Silva era un personaje literario: en sus reacciones, en sus sentidos, en sus pasiones, había siempre algo de literario y el arte fue siempre, para él, superior a la vida. "Todo se complica dentro de mí y tomavisos literarios": esto sólo pudo escribirlo alguien que, con toda lucidez, percibió permanentemente cómo entre él y la realidad se interponía el espesor de sus lecturas. Sin duda, el género de influencias que no pueden explicar el suicidio de Silva es el del avasallamiento inmediato y definitivo, propio de la leyenda romántica. El efecto de la lectura es, en realidad, de otro orden: un proceso lento, formador (o deformador) que penetra en la sensibilidad y condiciona, inconscientemente, las respuestas frente a la vida. Los libros que Silva leía — jDor la manera como los leía— le rozaban mucho más que la piel. Pendraron profun­damente su estructura mental y determinaron en gran parte su compe^rtamiento y su destino.

En este pun to conviene regresar a la imagen de María Bashkirtseff, pues en su diario encontró Silva "un espejo fiel de nuestra conciencia y de nuestra sensibilidad exacerbada". Al contrario de las dos "Dalilas", sensuales y cínicas, Silva ve since­ramente en la rusa un espíritu semejante al suyo: la movilidad perpetua del deseo, el entusiasmo pe:»r la rida, la curiosidad intelectual y el amor por el arte, sin las morbideces del placer o la fiebre de la sensualidad. Es la lectora perfecta, pues en ella el contacto con el arte produce arte, la belleza se vuelve fecunda y la vida, en intercambio con la poesía, se poetiza. Lo que Silva nunca logró del todo.

Que Silva ñie, j3or excelencia, un animal literario, lo demuestoa precisamente su escepticismo. Creía como Mallarmé —de cjuien cita, a propósito, estas mismas 'palabras— haber leído todos los libros. Y haber íocado ei fondo vacío del misterio. De su José Fci ¡Aridez escribe que por algún tiempo creyó —evocando de

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EL LECTOR ARTISTA

nuevo a Mallarmé— que el universo tenía por objeto con­vertirse en poema22. Sanín Cano, que debió conocerlo bastante bien, pudo decir que para Silva la poesía fue "un género de pasatiempo frivolo". Y añade: "Su talento formidable tenía uno de los estigmas característicos de esa dádiva celestial, que era la falta de fe en sí mismo. Medía, pesaba su obra, la contemplaba de cerca y de lejos, la colocaba en planos diferentes y muy a menudo se declaraba insatisfecho"23. De nuevo, conviene disentir parcial­mente de la opinión de Sanín Cano. Contradictoriamente, Silva podía sentir como frivolo el pasatiempo de escribir versos, dada su situación económica y la desconfianza que sentía respecto de su talento poético, pues lo comparaba con el de Baudelaire, no con el de Julio Hórez. Como lector, su fervor nunca desfalleció: en Verlaine o en Rossetti no podía parecerle frivolidad el ejercicio poético. Como escritor, resentía no sólo el carácter fragmentario y casi siempre fallido de su obra, sino también la ausencia de lectores, el silencio o la hostilidad de sus contemporáneos. Esta actitud ambivalente lo lleva a presumir de sus lecturas y a ocultar su propia obra. Gotas amargas es el testimonio de ese odio de enamorado: el desencanto del escritor sólo era equiparable , como compensación, a la adoración del lector.

22. J. A. Silva, op. cit., pág. 162. 23. Baldomero Sanín Cano, Escritos, pág. 608.

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SILVA Y P R O U S T

La sed de idolatrar gue al hombre agita

J. A. Silva, "Sonetos negros"

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"Y más tarde, cuando empecé a escribir un libro, ciertas frases cuya cualidad no baste') para decidirme a seguir escri­biendo me las encontré luego equivalentes en Bergotte. Pero yo no podía saborearlas más que leídas en sus obras; cuando era yo el que las escribía, preocupado de que reflejasen exactamente lo que yo estaba viendo en mi pensamiento y temeroso de no 'cogerlo parecido', no tenía tiempo para pregun­tarme si lo que yo escribía era agradable o no"1.

La novela de Proust nos dice mucho sobre la educación del escritor. Es, en esto, una summa pedagógica. La dificultad de escribir que experimenta Silva es la misma que lamenta el narrador de En busca del tiempo perdido: no jToder "saborear"

1. Marcel Proust, Por el camino de Swann. Madrid, Alianza, 1969, págs. 120-121.

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sino lo escrito jior el otro. Aprender a escribir leyendo, desear escribir por la fascinación de la obra de otro, es el camino inevitable que ha de seguir todo escritor moderno. Librarse de esa fascinación para emprender la obra propia, ése es el verdadero nacimiento del artista. Y ésa es la historia que se narra en la novela de Proust, historia cjue es casi la biografía de cualquier aspirante a novelista o poeta.

Escribir es "estar j^reocnpado", de manera cjue el rumor del pensamiento parece ensordecer la música de las palabras. En cambio, leer es percibir la idea ya indisolublemente ligada al canto. Al contrario de la "jireocupacióu" de escribir, leer es una "alegría incomparable", según Proust, "un gozo en la regie')n más profunda del ser", porque el obstáculo que sej)a-raba la idea de la música ha sido eliminado. Uno se cree interesado únicamente en el asunto, sin saber que lo que realmente lo ha subyugado es la "oculta onda de armonía" y las imágenes, indistinguibles ya, por lo demás, del pensamiento.

Silva nunca supo de la existencia de Proust. Cuando murió, en 1896, Proust aún no había comenzado a publicar la novela que le daría notoriedad. Eran, sin duda, sensibilidades afínes, educadas en la literatura y el arte de fines de siglo: esteticismo, decadentismo, simbolismo, impresionismo. Y en la experien­cia del lec tor -autor que se descr ibe en las j)áginas de sus respectivas obras sorprende una singular coincidencia. Bergotte, el escritor cjue tanto gusta al joven narrador de Lín busca del tiempo perdido, es, por supuesto, un personaje de ficción. Pero sus rasgos básicos proceden, segrin muchos indicios rastreados por un biógrafo tan minucioso como George Painter, ele un modelo real cjue cautive') a Proust durante su aj)rendizaje de escritor: Anatole France. Sabemos que también Silva lo admire') y deje) unas breves páginas en donde consigna sus impresiones de lector de France, sorprendentemente cercanas a las del narrador jmmstiano. Desde un rincón Luí alejado como el Bogotá de esa época, comulgaba Silva en la secreta sociedad ele los adoradores de Bergotte, descrita por Proust en las siguientes palabras que, leídas en este contexto, parecen extrañamente

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adivinatorias: "esa predilección por Bergotte, hoy tan universal-mente extendida, cuya flor ideal y vulgar se encuentra en todas partes de Europa y América, hasta en el pueblo más insignificante".

Igual que Proust, Silva se refiere al hechizo de los libros de France, en los que la sabiduría del filósofo escéptico y benévolo penetra suavemente en el espíritu del lector a través de la sensibi­lidad y de la imaginación. Las ideas, dice Silva, hechas visiones por la belleza de las imágenes en que vienen engastadas, se vuelven al mismo tiempo canciones por la armonía sutil del estilo.

Silva se pregunta, sin poder encontrar la respuesta, por qué "misterioso" proceso llega el pensamiento a transformarse "en torturas angustiosas o en inefables fruiciones", según las diferentes sensibilidades. Ese es, según cree, el secreto del arte. Proust utiliza casi las mismas palabras de Silva para expresar emociones de lector muy similares: ambos se refieren al goce que derivan de la forma, atribuyéndolo ai flujo melodioso de las frases. Ambos perciben un encantamiento adormecedor que incita, según Proust, a "cantar interiormente su prosa" y, según Silva, a un "estado de espíritu que

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placer de leer sinjuzgar que aprendió en Francia. De leer y no escribir, entregándose a la obra ajena, "sin escrúpulos ni severidad", como dice Proust. "Sin necesidad de atormentarme me entregaba con deleite al gusto que hacia ellas me movía, como el cocinero que por fin se acuerda de que tiene tiempo de ser goloso un día que no tiene que cocinar"2. Símil de clara estirpe hedonística el que escoge Proust. No lo es menos la metáfora de Silva: impresiones de paseo por el bosque sagrado de las obras maestras. Dejar a otros "la exacta mensura de los predios" y preferir el placer de caminar por "los sitios donde la sombra de los árboles es más espesa, y más puro el ambiente, y el césped más blando, y más claro el horizonte que se divisa en lontananza"3.

2. Ibid. 3. José Asunción Silva, Poesía y prosa, Bogotá, Instituto Colombiano de

Cultura, 1979, pág. 329.

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Escribir es labor, fatiga. Es también felicidad cuando la labor ha terminado y estamos frente a ella en posición de lectores. Proust habla del gozo de la obra concluida, pero también de la alegría del proyecto: pensar en escribir el libro, soñarlo, es lo que hace la vida digna de ser vivida. En el momento de escribir, sin embargo, es la angustia y el miedo lo que {prevalecen. Silva, por el contrario, habla del encanto de esos ratos en los que se dedica a ennegrecer muchas hojas de papel. En alguna carta se retrata a sí mismo escribiendo en la penumbra de su estudio como si acabara de salir de un cuadro impresionista. Idealizaba el acto de escribir desde su perspectiva de lector. En lugar de la tortura del acto real, la quietud y la placidez de la imagen irreal: "El cigarrillo en los labios, la imaginación suelta, dejarse uno ir y amontonar en la hoja fina, con la pluma de oro que no se detiene, lo que va viniendo". La alegría de soñar la obra, sin escrúpulos ni severidad, sin necesidad de atormentarse: el humo del cigarro como símbolo del pensamiento que se eleva sin esfuerzo, las palabras que se amontonan pero salen en orden al conjuro de una imaginación sin ataduras, y la pluma que se desliza por la hoja en blanco, ennegreciendo un camino que carece de obstáculos. Silva fantasea de esa manera la faci­lidad de escribir si los obstáculos no proviniesen de fuera, de las preocupaciones diarias, de la lucha por la vida. La felicidad sería, según él, si pudiera consagrar todo su tiempo a escribir, sin tener que distraerse en las ocupacio­nes del comercio. Silva las sintió siempre como incompa­tibles con la literatura. No se puede ser un artista si hay que preocuparse por sobrevivir. Para su concepción de "diletante", que hacía del arte un placer de aristócratas, era impensable una obra surgida de las noches de insom­nio de un insignificante oficinista. De noches de angustia, como dice Kafka, al borde del sueño.

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"Hermosas tardes de domingo pasadas bajo el castaño del jardín de Combray; tardes de las que yo arrancaba con todo cuidado los mediocres incidentes de mi existencia personal, para poner en lugar suyo una vida de aventuras y de aspira­ciones extrañas, en el seno de una región regada por aguas vivas; todavía me evocáis esa vida cuando pienso en vosotras"'.

Estas líneas de Proust se asociarán fácilmente, en la memo­ria del lector, con el poema "Infancia" de Silva. La asociación es, ante todo, musical. No obstante ser prosa, y prosa tradu­cida, el fragmento ele Proust está construido en la forma característica de la evocación poética y jwdemos comj)ararlo con la última estrofa de "Infancia":

Infancia, valle ameno, de calma y ele frescura bendecida donde es suave el rayo del sol que abrasa el resto ele la vida. Cómo es de santa tu inocencia pura, cómo tus breves dichas transitorias, cómo cs ele dulce en horas de amargura dirigir al pasado la mirada y evocar tus memorias!

El apostrofe, la invocacieSn al tiempo personificado, a lo irremediablemente ausente y perdido, es un recurso lírico y adopta en los dos textos una modulación muy cercana, una especie de llamado interior, silencioso, "como el caer de las horas". En Proust es una evocación de momentos de lectura. El adolescente de su novela se retrae en el jardín y la lectura lo absorbe, arrancándolo de la mediocridad de lo real. Aven­turas, regiones extrañas, vida más verdadera que la realmen­te vivida. En Silva son recuerdos de infancia, rescatados casi

Proust. op. cit.. pág. 111.

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todos de los libros infantiles. "Cómo es de dulce en horas de amargura dirigir al pasado la mirada y evocar tus memorias", escribe el poeta. "Todavía me evocáis esa vida cuando pienso en vosotras", replica el novelista.

Los une esa constatación de la discrepancia entre vida y poesía, que es la esencia de la obra de Silva y la clave misma del relato proustiano. El recuerdo no es, en ninguno de los dos, la recuperación de lo vivido tal como fue. Recordar es sinónimo de poetizar. Nostalgia, una palabra que en­contramos en todo el centro de la cita de Proust y que es el sentido completo del poema "Infancia", no significa un deseo de continuar en el pasado o de regresar a él sino una necesidad poética de inventarlo. Sabemos que la niñez de Silva no estuvo llena de las experiencias que exalta su poema: excepto las lecturas, no hubo tantas cometas, ni pedradas, ni vestidos hechosjirones. Fue todo lo contrario. Eso no falsea su poesía para nada. La enriquece con el valor de la invención, sustituyendo con la fantasía toda la pobreza que agobia siempre al recuerdo voluntario y ve­raz. Silva no tuvo infancia, nos dicen sus biógrafos. Por ello mismo, su poesía tenía que inventarla. El recuerdo, según escribe Walter Benjamin a propósito de Proust, es un bosque encantado. En él puede encontrarse cualquier cosa de las que jamás ocurrieron en la existencia real. Los recuerdos han de ser "vagos", nos deja saber Silva en los primeros versos de su poema citado. Sólo así podrán "em­bellecer" el presente. Y ligados a la sensación, no a la voluntad, como lo quiere Proust. Los recuerdos de infan­cia vienen enredados en un olor de helécho, segtin reza el bello epígrafe que Silva tomó de Gutiérrez González. Más ligados al sueño que a la verdad, poseen esa maravillosa virtud de transformarse en cualquier cosa: flotan en brumas, son "el esbozo de un bosquejo vago" que se metamorfosea continuamente.

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Las páginas iniciales de la novela De sobremesa giran todo el tiempo alrededor de esta pregunta: "¿Por qué no escribes?". Los amigos se preocuj3an por el silencio de Fernández, ha­blan de su "vocación íntima", de su alma de poeta, de su dispersión en múltiples actividades que le impiden dedicarse a una obra literaria digna de su talento, del t iempo dilapida­do, de los días, meses y años sin escribir una línea.

La respuesta de Fernández merece una consideración detenida, pues aunque toda pretensión de identificar al personaje de una novela con su autor conduce a equívocos, sin duda hay en estas palabras una especie de autoanálisis en el que Silva nos deja saber mucho sobre sí mismo, sobre su experiencia de escritor, sobre sus dudas y proyectos. Convie­ne recordar, también, que la redacción de De sobremesa ocupó los últimos días de la vida de su autor, quien tuvo que reescribirla apresuradamente después de la pérdida del ma­nuscrito en el naufragio de 189o.

Fernández comienza af irmando categóricamente: "no volveré a escribir un solo verso... Yo no soy jnoeta". Los circunstantes no se toman en serio esta afirmación. Pero la forma como el personaje la sustenta es para tomársela en serio y nos hace pensar en la situación real de Silva. También éste había resuelto no volver a escribir poesía y existen al respecto testimonios, como el de Emilio Cuervo Márquez, que a la luz de las palabras de Fernández adquieren un valor excepcional. Es casi una queja lo que se escucha en seguida por parte del protagonista de De sobremesa. Poeta es la etiqueta que le tocó en la clasificación inevitable que el vulgo necesita para identificar a los individuos. Hay que ser algo. Y añade esto, que convendría no pasar ligeramente: "después el hom­bre cambia de alma pero le queda el rótulo". Siete años han pasado desde que Fernández publicó su t'iltimo libro de poemas. No ha vuelto a escribir ni una línea y ha hecho, en cambio nueve oficios diferentes. Sin embargo, todavía conserva

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pegada la etiqueta, "como un envase que al estrenarlo en la farmacia contuvo mirra, y que más tarde, lleno por dentro de cantáridas, de linaza o de opio, ostenta por fuera el nombre de la balsámica gota". El hombre cambia de alma, como el envase cambia de contenido. Lo difícil es despegarse el rótulo.

Veamos ahora el testimonio, antes mencionado, de Cuervo Márquez, amigo cercano de Silva: "Corto t iempo después regresó a Bogotá. Al contemplar desde la ventanilla del tren, en la distancia, los campanarios de la adusta ciudad que él había cantado en "Día de difuntos", seguramente no pudo dominar vaga ansiedad. ¿Qué le esperaba allí?... Nueva vida empezó entonces para Silva. Resuelto a adaptarse al medio, que hasta ahora le había sido hostil, quiso rehacerse una mentalidad. Por lo pronto, no volvió a escribir; en cambio, fue predicador constante de la energía y del cultivo de la voluntad. Se hablaba poco de literatura con él, entonces. El valor de las materias primas necesarias para su industria le interesaba más que el de las ideas. Quizá era sincero y obraba bien: él sabía que en estos instantes jugaba una partida decisiva. En la elegante oficina que había tomado en alquiler, se trataban los negocios de la empresa. Los trabajos preparatorios comenzaron. Entre tanto, había vencido el término de sulicencia. El industrial había reemplazado al diplomático. Se vio entonces al autor de los "Nocturnos" en caballejo de no mucho brío recorrer las calles de la ciudad, en dirección del sitio en donde funcionaría la nueva fábrica. Dios me perdone si todavía pienso que Silva quería así dar a entender públicamente que renegaba de libros de caballería y que había ya entrado al rebaño de la burguesía. Él, que se había burlado de los hombres prácticos, quiso ahora ser hombre práctico y sustituir la llave de oro que hasta entonces le había abierto la puerta de un mundo donde no hay desilusiones, con la de una caja de hierro. ¡Vano empeño! No se improvisa el hombre práctico como no se improvisa el poeta5".

5. J. A. Silva, op. cit.. pág. 507.

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"Rehacerse una mentalidad", dice Cuervo Márquez. "Cambiar de alma" es la expresión de Fernández. Por razones diferentes y en situaciones opuestas, Silva y Fernández han decidido no escribir más. Ambos renuncian a la poesía, que consideraban un absoluto, para acogerse a metas intermedias de más cercana consecución. En ambos casos, lo que se interpone tiene que ver con el dinero, el placer y un lugar cierto en el mundo real, en la sociedad. "Pagó su bella y audaz inteligencia al medio en que le tocó desenvolverse", escribe Sanín Cano. "Sin creerlo, aceptó que la actividad literaria y las preocupaciones artísticas envolvían en el ambiente donde él se agitaba una inferioridad. Pensó vengarse del medio, dedicándose a labores materiales, como para demostrar que también en esa esfera del humano obrar era superior a sus conciudadanos... Pero la animadversión que inspira el sumo talento literario crece cuando ese talento trata de aplicarse a otras labores, y en sus tentativas industriales Silva encontró la indiferencia, así como sus obras de soberana distin­ción literaria suscitaban la ironía baja de los menesterosos intelec­tuales y la sospecha hostil de quienes podían comprenderlo"6.

Sin embargo, hay otra manera de explicar la decisión de Silva que no excluye la anterior pero que responde a inquietudes de índole diferente. Fernández da, en De sobremesa, una clave que podría servir, igualmente, para entender los motivos de Silva: él es, ante todo, un lector de poesía, no un poeta. Lo que le hizo escribir versos fue la lectura de los poemas de otros: "el que menos ilusiones puede formarse respecto del valor artístico de mi obra soy yo mismo que conozco el secreto de su origen". Y, a continuación, sin vacilar, revela el secreto: el origen de unos fue la lectura de Leopardi y de Antero de Quental; de otros, la influencia de los místicos españoles del siglo XVI; y de su obra maestra, tan elogiada, el intento de expresar en español lo que en formas perfectas ya había sido expresado por Baudelaire, Rossetti, Verlaine y Swinburne.

6. Ibid., pág. 443.

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IV

Rene Girard dice que los personajes de Proust están fascinados por ídolos que se vuelven mediadores de sus deseos. Entre el narrador de En busca del tiempo perdido, por ejemplo, y su deseo de ser escritor está Bergotte, el dios-modelo inalcanzable. Ese dios se vuelve la encamación, así sea por un tiempo, de la divinidad suprema: el arte. En busca del tiempo perdido es, como decíamos al principio, una summa pedagógica sobre la forma­ción del escritor. El culto de Bergotte va decayendo, mientras el narrador se va acercando a la realización de su obra. La meta trascendente permanece, pero los ídolos que la encaman se derrumban a medida que el adorador avanza. Las divinidades lejanas van quedando en el camino como ídolos caídos.

Bergotte es, al comienzo de la novela, un mode lo inac­cesible. El na r rador confunde su propio deseo de escribir con el impulso a identificarse y fundirse en la obra del ot ro: "cierta vez, al encon t ra r en un libro de Bergotte u n a burla referente a una criada vieja, más irónica aún po r lo magnífico y solemne del lenguaje del escritor, pe ro igual a la que yo había dicho a mi abuela hab lando de Francisca, y en ot ra ocasión en que vi cómo n o juzgaba ind igna de figurar en u n o de aquellos espejos de la verdad que eran sus obras una observación análoga a otra que yo había hecho respecto al señor Legrandin (observaciones, tanto la relativa a Francisca como la del señor Legrandin, que hubieran sido de las que más deliberadamente habría yo sacrificado a Bergotte, convencido de que le parecerían insignificantes), me pareció de repente que mi humilde vida y los reinos de la verdad no estaban tan separados como yo pensaba, y que aun llegaban a coincidir en algunos puntos, y lloré de alegría y de confianza sobre las páginas del escritor, como en los brazos de un padre vuelto a encontrar"7 .

7. Proust, op. cit., pág. 121.

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Ese "atroz deseo de ser el otro" explica, en gran medida, el "secreto" de Silva. A esas divinidades, llamadas Baudelaire o Rossetti, Verlaine o Swinburne, sacrificó sus ansias de hacer poesía. Y en la cer t idumbre de no alcanzar el absolu­to, rindió las armas al enemigo y resolvió ser un hombre "jiráctico". Más fácil le era al nar rador del relato proust iano superar el modelo Bergotte, a quien llegó a conocer perso­nalmente como un viejecito endeble y desengañado, en todo caso real y, finalmente, accesible y sobrepasable: "Desde luego, cuando estamos enamorados de una obra quisiéramos hacer algo muy parecido, pero tenemos que sacrificar nuestro amor del momento , no pensar en nuestro gusto sino en una verdad que no nos pregunta nuestras preferencias y nos prohibe pensar en ellas", se afirma en las páginas finales de El tiempo recobrado.

"¿Poeta yo?", se jTregunta Fernández. "Qué profanación y qué error". Si la resolución de abandona r la escritura de versos t iene un sentido, éste podr ía encontrarse , tal vez, en la palabra "profanación": hay algo sagrado, u n a trascen­dencia oscura y misteriosa enca rnada en esos nombres con los que Fernández teme ser equiparado .

Pero hay una forma de tocar esa esfera sin profanarla. Es la lectura. Como lector, Silva puede ser, por un instante, Baudelaire, ser Shelley, ser Poe. En la lectura se eliminan los intermediarios, pues el acto de leer reúne, momentáneamen­te, el deseo, el deseante y el mediador, en un mismo ser. Leer Las plores del ma/para ser Baudelaire, y con sólo desplegar las {^aginas del libro volver a escribir los versos de cada poema, "sin escrtipulos ni severidad", sin "tormentos", jxmer sus palabras en nuestra voz, ser el autor y ser el texto, actualizán­dolo, actuándolo.

Por ello, leer y escribir se excluyen. Silva no quería, quizá, ser el autor de "La voz de las cosas" sino de "Corresponden­cias". Pero eso no podía serlo sino como lector.

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DE SOBREMESA, 'BREVIARIO DE DECADENCIA"

El mismo año en que Silva parte para Europa, 1884, aparece la novela A rebours, de Joris-Karl Huysmans, obra que hoy se considera inaugural de toda una éj)oca genéricamente deno­minada fin de siécle1. Al año siguiente muere Víctor Hugo y con él se extingue, simbólicamente, el último resplandor del romanticismo. Silva llega a Francia en un momento crucial. V su jTropia obra, ante todo De sobremesa, es un vivo y apasio­nado testimonio de ese momento . Testimonio, j3or demás, contradictorio, pues Silva sentía simultáneamente, lafascina-ción de la "decadencia" y la nostalgia de un romanticismo a lo Hugo, menos "enervado" y más cercano a la naturaleza y a la solidaridad social. Es él mismo, en una página de De sobremesa, el que hace la contraposición, a través de su perso-

1. El dossier de la revista Magazine littéraire dedicado a La France fin de siécle, comienza con esta presentación de Hubert Juin: "L'époque s'ouvre avec A rebours. quepublie Huysmans en 1884. rompant avec Testhétique naturaliste. Des lors, tout devient possible et tout expióse. Période merveilleuse et incerna-ble. Toutes les queues de siécle se ressemblent' disait Huysmans'".

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naje José Fernández: "Moriste a tiempo, Hugo, padre de la lírica moderna; si hubieras vivido quince años más, habrías oído las carcajadas con que se acompaña la lectura de tus poemas animados de un enorme soplo de fraternidad opti­mista; moriste a tiempo; hoy la poesía es un entretenimiento de mandarines enervados, una adivinanza cuya solución es la palabra nirvana"12.

Hugo representaba en Hispanoamérica la idea de la poesía como fuerza natural y la del poeta como abanderado de las causas sociales. Algo semejante a lo que representó, guardadas las proporciones, Rafael Pombo en la literatura colombiana: el poeta inspirado, la espontaneidad como un torrente y la poesía al servicio de metas políticas, en el caso de Pombo, político-religiosas. Frente a todo eso, frente al romántico lirismo del corazón y a la utilidad social de la poesía, Silva marcará el paso a una concepción diferente: la poesía elaborada como una obra de arte, "pensada" al tiempo que sentida, minuciosa y críticamente trabajada en su forma y desvincula­da del servicio ideológico, ya sea con finalidad política, religiosa o moral. Un nuevo período que viene bajo el signo de Baudelaire y que se reconoce con la denominación de "decadente". Silva es consciente de ello; Baudelaire fue para él "el más grande de los poetas de los últimos cincuenta años"3.

De sobremesa es, al igual que A rebours, un breviario de la decadencia. Esta podría muy bien describirse con palabras extraídas de la novela de Silva: una "ardiente curiosidad del mal", un deseo de experimentar "sensaciones nuevas y raras", de ensayar todos los vicios y todas las virtudes, de saltar por encima de todos los límites y de todas las prohibiciones, incluidas las de la propia naturaleza, "burlar toda valla huma­na", dudar de toda fe; mirar de frente el abismo, la locura, el

José Asunción Silva, De sobremesa. Bogotá, Cromos, s.f., pág. 179. Ibid.. pág. 130.

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Dt:SOBIU'MLSA, "BREVLVRIO DE DECADENCIA"

terror de la muerte; abusar de las drogas en busca de nuevas experiencias, hacer del arte un sustituto de la vida y del misticismo sin Dios un sustituto de la religión.

Tal vez resulte paradójico que un escritor de la lejana Santafé de Bogotá, de espaldas, por lo general, a las ten­dencias modernizadoras del fin de siglo y apegada a la tradición hispánica y conservadora, sea quien mejor defina un fenómeno que sólo alcanzó a percibir fugazmente en su breve estadía de dos años en Europa. Silva asimiló mucho en poco tiempo. Lecturas, modas, arte, poses vita­les, actitudes personales; muchas cosas cambiaron en él con ese viaje y perduraron hasta el final de su vida; la más importante entre ellas: una nueva sensibilidad, hasta en­tonces desconocida en la literatura colombiana. Con los botines y los chalecos extravagantes trajo de Europa una colección de libros extraños: Baudelaire, Poe, Mallarmé, Verlaine, Renán, France, Barres, Bourget, D'Annunzio; e incluso algunos ingleses "inverosímiles", según la expre­sión de Rafael Maya: Rossetti, Swinburne, Morris.

A su regreso, en 1886, lo esperaba una realidad menos brillante: su padre muere en junio de 1887 y, en seguida, el poeta debe hacerse cargo de la quiebra econe')mica de la familia, en medio de la crisis financiera y el ambiente de guerra civil que vive el país.

II

"Es curioso que, a tiempo que los versos de José Asunción Silva preludian la revolución modernista, su prosa aparezca como un fruto maduro de esa revolución, ya cumplida"4. Esta afirmación de Rafael Maya podría contradecirse en lo que

4. Rafael Maya, Los orígenes del modernismo en Colombia, Bogotá, Imprenta Nacional, 1961, pág. 62.

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respecta a la poesía ele Silva: lo mejor de ella es plenamente modernista, en el .sentido más radical del concepto. Pero es indiscutible en lo cjue se refiere a De sobremesa, novela que hoy nadie vacilaría en catalogar como la quintaesencia del mo­dernismo, tanto jx)r el estilo como por las características de su protagonista.

La novela hispanoamericana del modernismo, hasta hace poco tiempo ignorada o subestimada, es en nuestros días objeto de estudios y revaloraciones que comienzan a acercarse, tal vez, a los límites de la sobreestimacic'm. Entre las obras más re¡}resentativas podrían mencionarse las siguientes: Amistad funesta de José Martí, Sangre patricia de Manuel Díaz Rodríguez, La gloria de don Ramiro de Enrique barreta y De sobremesa. Elabría que agregar, en Colombia, las novelas cortas d e j ó s e María Rivas Groot: Resurrección y El triunfo de la vida.

Fue Silva mismo quien señaló, en un breve art ículo sobre Anatole France, la actitud modernis ta frente al géne ro novelístico. El vulgo, segt'm él, valora la trama cornjdicada, las aventuras imposibles y la pintura exagerada de sentimientos falsos. El gusto m o d e r n o prefiere, ¡Dor el contrar io , la t rama simple, las ideas complejas y el trabajo de orfebre del estilo. Aunque el escritor bogotano se está refir iendo a las novelas de France, puede leerse entre líneas su predilección po r "lo j^oético" tanto en "la belleza lujosa de los detalles" y la "límpida t ransparencia de la frase" como en la inven­ción de los ternas y "el soplo de vida que anima a los {personajes"5.

En un ¡Tasajo de De sobremesa dice el protagonista cjue la novela m o d e r n a ya no se escribe para lectores que piden al libro que los divierta: está hechc^ para hacer pensar y "ver el misterio oculto en cada part ícula del gran Todo"6 .

5. J. A. Silva, 'Anatole France", en Poesía y prosa. Bogotá. Instituto Colombiano de Cultura, 1979. págs. 327-328.

6. J. A. Silva. De sobremesa, pág. 1 83,

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Dt.soiiiiLMKSA, "BREVIARIO DE DECADENCIA"

Lejos de ser una forma de en t re ten imiento , la novela se ha convertido, en manos de los modernos maestros del género, en un ins t rumento "para presentar al público los a ter radores problemas de la responsabilidad h u m a n a y de discriminar psicológicas complicaciones"7 . El autor ¡Tensaba, al escribir lo cjue antecede, no solamente en Flaubert, France, Huys­mans, Bourget y Barres, sino también en Tolstoi y Dostoyevski a quienes había leído en traducciones inglesas o francesas.

La novela modernis ta h ispanoamer icana toma de la li teratura finisecular europea no sólo el ideal estilístico, sino la búsqueda de una atmósfera de complejidades intelectua­les, de sutiles análisis psicológicos, de complicada introspección. Y, para ello, elige un tipo ele héroe particularmente contra­dictorio, desequilibrado e inconforme con su medio: el artista. La procedencia romántica ele este tipo de persona­je ya ha sido no tada por diferentes autores. En las "novelas de artistas", afirma Gutiérrez Girardot, los "protagonistas se afirman mediante la negación de la sociedad y del t iempo en cjue vivieron y en la brisqueda de una utopía, de una plenitud o de mundos lejanos y pasados"8. La novela de Silva contiene una clara afirmación al respecto: por cansancio con los héroes del naturalismo, "prostitutas", "empleadillos", "co­cineras", han comenzado a aparecer, como reacción, nuevos héroes, "exploradores que vuelven de la Canaán ideal del arte, trayendo en las manos frutas que tienen sabores desco­nocidos y deslumhrados por los horizontes que entrevieron"9. Los personajes femeninos, igualmente, aparecen descritos "en suavísimos ambientes", "magas que realizan prodigios", som­bras crepusculares más cercanas a las visiones sobrenaturales

7. Ibid.. pág, 182. 8. Rafael Gutiérrez Girardot. Modernismo. Barcelona, Montesinos. 1983.

pág. 55. 9. J. A. Silva, De sobremesa, pág. I 82.

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de los poetas o de los pintores que a las mujeres reales del natural ismo.

III

De sobremesa está narrada en la forma de un diario personal que su autor lee, "de sobremesa", a un grupo de amigos. Es, ciertamente, una forma muy apropiada para los propósitos de Silva, pues le permite alternar los pasajes de confesión autobiográfica, con episodios de invención novelesca y con largas digresiones ensayísticas. Con una de éstas últimas, acerca de dos libros antitéticos, El Diario de María Bashkirtseff y Degeneración de Max Nordau, se abre el diario de José Fernández. En estas primeras páginas empiezan ya a desfilar los nombres de los escritores que podrían conformar un hipotético "Diccionario fin de siglo": Barres, Swinburne, Ver­laine, Tolstoi, Renán, Taine, Zola, Daudet, William Morris, Burne-Jones, Ibsen, Nietzsche, Dostoyevski, Gustave Moreau, Puvis de Chavannes, D'Annunzio, Mallarmé, Bourget. Y lue­go, también el desfile de nombres femeninos que constituyen el catálogo de las aventuras eróticas del protagonista: Lelia Orloff que es, en realidad, Lesbia, a la que Fernández apuñala tras encontrarla en el lecho con otra mujer. Nini Rousset, divetta de teatro bufo, que enloquece a su público exhibiendo desnudo "su cuerpo de Venus". Ésta seduce a Fernández apartándolo del libro que lee: nada menos que la Etica de Spinoza. Y el comienzo de otra larga serie, la de las drogas, que se inaugura, bajo la invocación de Thomas de Quincey, con el opio.

La línea argumental más importante principia en la entra­da duodécima del diario, con fecha 11 de agosto, escrita en un hotel de Ginebra. Allí se presenta por primera vez Helena, la mujer que es como una revelación mística para el p r o t a g o nista. La belleza del rostro y la pureza de su expresión la asemejan, a los ojos de su atónito admirador, a una virgen salida de un cuadro de Fra Angélico. En adelante, esta mujer se hará más y más inmaterial hasta confundirse con un sueño.

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DE SOBIUÍMISA, "BREVIARIO DE DECADENCLV"

La idealización se cumple, en la novela, mediante un proceso de identificación con la belleza arquetípica creada por los pintores prerrafaelistas ingleses. La descripción que se lee páginas más adelante admite referencias al poema de Dante Gabriel Rossetti, "The blessed Damozel", y a la pintura homónima del mismo autor, en el que la amada aparece, igual que en el sueño de Fernández, con un manojo de lirios blancos y orando desde el cielo por el hombre que, en la parte inferior del cuadro, busca en la penumbra de la enso­ñación la imagen de la amada y escucha, o cree escuchar, su voz que resuena interiormente. Pero hay una diferencia importante: en la novela de Silva, la mujer no está en la pura trascendencia como en el texto de Rossetti. La idealización de Helena es un efecto producido mitad por el arte y mitad por la neurosis del personaje; el recurso de la imaginería religiosa busca crear una atmósfera de vivos contrastes entre sensualidad y espiritualidad extremas e, incluso, una ambigüedad de manera que los límites entre sueño y realidad, entre mundo interior y mundo exterior, no sean del todo claros. Sin embargo, el sentido del misterio en Silva, la trascendencia, igual que en los modernos poetas euro­peos, según lo ha señalado Hugo Friedrich, es una trascendencia vacía10. La doncella de Rossetti se aso­ma desde el balcón del cielo; la de Silva, desde el balcón del segundo piso de un hotel de lujo. Ambas son apariciones, visiones místicas, cubiertas de flores simbólicas, rodeadas de un halo de santidad, más allá de todo deseo erótico. Se conserva la relación del hombre que mira hacia arriba lo espir i tualmente ele­vado e inalcanzable, y la mujer que mira hacia abajo con intención salvadora. "¿Conque el misterio puede adquir ir así forma material, mezclarse a nuestra vida,

10. Hugo Friedrich, Estructura de la lírica moderna, Barcelona, Seix Barral, 1974.

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c o d e a r n o s a la luz del sol?", se pregunta perplejo Fernán­dez" . Y e m p r e n d e , desde entonces , una bt isqueda que concluye en las páginas finales dei diario: "¿Muerta tú, Helena? No, tú. no puedes morir . Tal vez no hayas existido nunca y seas sólo u n sueño luminoso de mi espíritu; pe ro eres un sueñe:» más real que eso que los hombres l laman la Realidad. Lo que ellos l laman así es sólo una máscara oscura tras de la cual se asoman y miran los ojos de sombra del misterio, y tú eres el Misterio mismo"12.

La novela concluye, cerrándose sobre sí misma como un anillo, con el re torno a la situación inicial: Fernández suspen­de la lectura, los amigos quedan en silencio, afuera se oye el murmullo de la menuda lluvia bogotana. Y el protagonista, obstinado buscador del ideal encamado en una mujer que es al mismo tiempo el amor, el arte, la aspiración al absoluto, la belleza y la muerte, vuelve a ser el snob escéptico que ya se había definido a sí mismo antes de empezar la lectura de su diario: "¡Deber! ¡Crimen! ¡Virtud! ¡Vicio!... Palabras, como dice Hamlet". "Vivir la vida, eso es lo cjue quiero; sentir todo lo que se puede sentir, saber todo lo que se puede saber, poder todo lo que se puede".

IV

"Poder todo lo que se puede": es éste un rasgo del protago­nista, muy moderno, j)or cierto. EJna exaltación del poder que,

11. LA. Silva, De sobremesa, pág. 95. El poema de Rossetti fue traducido por Diez Cañedo e incluido en su libro Imágenes (París, Paul Ollendorf, s.f.), con el título de "La doncella bienaventurada" (págs. 131-137). También lo tradujo Otto de Greiff, con el título de "La doncella elegida" que es el mismo de la traducción francesa de Gabriel Sarrrazin en la que se basó Debussy para su composición musical inspirada en el poema. La traducción de Otto de Greiff se encuentra en su libro Versiones poéticas. Bogotá, instituto Colombiano de Cultura. 1975, págs. 252-255.

12. J. A. Silva, De sobremesa, pág. 235.

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DESOIUU:MI:SA, "BREVIARIO DE DECADENCIA"

en Fernández, es un eco de sus lecturas de Nietzsche, pero también un ideal positivista, constructivo, civilizador, de in­geniero social v de dominador jxMítico. En De sobremesa se expresa esto a través de nn"plan" que el personaje, por supuesto, nunca lleva a cabo. El hiperestésico habla, enton­ces, de desarrollar una "voluntad de hierro" y de aplicarla a un "fin vínico" al cual consagrar su vida. El plan comienza con un ambicioso designio ele aumentar su fortuna al doble o al triple: hacer inversiones lucrativas ("mi oro trabajará por mí"), "estudiar el lenguaje de la civilización norteamericana", indagar "los porqués ele su desarrollo fabuloso" y ver qué [Titéele aprovecharse de esa experiencia en Sudamérica. La fortuna monetaria vendrá a respaldar un ¡proyecto político: recorrer el jiaís, las j)rovincias, estudiar sus necesidades, los cultivos adecuados al suelo, las vías de comunicación posibles, las ricjuezas naturales, la índole de los habitantes. Formar luego un jnartido nuevo, donde se recluten los civilizados, los que creen en la ciencia, y acceder jx)r ahí a la presidencia de la república. Si esto no ocurre, acudir al consabido recurso de la guerra civil, sacrificar "unos cuantos miles de indios infelices" y asaltar el poder espada en mano para fundar una tiranía ilustrada. Este último camino, piensa Fernández, es "el más práctico, puesto que es el más brutal" y para él significaría solamente ceder "a la atracción que sobre mi espíritu han ejercido siempre los triunfos de la fuerza".

Un plan elaborado "con la frialdad con cjue se resuelve la incógnita de una ecuacie'm" y cuya finalidad no ha de ser fiiantrójxca sino "exj^erimental": "modificar un pueblo", reor­ganizarlo sobre bases científicas, modernizarlo con los su­puestos del capitalismo: industrializacieSn, desarrollo de medios de comunicacie'in, telégrafo, teléfono, ferrocarriles, fábricas, integración al mercado mundial, inmigración "civilizada", mestizaje, instrucción pública. El camino del progreso dentro de un esquema burgués, impulsado desde una idea dictato­rial de gobierno, cuyos modelos serían García Moreno en el Ecuador o Estrada Cabrera en Guatemala. Seguridad y

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bienestar, estabilidad política y desarrollo económico, tales serían las consignas de esta "utopía", soñada por el poeta "decaden­te" José Fernández , en los años finales del siglo XIX.

Es curioso que, después de leída esta parte del diario, venga una interrupción y sea el mismo Fernández el que comente: "Yo estaba loco cuando escribí esto, ¿no?" Uno de sus amigos le responde: "Es la única vez que has estado en tu juicio". Otro le pregunta por qué se detuvo en la realiza­ción del plan. Y aquí la ironía le da un vuelco a todo el sentido, hasta entonces muy serio, del proyecto: lo que ha impedido a Fernández llegar a ser ese déspota de voluntad férrea, ese hombre de empresa civilizadora, es, ni más ni menos, "la chifladura literaria", unida al hedonismo, al erotismo, al concepto "decadente" de la vida: "los pasteles trufados de hígado de ganso, el champaña seco, los tintos tibios, las mujeres ojiverdes, las japonerías", según dice uno de los circunstantes. Fernández prosigue la lectura, sin co­mentarios13.

j_.stos sueños ue conteniuo practico : lueaies ue progreso, ambiciones de poder , impulsos a part icipar en las luchas y las tareas colectivas, no son del todo ajenos a la novela modernis ta , a u n q u e parezcan tan contradictor ios con el rechazo de la realidad y el desprecio por la vulgaridad de lo cotidiano, característicos del modernismo. También el J u a n Jerez de Amistad funesta, la novela de Martí, "llevaba en el rostro pálido la nostalgia de la acción" y veía "en las desigualdades de la fortuna, la miseria de los infelices, en los esfuerzos estériles de una minor ía viciada por crear pueblos sanos y fecundos" el objeto más d igno de su empeño 1 4 . Tul io Arcos, el p ro tagon i s t a de Sangre patri­cia, siente igualmente el l lamado a la acción, en especial a la acción heroica, por herencia familiar, pues proviene de

13. ¡bicl.. págs. 74-75. 14. José Martí. Obra literaria. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1978, pág. 113.

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DE SOBREMESA, "BREVLVRIO DE DECADENCIA"

una estirpe de proceres de la independencia venezolana, en procese} de degeneración. Se pregunta, pues, si en él volverá el tronco familiar a producir frutos de heroísmo o si éste se convertirá en "ese noble y tranquilo heroísmo de la palabra que hace una espada del verbo"15.

La tensión entre voluntad de acción y ensoñación artística define, en gran medida, él carácter del personaje típico en la novela modernista. En José Fernández, no obstante, hay algo distinto del ideal humanitario de Juan Jerez o del ideal revolu­cionario de Tulio Arcos: es la voluntad de poder sin finalidad ulterior, sin metas trascendentes, como si afirmara, con Zaratus­tra, que no es la buena causa la que justifica la guerra sino al contrario. El cinismo de su proyecto lo aleja de la aventura romántica de sus congéneres para ponerlo en un contexto nuevo. Cuando el hombre descubre que todas las nociones que venía recibiendo como verdaderas sobre su origen y su destino resultan falsas, busca una piedra de toque donde ensayar las ideas, como se ensayan las monedas para saber el oro que contienen. Eso es lo que Fernández llama "vivir más allá del bien y del mal", "reavaluar todos los valores", la enseñanza de Nietzsche, según sus propias palabras16. En lo que sí vuelve a encontrarse con los otros personajes de la novela modernista es en el carácter estético de todos sus proyectos y de todos sus ideales. Incluso la voluntad de poder no es, en Fernández, más que un sueño artístico.

v

En sus "Notas a la obra de Silva", Baldomcro Sanín Cano proporciona datos muy esclarecedores sobre la composición de la novela De sobremesa: "Silva había estado escribiendo

15. Manuel Díaz Rodríguez, Sangre patricia, Caracas, Colección Clásicos venezolanos, 1964, pág.12.

16. J. A. Silva, De sobremesa, págs. 180-181.

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febrilmente varias semanas antes de su muerte para poner en forma definitiva su novela De sobremesa. El manuscrito, casi terminado, consta de dos partes. La primera, cjue contiene rasgos suntuosos de un talento completo, encierra la sustancia de una serie de novelas cortas escritas antes de 1894, y que desaparecieron en el naufragio del "Amerique", en 1895. La otra parte, al final, está primorosamente ejecutada. Parece obra de otro autor. La descripción de unos amores abruptos en París es inferior a la fortaleza artística de Silva. El fragmento sobre la locura y el suicidio incrustado en la novela, con otros bocetos de data anterior, fue escrito en 1892, al recibirse en Bogotá la noticia de que Maupassantse había vuelto loco. Esas reflexiones no le fueron sugeridas a Silva por el temor de perder el juicio sino por el hecho de haberlo perdido Maupassanf'A

El manuscrito fue encontrado en el escritorio de Silva, al lado de Tres estaciones de psicoterapia de Maurice Barres y El triunfo de la muerte de Gabriel D'Annunzio. Héctor Orjuela asegura que la redacción original fue comenzada hacia 1887 y que el poeta la corrigió en Caracas, poco antes del naufragio del buque "Amerique"18. Alberto Miramón, biógrafo de Silva, dice que éste llegó a escribir seis novelas. Otros hablan de dos con título conocido: Ensayo de perfumería y Del agua mansa™. En todo caso, De sobremesa es la única que sobrevive. Fue publicada postumamente en 192520, casi treinta años después de la muerte del autor y un año después de la edición de La vorágine. Fragmentos de la novela habían aparecido antes, en

17. Baldomero Sanín Cano, "Notas ala obra de Silva", en J. A. Silva, Poesía y prosa, pág. 602.

18. Héctor Orjuela, De sobremesa y otros estudios sobre .losé Asunción Silva. Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1976, pág. 14.

19. Véase Orjuela, op. cit., pág. 12; Antonio Curcio Altamar, Evolución de la novela en Colombia. Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1975. pág. 155; y Emilio Cuervo Márquez, "J. A, Silva, su vida y su obra", en J. A. Silva, Poesía y prosa, pág. 496.

20. Curcio Altamar da como fecha 1928.

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DE SOBREMESA, "BREVIARIO DE DECADENCIA"

La Miscelánea Literaria (mayo de 1906), y en El Gráfico de Bogotá (mayo de 1917 y de 1924) A

Salió, pues, en un mal momento , desfavorable para su comprensión, pues la novela hispanoamericana se orientaba en ese momento por otros derroteros demasiado alejados del esteticismo y con preferencias por lo realista y lo terrígena, como bien lo anota Héctor Orjuela22.

VI

La primera reseña crítica del libro apareció, firmada por Jorge Zalamea, en jun io de 1926. En ese artículo se indican ya algunos parentescos de José Fernández: con Des Esseintes, con Dorian Gray, con Phocas. Los cuatro se caracterizan, según el crítico, "por idénticos ideales artísticos y por exactos anhelos espirituales. La persecución de la forma nueva, la estilización de las sensaciones, la persecución de las analogías artísticas —magníficamente expresadas por Huysmans en sus sinfonías de licores y de perfumes—, la intervención del criterio estético decadente en el acto carnal, son puntos de sutura que hace de los cuatro personajes un conglomerado homogéneo que la crítica no podrá separar nunca"23. En su artículo, Zalamea no incluye un juicio valorativo explícito sobre la novela. Concluye, más bien, pidiendo comprensión a los lectores para una obra que salía al ptiblico treinta años después de haber sido escrita.

También Eduardo Castillo reseña la aparición de De sobre­mesa, advirtiendo igualmente la necesidad de tener en cuenta

21. Ernesto Porras Collantes, Bibliografía de la novela en Colombia, Bogo­tá, Instituto Caro y Cuervo, 1976, pág. 689.

22. Orjuela, op. cit., pág. 13. 23. Jorge Zalamea, "Una novela de José Asunción Silva", en J. A. Silva,

Poesía y prosa, pág. 429.

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el momento en que fue escrita. Sin embargo, Castillo afirma categóricamente el valor de la novela y alega que su interés no se limita al de un"documento"; se trata, por el contrario, según él, de una obra renovadora de la envejecida prosa castellana, que enseña "cómo se da al estilo flexibilidad y riqueza y cómo los efectos de fuerza son generalmente efec­tos de matiz"24. Castillo reconoce que se trata de un libro desigual donde "al lado de cosas caducas hay otras que llevan el sello de lo destinado a vivir perdurablemente"2 5 . En gene­ral, puede decirse que es ésta una lectura donde lo poético se destaca sobre lo novelístico. Castillo, uno de los mejores poetas colombianos de su tiempo, ve en De sobremesa, ante todo, los valores del estilo, de la prosa poética; ni una sola alusión nos permite inferir que había leído y estaba comen­tando una novela.

Antes de Jorge Zalamea y de Eduardo Castillo, Guillermo Valencia se había referido a De sobremesa en un artículo de 1908, escrito como réplica al prólogo de EInamuno que

„ , „ „ - „ i . , „ J : „ : X „ I „ i J „ i „ „ r> . - „ „ J „ c : i c t V U l l i p d l l c t I d CU1C1U11 U c U C C H J U C S d . U C IclS 1 UOSIUS U C OilVct ,

aparecidas ese mismo año. Según Valencia, "De sobremesa nos muestra a Silva como un prosador elegante, de envidiable fuerza imaginativa, de cultura muy vasta y exquisita"26. Es Valencia quien menciona al Des Esseintes de Huysmans, al Dorian Gray de Wilde y al señor de Phocas de Jean Lorrain, como antecedentes de Silva. De allí tomó Jorge Zalamea esas referencias; pero en Valencia, curiosamente, no aparecen por sus relaciones de parentesco conJosé Fernández sino con el propio Silva. Zalamea, que construye su reseña con base en esas relaciones, no reconoce su deuda. En cambio, men-

24. Eduardo Castillo, "De sobremesa", en Tinta perdida, Bogotá, Ministerio de Educación Nacional, 1965, pág. 36.

25. Ibid.. pág. 33. 26. Guillermo Valencia, "José Asunción Silva", en J. A. Silva, Poesía y

prosa, pág. 625.

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ciona el artículo de Valencia a propósito de un cuarto perso­naje, que el poeta j^ayanés emparienta con Silva: el Pío Cid de Ganivet, "infatigable creador" y hombre de acción. La sorpresa que ese acercamiento suscitó en 1908, según Zala­mea, vino a disiparse con la publicación de De sobremesa, obra que Valencia conocía desde mucho antes, pues había leído el manuscrito original.

Hacia 1968, un crítico no colombiano aseguraba que la prosa de Silva, y sobre todo su novela, solían tratarse con descuido y sin atribuirles mayor importancia, hasta que Ber­nardo Gicovate y Juan Loveluck llamaron la atención sobre ellas, a mediados de la década de los sesenta27. No sólo Castillo y Zalamea desmienten esa afirmación. Años antes que Love­luck y Gicovate, Rafael Maya había escrito abundamente sobre la novela de Silva; con enjuiciamientos críticos no siempre positivos, es cierto, pero con un énfasis inequívoco sobre la significación de esa obra, tanto para la literatura colombiana como para la historia del modernismo hispanoa­mericano en su conjunto. En Los orígenes del modernismo en Colombia, publicado en 1961, cinco años antes que el artículo de Loveluck, Maya dedica a De sobremesa no menos de treinta páginas. "Hay dos Silvas en este escritor: el autor de los versos que todos sabemos de memoria, y el autor de De sobremesa, novela poco leída, mal interpretada y peor publicada. Sin embargo, la fisonomía espiritual de Silva no se integra sino enlazando sus versos con su prosa, en una sola realidad literaria. Es un Apolo bifronte"28. Hay que anotar que, a renglón seguido, Maya desconoce la condición novelística de esta obra y reduce su valor a lo meramente testimonial, autobiográfico y de época. Su análisis, sin embargo, contiene

27. Ludwig Schrader,"Las impresiones sensoriales y los elementos sinesté-sicos en la obra de José Asunción Silva", en Fernando Charry Lara (comp.), José Asunción Silva: vida y creación, Bogotá, Ptocultura, 1985, pág. 133.

28. Rafael Maya, op. cit.. págs. 60-61.

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muy pertinentes observaciones sobre la novela de Silva y llega, incluso, a sobrepasar los límites cjue le había asignado como documento histórico y personal. Es una novela de análisis psico­lógico, reconoce más adelante, en la que Silva recoge la cosecha de sus años de aprendizaje, de lecturas y ele vida, "anudando experiencias personales y zurciendo muchos sueños frustra­dos"2". Los reparos tienen que ver con la carencia de plan narra­tivo, lo cual convierte la obra en una sucesión de relatos cortos; y con la concepción del personaje, demasiado literario, según el crítico, y como consecuencia, excesivamente artificial. Maya encuentra un grado de arbitrariedad intolerable en la {^sicología del protagonista fosé Fernández y lo atribuye a la inclinación, presente en todos los aspectos de la novela, hacia lo anormal y lo estrambótico. No ignora lo que todo esto debe a la época, a las modas y gustos del momento; pero eso no legitima la "irrealidad literaria" y la "inautenticidad humana" que, según él, falsean la novela de Silva. En ella, reprocha el crítico, las mujeres sienten con más fuerza la fascinación de las joyas que la del deseo amoroso. La "técnica analítica" ha llegado así a un extremo tal que su objetivo ya no es más "el fondo humano jíropiamente dicho, sino las estrucUiras de la cultura"3". Esta es la raíz de lo que él considera la falsedad psicológica y novelesca de la obra. Sus reparos son, pues, como corresponde, los de un humanista conservador.

Merece todo su crédito el ensayo de Loveluck en el que la novela de Silva se esUidia como lo que es y dentro de la serie literaria que le conesponde: lanoveladei modernismo latinoamericano. Resalta el autor el carácter de testimonio de época de De sobremesa, "eco americano de la decadencia europea","muestra cabal de lo que era esa incesante 'plática de arte' y el carácter libresco del mundo en que se desplazábala los primeros modernistas". En su opinión, "acaso ninguna otra novela escrita en el mcxlemismo nos transmite tan fiel­mente como Desol/remesael enrarecido intelectualismo imperante

29. Ibid, pág. 79. 30. Ibid., pág.93.

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en el fin ele siglo exquisito y problemático"31. Para Loveluck, Silva es un buen prosista pero un nar rador inexperto. La "audaz exploración en la psicología de un artista" tiene mucho que ver, dentro de la obra de Silva, con su forma de "novela-ensayo", destacada jx)r el crítico chileno. Esa "inva­sión de lo ensayístico" es la que "confiere al libro una estructura a veces caótica"32. Es en este ensayo de Loveluck donde asoman las primeras expresiones sobrevalorativas de De sobremesa: "funda a la vez la alta novela, la novela del arte, lleva a su máxima tensión la literatura dentro de la literatura"33.

En el otro ext remo, H e r n a n d o Téllez escribe, el mismo año que Loveluck, un artículo sobre Silva, d o n d e argu­men ta que en la novela "está, c ier tamente , la huella de su talento, pero p redominan sus deficiencias y lo cjue podr ía llamarse sus gestos inauténticos, de imitación de modelos inimitables"34. Jaime Mejía Duque se refiere a "la insufi­c ien temente estructurada novela De sobremesa". Anota, sin embargo , que en ella se encuent ra , "a veces","el más ele­vado p u n t o de la prosa modernista". Y destaca un aspecto bastante inesperado: "hay pasajes enteros cjue r e sponden a las mayores exigencias de la narración realista", algo que pocos críticos estarían dispuestos a suscribir; si bien Mejía Duque matiza a cont inuación: "aunque la atmeSsfera gene­ral del libro sea de artificioso refinamiento"3 5 . Más recien­temente , Eduardo Camacho destaca en De sobremesa "el méri to de ser la pr imera novela u rbana y cosmopoli ta y tal vez la más aceptable de las que produjo el modern i smo

31. Juan Loveluck, "De sobremesa,-ne-vela-desconocida del modernismo", en ,1. A. Silva, Poesía y prosa, pág. 696.

32. Ibid., pág. 692. 33. Ibid., pág. 702. 34. Hernando Téllez, "¿Qué hacemos con Silva?", en J. A. Silva, Poesía y

prosa, págs. 731-732, 35. Jaime Mejía Duque, "Sentido actual de Silva", en Literatura y realidad,

Medellín. Oveja Negra, 1969, págs. 236-237.

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inicial". Ello no obstante, p redominan , para él, los defectos notorios de la obra, tales como "excesos descriptivos", "pre-t e n s i o n e s a r i s t oc r á t i c a s " , " p e d a n t e r í a l i t e ra r i a" , en suma, lo que el crítico llama "el mal modernismo"3 '1 .

Dice Rafael Maya q u e j ó s e Fernández "no tiene de ame­ricano más que el haber nacido en Bogotá"; joor lo demás, "es un europeo decadentista y anormal"37. Bernardo Gicovate afirma lo contrario: "nos sorprende el fondo colombiano insobornable del protagonista". Gicovate postula una utiliza­ción de la novela como "documento de autobiografía espiri­tual" y, por tanto, una identificación del autor con el protagonista, si bien aclara cjue con ello no imjjlica una identidad factual entre las dos vidas; es más bien como "un sueño en el que se imagina Silva jjrejtagcTnista"38.

Esta idea de un alter ego del autor en el personaje novelesco ha hecho carrera en la interjDretación de De sobremesa, desde los primeros comentarios. Para Valencia, por ejemplo, "De sobremesa es una confesión". Eduardo Castilla habla de "una apasionada y apasionante autobiografía" y Maya de "páginas casi autobiográficas". Loveluck se refiere a José Fernández como "espejo del autor" y a la obra como"registro de inquietu­des del j)ropio autor" e "identificación de sus propios sueños y frustradas ambiciones", lo cual no quiere decir que deban confundirse la figura creada y la persona histórica del escritor. Hay un retrato de Silva, trazado por alguien cercano al escritor, que lo describe así: "gustaba de vestirse bien, tal vez en forma exagerada para la época, amaba las obras de arte, las joyas, las ediciones de lujo, los cigarrillos turcos, el .té chino. Austero en su vida afectiva, vivía obsesionado con el

36. Eduardo Camacho Quizado, "La literatura colombiana entre 1820 y 1900". en Manual de Historia de Colombia II, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1979, pág. 674.

37. R. Maya, op. cit., pág. 65. 38. Bernardo Gicovate, "José Asunción Silva y la decadencia europea", en

F. Charry. J. A. S.: vida y creación, págs. 109-110.

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DESOBIUMESA, "BREVIARIO DE DECADENCIA"

lujo, como lo demuestra la confesión que jxir boca de su héroe, José Fernández, hace en su novela De sobremesa''A La cita no requiere comentarios y puede muy bien servir de refuerzo, ya que no de prueba, jíara las pesquisas psicobio-gráficas de los críticos mencionados atrás.

La valoración actual de Silva está indisolublemente ligada a la creciente importancia que ha ganado el modernismo en la consideración crítica e historiográfica en América Latina. Cada vez más se acentúa la tendencia a identificar modernis­mo y modernidad*. Desde el romanticisimo en Europa, desde el modernismo en Elispanoamérica, el proceso de la modernidad pasa por etapas diferentes, llámense simbolis­mo, naturalismo o vanguardia, "j^ero los momentos son pasos dialécticos del proceso, no épocas o estéticas autónomas", segtin Rafael Gutiérrez Girardot. Las acusaciones contra los modernistas por influencias y mimetismos de la literatura europea finisecular, afirma el autor antes citado, omiten el dato histórico más importante: que "el contexto social e histórico-cultural en que se encuen t ran situados los diver­sos modern i smo del m u n d o ibérico, con los ele Europa, y aun los de Estados Unidos, es un proceso caracterizado por el advenimiento de la m o d e r n a sociedad burguesa y el cambio de la función del arte v de la situación del artista

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en esa sociedad"11. De esta manera se exj^lica que Silva sea mirado hoy por

muchos historiadores y críticos de la literatura como "el resultante más cabal y dramático de la crisis de la conciencia burguesa expresada por un escritor hispánico de fines del

39. Camilo de Brigard Silva. "El infortunio comercial de Silva", en J. A. Silva, Poesía y prosa, pág. 553.

40. Una excepción notable es Eduardo Camacho, "Estética del modernismo en Colombia", en Manual de Literatura Colombiana I, Bogotá, Planeta-Procul­tura, 1988, pág. 547.

41. Rafael Gutiérrez Girardot, "Problemas de una historia social del moder­nismo", revista Escritura, Caracas, No. 1 I, 1981, pág. 1 10.

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siglo XIX", en palabras de Alfredo Roggiano42. Y es el mismo Gutiérrez Girardot quien afirma que "la imagen del artista que traza Silva en De sobremesa (escrita entre 1887 y 1896) y que sin duda fue suscitada por las novelas de artistas de la literatura francesa no expresa solamente una visión libresca de la situación del artista en la sociedad burguesa, sino que articula su propia situación y también la de los poetas finisecu­lares modernistas (Herrera y Reissig, el mismo Darío, Silva y también Martí, y por otro lado, también Llnamuno y Azorín, aunque de manera menos concisa y transparente)"43.

La novela de Silva aparece, así, a una nueva luz, que no es ya la que proyecta sobre ella la crítica de Maya, sino la cjue incita a leerla como una expresión, inusitada y desconcertan­te en su momento , de una modernidad problemática, apenas advertida en Colombia por unos JJOCOS (Sanín Cano, Silva, Carrasquilla) y rechazada por los demás como una farsa de imitación decadente, sin conexión con la vida.

42. Alfredo Roggiano, "José Asunción Silva o la obsesión de lo imposible' en F. Charry (comp.), J. A. S.: vida y creación, pág. 257.

43. Gutiérrez Girardot, op. cit., pág. 115.

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Los pintores prerrafaelistas nos atraen y consiguen que resplan­dezcan para nosotros las mujeres más deseables y, al tiempo, más horripilantes, porque se. trata de seres que sólo se pueden tragar con vapor y con miedo: se trata de una encamación de las alucinaciones quiméricas de los "falsos recuerdos de la niñez ", la carne deleznable y resbaladiza del más culpable de los letargos sentimentales. Los prerrafaelistas ponen sobre la mesa el sensacional manjar del eterno femenino, aderezado con una pizca, moral y excitante, de una muy honrada "obstinación ". Estas concreciones camales de unas mujeres excesivamente idea­les, estas materializaciones febriles y honestas, estas Ofelias y Beatrices blandas y floridas producen en nosotros, cuando aparecen a través de la luz de sus cabellos, los mismos efectos de pánico y de atractiva y repelente repugnancia que los producidos por el delicado vientre de la mariposa entre la luz de sus alas.

Salvador Dalí

Toda la historia de Helena y el camafeo, de la mujer entrevista y luego perdida, su transformación ideal en imáge­nes de vírgenes prerrenacentistas, su identificación con la Beatriz de Dante, toda esa atmósfera de vago misticismo estético, le viene a Silva del prerrafaelismo inglés. En De sobremesa, se resalta su efecto proyectándolo cont ra un fondo naturalista, en un j u e g o de contrastes pe rmanen te s ,

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que constituye uno de los procedimientos característicos de la novela.

La mujer se envuelve en un aura de misterio. Nunca poseída, ni siquiera abordada, sólo es vista de lejos, como una pintura o como una visión mística. Pronto desaparece de nuevo y comienza la historia de la búsqueda. Son sesenta días de una obsesión que se convierte en delirio angustioso. La novela naturalista se vuelve fantástica a la manera simbolista: entre sueños y alucinaciones, la dama irreal va multiplicando sus huellas y sus señales en la vida del protagonista Fernández, hasta casi enloquecerlo. Los enigmas aparecen para desafiar cualquier explicación lógica. Las preguntas sobrepasan todas las posibilidades razonables, pero las ventanas del misterio no se abren, ajustadas por el cerrojo de la ciencia positiva que lo impide. Entre simbolismo y naturalismo, ciencia y misterio, se desenvuelve el conflicto del personaje que oscila entre los extremos de la disyuntiva, sin resolverse definitivamente por n inguno de los dos. "Tal vez no hayas existido nunca y seas sólo un sueño... pero eres un sueño más real que eso que los hombres llaman la Realidad... Tú eres el misterio mismo". Así concluye Fernández su relato. La última palabra es el enigma. Sin embargo, es sólo la última palabra del diario que lee a sus amigos. Un diario donde se cuentan hechos pasados. "Hoy es diferente", dice. Ha renunciado a la violencia de la impre­sión, a la obsesión de la pregunta sin respuesta, a la fascina­ción de lo desconocido. Ahora, toda la historia de Helena es un recuerdo: el presente es el equilibrio entre el placer, el estudio y la acción, el desprecio de la mujer, el olvido de la poesía.

"¿Tiene usted intenciones de casarse con esa hermosa joven, si la encuentra, y de fundar una familia?", le pregunta el doctor Rivington, su médico. El desconcierto y la alarma de Fernández son la otra cara de la naturalidad y el tono de evidencia de la pregunta. Esta debería responderse sola, pues no puede tener, para el sensato hombre de ciencia, sino una sola respuesta, la afirmativa. Para Fernández, ni siquiera era

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posible la pregunta. ¿Casarse con su sueño? ¿Tener una familia con el espíritu de su visión? Es la fricción entre los dos lenguajes lo que proporciona a esta novela sus mejores lo­gros. Aunque los contrastes son a veces demasiado obvios y pierden, por previsibles, gran parte de su fuerza. Silva tiene agarrados los dos extremos de la cuerda, los ve como un sistema de oposiciones, salta del uno al otro, pero siempre los considera irreconciliables. Su mutua exclusión es el tema no sólo de De sobremesa; también lo es de Gotas amargas.

Mientras Helena se hace más y más irreal, perdiéndose en una especie de "niebla espiritual", confundida con las vírge­nes de Era Angélico y los poemas de Rossetti, hasta terminar identificada con un cuadro prerrafaelista pintado cinco años antes de que su existencia real fuera posible, Fernández busca anhelosamente una explicación, recurriendo a la autoridad de la psicología experimental, de la medicina, de la psicofísi­ca, cualquier palabra que le permita recuperar el contacto perdido con el mundo real. 'Yo, falto de toda creencia religiosa, vengo a solicitar de un sacerdote de la ciencia, cuyos méritos conozco, que sea mi director espiritual y corporal", le dice al doctor Rivington. Sus faltas, comienza por diagnosticar este confesor laico, son "los pecados contra la higiene". "Cuide el estómago y cuide el cerebro", le recomienda. Esta fórmula debió haberla escuchado Silva en alguna circunstancia pare­cida, como solución a sus más íntimas perturbaciones espiri­tuales, pues la repite en uno de sus poemas: "El mal del siglo". Rivington es un positivista, "a la altura de los grandes pensa­dores contemporáneos, de Spencer y de Darwin", según Fernández. Para él valen, ante todo, "la observación directa y precisa de los hechos" y "la lógica perfecta de los racioci­nios". Nada hay en el mundo real o en la vida de los hombres que pueda sustraerse a esos dos principios. "Desde la respira­ción y la nutrición, hasta las más altas ideaciones y los senti­mientos más nobles", todo debe tomarse, según el sabio doctor, como "manifestaciones de una misma causa". La ciencia "actual", afirma, no admite separaciones entre "los

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fenómenos de la vida". Si unos son comprensibles y otros no, ello se debe a que los primeros caen bajo el dominio de los métodos actuales de observación y análisis, mientras los se­gundos todavía son inalcanzables "por lo rudimentario de los aparatos" que se emplean para observarlos. Las visiones y los sueños del poeta son fantasmas, producto de la debilidad física y de los abusos del opio. Es preciso triunfar sobre ellos mediante un régimen que normalice la vida física y moral. Por autosugestión, las impresiones fuertes se van revistiendo de apariencias sobrenaturales, cuando el organismo no está bien preparado para resistirlas. "Usted necesita, antes que todo, como un niño asustado por la apariencia de un objeto cjue no ha visto bien y cuyo miedo se desvanece al tocarlo, encontrar a esa señorita, tratarla, ver si su carácter y sus ideas coinciden con los de usted y, si es así, casarse con ella para que desaparezca el fantasma que usted se ha forjado".

Sin embargo, por un ánimo de paradoja que acecha en Silva cuando se trata de las oposiciones que lo agobian, es en f o C O r \ a I r \ /~\ *"• i~ /~\ v U u n \~\ ri-v /-» v \ e~\ r v i i t~\ ¿ i Ll *=* v*- \ <"i v i /~\ ¿ n ¿ i - n I---T -t s-*-y-s f - v o <a I

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cuadro del pintor prerrafaelista cuya contemplación lo hun­de aún más en el desconcierto. Allí estaba Helena repre­sentada, no como la había visto la primera vez, la única de un encuentro real, sino tal como la veía en sus sueños, vestida de blanco y con los lirios en la mano. En ese momento culmina en la novela la confrontación entre el misticismo poético de los simbolistas y el positivismo racionalista de la ciencia decimonónica. Para el jDoeta, se ha abierto la ventana por donde i r rumpe ei misterio, pues los cerrojos del conoci­miento científico se han reventado. "Es ella", es su "divina aparición". ¿Cómo se explica, si Helena tiene sólo quince años, que el cuadro haya sido pintado hace veinte? ¿Cómo fue retratada por un pintor inglés desconocido, con todas las apariencias imaginadas por el delirio de un poeta surameri-cano? ¿Por qué al pie de la pintura aparecen las mismas palabras en latín {amanibus date lilia plenis") que Fernández cree escuchar dentro de sí cuando aparece la visión?

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Pero Rivington tiene todas las respuestas: "vuelve usted a ver el fantasma y a soñar con lo sobrenatural. Apliqúese a encontrar causas y ne3 a soñar". Para la semejanza con la virgen de Fra Angélico hay una razón clara, pues el cuadro es obra de un júnior prerrafaelista, dedicado a imitar a los jTrimitivos italianos en todos sus amaneramientos. Si lafigura se parece a Helena, nada de extraño tiene que el modelo hubiese sido una tía suya o la propia madre. En cuanto a las coincidencias del vestido, los lirios y el verso latino, tienen también un esclarecimiento lógico: Fernández estuvo en Londres cuando era un niño, el hotel donde se alojaba no estaba lejos de la galería donde el médico adquirió el cuadro. Debió haberlo visto entonces y los confusos recuerdos vinie­ron a aflorar, suscitados por la analogía entre el rostro de Helena y el de la mujer del cuadro. "La memoria es como una cámara oscura que recibe innumerables fotografías —ar­gumenta el hombre de ciencia—-. Quedan muchas guardadas en la sombra; una circunstancia las retira de allí, recibe la placa un rayo de sol que la imprime sobre la hoja de papel blanco, y heme aquí que usted se pregunta quién hizo el retrato, sin recordar el momento en que ei negativo recibió el rayo de luz que lo trajo en las sales de plata".

Así se desenvuelve este extraño diálogo entre la ciencia mo­derna y la poesía, cuyos malentendidos no han hecho más que multiplicarse con el tiempo. Como resultado, el poeta Fernán­dez no renuncia a su sueño sino cjue éste se le transforma en pesadilla, sobre la cual siente flotar "las negras alas de la locura". La correspondencia entre el cuadro y la mujer amada surge, para él, de las oscuras aguas del misterio y no de las diáfanas explicaciones del científico. Sigue buscando el secreto que une los dos cabos sueltos. Y en busca de él hace su descenso al infierno, un abismo negro que se abre en la fiebre de sus alucina­ciones, por encima del cual aletea la maiijjosa del camafeo.

El personaje toma dos direcciones contradictorias, suma­mente ilustrativas de su desconcierto. Por un lado, emprende la tarea de autoanalizarse en los términos de lo que Paul

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Bourget, tan leído por Silva, llama "una plancha de anatomía moral". Sus resultados son dignos de consignarse. Así mismo, decide consultar a otro médico, cuyas recomendaciones aña­den un capítulo más al diálogo de sordos anter iormente dramatizado en Rivington. Pero, por ci otro lado, Fernández se dedica al estudio de la pintura prerrafaelista, de sus oríge­nes y desarrollo, de las vidas y obras de sus representantes, con la esperanza de encontrar en el nombre del desconocido pintor y en el desciframiento de la "misteriosa tela" un rumbo hacia la verdad. "Quise saber de Helena, y he sabido detalles de la vida del beato Angélico de Fiesole, leído cartas de Rossetti y de Holman Hunt; 'canzones' de Guido Cavalcanti y de Guido Guinicelli, versos de William Morris y de Swinburne, visto cuadros de Rossetti y de sir Edward Burne-Jones. En resumen, todo se complica dentro de mí y toma visos literarios, u n a curiosidad se agrega a otra, los atractivos de la obra de arte me hacen olvidar los más graves intereses de la vida, y sin la l lamada brutal a la realidad, dada por el doctor Rivington antier, habr ía pasado quién sabe cuánto t iempo sin buscarla, soñando en Ella, con la imaginación dando vueltas a l rededor de su radiosa imagen, y los ojos persi­gu iendo en poemas y cuadros, frases y l ineamientos que me hicieran recordarla".

Compárese lo anter ior con los resultados de su autoaná­lisis: Fernández concluye, con Rivington, que hay en él un "doble atavismo" que de te rmina sus impulsos sin que las "falsas adquisiciones de la educación y del raciocinio" sean suficientes para controlarlos. Son los instintos antagónicos de dos razas: los Fernández, a quienes se debe su tendencia a la reflexión, al orden y a la frialdad por encima de las pasiones; y los Andrade, línea por la cual le llegan la sensualidad, la inclinación a la violencia y el amor por la acción. El vocabu­lario de este pasaje abunda en términos de la psicología experimental de la éj^oca. Los presupuestos proceden del determinismo positivista más rígido. Podría pasar por una ilustración deliberada de los tres factores —raza, medio,

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momento— con los que Taine intentó esclarecer científica­mente el origen de las obras artísticas y literarias, a partir del modelo de las ciencias naturales. La novela se convier­te, llegados a este punto, en el célebre laboratorio natura­lista, donde el personaje es sometido a experimentación. Silva traza un cuadro pormenorizado de las influencias hereditarias y ambientales que constituyen la base para entender el carácter del protagonista: su proclividad al misticismo proviene de la familia Fernández, ascetas que desprecian la carne, cuyos hábitos monásticos se remontan a un remoto pasado español; es la sangre de esta "raza de intelectuales de débiles músculos", cuyos "desteñidos" glóbu­los corren por las venas del poeta, y sus delicados nervios, que hereda de ellos, lo que explica sus tendencias contemplativas; sin olvidar, por supuesto, ei colegio jesuita donde pasó su adolescencia en medio de severa disciplina, interno, en con­diciones de higiene deficientes que deterioraron su salud, sumado a la muerte temprana de la madre. Pero está también el otro lado, el atavismo contrario, que procede de los Andra­de: desde el sabor de la leche materna se siente el vigor de la familia campesina, su rudeza que viene desde los ante­pasados que par t ic iparon en las guerras de inde­pendencia, cuando se forjó la leyenda de su salvajismo. El quietismo piadoso de la línea paterna, reforzado por la inculcación jesuítica, se ve contrarrestado por la vida al aire libre, en las haciendas de los primos maternos, donde se endurecieron sus músculos y se enriqueció su sangre, bajo la influencia de un ambiente brutal, de alcohol, violencia y desenfreno sexual. Así se explican las ten­dencias de Fernández al hedonismo sensual y a las tem­pestades pasionales . Vicio y virtud, sen t imien to y carácter, todo es producto, y su proceso puede y debe ser explicado por el novelista, como el químico explica el de los ácidos o los alcaloides. El novelista está coloca­do frente a sus personajes en la situación del científico que realiza sus pruebas en el laboratorio y consigna

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resultados mediante la observación de los factores determi­nantes que dan cuenta de los caracteres de la obra.

Silva, tan distanciado, en otros contextos, de esta concep­ción materialista y determinista propia del naturalismo, se muestra aquí de una credulidad asombrosa. Realiza todas las operaciones exigidas por el más ortodoxo de los métodos; y los resultados son, cejmo era previsible, de un esquematismo igualmente pobre y rígido. Es verdad que, para la época en que Silva escribía, el naturalismo era ya una convención literaria sin más, como cualquier otra, y no implicaba nece­sariamente una adhesión intelectual a sus presupuestos den ­tistas. En su caso particular, Silva mantenía serias expectativas acerca del desarrollo de la ciencia experimental moderna, de la medicina y de la psicología, y probablemente veía sus descubrimientos como parte de un avance en las zonas oscu­ras del alma humana, razón por la cual un poeta no podía permitirse el lujo de ignorarlos.

Fernández observa en sí mismo "instintos encontrados" que determinan "impulsos". Ese descontrol anormal tiene u n a solución y Fernández la encuentra en "un plan verdade­ramente científico de educación", que aproveche esos impul­sos, utilizándolos. Ideal positivista como el que más. Silva, mientras tanto, saca provecho novelístico de lo contrario, de la confusión y la carencia de soluciones científicas en la vida de su personaje. Instintos encontrados, influencias contradic­torias, han terminado por conducirlo "a esta región oscura donde hoy me muevo sin ver más en el horizonte que el abismo negro de la desesperacie'm y en la altura, allá arriba, en la altura inaccesible, su imagen, de la cual, como de una estrella en noche de tempestad, cae un rayo, un solo rayo de luz". Y esta amalgama indisoluble de naturalismo y misticismo no se resuelve en la novela, la hace oscilar cont inuamente de un lado a otro. La ciencia tal vez dilucide por qué va hacia el abismo, pero no lo salva de él. "Terror de sentirme vivir, de pensar que puedo morirme, y en esas horas de terror, frases estúpidas que me suenan dentro del cerebro cansado. '¿Y si

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hubiera Dios?... los pobres hombres están solos sobre la tierra' y que me hacen correr un escalofrió por las vértebras". El naturalismo es una caja de resonancia cjue amplifica estas voces que vienen desde más allá de la ciencia, desde el fondo metafísico al que el poeta no puede renunciar. Inquietudes que, sin embargo, no puede dejar de someter al veredicto de la ciencia, cuya voz asume al llamarlas "estiípidas".

La entrevista de Fernánez con el otro médico de la historia, el doctor Charvet, nos hace recordar el comentario de Rubén Darío a projxAito del célebre doctor Max Nejrdau, también mencionado repetidas veces en De sobremesa: "la primera indicación terapéutica es el alejamiento de aquellas ideas que son causa de la enfermedad. Para los que piensan hondamen­te en el misterio de la vida, para los que se entregan a toda especulación que tenga por objeto lo desconocido, uo pensar en ello"1. Entre naturalismo y simbolismo parece existir la fascinación de los contrarios. Los modernistas más cercanos al simbolismo, como Darío y Silva, [Tarecen mirar de frente los ojos de la ciencia para interrogarla sobre sus ansiedades. El positivismo se alza con la fe en las resjTiiestas de la religieín. Ésta, en su desquite de retirada, deja inoculada la duda en las resiDtiestas de la ciencia. "Cuando la literatura ha hecho suyo el campo de la fisiología, la medicina ha tendido sus brazos a la región oscura del misterio", escribe Rubén Darío. El naturalismo es una demostración práctica ele que mutuamen­te se hicieron más daño que bien. La psicología experimental puso su lente en las regiones donde antes sólo había visto claro la pupila de la poesía, como dice Darío. Pero, a juzgar por Norclau v otra pléyade de ilustres científicos de la época, novelísticamente rejíresentados en Rivington y Charvet, su lente se empaña en esas alturas y no alcanza a ver nada. En cuanto a las ganancias de la literatura en el campo de la fisiología, sern ciertamente limitadas. En cambio, los efectos

1. Rubén Darío. Los raros. Madrid, Aguilar, 1945, págs. 242-243.

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de contraste entre las dos ópticas son, aveces, de mucho más ricas consecuencias. Silva lo aprendió, sobre todo, en Huys­mans, en D'Annunzio, en Villiers de L'Isle Adam. Mientras Fernández siente que el recuerdo de Helena flota en su espíritu cernió una advertencia fatal, ligado a los versos de Dante Gabriel Rossetti en los que "una visión le habla al poeta entre la bruma nocturna con estas palabras: Look at my face, my ñame is Might have been / 1 am also called No more, Too late, Fareweir2, el doctor Charvet elucida en otro lenguaje la causa real de estos delirios: la abstinencia sexual ha hecho de la fisiología atlética una batería poderosa que acumula electri­cidad, una caldera que produce vapor, "¡electricidad y vapor que no se emplean!" Esa es la verdadera causa de la ansiedad del poeta. Y vuelve la fórmula ya mencionada de Rivington, repetida en el poema "El mal del siglo", una verdadera idea fija de Silva: "ejercicio violento, con largos baños calientes y altas dosis de bromuro".

La historia del hombre que se enamora, a primera vista, de una desconocida a la que en adelante persigue sin lograr jamás poseerla, a cambio de lo cual la transforma en un sueño y una obsesión artística, es ya, en una de sus variantes, la historia de Dante y Beatriz en la Vita Nuova. Rossetti vuelve sobre el mismo argumento en su relato Hand and Soul. La mujer que se vuelve "musa incorpórea" y desaparece en las brumas del misterio, como Beatriz en los círculos celestiales, está dibujada en los modernos artistas sobre el fondo de la vida bullente y contradictoria de la ciudad burguesa. Los pintores prerrafaelistas utilizaron ese procedimiento, que es también el de Silva, de combinar una alegoría llena de sentido espiritual con un naturalismo casi fotográfico del detalle, para producir efectos de alucinación, confusa vague­dad en los límites de los dos mundos y saltos imprevistos del

2. "Oh, mírame la faz... Oye mi nombre! / Me llamo lo que pudo ser! Me lamo... / Es tarde... me llamo... Adiós!".

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uno al otro. Igual que en los cuadros de Rossetti o de Burne-Jones, la belleza y el sentido aparecen en De sobremesa como insinuaciones lejanas, que recuerdan modelos del pa­sado, planos superiores entrevistos desde abajo a través de referencias al arte y la poesía de otras épocas. La vida en torno es, a cambio, estrecha y descolorida. La "mirada prerrafaelis­ta" tiene esa virtud de proporcionar "una sugestión simbólica, heterogénea y sin finalidad concreta" a los pormenores, desnaturalizándolos'. Pero en Silva, el lenguaje científico del naturalismo ejerce no sólo un saludable efecto de equilibrio, sino también de control y crítica sobre la alegoría que, de suyo, tiende a la nebulosidad y la abstraccieSn. La voluntad artística de fundir en un todo la objetividad de las ciencias naturales y el hallazgo de una verdad pura y sobrenatural es un intento cjue Silva comparte con el prerrafaelismo inglés; con éste comparte también la imposibilidad de sintetizarlos: mant ienen su carácter antinómico y se polarizan en la obra, surgiendo como fuente de las tensiones y Eos problemas irresueltos de los personajes.

3. Günter Metken, Los prerrafaelistas, Barcelona, Blume, 1982, pág. 25.

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TERCERA PARTE

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G U I L L E R M O VALENCIA, EL P O E T A Y SUS R I T O S

I

Después de un momento de breve intensidad, representado por Silva, la poesía colombiana regresa, con Valencia, al plano meramente literario y cancela toda aventura de tras­cendencia. Por un instante, Silva había logrado, con sólo un puñado de poemas, una difícil síntesis entre la poesía como "arte" y la poesía como experiencia vital. Había asumido la poesía como una pasiém intensamente vivida y sabía, por Baudelaire, que una pasión así t iende a volverse exclusiva y a devorar todo lo demás. Valencia torna a ser lo que fue casi siempre el poeta entre nosotros: un hombre "público" que se "engalana" con las "nobles vestiduras" del arte.

Las facultades de Valencia, se dice, eran rm'dtiples. La principal fue, sin duda, la elocuencia. Ese don se describe en sus biografías y en los innumerables panegíricos que se le han dedicado, como una especie de torrente que tomó tres direc­ciones distintas y, supuestamente, complementarias: el arte de la oratoria, el arte de la conversación y el arte de la poesía. Las tres eran, en él, artes mundanas y, al parecer, ligadas por el efecto de fascinación que ejercían a su alrededor. Valencia alimenté) esa imagen de hombre multifacético y se glorió de

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ella: no quería agotarse en ninguna arista; aspiraba a una cierta universalidad, inspirada en modelos clásicos, antiguos y renacentistas. "Yo nunca he sido un profesional de las letras —decía—. Mi vida al mismo tiempo que j)or el arte ha sido absorbida por múltiples y variadas actividades: la familia, la patria, la política"1. Hace recordar lo que una vez Eliot afirmó, injustamente, de Goethe: cjue coqueteó con la poesía lo mismo que con la ciencia y con la política, sin hacer gran cosa en ninguna, pues su verdadera personalidad era la de un hombre de mundo al estilo de Vauvenargues. Afirmarlo de Valencia no es tan injusto. Goethe, a propósito, fue uno de los modelos, por no decir el modelo, del escritor payanes. Y podría sospecharse cjue lo que Valencia admireS en Goethe fue jjrecisamente esa aspiración a la universalidad jjor la vía menos exigente de la "diletancia" que Eliot rechaza con razón pero atribuye equivocadamente a Goethe2 . Lo cierto es que la poesía sólo jmede ser "arte grande", como dice Valéry, si absorbe despóticamente todas las capacidades de un hombre . Seno así jxiecle jjroducirse una obra cjue luego reclame y ponga en juego, por igual, todas las capacidades del lector.

Impresiona vivamente, cuando se leen las escasas líneas que Valencia dediceí a la reflexión sobre la poesía, la manera como identifica la actividad poética con la versificación. La poesía es, para él, un j)articular "modo de presentar" las ideas. Estas son "patrimonio universal"; la "originalidad literaria." consiste en "el exterior roj)aje de cada pensamiento"3 . Es difícil, por más que se esculque en los escritos "teóricos" de Valencia, ir más allá de esas simplistas formulaciones, lo cual

1. AAVV, Estudios, edición en homenaje a Guillermo Valencia, Cali, Carvajal, 1976, pág. 297.

2. T. S. Elliot, Función de lu poesía y función de la crítica. Barcelona, Seix Barra!, 1955, pág. 111.

3. Guillermo Valencia, "Réplica a don Lope de Azuero", en Panegíricos, discursos, artículos. Armenia, Villa Ramírez y Marín Editores, 1933. pág. 82.

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GUILLERMO VALENCIA, EL POETA Y sus RITOS

no puede dejar de sorprender en un escritor que ha sido insistentemente catalogado de "jToeta intelectual". La poesía, escribió en el mismo artículo antes citado, "no es más que la forma graciosa en cjue culminan procesos anteriores de ma­yor trascendencia. Ella es solamente como la flor del árbol de la sabiduría. La inspiración poética no implica por sí misma fuerza mental creadora en el grado máximo, la que sólo se halla en las ciencias abstractas: el matemático creador es la antítesis del poeta, sólo aquel mortal dichoso juega con valores eternos. El concepto literario, en general, obedece a una ley de subordinación en la esfera de las actividades mentales, aunque pueda ir asociado, como en Leonardo De Vinci, a otra virtualidad más alta". La poesía es una deidad vengativa y terrible. De quienes piensan como Valencia, que es diosa de segundo orden, se venga condenándolos a la mediocridad. O cegándolos de manera que terminen con­fundiendo poesía con oratoria. La poesía puede parecer un don gratuito, pero es una perla cuyo pescador ha vomitado sangre, en expresión de Valéry4.

De Valencia no podría afirmarse le:» que escribió Cintio Vitier sobre Julián del Casal: "vivió, por primera vez entre nosotros, la pasión excluyente, absoluta, de la poesía", algo que tan adecuado suena para casi todos los contemporáneos del modernismo hispanoamericano, para Silva, Darío, Gutié­rrez Nájera, Herrera y Reissig5. Silva mismo, cjue escribieS en De sobremesa: "todo se complica dentro de mí y toma visos literarios", se vio obligado a declinar las exigencias absolutas de la poesía ante las presiones de la realidad inmediata. Pero lo hizo sin pre tender armonizar lo disonante: "paso -—escribe en una carta a Rufino }. Cuervo, en 1889— de las liquidacio­nes de facturas, la venta diaria y los cálculos de intereses, a

4. Paul Valéry, Tel Quel. Barcelona, Labor, s.f., pág. 177. 5. Ángel Rama, Rubén Darío y el modernismo, Barcelona, Alfadil Edicio­

nes, 1985, pág. 64,

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descansar un minuto en las cosas del arte, como en lugar más alto, donde hay aire más puro y se respira mejor". La conciencia d e una contradicción entre los caminos del arte y los caminos "de las zarazas y los paños vendidos por piezas" señala, precisa­mente, la inminencia de la tragedia, según anota Sanín Cano.

Un gran señor qué también escribía versos era tal vez la imagen que prefería de sí mismo Guillermo Valencia. El mejor retrato del poeta y del hombre fue trazado, sin duda, por Eduardo Castillo, en su breve semblanza "Guillermo Valencia íntimo". Castillo se encontraba en posición privilegiada para esa tarea: era poeta, fue secretario privado de Valencia, fue su amigo íntimo y estaba lejanamente emparentado con él. Incluye todo lo que Valencia quería para sí como ingrediente de su persona­lidad: "gran señor, amante del regalo y el lujo"; "residencia principesca donde hay siempre hospitalidad munífica"; "existencia holgada y opulenta, indispensable al creador de belleza"; "biblioteca donde se pasean las sombras de las musas" en bellos volúmenes, algunos con "preciosos autógrafos"; complacencia en la actividad física tanto como en la intelectual: 'jinete admirable y tirador consumado", "la caza le embriaga, quizá por ser imagen de la guerra"; "nada le deleita tanto como un arma fina, un corcel de bella estampa o un pointer de pura raza"; "su conversación seduce y deslumhra","cualquier tópico que toque, ya se trate de matemáticas o filosofía, medicina o jurisprudencia, tiene en Valencia el comentador más lúcido y erudito", "pero lo que en él subyuga más no es la cultura solidísima sino la fluidez del discurso, el don de hallar imágenes exactas y pintorescas para expresar sus ideas", no es exclusivamente "un hombre de abs­tracción y de ensueño", busca "las acres luchas políticas" y lo enardece "el roce eléctrico de las muchedumbres"; "en su personalidad, facetada y compleja, coexisten el artista laborioso y el hombre para quien la vida es acto militar o de guerra"6.

6. Eduardo Castillo, Tinta perdida, Bogotá, Ministerio de Educación Na­cional, 1965, págs. 43-46.

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El culto de Valencia, y de Castillo, por la aristocracia en la vida y en la poesía, forma parte de una convención de la época. El efecto que busca la descripción anterior es el mismo que pretendía Silva cuando en De sobremesa hace que uno de los contertulios de Fernández afirme que un hombre de tan finos gustos en la vida, dueño de caballos árabes y fumador de cigarros turcos, con una casa espléndida llena de estatuas y de cuadros, no puede escribir malos versos. Todos los modernistas adoraron el lujo como símbolo de la belleza, pero sólo algunos vieron en ésta el esplendor de una revela­ción, la sugerencia de otra realidad.

II

La poesía de Valencia produce una impresión de vida estancada, quieta, inmovilizada por el poema en una especie de "eternidad plástica". Es él mismo quien define al poeta como "un ver" y la poesía como "una visión coloreada del universo"7. Esta impresión de quietud nada tiene que ver con los temas de sus versos, muchos de ellos narrativos o con referencias dinámicas de marcha o de vuelo. Aun en estos casos, las imágenes producen un efecto plástico de inmovili­dad. Pues lo decisivo aquí es el movimiento del poema mismo, cuyo efecto se experimenta en la lectura, y no en el movimiento de los objetos representados en el verso. La inquietud que se siente en algunos poemas de Silva, la sensa­ción de vida que todavía palpita en ellos, es la del enigma no resuelto. La eternidad sin vida en la obra de Valencia es el resultado de una visión dogmática del mundo: engalanar respuestas ya formuladas, contenidos inmodificables en su endurecida verdad intemporal. El poeta resulta así un acicalador

7. Guillermo Valencia. "Consideraciones sobre el poeta", en La Crónica Literaria (suplemento semanal de El País), Bogotá, agosto 13 de 1932.

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de adustos ideales que provienen, ya hechos, de otras esferas: religión, moral, política, ciencia. Nada más diciente que esta declaración, tomada de su artículo anter iormente citado: "¿por qué ha de ser el r imador antípoda de otros mortales, [si su] ejercicio [consiste en] exponer las ideas en períodos regulares, con una acentuación dada, y consonantes al final de los renglones?".

Compárese la anterior con esta otra que aparece en De sobremesa de Silva: "Soñaba antes y sueño todavía a veces en adueñarme de la forma, en forjar estrofas que sugieran mil cosas oscuras que siento bullir dentro de mí mismo y que quizás valdría la pena decirlas". Lo que va de la una a la otra es lo que da su vitalidad y su significación actual a la poesía de Silva. Y explica, por igual, ese atroz envejecimiento que agosta incluso ias más perfectas páginas de Ritos.

Silva nunca sintió que la poesía fuera una variación orna­mental de la divulgación. Exploración de lo oscuro, riesgo personal, interrogación: sus mejores poemas están hechos de preguntas, de temblores, de presagios. En la poesía de Valen­cia los símbolos han perdido su cualidad misteriosa: objetos, paisajes, datos culturales, todo configura un m u n d o de cer­tezas, plenamente delimitado en el espacio y en las palabras. El significado unilateral, la alegoría inequívoca, cierran toda posibilidad al simbolismo poético. Visto por su otra cara, el lector: Valencia tenía razón cuando pensaba que la incom­prensión de sus poemas se debía a la ignorancia de los lectores; Silva sabía que para lo mejor de su poesía, igual que para la de los poetas que admiraba, desde Baudelaire hasta Swinburne, era indispensable algo más cjue un lector "culto": requería un lector "sensibilizado", un lector "artista".

Valencia echó mano de la mitología clásica, de las leyendas cristianas, de la hagiografía y el martirologio, para dar conte­nido objetivo a su obra poética. Contaba con el diccionario, la bibliografía y la alfabetización de las masas para lograr la comunicación, fin último de su poesía. El fracaso de Silva resulta mucho más instructivo: escribía contra sí mismo,

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como todo auténtico poeta, no para su loor y consagración, como los rétemeos, convencido de que sus versos chocarían menos con el analfabetismo que con la insensibilidad. Tal vez se preguntaba, con Yeats, "cómo podría ei arte sobreponerse a la muerte lenta de los corazones de los hombres que llamamos progreso"8.

La sociedad necesita del arte para "ennoblecer" sus insti­tuciones, la finalidad del arte es proporcionar una bella apariencia al existir social de los hombres: tal es la concepción de Valencia. "Los jimeblos, individuos sin mente, necesitan de una mano cariñosa y educada, la del arte, que les adorne su vivienda"9. Como Charles Maurras en Francia, no veía en la poesía y el arte sino actividades subordinadas, "fuerzas de institución" que actúan sobre los individuos para mediar entre sus impulsos primitivos y su adaptación al cuerpo social. Si toda la poesía moderna, desde Baudelaire, y aun antes, desde el romanticismo, ha sido una fuerza desestabilizadora del hombre con respecto a cualquier centro de normaliza­ción social, Valencia piensa en la poesía como "heraldo y conductor de la acción", no como su contradicción o su crítica. Un ideal de armonía tomado del clasicismo pero impensable hoy, excepto como apelación a una doctrina de restauración conservadora, en sentido a la vez ético-religioso y político.

III

Valencia concibe el símbolo a la manera de Jean Moréas: como rma idea que se reviste "con las suntuosas togas de las analogías exteriores"10, una relación cerrada entre dos términos,

8. W. B. Yeats, "El simbolismo de la poesía", Poesía y teatro, Bogotá, Ediciones Orbis S.A., 1983, pág. 151.

9. AAVV, Estudios, pág. 299. 10. Marcel Raymond, De Baudelaire al surrealismo, México, F. C. E., 1960,

pág. 46.

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destinada a resolverse unívocamente en forma de alegoría. Ni siquiera deja la solución a sus lectores: el poema incluye la respuesta al final, con una especie de lealtad por el sentido prefijado, asemejándose en esto a la disposición del acertijo. Es muy frecuente en Valencia este tipo de construcción del poema alrededor de una imagen que se descifra explícita­mente al final. En "Dijo la lechuza", el ave que vive "a los esplendores escondida" y cuyo imperio sem las sombras de la noche, es "imagen de la fe que a los fulgores de la razón esquiva su mirada", según se explica en la última estrofa. En "Cigüeñas blancas", los significados se multiplican pero no por eso pierden su carácter denotado, cuidadosamente man­tenido por el poeta: "la cigüeña es el alma del Pasado, es la Piedad, es ci Amor ya ido"; es también "símbolo fiel de artísticas locuras", y su vuelo alegoriza el impulso de los poetas hacia lo quimérico. Este esquema se repite en buena parte de las composiciones poéticas de Ritos: en "Croquis", en "Los crucificados", en "Caballeros teutones". "Los came­llos" dispone, ue ia misma manera, un escenario alegórico donde los elementos sensibles han de ser remitidos u n o a uno, para su comprensión, a otra escena también identifica­da explícitamente en el poema. Nombres, epítetos, figuras, personifican un mundo moral que puede y debe ser leído en una sola dirección, suministrada en las estrofas finales, sin lugar a equívocos ni a ambigüedad.

Hay un horror al vacío en la obra de Valencia, aun más evidente cuando se trata de temas ya clásicos en la poesía simbolista como es el caso de "Voz muda". Los materiales del poema provienen directamente de Mallarmé: lo inviolado, la página en blanco, el abanico, los cisnes, las albas corolas, la invitación a no mancillar la virginidad de lo no escrito, la nieve, el lenguaje primigenio cifrado en las correspondencias de las cosas. Valencia, sin embargo, no juarece dispuesto a tolerar las exigencias de lo negativo que tan fervoroso culto recibe en la poesía de Mallarmé. Y se dedica, del primero al último verso, a rellenarlo todo con explicaciones: "Lo inviolado

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es la rama donde forjan ensueños avecillas gemelas", "lo inviolado es el cáliz de una lívida rosa", "lo inviolado es albura", etc. El tema sólo permitía un acercamiento por sugerencias pero Valencia no puede evitar nombrar lo todo, dar dimensiones, llenar los vacíos, definir lo que de antemano había declarado indefinible. "Siempre debe haber un enigma en poesía", afirmaba Mallarmé. En Valencia, esa afirmación parece convertirse en esta otra: "siempre debe haber una respuesta para todo enigma en poesía", del mismo modo que la Verdad ha de transparentarse "al través de los velos de eucarístico Pan".

El tema de la página intacta implicaba, para Mallarmé, "un p o e m a callado", "en blanco"; hacer en t rar el silencio en el poema median te u n a música leve en el verso y la utilización de un lenguaje despojado de toda elocuencia; no describir el objeto, no nombra r lo d i rec tamente , hacer­lo adivinar poco a poco, sugerirlo; evitar las anécdotas , las máximas, las filosofías; "que sólo haya alusión"; en lugar de las cosas mismas, "el ensueño suscitado por ellas", eso es la poesía, "este misterio es lo que constituye el símbo­lo"11. Valencia p re t ende , igualmente , dejar oír el silencio de lo no escrito, pe ro recurre a la música más al t isonante del verso castellano y a un vocabulario de fastuosidad densa y pesada:

deja oír el silencio de las frases uo escritas, roedor alfabeto que al espíritu quitas tantas fibras sonoras, ¡tanta gota de miel!

No deja en blanco ni los espacios entre las palabras, porque incluso ahí rellena con signos de exclamación. Sobre una traducción alemana de la poesía de Mallarmé afirma Friedrich

11. Jules Huret, Enquéte sur Tevolution littéraire, Paris, Bibliothéque Char-pentier, 189f, págs. 189-190.

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que es inadmisible por "fragorosa", grandilocuente y excla­matoria12. Lo mismo podría decirse de "Voz muda".

Valencia toma de Mallarmé sólo un tema convencional, desprovisto de lo que en el poeta francés constituye lo esen­cial: que se trata de una experiencia en la cual se fundamenta toda una poética. Valencia había experimentado, quizá, lo contrario con respecto al lenguaje: no la insuficiencia de las palabras, su desfallecimiento y la necesidad consiguiente de recurrir a la sugestión, sino la plenitud del verbo elocuente, la suficiencia del lenguaje, que es la experiencia propia del orador y del retórico.

La construcción alegórica de un doble plano como juego de correspondencias entre términos explícitos, ambos igualmente definidos, pensados por fuera de la poesía y trasladados luego al verso, es un rasgo característico de la obra poética de Valencia. Todo su valor reside, por ello, en los recursos formales de que haga uso el escritor para "embellecer" la composición. Lo que falta, sin duda, es la palpitación propia de la imagen que emerge viva de una fuente interior. En Valencia, el estilo preciosista, la brillantez de los temas, la pesada regularidad de la versificación y el recargo de los adornos, han llegado a parecer casi ilegibles para el lector de hoy. Al paso que la poesía de Silva, lo mejor de ella, parecería volverse cada día más actual.

12. Hugo Friedrich, Estructura de la lírica moderna, Barcelona, Seix Barral, 1959, pág. 155.

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Cuando Guil lermo Valencia llega a Bogotá, en 1895, "admirando rabiosamente a Silva", según sus palabras, el ambiente cultural de la ciudad estaba dominado po r dos influencias principales, tal como lo anota Indalecio Liévano Aguirre en Lo cjue Silva debe a Bogotá: "la española o colonial que actuó especialmente sobre las costumbres con una concepción de la virtud y la moral y que produjo un tipo de hombre 'sano', unas costumbres parcas, una vida regular, unos placeres medios, y que se tradujo en un convencionalismo que perdonaba todo lo que se hiciera sin escándalo y con cierta d iscrec ión; y la inglesa, de tipo comercial , que nos llegó con la emanci­pación, y que agregó a las características an te r io rmen te anotadas una admiración un tanto artificial por el l lamado ' h o m b r e p rác t i co ' , e spec ia lmen te p o r el comerc ian te importador de manufacturas extranjeras, y un consiguiente desprecio por el hombre de letras". Una tercera influencia fue la francesa, no predominante aún en la vida intelectual de la ciudad sino reducida a un pequeño círculo de iniciados. A ese círculo se refiere Sanín Cano cuando escribe: "había solitarios empeñados en recoger dentro de sus cerebros las ondas hertzianas del movimiento intelectual del mundo . Era

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u n momento en que estudiar parecía un nuevo vicio inven­tado para destruir una raza, y en que el objeto más bello de la vida había sido concentrado en la ardua, complicada y destructora labor de pensar. En ese medio Valencia encontró por instantes su natural habitáculo".

Ritos {1899) fue en realidad el único libro de versos originales publicado por Valencia. Escrito durante los tres primeros años de su estadía en Bogotá, entre el 96 y el 98, el autor no sobrepasaba los veintiséis años cuando aparece el pequeño volumen. La segunda edición, aumentada, se hizo en Londres, en 1914, con prólogo de Sanín Cano. Después escribió muchos otros poemas, la mayoría de ellos simples ejercicios rimados o versos de circunstancia; unos pocos, sin embargo, cuentan entre lo mejor de su obra, superiores incluso a las más célebres estrofas de Ritos. A lo anterior hay que sumar nume­rosas traducciones, actividad en la que Valencia fue prolífico y aveces magistral. En 1929 publicó su segunde:» libro, Catay, en el que recogió versiones de poesía china, realizadas a partir de una traducción francesa, en prosa, de Franz Toussaint. La obra poética completa fue recogida, con poster ior idad a su muerte , en una edición española de Aguilar, en 1948, recibida en Colombia con general hostilidad debido a sus numerosas erratas, algunas de ellas corregidas en dos ediciones subsiguientes.

Los lectores de Valencia fueron, en un principio, los jóve­nes intelectuales con inquietudes de modernización. Su pri­mera defensa contra las objeciones de los apegados a la tradición fue promovida —aun antes de publicado el libro— por Ricardo Tirado Macías, y apunta precisamente a los aspectos que suscitaban mayor resistencia: el repertorio te­mático, tan excesivamente distanciado de la vida inmediata; las imágenes, en especial la sinestesia, que se convirtió en una especie de señal de identidad del "arte nuevo" (los "blandos rumores", "los gritos de luz", los "perfumes grises" y los "blancos sollozos" chocaron, en efecto, contra el gusto con­vencional de la mayoría lectora); la determinación de no dar

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explicaciones en el poema, de no ser didáctico ni decir directamente las cosas sino "sugerir", jralabra ésta que se convirtió en insignia de batalla; y el principio románt ico , que pasa a ser modernista vía Amiel-Barrés, de encontrar consonancias entre el jTaisaje y los estados interiores del sujeto, noción que aj)arece en "Motivos" de Valencia como el distintivo de la "manera moderna". De este poema, dividido en dos partes con el propósito de imitar el estilo romántica:» en la primera y contrastarlo con el modernista de la segunda, escribe Tirado en una "Carta cuasi literaria", publicada en 1898 en L2 rayo X: "cómo se burle» usted, por modo olímpicej, de los que dicen que no lo ccmijTreuden, dándoles a beber primero un hermoso échantillon de lo comprensible, y en seguida una como canción gris en la cual queda profunda y j3oéticamente expresado, en estrofas lánguidas, de arte nuevo, aquello de que todo paisaje es un estado del alma".

Escribir versos en el viejo molde, dice más adelante eljoven crítico y poeta Tirado Macías, lo hace cualquiera con mediano talento, "de éste que tenemos todos los je) venes colombianos, falsa modestia a un laclo". La j^olémica modernista en Colombia tuvo resonancias claramente generacionales y la innovación poética fue adelantada en nombre de lajuventud inconforme con la tradición. Los argumentos del texto citado parecen resumirse en esta conclusión: "es mejor tener pocos lectores", escribir para pocos, pero selectos y refinados, como acostum­braba decirse por aquellos tiempos. Javier Acosta, otro enüisiasta casi adolescente, se exprese') en términos joarecidos desde las páginas de la revista Esfinge, abanderada de la nueva corriente: "cuando ia cabeza de un lector choca con la de un poeta y suena hueco ¿es siempre la culpa del poeta?", pregunta retórica cuya respuesta, j)ara él, ya estaba dada de antemano: la que suena hueco es la cabeza del lector. En breves líneas sintetiza luego algunos de los reparos que se hicieron por entonces al autor de Ritos: "los juicios cjue sobre Valencia han expuesto algunos escritores han pecado siempre por deficientes. Todos se han limitado a decir que la malsana

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literatura francesa ha dañado al jjoeta; que tal o cual de sus poesías es mala jjor ininteligible o por muy decadente; que si Valencia hubiera seguido el ejemplo de los clásicos, habría llegado a ser el primer poeta colombiano. Pero en todos CIICTS

la parcialidad va dominando".

En cuestión de dos décadas, la poesía de Valencia ya no pareció ni tan sugestiva, ni tan enigmática, ni tan moderna . Algunos, incluso, la encontraron declamatoria, puramente ornamental y sin alma. Por los años veinte, eran j^recisamente los jóvenes anhelantes de renovaciejii quienes levantaban sus armas contra ella. Y no sólo los más radicales como Luis Tejada o Luis Vidales. En 1929, desde la orilla más conservadora, Rafael Maya escribía entre muchos elogios y manifestaciones de admiración: "prácticamente parece hallarse al margen del pensamien to de hoy. Formas inesperadas han sucedido a la noble euritmia de su exj;»resión intelectual. Una visión dinámica del mundo parece sustituirse a la contemplación estática y el movimiento ha reemplazado a la serenidad de la micct . iviaya se l a c u d a icx irrupción QC IOS movimientos uc vanguardia en EurojTa y Latinoamérica. Éstos, generalmente, asumieron entre sus tareas urgentes la de liquidar la vieja herencia modernista. En Colombia, Luis Tejada veía la lírica nacional retrasada en cincuenta años a causa de la pervivencia modernista. La belleza parnasiana de los versos de Ritos le parecía en exceso convencional y literaria, demasiado exquisita j:»ara ser verdadera. Él estaba, en consonancia con esos tiem­pos de revolución, contra la música del verso, contra las reglas métricas y los vocablos poéticos: pedía versos "descoyuntados, pero vivos". Pasada ia estridencia de la o n d a vanguardista, algunos de los maestros de finales de siglo fueron restituidos a su lugar: Leopoldo Lugones, José Asunción Silva, Rubén Darío, Jul io Her re ra y Reissig, por ejemplo. Lía t e rminado po r reconocerse , inclusive, que en ciertas imágenes de la ¡poesía modernis ta ya estaba anunciada la vanguardia. Pero el postergamiento de Valencia sigue siendo un hecho y six contacto cení la ¡poesía posterior es casi inexistente.

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¿En ejué consiste la modernidad de Valencia? Hov sería difícil responder a esta pregunta que en el caso de Silva se contesta fácilmente. LCJS poemas de Ritos contienen muy poco de lo que podríamos llamar la sustancia viva de la experiencia moderna. Sus temas son casi todos de proceden­cia histórica y libresca: Oriente y Roma, los jjrimeros tiempos dei cristianismo, el medioevo y el renacimiento, leyendas, figuras mitológicas, objetos artísticos. Sin embargo, el esteti­cismo que permea la visic'm de tales temas es uno de los rasgos de la modernidad finisecular. En él se exj^resa un anhelo de escajTar al sofoco de la realidad contemporánea. "La lejanía geográfica e histórica, el exotismo y el arcaísmo, tocados por la actualidad, se funden en un presente instantáneo: se vuelven presencia", escribe Octavio Paz. Sólo que en Valencia falta con demasiada frecuencia ese toque de actualidad, ese "apetito de presente" que sumerge el poema en la corriente viva de las inquietudes contemporáneas, aun bajo las apariencias del tema exótico. Excej)dones ncTtables son quizás aquellos momentos en los cjue se impone la conciencia del extraña­miento del poeta con respecto a la sociedad burguesa. Ello sucede, por ejerajTlo, en "Los crucificados", donde la descripción de los mártires cjue agonizan "en las nudosas cruces", mientras aulla la plebe enfurecida, alegoriza la situación del poeta en los tiempos modernos. O en "Croquis", rájúda evocación del poeta suicida. No son éstos, con todo, los poemas mejor logrados de Ritos ni los cjue dan la tónica j j r e d o m i n a n t e en el libro, aunque hoy presenten un cierto interés exclusi­vamente derivado de su tema. Pues el gesto con que el poeta moderno rechaza la sociedad cjue lo margina debería jjropor-cionarle al mismo tiempo un campo de reflexión sobre el papel del arte en la vida con temporánea , una libertad artística mayor frente a las j:»resiones sociales y la posibilidad de nuevas y más complejas experiencias, como certeramente lo ha indicado Rafael Gutiérrez Girardot en su libro sobre el Aíodernismo. Muy poco de esto se encuen t ra en la obra de Valencia, un escritor cjue no parece haber vivido este

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conflicto esencial del arte moderno y que sólo toma de allí el tópico literario,

Lo mejor de la obra lírica de Guillermo Valencia habría que buscarlo, probablemente, en poemas posteriores a Ritos: "Hay un instante", "La parábola del foso", "Job", el segundo de los sonetos a la muerte de su esposa, "Post bellum", "Mis votos". El crítico Rene Uribe Ferrer es uno de los pocos que han insistido en la predilección por estas composiciones tardías. En ellas, sin dejar de ser el orfebre del verso, supera los prejuicios con los que se autolimitaba el poetajuvenil del primer libro: el de los materiales prestigiosos, supuestamente ¡poéticos en sí mismos, y el de la perfección formal como principio y fin de la poesía. Los poemas citados encierran una tensión entre el esfuerzo artístico de la construcción formal y la expresión de una experiencia irreductible a modelos anteriores. Valencia no llega a los umbrales de la vanguardia mediante la radicalización de la metáfora, como lo hacen Lugones y Herrera y Reissig, pero alcanza algo distinto e igualmente valido en ios versos ue Hay un instante . r\iñ se realiza una síntesis perfecta de lo que el modernismo, en su mejor porción, buscó insistentemente como esencia de la poesía: la insinuación de una consonancia secreta entre la natoraleza y la vida interior del hombre, perceptible sólo en ciertos instantes y expresable a través de sugerencias simbólicas.

Como traductor, Valencia parece haber logrado unánime aclamación. Andrés Holguín, quien conoció el oficio como pocos, emitió al respecto el siguiente concepto: "Valencia hace de la traducción un arte extremado, complejo y minu­cioso. Da a cada versión la perfección plástica, el brillo, disuelto en reflejos, y el rumor, disuelto en resonancias, que ambicionara para su propia obra. La asombrosa técnica de Valencia consistió en conservar en cada poeta esa inaprehen-sible y subterránea voz que se halla detrás de todo poema, como en un cielo aparte, jamás dicha plenamente y revelada, sin embargo, en todo poema". La palabra que Holguín repite a lo largo de todo su artículo sobre "Las traducciones poéticas

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de Guillermo Valencia" es "perfección". La maestría en ellas consiste —en opinión del crítico— en conservar la medida exacta, la proporción, ei color, "la temperatura poética" del original. También Rafael Maya considera las traducciones como una de las partes más interesantes de la obra de Valencia. Destaca, en especial, las versiones de poetas alemanes, para las cuales trabajó en íntima comunicación con Baldomcro Sanín Cano, quien fue sin duda el encargado de "fijar exac­tamente el valor gramatical y poético de las palabras". Es éste un hecho de particular interés en la historia del modernismo hispanoamericano. Por una parte, la colaboración del crítico y erudito políglota con el joven poeta ávido de conocer la poesía de otras lenguas que le eran desconocidas y hacerlas parte de su propia creación poética. Por otra, el descubri­miento de una literatura aparentemente tan exeStica como el simbolismo de lengua alemana, aún inexplorado en Europa ¡Tor aquellos años finales del siglo XIX. Stefan George y Hugo von Hoffmansthal son hoy reconocidos como grandes poetas eurojTeos; fue casi un milagro de instinto poético, si no una casualidad, lo que hizo que sus poemas fueran conocidos tan tempranamente en Colombia, quizá tomados de alguna re­vista literaria entre las muchas que recibía Sanín Cano.

El modernismo, como bien lo dice Maya, fue un sistema de vasos comunicantes y su aspiración a la universalidad encuen­tra una magnífica expresieni en la obra de traductores como Valencia, Víctor Londoño, Eduardo (Astillo, Ismael Enrique Arciniegas y el mismo Silva. Sin olvidar que se trata de una especie de tradición bien colombiana, ya iniciada antes del modernismo y atestiguada por la importancia de las versiones latinas de Miguel Antonio Caro y j)or la extensa labor de Rafael Pombo en este campo. Valencia tradujo, entre otros, a Gabriele D'Annunzio, a Osear Wilde, a Mallarmé, a Verlai­ne, a José María de Fleredia, a Leconte de Lisie, a Baudelaire, a Victor Hugo, a Goethe, con desigual fortuna y privilegiando la perfección del verso en español por encima de la fidelidad al sentido del original. A veces logra las dos cosas, como en

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las versiones de D'Annunzio, Baudelaire o Leconte de Lisie, éste último el más afín a la sensibilidad y, sobre todo, al oído rítmico de Valencia. Otras veces el logro es parcial, como en "AjTarición" de Mallarmé, donde el traductor estropea el poema al final, añadiéndole algunas repeticiones a la manera de "Palemón el estilita", con lo cual se pierde el tono propio del poeta traducido, sin ganancia ulterior. O en "Brisa marina", del mismo Mallarmé, cuyos versos iniciales, contundentes por lacónicos ("La chair est triste, helas! etj 'ai lu tons les livres") se vuelven perifrásticos y ampulosos en la traduccieSn ("La carne es la tristeza y ya los libros todos / asiló mi cabeza"). Es sabido que la obra de Mallarmé se distingue por su hermetismo, logrado en buena medida a través de elipsis, de concisión. Valencia, al traducirlo, lo amjdía, robándole silencio, es decir, desvirtuándolo. "Aparición" tiene, en el texto francés, dieciséis versos; en la versión de Valencia, veintitrés. Las dieciséis líneas de "Brisa marina" se convierten en veintiocho en la versión castellana. Amplificar era una veruauera mama ue v aiencia.

Durante la primera mitad del siglo XX, Guillermo Valencia fue el poeta de mayor prestigio en Colombia y un figura bastante cercana a la leyenda, tanto por su trayectoria literaria y política como por sus aires de gran señor. A su muerte , en 1943, era ocasionalmente objeto de críticas, pero su lugar como ei primero de los poetas cedombianos parecía indiscutible. Una encuesta de la Academia Colombiana de la Lengua, en 1959, dio como resultado la preferencia mayoritaria, entre los treinta y dos miembros de la institución, por los versos de Ritos, en especial "Anarkos" y "San Antonio y el Centauro". El "afortunado vencedor" en ese "concurso de super ior belleza" —proclamó el director de la Academia, padre Félix RestrepeT— fue Guillermo Valencia, único de los poetas que obtuvo has treinta y dos votos, cifra igual al mimero de votantes. "Héroe de la inteligencia nacional" y "príncipe de ias palabras" lo llamó Eduardo Carranza en un artículo de 1948, escrito como desagravio por los ataques que el propio

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Carranza había dirigido contra el viejo maestro modernista siete años antes. "Artista perfecto", cuya obra representa "lo más puro que podemos ofrecer como pueblo letrado", afirmó de él Rafael Maya. Y Sanín (Ano llegó a colocarlo entre los "excepcionales" —Lucrecio, Dante, Goethe— como poeta de ideas, en una hipérbole sólo explicable por el contexto polémico del artículo en donde se encuentra la afirmación, esgrimida en defensa del poeta y del amigo, j)recisamente con ocasión de la ofensiva piedracielista.

VA desde 1897, año en que aparecieron los primeros poemas de Valencia, recopilados luego en Ritos, ciertos críticos creyeron j)ercibir el surgimiento de algo realmente nuevo en la poesía colombiana, lo cual es comprensible si se tiene en cuenta que la obra poética de Silva permanecía casi por completo en la penumbra y que los gustos mayo-ritarios del priblico lector en el país iban tras los rastros ele "La perrilla" de ¡osé Manuel Marroquín. "¿Cómo será posible —escribió Ricardo Tirado Macías— entender el pensamiento delicado que en 'Cigüeñas blancas' se esconde en el verso pulido, rígido, cincelado y terso, como los ojos lánguidos de una hermosa a través del velo sutil, si uno no ha pasado aún de 'La perrilla', verbigratia? Fuera más fácil encariñarse con el drama musical, no habiendo oído más cjue nuestro tiple montañés". La poesía de Valencia venía, pues, a incrustarse en una tradición de repentistas y versificadores jocosos, bien conocidos y consagrados por pública aclamación en la tertulia de El Mosaico. Pasar sin transiciones de ahí al verso "pulido, cincelado y terso" del modernismo habría sido una exi­gencia desmedida, lo cual ayuda a entender por qué la respuesta del lector común se tardó algunos años. Pero lo cierto es que las transiciones sí existían: la obra de Rafael Pombo, por ejemplo, ya le había abierto el camino, en ei gusto literario de un público amplio, a los temas de resonancia universal e incluso a la búsqueda de noveda­des formales. Por lo pronto, los entusiastas de Silva y de

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Valencia e ran ellos mismosjóvenes poetas , aspirantes a u n sitial en el cielo de los poetas nuevos; los elogios, en efecto, corrieron por cuenta de Grillo, Londoño, Tirado Macías, Javier Acosta, Aquilino Villegas. Cincuenta años más tarde, Valencia era un poeta oficial, alabado en los más ortodoxos y convencionales términos por oradores y políticos, ajenos —y quizá hostiles— a la poesía.

Hoy el nombre de Valencia conserva cierto prestigio en las historias literarias, pero sus poemas no se leen o se leen muy poco; no per tenecen a la tradición viva de la literatura colom­biana —como sí sucede con los de Silva— aunque mantengan su posición en la tradición académica. "Se le hizo objeto de la deificación más sumaria, para proceder luego en él al más sumario también de los deicidios", deplora Germán Espinosa. YJaimeJaramillo Escobar, un poeta colombiano de estos días, pudo escribir lo siguiente, con la convicción de in terpre tar u n a act i tud casi u n á n i m e e n t r e sus c o n t e m p o r á n e o s : "Contigo se iniciaban y se te rminaban todas las colecciones y las antologías, / Tu nombre encabezaba la lista de los poetas, / Pero hoy me he levantado a las seis de la m a ñ a n a p a r a r e p u d i a r t e , / Antes de q u e se ab ran las escuelas y las universidades". Es probable que hoy ni siquiera en escuelas y universidades se cultive el recuerdo de Valencia. Y quizás ello no se deba exclusivamente a "tanto mármol y alabastro, tanto desierto, tanto animal raro" o a "la falta de calefacción" que caracterizan las estrofas de Valencia, según las sarcásticas expresiones de Jaramillo Escobar, sino al infortunado hundi­miento de la tradición letrada en la escuela. El olvido en que cayó la poesía de Valencia bien puede parecerse a "ese olvido en que queda una casa después de un trasteo". Unos se mudaron a la poesía de Porfirio Barba Jacob, otros a la de León de Greiff, otros a la de Aurelio Arturo o a la del mismo Jaramillo Escobar. Pero a la de Valencia no le llega aún la hora del retorno, ni siquiera con la actual revaloración del modernismo.

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La estética del modernismo ja redominó en Colombia por lo menos durante las tres o cuatro décadas iniciales del siglo XX. Algunos críticos e historiadores de la literatura, como Antonio Gómez Restrepo y Rafael Maya, atribuyen a esa corriente la introducción de ciertas ideas profundamente negativas para el arte: por ejemplo, la reducciém de la poesía a pura habilidad formal. "Hicieron consistir ei secreto poéti­co en las palabras artificiosamente combinadas", escribe Maya en Consideraciones críticas sobre la literatura colombiana. Así mis­mo, las imágenes derivaron hacia las materias eruditas y fueron extraídas, en su mayor parte, de la decoración greco­rromana. Sin duda, Maya se refiere a la vertiente parnasiana del modernismo, que fue quizá la que sedujo con mayor fuerza a losjóvenes poetas de comienzos de siglo, como Víctor Manuel Londoño, bajo el ejemplo y magisterio de Guillermo Valencia. Londoño director de Trofeos, una de las revistas importantes de la nueva corriente en el país, tome) de Valencia una idea clave: la nueva literatura debe distinguirse por su aspiración a una cultura universal. Y ésta, en la joráctica, se confundió con la curiosidad erudita: "largas exjdoraciones", como se decía entonces, por las "comarcas" del saber y de la historia eran el prerrequisito para trascender la poesía doméstica y regional de cierto romanticismo. Valencia era el paradigma

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del poeta culto, como también del artista que conoce "la virtud evocadora de las palabras","el prestigio vivificante del adjetivo", el acto de modelar la estrofa como si fuese mármol o bronce. Londoño trató de ser ambas cosas. Sus temas recorren la erudición antigua: sátiros, ninfas, sirenas, centau­ros, eremitas, pasajes bíblicos, Circe, Zaratustra, Espartaco, Salomón, paisajes de Oriente, todas las decoraciones ya en­sayadas jjor Valencia en Ritos. Tiene mucho de epígono, pero es un versificador impecable y se modeló a sí mismo como poeta según la imagen que heredó de sus graneles predecesores: José Asunción Silva, Rubén Darío, Guillermo Valencia. Nada expresa mejor ese idea! cjue sus ¡propios versos de "Sueño remoto", en lejs que se describe mientras lee y deja vagar su mente hacia los sagrados jiredios de la antigüedad:

Flota mi libre espíritu cjue anhela ir a la estatua armónica y bruñida en cjue el divino artífice revela, sobre contornos rítmicos, la vida. Quiero eu lasjouias márgenes errante, interrogar del mármol los secretos.

Pero luego despierta, melve a su propia éjíoca y lugar. La poesía huye, ya no hay númenes, ni pórticos, ni estatuas, ni armonía:

Ea roja luz del trópico palpita, arde viviente múrice en las flores; pero las selvas húmedas no agita ronda traviesa ele ágiles amores.

Desde las "tersas páginas" de ciertos libros, el genio irónico de la antigüedad hace gestos al poeta j:»ara recordarle que las épocas amunucas de reconciliacie'in entre hombre y natura­leza son tan remotas como el mito y seSlo pueden remontarse mediante el sueño poético. Esta idea se repite con significa­tiva frecuencia en la obra de los modernistas y Londoño la

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toma directamente de Valencia: "Quién pudiera volar a don­de brota / la savia de tus mármoles, Atenas!".

La poesía fue, pues, durante un tiempo, anhelo de mito y evocación del mismo en el fasto verbal, la pompa y el rito de las palabras por contraste con una sociedad empobrecida en sus recursos imaginativos y reducida a lo inmediato. Fue, también, ¡3or lo mismo, escape a los parajes más habitables del sueño, de un pasado inexistente pero inventado en el verso. El poeta, como lo describe Eduardo Castillo, se convirtie') en "un desdeñoso y un desencantado" , pero poseído por "la fiebre de la forma exacta" y por el empeño de construir "arquitecturas impecables" con la estrofa. Como Flaubert y Mallarmé, Valencia y L o n d o ñ o per tenec ie ron al linaje de los "mártires en la gesta de la forma", según el p rop io Castillo.

También Eduardo Castillo per teneció a ese linaje, pe ro su filiación entronca más claramente con la versión simbolista del modern ismo, con Verlaine como "padre y maestro mágico". Contemporáneo de Luis Carlos Lerpez y de Porfirio Barba Jacob, pertenece por cronología a lo que comúnmente se d e n o m i n a post ínodernismo en las historias literarias. Muy pocos rasgos, sin embargo, lo sej^aran de sus {prede­cesores. Tal vez u n a conciencia más clara del simbolismo, una búsqueda más del iberada de la sugestión, de la vague­dad en las atmósferas poéticas, y un feliz a b a n d o n o del decorado j^arnasianej. Nada en sus versos prefigura la vanguardia, como sí sucede en los de L. C. López. Castillo conoció algunas muestras de la nueva estética vanguardis­ta, pero las rechazó y prefirió mantenerse fiel a la figura del poeta decadente , estilo Baudelaire o Verlaine: "en la media tiniebla del fin de siglo, que Castillo apenas cono­ció, y en el que vivía con su sueño de opio" , según la desc r ipc ión de José U m a ñ a Bernal . Si se toma, p o r e jemplo, su "Arte poética", podrá constatarse hasta d ó n d e nada ha variado con respecto al "Art poétique" del maes t ro francés:

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Poeta: nunca pongas tu alma entera en el canto; lo que cl artista deja, a veces, inexpreso, lo apenas sugerido o insinuado, eso es lo que a sus estrofas presta mayor encanto. Huye de lo preciso; prefiere a los colores cl matiz, el suave semitono confuso y deja que tus versos sean algo inconcluso para que los completen y acaben tus lectores.

Fue traductor de poesía europea, igual que Valencia y Londoño. Con idénticas preferencias: D'Annunzio, Wilde, Eugenio de Castro, Baudelaire y Verlaine. A ellos agrega un pequeño grupo de poetas más recientes, que influye en ciertos cambios de tono de su propia poesía: Albert Samain, Georges Rodenbach, Francisjammes, Paul Fort. En Castillo nunca hizo crisis la tradición poética romántico-simbolista. Como crítico no llegó a cuestionarla sino que más bien la volvió norma de valoración y con ella rechazé), por ejemplo, los prosaísmos y el humor del "Tuerto" López. León de Greiff, en cambio, cuya melena comenzaba apenas a asomar en Tergiversaciones (1925), resulta acogido dentro de los lími­tes de una poética musical y esotérica, refinada y erudita, cuyos patrones remiten, segtin Castillo, a Verlaine y a Jules Laforgue.

La poesía de Castillo, como la de Poe, Baudelaire y Verlai­ne, se mueve entre la nostalgia de una pureza paradisíaca y la fiebre nocturna del satanismo. Pero éste último suena casi siempre trasnochado en los versos del bogotano. Un poema como "La hora embrujada" desciende hasta lo lamentable. "La vampiresa" no pasa de una decorosa imitacie'm baudele-riana. La "Oracic'm a Satán" tampoco puede considerarse un logro. Se trata de tópicos literarios ya agotados más que de verdaderas experiencias poéticas. Más eficaz, aunque igual­mente tópico, resulta su angelismo jDrerrafaelista: los desfiles de mujeres soñadas, vírgenes fantasmales "de ojos beatos y céreas manos inmaculadas" que cruzan los delirios del soñador

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"bajo una luz difusa de oro y violeta". Un erotismo en el que coexisten el deseo y la castidad; visiones angelicales de "ma-donas niñas" entre liturgias y místicos jardines, pero también sensualidad que descansa en la insinuación de los senos entrevistos, las manos "hechas para hilar la fácil seda de las caricias", la voz "cjue en mi ser vibra con vibrar que adoro / como en la fina caja de un sonoro / instrumento". La poesía de Castillo, que mantiene siempre una ventana abierta hacia el sentimiento religioso, busca fundir lo erótico y lo místico, a través de imágenes de lejanía, de visión fugaz, de cuerpo ausente o de búsqueda imposible. Le:» carnal se transfigura en ángel o demonio, pero siemjDre es sombra, evocación, nunca erotismo triunfante. Hay oscilacieSn entre los expuestos, ambos inaccesibles, pero la síntesis se queda por fuera del campo poético.

Castillo no fue el j)oeta de la vida citadina en su inmediatez cotidiana, pero dio de su ciudad una serie de imágenes mediadas por su j)articular visie'm poética, impresionista, "esfumada", envuelta en "luz vaga y otoñal", segtín palabras de Fernando Charry Lara. Evoca, en una ocasión, el encuen­tro fugaz con la mujer incógnita que pasa y se pierde en el mismo instante, exj)eriencia característica de la ciudad, pero sin la atmósfera ensordecedora y aullante de la calle que Baudelaire describe en su célebre "Aune passante". El poema de Castillo, "Por ci j)aseo", es una réjdica bastante personal y lograda del tema baudelerianc:». La desconocida cruza por la mirada del poeta con el mismo aire misterioso y-deja en él esa misma vibracichi anhelante y fallida, "amor a última vista", como dice Walter Benjamin en un comentario a Las flores del mal. Más frecuentemente, la poesía de Castillo parece oscilar, como la Bogotá de comienzos de siglo, entre las imágenes de la urbe moderna y las de la aldea arrullada por campanas y rosarios.

Al lado del esteticismo fuertemente proclive a los "paraísos artificiales", se sintió atraído por otro tipo de poesía, de inspira­ción más ingenua y fresca, al estilo de Francis Jammes y de Paul

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Fort. Versos de sol y primavera, de campos floridos, con un cierto naturalismo optimista que parece ajeno a la figura del poeta decadente cjue predomina en los retratos de Castillo. El yo complicado y perverso del satánico baudeleriano deja lugar a la efusión sentimental donde la alegría y la pena cotidianas se expresan con aparente candidez. Compone incluso cancioncillas de tema navideño, cantos matinales, evocaciones infantiles, escenas de vida pastoril, sin símbolos ni alegorías, llenas más bien de nostalgia ¡x)r "el domingo campesino" y la "ojiaz.nl mañana", versos en los que las cosas son llamadas por sus nombres rutinarios (coles, tomates, membrillo, cebolla, canastos, burros), como si se esj íerarade ello una nueva alianza ele la poesía con el mundo real, esto es, que la una brote del otro como uno más de sus frutos, espontáneamente.

Hay también un Castillo irónico, sobre todo en algunos poemas de Eos siete carrizos. El prosaísmo deliberado es en ellos búsqueda de nuevos tonos líricos, pero también auto-burla, cuerda que el poeta pulsó con frecuencia: "Y he aquí, caro lector, mi autorretrato: / soy, como Publio Ovidio, narigudo, / de exterior ingrato / y de un carácter asocial y rudo, / mas tengo una atracción: mi sobreagudo / mirar de ojos noctílicos de gato". Fue un scieneSfilo cjue creyó asistir al ocaso del culto lírico a la luna. Nunca fue más sarcástico que en sus tres poemas "SeleneAobia", "Romance lunar" y "Suje-tivismo lunar", versos en los que se autoescarnece en el mismo acto de despojar su tema de todo fulgor sacralizado. El Lunario sentimental de Leopoldo Lugones había sido publica­do en 1909. El impacto de ese libro sobre el escritor bogotano ya fue señalado, entre otros, por Charry Lara. Lo cierto es que la ironía llega por momentos a destruir la poesía en el intento jx)r alcanzar la otra orilla, la del distanciamiento crítico. En "Selenofobia", por ejemplo, imita el tono burlón y la exageraciejn caricaturesca de L. C. lApez, sin alcanzar la trascendencia de su crítica social. "Romance lunar" está más cerca ele Lugones y comparte con éste la actitud de desenfado,

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aunque carece de sus audacias metafóricas. Lo que se omite en ambos es el tono elevado y la imagen panegírica, como lo advirtió, con respecto al Lunario sentimental, Guillermo Sucre en La máscara, la transparencia. Al desmitificar el objeto, añade el crítico venezolano, se estaba también arruinando toda la mitología emocional que lo había rodeado, sedo cjue en el caso de Eduardo Castillo, el poeta lunar se sentía por igual desmitificado y denigrado. Cuando dice a la luna: "Yo solo te he sido v soy fiel", lo dice también a la poesía, con la misma ambigua ironía con que escribe: 'Ya para las gentes eres un farol / viejo e inservible". En el "Prefacio interrumpido" de su coleccieúi postrera Eos siete carrizos, dictado "ya casi en agonía", Castillo hizo su última profesión de fe en la poesía simbolista, en la música del verso, en los temas e ternos del amor y la muer te . Pero se sabía anacrónico, fuera de moda, como la luna. Lo que hacen por entonces los dadaístas y futuristas le parece "algo amorfo, gris e impersonal" . Por eso pone en el pórt ico, j)ara iniciar el poemar io , un soneto t i tulado "Otro libro", cuyo segundo cuar te to dice: "Otro libro fugaz, entretej ido / con hilos de mis bienes y mis males; / lo consagro a los númenes fatales, / a la Noche , al Silencio y al Olvido". Quizá fatalmente dest inada a la noche , al silencio y al olvidej veía la poesía en general . Pues, para él, "el verso más hermoso del poeta / queda en el agua y en la arena escrito".

Castillo no cultive'), corno sí lo hizo Valencia, una poesía monumental , destinada a la glorificación del poeta en un porvenir de inmortalidad. Fue un solitario y tal vez pensaba que el poeta moderno, en una época que no le permite vivir, "es el caso de un hombre que se aisla para labrar su propia tumba", según palabras de Mallarmé. Igual que sus maestros franceses, creía que la época actual era una edad de hierro, "singularmente impropicia para los poetas". Por ello consi­deró que la manera de preservar la poesía era encerrarla en sí misma, apartarla de la concurrencia implacable de los fines utilitarios y coronarla con "el orgullo real de ser inútil".

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APÉNDICE

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P E Q U E Ñ O D I C C I O N A R I O DEL "FIN DE SIGLO" C O L O M B I A N O

MAURICE BARRES (1862-1923)

El y D'Annunzio fueron los maestros ele Valencia en el "culto del yo", que tan estupendos resultados produjo al poeta payanes. Al morir, Silva tenía uno ele sus libros, Trois stations de psycholhérapie, sobre su mesa de noche. Fuente princijTal de otro culto en ci que j^articipc') vivamente el poeta José Fe rnández , p ro tagon is ta ele De sobremesa: el cul to de "Nuestra Señora del Perpetuo Deseo", la rusa María Bashkirtseff, venerada en las páginas de la novela de Silva. Barres influyó también, con su libro Les déracinés, en el sentimiento de arraigo de Valencia a la tierra natal. Sobre él escribió una bella página fosé Umaña Bernal; de sus libros caen hojas secas, dice. Que en otro tiempo fueron verdes.

CHARLES BAUDELAIRE (1821-1867)

En De sobremesa. Fernández, lo menciona como el más grande de los poetas de los últimos cincuenta años. Un ejemplar de Las ¡lores del mal. en su jaranera echcie'm, se encontraba entre los libros más apreciados de Silva, según

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Camilo de Brigard (éste añade que se trataba de un regalo de Flaubert, cosa más bien difícil si se tiene en cuenta que el novelista murió en 1880, cuatro años antes del viaje de Silva a Europa). Para los enemigos del modernismo, fue ci "dege­nerado" por excelencia. Amaba la corrupción, según la sen­tencia de don Luis María Mora. Con más sutileza y más arte, Víctor Manuel Londoño lo llamó "el artista incomparable cjue creó una flora emponzoñada, cuyos efluvios exaltan la carne y alucinan el espíritu, con satánica voluptuosidad". Valencia le dedicó un soneto que comienza: "De Lucifer un lampo sobre tu sien destella / y en lu lira de oro gime un Edén perdido". Silva encontró hondas sugerencias en la idea baudeleriana de las corresjxmdeneias, como ¡niccle verse en "La voz de las cosas". EduardeT Castillo trate') de cojúar su satanismo con resultados desiguales; tradujo también, su "Letanía a Satán" y otros dos poemas. Valencia tradujo "El albatros", "Retrato" y "Los gatos".

PAUL BOURGET (1852-1935)

Fue, según dice Jean Hurtin, el inventor del término fin de siécle. Sus Essais de psychologie con Iemporaine fueron ampliamen­te leídos y citados en Colombia: Sanín Cano, Silva, Grillo, Carlos A. Torres (éste incluye, en sus I dala Vori, apartes de una carta cjue recibie') del maestro francés), Saturnino Restrepo, todo el mundo lo menciona. (Astillo le dedica un artículo: "Paul Bourget y la guerra". Hoy nadie lo lee,

TOMAS CARRASQUILLA (1858-1940)

Defensor de la naturalidad y la verdad en el arte y de la afectación y ia mentira en la vida, según confesión propia. Alguien cjue lo conoció en su juventud, Ñito Restrepo, ase­gura que para 1876, cuando eran ambos estudiantes en la

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I adversidad de Antioquia, Carrasquilla pasaba ¡)or "fílijú-chín", o petimetre, por su manía ele acicalarse demasiado. Predice') en contra del decadentismo. Admiré) a Silva; tuvo más de un reparo con Valencia y parodió graciosamente "Los camellos". Asegure') que en Medellín no pelechaba la flor decadente j)or falta ele condiciones naturales: y esto se lo dijo nada memos cjue a Abel Fariña, retoño local de Mallarmé.

EDUARDO CASTILLO (1889-1938)

"No cabe ('astillo en la preocupación cotidiana. Está ausente, en su niebla nocturna , con vacilantes reverberos azules; un poco en ci m u n d o espectral de Baudelaire y de Edgar Poe; en la mecha tiniebla del fin de siglo, que Castillo apenas conoció, y en cjue vivía con su sueño de opio" (fosé Umaña Bernal) . Escribió algunos de los mejo­res versos del modern ismo colombiano. También algunos de los peores. Crítico a la manera impresionista, fue un lector legendario y t raductor de Wilde, de Eugenio de Castro, de Baudelaire, de Verlaine, de D'Annunzio . Mor­f inómano, bastante irreal y con tendencia a desaparecer sin ser no tado , tome') ele los decadentes franceses no sedo los modelos para la poesía sino para la vida. Proclame'), en un bello soneto, "el orgullo real de ser inútil".

PEDRO EMILIO COLL (1872-1947)

Conoció a Silva en Caracas y fue su amigo. El "decadente" bogotano lo escandalizó un día diciéndole que consideraba más importante su colección de botines que sus versos, pues con aquéllos podía ganarse en la sociedad el puesto que había perdido con éstos. Director de la revista Cosmópolis en la que propone una literatura al servicio de la clase obrera y de una nueva sociedad. Cuenta en un artículo que Maurice Barres

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lo invite') en una ocasión a su casa en Neuilly "para hablar de fosé Asunción Silva".

GABRIELE D'ANNUNZIO (1863-1938)

Felipe Lleras Camargo pretendió visitarlo en su palacio del Victoriale, un regalo de Mussolini j)or las hazañas de guerra del poeta. No le valió presentar credenciales diplomáticas. Era más fácil ver al Duce que a este Príncipe del Monte Nevoso. Sedo una tarjeta de presentación de Valencia logró abrirle las puertas. Lo recibió un viejecito de baja estatura, calvo y con gafas oscuras de carey. Le dijo: "Lo he recibido a usted solamente porque viene de jTarte de Guillermo Valen­cia cjue me ha superado a mí, a mí, Gabriel D'Annunzio, en la traducción de Panfila1'. De inmediato le volvió la esj^alda y su fullerintendente declaró con solemnidad: "L'intervista é finita, signore". Otro de los modelos de Valencia en el au-toengrandecimieuto, la pose principesca, el hedonismo, el cruce de los intereses estéticos con los del poder. Fue abun­dantemente leído y traducido entre nosotros. Rafael Pombo, en un comentario de pavorosa frialdad sobre la muerte de Silva, la atribuyó, entre otras razones, a la lectura de El triunfo de la muerte de D'Annunzio "y otros malos libros". Eduardo Castillo escribió un par de artículos laudatorios sobre el espectacular italiano y tradujo una docena de poemas suyos. Lo llamó "el sumo poeta de la raza latina". Cayó en el olvido universal, del que surge a ratos discretamente.

ABEL FARIÑA (1875-1921)

"Fariña era chiflado", dijo Luis Carlos López. Caminaba envuelto en una nube imjíenetrable, opinó Carrasquilla. Simbolista, se le asocia con Mallarmé, a quien tradujo. Su hermetismo oscila "entre lo evanescente y lo delicuescente",

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en palabras de Javier Arango Ferrer, crítico éste cjue lea pone "a la misma altura" de Silva y de Valencia. "Lo que lo hace-más interesante, al menos para nosotros, es el gesto y la manera de obrar de 'raro" que tanto nos fascina", escribió de él León de Greiff en su juventud. Su soneto "Afrodita" termi­na de esta manera verdaderamente "sugestiva":

Reina Amor; es la siesta ele una calma infinita y en sus gracias desnudas complacida Afrodita va ajdicando un extreme» ele su diestra discreta. Dulce imán que señala por ocultos parajes un oasis remoto ele tupidos follajes, que en la noche satura vago olor a violeta.

ANATOLE FRANCE (1844-1924)

Silva y Castillo admiraron en France, por sobre todo, su estilo: "obras ¡jerfectas de arte, trabajo exquisito de cincela­dor y de orfebre", dice ei primero; "cada obra suya es un aparato de magia", añade ci segundo. Para arabos fue runda-menta! la enseñanza ele France como crítico al margen de doctrinas y clasificaciones: les inculcó la idea de una crítica admirativa e impresionista, refractaria al análisis y al juicio categeSrico; crítica de lector hedonista. Fue el maestro de la sensibilidad, de la claridad, del benévolo escepticismo. Otro que ha pasado a la penumbra.

REMY DE GOURMONT (1858-1915)

Escribie') una especie de breviario de! "fin de siglo": Le livre des masques. Tal vez nadie influyó tanto como él, por lo menos en Colombia. A su muerte, en 1915, la revista Cultura (No. 9) le: rindió homenaje con artículo necrológico de L. E. Nieto

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Caballero. En una nota sobre América Latina, publicada en El Cojo Ilustrado (No. 373), se refiere a Bogotá como "un centro excesivamente curioso de refinamiento intelectual". Londoño tradujo textos suyos y reseñe') Une nuil au Euxemburg. Grillo lo trae a cuento permanentemente , lo mismo que Sanín. Una cita de Gourmont siempre cae bien, decía (Aillo. "El crimen capital para un escritor —deje') dicho— es el conformismo, la manía ele imitación, la sumisión a las normas y a las enseñanzas". Véase ei capítulo que Sanín (Ano le dedica en De mi vida y otras vidas. Yei artículo necrológico de Saturnino Restrepo {La Patria, octubre 22 de 1916), tal vez lo mejor que se escribió sedare Gourmont en estas tierras.

MAN GRILLO (1868-1949)

Fundó y dirigió la Revista Gris, e'irgano difusor del "decaden­tismo" en Colombia. Cofundador de la Revista Contemporánea, otra de las imprescindibles para la historia dei modernismo colombiano. A él, o contra él, dirigió Carrasquilla su segunda "Homilía". La poesía ele Grillo es hoy jacaco legible. Por ejemplo: "Romped la lira y ahogad la estrofa / que en el supremo instante de; la muerte / el siglo os lanza su irritante mofa". Mejor ensayista.

JORIS-KARL HIASMANS (1848-1907)

El fenómeno llamado fin de siécle en Francia comienza con la publicación, en 1884, de su novela A rebours. Parece que fue el modelo secreto de De sobremesa, aunque hay quien asegure que Silva nunca la leyó. En "El infortunio comercial de Silva", Camilo de Brigard afirma que el poeta bogotano ¡aoseía un ejemplar de A rebours, "regalo de S. Mallarmé". Muchos jacintos de contacto pueden señalarse entre Des Esseintes, jarotagonista de la novela de Huysmans, y José

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Fernández, pero casi todos son patrimonio común de la novela decadente de la época. Jorge Zalamea menciona, además de Huysmans, a Lorrain {El señor de Phocas), a Wilde {El retrato de Dorian Gray), pero sin duda A rebours es el modelo común y la fuente de las otras. La edición más reciente en español, de Tusquets, lleva prólogo de Cabrera Infante, elo­giosísimo ("A rebours, una obra maestra absoluta"). Julián del Casal le dedicó un precioso ensayo, reproducido por la Revista Gris en 1895.

VÍCTOR MANUEL LONDOÑO (1876-1936)

Escribió una elegía a la muerte de Silva, cuyo verso final es la visión del poeta dormido "libre de insomnio, en tálamo de hielo". Fue director-fundador de la revista Trofeos, importante publicación del modernísima colombianea. Tradujo a Verlai­ne, a Heredia, a Gourmont , a Moréas. "Sin más bases de instrucción que las obtenidas en la escuela rural de su pueblo, llegó a ser uno de los guías intelectuales de su generación" (Rafael Maya).

STEPHANE MALEARME (1842-1898)

Seguramente mucho más citado que leído y comprendido. Su poesía era "el diálogo de la esfinge con la quimera", impenetrable. Los adversarios del "decadentismo" lo menciona­ban sólo para ejemplificar a qué distancia se había colocado la poesía del lector común. Silva lo admiró, quizá lo conoció personalmente, pero no recibió su influencia directa. Valencia lo imitó, con resultados desastrosos, en "Voz muda"; tradujo, además, el famosísimo "Brisa marina" y "Aparición". Eduardo Castillo celebró "su cortesía glacialmente ceremoniosa". En el número 3 de la Revista Contemporánea (diciembre de 1904), Emilio Samper le r inde un homenaje casi de desagravio:

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explica cjue "Mallarmé no puede ser gustado sino por un número muy escaso" y cjue su oscuridad se debe a la ausencia de lugares comunes; incluye, también, una versión de "El nenúfar blanco", poema en jarosa del maestro.

LUIS MARÍA MORA (1869-1936)

Más académico cjue humanista, y de criterio estrecho en materias literarias, setaín Maya. Atacó a los modernistas, en

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especial a Sanín Cano, contra el cual no ahorró sorna y dicterios. Aprendió de monseñor Rafael María Carrasquilla que los clásicos latinos son modelos eternos. Para él, bastaba dictaminar que alguien no los conocía para declararlo desca­lificado en la república de las letras. En "De ia decadencia y el simbolismo" dejé» conmovedoras anotaciones como ésta sobre el "misticismea" de los simbolistas: "es un misticismo extraño, producto de la morfina o el ajenjo, en cjue se mezclan monstruosamente ios sentimientos religieasos con veladas prácticas lascivas e impuras".

FEDERICO NIETZSCHE (18444900)

"No te diré cjue he leído a Nietzsche; lo vengo estudiando, obra jaor obra, hará cosa de cuatro años. Mis amigos Efe Gómez y Félix Betancourt, cjue son bastante más fuertes de lo que cualquiera pudiera figurarse, son los Virgilios que me han guiado por esos infiernos de la inteligencia" (Tomás Carrasquilla, "Homilía 2a."). Nietzsche es una verdadera obsesión del momento . En Antioquia, como jauede verse por la cita anterior, se leyó, se estudie') y se cité) con veneración; Efe Gómez escribicá su "Zaratustra maicero", Félix Betancourt y Gabriel Latorre hicieron ensayos de interpretación. En Bogotá fue Sanín (Ano quien lo presente) a la atención de Silva y de Valencia. Para éste tíltimo fue una clave: de allí saccá

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PEQUEÑO DICCIONARIO DEL "FIN DE SIGLO" COLOMBIANO

ideas, temas, metáforas, actitudes vitales; en su viaje a Europa, en 1900, page') su cuota de devoción, visitando la residencia del fíleásofo en Sils María; sedo jando verlo de lejos. De sobremesa contiene un largea pasaje en el que se finge irónicamente explicar la filosofía de Nietzsche a un interlocutor ausente que es la clase obrera. Grillo, Londoño, Valencia, todos tienen su poema nietzscheano, o mejor "zaratustrano": "Los dioses pálidos" del primero, "De Zaratustra" del segundo, "La parábola dcd monte" del tercero. Sin olvidar el ensayo "Nietzs­che y Brandes" de Sanín (Ano.

RAFAEL NUNEZ (1825-1894)

El modernismo comienza en Cealombia, en cierto sentido, cuando Sanín Canea abre fuego sobre él y lo fusila contra las murallas del lugar común. En ese artículo se exjaresa, quizá por pr imera vez, un credo "modernista" en este país. Le dice Sanín, en t re otras verdades, que la poesía no es para poner la al servicio del peader. Nriñez escribicá un artículo scabre "Románticos y decadentes" d o n d e exhibe amplios desconocimientos en materia de poesía moderna , ya de­mostrados en sus jarojaios verseas. ¡Escribió en a lguna par te que n o en tend ía po r qué a los decadentes les gustaba tanto Madame Bovary]

JOSÉ MARÍA RIVAS GROOT (1863-1923)

Seleccionó y proleagó La lira nueva {1886), antología donde aparecieron poemas de Silva, de Ismael Enrique Arciniegas, de (Arlos A. Torres. Algo comenzaba a sonar "nuevo" en aquella lírica, sobre todo Silva, pero la mayor parte era viejo romanticismo a la manera esjaañola. En poesía, su modelo, teóricea y práctico, fue Victor Hugo. No así en la novela. Resurrección intenta acercarse a la atmósfera "fin de siglo", al

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análisis sicológico y al personaje artista, con logro menos que dudoso. La parte de culpa que pueda caberle jaor las burlas contra Silva en la novela Pax no tiene perdón literario.

DANTE GABRIEL ROSSETTI (1828-1882)

Tal vez el nombre más mencionado en De sobremesa, una novela que jaodría considerarse, parcialmente, "prerrafaelis­ta", jaor ei carácter alegórico, a la vez místico y febril, de la figura femenina. El cuadro de Rossetti The Blessed Damozel y el poema dei mismo título j)ro¡aorcionan gran parte de los elementos para ei sueño de Fernández. Es pcasible que el relato "Hand and Soul" haya tenido alguna influencia en el argumento de la novela. Incluso el jaasaje en el que Fernán­dez proyecta salir a la calle y recoger alguna prostituta para llenarla de regalos y redimirla con una buena suma de dinero, se inspira no sedo en un jaoema de Rossetti, citado allí, sino en uno de sus cuadros, Eound. Leas versos iniciales del soneto "A sujaerscrijation" (en The House of Life, No. 97) ajaarecen transcritos en un momento clave de la historia como su síntesis simbólica ("Me llamo Lo que pudo ser! Me llamo Es demasiado tarde! Me llamo Adiós!"). Influencias del jarerrafaelismo son notorias en algunos peaemas de Eduardea Castillo: "Desfile blanco" y "Ella", entre otros.

BALDOMERO SANÍN CANO (1861-1957)

Iniciador, guía, maestro, del modernismo en Colombia. Su encuentro con Silva y, luego, con Valencia, fueron aconteci­mientos literarios por sus consecuencias. Descubrió, tradujo, polemize'), fue un divulgador ejemplar y más que eso: pensó, sopesó y analize') la estética del modernismo en ensayos de tanta enjundia como "De lo exótico". Defendió, en sus co­mienzos, el arte sin otra finalidad que la belleza. Ataccá la

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costumbre de los románticos locales de poner la literatura al servicio de las aspiraciones políticas. Sin embargo, nunca desarrolle') un estilo que ejemplificara esa autonomía de la belleza con respecto a cualquier otra finalidad. Su escritura fue siempre "funcional", siempre "útil". Buscó, más bien, la conformidad de la frase con ei pensamiento, cuyo secreto admiró en Nietzsche y en Brandes. Fundador y director de la Revista Contemporánea, desde sus páginas sostuvo polémica con Ricardo Hinestrosa Daza y con Max Grillo acerca ded impresionismo; en ella estuvo de parte, comea era proverbial en él, dei arte moderno, y defendió la obra de Andrés de Santamaría con argumentos que no difieren de los que utilizó para defender el modernismo en literatura. Imprescindible.

JOSÉ ASUNCIÓN SILVA (1865-1896)

Es, un poco, el héroe de toda esta historia. En el sentido en cjue- Baudelaire llama héroe al artista moderno que hace surgir la obra de su lucha contra la hostilidad de la época y contra lea adverso de las condiciones. En él estaba el signo del suicidio que Benjamin anote') como sello de una voluntad que no pacta con las fuerzas que en el mundo moderno jaaralizan ci impulso creativo. "Un filósofo engastado en un petimetre", lo definie') Pedro Emilio Ceall. Y es el mismo escritor venezolano quien nos da esta clescripcie'm tan exacta de la obra de Silva: "subía a las altas cumbres del pensamiento, agitándose como un ave trágica en las fronteras del misterio, para caer luego con las alas rotas en una dolorosa ironía". No importa que su figura, su biografía, su talento luminoso autodestruido a los treinta y un años, su leyenda, jaarezcan hoy más interesantes que su misma obra, tan breve y fragmentaria. Deje) en la novela De sobremesa la más viva expresiem de ciertas inquietudes de la éjaoca que nadie entre nosotros exjaerimentó con más intensidad cjue él. Y en un puñado de sus poemas, muy pocos, se jaercibe ese "estremeci­miento nuevo" que no alcanzó a desarrollar del todo.

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CARLOS ARTURO TORRES (1867-1911)

A la idea "decadente" por excelencia de un arte sin finalidad didáctica, moral o religiosa, política o de cualquier otro género, Torres opuso la de una "literatura de ideas", al servicio del progreso de la humanidad. Ensayista y versificador, no poeta. Difícil encontrar otra obra en la que tantas y tantas tiradas de versos hayan logrado evitar, con tal éxito, un encuentro, así fuese casual, con la jaoesía. Al "nietzscheísmo", solitario y desdeñoso, de los modernistas, opuso las enseñanzas de Guyau; sostuvo que el escritor debe ejercer un magisterio social y participar en la formación de una conciencia colectiva fundada en ideas de tolerancia y democracia.

GUILLERMO VALENCIA (1873-1943)

Traductor de D'Annunzio, de Baudelaire, de Verlaine y Mallarmé, de Hoffmansthal y George, de Wilde, de Goethe y de poesía china leída en francés. En otro t iempo fue el indiscutible, el maestro, el bardea por excelencia. Hoy le quedan pocos, algunos muy buenos, defensores. Enamorado de su abolengo, de sus perros de caza, de su aureola de gran señor, diea a la poesía un lugar decorativo en ese mobiliario. Y la poesía tomó venganza, disecando casi todas sus estrofas que han ido quedando como mariposas en las páginas de las antologías, aun con colores pero sin vida.

PAUL VERLAINE (1844-1896)

Admirado, verdaderamente leído, imitado y amado. El poeta por excelencia en esos tiempos, y en éstos, aunque hoy ha cedido su primer lugar a Rimbaud, el desconocido de aquel entonces (nadie menciona a Rimbaud, como si no hubiese existido). "Que admire a Verlaine es muy natural.

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¿Cómo podría no admirarlo?", dice Carrasquilla, quien se refiere al "pauvre Lelian" como "ese ajenjado sublime, medroso y ofuscador". Castillo lo imitó en tono y en temas, aveces hasta el mimetismo, como en "El sueñea familiar" o en "Indecisión". También se siente su influencia en "Flay un instante" de Valenciay en "Elegía" de Londoño. La invitación a la música de su Art poétique caló hondamente en los modernistas.

ÓSCAR WILDE (1854-1900)

Su Balada de la cárcel de Readingíue, durante ancas, materia socorrida para ejercicios de traducción: Valencia, Arias Trujillo, Uribe White; y podrían mencionarse varias más: la de Darío Herrera, la de Carreño Harker, la de Guilermo de Greiff Algunas fueron objeto de polémica. Valencia escribió al respecto un folleto titulado El vengador de Wilde, que comienza con el relato de cómo conoció a Wilde en París, en e! año 1900, presentado por Enrique Ceárnez Carrillo. También Castillo tradujo un par de poemas del ir landés. Sobrevalo-rado en su época y semiolvidado hoy, igual que D'Annunzio .

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