Filosofía de lo positivo

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F I L O S O F Í A

D E LO

MARAVILLOSO POSITIVO

O B R A D E L A U T O R

Los N O M B R E S D E LOS D I O S E S (estudios filológicos), u n v o ­

lumen en 4.0, 7,50 pesetas.

MADRID, 1889.—ESTABLECIMIENTO TIPOGRÀFICO DE RICARDO FÉ

Calle del Olmo, número 4.

F I L O S O F Í A

DE LO

MARAVILLOSO POSITIVO POR.

ESTANISLAO SÁNCHEZ CALVO

«O Solón! Solon! Graci emper putrì estist.

PLATON en Timeo.

M A D R I D LIBRERIA DE FERNANDO FÉ

Carr. San Jerónimo, 2

S E V I L L A LIBRERÌA DE HIJ03 DE FÉ

Sierpes, nú'm. zoo

1889

E S P R O P I E D A D

Q U E P A H E C H O E L D E P Ó S I T O Q U E P R E V I E N E L A L E V

Á

}iài^uel Çedfe^àl j Öafjedo.

Í N D I C E

Páginas.

P R Ó L O G O X [

I N T R O D U C C I Ó N . . . . . . i

P R I M E R A P A R T E

l o maravilloso en la Ciencia, en la Filosofía y en la Religión.

C A P Í T U L O P R I M E R O

L o inexplicable y lo desconocido 11

C A P Í T U L O S E G U N D O

L a materia y la fuerza. 2 5

C A P Í T U L O T E R C E R O

L a realidad y la razón 39

C A P Í T U L O C U A R T O

E l instinto 49

C A P Í T U L O Q U I N T O

L o inconsciente 6 1

C A P Í T U L O S E X T O

L o sobrenatural. ¡ 7 1

C A P Í T U L O S É P T I M O

E l milagro 8 7

S E G U N D A P A R T E

t o maravilloso en los estados anormales del organismo humano.

C A P Í T U L O P R I M E R O

L o maravilloso en la alucinación 1 0 5

C A P Í T U L O S E G U N D O

L o maravilloso en la hipnosis y en la sugestión. . . . . . . 1 2 1

V I I I Í N D I C E

C A P Í T U L O T E R C E R O Páginas.

L o s inconscientes íntimos 1 4 3

C A P Í T U L O C U A R T O

L o maravilloso en la trasmisión del pensamiento 1 6 1

C A P Í T U L O Q U I N T O

L a trasmisión del pensamiento.. . 1 7 1

C A P Í T U L O S E X T O

L o maravilloso en la adivinación 1 8 1

C A P Í T U L O S É P T I M O

L a adivinación y el libre arbitrio 2 1 3

C A r Í T U L O O C T A V O

L o maravilloso en el presentimiento 2 3 5

C A P Í T U L O N O V E N O

Apariciones 2 4 7

C A P Í T U L O D É C I M O

Las apariciones de los vivos 2 6 3

T E R C E R A P A R T E

Conclusiones.

C A P Í T U L O P R I M E R O

L a ley de lo maravilloso , 2 7 5

C A P Í T U L O S E G U N D O

L a sugestión universal 2 8 9

C A P Í T U L O T E R C E R O

L a líltima hipótesis 2 9 7

E R R A T A S D E L T E X T O

L É A S E

el es 1 7 había habría 8 1

Scot Scott 1 0 7

Boerhave Boerhaave 1 1 0

alliquid aliquid I [ 0

est es 1 3 2

del Fedro de la Fedra 1 7 0

meliorce meliora 2 2 0

inmiscuéndose inmiscuyéndose 2 3 1

E R R A T A S D E L A S N O T A S

mental Stüdes

dificulties Psicologie

de deux monde Exquisse

de Maravilleux doctor Raport

morvorum particulaires Procedings

mentale studies

difficulties Psychologie

des deux mondes Esquisse

du Merveilleux docteur

Rapport morborum

particuliers Proceedings

PRÓLOGO

Se ha dicho, y es creído por muchos, que la

historia misma de lo maravilloso demuestra que

no hay maravilloso. Esta es una de tantas afir­

maciones sin pruebas, como pululan en libros y

periódicos. S i por maravilloso se entiende sólo lo

sobrenatural, no es extraño que se dude ó se nie­

gue su existencia; pero el carácter esencial de lo

maravilloso no es precisamente lo sobrenatural,

sino lo misterioso admirable, realizado fuera de

las leyes conocidas de la naturaleza.

L o sobrenatural no es así más que una sos­

pecha, una inducción, si se quiere, en lo maravi­

lloso, cuando las circunstancias del hecho extraor­

dinario y desconocido parecen revelar la interven­

ción de un poder superior inteligente.

Comprendido de esta manera lo maravilloso, y

no creemos que deba entenderse de otro modo,

su posibilidad es innegable, y la historia, como

X I I P R Ó L O G O

las religiones y la ciencia misma, demuestra su

existencia.

Siendo posibles pues, los hechos maravillosos,

claro es que, si están bien comprobados, han de

ser tan positivos necesariamente como cualquier

otro fenómeno de la naturaleza conocida. Por eso

titulamos esta obra F I L O S O F Í A DE LO MARAVILLO­

SO P O S I T I V O , y porque nos propusimos además

pasar en silencio millares de hechos que, ó no son

maravillosos siendo legendarios y supuestos, ó no

tienen pruebas y testimonios serios en su abono.

Perplejos y vacilantes estuvimos antes de em­

plear en el título esa palabra de Filosofía. Pare­

cíanos una falta de consideración y de respeto

ponerla al frente de este pobre trabajo nuestro,

al recordar su historia, viéndola figurar al dorso

de tantos excelentes y señalados libros; pero, no

habiendo encontrado palabra más modesta que

supliera su significación y que mejor expresase

nuestro objeto, nos decidimos á usarla, pensan­

do, después de todo, que «Filosofía», en su senti­

do propio, indica sólo una afición á determinado

conocimiento natural ó moral y envuelve, cuando

más, la idea de una argumentación ó de un ra­

zonamiento. E n este concepto la empleamos.

Por lo demás, no nos hacemos ilusiones; sabe­

mos que este libro no gustará mucho á aquellos,

sobre todo, para quienes principalmente fué es-

PRÓLOGO XIII

crito. Conocemos bien, cuan difícil es abandonar

opiniones y reglas que por toda una vida se han

estado creyendo convenientes ó ciertas; mas con­

fiamos en que, si desde luego no, antes de poco

tiempo, esta manera de ver la cuestión de lo ma­

ravilloso será la de la ciencia y la filosofía.

INTRODUCCIÓN

El carácter distintivo de la ciencia moderna, reflejado necesariamente en nuestra sociedad, es la negación no sólo de lo sobrenatural, sino de todo aquello que no teniendo cómoda y pronta explicación por medio de las leyes natu­rales conocidas, parece maravilloso é increíble.

Así encerrada la ciencia en ese círculo estrecho de lo conocido, nada, verdaderamente trascendental y nuevo, puede venir á excitar la curiosidad filosófica del sabio.

Averiguadas de una manera exacta las últimas leyes que rigen la materia, y explicándose todo, en el mundo de los cuerpos, por las de la mecánica, después de descubierto el equivalente mecánico del calor y de formulada la ley de conservación de la energía, nada, que á superior conoci­miento del plan del Universo se refiera, puede esperarse ya de la observación y estudio de la naturaleza material. Todo cuanto queda por descubrir aún en la infinita combi­nación de la materia, no puede dar de sí más resultado, que alguna provechosa aplicación á las comodidades de la vida, y ha de ser precisamente consecuencia del último gran descubrimiento, término y meta del edificio científico: el movimiento atómico.

Por este lado, que es el del aspecto físico, ya no hay más que indagar; la ciencia trascendental concluye aquí, y no

2 F I L O S O F Í A

puede pasar más adelante. Para pasar por el otro, tendría que convertirse en metafísica, y esto le obligaría á cambiar de método, ó por lo menos, á ensancharlo tanto, que le permitiera penetrar en lo que tiene hasta ahora por incog­noscible; cosa que no es de esperar, porque ni en hipóte­sis, otra forma superior de pensamiento y vida en los in­sondables abismos de los cielos admite, que la ruin vida de los cuerpos terrestres, y el escaso pensamiento elabo­rado en las pequeñas cajas huesosas que se llaman crá­neos.

A s í , colocada entre dos límites extremos; el uno, im­puesto por la necesidad y el término de su progreso, y el otro, por las mal entendidas exigencias de su propio méto­do; oprimida y ahogada por lo incognoscible, sin querer conocer ni entender más que materia, hasta en el más' su­blime de los ideales; desprovista y abandonada poco á poco de los genios, que sólo acuden á la defensa de las grandes cosas, la ciencia confiesa paladinamente, por boca de sus representantes más genuinos, la impotencia en que está y estará siempre de resolver ninguno de los grandes proble­mas de la naturaleza, del alma y de la vida.

Calcúlese para dentro de mil ó diez mil años, el aburri­miento profundo, el desolador abatimiento que llegarían á apoderarse de una sociedad culta y seria, el día en que agotada la curiosidad científica de lo útil, ya nada subli­me fuese posible descubrir, ni nada misterioso y divino pe­netrar.

|Qué noche! La Edad Media está llena de luz en su comparación. Felizmente, las cosas no pasarán así. Este humor negro

que se ha apoderado de los sabios, se irá disipando poco á poco, porque después de todo, su ciencia no es la ciencia tradicional, la verdadera ciencia, la ciencia de los Keplero, de los Newton, de los Humboldt, de los Bernard, que nada prejuzga, que nada niega, que nada desprecia, de cuanto

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 3

puede hacer manifestación en la naturaleza, de cuanto es natural ó pueda serlo; es la ciencia de esos especialistas y académicos que, después de haber hecho la monografía de un pez ó de un molusco, se creen autorizados á cortar y á rajar en las más altas cuestiones filosóficas, imponiendo sus juicios como leyes á un vulgo que se ha formado en la mis­ma pobre noción del Universo que ellos.

A esos directores y maestros de las escuelas científicas, que creyendo saberlo todo, proclaman imposible lo que no conocen, y que por fatal decadencia del espíritu, han lle­gado á erigirse en soberbios representantes de la ciencia', reprochamos la infidelidad al método que se han propues­to, no porque observen mal, que pecan de minuciosos, sino por apartar de sí con fingidos ó verdaderos ascos, y relegar á la sombra, los más sorprendentes fenómenos, que este mundo incomprensible y extraño presenta ahora, como en todos tiempos. Y por lo mismo que estamos convencidos de que la revelación definitiva ha de salir del seno de la cien­cia , estamos también interesados en que no se extravíe, en que cumpla sus fines y en que, si el método positivo ha de ser verdad, abarque todos los hechos, todos los fenómenos, por raros, por extraordinarios, por maravillosos que parez­can á nuestra insuficiencia, sin prejuicio anterior, sin pre­concebido sistema, sin partido tomado de antemano, que así lo exige el verdadero método. Por haberlo abandonado y empequeñecido, desconfiando al mismo tiempo de la ra­zón , hemos venido á parar á una. ciencia que, por confesión propia, todo lo más grande y digno de interés encuentra precisamente incognoscible.

De nada sirve decir que todos los diferentes ramos de la ciencia moderna: la química, la biología, la mecánica, la sociología, la lingüística, la geología, etc., etc., van hoy á unirse en formidable síntesis, para dar origen á una filoso­fía que, renunciando á los sueños de la antigua metafísica, sino explica misterios ni resuelve problemas iníjincados, es

4 FILOSOFÍA

en cambio una generalización de conocimientos positiva-mñite' adquiridos, porque estos conocimientos, si bien no son pequeños, la falta de inducción y el temor á la hipóte­sis, que son los dos grandes errores del método en la cien­cia, los hacen nulos ó de muy poco valor, en lo que á tras­cendencia filosófica se refiere.

Desde luego se ocurre, que entre esos diferentes ramos de la ciencia que se agrupan, han de faltar muchos de la ciencia universal, y que la filosofía que sobre ellos se funda, ha de ser tan defectuosa como la ciencia misma.

Si se dijese que la filosofía científica no puede ser defini­tiva nunca, y que debe crecer en proporción con el progre­so científico, el mundo podría esperar con confianza una más ó menos tardía, pero positiva revelación. Mas no es esto lo que la ciencia promete, sino muy al contrario, una ignorancia perpetua é irremediable de todo lo que más im­portaría saber para la lógica dirección de la conducta hu­mana, individual y social.

En medio de este naufragio de esperanzas, un conjunto de hechos, poco conocidos y menos estudiados, antiguos y modernos, pertenecientes á un orden que podemos llamar supracientífico, por el empeño acaso que la ciencia ha teni­do siempre en rechazarlos, se ofrecen hoy de nuevo, con visos de positividad á la experiencia, y parece que abren nuevos y vastos horizontes á la filosofía.

¿Entrarán de una vez, por fin, los sabios, especialistas y académicos en este nuevo campo de estudio, prohibido hasta ahora por su método? Nosotros creemos que sí, por­que muchos de aquellos hechos, no los menos admirables por cierto, han sido ya aceptados por las eminencias cientí­ficas , y su admisión es una cosa segura. Nuevos problemas surgen de su estudio, y todo parece anunciar un cambio grande, una revolución verdadera en las ideas.

Empieza ya el hombre pensador á preguntarse de qué sirve que el sabio clasifique 320.000 especies de plantas, ó

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 5

dos millones de formas geológicas, ó enumere algunas de las infinitas combinaciones moleculares de los cuerpos í*que un cañón alcance diez kilómetros, en vez de los cien me­tros del fusil antiguo; que un telar circular haga 480 puntos por minuto, en lugar de 80 que hacía antes un tejedor de medias; que la máquina de coser de Howe dé 800 puntadas en el tiempo que una costurera daba diez ó doce; que la pluma eléctrica de Edisson escriba muy á prisa, ó que el teléfono de Bell y Growe, nos permita hablar con nuestros conocidos ó vecinos, sin salir de casa; si los más importan­tes problemas del destino humano, quedan por resolver, y hasta la esperanza de verlos resueltos se le quita.

Tenemos telégrafos y ferrocarriles, es verdad; gracias á la ciencia, hay más comodidades en la vida; se extiende el bienestar; comen mejor que antes los pobres y los ricos; si; esto es lo cierto; pero también lo es que non in solo pane vivii homo, como dijo el Cristo, y repite con Él la huma­nidad.

El pan no satisface más que al cuerpo; el espíritu quie­re también un alimento sólido. El hombre quiere saber si es inmortal; si hay un ser ó seres superiores de quienes pueda esperar justicia en otra vida.

El que no tenga nada que enseñarle positivamente acer­ca de esto, que se vaya; porque le importa poco, en estos miserables años que pasa aquí en la tierra, viajar en globo ó por ferrocarril, poner dos ó tres docenas de telegramas, ó • alumbrarse con gas ó luz eléctrica. Lo que quiere ver claro es su destino, es el fin para que fué creado, es lo que le es­pera más allá de la tumba; quiere tener de esto una opi­nión segura. Si la ciencia y la filosofía moderna, si las teo­logías antiguas no pueden darle esta certeza, quédense con los suyos, con esas gentes que se satisfacen con poco, que sólo atienden á procurarse bienes materiales, á quienes basta el pan únicamente, ó con aquellos otros, que niños aún de entendimiento, son susceptibles todavía de tener fe.

6 FILOSOFÍA

El hombre pensador del porvenir despreciará todo eso, y querrá conocer de un modo indudable su destino.

¿Qué herencia les dejamos á las generaciones venideras? Lo estamos viendo: duda, negación, fe.

De estas tres cosas, las dos primeras no tienen valor de ningún género; la fe supone algo más, pero es propia sólo de la infancia social. El hombre formado, de juicio desen­vuelto, que estudia, que piensa, que discurre, siente la ne­cesidad de sustituir la fe con el conocimiento. Esto en el porvenir se hará más general. Es innegable que el reinado de la fe concluye y que empieza el de la razón.

¿Quiere esto decir que todas las religiones basadas en la fe, desaparezcan? No; si hay una verdadera, se impondrá por la razón, como antes por la fe.

Creer y saber son cosas enteramente opuestas: el credo guia absurdum de Tertuliano es muy lógico. Lo absurdo es lo que necesita fe, lo razonable no. Creemos porque ig­noramos , si conociésemos sabríamos. A medida que se sabe se deja de creer. Es ley ineludible.

Ahora, que el mundo quiere salir de la ignorancia, es cosa que todos pueden ver, y es natural por lo mismo que en vez de creer, procure saber. Pero los hombres no abando­narán resueltamente la creencia por la ciencia, mientras no tengan una seguridad perfecta de que la ciencia les condu­ce al bien.

* ¿Pueden tenerla ahora, esta seguridad, cuando toda la moral que se desprende del estudio científico de la natura­leza , es la ley inexorable de lucha cruel y sin tregua pol­la vida?

No ciertamente; mas día llegará, así lo esperamos, en que una ciencia más universal y una teología menos dog­mática ofrezcan, puestas de acuerdo, al mundo, una armó­nica síntesis, en la cual los inevitables misterios dejen de ser absurdos, y los hechos maravillosos, increíbles.

Sería lo único que, á falta de una nueva revelación di-

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 7

vina, pudiera saciar de algún modo las aspiraciones hu­manas.

A facilitar en el porvenir esa concordia, y á dar como quien dice, un primer golpe de azada en la apertura de ese camino, supuesto por la ciencia, incognoscible, viene este libro.

PRIMERA PARTE

L O M A R A V I L L O S O E N L A C I E N C I A , E N L A F I L O S O F Í A

Y E N L A R E L I G I Ó N

C A P Í T U L O I

LO INEXPLICABLE Y LO DESCONOCIDO

Es cosa desesperante que la ciencia se haya de resentir siempre, irremediablemente, de la imperfección de los sen­tidos humanos. Nuestro organismo es incapaz, en efecto, de observar un infinito número de fenómenos qne constitu­yen un mundo aparte, en el que jamás probablemente, será dado al hombre penetrar.

Si nos fijamos en los dos sentidos principales, la vista y el oído, notaremos cuántas admirables cosas dejamos de gozar en la naturaleza por lo relativamente grosero de su composición.

Todos sabemos que hasta hace poco, nos había pasado desapercibido todo un mundo de seres viviendo á nues­tro lado.

El que haya visto en imperceptible gota de agua, con­vertida en lago por el microscopio, girar y moverse enor­mes diatomeas clasificadas por tribus, grandes y pequeñas, ¿qué juicio formará de la vista humana?

Se dirá, acaso, que el instrumento inventado suple esta imperfección, pero, ¡cuántas cosas permanecen ocultas to­davía, y lo estarán siempre! ¿Podremos esperar que se in­vente un instrumento que nos haga ver las ondulaciones del

12 FILOSOFÍA

aire, por ejemplo? Y aunque así fuera, eso sería el porvenir. Por ahora, sólo percibimos el sonido por las ondas que

repercuten en el tímpano de nuestro oído, pero no las ve­mos. Esas sublimes armonías con que la música nos regala, pudieran verse, si la vista fuese capaz de apreciar aquel movimiento ondulatorio.

Melloni ha demostrado que los rayos de calor son de varias especies como los de la luz. El ojo humano aprecia la descomposición de la luz en los colores, pero ningún sen­tido tenemos apropósito, para poder apreciar los diferen­tes rayos del calor. Nosotros apreciamos el calor, como apreciaríamos la luz, si nos faltase el sentido de los colores.

He aquí un inmenso goce perdido por falta de vista, y un vasto campo donde estará vedado siempre á la ciencia pe­netrar.

El oído humano no percibe las vibraciones cuando hay más de 38.000 por segundo; así hay muy pocas personas que oigan siquiera el agudísimo grito del murciélago. En la vista, para que se produzca la sensación de color rojo, es menester que entren por segundo 479 millones de vibra­ciones.

Habrá seguramente muchísimos colores en la luz que los hombres no distinguimos todavía. La evolución del sentido de los colores es indudable; los hombres prehistóricos no veían probablemente más que dos ó tres, puesto que los griegos de la época homérica sólo veían tres ó cuatro.

Además de esta insuficiencia hay otras: Ritter ha demos­trado que el espectro completo del sol está formado de tres series distintas de rayos: 1.°, los rayos luminosos visibles que se descomponen en los siete colores; 2.°, rayos ultra rojos de una elevadísima potencia calorífica pero incapaces de excitar nuestra visión; 3. 0, rayos ultra violetas de muy débil potencia, invisibles también.

De modo que existen rayos de luz intensísima que no podemos apreciar, y se comprende que sumidos en la os-

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 13

( 1 ) T I N D A L L . La física moderna, pág. 1 0 0 .

curidad, nosotros, pueda haber otros seres mejor dotados, con más perfectos órganos de visión, gozando de una luz mil veces más intensa que la de un sol de verano á me­diodía.

La electricidad ofrece también fenómenos parecidos. Colocando detrás de una luz eléctrica un espejito cónca­

vo, se hacen convergentes los rayos; el cono de estos rayos reflejados y su punto de convergencia se hacen perfecta­mente visibles, cuando se les llena de polvo. Interponiendo, entonces entre el foco luminoso y el manantial de los rayos la solución de iodo, suprímese por completo el cono de luz, pero el calor intolerable que se siente al acercar la mano, aunque sea momentáneamente, al foco oscuro, indica que los rayos caloríficos pasan sin obstáculo alguno á la solu­ción opaca.

Pueden sacarse de este foco de rayos invisibles casi to­dos los efectos que se obtienen de un fuego ordinario; y al mismo tiempo, el aire que ocupa este foco permanece com­pletamente frío. A pesar de estp, un trozo de madera in­troducido en él, produce una densa humareda que se eleva rápidamente. En este foco enteramente oscuro, el papel se inflama de repente, las virutas arden en seguida, el carbón, el plomo, el estaño, el zinc, entran en ignición, los discos de oropel se ponen incandescentes. Sólo las sustancias blan­cas resisten á este fuego invisible; la combustión es tanto más rápida cuanto más oscuros ó negros son los cuerpos que se hunden en el foco ( i ) .

¿Sabe la ciencia porqué se queman estos cuerpos en un sitio donde el aire permanece frió; donde no se ve fuego ni luz?

Sí , dice; es que allí, el éter, y no el aire, es la sustancia impregnada de calor.

¡El éter! Pero queremos creerlo; hay, pues, una sustan-

14 FILOSOFÍA

cia en el espacio capaz de producir un incendio, de quemar el planeta en que vivimos, sin que nos apercibamos ni más ni menos de la causa, sin ver fuego ni luz, hasta que nos sintamos arder.

Hay, pues, en la naturaleza rayos invisibles de luz viví­sima y de calor incandescente. Supongamos un ser inteli­gente, que alguno debe haber en los infinitos mundos, due­ño de tales rayos,, y figurémonos qué prodigios obraría ante los sabios pasmados, si quisiera.

Tenemos, pues, dos grandes contrasentidos ó paradojas, por la ciencia misma demostradas; que existe una luz mu­cho más intensa que la solar visible, y que á pesar de eso no la vemos; que puede darse en la naturaleza un poderosísimo foco de calor, sin luz y sin fuego. Esto viene á patentizar la inferioridad animal de nuestro organismo y la insuficien­cia consiguiente de la ciencia para coger y apreciar las mu­chísimas fuerzas ocultas que debe haber en la naturaleza.

¿Qué más? Todos los grandes y sutiles movimientos atómicos y aun

moleculares, son fruto vedado para la ciencia. La electrici­dad , el magnetismo, la afinidad, la atracción ó gravedad son en sí inobservables é inexplicables. La ciencia sólo hace constar hechos, sólo observa fenómenos que de esos movi­mientos se desprenden, y cuando más, los reproduce en pe­queño, si consigue imitar las condiciones de su manifesta­ción; pero explicarlos, dar una razón suficiente, demostrar porqué la vibración etérea, por ejemplo, se traduce en nues­tro cerebro en luz; porqué las ondulaciones aéreas producen en nuestro oído el sonido; eso no le es posible.

La ciencia marcha de misterio en misterio, rodeada de maravilloso por todos lados.

Hemos visto que no hay necesidad de fuego para produ­cir calor; pues tampoco hay necesidad de electro-imán para producir idénticos fenómenos de electricidad ó magnetismo ni de combinaciones químicas para promover la afinidad.

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 15

Todas estas fuerzas pueden nacer unas de otras. La luz que parece la más débil, guarda en su seno misteriosa eficacia para convertirse en calor, en electricidad, en magnetismo, en atracción. Grobe demostró ya esto en 1843. Su curiosa experiencia prueba la íntima conexión de todos esos efec­tos , cuyas causas en vano la ciencia ha procurado descu­brir.

Elevando más la cuestión, ahora, sabemos por la fisiolo­gía, que cada ser humano procede de un huevo que no tie­ne de diámetro en su origen más que una quinta parte de milímetro. Considérese el trabajo realizado durante nueve meses por la naturaleza para formar los ojos con sus humo­res, su retina, su cristalino móvil, compuesto de cinco mi­llones de laminillas diminutas, ó el oído con su tímpano, su caracol, su órgano de Corti, instrumento de 3.000 cuerdas, ó el estómago, con su jugo gástrico y su indispensable membrana impermeable, y dígasenos, sin considerar más que esto, qué es una pequeña parte del organismo, si dis­curriendo el hombre con su razón, no se ve precisado á con­fesar que es maravilloso y que las fuerzas de la naturaleza por sí solas no explicarán nunca la gran sabiduría que en la construcción de aquellos órganos se encierra.

La ciencia, como la religión, como la historia, como todo en la naturaleza, está llena de maravilloso, sí; á pesar de aquella necia afirmación de que la historia de lo maravillo­so prueba que no hay maravilloso.

Los grandes maestros, aquellos á quienes debe la cien­cia los grandes descubrimientos, no piensan de ese modo.

Ved lo que dice Claudio Bernard, refiriéndose á la incu-vación de un huevo de pollo:

«Si recurrimos á la nueva ciencia, veremos que en el »huevo, la parte esencial se reduce á una pequeña vesícula »ó célula microscópica; todo el resto del huevo, lo amarillo »y lo blanco no son más que materiales nutritivos, destina-idos al desarrollo del ser, que debe realizarse fuera del cuer-

l6 FILOSOFÍA

(i) Le Progrès dans les sciences phisiologiques.

»po maternal. Así, se ve uno obligado á poner en esta celdi­l l a microscópica que compone el huevo de todos los ani-»males, una idea evolutiva, de tal modo completa, que no «sólo encierra todos los caracteres específicos del ser, sino >también todos los detalles de la individualidad; hasta tal »punto, que una enfermedad desarrollada en el hombre «veinte ó treinta años más tarde, se encuentra ya en germen, »en esta misteriosa vesícula. Pero esta idea específica, con­tenida en el huevo, no se desenvuelve sino bajo la influen-»cia de condiciones puramente físico-químicas.»

«La condición de existencia de un fenómeno, añade este »gran fisiólogo, (i) no puede enseñarnos nada acerca de su «naturaleza. Cuando sabemos que la excitación exterior de «ciertos nervios y que el contacto físico y químico de la «sangre, á cierta temperatura, con los elementos nerviosos, «son necesarios para la manifestación del pensamiento ó «dé fenómenos nerviosos é intelectuales, esto nos muestra «el determinismo, ó las condiciones de existencia de estos «fenómenos, pero no podrá enseñarnos nada, sobre la na-«turaleza primera de la inteligencia; del mismo modo, cuan-»do vemos que la frotación y las acciones químicas desarro-«llan electricidad, eso no nos indica más que el determi-»nismo, las condiciones del fenómeno, pero no nos en-«seña nada, acerca de la naturaleza primera de la electri-» cidad.»

Resulta, pues, que la ciencia no puede salir del estrecho círculo del determinismo, ni saber por consiguiente más que condiciones, ni afirmar ni negar nada que de estas condi­ciones se separe.

La ciencia confiesa en efecto, humildemente «que no trata de remontarse á la causa primera de la vida sino solo al conocimiento de las condiciones físico-químicas de la ac­tividad vital»; pero en seguida, no tienen inconveniente sus

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO „ Í 7

escuelas, en afirmar que todo cuanto en el Universo exis­te, se explica por leyes mecánicas, y que las manifestacio­nes vitales, como todo, encuentran su explicación en la me­cánica.

Las escuelas que esto dicen, no conocen los límites que impone á la ciencia su propio método.

Una cosa es buscar la razón inmediata de las manifesta­ciones vitales en las propiedades de la materia, cosa que no se había hecho hasta que Javier Bichat lo dio á entender en el prefacio de su libro, Anatomía general, y otra, conside­rar la vida, como los antiguos, Pitágoras, Platón, Aristóte­les, Hipócrates, y en la Edad Media, Paracelso, y últimamen­te Sthal, la consideraron, obrando en todas sus manifesta­ciones á impulsos del poder superior y divino, sobre la ma­teria inerte. Lo que hoy sabemos todos, es que la vida está sujeta en sus órganos y operaciones á leyes mecánicas; esto nadie lo niega ya, y lo habían dicho dos espiritualistas, Des­cartes y Leibnitz, antes que Bichat lo demostrase. La razón de ésta, que parece contradicción en la filosofía, se com­prende bien, atribuyendo aquellos filósofos, al juego de las fuerzas físicas de la materia, las manifestaciones de la vida, y estableciendo al mismo tiempo, una separación absoluta entre el alma y el cuerpo. La vida era así, el principio su­perior de las leyes de la mecánica, y el alma, el principio superior de las leyes del pensamiento. Creían de esta ma­nera ellos, dar, por decirlo así, á Dios lo que es de Dios, y al César lo que el del César.

¿Se engañaron mucho? Ved la confesión de Bois-Raimond, un hombre de cien­

cia, en el Congreso de naturalistas alemanes de Leipzig: «¿Qué relación puedo yo concebir, dijo, por un lado, en-

»tre los movimientos definidos en mi cerebro, y por otro, »entre hechos primordiales indefinibles é incontestables, »como el dolor y el placer que experimento, un sabor «agradable, el perfume de una rosa, el sonido de un órgano

z

18 FILOSOFÍA

»ó el color rojo que percibo? Es absolutamente inconcebible »que átomos de carbono, de hidrógeno, de ázoe y de oxíger »no, no sean indiferentes á sus posiciones y á sus movimien-»tos pasados, presentes y futuros; es de todo punto, incon-»cebible que la ciencia resulte de su acción simultánea.»

¡Y tan inconcebible!

Ni la ciencia, ni la sensación, ni el conocimiento, ni nin­guna de las otras manifestaciones de la vida y del pensa­miento, pueden resultar de ese juego atómico sin dirección inteligente.

Lo mismo piensa Tindall eu su célebre discurso de Belfast:

«Vosotros, dice, no podéis establecer á satisfacción del »espíritu humano, una continuidad lógica entre las accio-»nes moleculares y los fenómenos de conciencia.» «Es ese »un escollo en que tropezará necesariamente el materialis-»mo, siempre que pretenda ser filosofía completa del espí-»ritu humano.»

Y en otro «Discurso sobre las fuerzas y el pensamiento» leído en el Congreso de la Asociación Británica, añade: «No creo que el materialismo tenga el derecho de decir que »sus agregaciones y sus movimientos moleculares lo expli-»quen todo, pues en el fondo nada explican. Todo lo que «puede afirmarse es la asociación de dos clases de fenóme-»nos cuyo vínculo se ignora absolutamente. El paso de la »acción física del cerebro á los hechos de conciencia co-»¡respondientes es inexplicable.»

«El hecho es, dice Alejandro Bain (que tampoco debe ser «sospechoso) en su Fisiología del pensamiento, que nos-»otros, en todo el tiempo que hablamos de nervios y de «fibras, no hablamos, ni por pienso, de lo que propiamente »se llama pensamiento. Nosotros enunciamos los hechos «físicos que le acompañan, pero estos hechos físicos no son »el hecho psicológico, y lo que es peor, nos impiden pen-»sar en él.»

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO i g

¿Qué juicio formar, pues, en vista de estas preciosas con­fesiones de los hombres mejor reputados en la ciencia, de esa otra ciencia gárrula y presuntuosa que cree saberlo todo, empachándose sólo de palabras?

El misterio de la vida y lo maravilloso de su desenvolvi­miento son dos cosas innegables. Nada hay en la ciencia que pueda dar razón de ellas, ni se puede esperar siquiera que llegue un día á encontrar el origen de la vida ni la co­rrelación orgánica por el mecanismo ciego de las fuerzas.

Otra porción de fenómenos hay, lo mismo en el reino vegetal que en el mineral, en los cuales se «manifiesta lo maravilloso de una manera evidente.

En lo" orgánico como en lo inorgánico, brilla un poder formador inteligente que realiza las más' grandes abstrac­ciones de la geometría; gran artista, dibujante y pintor en la figura y en el colorido.

Ved las flores; ¡qué multitud de formas y qué variedad de matices! ¡Qué diferentes y delicados aromas! ¡Qué fres­cura, qué vida, qué belleza tan grande en un ramillete de rosas y claveles! Y todo eso lo han extraído del cieno, esas plantas químicas; del agua, del aire, del sol; pero, ¿cómo? ¿De qué modo? ¿De dónde les viene esa virtud electiva? ¿Saben casar los átomos con las moléculas? ¿Quién sabe tan­to ahí? ¿Es la rosa? ¿Es la planta?

Nosotros ofrecemos al mejor de los químicos aquellos ingredientes: aire, sol, un puñado de tierra y toda el agua que quieran... y, ¡á ver!... á extraer, no los jugos, ni las formas, ni los colores, sino simplemente los olores. Pero j

¡qué han de extraer! Cuando se quieren imitar las flores casi todas las industrias humanas se ponen en ejercicio, y lo hacen mal. El papel y la seda no alcanzan nunca la fres­cura de la rosa. Visto de cerca, el grosero artificio se des­cubre, aun sin poner atención en el aroma.

¿Quién contemplando un helécho tropical, viendo sus ramas gruesas como un alfiler, que despliegan en su cima

20 FILOSOFÍA

espeso ramillete de follaje, no admira la estructura molecu­lar del tallo delgadísimo por donde ha pasado toda la exu­berancia del bello grupo de hojas? Es el mismo género de admiración que inspira el experimento de Weatstonne; la música de un piano trasmitida por una varita delgada de madera, á través de varias habitaciones, sin faltar una nota.

¡Qué confusión parece que debiera haber de ondas so­noras! Y todas pasan sin estorbarse unas á otras. Pero, ¿no se oye también á través de larguísimo teléfono una ópera, sin que falten ni una voz de los coros ni un punto de la orquesta? i

Pues estos hechos, tan sencillos y naturales como los juzgamos, á fuerza de ser repetidos, son maravillosos, tan maravillosos como los ángulos del cristal ó las estrellas de la nieve. La ciencia no los comprende ni explica mejor que si fueran verdaderos milagros sobrenaturales.

. La ciencia en materia de explicaciones se satisface con poco y se engaña á sí misma con frecuencia.

Respecto á la cristalización, por ejemplo, queda satisfe­cha atribuyendo la exactitud matemática de los ángulos á la polarización. Cuando un líquido, se dice, pierde poco á poco el calórico, ó cuando por otras causas, los átomos que están en él disueltos se presentan unos á otros por sus po­los más favorables á la atracción, toman posiciones relati­vas determinadas por su forma; posiciones que, imitadas por los átomos más próximos, obligan á la masa á tomar una distribución regular y geométrica, dependiente de la figura de los átomos y de las circunstancias en que se reúnen.

Es explicar lo desconocido por lo misterioso. Antigua­mente se diría que era una virtud simpática ó electiva de los átomos; hoy se dice que es una polarización. Pero ¿qué es la polarización? ¿No es una simpatía electiva? ¿No es una virtud incomprensible y misteriosa de los átomos? ¿Qué hemos ganado, pues? Una palabra sola.

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 21

A estas alturas, en materia de explicaciones, allá se va la ciencia con la metafísica.

Tan maravilloso queda un cristal con las ideas de pola^ rización, atracción y repulsión como sin ellas. Una virtud misteriosa y desconocida ¿no es maravillosa? «Los átomos viajeros, dice Emerson, unidades primordiales, se atraen y repelen con sus polos animados.»

¡Animados! Pero, ¿por quién? Por fin venimos á chocar en lo divino.

¡Oh, ciencia! ¡La verdadera ciencia! Eres teología. De tí saldrá el conocimiento de Dios.

Nosotros esperamos esto de la ciencia, como Goethe es­peraba de ella la magia. «La magia natural, dice, espera, »por el empleo de medios activos, exceder los límites del »poder ordinario de los hombres y conseguir efectos que «sobrepasen la realidad. ¿Y por qué desesperar del éxito de »tal empresa? Los cambios y las metamorfosis pasan de-»lante de nosotros sin que podamos comprenderlos; lo mis-»mo sucede con otra porción de fenómenos que descubrí­amos ó que notamos cada día, ó que pueden preverse ó «conjeturarse... que se piense en el poder de la voluntad, »de la intención, del deseó, de la oración. ¡Cuánto se cru-»zan hasta lo infinito las simpatías, las antipatías, las idio-»sincrasias! En todos los pueblos y en todos los tiempos «encontramos un impulso general hacia la magia.»

Así habla el genio. ¿Por qué no creer en las virtudes secretas de las cosas,

cuando está la naturaleza llena de ellas? El prejuicio vulgar es creer que la ciencia lo explica

todo, cuando verdaderamente no explica nada. La acción de las substancias sobre los organismos, por ejemplo, tan desconocida é inexplicable es hoy, como en tiempo de Hi­pócrates. El datura, que Virey cree que fué el mismo nc-phentés de Homero, la belladona, el estramonio, el haschich y otras muchas, producen ilusiones y alucinaciones cuyas

22 FILOSOFÍA

causas la ciencia no puede ni podrá nunca penetrar. Son plantas mágicas de secretas virtudes, lo mismo ahora que en tiempo de Hermes-Thoth.

Nosotros no sabemos con qué producto de la naturaleza podrían los sacerdotes de Tesalia producir la ilusión del vuelo, ni con qué ingredientes se untaban las brujas de la Edad Media para ir al Aquelarre, que con tal minuciosidad de detalles describen todas de idéntica manera; pero sí sa­bemos los efectos producidos por el nuevo gas descubierto por Davy, el bióxido de ázoe, ó gas hilarante, como se le llama comunmente, porque hace reir á carcajadas, poniendo en condiciones de hacer percibir formas grotescas y ridicu­las á quien lo aspira. ¿En qué consiste tan extraño fenóme­no? ¿Cómo se explica la virtud extravagante de ese gas? Fijémonos en la explicación científica. Eso consiste, se dice, en que el gas hace tomar cuerpo á las ideas. Pero esta explicación, además de ser una suposición sin pruebas, nada explica; es como decir que la multiplicidad de luces que ve el borracho delante de una sola, son las chispas que tiene en la cabeza y que salen á bailar al exterior. Queda­mos como estábamos. Esa no es una explicación positiva, y se ve por ella que los hombres de ciencia se conforman siempre con hipótesis cuando llegan á explicar el último y verdadero por qué de los fenómenos.

/ Tomar cuerpo las ideas! ¿Quién os dice, entonces, que los cuerpos todos, que esta realidad tan decantada y mate­rializada no sea una idea persistente que haya tomado cuerpo á influjo de alguna virtud mágica y nada más?

Y si es una idea, una grande y única idea el Universo en­tero, ó un conjunto de ideas el conjunto de cuerpos que lo forman, ¿qué es de vuestra materia, de vuestra fuerza, y en qué se distingue entonces un fenómeno de sugestión hipnó­tica, de vuestra vida entera?

Sí; porque esa explicación anómala en vosotros, de que las ideas se exteriorizan y toman cuerpo mediante influjos

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 23

misteriosos y secretos, sobre ser un reconocimiento forzoso de la magia, la volvéis á repetir ante esos admirables fenó­menos de sugestión que ya no os atrevéis á rechazar como en tiempo de Mesmer.

¿No comprendéis que vuestras explicaciones se vuelven contra vosotros y contra vuestras doctrinas; que afirmar la exteriorización corporal de las ideas es echar por tierra todo el fundamento que os parecía tan inquebrantable de vuestra ciencia material y positiva?

¿O es que la falta de alcance filosófico y de lógica no os permiten ver el resultado?

¿Dónde está, pues, ese conocimiento de las cualidades naturales de las cosas que hace el orgullo de los hombres de ciencia? ¿No ven cuánto les falta por saber? ¿Quiénes son ellos para poner el veto á los fenómenos y asegurar la imposibilidad de ciertas cosas?

C A P Í T U L O II

LA MATERIA Y LA FUERZA

Fuerza y materia son los dos objetos de estudio en las ciencias físicas, y los únicos elementos constitutivos del Uni­verso según las escuelas que se creen hoy representantes más genuinas de la ciencia. Parece natural que lo que se pone por base de una doctrina ó de una teoría científica se conozca bien. Nosotros vamos á pedir informes acerca de lo que debe entenderse por fuerza y por materia á la cien­cia misma de cuyos modernos descubrimientos sacan aque­llas escuelas sus creencias.

Condición del método para conocer los cuerpos es en tí­sica y química el análisis; así estudiada en los cuerpos todos la materia, se ha visto que se compone de moléculas, y éstas de átomos llamados corporales para distinguirlos de los átomos de éter, substancia invisible, impalpable, im­ponderable, que se supone repartida en todo, envolviendo los cuerpos, penetrando en sus intersticios, separando unas de otras las moléculas, como los planetas y los soles.

Todos los fenómenos de luz y de calor se refieren hoy á movimientos ó vibraciones del éter. No hay otro medio de explicar las interferencias luminosas y caloríficas.

Qué clase de materia será el éter, se comprende bien

26 FILOSOFIA

considerando que atraviesa y penetra los cuerpos de más apretada porosidad, que no opone obstáculo ni resistencia al­guna al movimiento de los cuerpos planetarios y que no per­turba en lo más mínimo la dirección de los rayos luminosos.

A pesar de tan pasmosa sutileza que parece una nega­ción de la materia, la ciencia no vacila en reconocer y pro­clamar una sola ley para el movimiento y una sola esencia para la materia.

Átomos y movimiento: he aquí en último resultado los sencillos elementos que según la ciencia, sirvieron y sirven para la maravillosa composición del Universo.

Los átomos se distinguen por la dirección positiva ó ne­gativa de sus fuerzas. Los átomos corporales se confundi­rían en confuso é impenetrable apretón, unos con otros, si los átomos de éter que les rodean, sirviéndoles como de envoltura, no les impidiesen tocarse. Dos átomos de éter no pueden chocarse porque su repulsión á distancias infini­tamente pequeñas es infinitamente grande. Dos átomos corporales, al contrario, no podrían jamás separarse, si al­guna vez se encontrasen (cosa que impide el éter), porque su atracción es infinitamente grande.

¿No se diría que saben su obligación los átomos? Porque si llegase el caso de juntarse los corporales y

etéreos, perdiendo sus respectivas propiedades de atracción y repulsión, el mundo quedaría suprimido de repente, pues no debe su existencia más que á esta doble polaridad de los átomos que le componen.

Estos átomos de éter, sobre todo, son maravillosos. Aun dentro de las mismas combinaciones químicas, las molécu­las corporales permanecen separadas por estos átomos, y la prueba está en que todavía, se dejan penetrar y dividir por las vibraciones del éter, por la luz y el calor. Fenómenos magnéticos y eléctricos, la elasticidad de los cuerpos y la gravitación de los mundos, todo esto y mucho más, se debe á los átomos etéreos.

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 1J

Como en este análisis la materia reducida á átomos im­ponderables é invisibles casi se puede creer que se aniqui­la, es preciso, para estudiarla mejor en otros respectos, cogerla aglomerada en masa. La masa ya se puede medir; pero como el éter que forma parte de ella, no pesa por ser extraño á la atracción, resulta que el peso no puede ser medida de la masa. Fué necesario, pues, buscar otra cosa que no fuese el peso y que tuviese algo de común con la masa ó materia ponderable y con el éter, y se encontró en la resistencia, que es propiedad peculiar á las dos clases de átomos. Pero la física define la masa diciendo, que es el producto del volumen por la densidad; porque la resisten­cia no se prestaba bien á la definición.

Es claro que este producto del volumen por la densidad ha de ser necesariamente el número de átomos de que se compone la masa del cuerpo que se trata de medir. Por consiguiente, la masa de un cuerpo es el número de sus átomos. No se podrá pues, decir, la masa de un átomo, porque es la unidad que con otras produce la masa. •

Estudiada y definida la masa se ve que es como la mate­ria toda un agregado de átomos.

Es preciso saber, por consiguiente, lo que es el átomo, si se ha de tener derecho á exponer una noción acertada del mundo material.

¿Qué es el átomo? Loschimitd de Viena dice que el átomo de hidrógeno es

- de centímetro; y las distancias de los centros 10.000.000

moleculares contiguos es, según Willam Thomson, de

- — — J — de centímetro. i .000.000.000

Varenne asegura que en una milésima de milímetro, que es ya lo microscópico invisible, hay más de 225.000 millo­nes de átomos acuosos, susceptibles de separarse por eva­poración.

28 FILOSOFÍA

Se ha calculado que si los diferentes átomos que forman un cristal, oxígeno, azufre, potasa, alúmina, hidrógeno, se disgregasen y recobraran su libertad, separándose á razón de 94 millones por segundo, tardaría mil años en des­hacerse.

«Cada átomo, dice Wurtz, trae en sus combinaciones »dos cosas: su energía propia y la facultad de gastarla á su «manera, fijando otros átomos, no todos, sino algunos y en «número determinado.»

Esta facultad de los átomos se llama atomicidad. Tal metal, por ejemplo, se une á un átomo de cloro,

otro á dos, otro á tres, otro á cuatro, para formar un cloru­ro saturado. ¿Por qué? Los átomos de carbono tienden á acumularse en gran número con los cuerpos organizados. ¿Porqué?

Es la atomicidad una energía ciega y fatal, y sin embar­go, sus resultados son previstos y anotadas sus fórmulas. ¿Como entender eso?

¿Qué hay en el átomo que le obligue á no extralimitar su ley? ¿La ley? ¡Incomprensible!

Punto infinitesimal, indivisible, sin conciencia, sin inteli­gencia, ¿cómo sabe unirse á dos y nunca á tres, á tres y nunca á cuatro ni á dos?

Cierto, fijo, seguro, infalible, jamás se equivocará en sus atracciones. ¿Qué relaciones, qué influjos, qué secretos im­pulsos le mueven?

Y de estas inconcebibles simpatías fatales de los átomos resulta el Universo, la naturaleza toda, con sus leyes inmu­tables, con sus complicados y perfectos organismos, con su vida y la vida de los seres, y con todos los problemas que todo esto entraña, resueltos de modo matemático, exactí­simo.

¿Ño sería maravilloso, milagroso, si no fuese ley? Pero, ¿"no es estúpido, como dice Carlyle, dejar de admi­

rar lo estupendo, porque se repita con frecuencia?

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 29

¿Deja de ser un prodigio el sol porque sale todos los días ?

Los químicos dibujan las figuras de las diferentes agru­paciones moleculares. En 1855 Wurtz entrevio por primera vez la teoría atomística. Tres años después se dio un gran paso, cuando Kekule anunció la idea de que el carbono era elemento tetratómico, es decir, que un átomo suyo fijaba cuatro de otro cuerpo, ó que tenía cuatro atomicidades, for­mando, por ejemplo, una cruz griega, cuyo átomo central era el carbono. Hoffmann presentó al Instituto Real de Lon­dres muchas ingeniosas figuras que prueban la poderosa imaginación del sabio en esta construcción ó arquitectura de las moléculas, en que la fantasía entra por mucho en la exactitud del dibujo y de la fórmula, siendo en sí misma, ideal la construcción molecular, y no pudiendo ser sometido á observación el arreglo de las partículas elementales. La concepción de la estructura ha de tener pues, el mismo ca­rácter que las premisas que se sientan: la idealidad.

No obstante, la atomicidad y la afinidad son la base de la química. De modo que la química, lo mismo que la físi­ca, las dos ciencias positivas, por excelencia, descansan en dos hipótesis; la física, en la hipótesis del éter; la quími­ca, en la hipótesis de la atomicidad.

No es pues, el hecho positivo, patente, verificable, mani­fiesto, el único fundamento de la ciencia, sino la inducción racional y la intuición ideísta.

Pues, si cada ramo de la ciencia ha de fundarse en últi­mo resultado, en una hipótesis, tanta positividad como la ciencia, puede encerrar cualquier sistema filosófico ó teoló­gico deducido de otra más comprensiva hipótesis; la hipó­tesis de Dios.

La concepción científica de la materia es pues, una con­cepción del todo metafísica, partiendo como parte del áto­mo invisible é indivisible.

Por eso, Faraday llegó lógicamente á no creer en la ma-

30 FILOSOFÍA

( i ) Chimique organique fondée sur la synthèse.

teria, y Dumas á decir que no era más, la materia, que una reunión de centros de fuerza.

Esto vale tanto como admitir la sustancia inmaterial, ó sea el espíritu. Llegados á este extremo, ¿en qué se dife­rencia el espiritualismo del materialismo verdaderamente científico?

Dado el actual adelanto de las ciencias físicas, más difícil parece comprender y concebir que una agrupación de áto­mos invisibles, indivisibles é imponderables, llegue á pro­ducir un cuerpo material y pesado, que uno espiritual ¿De qué procede pues el horror al espiritualismo?

Aunque es cierto que existen químicos no atomistas, co­mo Berthelot, que se detiene en la molécula, eso no es más que una falta de lógica, que no tiene nada que ver con la importancia del sabio especialista. Se puede ser grande hombre de ciencia y mal filósofo. Pero Berthelot confiesa, sin embargo, «que la química ha realizado bajo una forma «concreta la mayor parte de las fórmulas de la antigua me-«tafísica (i).» Sí, es verdad, pero las ha realizado, convir­tiéndose ella en metafísica, sin saberlo.

Tindall y la mayor parte de los químicos, casi todos, creen en el átomo, con fe viva, y en su movimiento propio.

Los átomos marchan en cadencia, ha dicho Emerson. ¿Dónde está pues, la inercia de la materia? ¿El átomo es fuerza ó es materia? Concebido como punto matemático, queda reducido á un

simple centro de fuerzas, transformándose por lo tanto la teoría atómica en teoría dinámica; y ya se sabe, que el principio esencial del dinamismo es la negación de la ma­teria.

De los dos elementos científicos, la fuerza y la materia, este último se ha desvanecido en el examen y sólo queda el primero. Sabemos lo que debemos entender por fuerza:

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 3I

un punto dinámico, un centro de atracción y repulsión, de acción positiva y negativa.

La fuerza atractiva de los átomos corporales tiende á su aproximación. Esta tendencia realiza siempre resultados fi­jos, determinados, que se pueden prever; no es una tenden­cia ciega, no está expuesta al azar, puesto que hay leyes de atomicidad, y el azar, como ha dicho alguno, es la coin­cidencia de los disparates. Es necesario admitir que la ten­dencia de la fuerza atractiva contiene en sí la razón de sus aproximaciones que llevan una idea en su seno; porque si no fuese con ella esta representación ideal de lo que va á ejecutar, de las uniones que va á tener con otros átomos ó centros de fuerza, las combinaciones químicas y los com­puestos naturales orgánicos é inorgánicos no se formarían de la manera regular, metódica, exacta con que se forman con arreglo á la ley.

El átomo, centro de fuerza, lleva pues, consigo, su ley, es decir, un mandato, y su cumplimiento ineludible, es decir, su obediencia. La fuerza, en efecto, no puede explicarse ni concebirse como primer principio, es un derivado; ¿cuál será pues su origen?

La fuerza antes del acto y en el acto se traduce por ten­dencia, y la tendencia por voluntad.

Por analogía, también, nuestra fuerza emana de nuestra voluntad, | Voluntad ! estupenda fuerza central, como la lla­ma Novanticus. Toda ley supone voluntad, y toda voluntad supone idea.

Es imposible, haciendo uso de la razón, tal como se ha concedido al hombre, comprender las manifestaciones de las fuerzas atómicas de otro modo, que como actos de vo­luntad, cuyo objeto es la idea del efecto que se trata de realizar.

Decir, por otra parte, que el átomo es un centro dinámi­co de fuerza ó energía, es no contar con que la energía di­námica sin extensión, es inconcebible.

32 FILOSOFÍA

( I ) Problemas de la vida y del espíritu.

El átomo por consiguiente, ni como material ni como di­námico se concibe.

Ningún atributo de la realidad le pertenece; es ideal. «Los átomos, dice el positivista Lewes(i) , no son vistos

»por la inteligencia como reales, sino como postulados ló-»gicos, símbolos que sirven para el cálculo.»

Si los átomos, últimos elementos de las moléculas mate­riales, no son reales, ¿cómo la materia compuesta de áto­mos ha de tener realidad?

Está visto. Como quiera que se considere la materia, se resuelve en voluntad y en idea.

La ciencia se acerca cada vez más al ideal de unidad en que van á concurrir todas las especulaciones y descubri­mientos. El mismo Berthelot proclama la unidad de la ley universal de los movimientos y de las fuerzas naturales.

Por todos lados, la ciencia moderna va á parar á esa uni­dad de fuerza, á esa energía primera, como la llama Her-bert Spencer, en la cual ya todo lo material se ha des­vanecido. La materia no tiene nada que ver con esta últi­ma concepción del Universo; es verdaderamente una maya ó apariencia ilusoria que se evapora ó disipa ante la ciencia.

Sólo aquellos que por falta de alcances no han compren­dido bien las consecuencias de estas enseñanzas científicas, pueden sostener todavía la existencia de la materia como una realidad, y conservar el vulgar y antiguo prejuicio de la masa.

Büchner, el recalcitrante materialista, abandonó el ato­mismo tradicional creyendo librarse así mejor, de estas consecuencias que acaban con el materialismo, admitiendo en cambio, la divisibilidad infinita de la materia; pero no se ha hecho cargo de que, en esta divisibilidad infinita de un grano de arena, por ejemplo, la realidad del grano se

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 33

3

escapa y desaparece y se convierte en algo que sólo con lo ideal puede tener comparación; y suponiendo, como supo­nen Moleschott y Büchner, la coexistencia necesaria de la materia y de la fuerza, si se hace abstracción ó se prescin­de de la fuerza, ¿ qué propiedades quedan en representación de la materia? Porque hasta la impenetrabilidad y el peso, que parecen los más esenciales atributos de ella á los sen­tidos, ha venido la ciencia á declararlos exclusivos y propios de la fuerza.

Derivando la impenetrabilidad y el movimiento, de la fuerza, la única propiedad sensible que puede concederse á la materia, es la extensión; la materia pues, no sería más que una cosa extensa dotada de fuerza. Pero, ¿cómo distin­guir esa cosa extensa, del trozo de espacio al cual corres­ponde y llena?

Figurémonos otra vez el grano de arena con extensión y fuerza; no puede tener otra cosa, puesto que hemos visto que la impenetrabilidad, que es lo que le hace palpable ó lo que opone resistencia al tacto, es una fuerza, y que el mo­vimiento, que es lo que le hace visible y coloreado por vi­braciones luminosas, es otra fuerza. Este grano de polvo no será pues, otra cosa, que una pequeña extensión en la cual se reúnen y operan las fuerzas.

¿Qué es pues, lo que le hace tal grano de polvo? ¿La ma­teria ? No; puesto que la extensión no es la materia. Luego es la fuerza.

Si se creyese que la extensión puede ser materia ó que la materia puede ser esencialmente extensa, confundiéndola como Descartes, con el espacio, entonces en un espacio in­finito y lleno, ya no caben movimiento ni forma. Es ir á parar á lo absurdo.

Pero no se puede concebir la fuerza sin la materia, dicen algunos. La fuerza debe tener un snbstratnm en que apo­yarse y un objeto sobre el cual obrar, y es éste justamente la materia.

34 F I L O S O F Í A

Sólo es inconcebible, contestamos, lo contradictorio. El concepto de fuerza no implica contradicción; luego la fuer­za sola no es inconcebible.

Lo que sí envuelve contradicción es la fuerza asociada á la materia, á un substratum innecesario que nada añade á la fuerza sino un estorbo. Lo inconcebible es la materia, porque no responde á ninguna idea ni está representada por ninguna propiedad.

Se asegura que la fuerza necesita un objeto sobre el cual operar; que de lo contrario no podría; y se quiere significar por esa palabra substratum, una especie de sostén de la fuerza. Es indudable que la fuerza necesita ese objeto sobre el cual operar, pero no por eso ha de ser ese substratum material. La fuerza de cada átomo supone otros átomos que le sirven de objeto, y esto es todo lo que exige la hi­pótesis. En cuestión de hipótesis, la más sencilla es la mejor.

¿A qué inventar ese substratum, si las fuerzas atómicas actuando unas sobre otras, reúnen todo lo necesario para completar la noción científica de fuerza?

Además, la unión de la materia y de la fuerza se hace imposible por otras varias razones. La fuerza ha de ir unida al átomo, y el átomo es un punto matemático que no puede ser material. La física explica bien, en efecto, que la mate­ria no es la causa de la resistencia de los cuerpos y que basta la fuerza para explicar el fenómeno; que la masa no se confunde con la materia, sino por la grosería de nuestros sentidos; y que la impenetrabilidad se debe á las fuerzas repulsivas del éter. Si ese substratum que se considera ne­cesario, fuese materia, quedaría tan incomprensible y sin acción, como la materia misma; mas si lo fuese,-por supo­sición, el átomo tendría un centro y partes alrededor. ¿En cuál de estos puntos actuaría la fuerza? Aquél sobre el cual actuase, se lo llevaría por delante. ¿Qué sería de los otros? ¡No sería pequeña la confusión! ¿O habría muchas fuerzas,

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 35

infinitas fuerzas, para un solo átomo? Entonces ¡qué com­plicación! La hipótesis complicada, al lado de otra sencilla que explica más y mejor, se desecha siempre.

No hay que cansarse; no se concibe la fuerza sino como unida á un punto matemático, y este centro no puede ser material. Así lo reconocen los más eminentes físicos y ma­temáticos, Ampere, Cauchy, Weber, etc. Todos están de acuerdo en que los átomos deben ser concebidos como ex­traños á la extensión.

Luego, verdaderamente, la fuerza, y no la extensión, el espíritu, y no la materia, es lo que constituye la esencia de los cuerpos.

Todo lo que hasta ahora fué atribuido á efectos materia­les, la ciencia lo atribuye á efectos de las fuerzas. Por ella sabemos que las percepciones son producidas en los órga­nos de los sentidos; las percepciones visuales por las vibra­ciones del éter, las auditivas por las del aire, las del olfato y del gusto por vibraciones químicas. Ella nos ha enseñado á enmendar esa referencia que en nuestra ignorancia infan­til hacíamos, de nuestras percepciones al exterior, suponien­do la causa del choque únicamente en los objetos materia­les. Ella nos ha convencido de que esas percepciones no derivan de la materia precisamente, sino de un movimien­to que, para explicarlo, es preciso referirlo á fuerzas, y que estas fuerzas no son más que manifestaciones de las fuerzas combinadas, propias de cada átomo. Ella nos ha demostrado que el fundamento de todas las percepciones del tacto, lo que se llama la impenetrabilidad de la materia ó la resisten-

. cia, no es más que el resultado de la fuerza repulsiva, inhe­rente al éter; es decir, que lo rhás suave, fluídico, invisible, es precisamente la causa de la brutalidad y aspereza de los cuerpos. Ella nos ha hecho ver que la misma causa puede producir sensaciones diferentes en un mismo órgano, y que causas distintas pueden producir en él sensaciones idénticas; que la electricidad en los ojos produce fenómenos lumino-

36 FILOSOFÍA

sos, en el oído sonidos, en la boca sabores, en los nervios del tacto picazón; y que los narcóticos promueven fenóme­nos internos de audición, visión, hormigueo; que recíproca­mente, la sensación luminosa es producida en los ojos por vibraciones del éter, por acciones mecánicas, por un choque ó por un golpe, por la electricidad y por acciones quími­cas. Ella es, en fin, la que nos obliga á decir, en lugar de naturaleza material de un cuerpo, «la fuerza viva de un cuerpo».

La materia, por consiguiente, está demás; es ya una preocupación anticientífica. Hablar de ella siquiera, conce­derle virtudes creatrices ú ordenadoras, será de ahora en ade­lante, hacer confesión de crasísima ignorancia, dar pruebas de no haber podido comprender las consecuencias que de las modernas enseñanzas se desprenden. La materia es un prejuicio instintivo de nuestra sensibilidad, una inducción ilegítima y vulgar de nuestras sensaciones, un error de los sentidos que es preciso acostumbrarse á desechar. Se olvi­da uno, á lo mejor, de que no se percibe la materia direc­tamente , sino por medio del choque, de la presión, de las vibraciones, y que son estos movimientos, estas fuerzas, las que producen en nosotros aquella apariencia que, sólo en virtud de una hipótesis primitiva é infantil, pudo tener en­trada por un momento en la ciencia. Felizmente, la física se ha encargado de demostrar que, como tal hipótesis, es innecesaria.

Todos los grandes sistemas filosóficos, como las grandes síntesis científicas modernas, conducen á esta negación de la materia ó de la realidad material, á esta supresión del mundo objetivo.

La filosofía sankia, la filosofía griega, la Cabala filosófi­ca, la filosofía alemana, lo mismo que el positivismo moder­no, aunque parezca extraño, coinciden en este punto: Que en la naturaleza no hay materia propiamente dicha, y que todo lo que es, es espíritu.

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 37

En Grecia, el ideísmo comienza con Protágoras: es el primero que parte del sujeto, del ser espiritual, en su in­vestigación. Su lema: «El hombre es la medida de todas »las cosas; expresa perfectamente ya, «que las ideas depen-»den de nuestras sensaciones y que solo éstas podemos co-»nocer.»

»Es en la opinión donde lo dulce existe, en la opinión lo »amargo, en la opinión el calor, el frío, había dicho Demó-»crito, maestro de Protágoras».

Pirron y los escépticos confiesan que ven y entienden, pero ignoran cómo ven y cómo entienden; de que una cosa les parezca blanca, por ejemplo, no deducen que realmente lo sea.

Xenófanes rechaza, niega todo conocimiento positivo, separando los principios á priori del conocimiento, de la observación empírica.

Meliso desprecia el testimonio de los sentidos como ilu­sorio. Platón cree que las sensaciones son relativas al indi­viduo. El objeto, según él, puede ser y no ser. Por eso no cree en la ciencia.

La Cabala filosófica sienta estos principios: i.° De nada, nada se hace. 2.° No hay sustancia pues, que haya sido sa­cada de la nada. 3. 0 La materia por consiguiente, no ha podido salir de la nada. 4.0 La materia, á causa de su natu­raleza tan vil, no debe su origen á sí misma. 5.0 De ahí se sigue, que en la naturaleza no hay materia propiamente di­cha. 6.0 De ahí se sigue, que todo lo que es, es espíritu.

Después, en la renovación filosófica, Descartes empieza á poner en duda la realidad de los objetos exteriores, y Berkeley tiene por ilusoria la materia, afirmando, «que los «fenómenos de sensación son signos convencionales, pala-»bras de idiomas que nos habla Dios, el cual es la única »causa eficiente».

Es el punto mismo á donde llegó Malebranche partiendo del pensamiento, y de donde Hume dedujo su escepticismo.

38 FILOSOFÍA

Kant viene después á decir al mundo, que sólo la razón es cierta y que todo lo demás es dudoso.

Fichte asegura que la existencia del mundo depende en un todo del espíritu, y que la razón crea lo que concibe.

Scheling reconoce que el mundo es idéntico á la inteligen­cia y que todo está conforme con el pensamiento.

Hegel, en fin, proclama resumiendo todo, que la Idea es el ser.

Si examinamos ahora la filosofía ó síntesis científica mo­derna , vemos á Stuart Mili dominado por este ideísmo em­pírico y subjetivo, haciendo entrar todas las ciencias en la Psicología inductiva; y á Herbert Spencer confesando, que la realidad no tiene más piedra de toque que la persisten­cia en la conciencia. Verdad ideista pura.

A s í , por confesión de los maestros respetados por todas las escuelas científicas, la materia no entra para nada en la prueba de la realidad del mundo.

El Positivismo, á pesar de este título que le da un vis­lumbre de materialista, lleva en sus entrañas un gran fondo de ideísmo filosófico que no todos pueden apreciar, y que acabará por dar lógicamente sus frutos.

He aquí, pues, el pensamiento humano llegando por tan distintos caminos á la misma conclusión: la única realidad que nos es dado afirmar es la del espíritu; la de la materia es ilusoria y sin prueba.

La ciencia no puede concebirse pues, de otro modo, que como una Psicología inmensa; pero en esta concepción ver­daderamente científica, en la que toda realidad material des­aparece, la ciencia pierde en parte, ese carácter de positi­vidad que la distingue; la metafísica y la teología adquieren una legitimidad tan grande, por lo menos, como la suya, y la razón libre de las trabas que un método engañoso la imponía, puede ya elevarse en alas de la inducción y de la hipótesis á las más altas regiones de la idea.

C A P Í T U L O III

LA REALIDAD Y LA RAZÓN

La ciencia, como la religión y la filosofía, tiene por fin la verdad.

La verdad es la conformidad de la realidad con el cono­cimiento. No hay, por tanto, verdadera ciencia, si no existe una realidad indiscutible. Si la realidad no tiene este carác­ter, la verdad de la ciencia no es verdad. En este caso, la ciencia perdería su autoridad, y no tendría derecho á inter­venir en los altos debates filosóficos de la razón ó del espí­ritu humano.

Dar crédito á la ciencia en tal supuesto, sería tan imprur dente como hacer caso de un análisis químico, ejecutado por un sonámbulo sobre productos aparentes de una su­gestión hipnótica.

A juzgar de la realidad por las pretensiones de ciertas escuelas que, bajo el pretexto de una segura realidad mate­rial, prohiben en absoluto toda metafísica, niegan toda re­ligión y reforman á su gusto la moral, podría creerse que la realidad material era una cosa indudable y exenta de toda contradicción, y que la ciencia descansa sóbrelos más sóli­dos cimientos; mas es al contrario enteramente, como he­mos visto, y toda la lucha filosófica del mundo estriba en

40 FILOSOFÍA

esta enorme duda: ¿ es el mundo una realidad ó es una maya?

La sensación en el ¡deísmo no es más que un estado, un modo accidental de la existencia, que puede ser causado por una sugestión universal y sistematizada; y mientras no se pruebe que sea otra cosa, y no se sepa de qué modo la razón del hombre puede conocer la realidad mecánica y material del mundo, la ciencia no tiene más positividad que otra creencia racional cualquiera.

De todos modos, la realidad lo mismo-se concibe sien­do ideal que siendo material el mundo.

La cuestión ahora es esta: ¿El movimiento dialéctico del espíritu subjetivo reproduce la dialéctica del espíritu uni­versal?

Si la reproduce, la razón es suprema, es único juez, fun­dándose en la experiencia, por supuesto, aunque los hechos fuesen el producto de una sugestión universal. Y no se con­cibe que no la reproduzca; es absolutamente imposible que sean diferentes las dos dialécticas, y que en el Universo haya una desarmonía tan grande. Debe haber analogía entre ellas, debe haber identidad.

Es por una razón de analogía solamente, por lo * que tanto Hegel como Herbert Spencer afirman la identidad de las leyes del universo.

La metafísica y la filosofía científica están en esto de acuerdo.

El error del escepticismo consiste en dudar ó en negar esta identidad.

Todo el escepticismo de la crítica no se funda más que en dos grandes dificultades: una, la dificultad de concebir la cau­sa primera; otra: la dificultad de enlazar la sensación como modificación interior que es ciertamente, con la realidad.

Fichte, en su obra El Destino del hombre, nos ha dado, de la primera, la fórmula más exacta en el diálogo del Es­píritu y del Yo:

D E LO M A R A V I L L O S O P O S I T I V O 41

El Espíritu. «Acaso, después de haber observado el mundo exterior,

»donde las cosas tienen siempre fuera de sí , la causa que »las crea y modifica, has concluido que esta ley erauniver--»sal, lo cual te habrá llevado á aplicártela á tí mismo y á »tus propias modificaciones.»

Yo. «Es tratarme como niño hacerme semejante razonamien-

»to. ¿No te he dicho que es por medio del principio de cau-»salidad, por el que paso del yo, á las cosas exteriores? «¿Cómo, pues, había de encontrar este principio entre las «mismas cosas?»

«La tierra es soportada por el gran elefante; pero el gran »elefante ¿lo será por la tierra?»

Este gran elefante es la causa primera. ¿ Cómo concebir que llevando la tierra á cuestas, tenga él sostén para sus pies? La causa primera ¿de dónde sale? ¿Qué origen, qué fundamento tiene?

Es pretencioso empeño de los hombres creer, que lo que abarcan con su inteligencia y con su vista es toda la posi­bilidad existente, y que no hay más. Decimos: ¡el orden uni­versal ! y creemos comprender el todo. Pero, ¿ no habrá más orden universal que este que vemos? La causa primera que buscamos no puede ser más que la causa de este universo que conocemos. Si hubiera otros de diferentes órdenes, se­rían tantos los datos que nos faltasen, que el hallazgo de la primera causa de todos ellos sería imposible, aun existien­do esa primera causa, pues no sabemos si la serie de las causas y de los efectos formará el orden de esos otros uni­versos, como el de éste. La causa primera de este universo en que estamos, puede tener su raíz y origen desconocido en otro universo tan distinto, que todo cálculo nuestro para conocerlo sea una suposición absurda.

Pero en ese universo ó superior orden universal, diréis, ó en el tercero y cuarto, ó en fin, en alguno, habrá causa

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primera ó no la habrá, y la cuestión siempre será la misma. Sí , es verdad; pero en tantos universos desconocidos de diferentes órdenes, ¿no ha de haber solución para el miste­rio de la causa primera?

Una cosa es lo incomprensible y otra cosa es lo inconce­bible. La causa primera es incomprensible, como un pro­blema cuando faltan datos; ¿quién puede asegurar que es­tos, datos que aquí no encuentra nuestra inteligencia, no se hallan en alguno de esos otros universos?

Lo inconcebible es que la serie de causas no termine nunca, porque esto envuelve una contradicción que ningún dato puede venir á deshacer, y es, que esta serie es ordena­da, y no se ve que ninguna de las causas conocidas sea la ordenadora; si ésta no existiese, habría que suponer el or­den de la serie, la serie misma, al azar, lo cual es contra­dictorio. ¿Hay algo, en efecto, que envuelva más contradic-' ción que el orden y el azar?

En esto, como en otras muchas cosas, es preciso volver á Aristóteles. En la serie de causas, como él dice, hay una causa primera, y en la serie de los cambios, un cambio final. Si no existiese la causa primera, la ciencia marcharía de causa en causa, sin encontrar nunca el punto de partida, y entonces no sería ciencia. No hay más que esta disyun­tiva para elegir: ó negar el orden, y admitir el azar, en cuyo caso no hay ciencia, porque la ciencia del azar, ¿qué cien­cia sería?, ó reconocer la existencia de una causa pri­mera.

Respecto á la segunda dificultad, es cierto que aunque la sensación sea puramente una modificación interior, nos­otros la referimos al exterior; pero, la sensación, nos cons­ta bien, no es el cuerpo que la produce, ni somos nosotros mismos. ¿Qué es, pues? Si consideramos su naturaleza, ve­mos que es un acto pasivo de nuestro sentimiento, y que nosotros mismos somos un sentimiento susceptible de mo­dificaciones. El hecho de la sensación nos prueba bien que

D E LO MARAVILLOSO P O S I T I V O 43

no viene ni puede venir sola. ¿De dónde sale, pues? ¿Del objeto material exterior?

Y a hemos visto que nosotros no podemos afirmar nada material, y la sensación, por su parte, nos convence de que sólo es, cuando más, un movimiento, un signo que se deja sentir. Aristóteles ha demostrado que el movimiento es un hecho que se afirma pero que no se demuestra: que es el paso del contrario al contrario. El ser, pasando de un esta­do á otro, se convierte en lo que no era; antes podía llegar á ser otra cosa; estaba en potencia; después, llega á ser po­tencia en acto. El movimiento y el paso de' la potencia al acto, es la realización del poder. La materia tampoco es para Aristóteles, más que una potencia, y como toda po­tencia, no existe sino en el momento del acto. Si el movi­miento en la sensación, como en todo, es la realización del poder, y la materia del cuerpo ó del objeto que se nos figura origen de la sensación, no es más que potencia en acto, nuestras sensaciones no son ni pueden ser otra cosa que signos de un algo potencial. Este algo potencial que nos habla y educa por medio de estos signos, desarrollando nuestra inteligencia, nuestro carácter y nuestra voluntad, debe ser también inteligente, porque no nos comunica des­atinos ó signos en desorden; y siendo un poder inteligente, es real.

Hay, pues, una realidad ideal extraída lógicamente de la sensación.

La identidad de las dos dialécticas, la universal ó ideal y la subjetiva, probada está en el mero hecho de ser la subjetiva hija de la ideal; y el lazo de unión de la sensación y de la realidad ideal se ve perfectamente.

Berkeley, diciendo que las sensaciones son palabras del idioma en que nos habla Dios, no está tan lejos como se supone, de Aristóteles.

El error de Fichte consiste pues, en haber supuesto el origen de la sensación en el sujeto mismo. Fué conducido

44 F I L O S O F Í A

á él, como no podía menos, por su negación de la causali­dad. Una vez suprimida la materia en su filosofía, creyó que no podía haber nada fuera del sujeto, y así hizo de éste el centro del Universo y todo el Universo, el yo, percibién­dose á sí mismo y al no yo, en un solo acto.

«El axioma de que todo efecto tiene una causa, había »dicho Hume, no puede deducirse de la experiencia, por-»que ésta sólo nos muestra hechos individuales y aislados »y no la conexión del efecto con la causa ni mucho menos »su necesidad. Suprimida la idea de causa fallan todos nues­t r o s juicios, pues no podemos explicar los fenómenos, sino »aplicando á ellos esta noción ».

En la filosofía moderna no hay nadie que haya ejercido mayor influjo que Hume, sobre la posteridad. Kant procede de Hume; «la Crítica de la razón pura» arranca del «Tra­tado de la Naturaleza humana», y el positivismo, sin darse cuenta de ello, procede de Hume.

¡Cosa extraña! Hume, que niega resueltamente la posibi­lidad de todo conocimiento científico, es el fundador del criticismo científico.

La ciencia tiene por maestro al que la niega. Sí; porque la verdad de la ciencia estriba en que la causalidad exterior corresponda á la interior ó subjetiva, y esa negación de la identidad de las dos dialécticas, y esa desconfianza de la conexión racional del efecto con la causa, después de haber arruinado la metafísica, dejó en el método científico una levadura de incredulidad y escepticismo, y desautorizó de tal modo á la razón, que la ciencia apenas se atreve hoy á confesar una causa primera ni á fiarse para nada de la inducción, en cuanto ésta se separa de la causa eficiente, ni admite más hipótesis racionales que las que descansan inmediatamente en los hechos. De este modo se ha visto conducida, sino á negar, á prescindir de Dios enteramente, como causa del mundo; del espíritu, como causa de nues­tras acciones; y toda moral, toda religión, tpdo derecho,

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toda libertad, se borran y desaparecen de su esfera de in­vestigación, si ha de haber lógica, porque todo esto, en la razón solamente, en la inducción, que es una de sus for­mas, volando atrevidamente de causa en causa, tiene su asiento y prueba. Sólo quedan á la ciencia en su campo de estudio, reducido y estrechado por su método escéptico, las sensaciones, es decir, lo que nunca podrá explicar ni com­prender, porque en ellas están el secreto y el misterio del espíritu. Sólo la razón puede aclararlo todo, pero la razón íntegra, sin cortapisas, tal como la naturaleza la concedió á los hombres. Por eso, Kant no se atrevió á conocer nada, sin estudiar antes la razón.

Pero ¿cómo se ha de criticar la razón con ella misma? Si engaña antes de ser criticada y conocida, también en­gañará en el estudio que de ella se haga antes de cono­cerla.

Kant se olvidó de lo que decían los escépticos griegos: «O el criterio está ya juzgado ó no; si no lo está, ningún «crédito se le debe, y si lo está, una misma cosa será la »que juzgue y la juzgada.»

Así, la razón para él, es como un molde que imprime necesariamente su forma á todo lo que recibe, ó como un espejo que metamorfoseando los objetos, les hace tomar cierta apariencia. Así supuesta, la deducción es lógica: nuestros conocimientos no pudiendo salir fuera de nosotros mismos, en vez de ser expresión de la realidad, no son más que el resultado de las formas del entendimiento. Se­gún esto, la realidad no existe y nadie puede pretender nunca conocerla. Sólo los fenómenos quedan á nuestro al­cance y éstos dependen aún del espejo que los refleja.

Nadie mejor que Fichte sacó las consecuencias: «Si nues­tros conocimientos no son expresión de la realidad, sino resultado de las formas del entendimiento, es porque la sen­sación no es más que una modificación del ser que siente, es porque no hay derecho á concluir que existe nada fuera

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de nosotros. Si se supone que algo exterior existe, es en nombre del principio de causalidad, en virtud del cual nos creemos autorizados á afirmar que todo lo que existe ha sido creado, ó que no es posible qué haya efecto sin causa; pero este principio no se encuentra en la sensación, ni exis­te en el mundo exterior; existe sólo en nuestra inteligen­cia; es puramente subjetivo; luego el mundo exterior no existe sino como inducción de este principio, y no tiene, por consiguiente, más que una realidad subjetiva».

Augusto Comte acogió con fruición este escepticismo filo­sófico y lo aplicó á la ciencia, ignorando completamente sus consecuencias.

La causalidad y la analogía no le parecieron, dice, «ba-»ses suficientes para establecer una teoría digna de la ma-»durez de la inteligencia humana».

En este estravagante modo de considerar la inteligencia, creyendo propio de su madurez la pérdida de las dos gran­des funciones de la razón, fundó su sistema.

Desde esta criminal amputación de dos de los principa­les órganos cerebrales, la escuela ya no vio más que causas inmediatas que, no se sabe por qué no las suprimió tam­bién, en buena lógica.

Una vez prohibida la inducción analógica más allá de las causas inmediatas, la existencia de Dios quedó sin prue­bas , la moral en el aire, sin fundamento alguno, la metafí­sica sirviendo de ludibrio, y la ciencia reducida á hechos y más hechos, sin conseguir con sus síntesis otra filosofía que simples generalizaciones sin objeto apenas, y que dejan á oscuras y sin explicación verdadera los más interesantes problemas y las más trascendentales cuestiones, que el es­píritu humano aspirará siempre á conocer.

No se concibe que filósofos y hombres de ciencia hayan querido herir de muerte toda investigación trascendental. Es esto tan absurdo como si los pájaros se cortasen ellos mismos sus propias alas.

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Es probable que Kant, temiendo las invasiones de la teo­logía ortodoxa en la ciencia, y el peligro que por otra par­te pudiera resultar á la moral como consecuencia del ma­terialismo, quisiera desacreditar de aquel modo esos dos extremos; mas no se hizo cargo de que, quebrantando la autoridad de la razón y destruyendo la confianza en ella, hacía imposibles también toda ciencia y toda metafísica.

Por fortuna, cada escuela lo entendió como mejor le con­vino, y semejantes á esas personas egoístas que ponderan lo malas que son algunas cosas buenas, para que los demás no las quieran y apropiárselas, la ciencia y la teología no cesaron desde aquel momento de clamar contra la razón; la teología anatematizándola por entero, y la ciencia, en la parte más esencial, cortando los vuelos al raciocinio induc­tivo y analógico, condenando así la metafísica mientras ellas usaban ampliamente de las formas de la razón que más utilidad les reportaban.

Salió perdiendo en último resultado, como no podía me­nos, la metafísica, que era precisamente lo que Kant esta­ba más interesado en salvar.

Comte y su escuela se dejaron engañar por esa Crítica de la razón pura, que fué el suicidio, el golpe de gracia de la metafísica y el material envilecimiento de la ciencia.

Importa, pues, devolver á la razón esas funciones; sin ellas nada puede esperarse de la ciencia ni de la filosofía.

Donde la ciencia no llega, llega la inducción, no acaso con la evidencia de los hechos, pero al menos con el con­vencimiento de las relaciones lógicas.

¿Debe despreciarse esto? ¿Por qué se ha de quitar al hombre el sagrado derecho de discurrir? ¿Por qué se han de encerrar sus nobles aspiraciones al saber en el reducido círculo de un método?

Si la razón se ha desenvuelto en el seno de la dialéctica divina haciendo su evolución en las especies, ¿por qué no la habrá de reflejar y no le habrá de ser posible conocerla?

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Respetemos, pues, todos la razón, y trabajemos por desembarazar de trabas el pensamiento; no le encerremos en estrechos moldes, en métodos insuficientes; tratemos de elevarle en alas de la inducción, fundada en hechos, á las primeras causas, que es donde únicamente residen las gran­des leyes, y de este modo, la ciencia se hará más religio­sa, y la religión un poco más científica, que es lo que el mundo busca y lo que encontrará.

C A P Í T U L O I V

EL INSTINTO

Los fenómenos propios del instinto son de lo más admi­rable que la naturaleza ofrece á un espíritu reflexivo. Ni como fenómenos psíquicos se comprenden, ni como he­chos de mecanismo orgánico se conciben; ni se prestan á natural explicación científica, ni reducirse pueden á ma­nifestación de la inteligencia animal. ¿Proceden de la mis­ma facultad que los fenómenos psíquicos, ó tienen su raíz

' y principio en otra facultad desconocida del espíritu?

Esto último se creía antiguamente, pero la escuela trans-formista, que no quiere ver nada fuera de lo natural cono­cido, tiene empeño ahora en reducir los fenómenos del ins­tinto á los de inteligencia, considerando el instinto única­mente como un conjunto de hábitos acumulados y fijados por la herencia.

¿Es esto cierto? ¿Se desarrolla el instinto por evolución, como la inteligencia?

Es lo que vamos á ver. La obra en que mejor se resumen las ideas y tendencias

de la escuela acerca del instinto, es la de Romanes, aun­que se separe de ella en ciertas apreciaciones.

4

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( i ) L Uvolution mental chez les animaux.

Romanes (i) coloca el instinto entre el reflejo, cuyo ex­citante es una sensación, y el acto, cuyo antecedente men­tal es una representación puramente relacional; es decir, entre el reflejo y el acto racional y voluntario.

Romanes explica el instinto por dos principios: por la selección mecánica los instintos primarios, y por la inteli­gencia los secundarios.

Así, al ver un acto inteligente en un animal, está proba­da para Romanes la existencia de la inteligencia en él.

El animal se propone fines y encuentra medios para rea­lizarlos; luego es inteligente.

La conclusión parece lógica y lo es en ciertos casos: en todos aquellos en que no entra el instinto para nada, y en que el animal ejecuta actos que no traspasan la medida de su inteligencia. Pero la coordinación de los medios con los fines, lo mismo en el hombre que en los animales, no es cosa propia de la inteligencia, sino del instinto, y el error de Romanes y de los que quieren reducir el instinto á inte­ligencia animal, procede de esta equivocación.

Las leyes de la inteligencia no tienen nada que ver, por ejemplo, con la relación de conveniencia entre una necesi­dad y su satisfacción: comer cuando hay hambre, beber cuando hay sed, abrigarse cuando hace frío, es obra del' instinto, no de la inteligencia. La inteligencia no hubiera podido nunca atinar con cosas que nos parecen tan senci­llas, porque ninguna relación de identidad ni semejanza existe entre el hambre y la carne, entre la sed y el agua, entre el frío y* la ropa. Sólo por una revelación del instinto apropiamos estos medios á aquellos fines.

Se ha creído hasta ahora que la inteligencia era de un orden superior al instinto, y se empieza á notar que es lo contrarío.

Se observa, en efecto, en una porción de hechos, que el

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instinto es profético, adivino, infalible, superior á la inteli­gencia humana en grado inconmensurable.

Nosotros no tenemos necesidad para convencer de esto mismo á nuestros lectores, sino exponer aquí algunos de esos hechos. No hay piedra de toque, como ha dicho Sche-lling, más infalible para discernir la verdadera filosofía.

Si se demuestra que el instinto no resulta, como preten­de la escuela transformista, de una acumulación de hábitos transmitidos por la herencia, quedará probado al mismo tiempo, que es una facultad maravillosa anterior á toda ex­periencia, y superior á toda inteligencia conocida.

No hay animal, á no ser que la educación haya apagado el instinto en él, que coma plantas venenosas. El mono, aunque haya vivido largo tiempo entre los hombres, recha­za con gritos cualquier fruto cargado con el veneno más desconocido. Todos los animales saben escoger aquellos alimentos que más convienen á su aparato digestivo y á su naturaleza, sin necesidad de aprendizaje ni de pruebas. Co­nocen también los remedios que reclaman sus enfermeda­des ; así, el perro busca la grama canina para expulsar con ella sus lombrices, y las gallinas y palomas picotean las pa­redes cuando sus alimentos no les proporcionan bastante cal para formar el casco de sus huevos. Carece en absoluto de discernimiento quien atribuya estos actos al hábito fija­do por la herencia. ¿De qué hábito pudo sacar el primer mono ó sus antepasados el conocimiento de todos los ve­nenos , ó las primeras aves el de la necesidad de cal para sus huevos, ó los antecesores de las especies todas el de los alimentos convenientes?

La imposibilidad de concebir el instinto como un simple hábito heredado se ve más manifiesta, si cabe, en este caso: los pastores de bueyes y carneros conocen bien la mosca del rebaño, que no produce daño ni dolor á los ani­males con su picadura, pero que les hace correr furiosos y espantados. La causa de este miedo no puede ser ni com-

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prendida por la inteligencia del animal, ni reducida tam­poco á herencia de hábito. La mosca, en efecto, no tiene aguijón ni les lastima; pero poniendo sus huevecillos en la piel, las larvas, saliendo al cabo de cierto tiempo, se intro­ducen en la carne, produciéndoles dolorosos abcesos. ¿ Có­mo sabe el animal los tormentos que le prepara aquella mi­serable mosca para el porvenir? ¿Cómo explicar el hábito en este caso? Sería preciso suponer un primer animal que atribuyese la causa de sus llagas á los huevecillos de la mosca. ¿Creerán de veras los transformistas en esta eleva-dísima inteligencia del primer toro?

Una intuición adivinadora, que no puede confundirse con la inteligencia del animal, se revela también en la previsión de los cambios de temperatura; los pájaros viajeros parten para los países cálidos en una época en que el frío y la fal­ta de alimento no les molestan aún, pero cuya proximidad prevén. Cuando el invierno va á ser precoz, parten más temprano que de costumbre; y si promete ser dulce, algu­nas especies se quedan.

Centenares de leguas no son obstáculo para que las go­londrinas y las cigüeñas vuelvan á encontrar su patria. Pe­rros y pichones, encerrados en sacos y transportados á si­tios lejanos y desconocidos, toman sin vacilar el rumbo que les lleva á su antiguo alojamiento. Hay muchas historias como la del perro Moffino, que separado de su amo, sol­dado milanés, en el paso del Berecina cuando la campaña de 1812 en Rusia, pudo reunirse con él después de un año de fatigas y aventuras, en Milán.

Se dice que les guía el instinto; bien, pero un instinto con intuición adivinadora. El olfato no puede ser, porque después de cierto tiempo, todo rastro se disipa, y además, muchas especies de aves carecen de ventanas de nariz, y en todas, los nervios olfatorios son proporcionalmente mu­cho menores que en los cuadrúpedos. ¿Cómo se explica, pues, que un pichón-correo, transportado de Bruselas á To-

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losa en una cesta tapada, haya" sabido volver á su punto de partida?

Sería gran desatino suponer que pueda calcular un ani­mal el tiempo que hará al cabo de un mes, ó la inundación que tendrá lugar dentro de un año, y sin embargo, el cas­tor da á su choza mayor altura en los años de inundación; la ardilla, antes que venga el frío, reúne sus provisiones y cierra por completo su morada; el escarabajo se retira á invernar en los días más calientes del otoño; la cigüeña parte para el Sur cuatro semanas antes de sentirse el frió, y el ciervo viste un ropaje más espeso en vísperas de un in­vierno riguroso.

Por más que se haya dicho contra las causas finales, ¿no se ve en estos casos una tierna previsión de la naturaleza? Es cierto que el pájaro puede tener la sensación presente del estado de la atmósfera; pero ¿cómo el estado de la tem­peratura actual puede despertar en él la idea de la tempe­ratura próxima? Esto está muy por encima de su inteligen­cia. El hombre con ser hombre no ha llegado á predecir todavía, con la ayuda de la meteorología, más que para algunas semanas el curso de la tempestad. Luego, la previ­sión del tiempo en el animal es obra de una sabiduría que reside en él, sin ser la suya, y que no puede ser otra cosa que Ija. intuición clarovidente de la naturaleza.

En esta confusión del instinto y de la inteligencia, suele achacarse á ésta lo que pertenece á aquél, y viceversa, pero una más exacta observación deslindará sus respectivos campos. En esos dos extremos del tamaño: la hormiga y el elefante, por ejemplo, en cuyos organismos parece alber­garse la mayor suma de inteligencia animal, si se exceptúa la humana, obsérvanse obras y actos que sería un error atri­buir al instinto, pudiendo ser explicados por la inteligencia; y es ésta, creemos, una regla infalible para distinguir el uno, de la otra: Todo lo inconcebible y que traspasa los lí­mites de la inteligencia animal, sin excepción, es obra del

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instinto, es decir, de una inspiración superior, y todo lo que es propio de aquella inteligencia, es inteligencia.

Ciertas obras de los seres inferiores de la escala zoológi­ca proporcionan tales pruebas de la intervención de aquella superior sabiduría, que todo cuanto se haga por reducirlas á inteligencia animal será en vano;

Si se repara en ciertas especies de poliperos, por ejem­plo, se apreciará la regularidad y simetría de sus formas. Hay algunos tipos de lepralias, que pudieran tomarse por modelo de los más bellos y simétricos adornos: tal es la corrección de su dibujo y el paralelismo y proporción de todas sus partes. Pues bien: estas lepralias están formadas por multitud de celdillas que sirven de habitación á una co­munidad de pequeños moluscos que parecen zoófitos; cada animalillo de éstos ha elaborado su celdilla sobre una con­cha vacía ó sobre un alga y no se ha preocupado más que de la suya. Tanto sabe él, lo que pasa en el extremo de su alga, como nosotros en el Polo Norte, y sin embargo, su trabajo no puede menos de obedecer á plan preconcebido, porque guarda relación con el del animalillo que está en el otro extremo. Ninguno de los dos, ninguno de ellos, echará á perder el delicado contorno del polipero, separándose una línea tan siquiera.

Esta acción general de muchos individuos, dirigiéndose á un fin común del cual no tienen conciencia, se observa también con admiración en las abejas y en el hombre mis­mo. La formación de los idiomas en que tanta sabiduría se revela y las grandes revoluciones sociales y políticas en que tantas voluntades coinciden sin darse cuenta de lo que van á hacer, son también obra de una intuición previsora que de ningún modo puede ser propia de los individuos.

Fíjese ahora la atención en otros hechos que vamos á presentar, porque ellos nos pondrán en camino de apreciar por inducción la verdadera causa de la facultad adivinadora en el hombre, después de enseñarnos cuan superior es el

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( 1 ) Nouveaux souvenirs ejitomologiqucs. ( 2 ) Coup d'œil sur la vie.

instinto á la razón humana y cómo se distingue la intuición profética del cálculo racional.

Las observaciones pertenecen á dos sabios é ilustres na­turalistas, á J. H. Fabre ( i ) y á Burdach (2).

La anmofila herizada es un himenóptero que alimenta su larva, de un gusano gris bastante grande. A la larva, sólo le gusta la carne fresca; así, que es preciso ponerle á su al­cance la presa viva, pero paralizada, porque al menor mo­vimiento peligraría el huevo de la anmofila, ó el gusano se comería la larva, en otro caso. La parálisis completa del gu­sano se consigue por la lesión de nueve centros nerviosos que se escalonan en el cuerpo del animal, pero la lesión de los ganglios cervicales correspondientes, si fuera muy profunda, acarrearía la muerte, y la anmofila, como si conociese al pelo, la anatomía y la fisiología, procede á la operación con una seguridad y^una destreza admirables. Cogida la presa, nueve aguijonazos, ni más ni menos, rápi­dos y sin vacilación, hieren los centros nerviosos. Ensegui­da, va á atacar el cerebro, donde, si el insecto hiciese uso de su aguijón, el golpe sería mortal. Aquí se contenta con masticar, sin dañarlas envolturas, '¡la cabeza del gusano, hasta que la presión y las frotaciones dan el resultado ape­tecido.

Es evidente que esta manera de operar no implica un há­bito adquirido por experiencia ni fijado por herencia. Ni se concibe que haya podido haber tentativas ni ensayos al principio. Sería preciso que la primera anmofila que prepa­ró el primer gusano gris para su larva, practicase ya la ope­ración con la misma seguridad y con el mismo éxito; sin eso, el hábito y la herencia no tienen fundamento.

Este caso no es único en su especie: los hurones y los pernocteros se precipitan sobre las culebras y serpientes no

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venenosas y las cogen sin cuidado por cualquier parte, pero á las víboras, aunque no las hayan visto nunca, las cogen con las mayores precauciones y evitan lo primero de todo su mordisco, rompiéndoles la cabeza.

La víbora no tiene nada de extraordinario ni espantoso que explique este modo de obrar. Sólo la experiencia pu­diera indicar á aquellos animales este comportamiento, pero observaciones hechas con algunos cogidos de pequeños, prueban qne hacen lo mismo en presencia de la víbora. Es bien difícil y poco positiva la creencia de que hayan sido heredados estos hábitos, no siendo la lucha con las víbo­ras un hecho diario y continuado.

Los cuidados con que muchas especies atienden á la ali­mentación de sus larvas son también prodigiosos. El que se encuentra con un escarabajo sagrado haciendo su bola de estiércol, y afanado rodándola al sol, no sospechará segu­ramente, que el insecto apresura así el abrimiento del hue­vo que ha encerrado en la bola, rodeándole de inmundicia alimentosa para ocultarle después en agujero hecho apro-pósito, donde la pequeña larva blanca, en el seno de la abundancia, comienza á comer con voracidad. Si se tropie­za por casualidad con una necrofora ó enterradora haciendo desaparecer debajo de tierra el cuerpo de un pájaro, de un tamaño cincuenta veces mayor que el suyo, no pasará por la imaginación siquiera, que tanta fuerza y perseverancia no tienen otro fin, que el de procurar alimento á las larvas que han de salir de los huevecillos puestos junto á aquella carne muerta y enterrada. ¿Cómo saben que van á poner huevos, que de éstos salen larvas, y que éstas van á tener una ne­cesidad apremiante de comer? Las hormigas y otras espe­cies de insectos abren siempre con toda oportunidad el ca­pullo de sus larvas cuando están en disposición de salir, porque éstas son incapaces de romperlo. ¿Quién indica á estos seres aquel momento, y á los otros la calidad del ali­mento que conviene á las larvas? Estas previsiones son

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tanto más extrañas cuanto que la mayor parte de estas es­pecies no ponen más que una vez.

La intuición adivinadora se revela también en la unión de los sexos. Cada macho sabe descubrir la hembra de su especie con la cual debe emparejarse. Esto que no parece extraño en las especies superiores, lo es, y mucho, en cier­tas otras como los crustáceos parásitos, por ejemplo, en los cuales, los sexos son tan diferentes de forma, que el macho, si atendiera al parecido, debiera unirse antes á las hembras de otras mil especies que á la suya propia. Las mariposas presentan un polimorfismo tal, que no sólo hace diferir el macho de la hembra, sino que además hace tomar á la hembra dos formas diferentes en un mismo día, siendo una de ellas un verdadero disfraz de una especie lejana. El ma­cho, sin embargo, jamás confunde la hembra de su especie con las otras de las especies extrañas que acaso se parecen más á él. En la clase de los strepsipteros, la hembra es un gusano informe que pasa toda su vida en el abdomen de una avispa, y deja ver solamente un escudo lenticular entre las dos anillas abdominales del insecto. El macho que no vive más que algunas horas, reconoce á su hembra en aquel sitio y en aquella forma singular, y se empareja con ella.

Pero, más que en todo esto, si posible fuera, resaltaría la gran sabiduría previsora en la transformación de ciertos se­res: hay una oruga de la Saturnia pavonia minor, que se alimenta de las hojas del arbusto sobre el cual sale á luz. Y a se sabe lo que es una oruga. Nadie irá á buscar en ella señales de inteligencia, ni mucho menos, la solución de com­plicados problemas. Pues, cuando llega la época de trans­formarse en crisálida, sabe construirse con ayuda de fuertes pelusas una doble bóveda que es muy fácil de abrir por dentro, pero que presenta una resistencia suficiente á ten­tativas de penetrar allí por fuera. De considerar esta cons­trucción como obra reflexiva y sólo propia del animal, pre­ciso será creer que la oruga razona perfectamente y que

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entiende bastante la teoría de construcción de bóvedas re­sistentes á una presión exterior. El problema se presenta bien complicado y difícil para el pobre insecto.

En estado de crisálida, teniendo que permanecer inmó­vil, estaría expuesta á los mayores peligros si no se procu­rase una cubierta, estuche ó armadura para resguardar los delicados órganos que van á transformarse. Esta dificultad se resuelve envolviéndose en hilo; pero queda otra que es mayor aún: ¿ cómo salir después, hecha ya mariposa, de esa fuerte y apretada envoltura?

Algunas especies de mariposas han resuelto esta parte del problema por medios mecánicos y procedimientos quí­micos; pero nuestra Saturnia deja una salida ó abertura protegida por pinchos que, doblándose hacia fuera, hieren al que entra y no oponen resistencia al que sale.

Juzgando este hecho con arreglo al criterio de las escue­las científicas, hay que reconocer mucho talento á la oru­ga que tales dificultades salva y prevé, y que parece tener conciencia del fin que se propone. Todo esto, ¿por qué ha de ser maravilloso? No traspasa los límites de la inteligen­cia humana. ¿Quién nos dice que la oruga no sepa intuiti­vamente ella sola, lo que el hombre es capaz de saber con su discurso? Pero hay una cosa que la oruga no puede sa­ber: su postumo estado de mariposa.

¿Cómo lo habría de saber? La oruga no se convierte dos veces en mariposa, y no

puede haber, por lo tanto, semejante experiencia para ella. Es un hecho futuro, y el presente no proporciona al animal ninguna indicación que permita preverlo. Es necesario creer, por consiguiente, que la oruga, en todo lo que ha hecho, ha sido impulsada y dirigida por una voluntad inteligente que no es la suya.

Con mayor claridad se verá esto en otros dos casos pare­cidos: la larva del escarabajo se mete en un agujero que abre ella misma para su transformación en crisálida; la hem-

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bra da al agujero las dimensiones de su propio cuerpo^ pero el macho abre uno de doble tamaño, y es porque sus cuer­nos, desenvolviéndose, han de igualar casi la longitud de su cuerpo.

He aquí unos hechos que no pueden atribuirse al hábito ni á la herencia, porque los primeros casos serían tan ma­ravillosos como los últimos.

¿A qué, pues, hemos de atribuir esa inteligencia ó sabi­duría previsora, esa finalidad que se manifiesta en los ins­tintos ?

Según Hegel, el instinto es la finalidad obrando sin con­ciencia. Pero finalidad sin conciencia, éntrelos hombres es inconcebible. El que lo crea ó quiera hacerlo creer, tendrá que demostrarlo, y esta demostración es imposible.

En el instinto se revela finalidad sin conciencia del ser, es cierto. La finalidad es un razonamiento perfecto: voy á hacer esto con este fin. El fin en ocasiones es importantí­simo. El animal no hace el razonamiento, luego es preciso buscar quien lo hace.

Creemos que bastará lo expuesto para llevar á los áni­mos la evidencia de lo que nos hemos propuesto demos­trar: que el instinto es muy superior á la razón humana, y que no resulta de una acumulación de hábitos trasmitidos por la herencia, sino que es una intuición adivinadora, una sabiduría profunda que invade y penetra la naturaleza toda, y dirige de un modo misterioso la evolución de la forma y de la inteligencia en todo el reino animal. Inspira aquella sabiduría al desvalido ser que no puede realizar en la vida su destino por falta de razón y de conciencia, y parece co­mo que deja abandonados á sí mismos á los que tienen es­tas dotes superiores. Así se observa, que las manifestacio­nes del instinto son proporcionadas al desarrollo de la in­teligencia. Cuanto más formada y personal es la concien­cia, tanto menos atiende á las insinuaciones de lo incons­ciente.

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E s , pues, el instinto, un auxilio maravilloso prestado en virtud de una misteriosa sugestión, por un poder superior, á las criaturas, en proporción exacta de las necesidades de la especie y de la inexperiencia de la vida; pudiendo defi­nirse en cuanto al modo de manifestación: un querer cons­ciente del medio propio para realizar un fin querido por lo inconsciente.

C A P Í T U L O V

LO INCONSCIENTE

Hartmann ha venido con gran oportunidad á llamar la atención en su Filosofía de lo Inconsciente, acerca de este maravilloso principio que existe de una manera íntima en los seres todos, y del cual, sin embargo, no tenemos con­ciencia por más que se revele y manifieste en multitud de fenómenos interesantísimos, no sólo porque ejercen una in­fluencia omnímoda en la conservación de las especies, sino también en la vida corporal y psíquica de los individuos.

No es posible, en efecto, dejar de ver con Hartmann este principio inconsciente en todos los hechos del instinto, de la acción refleja, de la virtud curativa de la naturaleza, de la sensibilidad, del carácter, de la producción orgánica, de la moralidad, del pensamiento, del misticismo, de la histo­ria, etc. Nosotros lo haremos ver también en los hechos maravillosos: en la alucinación, en la sugestión, en el pre­sentimiento, en la adivinación, en las apariciones y telepa­tías, cuya causa inmediata es este principio.

El gran mérito de Hartmann consiste en haber hecho re­saltar, con una copia de datos científicos enorme, la acción, si conocida, mal comprendida hasta ahora, de lo incons­ciente.

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Dividía la psicología tradicional el estudio del hombre en dos partes: alma y cuerpo, constituyendo dos vidas dife^ rentes, regida la primera por la fuerza psíquica ó anímica, y la segunda por la fuerza vital, con una causa inconsciente, cuyo estudio se encomendaba últimamente á la fisiología.

Se creía que esta causa inconsciente, sólo tenía influjo sobre las funciones orgánicas, y que el alma, libre por su naturaleza, tenía una esfera propia, independiente. El estu­dio que emprendemos tendrá por resultado indirecto des­hacer este error.

Establecíase, sin embargo, un lazo de unión entre el al­ma y el cuerpo, como un hecho real, pero inexplicable co­mo todos los hechos primitivos; hechos que, según se decía en nuestras escuelas y universidades, debieran ser el límite de nuestra curiosidad.

Se daban por locuras, aquí en España, ó por cosas ex­travagantes y ridiculas, todas las hipótesis que para expli­car aquella unión pudieran inventarse: todo, desde el me­diador plástico de Cudworth y los espíritus animales de la filosofía del siglo XVII, y el arqueo de Van Helmont y la llama vital de Willis, hasta las causas ocasionales de la escuela de Descartes y la armonía preestablecida de Leib­nitz, se tenía por disparate, y no faltaba razón. Pero es el caso, que hasta la intervención divina era desechada.

La ortodoxia psicológica consistía en creer que Dios no necesita mediadores plásticos ni cosa que lo valga, sino que creó fuerzas, estas fuerzas creadas obran por sí, y á estas fuerzas las dio Dios, por un decreto de su omnipoten­cia, un poder eficaz, que la experiencia nos atestigua y que nada nos autoriza á negar. Era cuestión cerrada.

Lo inconsciente quedaba así relegado á las funciones or­gánicas por un permiso especial del Creador. •

La importancia transcendental que está llamado á tener este principio en la explicación fenomenal, merecía cierta­mente un nuevo y detenido estudio, y IonizoHartmann.

D E LO M A R A V I L L O S O P O S I T I V O 63

El nombre de inconsciente que se le da, no puede ser más acertado, porque nosotros, en efecto, sólo le conoce­mos, aparte de sus manifestaciones, por esta cualidad ne­gativa: es inconsciente para nosotros, es decir, no tenemos conciencia de sus actos, que se ejecutan, sin embargo, en nosotros y por nosotros.

Para Hartmann, este inconsciente que reside en todas las criaturas, es Uno-Todo, como él le llama, y es un Dios es­pecial.

Así considerado en su propio ser, el Dios de Hartmann es inconsciente también; es decir, no tiene conciencia de sus propios actos.

Se comprende y entiende con toda claridad que Dios re­sidiendo y actuando en las criaturas les sea insconsciente á ellas, pero que sea inconsciente á sí mismo, que no tenga conciencia de sus propios actos, cuando inspira por ejemplo, los instintos previsores al animal, ó las celestiales armonías á un compositor de ópera, no se concibe.

Hartmann sostiene que no debe haber inconveniente en conformarse con su opinión después de hacerse cargo de las razones que expone.

No pudiendo hacerse una idea positiva, dice, del modo de conocer que puede tener Dios, se ve condenado á defi­nirla en oposición con nuestra manera de conocer, con la conciencia. Pero al quitar á Dios este predicado de la con­ciencia, que según él, no haría más que rebajarle, le conce­de una inteligencia que es superior á toda conciencia y que pudiera llamarse supraconsciente. Esta inteligencia supra-consciente no es ciega de ningún modo, antes al contrario, tiene una intuición clarovidente, y su modo de conocer es muy superior á la lenta y defectuosa reflexión discursiva del hombre.

Hasta aquí todo va bien; y ningún hombre de juicio ten­drá inconveniente en asentir á estas conclusiones, pues pa­rece, en efecto, por más que nunca lleguemos á comprender

64 FILOSOFÍA

( i ) Philosophie de Plnconscient. Tft. I, pág. 2 1 7 .

el modo de conocer de Dios, que ha de ser diferente del modo de conocer del hombre.

El atributo de supraconsciente puede adoptarse sin escrú­pulo; pero ya no es posible seguir á Hartmann, cuando afir­ma en seguida: «que la intuición clarovidente de Dios, no se ve á sí misma, y solamente ve su objeto, el mundo» ( i ) .

Es en él tan incierta y tan *in pruebas esta afirmación, que pudiera creerse que le fué arrancada por el temor de romper abiertamente con las tradiciones de su escuela.

La contradicción es tan grande que no se encuentra dis­culpa. Confesar por un lado que la clarovidencia absoluta del pensamiento inconsciente es infalible en la consecución de sus fines; que los medios y los fines son cogidos por ella en un solo instante y fuera de toda duración; que su segun­da vista abraza á la vez todos los datos necesarios á la eje­cución de sus designios; llamar en vista de esto, supracons­ciente á esta sabiduría absoluta, y por otro lado, negarle toda conciencia en cualquier forma; quitarle toda subjetivi­dad al ser subjetivo por excelencia, y hacerle ciego para sí mismo, después de dotarle de tan clarovidente intuición para sus criaturas, son contrasentidos tan inexplicables que no parece que debieran salir nunca de una inteligencia tan clara como la de Hartmann.

Estas contradiciones tienen por causa la noción errónea que se hace Hartmann, del Uno- Todo. Siendo Uno- Todo, es difícil de concebir, en efecto, la distinción entre el sujeto que conoce y la cosa conocida. La condición de la concien­cia es distinguirse lo uno de lo otro. En esta ausencia de toda comparación, de toda relación, de todo cambio; en esa inmutabilidad absoluta, la conciencia no puede ser atributo de Dios.

La conciencia, se dice, reposando en la oposición del su­jeto y del objeto, sería una imperfección en Dios. Y ade-

D E LO M A R A V I L L O S O P O S I T I V O 65

5

más, con una conciencia así, absoluta, presente en todos los individuos, puesto que se reconoce que el Uno- Todo vive y reside en cada uno de ellos, ¿cómo podrían existir las con­ciencias particulares? ¿no las ofuscaría con su brillo?

¡Qué modo de discurrir! ¡Como si Dios no pudiera reve­larse á cada criatura según le conviniese!

No hay más razones que estas para negar la conciencia á Dios.

De aquí ha salido el Dios en vías de hacerse de Hegel, teniendo conciencia de sí, sólo en el hombre; y el Dios-hu­manidad, por consiguiente, que fingen acatar y adorar hoy todas las escuelas científicas.

No parece sino que están condenados los hombres á an­dar por los extremos. Después de un Dios todo humano, con ira, preferencias y pasiones, hemos llegado huyendo del antropomorfismo, á una concepción filosófico científica y teológica de Dios que nadie puede entender. Dios es un ser, ó es una cosa absoluta, infinita, inmutable, Uno-Todo. Este Uno- Todo de Hartmann es una consecuencia lógica de los atributos anteriores; porque es claro: en lo absoluto, lo infinito, lo inmutable, no puede haber relación ninguna en­tre seres ni entre cosas, más que lo infinito, lo absoluto, lo inmutable; Dios es todo y todo es Dios.

Pero ¿cómo es que de este fondo ininteligible y oscuro de perpetua quietud, surgen las relaciones y la conciencia? Es que la idea, se dice, pone otras ideas que llegan á ser otras tantas realidades.

No se concibe, por supuesto, qué de lo inmutable y ab­soluto salga nada; pero en fin, menester es contentarse con esta explicación, porque saliese ó no de lo absoluto, es el hecho que hay algo, que en sí ni por sí no es absoluto; pues, aun suponiendo los seres sin objetivación respecto de Dios y existiendo como tales ideas en la interioridad de su ser, aun así y todo, Dios no puede menos de estar lleno por dentro, de relaciones entre estas mismas ideas

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de vivientes realidades que constituyen el Universo. Ahora, toda la dificultad está en saber, si estas relaciones tienen lugar solamente entre esas ideas realidades, sin tocar en la inmutabilidad divina, ó si en algo la atañen.

Para esto, conviene distinguir si Dios es un ser de evo­lución como la Idea de Hegel, que empieza en el ser puro, ó un ser eterno sin.principio ni fin, sabiéndolo todo sin aprender nada, es decir, sin mérito, sin trabajo, sin esfuer­zo, inferior en esto á la más humilde criatura; que todo eso supone la falta de evolución.

Si lo primero, entonces, el atributo de inmutabilidad es un contrasentido, porque la evolución exige indispensable­mente cambios; si lo segundo, entonces, la inmutabilidad se parece bastante á la estupidez, que es también la incons­ciencia de Hartmann. Pero la estupidez absoluta ó la incons­ciencia de la Idea no se compadecen con la sabiduría abso­luta que se le atribuye. Es, pues, una contradicción.

¿De dónde habrán sacado los metafísicos y después de ellos, los hombres de ciencia, esta idea peregrina de que puede haber pensamiento, sabiduría y .finalidad sin con­ciencia ó sin algo que suponga un conocimiento de sí mismo?

Una tímida hipótesis de lo inconsciente en este sentido, empieza á vislumbrarse en Kant, y llega á ser en Hegel una suposición evidente por sí misma, que no se toma el trabajo de demostrar siquiera. Y sin embargo, la incons­ciencia de la Idea en su ser, en sí, como él dice, bien nece­sitaba ser explicada sin el menor equívoco y establecida sobre sólidas razones.

Hartmann cree haber conseguido esto, y se equivoca; lo que Hartmann ha demostrado hasta la saciedad, de un modo evidente, ha sido (y por ello, la ciencia y la filosofía le de­ben estar obligadísimas) lo inconsciente en los seres y á los seres; pero lo inconsciente en el Ser, en la Idea, en Dios, la carencia absoluta de conocimiento propio, en el

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que siendo todo, lo conoce todo; eso no lo ha podido demos­trar él, ni lo podrá demostrar nadie.

Si la Idea no llega á tener conciencia de sí, más que en el hombre, y todo lo que no sea la conciencia humana es inconsciencia, Dios como tal Dios, no existe, y en vano le compara Hartmann al Dios de! deísmo. La clarovidencia y la sabiduría que se revelan en todos los actos de lo incons­ciente , salen entonces de un fondo tenebroso, incompren­sible , que nada significa ante la razón y el sentimiento. Un Dios así, lo mismo da que sea inmutable ó no lo sea, que tenga relaciones ó que no.

Pero, suponiendo que la idea tiene algo superior á la COWÚQXÍQATIL, supraconsciente, como supone Hartmann,. enton­ces , si las palabras han de tener alguna significación, lo su-praconsciente ha de ser un conocimiento de sí mismo, su­perior á la conciencia humana. ¿Por qué, entonces, se dice, que sólo en el hombre se conoce? Otra contradicción.

Por otra parte, conceder á la Idea sabiduría absoluta sin conocerse á si misma que es el todo, tampoco tiene ata­dero ni conexión.

Dios, pues, será inmutable en cuanto se refiere al plan evolutivo del mundo, concebido por él en un principio, perfecto en la serie de sus cambios, sin más variación, en­mienda, ni retoque; pero, como ser, en sus relaciones con las criaturas, no lo puede ser.

Si la Idea no conociese á las ideas, ó si Dios no conocie­se á sus criaturas, Dios y el mundo serían dos imposibles. El instinto ¿ no es una prueba de conocimiento y relación? ¿ No dice Hartmann que es un impulso de lo supraconscien­te? Pues ese impulso de lo supraconsciente sobre lo cons­ciente , establece una relación entre uno y otro, y supone un conocimiento del ser inferior por el superior y de éste por sí mismo. ¿No es la sabiduría un conocimiento ? Es necesa­rio, por lo tanto, que lo supraconsciente sepa y conozca con toda precisión el grado de evolución en que está lo

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consciente, para ayudarlo en su. justa medida por medio del instinto, y que prevea infaliblemente las consecuencias de este impulso, la fuerza que debe desplegar y la razón que tiene para hacerlo.

Todo esto podrá ser intuición clarovidente en Dios, pero la intuición clarovidente no es más que una evolución de la reflexión. Se acaba por tener intuiciones á fuerza de ejerci­tar la razón. La intuición es el relámpago del razonamiento. Sólo así podemos comprender los hombres el modo de co­nocer de Dios. Lo demás es reconocerle facultades sin ana­logía, y por consiguiente, sin positividad alguna.

En la escala zoológica y en la especie humana, mejor co­noce el mundo el .que mejor á sí mismo se conoce. Es una ley. Sin conocimiento propio, sin conciencia, no puede ha­ber conocimiento del mundo.

Siendo lo inconsciente, Uno-Todo, si conoce el mundo, se conoce á sí, y conociéndose á sí, conoce el mundo; pero no quiere decir esto que se conozca en el mundo; pues aunque el mundo sea inferior á Dios, siendo Dios lo Uno-Todo, ha de conocer el todo en lo uno, esto es, en sí; y es la conse­cuencia verdadera.

De modo que, como quiera que se considere, Dios puede ser llamado lo supraconsciente, pero no lo inconsciente, cuando de él sólo, como Dios, se trata.

Si no fuera esta más que cuestión de nombres ó palabras, poco importaría dilucidarla ó no, pero este concepto de lo inconsciente es de lo más trascendental que darse puede en la filosofía, y ha sido tan desconocido y olvidado, que bien merece que se fije en él la atención, llamado como está, según creemos, á ser la base de la metafísica del porvenir, metafísica positiva, puesto que sobre hechos puede cimen­tarse.

Inconsciente á los seres, supraconsciente en sí, debe ser llamado, pues, ese principio de infalibilidad y de sabiduría que se encuentra oculto más allá de la conciencia de los se-

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res vivos, y ayudándoles, protegiéndoles, defendiéndoles en medio de las peripecias y peligros de la vida, según el gra­do de su desarrollo intelectual y la necesidad más ó menos grande que de su auxilio tienen.

Decir que 'este concepto de lo inconsciente rio es cientí­fico , será de ahora en adelante, como negar la luz. Los he­chos maravillosos que hemos de examinar están impregna­dos de inconsciente y son hechos científicos. Nosotros espera­mos que la existencia científica dé este principio ha de que­dar plenamente demostrada con la lectura de este libro; lle­vando por delante siempre, la advertencia, de que incons­ciente es para nosotros sinónimo de supraconsciente y de divino, y sólo inconsciente á los seres.

C A P Í T U L O V I

LO SOBRENATURAL

I

La negación de lo sobrenatural es hoy el principio fun­damental de la crítica. Todos los escritores de las diferen­tes escuelas científicas, lo mismo los que están dotados de un espíritu profundamente religioso, como Laurent y Re­nán, que los materialistas más acérrimos, como Buckner y Moleschott, están conformes en que lo sobrenatural es un error, es una mentira, es un engaño, una ilusión de la fe.

« No hay sobrenatural», dice Renán. « Desde que hay »ser, todo lo que ha pasado en el mundo de los fenómenos »ha sido el desarrollo regular de las leyes del ser; leyes que »no constituyen más que un solo orden de gobierno: la na­turaleza, sea física ó moral. Decir sobre ó fuera de las leyes »de la naturaleza en el orden de los hechos, es decir una «contradicción, como decir sobrediyino en el orden de las «sustancias.»

Por su parte, los teólogos dicen que la negación de lo so­brenatural es una verdadera locura, y defienden lo sobrena­tural con testimonios históricos de autoridad, y repiten en todos los tonos, poco más ó menos, lo que dice Bossuet en

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( I ) Etudes sur l'Histoire de l'Humanité. Tomo X V I I , pág. 498.

su discurso sobre la Historia universal: Dios para hacerse conocer en un tiempo en que la mayor parte de los hom­bres le había olvidado, hizo milagros asombrosos y obligó á la naturaleza á salir de sus leyes más constantes, mos­trando de este modo ser él, el Señor absoluto, y que su vo­luntad es el único lazo del mundo.

Para ver de qué lado está la sin razón, menester será proceder de un modo que no sea el de los teólogos ni el de los científicos; porque decir lo que dicen estos últimos; manifestar, como Laurent ( i ) , por ejemplo, un santo horror á lo sobrenatural, á causa de los crímenes, de las locuras, de los errores que ha engendrado en el mundo esa funesta creencia, como él la llama; recordar las hogueras de la In­quisición y los dogmas para él absurdos del Catolicismo; y deducir de todo ello que es falso lo sobrenatural, no es de­cidir la cuestión.

¡Qué creencia, en efecto, no ha dado lugar á crímenes, errores y locuras!

No es buen modo de razonar querer probar la falsedad de una creencia por los abusos que pudo originar. No hay una verdad, no hay apenas principio social ó religioso que no haya producido crímenes, disturbios ó locuras. La liber­tad, el derecho, la razón, la monarquía, la república, el cristianismo, la idea de Dios... ¡Cuan mal entendido fué todo esto, y cuantos crímenes, absurdos y locuras originó también!

¿Podrá deducirse de ello que la libertad, el derecho, la razón, son falsedades?

Y ya que para juzgar una creencia se hacen aparecer los perjuicios que causó, justo será traer á colación sus bene­ficios. Nadie ignora la influencia de las religiones en la cul­tura humana, y nadie desconoce la intervención que tuvie­ron en la conducta de los pueblos antiguos; pues bien; ha-

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( i ) S T U A R T M I L L . Aug Comteet le positivisme. Trad. franc, pág. 1 5 .

blar de religión en la historia, es hablar de lo sobrenatural, porque toda religión histórica está fundada en esta creen­cia. ¿Y no es la religión la que formó el carácter y domó la fiereza salvaje de los primeros hombres?

Puede asegurarse, pues, en vista de ésto, que el bien causado supera en mucho al mal.

Pero esta cuestión de utilidad no importa nada. Son úti­les á veces los más grandes errores. No es lo esencial que la verdad sea útil, sino que sea verdad.

¿Es verdad lo sobrenatural? Veamos ante todo, cómo aprecia lo sobrenatural la más

inteligente escuela del positivismo, y si es cuestión tan re­suelta como algunos creen, porque entonces sería tiempo perdido debatirla.

«El modo positivo de pensar, dice Stuart Mili (i), no es «necesariamente una negación de lo sobrenatural, sino que «le rechaza al origen de todas las cosas. Si el Universo tuvo «principio, este principio, por las condiciones mismas del «caso, fué sobrenatural; las leyes de la naturaleza no pueden «dar cuenta de su propio origen. El filósofo positivista que-»da en libertad de formar su opinión respecto de esto, con-»forme al peso que conceda á las marcas llamadas de de-«signio.»

«El valor de estas marcas es á la verdad una cuestión «para la filosofía positiva, pero no es cuestión sobre la cual «los filósofos positivistas estén necesariamente de acuerdo. «Es una de las equivocaciones de Comte no dejar nunca «cuestiones abiertas. La filosofía positiva sostiene que, en «los límites del orden existente del Universo, ó más bien, de »¿a parte que tíos es conocida, la causa directamente deter-«minativa de cada fenómeno es natural, no sobrenatural.

«Es compatible con este principio creer que el Universo «ha sido creado y aun que es continuamente gobernado

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(i) Essais et Traites sur divers sujets, por David Hume. Essai sur les miracles. T . III, p. 1 1 9 á 1 4 5 . Bâle, 1 7 9 3 .

«por una inteligencia, siempre que admitamos, que el go­bernador inteligente se somete á leyes fijas, que no son «modificadas ni contrariadas sino por otras leyes del mis-»mo orden que nunca fueron derogadas por él de una ma-»nera caprichosa ó providencial.

«Cualquiera que mire todos los acontecimientos como «partes de un orden constante, siendo cada uno de estos «acontecimientos el consiguiente invariable de algún ante-«cedente, condición ó combinación de condiciones, éste, «acepta plenamente el modo positivo de pensar, sea que «reconozca ó no reconozca un antecedente universal del «cual todo el sistema de la naturaleza fué originalmente «consecuencia, y sea que este universal antecedente sea «concebido como una inteligencia ó no.»

E s , pues, cuestión abierta, la cuestión de lo sobrenatu­ral y vamos á estudiarla:

Es un principio de crítica admitido en la ciencia y en la filosofía desde la época de David Hume: que « no hay tes-»timonio que valga cuando se trata de probar un hecho que «se realiza fuera de los límites de lo natural.»

La ciencia rechaza, en efecto, los más respetables testi­monios, siempre que pretendan afirmar algún fenómeno que no sea perfectamente natural. La confianza que tienen en aquel principio sabios y filósofos, descansa en el céle­bre razonamiento de Hume contra los milagros. Los histo­riadores y los críticos lo han aceptado como los naturalis­tas y fisiólogos. A su sombra se han hecho los modernos estudios, lo mismo en las ciencias morales que en las físicas.

Es ciertamente un poderoso razonamiento en la aparien­cia, y así se concibe que haya ejercido una influencia tan grande y pertinaz.

«Es la experiencia sola, dice Hume ( i ) , la que da auto-

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»ridad al testimonio humano, y la misma experiencia es la »que nos atestigúalas leyes de la naturaleza. Cuando pues, »estas dos clases de experiencia están en contradicción, «nosotros no tenemos otra cosa que hacer sino excluir una »de ellas y crearnos una opinión en uno* ú otro sentido, se-«gún la seguridad que nos da el resto de la sustracción. En «virtud del principio que acabo de sentar, ésta operación «aplicada á todas las religiones populares conduce á su «completa anulación. Nosotros podemos, pues, establecer «corno máxima, que ningún testimonio humano puede va-»ler bastante para probar un milagro y para servir de fun-«damento legítimo á ningún sistema religioso».

Es decir, «que cuando se adquiere la prueba de que los «desórdenes aparentes del universo no son más que las pul-«saciones periódicas é intermitentes de un orden oculto que «obra lentamente; cuando se ve que un examen repetido y «minucioso no revela jamás solución de continuidad en la «cadena de las causas y de los efectos; y que el edificio en-»tero de nuestra fe reposa en la continuación de este or-«den; debe exigirse á los que quieran imponer á nuestras «creencias la admisión de interrupciones reales de este or-»den de la naturaleza, que produzcan en favor de su opi-«nión pruebas, cuya fuerza iguale ó supere á las que han «fundado nuestra convicción».

Tal es el argumento esencial del célebre «Ensayo sobre los milagros», tenido siempre por irrefutable. Desde enton­ces, fué una regla absoluta de la crítica no citar en las rela­ciones históricas hechos milagrosos, y la ciencia comenzó á despreciar y á tener por ilusorio, falso ó producto de la impostura, todo hecho que no estuviera conforme entera­mente con el orden ya conocido de la naturaleza. En este criterio se han inspirado hasta hoy, casi todas las obras de crítica histórica y de filosofía científica. El método entero se ha llegado á empapar en él de tal manera, que sería te­nido por loco ó mentecato el que se atreviera á sacar á pía-

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za un hecho extraordinario que se separase en un ápice de lo natural conocido por los sabios.

«Mientras no se nos pruebe lo contrario, dice Renán en su «introducción á la Vida de Jesús, nosotros mantendremos «estos principios de crítica histórica: que un relato sobre-«natural no puede admitirse en tal concepto, porque impli-»ca siempre credulidad ó impostura, y que el deber del his-«toriador consiste en desmenuzarle y en separar con esme-»ro la parte verídica que en él se halle mezclada con el «error».

En esta especie de anatema que las escuelas científicas han fulminado contra lo sobrenatural, se han olvidado de una cosa que recomienda mucho el más reputado, acaso, de sus maestros, el ilustre Herbert Spencer, y es: el alma de verdad que hay en las cosas falsas.

Las creencias que, como lo sobrenatural, se mantienen vivas en la humanidad y son casi universales, le inspiran gran respeto.

«Si admitimos, dice, que las probabilidades están siem-«pre en favor de la verdad, ó al menos, de la verdad par-«cial de una convicción, debemos reconocer según las más «grandes probabilidades algún fundamento á las conviccio­n e s poseídas por un gran número de individuos. Las ideas «falsas eliminadas deben dejar al juicio general un aumento »de valor.

»Yo quisiera poner en claro una verdad más general, que »nosotros nos inclinamos á pasar por alto, y es, que las acreencias más opuestas tienen de ordinario un principio »común, y que si este principio no debe ser admitido como «una verdad incontestable, se le puede, no obstante, conce-»der la mayor probabilidad.

»Cuando un postulado como el que acabamos de encon-»trar, añade (este postulado es la necesidad de alguna su-sbordinación, extraído como alma de bondad de las muchas «teorías políticas), no es afirmado con conciencia, sino im-

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»plícitamente, y como sin saberlo, y esto no solamente por »un hombre ó una sociedad, sino por numerosas socieda-»des que difieren de mil y mil maneras por sus otras creen-»cias, posee una certeza cuya fuerza supera la de los otros. »Cuando el postulado es abstracto y no reposa sobre una »experiencia concreta común á la humanidad entera, sino »que, implica una inducción sacada de un gran número de »experiencias diferentes, podemos decir que su certeza le »coloca al lado de los postulados de las ciencias exactas».

¿No se halla en este caso la creencia universalmente ex­tendida de lo sobrenatural?

Nosotros no podemos hacer nada mejor que recomendar la lectura de Los primeros principios, de Spencer, á los hombres de ciencia y á los filósofos que parecen olvidarlos ó desconocerlos. Allí encontrarán perfectamente probado que, en las opiniones que parecen absoluta y radicalmente malas, hay siempre algo bueno, y verán indicado el méto­do que debemos emplear para sacar lo verdadero de lo falso.

Este método consiste en comparar todas las opiniones del mismo género; en poner aparte como arruinándose mu­tuamente , más ó menos, esos elementos especiales y con­cretos que producen el desacuerdo de las opiniones; en ob­servar lo que queda después de la eliminación de esos ele­mentos discordantes, y en encontrar por este residuo una expresión abstracta que permanezca verdadera en todas sus modificaciones divergentes.

Si, según estas reglas del método positivo, quisiéramos sacar el alma de verdad ó de bondad que puede tener esta creencia de lo sobrenatural, veríamos que, así como entre las diferentes creencias religiosas llega Herbert Spencer á descubrir la existencia de un misterio absoluto en el que todas están de acuerdo, así también de todas las narracio­nes, cuentos, leyendas y casos maravillosos, tenidos por so­brenaturales en todos tiempos y por todas partes, se pue-

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de deducir que hay algo invisible y desconocido, pero efec­tivo y capaz de producir fenómenos extraordinarios que no pertenecerán precisamente al orden natural ya conocido.

Partiendo, pues, de la universalidad de esta creencia, el argumento de Hume pierde toda su fuerza y se refuta bien.

Esa universalidad no necesita pruebas; la historia anti­gua y la etnología moderna la confirman. Los que duden de ella pueden leer la obra del etnógrafo positivista inglés Edward B. Tylor para convencerse de que la creencia en lo sobrenatural es una creencia universal.

Por consiguiente, el testimonio que afirma lo sobrenatu­ral es tan universal, puede decirse, como el que afirma la invariabilidad y constancia de las leyes naturales, y estos dos testimonios se equilibran sin que apenas quede el resto de sustracción que Hume pretende, porque ya no es un solo testimonio afirmando lo sobrenatural únicamente, lo que se ha de restar del testimonio universal que certifica la regu­laridad y fijeza de las leyes naturales, sino que todos los testimonios que en el mundo han afirmado y afirman lo so­brenatural, se han de oponer y pesar enfrente de los que aseguran la inmutabilidad de las mismas leyes. Esto sólo bastaría para deshacer el argumento de Hume, que en úl­timo extremo no se funda más que en la oposición de un testimonio universal á un testimonio individual; pero hay más: al conceder á ese testimonio universal de la invariabi­lidad de las leyes de la naturaleza el carácter de tal, se ha concedido más de lo que podía concederse, porque la inva­riabilidad de las leyes naturales nunca puede ser objetó de testimonio, siendo la vida humana y el período histórico de tan corta duración para poder observar una serie tan com­prensiva como es la regularidad indefinidamente continua de aquellas leyes. Impropiamente, pues, ha llamado Hume testimonio á lo que sólo puede considerarse como una pre­sunción lógica ó una hipótesis racional.

Tenemos, pues, una suposición bastante bien fundada,

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que establece una creencia general en la invariabilidad de las leyes naturales, enfrente de un conjunto de testimonios innumerables que da origen á otra creencia, no menos ge­neral, en la falta de regularidad y fijeza de aquellas leyes, es decir, en lo sobrenatural.

Cada uno de los testigos que afirman la regularidad de las leyes, sólo puede asegurar la existencia de esa regula­ridad, durante su propia vida, y respecto de la pequeña parte de fenómenos que, en el sitio ocupado por él en el es­pacio, le fué dado observar. Esta clase de testimonios es, pues, insuficiente para probar la regularidad evi-eterna de las leyes; y aunque esta especie de testimonios sea todo lo universal que se quiera, de nada sirve para demostrar una regularidad que puede verse interrumpida en tiempos y lu­gares donde no llega la observación. Por el contrario, los testimonios que afirman la irregularidad se limitan á ates­tiguar un hecho irregular visto ó presenciado por ellos, pura y simplemente. Es indudable que estos testimonios tienen un carácter de suficiencia que no puede concederse á los anteriores. A s í , profundamente considerada la cues­tión , quedan sin duda en peor lugar los paludarios del or­den natural que los del sobrenatural; pues estos últimos pueden dar testimonio ó tener experiencia de un hecho con­trario á la regularidad de las leyes, si es que afecta sus sen­tidos, mientras que los otros no afirman hecho determina­do alguno, sino una sucesión lógica, regular, cuya duración, alteraciones y cambios periódicos irregulares, si los tuviese, no podrían conocer, dada la cortedad de la experiencia hu­mana.

Un hecho irregular, maravilloso y que contradice la in­variabilidad de las leyes de la naturaleza, puede ser, ocu­rriendo, objeto de testimonio; mas, una ley natural nunca puede ser atestiguada invariable, sino en hipótesis. Es la diferencia.

Contra el testimonio del hecho sobrenatural, sólo puede

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oponerse la suposición de la invariabilidad de las leyes na­turales.

De un lado, pues, tenemos una suposición, y del otro, un testimonio; siendo las dos creencias, en la regularidad y en la irregularidad, universales. De las excepciones de universa­lidad, no hay que hacer caso. Toda creencia universal tie­ne su negación en el estado errático. Es lo que sucede á la creencia en lo sobrenatural, negada por los críticos y sabios.

Reducida la cuestión á los dos términos, no falta más que hacer esta pregunta: ¿Cuál es mejor fundamento de certe­za : una suposición ó un testimonio?

Si el testimonio, la cuestión es resuelta, y el razonamien­to de Hume es un error.

La fuerza de este razonamiento consiste precisamente en poner una suma incontrastable de valores (conjunto univer­sal de testimonios afirmando el orden natural) enfrente de un hecho maravilloso, aislado y apoyado por unos pocos testigos.

En este caso conserva toda su fuerza el argumento; pue­de decirse, en efecto, que está en proporción del infinito á cero, ó poco menos. Pero no es esto lo que hay que com­parar, sino la creencia en el orden natural con la creencia universal también, en el orden sobrenatural. Creencia uni­versal por creencia universal, ¿á qué queda reducida la fuer­za del argumento? A cero.

Teniendo en cuenta, ahora, que esta creencia universal en lo sobrenatural, como toda creencia de este género, ha de tener un alma de verdad, los hechos particulares incluí-dos en ella deben ser apreciados y respetados y a , como posibles. Un milagro, pues, deja de ser por eso mismo, in­creíble y despreciable, pudiendo ser manifestación de una ley, si no sobrenatural precisamente, desconocida á nuestra experiencia, y parte del alma de verdad de la creencia. Lue­g o , un milagro es posible, probable y hacedero dentro de

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un orden desconocido, pero creído, llámese sobrenatural ó como se quiera.

No tienen razón, pues, la ciencia ni la crítica histórica, para negar todo valor á un hecho milagroso, como produc­to siempre de la impostura; y aquella regla absoluta de la crítica que á ello les obliga, está en abierta oposición, como acabamos de ver, con el mismo método positivo.

Una verdadera regla de crítica histórica y científica debie­ra ser, no ocultar ni despreciar ningún hecho por inverosímil ó maravilloso que parezca ante la opinión del sabio ó del his­toriador. No deben someterse los hechos, de antemano, á juicio prematuro, porque toda opinión puede ser falsa y toda crítica estrecha; y hechos se habrán ocultado ya segura­mente , que hubieran podido tener gran transcendencia, de no haber sido tan ligeramente juzgados imposibles.

Dejar de registrar un hecho por creerlo improbable ó por temor á la crítica, como hoy sucede, que ya nadie se atre­ve á contar ni escribir hecho ninguno, que de lo natural or­dinario y conocido se separe, es estancar la ciencia, desfi­gurar la historia, y secar las mejores fuentes de la poesía, sumiendo la vida en grosera realidad y dejando el alma sedienta como carabana sin agua en el desierto.

Si aplicando á la historia el método de David Hume se prefiriese siempre un testimonio que pareciese probable á otro que no lo fuese tanto, muy mala había de resultar la tal historia. Si sólo se admitiesen en ella fenómenos proba­bles á juicio de una crítica naturalista y ordinaria, por ejem­plo, se perdería seguramente la explicación de todos los movimientos religiosos de la humanidad.

No quiere decir esto que se acepten como verdaderos todos los testimonios; sería absurdo; pero sí, aquellos, cuyo juicio sano, percepción clara y honradez escrupulosa, hacen el testimonio verdaderamente incontrovertible, por más que afirmen cosas ó sucesos extraordinarios.

El hombre, á no ser cuando motivos egoístas ó malicio-

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sos se lo impiden ó cuando una enfermedad como la histeria vicia su razón, prefiere siempre la verdad á la mentira. No hay razón alguna que prohiba la aceptación de un testimo­nio, porque los hechos sean excesivamente improbables. Las leyes á que obedece el pensamiento nos llevan á admitir las cosas increíbles cuando están bien atestiguadas. No puede ne­garse nunca en principio la validez del testimonio humano; y no hay cosa, por improbable que se suponga, que no quepa dentro de la posibilidad. Las ciencias mismas lo reconocen así: se aceptan provisionalmente proposiciones improbables, hasta que quede demostrado lo contrario por la reducción á lo absurdo; en matemáticas se admite, sin inconveniente, que la línea recta puede cortar una circunferencia en más de dos puntos. Esta creencia provisional de lo improbable es de necesidad absoluta en la ciencia y en la filosofía, si no han de permanecer estacionadas. El desprecio de los testimonios improbables es, por lo tanto, infundado y muy perjudicial.

«Aunque todo París, dice Diderot en sus Pensamientos »Filosóficos, me asegurase que un muerto acaba de resuci­t a r , yo no lo creería de ningún modo. Que un historiador »se haga cómplice de una impostura ó que todo un pueblo »se engañe no son prodigios».

Es decir, que es más fácil que se engañe un pueblo en­tero, que suceda un milagro.

Este parecer de Diderot no es más que una reproducción de este otro de Hume: «Los hombres pueden engañar ó »ser engañados, antes que las leyes de la naturaleza sean «violadas.»

Desde luego se ve,que la fuerza del argumento que en­vuelven estas dos opiniones, estriba toda en la regularidad y fijeza de las leyes naturales; pero la de Diderot, en el modo de exponerla, se presta á confusiones: un pueblo puede engañarse en la apreciación de la verdadera muerte de un hombre; y siempre será lo más prudente y juicioso

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•creer que el hombre no estaba realmente muerto, si es que volvió á la vida. Esta clase de testimonios de muertos re­sucitados deben descartarse, por lo difícil que es probar la muerte. Si se cambia, pues, el ejemplo maravilloso del ar­gumento, se ve que pierde su fuerza. Tan difícil es, en efec­to, que un pueblo entero asegure la aparición materializada y visible de un espíritu, ángel ó demonio, como la resurrec­ción de un muerto; y, sin embargo, en este caso, ya no sería prudente y juicioso despreciar el testimonio de un pueblo entero; por lo menos, procuraría indagarse la causa que pudo dar motivo á una ilusión tan grande; pero de no encon­trarla, y en presencia de testimonios tan numerosos y con­testes: hombres de respeto, sabios, magistrados, filósofos y grandes personajes, incrédulos y creyentes, escépticos y ateos, en fin, lo que todo París encierra de ilustrado y serio, el mismo Diderot, á pesar de su prejuicio, creería sin duda; y si no creyese, daría prueba de no tener bien organizada su cabeza, porque, después de todo, el conocimiento que de la regularidad y constancia de las leyes naturales pudie­ra tener, 110 basta para aniquilar un testimonio tan grave y numeroso, tanto más, cuanto que el hecho maravilloso bien podría realizarse sin violar las leyes de la naturaleza, obedeciendo á alguna otra ley natural desconocida. Esto es lo que un hombre de juicio pensaría, y esta ley desconoci­da es la que procuraría buscar antes de negar el hecho y de dar patente de locura ó mala fe á más de un millón de personas cuerdas y sensatas. No hacerlo así, es empeñarse locamente en saberlo todo; es creerse posesor de todos los secretos de la naturaleza, y es elevar su ciencia con fatuo orgullo sobre el poder superior que preside esta divina y admirable creación. El día en |que la ciencia diga y de­muestre que conoce todas las leyes de la naturaleza sin faltar una, ese día tendrán sus hombres el derecho de negar todo hecho maravilloso; negarlo antes, es dar pruebas de una maliciosa sencillez verdaderamente rústica.

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( I ) . Froude S/iorí Studes of Theological dificulties, pág. 2 2 6 .

«Cuando la gente, dice Froude ( i ) , cuenta tan maravi­l losas historias, debemos contentarnos con sonreír sin salir »de nuestro camino á examinarlas».

Es la misma actitud de indiferencia profunda con que el aldeano oye contar los esplendores de la corte, ó ponderar el tamaño de los astros ó la velocidad con que corre la tie­rra por segundo. También sonríe con lástima de los que le tienen por tan crédulo.

Alardear de conocerlo todo; negar los hechos á despecho de los mejores testimonios; decir á Dios, á la naturaleza ó á las fuerzas inteligentes y misteriosas de la creación: «no podéis hacer eso; no pasaréis de aquí» implica la más gran­de ignorancia unida á la soberbia más monstruosa. Así, esta cuestión de lo sobrenatural, planteada de una manera ab­soluta en la ciencia y en la teología: afirmando ésta, en ab­soluto, lo sobrenatural, y negándolo aquélla también en ab­soluto, no puede dar lugar sino á una tautología sin resul­tado alguno; porque, después de todo, que el fenómeno maravilloso esté dentro ó fuera de la naturaleza importa poco; ni nadie sabe positivamente si hay límites de cuali­dad ó cantidad en la naturaleza. La cuestión por este lado es irresoluble, como todas aquellas en que se habla de lo que nadie sabe, ni es posible que sepa. Lo que importa sa­ber es, si puede haber hechos maravillosos; que una vez esto averiguado, que el milagro sea natural ó sobrenatural es lo de menos.

El carácter esencial de todo hecho maravilloso, no es el de ser sobrenatural, sino el de ser producido por fuerzas ó poderes misteriosos y leyes desconocidas. Lo sobrenatural, si es que existe, quedará siempre muy por encima de los alcances hnmanos. Nosotros, por dar gusto á la ciencia, va­mos á partir del supuesto: que no hay sobrenatural, y que Dios mismo está incluido y encerrado en la naturaleza, lo

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•cual en nada perjudicará, estamos seguros, á la prueba de su existencia hipotética.

Los fenómenos tenidos por sobrenaturales deben ser, pues, considerados y definidos en buena lógica, como fenó­menos producidos en condiciones extraordinarias y en vir­tud de leyes desconocidas, cuyos efectos pueden contrarres­tar ó suspender los de las leyes conocidas, marcando así el carácter maravilloso á causa de nuestra ignorancia. No hay •derecho á considerarlos de otro modo.

Declarar un fenómeno sobrenatural es tanto como decla­rar que se conocen los límites del poder de la naturaleza, los cuales nadie puede jactarse de conocer. Despreciar un hecho por sobrenatural es hacer caso de los que así lo cla­sifican , y abandonar su estudio porque otros lo han estu­diado mal. Teólogos y sabios afirman y niegan por consi­guiente, más de lo que pueden afirmar y negar.

Convertido de este modo lo sobrenatural en supracientí-fico, no hay motivo ya para negarlo, pues la ciencia está muy lejos de tener la clave de todas las leyes que pueden regir el Universo. La ciencia, como quien dice, está en man­tillas, y lo estará siempre, por mucho que adelante, en re­lación con la infinidad del Universo. Querer saberlo todo en este pequeño planeta que habitamos, es una pretensión más loca, que querer averiguar el contenido de un libro, leyendo un solo renglón.

C A P Í T U L O V I I

EL MILAGRO

El error científico y el error religioso son bien visibles ahora: los sabios creen el milagro imposible, porque los teólogos lo tienen por sobrenatural, y los teólogos lo creen sobrenatural, porque los sabios lo consideran imposible en la naturaleza.

Es preciso, pues, demostrar á unos y á otros, la posibili­dad del milagro natural, y que el carácter esencial de lo milagroso no consiste en ser sobrenatural, sino en ser mis­terioso y desconocido.

A propósito de esto, pueden leerse las agudas insinuacio­nes que se le ocurren á Tomás Carlyle en su humorístico libro « Sartor Resartus » ( i ) :

«Profunda ha sido y es, dice, la significación de los mi­lagros , mucho más profunda acaso de lo que se imagina. »Tal vez sea la cuestión de las cuestiones.

«¿Qué tiene de particular un milagro? «Para el olandés Rey de Siam, un cerrión ha sido un mi-

«lagro. El que haya llevado consigo una bomba de jabón ó

( I ) Carlyle. Sartor Resartus. Natural supernaturalisme. Cap. V I I I . London, 1 8 6 9 .

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»un frasco de éter vitriólico pudo haber hecho milagros entre »ciertas gentes. Para mi caballo que desgraciadamente es »menos científico aún que estos salvajes ¿no obro yo un mi-»lagro, una especie de mágico: Sésamo ábrete, cada vez que »tengo el gusto de pagar dos peniques para que se abra el «infranqueable portazgo?

»Pero un milagro real y verdadero ¿no es simplemente la «violación de las leyes de la naturaleza, preguntarán algu-»nos? A quienes yo contesto por esta nueva cuestión ó »pregunta:

«¿Qué son las leyes de la naturaleza? «Para mí, acaso, la resurrección de un muerto no es una

«violación de estas leyes, sino una confirmación. »Pero la más profunda noción de ley de la naturaleza

»¿no es que sea constante? grita una ilustrada clase. «Probablemente, sí, mis buenos amigos; pues yo debo

«creer que el Dios de quien los antiguos hombres inspirados «afirman no tener variación ni sombra de cambio, jamás «cambia en efecto; y que la Naturaleza, que el Universo, «al cual no se puede impedir á nadie llamarlo máquina «si bien le parece, debe moverse por reglas inalterables. «Pero, ahora, volveré yo á mi vez á la anterior pregunta: «¿Cuántas de estas mismas inalterables reglas que forman «el libro completo de los Estatutos de la Naturaleza, habrá «por ventura?

«Ellas están escritas en nuestros trabajos de ciencias, »decís, en los acumulados recuerdos de la experiencia del «hombre. ¿Estaba el hombre entonces, presente en lacrea-«ción, para ver todo lo que allí sucedió?»

El más sorprendente milagro puede, en efecto, conce­birse como natural, si se comprende á Dios presente en la naturaleza, dueño de la fuerza, actuando en todo.

La misma resurrección de un muerto deja de ser enton­ces una cosa tan estupenda como parece á muchos.

Si una medicina, obrando dinámicamente, puede dar la

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salud á un moribundo, Dios ¿no podrá disponer de otra pe­queña fuerza para dar al cadáver movimiento y vida?

¿Ha de tener El menos poder que algunos pocos miligra­mos de aconitina?

Pero mientras queda un resto de vida, la vuelta á la sa­lud es naturaj, se dice; en tanto que un cadáver no puede resucitar sin sobrenatural milagro; la ley es inmutable.

¡Otra vez la inmutabilidad! ¡Bah! El conocido autor de la máquina de calcular, Carlos Babbage, ha demostrado en un curioso libro, que se puede construir una máquina tal, que después de haber funcionado durante largo tiempo de una manera regular, puede de repente presentar un extra­vío y recobrar en seguida su regularidad primera sin volver­se á desviar de ella después. De aquí sacaba él en limpio, que una derogación aparente de los procedimientos físicos de la naturaleza es enteramente compatible con la ¡dea fun­damental de ley.

Por eso hace notar Jevous ( i ) «que si semejantes ocu­rrencias pueden entrar en el designio de un artista huma-»no, está ciertamente en manos del artista divino dirigir ta-»les desviaciones de la-ley en el mecanismo de los átomos »ó en el edificio celeste.»

Y es bien razonable y sensato creer, ya que con una má­quina suele compararse el Universo, que no ha de ser infe­rior á la máquina de Babbage.

Hay quien se asusta, sin embargo, de las consecuencias que este modo nuevo de ver las cosas pudiera ocasionar.

¿Qué sena, se dice, de la firme seguridad y confianza que en nosotros infunden la regularidad y constancia de las leyes naturales que sirven de partida á todos nuestros pro­pósitos y cálculos, si eso fuese cierto? Nuestra inteligencia quedaría confundida y desequilibrada. Y a no se sabría qué pensar del mundo, ni de la ley, ni de los hechos. Esto se

( 1 ) PH/itipits ,>/ Science, vol. II, pág. 438.

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convertiría en una especie de magia, de la cual nada posi­tivo, cierto y seguro se podría sacar.

Poco á poco, señores; nuestra inteligencia, si bien un poco conmovida de pronto por el aparente quebrantamien­to de la ley, volvería á recobrar en seguida su equilibrio, con sólo echar á un lado la antigua preocupación de la má­quina absolutamente regular é inmutable, y suponer que un hecho tan extraño dependería á su vez de un orden natural también, aunque desconocido. Con esto sólo llegaríamos á ver el. hecho portentoso con admiración, sí, pero sin terror ni confusión. Después de todo, los hechos prodigiosos y desco­nocidos no son tan ordinarios, ni suspenden tan á menudo el curso de las otras leyes naturales, que den motivo á per­der la confianza que con su constancia nos inspiran éstas.

La piedra, abandonada en el aire, cae siempre al suelo; mas si alguna vez no cayese y se elevase, ó se quedase quieta, no habría por qué asustarse ni desconfiar de nues­tra inteligencia, ni perder la fe en el orden universal; bas­taría para nuestra tranquilidad suponer otra ley natural y perteneciente al mismo orden universal, pero desconocida, y actuando en condiciones que no hemos tenido ni ocasión ni tiempo de apreciar.

Nuestros cálculos y nuestras inducciones pueden seguir fundándose en lo conocido, y nuestra inteligencia conservar sus métodos. ¿De qué otro modo vivieron en el mundo pue­blos, á quienes tanto deben las ciencias y las artes, como los griegos, los egipcios, los árabes, sino creyendo en el milagro, en la irregularidad y falta de fijeza de las leyes? ¿Les fué peor por eso? Pero realmente el milagro no supo­ne esa irregularidad ni falta de constancia en las leyes na­turales; y como dice Spinoza, «un milagro no puede tener-»se por tal, sino en el concepto humano, ni significa otra «cosa más, que un fenómeno cuya causa natural no pueden «explicar los hombres por analogía con otros fenómenos «semejantes que habitualmente observan.»

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Esto simplifica mucho la cuestión por un lado, que es el de la ciencia, pero por el otro, que es el de la religión, el milagro significa mucho más de lo que Spinoza se figura; porque es preciso entonces atender á las circunstancias en que intervino el milagro y á las condiciones sociales del medio en que se realizó, para comprender toda su impor­tancia.

Cuando el hecho maravilloso coincide con su necesidad, esto es, cuando viene oportunamente á confirmar una opi­nión religiosa ó á autorizar un elevado carácter, entonces, si esta coincidencia tiene buenos y fuertes testimonios, la intervención de un poder superior inteligente parece ya in­dudable.

Spinoza no dejó de comprender esta consecuencia de la oportunidad y coincidencia del milagro, pero «como un mi­l a g r o , dice, no puede dar idea más que de un poder limi­t a d o , por grande que se le suponga, es imposible remon-»tarse de un efecto de esta naturaleza á la existencia de »una causa infinitamente poderosa. Lo más que puede in-»ducirse es que hay una causa superior al efecto inducido.»

Basta eso; porque la coincidencia del milagro prueba que esa causa superior es inteligente.

Pero esa' coincidencia, se dirá, ¿cómo se prueba? Fácilmente. Admitida la posibilidad de lo maravilloso

por la existencia innegable de lo desconocido, es preciso aceptar para los milagros las mismas pruebas y los mismos testimonios que para los otros hechos naturales.

Los milagros históricos son, pues, probables; sino tan probables como la conquista de las Galias por César, ó la muerte de Alejandro en Babilonia, tanto por lo menos co­mo los hechos de segundo ó tercer orden, como el destie­rro de Ovidio al Ponto, ó la entrevista de Diógenes y Ale­jandro.

Es preciso ser lógicos. No hay sobrenatural, se dice; pues bien, sea; pero hay siempre leyes desconocidas, y por

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consiguiente, hechos maravillosos; y habiendo hechos ma­ravillosos, las apariciones de Jesús, por ejemplo, después de crucificado y muerto, son probablemente ciertas, y pue­den ser una confirmación providencial de su doctrina.

Esta es la coincidencia. Debe recordarse, sin embargo, que doctrinas opuestas han obtenido la misma confirmación milagrosa, según las necesidades de los tiempos.

Por lo demás, Spinoza tiene razón en que el milagro no prueba la existencia de un poder infinito; pero si no es Dios ó no es infinito ese poder, para el caso es como si lo fuera. Si tan lejos se ha de llevar la impertinencia, nada queda en el mundo que pruebe lo infinito.

Es verdad que la categoría de infinito no tiene conse­cuencia moral de ningún género.

Es bien chocante que estando tan conformes en el modo de considerar el milagro los sabios y los teólogos, salga la guerra de esta misma conformidad.

La teología y la filosofía científica aceptan en el fondo la misma definición, que es la de Hume.

«El milagro, dice éste, es la violación de las leyes de la «naturaleza ó la trasgresión de una ley de la naturaleza »por una voluntad particular de la divinidad ó por la inter­vención de algún agente invisible.

«Debe haber, añade, en oposición al acontecimiento mi­lagroso, una completa conformidad de experiencia. Sin »esto no merecería el nombre de milagro.

»Ahora, como una experiencia uniforme equivale á una «prueba, se sigue que la existencia de todo milagro tiene »en contra de sí una prueba directa y completa; y una «prueba de esta naturaleza no puede ser destruida, y el «milagro no puede ser creíble, sino por una prueba contra-«ria que le sea superior.»

Toda la fuerza de su argumentación general va envuelta en estos renglones anteriores. Pues bien; si el milagro es una violación de una ley de la naturaleza; y si una ley de

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la naturaleza es, como la define Hume, una experiencia cons­tante y verificada de los hechos, tendremos que, por cons­tante verificación, podrán formularse así estas leyes: el hombre muere, el agua moja, el plomo cae, el fuego que­ma, etc., etc., y que la violación ó trasgresión de cualquie­ra de estas leyes será un milagro, según Hume y según todos los que le siguen.

Vamos á ver cómo conduce al absurdo este modo de razonar: un día se encontraron los sabios antiguos con un cuerpo, el amianto, que se resistió á la acción del fuego; la violación de la ley: el fuego quema, era evidente. Los sabios de aquel tiempo, discurriendo lógicamente, tomaron el amianto por cuerpo milagroso; le atribuyeron propieda­des mágicas y sobrenaturales; el médico Anexilao afirma que, puesto alrededor de un árbol, embota y hace imper­ceptible el ruido de los golpes del hacha; se le llamó amiantos, puro, y asbestos, inextinguible; envolvían en su tejido á los muertos, como dotado de maravillosa influen­cia, y el cadáver se quemaba dentro del tejido sin que éste sufriese lo más mínimo. Si los sabios de ahora se encontra­sen por primera vez con el amianto, ¿qué harían?

No relegarían seguramente á la fábula el amianto, ni ne­garían el hecho por maravilloso; y sin embargo, la viola­ción de la ley natural es manifiesta; pero así y todo, en­sancharían la ley; buscarían condiciones nuevas de expe­riencia; someterían el amianto á la acción del soplete, y el amianto se fundiría como los otros cuerpos.

Pues, todo esto, que es lo que hicieron, fué proceder sin lógica; porque una vez definido el milagro, violación de una ley, y definida la ley, experiencia constante, el amianto para ellos, debió ser siempre cuerpo milagroso y quedar eternamente reputado y negado como tal. Nada de ensayos para reducirlo á fusión; ni verlo, ni querer oir de él, como no quieren oir hablar hoy de los hechos maravillosos, era la conducta que los severos y absurdos principios de su

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crítica debieran imponerles. Y sino despreciaron el hecho del amianto que era una violación manifiesta de una ley natural, ¿por qué desprecian los otros hechos maravillosos, que, como el amianto se fundió al soplete, podrán ser redu­cidos también por el examen á hechos naturales?

Admitir con mala intención las definiciones teológicas del milagro es exponer la ciencia á una verdadera parálisis, suponiendo estúpidamente, que se ha hecho ya dueña de todas las condiciones en que pueden presentarse los fenó­menos; que conoce todas las modificaciones que pueden sufrir los cuerpos y los organismos; que ha hecho el inven­tario exacto de todas las leyes que rigen la naturaleza uni­versal. Esto sería el fin de la ciencia.

El error de sabios y de teólogos consiste pues, en haber dado al milagro un calificativo indemostrable, llamándolo sobrenatural.

Esto fué causa al mismo tiempo de dos graves males: del descreimiento científico, y de la excesiva credulidad religiosa, que hizo extensivo el milagro como dependiente de un poder arbitrario y extralegal, á casos bien inverosí­miles y algunas veces ridículos.

Cuando se cuenta, por ejemplo, que un muerto resucitó, y se afirma, sin detenerse apenas en la prueba, que este hecho es un milagro del orden sobrenatural, no debe ex­trañarse que el hombre de ciencia acostumbrado á compro­barlo y á verificarlo todo, caiga en el extremo opuesto, y niegue hasta la posibilidad del hecho y la existencia de lo sobrenatural.

Y sin embargo, la resurrección de un muerto no es más imposible que la incombustibilidad del amianto, ó la atrac­ción del hierro por el imán, ni probaría la existencia de lo sobrenatural, ni la violación de las leyes de la naturaleza.

«Es un milagro, dice Hume, la vuelta á la vida de un »hombre muerto, porque esto no ha sido observado en «ningún tiempo ni en ningún país.»

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Es decir, porque no ha sucedido nunca una cosa, no debe suceder jamás; puesto que el milagro, así concebido, para Hume es imposible.

Este modo de razonar provenía en él, como proviene en todos sus secuaces, de la noción que se hacen de la ley; mas una experiencia constante y verificada, todo lo larga que quiera suponerse, no prueba de ningún modo una uni­formidad eterna. Hay condiciones nuevas que pueden cau­sar en esa uniformidad secular un extravío.

Quien hubiera observado un pedazo de hierro durante miles de años, no hubiera podido nunca figurarse, sin mi­lagro sobrenatural é inconcebible, que aquel cuerpo pesado había de volar como ligera pluma, á la aproximación del imán.

Todo es así; no hay violación de ley en ningún caso; hay, sí, urja condición inesperada, desconocida y nueva, que suspende los efectos de la ley, y los sustituye con los de otra.

Tres ó cuatro mil años, que es lo más que abarca la ex­periencia humana registrada, no bastan pues, para asegu­rar la invariabilidad y la inmutable constancia de una ley.

Si el hombre tuviera la vida de una efímera, y la vida humana en la eternidad no es otra cosa, afirmaría sin duda, al oir un trueno, que era éste un milagro, y los Hu­mes efímeros que no hubiesen tenido la ocasión de oirlo, lo negarían con la mayor desfachatez por sobrenatural é increíble, y por la gran razón de que habían pasado milla­res de generaciones sin oir nunca semejante ruido allá en los cielos.

En vista de esto, ¿tiene el hombre motivo, puede pre­guntarse, para creer que el acontecimiento más raro y sor­prendente sea imposible por milagroso y sobrenatural? La dificultad consiste solo, en la apreciación del milagro; en saber distinguir lo nuevo de lo viejo, lo insólito de lo acostumbrado, lo ordinario de lo extraordinario, lo ficticio

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y aparente de lo verdaderamente maravilloso y nunca visto.

Si en épocas de credulidad y confianza ó ante un público sencillo y no muy ilustrado, un hombre, con todas las apa­riencias de cadáver, se deja enterrar y permanece varios días ó semanas dentro del sepulcro, para salir después cau­sando la admiración del vulgo, es natural que este hecho pase á las generaciones futuras como milagro histórico, y sin embargo, milagros de esta clase se están repitiendo á cada paso en la India, valiéndose de un fenómeno natural: el éxtasis cataléptico, producido por la hipnosis; y es pro­bable que en todo el Oriente fuese conocido este procedi­miento desde hace muchos siglos ó antes de la venida del Mesías.

Se ve bien, que la crítica, por esta aceptación en prin­cipio, del milagro, no tendrá menos por eso en,que poner sus manos.

Ni la definición de Hume, ni las definiciones teológicas del milagro, inclusa la de Santo Tomás: «Lo que se hace fuera de la naturaleza creada», pueden por consiguiente,, servir de base para una discusión racional ni para un acuer­do. Sería conveniente buscar una, que ninguno de los dos campos pudiera rechazar, y que sirviese de firme funda­mento á la concordia; pero entre las muchas que se han dado del milagro, no hay ninguna apenas que reúna todos los requisitos necesarios de una adecuada definición.

Para Voltaire, un milagro, «es la violación de las leyes matemáticas, divinas, inmutables y eternas.;

Spinoza había negado ya la posibilidad de los milagros sobrenaturales por esto mismo, diciendo: ;<Que si Dios obrase milagros, no sería inmutable y podría ser acusado-de ignorancia ó de impotencia.

Un cristiano tan convencido como el filósofo norteame­ricano, Teodoro Parker, no se atreve á creer en los mila­gros por el respeto que le inspira la perfección de las leyes

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7

divinas, que quedarían imperfectas, si se admitiese en ellas la más pequeña excepción.

En este punto razonan mejor los teólogos que los filóso­fos y sabios: Dios ha podido prever, dicen, de toda eterni­dad los hechos milagrosos y preparar las causas de su ma­nifestación cuando conviene.

Así pudo ser, en efecto; del mismo modo que dirige la evolución zoológica, por ejemplo, promoviendo la aparición de órganos nuevos en las variedades ó especies incipientes. Aunque la naturaleza no proceda por saltos, es indudable que hubo momentos en la vida de las especies en que se iniciaron en ellas nuevos órganos. El ala del pájaro, la co­lumna vertebral de los mamíferos y peces, principio tuvie­ron de seguro, antes que el ejercicio, el medio ambiente y la selección, lograsen darles más amplio desarrollo.

¿Habrá Dios cambiado por esto? ¿Podrá imputársele á cambio ó mutación, el haber na­

cido inesperadamente un carnero ancón, padre de todos los ancones conocidos y diferentes de los otros carneros, en una granja de los Estados Unidos?

Pues así como ha empezado esa especie nueva de carne­ros, han debido empezar todas las otras. Hay milagro en todos los orígenes, como en otras tantas creaciones.

¿Diremos que el plan creador cambia por eso? ¿No es más razonable creer que Dios ha previsto y re­

suelto desde el principio, que tal fenómeno, obedeciendo á causas naturales aunque desconocidas para el hombre, se cumpliese en el momento oportuno?

¿Perdería Dios por eso su inmutabilidad ideal que es lo esencial en El , puesto que inmutabilidad en el orden de las relaciones con sus criaturas que viven en el tiempo, es im­posible?

Y aun, ¿es irracional concebir que Dios tenga fuerzas en la naturaleza, de reserva, para emplearlas en el momento previsto y conveniente? ¿Es creíble que el dueño de las

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( 1 ) Compendio de Teología dogmática, por D . Vicente Solano, cura propio de Crustán, diócesis de Barbastro. Tomo II, pág. 1 4 6 .

( 2 ) Palingenesia filosófica, pág. 1 7 .

fuerzas las haya agotado todas en la naturaleza conocida? Los milagros, ha dicho Hegel, son efectos del imperio

del espíritu. Pues bien; el imperio interviene siempre en lo que le está supeditado.

Esta intervención irregular y milagrosa (para nuestra ig­norancia) es indispensable. Si no se ha visto así, es que se ha comparado la creación del universo á una máquina aca­bada y perfecta desde el primer instante, en vez de buscar más bien su analogía en una eterna obra de arte. Si hay una ley de evolución en la naturaleza, como nos aseguran las escuelas científicas, el Universo no es máquina compues­ta de repente y funcionando sin más necesidad de maqui­nista; es un magnífico drama interminable, en que Dios, pintor y poeta al mismo tiempo, trabaja de continuo, tras­ladando á los lienzos y á la escena, unas después de otras, las bellezas de un plan preconcebido.

En un modesto tratado de teología ( i ) encontramos por fin una definición bastante más exacta del milagro:

«Opus sensibile et divina cognitarum naturae legnm in •¡>casuparticulari, derogatorium; es decir: Operación sensi-»ble y divina, derogatoria de leyes naturales conocidas, en »caso particular.».

Nosotros no sabemos de donde habrá sacado esta defini­ción su autor el cura de Crustán, pero se parece bastante á la de Carlos Bonnet (2), para quien el milagro no era más que un acontecimiento maravilloso y estupendo, pro­ducto de la armonía desconocida pero natural de las leyes, y algo á la de Locke: «Operación sensible que supera la «capacidad de los espectadores y les parece contraria al cur-»so de la naturaleza, tomándola por operación divina.»

Mentar las leyes naturales conocidas, es tanto como su-

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poner ó conceder que hay leyes naturales desconocidas de las cuales puede ser efecto el milagro.

Si los teólogos aceptasen, con todas las consecuencias que encierra, la definición del cura de Crustán, sería una puerta abierta para pasar por ella los sabios y filósofos, porque la del teólogo Perrone, en sus Prwh'ctiones, donde funde en una la de Santo Tomás y la de Locke, no sirve para el caso; es esta:

«Operación sensible que por ninguna causa creada puede «efectuarse, y que, ciertamente fuera del orden natural «acostumbrado, nos conduce á lo divino.»

Esta definición de Perrone es hoy la más admitida en Teología. Aunque teólogos y sabios se hubieran propuesto en estos últimos tiempos ahondar más el abismo que los separa, no lo habrían podido hacer mejor.

Para nosotros, el milagro es un hecho admirable produ­cido por un poder superior, inteligente, en virtud de fuerzas naturales desconocidas, capaces de interrumpir los efectos de las leyes conocidas, en caso particular.

Ni la ciencia ni la teología debieran tener inconveniente en aceptar esta definición como base de ulteriores arreglos y composturas. En ella se afirma un poder superior inteli­gente, que es lo único que puede llegar á conceder la cien­cia; y partiendo de la analogía entre las operaciones mila­grosas y las artificiales humanas, reconocemos una fuerza natural desconocida, que interrumpe los efectos de alguna ley conocida, del mismo modo que el hombre suspende los efectos de una ley, haciendo intervenir los de otra ley. Elevar un globo en el aire, por ejemplo, es interrumpir el efecto de la ley de la gravedad, haciendo intervenir otra fuerza, otra ley de efectos contrarios: la elasticidad de los gases.

La distinción entre lo natural conocido y desconocido es .capital; porque todos los ataques, desde Hume hasta Re­nán , estriban en esta suposición tácita que se hacen de que

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todo lo natural es conocido; suposición falsísima que la ciencia no debiera apadrinar ni un solo instante, porque no sólo ignora hoy la extensión y límites de los poderes de la naturaleza, sino que ni siquiera llegará á conocerlos jamás completamente. Y que tal suposición es la base de toda esa clase de argumentos es evidente, pues si se confiesa que existe algo no conocido por la ciencia en la naturaleza, ese algo se ha de manifestar ó traducir en leyes y fenóme­nos desconocidos también.

Respecto á su verificación, cierto es que la mayor parte de los hechos que afectan el carácter de maravillosos, son casi siempre productos de condiciones anormales del orga­nismo humano, siendo esto causa de su difícil y. á veces imposible comprobación. Resultados de un conjunto parti­cular de circunstancias, que acaso no vuelvan á reunirse nunca, no hay motivo para tratar de embaucador ó embus­tero al observador ó testigo, si los hechos no se reproducen en igualdad de condiciones; ni derecho á exigir en ellos una publicidad que lo excepcional del caso pocas veces consiente. No es fácil que vuelva á hallarse otro hombre en las circunstancias y en el estado de espíritu en que se halló San Pablo en el camino de Damasco; ni otra mujer en la disposición de ánimo y de temperamento en que vi­vieron María Magdalena, Teresa de Jesús ó Juana de Arco. Querer que se repitan á pedir de boca en cualquier sujeto, los fenómenos que en ellas se manifestaron, eso sí que se­ría quitar á las leyes su regularidad y á los hechos sus con­diciones. Se comprende bien, por otra parte, que pueda haber hechos de excepción y privilegio propios de un alto y particular destino, que no tengan comprobación posible por faltar la condición esencial: el sujeto mismo.

He aquí por qué nos parece tan vulgar y ramplona esta observación de Renán en su Introducción á los Apóstoles: «¡Un milagro en París pondría fin á todas las dudas! Pero »¡ay! ¡esto no sucede nunca!

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»Jamás se ha verificado un milagro ante el público á «quien convendría convertir, es decir, ante los incrédulos. »La condición del milagro es la credulidad del testigo. No »ha ocurrido ningún milagro ante aquellos que podrían dis­cutirlo y criticarlo, y de esto no hay una excepción. Cice-»rón lo dijo muy bien en su buen criterio y acostumbrada «sutileza: ¿Desde cuándo ha desaparecido esa fuerza secre­sta? ¿Será desde que los hombres han llegado á ser menos «crédulos?»

Y sin embargo, decimos nosotros, apenas habían pasado dos generaciones después de Cicerón, empezaron á menu­dear los milagros en Roma como nunca. ¿Qué diría Renán si supiera, que á su lado está el mundo lleno de hechos pi'odigiosos, de milagros, sin él saberlo y sin quererlo creer?

Por lo demás, decir que esos hechos no ocurren nunca delante de los que pueden discutirlos y criticarlos, es como exigir al poder superior que los promueve, una entrada gratis para el espectáculo, en el cual ninguna falta le hacen esos críticos, puesto que consigue su objeto perfectamente sin ellos.

SEGUNDA PARTE

LO MARAVILLOSO EN LOS ESTADOS ANORMALES

DEL ORGANISMO HUMANO

C A P Í T U L O I

LO MARAVILLOSO EN LA ALUCINACIÓN

La alucinación es una especie de panacea de casi todas las ignorancias respecto de lo maravilloso. En diciendo alucinación está dicho todo, y se cree ya la cosa explicada. Nada tan común y corriente como oir á médicos, fisiólogos y críticos, achacar á la alucinación la mayor parte de toda una clase de fenómenos que no entienden.

¿Qué es pues, la alucinación? Debemos suponer que sea una cosa perfectamente cono­

cida y explicada. Pero las escuelas distinguen la ilusión de la alucinación,

y vamos á ver esta diferencia. La ilusión tiene siempre por punto de partida una im­

presión real, pero con error de algún sentido; la alucinación es más independiente de los cuerpos, y radica principal­mente en la imaginación; así, cuando se toma por la noche un árbol por un fantasma, hay ilusión; mas, cuando se re­presenta uno tan vivamente el rostro de un amigo ausente, que se cree verlo por un instante, hay alucinación. Esta distinción de los alienistas modernos es capital.

Puede, sin embargo, fundarse la alucinación en algo real, como cuando vemos en los pliegues de una cortina, por

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ejemplo, las facciones ó la expresión de una persona. La alucinación es completa, cuando, sin influencia ninguna ex­terior, la imagen mental se proyecta fuera ó se exterioriza en el concepto de la persona alucinada. Es decir, que las alucinaciones son psico-sensoriales ó puramente psí­quicas.

Cuando son incompletas, se dice, pueden tener su punto de partida en algún desorden de las regiones periféricas del sistema nervioso, es decir, en la actividad automática de las regiones centrales. La alucinación no está, como se ve, condicionada por la ciencia; puede tener, se dice, su punto de partida; no se dice, tie?ie.

Las alucinaciones se presentan con un carácter tal de verdad, que no es posible convencer del error á las perso­nas que las sufren, por más que en muchos casos perma­nezcan buenas y sanas en todo lo demás.

El caso de la Celestina, del Dr. Magnan, es buen ejem­plo: esta mujer se ve acompañada siempre de un viejo, vestido de encarnado, con un puñal al cinto; le habla, le toca y se enfurece con él; si se mira á un espejo, el fantas­ma está del lado que le corresponde según las leyes de la óptica, y lo mismo en la experiencia del prisma; el espec­tro para ella, se conduce en todo como si fuese un cuerpo material. Veremos, que con las alucinaciones de la suges­tión sucede lo mismo. Era bien natural suponer que todas las apariciones históricas, angélicas y divinas, pertenecían á la misma clase de alucinaciones enfermizas.

Estudiadas las causas generales de alucinación en el or­ganismo, todo estaría explicado, y lo maravilloso ya no tendría razón de ser.

Griesinger se encargó de hacer este estudio. Las causas generales de alucinación son según él: i . a Una enfermedad local del órgano del sentido. 2 . A Un profundo agotamiento de espíritu ó de cuerpo. 3. a Estados emocionales mórvidos, tales como el temor.

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4. a La calma y el silencio en el estado intermedio de vigilia y sueño.

5. a La acción de ciertos venenos como el haschich, opio, belladona.

La primera causa es periférica; las otras dependen de un desorden central.

Si realmente son estas las causas de la alucinación, de­berán encontrarse reunidas todas ó algunas de ellas, en los siguientes casos que pasan por otras tantas alucinaciones:

Descartes, dice, que después de una larga reclusión, se sentía seguido por una persona invisible que le gritaba continuamente, que trabajase en su investigación de la verdad.

Malebranche oyó la voz de Dios que le llamaba. El doctor Jonhson oyó la voz de su madre ausente que

le decía: «¡Samuel! ¡Samuel!» Goethe nos cuenta que vio venir en dirección opuesta á

la suya, la imagen exacta de su propia persona, pero con otro traje; acordándose nueve años después, al pasar por el mismo sitio, de que iba vestido de idéntica manera que aquel fantasma.

Lord Byron confiesa que era visitado algunas veces por espectros, y Walter Scot tuvo una aparición de Byron muerto.

Lazarus, el psicólogo alemán, refiere que un día en Sui­za, después de mirar las cimas'nevadas de los Alpes, vio la aparición de un amigo ausente que tenía todo el aspecto de un cadáver.

Estos hechos se prestan ai estudio. Empezando por el último, el mismo Lázarus lo explica diciendo, que la apari­ción de su amigo no fué más que el producto de una ima­gen de la memoria, combinada de un modo ó de otro con la positiva de la nieve. Es una explicación como otra cual­quiera, y no era necesario ciertamente ser doctor ni psicó­logo alemán para darla tan fútil y arbitraria. Ese poder de

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exteriorizar las imágenes de la memoria se supone sola­mente en los locos, en los niños y en los enfermos, ó en las personas sometidas á sugestión hipnótica ó puestas por sí mismas en condiciones de autosugestión. Después de las investigaciones de Galton, acerca de las imágenes mentales, no hay derecho á concluir su exteriorización sina en muy contados casos. Se han visto jugadores de ajedrez que pueden seguir una ó más partidas á un tiempo, lejos del tablero y viéndole en su imaginación; hay pintores que, como Velázquez, Vernet ó Gustavo Doré, poseen la facul­tad de hacer un retrato de memoria; pero cualquiera que sea la fuerza de abstracción empleada para ello, es lo cier­to que el objeto no sale de su cerebro, y allí se concentra su atención. El signo mental, ó la imagen del objeto, no se exterioriza, y no hay ejemplo apenas de que llegue este caso sin que deje de presentarse la locura. Es lo que suce­dió al pintor inglés citado por Wigan, que retrataba sin ver más que una vez á su modelo y fijando la figura en su imaginación, hasta que acabando por exteriorizarse estas imágenes, se volvió loco. Los que gozan de un poder de visualización tan intenso tienen, pues, mucho adelantado para llegar á la alucinación y á la locura; pero ni Lazarus, ni Descartes, ni Walter Scot, ni Goethe, consta que tu­viesen semejante facultad, y es bien extraño que, una sola vez en su vida y para determinada advertencia, fuesen alu­cinados.

Únicamente Descartes parece estar comprendido en la segunda de las causas generales de alucinación, de Griesin-ger, porque puede suponerse un profundo agotamiento de espíritu ó de cuerpo después de su larga reclusión, pero no parece que ninguna de las otras causas pudiesen influir en los demás.

Ni Jonhson, ni Goethe, ni Walter Scot, ni Byron, ni Malebranche, padecieron, que se sepa, enfermedad local en la vista ni en el oído, ni estaban entre la vigilia y el

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sueño, ni obraba en ellos veneno alguno, cuando tuvieron aquellas apariciones.

El caso de Goethe es más significativo, porque es profé-tico, y tiene su confirmación en el cumplimiento de la pre­visión adivinadora de que nueve años después había de pasar por el mismo sitio, vestido de igual modo que su es­pectro. ¿Con qué derecho puede decir la ciencia que este caso es una alucinación?

Los errores científicos en todo lo que se refiere á lo ma­ravilloso, consisten, á nuestro modo de ver, en que se con­funden lastimosamente las causas con las condiciones.

Todo fenómeno tiene su condición y su causa. La causa de la llama es el fuego; la materia inflamable la condición. Decir que los especiales estados patológicos ó fisiológicos (porque hasta en esto hay dudas) son causa de lo maravi­lloso que en ellos se manifiesta, es lo mismo que atribuir la luz de una antorcha, al alquitrán y á la estopa, prescin­diendo enteramente del fuego; es confundir de un modo que no tiene disculpa, la causa con la condición. Toda la mala inteligencia de estas cosas viene de ahí. Si se toma, en efecto, la disposición orgánica especial por causa del fenó­meno maravilloso, la deducción es clara: lo maravilloso es fantástico y falso; no tiene realidad; existe sólo en el orga­nismo alterado, á título de alucinación enfermiza; pero, ¿es así como la consideración imparcial de los fenómenos auto­riza á estudiarlos y apreciarlos?

Nosotros sólo presentaremos dos grandes ejemplos de alucinación, según la ciencia.

Veamos si efectivamente pueden pasar por alucinacio­nes sin objeto ni transcendencia alguna; si no revelan nada misterioso; si no se vislumbra nada que sea superior á lo humano, detrás de tales fenómenos:

Todos habrán oído hablar, seguramente, del demonio de Sócrates, y todos tendrán en este gran pensador la con­fianza que merece por la elevación de su carácter. Pues bien,

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bajo la fe de dos hombres eminentes también, Platón y Xe-nofonte, testigos irreprochables, es preciso creer que Só­crates tenía un demonio que le aconsejaba, según él decía; que oía una voz que le retenía siempre que iba á hacer al­guna cosa mala. Hesiodo nos dice, lo que eran estos demo­nios de los griegos; principios inteligentes que gobiernan el mundo y distribuyen los bienes en el Universo. Estos se­res divinos han pasado á ser, con el cambio de religión, se­res maléficos, á causa del odio ó de la aversión que inspira­ba todo lo pagano.

Se ha discutido mucho sobre la naturaleza de este demo­nio familiar que Sócrates invoca tantas veces. ¿Era en él, la luz de la conciencia singularmente fortalecida y aclarada por la meditación y por una especie de exaltación mística? Esto aparenta creer hoy el mayor número, por lo mismo que tanta vaguedad ó falta de precisión, á estas alturas, se armoniza con el espíritu moderno; pero eso nada explica, y contradice el testimonio claro, terminante, explícito de Só­crates.

Sócrates afirma y cree en un genio protector, en un de­monio, es decir, en un ser divino, cuya voz escucha y obe­dece. ¿Cómo se ha de hablar? ¿Por qué torcer la significa­ción de las palabras ? ¡ A h ! ¿ Es que una voz adivinadora ha­ciéndose oir en el sensorio humano no cabe dentro de cier­tas teorías? Pues bien, tanto peor para esas teorías, si los hechos prueban que realmente fué así.

Sócrates, en el Timeo y en el Banquete, admite la exis­tencia de seres intermedios entre Dios y el hombre, que ejercen un ministerio análogo al de los ángeles en la Teo­logía cristiana. Era natural que supusiera en aquella voz tan clara é infalible, que le aconsejaba en los menores de­talles de la vida, una advertencia de alguno de esos princi­pios inteligentes de la naturaleza.

La ciencia califica de alucinado á todo aquel en quien se manifiestan fenómenos de esta clase, y M. Lelut, miembro

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de la Academia francesa de Medicina, en su obra «El de­monio de Sócrates», no vacila en presentar al mejor mode­lo de cordura que hubo en el mundo, al que los oráculos declararon el más sabio de los hombres, como un caso de alucinación.

Hagamos constar ante todo, qne los fenómenos observa­dos en Sócrates y atestiguados por Platón y Xenofonte, no son negados por nadie. Estos testimonios tienen todos los requisitos necesarios de verdad. Los pareceres se dividen en la interpretación únicamente.

Veamos los hechos: «Este demonio se ha pegado á mí desde mi infancia—

»dice Sócrates en su Apología—es una voz que no se hace «escuchar, sino cuando quiere separarme de lo que he re-»suelto hacer, porque jamás me excita á emprender nada.»

Acusado de no creer en los Dioses del Estado y de sus­tituirlos con extravagancias demoniacas, cambia los térmi­nos de la acusación y prueba, que cree en los Dioses, pues­to que hace profesión de creer en los demonios hijos de los Dioses. Y cree en estos demonios ó principios inteligentes porque los siente y los oye; le inspiran y le dicen lo que ha de hacer. Es ésta en él una creencia positiva. Cuando oye la voz de su demonio la oye con toda claridad, exacta en los detalles, sin duda alguna, y por nada en el mundo de­jaría de obedecerla, porque está convencido por la expe­riencia, del carácter de infalibilidad que tienen sus órdenes.

Si esta voz se calla cuando va á la muerte, va á la muer­te con seguridad.

«La voz divina de mi demonio familiar, que me hacía ad­vertencias tantas veces y que en las menores ocasiones no dejaba de separarme nunca de todo lo malo, hoy que me sucede lo que veis y lo que la mayor parte de los hombres tiene por el mayor de los males, esta voz no me ha dicho nada, ni esta mañana cuando salí de casa, ni cuando he venido al tribunal, ni cuando he comenzado á hablaros. Sin embar-

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( i ) Obras completas de Platón. Traducción Azcárate, tomo XI, pági­na 8o y siguientes.

gó, me ha sucedido muchas veces, que me ha interrumpido en medio de mis discursos, y hoy á nada se ha opuesto, haya hecho ó dicho yo lo que quisiera. ¿Qué puede signi­ficar esto? V o y á decíroslo: es que hay trazas de que lo que me sucede es un gran bien, y nos engañamos todos, sin duda, si creemos que la muerte es un mal. Una prueba de ello es que, si yo no hubiese de realizar hoy algún bien, el Dios no hubiera dejado de advertírmelo, como acostumbra.»

El Dios, dice Sócrates. ¿Pretenden acaso, Lelut y los crí­ticos modernos saber mejor que Sócrates lo que pasaba en él?

¿Puede achacarse á una conciencia, por ilustrada que quiera suponerse, no sólo ese despego de la vida, sino tal oportunidad, y la infalibilidad adivinadora en las adverten­cias?

Es éste precisamente, el más importante carácter de lo maravilloso en este caso: la exacta conformidad entre la predicción revelada por la voz y el posterior suceso. Es lo que se nota en los episodios de Carmides y de Timarco, en el Teages, ( i ) en los casos de Carilo y de Critón, lo mis­mo que en los referidos por Plutarco en su «Demonio de Sócrates» también.

La alucinación acusa siempre un estado enfermo de los nervios correspondientes á alguno de los sentidos. Seme­jante estado debe transmitir errores á la inteligencia; á Sócrates, sin embargo, no le comunica más que buenos consejos y verdades futuras. Expuesto desde la niñez á esta causa de error, no le debió jamás, sino tiernos cuidados y finas atenciones. ¿Qué es esto? La alucinación viene cuan­do debe venir; la vibración cerebral tiene lugar en el mo­mento crítico y deja oir palabras de consuelo. La enferme­dad nerviosa es oportuna por cierto.

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¿ Quién no quisiera ser alucinado como Sócrates, Cristo-bal Colón ó Juana de Arco ?

La incredulidad de la crítica moderna y el tormento á que sujeta los hechos para reducirlos á lo natural ordinario, proceden siempre de los prejuicios que los sabios han toma­do de los metafísicos. Es , en efecto, Spinosa el que ha di­cho: «No es pensar, es soñar, creer que los profetas tuvieron »un cuerpo humano y no tuvieron un alma humana, y, por «consiguiente, que su ciencia y sus sensaciones fueron de «otra naturaleza que las nuestras» ( i ) .

¿Es, pues, seguro, que los reveladores y los profetas no tengan nada de particular en sí; que no se diferencien en nada del resto de los hombres, ó que haya ó no haya habi­do tales profetas?

¿Es cosa demostrada la absoluta igualdad espiritual y or­gánica de los hombres? La inspiración del genio, ¿no signi­fica nada?

Por un zafio patán, por un bandido, ¿ se podrá juzgar de Sócrates ó de Jesús ?

Un distinguido médico, Moreau de Tours ( 2 ) , ha inten­tado demostrar, que el estado de la inteligencia estaría en su máximum de perfección si las enfermedades que designa, estuviesen reunidas en el individuo. Según él, para ser ge­nio, sería preciso ser raquítico, escrofuloso y neuropático; es decir, entre idiota y loco.

Hay más de cierto de lo que á primera vista parece, en esto de requerir el genio un organismo enfermo, y del pro­feta pudiera decirse otro tanto. Es indudable que hay igual­dad de organización, pero las diferencias surgen del estado mórbido anormal. Entonces, las sensaciones dejan de ser idénticas, y no puede ya un hombre juzgar por lo que pasa en él, de lo que pasa á otro. Un cuerdo no podrá saber ni

( 1 ) Tratado teológico político. ( 2 ) Psicologie morbide dans ses rapports avec la Philosophie de VHistoire

ou de P Influence des Neuropathies sur le dinamisme intelectuel.

i i 4 FILOSOFÍA

apreciar nunca las sensaciones ni los razonamientos de un loco, así como una mujer robusta y sana tampoco compren-derálas alteraciones y genialidad de una histérica. Unhombre vulgar en el perfecto y normal ejercicio de sus funciones orgánicas no puede tener ni una remota idea de lo que pa­saba en la enfermiza organización del Tasso. Juntábanse en este gran poeta y visionario aquellas condiciones que hacen rayar al genio en la locura. Quejábase á su médico Mercu-riale de que tenía las entrañas y la cabeza ardiendo, que le zumbaban los oídos, que veía pasar fantasmas por de­lante, y le parecía que las cosas inanimadas le hablaban,, oía silbidos, campanillas, ruedas de reloj, sentía que salían chispas de sus ojos y llamas que volteaban á su alrededor. Durante su cautividad, y más tarde en Ñapóles, creyó ver á su ángel bueno que bajaba del cielo para consolarle, y un malvado trasgo, espíritu travieso, burlón y enredador que se gozaba en insultar sus penas. Este diablillo no le aban­donaba, revolvía sus papeles, removía sus muebles, le ocul­taba sus guantes y sus libros, se apoderaba de las llaves, abría y trastornaba sus cajones y le jugaba mil tretas.

¡Visiones, quimeras, alucinaciones, errores de sus senti­dos enfermos! sea; pero es lo cierto que estas pobres y dé­biles organizaciones suelen tener el privilegio de las cosas grandes. Ved sino lo que hacen estos visionarios: éste pro­duce la Jerusalem; Sócrates descubre un mundo moral; Colón un mundo nuevo; San Pablo cristianiza al mundo, greco-romano; Mahoma funda una religión; Juana de Arco salva la Francia; Lutero, debatiéndose con el diablo en el castillo de Wartbourg, trastorna la fe católica de Eu­ropa.

¿Son alucinados? Un desequilibrio en los humores, ¿pue­de producir tales milagros f

Si es así, preciso es confesar que estas constituciones en­fermizas tienen el privilegio de las cosas grandes, y convenir en que es indispensable observar y estudiar esos estados

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anormales con el mayor cuidado, clasificando los fenómenos que durante ellos puedan manifestarse, si se ha de penetrar algo más en lo natural desconocido, que no por eso ha de ser siempre del todo incognoscible.

Ese estado particular del organismo que tales fenómenos produce, está, pues, muy lejos de ser una cosa baladí é in­digna de fijar la atención del sabio, teniendo la influencia que hemos hecho constar en los destinos humanos, y ha­biendo sido causados los más grandes movimientos de que la historia hace mención por hombres de tan excepcional temperamento.

Sí; la historia está ahí para probarlo. No es ya una pobre vieja alucinada que muere condenada por bruja en una ho­guera, ni una histérica miserable de los hospitales, ni un pobre loco abandonado en su guardilla, los únicos seres sin importancia social que presentan aquella clase de fenóme­nos, no; son también los más grandes representantes de la idea y de la acción en la humanidad.

La crítica no podrá nunca, no ya explicar, sino ni com­prender siquiera, el carácter prodigioso de ciertos tipos que permanecerán indescifrables en la historia, si no abandona esos desdichados é inútiles procedimientos fisiológicos en> peñados en descubrir los misterios del espíritu en el exa­men minucioso de las fibras.

Para comprender, por ejemplo, á Juana de Arco, hay que - echar á un lado todo lo que tenga que ver con la fisiología.

Los hombres de la ciencia no pueden comprender á esta mujer sublime.

Antes de la publicación íntegra de los dos procesos y de los documentos originales, la doncella pasaba aún á los ojos de las personas más doctas por una heroína de carácter mal definido y casi equívoco, envuelta en sombras ó en colores fantásticos; pero en nuestros días ha tomado posesión de su gloria.

No se pueden negar ya las circunstancias extraordinarias

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. ( 1 ) L. de Carné. Jeanne d'Arc et sa mision d'après les pièces nouvelles de son procès. Revue de Deux Monde, 1 5 de enero de 1 8 5 6 .

( 2 ) V. Jeanne d'Arc, par Henri Martin.

por medio de las cuales realizó su misión. «Estas circuns­tancias, dice M. de Carné ( i ) , en vista de las pruebas del »proceso, no pueden explicarse, como se ha intentado, por »el éxtasis patriótico ó por el milagro de las fuerzas mora-síes. No hay más que dos explicaciones, entre las cuales »todo hombre de buen sentido está, me parece, obligado á «escoger: ó la doncella fué enviada de Dios, ó tenía el don de «segunda vista. Es decir, ó ha precedido á Mesmer y á Ca-«gliostro, ó procede de Jesucristo.»

El dilema, sin embargo, tiene fuga: Juana pudo ser en­viada de Dios y tener al mismo tiempo el don ó la facul­tad de previsión como un auxilio.

Los principales rasgos de su historia son bien conocidos y no admiten duda.

La sugestión empieza á los trece años. «Desde la edad de «trece años, dice ella misma, oí una voz en el jardín de mi «padre. Tuve miedo al principio, pero reconocí que era la «voz de un ángel... Era San Miguel» ( 2 ) .

Esta voz la encomienda algún tiempo después la salva­ción de la Francia.

El 12 de febrero de 1428, el mismo día del funesto com­bate de Roubray, Juana advierte al gobernador Baudricourt «que el rey había tenido una gran pérdida delante de Or-»leans, y que tendría más aún si ñola presentaban á él.»

Baudricourt, al ver algunos días después la exactitud de la noticia, decidió mandar á Juana á presencia del rey.

En Poitiers dijo á los doctores encargados de examinarla, lo siguiente: «Que los ingleses serían destruidos; que levan­t a r í a n el sitio de Orleans ; que el rey sería consagrado en '»Reims, y que el duque de Orleans volvería de Inglaterra.» '• Todo sucedió como la pobre joven había previsto, mar-

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chando ella con su estandarte blanco á la cabeza del ejér­cito francés.

La voz no la abandonaba: <iHija de Dios, ve. ve. Yo ven-i>dré en tu ayuda.»

Ella admitió las armas que le dieron por orden del rey, pero mandó á buscar, por consejo de su voz, una espada que dijo debía estar enterrada detrás del altar mayor de Santa Catalina de Fiervois, y cuyas señas eran tres cruces en la empuñadura. La espada pareció allí, en efecto, y fué la que usó siempre, por más que no hiriese nunca con ella al enemigo.

El carácter más cierto del éxtasis se encuentra en esta declaración que hace ella misma: «Cuando oía la voz, dice, »estaba en un gozo tan grande que quisiera quedar siem-»pre en este estado.»

Es el mismo arrobamiento místico de Santa Teresa de Jesús en sus visiones; el mismo estado especial y patológi­co , si se quiere, de todos los grandes extáticos, y que las personas de organización común no podrán nunca juzgar ni comprender. Nadie ha logrado hasta ahora sorprender el secreto de la naturaleza en la elaboración de estos maravi­llosos fenómenos del organismo humano. Todas las inter­pretaciones científicas están desprovistas de pruebas. La coincidencia del éxito destruye toda explicación por aluci­nación patológica.

M. Renán ve en Juana de Arco la manifestación más ca­racterística del espíritu de la raza celta dotada de un sen­timiento profundo del porvenir y de sus destinos eternos, creyendo en el dogma de la resurrección de los héroes, en un futuro vengador, en un Mesías. Tal es el misterioso L.e-minok de Merlin, el Lez-Breid de los armoricanos, y el Ar­turo Galo.

La tradición gala se realizó en Juana de Arco. Pero, ¿podría la joven aldeana de Domremy creerse la

virgen esperada para salvar la Francia?

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Y suponiendo que así fuera, ¿de dónde pudo sacar la se­guridad de sus vaticinios, la firmeza de sus resoluciones, la concepción de sus planes guerreros y la sabiduría de sus respuestas durante la pasión á que la sometieron sus ver­dugos?

Téngase en cuenta, que Juana de Arco se revela á nos­otros en la historia y según verídicos documentos, como uno de los tipos más candorosos, inocentes y llenos de bon­dad y abnegación que hubo en el mundo. No es posible ad­mitir que nos engañe cuando confiesa ingenuamente que oye sus voces, y que pasea del brazo con Santa Margarita y Santa Catalina, que van á consolarla en su prisión.

¿Tiene algo que ver aquí la raza, sino es por haber for­mado de un modo natural aquella organización privilegia­da? ¿Tiene algo de común con Mesmer ó Cagliostro? ¿Debe mezclarse en todo esto, y traerse á cuento, una religión de­terminada?

No, ciertamente; pero, tampoco es un caso de simple alucinación, como pretende la ciencia. Una alucinada ordi­naria, en la acepción mecánica de esta palabra, no puede prever ni predecir ni realizar con exactitud tan infalible sus propósitos; no salva la Francia á pesar de todos los obstá­culos; no puede tener la oportunidad de una misión como ésta.

¿Qué es Juana, entonces? Lo diremos ahora, aunque lo demostremos en otra parte: lo que se nota en ella, es una sugestión divina. Juana de Arco, como Sócrates, como Te­resa de Jesús, y tantos otros, es una sonámbula del Incons­ciente. Sus adivinaciones no son sino transmisiones del pen­samiento de su grande y divino hipnotizador, que toma to­das las formas, y habla á cada uno según sus aprensiones. A s í , Hércules aparece á Sófocles acusando al que robó la copa de su templo. El hecho resultó cierto; la inspiración verdadera; pero Hércules, el personaje simbólico de la apa­rición, no existió jamás. Son formas éstas, respetadas por

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religiosas, de que se vale el Inconsciente para intimar con sus favorecidos. Con Sófocles, se llama Hércules; con Jua­na de Arco, San Miguel.

¿Es alucinación todo esto? Entendámonos de una vez: los médicos y fisiólogos pueden llamar con* el nombre que más les acomode, cualquier estado anormal ó patológico del cuerpo ó del espíritu humano; pueden hacer el diagnóstico enumerándolos síntomas, ó hacer desaparecer éstos, influ­yendo por medio de la terapéutica en el organismo, y va­riando sus condiciones de tal modo, que hagan imposible la manifestación ó repetición de los fenómenos. Su expe­riencia y su ciencia no van más lejos. Admitido que el éx­tasis sea una enfermedad, que el delirio, que la alucinación, que el sonambulismo, que el histérico, sean sintomáticos, y que el organismo, en fin, necesite estar en condiciones anor­males para la producción de aquellos fenómenos, es el fenó­meno en sí, lo que es preciso estudiar, y lo que los médi­cos y fisiólogos no se han cuidado de hacer. En esto, como siempre, se ha confundido la causa con la condición. Si el estado patológico fuese causa del fenómeno, éste sería en­teramente personal y fisiológico, y no podría ir á buscarse nada fuera de él; mas, para esto, y para exigir completa fe en sus opiniones, sería preciso que demostrasen hasta la evidencia, que las causas de tan extraños fenómenos eran real y verdaderamente aquellos estados anormales ó mór­bidos; cosa difícil, porque un estado es una condición, no es una causa, y mientras no demuestren la causa de la alu­cinación, la alucinación no es más que una palabra, que sólo indica un error de los sentidos. »

Si la alucinación, como dicen, puede tener su punto de partida en las regiones periféricas del sistema nervioso ó en la actividad automática de las regiones centrales, ¿cuál es la causa de la vibración engañosa, en ese punto de partida? ¿La actividad automática? Mucho cuidado, entonces, por­que el automatismo, se sabe ya que, está movido y empu-

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jado por el Inconsciente. Pero ¿quién ha de dar ese primer impulso á la vibración alucinadora, sino es él? ¿Qué otra causa puede buscarse dentro del organismo que tenga más poder para darlo? Y si es el Inconsciente, entonces, real­mente la alucinación, considerada como un error de los sentidos y de la inteligencia, no existe; su manifestación fe­nomenal es tan real y verdadera como la manifestación ó aparición del mundo exterior; porque, ¿quién nos dice que el Universo entero no sea un producto de esas vibracio­nes producidas en nuestros cerebros por el Inconsciente? Toda la diferencia entre una clase y otra de alucinaciones, consistiría en que unas son universales y generales, y otras sólo, particulares y parciales.

Bien mirado, la alucinación, lo mismo la ordinaria que la maravillosa, debe tener, por razón de sencillez y econo­mía, una sola causa.

C A P I T U L O II

LO MARAVILLOSO EN LA HIPNOSIS Y EN LA SUGESTIÓN

El sueño hipnótico es uno de tantos conocimientos mis­teriosos de la sabiduría antigua, olvidado y desconocido hasta hace pocos años por nuestra civilización. Su existen­cia en los templos de Egipto y de Grecia, es cosa perfecta­mente demostrada.

Diodoro de Sicilia ( i ) habla de enfermos deshauciados, de ciegos, de estropeados, de incurables, que fueron cura­dos en sueños en el templo de Isis.

Boek y Egger (2) han publicado inscripciones encontra­das en esos templos, en las que se atestigua el reconoci­miento de'los enfermos que en ellos encontraron la salud.

Galeno (3) dice, que en el templo de Vulcano cerca de Menfis se curaba por las revelaciones del sueño.

Pausanias (4) describe hasta la disposición de los lechos donde se acostaban estos enfermos que iban á dejarse dor­mir en los templos de Isis y de Esculapio en Laconia.

Sobre los obeliscos egipcios se representan estas prácti-

( 1 ) Lib. I, cap. XXV. ( 2 ) Corpus inscript. grcec. III, núm. 5 , 9 8 0 . ( 3 ) De Medicina secreta, cap. I. ( 4 ) Rtvui Archeologiqut, t í1.1, pág. 1 1 3 .

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cas hipnotizadoras, por medio de figuras en aptitud de im­poner las manos. Esta imposición de manos, equivalente á los pases en la magnetización oriental, llegó por la India á Egipto y después á Siria, Grecia y Roma, y se conservó como rito sagrado en el cristianismo, cuyos fundadores lo practicaban también.

Jamblico, en su libro de Misterios Egipcios, asegura, «que »se recibían en el templo de Esculapio sueños, por medio »de los cuales sanábanlos enfermos, y añade, que el arte de »la medicina no es debido sino á estos sueños divinos.»

Isaías reprende severamente á los que van á dormir en los templos de los ídolos, y San Jerónimo, comentando ese pasaje, dice, que en su tiempo, los enfermos iban todavía á dormir en el templo de Esculapio, en Epidauro.

Elio Arístides que fué sacerdote de Esculapio en Smyma refiere en sus Discursos Sagrados, de qué modo fué curado •él mismo por las revelaciones que le hizo el Dios durante el sueño, y cómo caía periódicamente en un estado de so­nambulismo.

En la carta que se conserva de Aspasia á Pericles, y que falsa ó verdadera no cabe duda que es de aquellos tiempos, se dice que los sacerdotes de Isis le mandaron fijar su mi­rada en un espejo. A un espejo que los enfermos debían mirar para dormirse, se refiere también Pausanias, proban­do de este modo que el sacerdocio antiguo conocía este procedimiento de hipnotización.

Los remedios inspirados por Isis á los que iban á dormir •en su templó, y las curas maravillosas por la imposición de manos que, según Celso y Amovió (i), producían algunos taumaturgos en su tiempo, se explican bien, ahora, sin ne­cesidad de apelar á la superchería sacerdotal. Todo prueba que el magnetismo, el hipnotismo ó como quiera llamarse esta clase de fenómenos, fué conocido desde la más remota

(i) Adversas gen., lib. I. Diodoro Siculo, lib. I.

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( 1 ) De Magnética corporum curatione. V. Opera omnia. Frankfur. 1 6 8 2 .

antigüedad; y como dice Van Helmont tan mal compren­dido hasta ahora: «el magnetismo obra por todas partes y »nada hay en él de nuevo más que el nombre; sólo es una «paradoja para aquellos que de todo se burlan, y páralos »que atribuyen al poder de Satanás lo que ellos no pueden «explicarse.»

Como procedimiento de fascinación y medio de llegar al éxtasis, fué practicado también el hipnotismo, durante la Edad Media.

Un abad del monasterio de Xerocerca en Constantinopla, Simeón, se refiere á una especie de hipnosis, en su Tratado Espiritual, como medio de ver á Dios; y en la primera mi­tad del siglo XVI, los monjes del monte Athos, en medi­tación y con la vista fija en un determinado sitio de su cuer­po, se imaginaban ver la luz del Thabor. Se les llamó por esto omphalopsiqtiicos ó umbilicanos.

En la visita que hizo Guillermo de Holanda á Alberto Magno, en Colonia, á principios de 1249, de la que habla un escritor contemporáneo, y que Juan de Beka cuenta con detalles en 1346, el célebre filósofo y mágico ofreció al prín­cipe un convite en los jardines del convento, donde á pesar del crudo invierno no se sentía el frío, los árboles ostenta­ban todo su follaje, y multitud de pájaros cantaban en las ramas.

Se atribuyó entonces á las artes mágicas este prodigio, que puede, acaso, repetirse hoy por sugestión hipnótica. Van Helmont fué el primero que procuró explicar esta clase de hechos por medios naturales, pero no fué creído, y sus curaciones parecieron tan maravillosas que la Inquisición se apoderó de su persona, bajo el pretexto de que lo que hacía estaba por encima de las leyes de la naturaleza.

El solo título de algunas de sus obras (1), prueba que operaba del mismo modo que operan hoy Charcot ó Bar-

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nhein sobre sus enfermos: por medios magnéticos ó hipnó­ticos.

«Yo diferí hasta ahora, dice Van Helmont, descubrir un «gran misterio; esto es, que hay en el hombre una energía »tal, que por su sola voluntad y por su imaginación, puede sobrar fuera de él, é imprimir una influencia duradera sobre »un objeto lejano. Este misterio sólo ilumina con una luz «suficiente muchos hechos difíciles de comprender y que se «refieren al magnetismo en todos los cuerpos, al poder men-«tal del hombre, y á todo lo que se ha dicho de la magia, «en el Universo.»

Es todo lo que puede decirse hoy del hipnotismo, dicho ya á principios del siglo xvn.

Considérese, cuan lentos son los pasos de la ciencia y cuan grandes las preocupaciones, cuando el hipnotismo pasa hoy todavía por una novedad.

Nada prueba mejor los graves impedimentos que opone al progreso científico un simple prejuicio crítico ó un error de método, que la historia académica del magnetismo animal.

Se parte del principio que los fenómenos todos de la na­turaleza son fatales; es decir que, dadas las condiciones ne­cesarias, el fenómeno ha tener efecto de un modo impres­cindible. Se hace de esto una ley del método, y una regla absoluta de la crítica. Pues bien; armada con esta ley y con esta regla, la Academia Real de Medicina de París se ha visto en la imposibilidad de comprobar los fenómenos magnéticos y en la necesidad de negarlos y de rechazar­los, cuando hasta los más miserables saltimbanquis los co­nocían y los practicaban.

Hoy que resultan ciertos y científicamente comprobados aquellos fenómenos, el descrédito, más que sobre la Acade­mia que se burló de ellos, recae sobre todo el método científico.

Cuando se lee esta Historia académica del Magnetismo

D E L O M A R A V I L L O S O P O S I T I V O I25

(1) Histoire académique du Magnétisme animal, par Burdin Jeune et Fred Dubois (de Amiens) Parts, 184t.

animal ( i ) , no puede menos de creerse en alguna treta diabólica por parte de los Inconscientes íntimos.

Cualesquiera que fuesen las prevenciones de los aca­démicos, es indudable que la mayor parte de ellos eran hombres de buena fe en la observación, y aun algunos, par­tidarios secretos del magnetismo. ¿Cómo se explica que ninguna sesión de sonambulismo diese resultado en pre­sencia de sus comisiones ?

La explicación parece sencilla, y es la que adoptó la Academia: «No existen tales fenómenos de sonambulismo.»

Ahora bien; aun prescindiendo de que hoy se sabe que son ciertos, la explicación era entonces de todo punto irra­cional é increíble.

No hay sino figurarse tres hombres honrados y de muy buena reputación, uno de ellos el Dr. Alfonso Teste, mé­dico de la Facultad de París, y M. M. Foissac y Berna, por ejemplo, que son tres de los que ofrecieron sus expe­riencias á la Academia.

Es indudable que estos señores habrían tomado todas las precauciones imaginables para evitar todo error y todo fraude. Los hechos habían sido repetidos hasta el cansan­cio, antes de atreverse á presentarlos á la Real Academia.

La buena fe de estos hombres brilla en sus cartas; basta leerlas para comprender la seguridad que tenían del éxito los que se exponían á un ridículo público, si las experien­cias fracasaban. .

Hay que convenir en que los fenómenos ofrecidos se ha­bían manifestado real y verdaderamente á cada uno de ellos en su propia casa, y sólo después de una perfecta confianza, se conciben sus cartas á la Academia.

Ellos discurrieron de un modo científico: en igualdad de condiciones los fenómenos se repiten infaliblemente.

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Y á pesar de todo, ni las sonámbulas de Teste, ni la so­námbula de Foissac, ni las que Berna tenía á su disposi­ción obedecieron ni en poco ni en mucho delante de las Comisiones á sus magnetizadores.

El chasco para éstos fué solemne; el triunfo de la Acade­mia completo. Los académicos heridos en su amor propio, temiendo recibir lecciones de fuera, viendo en las sonám­bulas otras tantas curanderas, odiaban el magnetismo de muerte y deseaban que no saliese verdad.

¿No había dicho Berna en su carta, que iba á ofrecer á la Academia medios de ilustrarla?

Esto no se podía perdonar. El premio Bourdin, 3.000 francos á la persona que tuviese

la facultad de leer sin el socorro de los ojos ó de la luz, fué establecido ya en la seguridad de que nadie lo ganaría.

No; los Inconscientes son libres y no quieren trabajar por dinero á no ser para ayudar á alguna pobre familia, ni quieren satisfacer curiosidades académicas que nada les importan, y tienen razón; el progreso se hace á pesar de las Academias.

Lo gracioso es, que, mientras la Academia paga á peso de oro estos fenómenos maravillosos, sin que sea posible hacérselos presenciar, un socio correspondiente de Metz, el Dr. Willaume, los ve por poco dinero y sin buscarlos, según manifiesta en esta carta que dirigió á sus consocios:

«Señores: Ahora que el magnetismo animal llama la «atención de la Academia, he pensado que escucharía con «interés la narración de una escena de la cual acabo de ser «testigo.

«Llego en este momento de Strasburgo. Era tiempo de «feria allí, y se ofrecían á la curiosidad pública todo género »de espectáculos. Uno de los más modestos era una barra-sea donde se enseñaban perros sabios.

«Una tarde, á uno de mis amigos le entró el deseo de «divertir á sus niños con este espectáculo y le acompañé.

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«El director de la compañía, pobre diablo, y su mujer,. »alemanes del otro lado del Rhin, no hablaban francés. »Todo alrededor de ellos anunciaba la miseria de los sal-«timbanquis ambulantes.

»Se debe suponer que no se trata aquí del saber y de »los juegos de los perros. Cuando éstos hubieron terminado »comenzó otra escena:

«Nuestro hombre anuncia en alemán á su público que »su mujer va á adivinar, ver, leer, contar, con los ojos ven-»dados y la espalda vuelta á los objetos.

»En efecto, sin preámbulo ninguno, sin preparativos, sin «pases, esta mujer de bastante mal aspecto, de cerca de «cuarenta y cinco años, con todas las apariencias de buena «salud, se hace vendar los ojos con un pañuelo, vuelve la «espalda al semicírculo formado por los espectadores apo-«yada contra el borde de una mesa, y en esta posición, su «marido le hace las preguntas siguientes á las cuales res-«pondió ella sin la menor vacilación:

•¡¡Primeraprueba.— ¿Qué edad tiene ese señor? (Era el «amigo que me acompañaba y al cual, él había preguntado «su edad en voz baja). Cincuenta y cuatro años, respondió «la mujer, y esta era en efecto. Lo mismo acertó la edad «de otra persona más joven.

•» Segunda prueba.—P. ¿De qué metal es el reloj del se-»ñor? R. De plata y de savoneta. P. ¿Qué hora indica?' «i?. Diez menos diez'minutos. Las agujas marcaban en «efecto esa hora.

»Tercera prueba.—P. El señor tiene en su mano una «moneda, ¿qué moneda es? R. Una pieza de 5 francos. »P. ¿De qué efigie? R. De Carlos X. P. ¿De qué año? »R. De 1825. Todo ello fué verificado por los espectadores..

» Cuarta prueba.—Uno de éstos es invitado á escribir en «una pizarra cuatro cifras formando una cantidad. Se pre-«gunta cuál es ésta sin aproximarse á la mujer, y ella no »se engaña.

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»Quinta prueba.—En fin, su marido le pregunta cuál es «el color del chaleco de uno los espectadores ante el cual »se coloca, y ella lo indica. Si hay una ó dos filas de boto-»nes. Dos filas, responde, y cada fila tiene nueve botones »y falta uno en la fila derecha, lo cual era perfectamente «exacto.

»La sesión terminada pregunté al de los títeres, si sabía »lo que era el magnetismo animal, pero me respondió que »no sabía de que quería yo hablarle.

»He creído que la narración de estas juglerías de que no »tengo la clave, podría servir á la comisión de magnetismo «para apreciar las maravillas que se proponen hacerla ver «todavía.»

Willaume, Doctor en medicina. Correspondiente de la Academia.

Metz io de julio de 1 8 3 8 ( 1 ) .

Esta mujer realizaba en todas sus partes el programa del premio Bourdin ¿por qué no la habrá examinado la Aca­demia?

¿ Quién no ha visto en las ferias cosas por el estilo ? Esos infelices pueden ser de la especie de Comus ó de Cumber­land, sin que á nadie se le ocurra preguntarles en qué con­siste su habilidad. Ellos tienen claves en ocasiones, es cier­to, pero las más de las veces, los fenómenos que ofrecen al público son verdaderos fenómenos hipnóticos ó de adivina­ción inconsciente. Las Academias debieran tener en cuenta que lo maravilloso, como la muerte, desciende también á los tugurios.

Desde que la Academia francesa, cerrando el concurso Bourdin en 1840,/resolvió no responder más en lo sucesivo á ninguna comunicación concerniente al magnetismo animal, puede decirse que los fenómenos conocidos con el nombre de mesméricos, magnéticos y ahora hipnóticos, quedaron

( 1) Histoire critique du mag. anim., pág. 585.

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reducidos á simples medios de distracción que un público incrédulo y excéptico veía con indiferencia y despreciaba, reputándolos preparados artificiosamente para divertirle un momento y sacarle el dinero. Y así anduvieron expuestos á la befa de las multitudes los más sorprendentes fenómenos psicológicos que la ciencia admirada procura estudiar hoy.

El desprestigio había llegado á su colmo: pobres y famé­licos saltimbanquis recorrían el mundo haciendo estos pro­digios, sin que nadie que se estimase en algo quisiera for­mar círculo para admirarlos. Mas, he aquí, que no son ya míseros charlatanes de calles y plazuelas, ni hombres de poco fuste científico los que reconocen, afirman y sostienen la verdad de las observaciones, sino hombres que, como Charcot, Brown-Sequard, Richet, Binet, Maudsley, Azam, Rulman, etc., etc., tienen su reputación científica bien acre­ditada. Las más serias Revistas vienen llenas de los más extraños y sorprendentes casos, y los sabios procuran en­contrar una explicación natural á tan raros como maravillo­sos fenómenos.

Empleado ya el hipnotismo como medio terapéutico en nuestros hospitales, los casos abundan y su admisión en la ciencia es hecho consumado.

Los diferentes grados de hipnotización se consiguen por los mismos medios empleados por los magnetizadores: pa­ses, mirada fija, ó repitiendo la orden de dormir.

Los hechos observados más recientemente se refieren al fenómeno extraño de la sugestión. Cuando las influencias hipnotizadoras obran profundamente, se llega al estado co­nocido con el nombre de sonambulismo; entonces, la anes­thesia es completa, y el automatismo también; el organis-

• mo humano, insensible á todo lo exterior, se convierte en una máquina dócil á la voluntad del operador. A l hombre más serio se le manda bailar y baila; andar á gatas y anda á gatas. Se da sal diciendo que es azúcar, y sabe á azúcar; vinagre por buen vino, y es buen vino.

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Se provoca la sordera, la mudez y toda clase de ilusiones. Pero lo raro, lo admirable, lo maravilloso no está aquí toda­vía, sino en la posibilidad ya reconocida de crear en el so­námbulo sugestiones de actos, ilusiones sensoriales, aluci­naciones, que se presentarán, no durante el sueño, sino des­pués de despertar, y sin tener recuerdo ninguno consciente de las órdenes que se le han dado en sueños.

La idea sugerida se presenta en su cerebro, cuando des­pierto ya, llega el momento de cumplir la orden que se le dio en el sueño. Esta idea que surje repentina en el instan­te crítico, pero que él cree espontánea, es la que le obliga á ejecutar la acción, 10, 20, 30 ó 300 días después. Un hombre se considera libre durante todo este tiempo, y no obstante, otra persona, el hipnotizador, sabe lo que aquel hombre hará en un momento dado.

¿No se parece esto bastante á la presciencia divina y á la supuesta libertad humana?

He aquí, tras de estos fenómenos de que tanto se han reido y se ríen todavía los necios, la explicación quizá, del más pavoroso y trascendental problema de la teología moral.

El hipnotismo profundo está caracterizado por la posibi­lidad de desenvolver, al despertar, alucinaciones completas. El cuento de la princesa cenicienta, y en general, casi to­dos los cuentos de hadas, pueden realizarse hoy por suges­tión. La hypotaxia, ó el encanto hipnótico, pudo dar origen á muchos de ellos.

Las alucinaciones negativas son más notables aún. S e sugiere á un hipnotizado que no vea ciertas cosas ó per­sonas, ó que deje de ver su propio cuerpo ó su cabeza. Despierto, ve todo lo que está á su alrededor menos lo que se le ha prohibido ver, y que permanece invisible para él.

La sugestión puede obrar sobre la circulación vaso-motriz. Se pueden provocar de este modo, hemorragias y manchas

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sanguinolentas en la piel; y hay casos, en que se forman verdaderas llagas, como si se hubiesen aplicado allí vejiga­torios. Así se explican hoy, las manchas rojizas y los car­denales que los solitarios de la Tebaida hacían ver en su piel, impresas por el látigo de los ángeles ó de los demo­nios. Burdach asegura que vio un día una mancha azulada sobre el cuerpo de un hombre que acababa de soñar que había recibido una contusión en aquel sitio. He aquí regis­trado por la ciencia, un fenómeno igual al de que fué vícti­ma San Jerónimo recibiendo en sueños latigazos de un án­gel que quedaron señalados en su cuerpo, por haber leído á Cicerón. Estos fenómenos abundan en la historia religiosa: San Francisco de Asís, Santa Brígida, Magdalena de Paz, Fray Nicolás de Rávena, Juan de Verceil, María de Lisboa y Ana de Vargas, en Valladolid, tuvieron la impresión de las llagas de Cristo. Angela della Pace recibió las señales á la edad de 9 años, mirando una imagen de San Francisco. Santa Catalina de Raconisso, Juana de Jesús y María de Burgos sintieron el sello de la corona de espinas en sus frentes. En el cuerpo de Juan de Yepes, en Segovia, veían los fieles las figuras del Señor, de la Virgen y de muchos santos.

Esta auto-sugestión, propia de algunos temperamentos y conseguida también á fuerza de ayunos y vigilias ó por una grande y prolongada tensión de espíritu, es el estado excepcional que más hechos sorprendentes y más dramas terribles ha proporcionado á la historia de todas las reli­giones.

Cuatro santos católicos, canonizados en un mismo día: San Felipe Neri, Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola y San Isidro, ofrecen todos, ejemplos de esa dispo­sición orgánica especial.

Santa Teresa presenta entre otros, un curioso caso de hypotaxia ó encanto, en todo semejante á los que Bernheim y los hipnotizadores describen en sus tratados.

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( I ) Vida de Santa Teresa, escrita por ella misma, Cap. XXIX. ( 2 ) Madrid, 1 7 6 0 .

«Una vez, cuenta ella en su Vida (1), teniendo yo la cruz »en la mano, que la traía en un rosario, me la tomó con la »suya (el Señor) y cuando me la tornó á dar, era de cuatro «piedras grandes, muy más preciosas que diamantes, sin «comparación, por que no la hay casi á lo que se ve sobre-»natural; tenían las cinco llagas de muy linda hechura. Dí-»jome que ansi la vería de aquí adelante, y ansi me acaecía, »que no veíala madera de que era, sino estas piedras, mas •»iio lo veía nadie más que yo.-¡>

Idénticas á esta, son las sugestiones más comunes de los hipnotizados.

En la «Vida admirable del taumaturgo de Roma San Fe­lipe Neri» escrita en portugués por el P. Juan Manuel Con­ciencia (2), abundan toda clase de fenómenos hipnóticos de sugestión inconsciente y de auto-sugestión.

Las relaciones magnéticas de este santo con Sor Úrsula Benincasia, virgen extática de Ñapóles, que el Papa Grego­rio XIII mandó examinar al cardenal de Santa S.everina y á Felipe, son de lo más instructivo en materia de hipnotismo, y marcan perfectamente la causa de los errores de la época al juzgar tales fenómenos de milagrosos y sobrenatu­rales.

Sor Úrsula fué un problema insoluble, un caso de pose­sión inexplicable para la gente de Iglesia de aquel tiempo. Ella respondía algunas frases en latín, lengua que no había aprendido, pero de la cual podía saber alguna cosa, como reminiscencia de la vida del convento. Tres veces quedó en éxtasis delante del Papa. A la pregunta «.¿Tu quis estht contestaba: «Ego sum quistem», cosa que, á juicio de to­dos los presentes, sólo se podía esperar de una endemo­niada. Se aplicaba con frecuencia las manos á la nariz, acción propia de energúmenos, según decían los inteligentes; de-

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claraba sentidos de las Escrituras que sólo podían ser dic­tados por el diablo.

Los médicos convinieron en que la enfermedad no era natural. Para probarlo, le hicieron muchas sangrías y le die­ron medicamentos tan fuertes, que un boticario dijo á Feli­pe, que si los tomaba peligraría su vida. Los tragó, sin em­bargo, después de benditos por él, y ningún daño le hicie­ron. Pero en cambio, oía misa con una devoción que no podía esperarse de una endiablada, y se quedaba durante ella en dulces éxtasis. Felipe veía resplandecer su aliento en los diálogos que tenía con Jesús.

En estas dudas, y teniendo en cuenta el consejo de San Juan: «.Nollite omni spiritui creciere, sed probate spiriüís si ex Deo sint», la sometieron á las más duras pruebas; le hicieron desempeñar los más esclavos cargos de cocina; le prohi­bieron oir misa y hacer actos de devoción, que era lo que más ella sentía, y en todo la trataron como la más vil y abyecta de las criaturas; hasta el punto de que, teniendo en cierta ocasión una alegría de espíritu, como ella decía, Fe­lipe le pegó una gran puñada, diciendo: «¡ Temeraria, so­berbia, hipócrita! ¿ Mereces tú tener consuelos espirituales?»

Con tales tratamientos, un día cayó como muerta, sin habla, sin pulso, en la agonía. Le trajeron el Viático, y aquel estado se convirtió en dulcísimo éxtasis, sanando lue­go. Lo más particular del caso es que Felipe, como los exorcistas de Loudun con sus monjas, llegó á ser el hipno­tizador inconsciente de la hermana Úrsula. Su influencia magnética sobre ella se demuestra bien en esta confesión de la pobre joven: «Después de darme la comunión (Feli-»pe) en la iglesia de San Jerónimo, estando yo extática «(hipnotizada) (?) me ordenó que fuese con él, y no obs­t a n t e estar fuera de mí, hizo que fuese en su compa-»ñía» (1).

( I ) Vida de la extática Úrsula Benincasia, por el Dr. Juan Bagatta. Roma, 1696.

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( 1 ) Dr. Paul Regnard. Les maladies epidemiques de Pesprit. ( 2 ) P. Regnard. Obra citada.

Se dice hoy que todo esto se reduce á fenómenos histé­ricos é hipnóticos, y que por consiguiente son cosas natu­rales, y es verdad; pero decir eso no es una explicación.

Todo lo que se cuenta de la posesión y de la hechicería se reproduce ahora en la Salpetriére; es cierto; y lo es tam­bién que como los histéricos no son religiosos, sus diablos no se llaman ya Asmodeo ó Behemot, sino Carlos ó Al­fonso; pero si al lado de aquellos hechos milagrosos pone­mos éstos, es que el misterio, carácter esencial de lo ma­ravilloso, ni en unos ni otros se ha descubierto aún.

En los casos de parálisis histérica, por ejemplo, en los que las personas atacadas permanecen muchos años sin movimiento ni sensibilidad, las curaciones repentinas por una fuerte emoción ó por una impresión inesperada son in­explicables ( i ) .

Hubo una enferma de paraplegía en la Salpetriére, que, habiendo cometido un robo, se asustó tanto al ver entrar donde estaba á un comisario de policía, creyendo que ve­nía por ella, que saltó para huir y se encontró sana.

En el curso de' 1872 mostraba M. Charcot una de estas mujeres, enferma desde hacía nueve años, con el brazo y pierna izquierdos violentamente contraídos, que en otro tiempo pasaría por anquilosis ó coxalgia, muda y ciega, sin poder comer más que con ayuda de la sonda, y decía que todo tratamiento había abortado en esta complicada enfer­medad, pero que acaso vendría un suceso cualquiera el me­jor día á producir la curación repentina. Y así fué; tres años más tarde se empeñó esta enferma en que se pusiese sobre su cabeza el Sacramento en el acto de pasar la procesión del Viático, sanando á consecuencia de esto, después de una convulsión (2).

Pues bien; para el estudio, es preciso poner en la misma

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( I ) P. Regnard. Obra citada.

cuenta las experiencias de la Salpetriére, con los milagros de Jesús ó los prodigios del cementerio de San Medardo, porque las condiciones son iguales y las causas deben ser­lo también.

Los hechos que vamos á referir no pueden ponerse en duda, aunque lo estuvieron hasta ahora, porque están re­vestidos de todas las pruebas imaginables, y si se les re­chaza, como dice M. Regnard, el compañero de M. Char-cot, «se quebrantan todos los fundamentos de la razón y de la historia» ( i ) .

Son ya los fisiólogos, como se ve, los que empiezan á temer por la razón y por la historia ,• de continuar con esa crítica tan radicalmente incrédula.

Las convulsiones y los fenómenos extraordinarios que tuvieron lugar á mediados del siglo pasado en París, sobre Ja tumba de un sacerdote virtuoso, el diácono Francisco París, deben ser conocidos. Algunas personas que fueron á pedir la salud por su intercesión tuvieron éxtasis y caye­ron en convulsiones; poco después, cediendo á la simpatía nerviosa, ó aumentando el crédito de los prodigios, el nú­mero de los convulsionarios fué muy grande.

La opinión llegó á preocuparse seriamente; unos veían en los hechos milagros de Dios y otros arterías del diablo. Un consejero del Parlamento de París, Carré de Montge-ron, racionalista incrédulo, entra en el cementerio un día con ánimo de burlarse ó de examinarlo todo con la más se­vera crítica; pero al ver lo que pasa, se siente cogido de admiración y cree que hay mucho de milagroso en los fe­nómenos que presencia. Entonces formó el proyecto de re­coger las pruebas de tales maravillas para componer la obra en que reunió todas las piezas justificativas.

El Dr. Regnard admite ya en su obra estos hechos como ciertos, no sólo porque están perfectamente atestiguados,

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sino por ser en un todo semejantes á los ya citados, ocu­rridos en la Salpetriére. La histeria es, según él, la causa de lo maravilloso en todos ellos.

He aquí algunos de estos hechos para formar juicio: Magdalena de Beigni, enferma de una paresia ó paráli­

sis del brazo desde hacía mucho tiempo, entró en la casa donde acababa de morir el abate Paris, á las ocho de Ja mañana del 3 de mayo de 1717, día de su entierro. Se aproximó al cuerpo, se puso de rodillas, y llena de con­fianza en Dios y en la intercesión del santo hombre, levan­tó el paño que le cubría y le besó los pies. Allí permane­ció arrodillada hasta que los bedeles de la parroquia de San Medardo pusieron el cadáver en el ataúd. Entonces excla­mó: «Bienaventurado, rogad al Señor que me cure si es su «voluntad; vos seréis escuchado, que yo no lo soy.» Entre tanto, la lana deL colchón sobre el que había reposado el cuerpo, se distribuía como reliquia entre los asistentes. Apenas fué colocado en el ataúd, Magdalena se inclinó para frotar su brazo en él antes que le cubriesen con el paño mortuorio. De vuelta á su casa, ella no sabe cómo fué, pero se puso á trabajar su seda sin pensar en pasar su brazo, como antes, por la cuerda, y sin darse cuenta de si estaba curada ó no. Sorprendida luego de la libertad de su brazo y movimientos, dijo á su hija: «Yo creo que estoy cu­rada. » En efecto, desde este día su curación fué per­fecta.

Catalina Bigot, sordo-muda, es agitada sobre la tumba del diácono de movimientos convulsivos. El quinto día cae en un desmayo, durante el cual, se dice, Dios la devuelve el órgano del oído. Tan pronto como vuelve en sí, oye y entiende muy claro todo lo que se le habla.

Gabriela Mouler permanece un cuarto de hora en el fue­go sin quemarse.

La señorita Fournier sana de una anquilosis en un pie. por las convulsiones; y en fin, otras muchas personas curan

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de distintas enfermedades por más extraños medios toda­vía, sobre la misma tumba.

Todos estos milagros fueron estimados falsos por Roma en el decreto de 22 de agosto de 1731, declarando al vir­tuoso Paris rebelde á la Santa Sede, cismático y hereje. Es verdad que había protestado al morir contra la Bula Unigénitas y declarádose jansenista.

Todo lo que el espíritu de partido inventó para desacre­ditar y ridiculizar estos fenómenos, cede hoy ante la luz que sobre ellos proyectan hechos parecidos, observados en la histeria y en la hipnosis.

La insensibilidad de los convulsionarios debe atribuirse á una causa idéntica á la de los hipnotizados y de los his­téricos.

Se sabe que el cirujano Julio Cloquet extirpó un tumor en el seno derecho de una mujer dormida magnéticamente, sin dolor alguno, y los Dres. Loysel y Gibon de Cherbur-go operaron también del mismo modo en un cáncer á un hipnotizado.

Tienen tantos puntos de contacto la hipnosis y la histeria, que pudiera decirse, sin temor á comprobaciones ulterio­res, que la histeria es un estado hipnótico, producido por un hipnotizador invisible.

Esas influencias misteriosas que producen el éxtasis son la causa quizá de todos esos estados anormales.

Se explican ahora las milagrosas curas del célebre zuavo de París, que curaba las parálisis con aire inspirado, di­ciendo como Jesús: «Levántate y anda.»

La fe en este hombre, la seguridad de que podía curar­les y la obediencia hipnótica á sus órdenes, operaba el pro­digio en los enfermos.

Un caso igual á éstos se cuenta en el capítulo III de los Hechos de los Apóstoles: el del ciego de la puerta Hermosa que pide limosna á Juan y á Pedro, á la entrada del templo.

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«Y Pedro con Juan, fijando los ojos en él, dijo: «Míranos.» «Entonces él estuvo fijo en ellos, esperando recibir de

»ellos algo».Después, obediente á la orden de Pedro, se le­vanta y marcha bueno y sano.

En este caso, mejor que en los otros semejantes del Evangelio, se indican las condiciones del milagro. Bien claro se demuestra en el anterior pasaje que consciente ó inconscientemente, se procedía por sugestión hipnótica. La fijeza de la mirada es en efecto, la principal condición del éxtasis; y el éxtasis, aunque momentáneo, es la condición indispensable de toda esta clase de fenómenos.

La fijeza de la mirada causa vértigo y produce catalep-sia. Según los fisiólogos, este medio de hipnotización atrae la sangre al cerebro, y la hiperemia ó plétora que resulta, acompañada de sobrescitaeión nerviosa, determina toda una serie de fenómenos y accidentes neuropáticos. Es que la atención excesiva trae siempre consigo un poco de hi­peremia cerebral.

El Dr. Baillarger cita el caso de una joven que, al leer, caía en epilepsia si se fijaba demasiado en una palabra, y el Dr. Piorry, el de una joven epiléptica por haber mirado fijamente al sol. El fisiólogo italiano Tigri, en una memoria á la Academia de Ciencias, observa que la mirada fija de­termina un estravismo convergente prolongado, que unido á la atención, produce un vértigo idéntico al obtenido por Braid, y que produce catalepsia. Este vértigo, tan rápido como sea, tiene una importancia extraordinaria por ser la condición esencial de la hipnosis.

Este vértigo, en distintas fases, constituye el arroba­miento místico y el éxtasis hipnótico.

Puede decirse que todo lo maravilloso está en el éxtasis; en esa concentración enérgica del yo, durante la cual, toda sensibilidad física queda abolida por falta de actividad ner­viosa, hasta el punto de perder la sensación del peso del cuerpo y de desaparecer el sentimiento del dolor.

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Este admirable estado que puede ser tan instantáneo y rápido como el relámpago, es la condición indispensable de todas las visiones, alucinaciones, profecías ó adivinacio­nes y curas milagrosas; es el estado propio de los santos de todas las religiones y de ciertos hombres que llegaron á creerse unidos á lo absoluto: Buda, San Pablo, Sweden-borg, Bohme, Santa Teresa, Porfirio, que según cuenta vio á Dios una sola vez, mientras que su maestro Plotino pudo contemplarle cuatro veces, son extáticos.

Es cosa clara que, en igualdad de condiciones, los fenó­menos han de ser iguales también. A s í , que ya no pueden desdeñarse por imposibles é improbables unos, y otros no. Pero la histeria, como la hipnosis, no son causas, son con­diciones del éxtasis en sus diferentes grados; y si la histe­ria es una hipnosis producida por una voluntad de lo Incons­ciente , como todo parece confirmarlo, entonces lo maravi­lloso, y aun lo milagroso, en las curaciones de la Salpetriére y del cementerio de San Medardo, es cosa real; porque de­cir hipnosis ó histeria, no es saber la causa de las curacio­nes. Parecen naturales, y lo son sin duda, puesto que se repiten en la Salpetriére, como en Lourdes, en San Me­dardo, como en Jerusalem; pero, ¿á qué voluntad, á qué sabiduría obedece el organismo en ese estado?

Decir que sana una enferma desahuciada al cabo de doce años, porque se coloca el Sacramento encima de su cama, y no querer ver nada maravilloso en esto, contentándose con decir: « es un caso de histeria», raya en lo estúpido.

Es lo que sucede con los milagros de Lourdes, algunos bien probados por cierto. Si la fe en el poder divino tiene tal eficacia; si la oración, si la promesa religiosa, si la emo­ción, son capaces por sí solas de producir curas maravi­llosas que la ciencia es impotente para conseguir, el mun­do : seguirá creyendo con razón que la mejor medicina es encomendarse á Dios, ir en romería á tal santuario, ó po­nerse de rodillas ante el Sacramento.

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¿No confiesan las celebridades médicas, los hombres del naturalismo y de la ciencia, que esa clase de emociones curan lo incurable, sanan lo imposible, devuelven el vigor á los órganos estropeados, que ellos no saben ni pueden corregir?

Pues si es así, por su propia confesión, dejen de meterse en lo que no entienden, y aconsejen al enfermo, en esos casos extremos, que ponga su confianza en Dios, y pón­ganla ellos también, si quieren curar mejor de lo que curan.

Se comprende que les repugne cierta clase de intercesión; pero tengan en cuenta que toda intercesión es buena, si el corazón es puro. La divinidad escucha y atiende siempre las súplicas de los mortales, lo mismo que le sean dirigidas por conducto de Esculapio ó de Serapis, que por el del abate París ó de la Virgen de Lourdes. La divina bon­dad no tiene secta, ni es celosa.

Bien podemos pensar como La Montaigne en er siguiente párrafo de sus Ensayos: «Cuando leemos en Bouchet los mi-»lagros de las reliquias de San Hilario, pase; su crédito no es »tan grande que nos quite la licencia de contradecirle; pero «condenar de una vez todas las historias semejantes, me pa-»rece singular imprudencia. Este gran San Agustín atestigua «haber visto (De civitaie Dei, XXII, 8) sobre las reliquias «de San Gervasio y San Protasio en Milán, á un niño ciego «recobrar la vista; á una mujer, en Cartago, ser curada de »un cáncer por la señal de la cruz que una mujer recién bau-«tizadale hizo; á Hesperius, un familiar suyo, haber expul-»sado' los espíritus que.infestaban su casa con un poco de «tierra del sepulcro de Nuestro Señor, tierra que después «de transportada á la Iglesia, curó repentinamente á un «paralítico; á una mujer, que en una procesión tocó con un «ramillete la urna de San Esteban, frotándose con él los «ojos después, recobrar la vista, de muy atrás perdida; y «muchos otros milagros á los que dice haber asistido él mis-»mo. ¿De qué acusaremos nosotros, ya á él, ya á los dos

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«santos obispos Aurelio y Maximino? ¿ Será de ignoran-»cia, simplicidad, facilidad, ó de molicie ó impostura? ¿Hay «hombre tan imprudente en nuestro siglo, que piense serles «comparable, ya en virtud y piedad, ya en saber y juicio?

«Aunque ellos no me alegasen ninguna razón, me per-«suadirían por su autoridad».

Es indudable que hoy se sabe más que en tiempo de San Agustín y de Montaigne; pero en cuestión de hechos ¿ de qué sirve el saber?

Ante un niño ciego que recobra la vista sobre los huesos de un santo, ¿qué más da ser sabio que ignorante? Nada puede añadir la ciencia al testimonio.

¿Estaba realmente ciego? ¿Curó? Esto, lo mismo puede ser comprobado por el hombre más rústico, que por San Agustín ó Moleschott.

Mucho de lo que antes pasaba por increíble, se empieza ya á encontrar probable ó cierto, y no hay necesidad de tener por necios ó embusteros, cosa que repugnaba, á los testigos de mayor moralidad y respeto que pudo producir la humanidad. Esto ya es algo.

C A P Í T U L O III

LOS INCONSCIENTES ÍNTIMOS

Decir con Maine de Birán que el sonambulismo es una especie de hábito con vista interior de los objetos, y el so­námbulo una máquina infalible como todas las máquinas, á achacar con los hipnotizadores todos sus fenómenos á exci­tación cerebral, ó al ejercicio de la actividad automática del cerebro durante la parálisis de la actividad consciente que manifiesta el yo, es explicar lo maravilloso por lo in­concebible.

El sonámbulo sería según eso un autómata, una' máqui­na , pero autómata y máquina capaz de leer en la obscuri­dad ó de cumplir una orden á plazo fijo. La explicación es más asombrosa que el hecho mismo. | Qué! ¿Un hipnotiza­dor podrá disponer á leguas de distancia del cuerpo auto­mático de su sonámbulo, para llevarlo y traerlo por donde le acomode? ¿Podrá infiltrar todavía su voluntad en el so­námbulo, cuando éste, despierto ya , se siente dueño de su organismo?

Esto sería tener un cuerpo dos poseedores á la vez; sería volver á los casos de posesión. ¿Por qué no creer entonces en la posibilidad de los endemoniados?

Otros no son de aquel parecer enteramente; creen que los hipnotizados [no llegan á perder la voluntad y la con-

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ciencia por completo; que sólo los durmientes profundos tienen la conciencia y la voluntad debilitadas; pero atribu­yen al automatismo mecánico una gran influencia todavía en los fenómenos, sin hacerse cargo de que si el hipnotiza­do recordase al despertar las órdenes comunicadas en el sueño, el cumplimiento de éstas no sería más que una su­perchería , la sugestión una farsa, y los hipnotizadores unos necios.

Pero no; es cosa bien probada que la orden se olvida, y que se cumple inconscientemente después.

Fijémonos en este adverbio inconscientemente. ¿De qué manera se puede ejecutar un acto inconsciente­

mente? «Muchos actos, dice Bernheim, pueden ejecutarse sin

«nuestra voluntad ó sin tener de ellos conciencia en nuestra »vida habitual. Las funciones propias de la médula espinal »se ejercen sin que nosotros nos apercibamos; los fenóme-»nos complejos de la vida vegetativa, la circulación, la res­piración, la nutrición, las secreciones, los movimientos del »tubo digestivo, la química viviente del organismo, se ope­ara silenciosamente por su mecanismo del cual no tenemos «conciencia».

Perfectamente; pero al presentar esta analogía de funcio­nes como una explicación, sería menester fijar la causa de estas funciones mismas. ¿La saben los hipnotizadores? ¿Se ha explicado ya el mecanismo de la nutrición, por ejemplo? ¿Saben por qué las moléculas reemplazándose unas á otras ocupan siempre sus lugares respectivos, y cómo se arreglan para marcar tan precisamente las diferentes edades de la vida?

¿Está bien y positivamente demostrado que no obedez­can más que á un simple mecanismo? Y aun cuando lo es­tuviese, ¿creen de veras que hay verdadera analogía entre estas funciones y los casos de sugestión ?

Fijémonos en éste, por ejemplo, que es uno de los más

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sencillos: « Dentro de ocho días, se dice á un hipnotizado, »vas á ir tal punto á las diez de la mañana».

¿ Se acuerda el hipnotizado, de esta orden, al despertar en los días sucesivos, ó cuando llega el momento de cum­plirla?

N o ; contestan á una voz hipnotizadores y fisiólogos; pero siente la necesidad de cumplirla y va.

Esto quiere decir que la cumple inconscientemente, como el animal cumple las instigaciones del instinto. Para el so­námbulo en vigilia, es un deseo imperioso el ir, y nada más. Se siente impulsado y va. ¿Por quién se siente impulsado? Por la actividad automática de su organismo, dicen unos; por la luz ó fuerza nerviosa concentrada en su cerebro, di­cen otros.

Veamos, pues, si el mecanismo automático puede expli­car el hecho. Para cumplir una orden á plazo fijo, es preci­so, absolutamenle preciso: saber que se ha recibido la orden; 2 . ° , haberla comprendido; 3. 0 , contar los días que faltan para cumplirla; 4. 0, saber el día y la hora para ser exacto; 5. 0, memoria para no olvidarse; 6.°, voluntad cons­ciente para obedecer.

El hipnotizado despierto, que se supone autómata, nada sabe de todas estas cosas. No recuerda la orden, ni cuenta los días, ni le importa la hora. Su memoria, entendimiento y voluntad, no entran para nada en el fenómeno. El meca­nismo ¿sabe, pues, contar, pensar, querer, obedecer, recor­dar, y tiene poder para evocar después, y exteriorizar, se­gún los casos, todas las alucinaciones que se le han orde­nado ? No creemos que satisfaga á nadie esta explicación por más que se aduzcan en su defensa todos los hechos que de actividad funcional puedan reunirse. Estos hechos ven­drán á probar en último resultado, como las sugestiones cumplidas, un poder inteligente, y no un mecanismo cie­go. Entre el dogma más absurdo de la religión más bárba­ra, y esta imposición científica sin pruebas, obligando á

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( I ) La sugestión y sus aplicaciones á la Terapéutica, por el Dr. Ber-rihein. Versión española del Dr. Plaza. Oviedo 1 8 8 6 .

creer que las maravillosas funciones y la composición admi­rable del organismo entero es obra puramente mecánica y de azar, optaríamos siempre por lo primero.

El caso es que tenemos una orden que se cumple sin conciencia ni' voluntad por parte del que la cumple. Esto es lo prodigioso, y lo que no se explica, ni por el automa­tismo absoluto de los unos, ni por el automatismo relativo de los otros.

Hay órdenes ó sugestiones, por otra parte, en que la vo­luntad y la conciencia del sujeto nada tienen que ver. Se dice al hipnotizado: «Mañana á tal hora, se te soltará la sangre por las narices.»

A l día siguiente, á la hora indicada, algunas gotas de san­gre se desprenden de la nariz.

O se dibuja en el brazo del dormido un nombre cualquie­ra y se dice: « Es preciso que este nombre aparezca escrito con tu propia sangre.»

Los poros se abren en los días siguientes, y escriben el mismo nombre en pequeñas gotas sanguinolentas, pudiendo leerse tres meses después con toda claridad.

Estas observaciones han sido hechas en la Escuela de Nancy ( 1 ) .

¿Cómo explicar esto? ¿Qué tienen que ver aquí el auto­matismo, ni la voluntad, ni la conciencia del sujeto?

La actividad automática no puede entender lo que se le ordena, en el mero hecho de ser automática, mecánica. La voluntad y la conciencia del sujeto no tienen poder para hacer salir la sangre aunque quieran.

¿Quién es pues, el que obedece y cumple las órdenes en este caso?

No hay nada en la ciencia, capaz de explicar esto. La teoría de Durand, Legros y Liebault supone que, durante

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( 1 ) Obra cicada, pág. 1 6 6 .

el sueño, toda ó casi toda la actividad cerebral, toda la fuer­za nerviosa, ausente en el cerebro, se halla concentrada en el interior ó centros automáticos, y que al despertar, difun­diéndose de nuevo por el organismo, hace olvidar la orden, que renace y se hace consciente, cada vez que el mismo es­tado psíquico se reproduce volviendo á concentrarse aque­lla fuerza ó luz nerviosa, pudiendo suceder esto en el esta­do de vigilia por una especie de sonambulismo pasivo.

Pero está probado que la orden nunca se hace conscien­te al sujeto que la cumple:

«El sujeto que al cabo de tres meses, dice Bernhein ( i ) , »cumple un acto sugerido durante el sueño, no manifies-»ta tener durante esos tres meses ninguna idea de la or-»den recibida, y cuando la ha cumplido, cree y afirma no »haber tenido en todo ese tiempo ninguna idea relativa al »acto.»

Aun concediendo que la orden se cumpla en ese impro­bable sonambulismo pasivo, ¿quién domina las funciones de los órganos ? Además, esa explicación no es positiva, no es más que una suposición sin fundamento; nadie ha visto esas subidas y bajadas de la luz nerviosa, ni la luz nerviosa es un ser capaz de ejecutar una orden. Todo el mundo está autorizado á dar esta clase de explicaciones que á nadie han de convencer.

En esto, como siempre, se confunde la condición con la causa. La sugestión es condición necesaria para el cumpli­miento inconsciente de una orden, así como la auto-suges­tión puede serlo de las curaciones maravillosas; pero la ver­dadera explicación está en la causa, no en la condición.

Es indudable ya, que en los momentos decisivos en que se cumple una orden sugerida, ó se sana de una enferme­dad incurable, el vértigo hipnótico se produce, en el primer caso, por la obediencia inconsciente é inexplicable hasta

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ahora, á la voluntad del hipnotizador, y en el segundo, por la atención y concentración excesiva del sujeto al verse en­frente de lo que tanto respeto, veneración, esperanza ó mie­do le infunde.

La paralítica de la Salpetriére que salta de la cama al ver entrar un policio que se figura que la va á prender, co­mo la otra deshauciada que sana ante el sacramento, lo mismo que los convulsionarios de San Medardo, ó la mujer del Evangelio que se cura tocando la túnica de Jesús, obe­decen á la misma ley. Todos sufren el vértigo hipnótico, su momento de éxtasis, y curan por autosugestión.

Todo esto está muy bien y se concibe; mas no olvidemos nunca, que ese estado hipnótico, siquiera sea momentáneo, no puede ser más que la condición del fenómeno, jamás la causa.

Pruebas de que no es causa, tenemos, en la susceptibili­dad de ponerse el organismo por enfermedad natural ó por influencias patogénicas, como las de los anestésicos, en las mismas ó parecidas condiciones en que se pone bajo la acción hipnótica ó sugestiva.

Puede asegurarse, al ver un estado patológico cualquiera, que existen productos en la naturaleza capaces de propor­cionar iguales condiciones al organismo. Hubo gentes que sufrieron sin lesión la prueba del agua hirviendo en sus brazos hechos invulnerables de antemano á la acción del calor, por un procedimiento especial; y saltimbanquis que pasaban la lengua sin inconveniente sobre un ascua, como algunas convulsionarias. La anestesia puede ser natural y artificial.

Apenas hay hecho maravilloso que no se pueda reprodu­cir por artificio, ó valiéndose de algún producto de la natu­raleza. Es que todo consiste en poner el organismo en con­diciones. Una dosis de estricnina agita los músculos como una convulsión; la belladona, produce ilusiones y alucina­ciones, como el éxtasis; el éter sulfúrico, el cloroformo, la

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( 1 ) Bulletin de la Société d'Orléans. Tomo II, pág. 1 4 9 .

amilina, ocasionan fenómenos de catalepsia. Por eso, la condición no es la explicación. Decir que el estado de hipe­remia cerebral ó de excitación nerviosa es causa de tantos y tan maravillosos fenómenos como de la hipnosis se des­prenden, es, como suele decirse, tomar el rábano por las hojas.

En vista, pues, de la dificultad de explicar satisfactoria­mente este pavoroso y trascendental problema de la suges­tión, sin salir del concepto que del hombre y de su natura­leza se han formado las escuelas científicas, precisa buscar su explicación partiendo de otro más elevado y superior.

Si se comparan los dos estados: el de sueño hipnótico y el de vigilia post-hipnótica, que ya se inclinan todos á con­siderar como un disimulado sueño en el momento de cum­plir las órdenes ó de efectuarse las alucinaciones sugeridas, veremos que los fenómenos producidos en el segundo esta­do han de tener la misma explicación que los del primero, siendo ambos estados propios de la hipnosis.

En los dos casos que vamos á examinar, veremos el or­ganismo puesto en idénticas condiciones por enfermedad natural y por estado hipnótico. El fenómeno en que surge una segunda personalidad, una voz que habla, como en los casos de Juana de Arco, de Santa Teresa y demás extáti­cos, es igual. He aquí una parte de la relación hecha por los Sres. Latour, médico, y Gueritaut, farmacéutico, de la enfermedad de la Srta. Adelaida Lefebre ( i ) .

«El 10 de marzo por la tarde, la Srta. Adelaida de Le­febre, convulsionaria y cataléptica, comenzó á conocer las personas que le ponían la mano en el epigastrio, mientras que otras le tenían cerrados los ojos. Otras veces, inclinan­do su rostro hacia aquella región, escuchaba una voz que le hablaba allí, y por este medio predijo todo lo que debía sucederle hasta el término de su curación. Desde el día 25

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( 1 ) Dti Magnetisme animal en France, pág. 4 2 2 . París, 1 8 2 6 .

de marzo hasta el 29 no cesó de referir sus predic­ciones».

La voz le decía: «El 30 de marzo cesarás de derramar sangre y dejarás de oir hablar. El día de Pascua (17 de abril) tratarás de darte la muerte; si esto sucede, no mori­rás en seguida; padecerás largo tiempo. La víspera de Pascua dormirás cuatro horas, pero tu despertar será fu­rioso. Sólo los baños de mar podrán curarte, etc., etc.»

Curó efectivamente con los baños de mar, y todas las predicciones se cumplieron.

Este caso publicado por la «Sociedad de Médicos de Or­leans», tiene la ventaja de ser atestiguado por facultativos que, no siendo magnetizadores ni hipnotizadores, ofrecen en su indiferencia por esta clase de fenómenos mayor prueba de imparcialidad.

¿Quién es, pues, el que inspir.a al enfermo con toda exac­titud el terrible momento de la crisis con tantos días de an­ticipación?

Desengáñense todos; no hay en el mecanismo material orgánico nada que pueda dar razón de estos avisos.

Es preciso dejarse de divagaciones y de palabrerías, ante esa misteriosa voz de lo infalible.

Este otro testimonio es del doctor Bertrand, el cual aun­que magnetizador, habiendo salido el magnetismo cierto, y habiendo sido un ilustre y considerado médico, no se le pue­de tachar de mal testigo ( 1 ) : «Yo estaba cerca de la so-snámbula, cuando veo entrar á uno de mis amigos, acom-»pañado de un caballero herido hacía pocos días en un «duelo, de un balazo en la cabeza»

«Y bien—le dije yo.—¿Qué veis, pues?» «—Es preciso que él se equivoque—me dijo ella:—élme-

»dice que el señor tiene un balazo en la cabeza.» «(Este él,. »era, según la sonámbula, un ser distinto, separado de ella, y

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( 1 ) De la Suggestión viéntale, pág. 4 2 0 , París, 1 8 8 7 .

»cuya voz se hacía escuchar en lo hueco del estómago: una «especie de ángel guardián.)»

«Yo le aseguré que lo que ella decía era verdad, continúa »el doctor Bertrand, y la pregunté por dónde había entrado «la bala y qué trayecto había recorrido. La sonámbula re-»flexionó un instante; después abrió su boca é indicó con el »dedo que la bala había entrado por la boca y había pene-»trado hasta la parte posterior del cuello, lo que era cierto »también. En fin, ella llevó la exactitud hasta indicar alguno »de los dientes que faltaban en la boca y que la bala se había »llevado. La sonámbula no había abierto los ojos desde el «instante en que el herido había entrado en la habitación, »y por otra parte, no había lesión ninguna en los tegumen-»tos exteriores de la boca.»

Se sabe hoy que muchos, si no todos los casos que an­tes se atribuían á la lucidez ó doble vista, no son otra cosa que casos de transmisión de pensamiento. En este caso del doctor Bertrand pudiera verse una transmisión de sú pensa­miento á la magnetizada, suponiendo que él supiese la cau­sa de la herida y los dientes que faltaban; pero la voz que ella oía en su estómago, es lo inexplicable. Ese él, que le habla allí, no puede ser el doctor Bertrand. ¿Quién, pues, será?

Ochorowicz que traslada también este caso, con otros, á su preciosa obra de la Sugestión mental, dice que donde se lee «un ángel guardián» debe leerse: lo Inconsciente.

Es este Inconsciente, cuya significación é importancia Ochorowicz, sin embargo, no comprende sino de un modo vago, lo que encierra la explicación de todo lo maravilloso.

He aquí las funciones atribuidas por Ochorowicz ( i ) al Inconsciente: «No debe olvidarse, dice, que si la sensibili-»dad hipnótica es independiente de la voluntad conscien-»te del sujeto, no lo es de su inconsciente. Lo inconsciente

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( 1 ) Actes inconscientes dans le sonambulisme. Revue Philosophique, marzo 1 8 8 8 .

»puede ser considerado como un gobierno secreto, más po-»deroso si cabe, que aquél que bajo el nombre de Y o I, rei-»na á la luz del día, pero no gobierna.

»Con este Yo I más vanidoso que poderoso, podéis tra-»tar las cuestiones de orden superficial, pero con el Y o II «podéis concluir tratados concernientes á todas las funcio-»nes vitales. Podéis decirle, por ejemplo: Mientras que el »Yo I duerme, tú vas á velar, contando las horas y los mi-»ñutos y tú le despertarás á tal hora; tú vas á vigilar á tu «primer ministro que se llama el cambio de materias para «que no vaya demasiado pronto en sus funciones; tú vas á «igualar y activar el movimiento vital en todas las provin-»cias de tu reino, á defender la frontera de corrientes extra -«ñas, á expulsar los focos patológicos que turban tu repo-»so, etc., etc.; y él os obedecerá; él tiene el poder de obe-»deceros. Por consiguiente, la voluntad del Y o II puede ir »al encuentro de la nuestra; ella puede ayudarnos y facili-»tamos cada vez más nuestra tarea.»

¿Hay, pues, dos Yos en el hombre? ¿Yo I y Y o II? ¿Hay dos inteligencias, dos voluntades, constituyendo dos perso­nalidades en su ser?

Esto se desprende, sin duda, de la hipótesis explicativa de Ochorowicz.

Esto es también lo que se deduce claramente de los he­chos; es decir, es más que esto, porque en lugar de ser dos Y o s , dos personalidades, son tres. Y o I, Y o II y Y o III.

Es este el resultado más. trascendental y sorprendente acaso de toda la observación científica moderna.

Vamos á exponerlo brevemente. Los hechos son referi­dos por M. Pierre Janet, uno de los más autorizados obser­vadores ( 1 ) :

Consisten las nuevas experiencias en duplicar el sueño

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( I ) Exquisse de la Nature humaine explique par le magnétisme animal. Paris, 1 8 2 6 . Sin nombre de autor, Chez Dentû.

hipnótico. Si á una persona dormida en sonambulismo se la hipnotiza de nuevo, aparece un segundo inconsciente con carácter propio y distinto del anterior.

Este fenómeno había sido ya, sin embargo, observado por los magnetizadores, que sabían cuánto aumentaba la lucidez repitiendo la magnetización en los sonámbulos.

«Puede suceder, se lee en una obra poco conocida (i), »que magnetizando con energía á una persona en sonambu-»lismo, se duerma de nuevo; lo cual le sirve para pasar á un «estado magnético superior. Y o he observado frecuentemen-»te que este fenómeno aumenta la lucidez; y lo que me ha «ofrecido de más notable es, que las mismas graduaciones se «renuevan volviendo á la vida común, y que los recuerdos «del estado magnético superior se borran, pasando al esta-»do magnético ordinario».

He aquí los hechos: La personalidad de la aldeana Mme. B., casada, con hijos,

de carácter suave, dulce y calmoso, desaparece y es susti­tuida en el estado hipnótico, por otra persona que dice lla­marse Leontina, alegre, decidora, aguda y burlona. Cuando despierta, cuando acaba el sonambulismo, Mad. B. puede decirse que sale de la nada; pero Leontina se acuerda de todo; no sólo de lo que ha pasado en aquellos estados, sino de la vida entera de Mad. B. á quien califica de pobre mujer, de bestia, y con la cual no puede sufrir que la confundan; mide perfectamente el tiempo transcurrido ó los intervalos entre una y otra hipnotización, y es, en una palabra, una personalidad existente que aparece siempre que se le dan condiciones de manifestación. Puede decirse que su existen­cia depende del estado hipnótico, así como la de Mad. B. de­pende del estado de vigilia. Son, pues, dos caracteres, dos seres, dos personas exactamente definidas que se sustituyen

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en el mismo organismo, según se encuentre despierto ó hipnotizado.

Ahora bien; Mad. B., como la generalidad de los sujetos hipnotizados, no oye las órdenes que se le dan ni se hace cargo de las sugestiones que se le comunican para después del despertar. Si se dice, por ejemplo: Mad. B. se quitará su delantal mañana á las 12 en plena vigilia; á esa misma hora Mad. B. se lo quita sin darse cuenta de ello. Si al des­atarlo, se le indica que se le va á caer su delantal, vuelve á ponerlo, pero inmediatamente lo suelta otra vez para cumplir la orden.

Madame B., no recuerda semejante orden; ¿quién es, pues, el que hace que sus manos desaten de nuevo el de­lantal?

¿Quién? Si se hipnotiza de nuevo á Mad. B., Leontina confiesa

riendo que ha sido ella. ¿Por qué, dice, habéis prevenido á Mad. B. que se le caía el delantal? Me he visto obligada á quitárselo de nuevo.

Leontina es, pues, por confesión propia, el Inconsciente de B. Este Inconsciente lleva mucho más lejos todavía las manifestaciones de su indudable personalidad.

Aprovechándose de las distracciones de Mad. B. escribe cartas á M. Janet, firmadas: Leontina. Si estas cartas que retratan fielmente su carácter, se presentan á Mad. B., ésta se admira y no las reconoce como suyas; es verdad que ni expresan su modo de sentir, ni contienen su letra. En ellas se la insulta, y hasta se la amenaza en medio de cierto tono de broma. Viendo que Mad. B. rompía estas cartas cuando caían en sus manos, sin entender lo que eran, Leontina tomó la precaución de guardarlas en un álbum, influyendo por autosugestión en el organismo de Mad. B. En este si­tio, las recogía después el hipnotizador.

Sabemos ahora á qué atenernos respecto al cumplimien­to de las órdenes hipnóticas. Como habíamos dicho, hay

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alguno que comprende y recuerda estas órdenes; que cuenta los días y las horas, y que se cree, por una ley desconocida todavía, obligado á cumplirlas.

Es el Inconsciente, el Y o II, como diría Ochorowicz. Pero esto no es todo. Se ha observado que este Yo II, ó

sea el Inconsciente del sujeto hipnotizado, Leontina, por ejemplo, tiene también sus actos inconscientes; es decir, que hay en el sonambulismo actos inconscientes de la mis­ma naturaleza que los de la vigilia. Leontina que se acuer­da tan bien de todo lo que ella obliga á hacer á Mad. B., no recuerda ciertos actos inconscientes que por anestesia ó distracción ella misma cumple. As í , dice M. Janet, «mien­tras que Leontina charla con las personas presentes, dis­traída y preocupada hasta el punto de olvidarse de mí, y o la mando por lo bajo hacer ramilletes de flores y ofrecer­los á los presentes. Nada más curioso que verla reunir flo­res imaginarias, pasarlas de una mano á otra, atar los rami­lletes con cinta imaginaria y ofrecerlos gravemente á los concurrentes, sin darse cuenta de nada y siguiendo su con­versación.»

¿Hay, pues, otro Inconsciente detrás de Leontina? Sí; puesto que este Inconsciente es capaz hasta de seguir

una conversación por signos, apretando ó sacudiendo la mano para decir sí ó no, sin que Leontina se aperciba. Pero este Y o III es más libre; puede rehusar lo que se le exige, y toda reconciliación, sin que Leontina, que ignora el drama, deje de seguir hablando tan amigablemente con su hipnotizador.

Cuando Leontina escribe, alguno que no es ella expresa su voluntad de esta manera: «Quiero venir.» Otras veces, lo dice por boca de Leontina. Para facilitar la aparición de este tercer personaje, se ensayó repetir la hipnotización en Leontina. Esta se duerme á su vez, se borra y desaparece, como había sucedido antes con Mad. B. y en medio de sín­tomas cadavéricos aparece el segundó Inconsciente, el

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Y o III, que en este caso dijo llamarse Leonor. Habla al principio muy despacio; se diría que tarda en relacionarse con el mundo del cual está lejos; sólo se pone en relación con el hipnotizador, y en contacto con él. Es grave, serio, de carácter formal; no se distrae nunca, porque está aislado del mundo exterior y no necesita por lo mismo, de otro Inconsciente que le ayude. Conoce y recuerda perfecta­mente á Mad. B. y á Leontina, sin que éstas tengan la me­nor noticia de él. Nada se le escapa, ni en vigilia ni en sueño ó en catalepsia, y se distingue de Mad. B. á quien llama la otra, y de Leontina, respecto de quien dice: «Veis bien que yo no soy esta habladora, esta loca: nosotros no nos parecemos en nada.» En una palabra, domina y re­cuerda las dos existencias precedentes en todos los detalles conscientes é inconscientes, hasta el punto de recordar que hace veinte años le hizo aparecer también el doctor Perrier, que se encontró con él profundizando el sueño de Leontina.

En fin, todo lo que hace Leonor es consciente; lo incons­ciente no existe para ella.

Es ella la que obligó á Leontina, ó mejor dicho, al orga­nismo de Mad. B. á reunir y ofrecer los ramilletes imagina­rios en cumplimiento de la sugestión.

Es ella la que sorprendió á Leontina en cierta ocasión en que ésta se hallaba agitadísima, haciéndole oir una voz que la decía: «Basta, basta, estáte quieta; nos estás inco­modando.»

Es ella la que cuando Leontina se encuentra más entre­tenida hablando, la obliga á sacar su reloj, cumpliendo así la orden sugerida.

Es ella la que recuerda y explica todos los actos incons­cientes de Leontina, y cuando á ésta se le sugiere, por ejemplo, que es una princesa, y se cree trasladada á un salón brillante, cortejada por el maques de Lauzun, perso­naje que ella misma inventa, Leonor se compadece de ella

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y dice: «Que tonta es esta pobre Leontina: ella se cree convertida en princesa; sois vos quien se lo habéis hecho creer.»

«Soy yo, dice Leonor refiriéndose á otros hechos, la que os llamé la atención al brazo de Leontina, la que os he aconsejado que la hicieseis respirar. ¿No tenía yo razón?»

En este estado de segundo sonambulismo, Leonor ve, según dice después, una luz que va creciendo y á la cual adora sin duda, pues que sus facciones toman el aspecto del éxtasis en el que no tarda en caer, dando en tierra con el cuerpo de Mad. B. si no se le sostiene; sus cejas se ele­van, y se comprende que sus ojos seguirían la misma direc­ción si no estuviesen bien cerrados; sus manos se ponen en actitud de ruego.

¿Qué será esto? Creer en una sola personalidad con dos aspectos, cuan­

do Azam empezó á observar estos fenómenos, era ya mu­cho; con tres, la cosa es insoportable.

Si Leonor es el inconsciente de Leontina y Leontina el inconsciente de Mad. B. ¿son tres personas distintas en un solo organismo verdadero?

En este caso quedaría confirmado aquel versículo bíblico: «Deus creavit de térra hominem et secundum imaginem suam fecit illum.»

La Trinidad humana sería un hecho á imagen y seme­janza de la Trinidad divina, y los más obscuros problemas psicológicos se aclararían.

Diríase que se procede con cierta timidez y con natura­listas preocupaciones en estos estudios asombrosos, ó que se teme dar la voz de alerta contra ellos en el campo ma­terialista; pero los hechos parecen empeñados en demos­trar la existencia de estos Inconscientes íntimos, con per­sonalidad independiente, con su propio carácter cada uno, con inteligencia y con conocimientos siempre superiores á los de la persona hipnotizada; y hay hechos, en las más

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críticas circunstancias de la vida, que no pueden atribuirse ya , sino á la intervención de estos Inconscientes, operando en el hombre por medio de la sugestión, unas veces como buenos amigos, y otras, al parecer, como enemigos.

Esta sugestión de los Inconscientes es lo que se conoce, impropiamente, con el nombre de auto-sugestión.

La sugestión es orden, mandato, instigación: ¿quién manda, quién instiga al Yo?

En la hipnosis, el hipnotizador; en la auto-sugestión, el Inconsciente.

¿Había de mandarse el Y o á sí mismo, cometer un acto de locura, como su vos se lo mandó al asesino del presi­dente Garfield?

En los éxtasis, en ciertas clases de locuras, en toda clase de alucinaciones, el oficio de estos Inconscientes se ve bien.

La alucinación es una imagen, una idea, que en la hip­nosis puede ser sugerida desde fuera por una voluntad ex­terna, pero que en otro caso, es un movimiento signo, todo interior. ¿Quién inicia y sostiene este movimiento signo, esta imagen sarcástica, expiatoria, horrible casi siempre, allá en los abismos del cerebro? ¿Uno mismo? Así habría de ser para que la palabra auto-sugestión fuese propia.

Pero, ¿uno mismo? es decir, ¿nuestro yo , la actividad consciente? ¡De modo que nos engañaríamos á nosotros mismos!

¿Y por qué el yo se habría de engañar á sí mismo? ¿Qué gusto puede tener en volverse loco y en imprimir esos sig­nos falsos y disparatados en su cerebro?

Movimientos mórbidos, mecánicos siempre, producen las imágenes de la alucinación, se dice.

¿Quién sabe eso? Esa es la hipótesis del azar. Ahora te­nemos la hipótesis de los hechos. ¿Cuál ha de ser prefe­rible?

La definición del instinto, dada por uno de los discí­pulos de Hartmann, bastante tiempo antes que se ocupase

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nacfte en materia de sugestiones, es una prueba de la iden­tidad fenomenal entre el instinto y la sugestión; porque ¿qué definición más aceptable y exacta puede hacerse de la su­gestión, que esa misma que hemos expuesto del instinto? Medítese bien y se verá que los dos fenómenos caben per­fectamente en ella. Es , en efecto, la sugestión también «un «querer consciente del medio propio, para realizar un fin «querido por el Inconsciente ».

No hay más diferencia que el origen del querer; pues en la sugestión hipnótica, el querer del Inconsciente procede de la voluntad del hipnotizador, á quien obedece; mientras que en el instinto, proviene de una sabiduría oculta y miste­riosa. Puede decirse, por lo tanto, que el animal, como el niño y el extático, es el sonámbulo de Dios.

La exteriorización de las imágenes en la alucinación, se explica ahora mejor de esta manera: la voluntad del Incons­ciente imprime un movimiento signo en el cerebro, idénti­co al que imprime la corriente nerviosa para hacernos co­nocer los objetos exteriores. Siendo idénticos estos movi­mientos , claro es que han de producir un mismo efecto: la exteriorización. La visión del mundo, su realidad acaso, no consiste más que en la repetición de estos signos de un modo sistemático y lógico, en una sugestión universal. Pero los signos, los movimientos, las corrientes nerviosas, son productos también de la sugestión. En último resultado, no hay más que una voluntad inteligente, influyendo de un modo legal y sabiamente previsto en la formación y evolu­ción de otras voluntades inteligentes también.

Lo único que está fuera de la sugestión, es la existencia. ¿Cómo empieza? Es el misterio.

Esta intervención de lo Inconsciente tiene transcendental importancia en las esferas criminal y religiosa.

El instinto del lenguaje ha dado por inspiración los nom­bres de alienación y enajenación, á esos estados en que el hombre verdaderamente no se pertenece y está como po-

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seído por otro ser ajeno. La posesión antiguamente era esto.

Puede decirse ya que la mayor parte de los crímenes, así como la mayor parte de los hechos maravillosos, se de­ben á estas sugestiones, tentaciones, de lo Inconsciente.

Se explican hoy por él infinidad de milagros y hechos increíbles, referidos en todos tiempos y por todas partes. Se ve con satisfacción y como en desagravio del género humano, tenido siempre hasta ahora por impostor ó em­bustero, el fondo de verdad que realmente había en todas esas historias religiosas.

Todo el progreso del mundo, los grandes descubrimien­tos y revelaciones, se deben á ese ente misterioso.

¿Está solo? ¿Hay una escala de Inconscientes en evolu­ción, que le ayudan en su enorme propósito?

Parece lógico esto. De todos modos, la verdad se hará; la ciencia por este lado está en buen camino. Lo divino lla­ma ya á sus puertas: « Quiero venir» ha dicho un Incons­ciente.

C A P Í T U L O I V

LO MARAVILLOSO EN LA TRASMISIÓN DEL PENSAMIENTO

Un mundo enteramente nuevo de fenómenos se abre de­lante del observador, no porque ellos sean nuevos, ya he­mos dicho que son de todos tiempos, sino porque hasta ahora fueron descuidados ó desconocidos, y cayeron siem­pre en manos de hombres incapaces de darles carta de ciu­dadanía en la ciencia.

Los hechos de trasmisión de pensamiento han venido á resucitar la antigua cuestión de la adivinación, que desde la época de Cicerón se creía juzgada, aunque realmente no tengan apenas nada que ver con ella. La adivinación es, como la etimología de su palabra indica, la predicción ó previsión del porvenir por inspiración ó comunicación divina; es.de­cir, se diferencia de la simple trasmisión de pensamiento en que ésta solo se refiere al pensamiento humano, mien­tras que la otra se refiere al pensamiento divino. Tienen, como veremos, de común el éxtasis, que es la condición del fenómeno en los dos casos; en el primero, es promovido el éxtasis por los procedimientos hipnóticos, en el segundo, por el rapto místico; y este rapto ó arrobamiento místico, ¿no será una hipnosis divina?

Así debe ser, juzgando por analogía; y siendo de este I I

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modo, Dios es el gran hipnotizador, y los profetas y viden­tes., sonámbulos divinos. Es la manera más fácil de com­prender y entender todos esos, hasta ahora, inexplicables fenómenos de la mística.

Ha sido suficiente para hacer surgir de nuevo estas cues­tiones olvidadas, que un hombre dotado de ciertas faculta­des recorriese el mundo, dando pruebas de su natural habi­lidad. Cumberland ha venido á decir á los hombres de cien­cia: Y a lo veis; tenéis que admitir los hechos como ciertos. Si yo adivino los pensamientos de los hombres ¿por qué no habrán adivinado otros los pensamientos de Dios, y por consiguiente los hechos futuros?

No sabéis una palabra de ciencias ocultas, que son, sin embargo, una gran verdad. Sois unos niños que inspiráis lástima, en comparación del saber antiguo, de los colegios sacerdotales de la India y del Egipto, de los Oráculos grie­gos , de los Profetas hebreos y de los Chamanes de Si­beria.

Habéis tenido que admitir los fenómenos hipnóticos, des­pués de haberlos perseguido con vuestras burlas y despre­cios, y os habéis contentado con cambiarles el nombre, cuan­do son los mismos que Mesmer y los magnetizadores ofre­cieron á vuestra observación.

¿Qué confianza habéis de inspirar á nadie negando la adi­vinación y las apariciones, que el día menos pensado ten­dréis también que admitir?

Confesad vuestra ignorancia y estudiad. Cumberland tendría el derecho de hablar así á los sabios,

porque los testimonios que acreditan la verdad de sus he­chos, son tan numerosos, tan modernos, tan públicos, que dudar de ellos siquiera, sería dudar de la evidencia misma.

Pero Cumberland ño es el único hombre del mundo que posee tan precioso don; otros muchos lo han tenido, y él confiesa que millones de personas tendrán seguramente esa facultad sin darse cuenta de ella y sin ejercitarla.

D E L O M A R A V I L L O S O P O S I T I V O 163

Salverte, en su interesante libro de las ciencias ocultas, cita á Comus.

«En nuestros días, dice, se ha visto á Comus, evitando »toda posibilidad de connivencia, anunciar en secreto auna «persona la carta que otra tenía en el pensamiento. Todavía «existen testigos del hecho, y además, Comus repitió mu-«chas veces esa suerte en Inglaterra, en presencia de espec-«tadores que haciendo fuertes apuestas contra el éxito déla «misma, no podía sospecharse que contribuyesen á ella con «sus complacencias» ( i ) .

Estas experiencias dé Comus fueron presenciadas por Bacon: «El prestidigitador dijo al oído de uno délos especta­dores, que tal persona pensaría tal carta, y el resultado con­firmó la predicción» ( 2 ) . El célebre canciller añade que pro­curó explicar el hecho por una connivencia, pero se conven­ció de que no tenía derecho á sospechar tal cosa.

En Italia, hace bien pocos años todavía, fué notable por su facultad de adivinar el Conde Giuniani de Rávena. El Spectator del 30 de enero de 1869, cuenta de él que, estando una noche en casa de Sir Roberto Browning, en Florencia, adivinó á éste, por trasmisión de pensamiento, el origen de unos botones de oro que habían pertenecido á un tío suyo, y que llevaba puestos al ser asesinado.

Hombres con esta facultad de adivinar no han faltado, se conoce, en ningún tiempo. San Agustín, en uno de sus li­bros, recuerda la lucidez de un cierto adivino llamado Albi-cerio: Un sabio llamado Flaciano fué á ver á Albicerio des­pués de haber formado el proyecto de adquirir una heredad con el objeto de probar su habilidad si le descubría tan se­creto propósito. El adivino le dijo en seguida lo que estaba pensando; pero lo que excitó más la admiración de Flaciano fué el haberle dicho sin vacilar el nombre de la heredad,

( 1 ) S A L V E R T E . La ciencia oculta. Ensayo sobre la magia, los prodigios y los milagros. Pág. loo. Barcelona, 1 8 6 5 . ' -¿

( 2 ) Sylva Sylvarum. Century X, 946. (

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( 1 ) V. Vida de San Felipe, citada en otro lugar.

( 2 ) V. Vida de este Santo, id. id.

tan bárbaro y difícil de pronunciar que apenas Flaciano mis­mo lo recordaba. Este Albicerio adivinaba de igual modo el pensamiento de todos los que le interrogaban.

San Felipe Neri á quien llamaban en su tiempo, el gran Profeta, adivinaba los pecados de sus penitentes y las pe­queñas faltas de servicio de sus fámulos ( 1 ) .

San José de Cupertino, tan famoso por sus ascensiones, leía también el pensamiento de los que con él se confesa­ban, cuando no se atrevían á declarar los más graves peca­dos ( 2 ) .

El cura de Ars, muerto hace pocos años, en 1876, y que se piensa en canonizar, adivinaba el pensamiento de los que le, hablaban, y desconcertaba por la seguridad infalible de sus previsiones á los escépticos y burlones que se dirigían á él para probarle y ponerle en evidencia.

Los místicos ofrecen muchos ejemplos de éstos: La céle­bre mística Mme. Guyon, tan amiga del virtuoso Fenelon, cuenta ella misma en la historia de su vida, que muchas ve­ces leía en el pensamiento del'P. Lecombe, su confesor, co­mo éste en el suyo.

«Yo comprendí, dice ella, que los hombres pueden en »esta vida aprender el lenguaje de los ángeles; poco á poco, »fuí reducida á no hablar más que en silencio».

No amontonaremos más hechos. Desde luego se ve que esta disposición adivinadora es natural y orgánica: y lo que antes sólo podía pasar por exageración increíble ó por mi­lagro, se explica ahora de un modo bien sencillo por rela­ción hipnótica inconsciente.

La trasmisión de pensamiento en el estado hipnótico es uno de los fenómenos mejor estudiados y que ya no admite ni la menor duda. As í , es posible hoy explicar hechos que pasaron siempre por increíbles ó diabólicos.

D E LO MARAVILLOSO P O S I T I V O 165

La demonomanía de Loudün presenta muchos de éstos. Aubin, el autor de la «Historiade los diablos de Loudun», incrédulo é impugnador de estos fenómenos, cita, sin em­bargo, el hecho de que fué testigo el príncipe Gastón de Orleans, el día 10 de mayo de 1635 (1).

El hecho fué el siguiente, tal como lo refiere y certifi­ca el mismo príncipe:

«Nos, Gastón de Orleans, infante de Francia, duque de »Orleans... etc., habiendo deseado tener una señal perfec-»ta de la posesión de estas jóvenes (las monjas), nos hemos «concertado en secreto y en voz baja con el P. Tranquilo, «capuchino, para mandar al demonio Zabulón, que posee «actualmente á la dicha Sor Clara, que fuese á besar la «mano derecha del P. Elíseo, su exorcista; el dicho demo-»nio ha obedecido puntualmente nuestro deseo, lo cual nos «ha hecho creer de un modo cierto que es verdadero lo que «los religiosos que trabajan en los exorcismos de dichas jó->.• venes, nos han dicho de su posesión, no habiendo apa-»rienda de que tales movimientos y conocimiento de cosas «secretas puedan ser atribuidos á las fuerzas humanas. De «lo cual, queriendo rendir testimonio al público, otorgamos «y firmamos, etc.— Gastón.—11 de mayo de 1635.»

Uno de los hombres más escrupulosos y severos en el estudio de los hechos, el Dr. Calmeil (2), después de reco­nocer que los fenómenos atribuidos antes á los demonios en la posesión, no son más que hechos de sonambulismo natural ó artificial, añade sin embargo, que «en cien oca-«siones se puede creer, en efecto, que los energúmenos ó «los poseídos leían en el pensamiento de los religiosos en-«cargados de combatir á los demonios». En el curioso cua­dro que este mismo doctor nos ha trazado de las epidemias histéricas en su obra «La locura desde el Renacimiento», se

( 1 ) Relation de ce que s'est passc aux exorcismes de Loudun, en presen-ce de Monsieur. Véase Figuier, Histoire de Maravilleitx, tomo I, pág. 2 0 5 .

( 2 ) De la folie, tomo II.

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( 1 ) Théátre de Cevennes, págs. 2 0 y 38.

( 2 ) ídem, págs. 3 1 y 5 4 .

leen casos admirables de trasmisión de pensamiento. Cuan­do en 1736 se revocó el edicto de Nantes, que garantizaba á los protestantes el ejercicio de su religión y de sus dere­chos , empezaron las convulsiones: muchos se pusieron á profetizar y el contagio alcanzó á los mismos católicos. Se­mejantes á profetas de la antigüedad, estos tembladores marchaban reunidos en tropas de 300 y 400 hombres. Has­ta los niños de dos y cuatro años fueron atacados de tan extraña enfermedad. Afirman los testigos de este célebre proceso, que estos niños, que en su estado normal no ha­blaban más que el patois del Languedoc, deliraban y pro­fetizaban en francés: «Yo vi, dice uno de aquéllos, Juan Ca-»ballier, dos muchachos que cayeron en crisis, y me descu-•abrieron todo lo que pasaba en mi interior ( I ) ».

A consecuencia de estas revelaciones, Juan Caballier se pasó á los revoltosos y fué uno de sus primeros jefes.

Clary, uno de estos profetas, que adivinaba los pensa­mientos y veía á través de los cuerpos opacos, para disipar las dudas que algunos tenían de su facultad adivinadora y de su buena fe, propuso someterse á la prueba del fuego. Consta en el proceso que, en medio de la hoguera hasta que ésta se consumió, no tuvo dolor ni sofocación ( 2 ) .

Tal insensibilidad parecerá increíble; mas suspendamos el juicio. Los límites de lo posible no se han fijado aún. La fe en Dios y la pureza de intenciones triunfan del dolor aniquilándole, como se observa en los mártires de muchas religiones. Casos como el de los tres hebreos Sadrac, Me-sach y Abednego, acaso no sean tan imposibles como nos hemos llegado á figurar en nuestro ordinario materia­lismo.

Si acaso, al vernos mezclar nombres de venerables san­tos con los de mundanos industriales, se escandalizasen al-

D E LO M A R A V I L L O S O POSITIVO 167

( 1 ) Mística ciudad de Dios... Milagro de omnipotencia y Vida de la Vir­gen, cap. XIV, pág. 559. — Madrid, 1724.

gunos, lean con atención el siguiente párrafo de Sor María de Agreda en su «Mística ciudad de Dios» (i):

« Bien puede comunicar Dios mayores y más altas visio-»nes y revelaciones al menos santo y menores al mayor. Y »el don de la Profecía con otros gratis datos, puede con-«cederlos á los que no son santos, y algunos raptos pueden «resultar de causa que no sea precisamente virtud de la vo-«luntad». Y añade á continuación: «que las visiones, alu-«cinaciones y algunos raptos, pertenecen al entendimiento »ó parte intelectiva, cuya perfección no santifica el alma; »y cuando la visión y revelaciones son de esta condición, «no es necesario que se presten á la santidad, pues Balaam »fué profeta y no era santo.»

Acotamos con esta beatificada para que no se nos tache de confundir fenómenos naturales con los que hasta ahora, por falta de estudio, pasaron por milagrosos.

Ante una observación imparcial, los fenómenos produci­dos en San Cupertino, San Felipe Neri ó el Cura de Ars, obedecen á la misma ley que los manifestados en Albicerio, Comus ó Cumberland.

La identidad del fenómeno ha de suponer como siempre identidad de condiciones para su realización.

Basta para convencerse de esto, ver cómo explica el mis­mo Cumberland su manera de adivinar en su folleto: «¿Qué «es la Adivinación?»

«Mi caso, dice Cumberland, no tiene efecto sino cuando »la mente está concentrada en un objeto dado, sin dejar «espaciopara ninguna otra idea. Bajo esta intensidad de con-«centración el sistema físico obra con la mente y me comu-«nica las impresiones.»

Esta explicación que Cumberland da de su estado en el momento adivinador, es la misma que dan los hipnotizado-

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res, del estado más propio para recibir la sugestión mental y la trasmisión de pensamiento; es lo que llama Ochoro-wicz (i), fase monoideica, es decir, el momento en que una sola idea, única y dominante, se apodera de un cerebro que concentra en ella toda su atención.

Así, entre Cumberland y las sonámbulas de teatro y de plazuela, no hay más diferencia que la facilidad con que pasa él, del estado normal al mondideico. Su privilegio, como el de los otros adivinos, es un privilegio de hipnosis. Todo adivino ha de tener ese momento aideico, sin el cual, el fe­nómeno no encuentra condición. Es el rapto de que habla la beata Agreda; un vértigo hipnótico más ó menos largo, que se consigue de diferentes modos.

Se sabe que los procedimientos magnéticos ó hipnóticos producen una hiperemia ó plétora del cerebro que es la con­dición del fenómeno. Toda afluencia de sangre al cerebro acompañada de sobreexcitación nerviosa, determina cier­tos accidentes neuropáticos. En las jóvenes en quienes la circulación y las funciones periódicas no están bien arregla­das, se produce la histeria por la misma causa. De aquí el gran parecido, la igualdad, mejor dicho, de los fenómenos que se manifiestan en las histéricas y en los hipnotizados ó magnetizados. Ciertos delirios y locuras necesitan la misma condición para producir efectos semejantes.

Es cosa ya probada, que todas las infelices quemadas por brujas ó hechiceras en siglos de ignorancia, no eran más que histéricas, y la supuesta marca del diablo que las hacía convictas, era sencillamente algún punto insensible de la piel, carácter propio de aquella enfermedad.

La atención excesiva, trae siempre consigo un poco de hiperemia cerebral. El doctor Baillarger cita el caso de un joven que caía en epilepsia, si al leer se fijaba demasiado

( I ) De la suggestion mentale, par le doctor Charles Ochoiowicz, pá­gina H 2 , París, 1867.

D E LO MARAVILLOSO P O S I T I V O 169

(i) La Demonomanie de Loudun. Pi.'et de Lamenardier; 2 . a edición, págs. 26 á 56.—París. La Fleche.

en una palabra, y el doctor Piorry el de una joven epilécti-ca por mirar fijamente al sol.

Esta condición de hiperemia cerebral puede conseguirse, y algunas personas predispuestas la consiguen en mayor ó menor grado casi instantáneamente, con sólo concentrar la atención y fijar la vista en cualquier objeto. Es una espe­cie de vértigo auto-hipnótico, que se disipa por sí mismo en cuanto vuelve á distraerse la atención, y del que ni si­quiera se dan cuenta los que á él se someten inconsciente­mente.

En este estado excepcional, rápido á veces como el re­lámpago, se reciben las que suelen llamarse inspiraciones del juego.

Esta condición orgánica se hace más frecuente y durade­ra en los místicos, por el abuso del éxtasis, que no es otra cosa que una auto-hipnotización. Una fuerte abstracción sue­le ocasionar en ciertos organismos un momento extático, inconsciente y desapercibido, durante el cual, como se dice comunmente, se comunica la inspiración del genio.

Por eso, los fenómenos del éxtasis, de la histeria y del sonambulismo se parecen tanto.

Esta explicación condicional no quita á los fenómenos nada de su maravillosidad.

Cumberland asegura en su folleto haber acertado el nom­bre, para él desconocido: Abbas, que el Kedive había puesto en su pensamiento, y una palabra en lengua dogra, dialec­to de las montañas de Cachemira, al Maharajah.

Si no fuera porque hay hechos semejantes, bien atesti­guados en los anales del magnetismo y de la posesión, ape­nas se le podría dar crédito, pero vemos, por ejemplo, que, entre los fenómenos observados en las poseídas de Loudun, sobresale el que se suponía entonces don de lenguas (i).

I70 F I L O S O F Í A

«El Obispo de Nimes habiendo interrogado á aquellas mon-»jas, en alemán y en griego, obtuvo satisfacción en ambos «idiomas. Mandó en griego, a l a hermana Clara, levantar su »velo y besar la reja en cierto sitio, y ella obedeció é hizo «otras muchas cosas que él quiso que hiciese; lo que hizo «decir al prelado que era preciso ser ateo ó loco para no «creer en la posesión.»

«Dos caballeros de Normandía certificaron por escrito «haber interrogado á la hermana Clara en turco, en español »y en italiano, y que ella respondió muy apropósito.»

M. Launay de Barillé que había vivido en América mu­chos años, atestiguó que había hablado á las religiosas en la lengua de ciertos salvajes de aquel país, y que ellas res­pondieron muy pertinentemente.

¿Qué pensar de esto? Los casos en que algunos quieren ver una confirmación

de este don de lenguas, más parecen un desenvolvimiento de la memoria que otra cosa. Quien hubiese oído, por ejem­plo, al chico del hospicio de Bicétre, de quien dice Michea, que en un acceso de manía se puso á recitar pasajes del Fedro de Racine, ó al joven de Espoleto, que según Eras-mo, hablaba el alemán perfectamente en un delirio, ó á la criada loca que, como se lee en la Biografía literaria de Co-lerídge, voceaba sentencias griegas de un padre de la Igle­sia, podría creer con razón aparente en la ciencia infusa, si no supiera que el uno había leído una vez el Fedro, que el otro tenía del alemán una ligera tintura, y que la loca había oído aquellas sentencias á su amo que era pastor pro­testante.

Lo que parece cierto es que las poseídas de Loudun, como los extáticos y los hipnotizados, entienden las lenguas extrañas, aunque no las hablen; y se comprende bien, que sea así como algunas sonámbulas han declarado: «que «ellas entienden el pensamiento y no el lenguaje.»

En otro capítulo veremos cómo puede ser esto.

C A P Í T U L O V

LA TRASMISIÓN DEL PENSAMIENTO

Aceptando nosotros, en parte, la novísima teoría fisioló­gica, según la cual el razonamiento no es más que una or­ganización (combinación, mejor) de imágenes, y la imagen, un fenómeno que resulta de una excitación de los centros sensoriales corticales, tenemos que considerar la idea como una representación, como una imagen. Siendo la imagen una excitación, ó produciéndola, excitaciones diferentes han de corresponder á diferentes imágenes. Cada excita­ción es, pues, un movimiento especial, un signo de la ima­gen. En los oscuros senos del cerebro, nosotros interpreta­mos los tenues movimientos que nos comunican los nervios, y esos movimientos ó signos, después de interpretados, constituyen la imagen ó la idea.

¿Es, pues, la idea, el simple movimiento? No; la idea no existe hasta después de la interpretación del movimiento signo en imagen. ¿Quién interpreta allá dentro? ¿Quién es el traductor invisible de las vibraciones del cerebro? ¡Quién ha de serl El yo, la unidad consciente.

Luego, el pensamiento para constituirse, necesita dos cosas: movimiento en la masa encefálica, y apreciación de ese movimiento por un ser consciente que lo traduce en

172 F I L O S O F Í A

imagen. De nada serviría, en efecto, el movimiento, si no hubiera quien lo percibiese; de nada serviría el signo, si no hubiera quien lo interpretase. Así como los golpecitos y signos del telégrafo eléctrico no tendrían sentido ni comu­nicarían noticias, si no hubiese en la estación un telegrafista que los descifrase, así tampoco, las vibraciones y signos del cerebro constituirían imágenes ó ideas, poniéndonos en relación con el mundo exterior, si faltase el yo.

Que este yo sea espiritual ó material no importa ahora. Basta saber que es un ser capaz de apreciar aquellos mo­vimientos, de juzgarlos, de asociarlos y de clasificarlos, des­pués de reducidos á imágenes, ó descifrados é interpretados en ideas y en pensamientos. El trabajo, como se ve, no deja de ser complicado.

El movimiento, pues, por sí mismo, no puede ser pensa­miento. El pensamiento es algo que se piensa; es cosa pen­sada, y al decir esto, hay que suponer, sin remedio, un ser que piensa. Necesita, pues, el pensamiento para ser tal, dos cosas: sensación y ser que la sienta, ó percepción y ser que la juzgue.

El yo, el ser que traduce los movimientos ó signos es un preso que sólo comunica con el mundo exterior de un modo simbólico. Es este simbolismo, que, en rigor, sólo debiera producir la creencia en la realidad de un ser supe­rior que nos habla de ese modo, como creyó Malebranche, el que promueve en el yo, por sugestión querida, la certeza de la existencia real del mundo.

Pero, aunque la realidad de esta existencia tenga poco de positiva, es preciso partir de ella en todas ocasiones, porque se nos impone de un modo ineludible.

As í , toda explicación verdaderamente científica ha de estar fundada en esta supuesta realidad, que por otra par­te, debemos confiar en que no está reñida con la verdadera, esto es, con la idea divina. ¿Y por qué lo había de estar? ¿Por qué nos habrían de engañar los símbolos? No hay ra-

D E LO MARAVILLOSO P O S I T I V O 173

zón para que el mundo no sea, aparte de la realidad ma­terial , reflejo fiel del pensamiento de Dios.

Con estos antecedentes, considerando la idea como sim­ple signo de movimiento descifrado, se comprende bien, que, asi como el signo palabra es movimiento trasmitido por el aire y á través del oído, á nuestro cerebro, el movi­miento imagen sea trasmitido por el éter. Todo cerebro que artificial ó espontáneamente logre ponerse en ese es­tado de concentración que se designa con el nombre de aideico, en el que todas las ideas ó representaciones son abstraídas, como sucede en el éxtasis, quedando así para­lizado y en disposición de ser absorbido y dominado por una sola idea, sentirá con una sensibilidad exquisita el más pequeño choque ó movimiento etéreo que en su seno pue­da producirse. En este aislamiento extático instantáneo ó duradero, el cerebro en absoluto reposo y equilibrio, como lago sin ondas ó placa fotográfica en la oscuridad, está en condiciones de sentir y apreciar la más delicada vibración etérea que, en forma de signo, otro cerebro ó cualquier otro centro de fuerza intelectual le comunique.

Esta trasmisión de la fuerza obedece á la misma ley en los movimientos invisibles de las moléculas que en los mo­vimientos visibles de los cuerpos. En efecto, si poniendo varias bolas colocadas en fila, se empuja la primera, la fuerza y el movimiento empleado se comunica á todas y ruedan en diferentes direcciones. Si se pega un martillazo en el extremo de una barra de acero queda ésta imantada, porque al impulso dado, no pueden las moléculas de la barra escapar como las bolas aquéllas, pero, como no dejan de sufrir el movimiento, entran en vibración. Este movi­miento interior invisible y arreglado de un modo descono­cido, es lo que produce la imantación.

A s í , puede suponerse con mucho fundamento, que sien­do la voluntad y el pensamiento impulsos ó causas de mo­vimiento en el cerebro, este movimiento puede trasmitirse

1 7 4 F I L O S O F Í A

en forma de sutilísimas vibraciones á otro órgano de volun­tad y pensamiento puesto en condiciones de apreciarlas por el aislamiento.

No de otro modo el movimiento luz fija una imagen en la placa fotográfica preparada al efecto.

Si Ochorowitcz hubiera tenido en cuenta y puesto por base de su ingeniosa hipótesis explicativa de la trasmisión de pensamiento, esta teoría de los movimientos signos, descifrados en imagen ó idea, habría conseguido casi una perfecta verificación racional.

Ahora podemos hacer nuestra aquella hipótesis: Partiendo del principio de que toda fuerza se propaga

(ley de trasmisión) y que toda fuerza propagada que en­cuentra una resistencia se transforma (ley de transforma­ción), supone Ochorowitcz, que un movimiento dos veces transformado recobra su carácter primitivo si encuentra un medio análogo al de su punto de partida (ley de reversibi­lidad).

Esta ley de reversibilidad se prueba en el fotófono, admi­rable aparato de Bell y Tainter, que transmite la palabra á distancia, en un rayo de luz.

He aquí en qué consiste: Un- rayo de luz es reflejado por un espejo muy fino y proyectado á distancia. Detrás del es­pejo se fija una boquilla, y hablando por ella se hace vibrar el espejo. Esta vibración modifica la reflexión de la luz, y el rayo de la luz así modificado por la palabra y estremeci­do con su movimiento, va á chocar en una lámina de sele-nio, colocada en una estación lejana. Esta lámina, atravesa­da por una corriente local, presenta á la corriente una re­sistencia más grande, según la vibración del rayo luminoso que la hiere. La corriente así modificada por los rayos que salen del espejo, es conducida á un teléfono, cuya placa, recibiendo al unísono la vibración de la corriente con todas sus modificaciones, reproduce la palabra dicha detrás del espejo.

D E LO MARAVILLOSO P O S I T I V O 175

El proceso es interesante, y las etapas que atraviesa el movimiento-palabra, sin descomponerse en lo más mínimo, hacen comprender perfectamente cómo una vibración, lo mismo en el aire que en el éter, puede servir de signo al pensamiento, haciéndole viajar como la carta en posta, de un cerebro á otro.

Fijémonos en los cambios sufridos por el signo: «el yo «pensante imprime el movimiento idea en el cerebro, éste »á su vez lo comunica á los nervios motores, éstos á los «músculos y á las cuerdas vocales que lo entregan al aire, «el aire al espejo, el espejo á la luz, la luz al éter, éste á la «lámina de selenio, la lámina á la corriente de la pila y «ésta al electro-imán del teléfono; el electro-imán lo trans-«mite á la placa vibrante, y ésta lo vuelve á comunicar al «aire; el aire lo introduce en la membrana del tímpano que «lo empuja á los huesecillos del oído medio, y éstos á la «membrana del laberinto; la membrana al líquido del oído «interno, y este líquido lo comunica á los órganos termina-síes del nervio acústico, que por fin lo escribe en el ce-«rebro.»

En medio de todos estos dares y tomares, el signo llega intacto.

¿No es esto maravilloso? ¿Dejará de serlo aunque se ex­plique físicamente?

Pues bien; si el signo-palabra, si el movimiento verbal puede caminar, envuelto en un rayo de luz y sin descompo­nerse, varias leguas, ¿por qué el signo ó movimiento cere­bral no ha de poder llegar á otro cerebro por corriente etérea?

Siendo ya un hecho que la luz puede cargarse de pala­bras, cosa que se hubiera tenido por increíble y mágica hace veinte años, ¿ cómo encontrar extraño que el éter sea un buen conductor del pensamiento?

Esta hermosa hipótesis tiene, sin embargo, un punto fla­co en el supuesto de que la trasmisión haya de hacerse

176 FILOSOFÍA

por los nervios. Es casi un axioma en la fisiología moderna que la actividad psíquica no pasa más allá de la periferia de los nervios. Por otra parte, la propagación de la nevri-lamitis ó corriente nerviosa se detiene también, sin poder salvar las distancias más ínfimas. Si se corta un nervio y las dos secciones se ponen en el contacto más íntimo, la exci­tación no se comunica de una superficie á otra. La electri­cidad , sin embargo, pasa libremente á través de las seccio­nes. Hay un experimento concluyente de Burdon Sander-son. Si por una incisión horizontal se corta con un cuchillo de hoja fina una porción superficial de los hemisferios que contienen los núcleos activos para separarlos de las partes profundas, y se retira el cuchillo con cuidado, sin quitar de su sitio las partes divididas, se detiene la corriente neuril y no la eléctrica.

El pensamiento, la sugestión mental, no puede, según esto, trasmitirse por corrientes nerviosas, y otra clase de trasmisión la ciencia no puede concebirla.

Pero, ¿el hecho es cierto? ¿Sin duda alguna se trasmite el pensamiento de un cerebro á otro por sugestión mental?

Sí; esto es cosa admitida ya , después de las experien­cias de Richet, de Charcot, de Janet, de Ochorowitcz y muchos otros á quienes no podrá tachar nadie de apasiona­dos entusiastas, ni siquiera de espiritualistas convencidos. Es esta imparcialidad indiscutible' de los observadores lo que constituye la positividad de estos fenómenos.

Pues si existe la sugestión mental, si el pensamiento se trasmite de ese modo, es preciso que se haga la trasmi­sión de un modo ó de otro.

En cuanto sea posible, debe ser preferida la hipótesis más natural, es decir, la que tenga más analogías con lo conocido.

Si no pueden admitirse las corrientes nerviosas que no saltan la más pequeña solución de continuidad, ni la corrien­te eléctrica que sin sujeción ninguna se desvanecería en el

D E LO MARAVILLOSO P O S I T I V O 177

12

medio ambiente, sin llegar á su destino, puede suponerse por una perfecta analogía científica, la ondulación etérea en todas direcciones.

Así como la imagen de todo cuerpo camina en la luz, así la imagen idea se transmite en otra vibración especial del éter, que conserva el signo.

En la ondulación etérea no se desvanece el signo como en la corriente eléctrica, porque las vibraciones son idénti­cas en toda la irradiación y van á todos vientos.

Coloqúense tantas placas fotográficas como se quiera al­rededor de una persona, y en todas ellas se reproducirá el retrato. Del mismo modo que la vibración etérea, luz, re­produce la imagen en infinitas direcciones, así una vez for­mado el movimiento signo en un cerebro, el éter en vibra­ción puede llevar esta imagen que representa la idea, en todas direcciones por ondulación, hasta encontrar el cerebro dispuesto para recibirla.

No hay nada en esta hipótesis que no sea sencillo y co­nocido, sino la vibración especial del éter. Pero ¿podrá ta­char nadie de atrevida esta suposición, cuando la ciencia, para explicar las interferencias luminosas, supuso el éter mismo?

La hipótesis de la trasmisión del pensamiento por el éter en todas direcciones, es, pues, legítima y racional hasta el punto de rayar en verdadera.

Cuando una hipótesis es buena, se reconoce en todo. Esta abarca y explica todos los detalles. Recuérdese el don de lenguas atribuido á los extáticos, poseídos, ó energúme­nos ; la obediencia á las órdenes comunicadas en lenguas extrañas; la comprensión inconcebible de pensamientos y palabras expresados de ese modo, y se verá, cuan fácil y naturalmente se verifican aquellos fenómenos tenidos por tan increíbles y maravillosos. Comparemos los signos de la imagen ó idea impresos por el yo , en el cerebro, con las letras que escribimos sobre el papel para significar las pa-

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labras: así como las letras son ya signos de signos, esto es, signos de las sílabas que forman la palabra, que es á su vez signo de la idea, así ésta tiene también, en el cerebro, su signo propio de imagen, más otro que representa la pala­bra especial con que se expresa la idea. Estos signos cere­brales de la palabra son tantos, cuantos puedan ser los idio­mas que se empleen para formularla.

Para trasmitir un pensamiento por sugestión mental, será pues, necesario, transmitir el signo de la imagen ó el signa de la palabra que la representa, según que el trasmisor con­centre su atención y voluntad más en uno que en. otro. En toda orden ó pregunta mental, lo ordinario es fijarse en la imagen más que en sü signo verbal correspondiente.

Poco importará, pues, á un extático ó hipnotizado, que se le hable en ésta ó en la otra lengua desconocida, si en su cerebro aideico se reflejan los signos imágenes del ce­rebro trasmisor. De las palabras prescinde por completo; lo que él ve y entiende son las imágenes, que son iguales en todos los idiomas.

Se comprende así perfectamente, supuesta la natural trasmisión de signos, que las religiosas de Loudun obede­ciesen las órdenes dichas ó pensadas en alemán ó en griego, y entendiesen al caballero americano que les hablaba en salvaje.

Hasta se puede concebir ya , sin ser milagro, que un grupo de personas influidas y dispuestas de cierto modo, pueda entender un sermón en lengua desconocida, como se cuenta que sucedió con uno de San Pedro.

No obstante, las cosas pasarán de otra manera, si el sig­no nombre ó palabra se graba más profundamente que el signo imagen, en la mente del que pretende ser adivinado.

En este caso, que es el de Cumberland, por ejemplo, en el nombre Abbas del hijo del Kedive, el signo nombre se sobrepuso indudablemente en el cerebro de éste último, al signo imagen, y se ve la razón de ser así: lo que se quería

D E LO M A R A V I L L O S O P O S I T I V O 179

que adivinase Cumberland era el nombre, no era la perso­na del príncipe. El Kedive, se conoce, concentró su.aten­ción, y fijó su voluntad en el signo Abbas, prescindiendo en aquel momento de la imagen y de la persona de su hijo, y la trasmisión se efectuó, como no podía menos en esas condiciones,.con aquel signo nombre, ininteligible para Cumberland.

El Obispo de Nimes, al contrario, ordenando besar la reja á la hermana Clara, en cualquier idioma que lo hiciese, fijaría su atención muy naturalmente, en la reja y en el beso, prescindiendo de las palabras, y entonces, se efectuó la trasmisión de los signos imágenes, con exclusión com­pleta de los nombres.

De modo que, bien se trasmita el signo nombre, bien se trasmita el signo imagen, los extáticos adivinan: ó los nom­bres , que pueden no entender, ó las imágenes, que entien­den siempre. Lo que generalmente reciben es el signo ó movimiento imagen, y pocas veces pueden recoger el sig­no cerebral de la palabra.

La adivinación del pensamiento cabe, pues, como aca­bamos de ver, no sólo en las leyes de la naturaleza, sino que puede explicarse ya sin salir de las leyes conocidas por la ciencia.

No podía ser de otra manera; la ley es la misma en las sonámbulas modernas, que en las pitonisas antiguas, en Albicerio que en San Felipe Neri, en Comus que en el Cura de Ars, en San Cupertino que en Cumberland. La ley es siempre idéntica á sí misma.

Pero ¡qué admirable ley! ¿No es tan maravillosa ella como el hecho mismo? La explicación es bastante satisfactoria. ¿No es cierto? Pues, sin embargo, nosotros la encontramos deficiente to­

davía. Aparte de que el éter, por más que digan los sabios, nadie sabe lo que es, la sutileza infinita que se le supone, apenas se concibe que pueda imprimir, de una manera

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apreciable, signo alguno en la espesa y grosera masa ence­fálica. El Yo, la unidad consciente, que es el espíritu hu­mano , tan torpe de ordinario, no parece á propósito para comprender é interpretar la delicada huella que el éter, por ondulación vibratoria solamente, como hemos visto, y sin corriente nerviosa, puede dejar en el cerebro. Y esta difi­cultad se hace mayor aun , en la trasmisión de sentimien­tos, emociones y sensaciones, que por su naturaleza han de tener signos más vagos y confusos todavía.

Es un axioma, que todo lo que llega á la conciencia es trasmitido al cerebro en forma de movimiento. Lo maravi­lloso no está pues, en la trasmisión del movimiento, que tiene bastantes analogías físicas, sino en la interpretación del signo. Esta interpretación hecha en la oscuridad del ce­rebro es ya un prodigio en la comunicación ordinaria por los nervios. ¡Qué no será en la ondulación etérea!

O nuestro espíritu tiene una ciencia infusa de la cual no tiene idea ninguna en cuanto hombre, ó es preciso recono­cer una inteligencia superior, inconsciente á nosotros y re­sidiendo dentro de nuestro organismo, que se encarga de recoger aquellos signos etéreos, de entenderlos y de comu­nicarnos su significado de algún modo.

C A P Í T U L O V I

LO MARAVILLOSO EN LA ADIVINACIÓN.

La adivinación, considerada en su etimología como re­velación del porvenir por una divinidad, no es más que una trasmisión del pensamiento divino á un cerebro humano. Si no fuera eso, sería imposible que el hombre, por la luz de la razón solamente, pudiera saber y pronosticar ningún suceso futuro, á no ser poseyendo todos los antecedentes ó causas que con toda exactitud lo habrían de realizar.

Es racional suponer que muchos ó la mayor parte, si se quiere, de los pronósticos cumplidos, antiguos y modernos, pudieron ser resultado del conocimiento secreto de las cau­sas, ó propalados con posterioridad al suceso, pero, hay otros que no pueden explicarse satisfactoriamente, de un modo tan natural.

. Que Cagliostro haya escrito antes de la revolución, que la Bastilla sería tomada y convertida luego en un lugar de paseo, no tiene nada de particular y no constituye un pro­nóstico.

Previendo la revolución, en la que tomaba una parte ac­tiva, comprendiendo el odio del pueblo al edificio símbolo de las arbitrariedades de la monarquía, pudo escribir eso, como una cosa probable que los sucesos se encargaron muy naturalmente de confirmar; pero, Nostradamus escribiendo la cuarteta 49 de su Centuria IX: Senat de Londres mettront

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( 1 ) Extraits de VHistoire de Jeanne d'Arc. Tomo I, pâg. 360. Le Brun de Charmetes. Paris, 1817.

á mort leurroi» cien años antes del suceso, ya da algo más que pensar; y si á esto se agrega la profecía que Antonio Couillart hace constar en sus « Conlredicts» impresos en París en 1560, como cosa muy corriente en su tiempo, se­gún la cual el mundo estaba amagado de una gran revolu­ción que comenzaría en 1789, y cuyo efecto no cesaría has­ta 25 años después (1814) , la sospecha empieza á conver­tirse en certidumbre. Cuando se sabe que antiguas profecías anunciaban que Francia perdida por una mujer sería salva­da por una doncella que había de venir de cierto bosque de encinas en las marcas de la Lorena, y se ven cumplidas en Juana de Arco ( 1 ) ; cuando se lee en las historias de la con­quista de Méjico, que una antigua predicción anunciaba la conquista del país por hombres blancos, venidos de la parte oriental; cuando, en fin, llegan á reunirse pruebas suficien­tes de que todos los grandes acontecimientos históricos han sido predichos y esperados, se llega á creer que puede exis­tir la adivinación.

Pero esta palabra adivinación, y la idea que envuelve de presciencia divina revelada, hace asomar hoy una sonrisa escéptica y burlona en todas esas gentes educadas en las modernas tendencias positivas, y para quienes, las religiones antiguas no fueron más que un tejido artificial de fábulas increíbles.

Es no conocer lo que eran aquellas religiones. Tenían ellas su fundamento sólido y seguro que valía más que las complicadas y fabulosas tradiciones, y era la revelación permanente de sus dioses, la demostración continua de su existencia y presencia, por el beneficio de la mantica ó adi­vinación.

La India, Egipto, Grecia, Roma, todos los pueblos anti­guos,-y los modernos en quienes la influencia cristiana no ha

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podido hacerse sentir, han hecho de la adivinación parte esencial é integrante de la religión.

Es opinión bastante repartida hoy, que las religiones an­tiguas apenas daban satisfacción ninguna al sentimiento religioso, y que sólo eran respetadas y creídas á título de patrióticas y tradicionales instituciones. Los oráculos, la inspiración de las Pitonisas, los diferentes medios de adivi­nación (mantica) que en los templos se practicaban, son considerados así, como simples supercherías, encaminadas sólo á engañar á los hombres incautos y sencillos.

No hay error más grosero. Las religiones de Grecia y Roma, como las de la India, del Irán y del Egipto, eran consideradas tan verdaderas por sus prosélitos, como pue­den serlo las de los grandes pueblos modernos, por los suyos.

Todo lo que puede hacer el encanto de las almas: el pro­fundo elemento místico, el misterio fecundo en ilusiones, la fe viva en la real existencia olímpica de los divinos tipos, todo existía en ellas. Pero lo que más reanimaba y soste­nía al Politeísmo era la creencia en una revelación perma­nente de los dioses, en un auxilio seguro en forma de con­sejo ó de advertencia, en una indicación del porvenir, en una previsión de los sucesos, gracias á la cual podían los hombres y los pueblos salir de sus apuros y conflictos con una prudencia verdaderamente divina.

Puede suponerse lo que sería una sociedad así, en que los dioses, siempre benévolos y amigos, á no ser con los crimi­nales y malvados, no se desdeñaban de venir á auxiliar con sus consejos, indistintamente, á grandes y á pequeños, des­cubriéndoles los peligros del porvenir, ó mostrándoles el deber en los casos dudosos y sombríos.

En esta constante intimidad de relaciones, los dioses no podían ser para los griegos, simples abstracciones ni tipos de perfección infinita, lejanos y ocultos allá en el fondo de los cielos, sin dignarse apenas alternar ó ponerse en reía-

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(1) Saturnales, lib. I, cap. 3. Heródoto, lib. I, cap. XLVI.

ción con los mortales, sino seres superiores, simplemente, cuyos grados de poder é inteligencia no necesitaban definir, pero que eran capaces de responder á las súplicas y de so­correr á los hombres. Se contaba con ellos, como se puede contar con un protector realmente vivo á quien se pide ayuda en la seguridad de conseguirla.

No era fe aquello, sino absoluta certeza, conocimiento tan claro de la existencia de los dioses como de la de los arcontes ó los cónsules.

A pesar de cuanto pudo haberse dicho en broma y en serio contra los oráculos, los testimonios históricos, pro­bando la verdad de sus adivinaciones, son muy atendi­bles, en el mero hecho de ser considerados los oráculos, desde ahora, como fenómenos naturales de la misma clase que los ya reconocidos de trasmisión de pensamiento y de lucidez sonamhdlica. Siendo posibles y probados estos últimos hechos en condiciones hipnóticas, ya no pueden ser aquéllos, desechados bajo pretexto de ser contrarios á las leyes de la naturaleza, puesto que tanto unos como otros, por su identidad, deben estar sujetos á una misma ley. Lo que ahora está en el caso de pensar una buena crítica es, que los antiguos colegios sacerdotales conocían y practicaban la hipnosis, cosa que por otra parte, como hemos visto ya, está perfectamente demostrada con los documentos de aquel tiempo.

De este modo, se evita la tacha de embuste ó ligereza que antes se hacía recaer sobre respetables historiadores, como Heródoto y Macrobio, por ejemplo, que nos citan el caso de Trajano, con el oráculo de Heliopolis, y el de Creso, con la Pitonisa de Delfos (1) , porque estos dos casos pue­den clasificarse entre los verdaderos fenómenos hipnóticos: trasmisión de pensamiento, ó vista á través de cuerpos opacos.

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Sólo así se concibe, que el respeto y veneración por los oráculos persistiese en la época de mayor cultura helé­nica.

Querer deducir hoy, de su ambigüedad, su falsedad, es una simpleza. Sólo de algunos se puede decir eso. Si en las consultas se manifestaba una curiosidad impertinente, ó si era de absoluta necesidad el cumplimiento de algún terri­ble destino, el oráculo era ambiguo, como en el otro casó de Creso: «Con la guerra se hundirá un gran imperio.» Un imperio se hundió en efecto, pero fué el de Creso. ¿Se en­gañó el oráculo ? No; no todas las guerras arruinan un im­perio.

«Sucede, dice Hartmann, con los oráculos, lo que con los «presentimientos en que la intuición inconsciente se revela »á la conciencia, y que son de ordinario oscuros y simbóli-»cos, porque tienen que revestir, á su paso por el cerebro, »una forma sensible, siendo así que la idea inconsciente no «tiene relación alguna con la sensibilidad. Esta es la causa »de muchos errores é ilusiones, y de lo peligrosa que pue-»de ser la práctica de las tentativas hechas para perfeccio-«nar la ciencia de lo porvenir.»

Esta ciencia, según parece, la habían elevado los anti­guos á un grado bien alto de perfección, y la influencia que llegó á tener en aquellas sociedades, prueba la verdad y la utilidad de las advertencias y de los pronósticos.

Los Estados, los príncipes, los más grandes hombres, todos ponderaban y acataban ese don de los cielos, que no sólo rasgaba en ocasiones el velo del destino, sino que in­dicaba eficacísimos remedios y curaba las más rebeldes enfermedades, desde los tiempos en que, desconocidas las sustancias medicamentosas, la sola prueba de éstas pudie­ra ser mortal. Este lado práctico de la adivinación no pue­de estar más probado.

Orígenes afirma que en su tiempo, las curas operadas en sueños por Esculapio eran un hecho aún, y que el templo

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de este Dios estaba siempre lleno de Griegos y de Bárba­ros atraídos por sus oráculos.

«Este Dios, Dice Marco Aurelio (i), ordena á éste, mon-»tar á caballo, á aquél, hacerse derramar agua fría sobre el »cuerpo, al otro, caminar con los pies desnudos sobre el »suelo.»

«Esculapio se me apareció en sueños, dice Varron, y me «ordenó comer cebolla y sésamo para sanar» (2).

Galeno cuenta que un sacerdote de Esculapio se curó por consejo del Dios, sangrándose en la mano (3).

Otras veces los remedios eran más raros: se prescribía linimentos de víboras, sangre de toro, carne de asno, etcé­tera, etc.; y lo particular es, que muchos de ellos se encuen­tran posteriormente, recomendados en los Diccionarios de Medicina.

Una inscripción en griego, encontrada en Roma, entre otros milagros trae éste: «Un Dios ha dado estos días un »oráculo á Cuio, que era ciego: que viniese al altar sagrado »y doblando la rodilla, pasase de la derecha á la izquierda; »que después de esto, pusiese los cinco dedos sobre el altar, »que levantase la mano, y la aplicase á los ojos. Lo que ha­b i e n d o hecho, Cuio vio perfectamente, estando todo el pue-»blo presente.»

De esta especie de ex-votos estaban llenos los templos antiguos, como ahora los nuestros; sólo que entonces, los Dioses recetaban, y ahora no. Cuando la salud venía á con­secuencia del medicamento propinado, había derecho á decir: post hoc, ergo propter hoc.

El espíritu crítico racional no puede negar ya estas cura­ciones, como no niega las de Lourdes, que se explican ahora por la emoción y el entusiasmo religioso, lo mismo que las de la Salpetriere.

(1) Pensamientos, cap. 2.° ( 2 ) Nonius Marcelus.—De propicíate sermonh. (3) Método medical.

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Juzgar un sentimiento ajeno, negar una profunda con­vicción , llevar la crítica hasta el fondo de la conciencia de los otros, y medir los más finos y delicados organismos con la misma medida que los más groseros, es como hacer­se intérprete de lenguas desconocidas. Decir á una madre, cuyo hijo deshauciado por los médicos- mejora y sana al punto, después de hecho su voto á la Virgen de Lourdes ó al Cristo de Candas, que ni la Virgen, ni el Cristo, ni otro poder divino tuvieron parte en ello, es decir lo que ni aquella madre puede creer, ni nadie tiene derecho á afirmar.

La adivinación por medio de los oráculos tiene todas las pruebas requeridas para pasar por cierta, como hecho histórico. Sólo, cuanto á su abuso se refiere puede ser te­nido por superchería sacerdotal ó cabala política. Como instituciones humanas, no es dudoso que pudieron filipizar algunas veces los oráculos.

Puede decirse que la adivinación constituía por sí sola, como verdadera comunicación del hombre con la divinidad, toda la religión, porque lo demás era secundario: las fábu­las, las aventuras míticas, los nombres de los Dioses. Se partía del principio, que el pensamiento divino se manifes­taba espontáneamente á la piadosa curiosidad del espíritu humano, y se tenía tanta seguridad y confianza en la ver­dad de las prácticas adivinatorias, que se hace preciso vel­en ellas un fundamento más racional y respetable que la astucia de los sacerdotes y la necia credulidad de los pueblos.

Es un hecho que, al cabo de tantas revoluciones religio­sas, se ha perdido la esencia de la religión, el lazo, la inti­midad, la natural conversación con Dios. Si algún santo ó místico personaje conserva eso y lo practica, se libra bien de dar cuenta á nadie, sino en el seno de la más secreta confesión. La natural y" espontánea comunicación con lo divino, que en el mundo antiguo era propiedad de todas las religiones, es cosa llena de peligros ahora, y casi tan

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mal vista como una brujería. Desde que Satán, que en tiempo de Job era considerado todavía como hijo de Dios, y admitido como tal en la corte celestial ( i ) , crece en im­portancia y maldad, la relación con Dios empieza á enfriar­se y acaba por desaparecer ante el temor de una equivoca­ción espantosa. Se seguía creyendo en los sueños, en las visiones, en la inspiración profética, en la posible comunica­ción con Dios y sus ángeles; sí; pero ¿quién podía asegurar que el diablo no se metiese de por medio, haciendo el pa­pel de Dios y contestando por él?

¡Que horrible situación! Así se pensó durante toda la Edad Media, y dura todavía el temor de que buscando á Dios, pueda darse con Satanás. Contábanse mil casos es­tupendos de estos quid pro quod, y confundíase con fre­cuencia la posesión de Dios, con la del diablo. Santa Tere­sa cuenta bien, las afrentas y trabajos que pasó ella, como la mayor parte de los santos, con las tales dudas: figurarse á esta santa haciendo la higa á la imagen de Cristo que en sus visiones se le presentaba, creyéndole demonio, por orden de su confesor, es bien ridículo, pero marca perfectamente á que extremo habían llegado la desconfianza y el temor ( 2 ) .

En los primeros tiempos de cristianismo no sucedía así. El miedo al diablo no había empezado aún, y la profecía, el éxtasis, las visiones, continuaban como en los mejores tiempos del profetismo hebreo, salvo lo sublime de la inspi­ración.

La adivinación es, pues, constante, y pasa, como veremos luego, de las Pitonisas y Sibylas á las Profetisas cristianas, viéndose sólo interrumpida apenas, en la Edad Media, por las aprensiones diabólicas, y en nuestros tiempos, por el espíritu esceptico de una crítica sin alcances filosóficos de ningún género.

(1) Job\ cap. I, v. 6-7. (2) Vida de Santa Teresa, escrita por ella misma; pág. 243.—Ma­

drid, 1868.

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(1) Philosophie de VInconsciente pág. 195.

Ahora, saber á punto fijo, si la adivinación es una facul­tad natural de nuestra alma, como pensaba Aristóteles, ó si es producida siempre por una inspiración superior, es cuestión de hechos. Todo parece indicar que existen estas dos clases de adivinación. Si hay en el hombre algo capaz de ver á distancia, ó de salvar el espacio, esta visión ha de traducirse por adivinación. Es lo que se llama doble vis­ta en los extáticos. Nosotros no haremos hincapié en soste­

ner este don de segunda vista, que no está reconocido to­davía por los hipnotizadores científicos que sólo conceden hasta ahora la transmisión de pensamiento; pero nos será permitido exponer la opinión de un hombre imparcial, cuyo talento y conocimientos científicos nadie puede poner en duda: la opinión de Hartmann.

«No puede menos de reconocerse, dice, la verdad de los «hechos de segunda vista, por más que esté encerrada en un «amasijo de necedades y mentiras» (i).

Hartmann cree con razón que el predominio del materia­lismo y del racionalismo dispone hoy los espíritus á negar ó ignorar esta clase de hechos, y es que estos hechos no se explican por los principios materialistas, y no se dejan tra­tar experimentalmente por el método de las diferencias.

Afirma que el don de segunda vista se encontraba antes entre los escoceses, y que se observa aún entre los habi­tantes de las islas danesas, muchos de los cuales, sin éxta­sis, en la plenitud de su conocimiento, preveen lo futuro que les interesa, como casos de muerte, batallas y grandes incendios; del mismo modo que Swedenborg predijo el in­cendio de Stokolmo, la vuelta y los destinos de amigos au­sentes.

«Yo soy de parecer, concluye, que nadie debiera aver-«gonzarse hoy de una creencia que favorecieron todos los «grandes pensadores de la antigüedad, excepto Epicuro, y

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«que ninguno de los grandes filósofos modernos, incluso los «grandes maestros del racionalismo alemán, se han abrevi­ado á rehusar qué fuese imposible justificarla, estando tan »poco inclinados á relegarla al número de las fábulas, que «Goethe cuenta un ejemplo de segunda vista, presentado »en su propia vida, y cuya predicción se realizó en sus me-«ñores detalles!»

La opinión de Hartmann es de mucho peso en esta ma­teria, pues sobre ser uno de los más fuertes y profundos pensadores de Europa, sus conocimientos en las ciencias naturales y su conocimiento del método científico ha­cen de él un hombre difícil de engañarse en cuestión de hechos.

Reconocemos de buena voluntad que el valor del hombre no es una prueba de la verdad que afirma, sin embargo; y no hay necesidad de que se venga á decirnos, que las mejo­res inteligencias pueden engañarse; que Descartes tenía por cosa seria las ilusiones de los rosacruz, y que quiso ser afi­liado ; que Jorge Forster confiesa haber caído en las extra­vagancias del iluminismo y de la alquimia; que el observa­dor Ramond no supo defenderse de las imposturas de Ca-gliostro, y que Arago creyó en la joven eléctrica Angélica Cottin; si, es verdad, y lo es también, que se reprocha á Schopenhauer su credulidad, pues creía en los aparecidos, en la doble vista, en los espíritus golpeadores y en las me­sas giratorias,

¡Y qué! Todos esos hombres superiores veían algo de cierto en el fondo de todas esas creencias; y ya veremos luego, que en efecto, lo hay.

La adivinación y la doble vista podrán fingirse y contra­hacerse como todo en el mundo, mas el hombre de ciencia no por eso debe dejar de examinar y observar, porque es­tas falsificaciones no pueden nunca ser, en buena lógica, pruebas de que los verdaderos fenómenos no existan. Es muy corriente ahora presentar, como argumento sin réplica,

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en contra de la realidad ó existencia de ciertos hechos raros ó sorprendentes, la superchería ó la imitación ridicula de los mismos, que resulta ser una falsedad. Es este un des­atinado modo de discurrir; tanto valdría deducir que son falsas todas las onzas de oro, de que realmente lo fuesen algunas de ellas.

Bien se comprende que creencias dogmáticas, constitui­das por ideas abstractas de imposible verificación, se extien­dan y persistan en virtud de la autoridad con que fueron impuestas desde un principio á la razón, pero no se conci • be que una creencia como esta de la Adivinación, consis­tente en hechos de fácil y diaria comprobación y que sirve como de prueba y criterio de verdad á casi todas las gran­des religiones del mundo, haya llegado á ser tenida y repu­tada como una de las más grandes aberraciones del enten­dimiento humano por esta nuestra civilización moderna, que se precia de conocer á fondo, no sólo su propio modo de ser, sino el de todas las que la han precedido. Pensar que si la Adivinación no es cierta, los pueblos más grandes y los hombres más ilustres de la antigüedad sólo fueron un conjunto de mentecatos ilusos, que pudiendo comprobar á cada paso la verdad de su creencia no lo hicieron ó se de­jaron engañar, sobre ser repugnante, es improbable. "

Decir que esos hombres, aunque inteligentes é ilustrados, estaban muy por debajo de nosotros, porque no tenían es­píritu crítico, es desconocer lo que valen, por ejemplo, Aris­tóteles en la Lógica, Platón en la Dialéctica, Luciano en la Crítica, Lucrecio en el Naturalismo; es no saber lo que re­presentan y suponen con su profundo modo de razonar, con sus amplios conocimientos, con su genio perspicaz y penetrante, hombres como Heráclito, Xenofonte, Empédo-cles, Eschilo, Eurípides, Hipócrates, Zenón, etc., etc., que creían todos en esa facultad extraordinaria humana, de ver á través del tiempo y del espacio.

Los romanos más ilustres, lo mismo Tácito que Virgilio,

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César que Marco Aurelio, creían en esta revelación de los dioses y la practicaban con fe.

Los primeros cristianos, los Padres de la Iglesia, no cre­yeron nunca que la adivinación fuese una pura ilusión ex­plotada por charlatanes. Para ellos, que tenían medios de averiguar la verdad, puesto que según San Jerónimo había oráculos en su tiempo, y que estaban interesados en descu­brir al mundo la impostura si la hubiera, la adivinación es una verdad, sólo que la suponen producida por divinidades infernales, por demonios.

He aquí, pues, dos religiones opuestas y enemigas, dos civilizaciones, la oriental y la occidental, todo un mundo rebosando cultura, que en presencia de los hechos los afir­ma y cree, teniéndolos por maravillosos.

Es fácil, después de esto, llamarse Van Dale ó Fontene-lle y salir diciendo sin pruebas, y con el mayor desenfado, que todo era impostura sacerdotal, juegos mecánicos ó cien­cias naturales ocultas, es decir, extender una patente de es­tupidez á más de treinta generaciones humanas, á las cua. les debemos la filosofía, el arte, la legislación, la religión, la ciencia misma. Sí; no estemos tan orgullosos por perte­necer al siglo XIX. Eugenio Salverte demostró perfectamente, que la mayor parte de los grandes inventos modernos fueron ya conocidos en las civilizaciones antiguas. ¿Por qué nos hemos de creer tan superiores? Los cráneos, en mil ó dos mil años, crecen bien poco; un cráneo del tiempo de Pericles es tan grande como uno de la época. de Spencer ó Littré. Sólo en la Edad Media disminuyeron con la servidumbre.

Si, pues, pasamos revista á los más grandes filósofos y pensadores antiguos, veremos que, á excepción de unos pocos que no son por cierto los más ilustres, todos admi­ten la adivinación como cosa cierta y segura.

A pesar de haber querido Tales sustituir la inducción científica á la adivinación, quedando muy satisfecho cuan­do por indicaciones atmosféricas lograba predecir una buena

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13

cosecha de aceitunas, no despreciaba la mantica por eso, sino que la miraba como un arte que encerraba algún ele­mento científico desconocido, y que sólo ante la igno­rancia humana tenía un carácter sobrenatural. Demócrito y la escuela atomística, que por su decidido materialismo pa­recía que debieran renunciar á la adivinación, la admiten sin embargo, y la respetan. Es que el materialismo de De­mócrito era mucho más lógico y razonable que el de ahora: verdad era que el universo había sido compuesto de áto­mos agrupados en el espacio por fuerzas mecánicas, sin ac­ción ni plan providencial; pero así como esas fuerzas natu­rales produjeron al hombre, pudieron producir también se­res inteligentes superiores, genios buenos ó malos, capaces de proyectar sus imágenes ó fantasmas perceptibles en algu­nos casos, y de informarnos de sus designios ó de cosas que suceden en parajes lejanos de este mundo. Es esta la razón que hacía creer en las apariciones á Lucrecio.

Luciano atribuye á Pitágoras , además de grandes cono­cimientos matemáticos, el arte de los taumaturgos y de los hechiceros, y hace de él un adivino perfecto.

Heráclito y los panteístas de la escuela de Elea eran también mucho más lógicos que los panteístas modernos: enseñando que todo es uno y que todo está presente y pue­de ser, en consecuencia, actualmente conocido, aquellos filósofos suponían al alma humana en unión indivisa con el fuego primordial que es el alma y la ley del mundo. El alma participando así del pensamiento universal, la revelación ó adivinación era en ella de propio y natural conocimiento. Heráclito rechazaba, no obstante, toda la adivinación que pudiéramos llamar artificial ó vulgar, fundada en la inter­pretación de signos exteriores y de los sueños, de la qué,-en efecto, se abusaba mucho; pero, en cambio, hablaba con el mayor respeto de la Sibila, verdadera representante de la revelación en toda su pureza. Los oráculos eran á sus ojos, inferiores en la claridad, y más difícilmente descifrables, por

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( i ) Platón en Fedro,

referirse las más veces á detalles del destino particular hu­mano. La revelación de las Pitonisas era por eso una len­gua enigmática destinada á hacer entender lo que la divi­nidad no quería ni ocultar enteramente, ni formular de una »manera precisa. «El Dios cuyo oráculo está enDelfos, de-»cía Heráclito, ni aclara ni oculta, pero da indicios».

He aquí explicada la ambigüedad de los oráculos, de la que se quiso hacer un argumento contra ellos.

Bastaban, en efecto, para satisfacer la curiosidad huma­na y mantener la confianza en los dioses, sin desvelar por completo el porvenir, cosa que podría influir en el destino hasta el punto de perjudicar al plan educador providencial.

No así en la revelación más general de la Sibila, que podía saberse claramente, sin que el suceso social .variase en lo más mínimo, á causa del gran número de voluntades que sin darse cuenta de ello entraban en su preparación.

En opinión de Sócrates no hay cosa más real, natural y necesaria que la adivinación.

«Cuando no podemos prever, dice él, lo que nos será »útil en el porvenir, ¿no vienen los dioses en nuestro auxi-»lio? ¿no revelan por la mantica á los que les consultan, lo »que debe suceder un día, y no les predicen el éxito feliz »de los acontecimientos? Cuando hablan á los atenienses »que les interrogan, ¿crees tú que no te hablarán también? »Y cuando por prodigios manifiestan su voluntad á los grie-»gos, ¿crees que no hacen lo mismo á todos los hombres?»

«El alma, mi querido Fedro (i), tiene un poder proféti-»co, dice Sócrates. Una prueba suficiente de que Dios no »ha dado la adivinación al hombre sino para suplir la au-»sencia de la razón es, que ningún hombre sano de espíritu »la posee en toda su divinidad, sino en sueños, ó cuando »la inteligencia está en suspenso ó extraviada por la enfer-»medad ó por el entusiasmo».

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(1) Epist. ad Philop., pág. 909.

Xenofonte en la Cyropedía, aconseja á los reyes por boca de Astiages, que aprendan ellos mismos la mantica, para no depender de nadie.

Platón cree que la mantica, lo mismo que el culto reli­gioso, establece un comercio recíproco entre los hombres y los dioses, y Aristóteles, á pesar de su espíritu positivo, declara que la adivinación existe realmente, si bien la con­sidera producto de una facultad natural innata al alma, pero cree también, que los extáticos prevén el porvenir cuando las emociones de la vida no les turban.

Hipócrates no pensaba tampoco como los médicos de hoy cuando escribía (i): «La medicina y la mantica son de »la misma especie, pues las dos artes tienen por padre á »Apolo.»

Sabía él cuantos servicios en el origen había prestado la adivinación á la medicina, lo mismo que los instintos pre­visores y proféticos á las especies animales.

Por fin, toda la escuela estoica creía en la adivinación probándola á priori, por la sola razón de que los dioses son demasiado buenos para haber rehusado á los hombres un bien tan precioso.

Toda la filosofía alejandrina creía en la adivinación como una inspiración divina en los estados de éxtasis natural y artificial que conocía mejor que nosotros.

Es curioso el caso que cuenta Eunapio, de Sosipatra. El día que se casó con Eustacio, profetizó lo siguiente: «Escuchadme Eustacio y todos los presentes, escuchadme: »Tú tendrás de mí tres hijos, á los que serán rehusados »todos los bienes de la tierra y acordados todos los del »cielo. Tú abandonarás la tierra primero para elevarte á »una morada brillante que habrás merecido; la mansión á «donde yo iré más tarde, será quizá mejor todavía. Dentro »de cinco años habrás cesado de entregarte al culto divino

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«y á los trabajos filosóficos. He aquí el destino que leo «sobre tu rostro; yo podría decir más, pero mi genio me «lo prohibe.»

Lo que se pudo comprobar se realizó, dice Eunapio. Sosipatra fué á enseñar á Pergamo al lado de Edesio, maestro de Juliano.

La adivinación, fundamento social del helenismo y del judaismo, no desapareció con el cristianismo.

Puede verse en la nota (1) un documento que prueba la existencia de escuelas de profetismo y adivinación entre los primeros cristianos.

Marco, discípulo del hereje Valentín, había creado en el año 160 de J. C. una escuela llamada de los marcosia-nos en la que había muchas profetisas. San Ireneo, obispo de Lión, que escribió contra ellos, nos dice cómo se arre­glaba Marco para darles el don de profecía (2):

«Ved la gracia que baja sobre nosotros; abrid la puerta «y profetizad. Y cuando la mujer respondía: Yo no he pro-«fetizado nunca; yo no sé profetizar, Marco hacía ciertas «invocaciones hasta poner á la hermana en el estupor.»

Entonces le decía: «abrid la boca, hablad atrevidamente «y profetizaréis». «La hermana seducida por estas palabras »siente que su cabeza se exalta; su corazón palpita extraor-«dinariamente; se cree inspirada; se atreve á hablar; habla «como una persona en delirio; dice todo lo que se presenta »á su espíritu; muchas cosas vacías de sentido, pero dichas

( 1 ) Epitafio del Museo Veronense de Maffei:

DACIANA, UIACONISA

Que. V. an. XXXV. M. III. etfuit. F. Palmati. Cos. et sóror Victorini Prebr. et multa profeiavit. cum Flaca alumno. V. a. XV. Dep. in pace, id, aug.

Dictionaire des antiquités chretiennes de Mimtigni, pág. 206.

(2) San Ireneo, Contre l'/teresie.

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( I ) Tertuliano. Adversas Praxeas.

»con tono de seguridad, porque su espíritu está excitado. »En fin, profetiza tan bien como cualquier otro profeta de »este género. Después de esto, se cree verdaderamente ins-»pirada.»

¿No sería éste, de Marco, el mismo procedimiento em­pleado por los sacerdotes de Delfos con las Pitonisas, y aná­logo al de los hipnotizadores modernos?

Ese estupor de que habla San Ireneo, ¿no es un verda­dero sueño hipnótico?

Esta clase de profetisas cristianas debían hacer verdade­ras predicciones, á juzgar por la influencia que ejercieron en el ánimo de Tertuliano, Maximina y Prisca, las dos mu­jeres que traía consigo el hereje Montano.

Dos papas, San Ceferino y San Víctor, admirados de las profecías de estas dos mujeres, dieron á Montano cartas de paz ( 1 ) .

Tertuliano trató al principio á estos tres sujetos de ilumi­nados y poseídos por el espíritu de error; pero de repente, se opera en él un cambio, y va á instruirse á la escuela de aquel hombre y de aquellas mujeres reprobadas.

¿ Qué pudo ver y oir un hombre como éste, el primero y más inteligente de los cristianos de su tiempo, para de­jarse arrastrar por aquellas gentes ? ¿ Qué cosas le hicieron ver y oir, para formarse una convicción tan firme como la que manifiesta en este pasaje de su tratado del Alma ?

«Hay ahora entre nosotros, dice, una hermana que está «favorecida del don de las revelaciones. Las recibe en la «Iglesia durante la celebración de los misterios, estando «arrobada en éxtasis. Conversa con los ángeles y hasta con «Jesucristo. V e y entiende en sus éxtasis, secretos celestia-«les; conoce lo que hay oculto en el corazón de muchas «personas y enseña remedios saludables á los que se los «piden.

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Véase aquí una inspirada cristiana que reúne todos los caracteres de las pitonisas griegas y de las sonámbulas mo­dernas , haciendo sus revelaciones en la Iglesia misma du­rante la celebración de los misterios.

Ciertas debían de ser sus revelaciones, para que un hom­bre como Tertuliano se extraviase hasta el punto de persis­tir en lo que se llamaba su error.

La confesión que hace de su herejía puede servir de mo­delo á los que prefieren la libertad de su pensamiento á la autoridad dogmática de cualquier Iglesia.

«Yo me regocijo, dice, de verme más ilustrado que nun-»ca. Este gozo no sufre ninguna confusión. Nadie se aver-«güenza de perfeccionarse y avanzar. La ciencia tiene sus «edades y sus crecimientos diferentes. « Cuando era niño «hablaba como niño, dice San Pablo, ahora que soy hom-«bre me he despojado de todo lo que tenía de la infancia». «Así este Apóstol se ha despojado de sus primeros senti-»mientos. El no se ha hecho prevaricador abandonando las «tradiciones de sus padres para adoptar las máximas cris-«tianas».

En los primeros siglos del cristianismo, los poseídos, ener­gúmenos ó endemoniados, juegan un gran papel. Las fun­ciones religiosas de los exorcistas consistían en la imposi­ción de manos. San Justino, Tertuliano, San Crisóstomo, San Cirilo, Minucio Félix y otros padres describen larga­mente los síntomas ordinarios de la posesión. Las mismas creencias y ejemplos parecidos abundan durante la Edad Media, y sobreviven todavía en ciertos países y en los cam­pos. Es opinión general que el energúmeno adivina los pen­samientos. Los cristianos atribuyen estos fenómenos unas veces á Dios y otras al diablo. Son siempre, sin embargo, los mismos fenómenos naturales de transmisión de pensa­miento ó de adivinación por inspiración ó manifestación del Inconsciente. Muchos casos pudiéramos presentar en prue­ba de esto, y de que ni siquiera la pureza de costumbres,

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(1) Vida citada. (2) Samuel V— 1 0 .

ni las creencias religiosas influyen apenas en los videntes. El sacerdote pagano Cornelio ve desde Padua, ó sabe que César vence en Farsalia, el mismo día de la batalla, del mis­mo modo que el obispo Angelo Catho anuncia la derrota y muerte de Carlos el Temerario en M8rat.

Es cierto, sin embargo, que la facultad adivinadora no consigue nunca su más alto grado de desarrollo, ni las pre­dicciones perfecta claridad, sino en los mejores tipos de moralidad ó cuando tales dotes ayudan á cumplir una gran misión.

Tal es el caso de Juana de Arco y los de muchos santos, profetas y personajes virtuosos.

Felipe Neri, llamado el Gran Profeta, predijo al carde­nal Alejandrino, y después á Alejandro de Médicis, que serían Papas. El primero lo fué con el nombre de Pío V, y el segundo con el de León XI (i).

Las predicciones cumplidas de los extáticos son tantas, que llenarían solas un inmenso libro, y aunque muchas pueden ser supuestas y posteriores al suceso, hay otras cuya veracidad es indudable. La prueba de que el fenóme­no daba algo positivo de sí, es la pena y el trabajo que se tomaban algunas asociaciones antiguas para ponerse en condiciones de conseguir el éxtasis. De los profetas hebreos se sabe que se ponían á predecir, exaltándose por medio de la música. Saúl viene entre una banda de profetas, pro­fetizando él también ( 2 ) .

En todos los pueblos se busca ó se procura encontrar ese momento extático de algún modo.

Si, de los testimonios históricos, pasamos á los que nos ofrecen los viajeros y etnógrafos modernos, veremos que los conocimientos y prácticas adivinatorias se han conser­vado hasta en los pueblos más atrasados y bárbaros, como

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restos del saber antiguo, despreciado, abandonado, olvida­do por nuestra decantada civilización.

En estos pueblos, la adivinación se mezcla con supersti­ciones y con hechicerías, pero los fenómenos no por eso-son menos dignos de fijar la atención.

En China se atribuye la adivinación á la posesión. Se puede hacer entrar la divinidad en el cuerpo de un hombre por medio de evocaciones y de pases magnéticos, dice Doolittle (i).

La posesión pronunciando oráculos se perpetuó durante toda la época clásica, enteramente igual á la que puede observarse hoy en la India y en las islas del Pacífico.

Whiple ( 2 ) describe así una escena de adivinación entre los cheroqueses: «El sacerdote, después de un elocuente «discurso, tomó un vaso esculpido y de gran antigüedad, á »lo que dicen; lo llenó de agua y colocó allí una sustancia »negra que él hacía mover de derecha á izquierda y de «arriba á bajo, con sola su palabra. Después habló de ene-«migos, de peligros, presentando la punta de un cuchillo al «mineral sagrado, que se alejó; pero desde que comenzó á «hablar de paz y de seguridad, el mineral se aproximó al «cuchillo y se adhirió con bastante fuerza para que el sa-«cerdote pudiera sacarle fuera del agua. Estos signos fue-«ron interpretados entonces por él, informando al pueblo «de que la paz parecía segura y ningún enemigo estaba «próximo.»

En el viaje de Rouloux Baro al país de los tapayos, en 1647, s e l e e 1 u e «habiendo tomado las armas un jefe bra-»sileño por instigación de los holandeses que le habían «prometido socorro, sospechó que le querían dejar solo. «Para cerciorarse, consultó en presencia del enviado ho-«landés á la divinidad. De la Choza del sacrificio salieron

(1) Chinesse. Tomo I, pág. 143.

(2) Raport on the Indian Tribes, pág. 35.

DE LO . MARAVILLOSO POSITIVO 2 0 1

(1) Colections of voyages. Tomo IV, pág. 205.

(2) Citado en Astley. Tomo I, pág. 63.

«voces que predecían la derrota si se combatía antes -del «socorro, y que éste no llegaría tan pronto; que convenía «retroceder.»

El enviado holandés Baro, creyó firmemente, que el oráculo fuera pronunciado por el diablo.

«Los mágicos chinos, asegura Astley ( i ) , sin ver la per-«sona que consulta, le dicen su nombre y en qué posición »se encuentra su familia, dónde está situada su casa, el »nombre de sus hijos y su edad, con otros cien detalles «que los demonios conocen sin duda muy naturalmente, »pero que sorprende muchísimo á las personas débiles ó «crédulas».

M. Astley no se extraña de esta adivinación de los de­monios, porque la encuentra muy natural, sin duda; pero ¿por qué juzga personas débiles ó crédulas: á las que se sorprenden extraordinariamente?

¿Qué criterio es ese? O se señala la superchería, si existe, ó es preciso admi­

rarse. «Algunos de estos mágicos, según el mismo viajero,

«después de haber invocado á los demonios, hacen-apare-»cer en el aire las imágenes del jefe de su secta y de sus «principales ídolos. Poseen lapiceros, que escriben solos «sin que nadie los toque, sobre papel ó arena, respuestas »á las preguntas que se les hacen; y en un vaso lleno de «agua muestran escenas del porvenir».

«En toda la India, dice Fariá ( 2 ) , se encuentran mágicos «prodigiosos:

»Cuando Vasco de Gama se dirigía á la conquista de la «India, algunos mágicos de Kalekut mostraron en fuentes »llenas de agua los tres buques que conducían á los portu-«gueses. Cuando D. Francisco de Almeida, el primer virey

2 0 2 FILOSOFÍA

»de la India, volvió á Portugal, algunos adivinos de Cochin »le predigeron que no pasaría del Cabo de Buena Espe­r a n z a y que sería sepultado allí. Así lo fué, en la bahía de »Saldaña, á pocas leguas del Cabo».

En África están en uso también todos los medios cono­cidos de adivinación. Exponerlos sería dar proporciones exageradas á esta obra.

¿Qué pensar de tales hechos afirmados por testigos, más que imparciales, prevenidos contra ellos, y que, sin embar­go, no han podido encontrar la menor huella de super­chería?

Pensamos acerca de esto, lo mismo que el ilustre Miguel de Montagne:

«Cuando se encuentra, dice, en Froissard, que el conde »de Foix supo en Bearn la derrota del rey Juan de Castilla »en Yuberoth, al día siguiente del suceso, y por los medios »que él alega, se puede uno mofar; y lo mismo, de lo que «nuestros anales dicen del Papa Honorio, que el mismo día »que el rey Felipe Augusto murió en Mante, hizo sus fu-»nerales públicos y los mandó hacer en Italia, porque la »autoridad de estos testigos no tiene acaso bastante fuerza »para refrenarnos. Pero ¡qué! si Plutarco, además de los »muchos ejemplos de la antigüedad que alega, dice saber »á ciencia cierta que, en tiempo de Domiciano, la noticia de »la batalla perdida por Antonio en Alemania, á muchas «jornadas de Roma, fué publicada y esparcida por todo el »mundo el mismo día en que fué perdida, y si César ase-»gura que ha sucedido frecuentemente, que la fama ha pre-»cedido al accidente (César, Guerra Civil, III, 36), ¿diré »que se han dejado mistificar estos hombres sencillos, como »el vulgo, por no ser tan clarovidentes como nosotros?»

Esta creencia en la adivinación puede elevarse á convic­ción científica con pruebas irrecusables.

Dos excelentes consejos da Hipócrates á los médicos en su libro de los humores: Observar lo que el enfermo ve

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 203

en sueños y lo que hace, y si sobreviene algo de divino en las enfermedades.

«En sueños se ven los alimentos que convienen al cuer-»po»; dice en otra parte: «El alma vela siempre. El que »sabe juzgar bien de todas estas cosas posee una gran par-ate de la sabiduría» ( i ) .

«Nada hay tan admirable como las reflexiones que ha-»cen los enfermos en los accesos del mal, dice Areteo de »Capadocia ( 2 ) , como los propósitos que tienen, como las »cosas que ven. Su sentido es puro y recto; su espíritu pro­apio para ver lo porvenir. En primer lugar, los enfermos co-»mienzan por presentir que van á abandonar la vida. En «seguida, anuncian las cosas futuras á las personas presen­t e s . Su espíritu está ya desprendido del barro grosero de »la materia, y el suceso llena de admiración álos que le es­cucharon».

He aquí un médico del tiempo de Trajano, conforme en esto con los de la Edad Media y con muchos insignes mé­dicos modernos.

Antonio Benibenius (3), médico florentino, habla de un joven herido, llamado Gaspar, que predijo la huida de Pe­dro de Médicis, las desgracias y trastornos de Florencia, las calamidades de Italia y otras cosas de grande interés. «Nosotros, dice, hemos visto que una gran parte de sus pre­dicciones se cumplió».

Henrique de Her, primer médico del Arzobispo de Bo­lonia (4), refiere que «un noctámbulo predecía el día ante­rior todo lo triste ó alegre que le había de suceder al día siguiente, y anunció su muerte con tal exactitud, como si hubiese asistido á su agonía».

( 1 ) Libro de los Sueños.

( 2 ) De signis et causis morvorum; lib. I I , pág. 1.»—Edic. Boerhave, I 7 3 I -

(3) Deabditis morborum causis , cap. 10, pág. 216. ( 4 ) Elysius jucundarum cuestiomwi Campus, quest. 37, página 247,

inf.» Bruxelles, 1661.

204 FILOSOFÍA

Pero el médico que, recordando los preceptos de Hipó­crates, sé ocupó en esta clase de hechos de un modo cien­tífico, fué el doctor español Juan Huarte de San Juan, en su «Examen de Ingenios» libro célebre en su tiempo, que inspiró á Jourdan Guibelet su «Examen del Examen de In­genios» publicado en 1633.

El Dr. Huarte debe ser una autoridad, sobre todo, para los partidarios de la moderna escuela fisiológica, que ha establecido de una manera dogmática la influencia de lo físico sobre lo moral. No hay nadie, en efecto, más natura­lista que Huarte. Toda la naturaleza no es otra cosa para él, que el temperamento de las cuatro cualidades primeras.

«Los filósofos vulgares entienden por instinto en la na-»turaleza, dice en el Capítulo VII de su libro, cierta mara-»ña de cosas que suben de tejas arriba, y jamás se han po-»dido explicar ni dar á entender».

No es posible, como se ve , rompimiento más brutal con la antigua metafísica. Los modernos materialistas no lo ha­rían mejor.

Por extrañas que puedan parecer esas ideas en un hom­bre envuelto por todas partes en las corrientes teológicas del siglo XVI, se explican, atendiendo á que esta concepción naturalista de la vida de que estaba saturada la filosofía aristotélica, se conservó á través de la Edad Media en los escritos de los árabes y judíos.

Con este género de instrucción, el Dr. Huarte llegó á ser el hombre más convencido de la omnipotencia del tempe­ramento; pero, á fuer de médico obseryador, tuvo ocasión de encontrarse muchas veces en presencia del quid divinum de Hipócrates.. El supo así «que cuando los enfermos hablan »estas divinidades, que sepan conocer lo que son y pronos-»ticaren lo que ha de pasar, es señal de que el ánimo racio-»nal está desasido del cuerpo, y así ninguno escapa».

La enfermedad, según él, cambiando el temperamento, pone en disposición de saber muchas cosas sin haber teni-

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO - 205

do en ellas particular noticia; pero este cambio de tempera­mento, ó lo que es igual, esta exaltación de la actividad nerviosa, como ahora se dice, no es más que condición ne­cesaria para que el fenómeno se realice, no su causa. De otro modo, sería necesario hacer depender de un simple movimiento molecular, que esto es en último extremo la actividad nerviosa, la sabiduría universal, la ciencia infusa, la visión portentosa á través del tiempo y del espacio, en una palabra, la Adivinación.

El Dr. Huarte tuvo el mérito de haber comprendido in­dudablemente esto mismo, y de haber renunciado á su sis­tema, siquiera sea una vez sola.

El concierto y elegancia con que hablan los frenéticos le admira, porque «esto, dice, ya parece señal de que el de-»monio les mueve la lengua, como la Iglesia enseña á sus »exorcistas».

Nótase aquí, que la vacilación y la duda se apoderan de él; encuéntrase perplejo y empieza á comprender que la filosofía natural no basta para explicarlo todo. Pero, donde se rinde por fin y confiesa la incapacidad de su sistema, es cuando tropieza con estos otros hechos más extraños y gra­ves aún: «Todo esto, no es mucho que lo reciban losfilóso-»fos y crean qué pudo ser así, dice refiriéndose á los ante-»riores; pero si yo les afirmase ahora, por historias muy «verdaderas, que algunos hombres ignorantes hablaron en «latín sin haberle en sanidad aprendido, y de una mujer fre-«nética que decía á cada persona de las que la entraban á «visitar, sus virtudes y vicios; y lo que más causó admira-«ción fué, que estándolael barbero sangrando, le dijo: «Mi-»rad, Fulano, lo que hacéis, porque tenéis pocos días de vida «y vuestra mujer se ha de casar con otro.» Pronóstico tan «verdadero que antes de medio año se cumplió. Ya me pare-»ce que oigo decir á los que huyen de la filosofía natural, que «es gran burla y mentira. Ellos tienen por fuerte argumento «decir: «esto es falso, porque yo no entiendo cómo puede

206 FILOSOFÍA

»ser»; como si las cosas dificultosas y muy delicadas estu-»viesen sujetas á los rateros entendimientos, y de ellos »se dejasen entender.

»Yo no pretendo aquí, concluye Huarte, convencerá los que »tienen falta de ingenio, porque esto es trabajar en vano.»

Huarte procura en seguida, explicar los hechos en cuanto le es posible, por la filosofía natural. «Hablar el frenético »en latín, dice, muestra la consonancia que hace la lengua »latina al ánima racional»; y por este estilo, en su afán de reducirlo todo á medios naturales, desenvuelve otras razo­nes no menos frivolas que inocentes, pero que tienen el mérito de enseñarnos, á cuántos despropósitos no puede dar ocasión en todos tiempos el espíritu de sistema. Sin embargo, lo absurdo de las explicaciones naturales debió presentársele con tan vivos colores, que la razón de tem­peramento que satisfizo á Aristóteles en la explicación de las predicciones de la Sibila, no le satisface á él en uno de los casos, y renunciando por un momento á su sistema, escribe lo siguiente:

«El adivinar de la mujer frenética cómo pudo ser, lo die-»ra mejor que yo á entender Cicerón, que estos filósofos «naturales. El error de éstos está en no considerar, como lo i>hizo Platón, que el hombre fué hecho á semejanza de Dios; »que participa de su divina providencia; y que tiene po-»tencias para conocer todas tres diferencias en el tiempo; «memoria para lo pasado , sentidos para lo presente, ima-»ginación y entendimiento para lo porvenir».

«Uno de los mayores argumentos que forzaron á Cicerón »á creer que el ánima racional era incorruptible, fué ver la »certidumbre con que los enfermos decían lo porvenir, es-«pecialmente estando cercanos á la muerte. «Estenim et na-•¡>tura quc&dam qim futura prcenunciat, quorum-vim atque •anaturam rationemque explicuiti>. Y yo digo que hay indi-»cios para alcanzar lo pasado, lo presente y lo que está por «venir.»

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 207

(1) De Vinfluence des maladies sur la formation des idées et des affec­tions morales.

Tal es el juicio que forma el Dr. Huarte de San Juan de la adivinación, y de la debilidad de su sistema. Es un buen ejemplo, y por eso nos hemos detenido en él , de lo insufi­cientes que son las teorías naturalistas para dar razón del más asombroso de los fenómenos naturales, ya que todos los fenómenos se han de llamar así.

Son pocos los que, como el Dr. Huarte, mantienen la in­dependencia de su razón enfrente de los dogmas de un sis­tema, y no comprometen la divina espontaneidad de su naturaleza bajo el yugo de ninguna autoridad.

La mayor parte de los médicos contemporáneos no deja­rán, sin duda, de reírse de las simples interpretaciones de Huarte, y de las misteriosas indicaciones acaso de su maes­tro Hipócrates; pero harán mal en ello, porque muy pron­to habrán de ponerse serios otra vez. Vamos á demostrar­les con las más ilustres autoridades modernas de las cien­cias médicas, que aquellas simplezas y misterios han sido confirmados por observaciones exactísimas en nuestros tiempos.

«En algunas enfermedades extáticas ó convulsivas, dice »Cabanís (i), se ven los órganos de los sentidos hacerse su-»mamente sensibles á impresiones que antes les pasaban «desapercibidas, y aun recibir impresiones extrañas á la na-•aturaleza humana.

»Yo he observado en mujeres que, sin duda hubieran sido «excelentes pitonisas, los efectos más singulares de los «cambios á que me refiero.

»Yo he visto algunas, cuyo gusto había adquirido una «finura particular, y que deseaban ó sabían escoger los ali-«mentos y aun los remedios que parecían serles verdadera-«mente útiles, con una sagacidad que no se halla ordina-«riamente más que en los animales.

208 FILOSOFÍA

»Hay algunas que se ponen en estado de percibir en sí «mismas, en el tiempo de sus paroxismos, ciertas crisis »que se preparan y cuya terminación prueba bien pronto »la exactitud de sus sensaciones »

De sus previsiones, debería decir; pero es tal el afán de desfigurar estos hechos, que se apela á todo. Ved aquí al mismo Cabanís poniendo un correctivo á todo lo que ha dicho.

«Nosotros tenemos, continúa, ideas, durante el sueño, que »no hemos tenido nunca. Creemos conversar, por ejemplo, »con un hombre que nos dice cosas que nosotros no sabe-amos; no debe uno admirarse de que en tiempo de ignoran-acia los espíritus crédulos hayan atribuido á causas sobre-»naturales, fenómenos naturales. Yo he conocido un hombre a muy sabio, el ilustre Benjamín Franclin, que creía haber si-»do muchas veces instruido en sueños, de negocios que le «ocupabanpor aquel entonces. Su cabeza fuerte, y por otra aparte, enteramente libre de preocupaciones, no había po-adido librarse de toda idea supersticiosa respecto de estas «advertencias interiores.

«Ved otro pasaje de Virey. »¡Cuántas veces se ha visto en el curso de las enferme-

«dades surgir en el enfermo estos gustos (instintos) como un «instinto divino de su curación! ¡Cuántos presentimientos de «alegría repentina, y una risa involuntaria, anunciar una cri-»sis favorable, ó cuántos siniestros presagios y terrores ame-«nazantes ser los precursores de la muerte, hasta el punto sde indicar el enfermo el mismo día y hora (i).»

Es uno de los casos en que puede observarse lo divino de Hipócrates, como en este otro, citado por Bourdois (2), de un colérico desahuciado que próximo á la agonía, se le antojan albérchigos y sana perfectamente con ellos.

( 1 ) Diet, des Sc. med. Art.0 Force medicatrice. (2) Diet, de Med. Art.0 C61era.

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 200,

(1) Nosologie medique, tomo II, pág. 738.

(2) Coup d'ceii sur la vie.

14

«Hay melancólicos, dice Sauvages, que se imaginan ser «agitados por un poder superior y que predicen el porvenir, »como si fuesen inspirados por una divinidad.»

«Yo mismo he visto, añade, á un sexagenario predecir »el día y la hora de su muerte un mes antes, y morir de fie-»bre en el día anunciado» (i).

«Sucede á veces, dice Burdach, que antes del parto ó de »una enfermedad, tienen algunas personas en buen estado de »salud un seguro presentimiento de su muerte próxima. No »se puede atribuir fácilmente al azar la realización de estos «presentimientos, porque ella debería ser mucho más rara »que su no realización, y es justamente lo contrario lo que >sucede» (2).

En fin, Briere de Boismont señala entre los signos del éxtasis mórbido (catalepsia, histérico, manía) la trasposición de los sentidos, la vista á distancia sin el socorro de los ojos, la previsión, el instinto de los remedios y el poder ha­blar lenguas extrañas y desconocidas.

Se ve bien que la cosa no está entre charlatanes. La cien­cia no puede rechazar los testimonios de estos hombres ilustres y observadores imparciales salidos de su propio seno.

Ahora, seamos más claros: los hechos atestiguados por esos grandes médicos, sin que pueda haber réplica ni duda, son reales y verdaderos hechos de Adivinación; luego la Adivinación es cosa científica y probada.

Sea como quiera por ahora, la interpretación que se les dé á esos hechos, la ciencia está obligada á admitirlos y á tenerlos muy en cuenta para ulteriores fines, so pena de atentar locamente á los fundamentos de la credibilidad hu­mana, renegando de sus más preclaros hijos. Estos hechos, sin embargo, están fuera de todo cuanto podía esperar ella

2 1 0 FILOSOFÍA

de las leyes de la naturaleza. Están por encima dé su mé­todo, y no están al alcance de su crítica. Esto debe probar á los sabios, que su método es corto y su crítica larga.

Se echa de ver, en efecto, en los pasajes citados, á ex­cepción de los de Burdach y de Sauvages, el prejuicio de su método, que es el de las escuelas científicas, el cual, aun­que á veces les permita confesar y reconocer los hechos que no caben en sus teorías, les impide en absoluto com­prender sus trascendentales consecuencias. Saturados de otra superstición peor mil veces que la de lo sobrenatural, porque es la superstición de lo ordinario, son incapaces de deslindar las diferencias que existen entre un hecho libre del espíritu y un hecho fatal de la naturaleza. Boerhave, que como todos los grandes médicos, se había fijado en lo divino de Hipócrates, dice en alguna parte: «Inest alliquid sapientice, in summo delirio.» Hay cierta sabiduría en los grandes delirios.

En esta sabiduría está precisamente lo divino; pero en vez de verlo y confesarlo así, los médicos de ahora prefie­ren, cuando lo observan, atribuirlo «á la conciencia íntima», «á la imaginación que se impresiona á sí misma», «á las conmociones nerviosas internas que excitan el instinto, et­cétera, etc.» y con estas expresiones vagas, que ellos mis­mos no entienden ni pueden entender, porque no saben lo que es la conciencia íntima, ni la imaginación, ni el instin­to, quedan ya satisfechos y se creen con derecho á tachar de simples, crédulos y supersticiosos á los que procuran interpretar sus propias impresiones de otro modo un poco más espiritual y razonable, aunque uno de esos hombres se llame Franklin.

No parece sino que la ciencia moderna tiene horror á lo divino, como antes se creía que la naturaleza lo tenía al va­cío. En ese caso, conviene que la ciencia se cure en tiempo, de esa afección mórbida que puede hacerle quedar más re­zagada que la teología, porque si se prueba que la sabidu-

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 2 1 1 -

ría del delirio, como la llama Boerhave, no puede expli­carse por las fuerzas del organismo humano, no habrá remedio sino volver á la fe de Hipócrates, creyendo en lo divino.

Aristóteles, en materia de explicaciones estaba bastante más adelantado que los sabios modernos. Véase cómo ex­plica él, ciertos extraños fenómenos de adivinación: «Así »como, cuando se agita el aire, la parte agitada comunica en «seguida su conmoción á la otra parte, y aun cuando cese »la percusión, el movimiento continúa avanzando, por más »que haya desaparecido la causa del impulso; así nada im-»pide, que ciertos movimientos ó sensaciones lleguen al alma »que sueña, y le sean comunicados por esas existencias que «Demócrito supone simulacros ó despojos.»

Estos simulacros ó despojos, estas existencias, eran en concepto de Demócrito, unas especies de almas que sobre­vivían algún tiempo á la muerte de sus cuerpos.

Jamblico, explicando las mismas cosas en su libro de Misterios, dice: «El alma inspirada ha cambiado su espíri­t u por el espíritu divino; ella lo sabe todo en ese estado, «porque vive, no ya de su vida propia, sino de la vida divina. «Y la prueba es que los inspirados parece como que no tie-»nen cuerpo; el fuego no les quema; no sienten nada: atra-«vesados por un dardo no se aperciben de ello; que se les «hiera de un hachazo, que se les atraviese un brazo con una «lanza, no se dan cuenta de ello. Nada humano ya existe en «ellos. Veis, pues, que han llegado á ser Dioses y que así, «pueden tener la presciencia divina.»

Es esta otra prueba de que todos esos fenómenos de éx­tasis natural y artificial que nos admiran tanto, eran ya perfectamente conocidos por los sacerdotes y filósofos an­tiguos, que tenían, por otra parte, mil razones para atri­buirlos á la divinidad. El sonambulismo, en sus variadas y múltiples manifestaciones, desde la insensibilidad física has­ta la visión á oscuras, con los ojos anestesiados, debía ser

2 1 2 FILOSOFÍA

para ellos un problema que sólo encontraba solución en \o divino.

La ciencia prohibe hoy esta clase de explicaciones teleo-lógicas. Se dice que una tesis que no admite otra tesis está condenada por lo mismo; pero no se piensa en que puede darse el caso de un fenómeno, cuya causa eficiente sea ya una manifestación de lo divino. En ese afán de no llegar nunca á Dios, ¿ qué puede esperarse de la ciencia?

Nada que verdaderamente importe y tenga trascendencia.

C A P Í T U L O V I I

LA ADIVINACIÓN Y EL LIBRE ARBITRIO

Apesar de todos los hechos y testimonios que acabamos de exponer, la resistencia para admitir la adivinación como verdadera manifestación maravillosa en la vida humana, sería grande, si no diésemos resuelta aquí la famosa cues­tión del libre arbitrio; porque ¿cómo, en efecto, se habrá de conctliar la contradicción que resulta, entre la prescien­cia divina y la libertad humana, ó lo que es lo mismo, en­tre la adivinación ó revelación de aquella presciencia y el meritorio y libre desenvolvimiento moral ?

Toda conciliación parece imposible entre estos términos: adivinación y libertad. Por eso, al lado de las antiguas afir­maciones filosóficas, surgen algunas negaciones. Anaxágo-ras y la escuela jónica, explicando el origen del mundo á la manera de Herbert Spencer y del materialismo moder­no, por un simple impulso inicial sin designio ni propósito, niegan la adivinación, suprimiendo la Providencia; y en ge­neral, todos los libre-pensadores formados en la escuela de Cyrene, que habían heredado de Epicuro el odio á todo lo que se pareciese á misticismo, destruyen radicalmente la adivinación. Nada es más cómodo que negar lo que se ignora y declarar imposible lo que no se explica. A todas

214 F I L O S O F Í A

estas gentes satisfacían los ligeros razonamientos de Epicu-ro, como ahora complacen y convencen los de Littré.

Puede decirse que la opinión de Epicuro contra el arte augural fué el germen de todo el descreimiento moderno. Cicerón consumó después en Roma, esta obra destructora de la adivinación simbólica. Todavía se recuerda, cuando se quiere ridiculizar ciertas creencias, su famoso dicho: «Dos arúspices no pueden mirarse sin reirse.»

Cicerón debía saberlo bien, porque era arúspice; pero ni sus burlas ni los razonamientos de Epicuro prueban nada contra la posibilidad de entenderse por signos Dios y el hombre. El vuelo de un pájaro ó las entrañas de un ave son tan buenas señales como otras cualesquiera para aquella comunicación. Decir, como dice Epicuro, que ni el pájaro se prestaría á tal designio, ni Dios con mayor razón lo for­maría, es decir más de lo que puede saberse.

Lo cierto es, que todos los pueblos del mundo creyeron en esa posibilidad perfectamente confirmada por los hechos muchas veces, y que no tiene nada dé extravagante, ni pro­dujo malas consecuencias sociales.

Parece bien natural y razonable que, si existe un Dios y es amigo del hombre, encuentre medios en la naturaleza de contestar á sus súplicas de algún modo. Si Dios es un padre, debemos pedirle dirección y custodia, y él debe dár­noslas.

Si el hombre, privado de los instintos salvadores que tiene el animal, no pudiera esperar estos auxilios, ¿qué más tendría que agradecer á Dios ?

Hay dudas que sólo un Dios puede resolver. En todos tiempos, los hombres buscaron esta comunicación con el Dios Padre, con el Dios A m i g o , llámese Júpiter, Mitra ó Jehovah, para confortarse y consolarse en las grandes an­gustias de la vida, ó evitar los peligros en los tortuosos senderos del destino.

Es esta una perpetua necesidad; y en prueba de ello, que

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 2 1 e

á falta de un Dios vivo, de un Dios que hablé como hable á Moisés y á los Patriarcas , que responda como respondió á José por medio de la copa, y á David por medio del Ephod, ó que se manifieste por medio de cualquier otre signo convenido, como enDodona y Delfos, se transfiere á un hombre la misma representación, reconociéndole la in­falibilidad , carácter esencial de lo divino.

¿Es acaso, el símbolo augural, más irracional y supersti­cioso que esto ?

Ninguna de las dos cosas es irracional. Dios puede dis­poner de las alas del pájaro como de las vibraciones cere­brales del hombre.

Esta necesidad de la dirección y del auxilio divinos , en manifestación visible, va cesando á medida que las socie­dades humanas se desarrollan y educan. Así como el insr

tinto desaparece casi en el hombre de razón desenvuelta, que sabe ya vivir y apartarse del riesgo por sí mismo, así también los signos de intimidad divina desaparecen y dejan de ayudar á las sociedades ya constituidas que saben pro-tejerse. Es la misma ley del gran plan educador universal. Es de esperar, sin embargo, que, cuando este progreso lle­gue á un punto en que, así un hombre como una sociedac se hagan dignos de comunicar con Dios, la manifestador maravillosa de los signos aparezca de nuevo, y en más alte escala de amor é intimidad. Esto, que ya se observa en lo; personajes virtuosos y santos, se hará más general en la: sociedades venideras, mucho más inteligentes y civilizadas

No se nos oculta que sostener la verdad de los signo augúrales en la antigüedad, y la amigable y natural reís ción con Dios en el porvenir, es más de lo qué puede sopoi tar hoy el mundo, extraviado por el falso concepto que d la naturaleza se ha llegado á formar; ni es eso lo que no proponemos, sino hacer notar únicamente, que, considen da tan universal costumbre sin sombra de preocupaciói aparece tan razonable y fundada como cualquiera otra.

2l6 FILOSOFÍA

Cicerón, como la mayor parte de los oradores, que se pagan más del brillo de los períodos que de la solidez de las ideas, no era buen filósofo; y además, como dice San Agustín: «Un hombre que sostiene que todas las cosas son inciertas, no merece crédito en ninguna.» Y esta era toda la filosofía de Cicerón.

Había escrito,sin embargo, un Tratado de «Adivinación», en que se muestra bastante partidario de esta creencia, y que empieza así: «Es una antigua opinión que se remonta »á los tiempos heroicos, y de la que participa el pueblo ro-»mano, como todos los pueblos de la tierra, que hay adivi-»nación entre los hombres.»

Las causas que tuvo para dejar de creer en la adivina­ción, nos las va á decir San Agustín: «Cicerón sostiene, dice »San Agustín, que, si el orden de las cosas es cierto, es el »destino el que hace todo lo que sucede, y en este caso, na-»da está en nuestro poder, no hay libre albedrío; todas las »reglas de la vida caen por tierra; en vano es hacer leyes, «reprender, alabar, condenar, exhortar; ya no hay justicia «para castigar á los malos ni para recompensar á los buenos.»

A fin, pues, de impedir consecuencias tan absurdas á la sociedad, Cicerón no quiere que haya presciencia del por­venir; con que los hombres que tienen algún sentimiento religioso, quedan reducidos á escoger una de estas dos co­sas: ó hay algo que depende de nuestra voluntad ó hay presciencia del porvenir. Porque Cicerón supone que estas dos cosas no pueden subsistir juntas, y que no puede esta­blecerse una de ellas sin que se destruya la otra; y que si afirmamos la presciencia, arruinamos el libre arbitrio; y si admitimos el libre arbitrio, destruímos la presciencia. « Así »que, como sabio y político, opta por el libre albedrío, y «para afirmarlo, niega la presciencia del porvenir; es decir, »que para hacer á-los hombres libres, los hace impíos» (i).

( i ) Ciudad de Dios, tomo I , lib. V, cap. IX.

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 217

Este argumento de Cicerón es el mismo de Carneades contra Crísipo, y fué el que arruinó en el mundo la adivi­nación. Era preciso salvar á todo trance la libertad, porque no se concebía entonces el mérito ni el demérito sin ella. San Agustín, y después de él los teólogos de la Reforma veían bien, que la libertad del hombre era una ilusión entre la presciencia, la predestinación y la gracia; pero la idea de justicia, y por consecuencia, la de mérito y demérito, hacían la cuestión irresoluble. Era un problema entonces, al cual faltaban datos. E s , pues, la gran cuestión de la li­bertad y de la presciencia, que tanto dio que hacer á teólo­gos y filósofos, la que va entrañada en esta de la adivina­ción. Las escuelas científicas, para las cuales la presciencia y la predestinación han dejado de ser factores en el pro­blema, la han resuelto de una manera fácil, negando el libre arbitrio, y sometiendo al hombre a imprescindible y cons­tante determinismo. Esta solución científica es precisamen­te, por natural pero admirable coincidencia, la que más se armoniza con la presciencia de Dios, que sería inconcebi­ble en absoluto, si el hombre fuese realmente libre.

No es de esperar, por lo tanto, que los hombres de cien­cia opongan hoy á la adivinación el argumento de Cicerón ó de Carneades. Al contrario, concedido que todo es deter­minado en la naturaleza, y que ésta consiste en una inmen­sa red ó tejido de eslabones de causas, se concibe, que una inteligencia superior las comprenda y conozca. As í , no es extraño que Apolo supiese de antemano, por ejemplo, por qué Edipo debía necesariamente matar á su padre.

Pero, si Apolo no hubiera visto, ni en la naturaleza ni en Edipo, ninguna causa dispuesta para ello, nada, en absolu­to, que sirviese de determinación al parricidio, Apolo no podría de ningún modo preverlo.

Conformes, pues, en este modo de plantear la cuestión, ya que no hay otro, á no ser apelando á misterios inconce­bibles y que por lo tanto, están fuera de la razón ó son

FILOSOFÍA

irracionales, por ser igualmente imposibles de concebir la inducción sin causas ni antecedentes y la intuición adivina­dora sin superior revelador, vamos á procurar esclarecerla, pero á grandes rasgos, porque ya no es necesario escribir tanto como antes para verla clara.

Si la libertad es, como admiten todos, «el poder de obrar según conceptos é ideas », la responsabilidad, el mérito y el demérito no consisten en el libre arbitrio, sino en el des­envolvimiento de la razón. Si ésta ha de pesar con el juicio, las determinaciones ó conceptos, éstos, como causas de acción, dependientes de la evolución racional, han de ser conocidos por Dios. *

Si Dios conoce las causas, ha de saber los efectos por le­janos ó remotos que se supongan; presente en el mundo, y dueño hacedor de los secretos orgánicos, es lógico que sepa lo que tal hombre hará, colocado en tales circunstan­cias, no de otro modo que un padre de familia ó un maes­tro pueden prever ciertas faltas de sus hijos ó discípulos, conocedores, como son, de sus antecedentes y carácter.

Además, para desarrollar las facultades del hombre y desenvolver los progresos sociales, cuenta con un medio poderoso que le hace arbitro del porvenir: la sugestión. No ha de ser menos Dios que el último de los hipnotizadores. Pero esta negación del libre arbitrio, convirtiendo al hombre aparentemente en verdadero autómata de un poder supe­rior, espanta á los que creen ver destruidos de ese modo, toda responsabilidad y todo mérito.

Cada una de las soluciones que hasta ahora se han dado en esta famosa cuestión, implica unas consecuencias desas­trosas; porque si existe libre albedrío, verdadera libertad, la presciencia divina es imposible, por más argucias y dis­tingos que se inventen; y si el hombre obedece á un deter-minismo orgánico y legal, la responsabilidad moral es ilu­soria.

Un Dios sin presciencia está demás. Decir presciencia

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 2 i g

(i) Lib. III. Lee. 15.

vale tanto como decir providencia, y si los hombres han de ser enteramente libres, Dios no puede influir en lo más mí­nimo, ni en sus voluntades ni en sus ánimos.

Si el más humilde matrimonio del mundo se efectuase sin ser preparado, compuesto, sugerido por Dios, para ulte­riores fines, todas las consecuencias de ese matrimonio se­rían otros tantos motivos de desorden que descompondrían y trastornarían por completo ei plan providencial. Ya no podría decirse con Bossuet, que ni la hoja de un árbol se mueve sin su permiso; lejos de eso, todas las acciones hu­manas serían independientes y habrían de realizarse sin su conocimiento ó contra su voluntad.

Aunque la inteligencia divina sea infinita, esta infinitud no suple el procedimiento deductivo necesario para prever lo futuro. Sin premisas no :hay consecuencias; sin antece­dentes no hay consiguientes. Decir que las cosas no suce­den porque Dios las prevé, sino que.las prevé porque han de suceder, es afirmar una cosa sin probarla. Es verdad que el conocimiento no determina la cosa conocida, pero tampoco ésta puede determinar el conocimiento.

Una acción producida sin causas, sin motivos, sin deter­minaciones, no podría ser conocida por nadie, ni aun por una inteligencia infinita, hasta el momento mismo de su realización, si esta realización fuese posible y aquella inte­ligencia también.

Esta solución de la pura indiferencia ó del querer por el querer, que es después de todo, el verdadero libre albedrío, está condenada en términos durísimos por Santo Tomás en su libro de Anima: tStidtum est dicere, quod aliquis appetatpropter appetere.i, (i).

El hombre, según él, no se determina sin razón suficien­te, y ésta debe ser el último juicio práctico; la voluntad no puede tener por razón de su querer, ni el azar ni el capricho.

2 2 0 : FILOSOFÍA

(i) Ovidio, Metamorplws, VII.

No hay nada por eso más determinista y conforme con las modernas tendencias científicas, que su definición de la libertad: «.Liberum de ratione juditium.»

Si bien se mira, esta definición resuelve por sí sola el problema, haciendo consistir la libertad, no en el libre al-bedrío, sino en el juicio libre; es decir, no en la libertad de la voluntad, sino en la libertad de la razón.

Todo juicio, constando de una relación entre dos térmi­nos, supone necesariamente la existencia de motivos ó de­terminaciones que forman esos términos. Entre los muchos términos que pueden servir de puntos de relación al juicio, hay unos groseros, bajos, ruines ó de carácter pasional ó instintivo, mientras que otros se ofrecen á la razón cómo sublimes ideales ó nobles y benéficos deberes. Es ocasión entonces de repetir con Medea:

«Mens aliud suadet; video meliora proboque.» Deteriora sequor ( i ) . El juicio deja de ser libre; la voluntad triunfa y el hom­

bre peca. Cuando esto pasa, se dice comunmente, que es uno es­

clavo de sus pasiones ó de sus instintos. Esta expresión vulgar marca perfectamente en lo que

consiste la libertad moral: en no ser esclavo de la pasión, de la materia, del deseo; en no ser animal, en ser hombre verdaderamente.

Esta libertad sólo se consigue fortaleciendo la razón, el juicio; no hay otra libertad.

El libre albedrío es la libre voluntad sin juicio: ultronei-tas, es la libertad de los locos y de los salvajes, verdadera esclavitud.

Esta cuestión ha sido embrollada por la mala inteligencia de los términos. Se ha definido el libre arbitrio diciendo, que es el poder, en virtud del cual el hombre puede esco-

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 2 2 1

ger entre dos acciones contrarias, sin ser determinado por ninguna necesidad.

Esto no puede ser la libertad moral, que debe determi­narse necesariamente por la idea universal del bien.

Cuando la voluntad no está dominada por el juicio, cuan­do sobre dos acciones contrarias no pesa ninguna necesidad, podrá haber libre albedrío; pero, entonces, el libre albedrío es el capricho; y no se comprende que no pese alguna ne­cesidad sobre una ú otra de las dos acciones contrarias, á no ser que sean absolutamente indiferentes, en cuyo caso, desaparece de ellas toda moralidad, y no pertenecen á la cuestión por no haber mérito ni demérito en realizarlas.

Dios, de todos modos, puede preverlas, porque si no de­pende del juicio, depende su elección, de la pasión, del tem­peramento ó de las circunstancias, cosas todas que tienen antecedentes que le son conocidos.

Para que haya libertad moral es menester que la volun­tad sea, cuando es contraria, dominada, refrenada, avasa­llada, para que sólo impere y mande la razón. Por eso se define la libertad diciendo, que es forma de la causalidad; es decir, poder de causarse, de determinarse á sí mismo, ó lo que es igual, de imponer la razón á la voluntad. En este concepto de la libertad, el hombre triunfa de la bestia, el espíritu de la materia, el alma del cuerpo, el cerebro de la médula espinal.

Para comprender bien que el libre arbitrio ó libre volun­tad es una ilusión, basta fijarse en que, esa libertad de in­diferencia traería consigo la acción de inconsecuencia. Pos­tular esa libertad, es decir, el poder obrar sin razón sufi­ciente , es renunciar á toda conducta razonable y moral. Es declararse locos. Si fuese cierto que dos acciones pudieran producirse indiferentemente en un momento dado, por ejem­plo : un gran crimen y una sublime acción, se seguiría, que la moralidad de las dos acciones sería también indiferente, pues, no pesando ninguna necesidad sobre ninguna de ellas,

2 2 2 FILOSOFÍA

como se dice, tienen que estar las dos por precisión, fuera de todo orden providencial; consecuencia que destruye to­das las doctrinas encomiadoras del libre arbitrio.

La libertad de la voluntad es, pues, una ilusión, y la cau­sa de esta ilusión está en la apariencia de libertad que se manifiesta en la voluntad por ser toda interior. Un hombre cierra sus ojos; prescinde de los motivos ó determinaciones exteriores y dice: Yo soy libre de ir y venir, de salir ó de entrar; puedo hacerlo que quiera; soy libre. Es verdad;en estas indiferentes acciones tiene libre albedrío, como hemos dicho ya; al menos, si hay algo que contrarreste la volun­tad, como una sugestión, por ejemplo, no se ve ni se apre­cia. Pero propóngase ese hombre libre un acto moral ó de­lincuente , un poco más importante: dar una limosna ó pe­gar una puñalada á alguno; y entonces verá en qué se con­vierte su tan ponderado libre albedrío. ¡ Qué rebullimiento de determinaciones se forma en su cabeza! Todos estos im­pulsos interiores son opuestos los unos á los otros; todos están en lucha, y debe preguntarse, por qué alguno de ellos y no otro consigue la victoria. Habrá de convenirse en que es debida á la mayor intensidad ó fuerza del motivo que prevaleció; enteramente lo mismo que si los motivos fuesen exteriores. Es la misma ley.

No hay, pues, libre arbitrio, y si lo hubiera, excluiría toda responsabilidad. El hombre que no es libre en su na­turaleza física, es decir, que ni escoge su cuerpo, ni su tem­peramento, ni su familia, ni su raza, ni su época, mal puede ser libre en su naturaleza moral, con esa libertad de indife­rencia.

Ahora, si se dice, como dice Santo Tomás: que el libre arbitrio es determinadojpor la razón, entonces estamos en pleno determinismo; ya hemos visto que todo juicio supo­ne determinaciones.

Verdaderamente, estas palabras de libertad y libre arbi­trio, no han hecho más que oscurecer la cuestión.

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 223

Emplear la palabra libertad para señalar ó expresar ese grado de elevación moral en que el hombre escoge, hacien­do uso de su razón, entre dos acciónesela que le parece mejor ó más conforme á la idea universal del bien, no nos parece propio. Decir como algunos, que la libertad no con­siste en la elección, es quitar á la palabra libertad su natu­ral y legítimo significado. Por libertad entenderá siempre todo el mundo, la facultad de hacer ó de no hacer; es decir, de hacer lo que más agrade, de elegir lo mejor ó lo que lo parezca; y sino es esto, debe emplearse otra palabra.

Estando, como estamos, rodeados de determinaciones, en toda decisión ha de triunfar la más fuerte determinación, y entonces, la libertad sólo existe á título de ilusión. Esta ilusión de la libertad se explica por la ignorancia en que es­tamos , de las causas del querer. Se nos figura que la cau­salidad de la acción, ligada á nuestra propia conciencia, es nuestro propio querer. Por eso, la voluntad aparece siem­pre libre necesariamente. Nadie repara en que la voluntad se inclina sin sentirlo ante la determinación más fuerte y decisiva.

Se nota mejor la poca exactitud de esa palabra, cuando queremos expresar con ella el desenlace de algún drama terrible del espíritu , ó la determinación de un conflicto en­tre dos deberes.

La voluntad, la pasión, el instinto, ¿con qué gusto no harían el buen negocio, aceptarían el placer, seguirían el impulso de la naturaleza animal? ¿A qué precio no com­praría el hombre su felicidad aquí en la tierra, si la idea del bien, que se ha infiltrado por la educación, por la cultura social, por el refinamiento de las costumbres, por la religión, no surgiese dominadora y gritando r-No; ese negocio te ha­ría rico, pero déjalo, porque es una inmoralidad; ese com­promiso de amor hará tu desgracia, pero cásate, porque es tu deber. .

Y la pobre voluntad así dominada, queriendo la dicha y

224 F I L O S O F Í A

el placer y las riquezas, realiza el acto heroico, la acción santísima que la priva de todo.

¿Cómo llamar esto? ¿Libertad? Más parece despotismo, imperio, fuerza de la razón. Por eso Kant lo calificó de imperativo categórico. Eso, que antes se llamaba libertad moral, es para el de­

terminista, el libre juego de las tendencias superiores; su independencia de las tendencias inferiores, animales ó ins­tintivas , no es absoluta sin embargo; y además, las tenden­cias superiores están sostenidas á su vez por motivos: edu­cación, ideas adquiridas, etc., etc.

¿Qué mejor palanca para mover la voluntad que la idea del bien, teniendo por punto de apoyo á Dios?

Pero, ¿ no es esa una poderosa determinación ? ¿ Puede decirse que es libre el hombre, á quien esa idea

se impone en cierto grado de elevación moral, como un mandato absoluto?

¿No es una santa obediencia, en vez de ser una libertad? ¿Es libre ese hombre de querer querer el bien? No; puesto que un motivo poderoso le obliga á ello. El espíritu, después deformado, tiene sus necesidades

fatales como el cuerpo. La verdad y la justicia son el pan y el agua del espíritu digno y elevado. No es más libre el hombre generoso de arrojarse al agua por salvar á un se­mejante, que el viajero sediento en el desierto de lanzarse á la fuente para apagar su sed. Un hombre comprará un pan; otro comprará un libro. Es lo mismo: gana de comer; deseo de aprender. No hay acción que no tenga su motivo, ni consiguiente sin antecedente, ni efecto sin causa.

Todas las acciones humanas son, en este universal de-terminismo, necesarias. Parece á primera vista, que si Dios gana, el hombre pierde; porque se concibe ahora, que co­nocedor Dios de todos los antecedentes, prevea, deduzca, sepa perfectamente todos los consiguientes; que dueño de las causas prepare los efectos; pero si las acciones huma-

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 225

15

ñas son consecuencias ó efectos de causas anteriores, no son libres, y entonces el hombre ni tiene mérito ni respon­sabilidad, según se ha creído hasta ahora.

Es por cierto una cuestión bien extraña esta de la liber­tad ó libre arbitrio, pues por cualquier lado que se la con­sidere, conduce á la negación del mérito y de la responsa­bilidad.

Hemos visto que la absoluta carencia de motivos ó de­terminaciones, produce la libertad de indiferencia condena­da por Santo Tomás, y que lleva lógicamente á la teoría del azar y del capricho, donde toda responsabilidad y todo mérito se desvanecen también.

Encontrar medio entre los dos extremos, no es posi­ble tampoco, porque el medio entre el azar y la necesidad no es la libertad, sino la división por mitad de la conducta, entre la necesidad y el azar, lo cual sería monstruoso.

Se ve, pues, que con los datos conocidos y usados hasta ahora, el problema no tiene solución.

Con razón decía Goethe, que para saber una cosa con precisión sería preciso saberlo todo. Las cuestiones se en­trelazan con las cuestiones, y no puede resolverse una cues­tión magna como ésta, bien, sin resolver otras muchas antes.

Preciso será, pues, traer nuevos datos al problema. Fijémonos en una acción heroica cualquiera: en la de

Guzmán el Bueno, por ejemplo, consintiendo en sacrificar á su hijo por la patria.

¿Cómo realizó Guzmán esta gran acción? ¿Sin motivos, sin causas, sin determinaciones? Claro es que no. Lo que impulsó á Guzmán para obrar así, fueron muchas y muy complejas causas: haber nacido caballero; haber sido edu­cado en las ideas de honor y lealtad; tener un compromiso expreso con su rey; poseer un organismo y uh espíritu ar­mónicos, capaces de comprender y realizar ló grande, lo heroico, lo bello.

226 FILOSOFÍA

¿Qué quiere decir esto? ¿Que había una armonía prees­tablecida, como diría Leibnitz, entre el hombre y su ac­ción?

Y esa armonía y esas causas y esos antecedentes, ¿qui­tan el mérito á Guzmán?

No por cierto; será la contestación de todos y la nuestra. Pero la cuestión decisiva surge ahora. ¿El mérito de Guz­mán está en su acción? ¿En esa acción tan preparada por la educación, tan dispuesta por las circunstancias, tan natural en su organismo, y tan armónica con su naturaleza?

Dados los antecedentes y la complexión de este hombre, parece que, dentro del determinismo, la acción es una con­secuencia necesaria de la cual no puede extraerse mérito ninguno. La acción es lógica, y por lo mismo, la razón del mérito no puede estar en ella.

¿Dónde buscarla pues? En el hombre mismo; en el pro­pio valor. El mérito está en ser Guzmán.

Para que la acción heroica sea posible; para ser Decio ó Régulo, es preciso haberse formado un gran carácter, y para esto, haber aprendido mucho, resistido mucho, lucha­do mucho, sufrido mucho. Un organismo en consonancia con las exigencias de un gran destino, no se posee sin mo­tivo. Los deterministas, desterrando el azar de todas partes, deben convenir en que, alguna ley regirá, no sólo la cons­trucción de esos organismos que se llaman Sócrates, Cris­tóbal Colón, Morphi ó Stephenson, sino también el medio y las condiciones en que han de ser colocados en el mundo para cumplir su misión. De nada sirven las condiciones si el organismo no corresponde á ellas; de nada sirve el orga­nismo si faltan las condiciones. Poned á L.utero en un siglo crítico ó escéptico, y no se concibe la reforma. Suponed á Napoleón viviendo durante el reinado de Luis XV, y segu­ramente no hubiera pasado nunca de ser un buen capitán de artillería. La acción depende pues, tanto del organismo como del medio en que está.

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 227

Pero, ¿esta realización de lo sublime es un privilegio? Claro es que no. Todos tienen en su mano ser Decio,

Régulo ó Guzmán, si llega el caso, y sin embargo, hay muy pocos que, en igualdad de circunstancias, se sientan capa­ces de hacer lo que ellos. ¿Por qué? Porque falta carácter. ¿Y qué es el carácter? Es el resultado de muchas pruebas, de muchos esfuerzos, de muchas tentaciones; y ¿quién sabe? de muchas existencias, quizá.

Pues esa larga elaboración, esos grandes trabajos del cuerpo y del espíritu, todas esas vidas y otras tantas muer­tes han sido necesarias para formar un carácter; para pro­ducir el héroe. El mérito está en eso; en haber sufrido tan­to, trabajado tanto, aprendido tanto, en esta vida ó en otras, para llegar á ser Guzmán ó Régulo, Dante ó Cervan­tes, Milton ó Kant; es igual. Lo que el hombre vale se lo debe á sí mismo; lo ha conseguido á fuerza de dolor.

En haber llegado á realizar tales cosas, consiste su vir­tud. Esta capacidad supone desenvolvimiento de la inteli­gencia, educación de la voluntad, dominio de sí mismos. Nada de esto se adquiere sin trabajo; á costa del propio esfuerzo se ha realizado la acción, ó se ha escrito la obra ó el poema. El mérito, pues, no está en la libertad, sino en el sufrimiento, en el dolor que acompaña todo progreso, toda elevación; en la serie de fatigas que ha sido necesario atravesar para hacerse capaz de realizar el acto.

Es, pues, un error creer que procede el mérito de la li­bertad. Calígula y Marco Aurelio son igualmente libres ó igualmente esclavos, como se quiera, en atención á que el uno era esclavo de sus instintos y el otro de sus deberes, ó á que el uno era libre, desligado de todo deber, y el otro libre, desligado de todo instinto.

¿Dónde está el mérito y el demérito de cada uno? Pues, en lo poco que tuvo que aprender Calígula, para ser Calí-gula, y en lo mucho que tuvo que aprender Marco Aurelio, para ser Marco Aurelio.

228 f i l o s o f i a

Así que, con la responsabilidad, sucede lo mismo que con el mérito. Tampoco depende de la libertad.

Se observa que, en igualdad de medio y condiciones ex­ternas, dos hombres obran de muy diferente modo según la experiencia que tienen de la vida y el grado de evolución intelectual ó moral que han conseguido. Si se quiere hacer provenir la responsabilidad de la libertad, es preciso antes, demostrar que el temperamento, la falta de instrucción, el poco desarrollo de las facultades intelectuales y morales, son debidas al individuo mismo, lo cual es contra toda evidencia.

La ignorancia, como primer grado del espíritu en la vida, es fatal; el hombre no es responsable de ella. Querer que un hombre sea bueno, sabio, justo, antes de tiempo, es como esperar que un árbol dé su fruto al acabar de plan­tarlo. La buena acción, el altruismo, como ahora se dice, es fruto de la evolución, del desarrollo intelectual y moral, y no depende por lo tanto, de la libertad, sino de la racio­nal obediencia á la idea del bien; la responsabilidad, por lo mismo, no procede de la libertad, sino de la mayor eleva­ción moral conseguida y del valor social que se atribuye á la acción.

Resuelta de este modo la cuestión de libertad ó libre arbitrio, se explica perfectamente la presciencia ó la adivi­nación, y se comprende mejor, en qué consisten el mérito y el demérito; pero, con los datos que nos proporciona esta vida, resulta ahora una monstruosa injusticia en Dios; por­que, si los hombres vienen á este mundo con diferentes aptitudes y condiciones que ellos no se dan, es decir, no siendo libres en el origen de la vida, no pudiendo escoger su cuerpo, su organismo, ni el momento de venir al mundo, ni la familia en cuyo seno han de recibir la educación, con­denados por consiguiente, los unos á enfermedades físicas y á degeneraciones, y privilegiados otros con todo género de dones físicos, intelectuales, morales y materiales, ningu-

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 229

na responsabilidad ni mérito pueden tener ante Dios ni ante la sociedad.

Hemos dicho, en efecto, que Marco Aurelio tuvo el mé­rito de haber aprendido mucho y bueno, y Calígula el de­mérito de haber aprendido poco y malo; pero ¿qué culpa tuvo Calígula de haber nacido con aficiones malas y Marco Aurelio con tendencias buenas?

Todas son consecuencias del nacimiento; si éste no es libre, es decir, elegido libremente con todas sus condicio­nes, la vida entera del individuo ha de resentirse de esta falta original de libertad. Ahora, si el nacer no es libre, la diferencia de aptitudes y destinos constituye una injustísi­ma condenación, ó un irritante privilegio, supuesta la jus­ticia divina, si es esta la primera vida del espíritu, y venimos todos á ella acabando de salir de las manos del Creador.

Y aun en la suposición del pecado original, sería lo mis­mo; porque la igualdad de la culpa exigiría la igualdad de la pena ó de la prueba.

Decir que las pruebas ó los destinos son diferentes: mi­serables, atroces, criminales, expuestos á un castigo eterno, ó felices, elevados, bonancibles, apropósito para conseguir la gloria, porque Dios puede distribuir su gracia y su jus­ticia como le parece bien, es hablar de un ente apasionado y caprichoso, no es hablar de Dios.

La cuestión, como se ve, es irresoluble, sin nuevos datos; cualquier solución que se adopte, queda siempre una puerta abierta para la impiedad ó el absurdo.

Esto quiere decir, que casi todos los grandes errores filo­sóficos y religiosos consisten en haber tomado como único y exclusivo dato en todas las cuestiones y problemas, esta vida sola, cuando quizá haya muchas, y el espíritu humano venga de otras, formado á medias y con muy diferentes aptitudes, á nacer aquí.

Admitamos por un momento la hipótesis, y veamos si con ella tiene todo, mejor explicación.

23O FILOSOFÍA

El espíritu del hombre no nace por primera vez en este mundo; su carácter en armonía con el organismo heredado, ha podido formarse en anteriores existencias. El espíritu, como el viento, de donde quiera sopla, decía Jesús, mas no sabemos de dónde viene ni adonde va. Lo que más admira en la vida de este mundo es, que el aprendizaje suele venir hecho, y no sabemos dónde pudo hacerse.

El genio nace ya enseñado. Mozart compuso música antes de aprender composición,

y Mangiamelo resolvió dificilísimos problemas antes de aprender matemáticas. Si el organismo sólo por las leyes de la herencia fuese capaz de esto, habría que creer en la máquina genio, cosa que está por ver.

De todos modos, en esta hipótesis, las diferencias de genio, de capacidad, de humor, de moralidad y de destino, no arguyen, como en las otras, injusticia en Dios. El hom­bre tiene en esta vida el destino que merece por su con­ducta anterior, y que es más compatible con su estado de evolución y su progreso.

Dios, conociendo sus antecedentes, puede prever lógica­mente sus acciones.

El mérito y el demérito han de estar forzosamente en relación con el mayor ó menor ejercicio de la inteligencia, de la sensibilidad y de la voluntad en las vidas anteriores. Lo que se llama responsabilidad no es otra cosa que el de­recho á la pena, es decir, á la corrección, á la enseñanza.

Una gran acción tiene un gran mérito, porque supone una larga serie de sufrimientos que se traducen por caidas, pruebas, sugestiones ó tentaciones, hasta que el hombre sé acostumbra á vencer. Una mala acción es una caida, una debilidad, una ignorancia, una falta de resistencia á la ten­tación. La tentación es el acicate del progreso y la piedra de toque de la virtud.

Para llegar á ser grande, santo, sabio, héroe, es menester haber pecado antes mucho, sufrido muchas caidas.

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 231

Dos factores, en efecto, olvidados en la filosofía moderna, vienen á complicar esta cuestión ya de suyo abstrusa: la tentación y la gracia. La teología veía más claro en esto. La sugestión hipnótica ilumina ahora estos oscuros proble­mas. Si un hombre puede tentar á otro por el procedimien­to hipnótico; si puede sugerirle buenos ó malos pensa­mientos, verdadera tentación y verdadera gracia, ¿quién se atreverá ya á negar á Dios un poder, que cualquier hombre tiene sobre otro hombre? Y no sólo á Dios, sino á cualquier otro ser del mundo invisible.

La evidencia excluye toda prueba. Pero la tentación, se preguntará, ¿cómo se explica? ¿Cómo

se entiende que nos induzca Dios á la tentación?. Pues esta es la verdad, como se reza en el «Padre

nuestro». No es el diablo, el cual sería preciso considerar entonces

como un verdadero rival de Dios, inmiscuéndose en su plan y trastornándolo á cada paso en un completo maniqueísmo, sino Dios mismo, el tentador.

Y no hay que extrañarse. La tentación es el más poderoso medio de conseguir el

rápido progreso moral de las criaturas. Una vida llena de tentaciones vale por mil vidas sin tentación, para la expe­riencia y aprendizaje del espíritu.

La tentación es docente sobre todo. Se aprende á fuerza de caídas. Se asciende probando y volviendo á probar. Este admirable sistema de ensayos, esta manera de ense­ñar, aprendiendo en cabeza propia, es la única y más apro-pósito; es digna del gran educador.

No es el diablo, ciertamente, quien está interesado en la enseñanza, en la cultura, en la moral elevación de las cria­turas, es Dios. El fin de esta educación por la tentación, no es otro que el abandono de la animalidad, la repugnancia de los goces materiales. El propósito es hacernos dignos de otra vida más pura y más espiritual. El despertar y el

232 FILOSOFÍA

primer desenvolvimiento del espíritu necesitan de esta apa­riencia material y de los rudos choques de los cuerpos. El progreso moral, los sentimientos, el amor, la sensibilidad, el altruismo, requieren estas peripecias y temores de la vida animal, para incubarse.

Esta influencia educadora providencial por medio de la tentación se explica ahora perfectamente ya, lo mismo que la gracia. La tentación y la gracia son sugestiones; Dios nos educa pues, del mismo modo que un padre puede edu­car hoy á sus hijos, valiéndose de la hipnosis.

De estos influjos, antes tan misteriosos é inconcebibles, disponemos ahora. ¿No ha de tener esto consecuencias en las teologías?

¿No tenemos el poder también nosotros, de disminuir y aniquilar por la tentación y por la gracia, es decir, por bue­nas y malas sugestiones, el libre arbitrio?

Pues la tentación y la gracia, ó no son nada, ó son gran­des y poderosas determinaciones, como son determinacio­nes casi invencibles la mayor parte de las sugestiones.

De cualquier modo, pues, que se considere esta cuestión, el libre arbitrio queda reducido á lo indiferente, y la liber­tad moral á obediencia pura.

Felizmente, como hemos visto, el mérito no se deduce de la libertad, sino del trabajo evolutivo del espíritu. Dios nos educa y nos guía. Conseguir nuestra elevación es el objeto del gran plan. Lo demás es puramente humano.

El demérito y la responsabilidad son ante Dios, como las faltas de un niño atrasado en la escuela ante el maestro. Merecen azotes, ciertamente, pero ¿qué más?...

La nueva ciencia penal acepta juiciosamente ya , este modo de ver, lo mismo que la filosofía de la historia y la estadística. La creencia en la libertad era obstáculo á una porción de estudios. Por este principio se hacía im­posible explicar la mayor parte de los acontecimientos his­tóricos y los hechos estadísticos. El orden y el gobierno

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 233

providencial perdían tanto como ganaba el capricho hu­mano.

Pero, antes, había un peligro en suprimir la libertad ó el libre arbitrio. Creemos que este peligro ha desaparecido, puesto que, como hemos visto, estos términos de libertad y libre albedrío, ninguna influencia tienen en el mérito ni en la responsabilidad.

En resumen, hay una fórmula que abarca y resuelve toda la cuestión: el hombre es libre de hacer lo que quiere, pero no lo es de querer lo que quiere. Así se ve, que no es res­ponsable 'el hombre por ser un ser que quiere, sino por ser un ser que razona. Razonar mal, es decir, haber desenvuel­to poco su razón esto es, haber vivido poco, tener una cor­ta evolución espiritual, es la causa del mal obrar, de los crí­menes y de los castigos.

Sabiendo Dios, siempre por sus antecedentes, lo que el hombre ha de querer, y ayudándole á querer por la suges­tión, ¿cómo no ha de saber lo que ha de hacer, aunque el hombre sea libre, que lo es, de hacer lo que quiere?

Se ve claro ahora, que no existe contradicción entre la presciencia divina y la llamada libertad humana, entre la adivinación y el propio mérito; en una palabra, que no está el mérito en la libertad, sino en el sufrimiento, ni el demé­rito precisamente en la mala acción, sino en la inexperien­cia de la vida.

La adivinación deja de ser por eso una cuestión supers­ticiosa y baladí, repugnante al buen sentido, á la ciencia y á la filosofía. Debemos volver á considerarla como la con­sideraron los antiguos, es decir, como el más alto favor que los dioses se dignaron conceder á los mortales.

C A P Í T U L O V I I I

LO MARAVILLOSO EN EL PRESENTIMIENTO

¿Quién no sabe lo que es un presentimiento? ¿A quién no ha asaltado de repente el recuerdo de una persona au­sente, á veces enteramente extraña á nuestras afecciones y en la cual no se había pensado en mucho tiempo, pero que es la primera que encontramos al salir á la calle, des­pués de haber tenido, al parecer sin objeto, aquella espe­cie de anuncio?.

¿Quién no se ha sentido, en ocasiones, triste, melancóli­co, á ciertas horas, sin aparente causa y en el momento mismo en que averiguado el caso, la desgracia ó la muerte amenazaban á algún ser querido y alejado de nosotros?

Esta clase de presentimientos son los más comunes. Hay otros, que sin serlo tanto, son bastante frecuentes, pero más definidos, claros y precisos.

Todos habrán oido contar ciertas misteriosas relaciones que en el seno de las familias corren por muy válidas, en las que se atribuye al sentimiento este don inexplicable de sobreponerse al tiempo y al espacio: ó es la triste seguri­dad, sin causa, de una desgracia lejana cuya exacta narra­ción no tarda en recibirse por el correo, ó la aprensión re­pentina y tenaz de haber ocurrido una muerte en la fami-

236 FILOSOFÍA

lia, que coincide después con las informaciones del telégrafo. Estos casos de presentimiento abundan mucho. Apenas

hay familia que no cuente alguno, á pesar de los muchos que se pierden por no querer atenderlos. Como no se com­prende la importancia teórica que tienen, pasan por trivia­les, casuales é increíbles, cuando en realidad no hay nada más admirable y significativo que este pasmo del organis­mo entero, presintiendo misteriosamente un triste suceso que se está efectuando, á veces, á millares de leguas de distancia.

Se dice, que son muchos los casos en que nos acordamos de personas ausentes ó soñamos con ellas, sin verlas en se­guida por eso, y que nada tiene de extraño que entre tan­tos, en alguno tenga lugar la coincidencia.

Sin embargo, si nos fijamos en los casos en que la coin­cidencia se realiza, observaremos, que el recuerdo se nos presenta entonces por sí mismo y surge de repente y sin antecedentes; mientras que en los demás, nuestro pensa­miento llega á fijarse en él por asociación de ideas.

Además, aunque la presencia de la persona no coincida siempre con el recuerdo que se tiene de ella, ¿quién sabe las misteriosas relaciones ocultas que puede haber entre dos espíritus? Es probable que, si se procurase comprobar los hechos, quedara demostrada la coincidencia de los re­cuerdos, es decir, que, cuando sin asociación de ideas surge un recuerdo de determinada persona, se opera el mismo fenómeno en esta otra. Pero esta coincidencia de recuerdos es muy difícil de comprobar, y por otra parte, este fenó­meno se confundiría con los de trasmisión de pensamiento. De todos modos, aunque sean muchos los casos en que la presencia no coincida con el recuerdo, no por eso son fal­sos los presentimientos cuando la coincidencia existe. Si se atiende á la precisión del sitio y del momento, á lo que es un día, una hora ó un minuto, en un período de diez, doce ó veinte años, ó una determinada calle, en una nación ó un

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO ' 237

continente, se ve que la coincidencia es admirable siempre, y el presentimiento verdadero.

Por más que se diga, no se conseguirá arrancar jamás esta creencia al género humano, como tantas otras, porque de ésta tiene cada hombre pruebas íntimas y particulares. Y sin embargo, el presentimiento es anticientífico del todo, como que es un aviso, un anuncio puramente sentimental y misterioso, que de ningún modo puede reducirse ni expli­carse por ninguna de las leyes naturales conocidas.

La exquisita sensibilidad de algunos organismos no bas­ta para explicar satisfactoriamente estos fenómenos. Cierto es que hay enamorados que presienten la proximidad del objeto amado, ¿pero admite la ciencia la posibilidad de una corriente simpática nerviosa, con indicación de presencia, entre dos personas que se encuentran lejos una de otra? Semejante corriente nunca podría ser más que una suposi­ción, y una suposición en pleno dominio de lo maravilloso. Personas hay que tienen indicación precisa de los peligros que les amenazan y de las catástrofes próximas. ¿Cómo ex­plicar este hecho que se lee en uno de los Tratados de lord Byron?

Viajando él por Grecia, su guía fué acometido de repente de un temblor nervioso y de un desmayo que le obligó á echarse en tierra. Como Byron le preguntase qué tenía: «Señor, le dijo, algo malo debe pasar cerca de aquí. De­sténgase y créame; porque hace dos años fui cogido tam-sbién de convulsiones iguales, y el retardo queme causaron »al ir á un pueblo de la Argolida me salvó la vida, pues los «turcos en aquel momento asesinaban á todos sus habi­tantes.»

Byron se sonrió y esperó. A la media hora prosiguieron su viaje, y á la legua, encontraron ocho cadáveres tendidos y palpitantes.

Una explicación fisiológica, una trasmisión sensorial pu­diera acaso dar una vaga é hipotética explicación de casos

238 FILOSOFÍA

( I ) Mémoires du Duc. de Sully. T.e cinquième. A Paris. Chez E. Le-dbux, 1727.

parecidos; mas hay otros, en que el presentimiento se ma­nifiesta tan desligado de todo dinamismo exterior, que se hace necesario atribuirle á alguna causa más alta. Fieles al método y objeto que nos hemos propuesto, sólo expondre­mos aquí dos hechos de esta clase, cuyo carácter de positi­vidad nadie se atreverá á negar, en vista de la gran respe­tabilidad de los testimonios. Es uno del duque de Sully. otro, de Mme. Rolland.

«¿Qué juicio formaremos nosotros, dice Sully en sus Me-»morías ( 1 ) , de los negros presentimientos que como consta »de una manera indudable, tuvo este desgraciado príncipe »de su cruel destino? Son ellos de una singularidad que tie-»ne algo de espantosa. He contado ya con qué repugnancia »se había dejado llevar hasta permitir que la ceremonia de »la reina se hiciese antes de su partida. Cuanto más veía él »irse aproximando el momento, tanto más sentía aumentar »en su corazón el espanto y el horror. En este estado de «abatimiento y amargura se confiaba enteramente á mí »que le reprendía, como de una debilidad imperdonable. »Sus propias palabras harán una impresión mucho mayor »que todo lo que yo pudiera decir. «¡Ay, amigo mío, me »decía"él, cuánto me disgusta esta consagración! Yo no se »lo que es, pero el corazón me dice que me sucederá al-»guna desgracia.» Se sentó diciendo estas palabras, en una

.»silla baja que había hecho hacer expresamente para él, y »que no salía de mi gabinete; y entregado á tan negros pen-»samientos, daba con los dedos sobre el estuche de sus an-»teojos meditando profundamente. Si salía de este estado, »era para levantarse bruscamente, pegándose con los puños «sóbrelas rodillas y exclamando: «¡Pardiez! Yo moriré en «esta ciudad; no saldré nunca de ella; ellos me matarán; co-»nozco bien que ponen sus últimos recursos en mi muer-

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 239

»te. ¡Ah, maldita consagración! Tú serás causa de mi »muerte».

«¡Dios mío! Señor, le dije yo un día,¿á qué pensamientos »os entregáis? Si continuáis así, soy de parecer que se deje »esa consagración y la coronación, y el viaje y la guerra; «¿lo queréis así? Eso se hará en seguida».

«Sí; me dijo él en fin, después que le hube repetido esto «mismo dos ó tres veces; sí; dejad.la consagración, y que «no oiga yo hablar más de ella; así curaré mi espíritu de «las impresiones que algunas advertencias han hecho en él. «Saldré de esta ciudad; saldré de esta ciudad y ya no ten-«dré nada que temer».

«¿En qué caso se reconocerá mejor, añade Sully, este gri-»to secreto é importuno del corazón, si no se reconoce en «este? «Yo no quiero ocultaros, me decía él todavía que se »me ha dicho que yo debo ser muerto en la primera solem-«nidad en que tome parte, y que moriré en un coche; «y esta es la causa de tener yo tanto miedo cuando voy en »él.» No recuerdo que me hayáis dicho eso nunca, señor, «le respondí. Siempre me causó admiración el oiros gritar «yendo en coche; veros tan sensible apeligro tan pequeño, «después de haberos visto tantas veces intrépido en medio »de los tiros y cañonazos, y entre las picas y las espadas «desnudas. Pero, puesto que esta opinión os turba hasta ese «punto, en vuestro lugar, señor, yo partiría mañana; dejaría «que se hiciese la coronación sin asistir á ella, ó la suspen-«dería para otra vez, y no volvería á entrar en mucho tiem-»po ni en París, ni en coche. ¿Queréis que mande inmedia-«tamente á Nuestra Señora y á San Dionisio la orden de «que cesen los trabajos y se despidan los obreros?—«De «buena gana, me dijo todavía este príncipe, pero ¿qué diría «mi mujer? Porque se le ha metido con entusiasmo esta co-«ronación en la cabeza.» Que diga lo que quiera, repliqué «yo, viendo cuánto había agradado al rey mi proposición; »pero no puedo creer que cuando ella sepa la persuasión en

240 FILOSOFÍA I

(1) Mad. Rolland. Memoires particulaires, tomo I, pág. 144. Edición Durand.—París, 1844.

»que estáis de que debe ser causa de tanto mal, se oponga »con terquedad á ello».

La reina fué inflexible, sin embargo, y la coronación se llevó á efecto. Enrique IV no cesaba de exclamar: «¡Oh, maldita consagración, tú serás causa de mi muerte!»

«¡ Ay , amigo mío; no saldré jamás de esta ciudad; ellos »me matarán. ¡Oh, maldita consagración! Tú serás causa de »mi muerte.»

Todos saben lo que pasó antes de la ceremonia de coro­nación. Enrique IV fué asesinado en su coche por Ravaillac.

El presentimiento no puede ser más claro, más persis­tente ni mejor probado. No puede confundirse con otra clase de temor racional á la muerte, que se rodea de pre­cauciones en todo tiempo y por todas partes, y que no ten­dría nada de extraño en el sucesor de Enrique III, muerto también á las puñaladas de Jacobo Clement. No; puede ha­ber este vago temor sin saber cuándo ni cómo vendrá el peligro, durante una vida entera, sin preocuparse del sitio ni de la hora. Esto no es presentimiento. El presentimiento consiste en el movimiento, en la agitación interior, en el presagio de un peligro próximo, secreto, inminente, para creer en el cual, no hay motivo ni causa razonable que pue­da tener explicación fisiológica ninguna.

En este otro caso que vamos á exponer, bajo el testimo­nio no menos respetable y digno de crédito de Mad. Ro-lland, cuyo mejor elogio, entre los muchos que de ella pue­den hacerse, es decir que poseía la misma honradez de ca­rácter que su marido, se demostrará también lo que hemos dicho.

«Mi madre se encontraba bien después del viaje, dice »ella en sus Memorias (1). Había yo prometido á mi Ague-»da ir á verla al día siguiente de las fiestas; nos hallábamos

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 2 4 I

»de regreso desde el martes por la noche; mi madre se ha-»bía propuesto acompañarme al convento, pero habiéndose «cansado un poco con el ejercicio de los días precedentes> »cambió de intención en el momento de la marcha, y quiso »que me acompañase mi criada. Preferí entonces quedar-»me, mas insistió en que yo cumpliese mi palabra, aña-»diendo que sabía bien que ella se quedaba voluntariamen­t e sola, y que si yo quería dar una vuelta por el Jardín del »Rey podría darme ese gusto.

»Vi á Águeda, pero la dejé luego. —¿Por qué te mar-»chas tan pronto, me dijo; acaso te esperan?—No, pero »me siento apremfcida por el deseo de volver al lado de mi «madre. —¿Norrias dicho que estaba buena? — E s cierto; «tampoco ella me espera, y no sé qué es lo que me ator-»menta, pero experimento la necesidad de volver á verla. «Al decir estas palabras, se oprimía mi corazón á pesar mío.

«Se imaginará acaso, que estas circunstancias son añadi-»das por efecto de un sentimiento reflejo, que presta cierto «matiz á las cosas que le han precedido; no soy más que un «fiel historiador y refiero los hechos que el acaecimiento «sólo me ha recordado después.

»Se ha podido juzgar, seguramente, por la exposición de «mis opiniones, y sobre todo por el desarrollo sucesivo de «las ideas por mí adquiridas, que tan lejos estaba'de parti­c i p a r entonces de ciertas preocupaciones, como exenta es-«toy de superstición en el día. Así, meditando sobre lo que »podía originar lo que llaman presentimientos, he creído «que se reducían al descubrimiento rápido, hecho por perso-«nas de imaginación viva y exquisito sentimiento, de una «infinidad de cosas imperceptibles, que ni siquiera podría «uno designar, que son más bien sentidas que juzgadas y »de lo que resulta una afección que no se puede motivar, »pero que los efectos esclarecen y justifican.'

«Cuando más vivo es el interés que nos inspira una per-»sona, con tanta más claridad vemos todo lo que le con-

16

242 FILOSOFÍA

«La muerte siguió á este ataque.» Transcribimos todo este largo párrafo, porque es intere­

santísimo en la cuestión, y hasta para que nada falte en él, hay un conato de vaga explicación, atribuyendo el fenóme­no á percepciones físicas, tanto más claras y repetidas cuan­to mayor es el interés que la persona inspira.

Es esta, todavía, la explicación científica, y no podía ser otra la que diese aquella gran mujer, educada en el natu-

«cierne ó tanto más susceptibles somos respecto á él; tan-»to más se repiten esas percepciones físicas, si puedo ex-»presarme así, que se llaman después presentimientos, y »que los antiguos miraban como augurios ó avisos de los «dioses.

«Mi madre era para mí el objeto más querido; se acer-«caba á su fin, sin que ninguna señal exterior lo anunciase »á ojos vulgares; mi atención no había podido distinguir «nada que me hiciese creer en este golpe terrible; peroha-«bía en ella sin duda ligeras alteraciones que me agitaban «sin saber por qué. No podía decir que estuviese inquieta; «no hubiera sabido decir por qué, pero me sentía turbada; «mi corazón se oprimía á veces cuando la miraba, y lejos «de ella experimentaba un malestar que no me permitía «prolongarlo. Dejé á Águeda de un modo tan singular que «me rogó le diese noticias mías. Regresé precipitadamente, »á pesar de las observaciones de ini criada, á quien pare­ada que aquella hora sería bien agradable para dar un pa-»seo por el Jardín del Rey; me aproximo á casa, encuen-«tro á la puerta una joven de la vecindad que exclama al «verme: — ¡ A h , señorita! Su mamá de usted se ha encon-«trado bien mal; ha venido á buscar á mi madre que subió »á la habitación con ella. Sobrecogida de temor, digo algu-»na voz inarticulada, vuelo, me precipito; encuentro á mi «madre en un sillón con la cabeza inclinada, los brazos pen-»dientes, los ojos extraviados, la boca entreabierta, etc.

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 243

( 1 ) Songenante Lebens, Magnetismus oder Hifinotismus, por el doctor E. L. Fischer de Wurzburg.

ralismo materialista de su tiempo. Y sin embargo, hemos de ver, que se aproximaban más que ella á la verdad esos antiguos que cita, considerando tales fenómenos como augurios ó avisos de los dioses.

El estudio de los presentimientos tan descuidado hasta ahora, está llamando la atención de un modo poderoso des­de hace algunos años.

Los fenómenos estudiados en Inglaterra bajo el nombre de telepáticos, comprenden las apariciones y los presenti­mientos.

La acreditada revista Nineteeníh Century, en la que Her-bert Spencer y otros famosos positivistas no se desdeñan de publicar sus trabajos, llamó la atención sobre estos he­chos en un célebre artículo titulado «Apariciones», en 1884.

Las cartas familiares ó amistosas ofrecen tan irreprocha­bles testimonios como las memorias particulares. Una carta de esta naturaleza, escrita en el seno de la intimidad y sin pensar que pueda ver nunca la luz pública, ni servir de ar­gumento á determinada tesis, encierra sin duda, en cuanto al hecho sentido y presenciado se refiere, la mejor expre­sión de la verdad que pueda buscarse en este mundo. A cartas poseídas por personas del carácter más respetable apeló, pues, la Sociedad de estudios psíquicos, para escla­recer la cuestión de hechos.

He aquí algunas extraídas de la obra del Dr. Fischer (1), y de las publicadas en aquella revista inglesa por los seño­res Gurney y Miers, en mayo de 1884.

New Castle upon Tyne, 20 de diciembre de 1883. *•

«Un anciano caballero que vivía en Hurworth, amigo de »mi marido y mi pariente, se hallaba enfermo, y mi cuñada »se refería á él y á su estado en todas sus cartas. En el oto-

244 FILOSOFÍA

»ño pasado, mi marido y yo fuimos al establecimiento hi-»dropático de Tinedale. Una tarde, leyendo como de cos­tumbre, dejo caer el libro y se me graban en el pensa-»miento estas palabras: «Yo creo que M. C. se está mu­giendo en este momento.» Eran las siete. Al otro día se «recibió carta de mi cuñada en la que decía: «¡Pobre viejoí »M. C. murió esta noche á las siete.»

En otra que lleva la firma de Alejandro Skirving, se dice que estando en las oficinas se sintió imperiosamente movi­do á ir á su casa fuera de hora; luchó con esa tentación pero no pudo; salió y encontró á su mujer desconsolada, clamando por él, asistida sólo por una parienta. Había sido gravemente injuriada por un caballero.

Una señora, Ellen Chou, en carta de 17 de diciembre de 1883, dice que, estando en la iglesia el 2 de diciembre de 1877, le pareció que la llamaban desde casa. Corre allá, y se encuentra con un telegrama anunciándole la muerte de su marido que estaba lejos, y de quien tuviera cartas satisfactorias pocos días antes. Sus hijos afirman que su madre se levantó y salió de la iglesia diciendo que la lla­maban en casa.

«Un día, 7 de enero, se dice en otra, fechada en la India, »tuve un extraño sentimiento de que algo había pasado en «Escocia, en mi casa. Recibí luego noticia de que el 7 de «enero había muerto mi cuñada á la misma hora, es decir, »á las 11, que por la diferencia de país son las 7.»

Pero el más curioso caso de trasmisión se lee en esta car­ta que vamos á trasladar íntegra, porque á la fuerza proba­toria que tiene, por tratarse de un contemporáneo conocido, y de honrado é intachable carácter, reúne la mayor exacti­tud en los detalles: , , . ¡ ^ : f

« El lunes 31 de julio, dice, estaba yo en- Worloipp, en «casa de M. Hening, administrador del Duque dé New »Castle.

»Si yo no despertase tan temprano pudiera decirse que

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 245

«soñaba; pero no; oí la voz de un antiguo condiscípulo, muer-»to hacía ya un año, diciendo: «Vuestro hermano Marcos »y Enriqueta, los dos son muertos.»

»Estas palabras cayeron en mis oídos estando yo des-«pierto. Me pareció oirías así. Mi hermano entonces estaba »en América, y tanto él como su esposa quedaban buenos, «según las últimas noticias que tuviera de ellos. Pero las «palabras oídas quedaron tan impresas en mi ánimo que cantes de dejar mi alcoba las escribí en mal papel que en-»contré á mano.

«¿Sería, sin embargo, el fin de un sueño sorprendiéndo-»me^en el momento de despertar? Lo cierto es que me pa-»recio como una voz de lo invisible. En el mismo día me »volví á Hull, y conté lo sucedido á mi mujer á quien causó »una profunda impresión, y lo apunté en mi diario.

»E1 18 de agosto (aun no había telégrafo Atlántico) re-»cibí carta de Enriqueta, la mujer de mi hermano, con »cha de i.° de agosto, diciéndome que Marcos hab]¿ xto del cólera; que habiendo predicado el domijj »sido atacado de aquella enfermedad el lunes y^ »to el martes por la mañana; y que ella misma se'séT «mal, y en caso de morirse deseaba que su niño fuese traí-»do á Inglaterra.

«Murió en efecto á los tres días, después de su marido, »el 3 de agosto. Y o partí inmediatamente para América y «traje el niño á casa.

«Aun me parece oir la voz que al principio me puso en «una especie de estupor y que hizo tanto efecto en mí, que »aunque la campana sonó poco después para el desayuno, »tardé bastante en ir; y en todo el día y en los días siguien-«tes no pude echar de mí esa idea. Sufrí la más extraña im-»presión y tuve el convencimiento profundo de que mi her-«mano había muerto. Murió en la mañana siguiente, i.° de «agosto, y su mujer el 3, pues ya os he dicho que en el mo-»mentó de oir la voz, mi hermano no había muerto aún.

246 FILOSOFÍA

»N0 pretendo explicar esto. Me limito á establecer los he »chos. Debo añadir además, que no tenía conocimiento de »que el cólera hubiese invadido la parroquia de mi herma-»no. Mi impresión era, que si las palabras oídas salían cier-»tas, él y mi cuñada habrían sido víctimas de algún acci-»dente de ferrocarril.»

Esta carta extraída de la colección del Dr. Barret, pasa ya los límites del presentimiento, refiriendo más bien un fenómeno de aparición.

De lo expuesto se deduce una conclusión importante, ca­paz de constituir una nueva teoría y de resolverse en una ley general, y es ésta: que todo se reduce á un fenómeno de adivinación.

Lo mismo es, en efecto, adivinar un pensamiento que adivinar un estado físico y moral; tanto da tener una per­cepción visual ó auditiva de un hecho lejano, como una pe­

p í s i m a impresión de malestar en el momento mismo. Es un aviso el que se nos da; es siempre un pensa-

prado, una imagen, una idea, un signo que viene Darte del organismo. Pensamiento ó idea de la

"no tenemos medio ninguno de tener conciencia, sino por esa trasmisión maravillosa que es lo que constituye la adivinación. E s , pues, un verdadero parte telepático el que se nos remite, más ó menos confuso, vago presentimiento, ó clara visión, según la mejor ó peor disposición del apara­to en que se fija. ¿Quién remite ese parte?

C A P Í T U L O I X

APARICIONES

He aquí una clase de fenómenos que después de haber sido combatidos, negados, tenidos por cuentos de.viejas, vuelven hoy á llamar la atención y á presentarse en escena reclamando el examen é imponiéndose en fuerza de su re 1

petición, como hechos naturales, dignos de ser observados por la ciencia, á pesar del asombro y de los aspavientos de los sabios.

Es esta cuestión de las apariciones, una de las más im­portantes que pueden presentarse al conocimiento humano, y que hace muchos siglos, sin embargo, á pesar de su ca­rácter positivo, en la ciencia y en la filosofía está por re­solver.

La discusión que acerca de ella fué promovida en 1762, con motivo del espectro de Cock-Lane, en Londres, y en la que tomó parte el célebre Dr. Samuel Johnson, duró poco, y no tuvo resultado á causa del incrédulo racionalis­mo de los deístas ingleses que procuraron sepultar el asun­to bajo la pesada carga del ridículo. Entonces, como ahora, se apeló á todos los medios para separar la atención y el estudio de estos hechos.

Churchill en su Ghost, puso al Dr. Johnson en caricatura, llamándole Pomposo, y burlándose de su credulidad.

248 ' FILOSOFÍA

¿Qué habrá, pues, en el fondo de esta cuestión, para ex­citar así la bilis de los unos y sumir en extravagantes y místicos desvarios á los otros? ¿Tiene algo de extraño, de irracional ó de contrario á la naturaleza universal que la vida y la inteligencia adopten formas y organismos invisi­bles á nuestros débiles órganos de visión, y encuentren me­dios naturales de comunicar con los hombres? ¿Hay algo en esto, que sea capaz de producir horror ó de causar espanto?

Si es cuestión de hechos, ¿por qué se ha cerrado esta cuestión sin examinar los hechos ? Y si los fenómenos, ilu­sorios ó no, son verdaderos, y los testimonios abundan, ¿por qué no se declara cuestión abierta?

En esto, como én todo, las Academias y las Escuelas marchan á remolque. A pesar de ellas, y por una curiosa combinación de circunstancias, esta cuestión de la realidad de las apariciones, que desde los tiempos más remotos vie­ne preocupando á los hombres sin tener una solución defi­nitiva, está ahora en plena y aguda fase, pareciendo cada vez más susceptible de ser resuelta de un modo científico y natural. Es en Londres, otra vez, donde surge de nuevo la cuestión.

Así como Samuel Johnson, uno de los hombres más ilustres é inteligentes de su siglo, creía en la posibilidad de las apariciones, así, ahora, hombres como Balfourt Stewart, Tait, el Profesor Sidgwig, lord Raileigh, los obispos de Carlisle y de Ripon, y otros muchos personajes y sabios que componen y forman la Sociedad de Investigaciones Psíquicas (Psychical Research), han comprendido la necesi­dad de resucitar la cuestión, abriendo una información so­bre los hechos. Bajo los auspicios de esta Sociedad se ha publicado la obra Phantasms of living, en la que se afir­ma, que en las condiciones del más riguroso experimento se han manifestado fenómenos extraordinarios é inexplica­bles por todas las leyes naturales conocidas.

Tiene esta Asociación por lema, el nuevo principio de

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 249

(1) Véase la serie de artículos publicados en la Revista de Asturias: «Un médico español del siglo XVI. Observaciones á la ciencia moderna motivadas por un libro antiguo».—Años 1878 á 1880.

(2) Philosophie de F Inconscient. Tomo I, pág. 120.

crítica que nosotros habíamos sostenido algunos años an­tes (1), y que consiste en afirmar, que la imposibilidad de explicar un fenómeno por ninguna de las leyes conocidas, no autoriza, ni á negar su existencia, ni á declararla sobre­natural.

Es esta, en efecto, ó debiera ser, la más importante, pru­dente y razonable regla de la crítica; sin ella es imposible ya penetrar ó avanzar más en las altas regiones que la cien­cia ha conseguido descubrir y que la filosofía desearía ex­plorar de un modo positivo.

A la falta de ese gran principio crítico debe atribuirse lo poco que hoy se sabe de estas cosas.

En el seno de la familia y en las íntimas tradiciones del hogar, es donde principalmente persiste y sobrevive esta creencia, y se registran y comentan fenómenos de aparición. En los campos, donde la natural sencillez del aldeano no se recata para manifestar sus impresiones, estos hechos cons­tituyen el tema principal, cuando en las horas nocturnas de descanso entabla la familia sabrosa plática de recuerdos y esperanzas, junto al fuego. En las ciudades, es cierto que se habla menos de esto, desde que las ideas científicas divul­gadas cubrieron de ridículo semejantes creencias. Sin em­bargo, cuando el que indaga llega á captarse la confianza de las gentes, oye referir con toda la buena fe del que nada va ganando en ello, los más sorprendentes y misteriosos relatos. Son casi siempre casos de aparición, con la coinci­dencia del suceso predicho ó presentido, que es la mejor prueba.

No hay nada, más universalmente admitido, que estas apariciones de los muertos.

«Se han visto moribundos, dice Harmann (2), aparecer á

250 FILOSOFÍA

»la hora de la muerte á sus amigos ó á sus mujeres, en sue-»ños ó en visión.»

Estas narraciones son de todos tiempos y contienen cier­tamente su parte de verdad.

«Los detalles innumerables que nos han dado los viaje-»ros, los misioneros, los historiadores, los teólogos, los es-»piritualistas, dice Tylor, nos permiten establecer como «opinión admitida,, tan general en su distribución como na-»tural en su concepción, que el alma del muerto frecuenta «principalmente los lugares que ha habitado durante su vida »y el sitio en que está enterrado su cuerpo».

«Así como en la América del Norte, los Chickasaws «creen que los espíritus de los muertos revestidos de sus «formas corporales circulan llenos de gozo en medio de los «vivos, y los habitantes de las islas Aleucias se imaginan «que las almas invisibles de los muertos permanecen siem-«pre cerca de sus parientes y les acompañan en sus viajes «por mar y tierra, lo mismo los africanos piensan que las »almas viven entre ellos y participan de sus comidas, y los «chinos van cada día á rendir homenaje á los espíritus de «sus padres, presentes en la sala de los'antepasados, y en «Europa y en América, una porción de gentes viven en «una atmósfera llena de formas fantásticas: espíritus de los «muertos que vienen á visitar á las personas hacia la media «noche; espíritus que golpean y escriben y que lanzan una «mirada por encima del hombro de las jóvenes, cuando la «lectura de las historias de fantasmas acaba por hundirles »en ataques de histeria. En una palabra, en casi todos los «pueblos que han adoptado el animismo como base de su «religión, los sobrevivientes, en ciertas ocasiones, festejan «las almas de los muertos; y el .culto de los antepasados, «tan profundamente arraigado en las creencias del mundo, »es la prueba de que el mundo entero mira con un respeto «que no está exento de temor ó de terror, estos espíritus »de los antepasados, poderosos para el bien ó para el mal,

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 2$I

»y que manifiestan incesantemente su presencia en medio »de la humanidad».

Como quiera que sean los toques de ligera burla con que Tylor ameniza esta importante confesión, es lo cierto que la universalidad de esta creencia no puede menos de ser admitida por las escuelas positivistas, en vista de las innu­merables pruebas que presenta uno de sus maestros más ilustres.

Ahora bien; toda creencia universal es respetable, y nos­otros empezamos por exigir, provisionalmente, para ésta, todo el respeto que merece. El desprecio y la burla, cuan­do se trata de creencias universales de la humanidad, son indisculpables é impropias del verdadero sabio y del filóso­fo. Que esta creencia es universal, lo aseguran todos los viajeros y etnógrafos antiguos y modernos. Lo mismo la encuentran Bonwig y Milligan en la Tasmania, Oldfield en la Australia y Schoolcraft en América, que Macpherson en la India, Castren en Finlandia, y Wilson y otros muchos en Guinea y en toda el África. Pero los hombres de ciencia tienen tan alta idea de sí y tan pobre del género humano, que achacan todo cuanto se ha creído desde que el mundo es mundo, al inocente salvajismo de los primeros tiempos; y las más profundas creencias de los pueblos modernos, como las de Dios y del alma, no son otra cosa, según ellos, que restos y supervivencias del estado salvaje.

Si es cierto, como dice Tylor (i), que las razas inferiores se figuraron siempre que los seres espirituales pueblan, in­vaden, poseen la naturaleza entera, no lo es menos que las razas superiores siguen creyendo lo mismo; las civiliza­ciones budhista y cristiana están en este punto á la misma altura que los negros de la Australia ó de Guinea; sólo al­guno que otro sabio positivista ó materialista, en estado errático, como ahora se dice, piensan de distinto modo.

t

(i) Civilisation primitive, pág. 242, tomo II. -

252 FILOSOFÍA

(1) Calmet. Dissertation sur les esprits, vol. I, capiXLVIII.

(2) Veau bénite au dixienme siècle, pâg. 293 â 341.

No se hacen cargo de que el salvaje es hombre, á pesar de todo, y que como hombre tiene sentidos y capacidad suficiente para afirmar un hecho. No es esta cuestión de crítica ó de juicio ilustrado, sino de vista y de oído. Basta ver y decir lo que se ha visto para fundar racionalmente la creencia.

Juzgar los hechos, apreciar si los sentidos están sanos ó enfermos en el momento de la afirmación, es cosa de la ciencia; pero la ciencia ha pasado muy á la ligera sobre toda esa clase de fenómenos; por eso se hace necesario abrir una nueva información, y es lo que se ha hecho y se está haciendo en Inglaterra.

No es decir esto, que los datos antiguos no bastasen para formar juicio. Las mismas creencias sirviendo de base á las religiones griega y romana, fueron criticadas y co­mentadas después por los Padres de la Iglesia, cuando dis­cutieron la naturaleza y las funciones de la multitud de án­geles y diablos que pululan según ellos, en el mundo. El célebre Dom Calmet (1) cita el testimonio de Luis Vives, según el cual, nada era más común en los países recién descubiertos de América que ver aparecer espíritus en ple­no medio día, no solamente en los campos sino en los pue­blos y ciudades; espíritus que no sólo hablaban y ordena­ban ciertas cosas, sino que hasta pegaban en ocasiones á los hombres. El mismo Dom Calmet cita también las aser­ciones de Olao Magno, relativas á los espectros y espíritus que se aparecían en Suecia, Noruega, Finlandia y Lapo-nia. Todas las historias eclesiásticas están llenas de idénti­cas afirmaciones, y últimamente, el abate Gaume en su obra El agua bendita, que mereció la más formal aproba­ción del Papa Pío IX, reproduce las mismas narraciones, prestándoles entera fe (2).

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 253.

Bastaría esto para probar que las apariciones, como fe­nómenos reales ó ilusorios, observados con terror y comen­tados con supersticiosas preocupaciones, se manifestaron en todos tiempos y por todas partes.

Ahora, que estos hechos sean reales ó ilusorios importa poco para la cuestión de su estudio. Seguro es que son hechos, y como tales hechos tienen propia existencia ó realidad; y que esta realidad sea psicológica ó física, es de­cir, que resida en el espíritu mismo ó en la corporeidad exterior, para el caso es lo mismo. Tan dignos son del exa­men científico de un modo como de otro.

Es esto lo que la ciencia no comprendió hasta ahora des­preciándolos. No tienen pues, nada de ridículo, ni la creen­cia en los hechos, ni^u estudio.

Estudiemos primero, para poder averiguar después, si las apariciones son producto de una alucinación enfermiza, siempre, ó reales manifestaciones psíquicas ó físicas, obje­tivas ó subjetivas, que esto sólo importa en su explicación definitiva, de algún ser invisible ó superior, en ocasiones.

Si se ha de dar algún crédito á los más ilustres historia­dores antiguos, es preciso creer que Pitágoras y Thales se retiraban á lugares solitarios donde conversaban con demo­nios ó espíritus, que César vio un espectro al atravesar el Rubicón, que un fantasma se apareció á Bruto la víspera de la batalla de Filipos, y otras muchas cosas por el estilo.

Según testimonio de Platón, un tal Er apareció en su tiempo á sus amigos. Plinio cuenta que Gavinio volvió tam­bién del otro mundo para anunciar á Pompeyo que los dio­ses infernales estaban contentos de él, y que tendría buen éxito en sus empresas.

Aristóteles certifica que un sacerdote de Júpiter, asesina­do, volvió á presentarse dos días después de su muerte, para denunciar á su asesino que fué preso, juzgado y con­denado á consecuencia de esta aparición.

254 FILOSOFÍA

(1) Divinado, lib. LVIII. (2) Dion, lib. LXXVII.

Flegon asegura que el poeta Publio, devorado por un lobo, apareció en Roma algunos años después, para prede­cir la ruina del imperio. Trajano fué advertido por un ge­nio para que abandonase á Antioquía antes del terremoto que sucedió en efecto, después que' el emperador estuvo fuera de peligro. El emperador Juliano contaba á sus ami­gos, que un genio le aconsejó también aceptar el imperio y marchar sobre Roma.

Se sale del paso diciendo que todos estos hombres ilus­tres estaban imbuidos en la credulidad estúpida de su épo­ca ó que tenían interés en engañar. Según esta crítica habrá que considerar el mundo hasta los tiempos de Büchner y Moleschot, como un inmenso conciliábulo de embusteros ó imbéciles, donde los hombres más grandes no fueron más que miserables comparsas del enredo, incapaces de distin­guir y de apreciar los hechos.

Con tan discreto modo de pesar y medir los hombres y las cosas, es en vano acotar con testimonios históricos. Que Cicerón se refiera á las experiencias de psicomancia de su contemporáneo Apio (i); que dos siglos más tarde, Cara-calla evoque las sombras de Cómodo y Severo (2); que Jus­tino hable en su Apología de la evocación de los muertos, como de una cosa que nadie pone en duda, ó que Lactan-cio presente como la mejor prueba contra la incredulidad, las apariciones de los muertos evocados por los magos de su tiempo; todo esto y mucho más, de nada sirve para des­pertar la curiosidad de los modernos críticos, y hacerles re­parar en lo que hay de trascendental' y serio en el fondo de todas esas narraciones.

Y si los documentos históricos están demás, para esta nueva especie de bárbaros ilustrados, ¿qué caso habrán de hacer de los literarios ?

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 255

Y, sin embargo, la literatura de los pueblos es un fiel reflejo de las costumbres y de las creencias.

Cuando Ulises, en la Odisea, entra solo en un Nekio-manción, donde conversa con sus amigos muertos ( i ) , ó cuando en el Hervorar Saga, el poeta escandinavo hace la evocación de un muerto, debemos creer que tan solemnes actos eran bastante usados en aquellos tiempos.

No se explican tales creencias y costumbres sostenidas durante tantos, siglos, sin un fondo de verdad en los fenó­menos ó sin una patente de locura á toda la humanidad. Todavía se conserva el libro que de los Misterios egipcios escribió Jamblico, para demostrarnos toda la importancia que los antiguos daban á esta clase de hechos. Es este libro, tan poco conocido ahora, un verdadero Código de teurgia, que constituye una ciencia, y en él se encuentra una inge­niosa y profunda apología de las evocaciones. En la nueva edición de Gustavo Parthey (2) se puede leer también una especie de juicio crítico que Porfirio, el más ilustre discípulo de Plotino, hace de él en su carta al sacerdote Annobon, en la cual, lejos de negar, confirma la realidad de las apa­riciones.

Sería no tener idea de lo que era la civilización alejan­drina y de lo que valían hombres como Plotino, Jamblico y Porfirio, suponer que pudieran engañarse unos á otros en materia de hechos, tan groseramente. ¡ Porfirio! el gran ex­positor de la teoría de la identificación con Dios por la pu­reza moral, es el más verídico y creíble testigo, cuando nos afirma la existencia de tales hechos en su tiempo.

Menos instruido que Jamblico en los Misterios, pregunta en su carta á Annobon, en qué signos se pueden reconocer, en las apariciones, las imágenes de los dioses, de los an­geles y de los demonios, héroes, etc.

( 1 ) Libro XI. ( 2 ) Edición de Gustavo Parthey, Berlín, 1857 : Jamblichi, De Miste-

riis líber.

256 FILOSOFÍA

( 1 ) Vie de l'Empereur Julien, par M. l'abbé de la Bleterie, pág. 67. 1747, Paris.

Jamblico le responde que cada poder aparece tal como lo hace su esencia, y á continuación pone una lista de señales de reconocimiento: «Las imágenes ó apariciones de los dio-»ses, dice, son muy simples ó sutiles; las de los ángeles más »que las de los demonios, pero inferiores á los fantasmas »de los dioses...; las de los arcontcs que gobiernan el mundo »ó los elementos sublunares son variables, pero tienen re-»gularidad y belleza; los que gobiernan la materia son más «diversos todavía, pero son menos perfectos que los arcon-»tes; en fin, los espectros de las almas son de todas ma-» ñeras.»

Se ve que Jamblico habla de todo esto como de cosas positivamente conocidas por él. Todos cuantos sepan apre­ciar el grado de refinamiento que llegó á conseguir el pen­samiento alejandrino, y la profundidad verdaderamente científica del antiguo sacerdocio egipcio, comprenderán que semejantes detalles, en boca de tan severos filósofos y sabios, no son juegos dé niños crédulos ni mentiras ima­ginadas por rústicos campesinos. La sospecha de que de­bió haber fenómenos extraños ó maravillosos que dieron origen á tan raras afirmaciones, surge de un modo natural, principalmente, si se relaciona todo esto con otros datos de la misma especie.

Según Teodoro y San Gregorio Nacianceno, la conver­sión al paganismo del Emperador Juliano, llamado el Após­tata, fué debida á su iniciación en los misterios. «Se le »llevó a un templo y se le hizo bajar á una gruta subte-«rránea, donde después de hechas las evocaciones apare-»cieron espectros de fuego» (1).

Por otra parte, la hagiología y la tradición están llenas de casos de apariciones: los niños de Milán, viendo el es­pectro de San Ambrosio algunos días después de su muer

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 257

( I ) Dr. Thiebault: Souvenir de sejottr a Berlín, tomo V, pág. 2 1 .

17

te, y mostrándolo con el dedo á sus padres, son un ejem­plo, entre los muchos que ofrecen las historias ó vidas de los santos, que puede leerse en la Disertación sobre los es­píritus, dé Dom Calmet.

Raros han sido los hombres de espíritu religioso y con alguna tendencia mística que no hayan tenido apariciones. Se sabe lo que Santa Teresa cuenta de sí misma; Melanch-thon interrogaba á los espectros, que le contestaban; Pico de la Mirándola nos refiere las visiones de Savonarola; en uno de los Tratados de Raimundo Lulio se lee lo siguiente:

«Cuando yo estaba en la fuerza de la juventud, dice, me «sentía arrastrado por los placeres del mundo, me separaba »del buen camino y me precipitaba en el pecado; pero Je-«sucristo ha tenido á bien aparecérseme hasta cinco veces, «clavado en la cruz, en su bondad infinita, á fin de que me «acordase de él y de que hiciese de manera que el conoci-»miento de su nombre se repartiese por toda la tierra.»

Comprendemos que, en fuerza de la multiplicación casi infinita de estas historias religiosas, semejantes casos ha­gan poca mella en los críticos positivistas, suponiéndolas invenciones interesadas de la fe, fraudes piadosos; pero hay otra clase de testimonios, especie de confesiones persona­les tan francas, que nadie tiene derecho á rechazar.

Hombre de ciencia era Gleditsch ( i ) , buen botánico, ca­tedrático de historia natural en Berlín; sano y tranquilo es­taba, cuando, en un rincón de la sala de sesiones de la Academia, vio el espectro de su presidente Maupertuis, muerto poco tiempo antes en Basilea.

Y ¿se quiere saber qué clase de testigo fué Gleditsch? Pues dio parte, en efeGto, á sus colegas de su visión,

asegurando que había sido tan perfecta y distinta como si Maupertuis hubiera estado vivo realmente, y colocado de­lante de él. Sin embargo, á fuer de sabio, no atribuyó esta

258 FILOSOFÍA

visión sino á un desarreglo momentáneo de su organis­mo. El mismo dice, que consideró aquella aparición como un fantasma producido por la alteración de sus propios ór­ganos, y que así fué á ocuparse en sus quehaceres sin dete­nerse más con el objeto que estaba viendo.

Esta conducta será muy aplaudida seguramente todavía, por los hombres de ciencia. Pero, ¿es ese el modo de ob­servar propio de un sabio? ¡Cómo! Presenciar uno de los más raros y curiosos fenómenos psíquicos que pueden ofre­cerse, y volverle la espalda, y evitarlo desdeñosamente, atribuyéndolo, sin motivo alguno, á repentina enfermedad de una vista, sana hasta entonces y después, constante­mente! ¿Puede darse frialdad más estúpida?

Pues á esto conduce la crítica: á evitar el fenómeno, ó á .explicarlo por una hipótesis absurda y sin fundamento alguno.

Cuéntase que acabando de leer Schopenhauer un artícu­lo de Littré (1), en el cual, refiriéndose á este fenómeno, lo explicaba del mismo modo que Gleditsch, exclamó: «Ha «probado su crasa ignorancia.»

En la Historia universal de Aubigné se lee el siguiente caso, perfectamente probado, y que va seguido de la coin­cidencia ( 2 ) :

«Una noche durante el sitio de Montaigü, estando acos-»tado sobre el suelo entre Beavois de Chastellerandois y Les »Ousches de Melles, d'Aubigné se puso á rezar, y al lle-»gar á las palabras: «No nos dejes caer en la tentación», re­sabió tres golpes, dados, á juzgar lo sentido, por una an-»cha mano: estos tres golpes fueron bien distintos y tanre-»sonantes, que toda la gente que se calentaba al fuego allí »cerca, tuvo la vista fija en él desde el primer golpe.'Les »Ousches, que vive todavía cuando yo escribo esto, dice

( 1 ) Remte des Deux Mondes, 15 de febrero, 1856. (2) Histoire Universelle, por Theod. d'Aubigné. Tres vol. en folio;

Edición 1616.

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 259

( I ) Cap. XXVI.

«d'Aubigné, le rogó volver á comenzar su oración, á ver si »se repetían los golpes; lo que él hizo, y al llegar á las mis-»mas palabras, recibió tres golpes más grandes que los pri-»meros, á la vista de todos, habiéndose aproximado mu-»chos para ver el prodigio.

»Yo hubiera suprimido este incidente, añade d'Aubigné, »si no hubiera habido testigos. Guardaré las diversas inter-»pretaciones para las instrucciones familiares de mi casa-»siendo la verdad, que aquella misma noche, el capitán »Aubigné, mi hermano segundo, acababa de ser muerto.»

Para todo el que conozca la despreocupación de este Vi­cealmirante d'Aubigné, gran amigo de Enrique IV, y su genio satírico, del cual hace gala en sus libros La Confesión de Sancy y El Barón de Fosnesle, el testimonio que acaba­mos de exponer debe ser de gran peso.

La calidad de la persona y las circunstancias del hecho son las dos cosas que la crítica debe examinar en esta clase de fenómenos, que pocas veces, como en este caso, pueden presentar más de un testigo; pero la repetición de los he­chos y la respetabilidad de los testimonios, unidas á la po­sibilidad demostrada del fenómeno, forman una prueba que ninguna persona de buen sentido debe invalidar.

Nó nos cansaremos de recomendar á los sabios críticos y filósofos la lectura de los Ensayos de Montaigne.

Mediten todos, los siguientes párrafos ( i ) : «Es locura referir lo verdadero y lo falso al juicio de nues-

»tra suficiencia. »N0 sin razón se atribuyen á sencillez é ignorancia la fa­

talidad en dejarse persuadir. «Cuanto más vacía y sin contrapeso está el alma, más

«fácilmente es agobiada por la carga de la primera persua-»sión; he aquí porqué los niños, el vulgo, las mujeres y los »enfermos están más sujetos á ser conducidos por los oídos;

26o FILOSOFÍA

( i ) Numero de abril de 1883. Extraido de Procedings of the Society for psychical researches, Londres.

»pero hay también por otra parte, una necia presunción en «desdeñar y condenar por falso lo que no nos parece vero-»símil, que es un vicio ordinario de aquellos que piensan «tener alguna suficiencia superior á la común.

«Yo hacía lo mismo otras veces, y si oía hablar de espí-«ritus aparecidos, ó del pronóstico de las cosas futuras, de «encantos, hechicerías ó cualquier otro cuento á que yo no «pudiera dar asenso, me daba compasión del pobre pueblo «engañado con estas locuras; y ahora veo que soy tan dig-»no de lástima yo mismo, no porque la experiencia me haya «hecho presenciar nada superior á mis primeras creencias «y satisfecho mi curiosidad, sino porque la razón me ha «enseñado que, condenar así una cosa por falsa é imposible «tan resueltamente, es hacerse la ilusión de tener en la ca-«beza los confines y límites de la voluntad de Dios y del «poder de nuestra madre la naturaleza, y que no hay ma-«yor locura en el mundo que reducirlos á nuestra capacidad «y suficiencia.»

Si no les basta á los sabios de hoy el buen sentido de la Montaigne, vean el modo de pensar de otro gran sabio, cuya opinión, con el profundo respeto que deben conside­rar el nombre de Humboldt, no calificarán de anticientífica:

«Que un amigo, dice Humboldt, pueda tener poder.so-»bre sus elementos en el momento de su muerte, á despe-«cho de las leyes de la naturaleza, para aparecérsenos, se-«ría absolutamente incomprensible, si no hubiera en nues-«tros corazones un sentimiento vago de que puede ser.

«Es del todo probable, que un muy'fuerte deseo les dé «fuerzas para vencer las leyes de la naturaleza.

«Nosotros no dudamos de que, en el fondo de todos es-«tos hechos observados, haya leyes regulares, por lejanas «que puedan estar del alcance de nuestra percepción» ( i ) .

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 26l

El doctor Jonhson, hablando de las apariciones de los muertos, decía también: «Todos los razonamientos son con­trarios á esta creencia, pero todos los sentimientos demues-»tran su certeza.•>•>

Podemos decir ya, que los razonamientos están confor­mes con los sentimientos, así como lo están éstos con los hechos. Sí; hechos, sentimientos y razonamientos, nos con­vencen de que esto puede ser, como dice Humboldt.

C A P Í T U L O X

LAS APARICIONES DE LOS VIVOS

La ciencia tiene observado que los niños toman á veces imágenes por percepciones, y que los viejos suelen tomar sus sueños por realidades, después de cierto tiempo. Hay personas, por otra parte, que no distinguen las impresiones del sueño de las percepciones que tienen por el día ( i ) .

Deducir de tan raras excepciones, que nada hay real y verdadero sino la percepción ordinaria de los cuerpos es admitir una consecuencia que no está contenida en aquellas premisas, «porque bien puede haber semejantes ilusiones, sin perjuicio de los otros fenómenos positivos y maravi­llosos.

Que un hombre en sueños pueda ver imágenes ficticias ó espectros ilusorios en el delirio febril, no es una prueba en buena lógica, de que no haya reales y verdaderos es­pectros ó positivas apariciones.

La ciencia no tiene más que una disculpa, y es lo mucho que se abusó de esta clase de fenómenos, y la confusión di­fícil de evitar entre las ilusiones de la imaginación y las apa­riciones con carácter de realidad.

( i ) Mental phisiologia. Carptnter, pág. 456.

264 FILOSOFÍA

El modo de razonar ha pasado de un extremo á otro, en­gañándose antiguos y modernos por no hacer la debida dis­tinción entre los hechos.

Así como antes, en vista de algunas apariciones cuya realidad parecía confirmada por la coincidencia, se deducía la positividad de todas las ilusiones y alucinaciones, así ahora, en vista de las alucinaciones patológicas bien deter­minadas, se colige la falsedad de todas las apariciones.

En el afán de sintetizar y de equiparar, con el objeto de incluir el mayor número de hechos en el menor de leyes, suele olvidarse á veces algún carácter diferencial que anula la síntesis. Es lo que sucedió con esta cuestión de las apa­riciones: no se reparó en la coincidencia, que es el carácter distintivo de la realidad de estos fenómenos.

La ciencia, que tiene una injustificada presunción contra la posibilidad de las apariciones, ni repara en la autoridad de los testimonios, ni en las coincidencias que demuestran la realidad de estos fenómenos. Admitir estos hechos como simples ilusiones ó alucinaciones de los sentidos, sería todo lo que podría exigirse, en efecto, si no mediasen casi siem­pre tales coincidencias.

Tener, por ejemplo, la aparición de una. persona conoci­da, de un amigo ó pariente, no tiene nada de extraño, y puede ser una alucinación enfermiza; pero si se comprueba que, en el momento mismo de la aparición, el aparecido se estaba muriendo muy lejos del sitio y sin que supiese nada el vidente, esta coincidencia hace despertar la sospecha de que la aparición fué un fenómeno real y no ilusorio. Y si estas coincidencias abundan en diferentes hechos bien ates­tiguados, la sospecha se convierte en certeza, á pesar de todas las reglas absolutas de crítica que puedan inventarse.

Lo maravilloso, que siempre tiene algo de divino, no está pues en el hecho, sino en la coincidencia. Se ve entonces, que hay en cualquiera de esos hechos, más que una pura casualidad; que hay algo grande y conmovedor que no se

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 265

explica por las leyes del azar; que no tiene nada de común con el cálculo de las probabilidades.

Póngase el más agudo crítico en este caso: su padre está de viaje cien leguas lejos, y él encerrado tranquilamente en su despacho; de repente, levanta la cabeza y ve la imagen ó espectro de su padre, triste y descolorido que le anuncia haber muerto en aquel momento. Un telegrama recibido al día siguiente, confirma que la desgraciada ocurrencia suce­dió en el mismo día y hora en que se le apareciera la visión.

¿Qué diría el crítico? En buena lógica su comentario debiera ser éste: Mi pa­

dre se ha muerto, es cierto; y á la misma hora he tenido y o ayer una visión espectral. ¡Bah, una alucinación! Y en cuanto á la coincidencia... una casualidad.

Pero no diría eso. Lo que diría más bien sería: «¡Cosa »más extraña! ¡Esto no puede ser casual! Esta suposición es »absurda. La aparición fué real y verdadera, puesto que me »anunció la verdad.»

Si las apariciones fuesen hechos comunes y repetidos, pudiera darse el caso de que esa coincidencia fuese casual, es decir, que la aparición ilusoria de una persona sucediese en el mismo día y hora de su muerte; pero lejos de eso, las apariciones no son tan frecuentes, y entre las que se rea­lizan, las más llevan consigo aquella coincidencia.

¿Puede eso ser casual? La principal causa de error, en todo lo que á las apari­

ciones se refiere, consiste en que se confunden las diferen­tes clases de visión: hay apariciones ilusorias sin realidad ninguna, y hay apariciones espectrales de personas vivas y en buen estado de salud. De algunos casos de estos se dedujo que todas las apariciones eran productos de la ilu­sión ó de la enfermedad.

Por eso, además de las apariciones atribuidas á los muer­tos ó á sus espíritus, es preciso tener en cuenta también las apariciones de los vivos, porque ellas dan mucha luz so-

6̂6 FILOSOFÍA

(1) Frank, Caíala, pág. 235. (2) De civitate Dei, cap. XVIIl. (3) Cicero. De divinatione, tomo I, pág. 27.

t>re ciertos casos de aparición que no caben dentro de la explicación anterior. Estas apariciones de los vivos consti­tuyen fenómenos observados desde la más alta antigüedad.

En el sistema Vedanta y en la Kabala, se encuentran va­rios casos (i).

San Agustín refiere el siguiente hecho: Un hombre vio delante de sí antes de dormirse á cierto filósofo que cono­cía muy bien, y que le explicó ciertos pasajes de Platón, cosa que antes no había querido hacer.

A l día siguiente se lo contó al filósofo, preguntándole si había estado en su casa; el otro le contestó que no había hecho semejante cosa, pero que había soñado que la ha­cía (2).

Así, observa San Agustín, el uno vio despierto por me­dio de un fantasma lo que el otro estaba viendo en sueños.

Esta coincidencia marcaría la realidad de la aparición, si el hecho fuese cierto.

El caso de los dos Arcadianos contado por Cicerón es parecido (3).

San Agustín cuenta otro, en que ha sido actor al mismo tiempo.

Su discípulo Eulogio, maestro de retórica en Cartago, no pudiendo dormirse preocupado con un pasaje oscuro de la retórica de Cicerón, VIO de noche en sueños á Agustín que se lo explicó.

San Agustín que estaba entonces muy lejos de Cartago y no se acordaba ni poco ni mucho del tal Eulogio, explica el sueño diciendo, que sería una imagen suya la que se apa­reció, porque él no se dio cuenta de nada.

Se sabe hoy, sin embargo, que pueden pasar ciertas co­sas al espíritu sin que el hombre despierto las recuerde.

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 267

Tales son muchos sueños que se olvidan, y todo lo que se hace en el estado hipnótico.

Hay también extraños fenómenos de ubiquidad bastante bien probados.

En el expediente de canonización de San Alfonso de Li-gori consta que, el 21 de septiembre de 1774, estando él en Arienzo, villa de su diócesis, cayó en una especie de desmayo que le tuvo profundamente dormido dos días, sen­tado en un sofá. Durante este tiempo, se le vio asistir al Papa Clemente XIV en su agonía, preparándole para la muerte que sucedió, en efecto, el 22 de septiembre por la mañana, hora en que el santo salió de su letargo y en que dejó de vérsele á la cabecera del Papa.

La venerable Inés de Jesús fué vista en París en el con­vento de San Lázaro, mientras que su cuerpo rígido é in­móvil se encontraba á la misma hora en el convento de Langeac, donde el médico del monasterio, M. de Romeux, la daba por muerta al poco tiempo.

M. Ollier, superior de San Sulpicio, que fué el que la vio, pasaba por hombre muy formal y no sabía su estado.

En la vida de San José de Copertino, escrita por Patro-vichi, se citan dos casos de ubiquidad, perfectamente pro­bados.

Octavio Piccino, compatriota del santo, llamado el Padre á causa de su mucha edad, le rogó que viniese á asistirle cuando su última hora se acercase. — «Sí, sí, le dijo José, yo estaré en Roma y vendré á asistiros.»

Cuando cayó enfermo el viejo Piccino, de su última en­fermedad, en Copertino, José estaba en Roma efectivamen­te, pero, sin nadie llamarlo, se apareció de repente ante los ojos del moribundo y fué visto por muchas otras personas. Consta que.no se había movido de Roma, sin embargo.

Asistió, del mismo modo, á los últimos momentos de su madre en Copertino, sin salir de Asis, en donde estaba en­tonces.

268 FILOSOFÍA

( i ) Foot fails on the Boundary of another World.

Pueden reírse los sabios y los críticos todo lo que gus­ten al ver que tomamos en serio todos estos hechos, pero los expedientes de canonización, en esta clase de hechos al menos, no son una mentira; hay tales testimonios en ellos, que disuelven la duda más contumaz.

En San Francisco de Asís, en San Pedro de Alcántara, en San Francisco Javier, en Santa Ludwina, en la venera­ble María de Agreda se han manifestado y demostrado los mismos ó parecidos fenómenos.

Será cierto, y es otra cuestión, que tales hechos no bas­tan para probar la verdad de una doctrina religiosa, ni si­quiera la santidad ó la virtud de un personaje, porque he­chos enteramente idénticos se afirman en todas las religio­nes y se refieren de hombres cuya moralidad es problemá­tica, como de Simón Mago, de Apolonio de Tiana y de muchos derviches, bonzos y santones; pero lo que á todas luces parece cierto, en vista del número y calidad de los testimonios, es, que el fenómeno, dadas ciertas condiciones orgánicas, se realiza de un modo natural, aunque maravi­lloso. Que estas condiciones se consigan ó alcancen mejor por medios ascéticos que de otro modo; que los ayunos, la abstinencia y el éxtasis, debilitando y relajando la parte material y orgánica suelten los lazos que atan y retienen la parte espiritual fluídica, haciendo así posible la bilocación y aparición, es probable y racional. Acaso por eso, el ma­yor número de casos se observa siempre en individuos en­tregados á las prácticas más austeras de cualquiera de las religiones conocidas, sin que deje de haber ejemplos fuera de ellas.

Un hecho moderno, contemporáneo, de cuya autenticidad no puede dudarse, aclarará mejor que todo lo que pudiéra­mos decir, estos misteriosos fenómenos, demostrando cuan naturales y dependientes del estado orgánico pueden ser (i).

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 269

«En 1845, dice M. Dale Owen, había en Neuwelke, en »Livonia, á doce leguas de Riga y media de Wolmar, un »colegio de señoritas nobles que contaba entre las maestras »una institutriz francesa, excelente persona, de buena salud, »pero muy nerviosa é impresionable. Tenía treinta y dos »años y se llamaba Emilia Sagée. Poco después de su llega-»da al colegio, las pensionistas empezaron á notar que cuan-»do unas la veían en una parte, otras creían y apostaban «haberla visto en otra. Un día vieron de repente dos Emilias »Sagée, exactamente semejantes y haciendo los mismos «gestos; una sin embargo, tenía un lápiz en la mano y otra «no lo tenía. Algunas veces la dúplice aparecía de pie de-»trás de la silla de la institutriz, imitando los movimientos «que ésta hacía para comer, aunque en sus manos no hu-«biese cuchillo ni tenedor.

«Un día, estando Emilia indispuesta y agitada, leía jun-»to á ella la Srta. Wrangel. De repente, la institutriz se «puso rígida y tuvo una especie de vahído. La joven discí-«pula le preguntó si se sentía mal — N o ; respondió Emilia «con voz débil. Algunos segundos después, la Srta. Wrangel »vió muy distintamente la forma duplicada de aquélla pa-«searse por la habitación, mientras que su cuerpo físico per-«manecía en la cama. Otra vez, las 42 pensionistas borda-«ban en una sala baja que daba al jardín, cuando vieron á «Emilia cogiendo flores en él, mientras que su cuerpo per-«manecía sentado en el sofá. Observaron que la figura del «jardín caminaba de un modo lento y penoso. Dos de las »más atrevidas se acercaron, y al tocarla sintieron una «ligera resistencia que compararon ellas á la de un ob-«jeto de gasa ó muselina. Una de ellas pasó á través de la «figura, quedando ésta algunos instantes sin perder su for-»ma; después fué desapareciendo gradualmente.

«Estos fenómenos continuaron con intermitencias de una »ó varias semanas. Se notó que la forma duplicada, de la «que no tenía conciencia Emilia Sagée, era tanto más dis-

270 FILOSOFÍA

»tinta y de más material apariencia, cuanto mayor era el es-»tado de postración ó languidez de la persona. Las familias, «inquietas con estos fenómenos, sacaron á sus hijas del co-»legio y se cerró la pensión.»

En estos hechos, contados con tanta sencillez, y produ­cidos sin duda por las especialísimas condiciones orgánicas de aquella mujer, no hay necesidad de apelar á acción nin­guna providencial ó milagrosa, como suele hacerse en fenó­menos idénticos cuando se ofrecen en personajes santos ú ocurren en ocasiones religiosas. Se comprende ahora, que San Antonio de Padua, por ejemplo, pudo muy bien dejarse ver en su convento de Padua, el día de Pascua, mientras se quedaba inmóvil y sin palabra en el pulpito de la catedral de Montpeller, y que San Francisco Javier fuese visto, vi­niendo del Japón, en su buque, y al mismo tiempo á lo le­jos, en una chalupa abandonada.

Todos los pueblos del mundo están conformes en consi­derar al alma como una imagen del cuerpo; todos han su­puesto al alma más ó menos material, si bien más tenue y sutil que la materia. Los paisanos de Europa creen que los espíritus tienen una envoltura corporal, aunque de otra es­pecie, y que pueden comer, beber y hasta ser heridos. Por mucho que choquen hoy estas creencias, no deben despre­ciarse, porque son hijas de afirmaciones seculares. Cuando el conde de Cornwal encontró el espíritu de Guillermo el Rojo, negro y desnudo, llevado en un macho cabrío á tra­vés de las landas de Bohemia, observó que el espíritu te­nía una herida en el pecho, y supo bien pronto, que á la misma hora, el rey había sido herido en el New-Forest por la flecha de Walter-Tirell.

Este caso, citado por E. Tylor, es uno de los muchos que pudieran citarse.

Este otro del fantasma cargado de cadenas que se pre­sentaba en una casa de Bolonia, y que no desapareció has­ta hacer descubrir en un sitio del jardín su propio cadáver,

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO l'JX

también cargado de cadenas, para darle debida sepultura, demuestra la creencia conservada en algunos pueblos, de que el espíritu suele aparecerse en la misma forma en que está el cadáver mientras éste dura.

Entre una creencia universal fundada en hechos, y una negación científica, fundada en aquella regla á!bsurda de la crítica que hemos destruido, el buen sentido ordenaría optar por la primera, aunque no hubiera otras pruebas, que sí las hay, y de tal naturaleza que casi disipan toda duda en los ánimos que no tengan preocupaciones invencibles.

Lo que demuestra mejor la insuficiencia del método cien­tífico en esta clase de fenómenos, es el no poder nunca dis­tinguir la causa de la condición; es empeñarse en atribuir sin pruebas, ni observación suficiente, una causa fatal, á un fenómeno libre; es el querer á todo trance encontrar aquella causa en la física trascendental ó en la fisiología humana, bajo pretexto de que son naturales, sin hacerse cargo de que los dominios de la naturaleza son mucho más grandes de lo que presume la ciencia; que abarcan la ma­teria y el espíritu, la fatalidad y la libertad, el cuerpo y el alma, la inteligencia, la voluntad y el sentimiento formales, y la inteligencia, la voluntad y el sentimiento sin forma; es como imponerse la ingrata tarea de descomponer el oro, ó reducir á carbono el diamante m%s bello.

Aquellos hechos son naturales, sí; puesto que hemos concedido que todo es natural en la naturaleza, hasta lo di­vino, pero ocupan los últimos límites de lo natural, y son como las bridas, que ha conservado en sus manos el espí­ritu, para encauzar y dirigir los humanos destinos. Sobre la necesidad fatal de las leyes, puede estar la libertad de un ser inteligente que se aprovechará ó no de las condiciones á su antojo. Son fenómenos libres porque son espirituales. He aquí por qué no encajan en el molde científico de la ne­cesidad material.

Nosotros no lo sabemos de un modo positivo, pero si los-

•272 FILOSOFÍA

hechos llegan á demostrar de cierto, que el principio activo que rige los. órganos humanos, abandona el cuerpo físico, envuelto en sutiles moléculas que le forman una imagen, calco ó figura de la persona, dirigiéndose á otra parte, ha­blando á veces, y pudiendo ser visto y tocado, eso sería uno de los más maravillosos y sorprendentes fenómenos que la ciencia, ignorante hasta ahora de tan grandes cosas, tendría el deber de estudiar.

¿Es nuestro cuerpo material una simple máscara de car­ne, perfectamente adaptada á otra más tenue y fluídica forma que le sirve de molde y que compone la interior en­voltura del espíritu?

¿Es que el alma dominando, en ciertas condiciones pato­lógicas, las leyes del organismo, puede tener momentos de libertad, salir del cuerpo y realizar por sí sola actos de vida?

Si, aprovechándose de la relajación de los lazos materia­les por el desmayo del cuerpo físico, puede hacer eso, ¿no podrá, con más motivo, usar de aquella libertad, aparecer­se por atracción simpática, después de la muerte del cuerpo?

He aquí el problema de la inmortalidad en vías de re­solverse de un modo científico y positivo.

Los últimos descubrimientos del hipnotismo, los datos proporcionados por la Sociedad inglesa de Estudios psí­quicos, una indagación más amplia y detallada de los pre­sentimientos, de las telepathias, de las apariciones, ofrecen hoy á todo hombre reflexivo nuevos hechos, de los cuales pueden llegar á inducirse lógicamente grandes cosas.

Desechar todo esto, porque no haya obtenido todavía la aprobación de ciertos sabios acostumbrados á monopolizar la ciencia é interesados en que ésta no salga de los límites marcados por su estrecho criterio, es preferir el sistema á la verdad, es hacer más caso del maestro que del hecho.

De todos modos, el triunfo es del positivismo, pero del verdadero positivismo, que observa bien antes de atreverse á negar; que confía en la inducción; y que prescinde del

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 273

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método histórico artificial, de ese método que, apenas pues­to en práctica, tropieza en lo incognoscible, especie de veto ó non plus ullra impuesto á la ciencia, cuando precisamen­te el ansia de conocer es irresistible.

iQué aberración mayor que conservar un método, del cual se confiesa que ya no da más de sí!

No; la ciencia penetrará en lo incognoscible por lo mara­villoso positivo, y la religión y sus problemas no serán ob­jetos de fe, sino de certidumbre científica.

TERCERA PARTE

CONCLUSIONES

C A P Í T U L O P R I M E R O

LA LEY DE LO M A R A V I L L O S O POSIT IVO

Los hechos obligan á distinguir dos clases de fenómenos en la aparición: apariciones mentales ó subjetivas, pero ex­teriorizadas por la calidad del movimiento signo, y las apa­riciones puramente exteriores, objetivas y visibles á todos, como si fueran cuerpos. Si realmente existen estas últimas, que nosotros no podemos dar por positivas sin más prue­bas, disponen, sin.duda, de una fuerza capaz de poner en movimiento la materia y de hacerse perceptibles; pero, en este caso, dependen en todo de las leyes de la materia, conocidas ya, y su maravillosidad sólo consiste en esa fuer­za libre que las produce.

La realidad material de las apariciones ha sido deducida de ciertos excepcionales casos en que una multitud de tes­tigos presenciaron un mismo hecho de esta clase. Cuando uno de estos fenómenos no es enteramente personal y sub­jetivo, como las apariciones de Jesús á los quinientos, por ejemplo, si está bien probado, se comprende la necesidad de explicarlo por tal material y verdadera aparición.

Las apariciones de Jesús á los quinientos en Galilea, apar­te de lo maravilloso de la coincidencia providencial que re­velan por ser él el aparecido, son de esta clase, que no deja,

278 FILOSOFÍA

( 1 ) Fornerón. Historia de Felipe II, pág. 357.

sin embargo, de tener algunos testimonios serios en su favor.

Prescindiendo de las apariciones religiosas, que pudieran creerse todas legendarias por la suspicacia exagerada de los críticos, hay otras, históricas y privadas, que por lo in­esperado del fenómeno y por la absoluta carencia de todo interés de secta ó de partido, no es razonable ni científico despreciar.

He aquí uno de estos hechos, por vía de ejemplo, suce­dido en el sitio de Amberes:

«Rechazados cuatro veces los españoles, ven á su frente, »cuando vuelven á la carga, á su coronel D. Pedro Paz, que »había caído muerto nueve meses antes bajo los muros de »Dendermonde: su mismo talante su coraza misma »es él.

»Los soldados, se precipitan siguiendo al fantasma. El «español Torralba es el primero que salta las trincheras, y »cae muerto etc.»

«Este caso de alucinación contagiosa, dice el crítico his-»toriador que cita el hecho, muestra la eficacia con que »exaltaba á sus soldados el prestigio de Alejandro Farne-x-sio» ( 1 ) .

Confesamos que somos incapaces de comprender la nue­va lógica de los modernos críticos. Nunca, por más que la buscamos, pudimos encontrar la relación de causa entre el prestigio de un general y la visión de un fantasma por sus soldados.

Suponiendo que el hecho fuese una alucinación conta­giosa, es decir, una-sugestión producida en todos por un hipnotizador inconsciente: el primero que por auto-suges­tión vio el fantasma, es preciso admitir que los soldados españoles estaban todos en un momento aideico á propó­sito para recibir la sugestión. Esto no es imposible; pero

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 279

es difícil que tantos cerebros se pongan á la vez al unísono y en igualdad de condiciones.

Si las apariciones materializadas fuesen resueltamente un -error, lo prudente sería creer que el fantasma de Amberes fué una simple ilusión, causada por la semejanza de algún guerrero con D. Pedro Paz, porque la alucinación contagiosa, en este caso, es más incomprensible que la misma aparición •exterior. La ilusión de todo un ejército, en pleno día, sin excitar ni halagar ningún sentimiento religioso, no es más creíble, sin embargo. Las apariciones de Santiago en Cla-vijo y en Méjico, se comprenden como ilusiones de pareci­ólo, por la fe que prestaba el soldado español á la asistencia de sus santos. La visión sólo se efectuaba en los creyentes. Bernal Díaz del Castillo, que debía ser hombre de poca fe, se lamentaba con cierta socarronería de no haber visto al Apóstol en aquella última ocasión.

Nosotros no presentamos este caso del fantasma de Am­beres como positivo, sino como modelo supuesto de apari­ciones externas materializadas, cuya positividad no puede asegurarse aún, no por falta de casos sino de coincidencias en ellos.

Pero, colocados entre dos posibilidades, la alucinación y la aparición externa; sabiendo que la alucinación espontá­nea supone siempre auto-sugestión, no vacilaríamos en ca­lificar el fenómeno de Amberes de aparición externa. He­mos visto, en efecto, qué abismo de inconsciente oculta detrás de sí esa palabra: auto-sugestión.

Si para vencer los españoles, después de rechazados tan­tas veces, fué menester que un Inconsciente sugiriese la aparición mental con el signo de exteriorización á un cere­bro aideico, y que éste, á su vez, transmitiese la orden su­gestiva á los demás, preparados también del mismo modo, que es, en último resultado, el procedimiento de la alucina--ción contagiosa, el fenómeno se hace mucho más complica­do y maravilloso que el de la aparición externa.

280 FILOSOFÍA

( i ) Shortland. Trad. of New Zeland, pág. 140.

Es verdad que esta última clase de fenómenos, presen­ciados á la luz del día por un grupo considerable de hom­bres, abundan poco y parecen relegados únicamente á las leyendas piadosas; pero, así como nada debe creerse en buena crítica sin pruebas suficientes, así tampoco nada debe negarse en absoluto sin informaciones seguras.

La realidad exterior de las apariciones tiene en contra suya, el mayor número de casos bien probados de simple exteriorización de imagen, que no pueden, sin embargo, lla­marse alucinaciones, por las coincidencias que les acom­pañan.

; Cómo sería posible que en la aparición verdaderamente real de un espíritu materializado, hecha ante varias perso­nas reunidas, las unas la viesen y las otras no?

En este caso, por ejemplo, citado por Tylor ( i ) : «Varios Maoris, entre los cuales se encontraba el que

»cuenta el suceso, estaban sentados alrededor del fuego, al »aire libre, cuando apareció de repente, sólo visible para ».dos de ellos, el espectro de un pariente que habían dejado «enfermo en su casa. Ellos dieron un grito, y el fantasma «desapareció. A su vuelta supieron que el enfermo había «muerto, próximamente en el momento en que se les apa-»recio.»

Este hecho, contado por un viajero ilustre, testigo de vista, reúne todos los requisitos de la verdad, y se presta perfectamente al estudio.

En ese grupo de hombres sanos y tranquilos, en calma física y moral, dos de ellos lanzan al mismo tiempo un grito y ven la misma aparición.

¿Por qué dos de ellos solamente y no todos presencian el fenómeno? Si la aparición fuese real, exterior y materiali­zada, por sutil y tenue que se suponga su envoltura, no hay razón para que no fuese vista por todos.

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 28l

Este parece un poderoso argumento contra la realidad exterior de las apariciones; pero, si se tiene en cuenta el caso de Emilia Sagée, bien pudiera haber las dos clases diferentes de fenómenos: imágenes oportunamente exterio­rizadas, y reales apariciones de simulacros ó despojos, como los llamaba Aristóteles.

;No provendrán de esta diferencia la confusión y el error en todo lo que á casos como éstos se refiere ?

En.el milagro de Lourdes, por ejemplo, sólo la niña Ber-nardeta veía la aparición de la Virgen. Si la aparición fuese exterior y real, las leyes de la óptica obrarían del mismo modo, necesariamente, sobre todos los órganos de visión allí presentes. Debe, pues, suponerse que, en casos como éste, todo pasa dentro del cerebro por auto-sugestión; mas ya hemos visto, que esta auto-sugestión es una sugestión de lo Inconsciente. Cuando no hay coincidencia, puede dár­sele el nombre de alucinación, si se quiere; pero, si la hay, todo lo maravilloso queda en pie.

Así y todo, si se prescinde del horror ó pasmo que cau­san la figura ó la voz de una persona muerta ó lejana, los fenómenos de aparición no son más extraños y admirables que los telepáticos de presentimiento ó de adivinación.

Si bien se mira, no hay otra diferencia que la exteriori-zación de la imagen, entre el fenómeno de aparición visual con coincidencia, y los de adivinación y presentimiento.

Dentro del cerebro, todos son fenómenos de aparición mental. Se sabe que toda idea es imagen, y que toda ima­gen hace su aparición en forma de movimiento ó signo. Estas apariciones, en el estado normal, se suceden por una ley conocida: la ley de asociación de las ideas; en estado anormal, nos- asaltan de repente, obedeciendo á otra ley que es preciso buscar.

Cuando queriendo recordar-alguna cosa olvidada, idea, hecho, nombre, objeto ó número, no conseguimos, á pesar de los mayores esfuerzos, hacer surgir el recuerdo, no hace-

•282 FILOSOFÍA

mos más que evocar una aparición. Esta se resiste muchas veces y no viene. Cansados entonces, nos damos por ven­cidos, reconocemos nuestra impotencia, y comprendemos que hay algo, dentro de nosotros, que no obedece á nues­tra voluntad. Pasan algunas horas ó días, meses y aun años, y cuando menos se piensa, aparece el recuerdo claro y en­tero, de repente, sin que ninguna asociación de semejanza ni de contigüidad, pueda explicar su presencia en nuestra mente,

i Es una aparición.

;En dónde estaba? ¿De qué profundos senos surge es­pontáneamente, después de no haber hecho caso alguno de nuestros insistentes llamamientos?

Esta aparición es al mismo tiempo una adivinación; por­que ¿en qué se distingue lo que está perfectamente olvida­do, de lo que no se ha conocido nunca?

El sentimiento de sorpresa que causa lo desconocido, no invalida esta adivinación de lo olvidado.

Nadie niega los presentimientos como se niegan las apa­riciones.

Esto consiste en que apenas hay hombre que no haya tenido algún presentimiento, mientras que son muy pocos los testigos de una aparición; pero es lo cierto, que no por ser más frecuentes los presentimientos dejan de estar tan fuera de las leyes conocidas como las apariciones.

Vemos, pues, que la dificultad ó maravillosidad del fenó­meno es la misma, así opere su causa sobre el sentimiento solamente ó sobre los sentidos de la vista, del tacto ó del oído. El presentimiento no se diferencia en efecto, de la aparición, sino en la exteriorización de la imagen. Esta ex-teriorización no tiene nada de maravilloso: hemos visto con qué facilidad se consigue por el hábito, ó en las enfer­medades y locuras. Goethe había llegado á exteriorizar los espectros de ciertas plantas y flores. Todo lo maravilloso, así en el presentimiento como en la aparición, está en la

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 283

exactitud del anuncio. Esta exactitud, que es una previsión inexplicable, si se consideran sólo las fuerzas ó facultades físicas y mentales de los hombres, es lo que presta también su parte de maravillosidad á la aparición, por la coinciden­cia. La aparición por sí sola, nada tendría de extraña, sien­do una simple exteríorización de imagen ó de signo mental. Tan fácil y tan posible será por consiguiente, ver una apa­rición., como adivinar un pensamiento ó recordar una idea olvidada. Pero que sea fácil, posible y natural no es toda­vía una explicación. El punto de la dificultad está en saber, cómo se producen esos movimientos ó signos cerebrales enteramente desprovistos de todo natural antecedente tras-misor y de toda causa material impulsiva, lo mismo dentro que fuera del cerebro, porque ni la conciencia tiene parte en ello, ni existe centro mental exterior que pueda trasmi­tir el signo, atendiendo á que, todo cuanto llega á nuestra conciencia, menos en estos fenómenos, es trasmitido en for­ma de movimiento ó de corriente nerviosa, al cerebro.

Sin embargo, aunque se prescinda de ese agente causa­dor desconocido, sin el cual no se conciben aquellos movi­mientos , ó se le considere sólo como una hipótesis necesa­ria, muchos de estos fenómenos se comprenden ya bien, únicamente con la teoría científica del signo imagen.

Estos movimientos-signos, según se diferencian en canti­dad y calidad, producen la simple idea ó la imagen exterio­rizada. Así como la vista de un objeto consiste en el signo cerebral de exteriorización de tal objeto, es decir, en el mo­vimiento que las fuerzas constitutivas de ese objeto han producido en nuestro cerebro, así todo movimiento-signo idéntico á éste, causado de cualquier modo, ha de hacer ver necesariamente el mismo objeto con idéntica exteriori­zación.

Esto explica perfectamente una buena porción de estos fenómenos: todos aquellos en que, como en los casos de Bernardeta, Santa Teresa, Raimundo Lulio, etc., una sola

284 FILOSOFÍA

persona ve ó siente la aparición, aunque haya otras pre­sentes.

El movimiento interno se exterioriza por auto-sugestión; todo el milagro está ahí.

Pero las coincidencias de que hemos hablado ya, las con­secuencias que para el sujeto ó para la sociedad tienen al­gunos de estos hechos, ¿cómo se explican?

Cuando se leen las historias de los grandes místicos y estáticos, es imposible no reparar en los aliviadores consue­los que estas apariciones les dan en los momentos más crí­ticos, cuando más falta les hacen, y en la influencia tras­cendental que tienen en su destino y, á veces, en el de la sociedad. ¿ Cómo no ver mucho de providencial, por ejem­plo, en el hecho extraordinario que decidió la vocación de San Pablo, ó en la aparición de San Miguel á Juana de Arco? Pues si de una alucinación depende á veces y oportunamen­te, todo el progresó humano ó los destinos de un pueblo, difícil es dejar de suponer en ella un factor superior al sim­ple estado nervioso, mórbido ó accidental.

En estos casos, el movimientc-signo hace su aparición en el cerebro, en el momento crítico, sin ser traído por nin­gún antecedente ni asociación de ideas, lo mismo que en los presentimientos y en la idea olvidada é inconscientemente aparecida, lo mismo que en la adivinación y trasmisión del pensamiento ajeno. La conciencia no toma parte en nada de esto. Todos los testimonios están conformes en ello. La ley es pues, la misma, idéntica, en todos estos fenómenos: tan aparición es el recuerdo de lo perfectamente olvidado,

i sin asociación de ideas, como el presentimiento, recuerdo triste y sin causa, de la persona ausente, y como la visión perfectamente exteriorizada de una persona ó de un objeto cualquiera: toda la diferencia está en la diferente cantidad ó calidad del movimiento-signo cerebral.

Todos son pues, fenómenos de aparición mental. Pero ¿quién promueve estas apariciones?

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 285

Que no es uno mismo, lo demuestra el hecho de la evo­cación impotente del recuerdo; que no es el mecanismo de la asociación está probado por lo súbito de la aparición y por la coincidencia.

Es necesario apelar á un agente causador que tiene con­ciencia de lo que hace, puesto que opera siempre con opor­tunidad. ¿Cuál será este?

No puede ser otro que el Inconsciente. La ley ha de ser la misma en todos estos fenómenos in­

dependientes de la voluntad individual. La aparición de la idea olvidada, la aparición de la idea profética (adivinación), la aparición del pensamiento ajeno, la aparición de la idea que afecta la sensibilidad en el presentimiento, la aparición de la orden sugerida en la hipnosis para su cumplimiento, lo mismo que la aparición exteriorizada de la forma y figura de una persona ausente, todo esto se produce en la masa encefálica por movimiento-signo del Inconsciente. El fenó­meno es idéntico en todos esos casos: fenómeno de apari­ción.

Lo maravilloso queda así, reducido á la unidad de ese misterioso Inconsciente cuyas manifestaciones y revelacio­nes surgen por todas partes á nuestros ojos, y que perma­nece escondido sin embargo, detrás de esta apariencia ma­terial. No quiere ser objeto de observación científica, y sólo se descubre y deja vislumbrar una parte de su sabiduría in­mensa á la razón humana, porque participa de su naturale­za puramente ideal.

¿Se engañará la razón? ¿Quién se engaña, pues? ¿Los modernos sabios ó los an­

tiguos historiadores y filósofos ? ¿ Los pueblos bárbaros y las tribus salvajes, ó las naciones civilizadas? ¿Asia y Áfri­ca, ó la Europa y la América de nuestros tiempos ?

Y si es la civilización moderna la que está en el error respecto de aquellos hechos, ¿ qué decadencia no supone el haber abandonado toda comunicación con el mundo "invisi-

286 FILOSOFÍA

ble por cobardes prejuicios ó por ignorante descuido y aban­dono? ¡Cómo! ¡Lo que hoy saben y supieron siempre las sociedades bárbaras y salvajes acerca de las cosas más im­portantes y transcendentales de la vida, de la religión y de la filosofía, lo ignoran los hombres que se tienen por civili­zados y que se burlan de todos los otros y de sus creencias! ¿Qué civilización es esta? Y ¿de qué sirve la ciencia deque estamos tan orgullosos? ¿Es esto un progreso? ¿Es acaso un bien?

Se tacha hoy de supersticiosos é indignos de vivir en el siglo XIX á los que se atreven á conceder el menor cré­dito á tales fenómenos. Pero, si esa superstición fuese una verdad; si esa creencia, conservando la poesía de la vida, mantuviese abierta la única vía de comunicación positiva con lo invisible y divino, ¿por qué sería un mal creer que, así como tenemos un telégrafo eléctrico para saber de nues­tros amigos de América y Occeanía, podemos tener otro medio de comunicación con nuestros amigos y parientes de los otros planetas ó mundos siderales? Es lo cierto que estas prácticas de comunicación de los vivos con los espíritus ó almas de los muertos son hechos constantes y comprobados en todos los pueblos antiguos y en una buena parte de los modernos, donde temores religiosos ó prohibiciones cientí­ficas ó religiosas no lo impiden. *

La universalidad de la práctica prueba de un modo ter­minante la existencia del fenómeno físico ó psíquico. Es imposible que las generaciones de todos los siglos, algunas de las cuales llegaron á un punto de cultura superior al nuestro, se hayan engañado tan groseramente en una cues­tión de hechos como es ésta. Ni es razonable suponer tam­poco, que una mitad, por lo menos, del género humano, se haya entretenido tan constantemente en engañar á la otra.

De todos modos, es forzoso admitir la posibilidad de los hechos. Y si los hechos son posibles, la crítica se halla en el caso de recoger cuidadosamente, y de estudiar con ahinco,

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 287

los testimonios graves que los acreditan. La cuestión lo me­rece , porque de ser ciertos y reales los fenómenos, el des­cubrimiento de la comunicación con el mundo invisible, en plena civilización positivista, valdría mucho más para los in­tereses morales de la humanidad ¡ que para los materiales-valió el que hizo Colón, del Nuevo Mundo.

C A P Í T U L O II

LA S U G E S T I Ó N U N I V E R S A L

Los liechos maravillosos son, como otros fenómenos de la naturaleza, productos de la voluntad, pudiendo explicarse, por consiguiente, todos, por sugestión ó por autosugestión, íes decir, por la voluntad de otro hombre ó por la voluntad del Inconsciente; y es lógico que, explicándose por una vo­luntad lo maravilloso, se explique de la misma manera lo ordinario. La naturaleza, en la cual, bien mirado, todo es maravilloso, no ha de tener un procedimiento para lo uno, y otro para lo otro. La ciencia que opta por la unidad de fuerzas (y hemos visto que la fuerza se reduce á volun­tad), no puede asignar una explicación á lo ordinario, di­ferente de lo maravilloso. ¿Qué otra solución ha de tener entonces, para explicar las relaciones del espíritu y del mun­do, sino la sugestión tenaz, perpetua y sistematizada de lo Inconsciente? Ella sabe que ni la materia, ó lo que tal pa­rece, es materia, ni la sensación es prueba de que hay cuer­pos. ¿Qué recurso le queda, en buena lógica, sino admitir esa voluntad ó fuerza, como causa del universo, en todas sus manifestaciones?

Si todo es natural en la naturaleza, como se dice, ¿por qué, pudiendo crearse el mundo tan natural y sencillamente

19

29O FILOSOFÍA

por sugestión, habría de apelarse á esos medios sobrenatu­rales que supone Stuart Mili en los orígenes?

Si se explica la perfecta ilusión, la real apariencia (por­que la realidad de la apariencia nadie la ha negado jamás) por la hipnosis creadora, ¿por qué suponer que montes y valles, mares y tierras, rocas y arenas, cielos y soles, son tal materia creada ó increada?

Son éstos, dos absurdos racionalmente inconcebibles é imposibles, que no merecen crédito ninguno ahora, que se comprende ya perfectamente, cómo pudo ser cierto el mila­groso fiat de la Biblia.

Sí; todo hombre puede crear un mundo según su volun­tad, para sus hipnotizados, ni más ni menos que Dios, para los hombres.

¿A qué conduce buscar otras hipótesis ó declarar incog­noscibles los orígenes?

Si todo en la naturaleza se hace con el menor gasto po­sible de fuerzas, ¿qué menor gasto de fuerzas que el fiat de la sugestión?

La lógica nos lleva, pues, irremediablemente, á este re­sultado, siquiera sea como la hipótesis más analógica y ra­cional: el mundo es el producto de una sugestión universal.

Basta, en efecto, para que el universo nazca, como dice Hegel, que la Idea, siguiendo los movimientos regulares de la dialéctica, prosiga el curso de sus evoluciones, y se. ponga como otra que no sea ella; es decir, que todo lo que la Idea piensa se realiza, ó mejor, que las ideas que salen de la Idea encuentran, por este solo hecho, su realización.

He aquí la analogía: Figurémonos la Idea sometida á la hipnosis; en este estado, todas las ideas sugeridas las verá realizadas, y éstas, á su vez, en hipnosis, verán realizadas otras que no son ellas, sino las sugeridas por la Idea, que son las que constituyen el mundo.

Pero, ¿de dónde viene la hipnosis á la Idea? Es el misterio del origen; por eso supusimos antes varios:

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 2 g l

( i ) Lelut, Obra citada.

universos. Así como detrás de la personalidad humana se encuentra lo Inconsciente, así también pudiera haber otro tras la Idea. El primer grado que inicia el llegar á ser es un abismo, en el cual se pierde la razón. Debemos conformar­nos con llegar hasta donde ésta alcance.

Si la Idea tiene un Inconsciente que influye en ella del mismo modo que el Inconsciente humano influye en el honv: bre, pone, realiza, exterioriza con toda verdad sus ideas. El procedimiento es análogo, necesariamente, en los dos casos, con la diferencia enormísima que va de lo universal á lo particular, y de lo real á lo aparente, porque, por modo mis­terioso, las ideas sugeridas á la Idea se realizan por completo, es decir, adquieren vida propia, tienen realidad en sí mismas y en la Idea, mientras que las ideas particulares, sugeridas en la hipnosis, sólo tienen vida y realidad para el hipnotizado.

La Idea de Hegel es para nosotros una fuerza, un poder, una voluntad con sabiduría propia ó sugerida, sugestión que á su vez puede venir de otro universo de orden diferente, que esté muy por encima de toda comprensión humana, y en el cual se explicará perfectamente, sin embargo, á inte­ligencias mucho más desenvueltas que las nuestras, la cau­sa inmediata de la hipnosis creadora.

Esta creación sugerida por el fíat, nosotros no podemos apreciarla como tal realidad, sino por la persistencia de sen­saciones idénticas en la conciencia; de esto resulta que el mundo, siendo así sentido, tiene para nosotros una realidad indudable, enteramente lo mismo que si fuera material, aun­que la materialidad no sea condición precisa de la realidad. Hay, en efecto, en las alucinaciones y en los sueños, sensa­ciones tan claras como en la vida real. ¿No ve la forma ma­terial el alucinado; no la palpa; no jura que existe material­mente el objeto? Y ¿no se ha definido científicamente la alucinación, diciendo: ( i ) «que es una transformación del

292 FILOSOFÍA

pensamiento en sensación?» ¿Por qué no han de ser, pues, nuestras .sensaciones todas, pensamientos, ideas transfor­madas?

De este modo, sin perder el mundo su realidad como tal existencia, puede ser concebido también, como represen­tación , á la manera que lo concibe Schopenhauer en el si­guiente fragmento que nos han conservado sus discípulos Luidner y Fravenstaedt:

«Dos cosas eran delante de mí; dos cuerpos pesados, de »formas regulares, hermosos de ver. Uno era un vaso de »jaspe, con bordes y asas de oro; el otro un cuerpo orga-»nizado: un hombre. Después de haberles largo tiempo ad-»mirado desde fuera, rogué al genio que me acompañaba »que me dejase penetrar en el interior. Me lo permitió, y en »el vaso no encontré nada, sino es la presión del peso, y «yo no se qué oscura tendencia recíproca entre sus partes, »que he oído designar con el nombre de adhesión ó afini-»dad. Pero cuando entré en el otro objeto, ¡qué sorpresa! «¿Cómo contar lo que vi? Los cuentos de hadas y las fábu-»las no tienen nada más increíble. En el seno de este obje-»to, ó más bien en la parte más superior llamada cabeza, »y que vista desde fuera parecía un objeto como otro cual-»quiera, circunscrito en el espacio, pesado, etc., encontré... «¿qué? el mundo mismo, con la inmensidad del espacio, en »el cual todo está contenido, y la universalidad del tiempo, »en el cual todo se mueve, y con la prodigiosa variedad de »cosas que llenan el espacio y el tiempo; y lo que es casi

.»insensato de decir, me apercibí yo mismo, yendo y vinien-»do. Sí; he aquí lo que descubrí en este objeto, apenas tan «grueso como un grueso fruto, y que el verdugo puede ha-

-»cer caer de un solo tajo, hundiendo al mismo golpe en la »noche el mundo que está encerrado allí. Y éste mundo no «existiría, si esta especie de objetos no pululasen sin cesar, asemejantes á setas, para recibir el mundo pronto á abis-«marse en la nada, y para devolverse entre sí como pelo-

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 293

»ta, esta gran imagen idéntica en todos y cuya identidad «expresan por la palabra objeto.»

Es lo que ha dicho Emerson también: «el hombre lleva »el mundo en su cerebro.»

Schopenhauer, sin embargo, se equivoca en su última afirmación. El mundo existiría lo mismo con hombres que sin ellos, porque existiría en la sugestión de la Idea. Sin hombres existió, antes que la evolución animal los produje­se. La sugestión universal es lógica y sistematizada; lo que una vez pone no lo retira ya.

El hombre puede y debe afirmar la realidad del mundo, siquiera sospeche que sólo es una apariencia, pues que, como tal apariencia, es realidad. Que no sea realidad material im­porta poco; así como para apagar la sed, nada interesa que el agua sea un compuesto de oxígeno y de hidrógeno, ó nada significa, para juzgar si un color es verde, que esté en el objeto, en el aire, en la refracción de la luz, en nuestro ojo ó dentro del cerebro.

Ciencia y filosofía inducen á creer que no están las cuali­dades en las cosas, sino en nosotros mismos, que las senti­mos de cierta manera; pero por creer esto, no se ha de re­chazar el testimonio de los sentidos, medios sin los cuales nos sería imposible sentir ni interpretar ninguna realidad.

¿Por qué no dar crédito al testimonio de nuestros senti­dos? ¿No son ellos los que despiertan el sentimiento de nuestra existencia? ¿No es la conciencia, el pensamiento de nuestras sensaciones?

Sí; debemos creer que nuestros sentidos no nos engañan; que lo que se engaña en nosotros es el sentido común, la parte superficial y grosera de nuestro ser, que interpreta mal los signos comunicados por los sentidos. Los sentidos sólo nos ponen en contacto con una realidad de espíritu y de fuerza; ellos nos comunican movimientos y nada más.

¿Por qué interpretar una simple sensación de movimien­to atómico por materia ó cuerpo? La razón debe enmendar

294 FILOSOFÍA

(i) JDer Pliilosophische kriticismus uiu¡4seine Bidentungfür die positive tvissenschaft.

este error. Nada importa que el espíritu vulgar crea firme­mente realidades aquellos modos del ente que son, sin du­da, ilusiones; basta que no se engañe en lo principal, en la existencia; porque aunque la naturaleza sea una sugestión, nuestra conciencia del mundo responde siempre á algo real. Hay algo que nos conmueve y cambia, y algo cambiado y conmovido en nosotros; y aunque estas modificaciones sean interiores, dan firmísima confianza en la existencia. Pero lo que destruye por completo la creencia en la reali­dad objetiva es la antinomia inexplicable en esa suposición, entre el fenómeno psíquico y el proceso material; es decir, la imposibilidad en que el realismo materialista se encuen­tra de explicar, cómo la conciencia puede surgir de proce­sos materiales, siendo al mismo tiempo impotente para obrar sobre ellos. Pues esta antinomia que no tiene solu­ción por el realismo, la tiene por la sugestión, que puede cambiar la personalidad y la conciencia. La antinomia cesa, siendo todo espíritu.

El realismo materialista queda desarmado ante las obser­vaciones de la ciencia misma, y todos sus argumentos para probar la existencia del mundo de los cuerpos, se deshacen ahora con facilidad. La continuidad del mundo objetivo, aunque es un hecho de experiencia, se explica perfecta­mente por la sugestión persistente y sistematizada. Los hechos del hipnotismo han venido á destruir el argumento de Maine de Biron, según el cual, la existencia de la mate­ria estaba demostrada por el sentimiento del esfuerzo que había que desplegar para vencer su resistencia, pues en la sugestión se prueba el mismo esfuerzo. ' Decir con Riehl (i) que los sentimientos altruistas de­muestran la realidad material por la existencia de otros se­res semejantes y compañeros, es decir más de lo que pue-

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 295

«de decirse, pues esos sentimientos sólo prueban la existen­cia de seres sometidos á idéntica sugestión general. Es una revelación de seres, no de cuerpos. Nosotros podemos, por segurísima analogía, creer en los seres animados, pero la existencia de otros seres no prueba la realidad objetiva ma­terial. Lo único que se deduce de las sensaciones ó signos •cerebrales es la existencia de fuerzas, de movimientos, de espíritus. Habrá fuerzas, habrá espíritus. Esta es la sola realidad.

La ciencia, operando sobre productos de sugestiones ló­gicas y persistentes, tiene buen fundamentó, pero es preci­so que tenga más confianza en la razón. La razón humana tuvo su evolución en el seno de la dialéctica universal, y por lo tanto está conforme con ella. Sus inducciones, sus hipótesis descubren y adivinan los propósitos del Incons­ciente, porque el Inconsciente y la razón tienen una misma naturaleza. La autoridad de la razón es, pues, tan grande como la autoridad del hecho.

Los hechos maravillosos que hemos expuesto y explica­do, son precisamente los datos que faltaban para resolver el gran problema del conocimiento. Puede elegirse ahora, con seguridad, una de las tres soluciones propuestas para explicar las relaciones del espíritu y del mundo exterior.

La primera, que es la del sentido común, y la dé Reid, sosteniendo que los cuerpos son tales como los percibimos, independientes, exteriores, materiales y existentes porque Dios lo quiere así, se ve desechada, no sólo en la historia de la filosofía sino á consecuencia de todos los descubri­mientos científicos transcendentales. No hay que hablar de ella.

En las ideas representativas ó ideas imágenes percibidas en nuestro espíritu por operación divina, según Malebran-che, ó por magia natural según Locke, y no en los cuerpos, es donde está la solución. Es la misma, en último resulta­do, que la adoptada últimamente por la ciencia y por la

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filosofía modernas, que es ésta: los cuerpos no son más. que nuestras propias sensaciones, exteriorizadas, ordena­das según las leyes y erigidas en objetos.

Entre estas dos soluciones, que podemos llamar solución científica y solución filosófica, sólo hay una pequeña dife­rencia, y es, que en la científica, una vez suprimidos los cuerpos, no se asigna causa á la sensación, mientras que en la filosófica, se atribuye á operación divina. ¿Cuál es más completa y conforme con los hechos?

Hemos visto que lo maravilloso no tiene otra explicación que lo Inconsciente, y hemos demostrado que lo Incons­ciente es lo divino. Siendo pues la sensación, y la idea-ima­gen que la despierta, hechos maravillosos, su causa inme­diata ha de ser necesariamente, operación divina.

Pero si se prescinde de esta diferencia, tan ideal es una solución como la otra.

A pesar de su perfecta ideidad, esta solución de las sen­saciones exteriorizadas es la adoptada por las escuelas cien­tíficas más importantes; por la de Stuart Mili, por la de Kant, por la de Herbert Spencer, que no tiene inconve­niente en aliar como nosotros el realismo más puro, con el ideísmo menos material.

Si, pues, el positivismo, que lleva hoy la representación de la ciencia y de la filosofía, es ideísta, y concibe y afir­ma la realidad del mundo, sin materia, ¿por qué no ha de admitir la hipótesis de la sugestión universal, para explicar­lo, siendo la única, verdaderamente racional, por analógica y científica?

¿No vale esto más que el papirotazo inicial del movi­miento?

C A P Í T U L O I I I

LA ÚLTIMA HIPÓTESIS

Oficio es de la ciencia mostrar en los fenómenos las cau­sas inmediatas, que á su vez han de ser efectos de otras causas; mas en la serie de las causas, necesariamente ha de haber una causa primera; si no existiese, la ciencia marcha­ría siempre, como judío errante, de causa en causa, sin en­contrar nunca su síntesis, y la naturaleza, verdadera Pené-lope, estaría tejiendo y destejiendo eternamente, sin pro­ponerse un fin. En esta concepción de la naturaleza, la cien­cia, no pudiendo salir nunca del análisis, se hace inútil, por­que mil hechos no explicarían más que uno. Si hay sínte­sis más explicativa que el análisis, es que la naturaleza sabe lo que hace y lo que quiere.

Hay hechos, como los hechos maravillosos que hemos expuesto, cuya causa inmediata ni es física ni química, y entonces, ó quedan sin solución los más grandes problemas de la vida y del espíritu, ó es preciso reconocer la insufi­ciencia del método, echándose en brazos de la razón y de la hipótesis.

Es cierto que la hipótesis es más propia de la filosofía que de la ciencia, pero se han compenetrado tanto las dos en estos últimos tiempos, que hablar de la una es hablar de la

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otra. En esta compenetración ha salido perdiendo la filoso­fía, porque ya no se estudian relaciones, ni se atiende al orden ó á la ley, cosas tan reales como la existencia misma del hecho ó del objeto.

En el cerebro humano, por ejemplo, no se ve más que un órgano de percepciones y de asociaciones de contigüidad y semejanza: la función principal, la coordinación de los actos y de las impresiones, el ser oculto allí, pasa desapercibido. La combinación inteligente, el plan, el designio, para nada entran en el estudio científico. Por eso se niega también lo que más brilla, y parece inconcebible que se niegue: la fina­lidad en las obras de la naturaleza.

Es imposible que la ciencia moderna, con ese método em­pírico , reduciéndolo todo á fenómenos físicos y químicos, explicándolo todo por causas materiales inmediatas, des­atendiendo enteramente la ley de orden y de armonía, pue­da llegar á la unidad á que aspira, ni á producir, con su síntesis, una verdadera y completa filosofía. Y la filosofía, científica como debe ser, teniendo por cimiento los hechos, no se comprende sin inducción y sin hipótesis.

La ciencia misma tiene cada vez mayor necesidad de hi­pótesis generales. La hipótesis es la inteligencia humana cerniéndose sobre los hechos, abarcándolos en una intuición clarovidente y descubriendo la causa lejana, origen de la ley que los produce.

La mayor parte de los descubrimientos han sido debidos á una teoría, á una concepción preconcebida, es decir, á una hipótesis. No hay hecho, apenas, en las ciencias naturales, que no haya sido adivinado por el presentimiento, antes de ser verificado por la observación. Los grandes hombres de ciencia deben el éxito al atrevimiento de sus hipótesis. Si Keplero hubiera seguido tímidamente el método, y si, como le recomendaba su maestro Ticho, dejara «sus vanas especu­laciones», aquellas especulaciones que eran las inducciones de su genio, jamás se hubieran descubierto acaso sus admi-

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 299

rabies leyes. A esa confianza en la razón y en la hipótesis, que el vulgo tiene por sueño y por locura, son debidos, siempre los descubrimientos.

Jamás, por la sola observación siguiendo el método, hu­biera podido Newton formular aquella su proposición defi­nitiva: «Los cuerpos planetarios se atraen en razón directa »de la masa é inversa del cuadrado de la distancia,» la más admirable de las leyes conocidas por la ciencia, si no se hubiera guiado por las anteriores, libres especulaciones de Keplero.

Sise rechazasen, como quieren Comte y Stuart Mill, todas las hipótesis que no pueden ser sometidas al testimonio de la observación ó no pueden ser traídas á un hecho proba­do, sería preciso condenar las teorías de las nebulosas, de la evolución, de la gravitación, que se fundan en hipótesis de esta clase; sería preciso prohibir toda especulación sobre fenómenos geológicos y astronómicos que, dependiendo de causas pasadas, no pueden recibir verificación más que in­directamente y por analogía con causas actuales.

Las fases de la evolución de la tierra y de la evolución animal se explican por la suposición de que- las causas que vemos en funciones hoy, han sido los agentes de aquella evo­lución, y esta suposición ha sido justificada por el socorro que ha traído á las investigaciones científicas y por la luz que ha esparcido sobre un gran número de problemas.

La utilidad de la hipótesis para ilustrar otros hechos de experiencia, puede ser considerada como una verificación indirecta.

Esta aceptación de las hipótesis verificables por su utili­dad es científica y transcendental. Las escuelas científicas que admitieron sin vacilar, y proclamaron como verdades la evolución y el transformismo, sin más verificación que aque­lla utilidad y la inducción ó la causalidad analógica, no pue­den ya negarse á recibir hipótesis de la misma clase.

Sí; desde el momento en que esas escuelas han admitido

3P0 FILOSOFÍA

( I ) Les problêmes de la nature, pág. 93.

que una piedra ó un bronce de las edades prehistóricas, por presentar la configuración de un hacha ó de un utensilio cualquiera, probaban la existencia del hombre en tan remo­tos períodos, desde ese momento han reconocido y acatado la legitimidad de la inducción causal y analógica en todas las hipótesis.

Un ojo humano, un órgano cualquiera, prueba tanto la existencia de un poder superior, inteligente, consciente y personal, por ese mismo método analógico, como el hacha de sílex prueba la existencia del hombre en la edad de piedra.

Habiendo aceptado las inducciones prehistóricas, hay que reconocer las causas finales.

¿Por qué otro procedimiento se ha creído en el hombre primitivo?

¿No es por la causa final? ¿No es este el antiguo y perfecto modo de discurrir de

Voltaire: esta obra necesitó un obrero? ¿No es reconocer en la ciencia y en la filosofía, los dere­

chos de la inducción, hasta las últimas consecuencias? Pues, si creéis en las formas de vuestra razón para lo

uno, ¿por qué no habéis de creer también para lo otro? Pero, ¡ si tenéis también la hipótesis del éter!: «Lejos de mi el pensamiento de querer arrojar el menor

»descrédito sobre las ciencias—dice Laugel ( i ) — pero no »sirve nada ocultar que el inmenso edificio de lá física mo-¡>derna reposa sobre una simple hipótesis... el éter. Ningu-»no de nuestros sentidos puede percibir el éter, pero nues-»tra razón lo percibe; y la ciencia no solamente es hija de »la observación, sino que también lo es de la razón.»

En efecto, «la ciencia ha llenado todo el universo de una >sustancia diferente de todas las sustancias conocidas, que »está por todas partes y que no se puede coger en ningu

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 3OI

(1) Spiller. Gott ¡ra Lichte der Naturwissenschaften.

»na, cuya existencia no hay experiencia directa que pueda »demostrar, porque escapa al análisis; se dice, en fin, que «existe porque debe existir.»

Esta concepción del éter, ¿es positiva? ¿Obedece al mé­todo proclamado único por la ciencia?

Existe, se dice, porque debe existir. Es una sustancia que está por todas partes, pero que no se deja coger en nin­guna; pero se admite, porque sin ella no podrían explicarse los fenómenos de luz y de atracción.

Con el mismo derecho podemos decir nosotros, que ad­mitimos la hipótesis de Dios, porque sin ella no pueden explicarse los fenómenos de adivinación y sugestión. Si necesitáis el éter para las interferencias luminosas, nosotros necesitamos á Dios para todas las maravillas de la creación.

Todo lo que decís del éter puede decirse con más razón de Dios: «Existe porque debe existir.» «Su sustancia está sen todas partes, pero no se deja coger en ninguna.» «Nin-»guna experiencia directa puede demostrar su existencia, »pero nuestra razón lo percibe.» Todo, todo esto se puede decir de Dios. ¿Por qué pues, admitir la hipótesis del éter, y no admitir la de Dios? No se concibe una falta de lógica tan grande, á no ser concediendo una especie de divinidad al éter. Por eso declaró Spiller ya , sin ambages ni rodeos, que «el éter es Dios» (i) .

Pensándolo bien; ¡cuánto más necesaria es para la expli­cación del mundo, la hipótesis de Dios, que la del éter para explicar el sol! Porque, ¡quién sabe! acaso llegue á expli­carse la acción del sol de otra manera, sin la necesidad de recurrir al éter, pero el mundo siempre tendrá necesidad de Dios.

La hipótesis del éter es una buena y firmísima hipótesis, sin embargo, por lo mucho que explica, pero los hombres de ciencia no sospechan acaso, que al admitirla, han abierto

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de par en par las puertas de la ciencia al esplritualismo. Como quiera que se considere, en efecto, aquella hipóte­

sis, la lógica conduce sin remedio á la concepción de Bos-covitch, es decir, á supone/' el átomo de éter como un sim­ple punto matemático, un centro de fuerza. La fuerza es un impulso, y el átomo de éter ocupa el vértice de un án­gulo imaginario á donde van á parar los rayos de la fuerza. La fuerza en toda concepción atómica es exterior al átomo. ¿De dónde sacaría el átomo su fuerza? Pero si el impulso viene de fuera, ¿de quién viene? Es preciso buscar algo su­perior al éter todavía.

Y si se admite la teoría del átomo torvellino de Thom­son, el resultado es el mismo.

Había probado Helmholtz en 1858, que las partes de un fluido incomprensible, en las cuales se produce una rota­ción, la conservan siempre, distinguiéndose desde entonces de las otras. Probó también, que estas partes deben ser dispuestas en filamentos, cuya dirección es, en cada punto, el eje de rotación, y que estos filamentos no tienen fin, es decir, que forman curvas cerradas ó que se terminan en la superficie libre del fluido. De ahí sacó Thomson su idea de que, lo que nosotros llamamos materia puede consistir en partes rotativas de un fluido perfecto que llena el espacio de una manera continua. Pero en esta definición de la ma­teria va implicada la necesidad de una acción exterior, por­que en un fluido, esa rotación necesaria para la disposición -filamentosa ó material no puede ser producida ni destrui­da sino por la frotación ó rozamiento interior, y en un fluido perfecto, todo movimiento propio es imposible. Esto, aparte del plan ó del designio, que tampoco se concibe en un fluido.

De todos modos y en todas las hipótesis, el impulso tiene que venir de fuera. ¿De dónde?

La necesidad de otra más alta hipótesis está bien de­mostrada.

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 303.

La del éter, sin embargo, basta para sacar lógicamente consecuencias importantes.

Supongamos, (¿por qué no nos ha de ser permitida una suposición á nosotros también?) supongamos, no ya la existencia de Dios, sino la de los mundos esparcidos en el inmenso espacio, poblados de seres, como es bien natural, pues algún objeto han de tener, y en alguno de ellos una humanidad ó llámese como se quiera, muy superior en evolución, y por lo tantd, en fuerza y en inteligencia al hombre de este mundo. Es una suposición muy racional que, como tal hipótesis, nadie puede rechazar.

Pues bien, esos seres superiores han llegado á compren­der una gran parte de esas leyes naturales que nosotros no hemos llegado á vislumbrar siquiera. Dotados de más y de mejores sentidos que los hombres, y de una superior inte­ligencia, han podido alcanzar el secreto de la fuerza, y por medio de un acto sencillísimo de su voluntad, disponer de ella á su albedrío.

¿Por qué no podría ser así? Concíbese que el origen ó principio de las fuerzas sea muy simple, delicado y fácil de remover. Un pequeño cambio de vibración etérea puede desarrollar una fuerza capaz de destruir un mundo. Su­cede en esto lo que en las máquinas de equilibrio inesta­ble: un fusil, por ejemplo, cuya explosión es debida al in­significante movimiento de un dedo. Supuesta la vibración molecular ó etérea: luz, calor, electricidad, con un simple movimiento inicial puede incendiarse todo un sistema pla­netario.

Lo ha dicho Franklin: « Es imposible imaginar el grado »al cual podrá elevarse dentro de mil años el poder del «hombre sobre la materia.» Y Renán, á su vez, «¿Quién »sabe, exclama, si la ciencia infinita no traerá consigo el »poder infinito?»

Y ¿quién dice á Renán que esto no haya sucedido ya en alguno de los otros mundos más antiguos que éste?

304 FILOSOFÍA

En ese caso, un ser ó seres con ese poder infinito serían un hecho ya.

De esta suposición hay que partir: Concebir la existencia de un ser ó varios seres poderosos é inteligentes que, ha­biendo llegado á ese grado de evolución que esperan Fran-klin y Renán, pueden estar ya en condiciones de dominar invisiblemente los elementos de nuestro mundo.

¡Y qué! ¿Creéis que no habrá en todo el universo uno ó muchos seres de esta clase? ¿Por qué no? Así como hay hombres en la tierra, ¿por qué ha de ser irracional é impo­sible que haya seres muy superiores al hombre en otros mundos?

Dejar de admitir esta suposición es lo irracional. Admitida, pues, deben admitirse también diferentes con­

diciones de vida en esos seres, que en nada repugnan á la composición atómica del universo. Dotarles de un cuerpo invisible ó etéreo, no será una suposición anticientífica, puesto que según la ciencia existe el éter. No es menos admisible conceder á esos seres etéreos la facultad de rá­pida traslación por el espacio. Seres de esta naturaleza irán de un mundo á otro con la velocidad del relámpago. Su cerebro tendrá una finura de complexión muy exquisita. Acaso el nuestro debe lo que es á fuerzas parecidas, pero albergadas en grosera masa. Mejor se concibe un cerebro etéreo que uno humano.

Estos seres, pues, cuya existencia, la ciencia, si ha de haber lógica, no puede tener por imposibles, pueden venir á visitarnos si les place, pueden vernos, hablarnos, produ­cir á nuestro lado fenómenos cuya causa nos admire ó nos espante por invisible y misteriosa.

Nuestro cerebro está repleto de éter, como todos los mundos; un pensamiento, un recuerdo, la más simple idea, el más insignificante movimiento atómico, producido en alguna parte de la masa encefálica, es transmitido por los infinitos espacios hasta los más desconocidos mundos; por-

DE LO MARAVILLOSO POSITIVO 305

que es cosa sabida, que la más ligera comprensión en el éter se propaga con una velocidad infinitamente mayor que la de la luz.

Si un ser* hay en alguno de esos mundos capaz de enten­der ese movimiento signo en que va envuelta la idea, como el telegrafista entiende los golpes del manipulador, no ha­brá secreto ninguno en el Universo para ese ser.

Por un admirable efecto que se explica, así como las on­das sonoras que salen de una orquesta en nada se estorban ni entorpecen unas á otras, llevando cada una el sonido puro y especial de su instrumento á los oídos de la concu­rrencia, así la ondulación ó vibración etérea camina sin perder su propio movimiento, ni mezclarse con las otras in­finitas que la acompañan. El gran director de la sinfonía del Universo, puede oir ó sentir distintamente cada una de ellas, con más exactitud que el director de orquesta oye y aprecia las notas de cada uno de sus músicos.

La oración mental llegará á aquel ser tan pronto y fácil­mente, como si él estuviese dentro de nuestro pensamiento. Por este lado, lo mismo da figurarse á Dios dentro del mundo que fuera de él. Pero, no sólo á Dios llegarán las más ocultas ideas y los más fugaces sentimientos, sino á cualesquiera otros seres superiores, cuya naturaleza les pon­ga en aptitud de relacionarse con el éter y entenderlo.

El éter es, sin duda, el medio de comunicación de las más elevadas é inteligentes criaturas.

¡La vida en el éter! He aquí un ideal traído por la ciencia ¿Renegará ella de

su propia obra? El hombre empieza á participar de esta vida etérea por

la luz. El éter hace verdaderas maravillas con ella. Los mundos y los seres se están fotografiando en el espacio, en todos los momentos. Las imágenes se suceden unas á otras hasta lo infinito. La historia de la tierra, allí, en los espa­cios sidéreos, queda retratada; y si después de abandonar

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estos pobres restos humanos, subsiste algo de nosotros que pueda ir á gozar de esa otra vida celestial y espléndida, contemplará este mundo, desde las alturas, en todos los as­pectos que desde su origen ofreció el planeta á*la reflexión de la luz. ¡Qué esperanzas y qué consuelos llevan estos des­cubrimientos asombrosos á los que los saben apreciar y comprender! ¡Qué! ¡Podremos vernos tal cual estamos aho­ra y estuvimos en las diferentes fases de la vida, á nosotros, á nuestros hijos, á los contemporáneos todos, á los pasados y á los que vendrán después de cientos y millares de años, con sólo ir al encuentro de esos rayos de luz que llevan consi­go las imágenes! Podremos estudiar de esa manera la historia de los mundos, gozar del glorioso espectáculo de la creación y de la conservación del Universo, y, ¿no habrá de ser así?

Todas esas espléndidas perspectivas cuya existencia se prueba y demuestra de un modo matemático, ¿no habrán de tener espectadores? Esto sí que sería el colmo de lo absurdo.

No; nosotros esperamos ver todo eso y mucho más...; pero, basta de lo que pudieran tomar algunos por pura fan­tasía, siendo como son, sin embargo, lógicas deducciones de las premisas establecidas por la ciencia misma.

La suposición de la existencia de seres invisibles no es anticientífica, porque lejos de haber algo en la ciencia que nos prohiba dudar de la existencia de sustancias inmateria­les, todo en ella, al contrario, nos presenta analogías que nos llevan directamente á esta opinión. Se supone, en efec­to, y se nos hace creer, con abundantes pruebas, en un fluido, el éter, esencialmente diferente de la materia, pro­duciendo fenómenos admirables de luz y de calor, de atrac­ción y de gravitación, incompatibles todos con los cuerpos materiales, que parecen penetrados hasta sus partes más recónditas por tan extraño agente; es natural, por lo tanto, llevar la inducción y la analogía más lejos, elevándose á entidades más inmateriales aún, y espirituales. Si existe á nuestro lado el éter invisible, sutil, incoercible, impondera-

D E L O M A R A V I L L O S O P O S I T I V O 307

ble, influenciando de tal manera todo nuestro mundo ¿qué extraño es suponer y aun creer que existan otros universos en los que ningún sentido humano pueda penetrar?

Tampoco hay razón científica ninguna que haga increí­ble la presencia de estos entes espirituales en los lugares mismos ocupados por los cuerpos materiales, puesto que se comprende el éter inundando y compenetrando los cuerpos todos. La ciencia misma que nos ha enseñado á ver en la naturaleza rebosar la vida por todas partes, que nos ha de­mostrado la posibilidad de la existencia en los mundos ce­lestiales, que nos ha descubierto la realidad de los organis­mos microscópicos, ¿por qué no ha de admitir la hipótesis de los seres etéreos invisibles? ¿Por qué ha de negar tan tercamente toda una importantísima clase de fenómenos que se podrían explicar con esa hipótesis? ¿Por qué, en un medio etéreo, que nuestra pobre organización no puede percibir, no habrá de funcionar un órgano, como el cerebro humano, y residir una inteligencia superior?

No tiene sólo por morada el pensamiento el cerebro hu­mano; los cerebros de la hormiga y de la abeja obedecen á un plan perfectamente distinto. Más parece amoldarse por su naturaleza el pensamiento al éter, que á una masa ence­fálica. Si hay seres inteligentes en el éter, que no conozcan al hombre, se admirarían muchísimo si se les dijese, que el pensamiento en la tierra está encerrado en una caja de hueso, y que reside en una materia espesa y coagulada. Im­posible sería que concibiesen una cosa tan espiritifal y divi­na, sometida á tan groseras y ruines condiciones. Mucho más difícil sería convencer á un habitante del éter, de la existencia humana, que á los sabios del mundo, de la exis­tencia del habitante del éter.

No hay nada, pues, en la ciencia ni en la filosofía, que demuestre la imposibilidad del mundo invisible, ni que tien­da siquiera á hacernos dudar de la existencia de seres inte­ligentes inmateriales.

308 FILOSOFÍA

FIN

Si la ciencia los niega, es que no encuadran en la peque­ña sinopsis, en la que un método insuficiente y mezquino quisiera encerrar las leyes de todos los universos.

Y ahora, justificada nuestra hipótesis, diremos en resu­men: que así se miren los últimos colosales esfuerzos de la metafísica, como las minuciosas observaciones de la cien­cia, el resultado es el mismo: fuerza y sabiduría, es decir, voluntad é idea bastan para explicar el mundo.

Como quiera que se entienda el error de Hegel, si la con­ciencia de Dios está en formación, no será ciertamente el espíritu del hombre su máximum de desenvolvimiento, sino el del ser más elevado del más antiguo de los Universos.

Un ser ó varios seres de uno de estos órdenes, en los úl­timos límites de una evolución casi eterna, pueden causar en nosotros, por una sugestión sistematizada y permanente, esa apariencia del mundo de los cuerpos, real creación de su sabiduría.

Es una consecuencia religiosa que la ciencia no puede re­chazar, en buena lógica.

Lo divino, en último extremo, no es más que esto: una superioridad misteriosa; así como lo religioso es una depen­dencia reconocida.

Las hipótesis crecen y se ensanchan á medida que la cien­cia extiende sus dominios; llega un tiempo en que las hipó­tesis limitadas de nada sirven.

Hemos visto al positivismo, representado por Herbert-Spencer, chocar en la «Energía infinita y eterna» como en la razón última de las cosas. Es que la ciencia, como el mar en las costas, toca ya en las orillas de lo divino.

No falta más que atribuir á esa energía primera, el desig­nio, la sabiduría.

Esta debe ser la última hipótesis: Dios.