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LETRAS LIBRES 54 MAYO 2019 Fotografía: EFE / Chema Moya Pasaron cuatro horas, empezó a anochecer, decidí marcharme. “¿Y qué vamos a hacer ahora?”, me pregun- tó Ferlosio. No supe qué contestarle. Me pidió que esperara un momen- to, volvió al rato con un ejemplar de Volverán más años malos y nos harán más ciegos, el libro de pecios que ha- bía publicado unos años antes. Toma nota, me dijo, y fue ojeando el li- bro: “Teoría de la musa”, página 34; “Ideologuemas”, en la 55; “El reinci- dente”, 143; “Descubrimiento del ‘ca- rácter’” está en la 172 y “Cargarse de razón”, en la 186. Ahí está todo, me dijo, no tiene más que copiarlos. No fui lo suficientemente valien- te para aceptar el método heterodoxo que Ferlosio me propuso para resol- ver la entrevista. Tampoco creo que mis jefes hubieran aceptado que, tras informar de que publicaba un nuevo ensayo, ilustráramos la noticia con cin- co textos de un libro anterior, publi- cado siete años antes, en 1993. Ahora que Ferlosio se ha ido, vuelvo sobre esos pecios siguiendo estrictamen- te sus indicaciones. Que ahí está to- do. En “Teoría de la musa”, escribe: “Quiero decir que cada vez se hace en mí más fuerte y más fiadera la impre- sión de que todo lo que encontramos de realmente feliz en una obra litera- ria nunca ha sido producto de inven- ción y elaboración deliberada, sino instantánea flor de ocurrencia sobre- venida.” Y luego se refiere a un entre- més de Cervantes, “El viejo celoso”, donde ha descubierto “la ocurrencia que es a la vez la más alta, arrebatado- ra y amorosa expresión de beautitud carnal que pueda concebirse y la fra- se más increíblemente hermosa que se haya escrito en prosa castellana: ‘Lavar quiero a un galán las barbas que tie- ne con una bacía llena de agua de án- geles, porque su cara es como la de un ángel pintado’”. En “Ideologuemas” Ferlosio se refiere a dos muletillas ver- bales, “un merecido descanso” y “una sana alegría”, como “expresiones ideo- lógicamente marcadas”. Y observa: “La represión ha proscrito el descan- so y la alegría como cosas malas, caí- Tampoco le pareció bien que toma- ra notas, pero tras una ardua negocia- ción admitió que era inevitable. Hice una primera pregunta. Se revolvió in- cómodo y contestó: “Eso está en el li- bro”. Hice una segunda, y ocurrió tres cuartos de lo mismo. Volví a insistir, el fracaso se repitió. Es verdad que fue co- mentando algunas cosas, pero poco a poco el encuentro fue languidecien- do y quedé convertido en un pasmaro- te ante un Ferlosio que no sabía cómo diablos poner algo de su parte. Su mu- jer, Demetria Chamorro, interrum- pía de tanto en tanto para saber cómo iba la cosa, preocupada seguramente por el peso de tanto silencio. Siempre contestamos que todo iba bien. nero del año 2000, Rafael Sánchez Ferlosio está a punto de publicar El al- ma y la vergüenza. Tras una titáni- ca presión de sus editores acepta so- meterse a una única entrevista y la con- cede al diario El País , donde entonces colaboraba con relativa frecuencia. Me tocó hacerla a mí. Las galeradas llega- ron tarde, hice cuanto pude para devo- rar las 485 páginas del libro en un par de días (sin conseguirlo del todo) y me presenté en su casa. Una de sus exigen- cias fue que no utilizara magnetófono. E E JOSÉ ANDRÉS ROJO Ferlosio en cinco pecios IN MEMÓRIAM

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Pasaron cuatro horas, empezó a anochecer, decidí marcharme. “¿Y qué vamos a hacer ahora?”, me pregun-tó Ferlosio. No supe qué contestarle. Me pidió que esperara un momen-to, volvió al rato con un ejemplar de Volverán más años malos y nos harán más ciegos, el libro de pecios que ha-bía publicado unos años antes. Toma nota, me dijo, y fue ojeando el li-bro: “Teoría de la musa”, página 34; “Ideologuemas”, en la 55; “El reinci-dente”, 143; “Descubrimiento del ‘ca-rácter’” está en la 172 y “Cargarse de razón”, en la 186. Ahí está todo, me dijo, no tiene más que copiarlos.

No fui lo suficientemente valien-te para aceptar el método heterodoxo que Ferlosio me propuso para resol-ver la entrevista. Tampoco creo que mis jefes hubieran aceptado que, tras informar de que publicaba un nuevo ensayo, ilustráramos la noticia con cin-co textos de un libro anterior, publi-cado siete años antes, en 1993. Ahora que Ferlosio se ha ido, vuelvo sobre esos pecios siguiendo estrictamen-te sus indicaciones. Que ahí está to-do. En “Teoría de la musa”, escribe: “Quiero decir que cada vez se hace en mí más fuerte y más fiadera la impre-sión de que todo lo que encontramos de realmente feliz en una obra litera-ria nunca ha sido producto de inven-ción y elaboración deliberada, sino instantánea flor de ocurrencia sobre-venida.” Y luego se refiere a un entre-més de Cervantes, “El viejo celoso”, donde ha descubierto “la ocurrencia que es a la vez la más alta, arrebatado-ra y amorosa expresión de beautitud carnal que pueda concebirse y la fra-se más increíblemente hermosa que se haya escrito en prosa castellana: ‘Lavar quiero a un galán las barbas que tie-ne con una bacía llena de agua de án-geles, porque su cara es como la de un ángel pintado’”. En “Ideologuemas” Ferlosio se refiere a dos muletillas ver-bales, “un merecido descanso” y “una sana alegría”, como “expresiones ideo-lógicamente marcadas”. Y observa: “La represión ha proscrito el descan-so y la alegría como cosas malas, caí-

Tampoco le pareció bien que toma-ra notas, pero tras una ardua negocia-ción admitió que era inevitable. Hice una primera pregunta. Se revolvió in-cómodo y contestó: “Eso está en el li-bro”. Hice una segunda, y ocurrió tres cuartos de lo mismo. Volví a insistir, el fracaso se repitió. Es verdad que fue co-mentando algunas cosas, pero poco a poco el encuentro fue languidecien-do y quedé convertido en un pasmaro-te ante un Ferlosio que no sabía cómo diablos poner algo de su parte. Su mu-jer, Demetria Chamorro, interrum-pía de tanto en tanto para saber cómo iba la cosa, preocupada seguramente por el peso de tanto silencio. Siempre contestamos que todo iba bien.

nero del año 2000, Rafael Sánchez Ferlosio está a punto de publicar El al-ma y la vergüenza. Tras una titáni-ca presión de sus editores acepta so-

meterse a una única entrevista y la con-cede al diario El País, donde entonces colaboraba con relativa frecuencia. Me tocó hacerla a mí. Las galeradas llega-ron tarde, hice cuanto pude para devo-rar las 485 páginas del libro en un par de días (sin conseguirlo del todo) y me presenté en su casa. Una de sus exigen-cias fue que no utilizara magnetófono.

EEJOSÉ ANDRÉS ROJO

Ferlosio en cinco pecios

IN MEMÓRIAM

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un hermano que es giboso, ¡como se te ocurra decirle una palabra, ya vas a ver tú!”. Dice Ferlosio que no supo, en ese contexto, a qué se refería su abuela con “hermano”, ni entendió qué signi-ficaba “giboso”. De pronto, se encon-tró frente a “la figura más maravillosa que nunca habrían sabido imaginar: un hombrecito de mi propia estatu-ra con una larga barba cenicienta y en hábito talar”, y que le recordaba a un gnomo. “¿Cómo has conseguido ser un ser tan prodigioso?”, le preguntó con toda ingenuidad. “Porque el Señor ha dispuesto que no creciese más”, le contestó. Escribe Ferlosio que aque-lla “pequeñez que la predilección di-vina había querido concederle no era más que una fastuosa manifestación del esplendor de Dios en una insólita y más alta plenitud humana. Hoy sé que aquella singular gracia es el Carácter”.

El de “cargarse de razón” ha sido uno de los grandes temas de Ferlosio, sobre el que ha vuelto muchas ve-ces y que, en el pecio al que se re-fiere, ilustra con una glosa, un sketch de Oliver Hardy y Stan Laurel (el Gordo y el Flaco). “El que se car-ga de razón”, escribe, “no es alguien que haga algo, sino alguien que per-manece inmóvil mientras otro, aña-diendo torpeza sobre torpeza, error sobre error, injusticia sobre injusti-cia o maldad sobre maldad, viene de alguna forma a convertirse en un au-téntico motor que carga de razón (y creo que cuadra la eléctrica metáfo-ra) la dinamo o la batería del prime-ro, como si acumulase un potencial moral a favor de este”. Se trata de una suerte de “mecanismo moral” que se utiliza para “construir la pro-pia bondad con la maldad ajena”. Es “la imagen más viva del fariseísmo”.

Copiar a Ferlosio, aunque sea a re-tazos. No hay mejor manera para acor-darse siempre de él. Tenía razón. Ahí está todo: en sus escritos, en su obra. ~

das en pecado, que tienen que pedir perdón y hacer penitencia.” Por eso lo de “merecido”, por eso lo de “sana”.

“El lobo, viejo, desdentado, cano, despeluchado, desmedrado, enfermo, cansado un día de vivir y de ham-brear, sintió llegada para él la hora de reclinar finalmente la cabeza en el re-gazo del creador.” Así empieza “El re-incidente”. Así que fue caminando por “cada vez más extraviados andu-rriales” y “pavorosas cuestas” hasta que llegó al “blanco silencio de la Cumbre Eterna”. Fue ahí donde escuchó la voz de un guardia que lo interpelaba: “¿Cómo te atreves siquiera a aproxi-marte a estas puertas sacrosantas, con las fauces aún ensangrentadas por tus últimas refecciones, asesino?” Así que el lobo tuvo que volver a las aldeas y caseríos y cambiar drásticamente de hábitos. No pudo alimentarse sino de “pan duro de mendrugos casi siem-pre” y llegó el día en que pensó que le tocaba “reclinar finalmente la cabe-za en el regazo del creador”. Tras ar-duas penalidades volvió a la Cumbre Eterna, y escuchó de nuevo al queru-bín de guardia: “¿A tanto vuelves a atreverte tú? ¡Tú, ladrón de tahonas, merodeador de despensas, salteador de alacenas! ¡Vete!” El lobo regresó al mundo y pasó por “otros más largos y desventurados años”. Escribe Ferlosio: “Pisaba sin pisar, como pisa una som-bra, pues tan liviano lo había vuelto la flaqueza, que ya nada podía morir ba-jo su planta por la sola presión de la pi-sada.” Regresó a probar una vez más en las puertas de la Bienaventuranza, y es-cuchó de nuevo “la metálica voz del querubín de guardia”: “¡Sea, pues! ¡Tú lo has querido! Ahora te irás como las otras veces, pero esta vez no volverás jamás. Ya no es por asesino. Tampoco es por ladrón. Ahora es por lobo.”

En “Descubrimiento del ‘carác-ter’”, Ferlosio cuenta una visita que hizo con su abuela y su hermano ma-yor a unos frailes capuchinos en el ve-rano en que tenía seis o siete años, en Fuenterrabía. “Mira, Rafaelito”, le di-jo su abuela, “ahora, cuando llamemos a la campanilla, va a salir a abrirnos

JOSÉ ANDRÉS ROJO es escritor y periodista de El País. Entre sus obras están la biografía Vicente Rojo. Retrato de un general republi-cano (Tusquets, 2006) y la novela Camino a Trinidad (Pre-Textos, 2016).

Transgresores: un género

CINE

onfesaba Rafael Sánchez Ferlosio hace casi veinte años, y en las pá-ginas del diario abc, que duran-te mucho tiempo había creído que el adjetivo trans-

gresor “era solo un comodín o mu-letilla de cinéfilos españoles”, hasta que leyendo la palabra en periódicos italianos advirtió que trasgressivo se había consagrado allí como nueva ca-tegoría estética para definir un “cier-to desgarro intencional contra lo que se suele llamar lo establecido”. No sé mucho de muletillas cinéfilas, de las que siempre he huido como de la pes-te, pero hay en el cine español, pro-bablemente menos frecuentado por Ferlosio que la prensa escrita, un epi-sodio de transgresión temática que me atrevo a calificar de incomparable. Y ahora que las transgresiones fílmi-cas y en general expresivas se dan en abundancia, corriendo sus ejecutantes menos riesgo de oprobio que antaño, es un buen momento para rememo-rar un documental, Vestida de azul, de Antonio Giménez-Rico, que ha-ce treinta y seis años fue mucho más que transgresor, sin por ello constituir una obra maestra del séptimo arte.

Recuerdo bien su estreno en el mes de septiembre de 1983, presen-tado fuera de concurso pero con am-plio despliegue informativo en el Festival de Cine de San Sebastián. Convocados por algún simposio so-bre cine y literatura, estábamos en la ciudad donostiarra, entre otros, Guillermo Cabrera Infante con su in-separable Miriam Gómez, Fernando Savater sin Sara Torres, aún no signi-ficada como indómita alumna de fi-losofía en la facultad de filosofía de

VICENTE MOLINA FOIX

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Zorroaga, y yo mismo. Y quedan fo-tos de la memorable velada que siguió a esa première, en las que los cita-dos, acompañados por un jovencísimo Leopoldo Alas Mínguez, nos paseamos por los aledaños del Teatro Victoria Eugenia, sede por aquellos tiempos del festival, llevando del brazo los solte-ros a tres de las hermosas protagonistas del citado largometraje y observadas las insólitas parejas por Guillermo y Miriam, que estuvieron amabilísimos con las chicas. Las chicas eran Eva, Nacha y una tercera cuyo nombre ol-vido, y se trataba en realidad de chi-cos que deseaban ser mujeres y ya lo eran físicamente en voz, en vestimen-ta y en feminidad; en eso al menos.

Lo más notable de la película es que no solo transgredía presentan-do con sus nombres reales y apodos artísticos a seis de las entonces lla-madas “travestis” (el concepto y el tér-mino transexual aún no se estilaba), que actuaban en cabarets del centro de Madrid y practicaban el resto de la noche actividades lindantes con la prostitución; en las entrevistas ante la cámara que estructuran Vestida de azul se ponía rostro y cuerpo a una realidad marginal que no ha parado de crecer en todos los rincones del universo, co-ronando Giménez-Rico de modo ve-raz y honrado una modalidad mixta de comedia gruesa, película de denun-cia con morbo y alegato en favor de esa minoría que, por razones difíciles de elucidar, había producido en España desde los primeros años 1960 muchos más títulos que ninguna otra cinema-tografía mundial. De 1961 data esa ra-ra joya del camp gay que es Diferente de Alfredo Alaria, y en los albores de la Transición tuvo repercusión Cambio de sexo (1977) de Vicente Aranda, que los desnudos trucados y la presencia autorizada de Bibi Ándersen hicieron atractiva para el gran público. Es de re-saltar sin embargo, ahora que la visibi-lidad transexual se pone de manifiesto, amparada por algunas instituciones políticas y amenazada gravemente por gobiernos y grupos religiosos de cier-tos países, la coincidencia de dos li-

bros absolutamente recomendables. En el primero, la periodista Valeria Vegas evoca y rinde justo homenaje desde su título, Vestidas de azul, al filme de Giménez-Rico, llevando a cabo con ri-gor y seriedad lo que su subtítulo claro y extenso anuncia, un “análisis social y cinematográfico de la mujer transexual en los años de la Transición española” (Madrid, Editorial Dos Bigotes, 2019). Y algo más; Vegas reconstruye las vidas de las seis protagonistas del documen-tal de 1983, varias ya fallecidas, entrevis-ta largamente a su director, que cuenta pormenores y anécdotas muy jugosas del rodaje, y a lo largo de casi cien pági-nas pasa revista exhaustiva y ecuánime-mente al inesperado y a veces recóndito caudal de un cine español con y sobre transexuales, en el que figuran cineastas prestigiosos como Aranda, Armiñán, Pedro Olea, Forqué, Almodóvar y ka-mikazes de culto tan incombustibles como Jesús Franco y Javier Aguirre. La lista continuó, con desigual fortuna, de

VICENTE MOLINA FOIX es escritor. En 2017 publicó El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama)

la mano de Francesc Betriu, Ramón Salazar o Fernando González Molina, y se ha extendido recientemente a ci-nematografías periféricas: Girl (2018), muy premiado filme belga de Lukas Dhont, y Una mujer fantástica (2017) del chileno Sebastián Lelio, de la que se ha hecho un remake en Hollywood con Julianne Moore de protagonista.

Hay un segundo libro entre las no-vedades que no habla de manera espe-cífica de cine pero es posiblemente el más original y transgresor biopic que yo conozca. Se trata de Un apartamento en Urano de Paul B. Preciado (Barcelona, Anagrama, 2019), conjunto de crónicas, memorias, microrrelatos y manifies-tos que podría también definirse co-mo una road movie de las identidades. El autor, en su fase vital anterior cono-cido como la activista nacida en Burgos Beatriz Preciado, ha transitado duran-te más de veinte años por senderos se-xuales que se bifurcan; Beatriz deseaba “un género utópico”, dice en el bellísi-mo prólogo del libro, escrito a modo de carta amorosa en segunda persona, la novelista francesa Virginie Despentes, con quien formó pareja lésbica durante unos cuantos años. Todo indica que esa utopía ha sido conseguida por el aho-ra llamado Paul B., en su caso con unas connotaciones políticas tan radicales como convincentes (yo la vi en enero de 2014 en el Hay Festival de Cartagena de Indias, aún andrógina, seducir y ser vitoreada por un gran teatro lleno de familias y público de todas las edades).

Hacer de uno mismo, del pro-pio cuerpo, de su anatomía y sus de-seos, un programa vital itinerante que escape de las crueles normas de lo es-tablecido y cruce las fronteras bu-rocráticas; eso es lo que ha movido siempre la amarga lucha de la transe-xualidad. La que latía en aquellas bu-lliciosas e hipermaquilladas chicas de azul del verano de 1983 y la que mues-tra con enorme arrojo, suma inteligen-cia y escritura de alta calidad Paul B. Preciado, un migrante de género. ~

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o hace falta saber mucha historia si-no, simplemen-te, tener algo de memoria para es-tar en condicio-nes de afirmar que no hay nada absoluta y riguro-

samente nuevo, para poder constatar que, cuando se reconstruye una eta-pa del pasado en la que surgió, ponga-mos por caso, un artista o un pensador tenido hoy por rupturista o incluso re-volucionario en lo suyo, un conside-rable número de artistas o pensadores coetáneos se dedicaban a presentar en ese mismo momento propuestas en pa-recida o muy similar longitud de on-da. En realidad, es la reconstrucción histórica posterior la que decide a to-ro pasado seleccionar una figura en particular y convertirla en emblema y síntesis de todas las micronovedades que se estaban presentando por en-tonces de manera simultánea. Cuando en la actualidad, por poner un ejem-plo casi banal, se reconstruye el es-tallido de la música pop en los años sesenta del pasado siglo lo más fre-cuente es que se concentre en unos po-cos intérpretes (Elvis, por ejemplo) o grupos (Beatles y Rolling Stones ca-si siempre) lo que andaban hacien-do muchas más gentes, a veces incluso de manera extremadamente similar.

Pero a las anteriores reservas po-dríamos añadirles otras, en cierto mo-do complementarias. Y es que tiene su parte de verdad la reacción escép-tica de los especialistas en cualquier ámbito del conocimiento cuando ad-vierten, no sin cierto fastidio, de que lo que con frecuencia tiende a anun-

El poderoso como novelista involuntario del pasado

FILOSOFÍA

NNMANUEL CRUZ

ciarse en público como una gran novedad no es para los que de ver-dad conocen otra cosa que la ree-dición, no reconocida como tal, de viejas propuestas. De ahí su tenden-cia a rechazar por déjà vu cuanto apa-rece con pretensiones de originalidad en el ámbito de su especialidad.

Pero que la reacción tenga una parte de verdad no equivale a que la tenga por completo. Si esto último fue-ra el caso, casi con toda probabilidad acabaríamos abocados a alguna va-riante del clásico nihil novum sub sole que, pudiendo resultar de utilidad pa-ra dar cuenta de algunas determina-ciones casi universales del ser humano, de ningún modo consigue iluminar las profundas transformaciones de to-do tipo que atraviesan la historia. En realidad, el asunto está mal enfoca-do si se plantea en términos esencialis-tas, en vez de funcionales o prácticos, que es como resulta posible diluci-dar lo que de realmente nuevo trae consigo aquello que irrumpe vesti-do de tal en el escenario de las ideas.

Digámoslo de esta manera: la úni-ca forma de escapar del estéril y para-lizante “esto ya estaba dicho”, “esto ya se sabía”, “esto ya lo planteó x hace si-glos” y similares es estableciendo aquí la misma distinción que algunos au-tores han planteado respecto a otros conceptos. Y así como se distingue, por ejemplo, entre verdad y efectos de verdad, así también podríamos dis-tinguir entre novedad y efectos de no-vedad, siendo estos últimos los que en la práctica definen el valor y la eficacia de lo que pretende ser una aportación.

Una buena muestra de lo que po-dríamos llamar novedad fallida la re-presentaría la autoproclamada en su

momento “nueva política”, que a es-tas alturas ha quedado certificado que nunca lo fue (no por casualidad ha caído por completo en desuso la eti-queta), sino la imagen publicitaria pre-sentada por una emergente generación de políticos ansiosos por precipitar el relevo de sus mayores. Ahora que di-cho relevo se ha consumado, se ha-ce evidente que, de haber algo nuevo, era la situación, no sus protagonistas, que no han producido efecto de nove-dad alguno ni discursivo (bastará pa-ra certificarlo con el recordatorio de una sencilla pregunta: ¿qué se ha he-cho de presuntas nuevas categorías, anunciadas a bombo y platillo, como “casta”, “gente” y similares?) ni prác-tico, más allá de su mera presencia.

Un ejemplo de diferente signo es el constituido por la generalización en la esfera del discurso público del con-cepto de relato. A los no especialistas en determinados asuntos es proba-ble que les parezca una muy novedo-sa aportación teórica, pero lo cierto es que el concepto lleva en danza mu-cho tiempo. Sin necesidad de remon-tarnos a Aristóteles –que ya sabemos que da para casi todo– y limitándo-nos a épocas más próximas, los auto-res y corrientes que han ido poniendo el acento en la dimensión narrati-va del saber –de Nietzsche y Hans Vaihinger a Paul Ricoeur y Hannah Arendt, pasando por el psicoanáli-sis y ciertas variantes de la historiogra-fía– han sido ciertamente abundantes.

Pero tal vez sea la propia teoría de la ficción la que nos haya proporciona-do la clave para entender y valorar la novedad fundamental aportada por el concepto de relato. Escribía hace algu-nos años el fallecido profesor de crítica literaria británico Frank Kermode en su magnífico libro El sentido de un fi-nal (no confundir con la obra de Julian Barnes de idéntico título) que la lógica narrativa empuja a que el lector trans-forme el final de un texto, por abier-to, incoherente o absurdo que dicho final pueda llegar a ser, en el fin, en el telos desde el que interpretar el sen-tido de todo lo precedente. Hasta el

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extremo de que si hiciéramos el ex-perimento de darle a leer a alguien el manuscrito de una novela sin su últi-mo capítulo, en el que se aclararan to-dos los enigmas presentados a lo largo del texto, a buen seguro ese lector se las compondría para reinterpretar a su manera el significado del conjun-to de lo anterior desde la perspectiva de lo efectivamente leído, es muy posi-ble que incluso sin echar en falta nada.

La importancia de esta novedad acaso podamos calibrarla adecuada-mente al aplicarla a la esfera de la his-toria. Porque lo que acabamos de ver que sucede con la lectura de los textos, sucede también con la lectura de los acontecimientos, constituyendo la ma-nera más potente y eficaz a través de la cual quienes en un determinado mo-mento ocupan el poder consiguen im-poner su interpretación del pasado, del “cómo hemos venido a parar aquí”. Esta manera no debería confundirse (o al menos no se confunde necesaria-mente) con la descrita por el tópico de que la historia es escrita desde el pun-to de vista de los poderosos, al menos si entendemos dicho tópico en el sen-tido de que desde el poder se elabo-ra y difunde un relato explícitamente justificador de su situación, presentán-dola como designio. En realidad, ni si-quiera hace falta que los cambiantes inquilinos del poder elaboren y pre-

senten toda una interpretación global de lo que hubo antes de ellos, porque lo que hay mientras ellos son los pode-rosos tiende a ser interpretado por los demás como la desembocadura, cuan-do no el destino, de todo lo preceden-te. Como en las novelas, en efecto.

Por eso los filósofos, con la jer-ga que les es propia, suelen insistir en la contingencia de todo presente. Intentan subrayar con ello que, de ha-bitar el sentido en algún sitio, no lo hace en ninguna de las etapas del pro-ceso, aisladamente considerada. Ni si-quiera en la de ahora, por más que todos los presentes que en el mundo han sido hayan tenido la querencia de presentarse no como una etapa más, sino como el auténtico y genuino des-enlace de la gran novela del pasado. El sentido, de haberlo, solo puede ha-bitar en el entero curso de los aconte-cimientos o, si se prefiere, en el todo. Dejemos para el final la pregunta del millón: ¿acaso nos es dado, como se-res históricos que somos, medirnos en algún momento con dicho todo, o no hay forma humana de escapar del en-cierro de aquella parte del mismo en la que nos ha tocado en suerte vivir? ~MANUEL CRUZ es catedrático de filosofía con-temporánea en la Universidad de Barcelona. Ha sido portavoz del psoe en la Comisión de Ciencia, Innovación y Universidades del Congreso de los Diputados en la xiiª Legislatura.

Nosotros, de Peele: el otro en el espejo

CINE

uento dos de mis peores pesadi-llas de infancia. En una me en-cuentro en mi recámara jugan-do con mi ma-dre. De pronto, alguien se apare-

ce en el marco de la puerta: es mi ma-dre, otra vez. Ambas mamás se miran en complicidad y estallan en carcaja-das. El otro sueño era recurrente e in-volucraba un objeto real: una foto en la que aparezco chimuela y mostran-do la mano en señal de saludo. Mis pa-dres la ampliaron a tamaño póster y la colgaron en la pared de mi cuarto. Algunas noches me despertaba y fija-ba la vista en la foto, siempre un po-co iluminada por alguna luz exterior. La niña chimuela me sonreía y on-deaba la manita. Mi llanto desper-taba a mis padres, quienes tardaban un rato en dispersar la alucinación.

Siempre he creído que la subjeti-vidad se cuela en la valoración críti-ca. Cometo la impudicia de narrar lo anterior solo para mostrar mis cartas al lector: la figura del doble me pare-ce la más poderosa en la mitología de horror. Que se manifieste en la imagi-nación inconsciente en una edad pre-via al contacto con la literatura y el cine confirma que es un arquetipo es-pecialmente puro: la exteriorización de la sombra, uno de los construc-tos propuestos por Carl Jung. Puede que mi inclinación por el tema del do-ble me lleve a ser quisquillosa en la

CCFERNANDA SOLÓRZANO

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de su motor narrativo, lo que impide que la cinta levante el vuelo y sea al-go más que una colección de gags.

Según el folclor germánico, toparse con un doppelgänger es un augurio de muerte. Hay, sin embargo, otra forma de acercarse al doble que no le asig-na a la copia el atributo de la maldad. Es la que propuso Freud en su ensayo Lo siniestro, de 1919, en torno a la sen-sación horrible de percibir como ex-traño aquello que, hasta entonces, nos parecía familiar. Freud utiliza ejemplos literarios de situaciones y personajes que generan la sensación de lo sinies-tro –muñecas animadas, cadáveres que resucitan, autómatas y duplicados– pa-ra alegar que provocan desasosiego porque son proyecciones de angus-tias infantiles que se creían superadas. Representan todo aquello que emer-ge del inconsciente y amenaza con ani-quilar al yo. Lo de menos es aceptar la teoría psicoanalítica: Lo siniestro fun-

ciona como teoría de la recepción. Un humano duplicado no es intrínseca-mente “malo”: quien lo observa es el que casi de inmediato le asigna atri-butos negativos. Anticipando uno de los subtextos de Nosotros, el “otro” es peligroso justo porque guarda las lla-ves de nuestra psique. Más que anun-ciar una muerte física, el doppelgänger desea apoderarse de la identidad.

Esto es lo que le sucede a la pe-queña Adelaide (Madison Curry), protagonista de Nosotros, en una bri-llante primera secuencia de ejecución. Es 1986, y una familia de color reco-rre un parque de diversiones playero en Santa Cruz, California (locación de Los muchachos perdidos). A pesar del ambiente festivo, Peele dirige la secuencia desde la perspectiva de Adelaide: su vivencia del parque es incómoda y hay algo perturbador en la felicidad desenfrenada que obser-va a su alrededor (lo siniestro, aún en grado menor). Adelaide se aleja de su familia y entra a una de las atrac-ciones del parque: una casa de espe-jos que multiplica su imagen. La niña choca de espaldas con uno de los es-pejos; cuando voltea, su reflejo per-manece de espaldas. La visión es aterradora, para Adelaide y para el es-pectador. Breves escenas posterio-res dejan ver las secuelas del trauma: durante meses, la niña pierde el ha-bla y no expresa ninguna emoción.

La historia salta al presente y muestra a Adelaide (Lupita Nyong’o) convertida en madre y miembro de la familia Wilson. Presionada por su es-poso Gabe, Adelaide accede a regre-sar a la playa donde tuvo la experiencia traumática, ahora acompañada de sus hijos Zora y Jason. Además del re-chazo que le producen los escenarios, Adelaide debe convivir con los ami-gos de Gabe: un matrimonio de blan-cos de clase acomodada y sin muchos temas de conversación. Lo que hasta ese momento parecía ser solo una va-cación malograda toma un giro dra-mático cuando los Wilson reciben la visita nocturna de una familia física-mente idéntica a ellos. A los dobles

apreciación de Nosotros, de Jordan Peele, sobre una familia estadouni-dense sometida por sus doppelgängers. La segunda película del director y co-mediante negro, cuyo brillante debut Déjame salir (2017) obtuvo el Óscar al mejor guion original, ha sido elogiada por su juego elaborado de homenajes a directores (Alfred Hitchcock, Brian De Palma, Wes Craven), referencias a pelí-culas de culto (Vértigo, Los muchachos perdidos, Los Goonies), comentarios a momentos fallidos del altruismo esta-dounidense (la campaña Hands Across America) y a iconos trágicos de la cul-tura pop (Michael Jackson). Desde los escenarios hasta la vestimenta y tics de los dobles son homenajes al ci-ne que influyó en Peele. Pero más allá de los regalos al público cinéfilo y del placer que provoca reconocer guiños culturales, Nosotros depende del ar-quetipo del doble para hacer que su historia avance. Es este aspecto, el uso

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los distingue un overol rojo, un com-portamiento entre zombificado y psi-cótico y la urgencia de matar a los Wilson con unas tijeras gigantes.

La doble de Adelaide, llamada Red, es la única de los doppelgängers que tiene el don del habla. Con una voz casi afónica le explica a Adelaide el origen de su odio. Dice que ella y el resto de los tethered (o “vinculados”) han permanecido ocultos –reprimi-dos, diría Freud– y buscan recupe-rar lo que les pertenece. Una vez que Red declara sus intenciones, los do-bles emprenden una cacería sin tregua.

Nosotros es al mismo tiempo lú-cida y frustrante. Lúcida, porque des-cansa sobre la idea de que los dobles no son monstruos con agenda propia sino versiones primitivas de nosotros mismos: seres sin desarrollo psíqui-co ni emocional que obedecen solo a una pulsión destructiva. Pero Nosotros es también frustrante por su ejecución de esta idea. Con excepción de la pri-mera secuencia, su guion descarta los elementos que hacen efectivos los rela-tos derivados del arquetipo del doble: el desconcierto, el margen de especu-lación sobre las intenciones de ese otro que es idéntico a uno o –si el duplica-do es un ser querido– la duda de si se está en presencia del original o de un usurpador. Una vez que los tethered invaden la casa de la familia Wilson, Nosotros se convierte en una cinta de criaturas violentas/humanos asesinos, en donde lo más importante es salvar el pellejo. Es en las secuencias finales cuando el tema de la duplicidad vuelve a ser relevante –pero a través de una explicación verbosa y apresu-rada por parte de Red–. Las breves imágenes que complementan la his-toria retrospectiva son hipnóticas por derecho propio: laboratorios asépti-cos en túneles subterráneos, cientos de conejos de experimentación aban-donados y seres “sin alma” vincula-dos a los humanos de la superficie. Es el tipo de desenlace que busca resig-nificar todo lo sucedido hasta enton-ces: dar sentido a enigmas planteados y a conductas extrañas previas de los

personajes. Esto habría funcionado si Peele, en efecto, hubiera plantado es-tas pistas en lugar de, prematuramen-te, lanzar a sus personajes a pelear por su propia vida. En vez de provo-car una epifanía en la audiencia, la resolución de Nosotros abre pregun-tas que no tienen respuesta dentro de la lógica que propone el argumen-to. Sobra decir que un relato sobre el arquetipo del doble se presta a la ambigüedad y a las interpretaciones múltiples: después de todo, el fondo del asunto es la fragmentación de la psique. En este caso, sin embargo, la intención evidente de que Nosotros funcionara también como una alego-ría de la inequidad social –y de que el público lo tuviera claro– llevó a Peele a insertar piezas que impiden que la cinta se abandone a un sin-sentido lúdico y, en cambio, la obli-gan a hacer un aterrizaje forzado.

Nada de esto podría atribuir-se a una falta de ingenio de Peele. Todo aquello que se echa de me-nos en Nosotros –planteamiento ela-borado, situaciones que evoquen la sensación de que algo familiar se ha vuelto extraño y giros argumenta-les que aclaren enigmas previos– es-tá presente en Déjame salir, sobre un negro rodeado de blancos libe-rales que no son lo que parecen. Parecería que el director sucumbió ante la presión de hacer una segun-da película que provocara emociones fuertes después de que se le repro-chara que Déjame salir era dema-siado astuta y que no se inscribía del todo en el género del horror (o bien, “de sustos”). Esto último es ver-dad, y es también lo que le permi-tía ser simultáneamente un thriller y una sátira social aguda. Es iróni-co que aquella cinta –y no la reciente, con todo y sus doppelgängers crue-les y grotescos– sea un relato perfec-to sobre usurpadores de identidad. ~

El pesimismo de la razón

IDEAS

ás o menos es-quiva, la ma-durez política puede ser –co-menta Alan Wolfe en su re-ciente libro The politics of petu-lance– un don

infuso, pero la mayor parte de las ve-ces no es más que la lucidez aprendi-da del error. Cuando Wolfe alaba la “lección de moderación” de los pen-sadores políticos estadounidenses del medio siglo –de Bell a Niebuhr y de Moynihan a Schlesinger– no ol-vida constatar que esta edad de pla-ta es una generación surgida al cabo de una gran depresión y una gue-rra mundial. Solo la metabolización de ese bagaje, en efecto, afirmaría una lucidez política capaz de desar-mar moralmente las grandes esta-fas ideológicas de la época: fuera de Estados Unidos, la rivalidad propia de la Guerra Fría; dentro de Estados Unidos, la derivada manicomial del anticomunismo encarnada por un populista, el senador McCarthy, de aleación perfecta. En su esfuerzo por explicar la victoria de Trump, ras-trear sus causas y proponerle palia-tivos políticos, Wolfe busca en The politics of petulance desenterrar la ac-titud de esos “liberales maduros” que supieron oponer un freno intelectual a la tentación populista de su épo-ca para trasladarla con efectos ejem-plarizantes a la nuestra. Si aquella generación quiso “crear conocimien-to político tras décadas de devasta-ción antiliberal [...] para salvaguardar los mejores rasgos del patrimonio oc-cidental”, tuvo que optar por una vía media no entre izquierda y de-recha, sino –argumenta Wolfe– en-tre cinismo y naïveté. Es el “centro

MMIGNACIO PEYRÓ

FERNANDA SOLÓRZANO es ensayista y crítica de cine. Participa en el programa radiofónico Atando cabos, tiene en Letras Libres la videocolumna Cine aparte y con-duce el programa Encuadre.

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vital” de Schlesinger o la responsabi-lidad implícita en el realismo melan-cólico de un Niebuhr. Ante todo, es el legado que, a decir de Wolfe, dejó es-ta gran generación estadounidense: la idea de una madurez política “disci-plinada por la adversidad, templada por el tiempo y modulada por un sen-tido cada vez mayor de la realidad”.

No es previsible que ningún votan-te de Trump se acerque a este libro de título mejorable por incompleto: de hacerlo, no cabe duda de que el vo-lumen, mezcla por momentos de je-remiada progre con un ribeteado de clasismo y condescendencia, le rea-firmaría en su voto. El problema, sin embargo, es que hay motivos para la jeremiada. No en vano, si la carto-grafía del populismo estadounidense trazada por Wolfe no deja de inspi-rar de cara al análisis de otros populis-mos de otras partes y a la comprensión

del fenómeno en general, aún resul-ta más alarmante colegir en su narra-ción lo que va de ayer –McCarthy– a hoy –Trump–: “la retirada del libe-ralismo occidental”, en palabras de Edward Luce. O, más prosaicamente, el gran peligro que para la democra-cia supone votar a demagogos a sabien-das de que son demagogos. Sí: parece mentira estar hablando de esto a trein-ta años –una generación– de 1989.

Hay algo de bálsamo para la aflic-ción política en la relectura que hace Wolfe de los sabios del pasado, siquie-ra sea porque el respeto, la influencia y la propia existencia de intelectuales públicos figuran entre las cosas que, se-gún argumenta, se han perdido, sus-tituidos por ese perfil de “líder de pensamiento” al que puede optar un instagrammer. Es virtud de Wolfe ahon-dar clínicamente en la “infelicidad de-mocrática” que nos aflige de modo quizá sorprendente en un momento en que –de la ciencia a la cultura– pare-ceríamos guardar motivos para el op-timismo. A corto plazo, desde luego y para Wolfe, no los hay. No los hay to-da vez que el liberalismo es mejor pa-ra afirmar políticas concretas que para llenar vacíos morales o ansias de sen-tido. No los hay toda vez que el popu-lismo se convierte en tentación común para las izquierdas como para las dere-chas. Y tampoco los hay cuando se dan tan pocas invitaciones a la responsabi-lidad: el populismo actual, más allá de simplificar una realidad compleja, bus-ca crear una realidad alternativa. Y así es sin duda más difícil que –como de-cía Arendt– la realidad se vengue...

No termina aquí el variado catá-logo de nuestra pena, y es virtud de Wolfe el señalar qué le aportan al po-pulismo de siempre los odres nuevos de nuestra vida pública y nuestra vida en red. Por una parte, la reducción del programa político a las “políticas de una sola idea” (single-issue politics): la inmigración, la independencia, etc. El contar con aceleradores institucionales del populismo: las guerras culturales en el seno de la Justicia, por ejemplo, o una atomización de la representación

por la que los partidos se cierran al diá-logo para fortalecerse en sus esencias. El espectáculo paradójico de que más democracia –primarias, debates, redes– redunde en un peor tipo de democra-cia. El nacionalismo, de placebo para el malestar social a combustible pa-ra el populismo. El declive intelectual de los líderes políticos y –también– de unas élites que han sucumbido a la cultura de masas: “cuando las éli-tes se evaporan, lo que se consigue es un gobierno de Twitter”, sentencia Wolfe, memorable. Curiosamente, en la lucha contra el populismo, la críti-ca política progresista y la crítica cul-tural conservadora pueden coincidir, igual que el populismo milita cons-titutivamente en contra del liberalis-mo sea de izquierdas o de derechas. Quizá por eso recomienda Wolfe fi-jarse más en el populismo en sí y me-nos en el color ideológico que lo tiñe.

La solución al populismo no fue fácil en los cincuenta ni lo es hoy: si lo desdeñamos, crece; si lo normali-zamos, la democracia liberal se atro-fia en su funcionamiento. En el último capítulo de su volumen, Wolfe pro-pone una serie de remedios: “evita el menor contacto con teorías conspira-tivas”, “trata cada voto como si el fu-turo de la democracia dependiera de él”, etc. El actual brote populista a am-bos lados del Atlántico ocurre en un momento en que –del calentamien-to global a la pervivencia del orden mundial heredado– se debe decidir sobre asuntos de la mayor gravedad. Ojalá que, para llegar a las “políticas de la responsabilidad” de los “libera-les maduros” de Wolfe, no haya que pasar por lo que ellos pasaron. Esto implica, como hicieron ellos y fren-te al desprecio que hoy es común, esa otra responsabilidad de tomarse en se-rio la política, habida cuenta de que la política, para bien o para mal, siem-pre nos tomará en serio a nosotros. ~

IGNACIO PEYRÓ es escritor y periodista. Su libro más reciente es Comimos y bebimos. Notas de cocina y vida (Libros del Asteroide, 2018).

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Campo de chicle

FILOSOFÍA

os chicles del as-falto reproducen el mapa de las in-corruptibles cons-telaciones. Borges dijo eso respecto a las manchas de la piel. Lo gran-de es lo pequeño

y todo es lo mismo a otra escala. Quizá se ha aplicado poco o nada a la lite-ratura –o sea, a las redes sociales– lo fractal. O quizá la literatura es la mani-festación de lo fractal. Es el típico des-varío que se te ocurre planchando una tanda de camisas, siempre hay una más rebelde que otra. O esperando el bus de los minutos eternos. La eternidad se mide en tiempo de celular. La frase de Borges se ha hecho a su vez inco-rruptible; más que las constelaciones.

La goma de mascar incrustada en el suelo puede frenar la velocidad de rotación de la tierra. Fricción cosmo-lógica. ¿Qué está ocurriendo en ca-da universo particular individual? Cada cual crea su línea de tiempo, su vida quizá, y a veces se roza o se en-reda con las líneas de los demás, so-bre todo en metro, en bus, en tranvía y planchando camisas. Pero las man-chas de los chicles ya no tienen relie-ve, son color incrustado. Entonces ya no hay fricción, o es solo visual (fo-tones), que no es poco. El amanecer es cosa de fotones. Sabes que tu vi-da está siendo intensa cuando no te acuerdas de hacer fotos. O no te ur-ge hacer fotos. O bien: tu vida se ha-ce intensa cuando te haces una foto.

¿Cada cual genera su línea de tiempo/espacio o va montado en ella? Esa es la creencia y la duda de hoy: líneas fugitivas, móviles crepitando, dedos veloces, a veces una sonrisa, a veces solo nervios anaerobios. A la

LLMARIANO GISTAÍN

vida rural, ahora trendyficada, se le su-pone una falta de intimidad, todos los datos son comunes, la transparen-cia del convivio. Pero también en las densidades urbanas se comparte el anonimato de los cuerpos apretuja-dos en los trenes, buses, metros, res-quicios, colas, filas, semáforos, bares, espacios intermedios, máquinas ex-pendedoras, taxis, tiempos de espe-ra en grupo. Hay quien sobrevive con sándwiches + alguna mirada que cae por error. Reconocer que alguien tie-ne una vida como la mía, que la vive con la misma intensidad (intensa tri-vialidad) que yo la mía, consumiría toda la energía que requiere… la ges-tión de mi vida. Cuando se prescribe (a otros) el “ponte en su lugar” o “pon-te en mi lugar” no se tiene en cuenta el consumo de energía. Pero el ego, co-mo el Estado, lo aprovecha todo, espe-cialmente el altruismo. Pensar que esa persona atribulada que espera el bus o el metro tiene una vida (y puede sal-varme la mía, o quizá la ha salvado ya) es un esfuerzo titánico. Ese sería el ini-cio de la igualdad básica universal.

Las manchas de chicle ya no tienen relieve, se han fundido o fusionado con la materia de las baldosas o del asfalto, son decoración, taracea, quizá arqueo-logía gastronómica o industrial. Un es-cáner de tiempo podría reconstruir los pensamientos que recogió cada chi-cle del asfalto mientras era mascado. El chicle contiene el alma fosilizada. Dos palabras que trajo la física aún esperan ser aprovechadas (comercializadas) en otros ámbitos: superposición y entrela-zamiento, como planchar camisas. Dos partículas entrelazadas hacen lo mis-mo, quizá son lo mismo, aunque es-tén a mil años luz. ¿No es eso el amor?

Así vamos tirando, flechas del tiempo. O flechas en el tiempo. En una preposición te juegas el universo, con-tigo dentro y fuera a la vez. Naves en llamas en Orión. Todo es trivial has-ta que lo enfocas y lo relacionas con la galaxia. Entonces, ¿es posible que el cosmos te esté enviando un mensa-je por minuto y que además sea gratis? ¿Cómo saberlo? Hay que seguirle la

pista un poco a esas sensaciones, fulgu-raciones súbitas que contienen avances de futuro, los presagios y premonicio-nes y augurios de siempre: abre un po-llo a ver qué sacas, además de plástico.

El mapa de la goma de mas-car. Hoy admitimos la alquimia y disfrutamos de sus efectos, pe-ro la palabra sigue prohibida.

Sin darme cuenta escribo del sentido del universo (aunque es di-fícil escribir de otra cosa, es el te-ma por defecto, el que se usa para examinar a los robots novicios).

De si vamos o venimos, de si va-mos o nos llevan, qué pregunta pa-ra un lunes (esta línea siempre cae en lunes). Las conversaciones se amon-tonan: la nasa o la nsa calcula que un 20% de los mensajes no escuchados re-bota en los trozos de chatarra espacial y por eso forma frases que a veces bri-llan al resol. Las lunas de usted le or-bitan ahora con más intensidad. El único objeto de este microtexto es in-sertar código beneficioso al albur de los albures y proveerle a usted de un minueto lleno de alegrías inanes.

Hay tantos chicles incrustados en el suelo que quizá habría que recalcu-larlo todo, ¿cree usted en el bosón de Higgs? ¿Votaría por ampliar el acelera-dor de partículas si contrataran a un fa-miliar suyo? ¿Qué partículas acelera el pensamiento? ¿Qué hilo hay que cor-tar para que se afloje un dedo y caiga un vaso? Hay tantos chicles que el fmi pide una escuela de cartógrafos espe-cializados. Si se juntara todo el chicle del mundo saldrían cinco Himalayas contando desde la cota cero.

Y si el campo de Higgs fue-ra un chicle. La ciencia, cuando no da con la fórmula matemática, bus-ca metáforas. Y cuando acierta la fórmula, también. Las supercuer-das no dan más de sí. Hay que pro-bar a ver si el universo es un chicle, eso permitiría que el espacio-tiem-po se doblara con más comodidad. ~

MARIANO GISTAÍN es escritor. Lleva la página web gistain.net y ha publicado este año la novela Se busca persona feliz que quiera morir (Limbo errante).

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ablo Neruda de-testaba los conoci-mientos librescos y puramente teó-ricos. Lo dijo a lo largo de toda su vida y de las ma-neras más diver-sas. En el más

reciente Congreso Internacional de la Lengua Española asomó una idea nue-va, contraria a los lugares comunes que se repiten hasta el cansancio a cada rato, y se discutió sobre los posibles orígenes surrealistas de buena parte de la poe-sía nerudiana. La conversación se pro-dujo en el interior impresionante de la gran biblioteca del convento jesuita del centro de la ciudad de Córdoba y giró en torno a un libro del antiguo crítico y profesor Juan Larrea: Del surrealismo a Machupicchu. Puedo dar testimonio de que Neruda tenía escasa simpatía por el autor de este ensayo. De hecho, en-tre sus numerosas Odas elementales, se puede encontrar una bastante maligna “Oda a Juan Tarrea”. Los que polemi-zaban en el interior de la monumental biblioteca ignaciana preferían no acor-darse del Tarrea. Yo me acordaba del padre Walter Hanisch, interesante historiador de mis años de estudian-te, y lo veía en mi recuerdo pasean-do junto a las estanterías del colegio de la calle Alonso de Ovalle, calle nom-brada en memoria de uno de los gran-des escritores del barroco colonial

PPJORGEEDWARDS

Viajes de la imaginación

LITERATURA

que el padre Hanisch, precisamen-te, entre una cabeceada y una pasti-lla de menta, había estudiado a fondo.

Creer que Neruda, en vísperas de escribir su poema épico más célebre, meditaba sobre su imaginario surrealis-mo, sería una perfecta ingenuidad. Yo veía al poeta con diaria frecuencia en los años de su embajada en Francia en los tiempos de Salvador Allende, mi-sión en la que me tocaba acompañar-lo en calidad de ministro consejero. Un visitante asiduo de aquella emba-jada era el gran poeta Louis Aragon, la gran figura del comunismo litera-rio de Francia. Y ocurría algo muy dig-no de destacarse ahora: Aragon, antes de tomar prudente distancia con res-pecto a la Unión Soviética de Stalin, había sido el fundador del surrealismo en Francia y había escrito textos en una prosa libre, de ruptura de cánones, co-mo El campesino de París, texto deshila-chado, inspirado, que podría llamarse surrealista avant la lettre. En esos días, Aragon nos había invitado a cenar en su casa del centro histórico de París y, al tocar el timbre de la puerta de calle, el poeta embajador había dado un difí-cil salto de flebítico, y había exclamado con palabras textuales: “¡Estamos fritos. Vamos a tener que ser inteligentes to-da la noche!” Yo diría que Aragon per-tenecía a la especie intelectual, y que el Neruda de 1972 habría preferido co-merse un ajiaco o un curry de cordero en lugar de hablar de estructuralismo

o de marxismo a la manera de los idea-listas alemanes del siglo xix. A él y a su amigo Aragon les gustaba mucho de-cir que habían sido surrealistas toda la vida, y el traductor de Neruda, Jean Marcenac, me miraba con expresión de alarma, y me aseguraba que ningu-no de los dos poetas hablaba en serio.

Años más tarde, en forma casual, me tocó estar con Elisa Bindhoff –la viuda chilena de André Breton, padre del surrealismo– en su departamento de la colina de Montmartre. Elisa me explicó que, todas las tardes a la mis-ma hora, André se sentaba en su sillón preferido y contemplaba las másca-ras de arte primitivo y las pinturas de Max Ernst y de Victor Brauner colga-das en la pared de enfrente. Así viajaba, me dijo Elisa, desde la penumbra de su dormitorio de enferma, con la ma-yor seriedad, y comprendí que Neruda era un viajero inmóvil, como lo ha-bía definido el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, y a partir de ahí, de esa noción de un viaje circular, de eterno regreso, comencé a compren-der otras cosas, cosas que los profeso-res reunidos en congresos de la lengua suelen no vislumbrar siquiera. Llegué tarde a una de las reuniones del doc-to congreso y subí al empinado esce-nario armado de mi bastón, y recibí una cerrada ovación, como si hubie-ra realizado una hazaña deportiva po-co frecuente entre académicos, y en esa forma evité, para acogerme a la excla-mación nerudiana, la obligación de ser inteligente durante un congreso ente-ro. Y me acordé de que Neruda, poe-ta del agua según Octavio Paz, había escrito uno de sus grandes cantos ma-teriales, “Entrada en la madera”, con unos misteriosos versos preliminares: “Con mi razón apenas, con mis dedos / con lentas aguas lentas inundadas.”

¿Surrealismo en estado germinal? ¿Anuncio de la antipoesía? La respues-ta es de ustedes, y de las nubes, y de los imprevisibles congresos futuros... ~

JORGE EDWARDS es escritor y diplomático chileno. En 1999 recibió el Premio Cervantes. Su libro más reciente es Esclavos de la consigna (Lumen, 2018).