Fernando Corona - Los trenos de la iglesia de piedra

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poesía Los trenos de la iglesia de piedra Fernando Corona

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Poesía. Colección Desde la Otra Orilla. México

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Fernando Corona

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Los trenos de la iglesia de piedra

Fernando Corona

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© Fernando Corona 1a edición. 2004. Impresa. Ediciones del Lirio Tintanueva Ediciones 2a edición. 2009. Internet.

Ilustración de la portada: Carmina Hernández

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No quiero decir que tú puedas soportar la voz de Dios.

RaineR MaRia Rilke, ElEgías dE duino

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I

Ah, si las piedras no callaran, si los árboles erguidos en las sombras tuvieran que contar lo que se mira entre las grietas tormentosas del silencio.

La soledad de las iglesias es terrible. Los muros arañados por el tiempo derraman como escombro cada lágrima y ven pasar las sombras de la gente que hace las señales y se inclina.

Afuera de los templos hay siempre un camposanto. Ahí se bate el bardo en el olvido. Caído bajo el peso de su sombra el cuerpo de exiliados paraísos descansa derrotado sobre el pasto. Un hombre está caído en el jardín de todo templo.

A mitad de los arbustos yace una banca ciega —de piedra son las bancas y de piedra los recuerdos— y, delante de la banca, una fuente siempre altiva. Un hombre está caído y en los huertos enmudece. Los hombres van al templo a contemplarse, piensan que Alguien los escucha y creen que está en Su Trono con un báculo en la mano.

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El humano está en el suelo y acumula con cansancio el polvo entre sus uñas.

Ay, si los ángeles lloraran, si las piedras derramaran la sangre que atesoran cuando esconden la de un hombre que llora

[arrepentido.Dios no mira con tristeza: sus ojos no están hechos para el polvo. Oculto en los arbustos he mirado cómo llora y se lastima cada vez que las campanas penetran sus tímidos oídos. He escuchado sus lamentos cuando el frío de la aurora se hunde en su garganta.Ah, si la fuente no llorara, si en las noches su estanque taciturno no cargara vasos rotos ni polvo ni hojas secas. Cada vez que zarpan hojas, cada que un ángel se derrama en los rosales, cada vez que muere un hombre en los rincones un miedo me detiene y arrumba entre las zarzas.

Ah, si el lánguido se alzara de su tumba, si ya no derramara su canto arrepentido… Las hojas se desploman de súbito y él canta. ¡Escucha cómo el viento de otoño lo acompaña! Afuera de los templos está el trono, un trozo de arrabal para el vencido, caminos de piedra que a ninguna parte llegan,

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árboles crecidos a la orilla del silencio, estatuas de piedra que no mueren, la fuente con su charco de sangre milenaria, hojas muertas, rosales y murallas: la casa oscura del dios fuera del templo.

Ah, si más ya no mirara, si no estuviera aquí todas las noches mirando el batirse del hombre con su sombra y el entrar interminable de personas en el templo que lo dejan morir de soledad y no lo saben.

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II

La casa del Señor está vacía. Los jardines oscuros de la iglesia se cubren con las ramas de luz de los faroles. La tumba de un cantor, la solariega extensión de pasto y árboles oscuros tiembla con él entre las sombras.

Los hombres dirigen sus pasos a la iglesia, para ellos brilla un signo de cruz y de suplicio, pero afuera, en la casa perpetua del Eterno, la morada en que los hombres olvidan al dios vivo, la noche cubre al hombre y lo sepulta; y en prados de trémulos rosales la tumba anexa a los muros de la iglesia repleta está de túmulos de piedra y ramas silenciosas sobre el polvo.

Unos quieren observar, en el suplicio, la sangre fija del dios crucificado; otros miran el altar y más imágenes: la virgen, los santos, los cautivos del hombre en esa casa. Algunos con música solemne se recrean y se escurre a lo largo de sus rostros un olor a bendición insatisfecha al tiempo que el lugar se inflama lento

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del perfume perenne de la piedra. Siempre habrá momentos en que el hombre dará ofrendas al dios que no lo escucha.

«Y afuera el luto fluye sin ruido y un remanso de muerte solitaria tiene a un alma agonizando. Ah, los malaventurados que mantienen distraídas conversa-ciones con un hombre que les dicta sentencias y man-datos como un dios sobre su trono. Los hombres le acompañan, le miran, le obedecen; quedan juntos de-jando al hermano olvidado entre sus sombras».

La casa del Señor está vacía. ¿La muerte nos libera de la angustia? ¿Quién dice que al hombre lo libera de aflicciones?

«Hay un tercer camino en este mundo, después de la piedad y el ateísmo: el de aquéllos que viven azo-tando a su dios con una soga esperando acceder a las tinieblas».

Ah, los surcos misteriosos de la noche que escupen soledad en el silencio. El hombre no ha muerto todavía, aún sus brazos alcanzan a arrastrarse en la tierra ignorada de su prado. Hay golpes que suenan en el polvo: es el puño de un dios que se lamenta,

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es la gota de un ojo que se inflama y la letra de sangre que mana sin descanso.

De pronto el jardín ya no se mueve y las caras de las rosas se derrumban. La voz del sacerdote no se frena, escurre y alcanza a tocar las enramadas, las hojas, los follajes y el rostro enjuto de un varón que se desploma sobre el pasto.

La casa del Señor está vacía. Ya van saliendo los hombres de la iglesia y comienzan a poblar por un instante el oscuro remanso de una voz que estira el canto.

Nadie observa entonces la agonía y un dolor queda solo en esa tumba con un gesto de piedra y una lágrima que vuelve a perderse en el polvo.

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III

Los pasos aún suenan en la sombra sumidos, como están, en el vacío y ahogados en el más hondo abandono.

El cuerpo de los hombres va sin pausa por la ruta hacia la muerte irresistible.

Los pies aún repican en la sombra, los brazos tullidos de una voz agitan ramas. Estoy quedándome dormido en esta banca; el sueño y la vigilia en que me pierdo me llevan a escribir con esta furia:

«¿Quiénes son las ovejas para hacer al pastor una morada? Rondan inseguras por los prados del mun-do y llegan agobiadas a una casa en donde nadie les aguarda, tan sólo la esperanza de encontrar una voz con su consuelo».

El templo va a llenarse en un instante, afuera un grupo de mendigos se recuesta. La tarde se ha marchado ya hace un rato, la noche cae en negras espirales, la luna es una mancha con dos puntas en medio del cristal ennegrecido; repican los arbustos, canta el viento.

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Los niños miserables ven pasar a las personas que apuran sus pisadas hacia el templo. Están más cerca del Señor esas sonrisas tiradas en el pasto del cercado que los hombres reunidos en la iglesia.

Un paso nervioso, un paso enérgico; luego arrastra sus pies y se dirige al lugar donde los otros no lo intuyen. Observa primero hacia el oriente; gira el cuello y las sombras de occidente encubren los portones de los muertos; vuelve el rostro y dirige la mirada al joven esplendor del mediodía.

Él ha nacido nuevamente y los hombres no saben qué sucede. Mil veces han perdido sus pasos y ya nunca quizás han de encontrarlos. El cuerpo dormirá cuando despierte el alma y eso ha de ocurrir cuando nosotros miremos esa luz resplandeciente y seamos arrojados por la puerta donde surge el segundo nacimiento.

Los pasos del Señor han de seguirse mirando la luz que está de frente, volteando hacia las sombras por la espalda y observando el resplandor del mediodía.

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Ahí ocuparemos el lugar donde comienza el trabajo en la obra que es del alma mientras el cuerpo duerme y se pierde en su sueño.

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IV

Las puertas se han abierto para el hombre en esta iglesia muerta con sus piedras. Del templo salen sombras y murmullos, afuera llueven hojas y silencio: la casa de quietud se desmorona.

Por la tarde los árboles se expresan. Lanzan de súbito un sonido muerto, un eco sólo audible en estas brumas repletas del color del camposanto.

Este reino jamás tendrá un ocaso. Piedras fijas en una sola fila conducen a la torre que se muere: la columna de roca solitaria en medio de los árboles que tiemblan. Todo camino llega a la columna, todos llevan a la piedra cuadrada que sufre de quietud en este prado.

Los hombres todos van al oratorio y el altar solitario es ignorado. La piedra se levanta de la tierra sobre tres escaleras bien labradas. Tres años han tardado los obreros para alzar esa torre en la penumbra.

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Los obreros han muerto y se han llevado los cinceles, martillos y el esfuerzo. La piedra se ha quedado bien erguida, bien labrada en el centro del olvido.

Los hombres todos van al oratorio, la piedra es ignorada entre las sombras. Una música de ángeles con arpa, un batir de alas bellas y radiantes, una marcha de rey sobre la alfombra, una voz de concordia y bendiciones parecen escapar del viejo templo, de la Casa de Dios entre los hombres.

Nada de eso se escucha en estas sombras, en su piedra alguien muere de abandono. Aquí hay música de ángeles caídos y las alas se pierden en un fuego que las mira caer como el otoño, la marcha de este rey es de rodillas, con sangre, con dolor y no hay alfombra sino el polvo olvidado en el sendero. Los gritos del cantor están furiosos: las maldiciones caen sobre el sendero y los árboles tiemblan de escucharlas.

Los hombres todos mueren en la casa con la lenta frialdad de los pedruscos

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que no reciben nunca la jornada de un golpe de cincel con el martillo.

La Casa del Señor es esta piedra, la columna cuadrada que se yergue sobre el firme subir de tres peldaños. Tres años han cumplido los obreros en jornadas sufridas de martillo. Abrieron su labor al mediodía cuando el sol resplandece en el oriente.

Medianoche es en punto y es clausura. La piedra fue acabada en esa hora. Los obreros han muerto sin recuerdo y el Señor les compensa en el olvido. Los hombres todos van al oratorio, brindan gloria a su dios en las alturas y en la sombra se muere con su piedra el cantor que combate su silencio.

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V

Aprendí a dudar a los tres años, conocí que las almas no se mueren y pasan a ocupar de nuevo un templo después que se derrumba el que habitaban.

Un trozo del Señor en lo profundo, un fuego al interior de la tiniebla: la Casa del Señor se erige entonces si el alma se da cuenta y la construye.

De las almas despiertan las más justas después del cruel letargo de la venda y pueden con los ojos ya desnudos dar inicio a las obras de su templo.

Las más justas arriban a los campos selectos de los Bienaventurados después de haber vivido triple estancia en las zonas oscuras de las sombras.

En los campos las almas se hacen héroes, así las han llamado los que, ciegos, soportan la penumbra para siempre y ven inalcanzable la luz blanca.

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Aprendí a dudar a los tres años. Hoy quiero celebrar esa carrera que dura tres etapas en las sombras y ve llegar la luz de un solo golpe.

Los hombres han quedado en la tiniebla y el templo al que veneran no es el cuerpo. Su templo verdadero ha de quedarse sin golpes de cincel en el olvido.

Las almas, las más justas, van a la obra y tienen herramienta, protecciones. Trabajan en los campos de las piedras y ven crecer el templo con sus actos.

En los campos las almas se hacen héroes así los han llamado y peregrinos: andantes en la tierra de los ciegos, portadores de luz y condenados.

Tras sufrir la ceguera de la venda ocupan su morada en esos campos donde fija la vida su destino, da riqueza y encanto a sus virtudes.

Y aquéllas que la muerte en occidente recibe en expiación por un delito, regresan otra vez al sol de oriente después de tres etapas de penumbra.

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Y de ellas nacerán hombres ilustres, seres raudos en fuerza y en el arte, en el saber virtuoso los más grandes, nombrados por los ciegos «hombres sacros».

Aprendí a dudar a los tres años, el martillo en mi mano sigue firme. Los ojos de los ciegos no han de verme, la piedra que golpeo se hace templo.

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VI

La mano del Señor está trazando los planos de su templo en esta tierra. No es la casa de roca, no es de musgo, no es la torre ni el muro ni la tabla…

La mano del Señor traza un silencio. Nadie escucha, ninguno se interesa. La dicha de los sordos es efímera: construyen con estrépito un santuario y se meten a rezar en el vacío contentos por sus obras de concreto.

¡A la gloria del templo de los sordos, eríjanse más casas a los huérfanos! ¡Mirad que necesitan un hospicio para decirse hermanos por un rato!

La mano del Señor traza sin tregua los planos de una piedra en nuestros cuerpos. Nos toca construir y nos negamos: Él brinda la herramienta, no queremos, tiramos el martillo por la borda, miramos el cincel para arrumbarlo.

¡Vayamos a buscar al orfanato al Señor que es honrado por los ciegos,

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al hogar de los hijos que se juntan y se sienten hermanos un instante! No es fugaz la ventura del dichoso, el que erige los templos en su cuerpo: que la mano de Dios brinde los planos, que la mano del hombre talle piedras.

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VII

Hay que buscar a Dios manifestarse en el crujir de las hojas que mueren en otoño bajo los pies indiferentes de los hombres.

La luz se apaga al rendirse la tarde y los templos se llenan de los trémulos que buscan al Señor entre los muros mientras Él queda fuera soslayado.

Hay que buscar a Dios manifestarse en las últimas gotas del charco ya marchito. ¿Por qué erigir moradas al interior de una casa? La estancia del Señor no tiene muros ni cuartos ni pisos ni torres ni repiques.

Los hombres se reúnen por un rato, se respetan callados y piensan que se aman porque temen que el Señor esté mirándolos. En la casa que a Dios construyó el hombre los hijos se toleran una tarde.

Hay que buscar a Dios entre las sombras, en la piedra que se muere en cada instante. El templo del Señor se desmorona, no son ladrillos ni vigas ni campanas sino los brazos de un dios desamparado.

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VIII

El camposanto del templo está nublado. Los árboles arrullan viejos trinos, antiguos ecos olvidados, mirlos muertos.

Una gota surge de lo alto del olvido, una lágrima callada con polvo y viento mudo. Las hojas caídas en la tierra son el llanto, la angustia de los árboles que crujen en medio del jardín santificado.

Gloria al Señor en las alturas, paz a los hombres de buena voluntad. Repleta está la casa de tabiques, colmada de hombres solos, recelosos. Una gota surge de lo alto del olvido, los pasos del cantor se reestablecen.

El camposanto del templo está vacío: una rosa marchita, la fuente abandonada, los goznes milenarios de una puerta que guarda la estancia de Dios en la penumbra, un trino callado, las ramas esparcidas, el polvo que levanta su grito enmudecido. He aquí la casa de Dios desvencijada, la región extendida donde el hombre ha olvidado morar junto a la hierba.

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El templo retumba con los rezos: murmullos que brotan impetuosos y se olvidan saliendo de esos muros.

En medio del jardín santificado una gota se vierte por instantes. Las hojas que se mueren son el llanto, la lágrima olvidada, la drupa endurecida que fluye en la mejilla de un hombre y se repite.

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IX

¿En qué manos encomiendas tu féretro? Tan sola está tu caja de sombras, de verdes latitudes en tinieblas, de tierra, de rosales, de rejas y pedruscos, que no hay quien la levante, que no hay brazos cuya fuerza se entere no se diga ya del abandono en que agonizas sino de que aún vives tendido en este prado.

Hay faroles fundidos en la alta espesura, charcos que existieron hace meses y lloran de luto entre sus grietas; olas apenas perceptibles al párpado quieren gritar algo en el fondo de la fuente. Te reclama el contorno, cantor, con su silencio.

¿En qué llantos encomiendas tu luto? ¿Qué ojos dejarán de entrar al templo tratando de mirarse en un rostro que no tienen y de escuchar los golpes de una voz que no es la suya?

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X

En la Iglesia de Piedra el rito inicia. Que los salves, Señor, es lo que piden, que juntes a los hombres dondequiera para darte las gracias y alabarte.

En el nombre del Padre se congregan, en el nombre del Hijo y del Espíritu. Con la gracia del Cristo están calmados, amor y comunión en un recinto.

Los ritos verdaderos no se cumplen, en el Templo de Dios hay la tiniebla. En la casa de afuera ven los ojos y en el templo (hacia adentro) miran ciegos.

Los ritos hay que hacerlos en el cuerpo, en la casa viviente de cada hombre. No más ciegos perdidos en los muros que resguardan a un dios inexistente.

Los rituales internos son constantes, con la marcha segura del que sabe de la sombra avanzar al nacimiento y después recorrer las tres edades.

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Dichoso quien después de haberlos visto los cultos efectuados en el templo, desciende hasta la tierra prometida y puede ver la luz sin deslumbrarse.

Dichoso el que conoce de la vida el fin posible sólo para algunos y puede ver entonces el principio que otorga el arquitecto a los obreros.

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XI

¿Quién no muere de pena en un velorio? Queda a veces, callado y escondido, largo un surco de sal sobre los labios y los ojos regados sobre un féretro recorren taciturnos la tiniebla tendida sobre el rostro del difunto.

Hay muertos que deciden a última hora no marcharse y fingir que están dormidos. Escuchan con paciencia los silencios de sus viudas, los pasmos de sus huérfanos.

En el templo de piedra hay un velorio. Un hombre en los arbustos armoniza los cantos resignados que prosiguen los trenos de las ramas congregadas.

¿Quién no muere de llanto en un velorio? Un ave se encarama de repente y hace el punto final de un movimiento. Las flores se asemejan poco a poco a una muerte que hasta ahora desconocen —nadie sabe quién es en el sepulcro, qué paredes y alturas le rodean cuando llega a callar en las parroquias—. Ya una voz agoniza y se derrama.

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En un rito de pan y vino rojo los hombres se concilian y se nutren con el cuerpo de Dios transfigurado mientras suena en los muros silenciosos el arroyo ignorado de un sepelio.

Otra vez en los árboles un rito acomete con su canto de tristeza. Un dolor de cigarra persistente se dispersa en el verde intraducible. Después de todo el acto se dispersan los hombres y no saben, tras la misa, que afuera estuvo un canto en el sepulcro invitando al peatón a su velorio.

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XII

Hay que sacar a un hombre del escombro, aún le quedan fuerzas después de tanto tiempo. Sus brazos están rotos, su corazón roído, un espasmo flota aún rasgando las paredes: el último jadeo que soltó hace varias lunas y quedó inmóvil en las grutas de un silencio contenido por los siglos de los siglos.

Un olor a entierro repta siempre en las iglesias. Como si fueran a llorar la muerte de alguien, como un cortejo de huérfanos y viudas, como un velorio repetido cada día los hombres van callados al santuario con una pena que no entienden y soportan, con un dolor interno retorcido.

Sobre los árboles se trepa la tristeza, sobre el jardín oscuro, sobre la fuente de piedra. Se ve pasar como un fantasma nauseabundo el color de musgo muerto que tiene el camposanto. Y se llena de cuervos mudos, de raíces negras, de piedras apiladas en un canto que ve morir a un hombre y no se entona. ¡Ay del Templo, de la Casa, de la Obra sin nombre! Es la construcción que se derrumba en los segundos, el trabajo sin martillo, sin trazos, sin desbaste.

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Es la tumba de un cantor que no fallece pero calla sepultando su verso en el escombro.

A veces sale a tientas de las sombras y se oculta bajo la tierra del jardín del camposanto. Agoniza entre las ramas y los pájaros. Un trino sale entonces de los árboles, pronuncia el nombre del Señor y las campanas no dejan de sonar para callarlo. La mano trémula que agita el cruel badajo pariendo los tañidos mortuorios de un sepelio no deja oír el ave que dicta un deletreo. El viento no alcanza a entonar con su garganta las letras que se esconden bajo el polvo.

Hay que sacar la voz del camposanto, hay que limpiar el jardín de musgos muertos. Que las piedras derruidas de la iglesia, los cantos de una muerte que no llega, los tonos de un cadáver verde y pardo renazcan en los trinos de los pájaros y erijan en los hombres los templos imborrables.

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XIII

Anunciado estaba desde antiguo el látigo soberbio de los hombres. Sabido era por la luz generadora el afán de oquedad que habría en la Tierra.

Un comienzo de sombra, un vientre oscuro es la cuna común de los humanos. Estéril es el alma, un prado seco, y nada se construye en el baldío.

En el terreno de abrojos, de sed y ramas sucias, en el suelo de polvo, de viento y sombras ciegas, el templo que debiera surgir no se edifica.

El hombre, el obstinado, reúne ahí sus pertenencias y piensa que levanta su templo poco a poco. Un edificio efímero se erige y cuando llega con sus alas oscuras el ángel repentino y severo de la muerte el palacio suntuoso y brillante se derrumba.

Anunciada estaba desde antiguo la venda permanente en los ojos de los hombres. No llevan la herramienta al prado solitario ni emprenden los trabajos que mueren de abandono.

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Los ángeles de antaño previeron el destino. En vez de hacer con torres de paciencia el templo de cimientos y piedras desbastadas, el hombre erige muros a un dios que no conoce.

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XIV

La luz del farol se precipita como un vértigo de sangre sobre el pasto. Dentro un cántico se eleva hasta los rostros, inflama de confianza las sienes sometidas. «Paz a los hombres», dice el coro desde bocas por siglos habituadas.

Los hombres son esclavos apacibles, no hacen falta grilletes ni rejas ni cadenas, no son necesarios los azotes: un cordón de plata sobre el cuello, en las muñecas grillos de oro que no aprietan, monedas en las bolsas de ciego servilismo. Los muros suavizados de mármol o de abeto disfrazan en sus casas barrotes invisibles. Y las injurias jamás salidas de los labios, las caricias fingidas, las sonrisas compradas son los látigos más duros con que el hombre se hiere.

En la iglesia los cantos reúnen a los siervos, no sienten en su espalda la sal de la cadena. Sobre el pasto dormido en el jardín del camposanto se llora y se sufre la condena de los hombres: una hoja cae de pronto vencida y mutilada por el ojo vigilante en la torre de la iglesia; los pájaros no omiten su pena y la derraman;

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escondida y silenciosa en la aureola de la fuente el agua congelada murmura y tiene miedo; los silbidos del aire incitan furia, la indignación en el centro de las piedras las rueda y las orilla hasta el suicidio, los caminos se proponen llegar a ningún lado, un junco se ofrece en sacrificio entre los suyos y tiende su cabeza hacia el charco exprimido.

No hay paz en los jardines oscuros de la iglesia, una pena se prolonga y la bruma la estremece. No hay un momento en que el llanto se detenga mientras los hombres se encaminan a seguir su

[servidumbrey la luz de los faroles muere más entre las sombras.

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XV

Entre las plantas ensartadas en la tierra respira un hombre su muerte interminable. A lo largo de una ráfaga de fuego, en torno al silencio sofocante de la iglesia, en el granizo que es llanto contenido, sobre la pala de furias invisibles que levanta del suelo la tierra temblorosa un grito del cantor se queda ahogado.

Qué triste soledad el camposanto. Las cenizas de un incógnito cadáver, la quietud desesperante de las piedras, la muerte de las hojas parecen nutrirla. Un humo ponzoñoso corre a veces en los muros y avanza por negros rincones, por maderos muertos. Entonces se desliza el rumor de un sacerdote, las campanas dan gritos consagrados. Entre los muros de la iglesia está la muerte, el último respiro forzado de una herida, la gota de sangre, la palabra escondida, la luz que sale de las grietas y se extiende, el grito del cantor que nadie escucha y pide que le demos un minuto de silencio.

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XVI

Estas tardes son idóneas, cantor, para morirte.

Entre el tórrido paisaje de los tristes arreboles y la oscura mansedumbre de la quieta madrugada, el color de la congoja, de ceniza recién hecha, una manta de abandono cubre el viejo camposanto. ¿Qué palabra es más precisa, quién describe con más tino los efectos de estas tardes que la tímida saudade? No son largos los instantes entre el sol que se despide y la luna que se asoma con su encanto de hechicera, pero un trazo mortecino se dibuja en los jardines. Con la luz de la mañana, con los rayos de la tarde se distinguen los matices de las piedras y las aguas. Los arbustos son variados

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en las horas matutinas, los carrizos son distintos y los vientos y la lluvia. Toda flor es por la noche mortecina y tenebrosa.

Estas tardes, cantor, como para un suicidio.

El silencio de la fuente, los abismos infinitos de las piedras son sepulcros. Entre el ruido de las ramas y el bramido de los truenos se equilibran los sollozos de los muertos resignados. Una gota moribunda resucita en esa charca y este pétalo violeta que me cae en la cabeza es el llanto amotinado del cantor que languidece.

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XVII

De noche todas las flores son negras. El mundo es un icono abigarrado, signo de las múltiples formas de la vida, curva eterna con todos los colores, mosaico de diversos trazados de arquitecto. Por eso hay un severo revés de la apariencia: la noche muestra al hombre vislumbres de la muerte.

De noche las flores y las piedras, los rostros y las aguas a mitad del narciso son parte de la muerte que amenaza de súbito. Por eso acuden siempre mis pies al camposanto, por eso son las noches las que escuchan el canto lastimero que surge de mi boca. Espero a que se enciendan los silencios, a que se abra el hocico de la oscura giganta. Entonces los senderos se arrojan al abismo, los verdes pastizales se vuelven abandono, las fuentes se hacen pozos, las hojas negro llanto. Las flores son las piedras de la noche, el cúmulo de sangre cuajada por los siglos. Mi voz aguarda siempre la noche para henchirse, espera en los rincones el regreso de la muerte. En mitad de la negra interrupción de los ciclos el tiempo se contiene y los muros sucumben. En el punto geométrico infinito e inmóvil,

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alrededor del giratorio anillo de los días, una espiral invisible va tañendo la vida.

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XVIII

Oremos:

Señor que bajo las tumbas recibes este lamento escucha las voces ciegas del canto de tus hijos.

La tierra que sepulta tu rígido silencio se nutre con los trinos de un pájaro triste. Las cifras de otoño, los signos de duelo que guardan los callados camposantos convoquen siempre los cantos grises

de un hijo herido por la muerte. Bautízame con tu nombre

y nunca me lo digas, enséñame el culto de verme muerto mientras surge

la sombra, después

luz.

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Hoy mira

despacio cómo caigo

por la abertura rajada en la tierra,

observa el precipicio. Señor, a ti me dirijo

soy un rayo de fuego tenue, al vasto incendio de ti me fundo.

Mi Dios, hoy es tu llanto el de las aves, con trenos llego, con trinos me recibes.

Los mudos rosales se agitan con tu canto, la tierra me ha llamado, reposo en el sepulcro.

No entiendo los sucesos, lo místico se ha efectuado: el alma ya has absorbido, Señor, aquí está mi cuerpo.

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XIX

Éste es el sacramento de nuestra fe, el rito de los hombres que están con el demiurgo: mirar en los rincones de paz del camposanto (al pie de opacos pinos, a orillas de la grava), un túmulo olvidado con verdes hojas muertas, sarmientos enterrados y un canto apenas vivo.

Éste es el sacramento de nuestra fe, el acto de los hombres vejados y humillados: llorar ante las puertas del viejo adoratorio por ver a los reunidos cantar ante una imagen al tiempo que nosotros trinamos los murmullos del prado que se mezclan con grillos o silencios.

Éste es el sacramento de nuestra fe, el culto que incinera los pechos como flamas: oír y estremecerse sentado sobre el musgo el treno que desprenden las manos del mendigo al tímido instrumento de acordes y silbidos en tanto van entrando los hombres a la iglesia.

Éste es el sacramento de nuestra fe, la hazaña que emprendemos los hijos de una viuda: buscar una palabra regada en los oscuros arbustos o en las rosas marchitas e inmortales.

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Los hijos que buscamos la copla somos pocos, los muchos que la olvidan hoy cantan en el templo.

Éste es el sacramento de nuestra fe, surgido de una sombra, cantor, hoy surge el grito: tu muerte es un anuncio, tu voz de resurrecto jilguero entre las sombras con fuerza la proclamo. Me quedo en la penumbra para ser un lamento, los grillos se han juntado por morirse conmigo.

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Page 47: Fernando Corona - Los trenos de la iglesia de piedra

La edición para internet de

Los trenos de la iglesia de piedra de Fernando Corona

se terminó en la Ciudad de México

en julio de 2009.

En su composición se usaron

tipos de la familia Candida BT.