FIC- Simenon, Georges - Maigret en Los Bajos Fondos

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 GEORGES SIMENON  M  M a a i i  g  g r r e e t t  e e n n  l l o o  s  s  b b a a  j  j o o  s  s  f  f o o n n d d o o  s  s  Título original:  Maigret et la Grande Perche Traducción: Pedro Sáez

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GEORGES SIMENON 

 M  M  a aii g g r ree t t ee n n l l  o o s s b b a a j j o o s s f  f  o o n n d  d  o o s s Título original: Maigret et la Grande Perche

Traducción: Pedro Sáez

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 I......................................................................................................................... 3 II ..................................................................................................................... 11 III .................................................................................................................... 23 IV .................................................................................................................... 34 V ..................................................................................................................... 44 

VI .................................................................................................................... 54 VII ................................................................................................................... 65 VIII .................................................................................................................. 75 IX .................................................................................................................... 83 

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I

  Donde Maigret encuentra a una antigua conocida y donde se trata de Alfred el

Triste y de unos probables restos mortales.

La ficha que el empleado del despacho había rellenado y que en ese momentoentregaban a Maigret decía textualmente: «Ernestine, llamada la Larguirucha (exMicou, actualmente Jussiaume), a quien usted detuvo hace diecisiete años, en la rue dela Lune, y que se dedicó a la p..., solicita el honor de hablarle urgentemente de unasunto del mayor interés».

Maigret echó una ojeada con el rabillo del ojo al viejo Joseph para saber si habíaleído la nota, pero el ujier de cabello blanco permaneció impasible. Probablemente erael único que aquella mañana no estaba en mangas de camisa en todas las oficinas ydespachos de la Policía Judicial, y, por primera vez después de tantos años, el comisario

se preguntó debido a qué aberración se obligaba a aquel hombre a llevar colgada delcuello una pesada cadena con una enorme medalla.

Hay días en que, sin saber muy bien la causa, uno se hace preguntas absurdas.Quizá se debiera a la canícula. Tal vez también a que la atmósfera de vacacionesimpedía que se tomaran las cosas demasiado en serio. Las ventanas estaban abiertas depar en par y el rumor de París resonaba en el despacho, donde, antes de la entrada deJoseph, Maigret se ocupaba en seguir con los ojos una avispa que revoloteaba y chocabaen el techo invariablemente en el mismo lugar. Más de la mitad de los inspectoresestaban en el mar o en el campo. Lucas llevaba un panamá que, en su cabeza, tomabacierto aire de choza indígena o de pantalla de luz. El gran jefe se había marchado el día

anterior, como todos los años, a los Pirineos. — ¿Borracha?  — preguntó Maigret al conserje. — No lo creo, señor Maigret.Porque sucede que ciertas mujeres, cuando han bebido demasiado, sienten la

necesidad de hacer revelaciones a la policía. — ¿Nerviosa? — Me ha preguntado si tardaría mucho, y le he contestado que ni siquiera sabía si la

recibiría. Se ha sentado en un rincón de la sala de espera y se ha puesto a leer elperiódico.

Maigret no se acordaba ni del nombre de Micou, ni de Jussiaume, ni del mote deLarguirucha, pero tenía un recuerdo preciso de la rue de la Lune, un día como éste, que

hacía mucho calor, uno de esos en que el asfalto se vuelve elástico bajo las suelas de loszapatos e impregna el aire de París de olor a alquitrán.Era allá abajo, cerca de la Porte Saint-Denis, una callejuela de hoteles de reputación

dudosa y de tiendas de caramelos y de galletas. En aquella época todavía no eracomisario. Las mujeres llevaban vestidos de líneas rectas y el cabello cortado sobre lanuca. Para informarse sobre la muchacha, tuvo que penetrar en dos o tres bares delbarrio y, por casualidad, tomó varios pernods. Casi volvía a él el olor, como volvía a élel de sobacos y pies que reinaba en el hotelucho. La habitación estaba en el piso terceroo cuarto. Equivocándose de puerta, se encontró primero frente a frente con un negroque, sentado en su cama, tocaba el acordeón, probablemente un músico de bal musette.

Sin desanimarse, con un movimiento de la barbilla, el negro le indicó la puerta de al

lado. — ¡Entre!

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Una voz rota. La voz de alguien que ha bebido o fumado demasiado. Luego, cercade la ventana que daba al patio, vio a una muchacha corpulenta, en bata, de un azulcielo, que en aquel momento se estaba preparando una chuleta en una lámpara dealcohol.

Era tan alta como Maigret, quizá más alta. Ella le miró de arriba abajo sin

emocionarse. Dijo inmediatamente: «¿Es usted "poli"?».Encontró el monedero y los billetes encima del armario de luna, y la muchacha nose movió.

 — Fue mi compañera la que dio el golpe. — ¿Qué compañera? — No sé su nombre verdadero. La llaman Lulú. — ¿Dónde está? — Búsquela. Es su oficio. — Vístase y sígame.No se trataba más que de un asunto de hurto, pero en el Quai des Orfèvres se le

daba cierta importancia, no tanto a causa de la suma, que, por otro lado, era bastante

crecida, sino porque incumbía a un gran tratante de ganado de las Charentes que habíaavisado ya a su diputado.

La exigua habitación sólo tenía una silla. Maigret permaneció de pie mientras lamuchacha comía, con toda lentitud, sin ocuparse de él, como si el comisario noexistiera.

Ella debía de tener veinte años en aquella época. Era pálida, con ojos descoloridos,y un largo rostro huesudo. Parecía que la estaba viendo después de comer, hurgándoseen los dientes con una cerilla, sirviéndose luego un café.

 — Le he pedido que se vistiera.Hacía calor. El olor del hotel le molestaba. ¿Habría adivinado ella que Maigret no

se sentía a gusto?Tranquilamente, la muchacha se quitó la bata, la combinación y las bragas y,

desnuda como un gusano, fue a tenderse en la deshecha cama, encendiendo uncigarrillo.

 — ¡Espero!  — dijo Maigret con impaciencia, esforzándose por mirar hacia otro lado. — Yo también. — Tengo una orden de detención. — Bueno. Deténgame. — Vístase y sígame. — Estoy muy bien así.La situación era ridícula. La muchacha estaba tranquila, pasiva, con una ligera

expresión de ironía en sus descoloridos ojos. — Usted acaba de decir que va a detenerme. Bueno, a mí no me importa. Pero noesperará, encima, que vaya a ayudarle. Estoy en mí casa. Hace calor, y tengo derecho aestar como quiera, desnuda o vestida. Y ahora, si no le importa que le siga tal comoestoy, no veo ningún inconveniente en hacerlo.

Por lo menos diez veces, Maigret repitió: — ¡Vístase!Y tal vez porque ella tenía la piel pálida, tal vez debido al sórdido decorado, tenía la

impresión de no haber visto jamás una mujer tan desnuda como aquélla. En vano le tirólas ropas a la cama, la amenazó de todas las formas imaginables, y después, cuandocomprendió que de aquella forma no iba a conseguir nada, intentó convencerla.

Finalmente, terminó por bajar a la calle para llamar a dos agentes, y la escena nopudo ser más grotesca. Fue necesario envolver por la fuerza a la muchacha con una

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sábana y llevarla, como un fardo, por la estrecha escalera, mientras todas las puertas dela casa se abrían a su paso.

Después no la había vuelto a ver. Ni tampoco había oído hablar de ella. — Hágala entrar  — suspiró.La reconoció en seguida. Le pareció que no había cambiado. Recordaba su largo

rostro pálido, sus pupilas como dilatadas, su amplia boca demasiado pintada queproducía el efecto de una herida sangrante. Recordaba también en su mirada aquellatranquila ironía de los que han visto tantas cosas que ya nada tiene importancia paraellos.

Llevaba un vestido correcto, un sombrero de paja clara, y tenía los guantes puestos. — ¿Continúa teniéndome antipatía por aquello? Maigret dio una chupada a su pipa

sin contestar. — ¿Puedo sentarme? Sabía que había ascendido de grado y por eso no he vuelto a

tener ocasión de verle. ¿Me da permiso para fumar?Sacó un cigarrillo de su bolso y lo encendió. — Quiero decirle antes de nada, sin reproches por mi parte, que, en aquella ocasión,

era yo quien tenía razón. Me condenaron injustamente a un año. Existía aquellamuchacha, Lulú, de que le hablé, pero ustedes no se tomaron la molestia de investigar.Estábamos juntas cuando encontramos a aquel tipo grueso. Nos llevó a las dos, perodespués de manosearme un poco el cuerpo, me pidió que me largara... porque no legustaban las mujeres delgadas. Estaba esperando en el pasillo, cuando, una horadespués, Lulú me pasó el billetero por la rendija de la puerta.

 — ¿Qué ha sido de ella? — Sé que hace cinco años tenía un restaurante en el Mediodía. Sólo quería

demostrarle que todos nos equivocamos a menudo. — ¿Y por eso ha venido? — No. He venido a hablarle de Alfred. Si supiera que estoy aquí, diría que continúo

siendo una idiota. Podría haberme dirigido al inspector Boissier que le conoce bien. — ¿Quién es Alfred? — Mi marido. Es realmente mi marido, ante el juez e incluso ante el cura, pues es un

hombre que no ha dejado de ser religioso. El inspector Boissier le ha detenido dos o tresveces y, una de ellas, Alfred pasó cinco años en Fresnes.

Su voz era casi ronca. — Probablemente el nombre de Jussiaume no le diga nada, pero, cuando sepa su

apodo, es casi seguro que le conocerá, pues los periódicos se han ocupado mucho de él.Mí marido es conocido por Alfred el Triste.

 — ¿Es especialista en cajas de caudales? — 

Sí. — ¿Han regañado? — No, No vengo por lo que usted cree. Ése no es mi estilo. ¿Así que conoce usted a

Alfred?Maigret no lo había visto nunca, o, para ser más exactos, no había hecho otra cosa

que verle de pasada en los pasillos, algunas veces en que el ladrón esperaba a queBoissier le interrogara. Se acordaba vagamente de un hombrecillo de aspecto enfermizo,de ojos inquietos y cuya ropa parecía siempre demasiado holgada para su enjuto cuerpo.

 — Es evidente que no le juzgamos de la misma forma  — dijo ella — . Es un pobretipo, más interesante de lo que usted cree. Yo, que vivo con él desde hará pronto doceaños, empiezo ahora a conocerle.

 — ¿Dónde está?

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 — Ahora hablaremos de ello, no tema, ignoro dónde está, pero, sin quererlo, se hametido en un buen lío, y ésta es la razón por la que he venido a verle. Sólo es necesarioque tenga confianza en mí, y comprendo también que es mucho pedir.

Maigret la observaba con curiosidad, pues la mujer hablaba con una sencillezrealmente atractiva. No se daba importancia, ni intentaba impresionarle. Si no acertaba a

expresarse, es porque lo que tenía que decir era verdaderamente complicado.A pesar de todo, existía una barrera entre ambos, que la mujer trataba de franquearpara que el comisario no se hiciera una idea falsa del asunto.

De Alfred el Triste, de quien no había tenido nunca que ocuparse personalmente,Maigret no sabía otra cosa que lo que había oído en el Quai. Era casi una celebridad, ylos periódicos hablaban con frecuencia de él porque era un personaje pintoresco.

Había trabajado durante mucho tiempo para la casa Planchart, los fabricantes decajas de caudales, y él era uno de los mejores especialistas. En aquella época era ya unmuchacho triste y encerrado en sí mismo, de mal aspecto, que, periódicamente, padecíacrisis de epilepsia.

Sin ninguna duda, Boissier podría explicar a Maigret en qué circunstancias había

abandonado Alfred la casa Planchart/ De todas formas, el caso es que en lugar de continuar instalando cajas de caudales,

se había dedicado a robarlas. — Cuando usted le conoció, ¿trabajaba todavía regularmente en la casa Planchart? — Desde luego que no. No fui yo quien le empujó al mal camino, si eso es lo que

está pensando. Hacía toda clase de oficios, a veces trabajaba algunos días en el taller deun cerrajero, pero en seguida me di cuenta de lo que se dedicaba en realidad.

 — ¿No cree usted que es a Boissier a quien debe ver? — Él se ocupa de los robos, ¿verdad?, pero es usted el que se encarga de los

homicidios. — ¿Ha matado Alfred a alguien? — Escuche, señor comisario, creo que todo iría más rápido si me dejara hablar a mi

manera. Alfred es todo lo que se quiera, pero no mataría a nadie por todo el oro delmundo. Parece estúpido decir esto de un hombre como él, pero es un tipo tan sensibleque se echa a llorar por un quítame ahí esas pajas. Yo le conozco muy bien. Otros ledirán que es un tipo débil de carácter, un tiritaña. Quizá porque es como es, yo me heenamorado de él.

Y ella le miró tranquilamente. Había pronunciado la última frase sin aumentar eltono de voz, pero, no obstante, con bastante orgullo.

 — Si conocieran todo lo que pasa en su cabeza, se quedarían muy desconcertados.¡Pero qué importa todo esto! Para ustedes, no es más que un ladrón. Una vez le

detuvieron y pasó cinco años en el «hotel». No falté nunca de ir a verle los días de visitay, durante todo ese tiempo, me vi obligada a volver a mi profesión, dispuesta a tenerproblemas, dado que no tenía ya la tarjeta y que se necesitaba una en aquella época.

Calló un momento, aspirando una buena bocanada de humo del cigarrillo. — Continúa esperando dar un buen golpe y que podamos ir a vivir al campo. Es su

sueño desde que era muy pequeño. — ¿Dónde viven? — En el muelle de Jemmapes, justo enfrente de la esclusa Saint-Martín. ¿Sabe

dónde le digo? Tenemos dos habitaciones encima de una tabernucha pintada de verde, ypara nosotros es muy práctico debido al teléfono.

 — ¿Se encuentra allí Alfred en este momento? — No. Ya le he dicho que no sé dónde está y puede usted creerme. Ha dado ungolpe, no la noche pasada, sino la anterior.

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 — ¿Y se ha dado a la fuga? — ¡Espere un momento, señor comisario! En seguida verá que todo lo que voy a

contarle es importante. Usted conocerá personas que compran billetes de la loteríanacional en todos los sorteos, ¿no es cierto? Hay muchas personas que son capaces deno comer para comprar los décimos, con la idea de que, al cabo de algunos días, serán,

al fin, ricos. Pues bien, Alfred es de ese tipo de gente. Sólo que él no juega a la lotería.Existen en París docenas de cajas fuertes que él ha instalado y que conoce tan biencomo sus propios bolsillos. En general, cuando se compra una caja de caudales es parameter en ella dinero o joyas.

 — ¿Y espera tener suerte un día y dar un buen golpe? — Exacto. — La mujer se encogió de hombros como si hablara de la mama inofensiva de un

muchacho. Al cabo de un momento, añadió — : No tiene suerte. La mayoría de las veces,lo que encuentra son títulos de propiedad imposibles de vender o documentosmercantiles. Sólo en una ocasión encontró una gran suma que le hubiera permitido vivirtranquilo el resto de sus días, pero entonces el inspector Boissier le detuvo.

 — ¿Estaba usted con él? ¿Era usted quien acechaba por si alguien venía? — No. No ha querido nunca que le acompañara. Al principio, me decía dónde tenía

la intención de trabajar, y yo me las arreglaba para hallarme por allí. Cuando se diocuenta, dejó de hacerme confidencias.

 — ¿Por temor de que la prendieran? — Quizá. Probablemente también por superstición. Ya ve, a pesar de que vivamos

 juntos, es un solitario, y a veces se pasa cuarenta y ocho horas sin pronunciar una solapalabra. Cuando le veo marchar por la noche con su bicicleta, sé perfectamente lo queeso quiere decir.

Maigret se acordaba del detalle. En algunos periódicos habían llamado a AlfredJussiaume «el ladrón de la bicicleta».

 — Ésta es también una de sus ideas. Pretende que por la noche un hombre montadoen una bicicleta pasa inadvertido, sobre todo, si lleva colgada a la espalda una caja deherramientas. Se le toma por un obrero que se dirige a su trabajo. Ya ve usted que lehablo como a un amigo.

Maigret se preguntaba todavía lo que había venido a hacer a su despacho y, cuandola mujer cogió otro cigarrillo, él le acercó una cerilla encendida.

 — Estamos a jueves. La noche del martes al miércoles, Alfred marchó para dar ungolpe.

 — ¿Se lo dijo? — Desde hacía varías noches, se marchaba de casa a la misma hora, y eso es una

señal. Antes de introducirse en una casa o en una oficina, a veces se pasa una semanaobservándola para conocer las costumbres de las gentes. — ¿Y también para asegurarse de que no habrá nadie en el lugar del robo? — No. Eso le es igual. Creo incluso que prefiere trabajar donde haya alguien que en

un lugar vacío. Él no hace el menor ruido. Muchas veces ha venido tarde a casa aacostarse a mi lado, sin que yo me enterara de que había vuelto.

 — ¿Sabe usted dónde trabajó anteanoche? — Todo lo que sé, es que fue en Neuilly. Y, además, me enteré por casualidad. El

día anterior me contó, al volver a casa, que la policía le pidió la documentación y debiótomarle por un tipo poco recomendable porque le interpeló en el Bois de Boulogne, enel lugar donde algunas mujeres tienen costumbre de hacer la carrera. «¿Dónde fue?», le

pregunté. «Detrás del Jardín de Aclimatación. Volvía de Neuilly», me respondió.Anteayer por la noche se llevó su caja de herramientas, y comprendí que iba a trabajar.

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 — ¿No bebió? — No bebe ni fuma nunca. No lo soportaría. Vive con el terror de una crisis y pasa

una vergüenza terrible cuando le sucede en medio de la calle, con la gente que le rodeay que se apiada de él. Me dijo antes de marcharse: «Creo que esta vez iremos de verdada vivir al campo».

Maigret tomaba notas, que rodeaba maquinalmente de figuras abstractas. — ¿A qué hora salió de casa? — A eso de las once de la noche, como los días anteriores. — Debió llegar, pues, a Neuilly, alrededor de la medianoche. — Probablemente. No conducía nunca de prisa, pero, por otra parte, a esa hora, no

hay mucha circulación y puede irse a una velocidad regular. — ¿Cuándo volvió a verle? — No le he vuelto a ver. — ¿Y por qué cree usted que le ha sucedido algo? — Me telefoneó. — ¿Cuándo? — A las cinco de la madrugada. No dormía. Estaba inquieta. Si él teme siempre

tener una crisis en la calle, yo, por mi parte, pienso que eso podría sucederle cuandotrabaja, ¿me comprende? Oí la llamada del teléfono en la taberna de abajo. Nuestrahabitación está justamente encima. Los patronos no se levantaron. Adiviné que era paramí y descendí. Supe en seguida, por el tono de su voz, que se hallaba en un aprieto.Hablaba bajo.

» — ¿Eres tú?» — Sí.» — ¿Estás sola?» — Sí. ¿Dónde estás?» — Cerca de la Estación del Norte, en un cafetucho. Escucha, Tine (siempre me

llama Tine), es indispensable que desaparezca por cierto tiempo.» — ¿Te han visto?» — No es eso. Bueno, sí, me ha visto un hombre, pero no estoy seguro de que sea de

la policía.» — ¿Tienes el dinero?» — No. Ocurrió antes de terminar.» — ¿Qué ha ocurrido?» — Estaba ocupado con la cerradura cuando mi linterna iluminó un rostro en un

rincón de la habitación. Creí que había entrado alguien sin hacer ruido y que me estabamirando. Luego, comprendí que aquellos ojos estaban muertos.

La mujer observó a Maigret. — Estoy segura de que no me ha mentido. Si hubiera sido él el asesino, me lo habríaconfesado. Y no estoy contándole historias. Lo sentía a punto de desvanecerse alextremo del hilo telefónico. Le da tanto miedo la muerte...

 — ¿Quién era? — Lo ignoro. No me dio muchas explicaciones. Todo el tiempo estaba a punto de

colgar el aparato. Tenía miedo de que le oyeran. Me dijo que iba a tomar el tren uncuarto de hora más tarde.

 — ¿Para Bélgica? — Probablemente, porque estaba cerca de la Estación del Norte. Consulté una guía.

Hay un tren que sale para Bélgica a las seis menos cuarto. — ¿Supongo que tampoco sabe desde qué café le telefoneaba?

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 — Ayer fui a dar una vuelta por el barrio e hice algunas preguntas, pero sinresultado. Debieron de tomarme por una esposa celosa y, naturalmente, en esos casos, lagente no está muy dispuesta a hablar.

 — En suma, ¿todo lo que le dijo es que había un cadáver en la habitación dondetrabajaba?

 — Pude sacarle otros detalles. Añadió que se trataba de una mujer, con el pechocubierto de sangre y que tenía un aparato telefónico en la mano. — ¿Eso es todo? — No. En el momento en que iba a darse a la fuga, ¡me imagino en qué estado se

hallaba!, un coche se detuvo delante de la verja. — ¿Está segura de que dijo delante de la verja? — Sí. Me acuerdo perfectamente de la palabra, porque me extrañó. Alguien bajó y

se dirigió hacia la puerta. Mientras el hombre penetraba en el pasillo, Alfred salió de lacasa por una ventana.

 — ¿Y sus herramientas? — Las dejó abandonadas. Había cortado un cristal para entrar en la casa. De eso

estoy segura, pues es lo que hace siempre, Creo que lo haría incluso si la puertaestuviese abierta, pues es un hombre un poco maniático, o quizá supersticioso.

 — Entonces, ¿no le vieron? — Sí. En el momento en que atravesaba el jardín. — ¿Habló también de un jardín? — No lo he inventado. Dijo que en el momento en que atravesaba el jardín alguien

miró por la ventana y dirigió hacia él una linterna, probablemente la misma de Alfred,que no pudo recoger antes de marcharse. Cogió la bicicleta y se alejó sin volverse,pedaleó hasta el Sena, no sé dónde exactamente, y arrojó en él la máquina, por temor aque, gracias a ella, le reconocieran. No se atrevió a volver aquí. Se dirigió después a piea la Estación del Norte y me telefoneó desde allí, suplicándome que no dijera nada.Insistí para que no se marchara. Intenté hacerle razonar. Terminó por prometerme queescribiría a lista de correos para decirme dónde se hallaba y que yo fuera a reunirme conél.

 — ¿Todavía no le ha escrito? — La carta no ha tenido tiempo de llegar. Esta mañana he pasado por correos. He

comprado todos los periódicos, creyendo en todo momento que iban a hablar de unamujer asesinada.

Maigret descolgó el teléfono y llamó a la comisaría de policía de Neuilly. — ¡ Alló!  Aquí la Policía Judicial. ¿No tiene ningún asesinato que señalar en las

últimas veinticuatro horas? — 

Un instante. Le pongo con el secretario. Yo no soy, más que el agente de plantón.Maigret insistió largo tiempo. — ¿No se ha encontrado ningún cadáver en la vía pública? ¿No se ha dado ninguna

alerta nocturna? ¿No se ha repescado ningún cuerpo en el Sena? — Absolutamente nada, señor Maigret. — ¿Nadie ha dado cuenta de un disparo de pistola? — Nadie.La Larguirucha esperaba pacientemente, como una persona que se hallara allí de

visita, con las dos manos juntas sobre su bolso. — ¿Comprende ahora por qué he venido a visitarle? — Lo comprendo. — En primer lugar, pensaba que la policía tal vez hubiese visto a Alfred y, en esecaso, solamente le hubiera traicionado su bicicleta. Además, están las herramientas que

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ha dejado tras él. Debido al hecho de que ha franqueado la frontera, no se creerá suhistoria. Y... no se halla en Bélgica o en Holanda más seguro que en París. Prefieroverle en la cárcel por intento de asalto, incluso aunque eso le suponga estar encerradootra vez cinco años, que verle acusado de asesinato.

 — Lo malo  — contestó Maigret —  es que no hay ningún cadáver sobre el que

trabajar. — ¿Cree usted que él se ha inventado esta historia o que soy yo quien está

mintiendo?Maigret no contestó. — Le será fácil encontrar la casa donde trabajó aquella noche. Bueno, no debería

revelarles eso, pero estoy convencida de que usted mismo llegaría a pensar en ello sinque yo le dijera nada. Se trata seguramente de una caja de caudales que instaló en otrotiempo, cuando trabajaba en la casa Planchart. Y ésta debe conservar una lista de todossus clientes. No debe de haber tantos en Neuilly para que la búsqueda sea imposible,que compraran una caja de caudales hace, por lo menos, diecisiete años.

 — Aparte de usted  — preguntó el comisario — , ¿no tenía Alfred ninguna amiguita? — ¡Bueno! Ya había previsto esto también. No soy celosa y, aunque lo fuera, no

vendría a contar estupideces para vengarme, si es eso lo que piensa. No tiene ningunaamiguita porque no quiere, el pobre. Y si quisiera, yo misma le encontraría más de lasque podría desear.

 — ¿Por qué? — Porque la vida ya no es tan divertida. — ¿Tiene usted dinero? — No. — ¿Qué va a hacer? — Me las arreglaré, no se preocupe. Si en este momento estoy en su despacho, es

porque deseo que quede claro que Alfred no ha matado a nadie. — Si le escribe, ¿me dejará usted su carta? — Usted la leerá antes que yo. Ahora que sabe que debe escribirme a lista de

correos, va a hacer que vigilen todas las oficinas de correos de París. Me parece que seolvida de una cosa: yo ya conozco esa música.

Se había levantado, mostrando su gran estatura. Le miró, sentado en su despacho,de arriba abajo.

 — Si todo lo que se cuenta de usted es verdad, hay muchas posibilidades de que mecrea.

 — ¿Por qué? — Porque, de lo contrario, sería usted un auténtico imbécil. Pero usted no lo es. No.

¿Piensa telefonear a la casa Planchart? — Sí. — ¿Me tendrá usted al corriente?La miró sin contestar y se dio cuenta de que, por muchos esfuerzos que hiciera, no

podía impedir que una sonrisa divertida flotara en sus labios. — Como quiera  — suspiró la mujer — . Podría serles muy útil. Creen ustedes siempre

que lo saben todo, pero hay muchas cosas que nosotros comprendemos mejor queustedes.

Era evidente que este «nosotros» designaba todo un mundo, aquel en el que vivía laLarguirucha, el mundo del otro lado de la barricada.

 — Estoy segura de que, si el inspector Boissier no está de vacaciones, le confirmará

todo lo que acabo de contarle sobre la personalidad de Alfred.

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 — No está de vacaciones. Se marcha mañana. Abrió su bolso y de él sacó una hojade papel.

 — Le dejo el número de teléfono de la taberna de abajo de nuestra casa. Si porcasualidad tiene necesidad de venir a verme, no tema que me desnude. Esas cosas sehacen cuando se es joven. ¡Ahora, si puedo, prefiero quedarme vestida!

Había cierto tono de amargura en su voz, pero no demasiado. Inmediatamentedespués, casi sin transición, se burlaba de sí misma, exclamando: — ¡Así es mejor para todo el mundo!Fue después, cuando volvió a cerrar la puerta tras ella, cuando Maigret se dio cuenta

de que había estrechado con toda naturalidad la mano que ella le había ofrecido. Laavispa continuaba revoloteando, zumbando a ras del techo, como si buscara una salida,sin darse cuenta de que las ventanas estaban abiertas, de par en par. Mme. Maigret lehabía dicho aquella mañana que pasaría por el mercado de flores y le había pedido, siestaba libre hacia el mediodía, fuera a buscarla allí. Era mediodía. Dudó un momento, serecostó en la ventana desde donde percibía los trazos de colores vivos que se extendíanal otro lado del parapeto de los muelles.

Luego descolgó el teléfono suspirando. — Diga a Boissier que pase a verme.Habían pasado diecisiete años desde que tuviera lugar la absurda aventura de la rue

de la Lune, y Maigret era ahora un personaje importante a la cabeza de la brigada dehomicidios. De pronto, se le ocurrió una idea divertida, un deseo casi infantil. De nuevo,descolgó el teléfono.

 — Póngame con la Brasserie Dauphine, por favor. En el momento en que se abrió lapuerta para dejar entrar a Boissier, dijo:

 — Haga el favor de subirme un pernod... Y, tras contemplar al inspector, que tenía grandes manchas de sudor en la camisa,

debajo de los brazos, dijo: —  ¡Mejor que sean dos! Dos  pernods. Gracias. Los bigotes azulados de Boissier,

que era provenzal, se estiraron ligeramente de satisfacción, y fue a sentarse en elreborde de la ventana, enjugándose el sudor de la frente.

II

 Donde se habla un poquito del inspector Boissier y más de una casa precedida de

un jardín, de una verja y de un encuentro que tuvo Maigret delante de esa verja. 

Maigret, después de beber un trago de su pernod, preguntó: — Dígame, Boissier, ¿qué sabe usted de Alfred Jussiaume? — ¿Alfred el Triste? — Sí.Inmediatamente la frente del inspector se oscureció, lanzó a Maigret una ojeada

preocupada y le preguntó con una voz que ya no era la misma, olvidándose de saborearel que era su aperitivo preferido:

 — ¿Ha dado algún golpe?Siempre ocurría lo mismo con el inspector, Maigret lo sabía. Sabía también por qué,

y gracias a un tacto infinito, él era el único bien visto por Boissier.Éste, en realidad, debería haber sido uno de los suyos, y lo hubiese sido desde hacía

mucho tiempo si una falta absoluta de ortografía y una escritura primaria no le hubieraimpedido pasar los exámenes más elementales.

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Sin embargo, por una sola vez, la administración no había hecho mal las cosas.Designó a la cabeza del servicio al comisario Peuchet, un viejo inútil siempresomnoliento, y. excepto la redacción de los informes, era Boissier quien realizaba latarea y dirigía a sus colegas.

En aquel despacho no se trataba de homicidios, como en el de Maigret. Tampoco se

ocupaban de los aficionados, de los empleados que se escapaban un buen día con la cajay otras cosas de este estilo.Los clientes de Boissier y de sus hombres, eran los profesionales del robo bajo

todas sus formas, desde los ladrones de joyas, que trabajan en los grandes hoteles de losCampos Elíseos, hasta los atracadores y «rompedores» que frecuentan casi siempre,como Jussiaume, los barrios dudosos.

En realidad, en aquella sección existía otro ambiente y otro espíritu que en labrigada especial. Los hombres con los que trataba Boissier, eran, por ambas partes,gente de la profesión. La lucha era una lucha de especialistas. No se trataba de hacerpsicología, sino de conocer con los dedos de las manos las manías y costumbres de cadauno.

No era raro ver al inspector Boissier sentado apaciblemente en la terraza de un caféen compañía de un ratero, y a Maigret, por ejemplo, le hubiese resultado muy difícilmantener con un asesino una conversación de este género:

» — Parece, Julot, que hace mucho tiempo que no has intervenido en nada.» — Ya lo sabe usted, inspector.» — ¿Cuándo te detuve por última vez?» — Debe de hacer unos seis meses.» — Supongo que tus fondos están en baja, ¿eh? Me apuesto cualquier cosa a que

preparas algo.La idea de que Alfred el Triste pudiera haber dado un golpe cualquiera sin que él lo

supiera, hacía que Boissier se sintiera molesto. — No sé si ha trabajado en realidad estos días, pero la Larguirucha acaba de salir de

mi despacho. Aquello bastó para tranquilizar al inspector. — Ella no sabe nada  — aseguró Boissier — . Alfred no es un hombre de esos que

cuentan sus asuntos a una mujer, aunque ésta sea la suya.El retrato que Boissier se puso a trazar de Jussiaume se adaptaba bastante bien con

el que había hecho Ernestine, a pesar de que él hablaba principalmente del ladoprofesional.

 — Se me revuelve el estómago sólo de pensar que tenga que detener a un tipo comoél y enviarle a la cárcel. La última vez, cuando le condenaron a cinco años, me dabanganas de insultar al abogado, que no supo defenderle adecuadamente. ¡Ese abogado es

un «insignificante»!Era difícil definir exactamente lo que Boissier entendía por un «insignificante»,pero se comprendía muy bien lo que quería decir.

 — No hay otro en todo París como Alfred el Triste para penetrar sin ruido en unacasa habitada y trabajar en ella sin ni siquiera despertar al gato. Técnicamente, es unartista. Además, no necesita a nadie para que le vaya entregando las herramientas,aceche por si aparece alguien y todas las otras tareas de un buen ayudante. Trabaja solo,sin ponerse nervioso nunca. No bebe, no habla y no va a hacerse el duro en las tabernas.Con todo su talento y su capacidad, debería haberse hecho rico. Conoce elemplazamiento exacto y el mecanismo de algunos cientos de cajas de caudales que élmismo instaló y en las cuales uno piensa que no necesitaría más que ir a coger su

contenido. Sin embargo, cada vez que se decide, se topa con nosotros o no encuentramás que migajas.

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Tal vez Boissier hablaba de aquella manera porque veía en Alfred el Triste unaimagen de su propio destino, con la diferencia de que, por su parte, él gozaba de unasalud que resistía a todos los aperitivos tomados en las terrazas y a las noches pasadas alaire libre, hiciera el tiempo que hiciera.

 — Y lo más gracioso es que, suponiendo que se le enviara a la cárcel por diez o

veinte años, volvería a comenzar apenas saliera, aunque tuviera setenta años ynecesitara muletas para andar. Él se dice a sí mismo que basta con acertar una vez, unasola, y que, en realidad, el mundo se lo debe.

 — Se encuentra en un buen aprieto  — dijo Maigret — . Parece ser que en el momentode abrir una caja de caudales, en alguna parte de Neuilly, se dio cuenta de que había uncadáver en la habitación.

 — ¿Qué era lo que le decía? Eso no podía sucederle más que a él. ¿Y en ese caso seha dado a la fuga? ¿Qué ha hecho con la bicicleta?

 — La arrojó al Sena. — ¿Está en Bélgica? — Probablemente. — Voy a telefonear a Bruselas, a menos que usted no quiera dar con él. — Tengo grandes deseos de dar con él. — ¿Sabe dónde ocurrió eso? — Sé que fue en Neuilly y que hay un jardín rodeado por una verja delante de la

casa. — Será fácil entonces encontrarlo. Vuelvo en seguida. Maigret tuvo la gentileza, en

su ausencia, de pedir otros dos  pernods a la  Brasserie Dauphine. Aquello no sólo letraía el olor del tiempo de la rué de la Lune, sino también del Mediodía, en particular deun bodegón de Cannes donde en otro tiempo había realizado una investigación, y, depronto, el caso se diferenciaba de los demás, tomaba casi el aspecto de un deber devacaciones.

No había prometido formalmente a Mme. Maigret irla a buscar al mercado de lasflores, y ella sabía que no debía nunca esperarle. Boissier volvió con un expediente delque sacó, en primer lugar, las fotografías antropométricas de Alfred Jussiaume.

Una cabeza de asceta, en suma, mucha más que de ladrón. La piel se pegaba a loshuesos, las ventanas de la nariz eran largas y apretadas, y la mirada poseía unaintensidad casi mística.

Incluso en aquellas duras fotografías de frente y de perfil, sin cuello postizo, con lanuez de la garganta sobresaliendo más de lo normal, se sentía la inmensa soledad delhombre cuya tristeza no tenía, sin embargo, nada de agresivo.

Como había nacido para ser cazado, encontraba lo más natural del mundo que le

cazaran. — ¿Desea que le lea todos los trabajos que ha realizado? — No es indispensable hoy. Preferiría recorrer el expediente con más tranquilidad

en otro momento. Pero lo que si quisiera es echar una ojeada a la lista.Estas tres últimas palabras agradaron al inspector Boissier.Y Maigret lo sabía cuando las pronunció, pues constituían un homenaje al inspector. — ¿Sabía que la tenía? — Estaba seguro de que la tendría.Porque, en efecto, Boissier conocía su oficio. Se trataba de una lista, recogida de los

libros de la casa Planchart, de las cajas de caudales instaladas en la época en que en ellatrabajaba Alfred Jussiaume.

 — Espere que busque en Neuilly. ¿Está seguro que es en Neuilly? — Ernestine lo asegura.

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 — Dígame una cosa, no es tan estúpido por su parte venir a verle. ¿Pero por qué austed?

El comisario sonrió. — Porque en cierta ocasión, hace dieciséis o diecisiete años, la detuve. Entonces,

hasta me gastó una broma bastante graciosa.

Aquello no extrañó a Boissier, pues eran cosas de la profesión. Uno y otro sehallaban en su propio terreno. El pernod de suaves reflejos había perfumado ya todo eldespacho, produciendo en la avispa una especie de frenesí.

 — Hay un banco... Estoy seguro de que no es ahí ... Fred nunca ha  trabajado conbancos, porque desconfía de los aparatos de alarma eléctricos... Hay también unacompañía petrolífera que hace ya diez años que no existe... Un perfumista... que sedeclaró en quiebra el año pasado...

El dedo del inspector Boissier terminó por detenerse en un nombre, una dirección. — Guillaume Serre, dentista, en el número 43 bis de la rué de la Ferme, Neuilly.

¿Conoce el lugar? Está un poco más allá del Jardín de Aclimatación, una calle paralelaal bulevar Richard-Wallace.

 — Lo conozco.Se miraron un instante. — ¿Tiene usted prisa o algo que hacer?  — preguntó Maigret.Y al hacer la pregunta, sabía también que halagaba el amor propio de Boissier. — Estaba clasificando expedientes. Me marcho mañana para Bretaña. — ¿Vamos? — Ahora mismo cojo la chaqueta y el sombrero. ¿Telefoneo primero a Bruselas? — Sí. Y a Holanda también. — Comprendido.Hicieron el camino en la plataforma de un autobús. Luego, en la rue de la Ferme,

apacible y provincial, advirtieron un pequeño restaurante en cuya terraza había cuatromesas, entre plantas verdes, y en él se instalaron para almorzar.

Dentro de la taberna no había más que tres albañiles en blusa blanca que comían,tomando vino tinto. Algunas moscas revoloteaban alrededor de Maigret y de Boissier.Más allá, en la acera opuesta, veían una verja negra, que debía corresponder al número43 bis. 

No se daban prisa. Si era verdad que hubo un cadáver en aquella casa, el asesinotuvo más de veinticuatro horas para desembarazarse de él.

Una criada con un vestido negro y un delantal blanco se ocupaba de ellos, pero elpatrón se acercó al cabo de un momento a saludarles.

 — Buenos días, señores. — 

Buenos días. ¿Conoce usted, por casualidad, a un dentista en el barrio?Hizo un movimiento con la barbilla. — Hay uno ahí abajo, al otro lado de la calle, pero no sé lo que vale. Mi mujer

prefiere ir a que la traten en el bulevar Sebastopol. Supongo que éste debe ser caro. Almenos no van a visitarle muchos clientes.

 — ¿Le conoce usted? — Un poco.El patrón dudó, les observó a los dos un buen rato, sobre todo a Boissier. — Son ustedes de la policía, ¿eh? Maigret prefirió contestar que sí. — ¿Ha hecho algo? — Buscamos sólo algunas informaciones. ¿Puede decimos cómo es? — Más alto y más fuerte que usted y que yo  —  dijo, mirando esta vez alcomisario — . Yo peso noventa y ocho y él debe pesar los ciento cinco.

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 — ¿De qué edad? — ¿Cincuenta años...? Probablemente está en esa edad, más o menos. No es un

hombre muy cuidadoso de su persona, lo que es bastante extraño tratándose de undentista. Y tiene el aire indiscutible de un viejo solterón.

 — ¿No está casado?

 — Esperen... En efecto, recuerdo que se casó hace alrededor de dos años... Haytambién una señora anciana que vive en la casa, supongo que es su madre, que va almercado a hacer la compra todas las mañanas...

 — ¿No tiene criada? — Solamente una asistenta. Bueno, yo no estoy muy seguro. Si le conozco a él, es

porque viene de vez en cuando a tomar un trago a escondidas. — ¿A escondidas? — Es una manera de hablar. Las personas como él no tienen la costumbre de entrar

en las tabernas de esta clase. Cuando viene, echa inevitablemente una ojeada hacia lacasa, como si quisiera asegurarse de que no pueden verle. Y parece avergonzado cuandose acerca al mostrador. «Un vaso de tinto», dice. Nunca toma ninguna otra cosa. Sé de

antemano que no debo volver a colocar la botella en su lugar, porque va a tomar unsegundo vaso. Los bebe de un solo trago, se limpia la boca, y en seguida tiene lamoneda preparada en la mano.

 — ¿Está borracho a veces? — Nunca. Sólo toma dos vasos. Cuando sale de aquí, le veo que se desliza en la

boca una pastilla aromática o un clavo de especia para evitar oler a vino. — ¿Cómo es su madre? — Una anciana menuda, y muy seca, siempre vestida de negro, que no saluda a

nadie y no parece cómoda. — ¿Y su mujer? — Yo no la he visto nada más que cuando pasan en coche, pero he oído decir que es

una extranjera. Es alta y fuerte como él, de tez colorada. — ¿Cree usted que están de vacaciones? — Espere... Me parece que le serví sus dos vasos de tinto hace dos o tres días. — ¿Dos o tres días? — Un momento. Fue el día en que vino el fontanero a reparar la bomba de la

cerveza. Pero no se preocupen, voy a preguntar a mí mujer, para estar seguro de que nodigo estupideces.

Era la antevíspera, es decir, el martes, unas horas antes de que Alfred Jussiaumedescubriese un cadáver de mujer en su misma casa.

 — ¿Se acuerda usted de la hora? — 

Acostumbra a venir hacia las seis y media. — ¿Viene a pie? — Sí. Poseen un coche viejo, pero siempre viene en el momento en que da una

vuelta por el barrio. ¿No pueden decirme de qué se trata? — No se trata todavía de nada. Una simple comprobación,El patrón del restaurante no les creía. Su mirada lo decía claramente. — ¿Volverán?Y, volviéndose hacia el comisario: •  — ¿No es usted M. Maigret, por casualidad? — ¿Se lo han dicho? — Uno de los albañiles cree haberle reconocido. Sí es usted, mi mujer se alegrará

mucho de verle en carne y hueso. — Volveremos  — prometió.

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Habían comido bien, desde luego, y habían tomado el Calvados que el patrón, queera de Falaise, les ofreció. Andaban ahora a lo largo de la acera, por el lado en sombrasde la calle. Maigret daba pequeñas chupadas a su pipa. Boissier, por su parte, habíaencendido un cigarrillo y dos dedos de su mano derecha estaban manchados por eltabaco, quemados como una pipa.

Hubieran podido creerse a más de cien kilómetros de París, en no importa quépueblo. Los hoteles particulares eran más numerosos que las casas de pisos, y algunasno eran más que grandes casas burguesas, construidas hacía uno o dos siglos.

No había en toda la calle otra verja que aquélla, una verja negra más allá de la cualse extendía un césped que era como un tapiz verde bajo el sol. Sobre la placa de cobrese leía: «Guillaume Serre. Cirujano-Dentista». Y en caracteres más pequeños: «De 2 a 5y previa cita».

El sol daba de pleno en la fachada, cuyas piedras amarillentas recalentaba y,excepto en dos de las ventanas, las persianas estaban echadas. Boissier sintió que elcomisario vacilaba.

Antes de atravesar, echó un vistazo hacia cada extremo de la calle y frunció el ceño.

Boissier miró en la dirección en que se había fijado la mirada de Maigret. — ¡La Larguirucha!Venía del bulevar Richard-Wallace y llevaba el mismo sombrero verde que por la

mañana. Al darse cuenta de la presencia del comisario Maigret y del inspector, sedetuvo un momento, y luego se dirigió directamente hacia ellos.

 — ¿Les sorprende que esté aquí? — ¿Tenía usted la dirección? — Telefoneé a su despacho hace un poco más de media hora. Quería decirle que

había encontrado la lista. Sabía que debía estar en alguna parte. Había visto a Alfredconsultarla, y trazar en ella algunas cruces. Al salir de su despacho, señor comisario,esta mañana, pensé en un lugar en el que Alfred podía haberla ocultado perfectamente.

 — ¿Dónde? — ¿Tengo la obligación de decírselo? — Sería preferible. — Preferiría no tener que decírselo. Al menos, no de momento. — ¿Qué otras cosas ha encontrado? — ¿Cómo sabe que he encontrado algo más? — Esta mañana no tenía dinero y ahora ha venido hasta aquí en taxi. — Es verdad. Había dinero. — ¿Mucho? — Más de lo que esperaba. — 

¿Dónde está la lista? — La he quemado. — ¿Por qué? — Debido a las cruces. Tal vez designen las direcciones en las cuales ha trabajado

ya Alfred y no quiero, como es lógico, entregarles pruebas que puedan utilizar contra él.Echó una ojeada a la fachada. — ¿Entran?Maigret asintió con la cabeza. — ¿No les molesta que les espere en la terraza de ese tabernucho?No dirigió en ningún momento la palabra al inspector Boissier, quien, por su parte,

la miraba con aspecto más bien severo. — Si usted quiere...  — dijo Maigret.

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Y, acompañado por el inspector Boissier, pasó de la sombra al sol, mientras la altasilueta de Ernestine se alejaba en dirección a la terraza.

Eran las dos y diez. Si el dentista no se había marchado de vacaciones, debía, segúnlas indicaciones de la plaza de cobre, encontrarse en su gabinete a la disposición de losclientes. Había un botón eléctrico a la derecha de la puerta. Maigret lo apretó y la puerta

se abrió automáticamente. Atravesaron el jardincillo y encontraron otro botón en lapuerta de la casa, cuya apertura no era automática. Después de oír el ruido del timbre enel interior, se produjo un largo silencio. Los dos hombres tendieron la oreja, teniendotanto uno como otro la certidumbre de que había alguien al otro lado de la puerta, y semiraron. Finalmente, descolgaron una cadena, sonó el pestillo al manipularlo y unadelgada hendidura dibujó el marco de la puerta.

 — ¿Tienen cita concertada? — Desearíamos hablar con el doctor Serre. — Sólo recibe cuando ha concertado cita previamente.La apertura de la puerta no se agrandaba. Se adivinaba, detrás, una silueta, un rostro

delgado de anciana. — Según la placa de cobre... — La placa está puesta ahí desde hace veinticinco años. — ¿Quiere anunciar a su hijo que el comisario Maigret, de la Policía Judicial, desea

verle?La puerta permaneció todavía un momento inmóvil, luego se abrió con decisión.

Apareció un ancho pasillo de cuadros negros y blancos que hacía pensar en un pasillode convento, y la anciana que les hizo pasar delante de ella hubiera podido muy bienestar vestida de religiosa.

 — Perdóneme, señor comisario, pero a mi hijo no le gusta mucho servir a losclientes ocasionales.

Después de todo, esta mujer no estaba mal. En ella había incluso una elegancia yuna dignidad sorprendentes. Trataba de borrar mediante una sonrisa la mala impresiónque había producido.

 — Entren, se lo ruego. No voy a tener más remedio que hacerles esperar unmomento. Desde hace algunos años, mi hijo ha tomado la costumbre, sobre todo enverano, de hacer la siesta, y todavía está acostado. Si quieren seguirme por aquí...

Les abrió una puerta a la izquierda, una puerta de dos batientes, de madera deencina encerada, y Maigret pensó más que nunca en un convento, o lo que era mejortodavía, en un rico presbiterio. Hasta el olor dulce y misterioso, que le recordaba algo;no sabía el qué. El salón donde se hallaban no recibía la luz más que por las hendidurasde las persianas y, viniendo de fuera, se penetraba en la estancia como en un baño de

frescor.Los ruidos de la ciudad no parecían poder penetrar hasta allí, y se tenía la impresiónde que no había cambiado nada en la casa desde hacía más de un siglo, que estasbutacas de tapicería, aquellos veladores, aquel piano y aquellas porcelanas habíanestado siempre en el mismo lugar. Hasta las fotografías aumentadas, en las paredes, encuadros de madera negra, que tenían aspecto de fotografías del tiempo de Nadar. Elhombre envarado dentro de un cuello del otro siglo y con largas patillas, encima de lachimenea y en la pared de enfrente una mujer de unos cuarenta años, con un peinadopartido en dos por una raya central, al viejo estilo de la emperatriz Eugenia.

La anciana, que hubiera podido fácilmente figurar en uno de esos cuadros, a juzgarpor su edad y su aspecto, no les abandonó; les indicó que tomaran asiento, y juntó las

manos como una buena religiosa.

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 — No quisiera parecer indiscreta, señor comisario. Pero mi hijo no tiene secretospara mí. Nunca nos hemos separado, aunque haya cumplido más de cincuenta años. Notengo la menor idea del motivo de su visita y, naturalmente, usted lo comprenderá, antesde ir a despertarle, me gustaría saber...

Dejando su frase en suspenso, les dirigió una sonrisa acogedora.

 — ¿Supongo que su hijo está casado? — Ha estado casado dos veces. — ¿Está aquí su segunda mujer?Un ligero matiz de tristeza pasó por los ojos de la anciana, y el inspector Boissier

cruzó y descruzó las piernas. No era aquél el género de lugar en el que se sentía a gusto. — Ya no está aquí, señor comisario.Con pasos que parecían rozar el suelo, sin hacer ningún ruido, fue a cerrar la puerta,

volvió hacia donde estaban ellos, se sentó en el borde de un canapé, muy recta, como seenseña a las muchachas a estar en los conventos.

 — ¿Espero que no haya hecho estupideces?  — preguntó en voz baja.Luego, como Maigret guardara silencio, suspiró, y se resignó a hablar de nuevo. — Si se trata de ella, he hecho bien en preguntarle antes de despertar a mi hijo.

Porque, es por ella por lo que están ustedes aquí, ¿verdad?¿Hizo Maigret un ligero signo de asentimiento? No se dio cuenta. Estaba demasiado

fascinado por la atmósfera de aquella casa y todavía más por aquella mujer, detrás decuya dulzura adivinaba una prodigiosa energía.

No había ni una sola nota falsa en ella, ni en su manera de vestir, ni en su aspecto,ni en su voz. Se hubiera esperado encontrarla mejor en algún castillo o en una de esasvastas casas de provincia que son como museos de una época pasada.

 — Después de enviudar, hace quince años, mi hijo permaneció mucho tiempo sinpensar en volverse a casar.

 — Si no me equivoco  — preguntó Maigret  — , ¿hace dos años que lo hizo?La anciana señora no demostró ninguna sorpresa al verle informado. — En efecto. Para ser exactos, hace dos años y medio. Se casó con una de sus

clientes, una mujer de cierta edad, también. Entonces ella tenía cuarenta y siete años. Deorigen holandés, vivía sola en París. Yo no soy eterna, señor comisario. Aunque me veaasí, tengo setenta y seis años.

 — No los aparenta. — Lo sé. Mi madre vivió noventa y dos años y mi abuela murió en un accidente a

los ochenta y ocho. — ¿Y su padre? — Murió joven.

Dijo aquello como si no tuviera ninguna importancia. Para ser más exactos, como sila suerte de los hombres fuera de morir jóvenes. — Yo casi animé a Guillaume a que se volviera a casar, diciéndome que así no se

quedaría solo. — ¿Y ese matrimonio ha sido desdichado? — No se puede decir eso. Al principio, no. Creo que todo el mal se ha debido a que

era extranjera. Hay pequeñas cosas sin importancia a los que uno no se acostumbra. Nose cómo decirles. ¡Escuchen! ¡Nada más que cuestiones de cocina, preferencias por tal otal plato! Quizá también haya ocurrido que al casarse con mi hijo creyera que era másrico de lo que en realidad es.

 — ¿No tenía ella fortuna? — Bueno, gozaba de cierta libertad económica. Tenía algún dinero, pero, con elaumento del coste de la vida...

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 — ¿Cuándo murió?La anciana abrió los ojos de par en par. — ¿Muerta? — Perdóneme. Creía que había muerto. Como hablaba usted en pasado... La anciana

sonrió.

 — Es cierto. Pero no por la razón que usted cree. No ha muerto. Pero para nosotroses como si así hubiera sucedido. Se marchó de esta casa. — ¿Después de una disputa? — No  — dijo, con una ligera sonrisa — . Guillaume no es un hombre de esos que

acostumbran a disputarse con la gente. — ¿Con usted entonces? — Yo soy demasiado vieja para tener disputas con nadie, señor comisario. He visto

demasiadas cosas en mi vida. Conozco demasiado la vida y dejo que cada uno... — ¿Cuándo abandonó la casa? — Hace dos días. — ¿Les había anunciado con anticipación su partida? — Bueno, en realidad, mi hijo y yo sabíamos que terminaría por marcharse. — ¿Habló alguna vez con usted de eso? — A menudo. — ¿Y le dio alguna razón?No contestó inmediatamente. Pareció reflexionar antes de contestar. — ¿Quiere usted que le diga francamente lo que yo pienso? Si dudo antes de

contestarle, se debe a que temo que se burlen ustedes de mí. No me gusta hablar deestos asuntos ante los hombres, pero supongo que un comisario es un poco como unmédico o un confesor.

 — ¿Es usted católica, madame Serre? — Sí. Mi nuera era protestante. Eso no tiene importancia. Bueno, estaba en la edad

ingrata para una mujer. Todas tenemos, más o menos, un período de algunos añosdurante los cuales no somos nosotras mismas. Cualquier cosa sin importancia nos irrita.Con facilidad nos forjamos ideas falsas.

 — Comprendo. ¿Era ése el caso? — Eso y otras cosas, desde luego. Al final, no soñaba más que con su Holanda natal.

Se pasaba el día escribiendo a unas amigas que tiene en su país. — ¿Ha ido alguna vez su hijo con ella a Holanda? — Nunca. — Entonces, ¿se marchó el martes? — Tomó el tren de las diez menos veinte en la Estación del Norte. — 

¿El tren nocturno? — Sí. Se pasó todo el día haciendo el equipaje. — ¿Y su hijo la acompañó a la estación? — No. — ¿Llamó ella un taxi? — Fue a buscar uno a la esquina del bulevar Richard-Wallace. — ¿Y no ha dado señales de vida? — No. No creo que sienta la necesidad de escribirnos. — ¿No se trató del asunto del divorcio? — Ya le-he dicho que somos católicos. Mí hijo, por otra parte, no tiene ganas de

volver a casarse. Continúo sin comprender qué ha podido suceder para que recibamos la

visita de la policía.

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 — Quisiera preguntarle, señora, lo que ocurrió en esta casa el martes por la noche.Un momento. ¿No tienen ustedes ningún servicio, verdad?

 — No, señor comisario. Eugénie, nuestra asistenta, viene todos- los días a las nuevey está aquí hasta las cinco.

 — ¿Está aquí hoy?

 — Han venido, precisamente, el día que tiene libre. Pero si quieren hablar con ella,vendrá mañana. — ¿Vive en el barrio? — Vive en Puteaux, al otro lado del Sena. Exactamente encima de una quincallería

que' hay frente al puente. — ¿Supongo que fue ella quien ayudó a su nuera a hacer el equipaje? — Ella bajó las maletas. — ¿Cuántas maletas? — Exactamente, un baúl y dos maletas de cuero. Además, llevaba una caja de joyas

y un nécessaire.  — ¿Se marchó Eugénie a las cinco de la tarde como de costumbre? — Eso es. Perdónenme si me ven nerviosa e inquieta como estoy hoy, pero es la

primera vez que me hacen un interrogatorio así, y confieso... — ¿Salió su hijo esa noche? — ¿Qué entiende usted por la noche? — Digamos que un poco antes de la cena. — Como de costumbre, fue a dar una vuelta. — ¿Supongo que fue a tomar un aperitivo? — No bebe. — ¿Nunca? — Sólo un vaso con un poco de agua en cada comida. Pero lo que no toma nunca es

una de esas cosas bochornosas que se llaman aperitivos.Se hubiese dicho que Boissier, que se mantenía callado en su butaca, olfateaba el

perfume anisado que todavía quedaba en su bigote. — Nos sentamos a la mesa en cuanto volvió. Siempre da el mismo paseo. Es una

costumbre que adquirió en la época en que teníamos un perro a quien había que sacar ahoras fijas y, bueno, es una costumbre que ha adquirido.

 — ¿Ya no tienen perro? — Desde hace cuatro años. Desde que Bibi murió. — ¿No tienen gato? — Mi nuera sentía horror por los gatos. ¡Ya ve usted! Continúo hablando en pasado,

y se debe a que consideramos esa época como acabada. — 

¿Se sentaron a la mesa los tres? — María bajó cuando yo acababa de servir el potaje. — ¿No hubo ninguna discusión entre ustedes? — Ninguna. La comida se desarrolló en silencio. Sabía que Guillaume, después de

todo, estaba bastante emocionado. Cuando se le conoce por primera vez parece frío,pero, en realidad, es un muchacho hipersensible. Cuando se ha vivido íntimamente conalguien durante más de dos años...

Maigret y Boissier no habían oído nada. Pero la anciana tenía un oído muy fino.Inclinó la cabeza con aire de escuchar. Hizo mal, pues Maigret comprendió, se levantó yfue a abrir la puerta: un hombre que, en efecto, era más alto, más corpulento y máspesado que el comisario, estaba allí, bastante avergonzado, y debía de estar escuchando

desde hacía algún tiempo.

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Su madre no había mentido cuando había dicho que estaba tomando la siesta. Sucabello, escaso y en desorden, estaba pegado a su frente y se había puesto un pantalónsobre la camisa blanca, cuyo cuello continuaba abierto. Llevaba zapatillas de cuero.

 — Entre, monsieur Serre  — dijo Maigret. — Les pido perdón. He oído ruido. He pensado...

Hablaba sin prisas, echando a uno y otro una ojeada pesada y lenta. — Estos señores son de la policía  — explicó su madre, levantándose.No hizo preguntas, les miró de nuevo y se abotonó la camisa. — Madame Serre nos decía que su mujer se marchó anteayer.Esta vez se volvió hacia la anciana, con el ceño fruncido. Su gran cuerpo estaba

blando y flojo, lo mismo que su rostro, pero, en contra de lo que sucede con muchaspersonas gruesas, no daba impresión de ligereza. Su piel era mate, muy pálida, teníamechones de cabello oscuro en las ventanas de las narices y en las orejas, y enormescejas rojizas.

 — ¿Qué es lo que desean estos señores exactamente?  — preguntó, pronunciandocada sílaba con toda claridad.

 — No lo sé.Maigret se sintió bastante molesto. El inspector Boissier, por su parte, se preguntó

cómo el comisario iba a arreglárselas. No eran personas a las que se les podía enseñar lalección.

 — A decir verdad, monsieur Serre, ha sido de manera completamente casual el quehayamos hecho referencia, en la conversación, a su mujer. Su madre nos ha dicho queestaba usted haciendo la siesta, y charlábamos mientras esperábamos a que se levantara.Si nos ve aquí, a mi colega y a mí   — ¡aquella palabra de colega causaba un placer tangrande al inspector Boissier! —  se debe a que tenemos razones para pensar que han sidovíctimas de un intento de robo.

Serre no era uno de esos hombres que apartan la mirada cuando alguien les mira. Alcontrario, miraba a Maigret con aire de querer leer en el fondo de su pensamiento.

 — ¿Quién les ha sugerido esa idea? — Frecuentemente, como usted supondrá, recibimos informaciones confidenciales. — ¿Supongo que habla usted de delatores y chivatos? — Llamémoslos así. — Lo lamento, señores. — ¿No han asaltado su casa? — Si lo hubiesen hecho, no hubiera dejado de ir yo mismo a informar al comisario

de policía.No trataba de mostrarse amable. Ni una sola vez había dejado que sus labios

expresaran una sonrisa. — ¿Posee usted una caja de caudales? — Supongo que tengo derecho a no contestarle. Sin embargo, no veo inconveniente

en hacerlo. Sí, efectivamente, tengo una.Su madre se esforzaba por hacerle indicaciones, probablemente para aconsejarle que

fuera menos brusco.Monsieur Serre se daba cuenta de los intentos de su madre, pero no por eso

cambiaba de actitud. — Si no me equivoco  — continuó Maigret, como si no se diera cuenta de la

situación — , se trata de una caja de caudales de la casa Planchart, y fue instalada hacedieciocho años.

No se turbó. Permaneció de pie. Mientras Maigret y el inspector Boissier estabansentados en la penumbra, el comisario observó que tenía el mismo mentón duro y fuerte

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del hombre del retrato, así como las mismas cejas. El comisario intentó, por puro juegoimaginativo, imaginarle con patillas.

 — No me acuerdo de la fecha de su instalación, y, por otra parte, eso no interesa anadie.

 — He comprobado al entrar que la puerta está provista de una cerradura de

seguridad y de una cadena. — Eso ocurre con muchas puertas.A pesar del tono poco amable de monsieur Serre, el comisario continuó haciendo

preguntas, sin inmutarse. — ¿Supongo que los dormitorios están en el primer piso y que su madre y usted

duermen allí?Serre no contestó. — Quiero preguntarle si su despacho y su gabinete de trabajo están en la planta baja.Por el movimiento de la anciana, Maigret comprendió que eran las habitaciones que

estaban unidas al salón. — ¿Quiere autorizarme a echar una ojeada a esas dos habitaciones?

Monsieur Serre vaciló, abrió la boca, pero no contestó nada. Sin embargo, Maigrettuvo la certeza de que era para decirle que no. La anciana debió sentirlo de la mismaforma porque intervino en su lugar.

 — ¿Qué razón hay para no acceder al deseo de estos caballeros? De esa manera,verán por sí mismos que no hemos sufrido ningún intento de robo.

El hombre se encogió de hombros, con el mismo aire obstinado y mohíno, y no lessiguió cuando los otros tres entraron en las estancias vecinas.

Madame Serre les introdujo primero en un despacho decorado en un estilo tanantiguo y apacible como el salón. Detrás de una silla cuyo respaldo estaba tapizado concuero negro, se levantaba una gran caja de caudales de color verde oscuro, de unmodelo bastante antiguo. Boissier se acercó a ella y pasó una mano profesional sobre elmetal.

Al cabo de un momento, la anciana dijo: — Ya ven ustedes que todo está en orden. Les ruego que no tomen a mal el

malhumor de mi hijo, pero...Se calló al ver a éste, de pie en el marco de la puerta, mirarles con el mismo aire

desabrido y poco amistoso de antes.Luego, indicando los libros encuadernados que llenaban las estanterías, continuó

hablando, esforzándose por ser amable: — No se extrañen de encontrar principalmente libros de derecho. Es que proceden

de la biblioteca de mi marido, que era abogado.

Abrió una última puerta. Y la decoración de esta sala era más familiar, pues era lade un gabinete de consulta como la de cualquier dentista, con su butaca articulada y losinstrumentos habituales en estos lugares. Hasta media altura de la ventana, los vidriosestaban esmerilados.

Cuando volvieron a pasar por el despacho, Boissier se dirigió a una de las ventanas,sobre la cual pasó de nuevo los dedos; luego, volviéndose hacia el comisario, le dirigióuna seña de inteligencia.

 — ¿Hace mucho tiempo que han vuelto a colocar ese cristal?  — preguntó Maigret.Fue la anciana quien contestó sin vacilar. — Hace cuatro días. La ventana estaba abierta cuando estalló la famosa tormenta

que ustedes deben de recordar. — ¿Llamaron al vidriero para ponerlo? — No.

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 — ¿Quién ha vuelto a colocar el cristal? — Mi hijo. Le gusta hacer toda clase de pequeños oficios. Siempre se encarga él de

hacer las reparaciones sin importancia de la casa.Entonces, Guillaume Serre, que pareció no aguantar más, pronunció con un

marcado tono de impaciencia:

 — Estos señores no tienen derecho a importunarnos, mamá. No contestes más.La anciana se las arregló para volverle la espalda y para dirigir a Maigret unasonrisa que quería decir: «No hagan caso. Ya les he advertido».

Volvió a conducirles hasta la puerta, mientras su hijo permanecía de píe en mediodel salón, y les susurró inclinándose hacia ellos:

 — Si necesitan hablar conmigo para algo, vengan a verme cuando él no esté.Volvieron a encontrarse en el sol, el que se les pegó inmediatamente a la piel.

Cuando franquearon la verja, el ligero gruñido que dejó escapar, hizo pensar a Maigreten una verja del convento. Luego, descubrieron en la acera de enfrente el sombreroverde de Ernestine, sentada en la terraza de la taberna.

Maigret vaciló. Habrían podido volverse hacia la izquierda y evitarla. Casi tenían el

aspecto, cuando se dirigieron hacia ella, de ir a rendirle cuentas.Tal vez por una especie de pudor, el comisario gruñó: — ¿Vamos a tomar un trago?Con expresión interrogadora, Ernestine les miraba avanzar hacia ella.

III

 Donde Ernestine se pone púdicamente una bata de estar por casa y donde asimismo

la anciana señora de Neuilly hace una visita a Maigret.

 — ¿Qué has hecho hoy?  — preguntó Mme. Maigret, cuando se sentaron a la mesa,ante la ventana abierta.

También se veía a la gente comer en las casas de enfrente, y en todas partes sedistinguían las mismas manchas claras formadas por las camisas de los hombres que sehabían quitado la chaqueta. Algunos, que ya habían comido, estaban acodados a laventana. Se oía música de radio, gritos de niños, lloriqueos de bebés, y algunas vocesque se elevaban más de lo normal. Y delante de muchas puertas de las casas delvecindario, los porteros habían sacado sus sillas.

 — Nada extraordinario  — contestó Maigret — . La historia de una holandesa queprobablemente ha sido asesinada, pero que tal vez esté viva en alguna parte.

Era demasiado pronto para hablar de ello. En definitiva, se había comportadobastante perezosamente. Había permanecido bastante tiempo en la terracita de la rue dela Ferme, Boissier, Ernestine y él, y, de los tres, el más excitado era Ernestine.

La mujer se indignaba: — ¿Han dicho que no era verdad?El patrón de la taberna les había llevado unas medias copas. — En realidad, no ha dicho nada. Es su madre la que ha hablado. Él más bien nos ha

puesto en la calle. — ¿Y es capaz de asegurar que no había ningún cadáver en el despacho?Era evidente que se había informado cerca del tabernero sobre los habitantes de la

casa de la verja. — ¿Entonces por qué no ha informado a la policía que habían intentado robarle? — Según ellos, nadie ha intentado robarles.

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La Larguirucha debía de conocer perfectamente los hábitos de trabajo de Alfred elTriste.

 — ¿No faltaba un cristal en una de las ventanas?Boissier miró a Maigret como para aconsejarle que se callara, pero el comisario no

le prestó atención.

 — En efecto, en una de las ventanas ha sido reemplazado recientemente un cristal.Parece ser que se rompió hace cuatro o cinco días, la noche de la tormenta. — Miente. — Seguramente hay alguien que miente. — ¿Piensa usted que soy yo? — Yo no he dicho eso. Pero bien podría ser que el que mintiera fuese Alfred. — Y dígame, comisario, ¿por qué iba a contarme esa historia por teléfono? — Tal vez no la haya contado  — dijo Boissier mirándola con atención. — ¿Por qué razón iba a inventarlo? ¿Piensa usted eso, monsieur Maigret? — Yo no pienso nada de nada.El comisario sonreía vagamente. Estaba bien, casi feliz. La cerveza estaba fresca, y

se estaba muy agradablemente a la sombra, como en el campo, y probablemente aquellose debía a la proximidad del Bois de Boulogne.

Una tarde de pereza. Había bebido dos medias botellas de cerveza. Luego, para noabandonar a la mujer tan lejos del centro de París, la llevaron en su taxi y la dejaron enel Châtelet.

 — Telefonéeme en cuanto reciba noticias de Alfred.Maigret sentía que la decepcionaba, que la mujer le había imaginado de manera

diferente. Ernestine debía de decirse que el comisario había envejecido, que se habíaconvertido en un hombre como los demás y que no se ocupaba más que de manera unpoco vaga de su caso.

 — ¿Quiere usted que retrase mis vacaciones?  — le propuso Boissier. — Supongo que su mujer tendrá hechas las maletas. — Se encuentran ya en la estación, íbamos a salir mañana por la mañana, en el tren

de las seis. — ¿Con su hija? — Desde luego. — Márchese. — ¿No me necesitará? — ¿Me ha entregado la ficha y el expediente de Alfred el Triste?Una vez solo en su despacho, se dispuso a echar una siesta en su butaca. La avispa

ya no estaba allí. El sol había pasado al otro lado del muelle. Lucas había salido de

vacaciones aquel mismo mediodía. Llamó a Janvier, que fue el primero que tomó lasvacaciones, en junio, debido a que alguien de su familia se había casado entonces enalguna parte de Francia.

 — Siéntate. Tengo trabajo para ti. ¿Has terminado de redactar el informe? — Precisamente acabo de terminarlo ahora. — ¡Bueno! Toma nota. En primer lugar, convendría buscar, en la alcaldía de

Neuilly, el nombre de soltera de una holandesa que hace dos años se casó con unindividuo llamado Guillaume Serre, domiciliado en el número 43 bis de la rué de laFerme.

 — Fácil. — Probablemente. Debía vivir en París desde hacía cierto tiempo. Intentarás saber

dónde vivía, lo que hacía, cuál es su familia, su fortuna, etc. — Comprendido, jefe.

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 — Parece ser que abandonó la casa de la rue de la Ferme el martes, entre las ocho ylas nueve de la tarde, y que tomó el tren para Holanda. Parece ser también que ellamisma fue a buscar un taxi a la esquina del bulevar Richard-Wallace para transportar suequipaje.

Janvier escribía algunas palabras, formando una columna, en una página de su

cuadernillo de notas. — ¿Eso es todo? — No. Que alguien te ayude en esto con el fin de ganar tiempo. Quisiera que

preguntaras sobre los Serre a las gentes que viven en el barrio, los que les suministranlos pedidos, etc.

 — ¿Cuántos son los Serre? — La madre y el hijo. La madre tiene cerca de ochenta años y el hijo es dentista.

Quiero que trates de encontrar al taxista. Interroga también al personal de la estación ydel tren que hace ese servicio.

 — ¿Puedo disponer de uno de los coches? — Puedes.

En cuanto a él, eso era todo lo que había hecho aquella tarde. Pidió que le pusieranen comunicación telefónica con la policía belga, que poseía la descripción personal deAlfred el Triste, pero todavía no habían dado con él. Tuvo igualmente una largaconversación con el comisario que visaba en la frontera, en Jeumont. Este había visitadopersonalmente el tren que debería haber tomado Alfred y no recordaba ningún viajeroque tuviera parecido con el especialista en robar cajas de caudales.

Aquello no quería decir nada. Era necesario esperar. Maigret afirmó un ciertonúmero de documentos en lugar del director, fue a tomar un aperitivo en la  Brasserie

 Dauphine, en compañía de su colega de informaciones generales, y volvió, finalmente,en autobús a su casa.

 — ¿Qué vamos a hacer?  — preguntó Mme. Maigret, cuando acabó de retirar la cosasde la mesa.

 — Vamos a dar una vuelta.Lo que quería decir que irían andando, sin prisas, hasta los Grandes Bulevares para

sentarse, finalmente, en alguna terraza. El sol se había puesto. El aire refrescaba, aunquetodavía había bocanadas de aire caliente que parecían emanar de las piedras de la acera.Los huecos de las puertas de la cervecería estaban abiertos, y una orquesta tocabamúsica. La mayoría de los clientes permanecían allí, sin hablar, delante de su velador,contemplando los peatones que pasaban en ambas direcciones, y la penumbra hacía quelos rostros cada vez fueran más oscuros e indistinguibles. Luego, los globos eléctricosles dieron otro aspecto.

Como las demás parejas, se dirigieron hacia su casa, y Mme. Maigret iba cogida delbrazo de su marido.Tras lo cual, vino un nuevo día, en el que lucía un sol tan brillante como el día

anterior.En lugar de presentarse directamente en la Policía Judicial, Maigret dio una vuelta

primero por el muelle de Jemmapes, reconoció la taberna pintada de verde, cerca de laesclusa Saint-Martin, un local que tenía un cartel que decía «Bocadillos y tapas encualquier momento del día», y fue a colocarse en el mostrador.

 — Un vino blanco.Inmediatamente, hizo la pregunta. El Auvergnat que le sirvió no vaciló. — No sé de una manera precisa a qué hora era, pero sí recuerdo que telefonearon.

Ya había amanecido. Ni mi mujer ni yo nos levantamos, pues a esa hora no podía serpara nosotros. Ernestine bajó a coger la llamada. La oí hablar durante mucho tiempo.

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Era un punto, al menos, sobre el que la mujer no había mentido. — ¿A qué hora se marchó Alfred, el día anterior? — Tal vez fueran las once. Pero es posible que fuera más temprano. Lo que sí 

recuerdo perfectamente era que llevaba su bicicleta.Una puerta daba directamente de la taberna al pasillo, de donde una escalera

conducía a los pisos. La pared de la escalera estaba encalada, como las casas de campo.En aquel momento se oía el ruido producido por una grúa que descargaba la arena deuna pinaza que había un poco más lejos.

Maigret llamó a una puerta, que se entreabrió. Ernestine apareció en combinación, ydijo simplemente:

 — ¡Es usted!Luego fue inmediatamente a recoger, en la deshecha cama, una bata, que se puso

encima.¿Sonrió Maigret recordando a la Ernestine de otros tiempos? — ¡Bueno, creo que lo hago más bien por caridad!  — explicó la mujer — . Ya no

tengo un cuerpo demasiado hermoso que ver.

La ventana estaba abierta. En ella había un geranio de color encarnado, como lasangre. La colcha de la cama era también encarnada. Había una puerta abierta que dabaa una cocinita, de donde salía un buen olor a café.

El comisario no sabía exactamente qué había venido a hacer allí. — ¿No había nada en la lista de correos, ayer por la tarde?Ella contestó, preocupada: — Nada. — ¿No encuentra extraño, o, al menos curioso, que no haya escrito? — Tal vez desconfía. Debe de estar extrañado de que los periódicos no digan nada.

Tal vez crea que me vigilan. Precisamente ahora mismo iba a ir a la oficina de correos.Había un viejo baúl en un rincón de la habitación. — ¿Son éstas sus cosas? — La suyas y las mías. Entre los dos, no poseemos muchas cosas.Luego, mirándole con expresión significativa: — ¿Tiene usted ganas de echar una ojeada? ¡Naturalmente! Lo comprendo. Hay que

hacerlo. Encontrará algunas herramientas, pues tenía un juego doble de ellas, así comodos trajes viejos, algunos vestidos míos y ropa interior.

Mientras hablaba con el comisario, vació el contenido del baúl en el suelo, ytambién abrió los cajones de una cómoda.

 — He estado pensando. Y he comprendido lo que usted decía ayer. Es necesario,naturalmente, que alguien haya mentido. Puede ser esa gente, la madre y el hijo, o bien

Alfred, o bien yo. Y no tiene razón especial alguna para creernos a unos en lugar de alos otros. — ¿No tiene Alfred familia en el campo? — No tiene ninguna clase de familia. No conoció nada más que a su madre, y hace

veinte años que ésta murió. — ¿No han ido nunca juntos a alguna parte fuera de París? — Nunca más allá de Corbeil.No debía haberse refugiado en Corbeil. Era demasiado cerca. Maigret comenzaba a

pensar que tampoco había ido a Bélgica. — ¿No había un lugar en particular del que hablara, al que tuviera ganas de ir algún

día? — Él hablaba siempre del campo, sin precisar. Para él, eso lo significaba todo. — ¿Nació usted en el campo?

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 — Cerca de Nevers, en una aldea que se llama Saint-Martin-des-Près.Sacó de un cajón una tarjeta postal que representaba la iglesia del pueblo y, frente a

la cual, había una balsa que servía de abrevadero. — ¿Se la enseñó usted alguna vez?Ernestine comprendió. Las mujeres como ella comprenden en seguida,

 — Me extrañaría mucho que estuviese allí. Estaba realmente cerca de la Estación delNorte cuando me telefoneó.' — ¿Cómo lo sabe? — Porque ayer por la noche encontré el bar. Está en la rue de Maubeurge, cerca de

una tienda que se dedica a vender maletas. El local se llama el Bar du Levant. El patrónse acuerda de él, porque era el primer cliente del día. Cuando entró Alfred acababa deencender la cafetera eléctrica. A propósito, ¿le gustaría tomar una taza de café?

Le molestó rechazar el café, pero acababa de tomar vino blanco. — No lo tome como una ofensa.Le costo mucho encontrar un taxi en el barrio. Cuando lo encontró, ordenó al taxista

que le llevara al Bar du Levant. 

«Un tipo delgado, de aspecto triste, que tenía los ojos encarnados como si hubieseestado llorando», le dijeron.

No cabía duda de que se trataba de Alfred Jussiaume, que frecuentemente tenía losojos encarnados.

«Estuvo hablando durante mucho tiempo por teléfono, tomó dos cafés sin azúcar yse dirigió hacia la estación mirando a su alrededor como si temiera que le siguiesealguien. ¿Ha dado algún mal paso?»

Eran las diez de la mañana cuando Maigret subió, al fin, la escalera de la PolicíaJudicial, donde siempre había como una niebla de polvo alrededor de los rayos del sol.En contra de su costumbre, no echó una ojeada a través de los vidrios de la sala deespera y pasó por el despacho de los inspectores.

 — ¿No ha llegado Janvier? — Ha venido hacia las ocho y ha vuelto a marcharse. Ha dejado una nota en su

despacho.La nota decía: «La mujer se llama María Van Aerts. Tiene cincuenta y un años y es

de origen de Sneek, en la frontera holandesa. Voy a Neuilly, donde ha vivido en unapensión familiar, situada en la rue de Longchamp. Todavía no he dado con el taxi que lallevó a la estación. Vacher se ocupa de la estación».

 — No le había visto entrar, monsieur Maigret. Le espera una señora desde hacemedia hora.

Le entregó una ficha, en la cual la anciana Mme. Serre había trazado su nombre con

una pequeña escritura puntiaguda. — ¿La hago entrar?Maigret volvió a ponerse la chaqueta que se acababa de quitar, fue a abrir la

ventana, llenó una pipa y se sentó. — Hágala entrar.Maigret se preguntaba cuál iba a ser el aspecto de la anciana fuera del cuadro de la

casa de Neuilly, pero, ante su sorpresa, no desentonaba del todo. No iba vestidacompletamente de negro, como el día anterior. Llevaba un vestido de fondo blancosobre el cual había dibujos oscuros. Su sombrero no era ridículo. Y avanzó hacia elcomisario dando pruebas de gran calma.

 — Esperaba que viniera a visitarle, ¿no es verdad, señor comisario?

Sin embargo, Maigret no la esperaba, pero no le dijo nada. — Siéntese, señora.

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 — Gracias. — ¿Le molesta el humo? — Mi hijo se pasa el día fumando cigarros. ¡Me sentí tan molesta por la manera en

que les recibió ayer...! Intenté hacerle señas para que no insistiera, pues le conozco muybien.

No daba señales de nerviosismo, se tomaba el tiempo necesario para hablar, y aveces dirigía a Maigret como una sonrisa de complicidad. — Creo que soy yo quien le ha educado mal. Bueno, no tengo más que este hijo y,

cuando murió mi marido, Guillaume sólo tenía diecisiete años. Le he mimado.Guillaume era el único hombre de la casa. Si tiene usted niños...

Maigret la miraba intentando saber cómo era por dentro, pero no lo conseguía. ¿Porqué preguntó?

 — ¿Nació usted en París? — En la misma casa donde estuvo usted ayer.Era una coincidencia bastante extraña encontrar en una misma encuesta dos

personas nacidas en París. Casi siempre las personas con las que tenía que tratar se

relacionaban más o menos directamente con la provincia. — ¿Y su marido? — Su padre, antes que él, ya ejercía de abogado en la rue de Tocqueville, en el

distrito XIIIe.¡La coincidencia era mayor, porque se trataba de tres personas nacidas en París! ¡Y

todo ello añadido a la atmósfera perfectamente provincial de la rué de la Ferme! — Hemos vivido casi siempre los dos, mi hijo y yo, y supongo que a eso se debe

que sea un poco salvaje. — Creía que había estado casado antes también. — Lo estuvo. Pero su mujer no vivió mucho tiempo. — ¿Cuántos años después de su matrimonio vivió? Abrió la boca. Comprendió que

un pensamiento súbito la hacía vacilar. Incluso tuvo la impresión de ver que un ligerorubor se extendía por sus mejillas.

 — Dos años  — dijo finalmente — . Es curioso, ¿no cree? Es una cosa que no habíapensado hasta este momento. Con María también ha vivido dos años.

 — ¿Quién era su primera mujer? — Una muchacha de excelente familia, Jeanne Devoisin, que conocimos un verano

en Dieppe en la época en que íbamos allí todos los años a veranear. — ¿Era más joven que él? — Espere un momento. Mi hijo tenía entonces treinta y dos años. Tenía poco más o

menos la misma edad. Era viuda. — 

¿No tenía hijos? — No. Yo no le conocí familia, aparte de una hermana que vivía en Indochina. — ¿De qué murió? — De una crisis cardiaca. Tenía el corazón débil y pasaba la mayoría del tiempo

visitando médicos.Sonrió de nuevo. — No le he dicho todavía por qué estoy aquí. Estuve a punto de telefonearle ayer,

cuando mi hijo fue a dar su paseo cotidiano, luego pensé que sería más correcto hacerleuna visita. Tengo que excusarme por la actitud de Guillaume con relación a usted ydecirle que su mal humor no iba dirigido contra usted de una manera personal. Tiene uncarácter bastante díscolo.

 — Ya me he dado cuenta.

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 — Ante la idea de que pudiera usted sospechar… que era capaz de cometer unaacción deshonesta... Ya era así cuando era un chiquillo...

 — ¿Me mintió? — ¿Cómo?El rostro de la anciana expresaba desconcierto.

 — ¿Por qué razón iba a mentirle? No comprendo. Usted no le hizo realmentemuchas preguntas. Precisamente para contestar a las que quiera hacerme es por lo quehe venido a visitarle. Mi hijo y yo no tenemos nada que ocultar. Ignoro a consecuenciade qué circunstancias usted se ocupa de nosotros. Debe de haber en todo esto unmalentendido, o tal vez debe tratarse de la venganza de algún vecino.

 — ¿Cuándo se rompió el cristal? — Ya se lo he dicho, o fue mi hijo quien se lo dijo, no lo sé: cuando se produjo esa

terrible tormenta la semana pasada. Yo estaba en el primer piso y no había tenidotiempo de cerrar todas las ventanas cuando oí el ruido que hacían unos cristales alromperse.

 — ¿Ocurrió eso en pleno día? — Debían de ser las seis de la tarde. — De forma que Eugénie, la asistenta, ¿ya no estaba en su casa? — Se marcha de casa a las cinco, creo que también ya se lo he explicado. No he

dicho a mi hijo que venía a verle. Pensé que tal vez le gustaría visitar la casa, y eso esfácil cuando él está fuera.

 — ¿Quiere usted decir durante el paseo que da al final de la tarde? — Sí. Usted se dará cuenta de que no hay nada que ocultar en nuestra casa y que, sin

el carácter de Guillaume, todo hubiera podido ser aclarado ayer mismo. — ¿Se da usted cuenta, madame Serre, de que ha venido aquí por propia iniciativa? — Naturalmente. — Es usted también quien me pide que le haga las preguntas que crea pertinentes.La anciana hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. — Vamos pues a repasar los acontecimientos a partir de la última comida que

hicieron juntos, usted, su hijo y su nuera. El equipaje de su nuera estaba preparado. ¿Enqué lugar de la casa se encontraba?

 — En el pasillo. — ¿Quién lo había bajado? — Eugénie bajó las maletas, y mi hijo se encargó del baúl, que era demasiado

pesado para ella. — ¿Es un baúl muy grande? — Es lo que se llama un baúl-cabina. Antes de su matrimonio, María viajaba mucho.

Aparte de Francia, vivió algún tiempo en Italia y en Egipto. — ¿Qué comieron ustedes?La pregunta pareció sorprenderla y divertirla al mismo tiempo. — Espere... Como soy yo quien se ocupa de la cocina, me acordaré. Un hervido de

legumbres, en primer lugar. Comemos siempre legumbres cocidas; por salud. Despuéshabía preparado caballas a la plancha y, además, puré de patatas.

 — ¿Y como postre? — Una crema de chocolate. Sí. Mi hijo adora desde pequeño la crema de chocolate. — ¿No surgió ninguna discusión mientras comían? ¿A qué hora terminó la comida? — Hacia las siete y media. Coloqué los platos sucios en el lavadero y subí al primer

piso. — ¿Así que no asistió usted a la partida de su nuera?

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 — No tenía mucho interés en ello. Son momentos penosos y yo prefiero evitar lasemociones. Me despedí de ella abajo, en el salón. Yo no tengo nada contra ella. Por otrolado, cada uno tiene su carácter y...

 — ¿Dónde estaba su hijo durante todo ese tiempo? — En su despacho, supongo.

 — ¿Ignora usted si tuvo una última conversación con su mujer? — Es poco probable. Mi nuera volvió a subir al primer piso. La oí en su habitación,

en la que estuvo arreglándose. — Su casa está construida con materiales sólidos, como la mayoría de las casas

viejas. Supongo que, naturalmente, desde el primer piso resulta difícil oír los ruidos quese hacen en el piso bajo...

 — No para mí  — contestó la anciana haciendo una mueca. — ¿Qué quiere usted decir? — Que tengo un oído muy fino. No rechina una hoja del parquet en una habitación

cualquiera de la casa sin que no la oiga. — ¿Quién fue a buscar el taxi? — María, ya se lo dije ayer. — ¿Permaneció mucho tiempo fuera? — Bastante tiempo. No hay ninguna estación de taxis en las proximidades y es

necesario esperar el paso de un coche libre. — ¿Se acercó usted a la ventana?Vaciló imperceptiblemente antes de contestar. — Sí. — ¿Quién llevó el baúl hasta el taxi? — El chófer. — ¿No sabe usted a qué compañía pertenecía el coche? — ¿Cómo iba a saberlo? — ¿De qué color era? — De un color pardo rojizo, con una especie de escudo en la portezuela. — ¿Se acuerda del chófer? — No muy bien. Me parece que era de pequeña estatura y más bien grueso. — ¿Cómo iba vestida su nuera? — Llevaba un vestido de color malva. — ¿No llevaba abrigo? — Sí, lo tenía echado sobre el brazo. — ¿Continuaba su hijo en el despacho? — Sí. — 

¿Qué ocurrió después? ¿Bajó usted? — No. — ¿No fue usted a ver a su hijo? — Fue él quien subió. — ¿Inmediatamente? — Poco tiempo después de que se fuera el taxi. — ¿Estaba emocionado? — Estaba como usted le ha visto. Su carácter es más bien sombrío. Ya le he

explicado antes que, en realidad, es un muchacho sensible a quien afectan losacontecimientos más insignificantes.

 — ¿Sabía que su mujer no volvería? — Lo suponía. — ¿No se lo había dicho ella?

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 — Bueno, no de una manera exacta. Me lo había dado a entender. Hablaba amenudo de cambiar de aires, de volver a ver su país. Ya comprende usted que una vezallí...

 — ¿Qué hizo usted después? — Me coloqué el cabello para pasar la noche.

 — ¿Estaba su hijo en la habitación de usted? — Sí. — ¿No salió de la casa? — No. ¿Por qué? — ¿Dónde guarda el coche? — A cien metros de nuestra casa, donde han transformado unas antiguas cuadras de

caballos en garajes particulares. Guillaume tiene alquilado uno de esos garajes, — ¿De tal forma que puede coger su coche y regresar después sin que le vean? — ¿Por qué iba a ocultarse? — ¿Volvió a bajar al primer piso? — Lo ignoro. Pero supongo que sí. Me acuesto muy temprano, y él tiene la

costumbre de leer hasta las once o las doce de la noche. — ¿En su despacho? — O en su habitación. — ¿Está su habitación cerca de la de usted? — Al lado de la mía. Entre las dos habitaciones hay un cuarto de baño. — ¿Le oyó usted acostarse? — Desde luego. — ¿A qué hora? — No encendí la luz. — ¿No oyó usted ningún ruido? — Ninguno. — ¿Supongo que es usted la primera que se levanta por las mañanas? — Sí. Durante el verano me levanto a las seis y media. — ¿Dio usted una vuelta por las habitaciones? — Primero fui a la cocina para poner agua a calentar, luego abrí las ventanas, pues

es el momento en que el aire está más fresco. — ¿Entró usted entonces en el despacho? — Probablemente. — ¿No se acuerda usted? — Es casi seguro... — ¿Habían ya vuelto a colocar el vidrio roto? — 

Lo supongo... sí... — ¿No observó usted nada que le llamara la atención en la habitación? ¿Algúndesorden?

 — Ninguno, excepto colillas, como siempre, en los ceniceros, y tal vez un libro odos puestos en lugares que no les correspondían. No sé lo que sucede, monsieurMaigret. Como ya ve, contesto francamente a sus preguntas. He venido a eso, acontestarlas, sin que usted me lo haya pedido.

 — ¿Por qué está usted inquieta? — No. Bueno, me siento inquieta por la manera en que Guillaume les recibió a

ustedes ayer. Y también porque adivino algo misterioso detrás de su visita. Las mujeresno son como los hombres. En la época en que vivía mi marido, por ejemplo, si por la

noche había algún ruido extraño en la casa, él no se movía de la cama y era yo quien ibaa ver. ¿Me comprende? Probablemente eso ocurre también con su mujer. En el fondo

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por esta misma razón es por la cual he venido a hacerle esta visita. Ayer habló usted deun intento de robo cometido en nuestra casa. Pero parecía más preocupado e interesadopor el tema de María.

 — ¿No han recibido noticias suyas? — No espero recibirlas. Usted oculta algunos hechos, y eso me intriga. Como en el

caso de los ruidos nocturnos, yo pretendo que no existe ningún misterio, que basta conenfrentarse con las cosas para que ellas mismas nos den su explicación.Ella le miraba, sintiéndose segura de sí misma, y Maigret tenía un poco la impresión

de que le consideraba como un niño, como otro Guillaume. Parecía que la ancianadecía: «Confiéseme lo que tiene en el corazón. No tenga miedo. Ya verá como todo seexplica».

 — La noche de que hablamos un hombre se introdujo en su casa.Los ojos de la anciana expresaron incredulidad, mezclada con cierta conmiseración,

como si el hombre que tenía enfrente creyese todavía en los duendes. — ¿Y por qué razón? — Para robar la caja de caudales. — ¿Lo hizo? — Entró en la casa cortando el vidrio para abrir la ventana. — ¿El vidrio que la tormenta había ya roto? Sin duda. ¿Lo volvió a colocar

inmediatamente después?La anciana continuaba negándose a tomar en serio lo que él decía. — ¿Y qué se llevó? — No se llevó nada, porque en cierto momento su linterna iluminó un objeto que no

esperaba encontrarse en la habitación.La anciana sonrió. — ¿Qué objeto? — El cadáver de una mujer de cierta edad, que podría muy bien ser el de su nuera. — ¿Le contó eso?Maigret miró las manos enguantadas de la anciana, pero no temblaban. — ¿Por qué no pide a ese hombre que venga a repetirme esas acusaciones? — No está en París. — ¿No puede hacerle venir?Maigret prefirió no contestar. No estaba demasiado contento de sí mismo.Comenzaba a preguntarse si no sufría, él también, la influencia de esta mujer, que

tenía la serenidad protectora de una Madre superiora.No se levantó, no se agitó, y tampoco dio muestras de la menor indignación. — Ignoro de quién se trata y no se lo pregunto. Sin duda, debe tener buenas razones

para creer en ese hombre. Es un ladrón, ¿verdad? Yo, por mi parte, no soy más que unaanciana de setenta y ocho años que no ha hecho nunca daño a nadie. Permítame, ahoraque sé de qué se trata, que le ruegue que venga inmediatamente a nuestra casa. Le abrirétodas las puertas, le mostraré todo lo que desee ver. Y mi hijo, cuando esté al corriente,no dejará, por su parte, de contestar a sus preguntas. ¿Cuándo vendrá usted, monsieurMaigret?

Esta vez, la anciana estaba de pie, sin perder la calma, y no había nada agresivo enella, a pesar de un ligero tono de amargura.

 — Tal vez esta tarde. No lo sé todavía. Quisiera hacerle otra pregunta más. ¿Hautilizado su hijo el coche estos últimos días?

 — Usted mismo se lo preguntará. ¿Quiere? — ¿Está en casa en este momento? — Es probable. Al menos estaba allí cuando yo salí.

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 — ¿Eugénie también? — Ella es seguro que estará. — Muy agradecido.La acompañó hasta la puerta. En el momento de llegar a ella, la anciana se volvió. — Voy a solicitarle un favor  — dijo con una voz dulce y suave — . Cuando me haya

ido, intente ponerse en mi lugar, olvidando que se ha pasado la vida ocupándose deasuntos criminales. Figúrese que es a usted a quien le hacen las preguntas que me acabade hacer, que es de usted de quien se sospecha que haya matado a alguien a sangre fría...

Eso era todo. Añadió únicamente: — Hasta esta tarde, monsieur Maigret.Una vez que la puerta volvió a cerrarse, Maigret permaneció inmóvil un buen

momento cerca del dintel de la puerta. Luego se acercó a mirar por la ventana y no pasómucho tiempo antes de ver a la anciana dirigirse dando menudos pasos, a pleno sol,hacia el puente Saint-Michel.

Descolgó el teléfono. — Póngame en comunicación con la comisaría de policía de Neuilly.

Hizo que le pusieran en comunicación no con el comisario, si no con un inspector alque conocía.

 — ¿El inspector Vanneau? Aquí, Maigret. Estoy muy bien, gracias. Escúchame. Esun asunto muy delicado. Vas a coger un coche y a presentarte inmediatamente en elnúmero 43 bis de la rué de la Ferme.

 — ¿A casa del dentista? Janvier, que pasó ayer por la tarde por aquí, me habló delcaso. Se trata de una holandesa, ¿verdad?

Eso no importa. El tiempo apremia. El tipo de que se trata no es nada cómodo, y noquiero pedir orden de arresto en este momento. Se trata de actuar rápidamente, antes deque su madre regrese.

 — ¿Está lejos? — En el puente Saint-Michel. Pero supongo que va a tomar un taxi. — ¿Qué hago con el hombre? — Llévale a la comisaría, bajo cualquier pretexto que se te ocurra.Maigret pensó un momento, y luego prosiguió: — Cuéntale lo que quieras, que tienes necesidad de su testimonio... — ¿Y después? — Para entonces yo ya habré llegado ahí. El tiempo que tarde en bajar al patio y

coger un coche. — ¿Y si el dentista no está en su casa? — Vigilarás fuera y le pondrás la mano encima en cuanto le veas, sin dejarle entrar

en la casa. — No es muy legal, ¿eh? — En absoluto.Como Vanneau iba a colgar, el comisario Maigret añadió: — Llévate a alguien contigo y ponle de puesto frente a las cuadras de caballos

transformadas en garajes que hay en la misma calle, un poco más arriba. El dentistatiene alquilado uno de los garajes.

 — Comprendido.Un instante después, Maigret bajaba la escalera a grandes zancadas y se instalaba en

uno de los coches de la policía que se estacionaban en el patio.Cuando el automóvil giraba en dirección al Pont-Neuf, tuvo la impresión de ver un

momento el sombrero verde de Ernestine. No estaba seguro y prefirió no perder tiempo.En el fondo, cedió más bien a un movimiento de mal humor contra la Larguirucha.

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Cuando atravesaron el Pont-Neuf, se arrepintió, pero ya era demasiado tarde. — ¡Tanto peor para ella! La esperaría.

IV

 Donde se comprueba que todos los interrogatorios no se parecen entre sí y donde

las opiniones de Eugénie no le impiden en absoluto hacer una declaración categórica.

La comisaría de policía de Neuilly estaba situada en el piso bajo de la alcaldía, unfeo edificio cuadrado que se elevaba en medio de un terraplén rodeado de delgadosárboles, y en cuya entrada colgaba una bandera sucia. Maigret hubiera podido entrardirectamente, desde el exterior, en los despachos de les inspectores. Para evitar darse debruces con Guillaume Serre, dio vueltas y revueltas por los pasillos llenos de corrientesde aire, donde no tardó mucho en perderse.

Aquí también reinaba el relajamiento del verano. Las puertas y ventanas estaban

abiertas, algunos papeles se agitaban sobre los muebles en las estancias vacías,mientras, por otra parte, algunos empleados en mangas de camisa se contaban historiasde playa y algunos contribuyentes, poco numerosos en verdad, erraban, desanimados, enbusca de un sello o de una firma para sus documentos.

Maigret, finalmente, descubrió a un agente de policía, que le reconoció. — ¿El inspector Vanneau? — Segundo pasillo a la izquierda y la tercera puerta del pasillo. — Hágame el favor de ir a buscarle. Debe de haber alguien en su despacho. ¡Ah!

Recuerde que no debe citar mi nombre en voz alta.Unos instantes después, Vanneau se reunió con él. — 

¿Está ahí? — Sí. — ¿Cómo fue la cosa? — Ni bien ni mal. Tuve cuidado de procurarme una convocatoria de la comisaría.

Llamé a la puerta. Me abrió una criada y le dije que iba a ver a su patrón. Me hicieronesperar unos minutos en el pasillo. Luego, el tipo bajó y le entregué el papel. Lo leyó yme miró sin decir nada. «Si quiere acompañarme, tengo un automóvil esperándome enla puerta», le dije. Encogiéndose de hombros, cogió un panamá que colgaba de unperchero, se lo puso y me siguió. Ahora está sentado en una silla. En ningún momentoha abierto la boca.

Algunos instantes después, Maigret penetraba en el despacho de Vanneau, y se

encontraba en él con Serre, que fumaba un cigarro, muy negro. El comisario fue asentarse en el lugar del inspector. — Le pido perdón por haberle molestado, monsieur Serre, pero me gustaría que

contestara a unas cuantas preguntas.Igual que el día anterior, el enorme dentista le miró con el ceño fruncido, y en sus

oscuros ojos no había la menor huella de simpatía. Maigret, de pronto, supo en qué lehacía pensar aquel hombre: en un turco de aquellos que se veían antes en las imágenesde los libros de viajes. Tenía la robustez de aquellos dibujos, su peso aparente, y, sinduda, también la misma fuerza. Pues a pesar de sus grasas, daba la impresión de ser unhombre muy fuerte. Tenía igualmente la tranquilidad desdeñosa de los pachas queadornan los paquetes de cigarrillos.

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En lugar de hacer un signo de asentimiento, de pronunciar una fórmula de cortesía,hasta de protestar, cosa que podía muy bien haber hecho, Serre sacó un papelamarillento de su bolsillo, y le echó una ojeada.

 — He sido convocado por el comisario de policía de Neuilly  — dijo  — . Espero saberqué quiere de mí ese comisario.

 — Por lo que dice, ¿debo comprender que se niega a contestarme? — Categóricamente.Maigret vaciló. Había visto gentes de todas clases en estos casos, obstinados,

cabezones, socarrones, astutos, pero nadie le había contestado en ninguna ocasión conuna voluntad tan tranquila.

 — ¿Supongo que será inútil que insista? — Ésa es también mi opinión. — ¿Ni intentar demostrarle que su acritud no le resulta muy favorable?Esta vez su interlocutor se contentó con dejar escapar un suspiro. — Muy bien. Espere. El comisario de policía de este distrito va a recibirle.Maigret fue a buscar al comisario, que no entendió inmediatamente lo que quería de

él y que, cuando lo comprendió, se prestó a hacerlo con muy pocas ganas.Su despacho era más confortable, casi lujoso en comparación con los otros locales. — ¡Haga entrar a monsieur Serre!  — le dijo al plantón.Le indicó una silla, cuyo fondo era de terciopelo encarnado. — Siéntese usted, monsieur Serre. Se trata de una comprobación. Y no se preocupe,

que no abusaré de su tiempo.El comisario consultó un papel que acababan de entregarle. — ¿Es usted el propietario de un coche que tiene la matrícula mineralógica RS 8822

L?El dentista aprobó con la cabeza. Maigret fue a sentarse en el reborde de la ventana

y le contempló con aspecto de estar profundamente pensativo. — ¿Continúa ese coche en su posesión?Nuevo gesto de asentimiento. — ¿Cuándo se ha servido usted de ese automóvil por última vez? — ¿Supongo que tengo derecho a saber por qué se me hacen tedas estas preguntas?El comisario de policía se agitó en su silla. No le gustaba nada, absolutamente, la

tarea que el comisario Maigret le había confiado. — Supongamos que su coche ha sido objeto de un accidente... — ¿Lo ha sido? — Supongamos, además, que el número de su matrícula nos ha sido señalado como

el de un auto que hubiese atropellado a alguien... — 

¿Cuándo?El comisario echó a Maigret una mirada de auténtico reproche. — El martes por la noche. — ¿Dónde? — En las proximidades del Sena. — Mi coche no salió del garaje el martes por la noche. — Alguien puede haberlo utilizado por su cuenta. — No lo creo. El garaje está cerrado con llave. — ¿Asegura usted que no utilizó su coche el martes por la tarde, ni más tarde por la

noche? — ¿Dónde están los testigos del accidente? Nueva mirada de apuro del comisario de

policía a Maigret. Éste, comprendiendo que aquello no llevaría a ninguna parte, le hizoun gesto para que no insistiera.

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 — No tengo otras preguntas que hacerle, monsieur Serre. Le doy las gracias.El dentista se levantó, dio la impresión un instante de llenar el despacho con su

masa, se puso el panamá y salió, después de haber lanzado una mirada sostenida aMaigret.

 — He hecho lo que he podido. Ya lo ha visto.

 — Lo he visto. — ¿Le ha dado alguna pista? — Tal vez. — Es un hombre que puede crearnos muchas molestias. Conoce sus derechos. — Lo sé.Podría haberse dicho que Maigret imitaba, a su pesar, al dentista. Tenía su mismo

aspecto sombrío y pesado. Él también se dirigió hacia la puerta. — ¿Qué cargo hay contra él, Maigret? — No lo sé todavía. Es posible que haya asesinado a su mujer.Fue a dar las gracias a Vanneau y se encontró fuera, donde le esperaba el coche de

la Policía Judicial. Antes de montar en él, tomó una copa en el bar de la esquina y,

viéndose en el espejo, se preguntó qué aspecto tendría con un panamá puesto en lacabeza. Tras lo cual sonrió graciosamente ante la idea de que en cierta manera era unalucha de pesos pesados la que se estaba preparando.

Dijo al chófer: — Vaya por la rue de la Ferme.No lejos del 43 bis vieron a Serre que andaba a lo largo de la acera, dando grandes

pasos, aunque sin firmeza. Como ciertos hombres gruesos, tenía las piernas separadas.Continuaba fumando su largo cigarro. Al pasar delante del garaje, seguramente habíaobservado la presencia del inspector que se encontraba allí de vigilancia y que no teníaningún lugar para ocultarse.

Maigret dudó si detener el coche delante de la casa de la verja negra. Pero, ¿paraqué? No le dejarían probablemente entrar.

Ernestine le esperaba en la sala vidriada del Quai des Orfèvres. La introdujo en sudespacho.

 — ¿Tiene usted alguna noticia nueva?  — preguntó. — Nada.Maigret estaba de mal humor. Ernestine ignoraba que no le disgustaba estar de mal

humor al comienzo de un caso difícil. — Yo... bueno, he recibido una carta esta mañana. La he traído.Le entregó una tarjeta postal en color que representaba el ayuntamiento del Havre.

No llevaba consigo ningún texto, ni iba firmada, sólo llevaba el nombre de la

Larguirucha e iba dirigida a lista de correos. — ¿Es de Alfred? — Es su letra. — ¿No ha ido a Bélgica? — Eso parece. Ha debido desconfiar del paso de la aduana en la frontera. — ¿Cree usted que va a intentar embarcarse? — No lo creo. No ha puesto los pies nunca en un barco. Voy a hacerle una pregunta,

monsieur Maigret, pero es necesario que me conteste sinceramente. Suponiendo quevolviese a París, ¿qué sucedería?

 — ¿Quiere usted saber si se le detendría? — Sí. — ¿Por intento de robo? — Sí.

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 — No se le podría detener, porque no se le ha cogido en flagrante delito y, por otraparte, Guillaume Serre no ha hecho ninguna denuncia, e incluso niega que haya entradonadie en su casa.

 — ¿Entonces le dejarían tranquilo? — Sí, a menos que haya mentido y que haya sucedido otra cosa.

 — ¿Puedo prometérselo? — Sí. — En ese caso, voy a hacer que publiquen un anuncio. Lee todos los días el mismo

periódico, porque le gusta hacer el crucigrama.La observó un momento. — Se diría que no tiene usted confianza. — ¿En qué? — En el caso. Es usted. No lo sé. ¿Ha vuelto a ver al dentista? — Hace media hora. — ¿Qué ha dicho? — Nada.

Ella tampoco insistió y el comisario se aprovechó de que sonaba el teléfono paracortar la conversación.

 — ¿Qué hay?  — gruñó Maigret en el aparato. — Soy yo, jefe. ¿Puedo verle?Un segundo después entraba Janvier en el despacho, agitado, como un hombre

contento de sí mismo. — Tengo muchas cosas que contarle. ¿Quiere que se las cuente ahora mismo?

¿Tiene usted un momento para dedicarme?Su petulancia fue un poco atenuada por la actitud de Maigret, que se acababa de

quitar la chaqueta y que tiraba de su corbata para liberar a su grueso cuello del lazo deaquélla.

 — Fui primero a la pensión familiar de la que le he hablado antes. Se parece aciertos hoteles de la orilla izquierda, con palmeras en el vestíbulo y señoras madurassentadas en butacas de satén. No había ningún cliente de menos de cincuenta años.Sobre todo, son extranjeras, inglesas, suecas y americanas que visitan los museos yescriben cartas interminables.

 — ¿Después?Maigret conocía ya el género. No valía la pena insistir. — María Van Aerts vivió allí un año. Se acuerdan perfectamente de ella, pues era

muy conocida de la casa. Parece ser que era muy alegre y se reía constantemente,agitando su enorme pecho. Se pasaba el día comiendo pasteles, y asistía a todas las

conferencias de la Sorbona. — ¿Eso es todo?  — preguntó Maigret como si quisiera decir que no veía por quérazón Janvier se mostraba tan excitado.

 — Escribía casi todos los días cartas de ocho o diez páginas.El comisario se encogió de hombros, luego miró al inspector con una mirada más

interesada. Comprendía. — Siempre a la misma persona, a una amiga suya que vive en una pensión de

Ámsterdam y de quien he conseguido el nombre. Esta amiga vino una vez a verla.Compartieron la misma habitación durante tres semanas. Supongo que una vez que secasó, María Serre continuó escribiéndole. La amiga se llama Gertrude Oosting y es lamujer de un cervecero. No debe de ser difícil de encontrar su dirección.

 — Telefonea a Ámsterdam. — ¿Quisiera leer sus cartas?

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 — Si es posible, las últimas. — Eso es lo que yo he pensado. Bruselas continúa sin dar noticias de Alfred el

Triste. — Está en el Havre. — ¿Telefoneo al Havre?

 — -Yo mismo lo haré. ¿Quién está desocupado ahí al lado? — Torrence ha vuelto al trabajo esta mañana. — Envíamelo.Él también era un peso pesado, que no pasaba inadvertido en la acera de una calle

desierta. — Vas a situarte en la rue de la Ferme, en Neuilly, frente al número 43 bis, una casa

precedida de un jardincillo y una verja. No tienes necesidad de ocultarte. Al contrario.Si ves salir a un tipo más alto y más corpulento que yo, síguele de manera ostensible.

 — ¿Eso es todo? — Arréglatelas para que te reemplacen una parte de la noche. Hay un hombre de

Neuilly de vigilancia, un poco más lejos, ante el garaje. — ¿Y si el individuo coge un coche? — Toma uno de la casa y tenlo parado al borde de la acera.No tuvo el valor de volver a casa a almorzar. Hacía más calor que el día anterior. La

tormenta estaba en el aire. La mayoría de los hombres se paseaban con la chaqueta bajoel brazo, y un grupo de chiquillos estaban bañándose en el Sena.

Fue a tomar un bocado a la   Brasserie Dauphine, después de haber bebido, comodesafío, dos  pernods. Luego fue a ver a Moers a la sección de identificación judicial,bajo el techo sobrecalentado del Palacio de Justicia.

 — Pongamos hacia las once de la noche. Llévate el material necesario. Y procuraque vaya alguien contigo.

 — Sí, jefe.Había dado la alerta a la policía del Havre. Lo más probable era que Alfred el Triste

hubiera tomado un tren en la Estación del Norte, para Lille, por ejemplo, o bien,después de la llamada telefónica a Ernestine, se hubiese precipitado inmediatamente a laEstación Saint-Lazare.

Debía de estar metido en un hotel pobre o ir de una taberna a otra, bebiendo botellasde un cuarto de agua de Vichy, a menos que no intentara deslizarse a bordo de un barco.¿Haría en el Havre tanto calor como en París?

Todavía no habían encontrado el taxi que se suponía había llevado a la estación aMaría Serre y su equipaje. Por otra parte, los empleados de la Estación del Norte no seacordaban de ella.

Al abrir el periódico, hacia las tres, Maigret leyó el anuncio de Ernestine: «ParaAlfred. Vuelve a París. Ningún peligro. Todo arreglado. Tine».Eran las cuatro y media cuando volvió a encontrarse en su butaca, con el periódico

en las rodillas. No había vuelto la página. Se había quedado dormido y tenía la bocapastosa, y sentía la espalda entumecida.

En el patio no había ninguno de los coches de la Policía Judicial y tuvo que ir atomar un taxi al extremo del muelle.

 — Rue de la Ferme, en Neuilly. Yo le indicaré dónde tiene que detenerse.Estuvo a punto de quedarse dormido de nuevo. Eran las cinco menos cinco cuando

hizo detener el coche frente a la taberna, que había terminado por serle familiar. Nohabía nadie en la terraza. Se percibía, más lejos, la silueta del corpulento Torrence que

andaba de un lado para el otro en la sombra. Pagó al chófer y se sentó, dejando escaparun suspiro de tranquilidad y de bienestar.

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 — ¿Qué quiere que le sirva, monsieur Maigret? ¡Cerveza, desde luego! Tenía unased tan grande que podía tomar cinco o seis cañas de un solo golpe.

 — ¿No ha vuelto? — ¿El dentista? No. He visto a su madre, esta mañana, que se dirigía hacia el

bulevar Richard-Wallace.

La verja chirrió. Una mujercita nerviosa echó a andar por la acera de enfrente, yMaigret pagó su consumición y la alcanzó en el momento en que llegaba a las cercaníasdel Bois de Boulogne.

 — ¿Mme. Eugénie? — ¿Qué quiere?La amabilidad no era precisamente el fuerte de los habitantes de la casa de Neuilly. — Charlar un momento con usted. — No tengo tiempo para charlar. Necesito arreglar mi casa en cuanto vuelva a ella. — Soy de la policía. — Eso no cambia las cosas. — Es necesario que le haga algunas preguntas. — ¿Estoy obligada a contestarlas? — Desde luego, sería mejor para usted. — No me gusta la policía. — Está en su derecho. ¿Le gustan sus patronos? — Son unos chinches. — ¿La vieja Mme. Serre también? — Ésa es una arpía.Se hallaban en una parada del autobús. Maigret levantó la mano a un taxi que

pasaba libre por allí. — Voy a llevarla a su casa. — No crea que me agrada mucho ir con un «poli», pero eso que tengo ganado.Montó con dignidad en el coche. — ¿Qué le reprocha usted? — ¿Y usted? ¿Por qué mete las narices en sus asuntos? — ¿Se marchó la joven Mme. Serre? — ¡La joven!  — exclamó la mujer con ironía — . Digamos la nuera. — Se marchó, sí. De buena nos hemos librado. — ¿Era una arpía también? — No. — ¿No le tenía simpatía? — Se pasaba el tiempo rebuscando en la despensa y, en el momento en que nos

poníamos a comer, no encontraba ni la mitad de lo que se había preparado. — ¿Cuándo se marchó? — El martes.Atravesaban el puente de Puteaux. Eugénie golpeó en el cristal. — Es aquí  — dijo la mujer  — . ¿Todavía tiene necesidad de mí? — ¿Puedo subir un instante a su casa?Estaban en una plaza populosa, y la sirvienta se dirigió hacia un pasillo, a la derecha

de una tienda, y comenzó a ascender una escalera, por la cual se extendía el olorcaracterístico del agua de fregar los platos.

 — Si pudiera usted decirles que dejaran a mi hijo tranquilo. — ¿A quiénes? — A los otros «polis». A los de aquí. No dejan de ponerle en aprietos. — ¿Qué hace?

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 — Trabaja. — ¿De qué? — ¿Lo sé yo siquiera? Lo siento por usted, pero la casa no está arreglada. No puedo

pasarme el día limpiando las casas de los demás y tener limpia la mía.Fue a abrir la ventana, pues en la estancia flotaba un fuerte olor a lugar cerrado,

pero no reinaba el desorden y, aparte de una cama en un rincón, aquella especie decomedor-salón era casi agradable. — Bueno, dígame qué sucede  — dijo la asistenta, quitándose el sombrero. — Que ha desaparecido María Serre. — Naturalmente, como que se marchó a Holanda. — Tampoco se da con ella en Holanda. — ¿Para qué necesitan encontrarla? — Porque tenemos razones para creer que ha sido asesinada.Una llamita se encendió en los ojos marrones de Eugénie. — ¿Por qué no les detiene? — Todavía no tenemos pruebas. — ¿Y espera que yo se las procure?Eugénie puso agua a calentar en el gas, y luego volvió donde estaba Maigret. — ¿Qué ocurrió el martes?  — preguntó éste. — María pasó todo el día haciendo las maletas. — Un momento. Ha estado casada dos años y medio, ¿no es eso? Supongo que

poseería cierto número de efectos personales. — Tenía por lo menos treinta vestidos y otros tantos pares de zapatos. — ¿Era coqueta? — No tiraba nada. Algunos vestidos eran de hace diez años. No los llevaba, pero no

se los hubiera dado a nadie ni por todo el oro del mundo. — ¿Avara? — Bueno, ¿pero es que quizá todos los ricos no son avaros? — Me han dicho que sólo se llevó un baúl y dos maletas. — Eso es. Porque el resto lo había enviado ya la semana anterior. — ¿Quiere usted decir que María envió facturadas otras maletas? — Maletas, cajas, cartones. El camión de una agencia de transportes vino a recoger

todo eso el jueves o el viernes pasado. — ¿Miró usted las etiquetas? — No me acuerdo de la dirección exacta, pero estaba registrado con destino a

Ámsterdam. — ¿Lo sabía su jefe? — 

Naturalmente. — Entonces, ¿su viaje estaba decidido desde hace mucho tiempo. — Desde su última crisis. Cada vez que tenía una crisis, hablaba de volver a su país. — Crisis, ¿de qué? — Cardíacas, eso decía ella. — ¿Estaba enferma del corazón? — Eso parece. — ¿Iba a visitarla algún médico? — El doctor Dubuc. — ¿Tomaba medicamentos? — En todas las comidas. Los tomaba todos. Los otros dos continúan haciéndolo y

cada uno tiene su frasquito de píldoras o de gotas delante de su cubierto. — ¿Está enfermo Guillaume Serre?

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 — No lo sé. — ¿Su madre? — Las personas ricas están todas enfermas. — ¿Se llevaban bien? — Había algunas semanas en que no se dirigían la palabra.

 — ¿Escribía mucho María Serre? — Se pasaba casi todo el día escribiendo, desde la mañana hasta la noche. — ¿Ha tenido ocasión alguna vez de llevar sus cartas al correo? — A menudo. Y siempre eran para la misma persona. Una mujer con un nombre

muy gracioso que vive en Ámsterdam. — ¿Son ricos los Serre? Eugénie asintió. — ¿Y María? — Seguramente. Si no él no se hubiera casado con ella. — ¿Estaba usted a su servicio cuando se casaron? — No. — ¿No sabe quién trabajaba en la casa en aquella época? — Cambian continuamente de asistenta. Por mi parte, ésta es mi última semana. En

cuanto se conoce bien la casa, no se dura mucho tiempo. — ¿Por qué? — ¿Cree usted que es agradable ver que cuentan los terrones de azúcar en el

azucarero y que como postre te dan una manzana medio podrida? — ¿La vieja Mme. Serre? — Sí. Con el pretexto de que a su edad trabaja durante todo el día, lo que es cosa

suya, no le deja respirar a una ni un solo momento y se pone como una energúmenacuando una se sienta un instante a descansar.

 — ¿Le regaña? — Nunca me ha regañado. ¡Me hubiera gustado que lo hiciese! Pero es peor. Es

demasiado cortés, te mira con un aire desolado, como si fueras un objeto quedesanimara a cualquiera.

 — ¿No le extrañó nada cuando comenzó su trabajo el miércoles por la mañana? — No. — ¿No observó usted que se había roto un cristal de una ventana en el curso de la

noche, o que la masilla de uno de los cristales estaba fresca?La asistenta levantó la cabeza. — Se equivoca de día. — ¿Qué día era eso? — Dos o tres días antes, esa vez que hubo una tormenta tan grande. — 

¿Está usted segura? — Desde luego. Me acuerdo perfectamente porque tuve que encerar el suelo deldespacho porque la lluvia había penetrado en la casa.

 — ¿Quién volvió a poner el cristal? — M. Guillaume. — ¿Fue él mismo a comprarlo? — Sí. Él trajo también la masilla. Eran alrededor de las diez de la mañana. Debió de

ir al quincallero de la rue de Longchamp. No admitirían que viniera a su casa un obrero,si pueden arreglarlo ellos mismos, ni por todo el oro del mundo, y es M. Guillaumequien desatasca los lavabos.

 — ¿Está usted segura de la fecha? — Absolutamente. — Muy agradecido.

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Maigret ya no tenía nada que hacer allí. En definitiva, tampoco tenía nada que haceren la rue de la Ferme. O, en todo caso, era necesario creer que Eugénie repetía unalección aprendida y, si era así, había que reconocer que era todavía mejor actriz que losotros.

 — ¿No cree usted que la han matado?

Maigret no contestó y, sin decir nada, se dirigió hacia la puerta. — ¿Por lo del cristal?Se sentía una vacilación en su voz. — ¿Es indispensable que se haya roto el cristal el día que usted dice? — ¿Por qué dice eso? ¿Tiene usted ganas de verles en la cárcel? — Me causaría evidentemente un gran placer. Pero ahora que he dicho la verdad...Lo lamentaba. Se hubiera vuelto atrás de su declaración con poco que la hubiesen

animado. — De todas formas, puede ir a preguntar a la quincallería donde compró el cristal y

la masilla. — Le agradezco el consejo.

Permaneció un momento de pie delante de la casa, que era precisamente unaquincallería. Pero no era la buena. Esperó que pasara un taxi por allí.

 — Rue de la Ferme.No valía la pena dejar a Torrence y al inspector de Neuilly perder mucho tiempo en

la acera. El recuerdo de Ernestine haciendo su número de comedia en la rue de la Lunevolvió a su mente, y no lo encontró divertido en absoluto. Estuvo un momento pensandoen ella. Pues era Ernestine quien le había puesto sobre aquella pista. Y él había apretadoel acelerador estúpidamente. Todavía aquella mañana, en el despacho del comisario depolicía de Neuilly, se había cubierto de ridículo.

No le agradaba el sabor de la pipa. Cruzaba y descruzaba las piernas. El cristal deseparación entre la parte delantera donde iba el chófer y él estaba abierto.

 — Pase por la rue de Longchamp. Si todavía está abierta la quincallería, deténgaseun momento.

Jugaba a cara y cruz. Era su último intento. Si la quincallería estaba cerrada, no semolestaría en volver allí, a pesar de todas las Ernestines y todos los Alfred el Triste.¿Quién demostraba que Alfred el Triste había penetrado realmente en la casa de la ruede la Ferme?

De acuerdo en que saliera montado en bicicleta del quai de Jemmapes y tambiénque al amanecer llamara a su mujer. Pero nadie sabía lo que habían estado hablandoentre ellos.

 — ¡Está abierta!

Se trataba de la quincallería, donde se veía una parte dedicada a artículos dedroguería. Un muchacho alto, con una blusa larga y de color gris, avanzó al encuentrode Maigret entre un montón de cubos galvanizados y grandes manojos de escobas detodas clases.

 — ¿Venden ustedes cristal de vidrio? — Sí, señor. — ¿Y masilla? — También, claro. ¿Tiene usted aquí las medidas de la ventana? — No es para mí. ¿Conoce usted a monsieur Serre? — ¿El dentista? Sí, señor. — ¿Es uno de sus clientes? — Tiene una cuenta en la casa. — ¿Le ha visto usted recientemente?

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 — Yo no, porque he vuelto de vacaciones anteayer. Tal vez haya venido en miausencia. De todas formas, es fácil de saberlo consultando los libros.

El vendedor no hizo ninguna pregunta, desapareció en la penumbra de la tienda, yabrió un registro colocado encima de un alto pupitre.

 — Compró cristal de vidrio la semana pasada.

 — ¿Puede decirme qué día? — El viernes.La tormenta había tenido lugar el jueves por la noche. ¡Eugénie y la anciana Mme.

Serre tenían razón! — También compró media libra de masilla. — Muchas gracias.Todo el caso estuvo colgado de un hilo. Se debió al simple movimiento maquinal de

un muchacho vestido con una blusa gris que no iba a tardar en cerrar la tienda. Hojeó laspáginas del registro de ventas, por un sencillo reflejo adquirido con el tiempo. Y dijo:

 — Volvió esta semana. — ¿Eh? — El miércoles. Compró un cristal de las mismas dimensiones, 42 por 65, y

también, como la vez anterior, media libra de masilla. — ¿Está usted seguro? — Puedo incluso precisar que vino muy temprano, pues es la primera venta de la

 jornada. — ¿A qué hora abren ustedes?Aquello era importante, pues Eugénie, que comenzaba su trabajo a las nueve,

pretendía haber encontrado todos los cristales en buen estado el miércoles por lamañana.

 — Nosotros venimos a las nueve, pero el jefe viene a las ocho para abrir el almacén. — Se lo agradezco, viejo. Es usted un buen tipo. El «buen tipo» debió preguntarse

durante mucho tiempo por qué razón aquel hombre, que tenía un aspecto tan lúgubre alentrar, manifestaba de pronto tan buen humor.

 — Supongo que no hay peligro de que destruyan las páginas de este registro,¿verdad?

 — ¿Y por qué iban a hacerlo? — ¡Evidentemente! Le recomiendo, no obstante, que ponga un poco de atención en

este caso. Enviaré mañana a alguien para que lo fotografíen.Sacó una tarjeta de su bolsillo y se la entregó al muchacho, quien leyó con estupor:

«Comisario divisionario Maigret. Policía Judicial. París». — ¿Dónde vamos ahora?  — preguntó el chófer. — 

Deténgase un momento en la rue de la Ferme. A mano izquierda, verá usted unatabernucha...Aquello bien merecía que lo celebrase tomando una cerveza. Estuvo a punto de

llamar a Torrence y al inspector de Neuilly para que tomaran una con él, pero,finalmente, se contentó con invitar al taxista.

 — ¿Qué toma usted? — Yo tomaré un blanco-Vichy.La calle estaba completamente dorada por el sol. Se oía el ruido que hacía la brisa

en los grandes árboles del Bois de Boulogne.Había una verja negra, un poco más lejos, una extensión de césped, una casa

tranquila y ordenada como un convento.

En alguna parte de aquella casa había una anciana que parecía una Madre superiora,y una especie de turco con el que Maigret tenía una cuenta que arreglar.

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La vida era bella.

V

 Donde Maigret, en lugar de Janvier, conoce la extraña opinión de María Serre, denacimiento Van Aerts, sobre su marido, y donde se trata también de las formalidades

que resultan de ello.

He aquí cómo transcurrió el resto del día. En primer lugar, Maigret se tomó doscañas de cerveza con el chófer del taxi quien, por su parte, se contentó con tomar unsolo blanco-Vichy. Era la hora en que comenzaba a hacer fresco y, en el momento desubir al coche, se le ocurrió la idea de pasar por el hotel en el que María Van Aertshabía vivido durante un año.

No tenía nada importante que hacer allí. Cedió más bien a su manía de ir a olfateardonde viven las personas para comprenderlas mejor.

Las paredes eran de un blanco mantecoso. Todo era mantecoso, dulzón, como unapastelería, y la patrona de rostro enharinado tenía el aspecto de un pastel demasiadoazucarado.

 — ¡Qué persona tan exquisita, monsieur Maigret! ¡Y qué maravillosa compañera hadebido de ser para su marido! ¡Tenía tantas ganas de casarse!...

 — ¿Quiere usted decir que buscaba el matrimonio? — Bueno, ¿es que no buscan un marido todas las muchachas? — Debía de tener unos cuarenta y ocho años cuando habitaba en su casa, si no me

equivoco, ¿no es así? — ¡Pero era tan joven de carácter! Cualquier cosa le divertía. Si le dijera que le

gustaba mucho gastar bromas a mis pensionistas... Hay, cerca de la Madeleine, unalmacén en el que no me había fijado nunca antes de conocerla a ella, donde vendentoda clase de objetos de broma, falsos ratones, cucharillas que se funden en el café,aparatos que se deslizan bajo el mantel para levantar subrepticiamente el plato de uninvitado, vasos en los cuales es imposible beber... yo qué sé la cantidad de cosas de eseestilo. Pues bien, ella era una de las mejores clientes de esa tienda. Sin embargo, era unapersona muy culta, que conocía todos los museos de Europa y que pasaba días enterosen el Louvre.

 — ¿Le presentó en alguna ocasión a su futuro marido? — No. Era, por otra parte, una persona muy misteriosa. Tal vez no lo hiciese, porque

no quisiera traerle aquí, donde probablemente hubiera provocado la envidia de muchas

de ellas. Parece que es un hombre de una prestancia magnífica, con aire de diplomático. — ¡Ah! — Es dentista, me dijo, pero no acepta más que algunos clientes, y previamente

tiene que haber acordado la cita. Pertenece a una familia muy rica. — ¿Y Mlle. Van Aerts? — Su padre le dejó una bonita fortuna. — Dígame, ¿era avara? — ¿Le han hablado de eso? Desde luego, era una mujer muy dada a hacer

economías. Por ejemplo, cuando debía ir a la ciudad, esperaba que otra clientenecesitara también ir allá para de esta manera compartir el precio del taxi. Y todas lassemanas discutía la nota del hotel.

 — ¿Sabe usted por casualidad cómo conoció a monsieur Serre? — No creo que fuera por el anuncio.

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 — ¿Había publicado un anuncio en los periódicos? — No de una manera seria. No creía que aquello diera resultado. Yo creo que más

bien lo hizo para divertirse un poco. No me acuerdo del texto exacto, pero decía que unaseñora distinguida, extranjera y rica, buscaba un caballero de situación equivalente paracasarse. Recibió centenares de cartas. Citaba en el Louvre a los que le escribían, unas

veces en una sala, otras en otra, y debían llevar un libro determinado en la mano, o unaflor en la solapa.Había otras como ella, procedentes de Inglaterra, de Suecia, de América, en las

butacas de roten del vestíbulo, donde se oía el murmullo monótono de los ventiladoreseléctricos.

 — Espero que no le habrá pasado nada malo...Eran alrededor de las siete cuando Maigret se apeó del taxi en el Quai des Orfèvres.

En la sombra de la acera descubrió a Janvier que se acercaba, con aspecto preocupado,con un paquete bajo el brazo, y le esperó para subir la escalera con él.

 — ¿Qué tal, Janvier? — Bien, jefe. ; — ¿Qué llevas ahí? — Mi comida.Janvier no se lamentaba, pero tenía todo el aspecto de un mártir. — ¿Por qué no vuelves a tu casa? — Debido a esa Gertrude de mis desdichas.Los despachos estaban casi vacíos, barridos por corrientes de aire, pues acababa de

levantarse la brisa y todas las ventanas de la casa estaban abiertas. — He podido dar con Gertrude en Ámsterdam. Para ser más exacto, he hablado por

teléfono con su criada. He necesitado encontrar una intérprete voluntaria en la secciónde extranjeros, pues la criada no habla una palabra de francés, y volverla a llamar. Pordesgracia, la señora Oosting ha salido con su marido a las cuatro de la tarde. Se celebrahoy allí no sé qué concierto al aire libre, con desfile de gente vestida con trajesregionales, después de lo cual los Oosting deben comer con unos amigos, y la criadaignora dónde. Tampoco sabe cuándo volverán a casa y le han encargado que acueste alos niños. A propósito de niños...

 — ¿Qué? — Nada, jefe. — ¡Dilo ya! — No es nada. Sólo que mi mujer está decepcionada. Es el aniversario de nuestro

hijo mayor. Había preparado una comida especial para esta ocasión. Pero no sepreocupe, no tiene ninguna importancia.

 — 

¿Has preguntado a la criada si Gertrude Oosting habla francés? — Sí, lo habla. — Lárgate. — ¿Cómo? — Digo que te largues. Déjame los emparedados que traías para ti y yo me quedaré

en tu lugar. — Mme. Maigret no se alegrará...Janvier se hizo rogar un poco, luego se marchó corriendo para atrapar su próximo

tren de cercanías.Maigret comió solo en su despacho y luego fue a charlar al laboratorio con Moers.

Éste no se marchó hasta las nueve, cuando ya había anochecido totalmente. — ¿Has comprendido bien? — Sí, jefe.

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Se llevó consigo un fotógrafo, y una gran cantidad de aparatos. Aquello no era muylegal, pero, desde el momento en que Guillaume Serre había comprado dos cristales yno uno, todo aquello ya no tenía demasiada importancia.

 — Póngame con Ámsterdam, por favor...La criada, al otro extremo de la línea, chapurreó algo, y Maigret creyó comprender

que Mme. Oosting no había regresado todavía.Después llamó a su mujer. — ¿Te molestaría mucho venir a tomar una copa a la terraza de la  Brasserie

 Dauphine? Todavía tengo quizá para una o dos horas. Toma un taxi.No era una tarde desagradable. Allí estaban tan bien, los dos juntos, como en una

terraza de los Grandes Bulevares, salvo que allí no tenían como punto de vista nada másque la gran escalera descolorida del Palacio de Justicia.

Debían de estar muy ocupados en la rue de la Ferme. Maigret les había indicado queesperaran a que los Serre se hubieran acostado. Torrence montaría la guardia delante dela casa para evitar cualquier sorpresa mientras los otros penetraban en el garaje, que nopodía verse desde las ventanas de la casa, y se dedicaban a un examen meticuloso del

automóvil. Aquello era asunto de Moers y del fotógrafo. Todo lo examinarían aconciencia: huellas digitales, examen del polvo y todo lo demás.

 — Tienes aspecto de estar contento. — No estoy enfadado.No confesó que, unas horas antes, se hallaba lejos de estar de tan buen humor, y se

puso a beber chatos de vino, mientras Mme. Maigret se contentaba con tomar tisana.La dejó dos veces para ir al despacho a telefonear a Ámsterdam.A las once, oyó una voz que no era la de la criada y que le contestó en francés: — No le comprendo muy bien. — Digo que le llamo desde París. — ¡Oh! ¡París!Tenía un acento muy fuerte, que, por otra parte, no era desagradable. — Soy de la Policía Judicial. — ¿La policía? — Sí. Telefoneo debido a su amiga María. ¿Conoce usted a María Serre, cuyo

nombre de soltera era María Van Aerts? — ¿Dónde está? — No lo sé. Eso es precisamente lo que quiero preguntarle. ¿Le escribía a menudo? — A menudo, sí. Debía esperarla en la estación, el miércoles por la mañana. — ¿Y fue a esperarla? — Sí. — 

¿Llegó? — No. — ¿Le advirtió por telegrama o por teléfono, que no llegaría a la cita? — No. Y estoy inquieta. — Su amiga ha desaparecido. — ¿Qué quiere usted decir? — ¿Qué le decía en sus cartas? — Muchas cosas.Se puso a hablar en su lengua a alguien, probablemente, su marido, que debía de

encontrarse a su lado. — ¿Cree usted que María ha muerto? — Quizá. ¿Le dijo alguna vez en sus cartas que era desdichada? — No estaba contenta.

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 — ¿Por qué? — No le gustaba la anciana. — ¿Su suegra? — Sí. — ¿Y su marido?

 — Parece que no es un hombre, sino un muchacho que tiene mucho miedo de sumadre. — ¿Hace mucho tiempo que le escribió eso? — Casi inmediatamente después de su matrimonio. Algunas semanas después. — ¿Hablaba ya de abandonarle? — Todavía no. Desde hace un año, poco más o menos. — ¿Y recientemente? — Al fin, se decidió. Me pidió que le buscara un apartamento en Ámsterdam, cerca

de donde nosotros vivimos. — ¿Se lo encontró? — Sí. Y una criada. — ¿Así que todo estaba arreglado y dispuesto para su llegada? — Sí. Estuve en la estación. — ¿Vería usted algún inconveniente en enviarme copia de las cartas de su amiga?

¿Las conserva? — Conservo todas las cartas, pero sería un trabajo enorme copiarlas todas, porque

son muy largas. Puedo enviarle las principales. ¿Está usted seguro de que le ha sucedidoalguna desgracia?

 — Estoy convencido de ello. — ¿La han asesinado? — Es probable. — ¿Su marido? — No lo sé. Escuche, madame Oosting, usted podría prestarme un gran servicio.

¿Tiene su marido automóvil? — Claro. — Lo que quiero es que su marido la conduzca a la oficina central de policía, que

permanece abierta durante toda la noche. Dirá al inspector de guardia que esperaba a suamiga María. Le mostrará su última carta. Añadirá después que se siente sumamenteinquieta y que desearía que se hicieran investigaciones.

 — ¿Debo hablar de usted? — Es igual. Lo que cuenta es que pida usted que se abra una investigación. — Voy a hacerlo. — 

Se lo agradezco. No se olvide de las cartas que ha prometido enviarme.Volvió a llamar inmediatamente a Ámsterdam, esta vez al número de la policía. — Dentro de unos instantes, recibirá la visita de una tal Mme. Oosting, que le

hablará de la desaparición de su amiga, Mme. Serre, de soltera Van Aerts. — ¿Ha desaparecido en Holanda? — No, en París. Para actuar, tengo necesidad de una queja oficial. En cuanto haya

registrado su declaración, desearía que me enviaran un telegrama, pidiéndonos queefectuemos investigaciones.

Se necesitó cierto tiempo...El inspector holandés, al otro extremo de la línea, nocomprendía cómo Maigret podía anunciarle desde París la visita de Mme. Oosting.

 — Ya se lo explicaré después. Todo lo que necesito para actuar aquí es su telegrama.

Envíemelo con prioridad. Así lo recibiré en menos de media hora.

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Fue en busca de Mme. Maigret, que se aburría esperando en la terraza de lacervecería.

 — ¿Has terminado? — Todavía no. Tomo una copa y te llevo conmigo. — ¿A casa?

 — Al despacho.Eso era algo que continuaba impresionando realmente a Mme. Maigret. Sólo habíapenetrado en los locales del Quai des Orfèvres en raras ocasiones y no sabía cómocomportarse allí dentro.

 — Tienes aspecto de divertirte. Se diría que estás planeando una buena jugada aalguien.

 — Es casi eso. — ¿A quién? — A un individuo que tiene aspecto de turco, de diplomático y de chiquillo. — No comprendo. — ¡Pardiez!

Era raro que Maigret tuviese aquel estado de ánimo jovial y divertido. ¿CuántosCalvados había tomado? ¿Cuatro? ¿Cinco? Esta vez, antes de volver al despacho, setomó media caña de cerveza y cogió del brazo a su mujer para recorrer los doscientosmetros de muelle que los separaban de la Policía Judicial.

 — Yo sólo te pido una cosa: ¡no comiences a repetirme que todo está lleno de polvoy que los despachos necesitan una buena limpieza!

Y en el teléfono: — ¿No hay un telegrama para mí? — Nada, señor comisario.Diez minutos después, todo el equipo, excepto Torrence, volvía de la rue de la

Ferme, — ¿Todo ha ido bien? ¿Algún inconveniente? — Ninguno. Nadie nos ha molestado. Torrence ha insistido para que esperáramos a

que no hubiese ninguna luz en la casa, y Guillaume Serre ha tardado mucho tiempo enirse a acostar.

 — ¿El coche?Vacher, que ya no tenía nada que hacer, pidió permiso para irse a su casa. Sólo

quedaron en el despacho Moers y el fotógrafo. Mme. Maigret, sentada en una silla,como de visita, tenía el aspecto distraído de alguien que no escucha lo que se dice a sualrededor.

 — Hemos examinado todas las partes del coche, que parece no haber sido utilizado

desde hace dos o tres días. El depósito está medio lleno. No hay desorden en el interior.En el depósito de equipajes trasero, he encontrado dos o tres rasguños bastanterecientes.

 — ¿Cómo si hubiesen metido en él un bulto voluminoso y pesado? — Eso podría ser. — ¿Un baúl por ejemplo? — Un baúl o una caja. — ¿No habéis encontrado manchas de sangre en el interior? — No. Y tampoco hemos encontrado restos de cabellos. Pensé en ello. Llevamos un

proyector, y existe toma de corriente en el garaje. Emile va a revelar ahora mismo lasfotografías.

 — Subo inmediatamente  — dijo el fotógrafo — . Con que espere unos veinteminutos...

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 — Esperaré. ¿Tienes la impresión, Moers, de que han limpiado el cocherecientemente?

 — Exteriormente, no. No lo han lavado en un garaje. Pero parece ser que hancepillado y limpiado el interior con todo cuidado. Hasta me da la impresión de que handebido de quitar el tapiz para limpiar el polvo golpeándolo, porque me ha costado

auténticos sudores conseguir recoger un poco de polvo. No obstante he obtenidoalgunas muestras, que voy a analizar. — ¿No has encontrado un cepillo en el garaje? — No. Lo he buscado pacientemente. Pero han debido llevárselo. — En total, aparte los rasguños... — Nada anormal. ¿Puedo subir?Se quedó a solas en el despacho con Mme. Maigret. — ¿No tienes sueño?Contestó que no. Mme. Maigret tenía una manera especial de mirar este decorado,

en el que su marido había pasado la mayor parte de su vida y el que ella conocía tanpoco.

 — ¿Siempre es así? — ¿El qué? — Una investigación. Cuando no vuelves a casa por la noche.Debía de encontrar que era muy tranquilo, muy fácil, que aquello tenía aspecto de

ser un juego. — Eso depende. — ¿Se trata de un asesinato? — Es más que probable. — ¿Conoces al culpable?Mme. Maigret apartó los ojos cuando él la miró sonriente. Luego preguntó: — ¿Sabe que sospechas de él? Maigret asintió. — ¿Crees que duerme?Después de un momento, añadió, temblando ligeramente por un escalofrío: — Debe ser atroz. — Tampoco ha debido de ser muy alegre para la pobre mujer. — Ya lo sé. Pero eso debió de ser, posiblemente, más rápido, ¿no? — Tal vez.Le telefonearon el contenido del telegrama de la policía holandesa, del que le

enviarían una copia al día siguiente por la mañana. — ¡Bueno! Podemos volver a casa. — Creí que esperabas a que estuvieran las fotografías.

Maigret volvió a sonreír de nuevo. En el fondo, a su mujer le hubiese gustado saber.Tampoco tenía ganas de irse a dormir. — No aportarán ninguna información. — ¿Tú crees? — Estoy seguro. Lo mismo que los análisis de Moers. — ¿Por qué? ¿Es que el asesino ha tomado precauciones?El comisario no contestó. Apagó la luz y llevó a su mujer al pasillo, donde el equipo

de la limpieza comenzaba ya el servicio.

* * *

 — ¿Es usted, monsieur Maigret?

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Miró el despertador, que señalaba las ocho y media. Su mujer le había dejadodormir. Reconoció en seguida la voz de Ernestine.

 — ¿No le habré despertado?Maigret prefirió decir que no. — Estoy en la oficina de correos. Hay una nueva tarjeta para mí.

 — ¿Del Havre? — De Rouen. No dice nada, todavía no contesta a mi anuncio. En la tarjeta, no ha

escrito más que mi nombre y está dirigida a lista de correos como ayer.Hubo una pausa. Luego, la mujer preguntó: — ¿Tiene usted alguna noticia? — Sí. — ¿Qué es? — Es una noticia de cristales. — ¿Es bueno eso? — Depende para quien. — ¿Para nosotros? — Sí. Creo que es bueno para usted y para Alfred... — ¿Ya no cree que le he mentido? — No, por el momento.En el despacho, eligió a Janvier para que le acompañase. El inspector tomó el

volante del coche pequeño de la Policía Judicial. — A la rue de la Ferme.Con el telegrama en el bolsillo, hizo detener al coche delante de la verja, que ambos

franquearon con su aspecto más profesional. Maigret llamó. En el primer piso se movióuna cortina. Todavía no habían cerrado las persianas. Fue Eugénie, en chancletas, quienfue a abrirles, mientras se secaba las manos mojadas en su delantal.

 — Buenos días, Eugénie. M. Serre está en casa y quisiera hablar con él.Alguien inclinó el cuerpo en la rampa de la escalera. Una voz de anciana dijo: — Instale a estos caballeros en el salón, Eugénie.Era la primera vez que Janvier penetraba en la casa y estaba impresionado. Oían el

ruido de unos pasos que iban y venían por encima de sus cabezas. Luego, sin transición,se abrió la puerta y la enorme silueta de Guillaume Serre llenó casi todo el umbral.

Estaba tan tranquilo como el día anterior y les miraba con la misma tranquilainsolencia.

 — ¿Tienen ustedes una orden?  — preguntó temblándole ligeramente el labio.Maigret hizo expresamente todo lo que pudo para tardar cierto tiempo en sacar la

cartera de su bolsillo, abrirla, y buscar en ella un papel que le entregó con toda cortesía. — 

Aquí lo tiene, monsieur Serre.El hombre no lo esperaba. Leyó la fórmula, se acercó a la ventana para descifrar lafirma, mientras Maigret decía:

 — Como ve, es una orden de registro. Se ha abierto una información sobre ladesaparición de Mme. María Serre, de soltera Van Aerts, a petición de madameOosting, que vive en Ámsterdam.

La anciana entró cuando Maigret pronunciaba aquellas últimas palabras. — ¿Qué ocurre, Guillaume? — Nada, mamá  — le contestó con una voz extrañamente tierna — . Estos señores

desean, según creo, registrar la casa. Suba a su habitación.La anciana vaciló, miró a Maigret como para pedirle consejo. — ¿Estarás tranquilo, Guillaume? — Claro que sí, mamá. Déjenos, se lo ruego.

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La escena no ocurría de manera total a como Maigret lo había previsto, y elcomisario frunció el ceño.

 — Supongo  — dijo, mientras la anciana se alejaba muy a su pesar  —  que desea quele asista en todo esto un abogado, ¿es así? Pronto tendré que hacerle ciertas preguntas.

 — No necesito abogado. Desde el momento en que tiene una orden legal, no puedo

oponerme a su presencia en esta casa. Eso es todo.Las persianas del piso bajo estaban echadas. Hasta entonces habían estado en lapenumbra. Guillaume Serre se dirigió hacia una primera ventana.

 — ¿Supongo que desearán más luz?Hablaba con tono de voz neutro y, si esforzándose un poco podía adivinarse en su

forma de hablar algún sentimiento, era cierto desprecio. — Hagan el trabajo que tengan que hacer, señores.Casi les chocaba ver el salón lleno de luz. Guillaume Serre pasó al despacho vecino,

donde abrió igualmente las persianas, luego entró en su gabinete de trabajo. — Cuando deseen subir al primer piso, avísenme.Janvier echaba miradas de sorpresa a su jefe. Éste no tenía ya su buen humor del

comienzo de la mañana, ni del día anterior por la noche. Parecía preocupado. — ¿Me permite que utilice su teléfono, monsieur Serre?  — preguntó con la misma

fría cortesía que su interlocutor le había mostrado en todo momento. — Continúa usted teniendo derecho.Marcó el número de la Policía Judicial. Moers le había hecho aquella mañana un

informe verbal que, tal y como preveía el comisario, era poco menos que negativo. Elexamen del polvo no había aportado nada a la encuesta. O, para decirlo con mayorexactitud, casi nada. Moers había recogido sólo, en la parte delantera del coche, en ellugar del conductor, una cantidad infinitesimal de ladrillo triturado.

 — ¿Póngame con el laboratorio. ¿Eres tú, Moers?  ¿Quieres venir a la rue de laFerme con tus hombres y con los aparatos?

Observaba a Serre quien, ocupado en encender un largo cigarro negro, no se movía. — ¡El gran juego! No, no hay cadáver. Estaré aquí. Y, volviéndose entonces a

Janvier: — Puedes comenzar. — ¿Por esta habitación? — Por la que quieras.

* * *

Guillaume Serre les seguía paso a paso y les miraba hacer sin decir nada. No

llevaba corbata, y se había puesto una chaqueta de alpaca negra encima de una camisablanca.Mientras Janvier examinaba los cajones del despacho, Maigret, por su parte,

hojeaba las fichas profesionales del dentista y tomaba notas en su grueso carnet.En realidad, todo aquello no era más que una comedia. Le hubiera gustado mucho

saber lo que en realidad buscaba. Se trataba, en suma, de saber si, en un momento dado,en un lugar cualquiera de la casa, Serre daba pruebas de cierta inquietud.

Cuandoregistraron el salón, por ejemplo, no se movió ni se alteró lo más mínimo,permaneciendo inmóvil y muy digno, apoyado contra la chimenea de mármol oscuro.

Ahora miraba a Maigret como si se preguntara lo que éste buscaba en las fichas,pero aquello parecía más curiosidad que miedo.

 — Tiene usted muy pocos clientes, monsieur Serre.No contestó y se encogió de hombros.

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 — Compruebo también que el número de mujeres es mucho mayor que el de loshombres.

El otro tenía aspecto de reír ante todo aquello, como si dijera: «¿Y qué?» — Veo también que fue como dentista como conoció a María Van Aerts.Encontró la pista de cinco visitas, repartidas a lo largo de dos meses, con el detalle,

además, de los cuidados que habían sido procurados a la paciente. — ¿Sabía usted que era rica?Un nuevo encogimiento de hombros. — ¿Conoce usted al doctor Dubuc?Asintió con la cabeza. — Era el médico de su mujer, si no me equivoco. ¿Fue usted quien se lo indicó? — El doctor Dubuc cuidaba a María Van Aerts antes de que ésta se casara conmigo.¡Bueno! ¡Al fin hablaba! — ¿Sabía usted, al casarse con ella, que padecía una enfermedad del corazón? — Ella me había hablado de eso. — ¿Era serio su caso? — El doctor Dubuc le informará de todo eso, si cree su deber hacerlo. — Su primera mujer también padecía del corazón, ¿verdad? — Encontrará su certificado de defunción en los expedientes.Janvier era quien se encontraba más incómodo. Se alegró cuando vio llegar a los

especialistas de la sección de identificación judicial, quienes removerían un poco el aireestancado de la casa. Cuando el automóvil se detuvo delante de la verja, Maigret mismofue a abrir la puerta. Dijo a Moers, en voz baja:

 — Quiero que hagáis un alarde. Pasad la casa por la criba más fina.Y Moers, que comprendía lo que quería decir el comisario y que había descubierto

la pesada silueta de Guillaume Serre, murmuró a su vez: — ¿Cree que eso le impresionará? — Eso terminará probablemente por impresionar a alguien.Algunos instantes después, cualquiera hubiera podido creer que estaban en una casa

de la que hubieran tomado posesión los tasadores públicos con el fin de efectuar unasubasta. Los hombres de la sección de identificación judicial no dejaron ningún rincóninexplorado, descolgando los retratos y los cuadros, arrastrando el piano y las butacaspara mirar debajo de la alfombra, amontonando los cajones de los armarios, extendiendolos papeles por todas partes.

Una vez apareció el rostro de Mme. Serre, quien, tras echar una ojeada desde lapuerta, se había marchado con aire preocupado. Luego fue Eugénie la que se acercó ygruñó:

 — 

Espero que después colocarán todo eso en su sitio, ¿verdad?Refunfuñó mucho más cuando los agentes de la sección de identificación judicial seocuparon también de la cocina y hasta del rincón donde colocaba las escobas.

 — Si, por lo menos, me explicaran bien lo que buscan, yo podría decirles...No buscaban nada en concreto. Probablemente, en el fondo, Maigret no buscaba

nada en absoluto. Observaba al hombre que les seguía los pasos y que ni siquiera en unsolo instante abandonó su apariencia tranquila.

¿Por qué María había escrito a su amiga que Serre no era, en realidad, nada más queun gran niño?

Mientras sus hombres continuaban trabajando, Maigret descolgó el teléfono y eldoctor Dubuc se puso al otro extremo de la línea.

 — ¿Continuará todavía algún tiempo en su casa? ¿Puedo ir a verle? No, no serálargo. Se lo diré a la enfermera, gracias.

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Dubuc tenía cinco clientes en su antesala y prometió al comisario introducirle por lapuerta trasera. Estaba a dos pasos de allí, en el muelle. Maigret fue a pie hasta elconsultorio del médico, pasó por delante de la quincallería, donde el joven vendedor deldía anterior le saludó con la mano y le preguntó:

 — ¿No van a fotografiar el libro?

 — Luego.El doctor Dubuc era un hombre de unos cincuenta años, con una barbita pelirroja ylentes.

 — ¿Era usted el médico de Mme. Serre, doctor? — De la joven Mme. Serre. En fin, de la más joven. — ¿No ha cuidado a ninguna otra persona de la casa? — Espere... ¡Sí! Una vez cuidé a una asistenta que se había cortado la mano, hará de

esto dos o tres años. — ¿Estaba verdaderamente enferma María Serre? — Necesitaba cuidados, sí. — ¿Del corazón? — Sí, hipertrofia del corazón. Además, era una mujer que comía demasiado, se

quejaba de vértigos. — ¿Le llamaba a menudo? — Alrededor de una vez al mes. Otras veces, era ella la que venía a verme. — ¿Le ordenó usted algún medicamento? — Sí, un calmante bajo la forma de comprimidos. Nada tóxico. — ¿Cree usted que su corazón le hubiese podido jugar una mala pasada? — Ahora, estoy seguro de que no. Tal vez dentro de diez o quince años... — ¿No hacía nada por adelgazar? — Cada cuatro o cinco meses decidía ponerse a régimen, pero era incapaz de seguir

su decisión más que algunos días. — ¿Conoció a su marido? — ¿Desde qué punto de vista? ¿Desde el profesional? Una de mis clientes fue

cuidada por él y me aseguró que era muy hábil y poco doloroso. — ¿Y como hombre? — Cuando lo conocí me pareció un hombre encerrado en sí mismo. ¿Qué sucede? — Su mujer ha desaparecido. — ¡Ah!Al doctor Dubuc aquello no parecía interesarle ni mucho ni poco e hizo un gesto

vago con la mano. — Esas cosas suceden con bastante frecuencia, ¿no? Hace mal en buscarla

utilizando la policía, pues ella no se lo perdonará.Maigret prefirió no insistir. Al volver, dio una vuelta, con objeto de pasar pordelante del garaje, donde ya no había nadie de vigilancia. El inmueble de enfrente erauna casa en renta. La portera estaba en la puerta del edificio, sacando brillo a laempuñadura de cobre de la puerta.

 — ¿Las habitaciones de su casa dan a la calle?  — preguntó Maigret. — ¿Y a usted qué le importa? — Pertenezco a la policía. Quisiera saber si conoce a la persona que guarda su coche

en el garaje de enfrente, el primero comenzando por la derecha. — Es el dentista. — ¿Lo ve usted de vez en cuando? — Lo veo cuando viene a buscar su coche. — ¿Le ha visto usted esta semana?

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 — ¡Dígame una cosa! En realidad, ¿qué han hecho ayer noche en su garaje?Organizaron un gran revuelo. ¿Eran ladrones? Le dije a mi marido...

 — No eran ladrones. — ¿Eran gente de ustedes? — No tiene ninguna importancia. ¿Le ha visto esta semana coger el coche?

 — Me parece que sí. — ¿No se acuerda usted del día? ¿Ni de la hora? — Era de noche, bastante tarde. Espere. Me había levantado de la cama. No me mire

de esa forma. Siempre termino por acordarme.Tenía todo el aspecto de efectuar un cálculo mental. — Me había levantado porque mi marido tenía dolor de muelas, y le di una aspirina.

Si estuviese aquí, le diría inmediatamente qué día era. Observé que el automóvil demonsieur Serre salía del garaje y pensé que era una coincidencia.

 — ¿Porque a su marido le dolían las muelas? — Sí. Y porque un dentista se hallara en ese mismo momento frente a la casa. Era

pasada la medianoche. Mlle. Germaine volvía a casa. Bueno, entonces era seguro el

martes, pues no sale más que los martes por la noche, para ir a jugar a las cartas en casade unos amigos.

 — ¿Salía el automóvil del garaje? ¿No sería que entraba? — Salía. — ¿En qué dirección se fue? — Hacia el Sena. — ¿No le oyó detenerse un poco más lejos, por ejemplo, delante de la casa de los

Serre? — No me ocupé de eso. Tenía los pies descalzos y el suelo estaba frío, pues

dormimos con la ventana entreabierta. ¿Qué ha hecho?¿Qué hubiera podido contestar Maigret? Se alejó dándole las gracias, atravesó el

 jardincillo de los Serre y llamó a la puerta. Eugénie le abrió, dirigiéndole una mirada dereproche.

 — ¡Esos señores están en el piso de arriba!  — exclamó con sequedad.Había terminado ya con el piso bajo. Se oían pasos ruidosos en el primer piso, así 

como un gran tumulto producido al arrastrar los muebles por el suelo.Maigret subió, y encontró a la anciana Mme. Serre sentada en una silla en medio del

descansillo de la escalera. — Ya no sé dónde colocarme  — dijo — . Parece que nos fuéramos a mudar de casa.

¿Qué es lo que buscan, monsieur Maigret?Guillaume Serre, de pie en el centro de una habitación inundada de sol, encendía un

nuevo cigarro. — ¡Por qué, Señor, la hemos dejado que se marchara!  — suspiró la anciana — . Sihubiese podido prever...

No precisó lo que hubiera hecho si hubiese podido prever las molestias que le habíacreado la desaparición de su nuera.

VI

  Donde Maigret toma una decisión que deja estupefactos a sus colaboradores y

donde su despacho toma el aspecto de un ring.

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Eran las cuatro menos veinte cuando Maigret tomó la decisión, las cuatro yveinticinco cuando dio comienzo el interrogatorio. Pero el momento solemne, casidramático, fue en el que tomó la decisión.

La actitud de Maigret fue una sorpresa para los que trabajaban con él en la casa dela rue de la Ferme. Ya desde la mañana había algo desacostumbrado en la manera en

que el comisario dirigía las operaciones. No era el primer registro de este género en elque participaban, como se comprenderá muy bien, pero éste, a medida que avanzaban,tomaba un carácter totalmente diferente de los demás. Era difícil de definir. Janvier,porque era el que mejor conocía al jefe, fue el primero que tuvo aquella impresión.

Al ponerles a trabajar, los ojos de Maigret relucían con una llamita alegre, casiferoz. Les introdujo en la casa igual que hubiera lanzado una jauría de perros sobre unapista fresca, excitándoles, no con la voz, sino con su actitud.

¿Se había convertido en un asunto personal entre Guillaume Serre y el comisario?O, para ser más exactos, ¿es que se hubieran desarrollado los acontecimientos de lamisma manera, hubiera tomado Maigret, la misma decisión, en el mismo momento, si elhombre de la rue de la Ferme no hubiese sido más pesado que él, tanto física como

moralmente? Parecía impaciente, desde el principio, por medir sus fuerzas con él.En otros momentos, podría haberse pensado que tenía otros móviles, preguntarse si

no gozaba con el placer más o menos perverso de poner la casa «patas arriba».Raramente tenían ocasión de trabajar en un interior como aquél, donde todo era

apacible y armonioso, de una armonía sorda, en tono menor, en la que los objetos másviejos no daban impresión de ser ridículos y donde, después de horas seguidas debúsqueda cuidadosa, no habían conseguido un solo detalle equívoco.

Cuando habló a las cuatro menos veinte, continuaban sin descubrir nada. Ciertomalestar reinaba entre los hombres que llevaban a cabo el registro, pues esperaban quesu jefe se retirara de allí pidiendo perdón.

¿Qué había hecho a Maigret tomar aquella decisión? ¿Lo sabía él? Janvier llegó asospechar que el comisario había bebido demasiados aperitivos cuando, hacia la una,fue a tomar un bocado a la terraza de la taberna de enfrente. En efecto, a su regreso sepodía percibir en su aliento el olor indiscutible a pernod, 

Eugénie ni siquiera puso la mesa para que comiesen sus jefes. Varias veces fue acuchichear al oído de Mme. Serre y otras al del dentista. En cierto momento, vieron a lamadre comer, de pie, en la cocina, como en una casa que estuviera de mudanza y, unpoco después, la asistenta subió al señorito, que se negaba a bajar, un emparedado y unataza de café.

Estaban trabajando entonces en el desván. Aquélla era la parte más íntima de lacasa, todavía más íntima que los dormitorios y que los armarios donde guardaban la

ropa.Era un lugar vasto, iluminado por unos tragaluces que proyectaban dos grandesrectángulos luminosos en el suelo grisáceo. Janvier había abierto dos estuches de cueropara guardar escopetas: y uno de los agentes de la sección de identificación judicialhabía examinado las armas.

 — ¿Le pertenecen? — Pertenecían a mi abuelo. Nunca he sido aficionado a la caza.Unas horas antes, en la habitación de Guillaume Serre, encontraron, un revólver,

que examinaron con todo cuidado y que Maigret colocó en el montón de objetos que sellevarían para hacer las comprobaciones ulteriores.

Entre aquellas cosas, había de todo, incluidas las fichas profesionales del dentista y,

procedentes de una caja donde se guardaban algunos documentos, encontrada en la

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habitación de la anciana, el certificado de defunción de su marido y el de su primeranuera.

También, entre aquel montón de objetos, había un traje en el que Janvier habíaobservado un ligero desgarrón en la manga, y que Guillaume, Serre pretendía nohaberse puesto desde hacía por lo menos diez días.

Andaban entre los viejos baúles, las cajas de todas clases, los muebles estropeadosque habían subido al desván porque ya no tenían ninguna utilidad. En un rincón habíauna silla infantil de un viejo modelo, con bolas de colores a ambos lados de la tablilla, ytambién un caballo de madera sin cola ni tampoco crin.

La tarea no se había detenido a la hora del almuerzo. Cada uno fue cuando lecorrespondió a tomar un bocado, y Moers se contentó con un emparedado que le llevó elfotógrafo.

Hacia las dos, telefonearon a Maigret desde su despacho, para anunciarle queacababa de llegar por avión de Holanda un pliego bastante grueso. Hizo que lo abrieran.Eran las cartas de María, escritas en holandés.

 — Traigan a un traductor de holandés y que se ponga a trabajar inmediatamente. — ¿Aquí? — Sí. Que no se marche del Quai des Orfèvres antes de que llegue yo.La actitud de Guillaume Serre no había cambiado. Les seguía, no perdía ninguno de

sus movimientos, pero ni un solo instante parecía nervioso o preocupado.Tenía una manera particular de mirar a Maigret, y se comprendía que, para él, los

demás no contaban. Era, desde luego, un asunto entre dos hombres. Los inspectores noeran, en realidad, más que comparsas. Incluso la Policía Judicial no existía para él. Lalucha era más personal. Y se leía en la mirada del dentista un sentimiento difícil dedefinir, no sabiendo bien si se trataba de reproche o de desprecio.

En todo caso, y fuera lo que fuese, no parecía muy impresionado por aquellaoperación a gran escala. Ya no protestaba, padecía la invasión de su domicilio y de suintimidad con una resignación altiva, sin que fuese posible discernir en él la menorangustia.

¿Era un tipo blando? ¿O un «duro»? Las dos hipótesis eran igualmente plausibles.Su cuerpo era el de un luchador, su actitud la de un hombre seguro de sí mismo, y, sinembargo, la frase de María, que hablaba de él como un niño grande, no parecíaincongruente. Su carne era blanca, de un tono malsano. Encontraron en un cajón un fajode recetas médicas, cogidas con alfileres en varios montones, algunas de ellas eran dehacía veinte años. La historia de las enfermedades de la familia podía reconstituirse conla ayuda de estas recetas médicas, algunas de las cuales estaban amarillentas. Habíatambién, en el cuarto de baño del primer piso, un mueblecito pintado de blanco que

contenía frasquitos farmacéuticos, cajas de píldoras, nuevas y antiguas.En aquella casa no se tiraba nada, ni siquiera las viejas escobas, que seamontonaban en un rincón del desván, al lado de zapatos sin tacones, de cueroendurecido que no servirían ya nunca más.

Cada vez que salían de una estancia para ir a otra, Janvier echaba una mirada a su jefe que significaba:

 — ¡Continuamos sin encontrar nada!Pues Janvier esperaba hacer algún descubrimiento.¿Es que Maigret, por el contrario, no contaba con encontrar nada? No se extrañaba,

les dejaba que continuaran su tarea, dando perezosas chupadas a su pipa, olvidándose aveces, durante todo un cuarto de hora, de echar una ojeada al dentista.

Se enteraron de su decisión de una manera indirecta y eso todavía hizo quepareciera más chocante.

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Todo el mundo bajaba del desván, donde Guillaume Serre volvió a cerrar los dostragaluces. La madre acababa de salir de su habitación para verles marchar. Estaban depie en el descansillo de la escalera.

Maigret se volvió hacia Serre y dijo, como la cosa más natural del mundo: — ¿Quiere usted ponerse una corbata y unos zapatos?

Porque desde la mañana, efectivamente, el dentista estaba en zapatillas.Serre le comprendió, le miró, probablemente sorprendido, pero sin dejar entrever loque sentía. Su madre abrió la boca para decir algo, para protestar o para pedirexplicaciones, y Guillaume Serre le apretó el brazo y la condujo a su habitación. Janvierle preguntó en voz baja:

 — ¿Le detiene usted?Maigret no contestó. No sabía lo que iba a hacer. A decir verdad, había tomado

aquella decisión en aquel mismo momento, allí, en el descansillo de la escalera, sinpensarlo previamente.

* * *

 — Entre, monsieur Serre. ¿Quiere usted sentarse?El reloj de la chimenea señalaba las cuatro y veinticinco. Era sábado. Gracias al

movimiento de automóviles y de transeúntes que había en la calle, cuando atravesaronen coche la ciudad, Maigret se dio cuenta.

El comisario volvió a cerrar la puerta. Las ventanas estaban abiertas y los papeles,en el despacho, temblaban bajo los objetos que les impedían echarse a volar.

 — Le he pedido que se siente.Él, por su parte, fue hacia el armario para colgar en él su sombrero y su chaqueta, y

refrescarse las manos en la fuente de esmalte.Durante diez minutos, no dirigió la palabra al dentista, pues se ocupó en firmar los

documentos que esperaban encima de su mesa. Llamó a Joseph, le entregó el expedientey luego, con movimientos lentos y meticulosos, llenó la media docena de pipascolocadas delante de él.

Era raro que alguien, en la situación de Serre, se mantuviese tranquilo durante tantotiempo, sin hacer ninguna pregunta, sin impacientarse, sin cruzar y descruzar laspiernas.

Finalmente, llamaron a la puerta. Era el fotógrafo que había trabajado con ellosdurante toda la jornada y a quien Maigret había encargado una misión. Entregó alcomisario la prueba todavía húmeda de un documento.

 — Gracias, Dambois. Quédese arriba. No se marche sin avisarme.

Esperó a que la puerta se cerrase de nuevo y encendió una de las pipas. — ¿Quiere aproximar su silla, monsieur Serre?Se encontraron uno frente a otro, separados por la anchura de la mesa por encima de

la cual Maigret le tendió el documento que sostenía en la mano.No añadió ningún comentario. El dentista cogió la hoja, sacó unas gafas del bolsillo,

la examinó con atención y la dejó encima de la mesa. — Le escucho. — No tengo nada que decir.La fotografía era la de una página del registro de ventas del quincallero, aquella

donde estaba inscrita la venta del segundo cristal y la segunda libra de masilla. — ¿Se da usted cuenta de lo que esto implica? — ¿Debo comprender que soy inculpado de algún delito?Maigret vaciló.

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 — No  — decidió — . Oficialmente, está convocado aquí como testigo. Si lo desea,estoy dispuesto a inculparle. O dicho más exactamente, a pedir al procurador que leinculpe, lo que le permitiría la asistencia de un abogado.

 — Ya le he dicho antes que no deseo abogado.No eran nada más que los primeros pasos de tanteo. Dos pesos pesados estaban

observándose, midiéndose con la mirada, tanteándose, en aquel despacho que se habíaconvertido en una especie de ring, y el silencio reinaba en la estancia de los inspectores,donde Janvier acababa de poner al corriente a sus colegas.

 — ¡Creo que será largo!  — les había dicho. — El jefe irá hasta el fin. — Sí, parece decidido.Todos sabían lo que aquello significaba, y Janvier fue el primero que telefoneó a su

mujer para decirle que no se extrañara si no volvía a casa en toda la noche. — ¿Padece usted una enfermedad del corazón, monsieur Serre? — Hipertrofia del corazón, como usted, probablemente. —  Su padre murió de una enfermedad del corazón, cuando usted tenía diecisiete

años, ¿verdad? — Diecisiete años y medio. — Su primera mujer murió de una enfermedad del corazón. Y su segunda mujer

padecía igualmente del corazón. — Según las estadísticas, alrededor del treinta por ciento de los personas mueren de

un desfallecimiento cardíaco, — ¿Posee usted un seguro de vida, monsieur Serre? — Desde mi infancia. — He visto, en efecto, la póliza cuando hicimos el registro de su casa. Su madre, si

no recuerdo mal, no está asegurada. — Es cierto. — ¿Lo estaba su padre? — Creo que sí. — ¿Su primera mujer también? — Le he visto coger los documentos. — ¿Y su segunda mujer? — Es bastante corriente. — Lo que lo es menos, es conservar una suma de varios millones, en especies y en

oro, en una caja de caudales en su casa, — ¿Cree usted? — ¿Quiere decirme por qué razón guarda usted ese dinero en su casa, sin que

produzca intereses? — Supongo que hay miles de personas en nuestra época que se hallan en mi caso. Seolvida usted de las leyes monetarias que en varias ocasiones han sembrado el pánico, losimpuestos excepcionales y las devaluaciones excesivas...

 — He comprendido. ¿Admite usted que su intención era ocultar esos capitales ydefraudar de esta manera al fisco?

Serre se calló. — Su mujer, hablo de la segunda, de María, ¿sabía que ese dinero estaba encerrado

en su caja de caudales? — Lo sabía. — ¿Se lo había dicho usted? — Su propio dinero se hallaba también allí todavía hace unos días.

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Serre se tomaba tiempo antes de contestar, pesaba sus palabras, las dejaba caer unaa una, contemplando con gravedad al comisario.

 — No he encontrado contrato matrimonial entre sus papeles. ¿Debo, por tanto, sacarla conclusión de que están casados bajo el régimen de la comunidad de bienes?

 — Exactamente.

 — ¿No cree que es un tanto sorprendente, dadas las edades de los dos? — Por la misma razón de que le he hablado antes. Un contrato nos hubiera obligado

a establecer un inventario de nuestros bienes respectivos. — ¿No cree que la comunidad de bienes no era menos ficticia? — Cada uno guardaba la disposición de su haber. ¿No era todo eso bastante natural? — ¿Era rica su mujer? — Es rica. — ¿Tanto o más que usted? — Poco más o menos lo mismo. — ¿Se encuentra su fortuna enteramente en Francia? — En parte, solamente. De su padre, heredó una parte de las acciones de una fábrica

de quesos de Holanda. — ¿Bajo qué forma guarda sus otros bienes? — Principalmente en oro. — ¿Lo hacía ya antes de conocerle? — Ya veo a dónde quiere ir a parar. Sin embargo, le contestaré la verdad. Fui yo

quien le aconsejó que vendiera los valores que poseía y que comprara oro. — ¿Y ese oro se encontraba, junto con el suyo, en su caja de caudales? — Efectivamente. — ¿Hasta cuándo? — Hasta el martes. Al comienzo de la tarde, cuando su equipaje estaba casi

preparado, bajó a mi despacho y le entregué lo que le pertenecía. — ¿Y esa suma estaba, pues, cuando se marchó, en una de las dos maletas o en el

baúl? — Supongo que sí. — ¿No salió antes de comer? — No la oí salir. — Luego, según usted, ¿no salió?Asintió con la cabeza. — ¿Telefoneó? — El único aparato telefónico de la casa se encuentra en el despacho, y no lo utilizó. — ¿Cómo puedo saber, monsieur Serre, que el dinero que encontré en la caja de

caudales «es únicamente» su dinero, y no el suyo y el de su mujer?Sin emocionarse, sin abandonar en ningún momento su aire de lasitud o dedesprecio, el dentista sacó del bolsillo un cuaderno verde que entregó al comisario. Laspáginas del cuadernillo estaban cubiertas de cifras minúsculas. Las de la izquierdatenían escrita encima la letra N; las de la derecha, la letra M.

 — ¿Qué significa la N? — Nosotros. Quiero decir, mi madre y yo. Siempre hemos vivido a fondos comunes,

sin establecer ninguna distinción entre lo que me pertenece y lo que pertenece a ella. — ¿Y la M, sin duda, se refiere a María? — Eso es. — Veo que hay una cifra que se repite a intervalos regulares. — Su contribución a los gastos de la casa. — ¿Le entregaba todos los meses el precio de su pensión?

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 — Si quiere llamarlo así... En realidad, no me entregaba dinero, puesto que éste seencontraba en la caja de caudales, pero su cuenta decrecía con la parte de sus gastos.

Maigret pasó algunos minutos hojeando las páginas del carnet sin decir nada; selevantó y pasó al despacho vecino, donde, como si fueran alumnos de una escuela, losinspectores tomaron inmediatamente un aire ocupado.

Dio en voz baja algunas instrucciones a Janvier, vaciló antes de pedir que lesubieran cerveza, cogió como maquinalmente el fondo de cristal que se hallaba encimade la mesa de Vacher.

Cuando volvió a su despacho, Guillaume Serre, que no había cambiado de lugar,acababa de encender uno de sus largos cigarros y murmuró, no sin insolencia:

 — ¿Me permite?Maigret dudó si contestar que no, pero optó por encogerse de hombros. — ¿Ha pensado usted en el asunto de ese segundo cristal, monsieur Serre? — No me he preocupado de ello. — Se equivoca. Sería preferible que encontrara una explicación plausible. — No la busco. — ¿Continúa sosteniendo que sólo ha reemplazado una vez el cristal de su ventana? — Sí, al día siguiente de la tormenta. — ¿Quiere usted que nos aseguremos por el servicio metereológico de que no hubo

tormenta en Neuilly la noche del martes al miércoles? — Es inútil. A menos que no encuentre un placer especial en ello. Hablo de la

tormenta de la semana pasada. — Fue usted al día siguiente por la mañana a la quincallería de la rué de Longchamp

y compró un cristal de ventana y masilla. — Ya se lo he dicho. — ¿Afirma usted que no volvió después a ese almacén?Y le acercaba la fotografía del libro donde estaban registradas las ventas. — ¿Por qué razón, en su opinión, se han molestado en inscribir por segunda vez en

el libro esta compra de cristal y de masilla? — Lo ignoro. — ¿Por qué razón el comerciante declara que fue usted el miércoles a su almacén, a

eso de las ocho de la mañana? — Eso es asunto suyo. — ¿Cuándo utilizó usted por última vez su coche? — El domingo pasado. — ¿Dónde fue? — Rodamos durante dos o tres horas, mi madre y yo, como tenemos costumbre de

hacer todos los domingos. — ¿En qué dirección? — Hacia el bosque de Fontainebleau. — ¿Les acompañaba su mujer? — No. No se sentía bien. — ¿Estaba ya decidida la separación? — No se ha tratado en ningún momento de separación. María estaba cansada,

deprimida. Continuaba sin entenderse con mi madre. De común acuerdo, decidimos quefuera a pasar algunas semanas o algunos meses a su país.

 — Y, sin embargo, ¿se llevaba su dinero? — Sí. Porque había la posibilidad de que no volviera. Ya no somos chiquillos.

Somos capaces de enfrentarnos serenamente con la vida. Es una especie de experienciaque hacemos.

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 — Dígame, monsieur Serre, para llegar a Ámsterdam, es necesario franquear dosfronteras, ¿no? Los aduaneros franceses, a la salida, son bastante estrictos sobre lascuestiones de capitales. ¿No tenía miedo su mujer de que fuera descubierto o prohibidoel oro que llevaba consigo?

 — ¿Estoy obligado a contestar?

 — Creo que le conviene hacerlo en su propio interés. — ¿Incluso arriesgando que la policía intervenga en contra mía? — Su acusación será, probablemente, menos grave que una acusación de asesinato. — Muy bien. Una de las maletas de mi mujer estaba provista de un doble fondo. — ¿En vista de ese viaje particular? — No. — ¿Ya había tenido ocasión de servirse de ello? — En varias ocasiones. — ¿Para pasar la frontera? — La frontera belga y, una vez, la frontera suiza. Usted no ignora, sin duda, que,

hasta esos últimos tiempos, era fácil y menos oneroso procurarse oro en Bélgica y, sobre

todo, en Suiza. — ¿Admite usted su complicidad en esas transferencias de capitales? — Lo admito.Maigret se levantó, y volvió al despacho de los inspectores. — ¿Puedes venir un instante, Janvier? Luego a Serre: — El inspector va a registrar esta parte de nuestra entrevista. Haga el favor de

repetirle lo que acaba de decirme. Janvier, cuando acabe, haz que firme la declaración.Salió e hizo que Vacher le indicara el despacho en el que había instalado al

traductor. Éste era un hombrecillo de gafas, que escribía a máquina directamente sutraducción y que se detenía a veces para consultar el diccionario que él mismo habíallevado.

Había cuarenta cartas, por lo menos, la mayor parte de las cuales constaba de variashojas de papel.

 — ¿Por dónde ha comenzado usted? — Por orden cronológico. Estoy traduciendo la tercera carta. Las tres están fechadas

hace un poco más de dos años y medio. En la primera, la señora cuenta a su amiga queva a casarse, que su futuro marido es un hombre distinguido, de buena prestancia,perteneciente a la gran burguesía francesa y que su madre se parece a no sé qué cuadrodel Louvre. Puedo decirle el nombre del pintor.

Hojeó las páginas. — Un Clouet. Continuamente hace referencia a la pintura en estas cartas. Cuando

habla del tiempo que hace, cita a Monet o Renoir. — Quisiera que ahora comenzara por el final. — Si usted quiere... ¿Sabe que, aunque me pase la noche traduciendo, no habré

terminado mañana por la mañana? — Por eso es por lo que le pido que comience por el final. ¿De cuándo es la última

carta? — Del domingo pasado. — ¿Puede leérmela rápidamente? — Puedo darle una idea de lo que dice. Espere. «Gertrude querida, París no ha

estado nunca tan resplandeciente como esta mañana y he estado a punto de acompañar aG. y a su madre al bosque de Fontainebleau, que debe de estar adornado en este

momento con todos los esplendores de Corot y de Courbet...» — ¿Hay muchos párrafos dedicados a esos esplendores?

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 — ¿Los dejo? — Déjelos.El traductor recorría la carta con la mirada y movía los labios como si estuviese

rezando. — Aquí lo tiene «Me pregunto qué efecto me hará volver a nuestra Holanda y a sus

tonos pastel y, ahora que se acerca el momento, me siento cobarde. Después de todo loque te he escrito sobre mi vida aquí, sobre G. y sobre mi suegra, debes de preguntartequé me sucede y por qué razón ya no me siento contenta.

»Se debe quizá a mi sueño de esta noche, que ha estropeado el día. ¿Te acuerdas delcuadrito que se encuentra en el museo de La Haya y que nos hizo una vez enrojecer? Noestá firmado. Se atribuye a un pintor de la Escuela de Florencia cuyo nombre se me haolvidado y representa un fauno que lleva sobre la espalda a una mujer completamentedesnuda que hace esfuerzos para librarse del fauno. ¿Te acuerdas? El fauno, en misueño, tenía el rostro de G., y su aspecto era tan bárbaro y cruel que me despertétemblando y cubierta de sudor. No de miedo, lo que me parece lo más extraño de todo.Mi recuerdo es confuso. Sentía miedo, desde luego, pero también otro sentimiento.

Intentaré contarte esto el miércoles, cuando, al fin, podremos charlar tanto como cuandoviniste a París a verme.

»Saldré de aquí el martes por la noche. Está decidido. No hay ninguna duda encuanto a eso. Por tanto, sólo hay que esperar dos días. Tengo un montón de cosas quehacer hasta entonces. El tiempo pasará, pues, muy rápidamente. Sin embargo, mi salidade aquí me parece todavía lejos y casi irreal. A veces me parece, sobre todo después deese sueño, que ocurrirá algo que me impedirá marcharme de esta casa. Pero no temas.Mi decisión es definitiva. Seguiré tu consejo. No puedo soportar por más tiempo la vidaque llevo aquí. Pero...»

 — ¿Está ahí, jefe?Era Janvier, que llevaba unas hojas de papel en la mano. — Está hecho. Le espera.Maigret cogió los papeles, dejó al traductor que siguiera su trabajo y atravesó,

preocupado, el despacho de los inspectores.Nadie preveía en ese momento cuánto tiempo duraría el interrogatorio. Guillaume

Serre levantó los ojos hacia el comisario y cogió por sí mismo la pluma que habíaencima de la mesa.

 — ¿Supongo que debo firmar? — Sí, aquí. ¿Lo ha leído? — Lo he leído. ¿Puedo pedirle un vaso de agua? — ¿No preferiría vino tinto?

El dentista le miró, esbozó una sonrisa indefinible, llena de ironía y de amargura. — ¿También eso?  — preguntó con una voz apenas perceptible. — También eso, monsieur Serre. Tiene usted tal miedo a su madre que se oculta

para beber unos chatos de vino. — ¿Es una pregunta? ¿Debo contestar? — Si quiere usted... — Sepa entonces, que el padre de mi madre era borracho, que sus dos hermanos,

que están muertos ya, lo eran también, y que su hermana terminó sus días en un asilopara alienados. Mi madre ha vivido siempre con el temor de verme beber, pues se niegaa creer que esta tendencia no es hereditaria. Cuando yo era estudiante, vigilaba miregreso con angustia, y en muchas ocasiones llegó a merodear por los cafés del bulevar

Saint-Michel que solía frecuentar con los compañeros de clase. Nunca ha habido

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alcohol en la casa y, si hay algún vino en la cueva, se ha acostumbrado a llevar siemprela llave metida en el bolsillo del vestido.

 — ¿Le concede un vaso de vino aligerado con agua durante las comidas, verdad? — Sé que vino a verle y que ha estado hablando con usted. — ¿Le repitió lo que me dijo?

 — Sí. — ¿Quiere usted mucho a su madre, monsieur Serre? — Siempre hemos vivido juntos. Y casi siempre solos. — ¿Un poco como un matrimonio? Serre enrojeció ligeramente. — No sé qué quiere decir. — ¿Es celosa su madre? — ¿Cómo? — Le pregunto si su madre, como ocurre muchas veces en el caso de una viuda con

su hijo único, se muestra celosa de sus relaciones. ¿Tiene usted muchos amigos? — ¿Tiene esto alguna relación con la, llamémosla así, desaparición de mí mujer? — No he visto en la casa una sola carta procedente de un amigo, ni una sola de esas

fotografías de grupos que se encuentran en casa de la mayoría de las personas.No contestó nada. — Así como tampoco hay ninguna fotografía de su primera mujer.Continuaba el silencio del dentista. — Otro detalle ha llamado mi atención, monsieur Serre. El retrato colgado encima

de la chimenea, ¿es el de su abuelo materno? — Sí. — ¿El que bebía? Signo de asentimiento. — En un cajón he encontrado cierta cantidad de retratos de usted, de niño y de

muchacho, retratos de hombres y mujeres que deben de ser los de su abuela, su tía y sustíos. Siempre fotografías del lado materno. ¿No le parece sorprendente que no haya unsolo retrato de su padre ni de la familia de éste?

 — No me había dado cuenta de eso. — ¿Fueron destruidos después de la muerte de su padre? — Creo que mi madre podría contestar mejor que yo a esa pregunta. — ¿No recuerda si fueron destruidos? — Era bastante joven. — Tenía usted diecisiete años. ¿Qué imagen conserva de su padre, monsieur Serre? — ¿Forma parte eso del interrogatorio? — Ni mis preguntas ni sus respuestas son registradas por nadie, como puede ver. Su

madre me dijo que su padre era abogado... — 

Sí. — ¿Se ocupaba él personalmente de su bufete? — Bastante poco. Su primer pasante asumía la parte más grande de la tarea. — ¿Tenía una vida mundana? ¿O, por el contrario, llevaba una existencia

exclusivamente familiar? — Salía mucho. — ¿Tenía amantes? ; — No lo sé. — ¿Murió en la cama? — En la escalera, cuando regresaba a su habitación. — ¿Se hallaba usted en la casa? — Había salido. Cuando volví, estaba muerto desde hacía cerca de dos horas. — ¿Quién le cuidó?

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 — El doctor Dutilleux. — ¿Vive todavía? — Murió hace, por lo menos, diez años. — ¿Estaba usted cuando murió su primera mujer? Frunció el ceño, mirando a

Maigret fijamente, y avanzó su labio inferior con una especie de desagrado.

 — Conteste, se lo ruego. — Estaba en la casa. — ¿En qué parte de la casa? — En mi despacho. — ¿Qué hora era? — Alrededor de las nueve de la noche. — ¿Estaba su mujer en su dormitorio? — Subió a él temprano. No se encontraba bien. — ¿Hacía varios días que no se encontraba bien? — No me acuerdo. — ¿Estaba su madre con ella? — Estaba también en el primer piso. — ¿Con ella? — Lo ignoro. — ¿Fue su madre quien le llamó? — Creo que sí. — ¿Cuando subió a su dormitorio, estaba muerta ya su mujer? — No. — ¿Murió mucho tiempo después? — Quince o veinte minutos más tarde. En ese momento, el doctor llamaba a la

puerta. — ¿Qué doctor? — Dutilleux. — ¿Era el médico de la familia? — Me cuidaba ya cuando era un niño. — ¿Un amigo de su padre? — De mi madre. — ¿Ha dejado hijos? — Dos o tres. — ¿Los ha perdido de vista? — No los conocí personalmente. — ¿Por qué no informó a la policía que intentaron forzar su caja de caudales? — 

No he tenido nada que informar a la policía. — ¿Qué ha hecho con las herramientas? — ¿Qué herramientas? — Las que el ladrón dejó en el lugar del robo, cuando se dio a la fuga. — No he visto ni herramientas ni ladrón. — ¿No utilizó usted su coche en la noche del martes al miércoles? — No lo utilicé. — ¿Ignora si alguien lo utilizó? — No entré desde entonces en el garaje. — ¿Cuando metió el coche en el garaje, el domingo pasado, había rasguños en la

caja trasera y en el guardabarros de la derecha? — No he notado nada. — ¿Se apearon su madre y usted del coche cuando dieron el paseo?

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Permaneció un momento sin contestar. — Le he hecho una pregunta. — Intento acordarme. — No me parece muy difícil acordarse de eso. Según ha dicho antes, se pasearon en

coche por la carretera de Fontainebleau. ¿Bajaron de él?

 — Sí. Anduvimos por el campo. — ¿Quiere usted decir por un camino campestre? — Sí, por un caminito que se abre entre los prados, a la derecha de la carretera. — ¿Podría volver a encontrar ese camino? — Creo que sí. — ¿Estaba alquitranado? — Creo que no. No. No es probable. — ¿Dónde está su mujer, monsieur Serre?Y el comisario se levantó, como si no esperara ninguna respuesta. — Sería más conveniente encontrarla, ¿no cree?

VII

 Donde se ve una mujer, luego dos, en la sala de espera, y donde una de ellas hace

una indicación a Maigret para que no la reconozca. 

Hacia las cinco de la tarde, Maigret se levantó un instante para ir a abrir la puertaque ponía en comunicación su despacho con el de los inspectores e hizo una seña conlos ojos a Janvier. Un poco después se levantó de nuevo para ir a cerrar la ventana, apesar del calor, debido a los ruidos que venían de fuera.

A las seis menos diez pasó al despacho vecino, con la chaqueta en la mano. — ¡Sigue tú!  — le dijo a Janvier.Éste y sus compañeros habían comprendido desde hacía mucho tiempo. Ya en la rue

de la Ferme, cuando el comisario ordenó a Serre que le siguiera, Janvier estaba pocomás o menos seguro de que no abandonaría tan pronto el Quai des Orfèvres. Lo que leextrañaba más era que el jefe hubiese tomado la decisión tan bruscamente, sin esperar atener en la mano todos los elementos del caso.

 — Está en la antesala  — susurró a media voz. — ¿Quién? — La madre.Maigret instaló detrás de la puerta a un joven inspector, a Marlieux, que sabía

taquigrafía. — ¿Las mismas preguntas?  —  preguntó Janvier. — Las mismas. Y todas las que se te ocurran.Se trataba de poner nervioso al dentista. Los otros se relajarían, irían a beber una

taza de café o una caña de cerveza, a tomar contacto con la vida de fuera, mientras queél permanecería todo el tiempo que fuera necesario en el mismo despacho, y sentado enla misma silla.

Maigret comenzó por hacer una visita al traductor de holandés, que, finalmente, sehabía decidido a quitarse la chaqueta y la corbata.

 — ¿Qué cuenta? — He traducido las cuatro últimas cartas. Aquí tiene, en la antepenúltima, un pasaje

que seguramente le interesará.

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«Está decidido, mi buena Gertrude. Me pregunto todavía cómo ha podido suceder.Sin embargo, no soñé la noche pasada, o, si lo hice, no me acuerdo.»

 — ¿Habla mucho de sus sueños? — Sí, a menudo hace referencia a ellos. Y trata de interpretarlos. — Continúe.

«Me has preguntado a menudo lo que no marchaba bien en nuestro matrimonio ysiempre te he contestado que te hacías ideas falsas y que yo era feliz. La verdad es queintentaba convencerme a mí misma de esto último. He hecho honradamente todo loposible durante dos años y medio para imaginarme que estaba en mi casa y que G. erami marido. La verdad, ya lo ves, es que yo sabía que no era cierto, que he sido siempreuna persona extraña en esta casa, mucho más extraña que en la pensión familiar que túconoces y donde las dos hemos pasado horas tan hermosas.

»¿Cómo me he decidido de pronto a ver las cosas tal y como son? ¿Te acuerdascuando éramos pequeñas? Nos complacíamos en comparar todo lo que veíamos: laspersonas, las calles, los animales, con las imágenes de nuestros álbumes. Queríamos quela vida y la realidad se pareciesen a ellas. Luego, más tarde, cuando comenzamos a

Visitar los museos y a interesarnos por la pintura, eran los cuadros los que tomábamoscomo punto de comparación. He hecho lo mismo aquí, pero voluntariamente, sin creeren lo que hacía, y esta mañana he visto la casa de pronto tal y como es realmente, hemirado a mi suegra, he mirado a G., con ojos nuevos, sin ilusión.

»Desde hace mucho tiempo, ya no tenía ilusiones. Debes comprenderme. Ya notenía, pero me obstinaba en tenerlas.

»Se acabó. De pronto, he decidido marcharme. Todavía no he hablado de esto connadie. La anciana piensa que terminaré por hacerlo. Continúa tratándome de la mismaforma que al principio, de una manera tierna y sonriente, a condición de que haga todolo que ella desea. Es la mujer más egoísta que conozco. 

 — Estas palabras están subrayadas  — observó el traductor — , ¿Continúo?»En cuanto a G., sé que no será un alivio para él ver que me marcho. Sabe desde el

comienzo que no hay nada de común entre nosotros. Nunca he podido acostumbrarme asu piel, a su olor. ¿Comprendes ahora por qué no hemos compartido la mismahabitación, lo que te extrañaba tanto al principio? Después de dos años y medio, esexactamente como si acabara de conocerle en la calle o en el metro, y siento el mismosobresalto cada vez que viene a mí habitación a estar conmigo. Afortunadamente, estono ocurre a menudo. Creo incluso, entre nosotros, que viene porque cree que así mehace feliz, o porque estima que es su deber para conmigo.

»¿Quizá sea su madre quien se lo dice? Es posible. No te rías. No sé lo que pasaentre tú y tu marido, pero por lo que se refiere a G., tiene el aire lastimoso de un alumno

a quien se castiga a copiar cinco páginas. ¿Me comprendes?»Me he preguntado a menudo si ocurría lo mismo con su primera mujer. Esprobable. Tengo la impresión de que se comportaría de la misma forma con cualquiermujer. Esta clase de personas, me refiero a la madre y al hijo, constituyen ellos solos unmundo, y no tienen necesidad de que en él entre otra persona.

»Me sorprendo cuando pienso que la anciana tuvo un marido en otro tiempo. Enesta casa no se habla nunca de él. Fuera de ellos, sólo existen en el mundo las personascuyos retratos están en las paredes, personas muertas, pero de las que hablan como siestuviesen más vivas que todos los seres vivos de la tierra.

»No puedo resistirlo más, Gertrude. Hablaré muy pronto con G. Le diré quenecesito tomar un poco el aire de mi país, y él comprenderá. Lo que me pregunto es

cómo se atreverá a hablar a su madre...» — ¿Queda todavía mucho?  — preguntó Maigret.

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 — Siete páginas más. — Continúe traduciendo. Volveré.Cuando llegó a la puerta, se volvió. — Cuando tenga hambre o sed, telefonee a la  Brasserie Dauphine. Que le traigan lo

que quiera.

 — Muchas gracias.Desde el pasillo, vio en la sala de espera a la anciana Mme. Serre sentada en una delas sillas con el respaldo de terciopelo verde. Se mantenía recta, con las manos cruzadassobre el regazo. Cuando descubrió a Maigret, hizo un movimiento como si quisieralevantarse, pero el comisario pasó sin detenerse y se dirigió hacia la escalera.

Apenas había dado comienzo el interrogatorio y, sin embargo, se extrañaba de quela vida continuara fuera, a la luz del sol, gentes que iban y venían, taxis, autobuses conhombres que leían el periódico de la tarde en la plataforma mientras regresaban a suscasas.

 — ¡A la rué Gay-Lussac!  — ordenó al chófer — . Ya le detendré.Los grandes árboles del jardín de Luxemburgo temblaban bajo la brisa, y todas las

sillas estaban ocupadas. Había muchos vestidos claros. Algunos niños jugaban todavíaen las avenidas del parque.

 — ¿Está monsieur Orin en casa?  — preguntó Maigret a la portera. — Hace más de un mes que no ha bajado a la calle, el pobre.Maigret se había acordado de pronto de él. Era, probablemente, el abogado más

viejo de París. El comisario desconocía la edad que tenía, pero siempre le habíaconocido viejo, medio impotente, lo que no le impedía tener un rostro siempre sonrientey hablar de las mujeres con ojos vivarachos.

Vivía en compañía de una criada casi tan anciana como él, en un apartamento desolterón, lleno de libros y de grabados que coleccionaba, y la mayor parte de esosgrabados trataban de temas galantes.

Orin estaba sentado en una butaca, delante de la ventana abierta, con una mantaencima de las rodillas, a pesar del calor que hacía en ese momento.

 — ¿Bueno? ¿Qué buenos vientos te traen por aquí? Comenzaba a creer que nadie seacordaba de mí y que me creían desde hace mucho tiempo en el Père-Lachaise1 (1). ¿Dequé se trata esta vez?

No se hacía ilusiones, y Maigret se puso encarnado, pues, en efecto, raramentehabía ido a visitar desinteresadamente al viejo abogado.

 — Hace un rato me he preguntado sí, por casualidad, había conocido usted a unindividuo llamado Serre, que si no me equivoco, murió hace unos treinta y dos o treintay tres años.

 — 

¿Alain Serre? — Era abogado... — Es Alain. — ¿Qué clase de hombre era? — ¿Supongo que no tengo derecho a saber de qué se trata? — De su hijo. — No he visto nunca al muchacho. Sabía que existía, pero no le conocí. Bueno,

Maigret, lo que son las cosas, Alain y yo formábamos parte de un grupo alegre deamigos para quien la vida familiar no era el fin del fin. Se nos encontraba sobre todo enel círculo y en los pasillos y camerinos de los teatruchos, y conocíamos a todas lasbailarinas por sus nombres de pila.

1Cementerio de París. (N. del T.)  

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Añadió con una sonrisa alegre: — ¡Si le contase a usted...! — ¿No conoció a su mujer? — Sí, debí de conocerla en alguna ocasión. ¿No vivía en alguna parte de Neuilly?

Durante algunos años, Alain desapareció de la circulación. No era el primero a quien

sucedía eso. Había algunos incluso que, una vez que se casaban, nos miraban con unaire distante. No esperábamos volver a verle. Pero, mucho tiempo después... — ¿Cuánto tiempo, poco más o menos? — No lo sé. Algunos años. Espere. El círculo se había cambiado ya del faubourg

Saint-Honoré a la avenue Hoche. ¿Diez años? ¿Doce años? Sea como sea, el caso es quevolvió a unirse a la banda. Tenía un aire curioso y divertido, como sí pensara queestábamos enfadados con él por habernos abandonado.

 — ¿Y entonces? — Nada. Sólo que pareció decidido a recuperar el tiempo perdido. Espere. Estuvo

mucho tiempo con una cantante que tenía una boca grande y que se llamaba... Unsobrenombre que le habíamos puesto... Algo de tono muy picante... Bueno, no logro

acordarme. — ¿Bebía? — No más que cualquiera. Dos o tres botellas de champaña si se presentaba la

ocasión... — ¿Qué le sucedió? — Lo que termina por sucedemos a todos. Murió... — ¿Eso es todo? — La continuación, muchacho, hay que ir a preguntarla ahí arriba. Es asunto de san

Pedro y no mío. ¿Qué fechoría ha cometido su hijo? — No lo sé todavía. Ha desaparecido su mujer. — ¿Una cana al aire? — No. Todo lo contrario. — ¡Juliette! Sírvenos algo.Maigret tuvo que quedarse todavía un cuarto de hora más con el anciano, quien se

obstinó en encontrar, entre todos los grabados, un croquis de la cantante. — No juro que haya un parecido muy exacto. Era un tipo lleno de talento el que hizo

esto, una tarde que estábamos un grupo de amigos en su taller.La muchacha estaba desnuda y andaba cabeza abaja, apoyada en las manos, no

mostrando nada de su rostro porque su cabello caía colgando hasta el suelo. — Vuelva a verme, Maigret, Si hubiese tenido tiempo de compartir mi modesta

comida...

Una botella de vino estaba colocada en un rincón de la estancia, y todo elapartamento tenía un agradable olor a buena cocina.

* * *

La policía de Rouen, igual que la del Havre, no había encontrado a Alfred el Triste.Probablemente el especialista de cajas de caudales ya no estaba en esa ciudad. ¿Sehabría acercado más a París? ¿Habría leído el anuncio de Ernestine?

Maigret envió a un inspector encargado de recorrer los muelles del Sena. — ¿Dónde empiezo? — Tan lejos, río arriba, como puedas.

Había telefoneado a su mujer diciéndole que no regresaría a su casa a cenar. — ¿Crees que te veré esta noche?

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 — Probablemente, no.No lo esperaba demasiado. Él sabía también que había tomado una gran

responsabilidad acelerando las cosas y llevando a Guillaume Serre al Quai des Orfèvres

antes de poseer la menor prueba de su culpabilidad.Pero ahora era demasiado tarde. No podía volverse atrás.

Se sentía pesado, desagradable. Se sentó en la terraza de la  Brasserie Dauphine,pero, después de leer la minuta de un extremo a otro, terminó por encargar unemparedado y una caña de cerveza, pues no tenía hambre.

Volvió a subir la escalera de la Policía Judicial con pasos lentos. Acababan deencender las luces, aunque todavía no había anochecido. Cuando su cabeza llegó a niveldel primer piso, lanzó una ojeada maquinal a la sala de espera, y el primer objeto quevio fue un sombrero verde que comenzaba ya a destrozarle los nervios.

Ernestine estaba allí, sentada frente a Mme. Serre, con las manos sobre su regazocomo la anciana, con el mismo aspecto paciente y resignado. Ernestine le vio enseguida, y entonces mantuvo fijas a voluntad las niñas de sus ojos, moviendoligeramente al mismo tiempo la cabeza en un gesto negativo.

Comprendió que le pedía que no la reconociera. Inmediatamente después, Ernestinese puso a hablar con la anciana, como si hubiera establecido relaciones con ella hacía unbuen rato.

Maigret se encogió de hombros, y empujó la puerta del despacho de los inspectores.El taquígrafo trabajaba, con un cuaderno sobre las rodillas. Se oía la voz de Janvier,acompañada por sus pasos, mientras iba y venía de un lado para otro en la habitación deal lado.

 — ¿Pretende usted, monsieur Serre, que su mujer fue a buscar un taxi a la esquinadel bulevar Richard-Wallace? ¿Cuánto tiempo permaneció ausente?

Antes de tomar el relevo, subió al desván donde estaba el laboratorio de Moers,quien se hallaba ocupado en clasificar unos documentos.

 — Dime, muchacho, aparte del polvo de ladrillo, ¿no había otras huellas en elautomóvil?

 — El coche fue limpiado con cuidado. — ¿Estás seguro? — Le aseguro que por casualidad he encontrado un poco de ladrillo triturado en un

repliegue de la alfombra, en el asiento del conductor. — Supón que no hubiesen limpiado el automóvil y que el conductor descendiera a

una carretera rural. — ¿Una carretera alquitranada? — No. Supón que bajara del coche, así como la persona que estaba con él, que se

pasearan ambos por el camino y que, después, subieran al coche. — ¿Y que no hubiesen limpiado éste? — Sí. — Existirían huellas. Quizá no muchas. Pero las habría encontrado. — Eso es todo lo que yo quería saber. No te marches. — Comprendido. A propósito, he encontrado dos cabellos en la habitación de la

mujer desaparecida. Era rubia natural, pero se teñía de un rubio rojizo. Sé también quépolvos de arroz utilizaba.

El comisario volvió a bajar, entró esta vez en su despacho quitándose la chaqueta.Había fumado en la pipa durante toda la tarde. Janvier, cigarrillos, y Serre, cigarros. Elaire tenía el color azulado del humo que formaba una capa de niebla a la altura de la

lámpara. — ¿No tiene usted sed, monsieur Serre?

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 — El inspector me ha dado un vaso de agua. Janvier salía. — ¿No preferiría un poco de cerveza? ¿O de vino? Guillaume Serre parecía guardar

rencor a Maigret personalmente por aquellas pequeñas trampas que le colocaba. — Muchas gracias. — ¿Un emparedado?

 — ¿Piensa retenerme mucho tiempo? — No sé nada. Es posible. Pero eso dependerá de usted.Fue hacia la puerta y se dirigió a los inspectores. — ¿Puede traer alguno de vosotros un mapa de carreteras de los alrededores de

Fontainebleau?Actuaba con lentitud, permitiéndose todo el tiempo necesario. Todo aquello eran

simples palabras, pues, en cierto sentido, era la parte superficial del asunto. — Cuando vayas a comer, haz que suban unos emparedados y cerveza, Janvier. — Bien, jefe.Le llevaron el mapa de carreteras que previamente había pedido. — Enséñeme el lugar en el que, el domingo, detuvo usted el coche.

Guillaume Serre buscó durante un momento, tomó un lapicero que había encima dela mesa, y trazó una cruz en el cruce de la carretera con un camino rural.

 — Si hay una granja con tejado rojo a la izquierda, es este camino. — ¿Cuánto tiempo estuvieron andando? — Alrededor de un cuarto de hora. — ¿Llevaba usted los mismos zapatos que hoy? Reflexionó un momento, miró sus

zapatos, e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. — ¿Está usted seguro? — Seguro.Los zapatos tenían tacones de caucho, en los cuales estaban impresos unos círculos

concéntricos alrededor de la marca de fábrica. — ¿No cree usted, monsieur Serre, que sería más sencillo y menos cansado para

usted que aceptara los hechos y declarara la verdad? ¿En qué momento mató usted a sumujer?

 — Yo no la maté.Maigret suspiró, fue a dar nuevas instrucciones al despacho vecino. ¡Tanto peor!

Eso haría que el caso necesitara todavía unas cuantas horas más. La tez del dentistaestaba ya un poco menos fresca que aquella mañana, y alrededor de sus ojoscomenzaban a dibujarse unos círculos oscuros.

 — ¿Por qué se casó con ella? — Mi madre me lo aconsejó. — 

¿Por qué razón? — Por temor a que me quedara solo un día. Se figura que soy todavía un niño y quenecesito que alguien se ocupe de mí.

 — ¿Y para impedirle beber? Silencio. — ¿Supongo que no era cuestión de amor las relaciones entre María Van Aerts y

usted? — Los dos estábamos a punto de cumplir los cincuenta años. — ¿Cuándo comenzaron las disputas? — Nunca hubo disputas entre nosotros. — ¿En qué se entretenía por las noches, monsieur Serre? — ¿Yo? — Sí, usted. — Casi siempre leyendo en mi despacho.

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 — ¿Y su mujer? — Escribiendo, en su habitación. Solía acostarse temprano. — ¿Perdió mucho dinero su padre? — No comprendo. — ¿Ha oído usted decir que su padre llevaba lo que se llamaba en aquellos tiempos

«una vida de perdición»? — Salía mucho. — ¿Gastaba grandes sumas? — Creo que sí. — Entre su madre y él, ¿ocurrían escenas violentas? — No pertenecemos a esa clase de personas que hacen escenas violentas. — ¿Cuánto le supuso su primer matrimonio? — No hablamos el mismo lenguaje. — ¿Su primera mujer y usted estaban casados bajo el régimen de comunidad de

bienes? — Así era. — Ahora bien, ella poseía fortuna. Es lógico que usted haya heredado. — ¿Y eso no es normal? — En tanto que el cuerpo de su segunda mujer no haya sido descubierto, no podrá

heredar de ella. — ¿Y por qué razón no iban a encontrarla viva? — ¿Lo cree, monsieur Serre? — Yo no la maté. — ¿Y por qué salió usted con su automóvil el martes por la noche? — No lo utilicé. — La portera de la casa de enfrente le vio. Era alrededor de medianoche. — Se olvida usted de que hay tres garajes, los tres eran antiguas caballerizas, cuyas

puertas están unas junto a otras. Usted mismo acaba de decir que era de noche. Laportera pudo confundirse fácilmente.

 — Por su parte, no creo que el quincallero pudiera tomar a otro por usted, en plenodía, cuando fue a comprarle masilla y un segundo cristal.

 — Mi palabra vale tanto como la suya. — A condición de que no haya matado a su mujer. ¿Qué ha hecho de las maletas y

del baúl? — Es la tercera vez que me hacen esta pregunta. Y esta vez se ha olvidado de hablar

de las herramientas, para que la pregunta fuera completa. — ¿Dónde estaba usted el martes hacia la medianoche? — 

En mi cama. — ¿Tiene usted el sueño ligero, monsieur Serre? — No. Pero mi madre, sí. — ¿No oyeron nada ni uno ni otro? — Creo que ya le he contestado antes a esa pregunta. — ¿Y encontró usted en orden la casa el miércoles por la mañana? — Supongo, puesto que se ha abierto una información sobre mi mujer, que tiene

derecho a hacerme preguntas. Ha decidido conseguir mi declaración cueste lo quecueste, ¿verdad? Por agotamiento. El inspector me ha hecho ya esas preguntas. Perovuelve a comenzar lo mismo. Preveo que esto va a durar toda la noche. Para ganartiempo, le repito, de una vez para siempre, que no he asesinado a mi mujer. Le prevengo

también que no contestaré ya a las preguntas que me han sido hechas. ¿Está mi madreaquí?

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 — ¿Tiene usted razones para pensar que se encuentra aquí? — ¿Le parece anormal? — Está sentada en la sala de espera. — ¿Espera dejarla pasar ahí toda la noche? — Desde luego, no haré nada para impedírselo. Es libre. Puede hacer lo que quiera.

Esta vez Guillaume Serre le miró con odio. — No quisiera hacer su oficio. — Yo, por mi parte, no quisiera estar en su lugar. Se miraron en silencio, sin que

ninguno de los dos pareciera dispuesto a bajar los ojos. — Usted asesinó a su mujer, Serre. Como, probablemente, hizo con la primera.El dentista no se movió. No dijo nada. — Lo confesará.Una sonrisa desdeñosa pasó por los labios del dentista, que se echó hacia atrás en la

silla y cruzó las piernas.Se oía, en la habitación de al lado, al mozo de la  Brasserie Dauphine que colocaba

platos y vasos sobre las mesas. — Aceptaría tomar un bocado. — ¿Desea tal vez quitarse la chaqueta? — No.Se puso a comer lentamente su emparedado, mientras Maigret iba a llenarle un vaso

de agua a la fuente que había en la alacena del despacho.Eran las ocho de la tarde.

* * *

Si vieron oscurecer progresivamente los cristales, borrarse el paisaje para dar lugara puntos luminosos que parecían tan lejanos como estrellas.

Maigret tuvo que enviar a comprar tabaco. A las once, el dentista se fumaba suúltimo cigarrillo, y la atmósfera del despacho iba haciéndose cada vez más pesada. Elcomisario había ido dos veces a pasearse por la casa y había vuelto a ver a las dosmujeres en la sala de espera. La segunda vez, las dos sillas se habían aproximadobastante, y ambas charlaban como si se conocieran desde siempre.

 — ¿Cuándo limpió usted su coche? — Fue limpiado por última vez hará dos semanas, en un garaje de Neuilly, al mismo

tiempo que se efectuaba el vaciado de aceite. — ¿No lo limpió de nuevo después del domingo? — No. — 

Escuche, monsieur Serre, acabamos de realizar una experiencia concluyente. Unode mis inspectores, que, igual que usted, llevaba plantillas de tacón de caucho, ha ido alcruce designado por usted, en la carretera de Fontainebleau. Tal y como ha declaradohaber hecho el domingo con su madre, se ha apeado del automóvil y se ha paseado porel camino rural. Éste no está asfaltado. Ha vuelto a subir en el coche y ha regresadoaquí. Los especialistas de la sección de identificación judicial, que pasan por ser grandesexpertos en su profesión, han examinado entonces la alfombra del coche. He aquí elpolvo y la gravilla recogidos.

Depositó una bolsita sobre la mesa del despacho.Guillaume Serre no hizo ningún ademán hacia la bolsita de papel. — Deberíamos haber encontrado el mismo polvo y arena en la alfombra de su

automóvil. — ¿Y eso demuestra que he asesinado a mi mujer?

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 — Eso demuestra que se limpió el automóvil después del domingo. — ¿No ha podido entrar nadie en mi garaje? — Es improbable. — ¿No han entrado sus hombres? — ¿Qué quiere insinuar?

 — Nada, señor comisario. No acuso a nadie. Le hago observar únicamente que estaoperación ha tenido lugar sin testigos, por tanto, sin garantía legal. — ¿No desea hablar con su madre? — ¿Le gustaría saber lo que tengo que decirle? Nada, monsieur Maigret. No tengo

nada que decirle, y ella tampoco tiene nada que decirme.Se le ocurrió súbitamente una idea. — ¿Ha comido? — Lo ignoro. Le repito que es libre y que, por tanto, puede hacer lo que quiera. — No saldrá de aquí en tanto yo esté dentro. — Pues se arriesga entonces a permanecer mucho tiempo.Guillaume Serre bajó los ojos y cambió de tono. Después de un largo momento en

que pareció vacilante, murmuró, un poco avergonzado: — Supongo que sería mucho pedirle que le trajeran un emparedado... — Hace mucho tiempo que ya lo han hecho. — ¿Ha comido? — Sí. — ¿Cómo está? — Se pasa el tiempo hablando. — ¿Con quién? — Con cierta persona que se encuentra también en la sala de espera. Una antigua

mujer pública.De nuevo apareció una expresión de odio en los ojos del dentista. — Lo ha hecho expresamente, ¿verdad? — En absoluto. — Mi madre no tiene nada que decir. — Tanto mejor para usted.Pasaron cerca de un cuarto de hora en silencio. Luego, Maigret, más desagradable

que nunca, se dirigió al despacho vecino e hizo un signo a Janvier, que se había quedadoadormilado en un rincón.

 — ¿Lo mismo que antes, jefe? — Todo lo que quieras.El taquígrafo estaba extenuado. El traductor continuaba trabajando en su despacho. — 

Ve a buscar a Ernestine, de las dos, la que tiene un sombrero verde, y llévala aldespacho de Lucas.Cuando la Larguirucha entró, no tenía, en absoluto, aspecto de estar contenta. — No debiera haberme interrumpido. Va a pensar que ocurre algo.Tal vez porque la noche estaba avanzada, Maigret comenzó a tutearla con toda

naturalidad. — ¿Qué es lo que le has contado? — Que no sabía por qué me habían hecho venir, que mi marido había desaparecido

hacía dos días y que no tenía noticias suyas, que detestaba a la policía y los trucos queemplea siempre para engañar a la gente. «¡Me hacen esperar a sabiendas paraimpresionarme!», le he dicho. «Se imaginan que tienen todos los derechos y que

nosotros no poseemos ninguno.» — ¿Qué ha contestado?

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 — Me ha preguntado si ya había venido aquí antes. Le he dicho que sí, que meinterrogaron durante toda una noche, hace un año, porque mi marido había tenido unabatalla en un café y que pretendían que había dado un navajazo a alguien. Al comienzo,me miraba con aire de desagrado. Luego, poco a poco, ha comenzado a hacermepreguntas.

 — ¿Sobre qué? — Principalmente, sobre usted. He hablado todo lo mal que he podido. He tenido

mucho cuidado de añadir que conseguía siempre hacer hablar a la gente, y que estabadispuesto a emplear medios brutales si hacían falta.

 — ¿Eh? — Sé lo que hago. He citado el caso de alguien que había usted tenido

completamente desnudo en su despacho durante veinticuatro horas, en pleno invierno, yprocurando que la ventana estuviese abierta.

 — Eso no ha ocurrido nunca. — Estas cosas impresionan. Ahora está menos segura de sí misma que cuando

llegué. Se pasa todo el tiempo con la oreja tendida. «¿Les pega?», me ha preguntado. Le

he respondido que a veces sí. ¿No quiere que vuelva con ella? — Si lo deseas... — Pero quisiera que un inspector me llevara a la sala de espera y que se mostrara

rudo conmigo. — ¿Sigues sin noticias de Alfred? — Sí. ¿Y ustedes?Maigret la envió a la sala de espera como ella había pedido, y el inspector volvió

con una sonrisa divertida en los labios. — ¿Qué ha sucedido? — Casi nada. Cuando he pasado delante de la anciana, ha levantado el brazo como si

esperara que le pegara. Apenas ha salido del despacho, la Larguirucha se ha echado allorar como una descosida.

Mme. Maigret telefoneó para saber si su marido había cenado. — ¿No te espero? — Seguro que no.Le dolía la cabeza. Estaba descontento de sí mismo y de los demás. Quizá estaba

también un poco inquieto, sus nervios comenzaban a tensarse. Se preguntaba quésucedería si de pronto se recibiera una llamada telefónica de María Van Aertsanunciando que había cambiado de planes y que estaba tranquilamente instalada en unaciudad del Sur.

Se sentó, con los hombros cansados. El inspector Janvier salió del despacho.

Maigret, después de permanecer un buen rato en silencio, dijo somnoliento: — Su madre cree en este momento que le estoy torturando. — ¿Qué le han contado? — No lo sé. Probablemente son cosas de la mujer pública que está con ella en la sala

de espera. Ese tipo de personas gusta de inventar toda clase de historias para hacerse lasinteresantes.

 — ¿Puedo verla? — ¿A quién? — A mi madre.Maigret aparentó pensar lo que decía Guillaume Serre, como si pesara el pro y el

contra de aquella sugerencia. Luego bajó la cabeza. — No  — decidió finalmente — . Creo que voy a interrogarla yo mismo. Y mepregunto si no voy a mandar a buscar a la asistenta.

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 — Mi madre no sabe nada. — ¿Y usted? — Yo tampoco. — No hay, por tanto, razón alguna para que no la interrogue como lo he hecho con

usted.

 — ¿No siente usted piedad, comisario? — ¿Por quién? — Por una anciana. — Estoy casi seguro de que María hubiera querido también convertirse algún día en

una anciana.Se paseó por el despacho con las manos detrás de la espalda, pero lo que esperaba

no llegó. — ¡A ti te toca ahora, Janvier! Yo voy a dedicarme a la madre.En realidad, no sabía todavía si lo haría o no. Más tarde, Janvier debía contar que no

había visto nunca al jefe tan fatigado y tan gruñón como aquella noche.Era la una de la madrugada. Todo el mundo de la casa había perdido confianza y los

inspectores, a espaldas del comisario, se intercambiaban miradas afligidas.

VIII

  Donde se ve a la Larguirucha dejarse tirar de las narices, y donde Maigret se

decide, al fin, a cambiar de adversario.

Maigret salía del despacho de los inspectores para ir a dar una vuelta dondetrabajaba el traductor, cuando uno de los hombres del equipo de la limpieza, el que,

desde hacía una media hora, había invadido ya los locales, vino a decirle: — Hay una señora que pide hablar con usted. — ¿Quién? — Es una de las dos que están en la sala de espera. Parece que no se siente bien. Ha

entrado, pálida como alguien que está a punto de desmayarse, en el despacho que estababarriendo en ese momento, y me ha pedido que le avisara.

 — ¿La anciana?  — preguntó el comisario, frunciendo las cejas. — No, la joven.La mayoría de las puertas que daban al pasillo estaban abiertas. Dos despachos más

allá, el comisario vio que Ernestine tenía una mano sobre el pecho y dio unos cuantospasos rápidos, con aspecto sombrío y una pregunta a flor de labios.

 — Cierre la puerta  — murmuró cuando Maigret estuvo junto a ella — . ¡Uf! Es verdadque ya no podía aguantar más, pero no estoy mala. He representado esta comedia paratener una excusa y poder dejarla un momento. Lo que no impide que tampoco me sientamuy bien que digamos. ¿No tiene usted alguna bebida fuerte que tomar?

El comisario tuvo que volver a su despacho para coger la botella de coñac quesiempre tenía dispuesta en la alacena. No disponiendo de copas, le sirvió el alcohol enun vaso de agua. La mujer se lo tomó de un trago, y pareció sentir náuseas.

 — No sé cómo aguanta usted al hijo. Pero, por mi parte, con la madre yo ya nopuedo más. Al final, veía mariposas pasar delante de mis ojos.

 — ¿Ha hablado? — Es más fuerte que yo. Eso es precisamente lo que tenía que decirle. Al principio,

estaba convencida de que se tragaba todas las bolas que le contaba. Luego, no sé cómoha comenzado, se ha puesto a hacerme pequeñas preguntas que parecían insignificantes.

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Me lo han hecho muchas veces y siempre me he creído capaz de defenderme. Pero conella, he pensado por un momento que iba a atraparme entre sus redes.

 — ¿Le has dicho quién eras? — No exactamente. Esa mujer es terriblemente inteligente, monsieur Maigret.

¿Cómo ha podido darse cuenta de que me había dedicado a la vida pública? ¿Dígame?

¿Es que puede reconocérseme todavía? Porque me ha preguntado: «Está ustedacostumbrada a la vida de esta gente, ¿verdad?». Era de ustedes de quien hablaba. Alfinal, me preguntaba sobre la vida que se lleva en la cárcel, y yo le contestaba. Si mehubieran dicho, cuando me instalé frente a ella, que iba a ser yo la que mordería elanzuelo, no lo hubiese creído.

 — ¿Le has hablado de Alfred? — En cierta manera. Sin decir lo que hace exactamente. Cree que se dedica a

trabajar con cheques falsos. No es eso lo que realmente le interesa. Hace por lo menostres cuartos de hora que me interroga sobre la vida en la cárcel: a qué hora se levantauno, qué se come, cómo se comportan los vigilantes... He pensado que esto leinteresaría y he simulado una escena en la que estaba a punto de desmayarme. Me he

levantado diciendo que iba a pedir que me dieran algo de beber, que era inhumano dejara unas mujeres esperar durante toda la noche sin que... A propósito, ¿puedo tomar otrotrago?

Estaba realmente cansada. El alcohol devolvía el color a sus mejillas. — ¿Su hijo no habla? — Todavía no. ¿Ha hecho su madre alusión a él? — Está pendiente de todos los ruidos, se estremece cuando se abre una puerta. Me

ha hecho otra pregunta. Quería saber si había conocido a personas que hubieran sidoguillotinadas. Ahora ya me encuentro mejor. Vuelvo a reunirme con ella. Estoy a ladefensiva, no tema.

Aprovechó ese momento para ponerse polvos en las mejillas, y miró la botella sinatreverse a pedir un nuevo trago.

 — -¿Qué hora es? — Las tres. — No sé cómo ella puede resistirlo. No tiene aspecto de estar cansada y se mantiene

tan enhiesta como al comienzo de la noche.Maigret la dejó ir, respiró un poco de aire fresco delante de una ventana abierta que

daba al patio y tomó un trago de coñac en la misma botella. Cuando atravesó eldespacho donde trabajaba el traductor, éste le mostró un pasaje que había subrayado enuna carta.

 — Esta carta está fechada hace año y medio  — dijo.

María escribía a su amiga: «Ayer, me reí mucho. G. estaba en mi habitación, nopara lo que tú piensas, si no para hablarme de un proyecto que habíamos hecho el díaanterior de pasar unos días, dos o tres, en Niza.

»Son gente que tiene horror a los viajes. Aparte de una sola vez en su vida, no hansalido nunca de Francia. Su único viaje al extranjero data de la época en que el padrevivía todavía, y entonces fueron a Londres todos juntos. Parece que todos lo pasaronmuy mal en el transbordador, que se marearon y que tuvo que cuidarles el médico de abordo.

»Pero no se trata de eso. Cuando digo ciertas cosas que no les agradan, no mecontestan inmediatamente. Se callan, y como se dice normalmente, se oye un ángelpasar. Luego, más tarde o al día siguiente, G. viene a verme a mi dormitorio, con aire

molesto y preocupado, da vueltas alrededor de mi cama, y termina por confesarme loque le preocupa. Bueno, parece que mi idea de ir a Niza para asistir al carnaval es

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ridícula, casi indecente. No me ha ocultado que la idea ha chocado bastante a su madrey me ha pedido que renunciara a mi proyecto.

»Bueno, el caso es que el cajón de la mesilla de noche estaba precisamenteentreabierto. Ha echado una ojeada allí dentro de manera casual y se ha puestocompletamente pálido. «¿Qué es eso?», ha balbuceado, indicándome la pequeña pistola

automática con la culata de nácar que compré cuando estuve en Egipto.»¿Te acuerdas? Ya te hablé entonces. Me habían contado que una mujer sola noestaba segura en esos países. No sé por qué la metí en ese cajón. Con toda tranquilidad,le contesté:

» — Es un revólver. '» — ¿Está cargado?» — No me acuerdo.»Lo cogí y examiné el cargador. En él no había balas.» — ¿Tienes balas?  — me preguntó.» — Sí, debo de tenerlas en alguna parte.»Media hora después mi suegra llegó con cualquier pretexto, pues no entra nunca en

mi habitación sin una razón para ello. Dio vueltas durante mucho tiempo alrededor de lacama; luego, me explicó que no era conveniente para una mujer tener un arma.

» — Pero más bien es un juguete  — contesté yo — . Lo guardo como recuerdo, porquela culata es bonita y porque mis iniciales están grabadas en ella. Por otro lado, creo queno haría gran mal.

»Ha terminado por ceder. Pero no antes de que le entregara la caja de balas queestaba en el fondo del cajón.

»Lo más gracioso es que, apenas había salido mi suegra, encontré en uno de misbolsos otro paquete de balas que tenía olvidado. Naturalmente, no se lo he dichodespués...»

Maigret, que sostenía la botella de coñac en la mano, sirvió una copa al traductor,luego fue a dar un trago también al taquígrafo y al inspector, que, para luchar contra elsueño, se dedicaba a dibujar monigotes en su carpeta.

Cuando volvió a su despacho, del que Janvier salió automáticamente, comenzó unnuevo round.

* * *

 — He estado pensando un momento, Serre. Comienzo a creer que no ha mentidotanto como yo creía.

Había dejado de pronunciar el «monsieur» como sí, después de tantas horas de estar

uno frente a otro, se hubiese establecido cierta familiaridad entre ambos. Pero el dentistase limitó a mirarle con desconfianza. — María no tenía más motivos para desaparecer que su primera mujer. No tenía

usted ningún interés en su desaparición. Había dispuesto su equipaje y anunciado susalida para Holanda. Se preparaba realmente para tomar el tren nocturno. No sé si elladebía morir en su casa o solamente una vez que estuviese fuera. ¿Qué piensa usted deesto?

Guillaume Serre no contestó, pero la expresión de su mirada manifestaba másinterés.

 — Si lo prefiere, debía morir de muerte natural, quiero decir, que debía morir de unamuerte que «pudiera pasar» como natural.

»No es eso lo que sucedió, pues, en ese caso, usted no hubiese tenido ninguna razónpara hacer desaparecer ni su cadáver ni su equipaje. Hay otro detalle que no cuadra

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tampoco en el conjunto. Se habían despedido. Ella no tenía, por tanto, que regresar a sudespacho. No obstante, el cadáver se encontraba allí en un momento determinado de lanoche. No le pido que me conteste, sino que siga mi razonamiento. Acabo de enterarmeahora mismo que su mujer poseía una pistola automática. Estoy dispuesto a creer queusted disparó en defensa propia. Tras de lo cual, se sintió invadido por el pánico. Dejó

el cadáver donde estaba el tiempo necesario para ir a buscar su coche al garaje. En esosmomentos, alrededor de la medianoche, fue cuando la portera le vio.»Lo que intento saber, es la razón que ha cambiado sus planes y los de su mujer.

¿Estaba usted en su despacho, verdad? — No me acuerdo. — Eso es lo que usted ha declarado. — Es posible. — Estoy convencido de que su madre, por el contrario, no estaba en su habitación,

sino que se encontraba con usted. — Estaba en su dormitorio. — ¿Se acuerda usted de eso? — Sí. — Entonces, ¿se acuerda también que estaba en su despacho? Su mujer no se había

marchado a buscar un taxi. Si hubiese llevado un taxi a su casa aquella noche,habríamos encontrado al chófer que la llevó. Dicho de otra forma, fue antes deabandonar la casa cuando cambió de idea y se dirigió a su despacho. ¿Por qué?

 — Lo ignoro. — ¿Reconoce que fue a verle? — No. — Se equivoca, Serre. Hay poquísimos casos, en los anales del crimen, de cadáveres

que no hayan sido encontrados, tarde o temprano. Encontraremos el suyo. Y estoyconvencido, desde ahora, que la autopsia revelará que ha sido asesinada por una o variasbalas. Lo que me pregunto, porque no lo sé realmente, es si se trata de una baladisparada por su revólver o por el de su mujer. Según el revólver disparado, su caso serámás o menos grave. Si se trata de una bala disparada por el revólver de su mujer, sellegará a la conclusión de que, por una u otra razón, María tuvo la idea de ir a reclamarlecuentas y amenazarle. ¿Cuestión de dinero, Serre?

Éste se encogió de hombros. — Usted se precipitó sobre ella, la desarmó y apretó el gatillo sin quererlo. Otra

hipótesis es que hubiese amenazado a su madre, y no a usted. Una mujer siente odio porotra mujer con más facilidad que por un hombre. La última hipótesis, finalmente, es queel revólver de usted se encontraba, no en su dormitorio, Serre, donde usted lo dejó un

poco después, sino en el cajón de la mesa de su despacho. María entra. Está armada. Leamenaza. Usted entreabre el cajón y dispara primero. En un caso como en el otro, sucabeza no está en juego. La premeditación no existe, pues es corriente guardar unrevolver en el cajón de una mesa de despacho. Incluso puede reclamar legítima defensa.

»Lo que queda por explicar es por qué su mujer, a punto de regresar a su país, conlas maletas hechas, se precipitó en su despacho con un arma en la mano.

Se echó hacia atrás en su butaca y llenó lentamente una pipa, sin apartar la miradade los ojos de su interlocutor.

 — ¿Qué piensa usted de esto? — Que puede durar mucho tiempo  — dijo Guillaume Serre, mostrando una especie

de desagrado. — ¿Continúa usted decidido a mantenerse callado? — Contesto con toda docilidad a sus preguntas.

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 — No me ha dicho todavía por qué razón disparó. — No disparé. — Entonces, ¿fue su madre quien lo hizo? — -Mi madre tampoco disparó. Se encontraba en su dormitorio. — ¿Mientras usted discutía con su mujer?

 — No hubo ninguna discusión. — Es una lástima. — Lo siento. — Ya ve usted, Serre, que he buscado todas las razones que María podía tener para

reclamarle cuentas y para amenazarle. — No me amenazó. — No lo diga demasiado categóricamente, pues lamentará después esta declaración.

Será usted quien me suplique a mí o a los jurados que creamos que su vida o la de sumadre estaba en peligro.

Serre sonrió con ironía. Estaba cansado, un poco asentado sobre sí mismo, con elcuello metido entre los hombros, pero no había perdido la sangre fría. Su barba había

crecido, azuleando sus mejillas. El cielo, más allá de las ventanas, no estaba ya tanoscuro y el aire había refrescado en aquella habitación.

Fue Maigret el primero que tuvo frío, y fue a cerrar la ventana. — No tenía usted ningún interés en ponerse un cadáver bajo el brazo. Quiero decir

«un cadáver que no se pueda mostrar». ¿Me comprende? — No. — Cuando su primera mujer murió, aquello sucedió de tal manera que pudieron

llamar al doctor Dutilleux para que redactara el certificado de defunción. Así es comodebía morir, de una muerte aparentemente natural. Ella también estaba enferma delcorazón. Lo que había dado resultado con una debía asimismo dar resultado con la otra.Pero, en este caso, algo salió mal. ¿Ve usted ahora dónde quiero ir a parar?

 — Yo no la asesiné. — ¿Y no hizo desaparecer usted su cadáver, el equipaje y las herramientas del

ladrón? — No hubo ningún ladrón. — Probablemente le pondré en su presencia dentro de unas horas. — ¿Le ha encontrado?A pesar de su sangre fría, había un poco de inquietud en su voz. — Hemos conseguido en su despacho las huellas digitales del ladrón. Usted tuvo

mucho cuidado de limpiar los muebles, pero siempre hay una superficie cualquiera quese olvida. Se trata de un reincidente de la justicia, un especialista muy conocido en esta

casa, Alfred Jussiaume, célebre con el sobrenombre de Alfred el Triste. Puso alcorriente a su mujer de lo que había visto. Ésta se encuentra ahora en compañía de sumadre en la sala de espera. En cuanto a Jussiaume, está en Rouen y no tiene ningunarazón para ocultarse.

»Tenemos, además, a la portera que le vio salir con su coche del garaje. Tenemostambién al quincallero que le vendió un segundo cristal el miércoles a las ocho de lamañana.

»La sección de identificación judicial demostrará que limpiaron su coche despuésde esa fecha.

»¿No cree que todo esto constituye un buen número de buenas presunciones?Cuando hayamos encontrado el cadáver y las maletas, mi tarea habrá terminado. Tal vez

entonces se decida usted a explicar por qué razón, en lugar de un cadáver legítimo, por

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llamarlo así, se encontró usted, entre los brazos, con un cadáver que necesitaba hacerdesaparecer con urgencia.

»Hay algo que resulta oscuro. Alguna dificultad, probablemente. ¿Cuál, Serre?El hombre sacó un pañuelo de su bolsillo y se secó los labios y la frente, pero no

abrió la boca para contestar.

 — Son las tres y media. Comienzo a cansarme de esperar a que sea usted razonable.¿Continúa usted decidido a no colaborar conmigo y seguir callado? — No tengo nada que decir. — Muy bien  — dijo Maigret levantándose — . No me hace ninguna gracia atormentar

a una anciana, pero tendré que hacerlo. Me veo obligado a interrogar a su madre.Esperaba que el otro protestara, o, al menos, que expresara cualquier emoción. El

dentista, sin embargo, no hizo ningún movimiento, continuó tan impasible como antes,y hasta Maigret pensó que experimentaba cierto alivio, cierto descanso, que sus nerviosse relajaban, descansados.

 — Continúa tú, Janvier. Voy a ocuparme de la madre.Maigret tenía realmente la intención de hacerlo. No pudo realizarlo en seguida, pues

Vacher acababa de llegar, muy excitado, con un paquete en la mano. —  ¡Lo he encontrado, jefe! Me ha costado mucho, pero creo que aquí lo tenemos.Deshizo el paquete envuelto por un viejo periódico y descubrió unos trozos de

ladrillos y polvo rojizo. — ¿Dónde? — En el quai de Billancourt, frente a la isla Seguin. Si hubiera comenzado por la

parte baja del río en lugar de la parte alta, hace horas que estaría aquí. He recorridotodos los muelles de desembarco. Sólo en Billancourt es donde una chalana hadescargado ladrillos recientemente.

 — ¿Cuándo? — El lunes pasado. Volvió a partir el martes al mediodía. Los ladrillos continúan

todavía allí y algunos muchachos han debido de jugar en los alrededores y romperalgunos de ellos. Polvo rojizo cubre una buena parte del muelle. ¿Se lo llevo a Moers?

 — Yo mismo se lo llevaré.Al pasar por la sala de espera, miró a las dos mujeres, que se callaron. Se hubiera

dicho, por su actitud, que sus relaciones se habían enfriado.Maigret penetró en el laboratorio, donde Moers acababa de preparar café, lo que le

valió tomar una taza. — ¿Tienes las muestras del ladrillo? ¿Quieres compararlas?El color era el mismo, el grano parecía el mismo. Moers se sirvió de lentes de

aumento y de un proyector eléctrico. — 

¿Se ajustan? — Es probable. En todo caso, lo que se puede asegurar es que provienen de lamisma región. Tengo para media hora o una hora antes de que termine el análisis.

Era demasiado tarde para efectuar búsquedas en el Sena. Hasta que amaneciera, labrigada fluvial no podría utilizar el buzo.

Entonces, si se encontraba el cadáver de María, o solamente las maletas y el baúl yla caja de herramientas, el círculo estaría cerrado.

 — ¡ Alló! ¿La Fluvial? Aquí, Maigret.Continuaba con el mismo aspecto de mal humor. — Quisiera que, cuanto antes, se hicieran inmersiones en el Sena, en el quai de

Billancourt, en el lugar donde recientemente se han descargado ladrillos.

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 — De aquí a una hora, que habrá amanecido. ¿Qué era lo que le impedía esperar?Ningún jurado pediría más para condenar a Guillaume Serre, aunque éste continuasenegando.

Sin preocuparse del taquígrafo que le miraba, Maigret tomó un gran trago de coñacen la misma botella, se enjuagó la boca, se dirigió al pasillo y abrió la puerta de la sala

de espera.Ernestine creyó que iba en su busca y se levantó de un salto.Mme. Serre, por su parte, no se movió.Fue a ésta a quien se dirigió. — ¿Quiere venir un momento?Podía elegir entre todos los despachos vacíos. Empujó una puerta al azar y cerró la

ventana. — Siéntese, se lo ruego.Maigret se puso a dar vueltas alrededor de la habitación, echando de vez en cuando

una mirada desagradable a la anciana. — No me gusta mucho anunciar las malas noticias  — terminó por gruñir — . Y tanto

más a una persona de su edad. ¿No ha estado usted nunca enferma, madame Serre? — Aparte de los mareos cuando atravesamos el canal de la Mancha, nunca he tenido

necesidad de los servicios de un médico. — ¿Y naturalmente no padece usted del corazón? — No. — Su hijo, sí, ¿verdad? — Siempre ha tenido el corazón demasiado voluminoso. — ¡Ha matado a su mujer!  — pronunció a boca de jarro levantando la cabeza y

mirándola de frente. — ¿Ha confesado?Le repugnó emplear el viejo truco de la falsa confesión que tan a menudo solía

utilizar la policía. — Todavía continúa negándolo, pero eso no servirá de nada. Poseemos pruebas. — ¿De que ha asesinado? — De que disparó contra María en su despacho. No se había movido. Los rasgos de

su rostro estaban un poco fijos. Se sentía que su respiración estaba como en suspenso.Pero no daba otras señales de emoción.

 — ¿Qué pruebas tienen? — Hemos encontrado el lugar donde fue arrojado al Sena el cadáver de su mujer, así 

como su equipaje y las herramientas del ladrón. — ¡Ahí 

No dijo nada más. Esperaba, con las manos apretadas contra su vestido oscuro. — Su hijo se niega a reclamar legítima defensa. Es una equivocación, pues estoyconvencido de que, cuando María penetró en su despacho, estaba armada y llevabamalas intenciones contra él.

 — ¿Por qué? — Eso es lo que le pregunto. — Yo no sé nada. — ¿Dónde estaba pues? — Ya se lo he dicho, en mi habitación. — ¿No oyó usted nada? — Nada. Solamente la puerta que volvía a cerrarse. Luego, el ruido de un motor, en

la calle. — ¿El taxi?

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 — Supongo que era un taxi, puesto que mi nuera había hablado de ir a buscar uno. — ¿No está segura? ¿No podría muy bien ser un automóvil particular? — No lo vi. — ¿Podría haber sido también el coche de su hijo? — Pero Guillaume me dijo que no había salido.

 — ¿Se da usted cuenta de la diferencia que existe entre sus respuestas de hoy y lasdeclaraciones que me hizo cuando vino por su propia voluntad, espontáneamente, averme?

 — No. — Estaba usted segura entonces de que su nuera había abandonado la casa en taxi. — Continúo creyéndolo. — Pero ya no está segura. ¿Tampoco está segura de que no existió ningún intento de

robo aquella noche? — No he visto ninguna huella de él. — ¿A qué hora bajó usted de su habitación el miércoles por la mañana? — Hacía las seis y media — ¿Entró usted en el despacho? — No inmediatamente. Antes preparé el café. — ¿No fue usted a abrir las ventanas? — Sí, creo que sí. — ¿Antes de que bajara su hijo? — Es posible. — ¿No lo afirma? — Póngase en mi lugar, monsieur Maigret. Desde hace dos días, ya no sé cómo

vivo. Me hacen toda clase de preguntas. ¿Cuántas horas hace que estoy en la antesala,esperando? Estoy cansada. Hago todo lo posible por mantenerme tranquila y no dejarmeagotar por la impaciencia.

 — ¿Por qué ha venido esta noche? — ¿No es natural que una madre siga a su hijo en semejantes circunstancias?

Siempre he vivido con él. Puede necesitarme. — ¿Le seguiría hasta la cárcel? — No comprendo. Supongo que no... — Haré la pregunta de otra manera: si inculpara a su hijo, ¿tomaría sobre sus

espaldas una parte de la responsabilidad de su acto? — ¡Pero si no ha hecho nada! — ¿Está usted segura? — ¿Por qué iba a matar a su mujer? — 

Trata por todos los medios de no contestar directamente. ¿Está usted segura deque no la asesinó? — Naturalmente que sí. — ¿Existe una posibilidad de que lo haya hecho? — No tenía ninguna razón para ello. — ¡Lo hizo!  — exclamó el comisario con crudeza, mirándola a la cara. — ¡Ah!Luego abrió el bolso para sacar el pañuelo. Sus ojos estaban secos. No lloraba. Se

contentó con pasar el pañuelo por sus labios. — ¿Podría beber un vaso de agua?Tuvo que buscar un momento, pues el despacho no le era tan familiar como el suyo. — En cuanto el procurador llegue al Palacio de Justicia, su hijo será inculpado.Puedo decirle ya que no tiene ninguna oportunidad de librarse de ello.

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 — Insinúa usted que él... — Pagará con la cabeza.La anciana no se desvaneció, permaneció rígida en su silla, con la mirada fija. — Su primera mujer será exhumada. Debe saber, sin duda, que es posible encontrar

la huella de ciertos venenos en un esqueleto.

 — ¿Por qué razón iba a asesinar a las dos? No es posible. No es verdad, señorcomisario. No sé por qué me habla usted así, pero me niego a creerle. Déjeme hablarcon él. Permítame tener una conversación a solas con él y terminare por descubrir laverdad.

 — ¿Pasó usted toda la tarde y la noche del martes en su habitación? — Sí. — ¿No bajó usted en ningún momento? ' — No. ¿Por qué razón iba a bajar, ya que esa mujer se marchaba, por fin?Maigret fue a pegar un buen rato la cabeza contra el cristal de la ventana; luego se

dirigió al despacho vecino, cogió la botella de coñac y se bebió el equivalente de tres ocuatro copas.

Cuando volvió, tenía la pesada forma de andar de Guillaume Serre y su mismamirada obstinada.

IX

 Donde Maigret no se siente orgulloso de su trabajo, pero donde también tiene la

satisfacción de salvar la vida de alguien.

Estaba sentado en una butaca que no era la suya, con los dos codos puestos encima

de la mesa, su pipa más gruesa en la boca, los ojos fijos en la anciana a quien habíacomparado con una Madre superiora. — Su hijo, madame Serre, no ha asesinado ni a su primera mujer, ni a su segunda  — 

dijo, pronunciando lentamente cada sílaba.La anciana frunció el ceño, sorprendida, pero no hubo ninguna alegría en su mirada. — Tampoco asesinó a su padre  — añadió el comisario. — ¿Qué...? — ¡Cállese...! Vamos a liquidar este asunto de la forma más limpia posible. No nos

ocupemos de las pruebas por el momento. Eso vendrá en el momento oportuno. Noinsistiremos tampoco sobre el caso de su marido. De lo que estoy casi seguro es de quesu primera nuera fue envenenada. Voy más lejos todavía. Estoy convencido de que no

se trata ni de arsénico ni de ninguno de los venenos violentos que se empleannormalmente.»Quiero decirle de pasada, madame Serre, que los envenenamientos son, nueve

casos de cada diez, obra de mujeres.»Su segunda nuera, como la primera, sufría una enfermedad del corazón. Y lo

mismo ocurría con su marido.»Ciertas drogas, que las personas que gozan de buena salud soportan sin

demasiados inconvenientes, pueden llegar a ser mortales aplicadas a cardíacos. Mepregunto si María no nos ha dado la clave del enigma en una de las cartas dirigidas a suamiga. Habla en ella de un viaje que efectuaron ustedes hace tiempo a Inglaterra, ysubraya que todos sufrieron mareos, hasta tal punto que el médico de a bordo debió

cuidarles. Y, ¿qué se da a los pacientes en semejantes casos? — Lo ignoro.

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 — No estoy tan seguro de que lo ignore. Se acostumbra a dar atropina bajo una uotra forma. Ahora bien, una dosis un poco fuerte de atropina puede ser fatal para uncardíaco.

 — De manera que mi marido... — Volveremos a hablar de ese punto, aunque sea imposible establecer pruebas. Su

marido, durante los últimos tiempos, llevó una vida desordenada y disipaba su fortuna.Siempre tuvo usted miedo a la miseria, madame Serre. — No por mí. Por mi hijo. Lo que no significa que yo fuera capaz de... — Más tarde, su hijo se casó. Otra mujer vivió en su casa, una mujer que, de pronto,

llevaba su nombre y tenía los mismos derechos que usted.La anciana apretó fuertemente los labios. — Esa mujer, que también padecía una enfermedad cardiaca, era rica, más rica que

su hijo, más rica que todos los Serre juntos. — ¿Pretende usted afirmar que la envenené después de envenenar a mi marido? — Sí.La anciana dejó escapar una risita forzada. — ¿Y, por supuesto, también envenené a mi segunda nuera? — Ésta se marchaba, desanimada, después de haberse esforzado en vano por vivir en

una casa en la que nunca había dejado de ser una persona extraña. Es más que probableque se llevara consigo su dinero. Casualmente, ella también estaba enferma del corazón.Bueno, le diré una cosa. Desde el principio, me pregunto por qué razón desapareció sucuerpo. Si hubiese sido sólo envenenada, hubiera bastado con llamar a un médico que,dado el estado de salud de María, hubiera creído que se debía a una crisis cardiaca. Talvez incluso esta crisis debía de producirse más tarde, en el taxi, en la estación o en eltren.

 — Parece usted muy seguro de sí mismo, monsieur Maigret. — Sé que se produjo un acontecimiento que obligó a su hijo a disparar contra su

mujer. Suponga que María, en el momento de ir a buscar un taxi, o, lo que es másprobable, en el momento de telefonear para llamar a uno, sintiera ciertos síntomas. Lesconocía a los dos, pues no en vano había vivido dos años y medio con ustedes. Ella erauna mujer que había leído mucho, las obras más disparatadas y más heterogéneas, y nome sorprendería nada que hubiese adquirido ciertos conocimientos médicos. Sabiéndoseenvenenada, entró en el despacho de su marido, donde usted se encontraba también.

 — ¿Por qué asegura que yo me encontraba allí? — Porque fatalmente fue a usted a quien ella se dirigió amenazadora. Si se hubiera

encontrado en ese momento en su dormitorio, ella habría subido. Ignoro si la amenazócon su revólver o simplemente tendió la mano hacia el teléfono para avisar a la policía...

No les quedaba más que una salida: matarla. — Y, según usted, fui yo quien... — No. Ya le he dicho antes que lo más verosímil es que su hijo fuera el que

disparara, o, si lo prefiere, el que efectuó la tarea.El alba mezclaba una luminosidad sucia con la luz de las bombillas. Debido a esto,

los rasgos de los rostros estaban como cincelados. Se oyó el sonido del teléfono. — ¿Es usted, jefe? He terminado el análisis. Existen todas las posibilidades de que

el polvo de ladrillo recogido en el automóvil provenga del muelle de Billancourt. — Puedes irte a dormir, muchacho. El asunto ha terminado para ti.Se levantó una vez más y giró en redondo. — Su hijo, madame Serre, está decidido a cargar con todo a sus espaldas. No veo

ningún medio de impedírselo. Sí ha sido capaz de callarse durante tantas horas serácapaz de callarse hasta el final. A menos que...

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 — ¿A menos que...? — No lo sé. Pensaba en voz alta. Hace dos años, tuve en mi despacho a un hombre

tan fuerte como él, y, cuando llevábamos quince horas de interrogatorio, no habíamovido los labios.

Abrió la ventana con un ademán brusco, con una especie de furor.

 — Se necesitaron veintisiete horas y media para acabar con su serenidad. — ¿Habló? — Lo contó todo, de un tirón, casi sin respirar, como si aquella confesión le aliviara. — Yo no envenené a nadie. — Bueno, no le pido a usted que me conteste. — ¿Se lo pide a mi hijo? — Sí. Estoy convencido de que usted actuó sólo por él, a medias por temor a verle

sin recursos y a medias por celos.Maigret tuvo que hacer un esfuerzo para no levantar la mano, a pesar de la edad de

la anciana, pues una sonrisa involuntaria acababa de dibujarse en los delgados labios dela anciana.

 — ¡Pero eso es falso!  — exclamó el comisario. Entonces, acercándose a ella, con losojos puestos en los de la mujer, su respiración sobre el rostro de la anciana, gritó:

 — ¡No es por él por quien siente miedo a la miseria, sino por usted! ¡No fue por élpor quien asesinó, y si está esta noche aquí, es porque tenía miedo de que su hijohablase!

La anciana intentaba echarse para atrás, caída sobre la silla, pues el rostro deMaigret avanzaba hacia el suyo, duro, amenazador.

 — Poco le importa que vaya a la cárcel, o que sea ejecutado, si está segura de quequedará fuera de todo eso. Está convencida de que todavía tiene por delante algunosaños de vida, en su casa, contando el dinero que le quedará...

La mujer tenía miedo. Su boca se abría como si estuviera a punto de pedir ayuda.De pronto, Maigret, con un gesto imprevisto, brutal, arrebató de aquellas viejas manosel bolso, al que ella se agarraba con todas sus fuerzas.

Un silencio de iglesia o de caverna les rodeó. Maigret dejó que su cuerpo serelajara, se sentó, y apretó un timbre eléctrico.

Cuando se abrió la puerta, pronunció, sin mirar al inspector que se presentó ante él: — Di a Janvier que le deje tranquilo.Y como el policía permaneciese allí, desconcertado, sin moverse, añadió: — Se acabó. Ella confiesa. — No he confesado nada.Esperó a que la puerta se hubiera cerrado de nuevo. — 

Es lo mismo. Hubiera podido llevar la experiencia hasta el final, concederle laentrevista con su hijo que me pedía. ¿No cree que ya está bien de cadáveres para unasola anciana?

 — Quiere usted decir que yo habría... Maigret jugaba con los comprimidos. — Usted le hubiera dado su medicamento, o, para ser más exactos, lo que él habría

tomado por su medicamento, y no se hubiera arriesgado ya, en ningún caso, a hablar.Algunos rayos de sol comenzaban a brillar en las aristas de los tejados. El teléfono

volvió a. sonar una vez más. — ¿Comisario Maigret? Aquí la Brigada Fluvial. Estamos en Billancourt. El buzo

acaba de hacer una primera inmersión y ha descubierto un baúl bastante pesado. — ¡El resto también aparecerá!  — dijo sin curiosidad.

Un Janvier agotado y sorprendido apareció en el dintel de la puerta. — Me dicen...

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 — Llévala abajo. Y al hombre igualmente, por complicidad. Veré al procurador encuanto llegue.

Ya no se ocupó de ellos, ni de la madre, ni del hijo. — Puede irse a dormir  — dijo al traductor. — ¿Se acabó?

 — Por hoy.El dentista no estaba ya allí cuando penetró en el despacho, pero había colillas decigarros en el cenicero. Se sentó en la butaca e iba a quedarse adormecido cuando seacordó de la Larguirucha.

La encontró en la sala de espera, donde se había quedado dormida; la sacudió porun hombro y, con un gesto instintivo, la mujer se colocó el sombrero verde.

 — Ya está. Puedes irte. — ¿Ha confesado? — Es ella. — ¿Cómo? ¿Es la vieja quien...? — ¡Después!  — murmuró.

Luego, volviéndose, pues sintió ciertos escrúpulos: — ¡Y gracias! Cuando vuelva Alfred, aconséjale...¿Para qué? Nada curaría a Alfred el Triste de su manía de robar las cajas de

caudales que había instalado en otro tiempo, ni de creer, cada vez que planeaba unasunto, que era el último y que esa vez iba realmente a vivir en el campo.

Debido a su edad, la anciana Mme. Serre no fue ejecutada, y abandonó el tribunalcon la expresión satisfecha de alguien que, por fin, va a poner orden en la cárcel demujeres.

Cuando su hijo salió de Fresnes, después de pasar allí dos años, se dirigiódirectamente hacia la casa de la rue de la Ferme y, aquella misma tarde, dio la vueltecitapor el barrio a que se había acostumbrado en la época en que tenía un perro que pasear.

Continuó yendo a beber vino tinto a la taberna y, antes de entrar en ella, no dejabade mirar anhelantemente a ambos lados de la calle.