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FICCIÓN DE LA NOMENCLATURA DSM Y REALIDAD DEL SUFRIMIENTO PSÍQUICO: UNA LECTURA PSICOANALÍTICA DE LOS LLAMADOS “TRASTORNOS GENERALIZADOS DEL DESARROLLO NO ESPECIFICADOS” A PARTIR DE LA HORA DE JUEGO Consuelo SPENCER El éxito del término “innovación” parece totalmente coherente con nuestra época actual: estamos en los inicios de un nuevo siglo y sumergidos en una renovación tecnológica tan insistente que ya ha dejado de sorprendernos. Paralelamente, seguramente el abuso de este concepto sobre el cual de pronto todo el mundo parecía comenzar a hablar, ha conducido a concebirlo como el motor ideal de un cambio, positivo, para el cual basta tan sólo “inventar”. En este último caso estaríamos más bien frente a una “ficción” o al menos una innovación ficticia o pseudo-innovación, como lo según, según mi punto de vista, el caso de las siguientes entidades nosográficas introducidas por la psiquiatría en los últimos cuarenta y cinco años y para las cuales conservaré su expresión original, en inglés: « Disintegrative psychosis of childhood » (1969) « Progressive disintegrative psychosis of childhood » (1977) « Multiplex Developmental Disorder » (1986) « Multiple Complex Developmental Disorder » (1993) « Pervasive Developmental Disorder » (1987) « Pervasive disintegrative disorder » (1988) « Multidimensionally Impaired Disorder » (1998) Según la teoría propuesta por Norbert Alter (2000 1 ), estas categorías nosográficas habrían permanecido en la fase “precoz” de simple la invención, puesto que para este autor, la innovación correspondería esencialmente al proceso de socialización y de aceptación que permite transformar un descubrimiento en nuevas prácticas. Más allá de la relativa concurrencia de estas siete categorías nosográficas, la proximidad léxica de sus términos (y esto sin siquiera referirme a las siglas que las representan, tales como MDD y McDD) se encontraría al origen de una notable confusión en la medida en que el clínico, encontrándose frente a sutiles y mínimas variaciones semánticas, sería incapaz de distinguir si se trata de una nueva entidad clínica, de una versión algo distinta de una entidad ya existente, o bien de la misma pero que ha sido simplemente nombrada de una manera diferente. Me pregunto yo, en este punto, si algún profesional de la salud se sirve de la expresión “psicosis desintegrativa y progresiva del niño” o del “trastorno generalizado de desintegración” para referirse a j óvenes pacientes que padecen de alteraciones mentales severas. 1 L’innovation ordinaire (2000).

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FICCIÓN DE LA NOMENCLATURA DSM Y REALIDAD DEL SUFRIMIENTO PSÍQUICO: UNA LECTURA PSICOANALÍTICA DE LOS LLAMADOS “TRASTORNOS GENERALIZADOS DEL DESARROLLO NO ESPECIFICADOS” A PARTIR DE LA HORA DE JUEGO

Consuelo SPENCER

El éxito del término “innovación” parece totalmente coherente con nuestra época actual:

estamos en los inicios de un nuevo siglo y sumergidos en una renovación tecnológica tan

insistente que ya ha dejado de sorprendernos. Paralelamente, seguramente el abuso de

este concepto sobre el cual de pronto todo el mundo parecía comenzar a hablar, ha

conducido a concebirlo como el motor ideal de un cambio, positivo, para el cual basta tan

sólo “inventar”. En este último caso estaríamos más bien frente a una “ficción” o al menos

una innovación ficticia o pseudo-innovación, como lo según, según mi punto de vista, el

caso de las siguientes entidades nosográficas introducidas por la psiquiatría en los últimos

cuarenta y cinco años y para las cuales conservaré su expresión original, en inglés:

« Disintegrative psychosis of childhood » (1969)

« Progressive disintegrative psychosis of childhood » (1977)

« Multiplex Developmental Disorder » (1986)

« Multiple Complex Developmental Disorder » (1993)

« Pervasive Developmental Disorder » (1987)

« Pervasive disintegrative disorder » (1988)

« Multidimensionally Impaired Disorder » (1998)

Según la teoría propuesta por Norbert Alter (20001), estas categorías nosográficas

habrían permanecido en la fase “precoz” de simple la invención, puesto que para este

autor, la innovación correspondería esencialmente al proceso de socialización y de

aceptación que permite transformar un descubrimiento en nuevas prácticas. Más allá

de la relativa concurrencia de estas siete categorías nosográficas, la proximidad léxica

de sus términos (y esto sin siquiera referirme a las siglas que las representan, tales

como MDD y McDD) se encontraría al origen de una notable confusión en la medida en

que el clínico, encontrándose frente a sutiles y mínimas variaciones semánticas, sería

incapaz de distinguir si se trata de una nueva entidad clínica, de una versión algo

distinta de una entidad ya existente, o bien de la misma pero que ha sido simplemente

nombrada de una manera diferente. Me pregunto yo, en este punto, si algún

profesional de la salud se sirve de la expresión “psicosis desintegrativa y progresiva del

niño” o del “trastorno generalizado de desintegración” para referirse a jóvenes

pacientes que padecen de alteraciones mentales severas.

1 L’innovation ordinaire (2000).

Lo que obviamente no se puede negar es que estos niños, cual sea el nombre a través de

los cuales se los identifica, sufren y que ese sufrimiento sin lugar a dudas se agudiza

como consecuencia de la falta de conocimiento o más bien, según mi parecer, el des-

conocimiento que las rodea, como lo es en el contexto chileno en relación a la psicosis

infantil según lo que pude observar en un terreno de investigación que realicé en Chile en

2011 y cuyos resultados aparecen resumidos en mi tesis doctoral publicada en 2014. En

este país existe la creencia bastante generalizada, y por qué no decirlo antojadiza, de que

una psicosis no se presenta en menores de once o doce años.

Está posición o actitud que yo considero como una dificultad para pensar la locura del

niño (La palabra locura me parece, personalmente, siempre necesaria de asociarla a su

traducción francesa “folie”, como lo escribe Milan Kundera en su novela de 1990 La

inmortalidad, las palabras “fou”, “folle” y “folie" tienen en francés una resonancia mucho

más poética que en las otras lenguas), estaría estrechamente relacionada con la esencia

misma de la patología (Spencer, 2014) que, como bien lo saben los psicoanalistas que

trabajan con niños psicóticos y como bien lo sugirió Frances Tustin, tiende a producir

desorden y confusión tanto en el analista que en el setting de trabajo ¿Pero esta

confusión y este desorden son realidad o ficción?

.

Si bien no se tratan de evidencias de laboratorio, los fenómenos transfero-contra-

transferenciales son sin duda reales y su realidad puede inferirse precisamente de los

efectos que estos producen no sólo en el terapeuta sino más ampliamente en la

nomenclatura internacional (Spencer, 2014). Como lo señala Neyraut (1974), es evidente

que, a pesar de las pruebas “reales”, si la contra-transferencia da cuenta de una cierta

manifestación susceptible de acreditar una tendencia o un fantasma prestado al analista,

esta manifestación no tendría necesidad de ningún otro soporte material para

transformarse en realidad psíquica: ella sería para el paciente, escribe Neyraut, “más real

que la realidad”. De la misma manera, los sueños, manifiestamente compuestos de

ficción, constituyen la vía regia al inconsciente y representarían por lo tanto aquello aue es

más íntimo al sujeto ¿Pero cómo se puede demostrar (objetivar, comprobar), por ejemplo

para efectos de contribución al conocimiento de la comunidad científica, la realidad de la

angustia que caracteriza la psicosis de tipo esquizofrénico sobre todo en niños que

precisamente por el estadio de desarrollo en que se encuentran no poseen el vocabulario

que podría considerarse necesario para dar cuenta de una tal vivencia?

Considero que esta angustia, que en caso de una psicosis de tipo esquizofrénico y según

mis hipótesis de trabajo que se apoyan a su vez en el pensamiento de Klein, remite a un

no saber no saber dónde se encuentran los pedazos de sí mismo que se encuentran

dispersos en el exterior, es fundamental a la hora de elaborar el diagnóstico de patologías

severas de la infancia y que ésta debe ser, según la expresión utilizada por el filósofo

francés Maine de Biran (1807), “apercibido” contra-transferencialmente por el terapeuta.

A una época en que el ideal de la “especificidad” - en psicopatología aquella de los

trastornos – se encuentra sumamente exaltada, es a la especificidad de la transferencia

que propongo de poner en relieve en este trabajo y esto principalmente al interior de la

clínica de la psicosis infantil y más precisamente dentro de los primeros encuentros entre

terapeuta y paciente, encuentros orientados al establecimiento del diagnóstico de este

último.

Los clínicos que utilizan las clasificaciones internacionales se aproximan al paciente a

través de criterios destinados a eliminar toda ambigüedad (Darcourt, 2006). Como si fuera

posible evadir el hecho de que la tarea clínica, consistente en establecer un diagnóstico

que represente de manera más o menos correcta el funcionamiento psíquico del sujeto,

es por definición muy compleja. Y esto, negando igualmente el lugar reservado para

aquello que cada paciente aporta de singular. Estos criterios, que conocemos bien2,

generan una exigencia que, como lo plantea Guy Darcourt3, vuelve imposible la atribución

de un diagnóstico a todos los casos observados. Si se observa esta situación a partir de lo

que Michel Foucault (1972) llama “constelaciones”, se puede constatar la presencia de un

exceso de niños manifestando afecciones mentales severas y que no son incluidos en las

clasificaciones propuestas por la APA y la OMS.

La mayor parte de estos niños permanecen agrupados en las categorías nosográficas

“residuales” “no especificado” (DSM) o “otros trastornos, sin precisión” (CIM). A través de

esta operación, los sistemas de clasificación actuales dejan de lado a un gran número de

niños cuya patología, aunque severa, no corresponde a ninguna de las categorías

identificadas en el capítulo de los “trastornos generalizados del desarrollo” (Bursztejn,

2003). De esta manera, los niños que sufren de “psicosis desintegrativas” (Debray-Ritzen,

1976) o “desorganizadoras” (Manzano-Garrido y Palacio Espasa, 1983) o “de tipo

esquizofrénico” (expresión utilizada tanto por Margaret Mahler que por Frances Tustin),

temática que trabajé en mi tesis doctoral, recibirán sistemáticamente el diagnóstico de

“trastorno generalizado del desarrollo no especificado”. Más aún, este diagnóstico será

muchas veces reducido a un simple “TGD no especificado”.

Pero ¿qué es lo que quiere decir el término de “trastorno generalizado del desarrollo no

especificado”? ¿A qué configuración psíquica remite, o más bien, qué variedad de

“trastornos” comprende (más allá de aquellos trastornos pertenecientes al espectro

autista, al Trastorno de Rett y del Trastorno desintegrativo infantil que, históricamente, ha

excluido desde siempre a la esquizofrenia infantil)? Frente a este tipo de cuestiones

vemos el ideal de la especificidad volar en pedazos…

El psicoanálisis nos ofrece un conocimiento y unas herramientas de exploración muy

valiosas en la elaboración de un diagnóstico más fino, más específico, pero donde la

especificidad es ajena a aquella propia a los trastornos. El juego analítico puede bien

2Un número suficiente de síntomas, una duración mínima, un grado de gravedad mínima que

genere un sufrimiento clínicamente significativo o una alteración del funcionamiento social, profesional o de otras áreas (APA, 2000). 3 Darcourt, op. cit.

salirse de su contexto clásico de la cura para representar la técnica utilizada en la

exploración diagnóstica.

Como lo señala Melanie Klein (1932), los diversos elementos que el niño nos muestra en

una hora de juego, no son consecuencia del azar y libran su significación si son sometidos

a la misma interpretación que los sueños. El juego, afirma Klein, al igual que los sueños,

esconde un contenido latente, y a partir de sus elementos, ciertos detalles que poseen el

valor de “asociaciones” permiten de descubrir la significación oculta. En lo que se refiere a

la hora de juego diagnóstica, yo la definiría ante todo como un espacio favorable a que el

niño nos muestre su manera de practicar o vivir su vida amorosa (Freud, 1912), es decir

como un espacio donde éste pueda transferir.

María L. Siquier de Ocampo, María E. García Arzeno, Elsa Grassano y col. (1987)

conciben el proceso psicodiagnóstico como un proceso analítico dentro del cual la

especificidad del vínculo del paciente al terapeuta posee una importancia mayor para el

diagnóstico. Este “vínculo transferencial breve” (Siquier de Ocampo et al., 1987) que se

establece durante las primeras sesiones de juego analítico nos revelan, dicen estas

autoras argentinas, la manera específica a través de la cual el niño siente el contacto con

el terapeuta. Como lo indica Analía Kornblit, una de las autoras de Las técnicas

proyectivas y el proceso psicodiagnóstico, la precisión diagnóstica de esta técnica reside

en el análisis de las sensaciones contra-transferenciales. Según este modelo de trabajo,

el clínico deberá entonces captar lo que el paciente le transfiere y detectar al mismo

tiempo aquello que los elementos transferidos suscitan en él.

A partir de la teoría elaborada por Klein (1932), sabemos que el niño posee una aptitud a

transferir de manera inmediata. En él, la transferencia se establece desde el principio

Klein, 1932; Aberastury, 1984; Efron et al., 1987; Brenman-Pick, 1989) y es caracterizada

por su intensidad, su pureza (Meltzer, 1967) y su polimorfismo (Begoin-Guignard, 1986).

El analista, sostiene Klein (1946-1963), puede según el momento representar una parte

del self, del superyó o de cualquier otra figura internalizada. Revelando los detalles de la

transferencia, precisa el autor, es esencial pensar en términos de situaciones totales

transferidas del pasado al presente, como también de emociones, de defensas y de

relaciones de objeto. Sin embargo, es importante detenerse un momento antes este

postulado, para insistir, como lo hace Michel Neyraut (1974) en su estudio psicoanalítico

sobre La transferencia, en la complejidad de los elementos desplazados en la

transferencia, esta última no pudiéndose por lo tanto asimilar pura y simplemente a los

elementos que ella desplaza a menos que se quiera cosificar la situación analítica. Esto

demostraría, plantea el autor, la necesidad de ligar más íntimamente que lo que es usual

transferencia y contra-transferencia. Describir la transferencia de Dora, señala Serge

Viderman (1970) al respecto, es describir al mismo tiempo la respuesta por parte de

Freud, respuesta múltiple y formada por “todos aquellos movimientos que hacen de la

contra-transferencia otra cosa que el triste resto afectivo al cual ha querido reducírsela,

pero también otra cosa que una lúcida y pura inversión dialéctica”4. En este sentido, Para

Margaret Little (1987, in Heimann et al., 1987), transferencia y contra-transferencia no

serían solamente síntesis realizadas a partir del analista y el paciente actuando

separadamente, pero más bien el esfuerzo de un trabajo conjunto.

Estas restricciones en relación a la definición de transferencia permiten, parafraseando a

Pierre Fédida (1981) no desnaturalizar la construcción metapsicológica de la situación

psicoanalítica. Por una parte es importante recordar que, bien que la literatura analítica

haya consagrado su atención mucho más a la dimensión de repetición de la transferencia,

como lo escriben Sacha Nacht y Serge Viderman (1959), “ocurre que las condiciones

técnicas de un análisis y la situación analítica en sí misma, solicitan implícitamente al

paciente a revivir non solamente todo aquello que ya ha vivido, y luego olvidado, sino

también todo aquello que habría deseado vivir y que no ha conseguido hacerlo”5. Es así

como, según los planteamientos de Arminda Aberastury (1984), quien mantuvo una

correspondencia sostenida con Melanie Klein (y quien es más conocida en Francia bajo el

nombre de Arminda Pichon-Rivière), el niño nos comunica, desde la primera sesión y

como se verá en el material clínico, además del fantasma de la enfermedad o del conflicto

causante de su sufrimiento, su propio fantasma de una eventual cura. El niño repite,

afirma Pichon-Rivière (1989) hechos y síntomas. Sin embargo, es sobre todo la primera

acción realizada por el pequeño paciente que este autor considera fundamental para la

comprensión de su mundo interno, en la medida que nos muestra la actitud del niño frente

a la realidad; una actitud que, según Klein (1929), tendría relación con el tipo de patología

que éste sufre.

Se dice normalmente que los niños psicóticos no juegan. Y es verdad, en estricto rigor

ellos no “juegan”. Jugar, declara René Diatkine (1995), es poder evocar aquello que no

está, obteniendo una cantidad suficiente de placer de esta contradicción.

OCTAVE

Klein, para avanzar sus interpretaciones, se apoyaba en el concepto de la sobre-

determinación psíquica, exigiendo entonces que el mismo material fuera expresado por el

niño en versiones diferentes, y muchas veces a través de diversas mediaciones, es decir

juguetes, agua, recorte, dibujo, etc. Para Freud (1923c), este tipo de complejidad sería

comparable a la solución de los puzles infantiles en la medida en que, como lo señala

este autor, si logramos ordenar el montón desordenado de piezas de madera (donde cada

una de ellas posee un trozo incomprensible de dibujo), de manera que el dibujo cobra

sentido, que no queda ninguna laguna entre los diversos ensamblajes y que el conjunto

cubre todo el cuadro, si todas estas condiciones se cumplen, sabríamos entonces que se

ha encontrado la solución del puzle y que no existe otra. Comparto esta apreciación de

Freud, me parece que posee una gran agudeza al plantear las numerosas metáforas

4 Viderman (1970), p. 63. La traducción ha sido realizada por mí.

5 p. 556. La traducción fue realizada por mí.

presentes tan lúcidamente a lo largo de sus escritos, lo que habría que revisar es esta

idea de que no existe otra versión, pues esto es parcialmente cierto y parcialmente falso.

Es falso en la medida en que, como lo sostiene Piera Aulagnier (1984), en psicoanálisis

no habría una verdad definitiva. “Aquí, escribe Viderman (1970), la verdad universal

indispensable al lenguaje se ha fragmentado en una multiplicidad de verdades

individuales que dan cuenta de la libertad de la interpretación y de su carácter

irreductiblemente creador”6. Es cierto ya que, si bien la verdad del inconsciente no es

jamás entregada de una vez por todas, el analista (y el investigador) debe encontrar un

punto en el cual detenerse.

De un modo bastante lúdico, Viderman concluye: “Aparece más bien que aquello que es

así determinado es la determinación de aquel que interpreta de determinar sin equívoco

todas las determinaciones para tener al fin bajo una misma mirada un sentido cerrado,

mientras que él es, cada vez que se empuja el análisis más lejos, abierto indefinidamente

a sentidos indeterminados que sólo la decisión de permanecer ahí detiene y fija en un

punto”7. La determinación que tiene aquel que interpreta de “determinar las

determinaciones” o de “permanecer ahí” corresponde, según mi apreciación, al ejercicio a

través del cual el terapeuta opera en la contra-transferencia.

Vi a Octavio 4 ocasiones en el marco de un proceso de psicodiagnóstico realizado en un

servicio de psiquiatría infantil de un hospital de París. Octave es un lindo niño de 7 años y

de apariencia marcadamente seria. Presentaré a continuación une pequeña viñeta clínica

de la primera sesión que tuvimos en el contexto de una evaluación diagnóstica que realicé

sirviéndome únicamente del juego analítico y prestando atención especial a los

fenómenos transfero-contra-transferenciales.

Estoy presente cuando Octave entra por primera vez a la unidad del servicio de

psiquiatría a la cual ha sido derivado con el fin de aclarar el diagnóstico de la patología

que el niño manifiesta. Como lo realizo siempre, en la medida de lo posible, en mi práctica

clínica en el hospital, y siguiendo el modelo de trabajo planteado por Siquier de Ocampo

et al., intento conocer lo menos posible acerca de la sintomatología y la historia antes de

verlos en hora de juego, para poder así reconocer bastante libremente y de la manera

más eficiente el material entregado. De golpe la “formailidad” y la “frialdad” con la que dice

“adiós” a sus padres, que han venido a dejarlo en la mañana y, de hecho, apenas entran

los tres a la unidad, me impactan: “Muchas gracias mamá”…”Papá, hasta luego; hasta

6 Note de bas de page, p. 61. La traducción fue realizada por mí.

7 Viderman (1970), p. 129.

luego mamá”…”Mamá, hasta luego; hasta luego papá”. En un instante, y de una manera

bastante radical, se me viene a la mente el fenómeno de la alteración del discurso

observado por Juliette-Louise Despert en niños esquizofrénicos. Se trata, según la

descripción del autor, de un tipo de palabras “muy reveladoras”, las cuales expresarían

perfectamente la disociación afectiva que precedería, dice ella, con mucha anticipación la

aparición de síntomas más dramáticos. Esta particularidad del discurso consistiría en una

disociación del signo y de la función de comunicación del lenguaje y sería el resultado de

los fenómenos disociativos (de la spaltung según la terminología utilizada por Eugen

Bleuler), según Despert, patognomónicos de la esquizofrenia infantil. Las primeras frases

de Octave me transportan directamente a esta descripción. Sin embargo, es sobre todo la

claridad inmediata que experimento frente al comportamiento de Octave que constituye mi

primera reacción frente a su breve aparición en la unidad. Y de manera igualmente

inmediata me cuestiono sobre el hecho que esta idea, surgida en mí bajo la forma casi de

una certeza, era a la vez demasiado precipitada y demasiado preeminente. Era como si

un cierto movimiento hubiese puesto fin al acto de conocer a este niño.

Justo después de haber visto a Octave, y una vez que me encuentro fuera del hospital,

siento un repentino afecto de tristeza que en un primer momento logro apenas

comprender. Sin embargo, progresivamente (y para nada con la inmediata claridad con la

que había percibido sus primeros comportamientos en la Unidad), tengo la convicción de

que se trata bien de una reacción estrechamente ligada a nuestro primer encuentro. Me

aproximo a esta hipótesis por la doble razón de que este tipo de sentimientos no es

frecuente en mí y porque este afecto surge de manera repentina y con una fuerza

remarcable. Estas dos características, de “no-pertenencia” y de “intensidad inusitada”

confieren a la experiencia vivenciada un carácter de extrañeza (no necesariamente

inquietante). En un primer momento, movilizada por este afecto, tengo la impresión de

haberle hecho daño a Octave. Me cuestiono sobre todo el hecho de haber tomado notas

durante la sesión, como si aquello pudiera haberlo dañado. Si bien este custionamiento no

tenía sentido lógico: sabía bien que durante la hora de juego diagnóstica, de la misma

manera que para los textos de los sueños de los pacientes (Freud, 1899-19008), las notas

eran fundamentales. Más aún, en vista de las dificultades particulares para lograr una

atención flotante en el trabajo analítico con niños (sobre todo cuando éstos presentan una

8 Freud le deja al paciente la tarea de anotar él mismo los textos de los sueños que le parecen

interesantes.

patología severa, una extrema agitación o inhibición, etc.), una toma de notas

extremadamente detallada así como una reflexión profunda sobre el transcurso de la

sesión y las asociaciones llevadas a cabo, permitirían de restablecer, retroactivamente,

las oscilaciones de la contra-transferencia en sus lazos con la transferencia (Schacht,

1989). Sin embargo, mi inquietud es tan fuerte y yo diría tan reveladora, que me veo en la

obligación de llamar a Chile a la psicóloga que me enseñó esta técnica, para preguntarle,

o más bien confirmarme si se debía realmente tomar notas o si bien me había

equivocado. “Que el psicoterapeuta se interrogue sobre la pertinencia de su trabajo,

declara Picco (2003) es un procedimiento más bien de buen augurio. Sin embargo, esta

interrogación se produce probablemente con más insistencia y a veces dolor cuando éste

trabaja con pacientes psicóticos”9.

Su primera reacción, al encontrarse frente a la caja de juegos, consiste en verbalizar:

“Plastilina, toda”. “Plata (o dinero), naranjo” repite luego varias veces, de manera

mecánica y estereotipada. Su primera acción consiste en tomar el bastoncito de plastilina

amarilla y, pareciendo hacer un gran esfuerzo, cortarlo en dos. Esto, a través de una

dramatización en la que muestra que utiliza mucha más fuerza de la fuerza real que

necesitaría normalmente un niño. « Ih-ih-ih-ih-aaah » emite cada vez que procede a cortar

cada uno de los bastoncitos. Se lo hago notar: “Es difícil”. Su gesto me hace pensar, de

manera bastante clara, a una constipación. Esta ideas me habría sido luego confirmada

tanto por la repetición de la misma “unidad de juego” que por la acentuación del afecto

cada vez implicado. En efecto, Octave recoge todos los bastoncitos de plastilina que

puede tener en sus manos y, sacándolos uno a uno de la caja, los parte de la misma

manera, en dos o tres tozos y siempre a través de un gesto que denota una enorme

dificultad, un gran esfuerzo de su parte. De esta manera, luego de algunos minutos, estoy

bastante convencida sobre esta hipótesis, más precisamente, sobre la idea de que Octave

sufre de constipación.

Teniendo las tres pelotas (azul, amarilla y verde) en sus manos, Octave toma un profundo

impulso (al punto que creí que iba a hacer malabarismo con ellas). Sin embargo, las lanza

todas al mismo tiempo hacia el techo y les dice: “¡Vamos, ustedes se las arreglan!”…”a

las gallinas!”. El niño repite sistemáticamente y de manera estereotipada. Lanza las balas

una a una arriba de un gran estante, dejándolas en lo alto del mueble. Luego de cada

9 p. 80. Soy yo quien traduzco.

lanzamiento, me pregunta haciendo referencia al color, y únicamente al color, cómo ir a

buscar la pelota que falta: “¿Cómo se va a hacer para recuperar la verde/ la amarilla/ la

azul?”. Por mi parte, voy a buscar una a una las pelotas que lanza, debiendo subir a una

silla para lograrlo. “Vamos a lanzar las tres”…plata”. No es sino en nuestro segundo

encuentro que le pido que me explique su juego: me dice que la pelota “tiene ganas de

venir con nosotros.

“¿Cómo vamos a hacer para recuperarla/ agarrarla, buscarla/ salvarla?”. Son las

diferentes expresiones que Octave utiliza para verbalizar la pregunta que enuncia incluso

antes de haber lanzado, cuando se está preparando para hacerlo. A través de este juego

de “fort-da”, Octave establecería una transferencia donde la pérdida del objeto resulta

inquietante y donde el interés para recuperarla sería el afecto predominante. El obtiene

placer, un placer que parece determinado por la pura descarga. Yo noto sobretodo su

persistencia a investir fuertemente esta situación en la cual hay que ir a “recuperar”.

“¿Cómo lo vamos a hacer?”. Esta vez me da la impresión de esperar a que yo le de una

explicación acerca del procedimiento que habría que poner en práctica. Le devuelvo la

pregunta a él: “Con la amarilla” responde él. Octave parece desear que yo recupere la

pelota “perdida” sirviéndome de la pelota amarilla.

“¡Ah, pillín!” le dice él a la pelota cuando la recupera finalmente entre sus manos. “Dónde

está la amarilla?...”¡Dale, anda a salvarla!” me pide luego el niño muy enfáticamente. Sin

embargo, no veo la pelota amarilla que esta vez parece haber desaparecido “de verdad”.

“Vamos a intentar recuperarla con las otras”…”¡Vamos, ustedes se las arreglan!”. Le

explico que buscaré la pelota después y que, de todas maneras, nos veremos el próximo

viernes. Octave parece interpretar mis palabras como una manera de decirle “adiós” y por

esta razón va rápidamente hacia la puerta y sale de la consulta. Vuelve enseguida pero a

partir de ese momento su presencia dentro de la sesión se vuelve frágil para mí. Esto

correspondería a un segundo movimiento transfero-contra-transferencial marcado por el

sentimiento de fragilidad que él suscita en mí. Cuando lo invito a mirar las otras cosas

contenidas en la caja de juegos, come un trocito de plastilina que retiro de su boca, un

gesto que lo lleva a preguntarme: “¿Hace mal?”. “Me imagino que hace mal al estómago”.

“Qué mala suerte” agrega él en una actitud de decepción.

Rodrigo es también un niño de siete años que llega al hospital con el objetivo de realizar

una evaluación diagnóstica. Encuentro a Rodrigo por primera vez a la salida de la oficina

de un colega (psicomotricista) que acaba de verlo. Se trata de un niño pálido pero de

mirada intensa. Tiene una apariencia “tierna” y, presentándose con un chupete en la boca

y un osito de peluche (su “doudou”, un perro bastante grande), da la impresión de ser un

niño mucho más pequeño que de siete años. Por otra parte, los bolsillos de su polerón

(pulóver) están llenos de objetos (aparentemente de pequeños juguetitos), lo cual tomará

sentido a lo largo de las sesiones.

Su primer gesto consiste en tomar el avión y hacerlo volar brevemente haciendo el ruido

correspondiente: “mmmmm”. Saca el esqueleto, depositándolo enseguida al interior de la

caja. Toma de nuevo el avión y lo hace volar (“mmmmm”) un instante. Saca el WC et lo

pone rápidamente de nuevo en la caja. Toma el tigre haciendo el sonido de un rugido

“grrrrrrrr”. En ese momento, percibo el contraste entre este grito de “animal salvage” y la

ternura de “pequeñito” asociada al “doudou”, e imagino que Rodrigo este sostén le es

seguramente indispensable. Avanzo la hipótesis de que Rodrigo tendría la necesidad de

protegerse al momento de expresar contenidos de carácter agresivo.

Pasando por alto diversos detalles de la sesión, con el fin de poder abocarme luego al

tema del diagnóstico diferencial entre la patología de Octave y de Rodrigo, me gustaría

destacar que este último, por un lado, se acercará como en un tartamudeo (yendo y

viniendo, entrecortadamente) al bastoncito de plastilina amarilla (primero apenas

tocándolo, luego sacándole trocitos minúsculos, sacándolo y volviéndolo a meter en la

caja, para finalmente embutirlo con fuerza dentro de las tazas) y al avión, el cual hará

volar en reiteradas ocasiones pero de manera rápida y fugaz. Cuando lo observo

realizando estos movimientos, Rodrigo me da la impresión de querer sacar pequeños

trocitos de todas partes, de manera acelerada y desparramada, lo que se traduce en un

permanente temblor. Considero fundamental la elaboración de este tipo de impresiones si

se tiene el objetivo de conocer el mundo interno del niño. Como lo sostiene Wilfred R.

Bion en 1977, lo que importa es la impresión ya que ella se transformará en otra

impresión que se transformará en una cosa que luego el terapeuta podrá transformar en

interpretación. Otra característica esencial al juego de este niño es la tendencia a cubrir

completamente los diversos objetos contenidos en la caja (animales, avión, tren, etc.) y el

trasvasije de plastilina que realiza desde una taza a otra en un movimiento circular que

parece no tener fin. Es así como el contacto con Rodrigo me permite, primero que nada,

de reconocer la fragilidad y precareidad de su unidad psíquica, lo que habría sido

revelado tanto por la remarcable limitación de sus movimientos y sus permanentes

temblores, que a través de su tendencia a “cubrir”. Este niño parece cubrir o envolver

psíquicamente los objetos de su entorno así como su identidad, escondiéndose detrás de

los múltiples actos que ejecuta, los cuales, en un primer momento, me dan la impresión

de un “esparcimiento”. Paralelamente, este niño se protegería de este contacto con el

objeto, que parece tanto temer, por el constante desplazamiento de los contenidos como

por la corta duración de los diversos “emplazamientos” que realiza. Todo esto daría cuenta

de un mecanismo de defensa utilizado por Rodrigo consistente en “desparramar” con el

fin de no entrar en contacto de manera demasiado violenta con el objeto.

Contra-transferencialmente, en mi contacto con Rodrigo, me siento de alguna manera

“invadida” por sus múltiples actos, gestos y movimientos que, desde una primera mirada,

me aparecen como desparramados y desconectados entre ellos, al punto que cada vez

que intentaba llevar a cabo una descripción detallada de nuestras sesiones,

experimentaba una dificultad especial a encontrar el hilo conductor de su juego, incluso

cuando se trataba de un material aparentemente “simple” donde la constante repetición y

la poca elaboración habrían podido, al contrario, facilitar la comprensión. Reflexionando

acerca de esta dificultad, llegué a la idea que ésta consistía en que el material se

presentaba a mí de manera demasiado directa, en el sentido preciso de que era

únicamente capaz de captar los detalles de su juego y no la globalidad de éste. Como

consecuencia de ello, de manera singular con este niño en paticular, sentí la absoluta

necesidad de mirar el material con otro clínico con el fin de encontrar la “punta” del hilo

del sentido. Estas observaciones pertenecientes a un registro contra-transferencial, dentro

de las cuales destaco el carácter de demasiado directo así como los mementos de

confusión y de inquietud surgidos al final de la sesión (cuando el juego de Rodrigo se

agita, creo haber perdido la llave de la caja cuando en realidad la tengo en la mano, creo

que un autito es de él pero en realidad pertenece a la caja de juegos), serían el reflejo de

la propia experiencia del niño. Dicho de otro modo, éste sería un aspecto central del

funcionamiento psíquico de Rodrigo que produciría este efecto de “perderse en los

detalles” acompañado de esta dificultad a alcanzar lo más esencial. Es así como a través

de las transferencias establecidas por Rodrigo, éste último comunicaría al terapeuta su

vivencia de “desparramiento” (épqrpillement), lo que tendría como efecto el impedimento a

establecer un contacto y tener una comprensión más profunda del material. Sin embargo,

y este es un punto fundamental a aclarar en relación al diagnóstico, especialmente del

diagnóstico diferencial, en aquellos momentos en que Rodrigo muestra un funcionamiento

más primitivo, su comportamiento se acerca a una especia de “salvagería” y no de una

configuración de tipo psicótica. Yo no observo ni la bizarrería, ni la confusión con el otro

(de hecho esta confusión no se produce en mí que al final de la tercera sesión) ni el “terror

a pensar” (Spencer, 2014) propio al registro psicótico.

le mécanisme du clivage ne deviendrait pathologique que lorsque les parties du soi ont été

morcelées à l’extrême (désintégrées), et qu’elles se trouvent largement dispersées et dans

un grand nombre de registres séparés (Tustin, 1972). C’est ainsi que, avec Octave, on

aurait assisté non seulement à la dispersion de son jeu - comme dans le cas de Rodrigo -

mais surtout à une constante rupture (j’ai décrit des « disparitions perpétuelles, massives

et très angoissantes »).

El mecanismo de clivaje no se vuelve patológico que cuando las partes de sí mismo

a=han sido desestructuradas al extremo (desintegradas) et qu’elles se trouvent largement

dispersées et dans un grand nombre de registres séparés (Tustin, 1972). C’est ainsi que,

avec Octave, on aurait assisté non seulement à la dispersion de son jeu - comme dans le

cas de Rodrigo - mais surtout à une constante rupture (j’ai décrit des « disparitions

perpétuelles, massives et très angoissantes »).

Me gustaría finalizar señalando, con Didier Houzel (1987), que el análisis de la

transferencia constituye un poderoso método de exploración de los estados

psicopatológicos. En este sentido, el sentimiento de no saber dónde se encuentras las

partes del self dispersas en el mundo exterior – fanstame subyacente a los procesos de

clivaje – constituiría una fuente de gran angustia e inseguridad (Klein, 1946-1963)..